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N No ov vi i e em mb br re e 2 20 01 16 6 B B O O L L I I V V I I A A Evo Morales: ¿continuará? Después de diez años al frente del Estado boliviano, si hay algo en lo que pueden estar de acuerdo tanto los seguidores como los detractores de Evo Morales es que su llegada al poder ha provocado un auténtico cambio. Tras largos periodos caóticos en el marco político, la última década ha resultado relativamente estable para los estándares bolivianos. La base del proyecto del primer presidente indígena de Bolivia fue el abanderamiento de la defensa de los intereses nacionales y la controvertida medida, adoptada al poco de tomar el mando del Ejecutivo en 2005, de revertir las privatizaciones realizadas en la década de los 90, y, por tanto, nacionalizar las principales empresas del país. Esta política permitió al Estado controlar el gran tesoro de Bolivia, el gas (es el tercer productor de América Latina), al otorgar a la compañía Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) el control, la explotación, el almacenamiento y la distribución de los hidrocarburos. La importancia de la actividad gasista ha sido una constante en la historia reciente de Bolivia. Precisamente los hidrocarburos fueron el centro de la conflictividad social que se originó a principios de este siglo (la denominada Guerra del Gas 1 ), y que catapultó la figura de Evo Morales y su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS), en el panorama político. 1 El plan del anterior Ejecutivo de exportar hidrocarburos a Estados Unidos a través de Chile (país con el que Bolivia mantiene una disputa histórica) desencadenó fuertes protestas y enfrentamientos con las fuerzas del orden. b b s s e e r r v v a a t t o o r r i i o o E E x x t t e e r r i i o o r r

Observatorio exterior de noviembre 2016

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BBBOOOLLLIIIVVVIIIAAA Evo Morales: ¿continuará? Después de diez años al frente del Estado boliviano, si hay algo en lo que pueden estar de acuerdo tanto los seguidores como los detractores de Evo Morales es que su llegada al poder ha provocado un auténtico cambio. Tras largos periodos caóticos en el marco político, la última década ha resultado relativamente estable para los estándares bolivianos. La base del proyecto del primer presidente indígena de Bolivia fue el abanderamiento de la defensa de los intereses nacionales y la controvertida medida, adoptada al poco de tomar el mando del Ejecutivo en 2005, de revertir las privatizaciones realizadas en

la década de los 90, y, por tanto, nacionalizar las principales empresas del país. Esta política permitió al Estado controlar el gran tesoro de Bolivia, el gas (es el tercer productor de América Latina), al otorgar a la compañía Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) el control, la explotación, el almacenamiento y la distribución de los hidrocarburos.

La importancia de la actividad gasista ha sido una constante en la historia reciente de Bolivia. Precisamente los hidrocarburos fueron el centro de la conflictividad social que se originó a principios de este siglo (la denominada Guerra del Gas1), y que catapultó la figura de Evo Morales y su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS), en el panorama político. 1 El plan del anterior Ejecutivo de exportar hidrocarburos a Estados Unidos a través de Chile (país con el que

Bolivia mantiene una disputa histórica) desencadenó fuertes protestas y enfrentamientos con las fuerzas del orden.

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Al proceso de nacionalización se unió un elemento externo que favoreció enormemente al gobierno boliviano: el aumento de los precios internacionales de las materias primas. Todo ello provocó que los ingresos procedentes de los hidrocarburos se multiplicasen por diez entre 2005-2014, hasta 6.000 mill.$ (un tercio de la recaudación fiscal). Sustentado en esta “lluvia de millones”, Evo Morales ha instrumentado una extensa política social con el doble objetivo de reducir la pobreza e intensificar la integración de la comunidad indígena. Mirando hacia atrás, los avances en la última década han sido incontestables: el porcentaje de la población en situación de pobreza se ha reducido a la mitad, hasta el 27%, y la clase media ha aumentado en dos millones y medio de personas (25% de la población). Además, este avance social ha impulsado otros sectores, como los servicios, que han registrado un fuerte dinamismo en los últimos años, construyéndose, en definitiva, un círculo virtuoso en la economía. Así pues, con unos potentes vientos de cola, Bolivia ha navegado prácticamente con el piloto automático, con una economía creciendo por encima del 5%, al mismo tiempo que se ha registrado superávit en la balanza fiscal y por cuenta corriente, lo que ha conducido, además, a la consolidación de elevados volúmenes de reservas. En este contexto, ¿qué más se puede pedir? Diez años después, gran parte de los bolivianos apoyan el proceso de nacionalización. De igual forma que tampoco resulta difícil comprender cómo Morales revalidó su mayoría en las elecciones presidenciales de 2009 y 2014. Sin embargo, no todo han sido buenas noticias. La nacionalización de las empresas2 ha erosionado enormemente el clima de negocios. Además, el discurso anti capitalista de Morales, alineado con el “eje bolivariano”, ha alimentado la desconfianza de la comunidad internacional. No obstante, cabe matizar que, a pesar de esa oratoria beligerante, Evo Morales ha ejercido, en la práctica, un cierto pragmatismo. En este sentido, el limitado impacto económico de la colaboración con Venezuela le ha otorgado a La Paz una mayor independencia en política exterior. Asimismo, el crecimiento sustentado en las materias primas esconde una enorme fragilidad: la exposición a la volatilidad de los precios. En el caso del gas boliviano, su

2 La nacionalización también afectó a los intereses de empresas españolas en el país (véase los ejemplos de

Abertis-Aena, Red Eléctrica e Iberdrola).

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precio está ligado a la cotización del barril de West Texas Intermediate (WTI). Esta vulnerabilidad se ha puesto de manifiesto a raíz del desplome de los precios del crudo iniciado a mediados de 2014. El frenazo de la actividad gasista ha reducido los recursos del Estado, y sus efectos se han extendido al resto de la economía. Todo ello se ha traducido en la pérdida de dinamismo, al mismo tiempo que se han evaporado los superávits gemelos. Si bien el ritmo de crecimiento estimado de Bolivia para el presente año se sitúa en torno al 3,5%, superior al de la media de la región latinoamericana, representa una importante caída respecto a 2013. Compensar el impacto del descenso del precio del gas no se antoja sencillo. Además, hay que añadir un segundo elemento a la ecuación: el agotamiento de los pozos, que impide compensar el descenso de los precios con un aumento de la producción. La ausencia de nuevos proyectos gasistas se explica por el desplome de la inversión. Algunos estudios cifran las necesidades de capital del sector de hidrocarburos en torno a 5.000 mill.$, lejos de los actuales niveles (inferiores a 500 mill.$). De hecho, las estimaciones apuntan a que el actual ritmo de extracción no se podrá sostener más allá de 2019. La desaceleración también ha tenido un coste político, como se evidenció en la pérdida de apoyo electoral en las pasadas elecciones regionales de 2015, donde los partidos de la oposición arrebataron al MAS el control de los principales centros urbanos, como La Paz y El Alto. Los problemas de Morales se multiplicaron aún más en el referéndum celebrado a principios de año, cuando la mayoría de los bolivianos votaron en contra

de extender a tres mandatos el límite establecido en la Constitución. Aunque el MAS partirá, aparentemente, como el principal partido en los próximos comicios de 2019 (favorecido por la división entre la oposición), la cuestión radica en si Evo Morales podrá concurrir a las elecciones, algo que la actual legislación impide.

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Morales no ha renunciado aún a sus opciones de seguir gobernando, y ha mostrado en distintas ocasiones la posibilidad de celebrar un segundo referéndum antes de 2019. En cualquier caso, es evidente que el Presidente se encuentra en el momento más complejo de sus diez años en el gobierno. Su continuidad dependerá, en buena parte, de la evolución del panorama económico. Para recuperar el dinamismo, el Ejecutivo ha apostado por el diseño de un plan quinquenal (2016-2020), denominado Plan de Desarrollo Económico y Social (PDES). El mega proyecto resulta, aparentemente, razonable, dado que incluye medidas para reducir el déficit de infraestructuras, mantener el volumen de producción de gas e impulsar la diversificación de la estructura económica. Sin embargo, el coste del PDES (49.000 mill.$, equivalente al 147% del PIB) sobrepasa enormemente la capacidad de Bolivia. Aunque el Estado cuenta con margen de endeudamiento (la deuda pública es relativamente moderada, en torno al 45% del PIB), las dimensiones del PDES hacen necesaria la participación de capital privado para poder alcanzar los objetivos. En este punto, el proceso de nacionalización llevado a cabo la pasada década juega claramente en contra de Bolivia por la desconfianza que suscita, lo que eleva el escepticismo sobre el alcance real del PDES.

Así pues, Morales se encuentra atrapado entre la urgencia de recuperar el apoyo del electorado y la necesidad de colaborar con inversores extranjeros. Es probable que las empresas foráneas exijan a La Paz medidas que favorezcan el clima de inversión, lo que abriría interrogantes en torno al rumbo que adoptará el Ejecutivo: ¿prevalecerá el acercamiento a las empresas extranjeras a costa de alejarse de la idiosincrasia política del MAS?.

Aparentemente, no cabría esperar giros drásticos sino, más bien, tímidos cambios por parte de Morales. Sin embargo, la siguiente pregunta que surge es si dichos cambios podrían ser suficientes para acarrear un coste político entre los seguidores de Morales, de tal forma que la priorización de sostener el desarrollo económico pudiera llegar a ser contraproducente. Evidentemente existen numerosos elementos que pueden influir en el futuro político de Morales, sin embargo; no deja de ser paradójico que su continuidad se encuentre, en cierta medida, ligada a la actividad del capital extranjero, tan denostado años atrás.

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CCCAAANNNAAADDDÁÁÁ /// UUUEEE Valonia, la última aldea gala La firma del tratado comercial entre la Unión Europea y Canadá, prevista para el pasado 27 de octubre, tuvo que ser aplazada durante tres días debido a la oposición de la región belga de Valonia. Finalmente, las autoridades de dicha región llegaron a un acuerdo con los máximos representantes de la Unión Europea que posibilitó la firma del texto el pasado 31 de octubre. Lo cierto es que el veto de esta región de 3,5 millones de habitantes ha puesto en tela de juicio la estrategia de la política comercial llevada a cabo por la Unión Europea, competencia exclusiva de la Comisión desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa en 2007, y evidencia una vez más las grandes diferencias existentes entre los países miembros. Además, es sólo un pequeño anticipo del farragoso camino que le espera al tratado de libre comercio que la Unión Europea se encuentra negociando con Estados Unidos, el TTIP, mucho más polémico.

