Upload
sebastian-garcia-diaz
View
191
Download
1
Embed Size (px)
Citation preview
5
¿Cómo salvar
a la política?
(Se trata de nuestros hijos)
Sebastián García Díaz
6
A Carmen, el amor de mi vida
A mis hijos: Josefina, Pedro y María.
7
1. A MODO DE INTRODUCCIÓN
Parto de la base de que no somos felices. Es decir: seguramente nuestra vida privada está
llena de buenos momentos, pero en términos políticos las injusticias nos agobian y sobre todo
la falta de perspectiva. Queremos ser felices -en definitiva de eso se trata- pero parece
evidente que uno no puede ser feliz solo.
Aquí es donde aparecen nuestros hijos, no importa la edad que tengan. Porque si uno se
considera capaz de soportar las circunstancias adversas, ni la más dura de las almas puede
dejar de angustiarse, sin embargo, al pensar qué país y qué mundo le estamos dejando a
nuestros seres más queridos.
“¿Cómo salvar a la política?” no es entonces una cuestión académica o el disparador para
convocar a todos los bien intencionados de la tierra. Es una pregunta llena de dramatismo,
hecha por ciudadanos -por padres- que sufrimos la falta de respuesta.
Por detrás están latentes sentimientos profundos: la preocupación por ellos (y también por
nuestras propias vidas, por qué negarlo), la conciencia de que así no podemos seguir... la
terrible sensación de estar indefensos frente a lo público, que nos avasalla con sus acciones y
con sus omisiones. Lejos los tiempos en que reinaba el optimismo y la fe en la política como
generadora de “orden y progreso”. Ahora nos une el espanto (de ahí que la tapa del libro nos
impacte de esa forma).
“Deja a tu hijo a la entrada de una matinée, en un boliche bailable, y espera despierto en tu
casa hasta que vuelva, entrada la noche. Eso es sentirse indefenso frente a lo que pasa allá
afuera” me decía un padre con un nudo en la garganta.
Recuerdo un periodista de Argentina que criticaba a los que habían decidido salir a la calle
con sus cacerolas, recién cuando les habían tocado sus ahorros. "Razón suficiente" pensé para
mis adentros. No importa la causa: para algunos fue ésa, para otros la injusticia ya se venía
sufriendo hace tiempo, para muchos el detonador fue justamente el título de este libro: “lo
hago por mis hijos, quiero dejarles algo mejor”…
En definitiva todos hemos ido asumiendo la terrible importancia de lo político. El poder
que tiene el poder y sus consecuencias nefastas, cuando cae en manos de corruptos o
mediocres. A esta altura, nos cuesta imaginar cómo sería, si fuera de otro modo. Por
momentos pretendemos castigar con nuestra indiferencia. Pero es peor para nosotros, porque
los políticos hacen y deshacen sin siquiera la presión de nuestro control.
El diagnóstico que todos repetimos es la falta de participación. En efecto, no hay mucha
gente decente dispuesta a meterse en política. Aparentemente la causa sería las
complicaciones de la vida diaria: "no tengo tiempo". Ni siquiera por nuestros hijos tendríamos
tiempo, por muy sentidas que sean las declaraciones de los que van a una primera reunión.
Pocos van a la segunda. Muy pocos a la tercera. Y quedan los de siempre en las que siguen.
8
La intuición es que hay algo mucho más profundo que está fallando. Una sensación
compartida de que, aun logrando una convocatoria exitosa, ciertos defectos políticos
estructurales abortarían las iniciativas de cambio. El voluntarismo de los que dicen "si somos
muchos, lo lograremos", siempre es llamativo y tiene sabor heroico. Pero a esta altura
necesitamos una respuesta bastante más compleja al desafío de salvar la política, que la simple
reprimenda: "es que no participamos".
En mi caso, comencé a escribir estas reflexiones el día en que estuve al final de ese callejón
sin salida. Participé desde siempre en diversos grupos religiosos, políticos y sociales. Y asumí
como una "religión" el deber de participar. Creyendo que el problema tal vez era la falla de
ciertos mecanismos formales de la democracia (como el sistema electoral, o el funcionamiento
de los partidos políticos) me he pasado los últimos 10 años presentando propuestas de
reforma, juntando firmas, escribiendo artículos, haciendo columnas en TV y en radio ...
Al volver de España, de realizar un Master en Filosofía Política en la Universidad de
Navarra, sentí que había descubierto la respuesta más profunda que buscaba en los autores de
la magnífica biblioteca de aquella institución. Pero luego participé como asesor en una
frenética campaña política presidencial y en otra a Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos
Aires y la realidad me dio su lección. Intenté también realizar una experiencia política en un
partido supuestamente nuevo, aunque con todos los vicios de las estructuras viejas. Las
frustraciones enseñan.
En el 2003, volví a participar, esta vez como candidato a intendente de la ciudad de
Córdoba, por un movimiento político nuevo que fundamos un grupo de gente joven (el
nombre del partido es Primero la Gente). Esta vez pude ver las prácticas políticas desde
adentro, en primera persona.
Las reflexiones que siguen son, por tanto, una combinación entre teoría y praxis; una
búsqueda que camina por el sendero sinuoso de las contradicciones entre lo que dicen los
libros y lo que muestra la realidad.
¿Cuál es el eje de la búsqueda? Parto de la presunción de que todos somos individualistas y
que hoy por hoy, tal vez lo único que nos esté realmente importando –además de nosotros
mismos- sea nuestros hijos y seres queridos más cercanos. No es un reproche; simplemente
una observación. Así nos ha forjado la modernidad. Y luego de las experiencias totalitarias del
siglo XX nos hemos convertido en individualistas liberales a ultranza.
Sin embargo, navegamos con rumbo incierto entre nuestro afán de imponer un límite a lo
público -apelando a un glosario de elucubraciones teóricas- y nuestro anhelo de compartir una
vida comunitaria más plena y más inspirada en lo que nos parece bueno, bello y verdadero.
Esta sensación de que algo falta, se potencia cuando uno empieza a criar sus hijos, ¿no es así?
El problema es que, lo que se presenta como oferta alternativa, es tan idealista en algunos
casos o tan avasallante de nuestra libertad en otros, que preferimos la asfixia de la modernidad
a un “salto al vacío”. En esa encrucijada se nos va la vida política.
Mi propuesta es caminar por el desfiladero hasta el final, sin dogmas previos. Los liberales
pueden llevar sus constituciones en la mano, los que se sienten “de izquierda” viajen, si
quieren, con su manual de lucha de clases. Los nacionalistas lleven sus banderas y sus
9
estandartes. Pero no necesitarán, eso espero, nada de ello. Porque estoy invitando a una
reflexión serena y desprejuiciada sobre lo que nos pasa.
Si somos capaces de encontrar el punto en el que la libertad individual triunfa en su afán de
ser respetada, pero logra generar un espacio de bien común en el que la vida cobra sentido
pleno, habremos cumplido la misión.
El filósofo Leo Strauss nos da un consejo oportuno: “Para filosofar hay que romper
completamente con el ruido, la prisa, el atolondramiento, la baratura del vanity fair de los
intelectuales así como de sus enemigos. Asumir las teorías en boga como meras opiniones, y
las opiniones generalizadas como visiones que probablemente son extremas y, por lo menos,
tan erróneas como las opiniones más extrañas o impopulares. La filosofía es una liberación de
la vulgaridad”.
El desafío es no caer en la tentación del utilitarismo. En nuestros países -me refiero a los
países latinoamericanos- una realidad tan crítica nos empuja a buscar algo que nos sirva y
rápido. Pero como ha dicho un pensador mexicano, Mauricio Beuchot Puente, “nuestros
países también tienen derecho a que los pensemos”. Y para pensar, hay que tomarse un
tiempo. De hecho, lo que nos pasa, con diferentes matices, le pasa a ciudadanos de todo el
mundo.
Por eso el título nos convoca como padres a responder una pregunta compleja. Porque
nuestros hijos merecen que nos tomemos ese tiempo. En definitiva vamos a filosofar, con la
humildad del que nada sabe, pero quiere saber. Y vamos a buscar las soluciones -la "salvación
de la política"- empezando por el principio. No reniego de mi vocación por la acción, pero en
este caso, vamos a pensar. Como cuando un padre piensa en sus hijos y sus nietos, con esa
grandeza.
Para lograrlo, imaginemos que no hay políticos cerca. Porque en cuanto hay uno,
levantamos la guardia, y rezamos ese rosario de frases hechas que resumen nuestros
reproches. Aquí no habrá políticos. Y nos podremos dar el lujo de entrar en sus zonas
reservadas, revisar sus recovecos, sus supuestos, sus silencios... en busca de la verdad y la
mentira. “¿Cómo salvar a la política?” Vale el desafío.
Un agradecimiento especial al padre Ricardo Rovira y también a los profesores de la
Universidad de Navarra: Fernando Múgica, Alfredo Cruz y Rafael Alvira, que me ayudaron
con sus enseñanzas a pergeñar estas ideas políticas. También a los asistentes a los seminarios
y cursos que he podido dictar a lo largo de estos años y que ampliaron y corrigieron mis
apreciaciones. No menor fueron las enseñanzas prácticas que me dieron mis compañeros de
ruta en la acción política.
Gracias a ellos surgieron nuevos planteos y lo que antes aparecía como una afirmación, al
tiempo se convirtió en una pregunta, y la dinámica continua hasta hoy. Todas las reflexiones
de este libro se encuentran en etapa de maduración. Si me atrevo a compartirlas aquí, es
porque tengo la tranquilidad de que, aún publicadas, seguirán en elaboración. Es un
compromiso con mis hijos.
10
2. LA VERDAD DE LA POLÍTICA
Un grupo de jóvenes, capacitados en sus respectivas profesiones, se decide a participar
inspirados por una noble vocación pública y hartos de ver lo que los políticos hacen con el
Estado. Han leído mucho sobre política -se podría decir que están preparados- aunque es la
primera vez que se enfrentan a una acción concreta.
Desde el comienzo la praxis política los pone a prueba. ¿Cuál será el grado de
compromiso? Se puede hacer política en forma ocasional (todos nosotros cuando votamos),
como actividad secundaria -cuando tengo un poco de tiempo y ganas- o como profesión
principal.
Los dos primeros, lamentablemente, son inofensivos para esa praxis. Es como si un
jugador de fútbol habilidoso pero amateur, jugara en un partido de Boca-River. Como mínimo
será intrascendente, como máximo saldrá lesionado y decepcionado por lo poco que pudo
hacer.
Del grupo ya nos han quedado menos. Sólo aquellos que tienen una verdadera política
estarán dispuestos a comprometerse al máximo. Junto a ellos, lamentablemente, también los
que ven en la política un buen negocio.
A ambos se les presenta el mismo dilema: ¿De que van a vivir? Es decir, ¿cuál será su
sostén económico? Según Max Weber hay dos formas de hacer de la política una profesión. O
se vive “para” la política o se vive “de” la política. En el nivel teórico no deberían ser
excluyentes pero Weber se refiere a un nivel más grosero: el nivel económico. Vive de la
política quien trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos; vive para la política
quien no se encuentra en este caso. El que depende del sueldo público, ese es el problema,
pierde su independencia y a veces calla, aunque no esté de acuerdo, para “cuidar el puesto”.
Sin embargo, para que alguien pueda vivir “para” la política tiene que ser económicamente
independiente. Hoy en día en un mercado tan competitivo esa condición exige dedicación
plena. Tendría que darse el caso de un joven cuyos ingresos económicos no comprometieran
su tiempo. Pero ¿quién puede cumplir semejante requisito? Sólo uno que viviera de rentas,
por ejemplo. Ni el obrero, ni el docente, ni el profesional, ni siquiera el gran empresario
moderno son libres en este sentido.
Por eso los partidos luchan por la distribución de los cargos: para recompensar a los
militantes. Al grupo de los bien intencionados le repugnará la idea de depender de los dineros
públicos que pueda conseguir el referente político. El segundo grupo de jóvenes por el
contrario, verán cumplido su objetivo.
Tenemos aquí una primera adversidad para el que quiere entregar a su comunidad alma y
vida: cómo dedicarse a la política sin vivir de la política.
11
Un puñado de idealistas, a pesar de todo, decide participar. También los extremadamente
inescrupulosos. La praxis vuelve a increparlos. ¿Cuánto están dispuestos a ceder en este juego
de transacciones? En política se arregla -o se “transa”- con tres grandes grupos. En primer
lugar con los seguidores que, en muchos casos, no tienen el mismo grado de “idealismo” que
el líder y esperan verse recompensado de alguna manera. El asunto es más dramático cuando
se sabe que ese seguidor no es el mejor para ese cargo, pero ha sido fiel...
En segundo lugar, uno cede frente a los intereses sectoriales en favor de apoyo económico
o de otro tipo. Al final de cuentas, para competir en una elección se necesita mucho dinero y
poder de convocatoria.
Por último hay transacciones con el oponente. Si uno se niega en forma rotunda, y sobre
todo si es minoría, se convierte en un paria. Podrá emocionar con su actitud a los televidentes
en alguna emisión, pero políticamente queda inhabilitado para cumplir con ninguno de sus
proyectos que, sin el consenso, son imposibles. Pero los acuerdos, en el marco de la
desconfianza hacia lo político, suelen ser muy mal vistos. “Que renuncie” dirán los moralistas.
Pero dejar todo en la mitad de camino -en la mitad de la vida- es una decisión dramática para
un político y para cualquiera. "Que acuerde" dirán los pragmáticos.
El idealista o, mejor dicho, el virtuoso nunca justificará medios non santos en atención al
fin, y sin embargo la política lo espera con una sentencia de Weber: “Quien se mete en
política ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad
lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario.
Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”. El inescrupuloso transará de tal manera
que se convertirá en un “aliado del diablo”…
Este primer pantallazo, que representa un granito de arena en el mar tormentoso de la
política, ya sirve para advertir el desafío al que nos enfrentamos. Un verdadero problema de
fines y medios.
1. ¿Tiene la política un deber ser?
Antes de reflexionar sobre la política, hay que preguntarse si la política acepta reflexiones.
Podríamos ensayar -siguiendo al profesor Alfredo Cruz- una primera división entre los que
responden afirmativamente y los que no.
Los negativos aseguran que no hay una verdad para lo político. Todo en ese ámbito se
corresponde con la voluntad que alcanza lo que quiere, por el poder que tiene. Aquí se enrolan
los sofistas griegos, Maquiavelo y las concepciones catalogadas como “mito”, como es el caso
del nazismo o el fascismo (no es casualidad que uno de los precursores del pensamiento nazi,
Alfred Rossemberg, titulara su obra “El mito del siglo XX”).
El mito concibe al saber político como la construcción de una idea o un sentimiento
común, cuya función es despertar a la acción. El valor del mito no es veritativo sino
pragmático. La veracidad del mito es a posteriori por haberse alcanzado.
Luego están los que sí consideran que hay una verdad en política. Aquí encontramos en
primer lugar a las utopías que buscan alcanzar un modelo universal para todas las
comunidades. Por supuesto, debemos mencionar a Platón: “Hay una polis verdadera”. Bajo
12
esta concepción, una vez realizado el modelo desaparecería la política, puesto que no sería
necesaria. La diferencia entre mito y utopía -además de sus posiciones frente al saber político-
es que el primero no tiene vocación universal como la última.
En segundo lugar encontramos las posturas cientificistas: el conocimiento político debe
establecerse a través de la ciencia. Hobbes puede ser el pionero en esta línea. Esta postura
coincide con la utopía en que debe descubrir una verdad universal, pero se distingue en que
esa verdad no se da por el grado de perfección que presenta, sino por su grado de
demostrabilidad científica.
Para que haya ciencia tiene que haber un dato invariable e incuestionable y es por eso que
muchos autores “bucean” para buscar algo en el hombre de donde amarrarse (en Hobbes, por
ejemplo, el deseo de vivir). Estas posiciones reduccionistas producen una fijación de la
naturaleza humana. Como señala Millán Pueyes “hacemos que la naturaleza sea, en lugar de
un principio fijo de comportamiento, un principio de comportamiento fijo”. En definitiva se
olvidan que cada ser humano es único e irrepetible y para colmo libre.
En tercer lugar encontramos la ideología. Su problema es que la verdad que presenta para
lo político no corresponde al ámbito político. Es decir, sometemos a lo político a las
categorías del ámbito donde hemos percibido el problema, ya sea desde otras ciencias u otras
experiencias. Un ejemplo es la ideología marxista o comunista que traslada las categorías
sociológicas de clases al ámbito político. Otros trasladan las categorías económicas, las que
corresponden a la psicología, etc.
Nadie niega que podemos acercarnos a lo político con una idea previa: “Los hombres
deben salvarse y para ello deben ser religiosos”. Sin embargo, si pasamos de esa idea previa,
en forma directa, a tomar la decisión política de poner crucifijos en todas las escuelas,
estaríamos cometiendo un error por nuestra aproximación ideológica. En el camino hemos
olvidado pasar nuestra decisión por el prudente tamiz de la deliberación política, por nombrar
sólo una de las deficiencias de esta aplicación directa. La ideología, en vez de ser una teoría
sobre la política, acaba siendo una política determinada.
2. Una visión realista
Hay una última concepción que asegura una verdad para lo político y la posibilidad de
conocerla pero, eso sí, a través de un conocimiento práctico. Profundizaremos en esta visión a
lo largo de todo el libro.
¿De qué se trata? Hay un párrafo de Bertrand de Jouvenel en su libro Teoría pura de la
política -al que vamos a seguir en esta primera reflexión- que desarrolla, como una metáfora
perfecta, la actitud real que deberíamos tener frente a la política.
“Los bárbaros se acercan, hombres grandes y de risa cruel que utilizan al vencido como
juguete al que se deshonra y del que se dispone libremente. Nuestras piernas tiemblan con
sólo pensar en ellos. Nuestro obispo, vestido con las ropas de ceremonia y enarbolando la
Cruz, se interpone, sin embargo en el camino del feroz capitán. Nuestra ciudad va a ser,
pues, perdonada. El jefe extraño, de rostro terrible se convertirá en nuestro soberano; pero
guiado por el hombre de Dios, será un amo justo y su hijo querrá, desde su más temprana
edad, aprender del obispo los más bellos ejemplos del gobierno prudencial. En mi fábula el
13
obispo representa la filosofía política: su función consiste en civilizar el poder, influir en el
salvaje, pulir sus modales, y engancharle en el carro de las empresas beneficiosas”.
En efecto, alguna razón tienen los escépticos cuando señalan que la política, en su realidad
más cruel, es la dinámica exclusiva y excluyente de la búsqueda y el ejercicio del poder. Y en
ese marco pareciera no receptar otras reflexiones y sugerencias que no sean aquellas que
ayuden al objetivo de alcanzar y retener el gobierno.
Maquiavelo observó esta faceta de lo político y por eso comienza sus reflexiones con el
siguiente párrafo:
”Siendo mi propósito escribir cosa útil para quien la entiende me ha parecido más
conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia. Porque muchos se
han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido
vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debiera vivir,
que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de
beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es
inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo
príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con
la necesidad".
Sin embargo, esa no es toda la verdad. Si nos quedamos con esta visión y no somos
capaces de visualizar los otros elementos, sentenciaremos a la política a ser lo que es hoy.
Como contracara, tampoco podemos enfrentar el fenómeno de lo político con una
enciclopedia de postulados teóricos que jamás se han cumplido, ni se cumplirán. La
desviación encuentra su metáfora en el postulado de los idealistas: “Si la realidad no se ajusta
a la teoría, peor para ella”.
Peor para nosotros, en este caso. Porque, como en el párrafo de Jouvenel, el “salvaje” está
por dominarnos sin respetar ninguna regla. Y depende de nosotros que la búsqueda
desenfrenada del poder por parte de los políticos, se convierta en un proyecto de bien común.
El mismo Jouvenel lo confirma. Para él, "el Estado" es, en esencia, "el resultado de los
éxitos de una ‘banda de bandidos’ que se sobrepone a las pequeñas sociedades particulares;
banda que, organizada ella misma en sociedad casi fraternal, ofrece frente a los vencidos, a los
sometidos, el comportamiento del Poder puro". El autor llega a decir que "este poder no puede
justificarse con ninguna legitimidad. No persigue ningún fin justo; su única preocupación, es
la de explotar en su beneficio a los vencidos, a los sometidos, a sus súbditos”.
Sin embargo, aun el autor, con toda su frialdad para analizar el tema, describe un proceso
lógico por el cual esa “banda de bandidos” debe procurar el bien común, como una condición
de su subsistencia. Si no lo hace, los súbditos tenderán a rebelarse y a “sacudir su yugo”.
Por tanto, ni aun en la peor de las visiones podemos escapar a una concepción del poder
que -ya por virtud, ya por necesidad- debe procurar el bien común o, lo que es igual, debe
legitimarse ante las personas que obedecen.
14
En definitiva, para salvar a la política primero tenemos que entenderla. Y sin embargo, no
podemos conformarnos con lo que la política es. A la luz del deber ser, tendremos que buscar
lo posible, que -en los términos de Aristóteles es el plano de la prudencia.
3. El fenómeno político
El fenómeno político es un misterio por el cual una persona logra provocar en otra
una acción determinada. Ese es el componente más pequeño, susceptible de identificación, de
cualquier acontecimiento político -grande o pequeño-. Una actuación del hombre sobre el
hombre. Es cierto que no se puede soslayar el peso de la amenaza de sanción, pero no es lo
esencial.
Alguno podrá sentirse incómodo por una definición que habla de "misterio" en lugar de
puntualizar si es una ciencia o un arte. Yo por ahora me enfrento a este misterio y me admiro.
No hay reproches, porque la comunidad necesita de una acción unificada frente a un futuro
incierto. Y por suerte hay personas que son capaces de lograr que las voluntades confluyan
para que la acción se produzca. Este es el don del político. Y por eso la política es el arte de lo
posible.
El ejemplo de Bertrand de Jouvenel puede ayudarnos. Un viajero llega a Atenas en el año
415 a.C., antes de que se tome la decisión de enviar una expedición a Siracusa. Para saber qué
ocurrirá realiza tres preguntas: ¿A quién corresponde tomar esta decisión? La respuesta se la
dará el derecho constitucional: la decisión corresponde a la Asamblea. En segundo lugar: ¿Es
correcto y ventajoso emprender la expedición? Esta pregunta pertenece al ámbito de la
reflexión y la prudencia política. Mal que nos pese aquella actitud y esta virtud sólo son
posibles en algunas personas, pero no en todas, aunque su importancia es extraordinaria para
fijar la bondad y la oportunidad de la cuestión que se debate. Sin embargo, de nada sirve todo
lo anterior si no se plantea un último interrogante: ¿Se tomará realmente la decisión y se
llevará a cabo? Aparece aquí la necesidad de una manifestación de hecho relativa a una
situación futura y esa conjetura sólo puede confirmarse mediante la acción. Este es el dominio
de la política que supone la realización de una de las posibilidades.
Ahora bien, aunque es cierto que la sociedad es un hecho natural y cada hombre es por
naturaleza un “ser sociable”, no podemos subestimar el valor de la libertad humana como
factor determinante para realizar aquella tendencia natural o, por el contrario, para atrofiarla.
El político práctico en este sentido, tiene el desafío de unificar en una decisión y en una
acción a miles de hombres que, librados a su suerte, reaccionarían cada uno a su antojo. Ellos
tienen la libertad de cooperar o no, pero él conoce bien cómo convocarlos. Conocer en general
cómo obtener tales acciones y, en particular, para qué, cuándo y de quién podemos esperar
obtenerlas, constituye su saber familiar. Es la astucia -en el buen sentido- del político.
Un buen político debe tener por tanto: 1- un objetivo convocante, 2- una estrategia
concebida para asegurar el logro del objetivo, 3- una serie de maniobras, activas y flexibles
para el desarrollo de esta estrategia, 4- un intenso goce inherente a la actuación toda.
Esto último es lo que muchas veces nos enoja y nos hace desconfiar, pues advertimos que
los hombres de acción extraen un placer de la acción en sí misma, aun cuando no esté
inspirada por móviles elevados o dirigida a un fin beneficioso. A nosotros nos gustaría que tal
goce dependiera totalmente de la excelencia del proyecto; que la ejecución implicara goce
15
solamente por la virtud del objetivo. Queremos políticos que sean como los héroes de las
películas, que dejan todo para luchar en esa causa perdida. La observación de la realidad, sin
embargo, da cuenta de que todo hombre de acción siente una vocación por dominar sus
derroteros, más allá del objetivo final. Siente placer por el vértigo de la acción en sí misma.
Eso es en su raíz la política y eso es lo que la hace tan peligrosa. La actividad política, por
un lado, es fuente indispensable de beneficios sociales porque actualiza la cooperación social,
al concentrar en una dirección el esfuerzo conjunto. Sin embargo, puede causar también daños
graves, al mover a los hombres a perjudicar a otros. Ni siquiera la bondad del propósito
buscado ofrece una garantía moral, ya que puede envenenar los corazones de odio hacia
aquellos a los que se considera obstáculo para el logro de dicho bien.
Fenelon lo expresa así: “En verdad, los hombres son desgraciados, por tener que estar
gobernados por un rey que no es sino otro hombre como ellos y que debe enfrentarse con una
tarea que sólo los dioses podrían realizar. Pero los reyes no son más afortunados; hombres
como otro cualquiera, débiles e imperfectos tienen que gobernar a una gran multitud de
individuos, malvados y falsos”.
4. El manejo de la circunstancia
Una segunda aproximación al fenómeno de lo político nos trae a la contingencia como
elemento esencial. La política, por más prudente que sean sus agentes, no puede eliminar la
importante dosis de imprevisibilidad propia de la realidad a la que está llamada a transformar.
Por eso las soluciones en política no son como las soluciones matemáticas o geométricas.
Muy por el contrario, en muchas ocasiones -y no en las menos- debe acudir a arreglos de
compromiso o “soluciones” que en gran medida establecen un status quo y remiten la
verdadera resolución para más adelante.
Sobre la cuestión, Jouvenel tiene un análisis descarnado: “Lo que caracteriza precisamente
a un problema ‘político’ es que sus términos no admiten solución alguna, estrictamente
hablando. Existen, sin duda, asuntos sobre los que las autoridades públicas deben tomar una
decisión en los que las condiciones que han de ser satisfechas son bastante complejas y cuya
resolución constituye una tarea intelectual. Pero tales problemas, que poseen solución, son
resueltos tranquilamente, entre bastidores, por los expertos. Lo que constituye ‘un problema
político’ es la contradicción de los términos, esto es, su insolubilidad”.
Más adelante agrega:
“Lo que caracteriza a un problema político es que ninguna respuesta conviene a los
términos del problema, tal y como han sido planteados. Un problema político no puede ser
resuelto: solamente puede ser susceptible de un arreglo, lo cual constituye una cosa
totalmente distinta. Entendemos aquí por arreglo cualquier decisión, a la que se llega a
través de unos medios cualesquiera, sobre la cuestión que ha suscitado el problema político.
Mientras que la solución satisface por definición, todos los términos del problema, el
arreglo no alcanza ese resultado. Esto es así por cuanto no hay posibilidad, como sucede
con la quiebra, de satisfacer todas las demandas en su totalidad. O bien habrá que rechazar
ciertas demandas, o bien habrá que acceder a todas aun cuando sin satisfacerlas
plenamente”.
16
Aunque la visión de Jouvenel pueda ser demasiado escéptica, debemos coincidir con él en
que el problema político no puede ser subestimado, si uno pretende una reflexión válida.
Frente a un problema político, la filosofía política y las demás ciencias pueden aportar lo
mejor de sí, pero no debemos decepcionarnos si luego de un proceso político no pudieron
lograrse los resultados esperados.
Por eso, no debemos subestimar ni a la política ni a los políticos, porque requiere de
talentos especiales. Jouvenel tiene, en este sentido, otro párrafo muy aleccionador. Basado en
el famoso diálogo platónico entre Sócrates y Alcibíades -titulado “Alcibíades”- el autor
recuerda que Sócrates recrimina al joven Alcibíades por su sed de poder, su ambición, que no
va acompañada de la necesaria sabiduría.
“¿Qué me dices del problema sobre el que están discutiendo ahora los atenienses?
¿Te has puesto de pie para hablar porque tu conocimiento del mismo es superior al
de los demás?”
Luego de las preguntas y la discusión con Sócrates, el joven debe asumir su ignorancia. Su
claudicación ante el filósofo le permite a éste exclamar lo que todos alguna vez hemos dicho:
“La ignorancia es peor cuanto más importante es la materia sobre la que recae. Pero
en cualquier materia la suprema ignorancia consiste en no darse cuenta de que no se
sabe. ¡Ay! ¡En qué situación tan triste te encuentras, por tus propias palabras,
convencido de tu suprema ignorancia en la más importante de las materias! ¡Y de
esta manera te lanzas a la política, sin conocimiento alguno! Situación en la que no
te encuentras tu solo, sino que alcanza a la mayoría de los que se ocupan de los
asuntos de la ciudad, con la excepción de unos pocos entre los cuales podemos
colocar a Pericles”.
La traducción no es literal, pero nos da una idea de las recriminaciones que intelectuales y
ciudadanos comprometidos hacemos a los políticos: la actividad política que no va
acompañada por la sabiduría, constituye algo peligroso.
Pero, como contracara, podría decirse que en nuestros días subestimamos en exceso la
sabiduría práctica y prudente del hombre político. El saber guiar a la masa de hombres que
conforman una sociedad y, para colmo, una sociedad fragmentada y anómica como la de hoy,
es una verdadera capacidad. Lograr la unidad de acción, no por la violencia o el abuso de
autoridad sino por el consenso. En este sentido, es aleccionador el diálogo recreado por
Jouvenel entre un supuesto Sócrates y Alcibíades varios años después del primer diálogo.
Allí el político defiende las habilidades que sólo él tiene y que pueden inspirarse en la
sabiduría del filósofo pero no subordinarse a todos sus dictados. Simplemente porque el saber
abstracto no tiene en cuenta todos los elementos que influyen en una acción política.
“Alcibíades: Saber conducir a los demás a la Sabiduría constituye tu tarea, Sócrates.
Hacer y conducir a los demás a la Acción constituye la mía. En esto diferimos
profundamente. Si tratase de conducir a los demás a la Sabiduría, debería
enfrentarme con una penosa tarea, que perjudicaría la de conducirles a la Acción, y si
yo hubiera perseguido esa Sabiduría que propugnas, me hubiera divorciado de los
sentimientos de aquellos a los que pretendo poner en movimiento.
17
Sócrates: Pero tu carencia de saber, Alcibíades, va a causar desastres a Atenas.
Alcibíades: Si así fuera, sería un desastre que tu sabiduría, se habría mostrado
incapaz de impedir, ya que careces de la capacidad necesaria para evitar que la gente
actúe de manera diferente a la que yo recomiendo”.
Hecha esta salvedad, no renunciemos, empero, a la tarea de darle un marco filosófico a la
política para ayudarla así a enfrentar, con principios, con valores y con objetivos a la
contingencia de la realidad.
5. ¿Cómo saber algo sobre política?
Si hemos llegado a esa perplejidad frente a lo político, estamos preparados para emprender
el camino de "salvar a la política". Sin embargo, no sería bueno dejarnos ganar por el
escepticismo para concluir: "frente a la realidad política nada se puede decir". No podemos
renunciar a "civilizar al salvaje" apenas comenzado nuestro camino.
La pregunta que ahora tenemos que hacer es ¿en qué punto podemos encontrar alguna
verdad sobre lo político, para poder asirnos? Aquí nos sucede lo mismo que en los demás
ordenes de la vida.
El saber es una adecuación de nuestro conocimiento con la realidad. El problema, sin
embargo, para el que pretende un saber adecuado a los hechos, es que no podemos subestimar
ninguna dimensión de la realidad. A uno le gustaría que las cosas fueran simples: blanco o
negro, bueno o malo, lindo o feo. Que fuera sencillo descubrir la diferencia entre el ser y el no
ser.
Pero existe la dimensión de un poder ser que es absolutamente real, aunque potencial,
como es el caso de una semilla que puede llegar a ser una planta, y que, sin esa proyección, la
comprensión de la realidad de la semilla resulta en extremo superficial.
Además de esta dimensión de futuro, sin la cual no es posible entender el presente de un
ser, existe una historia de esa realidad -una conexión causal- y una serie de matices que son
accidentales pero, sin embargo, definitorios.
La realidad es pluridimensional y ninguna de las dimensiones puede ser desatendida, si el
objetivo es lograr un conocimiento verdadero. Sería una equivocación observar la realidad
sólo como inmediatez, ya que la realidad es concreción (que no es lo mismo que inmediatez).
A la primera complicación se agrega una segunda, que surge de nuestra propia
subjetividad. Siempre es complejo confirmar si lo que uno está conociendo, es lo que
verdaderamente es; si lo que piensa o juzga que es el objeto de su atención, realmente lo es.
Nos enfrentamos a una encrucijada cuyos caminos conducen a concepciones muy distintas.
Uno de los caminos nos lleva hacia Descartes, que llegó a dudar de todo salvo de él mismo
(porque al estar pensando -tratando de saber- se aseguró, al menos, que existía).
En sus propias palabras: "Queriendo yo pensar, de suerte, que todo es falso, era necesario
que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: “yo pienso, luego
soy”, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son
18
capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de
la filosofía que andaba buscando."
El otro camino nos lleva a Sócrates y su frase: “Sólo sé que no se nada”. La sentencia, a
más de ser una forma de humildad, es también una reafirmación de nuestra capacidad humana
de percibir, de conocer y de entender. Marca una cierta actitud heurística -de búsqueda- con la
cual podemos ir llenando ese espacio abierto por la curiosidad y el asombro.
El estilo cartesiano nos lleva a la duda metódica, no ya como método científico eficaz, sino
como incertidumbre vital. Podremos disimularla con grandes esquemas y teorías racionales,
pero la realidad siempre ganará la partida. El camino que Sócrates propone, por el contrario,
parte de un presupuesto extremadamente positivo que se resume justamente en el primer
concepto de su definición de filosofía: el “amor” a la sabiduría. Se trata de dos teorías
distintas sobre el espíritu humano: una es la filosofía del temor, y la otra es una filosofía del
amor. Esta radical diferencia tiene consecuencias trascendentes a la hora de pensar una
filosofía de la sociedad.
El amor supone varias cualidades que merecen ser destacadas. En primer lugar supone una
voluntad constructiva. Sólo el amor movilizará nuestra voluntad hacia el conocimiento. Tiene
que haber voluntad tras el entendimiento, en armónica interacción, para que se produzca el
milagro de la filosofía. Esta ligazón entre razón y “corazón” nos obliga a incorporar fines y
valores propios del ámbito volitivo.
Una segunda cualidad: el amor nos brinda una cierta confianza en nuestras percepciones e
intuiciones. Una confianza que no es pacífica, sino que, por el contrario, muestra una
constante inquietud. Es el hombre que camina a oscuras guiado por un amigo que va más
adelante también a oscuras. Confía en su amigo y confía en sus propios pasos pero eso no le
lleva a abandonarse en sus pequeñas órdenes y mantiene la inquietud por buscar la luz y
confirmar el camino.
Lo mismo pasa con dos enamorados al principio. Confían pero quieren confirmar su amor.
Es como la leyenda griega de Psique y Eros. Psique, la mujer más bella, arrojada al vacío por
envidia, es rescatada por Eros, que comparte con ella todo lo que es y lo que tiene, con la
condición de que la relación se mantenga a oscuras. La promesa es que él, es el hombre más
hermoso del mundo. Psique, que no es otra que el alma, no resiste la tentación de saber si
realmente es así. Eros, que es el amor, le hace pagar caro su reacción.
La última cualidad tiene que ver con el objetivo final de la voluntad, que es la acción. En
este marco cabe interpretar la idea clásica de que toda filosofía debe culminar en una política.
Si no somos meros sofistas (ejercitadores del conocimiento), sino verdaderos amantes de la
sabiduría, el ejercicio de voluntad será para un conocimiento teórico pero sobre todo para la
práctica. Esto simplemente porque la voluntad ama lo concreto y no lo abstracto. Todo
conocimiento intelectual es abstracto (si no, tendría que integrar -digerir- la cosa misma, pero
no es posible). Si embargo al haber invocado a la voluntad lo universal tiende a la concreción.
6. Conocer al hombre
Los problemas no han terminado para nosotros. Porque si nuestro conocer será sobre la
política, será un saber acerca del hombre. Y con el hombre ingresa un dato fundamental: la
libertad humana.
19
Ya lo decía Rousseau cuando comienza el prefacio de su filosofía política:
“El conocimiento humano más útil y el menos avanzado de todos me parece ser el del
hombre y me atrevo a decir que sólo la inscripción del templo de Delfos (Conócete a Ti
mismo) contenía un precepto más importante que todos los libros de los moralistas. Por lo
tanto, considero el tema de este discurso como uno de los problemas más interesantes que
pueda proponer la filosofía y, desgraciadamente para nosotros, como uno de los más
espinosos que puedan resolver los filósofos. Porque ¿cómo conocer la fuente de la
desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocerlos a ellos mismos?”
Tenemos por delante un desafío: el hombre debe conocer al hombre o, lo que es peor,
debemos conocernos a nosotros mismos. Por tanto somos sujetos y objetos de estudio, al
mismo tiempo. Y como el motor de ese conocer y conocernos es el amor, parece necesario
amar al hombre y amarnos a nosotros mismos para que nuestro saber cumpla las expectativas.
Con esta argumentación quiero hacer ver que, cuando hablamos de la política, hablamos de
los hombres, de sus glorias y sus miserias. Pero lo más importante: cuando hablamos de los
hombres estamos hablando de nosotros mismos. Y nuestras conclusiones no pueden ser tales
que a nosotros mismos no sean aplicables.
Imagino a un hombre moderno que vive en una gran ciudad. Durante todo el día (en
realidad durante todos los días de su vida) se ha manejado frente a los demás, frente al Estado
y frente al Sistema ocupando los “tipos” clásicos de hombre moderno. Así a lo largo de la
jornada ha sido un típico consumidor (según lo definen las encuestas), un típico televidente,
un típico profesional, un típico contribuyente, un típico ciudadano, un típico exponente de su
clase social, con un nivel de gastos típico de su status económico. Con sus hijos y su esposa
siguió las reglas aconsejadas para un padre típico y un esposo modelo… ¡Hasta fue un típico
religioso! Volviendo para su casa algo pasa, el hombre descubre que ha perdido su nombre en
algún lugar (o se lo han robado), ha perdido su identidad.
Desesperado acude a las oficinas que administran cada uno de los tipos que él ha
desempeñado. Los oficinistas lo tranquilizan y le dicen: le devolveremos su identidad a través
de las diversas tipologías que usted ha cumplido. Pero el hombre no está conforme. Porque él
es mucho más que los papeles que ha desempeñado. ¿Quién soy?, se pregunta, ¿qué hace que
yo sea sólo yo y no otro?
Lo absurdo de esta historia nos enfrenta al problema de lo uno y lo diverso. Y con él, un
rechazo a las generalizaciones facilistas que meten a todo el mundo en la misma bolsa. No
podemos subestimar que en política no existe el hombre sino más bien, muchos hombres.
Como señala Fina Birulés, "La filosofía no puede caer en el error de no tener en cuenta la
pluralidad y su importancia en la configuración de lo político. Gracias a Dios, somos todos
muy parecidos pero también somos todos diferentes”.
Sigamos este pasaje del sociólogo Georg Simmel que analiza en detalle el significado
sociológico de la coincidencia y la diferencia entre los individuos:
"El hecho de que lo nuevo, raro o individual (parece claro que sólo se trata de tres lados
diferentes de un mismo fenómeno fundamental) se valora como lo más selecto, tal como lo
muestra la historia cultural y social en incontables repeticiones, aquí sólo ha de iluminar su
contrapartida: que las propiedades y modos de comportamiento con los que el individuo
20
forma la masa por compartidos con otros, aparecen como inferior en su valor. Aquí
encontramos lo que se podría llamar la tragedia sociológica. Cuanto más finas, altamente
desarrolladas y cultivadas sean las cualidades que posee el individuo, tanto más improbable
se vuelve la coincidencia y por tanto la uniformidad precisamente de aquellas con las
cualidades de otros y tanto más se extienden hacia la dimensión de lo incomparable,
mientras que se reducirán a estratos tanto más bajos y sensitivamente primitivos aquellos
aspectos en los que puede asemejarse con seguridad a otros y formar con ellos una masa de
carácter uniforme. Así fue posible que se hablara del "pueblo" y de la "masa" con desprecio
sin que los individuos tuvieran que sentirse afectados, ya que, en efecto no designaba a
ningún individuo.
Por eso dejemos sentado, desde ya, que la condición indispensable de la política es la
irreductible pluralidad que queda expresada en el hecho de que somos alguien y no algo.
Si nuestros análisis políticos comienzan con la fórmula “es que la gente es” de tal forma o
de tal otra... como si nosotros no fuéramos “la gente” sino espectadores de rango superior a
los protagonistas, no vamos por buen camino.
7. Conocer el todo
Una de las anécdotas socráticas que ha conservado la antigüedad se refiere a una
conversación del pensador ateniense con un sabio hindú. Este quiso informarse acerca del
objeto del saber socrático. Al responder Sócrates que se interesaba por el hombre, el hindú se
echó a reír y dijo: “¿Cómo vas a saber algo acerca del hombre sin tener conocimiento de
Dios?”
Para conocer algo del hombre -de nosotros mismos- necesitamos salir de nosotros y
apoyarnos en otro ser. Pascal, en este sentido, era más radical: “Que será de ti, ¡oh hombre!
que buscas cuál es tu condición verdadera valiéndote de la razón natural... Conoce, hombre
soberbio, qué paradoja eres para ti mismo. Humíllate, razón impotente; calla, naturaleza
imbécil; aprende que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre y escucha de tu maestro tu
condición verdadera, que tú ignoras. Escucha a Dios”.
Lo otro es un espejo en el que podemos vernos e incluso descubrirnos o reconocernos. Y,
creamos o no creamos en Dios, asumamos que los espejos que nos dan sentido son tres
realidades: la naturaleza sensible que nos rodea, la humanidad -nuestros semejantes- y el más
allá, la trascendencia.
Esas realidades se relacionan, y se relacionan porque el hombre está precisamente en el
medio de todas ellas. Como se ha dicho alguna vez “no sólo estamos en el mundo sino que
formamos parte de él”. El hombre es el que conecta el más allá con el más acá, pues uno y
otro están caracterizados así, precisamente, porque el hombre está en medio y participa de uno
y otro mundo.
¿Es posible conocer al hombre? Por supuesto que sí, pero -para lograrlo- es necesario
ubicarlo en su medio, sin que ello signifique confundirlo con ese medio. Es decir: para
conocer al hombre es necesario conocer el todo, el cosmos, porque sólo en el todo se
comprende íntegramente el devenir humano.
21
8. La pregunta es cómo.
“¡La filosofía no sabe nada del ser humano de carne y hueso, el que camina las calles y va a
trabajar todos los días!”. Esta es la opinión del hombre que se jacta de práctico y realista. “La
filosofía es abstracta y no tiene sentido preciso de la salvación” dice un alma religiosa; “es fría
y carente de capacidad de captar la inefable individualidad” protesta un artista; “incapaz de
transformar nada, cuando la realidad -también la humana- se muestra en la capacidad de
transformación e innovación” asegura, con cierto desprecio un técnico.
En una abstracción peligrosa pero útil realizada por Rafael Alvira -a quien seguiremos en
esta parte-, podemos agrupar a los disidentes en tres categorías, incluyendo a los que saldrían
a la palestra a defender a la filosofía.
En un primer grupo, los que piensan que lo fundamental es la verdad, en otro los que hacen
lo propio con el bien, y, por último, los que defienden sobre todo la belleza. Cada uno
absolutiza uno de estos aspectos del ser desde su posición.
Existirá también otro sector de personas que intenten absolutizar lo que parece condicional.
Es decir referir lo absoluto a lo individual. Con estas categorías podemos armar un esquema.
1er Sector: los que absolutizan lo absoluto o lo que es igual los que referencian el individuo
a algo absoluto. Aquí encontramos: a) los que absolutizan la verdad: filosófos; b) Los que
absolutizan el bien: hombres de religión; c) Los que absolutizan la belleza: artistas puros y
contemplativos puros.
2do. Sector: los que absolutizan lo condicional. Es decir referencian algo absoluto al
individuo. Aquí tenemos: a) los que consideran que lo fundamental es la verdad en su forma
condicional: científicos y cientificistas (relativistas); b) los que absolutizan el bien en su forma
condicional: utilitaristas, teóricos y prácticos; c) los que tienen como fundamental a la belleza
en su forma condicional: hedonistas de diversos tipos.
La clasificación de Alvira nos da, en cierta medida, un catálogo de personalidades, en
principio irreductibles. ¿Y cuál tiene razón? Pues todas, o ninguna. Porque las diferencias, si
bien son reales, no son tan marcadas como cada uno de ellos cree.
El resultado final tiene que ser, si se ha de hacer justicia a la realidad, el respeto de las seis
posibilidades. Como señala Alvira, el bien no le puede decir a la belleza lo que es o no bonito,
pero sí precisamente, lo que es bueno o malo. Pues entusiasmados por la belleza de algo, nos
pasamos, sin apenas darnos cuenta, a considerarlo como bueno. La belleza a su vez, no puede
prescribir lo bueno, pero sí puede indicarle al bien que se está presentando muy feamente.
Ningún filósofo puede decirle a un técnico cómo tiene que funcionar una maquina o una
organización, pero sí le ha de indicar si el sentido de su uso y su integración con el todo es
correcta o no. Y así el resto.
Lo verdadero, lo bello y lo bueno son partes constitutivas en la unidad del ser humano y
con esto llegamos a una conclusión. Debemos aceptar los consejos y la experiencia de todos
para conformar -en nuestro caso- una filosofía enriquecida.
Aquí voy a transcribir textualmente a Alvira porque me parece muy enriquecedor:
22
“El peligro de seguir sólo los consejos del artista es el vacío, la pasión que no sabe medirse,
el desconcierto, la tragedia. Su orgullo es que él vive, gusta de la vida a pesar de todo. Pero
es falto, y el lo sabe. Su cruz es reconocer que no vive como quisiera. El peligro de un
“puro filósofo” es la seguridad de su saber unido a la sensación de pérdida de la realidad, el
desengaño, la pedantería. Su orgullo, frente a artistas y religiosos, es el dominio de la
situación, el autodominio, la profundidad del saber. Pero, muy a su pesar, no controla la
realidad externa ni la interna. Su cruz es reconocer que se le escapa la realidad. El peligro
de un “puro religioso” es el fanatismo, la cortedad en lo profundo, la sensación de no vivir.
Su orgullo, frente a artistas y filósofos, es la paz de su espíritu, la tranquilidad. Pero en el
hombre “puramente religioso” esa paz no se mantiene, muy a su pesar. No puede evitar que
continuamente le asalten las tentaciones. ¿Será verdad? ¿Por qué negar la belleza del
mundo?”
Se puede vivir sin la paz de una buena religión, pero se vive mal. Se puede vivir sin los
gozos de un buen arte, pero se vive tristemente. Se puede vivir sin una buena filosofía, pero se
vive desconcertadamente.
9. La clave es la prudencia
Como podemos apreciar, para saber algo sobre política y mucho más para llegar a hacer
algo en política deberemos ser prudentes frente a la realidad política.
Prudencia no habla aquí de tibieza o prurito frente al desafío, sino más bien de su noción
clásica: la virtud de dar la respuesta correcta en cada específica circunstancia. Para cada
decisión deberemos elegir quién y desde qué punto de vista nos ayudará a descubrir lo mejor.
He allí el gran aporte de Aristóteles para superar las deficiencias del planteamiento
platónico. En política no podemos subordinar todo a un deber ser utópico (y platónico), como
tampoco contentarnos con un puro pragmatismo. La postura correcta es la que observa la
realidad, se inspira en el ideal, y establece -con prudencia- las posibilidades “reales” de
encaminarse hacia aquel fin.
En política entre el ser y el deber ser existe un “poder ser”, concreto y real donde la justicia
se encuentra con la equidad, la virtud con la ética y el bien supremo con el bien posible.
Descubrir ese punto de equilibrio es la tarea del gobernante que debería identificarse con el
hombre prudente. Y será nuestra tarea si queremos "salvar a la política".
La sabiduría política es -básicamente- eso: buen juicio ante situaciones particulares, sin
precedentes. Por tanto no es materia que se pueda enseñar, cuanto una habilidad que debe ser
perfeccionada mediante la práctica.
Eso sí, como señala el filósofo Alvira: "Sólo se puede actuar bien si uno sabe cómo actuar
bien. Es verdad que se aprende a actuar actuando, pero, para empezar a actuar, es necesaria
una idea básica. Este punto es muy importante. El artista ha de saber artes, para hacer artes
hay que saber antes. Para hacer política -que es un arte- hay que saber política. Es verdad que
uno acaba de saber cuando se pone a hacer las cosas. En política, se acaba de aprender cuando
se está haciendo. Pero no se puede empezar a hacer política sin unas ideas básicas. No se
puede pensar que la política es la pura organización, la pura posibilidad. En política estamos
desde luego en el reino de la posibilidad pero hay una teoría, un saber.”
23
Hay que discernir correctamente en qué momento estamos teorizando y en cuál estamos
preparando la acción. En cuanto teorizamos debemos buscar lo permanente. En cuanto
estamos haciendo política debemos limitar el momento político y ser capaces de tomar la
decisión correcta en el momento oportuno. La conversión de ese saber en saber práctico será
una tarea de prudencia. La verdad práctica no puede ser deducida, sino que debe ser
deliberada. Porque la meta de una deducción es una conclusión pero la meta de una
deliberación es una decisión.