El acuerdo con Canadá, the

Comprehensive Economic

Trade Agreement, más conocido como CETA, es el primero de los denominados tratados comerciales “de nueva generación” ya que, como novedad, incorpora no solo la eliminación de las barreras arancelarias, sino también la agilización de

los procesos para cumplir con la normativa de la parte importadora, así como el reconocimiento mutuo de certificaciones, tanto sanitarias como fitosanitarias, con el objetivo de reducir también las barreras no comerciales. Además, con su entrada en vigor, se permitirá el acceso de las empresas europeas a las licitaciones y los concursos públicos canadienses (incluyendo a nivel local y regional); se amplía la protección sobre los derechos de propiedad intelectual y se establece un nuevo sistema de protección de inversiones, el Sistema de Tribunales de Inversiones (ICS por sus siglas en inglés), que ha sido uno de los puntos más controvertidos del texto. Al tener un alcance tan amplio, se consideró que excedía las competencias de la Unión Europea, por lo que los Estados miembros han exigido una ratificación mixta. Por tanto, el texto deberá ser aprobado por el Parlamento Europeo, así como por cada uno de los países miembros, siguiendo los procesos de ratificación establecidos en cada uno de ellos. Debido a que dichos procesos de ratificación difieren enormemente de un país a otro, la aceptación definitiva podría dilatarse durante años o no llegar a ocurrir nunca, ya que la oposición de un único país es suficiente para derogarlo. Por este motivo, las autoridades han previsto que el 97% del texto entre en vigor de forma

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provisional una vez lo apruebe el Parlamento Europeo y durante un plazo máximo de tres años, hasta que cuente con el consentimiento de los Estados miembros. Es la primera vez que la Unión Europea firma un tratado de libre comercio con una de las potencias del G8 y se considera que el CETA puede servir de ejemplo para los futuros convenios comerciales que actualmente están en proceso de negociación, como el TTIP o la renovación del que existe con México. Esta ha sido una de las razones por las que el acuerdo con Canadá ha levantado tanta polvareda en la opinión pública, ya que se considera que es el “hermano pequeño” del TTIP y sienta un precedente en las negociaciones con Estados Unidos. Uno de los aspectos del tratado que más controversia ha suscitado es el sistema de resolución de disputas entre Estados e inversores extranjeros. Tradicionalmente el método que se había estipulado en los tratados bilaterales era el Arbitraje de Diferencias entre Inversor- Estado (ISDS por sus siglas en inglés). La polémica surgió cuando en el borrador del TTIP, que se negociaba de forma paralela, se decidió que el ISDS sería también el sistema de arbitraje que se utilizaría en caso de que hubiese controversias entre un inversor estadounidense y un Estado. El ISDS ha suscitado numerosas críticas ya que, de acuerdo con sus detractores, limita la capacidad de legislar de los Estados, supeditando la protección de los ciudadanos en materia de medio ambiente o consumo a los intereses de las multinacionales e inversores extranjeros. Además, permite que los inversores extranjeros, a diferencia de los nacionales, se enfrenten a los países y posibilita la elección de árbitros privados y no “jueces profesionales”, lo que puede poner en riesgo la independencia de los laudos. Por todos estos motivos, la respuesta de las organizaciones de la sociedad civil fue tal que la Comisión se vio obligada a realizar una consulta popular acerca de la viabilidad o no de incluir el ISDS como método de solución de controversias. El resultado, un 97% de los votos en contra, tuvo como consecuencia la paralización de las negociaciones del TTIP y la reformulación de los términos recogidos en el CETA, donde también se había incluido. De esta forma surgió el Sistema de Tribunales de Inversores (ICS) que, de acuerdo con la Comisión Europea, garantiza el derecho a legislar de los Estados y sus dirigentes, estableciendo los límites y determinando las situaciones en las que los inversores extranjeros y las multinacionales pueden enfrentarse a los Estados. A pesar de ello, los sectores críticos siguen sin estar conformes, ya que consideran que no hay diferencias sustanciales entre el ICS y el ISDS y que se sigue perjudicando el derecho a regular de los Estados en pro de los intereses extranjeros. El otro aspecto que ha provocado el rechazo del parlamento valón es la eliminación del 99% de los aranceles en la mayoría de los productos en el momento de entrada en

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vigor o, dependiendo de la naturaleza del producto, en un plazo máximo de 7 años. El aumento de la oferta debido a la entrada de productos canadienses bajará previsiblemente los precios, lo que perjudicaría a los productores locales. Además, la región de Valonia, que desde el 2014 está gobernada por Paul Magnette, del Partido

Socialista, se ha visto especialmente afectada en los últimos años por el cierre de empresas industriales, principalmente del sector siderúrgico, debido a la deslocalización de las fábricas a lugares con costes salariales más bajos, lo que ha provocado el aumento de la tasa de paro al 12% y el auge de las fuerzas de izquierda radical

con un discurso antiglobalización, representadas por el Partido del Trabajo. Ante la posible pérdida de apoyo por parte del electorado de izquierdas y aprovechando la descentralización del país, que da potestad a los parlamentos regionales para aprobar las decisiones de la UE, el mandatario valón se negó a rubricar el acuerdo. Sin embargo, las presiones tanto por la parte canadiense como por la europea, hicieron que finalmente cediese y firmase tres días después de lo previsto, sin incluir modificaciones al texto inicial, pero con una serie de compromisos y garantías no vinculantes por parte de las autoridades europeas y canadienses relacionadas con el mercado agrícola y los tribunales de arbitraje. El acuerdo comercial entre la UE y Canadá se encuentra aún muy lejos de ser definitivo, a pesar de que la firma por parte del primer ministro canadiense Justin Trudeau, del presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, del presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk y del primer ministro de Eslovaquia (país que ostenta la presidencia rotatoria de la Unión en la actualidad), Robert Fico, ha supuesto un primer paso muy importante. Por el camino se tendrá que enfrentar a la aprobación de casi 40 parlamentos, entre nacionales y regionales, que se espera que cambien en su configuración en los próximos meses o años, así como a referéndums populares, como en el caso holandés, que ya paralizó la firma del tratado comercial con Ucrania.

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CCCOOOLLLOOOMMMBBBIIIAAA ¿El fin de la historia interminable? Colombia, la democracia más antigua de América Latina, ha vivido los ataques de las guerrillas durante más de medio siglo. El conflicto que ha enfrentado al Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), se dio por finalizado de forma oficial con el Acuerdo de Paz firmado por el presidente Santos y el líder de la guerrilla, Rodrigo Londoño, alias “Timochenko”, el pasado 26 de septiembre. Sin embargo, para que fuese realmente efectivo, debía ser legitimado por los ciudadanos colombianos mediante la celebración de un plebiscito, cuyo resultado (50,2% de votos a favor del “no” al acuerdo) sorprendió tanto a los propios colombianos como al conjunto de la comunidad internacional, y sumió al país en un limbo político que, dos meses más tarde tras la firma de un nuevo Acuerdo entre el Gobierno y las FARC, puede estar próximo a su fin. El resultado, además de inesperado, fue un duro golpe para el Gobierno de Juan Manuel Santos, quien había vinculado todo su capital político al proceso de paz. No obstante, las autoridades no valoraron adecuadamente la fractura social de la sociedad colombiana; muchos consideraban que las penas aplicables a los guerrilleros recogidas en el texto inicial, eran demasiado laxas para resarcir los 52 años de conflicto y la gravedad de los crímenes cometidos. Desde el comienzo de la guerrilla en 1964, las políticas de seguridad de los distintos presidentes colombianos han alternado entre infructuosos diálogos y acción policial y militar. El predecesor de Santos, Álvaro Uribe (2002-2010), llevó a cabo la conocida como política de Seguridad Democrática que, basada en un continuo acoso militar, debilitó enormemente a las milicias. Este factor fue de especial relevancia para que, a comienzos de la primera legislatura de Santos (2010- 2014), las FARC mostrasen interés en realizar un acercamiento de posturas. Parte de la población colombiana

consideraba que, de haber continuado con dicha política, el conflicto habría terminado sin necesidad de negociar con los guerrilleros. Sin embargo, Santos optó por el diálogo, con una estrategia consistente en negociar en La Habana con independencia del transcurso del conflicto en Colombia y de

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combatir en Colombia sin tener en cuenta las negociaciones en La Habana, táctica que, a pesar de generar graves crisis en el desarrollo del proceso de paz, desembocó en la firma del primer Acuerdo. No obstante, al no involucrar al resto de fuerzas políticas en las negociaciones, favoreció la aparición de un sector crítico con el texto. Así pues, los ex presidentes Uribe y Pastrana, a lo largo del proceso, mostraron su disconformidad con determinados puntos del mismo y decidieron apoyar la campaña por el “No” en el plebiscito. Lo cierto es que los defensores del “Sí” no supieron transmitir a la población el alcance real del acuerdo y muchos colombianos acudieron con el objetivo de valorar la gestión de Santos quien, en la actualidad, cuenta con un porcentaje de aprobación muy bajo, cercano al 20%. Pese a que tanto los miembros de la guerrilla como el ejecutivo habían reiterado que el rechazo al texto supondría la vuelta al conflicto, los votos de más de seis millones de personas instaban a continuar con la negociación para conseguir otro acuerdo que fuera aceptable para toda la sociedad colombiana. Tras aceptar el resultado de la consulta, se decidió prolongar el alto al fuego en el que se encontraban e iniciar el diálogo entre las principales fuerzas políticas con el objetivo de escuchar nuevas propuestas que mejorasen el texto final. De este modo, las cuestiones sugeridas por los defensores del “No” se agruparon en 57 ejes temáticos, que se llevaron a los diálogos de La Habana para que fuesen debatidos e incluidos en un posible nuevo Acuerdo de Paz. Las directrices por parte del presidente Santos a su equipo negociador eran claras: no podían volver a Colombia sin conclusiones. La premura de la misión jugaba en su contra, ya que la prolongación del alto al fuego vencía el 31 de diciembre, tras el cual, Colombia se asomaba peligrosamente a un abismo de inestabilidad política y social. Así, el anuncio, el pasado 13 de noviembre, de un nuevo acuerdo en el que se han incluido 56 de las 57 propuestas, supone un balón de oxígeno para la situación política del país latinoamericano. Dado lo reciente de los últimos acontecimientos, aún existen obstáculos para que el proceso de paz concluya, esta vez, con éxito. En primer lugar, desde el gobierno se ha declarado que la nueva versión del texto es la definitiva y no está sujeta a modificaciones. Por su parte, el equipo negociador de la guerrilla afirmó que habían agotado su margen de negociación y que no cederían en ningún aspecto más. A pesar de que en esta ocasión se ha dado voz a las fuerzas opositoras, tanto Uribe como Pastrana han vuelto a rechazar el texto, ya que consideran que, tras la renegociación con la guerrilla, las propuestas se han suavizado demasiado y apenas se incluyen cambios sustanciales en los temas más polémicos. En segundo lugar, el método de ratificación del texto es otro de los aspectos que puede suscitar controversias. El presidente tiene tres opciones: convocar un nuevo

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plebiscito, dejar la votación en manos de los 1.122 concejos municipales o someterlo a votación en el Congreso, donde los partidarios del “Sí” son mayoría. Santos no tenía obligación política de someter el primer Acuerdo de Paz al voto popular; sin embargo, consideró que sería una buena forma de poner fin al conflicto más largo de América Latina. Parece que, dada la fragilidad de la situación, no quiere arriesgarse a un nuevo rechazo ni aumentar más la polarización de la población haciéndola decidir de nuevo. Por este motivo, en esta ocasión el nuevo acuerdo se tramitará en el Congreso el miércoles 30 de noviembre, en contra de lo que demandan los sectores más críticos. Los cambios que se han incluido hacen referencia a la participación política de las FARC, al sistema de reparación de las víctimas, al problema del tráfico de drogas, al sistema por el que se van a juzgar los crímenes cometidos durante el conflicto y a la incorporación del texto a la Constitución colombiana. En lo que respecta a la participación política de los guerrilleros, los detractores del texto inicial temían que, si los miembros de las FARC comenzaban a ocupar asientos en el Congreso, sería el anticipo de un sistema “Castrochavista” y que Colombia se convertiría en la “nueva Venezuela”. El mensaje caló entre la población que tradicionalmente ha apoyado a fuerzas de corte conservador y que, tras la experiencia fallida del partido de ex guerrilleros Unión Patriótica en 1984, cuando hubo un gran repunte de la violencia política, no había querido volver a experimentar con grupos de izquierda en sus órganos de representación. Sin embargo, a pesar de estos reparos, el equipo negociador del Gobierno consideró que, para que la paz sea definitiva, duradera e irrevocable, las reivindicaciones históricas de la guerrilla debían ser llevadas ante las cámaras de representación colombianas. Debido a ello, se han mantenido la reserva de cinco “curules” o escaños mínimos en el Congreso y en el Senado para los representantes políticos de las FARC durante un máximo de dos legislaturas, que se

acordaron en el texto inicial. Además, se permite a los líderes de la guerrilla presentarse como candidatos políticos durante el cumplimiento de sus penas, en contra de la única propuesta que no ha sido incluida en el nuevo acuerdo. No obstante, los guerrilleros han aceptado no presentarse en las dieciséis circunscripciones especiales creadas para

mejorar la participación política de las zonas más afectadas por la guerrilla, ya que se considera que tendrían bastantes opciones de conseguir el respaldo popular necesario y esto aumentaría considerablemente su representación en el Congreso. Los miembros de la guerrilla realizarán un inventario de sus bienes que se destinará a la reparación económica de las víctimas del conflicto. En cuanto a los cultivos ilícitos y el narcotráfico, se procederá a la sustitución de los cultivos de los pequeños

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productores, pero se proseguirá con la fumigación de las plantaciones en el caso de las grandes organizaciones. Además, se ha diferenciado entre delito político (y por tanto susceptible de ser amnistiado) y narcotráfico. Este punto ha sido muy polémico, ya que los partidarios del “No” argumentaban que muchas de las acciones que la guerrilla ha realizado para financiarse durante el conflicto mediante el narcotráfico quedarían impunes si se amparasen bajo el paraguas de dicha amnistía. Una de las cuestiones que ha suscitado mayor debate ha sido el sistema por el que serán juzgados los crímenes. Dado que la justicia ordinaria no cuenta con los instrumentos necesarios para dar una solución global y únicamente puede abordar los casos individualmente, es complicado ahondar en las causas del conflicto, entenderlas y resolverlas. Además, la magnitud de los crímenes cometidos es tal que, si se llevasen a los mecanismos de justicia tradicional, ésta se colapsaría, lo que aumentaría el tiempo de resolución de los delitos y retrasaría la indemnización a las víctimas. Por todos estos motivos, se decidió crear una Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) que se encargase de esclarecer los hechos mediante la Comisión de la Verdad; estableciese la reparación a las víctimas y garantizase la “no repetición de los crímenes”. En la segunda versión del texto se han establecido los límites de este sistema; tras su entrada en vigor, la JEP podrá utilizarse durante un máximo de diez años y únicamente se admitirán solicitudes de investigación en los dos primeros. En contra de lo que se estableció en un primer momento, no habrá jueces extranjeros y las decisiones que adopten los magistrados colombianos podrán ser revisadas y modificadas por la Corte Constitucional. En cuanto a las penas, en el acuerdo inicial se estableció que: “Aquellos que han tenido una participación determinante en los delitos más graves y representativos y reconozcan su responsabilidad recibirán una sanción de restricción efectiva de la libertad de 5 a 8 años, además de la realización de obras y trabajo de reparación de las comunidades”. El cumplimiento de dichas penas se realizará en 22 Zonas Veredales Transitorias de Normalización, mientras que se establecerán 6 campamentos para aquellos que hayan cometido crímenes menores y quieran iniciar el proceso de integración a la vida civil. En la revisión del texto se ha definido con exactitud qué supone la restricción efectiva de la libertad, dónde se van a llevar a cabo las sanciones restaurativas por parte de los guerrilleros y los horarios en los que se deben cumplir dichas sanciones, así como los lugares de residencia durante la ejecución de la sanción.

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Por último, se acordó la no incorporación del texto integral a la Constitución colombiana, ya que esto blindaría el Acuerdo y no podría modificarse en un futuro, en caso de que la implementación no funcionase como se había previsto. Durante todo el proceso de paz, la voluntad política de ambas partes ha sido uno de los factores, junto con el apoyo de la comunidad internacional, como demostró la concesión del Nobel de la Paz a Juan Manuel Santos, que más ha influido en el éxito de las negociaciones. A pesar del resultado del plebiscito, romper el diálogo en el punto en el que se encuentra en este momento tendría un coste político y social que Colombia no se puede permitir. La firma del nuevo Acuerdo el pasado 24 de noviembre en Bogotá, no hace sino constatar el compromiso que los líderes del gobierno y de la guerrilla tienen con el proceso de paz. El reto, ahora, reside en que la sociedad colombiana se demuestre tanto a sí misma como al mundo entero que, por fin, está preparada para vivir en paz.

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CCCHHHIIINNNAAA ¿Estará China incubando una burbuja inmobiliaria? Para hacer frente a la desaceleración económica que se produjo a mediados del año 2015, el gobierno chino incentivó el gasto en infraestructuras y la concesión de crédito. El crédito al sector privado, concretamente, creció en 2015 un 14,7% y en 2016 se estima que lo hará en un 15,1%, en ambos casos a un ritmo de más del doble que el crecimiento real del PIB, que en 2015 fue del 6,9%, la tasa más baja desde, por lo menos, los últimos cinco ejercicios. En los primeros diez meses de 2016 se estima que el PIB chino ha crecido un 6,7%. Ante el aumento de la morosidad en los créditos y préstamos concedidos a empresas, los bancos prefieren ahora conceder créditos hipotecarios a los particulares. Como consecuencia, el crecimiento de los créditos hipotecarios ha sido espectacular: han pasado de suponer un 23% de los créditos totales en 2014 a un 35% en la primera mitad del año 2016 y a nada menos que un 71% en los meses de julio y agosto de este año. Los particulares chinos, escarmentados como están del mercado de acciones después de los fortísimos vaivenes sufridos el año pasado, han cambiado ahora los activos bursátiles por los activos inmobiliarios, que ven como mucho más seguros, algo lógico si se piensa que en lo que se lleva de 2016 la bolsa de Shanghai ha sufrido una caída del 13%. Un cambio que, por lo demás, se está viendo favorecido por la alta disponibilidad de crédito ya citada. No es de extrañar, teniendo en cuenta lo anterior, que el precio de las viviendas se haya disparado. Entre enero y septiembre de este año, el precio medio de la vivienda nueva en las ciudades más grandes e importantes chinas, especialmente en Shenzhen,

Shanghai y Pekín, han crecido un 30% y el precio del metro cuadrado de los terrenos donde se van a levantar las nuevas promociones es incluso más caro de el del metro cuadrado de los apartamentos ya construidos en terrenos colindantes. Con sentido del humor, los chinos describen esta situación surrealista diciendo que es como “si la harina fuese más cara que el pan”. La deuda de

los 196 promotores inmobiliarios censados en China, estimada en 443.813 mill.$, ha crecido en un 230% con respecto a la que acumulaban hace solo tres años. Como referencia, esa cifra equivale aproximadamente a una tercera parte del PIB español. Debe de señalarse, no obstante, que el crecimiento del precio de las casas no es uniforme en un país con hechuras de continente como es la República Popular. De hecho, en muchas ciudades medianas y pequeñas del interior o situadas en regiones

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deprimidas, los precios de las viviendas están creciendo a un ritmo muy inferior –cuando lo hacen– al de las ciudades “prime”, y suele haber muchas más viviendas vacías que compradores interesados. A pesar de que cada vez más analistas extranjeros e, incluso, alguna que otra autoridad china estén ya hablando sin ambages de la “exuberancia irracional” del mercado inmobiliario, los particulares siguen queriendo comprar a toda costa, en la creencia de que si no lo hacen ahora, los precios seguirán subiendo. Como ya se ha señalado, en este comportamiento comprador compulsivo influye también la creencia de que en las ciudades “prime” del país la inversión en ladrillo es ya, con diferencia, la mejor opción de inversión, una vez prácticamente descartada la bolsa. Además, los ciudadanos creen que en el caso de que en algún momento se pinchase la burbuja, el gobierno haría lo posible y lo imposible por evitar un desplome brusco de los precios. Dicho de otro modo, que papá-Estado acabará yendo al rescate con medidas para sostener los precios y evitar una crisis bancaria. En cualquier caso, y haciendo buena la máxima de que “más vale prevenir que curar”, las autoridades ya ha empezado a adoptar una serie de medidas para intentar enfriar, siquiera un poco, las subidas de los precios de las viviendas. Llegados a este punto, es necesaria una matización. Cuando se habla de “autoridades”, nos estamos refiriendo a las autoridades locales. Dado que, como antes se ha indicado, el problema del encarecimiento irracional de la vivienda en China no es nacional, sino que varía según las ciudades, los remedios tampoco se están aplicando a escala nacional, sino que se están limitando a las 21 ciudades (entre ellas, por supuesto, las megalópolis de Shenzhen, Shanghai y Pekín) en las que el crecimiento de los precios de las viviendas está siendo más relevante. Aún con matices dependiendo de la ciudad en la que se apliquen, las medidas introducidas son básicamente de dos tipos. En primer lugar, aumentar el porcentaje de prepago sobre el valor total de la hipoteca exigido a los particulares como condición necesaria para la concesión de esta última por los bancos. El porcentaje de prepago varía según las ciudades y, también, según si la hipoteca se solicita para la compra de una primera vivienda o de una segunda residencia. En este último caso, evidentemente, será más elevado, llegando a ser en algunas localidades de hasta un 40% del importe total de la hipoteca. Un segundo tipo de medidas consiste en la prohibición, lisa y llana, de adquirir una segunda o una tercera vivienda, para evitar la tentación de especular con las mismas, y contribuir así a engordar la burbuja. En algunos municipios, se prohíbe a los “no locales” que tengan ya una vivienda en propiedad adquirir una segunda y a los “locales” que ya tengan dos viviendas, adquirir una tercera. La introducción de esta segunda medida está dando lugar a la aparición de

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la picaresca y, según parece, está aumentando el número de divorcios falsos, porque de ese modo, los nuevos divorciados pueden adquirir una nueva residencia. Existe en China la creencia generalizada de que el ciclo de crecimiento del precio de los pisos en las ciudades más importantes está todavía lejos de haberse agotado y nadie quiere perder la oportunidad de enriquecerse con este fenómeno. Lo que las autoridades pretenden con esas medidas es tratar de atemperar el frenesí comprador que parece haberse apoderado de los ciudadanos en las ciudades más relevantes, un frenesí que recuerda bastante al que se produjo durante la primera mitad de 2015 con los activos bursátiles y que, como es sabido, llevó a la Bolsa a revalorizarse en un 150% en el espacio de seis meses (diciembre de 2014-junio de 2015), para luego caer de manera brutal. Los gobernantes chinos no quieren bajo ningún concepto “pasarse de frenada” y que las medidas que han introducido desencadenen una brusca caída del precio de la vivienda. Esa es la razón por lo que se han limitado a sólo las citadas y el Banco del Pueblo (banco central) se ha abstenido de endurecer la política monetaria. Las autoridades son conscientes de que el sector de la construcción, que por sí solo genera un 15% del PIB, es un puntal fundamental del crecimiento económico, en un momento en el que las exportaciones y el consumo privado parecen estar perdiendo fuelle. Como ya se ha indicado, todo apunta a que en 2016 la tasa de crecimiento del PIB podría ser la más baja desde, por lo menos, el año 2009. Por lo tanto, un pinchazo en toda regla del sector inmobiliario sería una pésima noticia para un Partido Comunista que, en el otoño de 2017, celebrará su decimonoveno Congreso Nacional. Según se recoge en un estudio publicado por el Deutsche Bank el pasado mes de septiembre, una caída de un 10% de los precios de las viviendas podría provocar pérdidas próximas a los 36.000 mill.$ a los promotores inmobiliarios. Si el precio de la vivienda cayera un 30%, el 4% de los créditos bancarios totales (equivalentes a unos 615.000 mill.$), podrían constituirse en mora y el porcentaje de créditos de mala calidad, que en estos momentos equivale al 1,75% de los activos totales de la banca, podría aumentar al 6% de los mismos. Como ya se ha indicado, en la primera mitad de 2016 el 35% del crédito nuevo estuvo constituido por hipotecas, porcentaje que se elevó al 71% en los meses de julio y agosto. Una brusca caída del precio de las casas, afectaría también muy negativamente al consumo privado por la doble combinación de aumento del desempleo (en el sector de la construcción y en los otros sectores a él ligados) y menor efecto riqueza de los compradores de viviendas.