En el conocimiento teórico hay una regla básica: las conclusiones no pueden ser más
extensas que sus premisas. No así en lo práctico. Allí la decisión adiciona lo imprevisto y sólo
puede evaluar el resultado una vez que se convierte en pasado. Sin embargo esa verdad
práctica, evaluada y contrastada, lamentablemente no es aplicable a otro caso. Sólo puede
servir de precedente.
Por eso, en adelante, vamos a hablar de criterios y de aproximaciones pero no de reglas o
leyes para configurar lo político. Porque todo depende de lo que resulte de la combinación del
conocimiento teórico y la realidad.
24
3. EMPECEMOS POR EL PRINCIPIO
En el principio de la política está el hombre, es decir nosotros (vos y yo). ¿Qué es el
hombre? Y sobre todo ¿Qué rol juega la política en la realización del hombre? La pregunta
no es menor, porque de la concepción antropológica, dependerá la concepción política.
En esta ventaja histórica que nos da el hecho de vivir en el siglo XXI, podemos darnos
el lujo de invitar a los grandes autores a un debate público sobre el hombre como
fundamento de la política. Es el beneficio de ser posmodernos.
En sus cinco minutos iniciales, Aristóteles marca el criterio que inspiró a los pensadores
clásicos durante más de veinte siglos: “La Polis es una de las cosas naturales, y el hombre
es por naturaleza un animal político... Si hay algún hombre que no sea civil, a causa de la
naturaleza, o es un inútil, porque esto acontece por la corrupción de la naturaleza humana,
o es mal hombre, o más que hombre”.
Sin embargo, Hobbes, marca el contrapunto:
“Hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la
competencia; segunda, la desconfianza; tercera: la gloria. La primera causa impulsa a los
hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera
para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las
personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda para defenderlos; la
tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una
opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus
personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su
profesión o en su apellido. Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los
hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o
estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos”.
De la visión aristotélica se fundamenta una teoría finalista, es decir que entiende que la
política tiene un fin, que es el bien común. “El buen vivir es, según Aristóteles, el fin principal
de la ciudad o del régimen, tanto de todos en común como aisladamente”.
¿Qué es el bien común? Juan XXIII, el Papa bueno, sugiere que el bien común “abarca el
conjunto de condiciones sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo consciente y
pleno de su propia perfección”.
Sin embargo, como señala John Gray, “los postulados de Hobbes, acerca de la condición
humana -su aseveración de que cada hombre actúa siempre en función de su propio beneficio,
su creencia de que los hombres tienden por fuerza a evitar la muerte violenta como el mayor
de los males, y su insistencia en que la mayoría de las cosas buenas en la vida son
inherentemente escasas-, lo llevan a rechazar de forma contundente las nociones clásicas del
25
bien o fin supremo de la vida humana, así como el lugar que había ocupado en la filosofía
social la concepción clásica del bien común”.
¿Qué criterio vamos a utilizar para "salvar a la política"? Uno tiene a la convivencia
política como una solución que el hombre acepta naturalmente y que lo ayuda a realizarse. El
otro asume lo político como un acuerdo "porque no hay más remedio" y para evitar las
consecuencias de la naturaleza humana. Uno se atreve a marcar como fin de lo político la
consecución del bien común, que es la base del bien individual. El otro, limita la potencialidad
de lo político a estrictos parámetros de justicia.
Comienza a regir nuestro compromiso de ser prudentes y de escuchar "todas las
campanas", antes de tomar una decisión.
1. La visión clásica
¿Qué significa que el hombre sea -por naturaleza- un animal político? En primer lugar que
necesita, para sobrevivir y para su realización, de otras personas; de la comunidad. El
individualismo es, en este primer sentido, una ficción, un imposible, que no da cuenta de la
experiencia sensible.
Es un dato incontestable de la realidad que los hombres nacemos ya en un entorno social,
del cual depende nuestra supervivencia en los primeros años en forma intensa, pero también a
lo largo de nuestra vida; y no sólo en el marco de la familia, sino también en el de la
comunidad. Es evidente también que el proceso de socialización nos configura culturalmente
en un grado superlativo. Construir una teoría política que parta de una negación de estos
supuestos o que los subestime parece un error grosero.
Un profesor -Carlos Alvarez Tejeiro- decía que "todas las mañanas se miraba el ombligo,
como única marca que le quedaba en el cuerpo, para recordarle que dependió de su madre y de
todos los seres queridos para ser quien es. ¿Cómo explicar entonces la arrogancia
individualista?
Sin embargo Aristóteles, con su “zoon politikon”, quiso ir mucho más allá de la simple
sociabilidad humana. Ser político no significa únicamente la capacidad de relacionarse con los
demás y la necesidad de hacerlo, sino además la capacidad de organizarse políticamente con
ellos en atención a un fin común.
En un segundo sentido, entonces, la vocación política natural del hombre supone, no sólo
una tendencia a la sociabilidad, a necesitar de los demás, sino también una natural tendencia a
aceptar una organización política para un mejor vivir: compartir metas políticas, establecer
medios y respetarlos en una convivencia armónica.
Los hombres no se reúnen y se organizan en una estructura política sólo por interés o por
placer, sino también porque su misma esencia los convoca a vivir organizadamente con sus
próximos y en general con todos los hombres. Hay una predisposición de cualquier humano en
cuanto tal, a sumarse a una organización política y aceptar sus aparentes limitaciones en
atención a fines superiores.
Este segundo sentido hace de la política un atributo verdaderamente humano. Signos de
sociabilidad muestran muchas especies animales, aunque podamos discutir cuál es la
26
denominación adecuada de sus formas de convivencia (puede que sociabilidad no sea un
término correcto en sentido estricto). Pero sólo el hombre muestra la aptitud y la necesidad de
vivir en un entorno político desde el momento que nace y hasta que muere.
Por tal motivo, Santo Tomás no duda en afirmar que, aún en el paraíso, aunque el hombre
no hubiera sucumbido al pecado original, hubiera necesitado de todos modos de una
organización política. Bajo esta óptica, el pensador, en su Opúsculo sobre el gobierno de los
príncipes, marca como objetivos del gobernante no sólo la convivencia pacífica, sino también
la búsqueda del bien.
"El rey debe dirigir sus cuidados especialmente a que la sociedad dirigida por él viva
rectamente... y para que la sociedad viva rectamente se requieren tres cosas: primera que
viva en paz, segunda que la sociedad unida con el vínculo de la paz dirija sus esfuerzos a
obrar bien, tercera, que el gobernante tenga cuidado de que haya suficiente abundancia de
todo lo necesario para la vida”
2. La visión moderna
Con Hobbes, el pensamiento moderno -¿y nosotros mismos?- ponemos en duda la
"naturalidad" de nuestra vocación como seres humanos de vivir organizados políticamente y
nuestra capacidad de buscar un bien común. Bajo esta óptica vemos al hombre en su faz
política más como un ser egoísta que como un ser sociable y desinteresado, capaz de convivir
en un ámbito, no sólo ordenado, sino también armónico de convivencia.
La noción individualista del hombre fue un proceso vinculado a la liberación del hombre
de los rígidos moldes del antiguo régimen de la edad media. Sin embargo, esta liberación se
forjó sobre una concepción del hombre en la que, un exceso de racionalidad cartesiana, nos
obligó a ser superficiales.
La concepción moderna del hombre es el fruto de una paulatina reducción de la realidad y
de la potencialidad de la naturaleza humana, por una necesidad de “rigor científico” importado
de las ciencias naturales. Por influencia del método newtoniano los pensadores modernos
quisieron explicar la esencia humana de un modo que fuera coherente y sistemático y que se
subordinara a un criterio único.
Primero extirparon al hombre de su entorno cosmológico. Es decir lo separaron de su
relación con el mundo, con los demás y con lo trascendente. De esta manera lo liberaron de las
ataduras del argumento de autoridad, utilizado por la Iglesia durante tantos siglos. Sin
embargo, como consecuencia negativa, separaron de tal manera Fe y Razón que le impidieron
proyectar al ámbito de lo político una parte constitutiva de su ser.
Luego diseccionaron diferentes partes de su cuerpo, de su espíritu y de su alma, para
finalmente hacer que prevaleciera uno de estos aspectos como el determinante de su
naturaleza o de su conducta.
En verdad es larga la lista de científicos que ayudaron, consciente o inconscientemente, a
construir esta concepción individualista del hombre. En definitiva es la rica y larga historia de
la modernidad.
27
Hobbes dispone la piedra angular en el pensamiento político moderno para la recepción del
individualismo. “El hombre es el lobo del hombre” y sólo un poder absoluto en el que todas
las personas deleguen su autoridad podrá mantener una vida civilizada en sociedad.
John Locke matiza esa primera descripción, para salvaguardar la libertad individual. “Los
hombres no renunciarían a la libertad del estado de naturaleza para entrar en la Sociedad, de
no ser para salvaguardar sus vidas, libertades y bienes”.
El pensador inglés le ha quitado el dramatismo hobbesiano a la naturaleza humana pero ha
seguido la línea de pensar que el hombre no es por naturaleza político, sino por conveniencia,
lo que lo lleva a consensuar la existencia de una autoridad con poderes limitados.
“Siendo los hombres libres e iguales e independientes por naturaleza, según hemos dicho
ya, nadie puede salir de este estado y verse sometido al poder político de otro, a menos que
medie su propio consentimiento. La única manera por la que uno renuncia a su libertad
natural y se sitúa bajo los límites de la sociedad civil es alcanzando un acuerdo con otros
hombres para reunirse y vivir en comunidad”.
De esta manera ha dado un fin más concreto a la delegación de poder en un sistema
individualista. Locke parece decir: en verdad no somos tan malos y podemos convivir
libremente disfrutando de nuestras propiedades. Sólo necesitamos de lo político para contener
a los inadaptados. La base de lo político es la propiedad privada: lo mío.
Es Adam Smith, quien un siglo después incorpora un nuevo elemento a la concepción
individualista, al justificar el egoísmo como una virtud positiva de consecuencias positivas
para la sociedad. De esta manera el individualismo comienza a configurarse como una
ideología del bien común y de la realización personal.
La justificación parte de un principio unitario para explicar el comportamiento humano: el
principio de simpatía; la necesidad de aceptación social que equilibra al hombre y también a la
sociedad. Smith explica su principio socializador en estos términos:
“La naturaleza, cuando configuró al hombre para la sociedad, lo dotó de un deseo
original de agradar y una aversión original a ofender a sus hermanos. Ella le enseñó a
sentir placer en su juicio aprobatorio y dolor en los desaprobatorios”.
El principio es débil, pero le pareció suficientemente válido como para sostener: “Es
evidente, que estos dos sentimientos (simpatía del agente y del espectador) mantienen una
correspondencia mutua, suficiente para conservar la armonía en la sociedad. Aunque jamás
serán unísonos, pueden ser concordantes y esto es todo lo que hace falta y se requiere.”
De una visión del hombre llegamos así a una concepción política. El pensador de la
ilustración escocesa se atreve a dejar el devenir de lo político al cuidado de “la mano
invisible” porque tiene confianza en el funcionamiento de la sociedad como si fuera una
maquinaria afinada.
“(Los ricos) están guiados por una mano invisible para realizar casi la misma distribución
de las necesidades de la vida, de las que se podría haberse realizado si la tierra hubiera sido
28
dividida en proporciones equitativas; sin intentarlo, sin saberlo, el rico procura los intereses
de la sociedad y provee los medios para la multiplicación de la especie”.
Jeremy Bentham, en el siglo XIX, va más allá del utilitarismo escocés y asienta las bases
de un utilitarismo democrático. Bentham inicia su obra más conocida, Introducción a los
principios de la moral y la legislación, con las siguientes palabras:
“La naturaleza ha colocado a la Humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos, el
dolor y el placer. Sólo a ellos corresponde señalar lo que debemos hacer así como
determinar lo que haremos. Aferradas a su trono, se hallan, por una parte, la norma de lo
justo y por la otra la cadena de causas y efectos. Nos gobiernan en lo que hacemos, en lo
que decimos, en lo que pensamos, todo esfuerzo que hagamos para librarnos de su sujeción
sólo servirá para demostrarlo y confirmarlo. (...) El principio de utilidad reconoce esta
sujeción y la considera como el fundamento de este sistema, el objeto del cual es alzar la
fábrica de la felicidad con las manos de la razón y de la ley. Los sistemas que tratan de
ponerlo en tela de juicio se refieren a palabras sin significado en vez de dirigirse a los
sentidos, al capricho en lugar de la razón, a la oscuridad en vez de la luz”.
De una antropología llegamos a una filosofía política. El padre del utilitarismo sentencia:
hay que gobernar tratando de lograr la felicidad para el mayor número de personas. Y la
felicidad estará dada por lo que la mayoría determina sobre el placer y el dolor.
Ya en el siglo XIX podemos citar a John Stuart Mill, que hace del individualismo casi una
religión en la que él cree fervientemente, como herramienta para que las personas asuman su
plena libertad.
Revisemos su concepción antropológica:
“Personas diferentes requieren también diferentes condiciones para su desenvolvimiento
espiritual; y no pueden vivir saludablemente en las mismas condiciones morales (...) Las
mismas cosas que ayudan a una persona en el cultivo de su naturaleza superior son
obstáculos para otra. La misma manera de vivir excita a uno saludablemente, poniendo en el
mejor orden todas sus facultades de acción y goce, mientras para otro es una carga
abrumadora que suspende o aniquila toda la vida interior. Son tales las diferencias entre
seres humanos en sus placeres y dolores, y en la mera de sentir la acción de las diferentes
influencias físicas y morales, que si no existe una diversidad correspondiente en sus modos
de vivir ni pueden obtener toda su parte en la felicidad ni llegar a la altura mental, moral y
estética de que su naturaleza es capaz”.
De allí, Mill extrae su concepción política liberal: "Este principio consiste en afirmar que el
único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se
entrometa en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección.
Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un
miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los
demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado
justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él,
porque le haría más feliz, porque, en opinión de los demás hacerlo sería más acertado o más
justo. Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o
causarle algún perjuicio si obra de manera diferente".
29
El final de esta "breve historia de las ideas políticas modernas" está dado por la pregunta
con la que inicia su reflexión política uno de los más célebres autores liberales del siglo XX,
John Rawls:
“¿Cómo es posible que pueda persistir en el tiempo una sociedad estable y justa de
ciudadanos libres e iguales que aparecen divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y
morales razonables pero incompatibles?”
En definitiva, lo que en un momento producía el individualismo, que era expectativa como
herramienta de orden y progreso social, ahora, luego de una experiencia de más de cinco
siglos, se nos muestra como un problema de difícil solución. ¿Podremos vivir juntos? -el
título de uno de los libros de Alain Touraine- sigue desafiándonos en su respuesta.
3. Visión integral del ser humano
Advirtamos la diferencia entre una visión integral y la concepción individualista; autores
que apoyaron toda su concepción política en un aspecto específico del hombre sin
comprenderlo en su totalidad. No hay que subestimar sus reflexiones que, en la mayoría de los
casos han enriquecido y han sido determinantes en esta tarea de conocer al hombre, pero sí
hay que tener presente su parcialidad. Son visiones fragmentadas del hombre.
Cuando Descartes descubre lo inmanente del hombre “cogito ergo sum”, Maquiavelo su
“deseo de gloria”, Hobbes su carácter egoísta, Hume o Bentham el utilitarismo de sus
decisiones y Freud la relevancia del subconsciente en su conducta, cada uno realiza un aporte
fundamental en la comprensión de este ser paradójico que somos todos, por ser hombres y por
ser “nosotros”. Pero absolutizar una dimensión humana en desmedro de otras, es una
apreciación incorrecta de lo que verdaderamente somos: seres pluridimensionales, que a la vez
logramos alcanzar una cierta distancia de cada una de las dimensiones que componen nuestra
esencia.
No somos únicamente personajes egoístas y violentos, ni tampoco sólo caritativos y
sociales. Ni pura razón, ni sólo voluntad; ni absolutamente libres, porque cargamos con las
necesidades de nuestro cuerpo, ni un espíritu que transitoriamente rellena una materia. Somos
seres absolutos pero también limitados por algunas dimensiones, finitos.
Ser absoluto y no finito es lo propio de Dios, finito y no absoluto es la característica de los
seres naturales. Pero el hombre, he allí la verdadera paradoja humana, es absoluto pero
también limitado y finito.
Es necesario, entonces, tener en cuenta los aportes de estos científicos. Pero, perdón por la
insistencia, una teoría política verdadera debe superar esos planteos parciales para ser
armónica con un todo-hombre. Un ser humano integral, que puede ser analizado, pero que a la
vez exige síntesis.
Vale la pena extraer un pensamiento de Hermann Heller que podría resumir nuestra
vocación:
“Hay que partir pues, de esta vida real del hombre para comprender la estructura y
funciones peculiares del Estado y de las demás formas de acción humana. Pero si no se
30
quiere tener una falsa imagen de la realidad personal y social no se debe convertir a una
función vital en sustancia haciendo de las demás meras funciones de ella. La vida real del
hombre debe ser comprendida en su total existencia, corporal, psíquica y espiritual, en la
unidad total de las funciones de su vida, tanto sexuales, técnico-económicas, pedagógicas o
políticas como religiosas artísticas o de otra clase. Pues de todas estas actividades
voluntarias internas y externas se compone la realidad del hombre, que aunque presenta
grandes variaciones a través de la historia, su anatomía existencial no puede ser nunca
estudiada a través de las unilateralidades y degeneraciones de su patología”.
Bajo esta óptica podemos asegurar que la politicidad es natural a los seres humanos. Sin
embargo esta cualidad esencial no determina “automáticamente” a los hombres en sus
relaciones con los demás. Con palabras del pensador español Leonardo Polo, se puede afirmar
que:
“La sistematicidad social es inseparable del crecimiento sistémico del hombre, con el que
guarda una conexión de fundamentación. Por tanto, también la consistencia social depende
de la libertad y no está enteramente garantizada: no es estática, no está dada”
En términos más sencillos: la naturaleza inspira al hombre a la sociabilidad y a la
politicidad como la conciencia inspira a hacer el bien, pero queda en él, la decisión de que la
comunión se realice en plenitud o, por el contrario, que se frustre o se desarrolle al mínimo en
forma “antinatural”.
Como señala Erich Fromm: “No le ha sido dada la humanidad al hombre de la misma
manera que le ha sido dada la animalidad al animal; porque la animalidad le ha sido dada al
animal en forma terminativa y acabada, en cambio la humanidad le ha sido dada al hombre en
forma principiativa o germinativa. El animal no tiene que hacerse animal, pero el hombre
tiene que hacerse hombre”.
4. Diferencias entre la visión clásica y la moderna
El liberalismo moderno renunció al desafío de alcanzar el bien común espantado por las
acciones totalitarias que había justificado este propósito a lo largo de la historia. El pluralismo
social -valor político de importancia creciente- exigió y exige hoy, un ámbito político que
evite interferir en las conductas de sus miembros, salvo en aquellos casos en que esa conducta
afecte el ámbito de libertad individual de los demás. Como señala Alasdair Macintyre:
“Por descontado, en el planteamiento de la relación entre el carácter moral y la comunidad
política hay una diferencia fundamental entre el punto de vista de la modernidad
individualista liberal y la tradición antigua y medieval de las virtudes. Para el
individualismo liberal, la comunidad es sólo el terreno donde cada individuo persigue el
concepto de buen vivir que ha elegido por sí mismo, y las instituciones políticas sólo
existen para proveer el orden que hace posible esta actividad autónoma. El gobierno y la ley
son, o deben ser, neutrales entre las concepciones rivales del buen vivir, y por ello, aunque
sea tarea del gobierno promover la obediencia a la ley, según la opinión liberal no es parte
de la función legítima del gobierno el inculcar ninguna perspectiva moral. En cambio según
la opinión antigua y medieval que he esbozado, la comunidad política no sólo exige el
ejercicio de las virtudes para su propio mantenimiento, sino que una de las obligaciones de
la autoridad es educar a los niños para que lleguen a ser adultos virtuosos”
31
La modernidad, por tanto, desplazó las ideas clásicas que se interrogaban acerca del
régimen óptimo por una reflexión más instrumental, por decirlo de alguna manera. En el
régimen óptimo, justicia y bien encontraban la unidad, pero ahora es la justicia la que debe ser
garantizada y a través de ella la libertad privada. El bien se logra, finalmente, por la libre
interacción de los individuos.
Este aborto del bien como fin de la polis, sin embargo, no está exento de contradicciones.
En el inicio, la pregunta obligada: ¿Cómo alcanzar un criterio de justicia que no haga
referencia a un criterio objetivo de lo bueno y lo malo?
Desde esa pregunta inicial a esta otra: “¿Pueden los gobiernos renunciar a la vocación
pública de establecer cuál es la mejor clase de vida para sus ciudadanos?” se desarrolla el
debate político-moral contemporáneo sobre todo entre los autores liberales y el grupo
heterogéneo de autores “comunitaristas”.
No obstante, debemos ser realistas: hoy el mundo, al menos el mundo occidental, es
individualista. Y cada uno de nosotros lleva el individualismo como una marca grabada a
fuego en su alma. Habrá distintas posturas ideológicas respecto a lo político: más liberales,
más socialistas, más de izquierda, más de derecha, pero todas parten de ese fundamento
común que es el individualismo moderno. Nuevamente el pensador Macintyre resume nuestra
actual situación.
“Una supuesta oposición entre individualismo y colectivismo, apareciendo cada uno en una
pluralidad de formas doctrinales. Por un lado se presentan los sedicentes protagonistas de la
libertad individual, por el otro los sedicentes protagonistas de la planificación y la
reglamentación, de cuyos beneficios disfrutamos a través de la organización burocrática. Lo
crucial, en realidad, es el punto en que las dos partes contendientes están de acuerdo a saber
que tenemos abiertos sólo dos modos alternativos de vida social, uno en que son soberanas
las opciones libres y arbitrarias de los individuos y otro en que la burocracia es soberana
para limitar precisamente las opciones libres y arbitrarias de los individuos. En este clima
de individualismo burocrático el yo emotivista tiene su espacio natural”.
Alexis de Tocqueville, hace más de un siglo, reconocía este triunfo del individualismo y
sus consencuencias en forma certera: “Cada persona, retirada dentro de si misma, se comporta
como si fuese un extraño al destino de todos los demás. Sus hijos y sus buenos amigos
constituyen para él la totalidad de la especie humana. En cuanto a sus relaciones con sus
conciudadanos, puede mezclarse entre ellos, pero no los ve; los toca pero no los siente, él
existe solamente en sí mismo y para él sólo. Y si en estos términos queda en su mente algún
sentido de familia, ya no persiste ningún sentido de sociedad”.
5. Consecuencias del individualismo
La concepción del hombre como "individuo" intenta alcanzar un concepto de vocación
universal. Sin embargo, paradójicamente, produce un prototipo que no es predicable de todos
los seres humanos, justamente, por las diferentes circunstancias que condicionan a los
hombres y que no son tomadas en cuenta.
La carga de abstracción, genera un divorcio, por decirlo de algún modo, entre las
estructuras políticas y jurídicas formales y la realidad: un ser humano mucho más rico en
matices antropológicos, pero a su vez, más indigente en sus posibilidades reales.
32
Nos enfrentamos aquí a uno de los problemas fundamentales del individualismo: lejos de
incluir a todos los miembros de la polis discrimina a aquellos que no cumplen con los
caracteres básicos del individuo supuesto.
A primera vista, al defender el presupuesto de que todos los hombres somos libres e
iguales, estamos confirmando una vocación inclusiva. Sin embargo, el desafío de la
adecuación a ese presupuesto revierte en desmedro del ser humano real. Llegamos así a un ser
humano protegido formalmente por el ordenamiento político y jurídico, pero obligado a
cumplir por sus propios medios con las condiciones que exige ese supuesto formal, para poder
disfrutar verdaderamente de los beneficios del status de ciudadano, de persona jurídica, y de
agente del mercado. Como consecuencia se genera una tendencia exclusiva en el plano real.
En los contenidos sustantivos de su propuesta política, el individualismo se presenta por
tanto, como una teoría de carácter estático en lo referente a la actualización de los grandes
ideales de Occidente.
La Ilustración pretendió terminar con las diferencias y las contradicciones que la realidad
política producía entre las personas. Sin embargo, su idealismo, jamás reconocido, fue
pretender esa actualización a través de “un papel” que estipulara los derechos fundamentales:
libertad e igualdad para todos los ciudadanos. De ese modo se quiso alcanzar un estadio que
siempre se había presentado como el resultado futuro y casi imposible de un largo recorrido
histórico. Un camino cuya distancia fue subestimada por el ideal revolucionario.
La estipulación legal de todos los anhelos comunes -la carta de los derechos ciudadanos de
la Revolución Francesa o la Constitución de Filadelfia- tiene en el Estado moderno este
sentido final; representa la realización del máximo desarrollo político de la humanidad; una
realización formal del telos político.
“Los representantes del pueblo francés (...) han resuelto exponer, en una declaración
solemne, los derechos naturales inalienables y sagrados del hombre (...) con el fin de que las
reclamaciones de los ciudadanos, fundadas a partir de ahora, sobre principios sencillos e
indiscutibles, deriven siempre en el mantenimiento de la constitución y en la felicidad de
todos”.
En este esquema, el progreso social queda fuera del ámbito político; deja de canalizarse a
través de él y se convierte en un problema "privado". La idea de progreso en lo político o hasta
de cambio o transformación en las sociedades que ya han concertado un orden político y
jurídico individualista pasa, de ser una empresa de todos, a convertirse en un juego de
tensiones entre los que quedaron afuera del sistema y los que se benefician de él. La teoría
individualista, por supuesto, no reconoce esta falencia y mantiene una esperanza en que la
fuerza de la libertad, la libre iniciativa privada, ordenará las tensiones.
6. Intimidad sin referencia al bien común
El egoísmo es una característica añadida del individualismo liberal. Es decir, no
necesariamente todo planteamiento liberal asienta sobre el egoísmo humano. El pensador
canadiense Charles Taylor ha cuidado de distinguir el ideal moderno de la autenticidad como
33
fundamento de un individualismo pleno de contenido, de su correlato extremo y degenerado
que invoca la indiferencia social y al egoísmo. A mi entender, la distinción no es tan clara
como Taylor pretende, pero sí es verdad que el egoísmo no es un elemento estructural de la
tradición liberal.
Su añadidura, sin embargo, afecta de manera real a muchos otros aspectos típicos de la
modernidad que, de por sí solos, tal vez podrían significar un avance en la acción del hombre
por mejorar su condición de vida.
Un ejemplo es la esfera íntima de lo privado, establecido como un ámbito necesario para el
desenvolvimiento personal. Es ésta una verdadera conquista del liberalismo político
prácticamente desconocida por las antiguas civilizaciones o la Europa medieval. No obstante,
su trascendencia es “oscurecida” con esta cualidad negativa.
Analicemos el asunto. Desde lo político, el liberalismo sólo permite que se exija al
individuo un comportamiento correcto, para utilizar la clasificación smitheana. Sin embargo,
se debe dejar a la esfera privada las decisiones sobre un comportamiento meritorio. Tal
conducta dependerá de las exigencias morales que cada uno se imponga.
¿Y cómo actuarán los hombres? El asunto es importante porque ya subrayamos que es lo
privado, en esta visión, lo que define a lo público. Por tanto, debemos encontrar algún
parámetro. Como la respuesta no es decisiva, y a lo más es simplemente tentativa, los autores
liberales se ven obligados a establecer una presunción. A los efectos políticos la presunción
básica es que, desde lo privado y hacia la sociedad civil, los hombres actuarán conforme a sus
intereses personales, inspirados por móviles egoístas o, al menos, desinteresados para con los
intereses de otras personas o aquellos que sean comunes.
¿Cuál es el problema? Que esta presunción se realiza en toda la estructura de lo político y
termina por condicionar a las personas en su faz privada. Es así como el hombre no encuentra
en lo público canales de interacción pensados en términos morales, ni tampoco cánones
comunes para establecerlos por vía privada; y los limitados cánones de intercambio
económico le resultan insuficientes. Por tanto, se ve “encerrado” en su intimidad como bien lo
describe David Riesman en su libro La muchedumbre solitaria o Richard Sennet en El declive
del hombre público.
Dicho encierro termina por atrofiar el yo, que se deja seducir por las tendencias
egocéntricas pensadas -en principio- sólo como supuestos hipotéticos de lo político y lo
social.
7. El desafío de superar el modelo individualista
Para terminar el análisis del individualismo liberal debo decir que, de respetarse los
supuestos fundamentales que funcionan como axiomas de la modernidad -me atrevería a decir
los “dogmas” del espíritu moderno- no sólo en su formulación teórica, sino también en su
contradictoria praxis, el ámbito de lo político no parece tener otra salida que conformarse con
el esquema propuesto por John Rawls.
34
¿Qué dice Rawls? Frente a sociedades profundamente divididas por doctrinas
comprehensivas del bien, fundadas sobre bases individualistas y gobernadas por regímenes
democráticos, la única fórmula parece ser: prioridad a las libertades básicas en cuanto puedan
ser armónicas en su disfrute igualitario, igualdad formal de oportunidades y un principio que
limite los excesivos contrastes en las comparaciones interpersonales.
El que pretenda ensayar una propuesta alternativa -hablar de bien común como fin de lo
político por ejemplo- parece destinado a seguir el camino de los totalitarismos.
Los que, como nosotros, se atrevan a dudar de este fatalismo y objeten la arbitraria
separación de la libertad y el bien común, deberán objetar las bases mismas de la cultura
occidental moderna representada por el individualismo liberal.
35
4. EL BIEN COMÚN ¿EXISTE?
Hemos transitado un largo y árido camino para comprender por qué la noción de bien
común ha sido extirpada de la deliberación política contemporánea. Descubrimos por qué el
modelo individualista que hoy nos rige es enemigo de planteos comunitarios. Si se menciona
el bien común, es con un carácter instrumental y limitado.
La visión individualista del bien común es evidente, como dijimos, en John Rawls, el
actual defensor del liberalismo de carácter social. Él afirma:
“La idea de la primacía de lo justo es un elemento esencial de lo que he llamado
‘liberalismo político’ y desempeña un papel central en la versión de la justicia como
equidad. Esa primacía puede dar lugar a malentendidos: podría pensarse, por ejemplo que
implica que una concepción política liberal de la justicia no puede servirse de ninguna idea
del bien, salvo, quizá, las puramente instrumentales o las que se reducen a las preferencias o
a las elecciones individuales. Lo cual necesariamente es falso, pues lo justo y lo bueno son
complementarios: ninguna concepción de la justicia puede basarse enteramente en uno o en
el otro, sino que ha de combinar ambos de una determinada manera.”
Rawls parece abrir paso al bien común, pero debemos interpretarlo con cuidado: el
individualismo no está en este párrafo, sino más bien en la forma en que construye su versión
de la justicia como equidad.
El pensador norteamericano obliga a las partes que acuerdan esos criterios de justicia a
cubrirse de un “velo de ignorancia”.
“(El velo de ignorancia) implica no permitir que las partes conozcan la posición original de
quienes representan, o la particular doctrina comprehensiva de la persona que cada uno
representa. La misma idea se hace extensiva a la información sobre la raza y el grupo étnico
de pertenencia de las personas, sobre el sexo y el género, así como sobre sus variadas
dotaciones innatas, tales como el vigor y la inteligencia. Expresamos figurativamente esos
límites a la información diciendo que las partes están detrás de un velo de ignorancia”
El velo de ignorancia impide traer a la mesa de debate sobre lo que es justo, posiciones
sociales, creencias, ideologías, etc. Según él, sólo deben valerse de ideas del bien razonables,
y en un sentido muy restringido: “Las ideas del bien incluidas deben ser ideas políticas; esto
es, deben pertenecer a una concepción política razonable de la justicia, de manera que
podamos suponer: a) que son, o pueden ser, compartidas por los ciudadanos, considerados
como libres e iguales; y b) que no presuponen ninguna doctrina particular plenamente (o
parcialmente) comprehensiva”. Este es el supuesto central de lo que Rawls ha llamado “la
primacía de lo justo”.
36
Ocurre que Rawls junto a todos los autores modernos se contentan con un bien social
definido en estos términos:
“La noción de sociedad como una unión social de uniones sociales muestra no sólo cómo le
es posible a un régimen de libertad dar acomodo a una pluralidad de concepciones del bien,
sino también coordinar las varias actividades posibilitadas por la diversidad humana hasta
conseguir un bien más englobante al que todos pueden contribuir y en el que cada uno
puede participar. Obsérvese que para definir este bien más englobante no basta una mera
concepción del bien, sino que es necesaria una particular concepción de la justicia, a saber,
la justicia como equidad”.
La crítica más profunda a esta visión es la imposibilidad de comprender lo que es justo si
no es a la luz de lo que es bueno. Y en esa idea de lo bueno -del bene vivere o del bien común-
la razón no puede ser una limitación, sino que por el contrario debe convertirse en el motor
que nos conduzca hasta el fin.
1. El bien para el hombre
¿Qué es el bien? Para los miembros de una especie determinada, el bien se define como el
fin que les permite, en tanto que miembros de esa especie, alcanzar el nivel de perfección que
les es propio. Esto supone varias ideas que aquí sólo podemos bosquejar. En primer lugar, que
toda actividad humana tiende a un fin y que el agente siempre procurará que ese fin sea bueno
para él, aunque objetivamente esté equivocado.
Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, afirma:
“Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a
algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas
las cosas tienden”
Sin embargo, el estagirita cuida de subrayar que el bien no es sólo un ente ideal especulado
en la mente, sino más bien una empresa humana; una tarea que hay que realizar paso a paso.
El bien es a la vez aspiración y producto. Es, puede decirse, un bien construido.
Es mentira, entonces, que uno pueda elegir el medio con independencia del objetivo
porque, en la vida práctica, el bien se encuentra en cada “escala” que el hombre transita para
llegar al bien supremo posible. El medio también es bien; también es bueno o, en su defecto,
malo.
En su libro Tras la virtud, Alasdair Macintyre (a quien seguiremos en varios aspectos a lo
largo de este capítulo) explica: “Lo que constituye el bien del hombre es una vida humana
completa, vivida de la mejor manera, y la práctica de las virtudes forma parte de esa vida de
manera necesaria y fundamental: no es un mero ejercicio preparatorio para el logro de dicha
vida. Por consiguiente, no podemos caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin
habernos referido antes a las virtudes”.
Lo antedicho incide en nuestra reflexión puesto que las reglas de las cuales tiene necesidad
un animal racional como el ser humano para actuar en forma justa, es decir en forma acertada
con respecto a ese fin, no son reglas independientes a él, ni al desarrollo de su vida; no son
externas a la esencia de ese fin.
37
Recordemos lo que en su momento afirmamos, pues está vinculado con esta última
reflexión: como agentes políticos nos encontramos con un presente, nuestra realidad o si se
quiere nuestro ser, pero ante un objetivo futuro, un deber ser; el objetivo puede ser potencial
en cada uno de los pasos intermedios pero a la vez se realiza, puesto que en cada uno se hizo
“lo posible”. Por todo esto quienquiera que ignore aquello que es su bien pierde por ello el
sentido que le permitirá actuar de manera justa en cada circunstancia específica.
Hasta aquí surge que, para un acuerdo racional sobre las reglas morales de la sociedad, las
normas de justicia entre ellas, es necesario un previo acuerdo del mismo carácter sobre la
naturaleza del bien humano.
Sin embargo con nuestra primera conclusión hemos “arribado” muy lejos de las costas
modernas puesto que, en las sociedades liberales contemporáneas una de las afirmaciones
centrales es que las instituciones públicas, y en especial el gobierno, deben mantener una
neutralidad con respecto a las concepciones rivales del bien humano. Desde el punto de vista
liberal, la adhesión a una concepción particular del bien limitaría la capacidad de cada
individuo de elegir por sí mismo cuál es su propia visión del bien.
2. El bien como una elección personal
De inmediato se advierte que el liberalismo mantiene un postulado implícito: un debate
entre las concepciones particulares del bien no puede ser aceptado en el debate público,
porque no se llegará a un resultado racionalmente convincente para todos.
Muchos liberales sostienen que el valor de la autodeterminación es tan obvio que no
requiere ninguna defensa. Argumentan que permitir que las personas se autodeterminen
constituye el único modo de respetarlos como seres morales plenos.
Sin embargo hay una pregunta que no ha sido respondida: para que la libertad tenga
opciones significativas para el que decide, ¿no debe existir una base común, con parámetros
públicos sobre lo que constituye la mejor clase de vida para un ciudadano? Hablamos de
parámetros que superen el simple esquema libertad privada-coacción pública.
Los liberales consideran tales políticas una limitación ilegítima de la autodeterminación, no
obstante lo plausible que pueda ser la teoría del bien subyacente. No sólo porque puede atentar
contra mis propias convicciones, sino también porque puede coartar mi libertad de cuestionar
tales creencias a la luz de cualquier otro argumento que ofrezca nuestra cultura.
El liberalismo en definitiva tiene miedo del totalistarismo y, hay que reconocerlo, su miedo
es fundado por la experiencia histórica. Es el miedo que tenemos todos. Lo que nos hace ser
liberales aun sin serlo. Por ello, el gran principio liberal es “el principio de adhesión”. El
miedo nos lleva a sentenciar: salvo aquellas cosas prohibidas y exigidas al solo efecto de una
convivencia pacífica, todo lo demás debe pasar por el tamiz de una decisión libre.
Nuevamente debemos adentrarnos en el ámbito de la antropología filosófica. Aquella
visión de la persona propia del individualismo que estudiáramos más arriba, vislumbra un ser
humano apreciado como elector autónomo de fines. Y la apreciación lleva a conceder una
38
prioridad absoluta sobre esos fines. Lo que básicamente merece respeto de los seres humanos
es su capacidad para escoger objetivos y fines, y no las elecciones específicas que haga. El
mismo Rawls lo afirma: “El yo es anterior a los fines que establece”
Esta concepción lleva a Rawls a imaginar el momento constitutivo de las reglas sociales de
convivencia como una posición original cubierta por aquel “velo de ignorancia”. Esto
representa la idea que, en el actuar público, las personas sólo consensúan principios de justicia
razonables para cualquier ser humano, sin importar su concepción de vida, como aceptando
que -al no poder ponerse de acuerdo en nada más, al menos llegan a un acuerdo básico sobre
el respeto por sus libertades, mientras nos dañen las libertades de otros y una pauta de equidad
elemental para tener algún patrón de proporción.
Una tal concepción voluntarista de la persona y respecto a los fines y valores que hacen a
su identidad ¿es real? o lo que es igual ¿es verdadera? En primer lugar habría que afirmar
aquello que Michael Sandel reprocha a Rawls:
“Una consecuencia de esta distancia es situar al yo fuera del alcance de la experiencia,
hacerle invulnerable, fijar su identidad de una vez por todas. Ningún compromiso llegará a
absorberme hasta el extremo de no poder conocerme a mí mismo prescindiendo de él.
Ningún cambio de mis propósitos y proyectos de vida puede ser tan perturbador que
difumine el perfil de mi identidad. Ningún proyecto puede ser tan esencial como para que
su abandono cuestione la persona que soy. Dada mi independencia respecto a los valores
que poseo siempre puedo separarme de ellos, mi identidad pública como persona moral no
se ve afectada porque cambie a lo largo del tiempo mi concepción del bien”
Rawls, a esta primera objeción, responde con una limitación de su concepción de la
persona, al sostener en su segundo libro "Liberalismo Político", que no defiende una postura
metafísica, sino más bien una postura política.
En base a la realidad de una cultura democrática contemporánea, lo único que podemos
atribuir a la persona en el ámbito político, son los atributos de libre e igual. Todo lo demás
existe y es importante, pero quedará reservado a la esfera privada o como máximo a la esfera
social. No podrá ser invocada jamás en el marco político.
3. ¿Qué valor tiene la comunidad política?
Sullivan parece tener razón cuando señala que "la realización de uno mismo e incluso el
desarrollo de la identidad personal y el sentido de nuestras vidas en el mundo dependen de la
actividad social”.
Este proceso compartido es la vida civil y su fundamento es el compromiso con otros: otras
generaciones, otros tipos de personas cuyas diferencias son significativas porque contribuyen
al edificio sobre el cual descansa nuestro sentido particular del yo.
Así, la mutua interdependencia constituye el concepto fundacional de la ciudadanía. Fuera
de una comunidad lingüística de prácticas compartidas, el homo sapiens biológico existiría
como una abstracción lógica, pero no podrían existir los seres humanos. Este es el significado
39
del aforismo griego y medieval según el cual la comunidad política es ontológicamente previa
al individuo. La polis es, en verdad, aquella que hace posible al hombre como ser humano”.
Crowley agrega: "Aquello que ratifica la idea de que el hombre vive en una comunidad de
experiencias plurales y con un lenguaje compartido es que éste es el único contexto donde el
individuo y la sociedad pueden descubrir y poner a prueba sus valores a través de las
actividades esencialmente políticas de la discusión, la crítica, el ejemplo, la emulación. Es
mediante la existencia de espacios públicos organizados en los que los hombres ofrecen y
ponen a prueba sus ideas, como los hombres llegan a entender en parte quiénes son”.
Ya hemos puesto suficiente énfasis en destacar la importancia que tiene lo común para el
desarrollo de nuestra identidad individual. Podríamos agregar tal vez un párrafo de Charles
Taylor que se esfuerza por revalorizar los vínculos comunitarios como aspectos constitutivos
de nuestra personalidad. El autor canadiense, en su libro Las fuentes del Yo sostiene:
“No se puede ser un yo independiente. Sólo soy un yo en relación a determinados
interlocutores: por un lado, en relación a aquellos interlocutores que fueron esenciales para
llegar a definirme; por otro, en relación a los que son ahora cruciales para que siga captando
los lenguajes de la autocomprensión. Naturalmente, ambas clases de interlocutores pueden
coincidir. Un yo existe sólo dentro de lo que llamo redes de interlocución”
Debemos ser conscientes de que la fórmula individualista y éticamente neutra que nos
propone para lo político la modernidad, resulta insuficiente.
No podemos cometer el error de aceptar una definición del ser humano que olvide su
carácter independiente pero a la vez constitutivamente dependiente, o interdependiente. Es
decir, debemos entendernos como un existencia separada de los otros seres, y sin embargo, no
podemos mantenernos como existencia, más que en y por la relación con los demás. El ser
humano es un ser-en-sí-mismo pero a la vez es un ser-en-relación (con el mundo, con sus
semejantes, con lo trascendente).
Ahora bien, ¿podemos hablar de “algo común” a comienzos del siglo XXI? Es verdad que
los vínculos comunitarios se han debilitado hasta llegar a un punto casi terminal. No es un
fenómeno nuevo. Por el contrario desde el comienzo de la modernidad desarrollamos un
proceso que ha buscado dejar de lado los vínculos naturales, por otros modos de asociación de
tipo contractual o voluntario.
Algunos consideran este proceso de autonomía con respecto al entorno, como el logro más
admirable de la civilización moderna. Como señala Taylor, vivimos en un mundo en el que las
personas tienen derecho a elegir por sí mismas su propia regla de vida, a decidir en conciencia
qué convicciones desean adoptar, a determinar la configuración de sus vidas con una completa
variedad de formas sobre las que sus antepasados no tenían control. Y estos derechos están
por lo general defendidos por nuestros sistemas legales. Ya no se sacrifica a las personas en
aras de exigencias de órdenes supuestamente sagrados que les trascienden.
La libertad moderna, sin embargo, se construye sobre las ruinas de la comunidad política
de vínculos fuertes. Nadie puede negar la evolución social producida, si lo comparamos con el
antiguo régimen de la edad media. Sin embargo, al mismo tiempo, nadie puede negar que se
perdió un orden que daba sentido al mundo y a las actividades de la vida social. Y, a cambio,
40
la modernidad nos ha dejado sin "orden", justamente porque reniega de cualquier orden
político común que supere los estrictos cánones de la justicia conmutativa.
4. El bien común ante la encrucijada
Nuestra reflexión se encuentra en un punto crítico. Hemos dicho que el fin de lo político
debería ser el bien común y que la comunidad política no puede renunciar al desafío del bene
vivere. Pero hemos dicho también que la filosofía política no puede abstraerse de la realidad.
Y aquí nos enfrentamos con una realidad que a primera vista parece rechazar cualquier
propuesta que atente contra el individualismo moderno.
Sin embargo, si agudizamos nuestra capacidad de análisis, descubriremos matices que
“resquebrajan” esa visión, al parecer, tan compacta del individualismo liberal como ethos de
la edad contemporánea. Es decir: en la realidad, el sistema indivualista y la cultura
individualista no arrojan resultados tan felices como los que pretende la teoría.
Basta con preguntarnos nosotros mismos, protagonistas de estas sociedades capitalistas y
liberales modernas: ¿somos felices?
En lo más profundo de nuestra conciencia subyace ese malestar frente a las contradicciones
del capitalismo moderno. Por un lado nos somete a un racionalismo extremo, marcado por la
optimización y la eficiencia económica, que genera reglas al parecer inexorables. Por el otro
sufrimos un relativismo de corte hedonista que no acepta reglas ni criterios: las reglas las pone
uno conforme lo que siente.
En una cara de la misma moneda rige el principio radical moderno de la producción, que
todo lo homologa y lo masifica. Un mundo dominado por la razón instrumental en el que las
posibilidades son contadas: ser un “homo sapiens” competitivo mientras la suerte te
acompañe, o conformarse con un modesto status de “homo faber” eficiente si el destino te
juega una mala pasada.
Lo económico es el principio rector de nuestras acciones y el común denominador es el
dinero. Nuestras posiciones sociales se acotan y todos somos compradores o vendedores de
algo que debe cumplir con las exigencias del mercado. No sólo objetos o servicios, también
valores, conocimiento, sonrisas, cuerpos y hasta la personalidad... todos somos, en definitiva,
clientes de los otros. Vivimos aspirando a aumentar nuestra propiedad y a envidiar lo que otro
tienen. Y cuando lo tenemos vivimos angustiados por el stress que produce evitar perderlo.
Daniel Bell, en su libro Las contradicciones culturales del Capitalismo, describe este
ámbito con extraordinaria claridad:
“En la sociedad moderna, el principio axial es la racionalidad funcional, y el modo
regulador es economizar. Esencialmente, economizar significa eficiencia, menores costes,
mayores beneficios, maximización, optimización y otros patrones de juicio similares sobre
el empleo y la mezcla de recursos. Se comparan los costes con los beneficios que
habitualmente se expresan en términos monetarios. La estructura axial es la burocracia y la
jerarquía, ya que estas derivan de la especialización y la fragmentación de funciones y de la
necesidad de coordinar actividades. Hay una medida simple del valor, a saber, la utilidad. Y
hay un principio simple de cambio, el principio de productividad, o sea la capacidad para
sustituir productos o procesos por otros que son más eficientes y rinden mayor beneficio a
41
menor coste. La estructura social es un mundo cosificado, porque es una estructura de roles,
no de personas, lo que se expone en los documentos organizativos que especifican las
relaciones jerárquicas y de funciones”
No es difícil establecer el marco del debate político en este ámbito: laissez faire proponen
los más entrepreneurs, “un subsidio para sobrevivir” los que no logran adaptarse al sistema. El
eje del debate es sin duda la igualdad.
En la otra cara de la moneda se extiende un inconmensurable ámbito privado, caracterizado
por un espíritu emotivista, intimo según Sennet o intimista, que busca la sensación inmediata,
el placer y el hedonismo. Aquí reina la cultura de la imagen y del videoclip; la cultura light
que denunciaba Enrique Rojas en su libro: El hombre light.
En este marco, que ha precipitado en ese conjunto difuso que es la posmodernidad,
florecen infinidad de posturas filosóficas, religiosas, vitalistas. Hasta los hay, y no son los
menos, que profesan el final de las ideologías y de las posturas dogmáticas y proponen una
vida que se contenta con ser vivida en armonía con el universo evitando la racionalización.
Es el pensamiento débil de Vattimo, es el yuppi que de noche es un hippie, que va a los
lugares decorados como los hippies de los años ’60, aunque esos hippies en realidad ya se han
vuelto yuppies...
Según Daniel Bell, la cultura moderna se define por esta extraordinaria libertad para
saquear el almacén mundial y engullir cualquier estilo que se encuentre. Tal libertad proviene
del hecho de que el principio axial de la cultura moderna es la expresión y remodelación del
“yo” para lograr la autorealización. Y en esta búsqueda, hay una negación de todo límite o
frontera puestos a la experiencia. Es una captación de toda experiencia; nada está prohibido y
todo debe ser explorado.”
El yo específicamente moderno, en este marco de contradicciones, no encuentra, como
denuncia Macintyre, límites apropiados sobre los que poder establecer juicio, puesto que tales
límites sólo podrían derivarse de criterios racionales de valoración y, como hemos visto el yo
emotivista carece de tales criterios.
Por supuesto hay que ser cautos a la hora de las generalizaciones, porque son siempre
peligrosas. También hay infinidad de personas que profesan con palabras y con hechos,
valores humanos elevados como la solidaridad, el compromiso con el bien común, aunque
ellos también se ven obligados a desdoblar su personalidad en estas dos esferas contradictorias
del capitalismo que he descrito.
Racionalismo y hedonismo: creo que todos podemos advertir esta contradicción
contemporánea, porque es parte de nuestra realidad cotidiana y de nuestras vidas. Y aunque
algunos pretendan presentarla como un triunfo, todos sentimos que algo hemos perdido en el
camino. Allan Bloom es muy agudo en este sentido, cuando analiza la actitud de los jóvenes
en El cierre de la mente moderna:
“La gran mayoría de los estudiantes aunque desean tener buena opinión de sí mismos igual
que cualquiera, son conscientes de lo atareados que se encuentran teniendo que atender su
carrera profesional y sus relaciones personales. Hay una cierta retórica de autor realización
42
que da una pátina de encanto a esta vida, pero pueden darse cuenta de que no hay nada
especialmente noble en ello. La lucha por la supervivencia ha substituido al heroísmo como
cualidad digna de admiración”.