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Sin embargo, tampoco hay que ser excesivamente alarmistas. A pesar del fuerte aumento de los créditos hipotecarios, la deuda de las familias chinas sólo equivale a un 45% del PIB, un porcentaje todavía manejable si se compara el 66% de las familias japonesas, el 80% de las estadounidenses y el 86% de las surcoreanas. Además, a diferencia de lo que ocurriera en los EE.UU. en los años previos a la crisis financiera global, los bancos chinos no han recurrido a la venta de subproductos financieros creados con los préstamos hipotecarios (al estilo de las tristemente célebres “subprimes”), por lo que el alcance de un hipotético “pinchazo de la burbuja” sería mucho más limitado de lo que lo fue en la primera economía del mundo.

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EEETTTIIIOOOPPPÍÍÍAAA ¿Cómo apagar un incendio: con agua o con gasolina? En los años ochenta y noventa, los conflictos internos, las severas hambrunas y la carencia de materias primas relegaron a Etiopía, el segundo país más poblado de la región (cerca de 100 millones de habitantes), a los últimos puestos dentro del panorama africano. Sin embargo, con el nuevo siglo el fuerte crecimiento de la economía (superior al 10% anual en el periodo 2005-2015) situó al país entre las naciones más prometedoras de África Subsahariana. Si bien su potencial es indudable, también hay que tener presente que Etiopía continúa siendo, hoy en día, una economía principalmente agrícola, con un PIB per cápita (550 $) que equivale a menos de un tercio de la media de la región subsahariana. El intenso dinamismo de los últimos años ha estado impulsado por el nacimiento del sector industrial -ligado a la fabricación de bienes de bajo valor añadido para empresas foráneas- y, sobre todo, al ambicioso programa de infraestructuras diseñado por el gobierno central, sostenido en buena parte por las donaciones internacionales. Los avances económicos y la sintonía con la comunidad internacional han contrastado con las numerosas denuncias de organizaciones de defensa de los derechos humanos por el notable deterioro del marco socio político. El Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope (FDRPE) concentra el poder desde el fin de la guerra civil contra el régimen dictatorial de Mengistu3, en 1991. A pesar de ser oficialmente una democracia parlamentaria, el marco político etíope se ha asemejado, en la práctica, a un sistema de partido único, con ciertas similitudes con el modelo chino. El elevado control del Estado por parte del FDRPE se intensificó a partir de las elecciones de 2005. Presionado por la comunidad internacional, el partido flexibilizó el marco político, y permitió, por primera vez, la intervención de la oposición en los medios de comunicación, así como la presencia de observadores internacionales en el transcurso de los comicios. Dichas medidas pusieron en peligro la continuidad del FDRPE al frente del gobierno. El Primer Ministro desde 1995, Meles Zenawi, revalidó su

3 El ex dictador Mengistu se encuentra exiliado en Zimbabue. En 2006 fue condenado por genocidio por la

Justicia etíope, por su implicación en la campaña conocida como Terror Rojo, en la que fueron asesinadas más de 150.000 personas.

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mandato; sin embargo, su victoria estuvo envuelta en sospechas de irregularidades, lo que incitó enérgicas protestas entre los partidarios de la oposición. Las manifestaciones fueron reprimidas con excesiva dureza, lo que se tradujo en un balance final de más de 200 fallecidos y cerca de 20.000 encarcelados. El FDRPE aprendió una lección de dichos comicios: si quería asegurar su posición en el poder debía intensificar su autoritarismo. Así pues, si bien las elecciones de 2005 iban a suponer un punto de inflexión hacia un sistema multipartidista, los acontecimientos evolucionaron hacia el escenario opuesto. Con el fin de extender su control, el partido amplió su presencia en los estamentos de la administración; incrementó enormemente el número de afiliados al partido; restringió la libertad de prensa; y encarceló a numerosos opositores y periodistas. Asimismo, algunas organizaciones han acusado al gobierno de realizar registros sistemáticos de las telecomunicaciones. Los resultados en las siguientes elecciones fueron incontestables: la oposición obtuvo solamente uno de los 547 escaños del Parlamento en 2010. La muerte de Meles Zenawi, en 2012, apenas provocó cambios en el escenario político. Pese a los temores sobre su sucesión, la transición se produjo de forma pacífica, y el hasta entonces viceministro, Hailemariam Desalegn, tomó el relevo al frente del

Ejecutivo. El dominio del FDRPE tras el cambio en la jefatura de gobierno se ha mantenido invariable. En las elecciones de 2015 -en las que participó por primera vez Desalegn como candidato- la hegemonía del FDRPE fue, nuevamente, absoluta (la oposición no consiguió representación alguna en el Parlamento).

Aunque el FDRPE está integrado por cuatro agrupaciones que representan a los principales grupos étnicos del país (Oromo 40%, Amhara 27% y Tigray, 6%), el poder ha sido ejercido principalmente por los tigray. Esto ha generado un sentimiento de discriminación en el resto de la población, especialmente en la región mayoritaria de Oromia, que consideran que el desarrollo económico se ha concentrado principalmente en la capital, Adís Abeba y en la región norte. Así, la crispación provocada por la ausencia de alternativa política se agrava como consecuencia de la divergencia interétnica de Etiopía. Todo ello ha configurado un escenario socio político proclive al estallido de conflictos sociales. La relativa estabilidad se rompió a finales del pasado año, a raíz de la aprobación del denominado “Master Plan”. Dicho programa consistía en la ampliación de los límites de la capital, Adís Abeba, a costa de anexionar territorios de los oromo, lo que afectaba a cerca de dos millones de personas. Teniendo en cuenta que la agricultura emplea al 80% de la población, la expropiación de las tierras suponía la pérdida de amplias zonas de cultivo.

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El proyecto actúo como catalizador y desencadenó numerosas protestas en la región de Oromia. La escalada de los acontecimientos, con más de 140 fallecidos, obligó al gobierno a dar marcha atrás y, en enero del presente año paralizó el Master Plan, lo que supuso un acto de apertura poco común en el Ejecutivo. Sin embargo, esto no ha sido suficiente para disipar el descontento. Al revés, las protestas se han extendido a otras regiones, como Amhara, la segunda más poblada del país. Asimismo, la fuerte represión ejercida por las fuerzas del orden (acusadas de utilizar munición real) no ha hecho más que alejar la conciliación entre las distintas partes.

Estas turbulencias tuvieron un notable eco en la prensa internacional durante la celebración de los Juegos Olímpicos de Rio de Janeiro, cuando el atleta etíope, Feyisa Lilesa, sorprendió al cruzar en segunda posición la línea de meta de la prueba de maratón con los brazos cruzados a la altura de la frente, un gesto utilizado por los oromo en sus reivindicaciones. La respuesta del gobierno hasta la fecha ha sido poco conciliadora. Las protestas en estos doce meses se han saldado con más de 500 fallecidos y miles de detenidos. Ante la pérdida de control de la situación, el pasado octubre el Ejecutivo declaró por primera vez en 25 años el Estado de Emergencia, por un periodo de seis meses. Estos acontecimientos apenas han tenido

efecto en la buena relación de Adís Abeba con las economías occidentales. En un entorno de elevada turbulencia (véase los conflictos en Somalia y Sudán del Sur), la alianza con el gobierno etíope resulta estratégica para las principales potencias. Por otro lado, los enfrentamientos han dañado el principal baluarte del gobierno: el desarrollo económico. El clima de tensión, además de paralizar la actividad económica, ha suscitado la desconfianza entre los inversores extranjeros, especialmente después

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de que diversas instalaciones de empresas foráneas hayan sido objeto de ataques por parte de los manifestantes. Esto ha agravado la ya de por sí adversa coyuntura, como consecuencia de la peor sequía de los últimos 50 años. Se prevé que el crecimiento de Etiopía registre una importante pérdida de dinamismo a lo largo de este año y, probablemente, también en el siguiente ejercicio. Así pues, Etiopía está atravesando el periodo más convulso de las últimas décadas. Parece difícil que el endurecimiento de las medidas adoptadas por el gobierno logre eliminar la tensión social. El otro camino, el acercamiento del Ejecutivo a las peticiones de las comunidades contrarias al gobierno, resulta, de momento, lejano. Por ello, los enfrentamientos en los próximos meses entre ambas partes parecen inevitable. No obstante, aunque la escalada de violencia se intensificase, las probabilidades de que desembocase en un conflicto bélico son, en principio, limitadas, debido al enorme control de la administración por parte del FDRPE y el alineamiento de las fuerzas del orden y del ejército. Uno de los mayores hitos en la historia de Etiopía es haber sido el único país africano que repelió el dominio de las potencias europeas en la época de la colonización -gracias a su resistencia frente a las fuerzas italianas en la guerra ítalo-etíope (1895-1896)-. Hoy, más de un siglo después, la principal amenaza al desarrollo no se encuentra fuera, sino en sus propias entrañas. La evolución de la tensión dependerá, en buena medida, de la firmeza o, por el contrario, del grado de negociación que adopte el gobierno central.

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FFFIIILLLIIIPPPIIINNNAAASSS Duterte busca nuevos socios y aliados en detrimento de los EE.UU. Rodrigo Duterte fue el ganador de las últimas elecciones presidenciales celebradas en Filipinas el pasado 9 de mayo de 2016. Cimentó su victoria electoral en la promesa de impulsar una mejor redistribución de la renta en un país en el que, pese al elevado crecimiento económico de los últimos años, el 76% de la riqueza nacional sigue, como hace décadas, estando controlada por 40 influyentes familias. Pero, sobre todo, lo que acabó siendo determinante de cara a su victoria electoral fue su promesa de acabar con la delincuencia en el plazo de seis meses. Siendo alcalde de Davao, la tercera ciudad más grande del país, Duterte había llevado a cabo una guerra sin cuartel contra

la delincuencia y la droga, logrando disminuir sensiblemente los índices de criminalidad en una de las urbes más inseguras del archipiélago. En su campaña electoral prometió hacer lo propio a escala nacional. Dicho y hecho. Desde que tomara posesión de su cargo de Presidente el pasado mes de junio, Duterte ha conseguido reducir en un 49% la delincuencia a nivel nacional y su popularidad entre sus compatriotas ha crecido como la espuma. Efectivamente, aunque en las presidenciales de mayo sólo obtuvo un 37% de los votos, una reciente encuesta indica que un 76% de los filipinos está satisfecho con su gestión y que únicamente un 11% se declara descontento. Sin embargo, su sangrienta cruzada contra la delincuencia y la droga ha dejado ya casi 4.000 muertos entre ejecuciones sumarísimas a cargo de operaciones de la policía, que está actuando con una enorme impunidad, y de grupos de pistoleros que matan sin que sus crímenes sean investigados. El propio Duterte ha llegado a compararse a sí mismo con Hitler en su deseo de masacrar a los drogadictos al igual que el líder nazi hizo con los judíos.