¿Qué criterios deben regir lo político cuando el sistema se sustenta en un individualismo
que en la realidad presenta un frente tan fragmentado? ¿Dónde cuaja el bien común? La
fórmula política pareciera que no puede ser otra que la del liberalismo moderno.
Es decir, ya veamos nuestra sociedad desde el punto de vista de un individualismo teórico
(que pregona el individualismo como una actitud ética saludable), ya la veamos como un
sistema cultural y ético basado en un individualismo degenerado, de todas maneras la solución
política pareciera enviarnos a la fórmula individualista-liberal.
Esa es, además, la lección que todos los días nos da la experiencia cotidiana y que se graba
a fuego en nuestras conciencias. Los jóvenes, más que cualquier otra generación, aprendemos
esa lección en la calle, en los bares, en la universidad. “Si quieres ser individualista por
vocación pues adelante. Si quieres aferrarte a una doctrina política, filosófica o religiosa con
planteos de fondo que obliguen a encauzar tu libertad, puedes hacerlo, pero en tu relación con
los demás no molestes, esto es, debes ser individualista para adecuarte al grupo”.
"No te metas conmigo". Hacer y dejar hacer. Respetar y tolerar sobre todas las cosas la
infinidad de estilos y posturas frente a la vida con sus múltiples matices, que abundan en
nuestros ambientes. Esta apática tolerancia pareciera sentenciarnos al individualismo, ya por
virtud, ya por necesidad de encontrar una fórmula para vivir todos juntos.
Por supuesto, no rechazo la cultura de la tolerancia y el respeto por la diversidad. Sin
embargo, habría que discutir el punto de equilibrio entre la tolerancia y la indiferencia, entre el
respeto y la apatía.
La distancia típicamente posmoderna respecto de ideologías, dogmas, líderes e incluso
personas con posturas fanáticas puede ser considerada una buena actitud sólo si es transitoria;
si es un alejarnos de tanta mentira y tanta hipocresía para descubrir nuevamente, si no la
verdad, al menos la senda para buscarla.
La condición de esta actitud posmoderna es que sea verdaderamente transitoria; que sirva
para algo, para generar nuevas ideas, valores y actitudes con las cuales enfrentar las nuevas
realidades.
5. El desafío pendiente
Alain Touraine ilustra con palabras correctas nuestra situación y el desafío que tenemos por
delante:
“Acabamos de salir de un período de rechazo mundial de los voluntarismos estatales, de las
ideologías de tipo autoritario o totalitario, estamos aceptando por el momento esta extrema
separación entre la subjetividad y la objetividad porque no queremos que nos hablen más
del hombre nuevo, de la sociedad nueva, como lo hizo Stalin, o que nos digan Arbeit macht
Frei como dijo Hitler. En este sentido, somos liberales, aceptamos que tenemos miedo
tremendo al modelo autoritario o totalitario y a la identificación de la cultura con una
nación, con un partido o con una clase social. Estamos aceptando en el momento actual un
43
concepto de masas, como en todos los terrenos, pero al mismo tiempo estamos empezando,
en todos los ámbitos, a buscar la manera de evitar una sociedad totalmente dualizada y
salvaje. Estamos tratando de inventar nuevas formas de control social y político de la
economía; estamos tratando de desarrollar un nuevo concepto de nacionalidad, que no sea
nacionalista pero que signifique la capacidad, para una colectividad nacional -étnica,
lingüística, geográfica-, de ser creadora, de transformar una experiencia de vida en
significado, en símbolos, en ideas, en afectos. Y ese es el problema”.
En una sociedad individualista fragmentada, la lucha por los valores de libertad e igualdad
se vuelve la única lucha legitimada y además se presenta como una lucha terminal. Por eso la
teoría política contemporánea se concentra sólo en dos grandes problemas: uno ético y otro
económico. El primero, cómo lograr la unidad política, el segundo, cómo lograr la igualdad.
Del bien común en verdad ni se habla o, a lo más, se dice que el bien común supone descubrir
una solución a estos problemas.
Sin embargo, somos víctimas de un círculo vicioso. Porque en una sociedad fragmentada
que renuncia al debate sobre el bien común, sus miembros encuentran cada vez más difícil
identificarse con su sociedad política como comunidad.
Esta falta de identificación puede reflejar una visión atomista, de acuerdo con la cual las
personas acaben considerando a su sociedad en términos puramente instrumentales. Pero
también ayuda a arraigar al atomismo, porque la ausencia de una eficaz acción común hace
que las personas se vuelvan sobre sí mismas.
Como señala Michael Walzer en La crítica comunitarista del liberalismo, “la teoría liberal
distorsiona la realidad y, en la medida en que la aceptamos, nos priva de un acceso firme a
nuestra propia experiencia de arraigo comunal. (...) La ideología liberal del separatismo no
puede privarnos de nuestra personalidad ni de nuestros lazos. De lo que sí nos priva es del
sentido de nuestra personalidad y del sentido de nuestros lazos, y esta privación se refleja en la
política liberal”.
Esto no significa que podamos dejar de lado los grandes problemas políticos reseñados,
libertad e igualdad. Deberemos dar respuesta a esos problemas y, como si fuera poco,
visualizar una propuesta aceptable sobre el modo de introducir el concepto de bien en el
ámbito político de hoy.
Avancemos entonces, parafraseando el título del último libro del comunitarista Amitai
Etzioni, en la búsqueda de una nueva regla de oro, para incluir la comunidad y la moralidad, o
lo que es igual: el bien común, en las sociedades democráticas de hoy.
44
5. LA CONSTRUCCIÓN DE LO POLÍTICO
He sentido la tentación de titular este capítulo "la reconstrucción de lo político", porque es
mucho más afín al espíritu del libro y a su nombre: "¿Cómo salvar a al política?" Pero estaría
induciendo a un error. Porque lo político no se "re-construye", por muy mala que nos resulte
las experiencias políticas de los últimos años. Simplemente se sigue en la milenaria tarea de
construcción, con sus épocas de oro y sus décadas infames. Las visiones apocalípticas o
revolucionarias son románticas, pero en términos prácticos son inviables.
Nuestra fundamentación antropológica ha dejado un dato relevante: lo político es la
actualización de esa vocación política natural de los integrantes de una comunidad.
Sin embargo, no debemos cometer el error de pensar que todas las actividades humanas por
el sólo hecho de serlas, son actividades políticas. Tampoco que todas las situaciones que
enfrenta el ser humano en su relación con la comunidad se convierten en situaciones políticas.
La vocación política del hombre sólo se manifiesta en la organización política o, lo que es
igual, a través de sus instituciones. Lo político es lo público y la institucionalización de lo
público -en nuestro tiempo- se manifiesta a través del Estado. El concepto de lo público puede
llegar a exceder el ámbito estatal, aunque hay que ser precavidos a la hora de admitir las
excepciones.
Que lo político se refiera a todo lo que tiene que ver con el Estado, nos está señalando
contrario sensu, que no todo lo que el hombre es y hace en su vida tiene que ver con lo
político, sino sólo aquello que se desarrolla en el ámbito público o que tiene relación con él.
Es importante rechazar un sincretismo que sentencia “todo es político”. Con Aristóteles
podemos asegurar, por ejemplo, que el hombre en sus relaciones familiares, o en el ámbito
religioso o cuando estudia o realiza deportes no está haciendo política ni debe moverse
conforme criterios políticos. “No tienen razón -afirma el filósofo griego- los que creen que es
lo mismo ser gobernante de una ciudad, rey, administrador de su casa o amo de sus esclavos”.
Lo político, en esta perspectiva, tiene una actualización restringida en el Estado y aquello
que sea relativo a su ámbito de influencia. En los demás ámbitos asistimos a la esfera humana
de lo privado y de lo social y allí no hay política, o sólo hay política como presupuesto de lo
privado, pero no en cuanto acción.
Más aún: el hombre necesita de lo político como condición, pero sólo se realiza en su
individualidad en el ámbito de lo privado configurado por sus decisiones libres. Cualquier
teoría que exacerbe lo político está avasallando la posibilidad de las personas de alcanzar su
plenitud.
45
1. ¿Qué es lo público?
¿Cuáles son los parámetros para diferenciar lo público de lo privado? Una primera
afirmación lega nos acerca un elemento distintivo de gran claridad: lo público es lo común a
todos -y de todos- y lo privado es lo propio de cada ciudadano.
Según lo dicho dos elementos resultan constitutivos de lo público: el sujeto, que es un
pueblo -que somos todos en cuanto “todos”- y un predicado, que es la res pública, la cosa
común o del pueblo.
Lo público es la actividad social que tiene como finalidad la de proteger a los miembros de
una colectividad independiente, en tanto constituyen aquella colectividad y tienen, como tales,
un bien común que salvaguardar, que es la razón de ser de la colectividad. Lo privado, en
cambio,’ es la relación social que concierne al individuo y a las relaciones interindividuales
como tales, sea del orden de la reciprocidad o del orden asociativo.
Queda claro que el concepto de lo público no es reducible por naturaleza al de “colectivo",
al igual que lo privado no es asimilable a lo individual. Es decir, lo privado no es sinónimo de
individual, porque en el concepto se incluyen, fundamentalmente, relaciones sociales; se trata
de un espacio diverso y multiforme, que incluye todas las relaciones sociales que la decisión
política no incluye en el terreno de lo público.
Todo lo dicho es correcto aunque deja sin responder muchos interrogantes relacionados.
¿Cuándo puedo, como ciudadano, decirle a la comunidad “no se entrometan”, esto es privado,
y al revés, cuándo puedo exigirle su intervención por ser un asunto “de todos”?
En otro capítulo dejamos sentada una tesis fuerte, que no debe pasar desapercibida.
Diferenciamos la politicidad humana como presupuesto de su desarrollo y aquella que se
actualiza en acciones concretas a través de instituciones concretas.
En la primera, queremos destacar la necesidad que cualquier individuo tiene de nacer y
desarrollarse en un ámbito político, como basamento para la construcción de su persona, de su
privacidad y de su intimidad. Pero aquí hacemos referencia al segundo concepto, esto es: ya
no estamos hablando de potencialidad política sino de necesidad de concreción de un marco
político, para cualquier hombre que pretenda satisfacer las inquietudes básicas de su
humanidad.
De lo dicho podemos inferir que lo público y lo privado no son dos categorías que se
contraponen en un mismo nivel ontológico, sino que, por el contrario, lo público en última
instancia es la condición de lo privado. Es previo en el orden ontológico y también en el orden
práctico, y como tal es superior a lo privado que se constituye en referencia a él.
Hannah Arendt, en La Condición Humana, tiene una reflexión importante en este sentido:
“Hemos dejado de pensar primordialmente en privación, cuando usamos la palabra ‘privado’,
y esto se debe parcialmente al enorme enriquecimiento de la esfera privada a través del
individualismo moderno”. Ha sido la influencia de ese individualismo el que nos ha hecho ver
como natural la idea de que es previo lo mío antes que lo de todos.
46
Pero los hombres no podemos convivir sin un orden político o, lo que es igual, necesitamos
determinar para una convivencia efectiva qué es lo común; definir el ámbito de lo público que
queremos compartir como comunidad, y reconocer lo que permanecerá en la esfera individual
y grupal en donde el Estado estará “privado” de actuar.
No puedo saber a dónde quiero ir, si antes no se ha establecido el régimen del espacio
común, por el que transitaré. No puedo decir “esto es mío”, hasta que no sea reconocido “lo
mío” como tal por todos los demás. ¿Sólo eso? No puedo vivir, si no hemos acordado el modo
de “convivir” y aún más: no puedo realizarme sin saber quiénes son mis “próximos”. La
identidad personal necesita de los semejantes, y mi escala de valores sobre lo bueno y lo malo
no tiene cimientos sin un marco común.
Lo común no es una carga suplementaria inventada por algún teórico, para entrometerse en
nuestros asuntos: es una necesidad vital previa a nuestro desarrollo particular. Por tanto, la
política no es el remedio de nuestros pecados sino, por el contrario, una de nuestras
actividades más elevadas. Es la diferencia, en definitiva, entre un pueblo -una comunidad de
hombres forjada por un espacio político común- y una “manada” de hombres salvajes.
Nuevamente Hannah Arendt: “La esfera pública, al igual que el mundo en común, nos
junta y no obstante impide que caigamos uno sobre otro, por decirlo así. Lo que hace tan
difícil de soportar a la sociedad de masas, no es el número de personas, o al menos no de
manera fundamental, sino el hecho de que entre ellas el mundo ha perdido su poder para
agruparlas, relacionarlas y separarlas”.
Los pensadores modernos pondrán el grito en el cielo: estas últimas reflexiones han tirado
por la borda toda una larga historia de lucha contra el poder ilimitado de reyes y gobernantes
que avasallaron los derechos individuales de los ciudadanos invocando el interés público.
La modernidad, en efecto, nos enseña que los ciudadanos primero dejaron bien en claro qué
derechos querían resguardar en la esfera privada y con lo restante configuraron el espacio
político. Pero estas elucubraciones teóricas no dejan de ser fantasías políticas, por muy buenas
que hayan sido las intenciones de sus artífices.
Respetar el pacto político, respetar el lema que indica que mis derechos terminan donde
empiezan los de los otros; incluso entender el lenguaje con el que fue dictado ese pacto, todo
ello requiere de un marco político previo. Por tanto, las determinaciones del Poder no son
limitaciones a la libertad, sino más bien, una condición de la libertad real, porque le da forma
y la hace viable en sociedad.
2. Alcances de lo común
La pregunta crucial ha quedado pendiente con cierta dosis de dramatismo: ¿Hasta dónde
puede llegar lo común, lo público, que ahora ha sido elevado a un rango previo y superior a lo
privado? La pregunta es del todo similar a otra que se ha repetido a lo largo de los últimos
siglos desde el nacimiento del Estado moderno occidental. ¿Cuáles son los parámetros del
accionar del Estado? ¿Quién podrá decir “basta” cuando un gobernante quiera convertir a toda
propiedad y a todo derecho individual en parte de la cosa pública? En definitiva, ¿cuál es el
límite entre autoridad y libertad?
47
Esta fue la gran preocupación de todos los pensadores del siglo XVII y XVIII pero sobre
todo del siglo XIX. En los primeros siglos se atacaba la arbitrariedad de los monarcas y su
poder omnímodo. En el XIX se temía por las consecuencias de la Revolución Francesa, y
sobre todo, por la suerte del hijo dilecto del siglo de las luces, el Estado liberal, que aparecía
amenazado por su hermano bastardo, la democracia universal y los socialismos.
Su preocupación era legítima. Si los parámetros son dados por un gobierno de una mayoría
descontrolada, produce efectos catastróficos para la comunidad, y para esa misma mayoría. Es
la tiranía de la mayoría que tanto atemorizaba John Stuart Mill o el despotismo que
vislumbraba Alexis de Tocqueville en el horizonte de la corriente igualitaria. En atención a
esos desbordes, muchos autores redoblaron la apuesta y abogaron por sistemas políticos aún
más rígidos, subordinados a estructuras de derecho comunes tanto para gobernantes como
gobernados. Todo para contrarrestar los posibles desmanes del poder.
No debemos olvidar que en el siglo XIX ya se habían establecido las bases individualistas
en el pensamiento y en las estructuras de la modernidad. El ethos de la racionalidad, por su
parte, creaba una expectativa generalizada en el desarrollo de la ciencia y de la técnica, como
factores determinantes para que el individuo ya no necesitara ningún basamento comunitario
para alcanzar su desarrollo personal. La cuestión entonces era asegurar el mayor grado de
libertad individual posible en contra de todas las limitaciones que pudieran sobrevenir desde
lo público.
En el XIX también se sumó a la concepción liberal -con su idea estricta de un Estado sólo
garante de los derechos individuales, una nueva corriente de pensamiento que pretendía una
subordinación de la política a las nuevas ciencias que florecían con fuerza y autonomía. Estas
corrientes propugnaban un Estado con un rol más activo, capaz de impulsar las reformas y los
proyectos de desarrollo que surgían de estas nuevas ciencias: la Economía, el Derecho, la
Sociología, la Psicología, la Biología...
Hoy, el ethos de la modernidad ha sido defraudado. La cultura contemporánea ha sufrido
demasiadas crisis como para continuar creyendo en el ideal iluminista del progreso sostenido.
Ni el espíritu mecanicista del XVIII ni la visión organicista del XIX. Los hombres
posmodernos guardamos en nuestra maleta de viajeros de la historia las terribles
contradicciones e injusticias que produjeron aquellos movimientos. Ya le sumamos a Newton
lo que dijo Einstein, a Adam Smith lo que denunció Leon XIII en su encíclica Rerum
Novarurm, a Rousseau lo que hizo Hitler y a Marx lo que hicieron los Khmer Rouge en
Camboya o los comunistas en la Unión Soviética.
Toda la cultura se ha transformado, toda la realidad se ha transformado y sin embargo los
criterios para definir lo público siguen atados a los paradigmas de aquellos siglos, a sus
expectativas y a sus temores. Para continuar con la metáfora “somos viajeros del siglo XXI
con un mapa político del siglo XIX”.
3. Fantasías políticas
Resulta difícil liberarse de las ataduras culturales de cinco siglos de modernidad que pesan
sobre nuestros "genes". Hay ciertos tópicos políticos que nos resultan evidentes de tanto
repetirlos y que nos dan una seguridad de estar parados en "terreno conocido", pero que
48
guardan en su esencia las contradicciones y las falencias que denunciamos en el capítulo
anterior.
Todo el sistema político que nos rige está cimentado sobre verdaderas fantasías políticas.
La primera fantasía es el contrato social. Desde Hobbes, Locke y Rousseau, los
contractualistas imaginan una sociedad civil y su autoridad política como el resultado de una
elección individual. Como individuos libres e iguales decidimos delegar todo o parte de
nuestra soberanía para que un tercero gobierne.
La ficción del pacto es una reducción que no sirve ni siquiera como metáfora. En primer
lugar porque señala a la sociedad y a la autoridad como un resultado y no como un
presupuesto.
Respetar el pacto político, respetar el lema que indica que mis derechos terminan donde
empiezan los de los otros; incluso entender el lenguaje con el que fue dictado ese pacto, todo
ello requiere de un marco político previo.
Pero lo más importante: nos somete a una mentira peligrosa, al decirnos que todos los
miembros de la comunidad somos libres e iguales, porque así lo dice la ley, cuando en verdad
no lo somos.
Los grupos más desfavorecidos no tardan mucho en descubrir que el supuesto contrato no
los beneficia como a otros, y que la igualdad jurídica y política es insuficiente cuando no hay
educación, trabajo y asistencia, o sea, cuando no se pueden satisfacer las necesidades
mínimas. La libertad y la seguridad, en los rígidos esquemas contractuales, no sacia el hambre
ni sirve de manta para mitigar el frío de las noches de invierno.
Alguien dirá: el contrato es la constitución y el poder constituyente es elegido directamente
por los ciudadanos. Habría que ver hasta qué punto el constituyente es un simple comisionado
o por el contrario un verdadero mentor de un instrumento jurídico-político que escapa a la
comprensión de los “contratantes” que lo eligieron.
Pero eso no es todo: la constitución puede servir para definir y resolver algunos problemas
estructurales del Estado, pero se ve desbordada por la realidad cuando atendemos a la
dinámica política, es decir, al Estado en su devenir cotidiano.
Para eso están los jueces, será la réplica. Los jueces no pueden resolver “conforme a
derecho” todos los problemas políticos de una sociedad. Cuando ésa es la expectativa, hay una
clara señal de una distorsión. Es el momento en el que cambiamos la arbitrariedad de la
opinión de los políticos por la arbitrariedad de los miembros de la justicia.
Otro puede recriminar que por ahora la humanidad está en condiciones de garantizar la
libertad política y la igualdad jurídica, y eso sólo en algunos países; lo demás vendrá con el
tiempo y el esfuerzo de todos. La figura del contrato por tanto sería útil para explicar este
proceso.
El argumento sin embargo esconde una convicción fantasiosa. El individualismo liberal
quiere otorgar al hombre con una norma escrita sobre un papel, la libertad y la igualdad por la
que ha luchado durante toda la historia. Al otorgar la igualdad ante la ley y ante la autoridad es
49
como que se consume el ideal de lo que puede esperarse desde lo político en el esquema
liberal. Lo demás debe surgir de la acción espontánea de la sociedad civil.
Es decir, el planteamiento del liberalismo político tiene un cierto sentido final, todo el
subsiguiente progreso individual y social debe ser canalizado por los cauces privados. Pero
¿Cuánto puede durar la ficción de un pacto firmado que jamás existió para las personas que
han sido desfavorecidas por la firma de ese contrato (desfavorecida en términos reales y no
formales)?
4. Soberanía del pueblo.
Segunda fantasía: sobre la base del contrato social el pueblo es soberano. Lo que siempre
nos han dicho: si se pudiera, el pueblo debería llevar los asuntos públicos en una gran
asamblea en la que todos los individuos dan su conformidad. Sin embargo el número de
personas obliga a establecer una representación, y el pueblo pasa a gobernar por medio de sus
representantes. La legislatura reflejaría -entonces- la voluntad general, que no es igual a la
voluntad de la mayoría sino que, por el contrario, representa el bien común.
Ahora bien: ¿ante quién nos representan los representantes? Todo parece indicar que ante
los otros representantes. La teoría empieza a fallar. Se supone que personas de diferentes
partidos y opiniones particulares legitimados por el voto de la gente, se reúnen en una
deliberación pública para superar sus reflexiones interesadas y parciales y lograr una reflexión
común que configure lo público, lo “de todos”.
Pero... ¿qué sucede en la realidad? Las cámaras se convierten en un juego de transacciones
entre intereses privados. Sin llegar a mencionar la corrupción, el sistema ya ha degenerado
porque no hay que equivocarse: el bien común no se logra sumando los intereses particulares
o sectoriales.
Los representantes de nuestras sociedades individualistas votan conforme sus opiniones
privadas que previamente han debido testear con el electorado; al menos eso es lo que se
espera de ellos. En este sentido, a los candidatos se les exige posturas bien definidas y
propuestas concretas para poder conseguir los votos, y jamás se les perdona que en la
asamblea puedan cambiar de opinión. Un partido que tiene mayoría absoluta en el congreso
desaparecería si no hiciera todo lo que prometió; si escuchara a la minoría por ejemplo y
decidiera que en esas circunstancias políticas la posición de ellos es más acertada.
El mecanismo conforma un círculo vicioso de efectos nefastos. El candidato ofrece su
opinión privada, sus votantes lo eligen, en la asamblea se produce una simple yuxtaposición
de intereses que además, para no perder tiempo, se organizan por grupos o bloques...
directamente arreglan los líderes, y así se toman las decisiones.
Los ciudadanos, no ya como votantes individuales sino como miembros conscientes de una
comunidad, advierten que esas decisiones no atienden el bien común... El final no es feliz: la
gente se distancia de sus representantes y pierden legitimidad.
La deliberación pública en estos términos es pura retórica: en el recinto nadie convence a
nadie; nadie dice las verdaderas razones que obligan a sacar una ley “a medias” y se invocan
razones que nadie cree. Todos sabemos que en los pasillos han debido arreglar previamente y
50
eso nos defrauda. Pero, en este caso, no es sólo una cuestión de “políticos transeros”: es un
sistema abstracto que nada tiene que ver con la realidad.
La legislatura no debiera ser una cámara de conciliación de intereses particulares, sino la
representación de todo el pueblo como conjunto, pero está concebida de tal modo que es
imposible superar los errores que nos exasperan.
Podrá decirse que el verdadero debate se realiza en el seno de los partidos, que luego van
en bloque, enarbolando la bandera de la disciplina partidaria, a confrontar posturas con los
demás sectores. Sin embargo, ese debate no puede suplir la deliberación pública donde
participan todos los sectores. En un partido, por muy abierta y generosa que sea la
convocatoria (con elecciones abiertas y participación de los independientes), la deliberación es
siempre privada: no se configura en el seno de la polis, del Estado. Tampoco sirve el debate
que pueda generarse en el ámbito de los medios de comunicación, por la falta de legitimidad
en la elección de sus protagonistas y por la posible manipulación de los tópicos en debate.
5. La representación ideológica
Última fantasía en este marco: los representantes tienen un carácter ideológico, esto es, nos
representan como adeptos a un partido que configura una postura “de derecha” o “de
izquierda”, conservadora o progresista.
En la visión tradicional -como bien señala Will Kymlicka- las personas situadas a la
izquierda creen en la igualdad y suscriben así algún tipo de socialismo, mientras aquellas
situadas en la derecha creen en la libertad y defienden el capitalismo de libre mercado. En el
medio estarían los liberales, que creen en una cierta combinación entre libertad e igualdad. Sin
embargo, esta manera de esquematizar la política es cada vez más inadecuada, en algunos
casos porque la esquematización dificulta un diálogo abierto y constructivo; en otro porque
confunde la posición de los interlocutores.
Estamos obligados a replantear todo el fenómeno político y sus paradigmas de
interpretación desde sus mismas bases. Es interesante, en este sentido, el libro de Anthony
Giddens “Más allá de izquierdas y derechas” que analiza esta cuestión absolutamente actual.
En un párrafo escribe:
“Si los términos derecha e izquierda han dejado de tener el significado que poseían
antes, y ambas perspectivas políticas están agotadas, cada una a su manera, se debe a que
nuestra relación (como individuos y como humanidad) con el desarrollo social moderno ha
variado. Hoy vivimos en un mundo de incertidumbre fabricada, en el que el riesgo es muy
diferente de anteriores períodos en el desarrollo de las instituciones modernas. En parte, se
trata de una cuestión de dimensión. Algunos riesgos actuales tienen “grandes
consecuencias”, los peligros potenciales que representan afectan a todos, o a gran número
de personas, en toda la superficie terrestre”.
No hace falta que me extienda en las influencias catastróficas que han tenido las ideologías
decimonónicas y los partidos políticos que se estructuraron a su sombra. Hoy aquellas
ideologías han perdido peso, pero la estructura de representación continua en silencio
subordinada a sus premisas.
51
El diputado o senador, no nos representa como profesionales, como jóvenes, como
practicantes de una u otra religión, como discapacitado o como miembros de una u otra
institución social. Ni siquiera nos representa, aunque en los papeles diga lo contrario, como
habitantes de una región, porque como es sabido los senadores votan en general de acuerdo al
partido, sin pensar mucho en los intereses de su zona.
Sólo se ha tenido en cuenta históricamente la división de clases y, hoy en día, la condición
de hombre o de mujer que obliga a un cupo. Sin embargo aquel criterio y esta incorporación
también se inspiran en premisas ideológicas.
6. ¿Qué ocurre en la realidad?
Ante tanta fantasía, ¿qué ocurre en la realidad? Nada nuevo que no hayan previsto en el
siglo pasado pensadores como Tocqueville o John Stuart Mill. La democracia, un sistema
ideal para la participación de todos en lo público y para el progreso de la comunidad, se
pervierte bajo el influjo del individualismo moderno, y al final nadie participa.
Esta consecuencia es catastrófica, pero aún falta lo peor: en el gobierno tampoco se eligen a
los mejores, porque los mejores no dudan en alejarse y comprometerse con el mundo de lo
privado.
Lo único que verdaderamente tiene poder en una democracia pervertida es una opinión
pública apática, incapaz de comprometer su tiempo en nada que no afecte sus intereses
personales. Los políticos, muy lejos de gobernar con lo mejor de sí, están pendientes de lo que
digan las encuestas.
No sólo la política; el arte y la cultura deben subordinarse al rating y cualquier expresión
que pueda denostar una cierta diferencia o particularidad es mirado con recelo. Es lo que
aquellos autores llamaron la tiranía social de la mayoría que genera una suerte de despotismo
blando.
Lo novedoso -impensado para el pensador francés y el británico- es que esta tiranía sería,
en el fondo, dirigida con extraordinaria sutileza desde los medios de comunicación y sus
auspiciantes. Que jueces y gobernantes harían y desharían por temor a aparecer en las tapas de
algún matutino.
En la encrucijada idealismo/realismo, el segundo camino comienza en cada uno de los
párrafos antecedentes. Mucha gente y en especial muchos políticos, al observar que la realidad
es demasiado lejana al deber ser, fingen mantener una imagen de legalidad y de respeto hacia
las normas pero, en verdad, cumplen con la lógica de la situación (ley de la selva) que rige los
códigos políticos.
La política para ellos tiene una doble cara: la que hay que mostrar frente a los votantes que
en el fondo “no saben nada de lo que pasa aquí adentro” y frente a los medios, y la que
realmente muestran todos los días en los pasillos y oficinas públicas.
Otros intentan acomodar la realidad a sus planteamientos utópicos y luchan por ejemplo
para que el poder “vuelva al pueblo”. Así se sanciona la posibilidad de referéndum, iniciativas
populares y control de los políticos por parte de los ciudadanos. Sin quererlo, establecen una
nueva fantasía. Primero porque el votante o el que firma una iniciativa no tiene idea de las
52
complejas cuestiones que se esconden tras el tópico en discusión. Segundo porque, aunque
algo supieran del tema, su opinión individual expresada en un cuarto oscuro en nada favorece
la conformación de la Opinión Pública (con mayúscula). Esta se forma si, y sólo si, el
ciudadano ha tenido oportunidad de participar en una previa deliberación pública con la
posibilidad de contrastar sus opiniones privadas con las ideas y necesidades de otras personas.
En la realidad entonces, lo que nos queda luego de disipar tantas fantasías y tanto
pragmatismo, es una democracia por construir, con una lista bastante extensa de vicios y de
contradicciones que debemos combatir con decisión.
7. El criterio de naturaleza
Han quedado debidamente "denunciados" los artificios fantasiosos elaborados por la
modernidad para dar fundamento a nuestra legitima expectativa de resguardar nuestra libertad
y contener el poder de los "salvajes" que describiéramos en el capítulo uno.
Pero todavía no hemos respondido la cuestión central: ¿si no son estas elucubraciones
como el contrato social o la soberanía del pueblo, entonces cuáles son los parámetros para
definir lo público?
Voy a proponer como respuesta tres criterios políticos fundamentales que interactúan en un
marco ético. El sustento de la propuesta es la idea reflejada en el título de este capítulo: lo
público no puede ser deducido sino que debe ser construido. Las leyes en definitiva, lo van
"formateando", pero no lo constituyen.
No entraré aquí a dilucidar si estos criterios responden a una visión histórica de
conformación de lo político o más bien es una representación filosófica del momento en el
cual ya el político, ya el analista, debe enfrentarse al desafío de definir lo público. La fórmula
política se va re-elaborando cada día. Y en esa actualización sólo podemos ofrecer criterios
para la definición.
Un primer criterio para definir los parámetros del accionar del Estado, para dimensionar lo
público, surge de la misma naturaleza humana. El valor, la dignidad y el carácter absoluto del
hombre se encuentran así, en la fundación de lo político.
El criterio de naturaleza exige atender a los caracteres naturales que constituyen al hombre
para establecer así, fines y contenidos para la política que sean del todo adecuados a lo que el
hombre es ya desde su propia naturaleza.
Cuando hablamos de “naturaleza” no debemos ser superficiales ni tampoco abstractos. No
podemos quedarnos sólo con las características que el hombre comparte con los otros seres
vivos (aspectos vegetativos y sensitivos) ni tampoco plantear analogías con respecto a ellos.
No nos sirve de nada observar cómo es la organización colectiva de las hormigas para
establecer una organización armónica de lo político, o comparar a los hombres con los lobos.
Pero tampoco podemos exponer un hombre sublimado, sin atender a aquellos perfiles
humanos que nos remontan a su raigambre natural (casi en estado puro). En todos los casos,
53
debemos incluir aquellas características que son propias de los seres humanos y que nos
destacan por sublimes o por perversos sobre los otros seres de la creación.
El concepto de naturaleza humana al que me atengo aquí, por tanto, no es fijo en cuanto a
un absoluto realismo “el hombre es lo que es” ni tampoco una visión idílica del deber ser. Más
bien atiende a la realidad, pero integrando lo que en ella hay de posibilidad, es decir,
contemplamos la naturaleza del hombre en cuanto “ser que puede llegar a ser” en un momento
histórico determinado.
De todas estas características naturales habrá que distinguir aquellas que tengan una
trascendencia en la esfera social en modo próximo y no remoto, y sólo esas deberán ser
incluidas conforme una valoración ética.
Un ejemplo: la natural tendencia al afecto hacia otras personas sólo podrá ser incluida en lo
político en cuanto esa tendencia se actualiza, y en su caso será positivo potenciarla y
canalizarla. Por el contrario la inclinación egoísta o, si la hubiera, homicida en el ser humano,
será prudente limitarla o castigarla.
Actualización significa manifestación de la interioridad. Son las manifestaciones
exteriores: verbales, acciones concretas o hasta omisiones, que trascienden por sus
consecuencias a la dimensión común, las que exigen una definición de lo público.
¿Todas las actividades humanas pueden ser reguladas por el Estado? Sólo aquellas que
afecten lo común. Ninguna regulación sería legítima en el ámbito de la intimidad. En este
sentido el pensamiento griego distinguía muy bien entre la organización política y la vida
centrada alrededor de la oikía (hogar). El advenimiento de la ciudad confería al hombre
además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikós. Hay una clara
distinción entre lo que es propio (idion) y lo que es común (koinon).
Pero el criterio sigue siendo complicado. Un elemento esencial de esa intimidad por
ejemplo, es el cuerpo por el cual se manifiesta. ¿Podríamos obligar a la gente a que no use
ropa? No pareciera una decisión política prudente. ¿Y lo sería regular el uso obligatorio de
ropa en la vía pública? En principio sí, porque en este caso hay una incidencia en el espacio
común de la manifestación de mi voluntad que puede no ser correcta. Pero ¿y la libertad de
desnudarnos en nuestra habitación frente a nuestra esposa? En ese caso estaríamos ante una
manifestación ajena a lo político, aunque sea una manifestación con consecuencias reales para
otras personas.
El ejemplo ayuda a descubrir lo negativo de establecer una definición abstracta y general a
priori del ámbito político para después intentar "bajarla" a la realidad. En el intento se nos
pueden escapar demasiadas contingencias y matices. Pero, a la par, nos advierte sobre la
complejidad de una determinación “concreta y prudente”, caso por caso. Sin embargo ¡es el
único modo de alcanzar una concepción integral del fenómeno político que no cometa los
errores que denunciamos en las ideologías y en las concepciones dogmáticas!
Un primer criterio de naturaleza, por tanto, propone comenzar a configurar la fórmula de lo
político, a construir lo político, mirando las necesidades y las manifestaciones básicas -casi
me atrevería a decir vitales y de supervivencia- que no pueden ser dejadas al arbitrio y a la
contingencia so pena de que la sociedad política desaparezca.
54
En este primer estadio, tenemos al hombre de todos los tiempos despojado de sus
antecedentes culturales y sociales, exigiendo al Estado cuestiones tan elementales como que
no lo maten (su seguridad física), que no muera de hambre, que no avasallen sus libertades
fundamentales, etc. Bajo el tamiz de este criterio quedan determinados los que luego pueden
ser llamados "derechos naturales" o si se quiere "derechos humanos". Digo "luego" porque
ningún derecho es previo a la configuración de lo político sino posterior. Ni siquiera los
derechos humanos, que antes son simplemente aspiraciones humanas legítimas.
Frente a este criterio, una vez actualizado, no existen posibilidades de graduación respecto
al cumplimiento o la salvaguarda por parte del Estado. Es decir, si luego de fijado los
parámetros de lo político a la luz de este criterio casuístico el Estado no es capaz de
garantizarlos, simplemente no existe lo político como tal.
Vale observar que la tendencia natural de este “animal social” se desarrolla en distintas
dimensiones de diversa entidad, y esto tiene una gran incidencia a la hora de utilizar este
criterio natural.
En un primer estadio encontramos la dimensión familiar que es “la más natural de las
tendencias naturales” del hombre. Un segundo estadio se da en la comunidad próxima a la
familia. Luego nos aparece la comunidad nacional, y por último está la humanidad toda. Por
supuesto el análisis es descriptivo y no exhaustivo.
El contenido de lo político se constituye sobre la base de los demás estadios y en ningún
caso los anula, aunque sí los abarca y, en alguna medida, los subordina. En principio no
debiera entrometerse en aquello que es propio, por naturaleza de, por ejemplo, la institución
familiar; y esto por una razón sencilla: la familia es el ámbito común de los miembros de ese
núcleo y no de toda la comunidad. Incluso podría llegar a decirse que el Estado y la sociedad
civil tienen como materia próxima las familias y asociaciones intermedias comunitarias y no
los individuos aislados como pretende la concepción individualista.
8. El criterio de eficacia
Alguien podría recriminar que el criterio natural para definir lo político excluye la
trascendencia que tiene lo cultural en la realización de la persona y el papel decisivo que
juega en la conformación de lo social.
Ciertamente, cometeríamos un error si no insertáramos en nuestra concepción política la
actividad cultural del hombre y su desarrollo a lo largo del devenir histórico, así como los
productos logrados con su acción transformadora sobre la naturaleza. Este es por tanto el
segundo criterio para configurar lo político.
Cultura, como señala Rubén Zorilla, hace referencia a todo lo acumulado y heredado por
las generaciones presentes de las generaciones pasadas. Incluye valores, normas y
conocimientos, así como sus correlatos psicológicos, y todos los objetos materiales a los que
el grupo concede alguna significación, deseable e indeseable. La esencia de la cultura se funda
en el conjunto de estas significaciones.
55
Sin embargo, el criterio de eficacia, nos marca un límite en la incorporación de contenidos
culturales a la conformación de lo político.
Respecto de lo natural la política es una necesidad. No obstante, en la esfera de la cultura,
la política asume la vocación de “lo posible” puesto que la cultura atesora de diversas maneras
el “deber ser” del hombre y de la realidad.
En verdad sería imposible para el Estado cumplir con todas las expectativas provocadas
por la experiencia cultural si tenemos en cuenta que, a lo largo de los siglos, se han logrado
avances sorprendentes en todos los campos y niveles.
La ciencia y la tecnología no son los únicos logros. En la noción de cultura se atesora toda
la rica historia de la humanidad en su lucha por el progreso y la civilización: derechos y
garantías adquiridos, conocimiento, desarrollo de la medicina, tecnología...
En el ámbito de las facultades naturales, el Estado no puede dejar de establecer derechos y
sobre todo deberes, garantizando su efectivo cumplimiento. Pero en lo cultural, debe elegir un
parámetro o una escala relativa, para jerarquizar los propósitos que inspiran su acción. Dicha
escala debe valorar no sólo prioridades sino también posibilidades.
Por supuesto que un parámetro para ordenar las prioridades culturales es absolutamente
transitorio en sus dictámenes y debe ser constantemente redefinido, atendiendo además a las
características peculiares de cada comunidad en cada región.
Un ejemplo: será esencial a lo político garantizar el derecho a la vida como una exigencia
del criterio natural. A más de esta función básica, los adelantos “culturales” como tener una
vivienda con las comodidades mínimas resultan hoy en día una necesidad prioritaria. Será por
tanto, un valor político que deberá garantizarse anteponiéndolo tal vez al anhelo de tener
computadoras en cada hogar por dar un caso, si es que el criterio de eficacia sugiere que no
podremos cumplir con ambas exigencias culturales en un mismo tiempo.
Las prioridades que serán delimitadas por este criterio práctico deben establecerse
conforme la escala de valores que la comunidad defina para la acción política de su tiempo.
Tal escala de valores y la decisión respecto de esos tópicos prioritarios exigen un debate en el
seno mismo de la comunidad. Es un despropósito que el orden de los valores sea decidido por
el burócrata de turno. El debate sin embargo, deberá cumplir con las condiciones que se
exponen más adelante.
9. El principio de subsidiariedad
La combinación de los dos criterios hasta ahora descritos puede conformar una fórmula
política en extremo básica, sobre todo en países como los nuestros que viven crisis endémicas.
Pero es importante que lo político asuma su carácter arquitectónico y sea capaz de formular
las políticas de Estado aunque el criterio de eficacia no le permita ejecutarlo por sí, y con sus
propios recursos.
Aparece aquí, incólume, el principio de subsidiariedad que ha sido pocas veces respetado
como se merece en la esfera estatal. El principio ordena que un Estado debe abstenerse de
realizar lo que puedan hacer los particulares o la sociedad civil.
56
Se excluyen los supuestos en los cuales los ciudadanos expresamente han conferido al
Estado la exclusividad en esa materia. Sin embargo, salvo las funciones básicas esenciales de
justicia, seguridad y tal vez salud y educación, los otros ámbitos públicos pueden regirse por
este principio razonable.
El emprendimiento de una persona, una institución o una empresa, en el marco del orden
jurídico, puede ser un aporte invalorable al cumplimiento de los fines mediatos e inmediatos
que el Estado no puede encarar en ese estadio de su desarrollo. Una empresa comercial, una
ONG, una fundación cultural, un hospital privado o comunitario, un club, una universidad
privada son la representación sensible de una sociedad civil que espera al Estado, para
alcanzar el bien común. Como señala Manfred Spieker
“Cuando no se le puede quitar a la persona -para otorgárselo al Estado- lo que ella por
propia iniciativa y con sus propias fuerzas puede realizar; cuando el Estado tampoco
tiene derecho a apropiarse de tales tareas, que aunque son excesivas para los individuos
pueden sin embargo, ser realizadas por la familia, los municipios, las corporaciones, las
instituciones cooperativas o de derecho público; y cuando él, en caso de que esas
comunidades más pequeñas y subordinadas no alcancen tampoco a hacerlo, se haya de
ocupar en primer lugar de fortalecerlas para que puedan todavía eventualmente
realizarlas; entonces ello fomenta y protege la libertad y la dignidad de los ciudadanos.
La orientación al principio de subsidiariedad tiene un efecto doble: favorece la
iniciativa individual de las personas y protege a la política de que esté sobre exigida”
Tocqueville ha sido el pensador que mejor ha establecido el valor intrínseco de las
instituciones libres no gubernamentales. “La moral y la inteligencia de un pueblo democrático
no correrían menores riesgos que su negocio y su industria si el gobierno reemplazara
enteramente a las asociaciones. Los sentimientos y las ideas no se renuevan, el corazón no se
engrandece, ni el espíritu humano se desarrolla, sino por la acción recíproca de unos hombres
sobre otros”.
El principio de subsidiariedad exige del Estado no sólo respeto, sino también una actitud
activa, en el sentido de ayudar a los ciudadanos para que ellos puedan ayudarse y desarrollarse
por sí mismos. Esto porque no es la participación ciudadana y la iniciativa privada un “residuo
social resultante de la sustracción del Estado” sino, por el contrario, una actividad que -con
palabras de Tocqueville- engrandece el corazón y desarrolla el espíritu humano.
Como contracara, la sociedad civil, el sector privado y los ciudadanos en forma individual
necesitan el marco político definido que brinda la combinación de los criterios antes descritos,
para saber si es lo mismo dedicar sus esfuerzos a plantar cocaína o a desarrollar una planta
alimenticia, aun cuando el Estado no esté en condiciones de controlar ni una ni otra actividad.
10. El criterio de racionalidad
A esta altura es necesario introducir un inciso importante. No puedo dejar de subrayar las
quejas -en muchos casos fundadas- de algunos sectores de la sociedad. Denuncian que, tras el
abuso en la utilización del criterio de eficacia expuesto, los intereses sectoriales más
poderosos se benefician del Estado y priorizan sus necesidades sobre las de otros que,
“casualmente”, tienen menor incidencia y poder en la escena política.
57
Los que solicitan subsidios para mantener las producciones regionales pero a costa de que
haya chicos que no reciban buena educación o incluso su copa de leche. O cuando los
universitarios insisten en que sus estudios deben ser financiados enteramente por la sociedad,
cuando las urgencias en otros ámbitos son acuciantes, todos son ejemplos de lo dificil que se
hace establecer estos criterios si la única guía es la puja de intereses.
Frente a este riesgo latente, surge el último criterio que debe adjetivar a los anteriores y que
es el criterio de racionalidad. La mejor aproximación a este criterio es identificarlo con el
sentido común o si se quiere con la prudencia, aunque no son conceptos idénticos ya que el
primero es un atributo de la mayoría de la población y en cambio prudencia es una
particularidad de unos pocos llamados a gobernar.
El sentido común es un concepto no exento de alguna vaguedad -es necesario reconocerlo-,
aunque en sus caracteres esenciales es comprendido casi intuitivamente. Lo importante es que
asegura que nuestras decisiones serán razonables y priorizarán el bien común, por sobre
aquellos intereses sectoriales.
De partida el pensador español Leonardo Polo nos confirma que “lo que los hombres
pueden compartir -lo común a muchos- es sobre todo lo racional que es lo universal; la
sinrazón o irracionalidad es lo que separa”. Lo racional es la base del diálogo social, aunque
de ninguna manera satisface todas sus expectativas. Pueden existir otros factores
sentimentales o espirituales que completen ese marco. Sin embargo nunca podrán ser
exigencias irracionales aunque si “supra-racionales”.
De este modo, frente a una infinita variedad de cuestiones, problemas y necesidades a
resolver por el orden político y a la hora de plantear las prioridades selectivas de nuestra
acción, deberemos elegir con prudencia e inspirados en una actitud ética, los tópicos políticos
y su grado de importancia en el esquema general.
Leo Strauss escribe una reflexión importante en este sentido: “Toda acción política está
encaminada a la conservación o al cambio. Cuando deseamos conservar tratamos de evitar el
cambio hacia lo peor, cuando deseamos cambiar, tratamos de actualizar algo mejor. Toda
acción política, pues, está dirigida por nuestro pensamiento sobre lo mejor y lo peor. Un
pensamiento sobre lo mejor y lo peor implica no obstante, el pensamiento sobre el bien”.
El mismo Polo señala en Presente y futuro del hombre, que la convivencia humana es un
problema ético: “Según sea nuestra valoración de las cosas tomaremos decisiones, dentro de
alternativas, y según esas decisiones funcionarán la economía, la salud, la manera de construir
edificios, etc. todo el régimen funcional de una sociedad depende en definitiva del carácter
ético de las decisiones. Uno no se puede quitar la ética de encima de ninguna manera,
precisamente porque existen alternativas”.
Ahora bien: el sentido común se apoya en este sustrato de racionalidad pero no se agota en
él. Me explico: los criterios que pueden surgir de la estricta racionalidad son comunes a todos
los hombres en cualquier lugar y se identifican con los contenidos mínimos que establecen,
por ejemplo, los criterios liberales. Esto porque el pensamiento liberal -por nombrar sólo un
tipo de pensamiento moderno- trabaja con el concepto de individuo, que según vimos es una
noción abstracta de vocación universal; es decir con intención de ser aplicable a cualquier ser
58
humano más allá de las circunstancias que afecte a él y a su comunidad. Racionalidad
entonces se identifica más bien con la razonabilidad.
El sentido común, por el contrario, surge de un proyecto político concreto que tiene por fin
el bien común. Desde una realidad dada y hacia un fin común cuya bondad ha sido
garantizada por un correcto debate político, todos los ciudadanos están en condiciones de
descubrir “el sentido” hacia donde hay que encaminarse (la educación por supuesto es la
herramienta fundamental para que se produzca este proceso de identificación de los
ciudadanos con el proyecto).
El sentido común no es abstracto ni general, sino que por el contrario se actualiza en cada
decisión individual. Por supuesto que el basamento e incluso el contenido de ese proyecto
debe ser sopesado con criterios de razonabilidad pero, como decimos, estos criterios no son el
proyecto, sino que sirven de base para establecerlo.
Rawls destaca con acierto la capacidad que tienen las personas o que deben tener, de
encontrar posiciones razonables para su relación con los demás, aunque en su interior no se
identifiquen con esas posiciones. Tras su célebre y debatida teoría de la posición original -a la
que acuden los representantes cubiertos por un “velo de ignorancia”- se esconde la exigencia
de razonabilidad en los planteamientos políticos, que permite una independencia con respecto
a concepciones dogmáticas y a intereses particulares.
La diferencia entre nuestro planteamiento y el rawlsiano es que el sentido común, no se
forja separando al individuo de todos sus aspectos y dimensiones vitales (posturas filosóficas,
creencias religiosas, condiciones culturales) sino muy por el contrario, alentando que los
despliegue en un diálogo interactivo.
Como ha afirmado Ross, en "La moral Privatizada", la ética no se refiere a la conducta de
individuos autónomos, sino a la conducta de los miembros de una comunidad. A sus fines
sociales y políticos. Cómo debe uno vivir en cuanto individuo autónomo no es una cuestión
ética, la cuestión ética es cómo debemos vivir nosotros en cuanto sujetos interdependientes en
un todo social.
La ética tiene, por tanto, una invitación de honor al debate político, y puede desplegarse
con plenitud, sin ser limitada por el contradictorio requisito de la neutralidad política o de la
simple razonabilidad.
11. Conclusión
Puede parecer que existe una contradicción en la teoría expuesta. Los criterios definen lo
político en un marco de prudencia que se apoya en el sentido común. Pero éte aquí que ese
sentido sólo surge al final del proceso político. ¿No es éste un razonamiento circular?
Aunque parezca sorprendente, digo que justamente eso es lo que intento demostrar: la
interacción entre los tres criterios sin que podamos saber cuál fue el primero que se dio al
comienzo de los tiempos. Tampoco nos importa mucho ese dato histórico, ni plantear una
disputa racionalista de corte abstracto al estilo de Hobbes, de Locke o de Rousseau.
59
La sociabilidad es un axioma y también la existencia de lo político. Por tanto no hay
momentos tales como la constitución de la sociedad, el establecimiento del orden político y
demás situaciones que imaginó la Ilustración. Sólo hay procesos que ni siquiera son lineales.
Sobre esa base, es posible afirmar que el sentido común armoniza los demás criterios y sin
embargo esos criterios redefinen el “sentido” del sentido común.
Como conclusión entonces podemos decir que lo propio del Estado es la determinación, la
protección y el desarrollo de lo común -de lo público- que es condición para el desarrollo
privado. Para la determinación de lo común es necesario tener en cuenta tres criterios:
a) El criterio de naturaleza que marca la dimensión política necesaria de la Sociedad.
b) El criterio de eficacia que inspira -atendiendo a lo cultural- las posibilidades del
Estado de procurar el “buen vivir”. Deben establecerse para ello prioridades,
conforme una escala de valores comunitarios. En algunos casos el Estado podrá
garantizarlo y/o exigirlo (aunque debe respetar el principio de subsidiariedad). En
otros, simplemente sentará criterios arquitectónicos, pero esos criterios estarán
librados a la iniciativa privada, porque el Estado no estará en condiciones de hacerlos
efectivos.
c) El criterio de racionalidad que nos ayuda a garantizar la imparcialidad de lo político a
la hora de establecer esas prioridades.
Los fines y los valores del Estado deben ser establecidos por un consenso real que
compromete a los agentes de la relación política: gobernantes y gobernados en la búsqueda del
ideario común que supere la dimensión puramente coactiva y positiva de lo político, como
veremos más adelante.
El resultado de todas estas operaciones no arroja una definición absoluta, general, universal
y definitiva, sino que por el contrario depende de cada comunidad, de cada situación y de cada
caso o problema político tal definición.
Los tres criterios reseñados -naturaleza, eficacia y ética del sentido común- no funcionan,
vale repetirlo, como una fórmula matemática. Ni siquiera su descripción, como se habrá visto,
tiene la sencilla elegancia que puede ostentar por ejemplo la reducción rawlsiana de todo lo
político a sus dos reglas de Justicia.
“a) Todas las personas son iguales en punto a exigir un esquema adecuado de derechos y
libertades básicos iguales, esquema que es compatible con el mismo esquema para todos;
y en ese esquema se garantiza su valor equitativo a las libertades políticas iguales, y sólo a
esas libertades. b) Las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos
condiciones: primero, deben andar vinculadas a posiciones y cargos abiertos a todos en
condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; y segundo, deben promover el
mayor beneficio para los miembros menos aventajados de la sociedad”.
Pero, sin duda, superan las posturas teóricas, al asentar los pilares sobre los que se
construirá lo político en la misma realidad.
60
6. EL BIEN COMÚN ANTE LO POLÍTICO.
¿Cuál es la vida buena para el hombre? Hay tantas respuestas a semejante cuestión que uno
tiene la tentación de dar la razón a Rawls que prohibe la discusión del tópico en el ámbito de
lo público. Allí se estancan los liberales con su fórmula de neutralidad política.
En el próximo estadio encontramos concepciones como el utilitarismo, que intenta una
respuesta. La vida buena para ellos es la misma que en los clásicos: la vida feliz. Sin embargo,
a diferencia de aquellos, el criterio rector para lograr ese fin es buscar el placer y alejar el
dolor. Jeremy Bentham, como ya vimos, no distingue ni jerarquiza placeres a la hora de
establecer su supremacía. Pareciera que hay una unidad en la sensación más allá de la
diversidad de situaciones, sentimientos o estímulos que puedan ocasionarlo.
Por supuesto esta concepción es del todo básica y superficial. Los objetos del deseo
humano, natural o educado, son irreductiblemente heterogéneos. No produce el mismo placer
realizar una buena acción, que comerse un buen plato de milanesas con papas fritas. Por otra
parte, el placer no puede ser la guía de nuestras acciones, precisamente porque el gozo, de por
sí, no nos proporciona ninguna buena razón para emprender un tipo de actividad antes que
otra. Aristóteles, en este sentido, identifica el placer como aquello que acompaña el logro de
una acción virtuosa. Y como acompaña ese fin, puede confundirse con él. Pero no es el fin,
sino un adjetivo del fin.
John Stuart Mill intentó apuntalar el utilitarismo de Bentham con una distinción entre
placeres superiores e inferiores, pero sus innovaciones no logran evadir la crítica general.
Hay una cuestión más profunda aún: ¿es posible establecer a través del placer o el dolor de
una acción, la felicidad humana? Ya lo dice un proverbio griego: “Nadie puede ser llamado
feliz hasta que haya muerto”. La felicidad de un hombre se corresponde con el cumplimiento
de un proyecto de vida, de un destino, de un telos. Puede que una acción cause dolor, como
por ejemplo prepararse físicamente para una competencia, pero que más tarde cause la alegría
del triunfo logrado. Ni qué decir si una persona tiene fe en el mensaje cristiano de la vida
después de la muerte. En ese caso la regla para medir la felicidad la brinda el poeta español
Jorge Manrique cuando escribe las coplas por la muerte de su padre:
“Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
más cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar”.
La regla cristiana es el amor a Dios y al prójimo. "El que quiera salvar su vida, la perderá y
el que la pierda, la salvará"
61
Todo indica que el bien humano tiene un criterio superior cual es el intento de lograr la
perfección humana en la medida de la posibilidad de cada uno. El principio es el que
expresara Píndaro: “Llega a ser el que eres” o, si se quiere, “intenta ser el hombre que podrías
ser si realizaras tu naturaleza esencial, tu destino”.
La máxima tiene una profundidad antropológica y una fuerza filosófica suficiente como
para inspirar un tratado entero. Sin embargo, aquí sólo resaltaré su mayor cualidad: establece
un criterio objetivo, pero su aplicación respeta las particularidades de cada ser humano.
Si todos lleváramos una vida buena, no por ello seríamos todos iguales. Por el contrario,
cada uno habría llevado al máximo sus potencialidades innatas y adquiridas que en ningún
caso son idénticas a las de otro. Por supuesto hay un sustrato común, porque la naturaleza
humana es compartida, pero hay también un ideal de autenticidad que respeta la diversidad y
sostiene la tolerancia.
2. El camino de la virtud
Ahora bien: ¿Cuál es el camino para realizarme, para poder llegar a mi perfección? “Llevar
una vida virtuosa” es la respuesta unánime que dan las posturas ubicadas en un tercer estadio,
aunque luego difieran en el contenido del concepto de virtud.
La virtud designa el conjunto de cualidades cuya posesión y práctica ayuda al individuo a
alcanzar la felicidad. En el caso de Aristóteles, para lograr la areté -la virtud para los griegos-
es necesario una inteligencia práctica que a su vez supone un razonamiento práctico con
cuatro elementos esenciales:
a- En primer lugar están los deseos y metas del agente, que son los supuestos
implícitos en su razonamiento. Son supuestos que configuran el contexto necesario
del silogismo práctico.
b- El segundo elemento es la premisa mayor de este silogismo. En ella se describe lo
que es bueno para el agente.
c- Luego viene la premisa menor que busca el contraste entre la premisa mayor y la
situación concreta que enfrenta el agente.
d- Por último la conclusión, que es la acción correcta con que termina razonamiento
práctico.
Al decir de Macintyre, cuando analiza el silogismo práctico aristotélico: desde el punto de
vista aristotélico, la razón no puede ser esclava de las pasiones. La educación de las pasiones
en conformidad con la persecución de lo que la razón teorética identifica como telos y el
razonamiento práctico como la acción correcta que realizar en cada lugar y tiempo
determinado, es el terreno de actividad de la ética.”
62
Respecto de cuáles son en particular esas virtudes, cuál es el catálogo de virtudes
requeridas no podremos decir mucho en este trabajo. Como señala el autor antes citado, no
son iguales las virtudes exaltadas por la épica de Homero, por Aristóteles, por los teólogos
medievales o por los diversos autores modernos. Existen tradiciones que brindan un marco
común a algunos de ellos -como por ejemplo la tradición clásica- pero incluso entre ellas hay
visiones contrapuestas. En los poemas homéricos que reflejan las virtudes de las “sociedades
heroicas” la virtud más importante es, sin duda, el valor, la valentía. Para los filósofos griegos
tal vez sea la justicia. Para los cristianos el amor y la humildad, para Adam Smith tanto las
virtudes benevolentes cuanto las virtudes egoístas...
Sí podemos destacar la necesidad de concebir e interpretar las virtudes de un modo
armónico, de acuerdo con la unidad del ser humano, agente moral, y de la vida humana,
escenario de aquella moralidad.
Algunos autores asimilan la vida humana a una narración y no poca razón tienen. El
hombre es una unidad existencial y no puede ni debe ser fragmentado para su análisis ni para
aplicarle normativas científicas o sociales. Como ya puse de manifiesto éste es un error típico
de la filosofía analítica. Las acciones particulares de los hombres derivan su carácter de
conjuntos más amplios que finalmente encuentran su significado en la vida integral.
Integral en dos sentidos: uno histórico, que vincula el pasado, lo que fui, con el presente y
el futuro, lo que soy y seré; y otro dimensional, por llamar así al todo-hombre del que
hacíamos mención. Es el contexto de las pasiones y de las circunstancias reconocidas en los
elementos del razonamiento práctico. Inclusive es primordial juzgar las intenciones del agente
para saber si su acción es virtuosa.
En este sentido, la unidad de la vida humana se quebranta cuando se realiza una separación
tajante entre el individuo y los papeles que representa. Vuelven a surgir aquí las
contradicciones culturales de la modernidad denunciadas por Daniel Bell.
Las virtudes no deben confundirse con las “habilidades profesionales” que se ponen en
práctica para tener éxito frente a situaciones particulares. Como señala Macintyre, lo que se
suelen llamar virtudes de un buen organizador, de un administrador, de un jugador o de un
corredor de apuestas, son habilidades profesionales, pero no, o no necesariamente, virtudes.
Las virtudes acompañan la unidad de la vida humana, y se manifiestan en todos los órdenes
y papeles. Un hombre no es virtuoso si se conduce con honestidad como padre de familia,
pero en su trabajo justifica su deshonestidad por las exigencias del medio. El miembro de la
mafia italiana que, en el ámbito de su clan, es honorable y cumple estrictamente los
mandamientos religiosos, pero no tiene límites cuando se enfrenta a otro clan, ese hombre
puede ser muy romántico y pintoresco -como Al Paccino en el film “El padrino”- pero no es
un buen hombre.
Como existe esta unidad, subestimada por la modernidad, el hombre debe educarse o,
mejor dicho, ser educado desde su nacimiento en el cultivo de las virtudes y esta es una
educación del carácter.
De más está decir que el agente moral ha de saber lo que está haciendo cuando juzga o
actúa virtuosamente. Debe hacer lo virtuoso porque es virtuoso y la única forma de serlo es
63
habiendo internalizado conscientemente las bondades, pero también los sacrificios, de una
vida virtuosa. Por eso no hablamos aquí de adiestramiento, ni de instrucción. Mucho menos
de influencia subliminal en el sujeto para que internalice las virtudes. El hombre, desde niño
debe ser alentado, de un modo acorde con su dignidad humana, en el ejercicio de la areté.
El requisito de la educación -tomado el término en sentido amplio- es el primer desafío de
la máxima de Píndaro. Para llegar a ser lo que uno es, se necesita primero ser auténticamente
humano. Este requisito, por supuesto, nos viene dado desde el momento de la concepción
aunque hay que decir, la naturaleza humana es un condicionante importante pero no
determinante. Hay que conocerse mucho a uno mismo para saber en dónde puedo superar el
estadio inicial de mi propia naturaleza.
El segundo requisito es la condición en la que hemos venido insistiendo. Necesitamos
adquirir un marco que nos brinde los elementos para luego configurar por nosotros mismos la
propia identidad.
Hemos llegado al punto en que el bien, que se realiza y se alcanza por medio de las
virtudes, exige un marco común. Por supuesto, no sólo por la educación que necesita el ser
humano, sino también por todos los aspectos de su vida presente y futura que son
ininteligibles sin referencia a la sociedad en la que el individuo desarrolla esa vida.
3. El bien común en la teoría liberal
Cuando saltamos a la esfera política, nuevamente encontramos los tres estadios que
aparecieran en la esfera antropológica.
En el primer estadio sabemos ya del liberalismo político, que define el bien común como la
efectiva vigencia y eficacia de un criterio de justicia que asegure la libertad individual y
asegure también los frutos y las consecuencias de esa libertad.
¿Y qué más?, podríamos preguntar. ¿Qué dicen los liberales respecto de la educación, por
ejemplo, o de aquellas otras dimensiones sociales necesarias para el individuo? En general el
liberalismo mantiene la firme convicción de que las fuerzas sociales en libre interacción
producirán los bienes sociales que necesita el individuo. La regla laissez faire, o si se quiere la
mano invisible, no sólo regula naturalmente la dinámica del mercado económico sino también
el “mercado social”.
Por supuesto que hay matices diversos en las distintas corrientes que conforman la
tradición liberal. El llamado libertarismo, liberalismo extremo o también “anarco-capitalismo”
lleva esta convicción hasta sus últimas consecuencias.
El liberalismo social en cambio, preocupado también por la igualdad y no sólo por la
libertad, incluye entre los criterios de justicia ciertos parámetros de cooperación. John Stuart
Mill, pensador “de encrucijada” entre el liberalismo clásico y el socialismo naciente, dedica
varios párrafos de sus obras a subrayar la necesidad de un estado que asegure las condiciones
para que el individuo pueda luego autodesarrollarse.
Pero en la mayoría de los casos leemos párrafos como el de Cragg.
64
“Cualquier intento del Estado liberal por proteger el pluralismo de la sociedad entraría en
colisión con los principios liberales de la justicia. El Estado no tiene derecho a interferir en el
desenvolvimiento del mercado sociocultural, excepto, por supuesto, para asegurar que cada
individuo tenga una porción justa de los medios disponibles necesarios para ejercer sus
capacidades morales. La existencia o desaparición de propósitos sociales de un tipo particular
no es asunto del Estado”.
El mismo Rawls sostiene que “los modos de vida valiosos van a sostenerse por sí mismos
en el mercado cultural, sin necesidad de la ayuda del Estado, porque, en condiciones de
libertad, las personas son capaces de reconocer el valor de los modos de vida, y en
consecuencia, van a apoyarlos”.
Este criterio, suponiendo el caso que fuera correcto, sin embargo sigue sin responder la
pregunta de nuestro ejemplo ¿Qué contenidos tiene la educación? Desde ya un liberal
afirmaría que los contenidos deben ser aquellos que la libre iniciativa privada establezca.
Respecto de la educación pública, deberían formularse conforme un criterio de neutralidad.
He aquí el gran principio liberal para lo público: para resguardar la libertad individual es
necesario un Estado neutral que no se aferre a ninguna teoría particular del bien.
Rawls en un pasaje ilustra cómo la neutralidad afectaría a nuestro ejemplo de la educación.
“Varias sectas religiosas se oponen a la cultura del mundo moderno y desean llevar una
vida en común al margen de las influencias indeseadas de ese mundo. Surge entonces un
problema acerca de la educación de sus hijos y de las exigencias que el Estado puede
hacer. Los liberalismos de Kant y Mill pueden llevar a exigencias destinadas a promover los
valores de autonomía e individualidad como ideales encargados de gobernar la mayor parte
de la vida, si no la vida entera. Pero el liberalismo político tiene propósitos distintos, y
exige mucho menos. Exigiría que la educación de los hijos incluyera cosas tales como el
conocimiento de sus derechos constitucionales y civiles, de modo que, por ejemplo,
llegaran a saber que existe en su sociedad la libertad de conciencia y que la apostasía no es
un crimen legalmente perseguible (...) Además, su educación debería prepararles también
para ser miembros plenamente cooperantes de la sociedad y capacitarles para ser
autosuficientes; también debería estimular en ellos las virtudes políticas generándoles el
deseo de respetar los principios de justicia”.
Las objeciones a realizar son abundantes. La primera es de base y se establece en el mismo
marco de la argumentación liberal. Los liberales quieren defender la capacidad de elegir de los
individuos entre posturas antagónicas. Sin embargo, parecieran tomar dichas posturas -en
palabras de Taylor- “como si las condiciones de una libertad creativa y diversificadora
estuvieran naturalmente dadas”.
Es decir, ¿cómo garantizar que el individuo tendrá verdaderamente opciones significativas
para elegir si ellas son arrasadas por las reglas del “mercado cultural”? Algunos autores
liberales, como es el caso de Ronald Dworkin, llegan a reconocer un deber del Estado de
proteger la estructura sociocultural de la “degradación o debilitamiento”. Esto es, asegurar que
exista una adecuada diversidad de opciones. Sin embargo, estas opciones se verifican en la
sociedad civil, y no en el seno del aparato estatal.
65
La segunda objeción es de fondo. Si el Estado puede desentenderse del bien humano es
porque tal bien no existe. No hay un criterio objetivo para definir la vida buena del hombre y
cualquiera que se estableciese, de seguro, atentaría contra la libertad individual. Las “opciones
significativas” las da el mercado social.
¿Qué ocurre si la mayoría en ese mercado apoya una concepción particular del bien y vota
para que el Estado la imponga a todos los demás? El liberal se desmayaría. “Eso no es
posible” replicaría, “deben respetarse los derechos naturales, los valores de razonabilidad o de
tolerancia”. La masa finalmente preguntaría ¿y por qué vamos a respetarlos? En ese momento
el liberalismo comienza a dar razones de fondo e invocar criterios racionales de por qué son
buenos ciertos valores y por qué son malos otros tantos.
Michael Sandel, en Moral y Liberalismo critica este aspecto de la fundamentación liberal:
“La tolerancia, la libertad y la igualdad son también valores, y difícilmente podríamos
defenderlos mientras afirmamos que ningún valor puede ser defendido. Es, por tanto, un
error defender los valores liberales y al mismo tiempo sostener que todos los valores son
puramente subjetivos. Defender el liberalismo a partir de un punto de vista relativista
equivale a no defenderlo del todo”.
En verdad lo que ocurre es que tras la pretendida neutralidad liberal hay una “doctrina
comprehensiva liberal” -en los términos de Rawls- buscando hacerse con la dirección de lo
político.
Por ello, porque en el fondo su teoría política esta asentada sobre una concepción general
determinada de lo que puede ser el bien político, Rawls se ve obligado a sostener en algún
pasaje escondido:
“Obvio es decir que ni es posible ni es justo permitir que todas las concepciones del bien se
desarrollen (algunas implican la violación de los derechos y las libertades básicas)”.
Paul Ricoeur, en el mismo sentido que Sandel, critica una convicción previa que lleva a
Rawls a proponer una teoría construida “a medida” para justificar aquellas convicciones. “Mi
tesis -sostiene Ricoeur- es que una concepción procesual de la justicia brinda a lo más la
formalización de un sentido de la justicia que no deja de estar presupuesto” En otro pasaje
afirma: “Esta racionalización consiste en un proceso complejo de ajuste entre una convicción
y la teoría”.
¿Cuál es entonces la concepción del bien del liberalismo? Ya lo expusimos en un apartado
pero vale la pena repetirlo y ampliarlo. El bien común, para los liberales y sobre todo para los
liberales sociales que son los que tienen más aceptación en nuestros días, es lograr la
cooperación social en las sociedades democráticas de hoy, sin perder la libertad individual.
El bien político de la justicia como equidad es el resguardo de la libertad individual y
soluciones alternativas a las reclamaciones de desigualdad de condiciones, en un marco
político de respetuosa garantía a la esfera privada como elemento central que subordina y
limita a lo público.
66
Cuando uno lee a Rawls hablar de la cooperación social, podría pensar que intenta superar
los aspectos individualistas que han caracterizado a las posturas liberales con un planteo
sensible hacia lo social. A poco de andar, se avizoran, sin embargo en los detalles de su
conceptualización de la cooperación las mismas bases individualistas que mantenían los
demás autores liberales.
“La idea de la cooperación social requiere una noción de la ventaja racional, o del bien,
para cada participante. Esa idea del bien define lo que cada uno de los miembros
comprometidos con la cooperación -ya sean individuos, familias, asociaciones, o incluso
pueblos enteros estatalmente constituidos- trata de conseguir viendo el esquema cooperativo
desde su propio punto de vista”.
Una vez más surge el individuo como agente previo y autónomo con respecto a la sociedad.
Como si llegaran un conjunto de hombres ya educados y realizados a una isla desierta y
establecieran cómo convivir; cosa que, en realidad, jamás sucede.
No hay espacio político -no hay, al menos, una formulación estructural de dicho espacio-
en la teoría liberal para una convivencia entre individuos que se desenvuelva en un plano
diferente al de las relaciones entre intereses personales. Relaciones que excedan ese plano, no
parecen tener otro destino que quedar confinadas a la esfera privada.
Esta visión resulta antagónica con la existencia de un bien común pleno, vital. En verdad,
lo que se sostiene es un agregado de bienes particulares que “co-operan” en un marco político
de convivencia y de cierta interacción, pero sin aceptar el desafío de armonizarse en la
realización de un verdadero bien común.
No hay posibilidad de un debate franco e institucionalizado entre las diferentes
concepciones del bien en el ágora política y por tanto -en los términos de Macintyre- nos
enfrentamos a una privatización del bien común.
Asistimos a un desplazamiento del sentido y la importancia de ciertas esferas o
dimensiones del hombre. La ética, en el liberalismo, pasa a ocupar el lugar de la política y
pretende independizarse de ella. El problema ético ya no es saber qué es aquello que yo
quiero verdaderamente para mi, o lo que es igual, qué es lo bueno para mi, sino más bien qué
debo hacer en relación con los otros o hasta dónde puedo avanzar en esa relación. De este
modo la ética se vacía de un contenido positivo, por llamarlo de algún modo, y comienza a
configurarse sobre una base negativa.
4. La teoría utilitarista
En un segundo estadio encontramos a los utilitaristas, que reconocen en forma expresa la
importancia de lo común para lograr el bien individual. El utilitarismo, en su formulación más
simple, sostiene que el acto o la política moralmente correcta es aquella que genera la mayor
felicidad entre los miembros de la sociedad.
Este criterio presenta varios atractivos. En primer lugar el fin que los utilitaristas tratan de
promover no está subordinado a “entelequias metafísicas”. No depende de la existencia de
Dios, o del alma, por ejemplo. Ellos sostienen que la búsqueda en la sociedad de la utilidad o
67
el bienestar humano debe llevarse a cabo de manera imparcial y para ello debemos atender a
lo que todo hombre busca: la felicidad.
El otro atractivo es su adecuación con nuestras intuiciones acerca de las diferencias entre el
ámbito de la moral y otros ámbitos. Diferencias que, aunque en mis reflexiones son
subestimadas, en verdad permanecen muy acentuadas en el “inconsciente colectivo”. Es el
pensamiento típico que se traduce en la siguiente máxima: “Es lo que yo pienso, pero no
puedo obligar a que todos piensen como yo”.
El último atractivo, como señala Will Kymlicka, es su “consecuencialismo”. Es decir:
exigen constatar si el acto o la medida política en cuestión generan algún bien identificable o
no. Todo el que realiza alguna condena moral, por ejemplo, debe mostrar a quién se perjudica;
de qué modo la vida de alguien resulta empeorada. De la misma manera, el consecuencialismo
dice que algo es moralmente bueno sólo si mejora la vida de alguien. En este sentido el
utilitarismo no representa un conjunto de reglas sino más bien una prueba para asegurar que
tales reglas sirven a alguna función útil.
Ante tantos atractivos, ¿cuál es la diferencia -y la crítica- entre el utilitarismo y la
concepción que desarrollan estas reflexiones? Fundamentalmente dos: su carácter teórico y su
actitud reduccionista de la naturaleza humana, muy propia de su trasfondo individualista.
Ya desarrollamos esas críticas más arriba. Ahora quiero concentrarme en el carácter
democrático del utilitarismo. Los defensores del utilitarismo establecen un único criterio para
definir el bien común: lo que establezca la mayoría. Es decir: lo que resulte más placentero y
menos doloroso para la mayoría debe ser adoptado como regla del Estado. Recordemos que en
el utilitarismo la satisfacción de cualquier deseo tiene algún valor en sí; valor que deberá
tomarse en cuenta al decidir lo que es correcto. Al calcular el balance mayor de satisfacción
no importa para qué son los deseos.
¿Y si la mayoría se equivoca? Aparece aquí la debilidad del planteamiento roussoniano. El
bien común entra en un peligroso relativismo. Y no digo peligroso porque sí: puede ser el
caldo de cultivo para el nazismo o para otros “excesos políticos” similares.
En el caso de la educación, si todos votáramos para que enseñaran de una buena vez el
modo más efectivo de drogarse a los adolescentes no existiría ningún fundamento para
rechazar la moción. John Stuart Mill que era utilitarista, advirtió esta deficiencia y por eso
quiso incorporar al utilitarismo democrático de Bentham un principio de competencia.
Combinar la democracia con la aristocracia para asegurar una elite -la clerecía- con mejor
criterio para elegir “lo más placentero”. El ideal de Aristóteles en clave utilitarista. Sin
embargo, la incorporación resultó contradictoria con la vocación democrática de un
utilitarismo coherente con sus postulados.
Dejen que subraye la diferencia fundamental entre el utilitarismo y el liberalismo, aunque
es evidente. Los liberales, a pesar de que se esconden tras la neutralidad, defienden según
vimos una escala de valores definida y un concepto de bien común. Los utilitaristas, a su vez
son los grandes defensores del relativismo. El bienestar social depende directa y únicamente
de los niveles de satisfacción e insatisfacción de los individuos.
68
El problema es que liberales, como Rawls por ejemplo, se acercan peligrosamente al
utilitarismo aunque pretenden rechazarlo, y utilitaristas como Mill hacen lo propio con el
pensamiento liberal. ¿Por qué pueden hacerlo? Porque ambas concepciones argumentan sobre
la base del individualismo que es su raíz común.
5. Nuestra visión
Llegamos al tercer estadio que es el que nosotros consideramos prudente. Establecimos un
criterio moral para la vida buena del hombre: “Llega a ser el que eres” y dijimos que la
felicidad estará dada por el intento de desarrollar al máximo las capacidades morales de cada
persona. Fundamentalmente la felicidad es el resultado del éxito de ese desarrollo, no sólo al
final del camino sino también en cada uno de sus pequeños y grandes desafíos.
La necesidad de lo común aparece desde cuatro perspectivas diferentes. La primera fue
señalada. Las potencialidades humanas no son sólo atributos naturales sino también producto
de la motivación social. Es la educación en el más amplio de los sentidos.
Es interesante la crítica que hace Bertrand de Jouvenel, a este respeto, de las teorías
contractualistas
"Las teorías del ‘contrato social’ nos presentan hombres maduros que han olvidado su
niñez. La sociedad no se funda de la misma manera que un club. Cabe preguntarse cómo los
robustos y errantes adultos, descritos en estas teorías podrían imaginar las ventajas de una
futura solidaridad, a menos que hubieran disfrutado de la misma durante su período de
crecimiento; o, también, cómo podrían sentirse ligados por un mero intercambio de
promesas, a menos que hubieran adquirido el concepto de obligación a través de una
existencia en el seno de un grupo".
La segunda perspectiva, sin embargo, es anterior. El mismo hecho de compartir una misma
naturaleza humana nos indica que no es descabellado suponer que nuestra realización tendrá
más de un punto en común. Es cierto que somos todos diferentes, ¡pero no es menos cierto
que somos todos tan parecidos! Este basamento común legitima la experiencia milenaria del
hombre y, en cierta medida, nos ahorra mucho tiempo al desechar caminos de realización,
transitados ya sin mayor éxito. También nos confirma otros caminos, otras prácticas y otras
tradiciones. En verdad, es tan intensa y tan importante esa herencia común, que resulta
imposible concebir la realización personal sin ese sustrato.
Esta perspectiva nos acerca, también, a la naturaleza animal y vegetal e incluso a la
naturaleza cósmica en sus infinitas expresiones. La experiencia acumulada en nuestros
“hermanos” -para imitar a San Francisco- no es una enseñanza menor. Una de sus principales
lecciones es, sin duda, la armonía de lo particular con respecto al todo.
Una tercera perspectiva se acuña a la sombra de lo dicho. Desde nuestra naturaleza
descubrimos que es imposible ser felices solos, porque la felicidad es felicidad con otros y,
sobre todo, por otros. La mayoría sino todas las potencialidades a las que hicimos referencia
necesitan un alter ego para poder desarrollarlas o compartirlas o incluso para guardarlas con
timidez en lo más profundo de nuestra alma.
69
Sería un error cerrar la percepción de lo común a nuestro estricto marco familiar; un error
muy usual en las concepciones individualistas. En primer lugar porque la estabilidad y la
felicidad de la familia depende de la comunidad, aunque sea ella su núcleo central. Para
decirlo de algún modo: nuestra familia necesita de muchas otras familias para ser feliz y todas
necesitan de un marco común. Un ejemplo elemental puede ilustrar el comentario: los padres
pueden ser excelentes, pueden querer a sus hijos del modo más apropiado; sin embargo, los
hijos no podrán realizarse en forma integral sin el marco de sus amigos y, en general, de un
entorno cuyas condiciones promuevan la realización.
La cuarta perspectiva señala, como corolario de las anteriores, un destino común. Eso no
significa que al final todos seremos “cortados con la misma tijera”, sino más bien, que al final,
en un estado ideal, nuestra realización personal se conjugará armónicamente con el conjunto.
La clave para semejante desafío, no es establecer una “largada” y esperar que al final lleguen
todos al mismo encuentro sin importar por cuál camino. Más bien, la clave es aceptar un
proyecto común y tender hacia él mediante un sentido común.
El sentido común es la capacidad de juzgar nuestras acciones y la de los demás y dirigir
también nuestra vida conforme el fin que nos hemos propuesto como comunidad. Aquel norte
establecido como el sumo bien común ilumina nuestra perspectiva particular y nos permite
adecuarnos o incluso rebelarnos.
Llegamos así a una tesis fuerte: el bien individual no es posible en plenitud sin el bien
común. Ahora bien: el bien individual ¿se identifica con el bien común? Por supuesto que no,
sólo es su condición, pero dependerá de cada uno llegar a ser quién puede ser. Más aún, la
libertad no es posible en plenitud sin el bien común.
6. El bien común necesita de la política
Muy por el contrario de lo que pudiera parecer, el sentido común no es un atributo natural
del ser humano. Es necesario poner aquí algunos matices importantes.
El ser humano por el solo hecho de serlo posee un sentido común que le permite adherir al
proyecto común del hombre y de la humanidad. Que en general, y ante circunstancias
semejantes, a todos nos parezca mal matar a otro ser humano -por ejemplo- responde a este
sentido. Tal vez responda a alguna inclinación innata o, si se quiere, a una moralidad impresa
en nuestra alma.
Sin embargo, este sentido no alcanza para iluminar los demás estadios: el estadio cultural
que hace mención a las particularidades de la comunidad donde nos hemos desarrollado (y a la
que respondemos) y el estadio que configura mi propia conciencia y mi propia idiosincrasia.
Ninguno de ellos puede ser orientado por aquel básico sentido de auto-pertenencia a la
humanidad.
Este es el ideal liberal: los hombres dejados a su libre arbitrio finalmente construyen el
proyecto común por una capacidad innata que metafóricamente se la denomina “mano
invisible” o “espectador imparcial” (o, como Rawls, “sentido de justicia” o “razonabilidad”).
70
Nuestra tesis, para ser consistente con la anterior, afirma la necesidad de una conformación
política del proyecto común -del bien común-. El sentido común es una cualidad de nuestro
carácter, que debe ser aprendida y ejercitada en un ámbito social configurado por un proyecto
político.
Ni siquiera los proyectos comunitarios escapan a la necesidad de lo político. En este
sentido, disentimos con aquellos autores que justifican la comunidad en una voluntad natural
o inconsciente, como luego veremos. El bien común, que se forja mediante las acciones de
sentido común de las personas, supone y exige una estructura política y un proyecto político.
Tomemos un ejemplo, demasiado abstracto y elemental, pero muy ilustrativo. Una
comunidad de personas cruzan el desierto en busca de una tierra con abundante agua. Desde
ya, el movimiento supone un líder que -no importa la organización política- dirige el grupo.
En un lugar descubren un pequeño hilo de agua y se instalan para descansar. El comerciante
de la comunidad considera suficiente el agua que hay para él y su familia y se decide a
establecer allí un gran bazar para vender vasos y baldes a la orilla del arroyuelo. La maestra
también se siente satisfecha y comienza a enseñar a sus pequeños que esa es la tierra
prometida. Incluso un grupo grande de personas se organiza luego para que los precios del
comerciante sean controlados en atención al bien común. El líder sin embargo, sale a la
palestra y les recrimina su falta de sentido común: “Hemos acordado llegar a una tierra donde
haya agua para todos y esta agua no cumple esa condición. El proyecto político nos obliga a
seguir nuestra peregrinación...”
7. ¿Cómo procura el Estado el bien común?
Ha llegado el momento de enfrentarse al gran desafío que dejáramos establecido al final del
capítulo anterior. ¿Cómo asegurar el bien común sin afectar la libertad individual
conquistada? Ese no será el único interrogante. Las sociedades contemporáneas ya no sólo
piden “libertad” sino también “igualdad”, y más aún, piden “comunidad” o “fraternidad” o
“solidaridad”, o como queramos llamarle.
Frente a solicitudes tan diversas las ofertas son igual de diversas y antitéticas. En efecto, la
libertad y la igualdad, ni que hablar de la fraternidad, parecen conceptos contrapuestos:
asegurar el primero significa condicionar el segundo o viceversa. En ambos casos el escenario
individualista rechaza propuestas fraternales.
En los extremos de la lucha entre libertad e igualdad podemos encontrar a los liberales
inflexibles, que parecen no advertir, le hablan a un mundo profundamente democrático. Un
mundo que ha vivido durante 30 o 40 años el Estado de Bienestar, y que además tiene muy
fresca en la memoria los abusos de la época liberal. Estos pensadores, paradójicamente, sin ser
populares, parecieran estar dominando el ámbito de las decisiones políticas contemporáneas
de países democráticos como Argentina u otros.
Nozick y Milton Friedman entre otros liberales extremos consideran que el único régimen
socioeconómico admisible en la actualidad es el anarcocapitalismo: un régimen de mercado en
el que cualquier institución pública queda abolida y el reino de la libertad individual se realiza
por su cuenta.
71
Estas posturas suponen, a diferencia de la de Rawls o la de Dworkin, una vuelta a
posiciones extremadamente conservadoras, pero con una novedad: renuncian a la tarea de
asegurar la libertad en el marco de una sociedad políticamente constituida porque creen que
ese proyecto es imposible. Ningún liberal se había animado a tanto. Para ellos, el concepto de
Estado desaparece y asume su investidura una especie de empresa de bienes y servicios cuya
única misión es velar por la protección de los derechos individuales.
La conclusión de la teoría de los derechos de Nozick es la de que “un Estado mínimo,
limitado a las estrictas funciones de protección contra la violencia, el robo y el fraude, de
cumplimiento de contratos, etc, se justifica. Cualquier Estado más amplio violaría el derecho
de las personas de no ser obligadas a hacer ciertas cosas y, por tanto, no se justifica”. La
propuesta de Friedman es similar: sustituir el poder del Estado por el de los empresarios y la
libre empresa y convertir las relaciones sociales en relaciones económicas. Este
neocapitalismo extremo es para los autores el único modo de asegurar la libertad.
Podemos repasar ideas como las de Hayek que se queja de “la confusión entre libertad
como poder con libertad en su significado original”, que “inevitablemente conduce a la
identificación de libertad con riqueza”. “Si soy o no mi propio maestro y puedo seguir mis
propias elecciones, y si las posibilidades de entre las que puedo elegir son muchas o pocas,
son dos cuestiones completamente diferentes”. “Incluso si la amenaza de inanición para mí y
quizás para mi familia me fuerza a aceptar un trabajo desagradable a un salario muy bajo,
incluso si estoy ‘a merced’ del único hombre que quiere emplearme, no estoy coaccionado por
él ni por ningún otro, ni por consiguiente soy no libre puesto que la libertad no es sino estar
libre de coacción”
En el otro extremo están los socialistas y socialdemócratas, que aún no se recuperan del
fracaso del modelo de bienestar y siguen propugnando los viejos modelos keynesianos, desde
el árido llano -para colmo- del individualismo relativista. La crítica más frecuente de estas
posturas “de izquierda” a la justicia liberal recrimina que ésta acepta una igualdad formal
entendida como igualdad de derechos civiles y políticos, mientras que desatiende las
desigualdades materiales al no ocuparse de promover un igual acceso a los recursos. Sin
embargo, su maltrato al valor excelso de la libertad les ha costado caro.
Existen algunos intentos interesantes por adecuar la fórmula socialista, pero son proyectos
incipientes. Un intento meritorio es el del filosofo belga Philippe Van Parijs, Libertad real
para todos. El gran ensayo es el del pensador Anthony Giddens en su libro "La Tercera Vía":
"La social democracia puede no sólo sobrevivir, sino prosperar, tanto a nivel ideológico
como práctico. Sin embargo, sólo podrá hacerlo si los socialdemócratas están dispuestos a
revisar opiniones anteriores más concienzudamente de lo que la mayoría ha hecho hasta
ahora. Necesitan encontrar una tercera vía". Sin embargo, la tercera vía todavía sufre un
proceso de examen riguroso sobre todo por parte de los intelectuales europeos”.
Habría que mencionar también, para completar el marco descriptivo al pensamiento típico
de los llamados dirigentes de base: sacerdotes parroquiales, agentes comunitarios y gente
buena comprometida con las realidades sociales más dramáticas.
72
Son estas personas las que profesan de buena fe un Estado dirigido por el valor supremo de
la fraternidad, aunque sin mayores explicaciones sobre el modo de conciliar este anhelo con la
necesidad de equilibrar las variables macroeconómicas o respetar las tendencias de mercado.
Hay que decirlo: el idealismo de estas posturas es tan utópico que, en algunos casos, se vuelve
temerario.
8. ¿Existe una fórmula para el bien común?
La fórmula en donde se conjugan adecuadamente los valores de libertad, igualdad y
fraternidad es la fórmula del bien común. Pero esta fórmula no se establece con un principio
rector que baja como un silogismo de las reglas que contienen cada uno de esos valores. Por el
contrario es una construcción que surge de la realidad. Una realidad aprehendida “a la luz de
esos valores” hasta el punto de alcanzar la fórmula de bienestar. Pero luego esa fórmula
retroalimenta aquellas reglas, supera incluso el marco establecido para esos valores y
condiciona la realidad futura.
Aunque los herederos de la Ilustración se pongan nerviosos, he de decir que la salida al
enfrentamiento entre estos supuestos valores antitéticos es permitir una interacción entre ellos,
y a su vez una interacción de ellos con la realidad y viceversa. Propugnamos, en definitiva, un
método relacional para lo político, similar al método dialéctico en algunos aspectos, pero con
matices diferentes.
El método relacional o si se quiere interactivo, está fundado sobre un presupuesto esencial:
la política como “arte de lo posible”.
Recordemos lo apuntado. El Estado y fundamentalmente la política es ante todo
contingencia, devenir, infinitos problemas y problemas infinitos que exigen prudencia en la
acción política. El grave problema de muchos de los pensadores políticos modernos es que no
asumieron en plenitud la íntima relación entre la política y la contingencia o, lo que es igual,
la historia. Creyeron poder racionalizar sus estructuras, cubrirlo de normativas y de
mecanismos burocráticos, limitarlo con una lista de derechos y obligaciones, balancearlo. Pero
la actividad estatal excederá siempre todos nuestros planes. Porque es la vida misma de la
polis, de la comunidad, y como tal, es un torbellino de contingencias a resolver sobre la
marcha.
Cuando trabajé en el Poder Judicial de la Provincia de Córdoba, y siendo un Juzgado Civil
y Comercial, advertí cómo la realidad podía superar ampliamente y hasta poner en jaque, una
normativa legal que creía haber resuelto todos los detalles.
Gobernadores, jueces y legisladores saben bien de lo que estoy hablando, y los ciudadanos,
aunque nos llene de miedo reconocerlo y nos de la sensación que se escapará de nuestras
manos ese monstruo totalitario y corrupto, debemos asumirlo como una verdad: el Estado no
es estructura, o al menos, no es sólo estructura; es dinámica y es contingencia.
No quiero liberar al monstruo del “corset constitucional” que tanto nos costó ponerle pero
no podemos vivir en una ficción que termina por perjudicarnos. El constitucionalismo liberal,
y el Estado burocrático pueden limitar al poder pero, en no pocos casos, su legalidad es
inversamente proporcional a su eficacia.
73
En este sentido, seguridad jurídica no es sinónimo de bien común, aunque sí puede ser uno
de sus presupuestos. Lo será en la medida en que las normas (que deben asegurarse) sean
adecuadas y sean justas. En la justicia y la adecuación influirán infinidad de matices entre los
cuales podemos señalar las características propias de la comunidad donde van a aplicarse, la
capacidad de la estructura, etc.
La buena política que hace posible el bien común, entonces, es un hacer, un coordinar
posibilidades de manera prudente. Es un hacer aquí y ahora.
9. ¿Cómo decidir y cómo construir el bien común?
Un pensador comunitarista tiene mucho que aportar en este sentido. Me refiero a Michael
Walzer y su libro Las esferas de la justicia. Walzer, a diferencia de Sandel o Macintyre, que
hemos venido siguiendo en nuestras reflexiones, no está interesado en la crítica del concepto
rawlsiano de persona, ni tampoco en hacer una interpretación histórico-crítica de la cultura
occidental. Su visión se centra más bien en la cuestión de cuál es la metodología apropiada
para abordar los problemas de la teoría política.
La esencia de la argumentación de Walzer se resume en uno de sus párrafos:
“...bienes sociales diferentes han de distribuirse por motivos diferentes, de acuerdo con
procedimientos diferentes, y todas esas diferencias derivan de las diferentes formas de
entender los propios bienes sociales, que son el fruto inevitable del particularismo histórico
y cultural”.
Las ideas de este pensador inspiran, por un lado, un sensato “volver a la comunidad”, es
decir, se esfuerza por demostrar que las cuestiones de bien común siempre surgen dentro de
una comunidad política determinada.
Cada comunidad crea sus propios bienes sociales, y su significado depende de la manera en
que son concebidos por los miembros de esa sociedad en particular. Por el otro lado, hay una
diferenciación de esferas en donde los bienes parecieran demostrar criterios íncitos a su
misma esencia; criterios que no siempre pueden ser unificados en un principio general. El
significado de cada bien social, para decirlo de otro modo, determina su criterio de
distribución justa.
Un ejemplo: el bien común en lo que hace a los salarios ordena establecer un criterio que se
adecue a la idea de mérito: premios y castigos. Sin embargo, no es posible utilizar ese mismo
criterio para la educación o para la salud pública. Allí habrá que poner mayor énfasis en los
educandos con problemas y en los enfermos graves aunque su enfermedad se haya producido
por imprudencia.
No es mi intención alinearme completamente tras el pensador Walter, porque entre sus
reflexiones hay ideas y razonamientos que considero errados. Sin embargo, él nos brinda una
pista sobre el modo en que debemos decidir y construir el bien común.
Es necesario admitir que el bien común se decide en cada circunstancia específica en que lo
público se actualiza. Con todas esas situaciones concretas es posible ensayar una clasificación
74
y establecer ciertos “criterios”, pero siempre debemos tener presente que son sólo pautas
potencialmente modificables por la particularidad y la contingencia.
10. Los tres niveles de análisis del Bien común
Con estas salvedades podemos diferenciar tres niveles de bien común y a la vez, lo que es
el bien común como concepto sustantivo, de los bienes particulares que se presentan como
comunes.
Hay un primer nivel o dimensión en el que se identifican el bien de cada individuo con el
bien general, porque hay un sustrato natural básico que es común a todas las personas. Un
segundo estadio es teleológico: se configura como el objetivo a alcanzar en el ámbito de lo
común, y en muchas ocasiones puede significar una limitación del supuesto bien particular.
Por último, un estadio superior, que supone a los otros dos, en el que el bien común se termina
identificando con la agregación de los bienes particulares.
A su vez, en cada uno de estos estadios, se presentan para la valoración general, una serie
de bienes particulares que, a pesar de tener un valor objetivo y constitutivo, se gradúan en
cuanto a su importancia relativa para la comunidad. Para no confundir estos bienes con los
individuales los llamaremos bienes primarios o bienes sociales. La clasificación parece sutil y
compleja pero tiene importantes consecuencias.
El primer estadio descrito es sustantivo. Es el criterio que define si hay gobierno o, por el
contrario una anarquía, según cumpla con lo que hay que hacer para alcanzar ese bien común.
Si en la comunidad que gobierna, la gente se muere de hambre, en sentido literal, algo está
haciendo mal, porque proteger la vida de los ciudadanos es parte de su deber esencial. Otro
tanto si no hay suficiente seguridad para las personas o garantías que al salir de su casa no le
pegarán un tiro para robarle un reloj.
Se incluyen aquí como podemos ver, las funciones básicas del Estado repetidas hasta el
cansancio: seguridad, justicia y agrego un nivel de supervivencia mínimo que le permita a
todos los ciudadanos no morirse de hambre o de enfermedad, entre otras. Se corresponde este
nivel con el criterio de naturaleza que definía lo político junto a los demás criterios.
Entran a jugar en el primer nivel los bienes primarios como se ha dicho, en su importancia
relativa. La libertad es esencial para un hombre y para la comunidad. Pero si hay un ataque
masivo de otro Estado sobre la población, habrá que restringir y tal vez anular la libertad en la
emergencia, porque se estará atendiendo a otro bien superior en ese momento como puede ser
la vida de la población.
Ahora si, por ejemplo, mucha gente se muere de hambre y se pensara en expropiar las
propiedades sobrantes de algunos para poder resolver la crítica situación, habría que analizar
si eso no terminaría produciendo un caos tal que degenerara luego en una hambruna general.
Si tal desorden no sucediera, cosa que dudo y más en estos días de economías globalizadas en
que los flujos financieros se trasladan en cuanto ven sus capitales en riesgo, podría justificarse
una decisión así de extrema en una crisis de tal envergadura.
Los fines que se discuten en este nivel son básicos y por tanto esenciales: la supervivencia
de todos los miembros de la población. Incluso deberíamos agregar “de la población presente”
75
puesto que, en este nivel, un criterio de jerarquización ante la emergencia, obliga a preferir el
bienestar presente al afianzamiento del bienestar futuro.
Aquí rige como regla inamovible el principio de la igualdad de resultado: todos deben vivir
y sobrevivir. El que quiera dar la vida por la comunidad debe hacerlo por elección y no por
culpa de un “destino injusto”.
La complejidad del tópico, hace que exceda las posibilidades del trabajo. Hay en el
trasfondo del primer estadio, un principio categórico que se fija en la dignidad humana, que es
el criterio que ordena los bienes particulares en su gradación y su importancia relativa.
Nadie puede morir de hambre, ni por falta de atención. No importa si es pobre, malo o
bueno. Tampoco puede ser asesinado y, en esa línea, violado o golpeado: todas estas son
prioridades categóricas que no pueden ser subordinadas a otros tópicos: no es posible argüir
que no se atiende a la mujer violada porque los fondos se están dedicando por ejemplo a
educar a las generaciones futuras para que no violen más. Aquí el bien superior es la
supervivencia y la integridad física en el presente inmediato y sin ningún matiz que lo
relativice.
El bien común en este estadio es constitutivo a lo político, y no admite matices. Si al
analizar una política se advierte que podrán morir o sufrir un detrimento real en la satisfacción
de las necesidades básicas que estrictamente sustentan su supervivencia, una persona o un
grupo, jamás puede justificarse tal atropello comparando con la mayor cantidad de personas
que vivirán mejor o recibirán educación por ejemplo. En este nivel la relación es casi
personal: el estado con cada uno de los ciudadanos. Más adelante veremos algunos casos para
examinar la aplicación concreta de estas ideas.
El segundo estadio se puede decir que es sustantivo en cuanto telos, pero en el “tránsito-
hacia”, adjetiva las acciones políticas: este es un “buen” gobierno, este es un “mal” gobierno.
El fin es aquel que apuntaba el papa Juan XXIII: generar el conjunto de condiciones sociales
que permiten a los ciudadanos el desarrollo consciente y pleno de su propia perfección.
Para lograr los postulados de este segundo nivel es necesario una deliberación en el ámbito
de la comunidad para plantear las prioridades. Un debate de fines y de medios, que debe
cuidar de ser prudente para ser integral.
Marcar prioridades no quiere decir dejar fuera tópicos importantes aunque no prioritarios.
El ejemplo que voy a dar es tal vez el más tonto, pero ilustrativo: mantener limpias las
estatuas de los héroes nacionales, en el marco de la crisis que viven nuestros países
seguramente no aparecerá ni siquiera en la lista de tópicos a discutir. Pero debe estar presente
como un tópico que interesa a la comunidad y que, aún latente, puede servir de hito para
alguna acción que la iniciativa privada o mixta pueda desarrollar.
En este nivel, el criterio fundamental es la igualdad de oportunidades como mínimo, sin
que ello signifique dejar fuera la fraternidad cuyo alcance es infinito. Aunque no lo haya
explicado todavía, anticipo que en este estadio se ubica el “ámbito de la posibilidad”;
concepto central en la teoría que el presente trabajo se propone construir.