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Las violaciones de los derechos humanos asociadas a su campaña contra la delincuencia le han valido a Duterte durísimas críticas en Occidente, concretamente de parte de la UE y de la Administración estadounidense. Duterte reaccionó con insultos a la ONU, a la Unión Europea y, especialmente, al principal aliado de su país, los EE.UU., a cuyo presidente, Barak Obama, insultó gravísimamente, lo que provocó que este último cancelara una reunión bilateral con su homólogo filipino. A continuación, los hechos se han precipitado de forma casi dramática. En un viaje a la República Popular China efectuado entre los días 19 al 21 de octubre, el primero en su calidad de jefe de Estado, Duterte anunció, para deleite de los empresarios chinos que le escuchaban, la “separación”, tanto militar como económica, entre su país y los EE.UU. y su intención de unirse en un “eje ideológico” con China y Rusia. Su estancia en la República Popular fue bastante fructífera, ya que obtuvo la “promesa” de acuerdos económicos por un importe total de 24.000 mill.$ (una cifra equivalente a casi un 8% del PIB del

archipiélago). De ese importe total, 15.000 mill.$ irían destinados a inversiones en infraestructuras, uno de los objetivos prioritarios de Duterte. El resto -9.000 mill.$- sería financiación concesional otorgada por los bancos estatales chinos. Además, Filipinas obtuvo ventajas comerciales, ya que China anunció su intención de levantar la prohibición a las

importaciones de piña tropical y plátanos filipinos, dos productos muy importantes para la agricultura del archipiélago. La República Popular impuso esta prohibición durante la presidencia de “Nonoy” Aquino. A cambio de estas ventajas económicas, Duterte afirmó que su país no tendría en cuenta un reciente fallo del Tribunal Internacional de La Haya que rechaza la pretensión china de reclamar la soberanía sobre más del 80% de las aguas (y del lecho y del subsuelo) del Mar del Sur de China. Dicho de otro modo, el nuevo Presidente filipino declinó el tener en cuenta una sentencia que era favorable a los intereses de su país y, a cambio, prometió iniciar conversaciones bilaterales con la República Popular sobre la cuestión de la soberanía sobre estas aguas, ricas en pesca y cuyo subsuelo alberga importantes yacimientos de gas y petróleo. La soberanía sobre el Mar del Sur de China o sobre parte de él la reclaman además otros estados asiáticos, por lo que la creciente presencia de pesqueros y de navíos de guerra chinos, así como la construcción de estructuras e islotes artificiales constituye un foco de tensión en la zona. El cambio de actitud de Duterte supone un triunfo para China, que siempre ha querido discutir las cuestiones de soberanía de manera bilateral con cada uno de los países, evitando darle un tratamiento multilateral. Por último, Filipinas tampoco descartó empezar a sustituir a los EE.UU. por China y Rusia como principales proveedores de armas.

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Este giro de Duterte provocó una auténtica conmoción en Washington. Filipinas ha sido tradicionalmente el principal aliado en el Sudeste Asiático de los EE.UU.. Desde el año 1951 está en vigor el Tratado de Defensa Mutua, que estipula que los dos países se apoyarán mutuamente en el caso de que alguno de ellos fuese atacado por un tercero. Hasta su desmantelamiento a comienzos de los años 90, EE.UU. mantuvo en Filipinas un importante número de bases militares y navales. En 2014, y ante la actitud crecientemente agresiva de la República Popular en el Mar del Sur de China, Filipinas y EE.UU. firmaron el Acuerdo Reforzado de Cooperación Defensiva (EDCA), por el que se autoriza a los EE.UU. a utilizar 5 bases militares controladas por las FF.AA filipinas. Sin embargo, Duterte ha anunciado su intención de revisar dicho acuerdo y también ha dicho que, en adelante, ya no habrá más maniobras militares conjuntas entre los dos países. Lo cierto es que el actual Presidente filipino tiene una mentalidad anti-estadounidense casi de manual. Estudiante durante la guerra de Vietnam, siempre ha repudiado el “imperialismo” estadounidense y quiere mostrarse al mundo como un líder soberano e independiente. En EE.UU., sus invectivas y sus cambios de orientación geo-estratégica han sentado mal y están siendo vistos con preocupación. Sin embargo, se piensa que, en el fondo, Duterte no tiene intención de romper del todo los lazos con la ex metrópoli. Lo cierto es que una situación de ruptura total podría ser un mal negocio para ambos. La influencia geopolítica de Washington en la región se podría ver socavada en un momento en el que las tensiones entre Pekín y sus vecinos están aumentando. Pero Filipinas también tendría muchísimo que perder. EE.UU. es el tercer socio comercial del archipiélago y es también una fuente importantísima de inversiones en un sector crucial como es el del “outsourcing” (call centers, etc…), que mueve unos 20.000 mill.$ en el archipiélago, donde genera muchísimo empleo. Tampoco hay que olvidar que en los EE.UU. vive una importantísima colonia filipina y que las remesas de emigrantes son en estos momentos la primera fuente de divisas convertibles del país, por delante de las exportaciones de mercancías o del turismo. Por último, aunque el presidente sea anti-estadounidense, la mayor parte de los ciudadanos del archipiélago se fían mucho más de los EE.UU. que de China, según revela una reciente encuesta. Los mercados, evidentemente, se han hecho también eco de la inquietud que la nueva política exterior de Duterte suscita. Desde el pasado uno de agosto, casi 670 mill.$ han salido de la renta fija y de la Bolsa filipina y la cotización del peso respecto del dólar (48,635 p/$) se encuentra en el nivel más bajo desde la crisis de Lehman Brothers, habiendo sido en los últimos meses la moneda asiática de peor comportamiento tras el yuan chino. Quizá por ello, los altos funcionarios filipinos se esfuerzan por “quitar hierro” a cada nuevo exabrupto de su jefe, tratando de convencer a los empresarios e inversores estadounidenses y

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europeos de que Filipinas velará por sus intereses a pesar del cambio de alianzas globales. El presidente Duterte tiene aparentemente más puntos en común y mayor potencial para la sintonía con Donald Trump, sorprendente vencedor de las elecciones presidenciales en su país, del que tenía con Barak Obama, el presidente demócrata saliente. Ambos mandatarios son partidarios de un estilo directo de gobernar, los dos poseen una acusada vena populista que les permite conectar con el ciudadano medio y los dos creen ser capaces de resolver problemas complejos con soluciones “de rompe y rasga”. Días antes de los comicios y en previsión de una posible victoria electoral de Trump, Duterte había nombrado a José E.B. Antonio “enviado especial a los EE.UU.”. Dicho nombramiento tiene su lógica, puesto que se trata del consejero y jefe ejecutivo de Century Properties Group, la empresa que construyó bajo licencia la Trump Tower en Manila y, de hecho, las acciones de la citada empresa subieron como la espuma tras conocerse la victoria electoral de Trump. Sin embargo, el temor de los empresarios estadounidenses ante las invectivas del presidente filipino no se ha desvanecido con la llegada de Trump a la Casa Blanca. Por otro lado, algunas de las propuestas electorales de aquél, de ser puestas en práctica, perjudicarían mucho al archipiélago. Sería este el caso de la promesa de deportar a inmigrantes ilegales o con antecedentes penales; pero, sobre todo, la de traer a los EE.UU. las empresas y los puestos de trabajo previamente deslocalizados a países con mano de obra muy barata, lo que podría significar la repatriación desde “call-centers” a compañías fabricantes de semiconductores, otro de los sectores importantes de la economía filipina. Una y otra medida harían mucho daño a la economía del país

asiático: la primera por la pérdida de remesas y por la necesidad de acoger a los retornados y, la segunda, por su negativo impacto en el empleo. En definitiva, con Trump en el poder se abre indudablemente una nueva era en las relaciones entre los dos países. Lo que ya es menos indudable es que esa nueva era vaya necesariamente a ser mejor para Filipinas.

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IIINNNDDDIIIAAA ¿Efectivo? No, gracias Desde hace dos semanas, las largas colas en los bancos caracterizan el día a día de la India. La decisión del Gobierno, el pasado 9 de noviembre, de retirar de la circulación los billetes de 500 y 1.000 rupias (7 y 14 euros aproximadamente), de manera inesperada y con efecto inmediato, para frenar la corrupción, ha desencadenado una falta masiva de efectivo. Estos billetes representan en torno al 85% del efectivo en circulación en un país en el que tan solo 150 de los 1.300 millones de habitantes tiene una cuenta bancaria y en el que todas las transacciones se hacen en efectivo. Los ciudadanos disponen hasta el 30 de diciembre para depositar los inservibles billetes en sus cuentas, y si desean obtener efectivo a cambio de ellos, solo podrán sacar un máximo de 4.500 rupias (2.500 en cajeros, con un límite semanal de 24.000). En realidad, por el momento, los antiguos billetes solo se están canjeando por el nuevo billete de 2.000 rupias, ya que el nuevo billete de 500 rupias todavía se está imprimiendo. El golpe ha sido más severo para las clases más bajas, que operan sobre todo con dinero en efectivo y viven con lo que ganan cada jornada. La prensa local ha publicado decenas de muertes supuestamente relacionadas con esta medida, ya sea por infartos, suicidios o por la falta de atención médica derivada de la carencia de dinero en efectivo. De hecho, el gobierno ha ido modificando las condiciones de esa medida, reduciendo al mínimo los límites en el cambio de moneda y estableciendo excepciones. Los críticos de la decisión han señalado la crisis de liquidez que ha generado y la necesidad de aprobar otras medidas para combatir la corrupción de las grandes fortunas, que cuentan con vías más sofisticadas para la evasión de impuestos. Mucho se especula también sobre la existencia de objetivos políticos. Entre ellos se denuncia que este esquema pretende empobrecer a los partidos de la oposición que acumulan estos billetes para pagar a posibles votantes en las próximas elecciones federales entre las que figura la del estado Uthar Pradesh, el más poblado de India. Modi ha justificado la primera desmonetización en 38 años alegando que "la corrupción y el dinero negro son males enraizados en nuestro país, son obstáculos para nuestro éxito". Efectivamente, si algo caracteriza a la economía india es el preocupante peso de la economía sumergida. Más de 400 millones de trabajadores pertenecen al sector informal (aproximadamente el 92% de la fuerza laboral), que genera una notable aportación al PIB (las estimaciones varían según las fuentes entre el 40% y el 60% del PIB). Además, la corrupción es un mal muy extendido: se pagan sobornos para fundar una empresa, abrir un negocio, registrar una casa, por un carné de conducir, un pasaporte e incluso por el título universitario.