76
El tercer estadio queda reservado a los individuos, aunque sea de interés de toda la
comunidad que cada uno pueda realizarse como es debido. Aquí sí vale la regla: que todos
puedan hacer lo que deseen sin que nadie los moleste. El criterio fundamental es la libertad y
en su sentido negativo, si es que algún individuo pretende llevarla a tal extremo. Hay que
aclarar que este estadio tiene sus bienes particulares propios y no es residual de lo que no entre
en los demás estadios. Tiene un valor ínsito y por tal debe ser respetado como si fuera un
“objeto de porcelana”.
¿Qué papel juegan los bienes primarios en estos tres niveles? Cada comunidad crea sus
propios bienes sociales, y su significado depende de la manera en que son concebidos por los
miembros de esa sociedad en particular. En el primer nivel, según lo dicho, los bienes son
idénticos para todos los seres humanos: vivir, alimentarse, crecer, ser querido, ser libre, etc.
En el segundo nivel esos bienes se vuelven complejos puesto que se actualizan en la forma de
ser y de vivir de una comunidad en un tiempo determinado. Es, por ejemplo, una libertad
respecto de situaciones o personajes que en ese tiempo atentan contra ella.
Los bienes sociales no deben identificarse con los bienes individuales queridos por todos o
por la mayoría. En el catálogo se incluyen en forma prioritaria los bienes estrictamente
sociales, es decir aquellos que hacen al sostén del orden social. Un ejemplo paradigmático son
las “cargas públicas” que atentan muchas veces contra los deseos del indicado para cumplirla
pero sostienen un bien social como puede ser la imparcialidad en un juicio, la transparencia en
una votación, etc. Luego se incorporan los bienes individuales que son comunes y que son
aceptados por la comunidad política como atendibles.
¿Qué respuesta tendrían los homosexuales al intentar incluir en la lista el bien primario de
la tolerancia en una sociedad conservadora? Pareciéramos estar cayendo en “la trampa de la
mayoría” que criticáramos en su momento. Es un error que la selección de bienes surja de la
suma de la opinión individual de votantes que deliberan y deciden en su fuero íntimo. La
deliberación debe ser hecha como comunidad y no simplemente como agregación de personas.
Esa será la clave para evitar el utilitarismo, como veremos más adelante.
La segunda advertencia es prevenir un error frecuente: la suma de los bienes individuales
no configura el bien común. Por el contrario el bien común es el plafón de discusión de los
bienes sociales y al final, se nutrirá de su efectiva realización -la realización de los bienes
sociales- no en forma independiente sino en forma sistémica. Un ejemplo: la deliberación
realizada en el marco de una revolución que acaba de ahorcar a todos los intelectuales de la
comunidad, de seguro no arrojará como resultado el bien común por más que se cumplan
todos los parámetros exigidos y la lista de los nuevos bienes sea justa. Lo que empieza mal no
puede luego convertirse en bien. Al menos será necesaria una asunción de la maldad
realizada...
Esta clasificación, muy contrario a lo que pudiera parecer, no esconde justificaciones de
posturas anticuadas. Sería un error deducir que en el primero y en el segundo nivel de bien
común, la libertad es avasallada por la igualdad o que en el tercero el individualismo ha
encontrado resguardo. Los tres niveles interactúan hasta alcanzar la “política prudente”. La
respuesta, aunque es correcta, tal vez no satisfaga a nadie -menos a los homosexuales- y por
eso deberemos enfrentar nuestro esquema con los reclamos por libertad e igualdad.
77
11. El bien común ante la igualdad
Desde ya hay que decir que nuestro criterio de bien común, que permite a las personas
llegar a ser lo que son o si se quiere lo que pueden ser, esconde un principio de igualdad más
que acertado. Su mayor cualidad es que no obliga a todos a una igualdad de resultados, sino
fundamentalmente a una igualdad de condiciones o de oportunidades.
En este sentido, compartimos criterio con John Stuart Mill aunque sus fundamentos sean
utilitaristas y los nuestros comunitaristas.
“Personas diferentes requieren también diferentes condiciones para su desenvolvimiento
espiritual; y no pueden vivir saludablemente en las mismas condiciones morales (...) Las
mismas cosas que ayudan a una persona en el cultivo de su naturaleza superior son
obstáculos para otra. La misma manera de vivir excita a uno saludablemente, poniendo en el
mejor orden todas sus facultades de acción y goce, mientras para otro es una carga
abrumadora que suspende o aniquila toda la vida interior. Son tales las diferencias entre
seres humanos en sus placeres y dolores, y en la manera de sentir la acción de las diferentes
influencias físicas y morales, que si no existe una diversidad correspondiente en sus modos
de vivir ni pueden obtener toda su parte en la felicidad ni llegar a la altura mental, moral y
estética de que su naturaleza es capaz”
Sin embargo, hay que ser prudentes antes de generalizar. En el primer nivel ya hemos dicho
que se establece una igualdad de resultado. El Estado debe garantizar un marco de igualdad
real respecto de las condiciones vitales que son absolutamente necesarias para su existencia e
integridad. Como los valores en este estadio son la supervivencia, la libertad con respecto a la
violencia física y moral, y demás bienes esenciales, lo público no puede darse el lujo de
realizar o si quiera aceptar diferencias.
En el segundo nivel de bien común la igualdad es de oportunidades o de resultado según
una decisión de la comunidad. Aunque nos llene de temor supeditar bienes como la propiedad
privada, la educación pública o la libertad a la decisión política debemos asumir que es así.
Esta asunción igualmente no tendría por qué darnos mayores sorpresas, si se cumplen las
condiciones para una correcta deliberación pública y se permiten espacios de posibilidad,
según los parámetros que luego describiremos. Al menos no nos sorprenderá en el marco de
nuestra cultura, que ha asumido a la propiedad privada, por ejemplo, como un derecho natural.
Si solicitáramos un día la nacionalidad de un país dominado por alguna tribu de extrañas
tradiciones allí sí podría ser justificado nuestro temor.
¿Podrá la asamblea pública en correcta deliberación cercenar la propiedad privada de las
personas? La formulación de la pregunta exhibe todo el peso de la cultura individualista. Para
disipar dudas diremos que no. El sólo hecho de hablar de “cercenamiento” está probando que
la cultura y la escala de valores de esa comunidad no concordará con la nueva decisión. Si la
asamblea decidiera compartir lo que cada individuo tiene debería ser porque las prácticas y las
tradiciones así han configurado el sentir de esa comunidad. Con esto quiero significar que los
criterios y los niveles de bien común funcionan en un plano más profundo que la simple
deliberación política contingente.
78
Pero ¿qué es primero?: ¿Los criterios políticos de bien común o la cultura política? A decir
verdad, la fórmula óptima es una interacción entre la decisión política que promueve el
desarrollo de la cultura y esa cultura que se legitima por la experiencia y el bien común que
haya generado. La interacción es el “poder ser” al que hacíamos mención en el primer
capítulo. Es el método relacional al que adherimos.
Una consecuencia de lo dicho es que nuestro criterio no legitima el status quo, aunque
tampoco da rienda suelta para los cambios bruscos y repentinos.
Dos sectores pueden poner el grito en el cielo al ver afectados sus intereses por el criterio
propuesto. El primero es el de los propietarios y en general miembros pudientes de la sociedad
que verán en él una amenaza de estabilidad de sus derechos y posesiones. A ellos les diría en
un hipotético diálogo: será vuestra responsabilidad que la fórmula política que los “ampara”
genere el suficiente bien común, como para que no se produzca un malestar en la comunidad.
El segundo es el de los desposeídos que tal vez se sientan defraudados con un criterio tan
tibio y tan lejano a reformas radicales y revoluciones. Con respecto a ellos ya expresé mi
sensibilidad, pero eso no debe empujarnos a adoptar criterios políticos desacertados, que en el
mediano y largo plazo signifique la ruina de todo el proyecto político común. “Es fácil decirlo
para las personas que sí poseen educación, salud, propiedad privada y demás” dirán ellos, pero
sólo habrá una respuesta: “la revolución no los beneficiará ni a ellos ni a nadie”.
Nos queda el último nivel en el cual no puede haber coacción por parte del Estado hacia el
individuo. Eso no impide que también, en este nivel, se establezcan “ámbitos de posibilidad”.
Sé que -con los anteriores párrafos- no respondo todos los interrogantes que pueden
plantearse en lo que hace a la igualdad, pero considero que, por ahora, es suficiente para
continuar el desarrollo.
12. El bien común ante la libertad
En este apartado deberíamos copiar en forma textual el célebre ensayo de Isaiah Berlin:
“Dos conceptos de libertad”, o citar a Benjamin Constant o al mismo John Stuart Mill. Todos
ellos fueron defensores a ultranza de la libertad individual y rechazaron cualquier propuesta
que impida hacer a los hombres lo que les place, sin que nadie pueda interferir. Con ellos
como jurado examinaremos nuestra teoría.
Berlin establece una distinción entre libertad en su sentido negativo y en un sentido
positivo. El primero responde a la pregunta ¿cuál es el ámbito en que al sujeto -una persona o
un grupo de personas- se le deja o se le debe dejar hacer o ser lo que es capaz de hacer o ser,
sin que en ello interfieran otras personas? El segundo sentido, en cambio hace referencia al
siguiente interrogante: ¿Qué o quién es la causa de control o interferencia que puede
determinar que alguien haga o sea una cosa u otra?
Según el autor, la libertad “negativa” se realiza en la medida en que ningún hombre ni
ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad. Si interfieren en forma ilegitima estaré
coaccionado o seré un oprimido, que no es lo mismo que estar incapacitado por la naturaleza o
por las circunstancias. Es decir: no soy libre si alguien mi impide hacer algo, pero sí lo soy,
según esta formulación, si se me permite llegar a la luna aunque de hecho no lo pueda hacer.
79
Esta es la idea de libertad que ha sido concebida por los pensadores liberales del mundo
moderno y en general por todos los autores que forjaron el individualismo moderno. Hobbes
es preciso en su definición radical: “Un hombre libre es aquel que no tiene ningún
impedimento para hacer lo que quiere hacer”. Tanto él como Locke, Mill, Constant o
Tocqueville defienden un cierto ámbito de libertad personal que no puede ser violado bajo
ningún concepto. Pueden diferir en la dimensión de ese ámbito pero el concepto es el mismo.
Según Mill:
“Todos los errores que probablemente puede cometer un hombre contra los buenos consejos
y advertencias están sobrepasados, con mucho, por el mal que representa permitir a otros
que le reduzcan a lo que ellos creen que es lo bueno”.
¿Qué es lo que hace tan sagrada la protección de la libertad individual? Berlin resume los
argumentos en un párrafo:
“La defensa de la libertad consiste en el fin “negativo” de prevenir la interferencia de los
demás. Amenazar a un hombre con perseguirle, a menos que se someta a una vida en la que
él no elige sus fines, y cerrarle todas las puertas menos una -y no importa lo que sea el
futuro que ésta va a hacer posible, ni los buenos que sean los motivos que rigen a los que
dirigen esto- es pecar contra la verdad de que él es un hombre y un ser que tiene una vida
que ha de vivir por su cuenta”.
Hay, en la fundamentación última de esta defensa, un petito principii que se sustenta en la
dignidad humana. El valor que la libertad tiene en el marco de esa dignidad es verdaderamente
incuestionable.
¿Por qué decimos entonces que es ésta una visión típicamente individualista?
Fundamentalmente por dos razones. En primer lugar porque olvida que el contenido de
nuestras decisiones viene configurado por las opciones significativas que existan en la
comunidad en la que se ha desarrollado mi personalidad. ¿Por qué en esa y no en otra? Porque
sólo en esa tendré aquellos “criterios comunes” que me permitan reconocer las opciones como
tales; aunque sea para aceptarlas o para rechazarlas (y configurar mi “yo” en rebeldía).
“Hacer lo que uno quiera” siempre tiene como marco lo que en general quieren o no
quieren las personas con las que convivo en comunidad. Un ejemplo: si salgo a viva voz a
gritar a la calle que he decidido liberarme de la influencia de la poesía hindú y su posible
incidencia en las personas, nadie dará un peso por mi “liberación”, ni siquiera yo.
Hay otra razón que se deriva de lo anterior y, aunque no es definitoria, es sugestiva. En
general las opresiones más importantes, de las cuales pretendemos liberarnos, tienen una clara
raíz social, es decir afectan a muchos miembros de la comunidad y eso es lo que legitima la
lucha por la libertad. Sin embargo, los defensores de la libertad en sentido “negativo”
diferencian claramente la libertad individual de la libertad del conjunto de los ciudadanos, o si
se quiere, de la “libertad pública”.
La visión individualista de la libertad no es incompatible, por ejemplo, con ciertos tipos de
autocracia. Como una democracia, de hecho, puede privar al ciudadano individual de muchas
80
libertades que pudiera tener en otro tipo de sociedad, los liberales no renegarían en tal
circunstancia de un déspota liberal que permita a sus súbditos una gran medida de libertad
personal. La libertad, según la visión individualista, no tiene conexión en este sentido por lo
menos lógicamente con la democracia o el autogobierno.
De esta forma hemos despejado una argumentación contradictoria. Ser libre de las
interferencias externas, especialmente de aquellas que provienen del Estado, exige un
presupuesto previo: que alguien me haya dicho o enseñado qué puedo hacer con esa libertad
sin interferencias. “Cómo es eso de ser libre”, porque sino será una facultad potencialmente
valiosa pero inexplotada en todas sus bondades. No es sólo en el pasado o en la niñez que
necesitaremos de ese marco de referencia. Como hemos dicho, es una necesidad en todos los
momentos del desarrollo de nuestras vidas.
Por el otro lado, la libertad personal es muy pobre si no está encuadrada en un marco de
libertad general, de libertad pública.
Llegamos así al segundo sentido asignado por Berlin: la “libertad positiva”. Este se deriva
del deseo por parte del individuo de ser su propio dueño. Pero no dueño para hacer cualquier
cosa, sino dueño para hacer lo que es bueno para él. Según Berlin, en un principio la
distinción no es evidente. Sin embargo, a poco de andar, comienzan a aparecer todos los
atropellos que, en nombre del “yo verdadero” de las personas o de su “yo superior” o de
aquello que ellos mismos elegirían si fueran más cultos, menos ignorantes o menos corruptos,
se han hecho en la historia de la cultura. En el momento en que adopto esta manera de pensar,
ya puedo ignorar los deseos reales de los hombres y de las sociedades, intimidarlos,
oprimirlos, y torturarlos en nombre y en virtud de sus “verdaderos” yo.
De este modo la distinción que, en principio, no es más que la diferencia entre una
“libertad de” o “con respecto a” y una “libertad para..”, muestra su contenido más polémico al
atacar la libertad en nombre de la libertad.
“Si la esencia de los hombres consiste en que son seres autónomos -autores de valores y de
fines en sí mismos, cuya autoridad consiste precisamente en el hecho de que están dotados
de una voluntad libre-, nada hay peor que tratarles como si no lo fueran, como si fueran
objetos naturales manipulados por influencias causales, y criaturas que están a merced de
estímulos externos, cuyas decisiones pueden ser manejadas por sus gobernantes por medio
de amenazas de fuerza o de ofrecimientos de recompensas. Tratar a los hombres de esta
manera es tratarlos como si no estuviesen determinados por sí mismos”.
¿Y no es acaso esto lo que esconde la teoría que estas reflexiones desarrollan? podría
preguntar algún lector desconfiado. Incluso alguno más crítico argumentaría: llega a ser el que
eres ¿no es acaso un intento que subestima la libertad de los hombres y los toma como el
material humano que el benevolente reformador moldeará conforme a los fines, según él, más
excelsos?
En definitiva, ¿cómo salvar nuestra teoría de la tacha de totalitaria?
81
13. Teoría política de la interacción comunitaria
¿Es la propuesta que nos guía un colectivismo? Muy lejos está de serlo. La reflexion de
Alain Touraine resulta atinada:
“¿Hay que pasar al otro campo y adscribirse al gran retorno de los nacionalismos, los
particularismos, los integrismos -religiosos o no-, que parecen progresar casi por todas
partes, tanto en los países más modernizados como en aquellos que se ven alterados de
forma más brutal por una modernización feroz? Comprender la formación de tales
movimientos plantea, desde luego, una interrogación crítica sobre la idea de la modernidad,
pero no puede justificar de ninguna manera el abandono a un tiempo de la eficacia de la
razón instrumental, de la fuerza liberadora del pensamiento crítico y del individualismo”.
Touraine resume nuestro compromiso con la libertad moderna. Como Rawls, no seríamos
capaces de aceptar una teoría política que no mantuviera una actitud respetuosa de la
diversidad que, gracias a Dios, guarda la humanidad por el aporte de cada uno de sus dignos
integrantes. No en vano dijimos en su momento que es esencial a lo político la pluralidad.
Pero esta tolerancia no puede degenerar en indiferencia y “ostracismo”; no podemos seguir
negando que compartimos una misma naturaleza y que tendemos a un fin similar. Que
nuestros corazones guardan los mismos sentimientos y que compartimos miserias y valores
comunes...
Todo indica que la libertad en los actuales cauces individualistas es un bien que, sin
embargo, produce mucho mal. ¿Cómo resolver esta aparente confrontación? Queremos una
sociedad más solidaria pero no queremos entregar la libertad conquistada para lograrla.
Queremos fortalecer los vínculos comunitarios pero “ni locos” renunciamos al derecho liberal
a cambiar de pensamiento, de forma de vida y de escala de valores y creencias en el momento
en que nos plazca.
Para decirlo de un modo poético: la fórmula para superar esta aporía parece ser “caminar
de la mano -y no encadenados- hacia un norte común”. Esta es la verdadera propuesta de las
presentes reflexiones.
No renunciamos a nada de lo que hemos afirmado y defendido. En primer lugar es
necesario configurar nuevamente lo político con otros criterios y con otro fin: el bien común.
Para que eso sea posible es condición sine qua non superar el individualismo. Ninguna
propuesta política podrá resolver la crisis de lo público si nadie está dispuesto a superar el
primer escollo: que en la asamblea pública tendremos que dejar un poco de ser “uno”, para
empezar a ser un poco “todos”. El bien común exige como condición eso: una predisposición
hacia lo común.
Bajo estas premisas, que a esta altura se convertirán en axiomas, emprendemos la pregunta
del millón: ¿cómo hacerlo? En adelante expondré cómo; la necesidad de una política
comunitaria interactiva entre los diversos sectores naturales y constituidos, en los que el
hombre, que es uno, participa. Paralelamente, abrir las puertas del edificio político y jurídico a
82
los valores morales que puedan ser compartidos en el ámbito de lo común en un esquema
democrático. Para ello desarrollaré lo que he llamado un ámbito de posibilidad.
Este es el resumen de la concepción política que decanta en estas reflexiones y que, para
distinguirla de la teoría moderna tradicional, llamaremos Teoría política de la interacción
comunitaria.
El aporte fundamental, es incluir a los diferentes agentes comunitarios y a través de ellos a
la comunidad toda, en un sistema político; originando así una interacción liberada de valores
antagónicos sólo en apariencia como son la utilidad y la solidaridad, el interés y la virtud.
Si de lo anterior entendimos “poco y nada”, no hay que preocuparse. Sólo es la
presentación formal de lo que en adelante será desarrollado. Antes, sin embargo, conviene
asentar una advertencia. No voy a desarrollar una teoría general de la política, en primer lugar
porque no podría y además porque, según afirmé en varios párrafos, no creo que una teoría
general aporte nada al devenir político. Lo que sigue son algunas ideas que sí guardan una
relación sistémica y que tal vez permitan resolver algunos problemas de ese devenir político
contemporáneo.
83
7. ¿CÓMO? LA INTERACCIÓN COMUNITARIA
Cuando uno se pregunta sobre el “cómo” ingresa al terreno de la política por la puerta
grande. Primero, porque la política es el arte de lo posible en el sentido que hemos sostenido,
y la posibilidad siempre tiene como condición el “cómo”. Segundo, porque hay una propuesta
de acción novedosa frente a un problema. Si se pregunta cómo, es porque todavía no se ha
hecho nunca, y la novedad debe ser cotejada con las posibilidades reales. Es la política en el
terreno que sólo a ella pertenece.
Me gustaría sin embargo, que asumamos en su real dimensión el desafío al que nos
enfrentamos. Los criterios definidos para la construcción de lo político no nos permite
conformarnos con ideales de justicia, sino que nos exige, por el carácter ético invocado, llegar
al bien de fondo que inspira ese ideal de justicia, que es el bien común.
Como señala Tom Campbell en su trabajo La Justicia: los principales debates
contemporáneos:
"La prioridad de la justicia se ha convertido en una premisa filosófica tan extendida que
muchos teóricos tienen la impresión de que se trata de una verdad analítica, pero esto es
claramente erróneo. Si la "justicia" se define como el patrón general que determina qué es
correcto socialmente, entonces lógicamente ningún otro valor puede ser anterior a la justicia
dado que todos los valores relevantes quedarían subsumidos bajo su espectro de influencia.
Pero si la justicia es algo menos que la suma o el equilibrio adecuado de todos los valores
sociales, su prioridad no puede presuponerse sin más, ni siquiera en cuestiones
distributivas. Los juicios acercad de la prioridad de un valor son opiniones morales
sustantivas y la prioridad de la justicia como un valor particular, una vez que lo hemos visto
a la luz del día puede ser objeto de grandes dudas".
En efecto como ya dijimos, y señala el mismo autor: "Toda teoría de la justicia debe
desarrollar o utilizar una teoría metaética que indique si podemos saber y cómo, qué es justo".
1. La libertad como fundamento
En la búsqueda de la perfección humana en lo que a la comunidad le atañe ese imperativo
individual (nada puede hacerse si la persona no quiere conocerse a sí misma), es necesario
inspirarnos en una antropología integral.
Tan importante es en el hombre su dimensión corporal como su alma. Su perfección está
dirigida a la búsqueda de la felicidad que incluye tanto la verdad, como la belleza y el bien.
Tras esa búsqueda, están enfocadas todas nuestras potencialidades, que se encuentran por
decirlo de algún modo, en estado latente en la humanidad que nos constituye y nos identifica,
esperando decisión y acción.
84
La política tiene como tarea generar un medio social en el que pueda proyectarse esa
libertad. Debe asegurarnos a los hombres -conscientemente digo hombres (incluyo por
supuesto a la mujer) y no sólo personas o ciudadanos- un entorno favorable que nos permita
ser tranquilamente “yo y mis circunstancias” en el marco de un fraterno “nosotros y nuestras
circunstancias”.
“Llega a ser el que eres” nos decía Píndaro, “y para ello, deja que te ayude la comunidad”
sería el agregado.
Inmediatamente puede surgir una inquietud, siempre justificada frente a planteos de este
tipo. El alerta por los riesgos que corren la tolerancia y la libertad tiene razón de ser. Si desde
el Estado van a procurar mi bien, eso es una mala señal de que algún mesiánico autoritario,
creyéndose dueño de la verdad, vendrá a decirnos qué hacer y qué no. Muy lejos de mi
intención es la de justificar un totalitario en el poder, incluso aunque profesara las mismas
ideas que yo. Repitiendo las ideas de Benjamín Constant
“Los depositarios de la autoridad (...) os dirán: cuál es en el fondo el fin de vuestros
esfuerzos, el motivo de vuestros trabajos, el objeto de todas vuestras esperanzas? ¿No es la
felicidad? Y bien, esa felicidad, dejad que la hagamos y os la daremos. No señores, no
dejemos hacerla: por conmovedor que sea un interés tan tierno, roguemos a la autoridad que
permanezca en sus límites, que se limite a ser justa. Nosotros nos encargaremos de ser
felices”.
Tocqueville tiene razón cuando afirma que: “La libertad es, verdaderamente, una cosa
santa. Sólo existe otra que merezca este nombre: es la virtud. ¿Pero qué es la virtud sino la
libre elección del bien?” Es esta una magnífica síntesis que expresa la relación íntima entre la
libertad y el bien. Hay que reconocer, en este sentido, la épica lucha de todos los pensadores
liberales en favor del respeto a la libertad humana.
No podemos, por tanto, más que rechazar la tentación de echar mano a la libertad, para
tratar de asegurar nuestros ideales políticos. No debemos olvidar las experiencias dramáticas
del siglo XX contra las libertades fundamentales, aunque nos conmuevan los abusos y la
explotación del hombre por el hombre, que han caracterizado a algunos períodos de libertinaje
absurdo.
John Stuart Mill, defensor indiscutible de la libertad humana, afirma:
“Los seres humanos de deben mutua ayuda para distinguir lo mejor de lo peor, incitándose
entre si para preferir el primero y evitar el último. Deberían estimularse perpetuamente en
un creciente ejercicio de sus facultades más elevadas, en una dirección creciente de sus
sentimientos y propósitos hacia lo discreto y no hacia lo estúpido, elevando, en vez de
degradar, los objetos y las contemplaciones. Pero, ni uno ni varios individuos, están
autorizados para decir a otra criatura humana de edad madura que no haga de su vida lo que
más convenga en vista de su propio beneficio”.
La solución es compleja, y debemos asumir esa complejidad como un desafío. Como
sentencia Hannah Arendt, “La razón de ser de la política es la libertad” y así debe ser.
85
¿Qué sentido y qué alcance tiene esta opción preferencial por la libertad? La idea es que,
mal que les pese a muchas posturas ideológicas, filosóficas y religiosas, nos convenzamos de
que el único modo de alcanzar el bien común es a través del respeto a la libertad.
Esta convicción debe fundarse en razones de fondo, aunque también en un sano realismo.
Cada vez más será como de hecho ya lo es, un argumento indefendible el sostener que las
leyes deben prohibir ciertas conductas que indudablemente han sido “ganadas” para lo privado
en el transcurso de estos siglos. Cada vez resultará más antipático que un grupo o facción
pretenda imponer a través de las estructuras estatales sus “ideas perfeccionistas” subestimando
la capacidad de los hombres. Aunque les pese, aunque se mueran de ansiedad sus almas
bondadosas y caritativas que anhelan compartir La Verdad con sus semejantes, todas esas
posturas deben aceptar las pautas y los condicionamientos de una sociedad democrática y
liberal.
Uno no puede dejar de sorprenderse por ejemplo, cuando escucha gente que solicita se
prohiba la transmisión de una cierta emisión televisiva o que se cierren los lugares bailables a
determinadas horas o en un nivel más estructural, que se prohiba el divorcio o que se enseñe
una determinada religión obligatoria en los colegios públicos.
Pero las perplejidades no vienen sólo desde los sectores conservadores. Cuando un
progresista pretende obligar a todos los colegios públicos a ser mixtos, está cometiendo el
mismo atropello. Los ejemplos son básicos pero ilustrativos.
En el nivel estructural o político, y en el marco de la dinámica social, todas las
instituciones sociales y las personas deben prepararse para una nueva etapa. Una etapa en la
que las ideas y los valores, las actitudes y las acciones surgirán del libre albedrío de los
implicados. Es un desafío que, a esta altura del desarrollo cultural, los hombres podemos
asumir.
Si es así, todos los que mantenemos concepciones sustantivas del bien deberemos respetar
las reglas del juego. Las diversas religiones por ejemplo, deberán “combatir” la batalla
cultural contra el relativismo y el individualismo y contra todo aquello que les resulta
inconcebible en un marco de respeto a la libertad individual. Deberán adecuar el mensaje y los
mecanismos de comunicación y de acción para competir con el mensaje de los medios
masivos de comunicación por ejemplo o con los grupos antagónicos. Otro tanto tendrán que
hacer los ecologistas, los feministas y en general todos los que promuevan un determinado
bien para los hombres. La opción totalitaria debe ser desterrada como estrategia.
No es un ideal utópico a alcanzar, sino por el contrario la exigencia básica que incorporan
las nuevas realidades. Para decirlo en términos fuertes: el bien y el mal -para los que tengan
una visión estructurada de este modo- deberán ofrecer sus alternativas y decir lo que tengan
para decir en igualdad de oportunidades, ante el juicio formado o no, atento o desinteresado,
“civilizado” o “bárbaro” del total de los hombres.
Los grandes cambios morales que exigen las sociedades occidentales deben venir,
entonces, de la mano de la libertad; del diálogo o del debate de razones y fundamentos
discernidos por los protagonistas.
86
Sin embargo, ya denunciamos que una política exclusivamente dedicada a asegurar la
libertad con un marco de seguridad jurídica, que deja lo demás al libre juego de las fuerzas
sociales de la sociedad civil -el utópico proyecto de la mano invisible- produce las más graves
injusticias y contradicciones. Por sobre todo deja huérfano a ese diálogo necesario de canales
propicios e institucionalizados. ¿Cómo conciliar ambas inquietudes?
2. Un ámbito de posibilidad
Parece indispensable concebir un ámbito político intermedio. Un espacio que se perfile
entre la pura obligación legal de una carga pública (pagar impuestos por ejemplo), regido por
aquel criterio de justicia normativa, y la absoluta libertad de nuestra esfera íntima. Debe
existir -es necesario- un conjunto de posibilidades políticas que sea más fuerte que el simple
plano moral, sin llegar a ser coactivo. O lo que es igual, un plano del poder ser que, aun sin
resultar vinculante a la luz de los rígidos esquemas políticos actuales, permita la liberación de
energías concordantes.
Aunque es bueno que el Estado respete la libertad, en su carácter negativo (según la clásica
distinción que expone Isaiah Berlin), debe permitirse a la persona la posibilidad real e
institucionalizada de utilizarla con carácter positivo, comprometiendo por motu propio los
alcances de una libertad que, en un molde tan individualista, termina siendo vacua.
El ámbito de la posibilidad viene a ocupar el espacio y sirve de unión entre la justicia y la
moralidad o el bien, aunque muchos autores descrean de la construcción de tal dimensión. Sus
críticas señalan que finalmente aquello que se presenta como proyecto posible, echará mano
de la coacción que acompaña a la justicia normativa o, por el contrario, quedará subordinada a
la voluntad siempre cambiante de los agentes. En el último caso nadie sentirá lo acordado
como una exigencia obligatoria. “Somos todos hijos del rigor” y lo que no se obliga, se pierde
en la permisión.
Ese prejuicio responde sin embargo, a la pobre concepción antropológica moderna, que es
sobre todo irreal. El hombre o más bien la mayoría de los hombres, son capaces de superar su
egoísmo si se lo permiten. “Si me lo piden, todo, si me lo exigen, nada” es una nueva versión
que supera aquella sentencia con que nos castigó la modernidad. La clave es trabajar desde la
libertad, pero no como límite sino como punto de partida.
Amitai Etzioni, en la misma línea, afirma:
"La nueva regla de oro, requiere que la tensión entre las preferencias personales y los
compromisos sociales se reduzca gracias al aumento del dominio de los deberes que el
sujeto afirma como responsabilidades morales, no el dominio de los deberes impuestos, sino
el de las responsabilidades a las que el sujeto cree que ha de responder que considera justo
asumir".
El autor señala esta tensión entre orden y libertad con un párrafo esclarecedor:
Todos los sistemas de pensamiento y de creencia se yerguen sobre la base de un concepto
primario. Para los individualistas, la piedra angular de una buena sociedad es la persona
libre, para los socialconservadores, es un conjunto penetrante de virtudes sociales
encarnado en la sociedad o el Estado. Para los comunitarios, basta una primera
87
aproximación para sostener que una buena sociedad requiere un equilibrio entre autonomía
y orden. Y el orden tiene que ser de tipo especial: voluntario y limitado a valores nucleares
antes que impuesto y penetrante. Y la autonomía, lejos de carecer de límites, tiene que estar
contextuada dentro de un tejido social de vínculos y valores".
Algún lector puede pensar que el plano del que estamos hablando es nada más ni nada
menos que lo social; el ámbito en donde la gente realiza acciones cooperantes sin necesidad
de la amenaza del Estado, guiados por la libertad de asociación y la libertad de pensamiento.
Hablamos en definitiva de la “sociedad civil”.
En principio -para ir perfilando los caracteres de este espacio político- debo decir que el
ámbito de posibilidad no se identifica con lo social aunque las fuerzas sociales participen del
mismo.
Reflexionemos por un momento: la sociedad en sus infinitas manifestaciones no puede
suplir la función de lo político como cabeza de todo el cuerpo social. Es decir: por muchas
organizaciones intermedias que existan, por muy fuerte que sea el “tejido social”, no podrán
realizar el bien común sin el marco de lo público; sin la unidad de la acción que permiten los
criterios políticos y las acciones políticas.
Los fundamentos no hay que repetirlos porque se condensan en cada una de las reflexiones
desarrolladas hasta ahora. Como señala Alfredo Cruz:
"Si la polis no constituye un ethos que define y en el que se realiza una forma de vida
superior, no es posible escapar de la fragmentación ética y social, de valores y grupos en
competencia. Por esta razón, ver la sociedad civil como el fruto de los nuevos y espontáneos
movimientos asociativos es sólo un espejismo. Si no es dentro de una comunidad política,
esos movimientos, lejos de crear una solidaridad general, sólo pueden dar lugar a una
fragmentación de ésta, a una rivalidad entre diferentes valores de grupo."
En la construcción de esta esfera, el Estado debe por tanto estar presente como condición
esencial.
¿Llegará lo político con toda su autoridad y el peso de la ley a “pisotear” las inquietudes
ciudadanas que vienen desde lo social con el sello de la libertad? No. Es aquí donde el ámbito
de posibilidad muestra su novedad. El Estado debe construir un espacio político que permita
la interacción de todas las fuerzas sociales, comunitarias e individuales. Y en cada uno de esos
planos permitir, a su vez, la interacción de las diversas alternativas culturales.
Algunos autores designan a este ámbito político -que denominamos “ámbito de
posibilidad”- como la esfera de “lo público no estatal”. El concepto es verdaderamente
interesante y posee muchas cualidades.
Como señala Bresser Pereira en el compendio Lo Público no Estatal, es un sector formado
por organizaciones públicas, así caracterizadas por el hecho de que el motor de sus acciones es
el interés público, y no estatales porque no forman parte del aparato del Estado. El mismo
autor suguiere:
88
“Referirse a lo público no estatal podría ser un contrasentido para aquellos que
circunscriben lo público estrictamente al Estado. También puede serlo para quienes asumen
que lo que no es estatal es necesariamente privado y sujeto como tal al ámbito de la
soberanía personal y de las regulaciones del mercado. Unos y otros, en el extremo han
representado las posiciones polares que han signado las discusiones de los últimos tercios
del siglo XX, al asignarle al Estado o al mercado los papeles de organizadores exclusivos
de la vida social”.
Estos autores depositan sus esperanzas de cubrir ciertas necesidades sociales como la
producción de servicios sociales o el control de tales servicios, a través de estas
organizaciones frente a la crisis del Estado burocrático y la incapacidad del mercado de cubrir
por sí las expectativas sociales insatisfechas.
He de decir sin embargo, que nuestro “ámbito de posibilidad” es más amplio que la “esfera
pública no estatal” ya que propugna no sólo una interacción entre el Estado y las
organizaciones intermedias o no gubernamentales sino también el protagonismo de todos los
actores: sociales, políticos o económicos (o aquellos que provienen del mercado) y
comunitarios.
3. La interacción horizontal y vertical
Como señala Leonardo Polo: “Si la consistencia de una sociedad es precisamente la ética,
la disminución de la libertad da lugar a alternativas negativas. Gobernar obliga entonces al uso
de la fuerza. Como remedio de la inconsistencia social, la fuerza posee una limitada eficacia,
porque en ella no reside la esencia del gobierno, que es la coordinación de las alternativas".
El Estado, por tanto, debe procurar la interacción de dos corrientes diversas:
a) Una interacción -que podríamos llamar “vertical”- entre la estructura política, la
estructura social, la base comunitaria (y también su estructura) y el plano estrictamente
individual. Para que el resultado de esta interacción sea la realización del bien común y
no la simple confrontación de intereses sectoriales es necesario que se desarrolle sobre
novedosos canales de comunicación y acción como luego veremos.
b) Otra interacción de tipo “horizontal” que permita el diálogo de las diversas alternativas
culturales que existen en cada uno de esos planos o niveles.
El desafío es descubrir una fórmula que nos permita la personalidad en la comunidad, la
iniciativa privada en el orden social, la diversidad que caracteriza a lo social en el marco
siempre proclive a unificar, de lo político.
No es la intención subsumir a todos estos ámbitos dentro de la política. Sí, asegurar desde
lo político y con diversa intensidad según la posibilidad nuevos canales para el desarrollo de
relaciones institucionales entre los individuos y entre los grupos sociales y comunitarios, y
también entre ellos y el Estado. El resultado final es un todo, pero sin que las partes pierdan su
jerarquía. Al final de cuentas, como sostenía San Agustín, el orden sólo puede darse con
elementos distintos.
89
La fórmula de unidad social que aquí se propugna no es por tanto un unitarismo, la unidad
de lo diferente, sino más bien la integración de lo diferente. Dicha integración responderá en
cada caso a la naturaleza del problema en cuestión y a las posibilidades que surja del
entendimiento.
En principio puede decirse que las decisiones de lo político serán obligatorias respecto de
lo que señale el criterio de naturaleza y también en aquellos tópicos que los otros dos criterios
-cultural y racional- hayan señalado como tales. Pero allí no se agotan las posibilidades de lo
público. El Estado puede ser co-operante en lo que haya de común con otros actores, en la
consecución del bien común, sin que ello suponga mancillar el principio del respeto y la
tolerancia por la diversidad social.
Un ejemplo hipotético elemental de una acción desarrollada desde lo político en este marco
de posibilidad, nos aclarará un poco la propuesta que puede presentarse hasta aquí confusa -
soy consciente de ello-. Imaginemos un gobernante preocupado por la violencia social, la
drogadicción y los problemas que se presentan por el crecimiento demográfico. En los límites
políticos actuales lo único que podría hacer es alentar la sanción de una Ley por cada tópico y
gastar un dineral en campañas y controles. También podría generar una dependencia pública
burocrática e ineficiente que no lograría mayores resultados...
En nuestra teoría, el gobernante sabiendo que en lo profundo de todas estas problemáticas,
se encuentra presente la crisis de la familia y la incomunicación entre padres e hijos, considera
prudente encarar una solución real y no sólo formal de la cuestión. No puede sacar un edicto
que obligue al diálogo y a superar las diferencias, ni tampoco contratar un ejército de
asistentes sociales que vayan casa por casa atendiendo la cuestión. Pero lo que sí puede hacer,
es convocar a todas las iglesias de diversos cultos que trabajan en la comunidad, tanto como a
las instituciones intermedias relacionadas, para proponerles una acción coordinada, con el
apoyo oficial y la fuerza de sus voluntarios.
Más aún puede instituir un pequeño foro de reunión permanente y co-operar en la
organización de una campaña desde los colegios oficiales y privados. Por último puede
establecer un día del año para celebrar la “Fiesta de la Familia” -por llamarla de algún modo-,
y convocar a empresarios del turismo ofreciéndoles promoción en otros lugares, para que se
convierta en una fiesta que trascienda los límites de la ciudad...
El ejemplo podría continuar: convocando a las universidades públicas y privadas con el
ofrecimiento de financiación para organizar un gran congreso para el estudio de los problemas
de la familia y traer a los máximos exponentes mundiales... y si las posturas respecto al deber
ser de una familia son contradictorias, organizar un simposio en el que la comunidad pueda
escuchar, al menos, las visiones encontradas.
Como se puede ver el bien común exige que los problemas sociales sean enfrentados por la
política en el plano donde asienta su raíz, aunque ello no supone avasallar las “competencias”
naturales que vertebran el orden social. En su ámbito propio ordena, en el social y
comunitario sugiere, coordina y coopera, en el individual posibilita y alienta.
90
4. ¿Qué posibilidades tiene la interacción?
Las posibilidades de la interacción comunitaria en este ámbito de posibilidad son infinitas.
Su condición es la voluntad de acuerdo que manifiesten los diferentes actores y la capacidad
de los dirigentes de actualizar esa voluntad en proyectos institucionales concretos.
En este sentido, nuestra región latinoamericana muestra ventajas evidentes con respecto a
otras. En toda Latinoamérica la capacidad de diálogo en un plano moral de los diversos
sectores puede ser mucho mayor que en sociedades como la europea o la americana. Hay una
idiosincrasia común, con valores comunes muy fuertes y muy homogéneos, que marca e
identifica a todas las personas que conviven en nuestros países.
Esa idiosincrasia permite acuñar fundadas expectativas sobre los resultados que puede
arrojar una interacción social y comunitaria. No niego la diversidad y las particularidades de
cada grupo y de cada país, pero sí sostengo que el sustrato común permite -si se trabaja tras
ese objetivo- una unidad en la diversidad. Las posibilidades de esta interacción, cuando existe
un basamento común, son -insisto- inimaginables. Soy consciente sin embargo -como
contracara- que pueden presentarse, problemas en el diálogo entre los protagonistas a causa de
las notorias diferencias económicas que caracteriza también a esta región y la falta de una
cultura de respeto por las instituciones que es evidente.
Confiar, compartir, honrar, cooperar, solidaridad fraterna y acción comunitaria entre
muchos otros, son conceptos que en los rígidos moldes liberales de la política, o en los
burocráticos e híbridos moldes socialistas o socialdemócratas, no podían ingresar al ámbito
público, al menos no de modo oficial y estructurado. Este plano de posibilidad los incorpora
respetando su naturaleza.
Nuevamente Carlos Bresser Pereyra:
“La solidaridad, el compromiso, la cooperación voluntaria, el sentido del deber, la
responsabilidad por el otro son todos principios que tienden a caracterizar las
organizaciones sin fines de lucro, y en términos más amplios a la ‘comunidad’ en tanto
mecanismo de asignación de valores, diferenciable del mercado, basado en la competencia
y el Estado fundado en el poder coercitivo”.
La modernidad como vimos, ha confinado los conceptos enumerados a la esfera privada.
En el esquema de la interacción comunitaria, por el contrario, se les permite una proyección a
lo público y por su intermedio a toda la comunidad, sin violentar por ello valores
democráticos como la tolerancia o la pretendida neutralidad. Lo político no obliga a aceptar
estos conceptos, que en verdad son valores, no utiliza su aparato coercitivo, pero sí posibilita
desde lo público que todos los ciudadanos que lo deseen, puedan hacerlos suyos.
Ahora bien: ¿Cómo evitar que la suerte de los acuerdos alcanzados en este nuevo ámbito
no se vean afectados por cambios de gobierno o por otras contingencias políticas, sociales o
comunitarias?
91
En primer lugar debemos recordar que los acuerdos se desarrollan sobre ideales y tópicos
que están incorporados en la cultura política de esa comunidad. Los problemas que intenta
solucionar, de seguro no pueden ser aquellos que constituyen los tópicos políticos del
momento porque, en las actuales sociedades contemporáneas, esas cuestiones se presentan
siempre como polémicas y conflictivas. Sin embargo, aunque fueran esos tópicos los que se
lanzan al ruedo del ámbito de posibilidad, es importante tener siempre presente que las ideas y
las buenas intenciones en lo que hace a lo público necesitan ser institucionalizadas en todos
los casos.
Se puede decir que una idea que no es institucionalizable no es una idea política sino
simplemente un ideal. Las ideas y los proyectos políticos, una vez institucionalizados, se
convierten en funciones de esa institución y de ese modo se actualizan en la vida política y se
independizan en cierta medida de su contingencia.
Si todas las ideas fueran contradictorias entre los diversos sectores y no se pudiera acordar
un proyecto acabado y mucho menos una institución, igualmente es importante que se deje
establecido (en cierta medida que se “institucionalice”) en sendos documentos los puntos
contradictorios y aquellos que no lo son. De esta forma se deja preparado el terreno, hasta la
medida de lo posible, para una posterior acción política.
En este sentido es paradigmática la tarea de las comisiones de negociación en el seno de la
Unión Europea. Es tan fuerte su voluntad de acuerdo que en el momento en que se logra
alguno, por mínimo que sea, se institucionaliza su contenido y se avanza. Esa ha sido la
fórmula para generar -con países tan diversos- un proyecto regional tan “compacto”.
En definitiva, las instituciones públicas que una sociedad logre acordar por sí o a través del
impulso de lo político y en todos los casos en consonancia con el proyecto político de bien
común, serán la prueba cabal de las potencialidades de esa sociedad en transformación.
5. Las instituciones necesarias
El pensamiento liberal siempre ha hecho hincapié en la importancia de las instituciones
intermedias de origen social. Pero nada dice de la necesidad que a veces existe de alentar
desde lo político su fundación y desarrollo.
Cuando aquí hablamos de instituciones públicas hacemos referencia no sólo a aquellas que
sean dirigidas por el Estado sino también a las que son gestionadas por los propios agentes
comunitarios o sociales. En este sentido, una institución intermedia que logra el consenso para
convertirse en una institución pública, es más beneficiosa para la comunidad que otras que
permanezcan en la esfera privada.
La institucionalización política no supone a las actuales estructuras políticas del Estado
occidental moderno. El plano de posibilidad exige un marco institucional dinámico que
permita al proyecto actualizarse y renovarse constantemente. Al no pertenecer a la dimensión
coactiva del Estado, todas estas instituciones pueden darse el lujo de evitar muchos de los
criterios administrativos y de legalidad que a menudo traban las iniciativas públicas. Sin
embargo, es necesario cumplir con los requisitos básicos de una institución: objetivos claros,
responsables diferenciados con competencias delimitadas, presupuesto y un marco regulatorio
92
mínimo. Los principios republicanos y sus derivaciones también iluminan cualquier
institución pública -me refiero a publicidad, periodicidad, responsabilidad, etc-.
Es muy importante traer a colación la defensa que en su momento hiciéramos del principio
de subsidiariedad porque en lo que hace al ámbito de posibilidad constituye su principio
rector. Como consecuencia, las instituciones que nazcan al amparo de lo político por falta de
iniciativa privada, social o comunitaria deben mantener su vocación de subsidiariedad, esto es,
de ser administradas y dirigidas con autonomía por los protagonistas en la cuestión política
que constituye su objetivo lo antes posible. El hecho de que se constituyan luego como
órganos autónomos no les quita, o al menos no necesariamente, su carácter público.
¿Quién establece los criterios para decidir cómo se configura en cada caso este ámbito de
posibilidad y cuándo la institución debe crearse, transformarse o convertirse en un órgano
autónomo? O lo que es igual ¿quién establece los criterios de oportunidad de semejantes
decisiones? Aunque se muera de miedo nuestro corazón liberal debo ser franco: nadie. Serán
los mismos dirigentes, en cada caso, los que establezcan cuál es la política correcta. Por eso es
tan importante un cuerpo de políticos y dirigentes públicos formados en la prudencia política.
Estructurar este ámbito de posibilidad, someterlo a los rígidos esquemas de legalidad para
garantizar que no exista discrecionalidad de parte de estos dirigentes sería cortar de raíz toda
"posibilidad" de lograr resultados eficaces.
Sin embargo, existen ciertas condiciones de las instituciones tradicionales del Estado
moderno que fomentan, o en su caso inhiben el desarrollo de la interacción comunitaria. En
primer lugar, es indudable que es más fácil promover este tipo de interacción en esferas
locales/municipales que en espacios más amplios o más complejos (sobre todo cuando la
cultura de la interacción todavía no es madura). Y en ese sentido, la gente se sentirá
estimulada a participar si ve que el gobierno municipal tiene verdaderos poderes autónomos, y
sostiene criterios de transparencia, eficiencia, dinamismo, etc.
Otro tanto, y sólo a modo de ilustración, si existe un poder judicial que garantiza a las
personas que sus derechos básicos no se verán decepcionados por este tipo de "construcciones
políticas". En definitiva la premisa es que resulta muy difícil avanzar en complejos
mecanismos de interacción pública si las condiciones institucionales básicas no son honradas
como corresponde.
Mucho más promisorio será el proceso de interacción todavía, si además el Estado está
promoviendo políticas de innovación y reingeniería importantes. La instrumentación de
procesos de optimización como los que proponen novedosos trabajos sobre gerenciamiento de
lo público al estilo de “Reinventing Goverment” sin duda estimulan a las personas a sentir que
es posible generar cambios "desde" o "vinculados a" los ámbitos públicos.
93
8. ¿PODRÁN LOS POLÍTICOS?
La instrumentación de esta nueva concepción política, exige una nueva conciencia política
y para ello se requiere un cambio en la cultura ciudadana. Pero dicho cambio tiene, como
condición esencial, una generación de dirigentes políticos capaces de asumir el desafío. ¿De
dónde salen los dirigentes? De la gente que no tiene esa cultura. El supuesto círculo vicioso se
corta, sin embargo, transformando el polo dirigencial (aunque sea por una cuestión
cuantitativa: es más fácil forjar diez mil dirigentes que 40 millones de ciudadanos).
Pero hoy tenemos los políticos que tenemos. Y no vale la pena gastar demasiada tinta en
describir sus gruesos errores, tan evidentes a los ojos de los ciudadanos y la profunda
insatisfacción que tenemos frente a su accionar.
Un sistema tan dinámico como el que propongo de funciones imprecisas, por su constante
redefinición, puede resultar entonces una “bomba de tiempo” en manos de la mayoría de los
políticos de hoy. Puede, incluso, ser la sentencia de muerte para lo que queda de espíritu
comunitario en nuestra sociedad (el bien que supuestamente pretendemos preservar).
Enfrentamos por tanto el principal desafío de toda nuestra reflexión. Vale la pena que
vayamos despacio, pero con paso firme.
1. El "quién" de la política
Al comienzo del libro hablamos de la política como un misterio por el cual una persona
influye sobre otra. Ha llegado el momento de profundizar en ese misterio. Si la propuesta
depende, en tal medida, de los protagonistas de lo político, vale la pena que nos concentremos
en el "quién".
Algunos pensadores sostienen que el misterio político no es otro que el poder que tiene esa
persona sobre la otra. La relación de poder estaría definida básicamente como una relación de
mando y obediencia. El que manda lo hace porque tiene legitimidad y también porque tiene
eficacia en la administración de ese poder.
La legitimidad según la doctrina clásica viene dada por el origen del poder. La eficacia, a
su vez, hace referencia a la capacidad efectiva aunque potencial de coaccionar al que obedece
a cumplir con la directiva. La coacción aquí referida es una coacción física. Estos son los
componentes elementales de una relación planteada como “relación de poder”.
Ahora bien: ¿es verdad que todas las relaciones que se establecen en política son siempre
relaciones de poder? No son pocos los autores que sostienen esta tesitura. Lowenstein, por
ejemplo, afirma que “la política no es sino la lucha por el poder” y en el mismo sentido se
expresan pensadores de la talla de Maurice Duverger, Hans J. Morgenthau y otros. No es un
94
grupo menor sino, por el contrario, la corriente más importante de la ciencia política
contemporánea.
Engels definía al Estado en estos términos:
“El Estado no es otra cosa que una máquina de opresión de una clase por otra, y todo eso de
la misma manera que una monarquía”.
Como bien advirtió Max Weber a principio de siglo, el Estado pareciera haberse
constituido a lo largo de un proceso histórico en la única fuente legitimadora de la violencia
física. El Estado entonces resulta la única fuente del “derecho” a la violencia y como tal, si
siguiéramos la relación lógica de los autores mencionados, pareciera constituirse en la única
fuente de poder.
Sin embargo, la reducción deja algunas dudas. ¿Acaso no hay otras relaciones que tengan
proyección política y que, aun sin la amenaza de sanción física, generan el mismo resultado?
Para responder vale la pena analizar la actitud de los dos agentes. Por un lado tenemos una
persona que manda y por el otro una que obedece. Comencemos por el costado más difícil:
¿Por qué una persona obedece a otra? La explicación de la tendencia a mandar es más sencilla
porque la experiencia particular de cada uno nos permite advertir esa vocación natural de
cualquier hombre de influir sobre los otros. Esa tendencia en algunas personas se encuentra
más acentuada y además está secundada por verdaderas capacidades o talentos para hacerlo.
Pero al estudiar la obediencia no es fácil descubrir el por qué de semejante actitud y de su
consecuente comportamiento.
Basta una orden -señala Jouvenel al estudiar el tema- para que la avalancha tumultuosa de
los coches que en un gran país se deslizaban por la izquierda cambien y se deslicen por la
derecha. Basta una orden, y un pueblo entero abandona los campos, los talleres, las oficinas e
invade los cuarteles.
Cualquiera que haya fundado una pequeña sociedad, para un fin particular conoce la
propensión que tienen los miembros, comprometidos, sin embargo, por un acto libre de su
voluntad y en vista de unos fines observados por ellos, de rehuir las obligaciones que dicha
sociedad les impone. El hecho, al compararlo con lo político, pone más de relieve la docilidad
existente en la sociedad por excelencia.
Si nuestra voluntad cede a la voluntad del gobernante ¿es solamente porque dispone éste de
un aparato material de coacción, o porque nos conviene o porque nos convence? No debe
negarse que tememos a las consecuencias que puede deparar nuestra desobediencia. Sin
embargo, este factor no puede agotar la explicación del fenómeno, ya que muchas veces
obedecemos a pesar de no tener un guardia o funcionario cerca. De lo contrario haría falta
desplegar un ejército de agentes.
Revisemos la obediencia a la luz de los dos elementos básicos que fundamentan el poder:
legitimidad y eficacia. Respecto de la legitimidad y siguiendo a Weber que en este punto es un
clásico, podemos decir que existen tres tipos que legitiman una dominación:
95
“En primer lugar, la legitimidad del “eterno ayer”, de la costumbre consagrada por su
inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es
la legitimidad “tradicional”, como la que ejercían los patriarcas y los príncipes,
patrimoniales de viejo cuño.
En segundo término, la autoridad de la gracia (carisma) personal y extraordinaria, la entrega
puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las
revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta
autoridad “carismática” la que detentaron los Profetas o, en el terreno político, los jefes
guerreros elegidos, los gobernantes plesbicitarios, los grandes demagogos o los jefes de los
partidos políticos.
Tenemos, por último, una legitimidad basada en la “legalidad”, en la creencia en la validez
de preceptos legales y en la “competencia” objetiva fundada sobre normas racionalmente
creadas, es decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente
establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno “servidor del Estado” y todos
aquellos titulares del poder que se asemejan a él”.
El Estado Moderno y republicano se funda en la tercera legitimidad y en ella deposita todas
sus esperanzas. No importa quien es el funcionario o el gobernante, hay una estructura legal
que canaliza su acción y a la vez que lo limita y lo juzga en caso de incumplimiento. Frente a
esas garantías el ciudadano se aviene a respetar las órdenes de un poder así concebido.
Sin embargo, el fenómeno de la obediencia excede esta fantasía moderna y pareciera darse
por una conjunción de las tres fuentes descritas por el pensador alemán. Ocurre que el poder
no es un concepto filosófico y ni siquiera jurídico, aunque podamos reflexionar sobre él desde
la filosofía, desde el derecho e inclusive desde la ética. Es una noción evidentemente
sociológica, con raíces psicológicas y antropológicas. Por eso la eficacia es tan importante. La
democracia, en definitiva sabe mucho de “carismas políticos” y algunas de las corporaciones
que irradian su influencia se legitiman a través del tipo tradicional.
2. Lo político como autoridad
Como vimos en otro apartado, para que sea posible la vida en comunidad y también para
definir los límites que la separan de la esfera privada o íntima, es absolutamente indispensable
definir qué es lo común y cómo se institucionaliza. La definición no es un momento dado,
sino un continuo y dinámico proceso.
Esta determinación de lo común no se justifica por su amenaza de sanción, aunque la tiene
para aquellas personas que no se ajustan a lo establecido (y que sufren una multa). Pero su
razón de ser es constituirse en la condición para la existencia de lo social, y sobre todo para
una existencia beneficiosa que conviene a todos.
No pasamos por alto que, en el Estado, la amenaza del uso de la violencia sea un poder
latente y que esa característica eche luz sobre todas sus decisiones. Pero aquí me interesa
resaltar las muchas cuestiones en las que la comunidad respeta las leyes de su Estado, no por
96
coacción, sino fundamentalmente porque descubre que sólo así puede convivir en armonía;
porque siente que ellas traducen el bien común.
Podemos agregar, incluso, que cuanto más sean las normas del Estado que los ciudadanos
respeten por su bondad y menos las que necesitan de la amenaza de una sanción, más
desarrollada es la madurez política de esa sociedad.
Esto nos remonta a una clásica discusión sobre la esencia de la norma jurídica, muy típica
de mis años universitarios. La sanción ¿es una parte constitutiva de la norma, sin la cual esa
norma no existe o, por el contrario, es igualmente derecho una ley por la determinación de lo
común que supone aunque no regle la consecuencia que puede tener el hecho de desobedecer?
¿Una norma que no tiene sanción, es norma?
Aunque la polémica, en este sentido, es sumamente interesante y enriquecedora, excede
nuestras posibilidades de profundizar en tal debate. Sólo digo a modo de ejemplo que un
ciudadano puede consultar la legislación para saber cómo debe actuar en esa específica
circunstancia (cuál es la conducta correcta) y no sólo para conocer la sanción que se le
aplicará a su actuar libre si no lo hace. De hecho la mayoría de los ciudadanos, en la mayoría
de las circunstancias muestran la primera actitud.
Para alcanzar esa madurez -o al menos tender hacia ella- es evidente que hay una doble
responsabilidad: una por parte de los ciudadanos que deben procurar ser cada vez “más
razonables” en cuanto a aceptar las exigencias y sacrificios del vivir común, y otra por parte
del Estado, y sobre todo del gobierno, de procurar leyes que tengan una legitimidad implícita.
Dicha legitimidad se logra, como hemos dicho, no con la amenaza de la violencia, sino más
bien con decisiones prudentes y acciones eficaces que atiendan al bien común.
Hasta aquí, puede decirse, nuestra reflexión no aporta ninguna novedad. Sin embargo deja
traslucir la cuestión de fondo que es la posibilidad de concebir las relaciones entre el
gobernante y los ciudadanos, no sólo como relaciones de poder sino también como relaciones
de autoridad.
Con este concepto quiero designar aquella relación que los dirigentes públicos pueden
mantener con sus conciudadanos más allá del estricto marco legal-coercitivo, más allá del
mando coactivo y la obediencia por la amenaza.
Bertrand de Jouvenel utiliza un concepto similar. El habla de autoridad formal e informal:
“En ello reside la gran diferencia existente entre la Autoridad formal y la autoridad
informal. Ambas son capaces de mover a los hombres y ambas son capaces de llevar a cabo
lo que las fuerzas combinadas de los hombres, que ponen en movimiento, están en
condiciones de conseguir. Esta aptitud para la acción que utilizan las energías de otros
hombres constituye el poder. Pero en el supuesto de la autoridad informal, su poder se
extiende a todo lo que pueda de hecho obtener de esos otros hombres. No sucede así en el
caso de la Autoridad formal, la cual se basa en una idea que define y limita su ejercicio, de
manera que se sus logros legítimos difieren su eficacia posible”.
Por lo general se sostiene que el gobernante a través del derecho sólo puede ordenar,
prohibir o permitir. Sin embargo, bajo esta nueva óptica, a través de una relación de autoridad,
97
también puede realizar un auténtico rol arquitectónico como dirigente, alentando,
promoviendo el diálogo entre los sectores, institucionalizando iniciativas, apoyando proyectos
comunes...
En la autoridad "informal", radica la legitimidad en forma pura, es decir, sin combinación
con la eficacia propia de la relación de poder. Ello significa, entre otras cosas, que el dirigente
es respetado y acompañado en sus directrices sobre el bien común por su propio mérito y sólo
por él; por la confianza que los ciudadanos tienen en sus proposiciones y en sus dictados
“morales”. ¿Acaso no influye que esa autoridad esté investida de poder? Claro que influye,
pero no es lo determinante.
Tal vez algunos ya hayan advertido que estamos construyendo un fundamento de autoridad
para lo que en el capítulo anterior definimos como "ámbitos de posibilidad". En esos ámbitos,
que no son de coerción sino de convencimiento y de consenso, son decisivos los dirigentes
que, más allá de tener o no autoridad formal y poder en el sentido weberiano, tienen Autoridad
y con ella convocan a la unidad de la acción construyendo oportunidades de encuentro y
trabajo mancomunado.
3. Autoridad y potestad
Como lo hacían los clásicos podemos distinguir entre autoritas y potestas, en este caso
para mostrar la diferencia entre un representante investido de la autoridad por un medio legal
y electoral y otro que posee la autoridad por el reconocimiento natural del común de las
personas en atención a sus calidades morales, intelectuales, su experiencia, su valor, etc.
En el primer sujeto, sus decisiones no pueden desentenderse del marco legal y exigen
además la amenaza de sanción para su efectivo cumplimiento. En el segundo, por el contrario,
sus dictados “son ley” para sus seguidores y no se necesita amenaza de sanción, porque
descubren la bondad de su contenido.
Nosotros, aunque corremos el riesgo de generar una confusión, hablaremos de autoridad
del gobernante para referirnos, en cierto modo a la “potestas” de la persona que cumple con
esa misión. Espero no enfadar a los defensores de los conceptos pero, en verdad, no se me
ocurre otra palabra para designar esta calidad del dirigente, al parecer adicional pero
ciertamente esencial.
En iguales términos se pronuncia Jouvenel:
“Quiero utilizar la palabra ‘autoridad’ para indicar la posición en que se encuentra A en
relación Bs, que “le miran con respeto”, “le prestan atención”, y experimentan una inclinación
a obedecer a sus solicitud. Esto es, pues, algo dotado de dimensiones: tiene una dimensión
extensiva, en cuanto al número de personas que miran con respeto a A puede ser mayor o
menor; y tiene una dimensión intensiva, en cuanto que la inclinación que siente por A puede
ser mayor o menor, según los individuos. La autoridad de A es susceptible de aumentar o
disminuir en cualquiera de estas dos dimensiones, con el transcurso del tiempo. Este empleo de
la palabra está en pugna , sin embargo, con el uso de los juristas. Para estos últimos, Autoridad
(escribiré la palabra con mayúscula siempre que la utilice en el sentido de los juristas) significa
el derecho a mandar que implica el deber correspondiente de obedecer. El derecho
98
constitucional delimita las diferentes posiciones de la Autoridad y sus competencias, esto es,
trata de disipar cualquier duda relativa al alcance del control y de reducir los usos sobre los que
puede ejercer ese control. El hecho de que un B determinado sea sensible a la autoridad de una
A determinado es, para mi, cuestión de observación”.
Más de un lector, a esta altura, me habrá tachado de “idealista temerario” por las ideas
expuestas. A modo de defensa diré que mi reflexión se ajusta sí, a un tipo ideal. En la
realidad, soy consciente de que será muy difícil encontrar, en todos los casos, dirigentes y en
especial dirigentes políticos que puedan asumir la “autoritas” y la “potestas”. Por esta razón,
voy a coincidir en que pueda ser peligroso otorgarle un margen más amplio de
discrecionalidad para que hagan las cosas “peor de lo que ahora lo hacen”.
¡Qué desastroso sería para la sociedad -podríamos decir con Jouvenel- que la Autoridad de
sus magistrados pudiera ser mayor o menor según el reconocimiento o "potestas" que tuviera
cada uno! Por el contrario "potestas" es un concepto dinámico, al que se recurre para describir
el proceso real de la política, en la cual la personalidad se halla en un permanente cambio, de
aumento o pérdida, por lo que se refiere a su ‘talla’ y ‘peso’. Es lo que la gente llama
"autoridad moral" y es el factor determinante para la construcción de ámbitos de posibilidad.
En el capítulo anterior concentramos la atención en la autoridad de los dirigentes sociales y
comunitarios y la necesidad de incluirlos en la arquitectura de lo político. Ellos tienen, más
allá de alguna base legal por las organizaciones que representan, una verdadera autoridad
moral, sedimentada por la adecuación entre sus ideas e ideales y la forma en que las han hecho
carne en sus propias vidas.
Pero ahora debemos abocarnos a reflexionar sobre la crisis de representación del dirigente
político, porque ningún "acompañamiento" de otros dirigentes podrá lograr resultados si no se
revierte el descrédito del dirigente por antonomasia que es el político.
4. El fundamento de la autoridad política
No me animo a comenzar el apartado con preguntas cómo ¿quién es soberano? porque
entraríamos a cuestiones metafísicas que exceden al trabajo y al autor. Sí podemos formular
un interrogante más acotado: ¿Quién tiene autoridad para ser gobernante?
Frente a esa pregunta la modernidad ensaya dos tipos de respuesta. La primera no duda en
sentenciar: la persona que designe el pueblo. El gobernante es, bajo esta óptica, representante
del pueblo y mandatario de la voluntad general. Tras estas afirmaciones en principio simples y
contundentes, se estructura todo un edificio teórico que fundamenta la convicción. De partida
pareciera fundarse en una creencia: que el agregado humano -ese conjunto de personas que
llamamos “pueblo”- tiene un alma colectiva, un genio nacional y una voluntad general.
El “pueblo” y no sus componentes es el soberano, investido del mismo poder que en otro
tiempo se le asignara a Dios: absoluto y en cierta manera incontrastable. En su momento nadie
podía saber cuál era la verdadera voluntad divina y un grupo reclamaba para sí el título de
portavoz (la Iglesia). Ese fue el gran detonante que derribó aquel fundamento.
99
Pero luego la versión laica de la soberanía tuvo el mismo carácter enigmático. Jean Bodin
quien fue el primero en sistematizar el concepto llegaba a decir “Soberanía es el poder
supremo ejercido sobre súbditos y ciudadanos sin restricciones legales”. Ahora el portavoz
del nuevo sujeto soberano que es el pueblo fue la "voluntad general".
Ahora bien, la única forma de hacer realidad la voluntad general es hacerlo coincidir con la
decisión del conjunto de la población. El paradigma de la democracia es, en este sentido, una
asamblea popular en continua deliberación. Sin embargo, tal situación como podemos
imaginar es imposible y por tal razón la población debe elegir a sus representantes para que
interpreten la voluntad general.
La tensión comienza cuando es necesario reconocer que el ciudadano que delegó en el
representante su soberanía, no puede conservar derechos de rebeldía o de resistencia que
pueda ser opuesto a este nuevo representante soberano. Como señala Espinoza:
“Todos han debido conferir al soberano mediante un acto expreso o tácito el poder que ellos
tenían a regirse por sí, es decir, todo el derecho natural. En efecto, si ellos hubiesen querido
reservar para sí algo de este derecho deberían conservar al mismo tiempo la posibilidad de
defenderlo pero como no lo han hecho y no lo pueden hacer sin que haya una división entre
ellos y, en consecuencia, una destrucción del mando, por eso mismo se han sometido a la
voluntad cualquiera que sea, del poder soberano”.
Espinoza concluye con una afirmación que puede darnos un poco de “escalofrío” pero que
en el fondo es irrefutable: “Que el Poder supremo pertenezca a uno solo o esté repartido entre
algunos o sea común a todos, es lo cierto que al que lo posee pertenece el derecho soberano de
mandar todo lo que él quiera...; el súbdito está obligado a una obediencia absoluta durante el
tiempo en que el rey, los nobles o el pueblo conserven el poder soberano conferido por esta
trasferencia de derechos”.
Por eso el pensador del siglo XVII defiende una democracia directa (por utilizar un
concepto moderno). Es una democracia definida en los siguientes términos: “La unión de los
hombres en un todo que tiene un derecho colectivo sobre todo lo que está en su poder”.
Rousseau se expresa de igual forma: los hombres no pueden comprometerse a obedecer más
que a la totalidad. Incluso llega a decir:
“La soberanía no puede ser representada… Los diputados del pueblo no son y no pueden
ser sus representantes… La idea de los representantes es de lo más moderno: nos viene del
gobierno feudal, de ese inicuo absurdo gobierno en el cual la especie humana estaba
degenerada, y donde el título de hombre es un deshonor”.
El ginebrino ha advertido el problema que trae aparejada la representación y sin embargo,
es incapaz de solucionarlo, porque como hemos dicho la democracia directa es una ilusión
imposible de realizar y sobre todo perjudicial, como luego veremos.
Hasta aquí llega la primera respuesta a la pregunta sobre quién tiene autoridad: un
gobernante elegido por el pueblo que, en nombre de “la voluntad del pueblo” y justificado por
esa legitimación, podrá hacer y deshacer sin mayor necesidad de otros fundamentos extra-
políticos.
100
Podemos hacer propia la observación de Rousseau, en su caso hecha para el pueblo inglés:
"El pueblo inglés piensa que es libre; pero se engaña: sólo lo es mientras dura la elección de
los miembros del Parlamento; desde el momento en que han sido elegidos es un esclavo; no es
nada”.
La tendencia a la arbitrariedad y al totalistarismo de esta primera respuesta da pie a la
segunda alternativa. El gobernante debe ser un representante no del conjunto sino de cada uno
de los ciudadanos. Es la visión lockeana en contraposición con la visión rousseauniana.
Aquí la ficción se construye de distinta forma: el dirigente es un mandatario del individuo y
no del pueblo. Como tal debe defender en el agora público los intereses particulares de sus
votantes con la tranquilidad que existirán otros que harán lo propio con los suyos. El resultado
final de esta confrontación de intereses privados será el bien común.
En el caso que el representante no cumpla con su función, los representados tienen un
“derecho de resistencia” -si utilizamos la noción de Santo Tomás- o según Locke un “derecho
de reasumir su libertad original y a cuidarse de su propia seguridad y salvaguardia,
constituyendo un nuevo legislativo (tal y como lo considere más conveniente) que sí cumpla
con los fines que perseguían todos y cada uno al entrar en sociedad”.
Aunque la teoría contractualista de Locke y de otros, que es la teoría de la delegación
condicionada de la soberanía, aparece como más seductora, es imposible pasar por alto sus
gruesas contradicciones. De partida el derecho de resistencia es difícil de efectivizar, sobre
todo porque no hay autoridad ante quien recurrir (justamente porque es la autoridad misma la
que se cuestiona). La única salida son las revoluciones pero, por muy romántico que suene la
posibilidad, la historia enseña que son excepcionales. Además, supuestamente, la revolución
se legitima por ser un alzamiento del “pueblo” y no por la insatisfacción de un representado
ante la falta de fidelidad de su representante.
Frente a semejantes vicisitudes, la alternativa de la representación individual en
contraposición a la representación colectiva busca sucedáneos abstractos similares al concepto
de “soberanía del pueblo” para limitar al gobernante elegido. En su caso el sucedáneo es el
Derecho Natural. Según dicho ordenamiento que rige a todos los hombres más allá del orden
político específico, nacemos por naturaleza libres e iguales. El derecho natural liberal agrega:
todos podemos realizarnos por nosotros mismos sin mayor ayuda de lo político. Por tal
motivo, el gobernante debe limitarse a garantizar el ejercicio de esos “derechos naturales”.
Este es el discurso de los autores liberales clásicos entre los que aparecen John Locke o
Adam Smith. El discurso liberal contemporáneo -John Rawls, Ronal Dworkin y demás- ha
abandonado, en cierta medida, aquella línea y busca otro sucedáneo: la racionalidad, que en el
ámbito público se convierte en la razonabilidad. A través de la razonabilidad los hombres se
asumen libre e iguales y pactan un principio de justicia liberal y un gobierno limitado y
representativo de los intereses razonables de los ciudadanos. Los utilitaristas también harán su
aporte en este sentido y establecerán su propio sucedáneo. Ellos afirmarán que por la
conveniencia, la utilidad, tanto gobernados como gobernantes procurarán un gobierno
limitado.
El arquetipo para instrumentar esta concepción es el pacto social: el contrato por el cual
todos decidimos delegar en nuestros representantes el poder para que “nos” representen. Eso
101
sí: en forma condicional y limitada. ¿Cuál es el problema aquí? A más que dicho pacto jamás
fue firmado y como metáfora incluso es inadecuada, parte del supuesto que la suma de los
intereses individuales conforma el bien común. Parte también de la ficción que, un grupo de
personas sin organización política alguna, tienen el suficiente grado de desarrollo social como
para firmar un acuerdo y respetarlo sin haber tenido justamente nunca un gobierno político
que ordene los criterios comunes.
La teoría hipotética del pacto político que funda el Estado de Derecho constitucional
moderno es ya lo dijimos una ficción peligrosa. Un conjunto de individuos que consienten en
abandonar un estado de naturaleza -bélico en el caso de Hobbes, inseguro en el caso de Locke-
para establecer un orden político limitado.
Si lo pensamos por unos momentos, caemos en la cuenta que el fundamento político-
constitucional de la legitimidad en las sociedades actuales parece un cuento de hada. Tanto
critica el pensamiento ilustrado la ingenuidad de los planteamientos religiosos, como por
ejemplo el de la creación: Adán y Eva y, sin embargo, la ficción política propuesta no es
menos ingenua.
¿Por qué es una ficción peligrosa? Justamente por eso: porque es una ficción, y genera
relaciones ficticias. El representado aspira ser un mandante servido por un mandatario, y sólo
recibe el trato de un vasallo frente al “Señor Gobernante”.
Adam Smith en consonancia con Hume, supo advertir ya en el siglo XVIII, la falacia de la
teoría del contrato:
“Preguntad a un portero común o un obrero de jornada completa por qué obedece al
magistrado civil; les dirá que eso es lo que debe hacerse, que el ve que todos lo hacen, que
sería castigado si se negara a hacerlo, o tal vez que es un pecado contra Dios no hacerlo.
Pero jamás le escucharán mencionar un contrato como la causa de su obediencia”.
Hoy en día, quizás podamos “balbucear” el concepto, sobre todo, cuando estamos enojados
con nuestros políticos: “Son nuestros empleados, nuestros servidores” pero nos termina
frustrando el hecho de advertir que del deber ser a la realidad, hay demasiada distancia.
Puede ser positivo que en el “imaginario social” exista la idea de una soberanía delegada en
forma condicional a través de un instrumento que se asemeja al de una constitución nacional.
Positivo digo, porque enervará al ciudadano a participar para defender “sus derechos”, cosa
difícil si la invitación fuera para construir un proyecto político de final incierto. Sin embargo,
los ciudadanos debemos ser conscientes de la ficción que nos rige y sus problemas de
adecuación con la realidad.
5. El fundamento de autoridad en la opinión vulgar
Profundicemos en la observación y la descripción de ese “imaginario social” que constituye
un aspecto importante de la cultura política de un Estado.
Desde ya hay que tener en claro una realidad: aunque en una reflexión académica las
respuestas reseñadas -democracia y liberalismo- son diferenciables, en la cultura política
102
contemporánea del ciudadano medio, en cambio, ambas concepciones se entremezclan y se
confunden. El mejor concepto para definir esta confusión tal vez sea la noción de democracia-
liberal.
Hoy en día encontramos un ciudadano que se siente miembro constitutivo de un contrato
que en verdad nunca firmó. Pero eso no importa: el “imaginario” es suficiente para legitimar
cualquier participación: responsable y metódica o intempestiva y ocasional.
Lo curioso es que cuando este individuo -que somos cada uno de nosotros- habla de
política, no declara defender sus propios intereses, ni tampoco cuando solicita al gobernante
que lo escuche. Muy por el contrario todos tratamos que nuestros intereses sean los del
“pueblo” y que lo que nosotros digamos quede presentado como si lo dijera el derecho natural.
Otro tanto hacen los gobernantes que en ocasiones se escudan en ciertas normas naturales
que impiden tal o cual acción o reforma; sin embargo cuando presentan proyectos que los
benefician -aunque atente contra esas normas- no dudan en sentenciar: “que el pueblo juzgue”.
Es el caso típico de un gobernante exitoso que quiere sortear el obstáculo constitucional que le
impide ser reelecto y para ello apela a la decisión del pueblo.
En definitiva, cuando nos conviene somos liberales individualistas y no queremos que el
Estado avance sobre mi frontera privada. Pero cuando nos parece que quedaremos en
desventaja, ahí surge nuestra alma rousseauniana.
De este modo, se cumple la sentencia del pensador Macintyre. A primera vista o mejor
dicho a la vista de los intelectuales, puede haber una supuesta oposición entre el
individualismo liberal y el colectivismo de la democracia. Unos se presentan como los
incorruptibles defensores de la libertad individual. Otros más proclives a la planificación y la
reglamentación (y al totalitarismo). Lo crucial, en realidad, es el punto en que las dos partes
contendientes están de acuerdo a saber: que el individualismo es la única realidad política
posible, sea dejando que el individuo haga lo que quiera, sea dejando que la mayoría de esas
individualidades se unan para someter a la minoría. O lo que es igual como seañala Robert
Dhal “que una minoría oprima a otra minoría ante la aquiescencia o la indiferencia de la
mayoría”.
Una vez más: tal vez sea bueno sentirnos soberanos en el ámbito de lo político para exigirle
a los gobernantes respeto a la ley constitucional que garantiza nuestros derechos; tal vez sea
bueno sentirnos “pueblo” para exigir la sanción de una ley que beneficia a la mayoría tanto
como a la comunidad toda; pero debemos ser conscientes que, con ello, no basta. Sobre todo
porque no basta para realizar el bien común.
6. ¿Cuál debe ser el fundamento de autoridad?
Llegamos así al punto en que semejantes visiones abstractas, idealistas -e incluso utópicas-
del poder se estrellan contra una realidad política que está muy lejos de seguir a Santo Tomás,
a Rousseau o a Locke y que se guía más bien por Maquiavelo y por Nietzsche.
¿Qué debemos hacer ante tal contradicción, esta distancia entre lo que creemos y lo que
verdaderamente es? Ya lo dijimos y lo repetimos varias veces; un camino es el pragmatismo
103
absoluto: acomodemos la teoría a la realidad. En el tema específico de la autoridad política
sería darle la razón a Jouvenel; el Estado es el resultado del éxito de una banda de bandidos
que no puede justificarse con ninguna legitimidad. Su único fin es explotar en su beneficio la
cosa pública.
El otro camino es remozar las teorías políticas modernas hasta el punto en que sean
aplicables a la problemática planteada. Aquí se agrupan propuestas tales como: “cuando el
ciudadano participe entonces se superará la actual situación”, “cuando extendamos la
educación a toda la sociedad tendremos una democracia virtuosa” “cuando los controles
republicanos sean más estrictos entonces el gobernante, aunque quiera, no podrá dejar de
hacer lo que debe”...
El primer camino es absolutamente fatal. Lo político tiene, como vimos, un fin que lo
constituye y sin el cual no puede ser entendido. Si renunciamos al bien común como fin e
instalamos la ley de la selva, entonces ese será el fin y la sociedad transitará senderos más
oscuros que los actuales. Quiero decir: la neutralidad valorativa con respecto a la política no
es neutra en sus consecuencias, de eso podemos estar seguros.
El segundo camino es el que ensayan los actuales “catones” que vienen a salvar la política.
Sus propuestas no han sido, sin embargo, debidamente confrontadas. Que el individuo no
participe ¿es causa o efecto? Si fuera causa entonces salgamos a gritar por las calles nuestra
convocatoria, pero creo que todos coincidarán: es un efecto sintomático del individualismo.
Otro ejemplo: el desafío de la educación ¿puede solucionar el comportamiento individualista?
Hoy en día las personas más educadas de la sociedad no son, exactamente, modelos de
solidariad y virtud. Puede que la educación en el pensamiento individualista moderno sólo
produzca más personas preparadas para vivir el individualismo moderno. El último ejemplo:
no importa que el gobernante no sea virtuoso si establecemos buenos mecanismos de control.
Tal vez evitemos que robe sin límite, pero no podemos garantizar de ese modo buenos
gobernantes que lleven adelante un buen gobierno.
El problema de la teoría política y social moderna y contemporánea es que guarda en sus
raíces gruesos errores y contradicciones. Y por más que “retoquemos” algunos detalles seguirá
resultando ineficaz para dirigir la acción política real.
¿Cuál puede ser entonces una fórmula de autoridad buena, o lo que es igual una fórmula de
gobierno que realice el bien común? El ideal es simple de enunciar: debería ser una fórmula
que reconozca autoridad a aquellas personas que naturalmente la obtienen, porque sus
indicaciones reciben la obediencia de sus dirigidos por convencimiento. O lo que es igual
aunque parezca ridículamente simple: tendrán autoridad aquellos que logren tenerla y
sostenerla en el tiempo, no simplemente por métodos coactivos, sino porque son respetados
espontáneamente. Estamos en el punto en el que obediencia se identifica con libertad y
gobierno con servicio.
La forma más bella en que ha sido descrito este ideal tal vez sea el relato de Antoine de
Saint-Exupéry en El Principito cuando el enigmático niño visita el asteroide donde sólo vivía
un rey:
“El rey exigía que su autoridad fuera respetada. Y no toleraba la desobediencia. Era un
monarca absoluto. Pero como era muy bueno, daba ordenes razonables. “Si ordeno -decía
104
corrientemente- a un general que se transforme en ave marina y si el general no obedece, no
será culpa del general, será culpa mía... Hay que exigir a cada uno lo que cada uno puede
hacer. La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón. Si ordenas a tu pueblo que
vaya a arrojarse al mar hará una revolución. Tengo derecho de exigir obediencia porque mis
órdenes son razonables”.
¿Cómo acercarnos a ese lejano ideal? Al menos ya tenemos una guía. Al parecer un buen
camino puede ser concebir a la autoridad como diálogo entre los sujetos de la relación
política.
7. La autoridad como diálogo
Hablar de una relación de autoridad sostenida por el diálogo suena tan utópico como la
lectura de Tomás Moro. En verdad parece difícil pensar en un diálogo entre dos personas
cuando la igualdad es desvirtuada al tener uno poder y el otro no. Sin embargo hay ciertas
pautas que tal vez nos permitan abrigar una esperanza.
En primer lugar ya dijimos que el mando no es posible sin la obediencia. En este sentido
mientras más avanza la educación popular y más extendida sea la conciencia ciudadana, más
difícil resultará al gobernante sostener resoluciones por la fuerza sin dar razones de su
directiva.
En segundo lugar no debemos olvidar el factor democrático que se incorpora al ideario
occidental contemporáneo y al orden mundial. En una democracia, el dirigente debe “testear”
continuamente sus criterios con el electorado a través de elecciones o sondeos estadísticos, ya
que no puede darse el lujo de desatender la opinión pública.
Tercer elemento: nadie puede subestimar la crisis política de final de siglo que se refleja
entre otras cosas en el debilitamiento del poder del Estado frente a las “realidades
globalizadas”. Hoy más que nunca el dirigente necesita convencer a sus seguidores sobre las
bonanzas de su proyecto político. Caso contrario recibirá la apatía general cual si fuera un
balde de agua fría.
Por último, una precisión pertinente a este trabajo. Puede que haya menos diálogo en
cuestiones que hacen al marco legal-coercitivo de la relación política. Pero se vuelve una
condición básica y esencial en el caso de la autoridad entendida como potestas. En esa
dimensión, ese ámbito de posibilidad que tanto hemos defendido, el dirigente convence por
sus aptitudes, sus cualidades y no por la amenaza de sanción.
Cuando hablamos de la “autoridad como diálogo” debemos ser muy precavidos. Diálogo
no significa obsecuencia del dirigente hacia la opinión de sus seguidores, como tampoco un
monólogo de uno para con el otro. No sería bueno por ejemplo que el político use el diálogo
para manipular con sus talentos los legítimos planteamientos de su gente. El diálogo supone
igualdad en el sentido de respeto y de interés por interactuar con el otro, aunque también
supone diferencia porque entre dos absolutamente iguales sólo tendríamos un monólogo
hecho de a dos.
105
Por eso digo que el papel del político no puede limitarse a escuchar al pueblo, atender sus
reclamos y cumplir con la voluntad soberana del electorado. Este tipo de discurso se vale de
una demagogia irresponsable. En verdad el gobernante no puede ser un representante. La
política es un asunto demasiado serio para dejarla sólo en manos de políticos, pero ir hacia el
otro extremo puede ser catastrófico: hacer siempre lo que el pueblo dice. Decir esto no es
sostener una idea aristocrática o antidemocrática. Simplemente todos somos conscientes de
una realidad que se repite en todos los órdenes de la vida: hay gente más preparada humana y
profesionalmente para ciertas actividades que otras.
Cuando tenemos un problema de salud acudimos al médico y respetamos su opinión. Por
supuesto poseemos la astucia para advertir una mentira gruesa o la actitud de un profesional
inescrupuloso, pero frente a un buen medico, después de escuchar razones que apenas
comprendemos, le entregamos nuestra confianza. El ejemplo no es mío: es una analogía
utilizada ya por Platón y repetida luego por varios autores contemporáneos entre ellos John
Stuart Mill. Podríamos repetirlo con los abogados, arquitectos, cocineros, albañiles...
En el caso de la política el asunto es más complejo. Lo que está en juego no es el interés de
un “paciente” o un “cliente” y ni siquiera el interés de todos si lo entendiéramos como la suma
de los intereses individuales. Lo que se decide es el bien común, que no es de nadie, pero que
a la vez es de todos, beneficia al conjunto; que tampoco es del gobernante y sin embargo a él
compete realizarlo, aunque todos son protagonistas, como hacedores y como "víctimas" o
destinatarios. Por último, la complejidad se extiende si pensamos que en política no hay
recetas, porque el problema a resolver es novedoso y porque la comunidad no puede
identificarse como un cuerpo, justamente por la libertad de cada uno de sus integrantes.
El carácter difuso de lo público y del bien común acentúa la necesidad de personalizar la
relación política para que se actualice y se aleje de los yerros de la abstracción. Y en el marco
de esa personalización debe haber una interacción, un equilibrio entre lo que opinan los
dirigidos y lo que el dirigente sugiere.
En verdad el dirigente debe aportar a ese diálogo lo que sólo el posee: la prudencia. Sin
embargo, dicha prudencia necesita de la opinión ciudadana, primero porque sólo así podrá
conocer integralmente una realidad que lo supera -y ya sabemos que la realidad es el elemento
esencial del juicio prudencial-. Segundo porque ningún dirigente puede ser tan necio de pensar
que jamás equivocará el rumbo. Por tanto es importante que sus seguidores -que poseen el
sentido común- puedan controlarlo y corregirlo cuando se desvíe.
Por eso es tan importante la participación de todo tipo de personas en la política, para que
la dirigencia de la sociedad no asiente sólo en pocas cabezas, sino más bien en un equipo
pluriforme que, sin duda, será más prudente a la hora de decidir y más atento cuando hay que
controlar. En este sentido el ideal de vida de los republicanos es loable, aunque lleguemos a
sus conclusiones por otros caminos más "vivenciales" por llamarlos de algún modo.
Un presidente o gobernador con aires de caudillo o un pelele que gobierna escuchando los
resultados de las encuestas, ambos extremos son inadmisibles. El caudillo puede declarar una
guerra sin sentido y nadie advertirá el error. Un pueblo enardecido y con sed de venganza
puede reclamarla también sin razón, y es necesario un grupo de dirigentes prudentes que sepan
discernir lo que se debe hacer en ese momento de locura colectiva.
106
Para eso existen los dirigentes: para interpretar con una capacidad especial y con la
prudencia que se requiere, cuál debe ser la política adecuada. El pueblo controla, apoya o
castiga y también sugiere. El dirigente decide cuando la ley le da el poder, pero en el ámbito
de posibilidad está obligado a intereactuar hasta el punto donde consiga la unidad de acción
por la adhesión del grupo.
La autoridad como diálogo requiere, por tanto, una interacción necesaria entre el
gobernante que comparte razones con los gobernados y éstos últimos que comparten
experiencias con aquel. Es necesario alcanzar un equilibrio tal que el que obedezca tenga la
misma motivación del que manda y haga suyos los imperativos razonables de lo común. Pero
a la vez el ámbito público debe ser lo suficientemente permeable como para enriquecerse de
los aportes y las disidencias individuales. Porque en el ámbito de posibilidad no habrá sanción
para el que no obedezca. Simplemente fracasará el proyecto de construir un espacio común en
el que compartamos algo más que lo que exige la letra de la ley.
8. El gobierno de los mejores
En principio todos los hombres tienen la capacidad para ser ciudadanos, aunque
seguramente unos la tendrán más desarrollada que otros. Dicha capacidad deviene del
lenguaje y de una mínima racionalidad. Sin embargo, no todos tienen los atributos necesarios
para la dirigencia. Tal desigualdad -no discutiremos si es natural o adquirida- puede ser
utilizada por los agraciados con un espíritu de servicio o, por el contrario, para su propio
provecho. En el primer caso la desigualdad es equilbrada por el fin bueno, en el segundo es
acentuada por el fin egoísta. Por ello, es necesario que gobiernen los mejores y, en este marco,
los mejores, son aquellos que estén dispuestos a utilizar sus atributos de lider en favor del bien
común.
La forma más bella de expresar esta realidad y vincularla a un ideal lo da, en este caso, el
mismo Evangelio: “El que quiera ser el primero, que sea el último, el que quiera ser el mayor
entre vosotros hágase el menor y el que manda como el que sirve”.
La relación de autoridad, cuando el mejor es elegido gobernante, debe ser equiparable a
una relación de amistad. Son personas distintas y sin embargo tienen algo en común. Hay una
cierta igualdad presupuesta y sin embargo existirán desigualdades toleradas por la utilidad y
por el amor inter-pares. Cada uno se explica en tanto exista el otro y ninguno puede
subordinar a su compañero. Por último, y esto es muy importante, ambos son amigos pero a la
vez son más amigos de la verdad (“Amicus Plato, sed magis amica veritas”). En el caso del
gobernante deberá sentir la responsabilidad de ser un depositario de la confianza de sus
gobernados, pero no debe jurar tanto fidelidad a esa confianza cuanto a lo que es verdadero, lo
que es bueno, que en definitiva no es otra cosa que el bien común.
¿Cómo equilibrar, sin embargo, esa desigualdad entre el gobernante y el que obedece?
Aristóteles, en su Etica a Nicómaco, tiene un párrafo excelente para describir el equilibrio
necesario en esta relación:
“En la amistad basada en la superioridad se reclama la proporcionalidad, pero no de la
misma manera, sino que el superior invierte la proporcionalidad: su relación con el inferior
es como la que existe entre los servicios prestados por el inferior y los suyos propios,
107
siendo su situación como la del gobernante respecto del súbdito; y si esto no es así, reclama
al menos la igualdad numérica. Así, precisamente, sucede también en otras comunidades en
las que los amigos participan según una igualdad numérica o proporcional: si las partes
contribuyen con una suma de dinero numéricamente igual, se reparten los beneficios según
una igualdad numérica, pero si la suma de dinero es desigual, se los reparten
proporcionalmente. El inferior, por el contrario, invierte la proporcionalidad y cruza las
relaciones. Pero, de esta manera, podría parecer que el superior sale perjudicado, y que la
amistad y la comunidad son un servicio. Es preciso, pues, restablecer la igualdad por otros
medios y asegurar la proporcionalidad; esto se consigue con el honor que pertenece por
naturaleza al gobernante y a la divinidad en relación con el súbdito. Así hay que igualar el
provecho con el honor”.
La encrucijada es de máxima tensión. Si somos capaces de ubicar a los mejores en los
puestos dirigenciales lograremos el éxito de tener una cabeza dirigente que nos encamine
hacia el bien común y no sólo a un planteo de estricta justicia al modo de los liberales. Sin
embargo, corremos el riesgo de que perviertan su misión, se excedan y finalmente atenten
contra nuestra libertad.
La tensión se potencia cuando se percibe que aquí estamos alentando a los dirigentes a ir
más allá del eje libertad-obligación para involucrarse en la formulación de ámbitos de
posibilidad, donde sus cualidades políticas pueden jugar libremente en una especie de "juego
de seducción" para lograr la unidad de la acción sin amenazas, sino por convencimiento.
¿Por qué un dirigente, en especial un dirigente político, va a asumir tantos desafíos:
depositar tiempo y esfuerzo -aun sacrificando la tranquilidad de su familia y una carrera
profesional, así como una carrera concentrada en lo económico- y para colmo con la carga de
defender el bien común y convertirse en un servidor respetuoso de su gobernados? Aristóteles
nos ha dado la clave: el honor que pertenece por naturaleza al gobernante. La gloria que les
guarda la historia a los gobernantes que hacen las cosas bien.
Sin embargo, sólo los mejores dirigentes, consustanciados con un "fuego sagrado"
extraordinario, podrán estar a la altura de estas circunstancias. A la pregunta "¿Podrán los
políticos?", que es el título de este capítulo, la respuesta es "sólo algunos: los mejores".
9. ¿Quiénes son los mejores?
En la actualidad la dirección de la cosa pública parece haberse convertido en una cuestión
en exceso compleja. Los mejores políticos en muchas circunstancias se identifican con los
mejores técnicos en cada una de las áreas. Sin embargo una tecnocracia no puede alcanzar la
visión y el juicio político del conjunto, precisamente por la especificidad de su saber.
Además -y esto es lo que más molesta a la opinión general- el técnico generalmente no
tiene la sensibilidad y la apertura suficiente como para percibir, por decirlo así, las sutiles
pautas de psicología social o de sociología que desarrolla la ciudadanía ante un problema
político. Como se dice comúnmente al técnico le falta “calle” y esa experiencia es
fundamental para tomar decisiones políticas prudentes.
108
Max Weber desarrolló una estructura política en la cual los científicos deciden sobre los
medios y los políticos en función de una reflexión ética, establecen los fines. Sin embargo el
modelo tiene un yerro insalvable. La crítica es simple pero irrefutable. Los medios no son
como ya pusimos de manifiesto, separables de los fines. Por tanto, si el cuerpo político decide
priorizar la educación, por ejemplo, pero a la hora de instrumentar esta decisión el cuerpo
burocrático desarrolla un proyecto conforme criterios de eficacia y de recaudación impositiva,
entonces el fin ha sido desvirtuado.
¿Debemos concluir entonces que todo lo deben decidir y hacer los políticos creyéndose
“los mejores”? A más de uno se le pondrá la piel de gallina. Efectivamente parece difícil en el
marco complejo de la política contemporánea que un dirigente pueda, por sí sólo, establecer la
decisión prudente y priorizar ciertos fines, sin olvidarse de otros igual de importantes. Lo
mismo respecto de los medios.
Parece indispensable, por tanto, intentar una fórmula política en la que diferentes personas
puedan aportar lo que son y lo que saben, sea conocimientos, experiencia, liderazgo o
capacidad de gestión. ¿Es importante un filósofo para lo político? Si lo es ¿y un dirigente de
base que conoce palmo a palmo las necesidades de su grupo o de su región? Por supuesto que
es importante, cómo negarlo. ¿Y un administrador de empresas, tanto como un abogado, un
padre de familia como un director de colegio? En verdad diferentes personas pueden aportar a
la política algo valioso ya para lograr equidad, eficacia, racionalidad o sentido común. Por eso
la fórmula de interacción comunitaria que propone este trabajo en varios momentos del
proceso político: no sólo en el de la decisión, sino también en el de la ejecución.
Llegamos así a una fórmula superior: que el gobernante sea el mejor no quiere decir que
sea autosuficiente. Nuestra fórmula, si bien no dice, por ahora, con exactitud quién es el mejor
para gobernar, posee dos cualidades indiscutibles: extiende las posibilidades de encontrarlo al
abrir el edificio público a la interacción de dirigentes que en la actualidad no pueden participar
de su quehacer. Además facilita tomar decisiones prudentes -como las que debe tomar el
mejor- sin que debamos esperar indefinidamente que tal personaje iluminado aparezca.
Es por esto, que cuando se discute cuál es la mejor reforma electoral posible, sostengo la
necesidad de avanzar hacia un sistema uni o binominal por circunscripción, permitiendo que
en cada circunscripción, la gente de la zona pueda armar un partido zonal. Son pequeñas
ayudas que puede dar el sistema para estimular el ingreso de dirigentes con autoridad a la
escena pública, que sin embargo, no están dispuestos al trajín interno de los grandes partidos
políticos tradicionales. Otro tanto con la exigencia de concurso público para todos los cargos
de la administración pública, incluso los de máximo rango como secretarios o ministros. Esto
también ayudaría a que ciertas personas legitimadas se atrevieran a ingresar en el Estado y
hacer su aporte sin necesidad de subordinarse a ningún caudillo político para lograr el
nombramiento.
Según estas reflexiones, para recapitular, a la luz de la pregunta sobre quién debe gobernar
surgen algunas ideas claras, aunque -soy consciente de ello- no agotan ni resuelven totalmente
el problema.
a- En primer lugar se puede decir que todos deben gobernar, porque todos tienen una
cuota de responsabilidad en la conducción de lo político. Sin embargo no todos lo
109
deben hacer de igual forma, sino cada cual según su capacidad, según su vocación y
según su posibilidad.
b- Deben ser depositarios de la autoridad quienes tengan las condiciones para ser
autoridad. No me refiero únicamente al conocimiento técnico y ni siquiera a un carácter
forjado en la prudencia, aunque -como hemos visto- son requisitos esenciales.
Condición para ejercer la autoridad supone también éxito y este factor sólo puede
medirse en base al seguimiento y la lealtad de sus seguidores. No sólo en cantidad sino
también en el grado de respetabilidad o, si se quiere, de legitimidad de ese personaje.
Aunque las cualidades subjetivas y la respuesta del medio en el que dicho personaje se
desenvuelve son dos condiciones independientes deben encontrarse -las dos- en la
misma persona.
c- Sin embargo, ante la complejidad de la política contemporánea, el gobernante debe ser
aquel que sepa escuchar y merituar los consejos de otros dirigentes. Por otra parte
deberá ser capaz de institucionalizar, para que sus decisiones perduren más allá de su
gobierno y los legados de su autoridad puedan independizarse de su persona.
Es curioso que, si siguiéramos desgranando las consecuencias lógicas de nuestras
conclusiones, tal vez lograríamos confirmar varias de las limitaciones que establece el ideario
republicano y liberal. Sin embargo, la diferencia es que aquí todo está planteado como un
desafío, como un problema, y no como una solución dada de antemano.
El éxito del gobernante, por tanto, sólo puede medirse al final de su ejercicio, incluso más,
a la luz de la distancia histórica, tal vez cuando el dirigente ya haya muerto. En verdad la tarea
del político, respecto a su eficacia en lograr el bien común, no acepta ningún juicio más que el
Dios para aquellos que crean en su existencia. Por supuesto que el juicio favorable del común
de la ciudadanía puede ser un indicio claro que su deber ha sido cumplido pero, como digo, no
es un juicio determinante. En este sentido, la relación se asemeja a la de un padre y un hijo.
¿Cuándo puede el hijo evaluar si el suyo fue un buen padre? Recién al final de su propia vida
cuando él mismo tiene experiencia y perspectiva.
110
9. ¿PODRÁN LOS CIUDADANOS?
En la conformación de lo político, es decir en el establecimiento de los criterios comunes
que organizarán nuestra convivencia, sobre todo si pretendemos ir más allá de un planteo
básico, debe darse una verdadera interacción entre todos los integrantes de una comunidad.
De una deliberación pública debe surgir el proyecto común, con el objetivo de realizar el
bien común. El proyecto servirá al gobernante para ajustar su prudencia y a los ciudadanos
para perfilar su sentido común.
En efecto, ya para establecer el contenido y las prioridades de lo político así como su escala
de valores, es necesaria la participación y la opinión de toda la comunidad. En el caso de los
ámbitos de posibilidad el desafío es mayor, porque la construcción política no puede avasallar
las garantías modernas de la libertad. Nos metemos de lleno, entonces, al problema del
consenso en las sociedades contemporáneas.