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India ocupa hoy el puesto 87 de 178 estados en el Índice de Percepción de la Corrupción de la organización Transparencia Internacional. Desde que llegó al poder hace dos años y medio, el primer ministro ha hecho suya la lucha contra la corrupción y la evasión de impuestos. En octubre de este año 65.000 indios declararon patrimonios ocultos por valor de unos 10.000 millones de dólares tras una amnistía fiscal. El fraude fiscal es un problema clásico en la tercera economía asiática, siendo una práctica habitual reportar ingresos inferiores a los reales. Se estima que tan solo el 5,5% de las personas con ingresos pagan impuestos y que solo el 15,5% de la renta nacional neta se reporta a las autoridades. A esto se suma un complejo sistema recaudatorio. Existe una maraña de gravámenes del Estado central y de los 29 estados federados con más de 20 diferentes tasas y multitud de exenciones que encarecen y complican los negocios. Como resultado, los ingresos públicos en proporción al PIB son muy pequeños. En el año fiscal 2014/15 (abarca desde abril hasta marzo) los ingresos del gobierno central apenas llegaron al 9% del PIB y en total apenas superan el 17%, un nivel bajo incluso para un país emergente (la media de la OCDE es un 34%). Esta baja recaudación ha derivado en un crónico desequilibrio en sus cuentas públicas. Durante décadas el déficit público ha sido superior al 6% del PIB y no puede achacarse a un exceso de gasto. De hecho, el gasto del gobierno central está en torno al 13,5% del PIB y el total apenas supera el 24%, lo que no es elevado en términos comparativos.

Fuente: FMI

La reforma del sistema tributario es una asignatura pendiente y en negociación desde hace ya muchos años. Modi ha logrado, en agosto de este año, el consenso suficiente para la aprobación de una nueva ley para establecer el impuesto sobre bienes y servicios (GST por sus siglas en inglés). El GST es un impuesto indirecto que se aplicará a todos los bienes y servicios, ya sean producidos en la India o importados, y sustituirá a la arcaica estructura tributaria de la India, en la que los estados y gobiernos centrales

2008/09 2009/10 2010/11 2011/12 2012/13 2013/14 2014/15e 2015/16p 2016/17pDeficit de los estados -2,3 -2,9 -2,1 -1,9 -1,9 -2,5 -2,3 -2,4 -2,4Déficit del gobierno central -7,7 -7,0 -6,2 -6,0 -5,1 -4,6 -4,2 -3,9 -3,8

-12

-10

-8

-6

-4

-2

0

%P

IB

Déficit público

Déficit del gobierno central Deficit de los estados

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establecen impuestos por separado4. Se prevé que el nuevo esquema impositivo entre en vigor en abril de 2017, ya que aún restan algunos trámites, entre los que serán especialmente polémicos la fijación de la tasa y el sistema de reparto entre el gobierno central y los estados. Se calcula que la creación de este mercado único estimulará el crecimiento de la economía, en torno a un 1% al año, si bien algunos expertos alertan sobre un eventual aumento de la inflación. Otra reforma que está en trámite es el proyecto de ley sobre los impuestos directos o Direct Tax Code (DTC), que consolida e integra todas las leyes de impuestos directos, y por tanto reemplazará tanto a la Ley del Impuesto sobre la Renta de 1961 como a la Ley del Impuesto sobre el Patrimonio de 1957. Además de esta histórica reforma fiscal, el gobierno ha proseguido con la consolidación presupuestaria que ya inició su antecesor. El déficit general ha bajado desde niveles del 9,9% del PIB en 2009/10 hasta un 6,3% del PIB en el año fiscal 2015/2016. El objetivo para este año es un déficit del Gobierno Central del 3,5% del PIB. No cabe duda que la aprobación del GST es una victoria para el ejecutivo, pero habrá que ver si podrán resucitarse otras reformas que fueron bloqueadas el primer año. Tal es el caso de las reformas de la tierra y laboral, ambas consideradas esenciales para relanzar el crecimiento potencial de la economía. El escaso poder del partido del gobierno, el Bharatiya Janata, en el Rajya Sabha (Cámara Alta o Senado) implica que cada victoria legislativa vendrá precedida de intensas negociaciones con otros partidos, que exigirán concesiones a cambio de su apoyo. En cualquier caso, el balance a mitad de mandato de Modi arroja un saldo positivo, pese a que la evolución de las reformas sea menos espectacular de lo esperado. Por el momento, ya ha logrado desbloquear algunas medidas que llevaban más de una década debatiéndose, como es el caso de la reforma fiscal. Además, ha apuntalado la confianza empresarial y, en buena medida, aislado a la India del deterioro en el sentimiento inversor internacional hacia los países emergentes. Tras tres años de desaceleración (entre 2011 y 2013), la llegada al poder de Modi en las elecciones de 2014 ha venido acompañada de un mayor dinamismo que obedece, entre otros factores, a los efectos de las reformas emprendidas para promover el sector manufacturero, atraer IDE y reducir los cuellos de botella que están lastrando la economía. India ha liderado el crecimiento mundial en 2015/16 con un 7,6%, siete décimas por encima de China. Las previsiones para este año fiscal (2016-17) son positivas (7,5%) y algunos ya lo califican como el perfecto sustituto de la locomotora china. Aún es pronto para esto, pero no lo es para reconocer su gran potencial de crecimiento, el saneamiento de muchos de sus desequilibrios y su favorable evolución económica.

4 En el sistema actual los impuestos indirectos comprenden un impuesto sobre las ventas en el punto de consumo, que recaudan los estados individuales, junto con los impuestos indirectos para la producción y los derechos aduaneros para las importaciones. También hay un impuesto central sobre las ventas (CST), recaudado por el Centro para las Ventas Interestatales.

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LLLIIIBBBIIIAAA Un futuro dependiente del petróleo Como dice el proverbio, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y podríamos añadir que el hombre occidental es capaz de tropezar tres o cuatro veces. Tras el desastre de Irak, donde nadie supo prever tras la invasión las consecuencias de la desestructuración política y socio-económica de una nación cogida con alfileres, Francia, Gran Bretaña y EE.UU. (citados por orden de intensidad en las ganas de intervenir) ayudaron con su aviación y su logística a derrocar a Muamar Muhamad Abu-minyar el Gadafi, dictador inamovible de Libia desde 1969. Pero realmente, ¿qué pasó en Libia en 2011?. Aunque siempre es más fácil juzgar los hechos una vez que se han constatado todas las consecuencias, un informe presentado el pasado 9 de septiembre de 2016 por la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara de los Comunes británica sobre la intervención occidental en Libia es demoledor para los promotores de la operación.

Siguiendo la estela de la revolución político-social en la vecina Túnez, en lo que se denominó “la primavera árabe”, la guerra civil estalló en la Libia del coronel Gadafi. En su lucha contra el dictador, la insurrección armada, apoyada fundamentalmente por Arabia Saudí y Qatar y

acosada por el ejército libio, se replegó en la costa este, en Bengasi. Como resultado, la población civil de la segunda ciudad del país se vio amenazada por las huestes del régimen, que todo el mundo pensaba que se vengarían brutalmente de manera indiscriminada. La Liga Árabe y la Unión Africana reclamaron una intervención exterior y periodistas y ONG’s alertaron sobre la posibilidad de una masacre de civiles. En respuesta, el Consejo de Seguridad de la ONU dio su beneplácito para que se interviniera, con el único objetivo de proteger a la población. Pero Londres, Paris y Washington fueron mucho más allá de lo autorizado: durante dos meses bombardearon sin cesar a las tropas, favoreciendo el avance de la rebelión. Se pasó así de una intervención puntual en Bengasi a una operación de cambio de régimen que la ONU no había autorizado y con la cual no estaban de acuerdo ni Rusia ni China. El resultado, como todos sabemos, ha sido desastroso. Con el derrumbamiento del régimen, el país quedó en manos de una oposición desorganizada y se precipitó hacia una guerra civil entre yihadistas, islamistas moderados y milicias de todo tipo. Nada más lejos que justificar a Gadafi ni especular con que sin la intervención occidental no

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hubiéramos asistido a la desintegración del país. Pero de lo que no hay duda es de que abrir la caja de Pandora sin disponer de soluciones de recambio factibles y sin llevar a cabo una verdadera reflexión sobre el futuro ha generado el caos al que asistimos. Como apuntan los diputados británicos, la operación, tal como se ejecutó, fue una auténtica irresponsabilidad. Siendo moderadamente optimistas podemos decir que, tras cinco años de vaivenes, al día de hoy la situación se ha estabilizado, aunque Libia se ha partido en dos. Al Oeste se sitúa la provincia Tripolitana, controlada hasta hace bien poco por milicias islamistas “moderadas” y, desde marzo de 2016, en teoría, por el Gobierno de Acuerdo Nacional, al frente del cual se encuentra Fayez al-Sarraj, apoyado por la ONU. Recalcamos el “en teoría”, porque según los observadores habría más de 150 milicias operando en Trípoli bajo el control de no se sabe quién. Al este está la provincia Cirenaica, con sus dos principales ciudades, Bengasi y Tobruk. Esta región está controlada por el general Jalifa Haftar, jefe oficial del Ejército Nacional Libio y principal adversario político del presidente oficialista al-Sarraj. A partir del mes de septiembre Haftar, que muchos piensan que tiene relaciones privilegiadas con la CIA, ha logrado hacerse con el control de la zona estratégica del este -el “arco del petróleo libio”- donde se hallan los terminales de descarga y por donde transita el 60% del crudo del país. En el medio, la ciudad de Sirte, donde se han hecho fuertes los yihadistas del autodenominado Estado Islámico (EI).

El petróleo, nervio de la guerra geográficamente mal repartido Es imposible comprender esta situación sin analizarla a través del prisma de los intereses que genera el petróleo. Nunca la expresión “oro negro” ha sido tan adecuada, ya que la perspectiva de una salida del conflicto atiza los apetitos y la codicia de muchos de los que intervienen en la crisis. Libia dispone de unas reservas estimadas en 48.000 millones de barriles, lo que la sitúa en primera posición en África y en el noveno puesto en el mundo. Si hablamos de gas, las reservas probadas suponen 1.600 millar dos de metros cúbicos, las quintas más importantes de África. En 2010, Libia producía 1,65 millones de barriles día (b/d), lo que generaba el 96% de los ingresos del Estado y 65% del PIB. Europa consumía el 84% del crudo libio, suministrando principalmente a Irlanda, Italia, Austria, Suiza y Francia. El caos generado por la revolución hizo que se desplomara la producción de manera espectacular. Hasta hace pocas semanas la extracción de petróleo no sobrepasaba los 300.000 b/d. El gas parece soportar mejor la crisis, ya que el nivel de producción es equivalente al 70% de lo producido en 2010. Lógicamente, este colapso ha sido catastrófico para las finanzas del país.

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En la Cirenaica y en la zona de Sirte (centro-oeste) se ubican el 85% de las reservas de petróleo y el 70% de las de gas. El resto está en la cuenca de Gadamés y Murzuk (sur-oeste) y en yacimientos off-shore de la cuenca pelágica del noroeste. Por todo ello, cinco de los seis terminales de carga libios están en el este e igualmente cuatro de las cinco refinerías del país. El peso específico de la Cirenaica en este sector es más que estratégico.