Como todos los autores que se animan a adentrarse en un tema tan espinoso, deberemos
caminar en la cornisa. De un lado la posibilidad de caer en un relativismo que exalta de tal
manera los derechos de los participantes de la mesa del consenso que jamás se lograrán
fórmulas que vayan más allá de la estricta convivencia. Del otro, un escenario más proclive a
la interacción que puede dar por resultado un final incierto: el acuerdo en lo profundo sobre lo
que supone el bien común de esa comunidad o la degeneración que lleve a un dirigente o a un
grupo a engañar al resto proclamando como bueno, lo que solamente es bueno para unos
pocos.
1. El consenso limitado
El pensamiento liberal elige el primer camino. Si tomamos a John Rawls como autor
paradigmático de nuestro tiempo, podemos ver cómo estructura su razonamiento:
“El propósito de esta tarea (lograr un consenso entrecruzado) no es examinar las doctrinas
comprehensivas que de hecho existen para luego esbozar una concepción política que haga
una suerte de balance entre ellas (...) La justicia como equidad no procede así; hacerlo la
convertiría en política por una vía equivocada. Lo que hace, en cambio, es elaborar una
concepción política como noción independiente”.
Hay una independencia total y absoluta -como ya fue subrayado- respecto de aquello que
sea ajeno a lo político aunque, sin embargo, la teoría política necesite comulgar, en un marco
de razonabilidad, con las concepciones particulares del bien, ser “foco de un consenso
entrecruzado”, por lo cual invoca su apoyo.
111
Rawls responde a las objeciones respecto de la posible renuncia a un entendimiento
político que construya una comunidad política, y a los que ven su teoría como una mera
fórmula de convivencia de posturas irreconciliables. “En efecto, hay que abandonar -señala
Rawls- la esperanza de una comunidad política, si por tal comunidad entendemos una
sociedad política unida en la afirmación de la misma doctrina comprehensiva. Esa posibilidad
está excluida por el hecho del pluralismo razonable, unido al rechazo del uso opresivo del
poder estatal para vencerlo”
Se podría decir que Rawls no concuerda con nuestra intención de buscar qué hay más allá
de las relaciones de poder y restringe el consenso a lo que pueda lograrse en el estricto marco
legal.
¿Cómo hace Rawls para establecer una concepción que mantenga el grado de
independencia deseado respecto de las diferentes posturas vitales particulares, y que permita a
la vez la cooperación social de todos los ciudadanos? El autor echa mano de la teoría
contractualista y construye la ficción hipotética de la posición original.
La posición original no es otra cosa que un mecanismo de representación por el cual las
partes, simétricamente emplazadas, han de llegar a un acuerdo en condiciones equitativas.
Aun a pesar de esta garantía de legitimidad que irradia la supuesta simetría de las partes,
Rawls se ve obligado a excluir de la posición negociadora, aquellos elementos que pudieran
desequilibrar el contrato en favor de unos y en perjuicio de otros, circunstancia que sería
inadmisible cuando el consentimiento, que es el quid de la simetría, se ha convertido en la
fórmula de legitimidad de los principios sancionados.
Para ello cubre a las partes con un "velo de ignorancia”, un entorno de debate
absolutamente neutral.
“La razón por la cual la posición original debe abstraerse de las contingencias del mundo
social y no verse afectada por ellas es que las condiciones para que se dé un acuerdo
equitativo, sobre la base de los principios de la justicia política, entre personas libres e
iguales imponen eliminar las ventajas negociadoras que inevitablemente surgen en el seno
del marco institucional de cualquier sociedad por acumulación de tendencias sociales,
históricas y naturales".
Esta ficción tiene una explicación antropológica. Se supone que la persona posee dos
potestades que determinan su igualdad y su libertad: una, la de tener un sentido del deber y de
la justicia -la potestad de ser razonable- y dos, la de concebir y perseguir un conjunto de
bienes particulares -potestad de ser racional-.
La distinción entre las dos capacidades, es fundamental para Rawls a la hora de
comprender cómo es posible el acuerdo entre ciudadanos con posturas diferentes y hasta
contradictorias que, sin embargo, se muestran “razonables”, logran el consenso y se disponen
a aceptarlo de buena gana, siempre que se les asegure reciprocidad.
Lo razonable y lo racional se diferencian, también -según Rawls- en que “lo razonable es
público en un sentido en que no lo es lo racional”. Merced a esta capacidad, una persona
ingresa al mundo público de los demás, en un plano de igualdad, y nuestra predisposición al
acuerdo que se forja bajo su inspiración.
112
“En la medida en que somos razonables, estamos dispuestos a construir el marco del mundo
social público, un marco que resulta razonable esperar que será aceptado por todo el mundo
y dentro del cual todos podrán actuar, en el bien entendido de que se puede confiar en que
todos harán lo mismo”.
Otro rasgo típico de la posición original viene dado por una clara aversión de las partes al
riesgo, que se deriva de su incertidumbre respecto a cómo se desarrollarán sus vidas en el
marco de justicia que están construyendo. La incertidumbre originada por el velo de
ignorancia promueve, frente al temor de salir perjudicados, la dinámica de la regla maximin,
consistente en maximizar los mínimos y no los máximos, es decir maximizar las garantías
frente a las situaciones desventajosas de pobreza, marginación y desamparo, en detrimento de
las de riqueza y poder.
Más allá de las críticas que podamos formular a esta visión teórica del consenso, es
importante reconocer que brinda un fundamento a lo que en la realidad de nuestros días ocurre
cuando los ciudadanos se acercan a "negociar" y a buscar consenso.
Como reconoce Macintyre en su magistral artículo "La privatización del bien":
“Mis primeras críticas al liberalismo estaban formuladas, por lo demás, de tal manera que
se pueda reconocer que es realmente así como suceden las cosas. No consistían (o no
solamente) en acusar a las teorías liberales de que entrañaban una indeterminación
fundamental respecto de las reglas morales; se esforzaban también en mostrar que esta
indeterminación y este empobrecimiento se ilustran en la realidad social desde el instante
que estas teorías se ponen en práctica”.
Nuestro desafío, por tanto, es proponer nuevas fórmulas que permitan abrir el marco de los
acuerdos a nuevas posibilidades, en el que sea posible una cooperación más profunda sin
dañar la libertad.
2. El consenso constructivo
En el capítulo anterior analizamos extensamente una de las condiciones fundamentales cuál
es la calidad de los dirigentes que se sientan a la mesa del acuerdo. Ahora, nos
concentraremos en las condiciones para ese acuerdo.
En verdad son condiciones para un diálogo que supone un encuentro real y no virtual o
teórico. No estamos hablando de un pacto original o contrato social, porque ya hemos dicho
que tales momentos no existen, ni histórica ni ontológicamente. Hablamos de las millones de
oportunidades en las que ciudadanos se ponen de acuerdo para avanzar en proyecto políticos
concretos comunes.
¿Cuáles son las condiciones para que estos encuentros logren el objetivo de acordar
cuestiones que superen el estricto marco de la libertad/obligación, los ámbitos de posibilidad a
los que hemos hecho referencia? En primer lugar debe haber un conocimiento previo entre los
participantes, que establezca cierta confianza como presupuesto. La razonabilidad es un
113
desafío mucho más sencillo cuando las partes se conocen, no necesariamente como amigos,
pero sí en el marco de una comunidad (una especie de amistad cívica).
Además debe existir una verdadera voluntad de diálogo, que a su vez lleva ínsito la
voluntad de llegar a una resolución común. No niego que pueda darse el caso de un diálogo
sin estos presupuestos, pero su éxito creo sería excepcional y no la regla. En definitiva
estamos hablando de un diálogo sin el "velo de ignorancia" que pretendía imponer Rawls para
asegurar la neutralidad y la igualdad de las partes.
El pensador liberal veía al consenso como un verdadero desafío de nuestro tiempo (y en
verdad lo es). "¿Cómo es posible -se pregunta- que pueda persistir en el tiempo una sociedad
estable y justa de ciudadanos libres e iguales que andan divididos por doctrinas religiosas,
filosóficas y morales razonables pero incompatibles? Dicho de otro modo: ¿Cómo es posible
que doctrinas comprehensivas profundamente enfrentadas, pero razonables, puedan convivir y
abrazar de consuno la concepción política de un régimen constitucional? ¿Cuál es la estructura
y cuál el contenido de una concepción política que pueda atraerse el concurso de un consenso
entrecruzado de este tipo?"
Alain Touraine analiza el destino del hombre en la “aldea global” y se hace preguntas
iguales de enigmáticas “¿podremos vivir juntos?” La respuesta, sin embargo, es simple pero
alentadora:
“La pregunta planteada, ‘¿podemos vivir juntos?’, parece exigir en primer lugar una
respuesta simple y formulada en presente: ya vivimos juntos. Miles de millones de
individuos ven los mismos programas de televisión, toman las mismas bebidas, usan la
misma ropa y hasta emplean, para comunicarse de un país a otro, el mismo idioma. Vemos
cómo se forma una opinión pública mundial que debate en vastas asambleas
internacionales, en Río o en Pekin, y que en todos los continentes se preocupa por el
calentamiento del planeta, los efectos de las pruebas nucleares o la difusión del sida”.
Pensar en una deliberación pública entendida como diálogo abierto y sin
condicionamientes ¿es, entonces, una utopía? Creo que no, aunque su realización es difícil -no
voy a negarlo- y exige una gran vocación política, no sólo de parte de sus dirigentes, sino
también del conjunto de la ciudadanía.
Para entender cómo es posible una deliberación pública, debemos reflexionar unos párrafos
sobre la opinión pública.
3. La opinión pública
Es un error de nuestro tiempo asignarle a la opinión que resulta de las encuestas, y mucho
más a aquella que surge de los medios de comunicación, el título de “opinión pública”. Ello
porque un individuo que reflexiona en soledad o sólo habiendo contrastado sus opiniones en
el marco de su familia, sus amigos o su programa de televisión favorito no alcanza a
interactuar con el sentir de la comunidad y por tal no alcanza a forjar su opinión pública.
Las opiniones políticas particulares manifestadas espontáneamente, sin haber sido
confrontadas en un ámbito común con otras diferentes de sectores distantes y hasta contrarios,
114
al fragor de la retórica, luego de una meditación mínima y sobre todo ante la inminencia de
una decisión que obliga a la unidad de acción, no es nada más que un conjunto de opiniones
particulares. Y la suma de las opiniones individuales no es la opinión pública.
No es necesario teorizar mucho para advertir lo que decimos. Muchas veces nos habrá
pasado que, sostenida una postura al parecer definitiva, cuando debatimos nuestras razones
con una persona extraña que vive otra realidad, aunque sea vecino de mi comunidad,
advertimos luego, meditando el asunto, que su opinión también tiene una cuota de razón. Es,
en este juego dialéctico, cuando comenzamos a ser más “razonables” y empezamos a pensar
en el bien común. Ni que decir si participamos de agrupaciones políticas, sociales o religiosas
en donde sí se puede dar un verdadero debate político.
Así debería ser nuestro voto en las elecciones: el resultado de una meditación en el marco
de la comunidad. Así deberían ser nuestras posturas políticas. Más aún: así deberían forjarse
los valores políticos comunitarios, porque en el debate público nuestros intereses particulares
se ven superados voluntaria o necesariamente por un sentido de razonabilidad y una
disposición hacia el Bien Común. En este sentido, no deberíamos tener miedo al debate
político aunque sea fuerte y apasionado, si es respetuoso y acepta, al menos, las reglas
comunes mínimas.
Por todas estas consideraciones debemos ser precavidos respecto de algunos efectos
negativos de la democracia, cuando se invoca una opinión pública que no ha sido construida
conforme las pautas analizadas.
Ya desde los inicios del clamor democrático, muchos autores, sobre todo liberales, como
Tocqueville o John Stuart Mill, advirtieron sobre la importancia de evitar “la tiranía de la
mayoría”. Mill lo manifestaba en estos términos:
“Por consiguiente, no basta con la protección contra la tiranía de los magistrados, también
se necesita contra la de las opiniones, y sentimientos prevalecientes, contra la tendencia de
la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y
prácticas como reglas de conducta para los que no están de acuerdo con ellas, a fin de
esclavizar el progreso, impedir si es posible, la formación de cualquier individualidad que
no armonice con sus costumbres, y obligar a todos los caracteres a que se ajusten a su
propio patrón”.
Este fenómeno no es otra cosa que la tendencia a endiosar la opinión agregada de todos los
ciudadanos sobre cualquier tema político o de otra índole -las nunca bien ponderadas
encuestas- y que sin embargo, por una combinación fatal entre individualismo y relativismo,
hace que esos individuos, a su vez, se sientan condicionados por la opinión del resto.
De este modo se forma un círculo vicioso en el que nadie termina de hacerse cargo de
señalar las pautas que hacen a la verdad y a la falsedad, a lo correcto y a lo incorrecto. Estos
criterios quedan sentenciados a la indeterminación propia del contingente mundo de una
opinión finalmente anónima. Ante esta circunstancia, la opinión pública se pervierte y ganan
terreno los medios de comunicación, que no son más que "opinión publicada" y que están
sometidos a criterios de espectáculo, diversión y lucro empresario (no lo estoy diciendo como
un reproche, sino como una observación fáctica).
115
4. Condiciones para una deliberación pública
Por todo lo dicho, la voluntad de la ciudadanía no puede reducirse a una “votación
dominguera” en un cuarto oscuro montado en el aula de una escuela. No podemos rechazar las
ventajas que importó la votación individual, secreta e incluso obligatoria. Tampoco propongo
eliminarlo. Pero no alcanza sólo con esa modalidad para realizar el bien común.
Hay otro elemento negativo que debemos tener en cuenta. Cuando la relación política sólo
es entendida como una relación directa de cada individuo con el Estado, además de
exacerbarse los intereses individuales, se produce una disminución importante de las
expectativas que ese ciudadano deposita en lo público. La disminución es directamente
proporcional al grado de abstracción de ese poder.
Mientras más abstracto sea el poder (Estado provincial, nacional, integraciones regionales,
organizaciones internacionales en ese orden jerárquico) más difícil será la interacción de los
criterios políticos que desarrollamos (naturaleza, eficacia y racionalidad) y más básico su
planteamiento de bien común.
¿Debemos renegar entonces de organizaciones públicas que excedan el estricto marco
comunitario o, si se quiere municipal? Muy lejos esta propuesta de sostener semejante idea.
Pero es indudable que la realización del plano de posibilidad que según hemos defendido
concentrará gran parte de las expectativas políticas más importantes de la comunidad, es
inversamente proporcional al grado de abstracción de la autoridad.
El gobernante de una comunidad o de una región puede promover mucho más la
interacción entre sus habitantes y los grupos que conforman y lograr así una política más plena
de sentido y de contenido. Si escalamos en la pirámide de poder, entonces las posibilidades
serán menores y los criterios más individualistas serán el único tópico posible.
La verdadera deliberación pública, por tanto, sólo puede darse en un marco comunitario.
Allí, pueden recrearse las condiciones de un diálogo: un encuentro real, conocimiento previo o
al menos la posibilidad de conocerse y simpatizar una voluntad de diálogo ajena a posturas
dogmáticas o ideológicas y además una intención de consensuar una decisión.
Sin embargo, todas estas condiciones no llegan a darle o a asegurar el carácter de “pública”
a la deliberación. Sólo puede tener tal carácter aquella que se produzca en el seno de las
instituciones públicas y de cara a una decisión que tendrá incidencia en lo público. ¿Como es
eso? Acaso un grupo numeroso de madres reunidas para dialogar sobre la problemática de sus
hijos, por dar un ejemplo ¿no es una deliberación pública? En principio no, porque no se
encuentran en un marco público y no sienten sobre “sus espaldas” la responsabilidad de tomar
una decisión de bien común. Otro tanto con los militantes de un partido político o de otra
institución intermedia, ni los feligreses de una iglesia o los profesionales que se agrupan en un
colegio.
Aunque, de hecho, es más positiva una conclusión extraída de una deliberación de este
tipo, que una hecha sólo en la esfera individual o íntima, los participantes deben ser
conscientes que los criterios de bien común en sus afirmaciones todavía no han sido
debidamente cotejados. No hace falta que me extienda en razones y en ejemplos para
demostrar que no es lo mismo opinar “desde la vereda del frente”, entre amigos o
116
correligionarios, que deliberar en un marco público de cara a una decisión que afectará a
todos. Por eso denominamos a estos encuentros deliberaciones “privadas”.
Ahora bien: en la actualidad las únicas instituciones públicas donde podría darse una
verdadera deliberación pública son los concejos deliberantes, legislaturas y a lo más algún que
otro consejo específico donde el ciudadano puede participar. ¿Tenemos que multiplicar el
número de miembros de las legislaturas para que entremos todos? La irónica pregunta nos
permite descubrir el problema. Las actuales estructuras políticas del Estado Moderno son
demasiado rígidas y demasiado verticalistas como para permitir una variedad de instituciones
públicas intermedias donde pudiera canalizarse la participación ciudadana. Por eso insistí
tanto en la necesidad de institucionalizar las iniciativas que surjan del ámbito de posibilidad.
Los ciudadanos y sobre todos los dirigentes legitimados por sus calidades que serán
invitados a interactuar no querrán postularse para diputados, para ministros o para presidentes.
Nuevas instituciones políticas deben configurar -vuelvo a repetirlo- nuevos escenarios y
nuevas posibilidades de participación y de consenso.
La institucionalización de nuevos canales empero es un desafío, un ideal si se quiere.
Mientras tanto ¿no habrá posibilidad por parte de los ciudadanos de lograr una deliberación
que ayude a realizar el bien común? Nuestra “vocación de posibilidad” nos obliga a pensar
una alternativa.
5. Ambitos que recrean la deliberación pública
Existen ciertos ámbitos que pueden hacer las veces de una institución pública, pues
cumplen con ciertos presupuestos aunque, hay que subrayar, no pueden suplantar a los
ámbitos públicos por excelencia.
Estos presupuestos son tres. El primero es la necesidad de un diálogo entre personas que se
consideren iguales. No quiere decir que sean iguales, pero debe originarse una deliberación
entre personas que respeten la opinión de las demás como iguales y acepten hacia el final una
resolución de consenso. No cumple este presupuesto la deliberación hecha en el seno de la
familia, o de una empresa, o de una organización militar por dar sólo algunos ejemplos.
Cuando existen relaciones de poder o similares entre las partes no puede darse un diálogo
fructífero o, para no ser tan categórico, es difícil que suceda.
El segundo presupuesto es la garantía del pluralismo. La deliberación, para asemejarse a
una pública, debe contar con participantes de diferentes extracciones, clases sociales,
religiones, profesiones, etc. En cada deliberación sobre tópicos determinados, lo importante es
que puedan escucharse de algún modo las partes implicadas con sus diferentes argumentos,
aunque no sólo ellos porque seguramente el diálogo abortaría por la confrontación de
intereses. Deben participar también personas desinteresadas en ese tópico en particular,
aunque interesadas en lograr un proyecto y una solución. En resumen, mientras más amplio
sea el abanico de opiniones dispuestas al diálogo, más próxima a una deliberación pública se
encontrará ese grupo.
Lo óptimo es que puedan dialogar sobre el tópico personas que han estudiado
científicamente la cuestión en un marco de respeto con personas que tienen experiencia en el
117
mismo; que de algún modo han vivido situaciones similares o, peor aún, lo han sufrido.
También es bueno que se escuche la opinión de personas mayores en interacción con la visión
de personas jóvenes. El respeto no es incompatible con la pasión en el modo en que se
presentan los argumentos en la deliberación.
El tercer presupuesto está implícito en los dos anteriores. Debe existir un marco de
“amistad cívica” por llamarlo de algún modo (de sentido de patria si valoramos el pasado y de
fraternidad si merituamos un futuro común). Desde ya es ésta la condición más difícil de
cumplir porque exige un esfuerzo individual y colectivo mayúsculo al que hoy en día no
estamos acostumbrados. Aquí no hay recetas: sin ese espíritu no hay diálogo político, no hay
deliberación pública y, por ende, no hay bien común.
Me gustaría darle a todo lo antedicho un fundamento más profundo pero prefiero no
extender la argumentación, para poder concluir esta reflexión con una visión integral de la
propuesta.
6. Las contradicciones en el ámbito de posibilidad
Luego de haber establecido ciertas pautas que vienen dadas desde un deber ser, no
deducido sino -creo yo- inducido, es hora de merituar las limitaciones de la realidad, para
presentar una propuesta prudente.
Hay una pregunta que es bastante compleja. Supongamos que lográramos un ámbito
público o "semipúblico" (con las condiciones que propusiéramos en el apartado anterior)
donde un conjunto de ciudadanos se disponen a una deliberación pública. ¿Saben en verdad lo
que quieren los ciudadanos?, o como me dijo una vez un político de larga trayectoria cuando
lo increpaba a que respetara lo que la gente quiere de sus gobernantes: "¿Qué es lo que el
votante en verdad quiere?"
En verdad, somos el producto de una sociedad escindida. La escisión se da sobre todo entre
el ámbito de lo comunitario, lo social y lo político.
Lo familiar y comunitario en nuestra región se mantiene consolidado todavía por sólidos
principios comunitarios. Lo social, en cambio, está sometido por criterios individualistas,
artificiales en sus fundamentos pero absolutamente reales en sus consecuencias. Su
funcionamiento se estructura tras una dinámica económica con tendencia a la globalización y
al sostenimiento de relaciones anónimas y superficiales. Touraine describe perfectamente esta
escisión:
“¿Cómo podremos vivir juntos si nuestro mundo está dividido en al menos dos continentes
cada vez más alejados entre sí, el de las comunidades que se defienden contra la
penetración de los individuos, las ideas, las costumbre provenientes del exterior, y aquel
cuya globalización tiene como contrapartida un débil influjo sobre las conductas personales
y colectivas?”
Por último, encontramos lo político que también está escindido con respecto a los otros dos
y que, puesto en jaque por todas las ficciones que lo regulan, debe atender inquietudes
antitéticas que vienen desde lo comunitario y desde lo social.
118
¿Quién es ese ciudadano que se dispone a una deliberación pública? ¿El hombre
comunitario, el interesado miembro de la sociedad civil o el ciudadano enviciado por fantasías
que le han hecho creer que en cualquier momento puede renunciar al contrato político si no se
siente cómodo?
Estamos hablando de la misma persona, pero que puede ser un ferviente feligrés que asiste
a sus celebraciones religiosas, que cree y se propone cumplir lo que escucha, y, al mismo
tiempo, un profesional competitivo absolutamente pragmático. Que puede ser un joven que
estudia con esmero durante la semana y trabaja con ejemplaridad, pero que los sábados se
desfoga con una borrachera descomunal en algún bar. O un ciudadano que aporta grandes
cantidades a obras de beneficencia, pero busca todo el tiempo el modo de evadir impuestos, o
el mismo que se queja por la pornografía y la utilización de la mujer y a su vez como
publicista se siente obligado a seguir la tendencia general porque sabe que eso es lo que más
vende...
Ya hablamos mucho de este ser paradójico que somos los hombres de hoy capaces de las
acciones más sublimes y las más perversas, generando para cada acción un fundamento que
me de la razón para hacerlo.
La libertad desde siempre nos ha impuesto una lucha constante por buscar el bien y evitar
el mal; tarea que no siempre realizamos con el mismo acierto. Por otro lado los sociólogos no
dudan en afirmar: a diferentes roles, diferentes actitudes.
La tesis de esta reflexión se propone señalar que la crisis de los paradigmas modernos, nos
obliga a sostener una “personalidad astillada” (en los términos del pensador Llanos); convivir
en un sistema de grandes contradicciones que puede terminar por destruir lo mejor de
nosotros.
El problema no disminuye cuando elegimos a supuestos representantes. Porque a su
investidura se trasladan las contradicciones de sus representados, y es allí donde se da la
paradoja: el representado tiene intereses contrapuestos, o si no los tiene, el marco en el que
desarrolla sus actividades laborales, profesionales y vitales exigen políticas antagónicas.
Es por ello, tal vez, que los candidatos llegan al poder aplaudidos, pero luego, acosado por
las exigencias económicas, se ven obligados a tomar una serie de medidas que destruyen su
popularidad. La paradoja es que si no las toma, también se vuelve impopular por las
consecuencias que genera.
7. Los deliberantes legitimados
En este marco de fragmentación, se proyectan las personas que naturalmente no sufren este
dilema y han logrado una unidad de vida. Estas personas están llamadas a dirigir -aquellos que
tengan la capacidad- y a tener un especial protagonismo en la deliberación pública.
En verdad no son representantes. Son verdaderos dirigentes públicos (que no es igual a
dirigente político, aunque un dirigente político pueda llegar a ser un dirigente público). La
119
legitimidad y el consenso perdido o debilitado en el ámbito político se mantiene intacto en
estos dirigentes y agentes comunitarios.
¿Quiénes son? No solamente aquellos que tradicionalmente se denominan como tales
(sacerdotes, voluntarios de organizaciones no gubernamentales, docentes y directores de
escuela, presidentes de asociaciones intermedias, cooperativas de padres, clubes, vecinos de
activa participación), sino también todos aquellos que en ciertas organizaciones comunitarias
específicas adquieren legitimidad por sus cualidades y por su servicio y entrega. Incluyo aquí
a todo tipo de organizaciones humanas que, a más de tener un fin común, comparten en mayor
o menor medida una experiencia de vida común de lazos fuertes; una interacción que va más
allá de una simple relación instrumental o utilitaria.
¿Por qué estas personas conservan legitimidad y en cierta forma ejercen una verdadera
autoridad basada en su “potestas”? ¿Por que al político se le exige con enfado y en cambio a
estos dirigentes se les solicita “por favor” y se le ofrece colaboración? En política todo es
corrupto según el sentir de mucha gente; en lo comunitario todo es altruista...
A mi modo de ver la respuesta tal vez debamos encontrarla en la unidad de la vida y en el
esfuerzo que el hombre moderno lleva adelante por lograr esa unidad. La unidad es requerida
por cada uno de los miembros de esas comunidades y por eso buscan dirigentes que lo
profesen y que lo practiquen. Nadie acepta en estos ámbitos un dirigente que sea muy bueno
en lo suyo -en lo técnico por ejemplo- pero que deje mucho que desear en su comportamiento
o en su honestidad. Una conducta pública y privada armónica es uno de los requerimientos
fundamentales, entre muchos otros, que debe soportar un dirigente comunitario, para ser tal.
Lo comunitario aparece como el marco natural para el desarrollo de una democracia de
“proximidad”, fundada sobre una participación más activa y una recreación de nuevos
espacios públicos locales. Al mismo tiempo es una forma de resolver el mayor desafío
lanzado en este fin de siglo: “cómo conseguir la integración y afirmar la identidad, sin negar la
diversidad y la especificidad de los diversos componentes”.
Aunque un análisis más profundo de las características de la comunidad será encarado en el
próximo capítulo, hay que dejar claro, que la intención no es proclamar la elevación de lo
comunitario por sobre todas las otras esferas, ni mucho menos.
Tiene razón Alain Touraine cuando afirma:
“El elogio de la pureza y de la autenticidad es cada vez más artificial, e incluso cuando los
dirigentes lanzan anatemas contra la penetración de la idea mercantil, las poblaciones son
atraídas hacia ella como los trabajadores pobres de los países musulmanes hacia los campos
de petróleo del Golfo, los subempleados de América Central hacia California y Texas, o los
de Magreb hacia Europa occidental. Fingir que una nación, o que una categoría social tenga
que elegir entre una modernidad universalista y destructora y la preservación de una
diferencia cultural absoluta es una mentira demasiado burda para no ocultar unos intereses
y una estrategia de dominación. Todos estamos embarcados en la modernidad; la cuestión
es saber si es como galeotes o como viajeros que parten con maletas, llevados por una
esperanza, al mismo tiempo que somos conscientes de las inevitables rupturas”.
120
¿Sería bueno que volviéramos al estilo de vida de la polis griega, o de los burgos
medievales? La pregunta ni siquiera puede plantearse, porque es imposible. Hay que ser
realistas: estamos parados sobre cimientos modernos y hay que saber asumirlos si es que
pretendemos transformarlos paulatinamente. La sociedad civil, la división del trabajo y la
especialización, el mercado y la propiedad privada, el ethos de la racionalidad y el espíritu
liberal son realidades, y con ellas hay que trabajar. Los que se pasan la vida añorando un
pasado remoto, no son más que cobardes encubiertos que no se animan a encarar los
apasionantes desafíos del presente.
Aquí simplemente, se sostiene que una válvula de descompresión de las falencias
estructurales del actual sistema social, puede venir de la mano de una interacción -como
primer paso- entre los diferentes ámbitos sociales. Dicha interacción permitirá un “flujo de
valores” y actitudes que puede abrir un camino para superar las contradicciones y el dilema
descrito.
Cada ámbito (familiar, comunitario, social y político) debe sentarse a la mesa de diálogo, a
la deliberación pública, encolumnados detrás de sus dirigentes naturales y establecidos.
7. La interacción de los dirigentes
El primer paso entonces para lograr una actualización de nuestra teoría es el
establecimiento inmediato de relaciones públicas interactivas entre los dirigentes de las
diversas esferas. “Públicas”, en este caso, está dicho en un sentido más específico: las
deliberaciones entre los dirigentes de diversas áreas deben ser realizadas a la vista de toda la
comunidad, es decir con un grado de publicidad y transparencia tal, que no deje lugar a dudas
sobre arreglos o concesiones espúreas so pena de viciar de ilegitimidad a la nueva relación y a
sus protagonistas.
Los gobernantes se sientan a la mesa, como referentes del poder político tradicional. Ponen
a disposición la estructura estatal que concentra el poder de la ley y de la fuerza, aunque
también recursos públicos e infraestructura para generar ámbitos de posibilidad. También
aportan su legitimidad “formal”, dañada (como hemos visto) pero todavía importante, y su
indiscutida experiencia. Lo óptimo sería que ejercieran también una capacidad de liderazgo en
función de su visión prudente del conjunto y que fueran garantes del bien común en cada una
de estas decisiones interactivas. Sin embargo este aporte no está asegurado de parte de los
políticos por el sólo hecho de ser tales, al menos hoy en día.
De parte de la sociedad civil llegan los dirigentes de las instituciones intermedias
tradicionales, entre ellas los partidos políticos y los sindicatos. También el sector de la
empresa con sus exigencias y sus recursos. Este nivel aporta estructuras, fondos, reclamos
legítimos (aunque con una legitimidad parcial) planteos individualistas transversales y
verticales que resultan positivos en este marco, puesto que actualizan los reclamos directos de
personas afectadas en sus intereses. Reclamos que deben ser tenidos en cuenta si queremos
orquestar una política prudente.
Por último, tienen participación los dirigentes comunitarios que aportan su conocimiento
empírico de los problemas concretos del hombre comunitario y, por otra parte, sus pequeñas
pero dinámicas estructuras de acción directa efectiva. La legitimidad de este dirigente es real
121
y ha sido fortalecida por la crítica contingencia (sobre todo en nuestros países). En verdad es
una legitimidad parcial en cuanto sólo se corresponde con un grupo determinado de personas,
pero en muchos casos el carácter y el ejemplo de vida -de unidad de vida- de estos personajes
extiende su legitimidad en cuanto tienen posibilidad de hacerlo.
Los intelectuales y también los artistas de todo tipo aportarán su formación y su estilo en el
caso que sean dirigentes a través de los canales que mejor reflejen su personalidad.
Efectivamente: existen muchos intelectuales que pueden mostrar un estilo comunitario o
provenir del racionalismo de la Sociedad Civil o incluso participar de una tecnocracia política.
Otro tanto con los artistas.
En este esquema que no es vertical, debemos incluir, por supuesto, al hombre en su
individualidad, sobre todo al Hombre-común-de-todos-los-días que tiene mucho para decir a
las estructuras. En verdad debiera participar con voz y voto soberano aportando su
“experiencia vital”; no sea cosa que lo comunitario se convierta con el tiempo en una nueva
construcción artificial y vacía.
Sin embargo ya hemos visto que el individualismo y la crítica situación económica
condicionan el compromiso del ciudadano con instituciones que exigen tiempo y esfuerzo. Lo
dejamos asentado, igualmente, para insuflar a la estructura propuesta de un espíritu abierto y
generoso (no sectario, corporativista y mezquino en la convocatoria) El principal propósito de
la interacción -podríamos decir incluso- debe ser alentar la participación del mayor número de
personas en las cuestiones públicas. Incluso, aunque la participación de la gente común le
quite un poco de eficiencia al proceso de búsqueda del consenso, ayuda a la educación cívica
de la ciudadanía.
Si no, daremos la razón a Bertrand de Jouvenel que sentencia:
“Toda asociación humana nos ofrece el mismo espectáculo: desde el momento en que el fin
social no es perseguido constantemente por la comunidad, sino que un grupo particular se
destaca para entregarse a él de una manera permanente, en tanto que los otros asociados no
intervienen más que a ciertos intervalos; desde el momento en que se produce esta
diferenciación, el grupo responsable forma un cuerpo social aparte, adquiere una vida y
unos intereses propios. Este cuerpo social se opone al conjunto humano del que ha salido, y
el será quien lo dirija”.
Para ser armónicos con anteriores afirmaciones, no debemos confundir participación de
dirigentes sociales y comunitarios, así como de ciudadanos notables, en la construcción de la
decisión política, con representación política. Es decir: estos dirigentes y líderes naturales no
serán convocados al ágora política en calidad de “representantes del pueblo”, sino más bien
como figuras destacadas, como líderes en los diversos sectores en los que participan, como
estudiosos de una cierta área temática o expertos en ciertas situaciones. Dichos dirigentes,
sólo cuando deliberan en forma adecuada en el marco político “hacen política”, aunque no del
modo que ha establecido la teoría moderna sino de un modo original.
Ya podemos vislumbrar que la interacción de todos estos agentes puede provocar un giro
copernicano en el devenir político de las sociedades futuras. La fórmula política propuesta
pareciera insinuar el planteamiento de un nuevo ethos esperanzador, que combina el ethos de
la racionalidad con un ethos vital lleno de pasión y también de experiencia. Una combinación
122
todavía incipiente del reino de la necesidad y el reino de la libertad en el marco de un nuevo
ámbito de posibilidad.
8. ¿Cómo puede institucionalizarse el diálogo?
¿Cómo podría institucionalizarse este diálogo y esta acción interactiva? Ya fue dicho que
una idea para ser política, exige ser institucionalizada, porque si no, queda en la esfera de los
deseos o las promesas, tal vez cumplidas por un gobernante pero desechadas por el siguiente.
Por tanto, el asunto es relevante.
Hay que valorar, las particularidades que caracterizan a cada uno de los dirigentes de las
distintas esferas, pues, si no, corremos el riesgo de “contagiar” los defectos de unos a otros, en
lugar de sus virtudes o de someter a unos a las estructuras en las que se desenvuelven otros.
Los políticos y los dirigentes propios de la sociedad civil se encuentran generalmente
condicionados por las estructuras institucionales sometidas a un régimen estricto de legalidad.
Es decir, existen rígidos criterios de racionalidad y de legalidad que acotan su
discrecionalidad. Hay también otros criterios que influyen en sus decisiones y en sus acciones,
como por ejemplo el de optimización económica y absoluto respeto de lo privado.
En cambio los representantes comunitarios, no se ven sometidos en forma tan rigurosa a
estos principios y en cambio, se manejan con otros valores y criterios más amplios.
Un ejemplo superficial pero esclarecedor: un representante de la municipalidad golpea mi
puerta y solicita una colaboración para ayudar a los más necesitados. Lo menos que recibirá es
una negativa, aduciendo que para eso se pagan impuestos, que no tiene ninguna competencia
para hacer tal cosa, además de gruesas críticas para el intendente que ordenó tal acción. De
seguro no correrá igual suerte un sacerdote, o un miembro de una organización no
gubernamental que no sólo recibirá colaboración sino que también puede llegar a recibir
apoyo y participación de nuestra parte en su tarea.
Todo indica, que no podemos canalizar la interacción por un sólo ámbito, tal como una
Asamblea o una mesa de concertación política, ni mucho menos convocar a los demás
dirigentes a vincularse con las estructuras políticas clásicas. El sacerdote por ejemplo, o el
miembro de la ONG, perderían inmediatamente su legitimidad natural si se presentara a la
próxima elección como candidato a diputado o intendente.
Lo político, por tanto, aunque siempre con carácter subsidiario, debe incentivar una
relación constante e institucionalizada entre los diversos grupos de representantes de las
diversas esferas. Sin embargo, deberán pensarse canales originales de interacción que superen
las estructuras clásicas del Estado moderno.
No sería malo, por ejemplo, aunque sólo es una sugerencia que debería estudiarse,
establecer o construir un lugar especial en un lugar importante de la ciudad donde pudieran
tener su local y parte de sus actividades todas las distintas organizaciones comunitarias y
sociales agrupadas por sus objetivos similares o próximos, o por sus tareas coincidentes. De
más está decir que la interacción se potencia por la proximidad física de sus agentes, en un
trato y en una cooperación cotidiana.
123
Otro ámbito novedoso para provocar una interacción pública es, sin duda, la escuela
pública. Allí puede alentarse la interacción de los diferentes sectores de la comunidad
educativa que sin duda redundará en un mejoramiento de la “oferta” educativa básica que
puede provenir de la planificación estatal.
No hay que descartar herramientas modernas que alientan la interacción como es el caso de
la Red de Internet y la interacción a nivel virtual.
124
10. ¿QUÉ ES LO COMUNITARIO?
Parece necesario dedicar una reflexión particular a profundizar en las características de lo
comunitario, ya que es una de las novedades fundamentales del trabajo. En efecto, el
propósito de los últimos capítulos fue una invitación a los diversos dirigentes de grupos
comunitarios y también a sus miembros a interactuar en el ámbito de lo político,
conjuntamente con los dirigentes sociales, en una nueva dimensión que “destraba”, por decirlo
así, la estructura política. Esa nueva dimensión es el ámbito de posibilidad.
Podríamos preguntarnos sin embargo -con un juego de palabras-: ¿Tiene posibilidades la
interacción? En un mundo individualista -con estructuras individualistas y “personas”
individualistas- la idea de una interacción política voluntaria con el entorno social y
comunitario no deja de suscitar cierta incomodidad o perplejidad. No todos están dispuestos a
sentarse a una posible mesa de deliberación y ponerse de acuerdo sin saber quién es -ni cuáles
son sus antecedentes ni sus ideas- y sin tener un marco legal que establezca claramente las
competencias y las “posibilidades” de ese diálogo. Por mucho “bien común” que pueda surgir
de las deliberaciones la ausencia de “garantías individualistas” genera una gran inseguridad y
tememos que se vean condicionados nuestros derechos y se perjudiquen nuestros intereses.
Es esta realidad de desconfianza social, producida por innumerables causas históricas,
sociológicas, psicológicas, la que debe movilizarnos en busca de ámbitos sociales en los
cuales todavía encontremos canales abiertos de comunicación interpersonal e intergrupal.
Ambitos donde podamos generar una nueva base de legitimidad política, además de -y esto es
lo más importante- una política eficaz dirigida al bien común.
En las sociedades contemporáneas, los únicos ámbitos que mantienen estas condiciones
son los grupos comunitarios. Ellos han resistido estoicamente los excesos de la modernidad y
aunque debilitados, todavía guardan una gran fortaleza.
1. ¿Qué es la comunidad?
Cuando hablamos de comunidad, no endiosamos un ente superior o independiente a los
individuos que la conforman. Tampoco hacemos referencia a un ámbito que sea diferente del
marco social. En verdad, hemos rescatado el concepto de “comunidad” con afán teórico, para
destacar en las relaciones interpersonales no sólo aquellos vínculos racionales y utilitarios,
sino también aquellos “lazos fuertes” que se establecen a nivel incluso sentimental; es decir en
un plano que supera el estrictamente racional y consciente para integrarse en una dimensión
vital mucho más profunda y en algunos aspectos inexplicable.
En la idea de comunidad confluyen, a su vez, otros conceptos igual de enigmáticos como es
el de “patria” y el concepto de “nación”. Uno y otro se suman para configurar la idea de un
125
grupo de personas reunidas por un pasado común -asumido como tal- y encaminadas hacia un
fin común también asumido como tal.
Ferdinand Tönnies es uno de los autores pioneros en realizar una diferenciación sistemática
entre comunidad y sociedad. Para hacerlo el pensador alemán se apoya en una distinción
teórica entre dos tipos de voluntades. “La voluntad en la primera de las formas es la voluntad
esencial o natural (wesenwille), bajo la forma segunda es una voluntad arbitraria,
instrumental o racional (Kürwille)”. Más adelante concluye: “La comunidad es así, la
personalidad de las voluntades naturales unidas, y la asociación -léase sociedad- la de las
voluntades racionales unidas.” En su libro Comunidad y asociación resume:
“Toda convivencia íntima, privada, excluidora, suele entenderse, según vemos como vida
en comunidad. Sociedad significa vida pública, el mundo mismo...En la comunidad
permanecen unidos a pesar de todos los factores tendientes a separarlos, mientras que en la
sociedad permanecen esencialmente separados a pesar de todos los factores tendientes a su
unificación”.
George Simmel, sin embargo, cuando reflexiona sobre “las grandes urbes y la vida del
espíritu” parece invertir la distinción y manifiesta que la individualidad sólo se da en la
comunidad -en la pequeña ciudad- y en cambio, en el ámbito de lo social los hombres nos
vemos obligados por pautas sociales, roles y status que, en cierta medida, impiden una
voluntad libre. En palabras de Max Weber, en la sociedad, los hombres estamos encerrados
por una “jaula de hierro”.
“Todas las relaciones anímicas entre personas se fundamentan en su individualidad,
mientras que las relaciones conforme el entendimiento calculan con los hombres como con
números, como con elementos en sí diferentes que sólo tienen interés por su prestación
objetivamente sopesable; al igual que el urbanita calcula con sus proveedores y sus clientes,
sus sirvientes y bastante a menudo con las personas de su círculo social, en contraposición
con el carácter del círculo más pequeño, en el que el inevitable conocimiento de las
individualidades produce del mismo modo inevitablemente una colaboración del
comportamiento plena de sentimiento, un más allá de sopesar objetivo de prestación y
contraprestación”.
Ambas perspectivas, nos enriquecen y nos estimulan a adentrarnos al concepto de lo
comunitario.
2. Nuestra visión de la comunidad
Para comprender nuestra noción de comunidad es necesario consignar primero, con
Leonrardo Polo, que “la sociedad no es consistente a priori” sino que más bien “su
consistencia es ética y la vigencia social de la ética no es un dato, sino un problema y por
tanto, una tarea”.
Esto no contradice la adhesión a la tesis aristotélica sobre la naturalidad de la sociedad,
puesto que ya quedó debidamente asentado que la afirmación de una base natural no impide
confirmar la necesidad de un desarrollo cultural. Dicho desarrollo, en el fondo, es el desarrollo
126
de su naturaleza potencial. Como ilustra Ortega y Gasset: “El tigre es siempre tigre, el hombre
puede deshumanizarse”
La comunidad tanto como lo sociedad existe sólo en el momento en el que sus integrantes
se deciden a entablar relaciones, no pasajeras, sino permanentes. La condición previa de tal
desarrollo es un reconocimiento por parte de los miembros de la sociedad del carácter
personal de los demás: ver en las otras personas, realmente a personas (valga la redundancia),
es decir, seres humanos que comparten con uno la misma dignidad humana, con todo lo que
ello implica.
Este reconocimiento del “prójimo”, exige primero una inquietud espiritual interior que nos
mueva a un juicio de reconocimiento. El proceso espiritual excede ampliamente los criterios
utilitaristas que pudieron haber sostenido algunos pensadores como Hume, Adam Smith,
Bentham o John Stuart Mill. Aunque no sea el momento de desarrollar el concepto, podemos
consignar que dicho proceso espiritual es imposible, sin la inspiración y el impulso
determinante de la trascendencia.
De este modo sostenemos un concepto de comunidad que es armónico con la importancia
de la individualidad, aunque -vale decirlo- no es una individualidad cerrada en sí misma, sino,
por el contrario, abierta hacia los demás.
Sin embargo, el reconocimiento personal de los demás seres humanos que conviven con
uno, no alcanza para conformar una comunidad. Esto porque falta aún el reconocimiento de
un origen común y de un destino común. Un japonés, un italiano, un peruano y un ruandés
sentados en la misma sala de espera de un aeropuerto internacional no conforman una
comunidad. Por muy respetuosos que sean de las identidades culturales de los demás; incluso
por muy afables y predispuestos que puedan mostrarse para llevar adelante tal situación, no
tenemos una conexión de sentido de la envergadura de una comunidad.
Ensayemos un ejercicio filosófico -agradezco al Profesor Edmundo Jelonch por esta idea-
para analizar la comunidad a través de la categorización de las causas hecha por Aristóteles.
¿Cuál es la causa material de una comunidad? Sin duda es el conjunto de habitantes de una
región determinada. Sobre esto podría decirse mucho, pero no hace al objetivo de la reflexión.
¿Cuál es su causa eficiente? Aquí se inserta el concepto de patria -el lugar donde nacieron,
vivieron y murieron nuestros padres- y todo el componente histórico que sirve de basamento a
la integración comunitaria. Podríamos incluso si somos creyentes, hablar de una decisión
divina de crear ese pueblo, en particular para cumplir con una misión en el plan de salvación,
pero no entraremos aquí en cuestiones teológicas.
¿Cuál es su causa final? Con respecto a esta pregunta debemos distinguir dos fines: uno
interno que hace a la plena realización de sus miembros, plena realización porque sólo en
comunidad el hombre alcanza tal dimensión y otro externo que hace referencia al aporte que
ese pueblo está llamado a hacer en el contexto de las comunidades. En este sentido la
comunidad puede convertirse en una nación.
Ahora bien: ¿Cuál es la causa formal de la comunidad? García Morente en sus Lecciones
preliminares de filosofía caracterizaba la causa formal planteada por Aristóteles del siguiente
modo: “La causa formal es la idea de la cosa, la idea de la esencia de la cosa, la idea de lo que
la cosa es, que antes que la cosa sea, está ya en la mente del artífice” ¿Cuál es la esencia de
127
una comunidad? Cuestión tan complicada no puede ser respondida -gracias a Dios- de una vez
y para siempre. Depende de lo que cada comunidad sea y quiera ser y pueda ser, y depende
mucho también del “artífice”.
Llegamos a donde queríamos: una comunidad no puede ser tal, sin un proyecto político y
sin uno o varios “artífices” responsables de dirigirlo, y de realizarlo. De este modo
rechazamos cualquier teoría que pretenda anteponer la comunidad, la nación, la patria a lo
político. No está antes, ni después; simplemente porque no existe una verdadera comunidad, si
el conjunto de personas no asume un proyecto político.
La cuestión, empero, no es tan sencilla. La reflexión que acabamos de realizar es lógica y
filosóficamente correcta. Sin embargo cuando observamos el desarrollo histórico de una
comunidad política ya no podemos distinguir entre su momento inicial, la influencia del factor
político y la que tiene el elemento cultural que hace a la identidad de esa comunidad.
Con esto quiero significar que una vez iniciado el camino de un pueblo -por llamar así a
un conjunto de habitantes hechos comunidad por su organización política- ni la política, ni la
cultura puede arrogarse el privilegio de establecer el rumbo. Necesariamente deberán
mantener una interacción y en determinados momentos soportar cierta tensión. Lo político
generalmente demandará transformaciones y superación. La cultura comunitaria cuidará -con
su espíritu más bien conservador- de que no se produzcan cambios bruscos que puedan
romper la armonía comunitaria.
3. ¿Existe una comunidad?
El análisis que hicimos de la comunidad puede llevar a más de uno a preguntar:
¿Realmente existe alguna comunidad que cumpla todos estos requisitos? A todos ellos voy a
agradecer la pregunta porque allanan el camino para sentar una “tesis fuerte”.
En verdad son contadas con los dedos de las manos las comunidades que hoy en día
cumplen con los requisitos para ser tales. Pueden existir grandes conjuntos comunitarios, pero
pocos de ellos coinciden con una organización política que les permita encauzar la energía
multiplicada que producen las relaciones comunitarias.
En países como Estados Unidos existen comunidades raciales o religiosas, pero en verdad
no son tales, porque no se corresponden con un proyecto político y una organización política.
En nuestro país también hay ejemplos, pero tienen la misma falencia.
Al parecer, entonces, la comunidad como tal no es un presupuesto de las organizaciones
políticas sino más bien un propósito final de las mismas. Aquel régimen político que pueda
consolidar una comunidad cumplirá con uno de sus objetivos más excelsos. Mientras tanto, lo
que existe es un conjunto de pequeñas organizaciones comunitarias que en muchos casos,
pueden convivir en un mismo orden político y en algunos otros mantienen posturas
irreconciliables con los demás grupos.
La inexistencia o, como en el caso de nuestros países, la debilidad de la comunidad política
nos mueve a negar cualquier proyecto que trate de subordinar lo político a los supuestos
128
dictados de la comunidad. En este sentido coincido con Alain Touraine cuando arremete
contra la supuesta comunidad:
“Es inútil volver aquí a la oposición clásica de la comunidad y la sociedad , elaborada por
Tönnies y reinterpretada por Louis Dumont como la oposición entre sociedades holistas e
individualistas puesto que ya casi no conocemos comunidades ‘tradicionales’. En cambio,
puede hablarse de comunitarización cuando un movimiento cultural, o más corrientemente una
fuerza política, crean, de manera voluntarista, una comunidad a través de la eliminación de
quienes pertenecen a otra cultura u otra sociedad, o no aceptan el poder de la elite gobernante.”
La verdadera comunidad es una comunidad política y como tal debe cumplir con todos los
requisitos que hemos ido desarrollando a lo largo de las reflexiones. Debe aceptar por
ejemplo, la diferencia, porque lo político se sustenta en el pluralismo, aunque su régimen
político no debe estructurarse sobre la base de la diferencia, sino más bien sobre la base de la
coincidencia.
Nuestro concepto de comunidad, en definitiva, dista mucho de aquel que pergeñan algunas
mentalidades conservadoras o reaccionarias, que pretenden abolir la libertad personal en
atención a un proyecto establecido “por la comunidad”. De seguro no hará falta mayor
examen para descubrir que tal proyecto en verdad no beneficia a todos, sino sólo a un grupo
dentro de esa “comunidad”.
4. Diferencia entre comunidad y grupos comunitarios
En nuestro país -para tomar un marco de referencia- no existe una comunidad política
nacional y ni siquiera existen comunidades políticas provinciales. No voy a estudiar aquí -
porque no es el lugar- si alguna vez existió, pero si puedo afirmar que hoy no existen tales
comunidades. Sí existe un Estado, una sociedad civil con características primitivas y una
población compuesta por individualidades que, en principio, aceptan una convivencia política
y una cierta unidad. Incluso nuestra población comparte toda una serie de factores patrióticos:
una historia común y una conciencia -mínima- de ese pasado compartido. Sin embargo falta lo
más importante: un proyecto político común, un proyecto nacional, y un “artífice” legitimado
para hacerlo realidad.
Ahora bien: en nuestra conformación social sí persiste un número importante de grupos
comunitarios, entendidos éstos como grupos de personas que mantienen aquellos “vínculos
fuertes” a los que hacíamos referencia al principio del capítulo.
La categoría de “grupo comunitario” es -vuelvo a subrayar- meramente teórica. Sirve para
destacar fundamentalmente la forma en que se relacionan sus integrantes. Cuando un grupo de
personas llega a desarrollar relaciones comunitarias, entonces ese grupo a más de pertenecer a
otras categorías como por ejemplo empresas comerciales, clubes, asociaciones, movimientos
cívicos o unidades académicas será un grupo comunitario, capaz de aportar una experiencia
social más profunda y más integral que los demás grupos en los cuales sólo se mantienen
relaciones sociales. No es importante el modo en que se forjó ese grupo (si de manera natural,
necesaria, espontánea o voluntaria), tampoco su estructura ni su finalidad; lo específico es la
entidad de la relación interpersonal.
129
¿En qué consiste la experiencia comunitaria? Para entenderla y descubrir sus cualidades,
debemos comparar el modo en que las personas se relacionan en la sociedad civil
contemporánea. Ya hemos reflexionado en varios pasajes sobre al tópico así que propongo
que sólo hagamos un comentario general para advertir las diferencias.
5. Las relaciones humanas en la sociedad civil contemporánea
En la sociedad individualista, supuestamente el individuo “liberado” de la opresión de lo
político -y también de lo comunitario- se manifiesta libremente en su relación con los demás.
Esto significa que: 1- él decidirá con quién desea relacionarse, de qué forma, y hasta qué
punto. 2- Por ende los demás no podrán avanzar sobre su intimidad más allá de lo que ese
individuo acepte.
Sin embargo, esta aplicación irrestricta del principio de adhesión genera en la realidad -
como consecuencia- una sociedad que debe establecer necesariamente ciertas pautas que
permitan prever el comportamiento de agentes en cada específica circunstancia. En definitiva
el hombre en la sociedad individualista deja de ser confiable como tal, porque los criterios de
su conducta se los dicta él mismo (sin mayor confrontación con la verdad).
Por ello la confianza en el hombre se restringe al cumplimiento de un rol, de un status, de
una función. Allí su comportamiento será previsible o al menos censurable, en el caso que no
cumpla con las expectativas que la sociedad deposita en esa función.
Hannah Arendt en La Condición Humana, analizando la conformación de esta sociedad
moderna, afirma que:
“Es decisivo que la sociedad, en todos sus niveles, excluya la posibilidad de acción. En su
lugar, la sociedad espera de cada uno de sus miembros una cierta clase de conducta
mediante la imposición de innumerables y variadas normas, todas las cuales tienden a
“normalizar” a sus miembros, a hacerlos actuar, a excluir la acción espontánea o el logro
sobresaliente".
De este modo descubrimos, en el seno de las sociedades contemporáneas, la tensión que
sufren las relaciones sociales entre las personas. Es la misma tensión que soporta el hombre en
relación con esas posiciones rígidas. Sucede que dichas posiciones han sido abstraídas de tal
forma de su sustrato subjetivo -es decir de las particularidades de la personalidad que ocupa
esas posiciones- que terminan por asfixiar al hombre que las asume. Dicho de otro modo: los
roles y las funciones de estos tipos se han homologado de tal forma, que obligan al hombre
intrínsecamente único y diverso a “alienarse”, separando lo que es como hombre, y lo que
debe ser según la función que cumple.
Para poder sobrevivir en la gran estructura de la Sociedad Civil, los hombres debemos
contentarnos con asumir los tipos y cumplirlos lo mejor que podamos. De este modo nos
convertimos en profesionales, en contribuyentes, en televidentes, en consumidores... pero en
pocos o ninguno de esos nichos funcionales podemos canalizar toda nuestra humanidad. A lo
más podemos ser personas, posición que -como se ha dicho- guarda también una cuota de
abstracción y de fragmentación. En algunos ámbitos hasta puede que se nos permita ser
buenas personas. El concepto de persona lo utilizamos aquí con una significación político-
130
jurídica remarcando las atribuciones y los deberes que se espera que cumpla un ciudadano
civilizado.
Los problemas y las derivaciones negativas de esta fragmentación son innumerables. Desde
ya una gran desintegración social, no tanto en la apariencia porque “en la apariencia el sistema
funciona” sino más bien en lo profundo, en lo personal y todavía más en lo espiritual.
En este nivel, por ejemplo, surge un problema de particular importancia al que sólo
podremos mencionar, pero no desarrollar: todas estas posiciones rígidas generan -cada una-
paradigmas éticos que en algunos casos llegan a ser contradictorios o antitéticos. Los hombres
nos vemos obligados a fragmentar nuestra humanidad para ser buenos profesionales, buenos
ciudadanos y buenos padres, pero de la suma de todas estas “buenas” acciones no resulta -
paradójicamente- un buen hombre o si se quiere, un hombre feliz.
La situación es descrita magistralmente por Richard Sennet en El declive del hombre
público:
“Actualmente, la vida pública también se ha transformado en una cuestión de obligación
formal. La mayoría de los ciudadanos mantienen sus relaciones con el Estado dentro de un
espíritu de resignada aquiescencia, pero esta debilidad pública tiene un alcance mucho más
amplio que los asuntos políticos. La costumbre y los intercambios rituales con los extraños
se perciben, en el mejor de los casos como formales y fríos y, en el peor de los casos, como
falsos. El propio extraño representa una figura amenazadora y pocas personas pueden
disfrutar plenamente en ese mundo de extraños: la ciudad cosmopolita. Una res pública se
mantiene en general para aquellos vínculos de asociación y compromiso mutuo que existen
entre personas que no se encuentran unidas por lazos de familia o de asociación íntima, se
trata del vínculo de una multitud, de un “pueblo”, de una política, más que de aquellos
vínculos referidos a una familia o a un grupo de amigos”.
Tenemos, por tanto, una sociedad civil en la que, a pesar del increíble avance de las
comunicaciones, pareciera reinar una gran incomunicación. Vivimos, por designarlo de algún
modo, la soledad de una “incomunicación comunicada”. Una “muchedumbre solitaria” que se
intercomunica a través de rígidos canales formales.
El fenómeno se manifiesta en innumerables aspectos de nuestra cultura. Por nombrar
alguno: las inmensas plazas públicas y edificios de los últimos años, los cuales a pesar del
gran espacio y la funcionalidad aparecen como lugares de paso. “Son espacios -señala Richad
Sennet- que pueden llegar a incomodar aún al más audaz, y mucho más si pretende sentarse en
uno de esos bancos de acrílico colocado geométricamente en el medio de un gran playón de
cemento frente a enormes construcciones de vidrio a través de los cuáles todo se puede ver,
pero distante, como en una pantalla, sin que el que está adentro cruce palabra o comparta
algún sentimiento con su vecino externo”.
Hannah Arendt advierte en su libro citado: “Bajo las circunstancias modernas, esta carencia
de relación “objetiva” con los otros y de realidad garantizada mediante ellos, se ha convertido
en el fenómeno de masas de soledad donde ha adquirido, su forma más extrema y anti
humana.
131
6. Las posibilidades que quedan
¿Qué puede hacer el hombre ante semejante panorama? Más allá del rígido esquema
individualista al que nos somete la sociedad civil, tenemos dos posibilidades: la primera es
sumarnos al contradictorio sistema y vivir la libertad entendida en términos individualistas,
allí donde queden “espacios" o, la segunda, buscar ámbitos en donde poder desarrollar
relaciones humanas íntegras.
En el primer caso, la persona cuando y donde se lo permitan profundizará la vocación
individualista moderna de “hacer lo que cada uno quiera”, aunque tal actitud lo lleve
finalmente a una situación de mayor soledad y mayor infelicidad. Como señala Simmel:
“Esto conduce a la individualización espiritual en sentido estricto de los atributos anímicos, a
la que la ciudad da ocasión en relación a su tamaño. Una serie de causas saltan a la vista, en
primer lugar, la dificultad para hacer valer la propia personalidad en la dimensión de la vida
urbana. Allí donde el crecimiento cuantitativo de significación y energía llega a su límite, se
acude a la singularidad cualitativa para así, por estimulación de la sensibilidad de la diferencia,
ganar por sí, de algún modo, la consciencia del círculo social: lo que entonces conduce
finalmente a las rarezas más tendenciosas, a las extravagancias específicamente urbanitas del
ser-especial, del capricho, del preciosismo, cuyo sentido no residen en modo alguno en los
contenidos de tales conductas, sino sólo en su forma de ser-diferentes, de destacar-se y, de este
modo, hacerse-notar; para muchas naturalezas, al fin y al cabo, el único medio, por el rodeo
sobre la consciencia del otro de salvar para sí alguna autoestimación y la consciencia de ocupar
un sitio”.
Es la opción por el relativismo que, al ser la elección mayoritaria de los actuales habitantes
de las grandes ciudades, produce ese gran defecto contemporáneo que es la anomia social; es
decir, la pérdida de un nomos; de reglas de orientación de las conductas.
Lo paradójico en esta opción es que, a pesar de que la mayor parte de los comportamientos
están rígidamente establecidos, hay una ausencia total de normas morales a las cuales el
hombre integralmente concebido pueda aferrarse para conducirse en su relación con el todo:
con la trascendencia, con sus semejantes y con el mundo que lo rodea.
En la segunda opción, en cambio, el hombre decide someterse no ya a rígidas reglas
creadas por las estructuras, a los efectos de lograr seguridad y previsibilidad, sino a las reglas
éticas propias de una relación en la que dos o más personas van a respetarse en sus
diferencias, pero manifiestan el firme compromiso de compartir un destino común.
Esta elección no es absoluta y definitiva aunque existen personas que toman una decisión
radical al respecto. Pero la mayoría de los “mortales” nos inclinamos por una o por otra
actitud según el caso, las circunstancias, las personas con las que vamos a compartir ciertas
actividades y otras miles de razones y sinrazones... Cuando elegimos con determinadas
personas y grupos la segunda opción hemos abierto las puertas para desarrollar “relaciones
comunitarias”. El ámbito puede ser cualquiera, mientras exista una predisposición en tal
sentido.
Un ejemplo superficial puede ayudarnos a comprender: en una oficina pública dos
empleados cumplen sus funciones; uno es jefe del otro aunque ambos pertenecen a un
132
departamento que tiene a su vez un director. Uno y otro pueden cumplir con las obligaciones
establecidas en la ley o en los estatutos y mantener una relación dentro de los estrictos
parámetros ordenados por esas normas. Sin embargo, en los “espacios de discrecionalidad”
que quedan abiertos entre ellos, cada uno puede comportarse de manera inmoral o sin mostrar
mayor predisposición para entablar amistad o, por el contrario, cooperar aunque la acción
exceda el marco requerido. Pueden trabajar juntos inclusive, sin saber nada del otro más allá
de lo estrictamente profesional; sin compartir nada que no sea trabajo. Por el contrario,
pueden superar la relación laboral básica con una relación de amistad o de compañerismo que
termine “abriendo los corazones” de cada uno para con el otro y compartir así toda su persona,
incluso su intimidad.
Ya la actitud de predisposición a una relación comunitaria es superior o mejor para el
individuo que la mantiene, que una cerrazón al compromiso. Es decir, nos hará mejores
personas y promoverá nuestro propio bien una conducta inspirada por una actitud amistosa,
aunque no recibamos la respuesta esperada de parte de nuestros interlocutores. Hay que
aclarar, empero, que para hablar de una relación comunitaria se requieren al menos dos
personas que mantengan esa actitud y la hayan manifestado con resultados positivos.
7. Grupos comunitarios típicos
Hemos repetido varias veces que cualquier grupo humano puede volverse un “grupo
comunitario”. Existen algunos que en general por su origen, por sus fines o por su dinámica
fomentan las relaciones comunitarias en mayor medida y, por tanto, ante tales grupos
podemos anticipar el desarrollo de un reconocimiento integral de sus miembros (que es lo
mismo que hablar de relaciones comunitarias).
Es el caso de la familia -grupo comunitario por excelencia-, de los grupos de amigos, de los
novios, de los miembros de una típica organización comunitaria de base en comunidades
pequeñas luego de un tiempo de trabajo en equipo. También pueden forjarse relaciones
comunitarias en la escuela, entre los maestros y autoridades respecto de los hijos y también
respecto de los padres (incluso hasta con los ex alumnos; las congregaciones religiosas y las
actividades parroquiales, los clubes deportivos entre los integrantes de sus equipos
permanentes, las asociaciones o cooperativas luego de una larga lista de acciones conjuntas;
coros talleres, grupos de beneficencias, ONG..., colegios profesionales con mucha vida social,
institutos académicos o de estudio e investigación...
En definitiva son ámbitos en el que la persona pueda presentarse integralmente (al menos
en sus aspectos exteriorizables) compartiendo su identidad y su intimidad en la medida de las
posibilidades, y superando -como dijimos- los rígidos parámetros utilitaristas y racionalistas.
Es importante destacar lo que recién insinuamos: la familia es uno de los grupos
comunitarios paradigmáticos y por ello, todas las organizaciones que tengan una relación
directa con la institución familiar ya por sus objetivos o porque recepta la participación de sus
integrantes en calidad de tales, de seguro mostrarán una solidez en sus relaciones comunitarias
mucho mayor a las de otras organizaciones.
133
Ahora bien, a los efectos políticos: ¿qué cualidades tienen los grupos comunitarios que nos
obliguen a otorgarles una participación especial? La pregunta es pertinente puesto que, por
muy positivas que puedan resultar las relaciones comunitarias para los protagonistas de ese
grupo, podría ocurrir que hacia lo público el grupo mostrara un espíritu individualista
exasperante o peor aún una vocación totalitaria.
Efectivamente, no vamos a negar que puedan existir grupos comunitarios con esas
características negativas. Puede darse el caso de un grupo de activistas entrañablemente
amigos que sin embargo compartan el objetivo de terminar con el Estado y que además
realicen acciones violentas en tal sentido. O también grupos que sin llegar a tanto, funcionen
en el ámbito público como verdaderos “lobbies” de sus intereses sectoriales. Por último
existirán grupos comunitarios cuyo discurso público sea absolutamente individualista:
“déjennos vivir en paz haciendo lo que queramos, sin que nadie nos moleste”.
Estos son los miedos de Alain Touraine, por ejemplo, que lo llevan a rechazar propuesta
comunitaristas: “El retorno de las comunidades trae consigo el llamado a la homogeneidad, la
pureza, la unidad, y la comunicación es reemplazada por la guerra entre quienes ofrecen
sacrificios a dioses diferentes, apelan a tradiciones ajenas u oponen las unas a las otras, y a
veces hasta se consideran biológicamente diferentes de los demás y superiores a ellos.”
Conviene entonces que puntualice en que sentido creo que es conveniente convocar a los
grupos comunitarios y en particular a sus dirigentes.
8. La interacción de los grupos comunitarios.
La convocatoria a los grupos comunitarios a participar en el ágora política no debe ser
tomada como una propuesta de representación de estos sectores. De ser así, estaríamos
repitiendo los modelos fascistas y corporativitas. Pero no fue ésa la propuesta de los anteriores
capítulos.
Por el contrario la idea es que los dirigentes naturales de estos grupos comunitarios tengan
abiertos canales de interacción en la estructura política, fundamentalmente en el nuevo ámbito
de posibilidad. No creo que sea conveniente al menos por ahora que dichos dirigentes
intervengan en las sanciones de las leyes del Estado por dar un caso o, en general, en las
estructuras republicanas.
El ámbito de posibilidad -sumado al concepto de la autoridad como potestas y como
diálogo- resultan verdaderos “filtros” para ideas o ideales políticos que no cumplan con los
criterios que apuntáramos en el primer capítulo, sobre todo con el criterio de racionalidad.
Como los proyectos y la forma de ejecutarlos deben surgir del entendimiento y del
consenso entre los diversos dirigentes, es difícil que los demás acepten una propuesta
descabellada o totalitaria, o que se incline claramente hacia el beneficio de un sector en
detrimento de otro. Al ser un diálogo desprovisto de los excesivos mecanismos legales y
procedimentales que regulan el debate institucionalizado en las estructuras políticas
tradicionales, aquí juega un papel trascendental la legitimidad del proyecto en cuestión.
134
De este modo, aunque no sea una fórmula de éxito garantizado, es probable que los
resultados de la interacción entre los dirigentes, sea en la mayoría de los casos un proyecto de
bien común. Puede ocurrir que nunca lleguen a un acuerdo y que la interacción por tanto no
arroje mayores resultados. Pero si lo hace, luego de haber pasado el “filtro político” sugerido,
podemos fiarnos que el proyecto tiene buenas intenciones.
Por otra parte, hay una cuestión fundamental que no podemos pasar por alto. En el seno de
estos grupos comunitarios y al calor de sus respectivas experiencias cotidianas se forjan
virtudes de toda índole, muchas de las cuales son las que faltan y las que necesita la sociedad
civil y la política.
En las relaciones comunitarias, aparecen valores y conductas que exceden ampliamente los
criterios utilitaristas de la dinámica de la sociedad civil. Desde ya se da un respeto natural
mayor o menor según el caso hacia los dirigentes naturales y personas que deben tomar
decisiones. Sobre este punto ya nos detuvimos a reflexionar en el capítulo 8.
Pero no se agota allí el aporte de los grupos comunitarios. Por el contrario existen ciertas
virtudes que surgen de las prácticas concretas de dichos grupos y que también deben ser
receptadas en el ámbito político a través del ámbito de posibilidad. De lo contrario, si sólo
llamamos a los dirigentes comunitarios para ganarnos su legitimidad, pero impedimos que
transmitan los valores y las inquietudes propias de su grupo, en verdad estaríamos “usando” a
esos líderes con todos los aspectos negativos que puede traer aparejado tal acción política.
Las prácticas comunitarias, donde se forjan virtudes positivas para la realización del
hombre y positivas también para el desarrollo del bien común, pueden ser definidas del modo
en que lo hace el pensador MacIntyre. Para él, una práctica es:
“...toda forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, socialmente
establecida, mediante la cual se consiguen los bienes internos a la misma, mientras se
intenta alcanzar las pautas de excelencia propias de esas forma de actividad y que, en parte,
la definen, con el resultado de extender sistemáticamente la capacidad humana de lograr la
excelencia y las concepciones humanas de los fines y los bienes que implica”.
La definición puede confundirnos por su complejidad, pero con unos ejemplos podremos
entender perfectamente de qué estamos hablando. Para MacIntyre saber lanzar con destreza un
balón no es una práctica, pero sí lo es el fútbol. Plantar un nabo no es una práctica, la
agricultura sí.
Hay en la definición de nuestro autor dos tipos de bienes posibles: por una parte los bienes
externos y contingentes unidos a la práctica a causa de las circunstancias sociales, como por
ejemplo el prestigio, el rango y el dinero. Estos bienes se caracterizan porque existen siempre
caminos alternativos para lograr estos bienes, que no se obtienen sólo por comprometerse en
algún tipo particular de práctica. Por otra parte, hay bienes internos a la práctica que no se
pueden obtener si no es a través de esa práctica en particular.
En definitiva hay un conjunto de criterios, de inquietudes, de aptitudes y de actitudes -
adviértase las sutiles pero importantes diferencias entre estos conceptos- que en el marco de
un grupo particular forjarán a sus miembros en el desarrollo de un práctica que permitirá una
superación. Pero una práctica no se agota sólo con las condiciones personales de aquellos que
135
la practican. Supone además ciertos modelos de excelencia y una cierta predisposición,
incluso una cierta obediencia a esos modelos. En general, entrar en una práctica es aceptar mi
carácter de “iniciado” y como consecuencia, la autoridad de esos modelos y la autoridad de
quien los “modela” aunque luego con el correr del tiempo pueda superarlos o rebelarme contra
ellos.
Como señala el mismo MacIntyre:
“Si, al comenzar a escuchar música, no admito mi propia incapacidad para juzgar
correctamente, nunca aprenderé a escuchar, para no hablar de llegar a apreciar los últimos
cuartetos de Bartok. Si al empezar a jugar al béisbol no admito que los demás sepan mejor
que yo cuándo lanzar una pelota rápida, y cuando no, nunca aprenderé a apreciar un buen
lanzamiento y menos a lanzar. En el dominio de la práctica, la autoridad tanto de los bienes
como de los modelos opera de tal modo que impide cualquier análisis subjetivista y
emotivista”.
Más adelante el autor clarifica aún más su concepto: “Entrar en una práctica es entrar en
una relación, no sólo con sus practicante contemporáneos, sino también con los que nos han
precedido en ella. en particular con aquellos cuyos méritos elevaron el nivel de la práctica
hasta su estado presente. Así los logros, y a fortiori la autoridad de la tradición son algo a lo
que debo enfrentarme y de la que debo aprender”.
Ahora bien: ¿Qué tiene que ver este concepto de práctica con la experiencia de los grupos
comunitarios? Al parecer si el fútbol -por tomar un caso- es una práctica que tiene pautas
propias, nada tendrían para aportar estos grupos a esa práctica.
Sin embargo, si agudizamos nuestra capacidad de análisis descubriremos que las prácticas
sólo pueden ser forjadas en el seno de grupos humanos acotados que encarnan los bienes y las
virtudes que hacen a esa práctica. Más aún: la práctica de los grupos comunitarios será el
factor dinámico de “la” práctica; le dará vida y le aportará nuevas experiencias y nuevos
modelos perfeccionados con respecto a los heredados del pasado.
Un ejemplo nos ayudará a comprender. Pongamos por caso el deporte del fútbol. Todo
indica que estamos frente a una práctica de larga tradición compuesta por una serie de reglas
institucionalizadas sobre el modo de jugar; también ciertos bienes reconocidos por aquellos
que participan del deporte y por la comunidad en general (ejercicio físico, dominio del cuerpo
frente a situaciones límites, capacidad para trabajar en equipo, etc.). Tal es el grado de
desarrollo de esta práctica, que podemos establecer lo que es jugar “bien” al fútbol, y lo que es
un buen jugador o un buen equipo. Nada de esto sería posible, empero, si no existieran
verdaderos clubes y equipos de fútbol que encarnaran dicha práctica y trataran de superar los
niveles de perfección logrados.
Es en el seno de los “grupos comunitarios” donde las personas que los integran pueden
valerse de la tradición de esa práctica para alcanzar ciertos bienes específicos que de otro
modo no conseguirían. Por supuesto pueden ir ocasionalmente a jugar un partido y hacerlo
bien, aunque podemos estar seguros que no recibirán todo el bien que podría aportar el
desarrollo constante de tal práctica.
136
Tal vez sea bueno diferenciar a esta altura, en la experiencia de un grupo comunitario,
aquel conjunto de virtudes que son comunes a otros grupos de aquel otro forjado a la luz de la
práctica más importante que los nuclea. Igual distinción puede realizarse con los bienes que
realizan sus integrantes a través de las prácticas y los valores y criterios que rigen sus
relaciones.
La virtud de ser una persona honesta puede ser aprendida en diversos grupos, la virtud de
saber trabajar en equipo sólo en aquellos en donde las actividades se desarrollen con tal
dinámica. La fama o el dinero puedo conseguirlo jugando al fútbol o desarrollando un
proyecto comercial exitoso. Pero existen ciertos bienes que no pueden ser obtenidos si no se
participa en ciertos grupos determinados. Por último existen valores y criterios para
relacionarnos con los demás que aparecen en diversos grupos como por ejemplo “el amor”.
Sin embargo, no podemos negar que en determinados grupos como la familia dicho valor está
más desarrollado que en otros.
No es posible agotar aquí todas las derivaciones en esta relación entre “la” práctica y la
experiencia particular de esa práctica en el marco de un grupo específico. “La” práctica nos
brinda homogeneidad y previsibilidad, los grupos le imprimen la necesaria diversidad. Sin
embargo, también pueden desvirtuar los bienes internos a las prácticas con disvalores como la
codicia o la intolerancia hacia grupos semejantes. Un equipo de fútbol puede ser la
representación de un grupo de deportistas virtuosos o, por el contrario, una banda de
drogadictos y mafiosos...
La importancia de las prácticas en el desarrollo de un grupo comunitario motiva que,
aunque reconozcamos como grupos comunitarios a aquellas relaciones particulares
desarrolladas por al menos dos personas, consideremos relevantes para lo político sobre todo a
aquellos grupos organizados tras una práctica concreta.
9. Aportes de los grupos comunitarios a lo político
Los aportes que puede producir la participación de los grupos comunitarios en lo político,
en particular la participación comprometida de sus dirigentes, son infinitos y no pueden ser
numerados en una lista. La razón e obvia: depende de las especiales características de los
grupos que se atrevan a asumir el desafío. Sin embargo, en el marco teórico de nuestras
reflexiones, podemos rescatar tres que son comunes a toda experiencia comunitaria y que tal
vez -no lo sé- resulten los aportes más valiosos para lo político.
El primer aporte es el ofrecimiento a las fragmentadas sociedades de hoy de ámbitos que
predisponen a las personas para una deliberación pública.
En el capítulo respectivo dejamos en claro que para lograr una verdadera deliberación
pública es necesario cumplir ciertos requisitos. A la luz de esas condiciones digamos como
regla que admite por supuesto excepciones, que los grupos comunitarios no pueden recrear
una deliberación pública por la unidad presupuesta de sus prácticas constitutivas. Parece
difícil en efecto que en el seno de un grupo comunitario se recree la diversidad y la tensión
propia del pluralismo político.
137
Sin embargo, el grupo comunitario puede consolidar las bases para generar una
deliberación pública auténtica o una que se asemeje. Esto por las características propias de sus
prácticas. En el seno de los grupos se templa el carácter de sus integrantes en sentimientos
como la fraternidad, la armonía de mis intereses con los del grupo, la predisposición al
diálogo y al consenso, el respeto por las cualidades diversas de los demás integrantes, el
perdón, el valor de la promesa... La deliberación en tales grupos logra equilibrar en teoría los
criterios racionalistas y utilitaristas, con aquellos otros que surgen de la experiencia, de la
prudencia, e incluso con las “razones del corazón que la razón no entiende”.
El aporte descrito es mayor en el caso de los dirigentes comunitarios. Todos ellos,
acostumbrados a la responsabilidad de guiar a su grupo en la prudencia y lograr acciones
consensuadas, pueden entablar llegado el caso un diálogo más fecundo en términos de
consenso y en términos de eficacia con los demás dirigentes.
Pero esta potencialidad merece ciertas matizaciones. La mayor predisposición de los
dirigentes para una deliberación pública tiene como contrapartida un peligro: que todos estos
dirigentes sólo intenten defender sus intereses sectoriales frente a los demás, es decir, que
tomen la invitación a participar en lo político, como una invitación a “representar” a su grupo
frente a los otros. Y ya lo advertimos no es esa la idea. Este es un peligro real, que puede
frustrar cualquier iniciativa de interacción.
El segundo gran aporte es una característica propia de los grupos comunitarios. En muchos
ámbitos de la política y de la sociedad civil -no es el momento de discutir si por un defecto
añadido o estructural- las prácticas se asemejan a un “juego de suma cero”. Esto es: si uno
gana o se enriquece, es porque otro pierde o se empobrece. Es el caso de algunas actividades
profesionales o del éxito de un empresario o de un político (por nombrar algunos ejemplos): si
unos logran mayor riqueza, fama o poder es sobre la base de que no todos pueden compartir
esos logros. En cambio en la experiencia comunitaria, en principio, se compite en excelencia,
pero es típico de estas organizaciones humanas que los logros resultan un bien para todo el
grupo que participa en la práctica.
Si en un grupo de ayuda a los discapacitados -para dar un caso- uno de los integrantes
descubre un método más eficaz para desarrollar dicha ayuda, él recibirá reconocimiento y
prestigio, pero lo más importante es que todo el grupo se beneficiará de su descubrimiento.
No estoy diciendo que en el ámbito de la sociedad, de la política o de la empresa nunca se
de una acción de bien que sea extensible al grupo o a la comunidad toda. Lo que quiero
significar es que estas acciones no son tan comunes como en la dinámica comunitaria. Incluso
me atrevo a sugerir -aunque no quiero entrar en polémicas- que en un porcentaje alto de casos
en los que se den acciones con este sustrato en la esfera de la sociedad civil, podremos
descubrir por detrás, de seguro, una apoyatura comunitaria.
Lo que es indiscutible es que este tipo de experiencias comunitarias son el caldo de cultivo
para una verdadera vocación pública que debiera guiarse por criterios similares y no por
criterios utilitaristas. Lo público, de más está decirlo, debe tener vocación inclusiva y no una
vocación exclusiva como la que por momentos presenta en nuestros días.
El último aporte está íntimamente relacionado con el anterior. Hace referencia a la especial
concepción de la igualdad que inspira a los miembros de los grupos comunitarios en cuanto
138
tales. Digo “en cuanto tales” porque esas mismas personas en otras organizaciones pueden
mantener de modo consciente o inconsciente, concepciones diferentes e incluso antagónicas
sobre cuáles son los criterios de justicia que debe regirlos. Pero en los ámbitos comunitarios
aceptan un principio humanizado y flexible de la igualdad.
Los miembros de grupos comunitarios, en estos ámbitos, aceptan subordinarse a un criterio
de igualdad regido por la justicia y no al revés como puede ser entendido en el ámbito
político, es decir un criterio de justicia regido por la igualdad.
En verdad, más que un principio rígido, lo que hay es una serie de pautas que, en cada
específica circunstancia, ayudan a combinar el amor o la amistad con la idea de mérito y
también con la idea de equilibrio en la comparación.
Veamos como ejemplo el caso de una familia. El padre no destinará los ahorros producidos
por su trabajo sobre la base de un criterio fijo: “a cada uno según su mérito” o “según su
necesidad”. En cada situación valorará las circunstancias específicas, las necesidades de cada
uno de sus hijos, el mérito, las posibilidades, y de ese modo establecerá la fórmula de equidad.
Una fórmula que analizada a la luz de los rígidas categorías del pensamiento político, podría
resultar intolerable y sin embargo, posee la cualidad de tratar a los iguales como distintos y a
los distintos como iguales.
Visto desde otro punto de vista, desde la visión de los afectados por las decisiones
comunitarias, la experiencia de estos grupos también aporta un espíritu más mesurado para
aceptar ciertas situaciones que pueden perjudicar a algunos pero que benefician al mismo
grupo o a otras personas cuyos problemas en ese momento tienen prioridad. En realidad existe
una tensión que es positiva: la disposición del afectado a aceptar esa “desigualdad” con
tranquilidad, confiando en los dirigentes y la inquietud de los responsables por superar lo
antes posible ese estadio para bienestar de aquel.
Las lecciones que aprendemos en los ámbitos comunitarios para aceptar diferencias
transitorias y sacrificarnos por el grupo, muy lejos de probar que estamos ante “estructuras
sutiles de dominación” ratifican la importancia de estos grupos comunitarios como verdaderas
“escuelas de vida” y en lo que a nosotros atañe como “escuelas de convivencia política”.
10. Desde lo comunitario: una nueva visión de la ciudadanía
Antes de terminar el capítulo creo importante dedicar unos párrafos a reflexionar sobre la
incidencia de todas nuestras conclusiones en el concepto de ciudadanía. En varios pasajes
hemos rechazado el concepto de ciudadanía que construyó el pensamiento individualista por
resultar abstracto y superficial. A esta altura empero ya podemos recuperar un concepto tan
paradigmático e incluirle entre sus caracteres esenciales algunos elementos dejados de lado
por la modernidad.
¿Qué significa la ciudadanía para nosotros? El concepto no puede tener otro sentido que
designar nuestra relación con la comunidad (esa comunidad realizada para los que tienen la
suerte de vivir en una o en proceso de construcción para la mayoría de nosotros). De este
modo la ciudadanía se vincula íntimamente ya no sólo a la idea de derechos individuales, sino
también a la noción de vínculo con una comunidad particular.
139
Comencemos por destacar el valor que hemos dado a lo largo del trabajo a la acción
política de las personas, por encima de las previsiones y las abstracciones de las estructuras.
Como bien señala Habermas “las instituciones de la libertad constitucional no son más
valiosas que lo que la ciudadanía haga de ellas”. En definitiva nuestra propuesta asienta
fundamentalmente sobre una actitud ética de los protagonistas de lo política antes que en una
tarea de “reingeniería política”.
Muchos autores modernos han creído que -aún sin una ciudadanía particularmente
virtuosa- la democracia liberal podía asegurarse mediante la creación de controles y
equilibrios. Dispositivos institucionales y procedimentales como la separación de poderes, el
poder legislativo bicameral, el federalismo y el control de la prensa libre servirían en conjunto
para bloquear el paso a los posibles opresores. Incluso en el caso de que cada persona
persiguiera su propio interés si ocuparse del bien común, los intereses privados podrían
controlarse entre sí. Sin embargo, a lo largo de este trabajo -creo- ha quedado claro que estos
mecanismos procedimental-institucionales no son suficientes y que también se necesita cierto
nivel de virtud y de preocupación por lo público.
Más aún: según lo dicho, la idea de ciudadanía no debe incluir una visión unitaria del modo
de ser de los hombres sino por el contrario, enriquecerse de las diferencias y las variedades
que propongan sus titulares. Tal vez haya sido ese el principal error que llevó a desprestigiar
el concepto integral y republicano de ciudadanía: sirvió a más de uno para aplastar con una
visión unitaria la inmensa variedad que resulta de la experiencia humana.
¿Acaso es necesario que todos hablemos un solo idioma, para que nos sintamos miembros
de una comunidad? ¿Acaso debemos profesar la misma religión? ¿Acaso debemos pensar lo
mismo sobre los grandes temas del hombre y de la sociedad? De ninguna manera. La idea de
ciudadanía, tanto como la idea de comunidad, son paradigmas que deben construirse y no
proyectos que deben imponerse.
De este modo llegamos al final del capítulo con una firme convicción: la batalla por “salvar
a la política” no va a librarse en las estructuras ni en los grupos comunitarios y ni siquiera en
las nuevas organizaciones que institucionalicen la interacción de los nuevos dirigentes. En
verdad es una batalla que debe ser librada en el corazón de cada uno de los ciudadanos,
porque sólo de ellos depende superar el desafío.
140
11. A MODO DE SÍNTESIS
Comienzo a escribir este epílogo el mismo día en el que nace mi tercera hija, María. No es
casualidad entonces que el libro tenga como título, como dedicatoria y como conclusión final
referencias a mis hijos -a nuestros hijos-. Es un compromiso por sacar conclusiones pro-
positivas después de este largo recorrido filosófico.
En los 10 capítulos hemos definido pilares de una teoría que podría llamarse de la
interacción comunitaria y que termina por proponer, como “salvación de la política”, la
construcción de nuevos ámbitos de posibilidad dentro de la política, por parte de dirigentes
legitimados (que tengan Autoridad) y con el consenso real, no teórico y construido, no
deducido de los ciudadanos.
Hagamos un breve resumen de estos pilares:
1- En el capítulo segundo pusimos en el centro de la escena política a la prudencia,
definida como la virtud de dar la respuesta correcta en cada específica circunstancia.
La libertad es entonces protagonista de la política, con toda su potencialidad
creadora, pero también con las limitaciones y condicionantes que supone lograr que
hombres libres lleguen a la unidad de la acción política común, de la mano de otro
hombre libre que se erige como el líder.
Esta revalorización de lo prudencial no renuncia a dictar verdades sobre la realidad
política, pero lo hace con profundo respeto, sabiendo que sus dictados sólo pueden
servir de consejos, de precedentes, de inspiraciones. La acción política, sin embargo,
cuando realmente muestra su faceta más extraordinaria -pero a la vez más peligrosa-
es cuando se vuelve creativa. Las decisiones políticas en el sentido más puro del
concepto, finalmente son decisiones únicas y originales.
2- En el tercer capítulo avanzamos un paso más y no sólo liberamos a la política de
cualquier corsé que pretendamos aplicarle por la fuerza -la fuerza de la teoría-, sino
que además liberamos al hombre de reduccionismos centenarios, forjados al calor de
la modernidad.
Así despojados, quedamos nosotros mismos, personas de carne y hueso, pertrechados
detrás de una muralla ideológica que fundamenta nuestro individualismo, pero
conscientes de que todas esas garantías individualistas no logran hacernos felices.
Sabemos que necesitamos de una comunidad con la cual compartir valores. Pero
tememos que esa comunidad termine avasallando nuestra intimidad.
¿Cómo forjar una visión de la política que recupere la idea de bien común como
plataforma de nuestro bien individual, sin que eso signifique sacrificar nuestra
libertad conquistada? El desafío quedó planteado.
141
3- En el cuarto capítulo exploramos a fondo el concepto de bien común. Advertimos los
problemas reales y la resistencia que producen las teorías que pretenden ampliar su
alcance hasta el punto en el que invocando el bien común “te obligo a hacer cosas
que libremente tal vez no querrías hacer”.
Sin embargo como contracara, una concepción que subestima el marco político y
pretende que el bien es sólo una elección subjetiva y personal o una construcción
voluntaria de grupos de personas asociadas a ese fin, termina por convertirnos en
muchedumbres solitarias. Una visión superficial del bien común termina por
permitirnos sólo intercambiar impresiones y sólo convivir en un marco de obras y
servicios públicos, sin ayudarnos a vivir mejor en el sentido más profundo e integral.
Al final de ese capítulo el desafío se mostró en toda su magnitud: ¿cómo recuperar el
sentido del bien común -el sentido correcto- en las sociedades democráticas de hoy?
4- El quinto capítulo contiene una de las primeras claves de la teoría de la interacción
comunitaria: la construcción de lo político, utilizando tres criterios básicos: el criterio
de naturaleza, el criterio de eficacia, y el criterio de racionalidad. Estos criterios no
sirven para una formulación constitutiva de lo político en el sentido que lo hacen las
elegantes visiones abstractas de la modernidad. En nuestro caso, son criterios que
deberían estar presentes en cada momento en que se toman decisiones políticas.
Por tanto, no se pueden extraer conclusiones absolutas sino sólo relativas,
condicionadas al tiempo y el espacio en el que se produce la deliberación y a la
cultura política -sus valores, sus prejuicios, su propia interpretación de la historia
reciente- de la población que protagoniza (y padece) esas decisiones.
5- En el sexto capítulo vinculamos estos criterios para la construcción de lo político con
un análisis de las posibilidades de lograr el bien común. Luego de dialogar con la
teoría liberal y la teoría utilitarista del bien común, proponemos nuestra propia
visión. Distinguimos tres niveles de bien común y a su vez una distinción entre estos
niveles y los bienes primarios que se definen en cada uno de ellos.
En el primer nivel lo que está en jugo son cuestiones tan básica para el ser humano
que no hay categorías intermedias: si el gobierno no puede garantizar este nivel,
directamente no hay gobierno. En el segundo nivel aparecen los buenos gobiernos;
aquellos que logran establecer sus prioridades pero que también son capaces de
desarrollar su carácter arquitectónico. Allí se ubican los ámbitos de posibilidad que se
describen en el capítulo siguiente.
6- El capitulo 6 es central y entra de lleno a la propuesta del libro: los ámbitos de
posibilidad. ¿De que se trata? Espacios intermedios entre la pura obligación y la pura
libertad, dicotomía que le ha impuesto la modernidad a la política. Mediante un
sistema de interacción vertical (gobierno, sociedad civil, grupos comunitarios) y
horizontal (estos mismos grupos entre sí) se construyen espacios voluntarios en el
que se decide avanzar en los desafíos del bien común.
Esta formulación supera el clásico postulado de dejar que la sociedad se organice y
defienda sus valores. La diferencia es que aquí permitimos que estos ámbitos de
142
posibilidad sean institucionalizados en el marco político, aunque sin aprovecharse de
la capacidad de coacción del Estado.
Lograr una interacción, que tiene una potencialidad infinita pero también fuertes
condicionamientos, es una tarea que en principio es más probable que puedan realizar
dirigentes legitimados antes sus diferentes dirigidos y acostumbrados a buscar los
puntos óptimos de consenso.
7- El capítulo ocho comienza con la pregunta del millón: ¿podrán los políticos y los
dirigentes en general asumir esta construcción del bien común que es mucho más
compleja y difícil de lograr, sobre todo porque camina al filo convertirse en una
nueva afrenta contra la libertad individual o, del otro lado, en una simple enunciación
de buenos deseos políticos, pero sin ninguna posibilidad de concretarlos?
La respuesta nos obligó a bucear hasta las profundidades del concepto de autoridad
buscando su ser y su deber ser, para al final tratar de determinar qué tipo de políticos
y de dirigentes podrían cumplir la misión.
Frente al ideal que gobiernen los mejores, proponemos la hipótesis de que los
mejores, al menos respecto a la posibilidad de generar ámbitos de posibilidad, son
aquellos que tiene autoridad per se, por su trayectoria, por sus decisiones, por sus
ideales confirmados por la “obediencia” que le ofrece el grupo de personas bajo su
influencia, sin necesidad de amenaza de coacción.
8- En el noveno capítulo, reflexionamos sobre cómo la ciudadanía participa en la
configuración del bien común, a través de un sistema de consenso que se logra por
mecanismos hoy no valorados por los esquemas formales de nuestras sociedades
supuestamente democráticas.
Allí volvemos sobre la idea de una posibilidad más concreta que es la deliberación de
los dirigentes, no elegidos formalmente como representantes pero sí avalados por la
autoridad que sustentan.
Por último reflexionamos sobre la necesidad de institucionalizar el diálogo, como
condición básica para que la búsqueda y la construcción de espacios de posibilidad
sean sustentables en el tiempo, pervivan al recambio de dirigentes y sean efectivos.
9- Y así llegamos al último capítulo en el que buscamos en las rendijas que deja abierta
la sociedad individualista de hoy, la fuerza de los grupos comunitarios formales e
informales, porque advertimos que allí los valores, la actitud, el entorno, los
dirigentes y los fines pueden ser mucho más favorables para la construcción de estos
ámbitos de posibilidad.
Distinguir entre el ideario de forjar una comunidad y la aspiración más acotada y más
concreta de revalorizar los ámbitos comunitarios es como la última ficha para
terminar el armazón de esta larga exploración.
¿Qué ha quedado al final de este camino? ¿Cómo salvar a la política? La conclusión es que
el camino para salvar a la política pasa por permitirnos que el hombre, que nosotros, nos
143
proyectemos con toda nuestra “humanidad” al ámbito de lo político en un nuevo concepto
de ciudadanía mucho más integral.
Sobre esa base, hay que darle a la política el fin que al menos en el debate teórico, perdió
en los últimos siglos: la construcción del bien común, como base para nuestra felicidad
individual.
¿Cuán largo y cuán ancho puede ser el concepto de bien común? Eso depende de la
capacidad que tengamos de generar ámbitos de posibilidad. Se abre un nuevo mundo a
conquistar que es el bien común logrado no por imposición sino por construcción conjunta.
Si tuviéramos que decir cuál es la punta del ovillo; es decir ¿por dónde empezamos? La
respuesta de estas reflexiones marca una prioridad: empecemos poder “apoderar” (en
castellano no existe una palabra tan exacta como en el inglés “empowerment”) a los
dirigentes de ámbitos comunitarios, que hasta ahora no hemos permitido interactuar con lo
político, no al menos desde un punto de vista institucional. La punta del ovillo es que
ingresen a la política, dirigentes con autoridad real.
Allí donde no haya ni siquiera dirigentes comunitarios habrá que ir a una etapa más
germinal y recrear los ámbitos de deliberación pública, porque allí se forjan, se lucen, los
dirigentes que necesitamos para sentar a la mesa de la construcción de las nuevas fórmulas
del bien común.
Bajo esta perspectiva, muchas de las iniciativas que están en boga en estos tiempos van a
contramano. Es que, espantados ante el poder destructivo de lo político, hemos salido a
limitarlo, a fraccionarlo, a tratar de encasillarlo en normativas interminables, a quitarle
discrecionalidad, imponiendo pre-conceptos, planificaciones, etc.
No digo que la tarea de limitar al gobernante sea mala. Digo que no es la solución para
devolverle a la política esa promesa real, no las promesas de los políticos de hoy, de
ayudarnos a ser más felices.
Sin embargo el desafío, cuando uno baja a la arena política, es abrumador. He seguido con
atención en los últimos diez años intentos de aplicar estas ideas en Argentina y en otros
países y los resultados son en la mayoría de los casos muy desalentadores.
Aquí es donde la filosofía se retira y pide a los apasionados que se hagan cargo. Las ideas
están al orden del día. Llegó la hora de la acción.
144
INDICE
1. A MODO DE INTRODUCCIÓN 7
2. LA VERDAD DE LA POLÍTICA 10
1. ¿Tiene la política un deber ser? 11
2. Una visión realista 12
3. El fenómeno político 14
4. El manejo de la circunstancia 15
5. ¿Cómo saber algo sobre política? 17
6. Conocer al hombre 18
7. Conocer el todo 20
8. La pregunta es cómo. 21
9. La clave es la prudencia 22
3. EMPECEMOS POR EL PRINCIPIO 24
1. La visión clásica 25
2. La visión moderna 26
3. Visión integral del ser humano 29
4. Diferencias entre la visión clásica y la moderna 30
5. Consecuencias del individualismo 31
6. Intimidad sin referencia al bien común 32
7. El desafío de superar el modelo individualista 33
4. EL BIEN COMÚN ¿EXISTE? 35
1. El bien para el hombre 36
2. El bien como una elección personal 37
3. ¿Qué valor tiene la comunidad política? 38
4. El bien común ante la encrucijada 40
5. El desafío pendiente 42
5. LA CONSTRUCCIÓN DE LO POLÍTICO 44
145
1. ¿Qué es lo público? 45
2. Alcances de lo común 46
3. Fantasías políticas 47
4. Soberanía del pueblo. 49
5. La representación ideológica 50
6. ¿Qué ocurre en la realidad? 51
7. El criterio de naturaleza 52
8. El criterio de eficacia 54
9. El principio de subsidiariedad 55
10. El criterio de racionalidad 56
11. Conclusión 58
6. EL BIEN COMÚN ANTE LO POLÍTICO. 60
2. El camino de la virtud 61
3. El bien común en la teoría liberal 63
4. La teoría utilitarista 66
5. Nuestra visión 68
6. El bien común necesita de la política 69
7. ¿Cómo procura el Estado el bien común? 70
8. ¿Existe una fórmula para el bien común? 72
9. ¿Cómo decidir y cómo construir el bien común? 73
10. Los tres niveles de análisis del Bien común 74
11. El bien común ante la igualdad 77
12. El bien común ante la libertad 78
13. Teoría política de la interacción comunitaria 81
7. ¿CÓMO? LA INTERACCIÓN COMUNITARIA 83
1. La libertad como fundamento 83
2. Un ámbito de posibilidad 86
3. La interacción horizontal y vertical 88
4. ¿Qué posibilidades tiene la interacción? 90
146
5. Las instituciones necesarias 91
8. ¿PODRÁN LOS POLÍTICOS? 93
1. El "quién" de la política 93
2. Lo político como autoridad 95
3. Autoridad y potestad 97
4. El fundamento de la autoridad política 98
5. El fundamento de autoridad en la opinión vulgar 101
6. ¿Cuál debe ser el fundamento de autoridad? 102
7. La autoridad como diálogo 104
8. El gobierno de los mejores 106
9. ¿Quiénes son los mejores? 107
9. ¿PODRÁN LOS CIUDADANOS? 110
1. El consenso limitado 110
2. El consenso constructivo 112
3. La opinión pública 113
4. Condiciones para una deliberación pública 115
5. Ambitos que recrean la deliberación pública 116
6. Las contradicciones en el ámbito de posibilidad 117
7. Los deliberantes legitimados 118
7. La interacción de los dirigentes 120
8. ¿Cómo puede institucionalizarse el diálogo? 122
10. ¿QUÉ ES LO COMUNITARIO? 124
1. ¿Qué es la comunidad? 124
2. Nuestra visión de la comunidad 125
3. ¿Existe una comunidad? 127
4. Diferencia entre comunidad y grupos comunitarios 128
5. Las relaciones humanas en la sociedad civil contemporánea 129
6. Las posibilidades que quedan 131
7. Grupos comunitarios típicos 132
147
8. La interacción de los grupos comunitarios. 133
9. Aportes de los grupos comunitarios a lo político 136
10. Desde lo comunitario: una nueva visión de la ciudadanía 138
11. A MODO DE SÍNTESIS 140
INDICE 144