Fuente: Le Monde

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Con excepción de los yacimientos off-shore, la casi totalidad de las infraestructuras de extracción y transporte se paralizaron por culpa del conflicto entre facciones. De vez en cuando, alguna milicia tomaba como rehén a alguna de las instalaciones, a veces para imponer sus intereses estratégicos, otras simplemente para obtener recursos financieros chantajeando a las autoridades de Trípoli. Para explotar este tesoro, en su momento, Gadafi puso en marcha un sistema de sociedades mixtas con intervención sistemática de la empresa pública National Oil Company (NOC). También creo un cuerpo de seguridad específico (Petroleum Facilities Guards) para proteger las instalaciones. A partir de 2011 este cuerpo de élite se fragmentó en milicias locales más o menos controladas por un jefe tribal, Ibrahim Jadhran. Como ejemplo del desorden reinante, en 2013, Jadhran llegó a bloquear cuatro de los cinco terminales del “arco petrolero” para protestar contra las malversaciones y la corrupción de Trípoli. Los políticos de la Cirenaica siempre se han quejado de que los recursos de los hidrocarburos desaparecían en lo que consideran “el pozo sin fondo” del Gobierno Central. Jadhran ha liderado una especie de movimiento federalista que exigía una distribución más equitativa de los réditos del petróleo en beneficio de su provincia. En un primer momento se alió con el general Haftar (ambos alineados con el gobierno instalado en Tobruk, la Cámara de los Representantes), pero al emerger el Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN) de Fayez Sarraj, las relaciones con el líder militar se degradaron. El jefe tribal reconoció al gobierno de Trípoli, pero al mismo tiempo exigió para liberar los terminales compensaciones financieras destinadas a financiar su propia milicia y seguramente su propia persona. La aventura de Jadharan terminó cuando el general Haftar tomó el control de los terminales en septiembre pasado, prácticamente sin efectuar un disparo, lo cual, evidentemente, ha acrecentado mucho su influencia. Por no extendernos demasiado en la descripción de la complejidad de la situación, solo citaremos los conflictos del mismo tipo en el suroeste del país, que enfrentan a los tuaregs de Fezán y a la etnia Tubu (sur de Libia) con sus aliados (las milicias de Zintan) por el control de las instalaciones petroleras y que paralizan periódicamente la producción en la cuenca de Gadamés y Murzuk. Para complicar la situación apareció en escena el auto denominado Estado Islámico (EI), que a partir del primer trimestre de 2015 se expandió desde sus pequeños feudos y se apoderó de Sirte, en la frontera entre la Cirenaica y la Tripolitana. El EI no se financia con el petróleo, como hizo en Siria y en Irak, ya que no puede transportar la producción por la única salida posible, un mar Mediterráneo controlado por las marinas de los países occidentales. No obstante, hace todo lo que puede para impedir que los demás se aprovechen de este recurso atentando contra pozos e infraestructuras.

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¿Y quién se lleva el dinero? A corto plazo parece que el futuro de la producción petrolera en Libia se aclara con la toma de control de terminales y pozos por las fuerzas del general Haftar. La producción y el transporte del oro negro será mucho más segura que cuando estaba entre las manos de Jadhran, al que los altos funcionarios de Trípoli consideraban un chantajista. Los únicos estamentos que se habían librado del caos, defendidos como estaban por la comunidad internacional, eran la National Oil Company (NOC), el fondo soberano Libyan Investment Authority y el Banco Central de Libia. La fractura entre este y oeste ha puesto en peligro la integridad de estas instituciones. El gobierno de Tobruk ha creado su propia compañía de petróleo, por considerar que la que tiene su sede en Trípoli estaba dominada por los islamistas de Fajr Libya (Alba de Libia), que controlaban el gobierno anterior al GAN. También pretendían duplicar el Banco Central, ya que los ingresos del petróleo transitan obligatoriamente por esta institución (que, dicho sea de paso, durante todo el conflicto ha continuado pagando los salarios de todos los funcionarios, tanto de Trípoli como de Tobruk). Pero los compradores occidentales se han decantado por pagar a través de los organismos de Trípoli, únicas instituciones apoyadas y reconocidas por la ONU, lo que evidentemente ha frenado la venta independiente del petróleo por parte de las autoridades de Tobruk. Como estamos viendo, para todos los actores del drama libio el problema de fondo sigue siendo como controlar los ingresos del petróleo. Actualmente la NOC de Trípoli controla los flujos financieros y Haftar controla gran parte de la producción. Por su parte, la ONU ha recordado al General que la resolución 2259 del Consejo de Seguridad prohíbe expresamente las exportaciones ilícitas de petróleo. En las últimas semanas Haftar parece haber aceptado que los ingresos transiten por la NOC oficial, declarando que los frutos del petróleo deben ser “para todos los libios” y se ha desbloqueado la producción del “Arco del Petróleo” de tal manera que se podría alcanzar una producción de 900.000 b/d a finales de año. Esto no significa que pueda darse por resuelto el problema, pero es un paso adelante. El Gobierno de Acuerdo Nacional sigue sin ser aceptado como la única autoridad política de Libia. La Cámara de Representantes de Tobruk (formada tras las elecciones de junio de 2014), que debería ser el legislativo del nuevo Estado libio, no acabe de aceptar el esquema auspiciado por la ONU, ni de reconocer la autoridad de Fayez al-Sarraj. Las milicias de Misrata (que apoyan al GAN) siguen ocupadas con las posiciones

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del DAESH en Sirte. En estas circunstancias, la posición de Haftar sale reforzada, por su papel de “árbitro” de la producción de petróleo y su reciente (y presunta) voluntad de negociación. Por lo tanto, el futuro del país va a depender en gran medida de las respuestas que dé el jefe del Ejército Nacional Libio a las preguntas que se hacen los observadores de la crisis. ¿Respetará el General el mandato de la ONU o su repentina ecuanimidad es una estrategia para ganar tiempo? ¿Dejará operar a la NOC oficial o se las arreglará con los compradores para utilizar la nueva estructura que él mismo ha creado? ¿Aceptará financiar a su principal adversario, el presidente oficialista al-Sarraj, cuya legitimidad siempre ha puesto en duda?. Lo que es evidente ahora mismo es que el líder de la Cirenaica se ha convertido en un paso obligado e inevitable de la resolución de la crisis libia. No obstante, la situación sigue siendo altamente inestable y prácticamente todas las semanas nuevos incidentes complican una posible salida del caos actual.

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SSSUUUDDDÁÁÁFFFRRRIIICCCAAA Enredado entre su pasado y su presente Se cumplen más de veinte años desde el fin del apartheid, el abusivo sistema discriminatorio instaurado por la minoría blanca para concentrar el poder económico y político, a costa de marginar a la mayoría negra. El proceso de transición hacia un modelo democrático, iniciado en 1994, se realizó con mayor transparencia, rapidez y ausencia de violencia de la que se presumía, dada la elevada conflictividad social que reinaba en el país. En este tiempo Sudáfrica se ha consolidado como la segunda potencia económica del continente subsahariano, después de Nigeria, gracias a un crecimiento ininterrumpido en las últimas dos décadas, a excepción únicamente del año 2009. Este dinamismo ha estado sustentado en una importantísima fortaleza del país: la diversificación de la estructura económica. Al igual que numerosos países emergentes, Sudáfrica cuenta con una amplísima dotación de recursos naturales (es uno de los mayores productores de oro, platino, cromo, diamante y carbón). Sin embargo, lo que hace diferente a Pretoria es, en primer lugar, la presencia de un tejido industrial relativamente desarrollado (donde destacan, además de los bienes de consumo, otros

sectores con un elevado valor añadido, como el sector ferroviario y automovilístico) y, en segundo término, el sector servicios, el principal protagonista de la economía. El país cuenta con un sistema financiero bien desarrollado e interconectado, que opera bajo un marco de supervisión a la altura de los países más avanzados.

En el ámbito de las relaciones exteriores, el desmantelamiento del apartheid supuso el fin del aislamiento internacional. En este tiempo, Pretoria se ha convertido en el principal referente de la región. Fuera del continente su influencia también se ha intensificado, como demuestra la participación de Sudáfrica en el G20 (único representante africano), o la inclusión en el bloque denominado BRICS (término referido a las economías emergentes con mayor potencial, junto a Brasil, Rusia, India y China). También ha sido capaz de atraer grandes eventos internacionales, como la Copa Mundial de Fútbol en 2010. Así pues, no cabe duda de que la ruptura del apartheid ha sido el hito más determinante en la historia reciente de Sudáfrica, y los avances en los últimos veinte años han sido muy significativos. Sin embargo, detrás de esta fotografía se ocultan elementos que ensombrecen enormemente el panorama sudafricano. Si bien la nación

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del arcoíris superó su mayor enfermedad, todavía debe lidiar con numerosas piedras en el camino que obstaculizan el desarrollo económico y fracturan a la sociedad. Aunque el país ha mantenido un extenso periodo de crecimiento, el ritmo de expansión ha sido modesto (inferior al 3%), en comparación con otras naciones emergentes. En la actualidad el tamaño de la economía de Sudáfrica, 312.798 mill.$, apenas alcanza la cuarta parte del español y, en términos de PIB per cápita, ocupa un lugar discreto, el puesto 113 a nivel mundial. El modesto dinamismo obedece a las enormes deficiencias que sufre el país. Entre ellas, la carencia de infraestructuras (comunicación, transporte y electricidad) y el crónico problema del desempleo (entre el 20-25%). Las fallas en el mercado laboral se extienden por toda la cadena. En el lado de la demanda, la sobrerregulación, la rigidez y los defectos del clima de negocios encorsetan la actividad empresarial y, por parte de la oferta, el ineficiente sistema educativo (desigual y falto de recursos materiales y de personal docente cualificado) provoca un notable déficit en la formación. Las consecuencias de estas deficiencias afectan, principalmente, a la población negra, que dispone de menores recursos. Así, los desafíos en el ámbito económico se trasladan al marco social. Los datos son concluyentes: el 87% de los blancos pertenece a la clase media alta, mientras que la amplia mayoría de la población negra sigue siendo de clase baja. La fuerte divergencia conduce a que Sudáfrica sea la economía más desigual de las 154 naciones medidas en el índice de Gini5, con una puntuación de 63,4. No hay duda de que este escenario es achacable, en buena parte, a las abrumadoras medidas adoptadas durante el apartheid, véase el traslado forzoso de la población negra a suburbios conocidos como township, carentes de infraestructuras, o la reserva de los trabajos más cualificados a la minoría blanca. Desmontar este sistema y cerrar la enorme brecha no es sencillo. Sin embargo, tras más de 22 años con el Congreso Nacional Africano (CNA) -partido liderado antiguamente por Nelson Mandela- al frente del Ejecutivo, los avances en tema de desigualdad económica han sido discretos, lo que denota una gestión política que ha resultado insuficiente e ineficiente. Por ello, cabe cuestionarse la idoneidad de las políticas aplicadas. 5 El coeficiente de Gini es un indicador que mide la desigualdad de los ingresos dentro de un país. El valor 0

corresponde a la perfecta igualdad, y el 100 equivale a la máxima desigualdad.

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La principal política aplicada con el fin de lograr una mejor distribución de la riqueza es el BEE (Black Economic Empowerment), sistema que asigna una puntuación a las empresas en función del porcentaje de trabajadores negros y de la participación de éstos en la propiedad de las empresas6. Si bien este marco regulatorio ha favorecido la integración de este colectivo, al mismo tiempo ha alimentado notablemente el clientelismo y la corrupción, lo que ha construido una élite negra, en ocasiones vinculada a las esferas políticas. Así, se ha edificado un nuevo modelo de desigualdad entre dicha élite y el resto de la población negra, que cuenta con unos recursos muy limitados. Aparte de los severos problemas de seguridad y criminalidad del país, los elevadísimos niveles de desigualdad obstaculizan enormemente uno de los principales objetivos del proceso de transición: la reconciliación interracial. Las encuestas sociológicas estiman que el 60% de la población desconfía de las personas de distinta raza. Esto explica el peso relevante que tiene la cuestión racial en la decisión del electorado. Prueba de ello

es la hegemonía del CNA desde 1994, que ha gobernado ininterrumpidamente con amplias mayorías, apoyado en el voto del electorado de la raza negra (80% del total). El actual presidente, Jacob Zuma, llegó a pronunciar en 2014 la célebre frase: “El CNA gobernará en Sudáfrica hasta el retorno de Cristo”.

En segunda derivada, la falta de alternancia en el Ejecutivo es el caldo de cultivo para el desarrollo de un sistema clientelista y corrupto. De hecho, el propio Zuma fue declarado culpable a principios de año por la utilización de fondos públicos, por no mencionar los 783 casos atribuidos al presidente por presuntos delitos de corrupción, blanqueo de dinero y extorsión que fueron retirados en 2009, y que podrían ser nuevamente revisados por la Justicia. En definitiva, los principales elementos que lastran el mapa sudafricano, la deficiencia de infraestructuras, el elevado desempleo, la desigualdad, el distanciamiento racial y la contaminación del clima político, son, todos ellos, remos de un mismo barco, dado que se encuentran interconectados y correlacionados. En este escenario, ¿qué cabría esperar para los próximos años? En principio, pocos avances. En el plano económico, Sudáfrica está atravesando uno de los periodos de mayor estancamiento, con ritmos de crecimiento cercanos al 0%, como consecuencia de los coletazos del desplome del precio de las materias primas y la fuerte sequía que sufre el país desde el pasado año. Aunque se tratan de elementos coyunturales, el

6 La puntuación obtenida por las compañías privadas resulta prioritaria en los contratos con el sector público,

entre otros.

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resto de problemas estructurales se mantienen prácticamente invariables -las deficiencias en el sistema educativo y en el mercado laboral no tienen visos de solucionarse, al menos, a corto plazo-. En el ámbito político sí se aprecia un ligero cambio, tras la pérdida de apoyo del CNA en las pasadas elecciones locales y el avance del partido de la oposición, la Alianza Democrática (AD)7. La mayor competencia electoral resulta, generalmente, un ejercicio saludable dentro de un sistema democrático. Las próximas elecciones presidenciales de 2019 pondrán a prueba la resistencia del CNA, aunque a su favor cuenta con la fidelidad de buena parte de electorado. Por ello, aunque las previsiones apuntan a una nueva caída de votos del CNA, parece difícil que la oposición logre desbancarlo del gobierno. Así pues, teniendo en cuenta que todos los elementos permanecerán cuasi constantes, cabe esperar la continuidad de la actual situación, es decir, un paulatino avance socio económico, muy alejado del enorme potencial del país. Si bien hay un antes y un después en Sudáfrica t ras el fin del apartheid, los desafíos por delante siguen siendo notables. Quizá, se necesiten otros 20 años para lograr un gran salto en igualdad e integración, lo que rememoraría la frase pronunciada por Nelson Mandela: “después de escalar una gran colina, uno se encuentra solo con que hay muchas más colinas que escalar”.

7 Organización política de orientación liberal que tradicionalmente ha recabado el apoyo de la población blanca

y mestiza.

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TTTUUURRRQQQUUUÍÍÍAAA Erdogan y Trump: ¿Making Turkey Great Again? La elección de Trump como presidente de los EE.UU. no ha dejado indiferente a ninguna capital del mundo. Tampoco a Ankara, que reaccionó muy positivamente al resultado electoral, anticipando una colaboración que, quizás, pueda ser más cordial que la mantenida con la administración Obama en los últimos tiempos. La relación entre Washington y Ankara ha sufrido un deterioro dramático, en línea con la drástica transformación de Turquía. Muy atrás ha quedado la visita de Obama al país en 2009, la primera intercontinental del entonces flamante presidente estadounidense, en la que alabó a Erdogan como un modelo para los países árabes, al ser un islamista moderado que gobernaba democráticamente. Turquía entonces destacaba como una nación que progresaba muy favorablemente, un puente entre Occidente y Oriente, un aliado sólido y de gran importancia para la OTAN e, igualmente, un serio candidato a entrar en la UE a medio plazo. Las complicaciones de la primavera árabe comenzaron a crear tensiones diplomáticas, las cuales se multiplicaron tras una serie de manifestaciones y revelaciones de corrupción en torno a Erdogan en 2013, contra las que el líder turco aplicó una fuerte dosis de autoritarismo que, desde entonces, no ha hecho más que crecer. El grado de

tensión dio un nuevo salto en el verano del 2016, a causa de las purgas masivas, el amplio recorte de libertades y la mano dura aplicada por el presidente turco tras el fallido golpe de Estado. Al amparo de la declaración de estado de emergencia, que le permite gobernar por decreto, ha detenido o expulsado de su trabajo a más de 100.000 personas; ha cerrado más de 130 empresas de medios, incluyendo a 45 periódicos; ha puesto fin a la actividad de otras muchas empresas y bancos; y, por último, ha detenido a parlamentarios de la oposición kurda. El malestar de Ankara con EE.UU. y la UE también ha aumentado drásticamente desde el golpe, entre otras cosas, por la percepción de que Occidente aceptó, o incluso

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promovió, dicho golpe. Sea esto cierto o no, la postura defensiva le permite al gobierno blindarse ante las críticas occidentales a las purgas y recortes de libertades. Ankara se muestra molesta, además, por la fría recepción de la administración Obama a las peticiones de extradición del clérigo Fethullah Gülen, considerado el ideólogo de la asonada por Erdogan y exiliado en EE.UU. desde 1999. A pesar de todo lo anterior, la favorable reacción del presidente turco ante la elección de Trump podría resultar sorprendente, habida cuenta de la apasionada retórica anti-islam del magnate a lo largo de su campaña. Entre otras cosas, Trump planteó una prohibición de la entrada al país a los musulmanes; se mostró abierto a cerrar mezquitas; propuso la elaboración de un registro gubernamental de musulmanes americanos en donde los seguidores de esta religión tendrían que inscribirse y, además, propuso que llevaran un carnet o identificación especial. Por todo esto, y posiblemente también por las bajas probabilidades de victoria que las encuestas daban a los republicanos, los medios próximos al gobierno turco se mostraron muy críticos con Trump durante el primer año de su campaña. Sin embargo, esta postura cambió tras el golpe de Estado. El entonces candidato republicano hizo unas declaraciones en las que alababa a Erdogan por su resistencia frente a la asonada. También manifestó que consideraba que EE.UU. no es nadie para sermonear a otros países sobre su situación de derechos y libertades civiles. Esto le podría dar amplio margen a Erdogan para aplicar la política doméstica que considere adecuada y, por ejemplo, endurecer su campaña militar contra los kurdos si lo creyera

necesario. Al tiempo, las filtraciones de wikileaks mostraron que la campaña de Clinton había recibido donaciones de empresas que las autoridades turcas consideran ‘gulenistas’. Así pues, en mitad del verano, la prensa turca cercana al gobierno comenzó a informar sobre Trump desde una

óptica moderada, incluso positiva. Otro aspecto que cabría resaltar es la publicación de informaciones en la prensa estadounidense sobre vínculos de negocios entre empresarios próximos a Erdogan y uno de los principales asesores de Trump, el general retirado Michael Flynn, quien se espera que sea nombrado asesor del presidente en seguridad nacional, y quien se ha manifestado públicamente a favor de la extradición de Gulen. En todo caso, de momento se desconoce cuál será la política exterior de Trump. Si decidiera involucrarse menos en Oriente Medio, y en particular en Siria, como parece

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que es su deseo, los turcos podrían tener más autonomía para actuar en esta guerra pero, a la vez, necesitarían acercarse a Rusia, quien sería entonces uno de los actores externos más influyentes en el conflicto, posiblemente el más importante. De hecho, este acercamiento ya se está llevando a cabo. Moscú y Ankara, tras ocho meses de alejamiento por el derribo de un avión ruso por parte de Turquía, han retomado su colaboración. Ésta será difícil, ya que son enemigos históricos con intereses en conflicto. En concreto, en Siria, Erdogan se ha situado firmemente en contra de al-Asad desde un principio, y ha colaborado activamente en favor de su derrota. Rusia, en cambio, es un apoyo exterior clave del presidente al-Asad, sin el que probablemente habría caído. A pesar de todo, se pueden encontrar posibles puntos en común entre Turquía y Rusia y, por ejemplo, podrían acordar una postura más tolerante de Ankara respecto a al-Asad a cambio de una posición más dura del Kremlin respecto a los kurdos. En cualquier caso, al no haber certidumbre sobre qué camino tomará la nueva Casa Blanca, por el momento este tipo de suposiciones son meras especulaciones y, a pesar de las celebraciones, la relación entre los presidentes Trump y Erdogan sin duda se verá puesta a prueba por los numerosos intereses en conflicto en esta compleja y conflictiva región.

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VVVEEENNNEEEZZZUUUEEELLLAAA El chavismo se asoma al abismo El colapso de los precios del crudo a partir del 2014 terminó con una década larga de bonanza en las naciones petroleras. Tras el abaratamiento del barril, muchas cayeron en crisis. Entre ellas, destaca el caso de Venezuela, cuyas desastrosas políticas de antes y después de la caída del petróleo han arrasado su economía. La situación actual es realmente desastrosa. La recesión que comenzó en 2014 ha ido empeorando y, para 2016, se espera una contracción del PIB por encima del 10%, el segundo peor registro del mundo. Es más, la caída acumulada del producto desde el inicio de la crisis se estima en un 20%, cifra que seguirá empeorando ya que todavía no se atisba el final del colapso. De hecho, las instituciones internacionales prevén que la recesión continúe hasta 2019, si bien cualquier estimación es extremadamente incierta, habida cuenta de la explosiva e impredecible evolución de este país. Las cifras de inflación también son escandalosas. Ya se encuentran por encima del 500% interanual, y se prevé que lleguen al entorno del 700% para finales de este año; la más alta del mundo. Y es posible que siga subiendo, entre otras cosas, porque el recurso a la monetización parece inevitable para financiar el exorbitante déficit público, estimado en un 26% del PIB para 2016. Todo lo anterior refleja, en definitiva, un desastre económico de enormes proporciones, que está hundiendo el poder adquisitivo de los venezolanos. Las preguntas son, en primer lugar, cuánto tiempo podrá continuar la nación en estas circunstancias antes de que el colapso económico cause una quiebra política. En segundo lugar, el alcance que tendrá dicha quiebra, ya que, en el peor escenario, no parece imposible que surja un estallido de violencia de

consecuencias impredecibles. Sin duda, la popularidad del presidente Maduro se encuentra en horas muy bajas. Sucedió a Chávez tras su muerte, en 2013, cuando además ganó unas elecciones con cierta polémica por lo ajustado del resultado y por el masivo uso de los recursos

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públicos en favor de su candidatura. Maduro no cuenta con el carisma ni el liderazgo que habían hecho popular a Chávez, y pronto dejó de contar con los inmensos ingresos petroleros con los que su antecesor había podido sostener su desastrosa gestión de la economía. Con todo, sigue controlando al ejecutivo y al poder judicial, y al chavismo, que suma en torno a un tercio de los venezolanos, los cuales defienden casi incondicionalmente a Hugo Chávez y a su proyecto y, también, aunque en menor medida, a los líderes chavistas actuales. Ante las dificultades, Maduro ha optado por multiplicar el intervencionismo económico, promover teorías conspirativas para justificar el desastre (la “guerra económica” de los poderes neoliberales contra su gobierno) y utilizar las instituciones para apuntalar su poder. Los empresarios privados son mal vistos por el gobierno, y están sometidos a infinidad de regulaciones y controles, que hacen muy difícil sus operaciones siempre que no cuenten con los contactos necesarios. Todo esto hace que producir sea una odisea para cualquiera y, por tanto, no resulta extraño que el tejido productivo haya ido desapareciendo. Los recortes a las libertades, el encarcelamiento de opositores, la intervención económica y la confrontación y desautorización de la Asamblea Nacional, en manos de la oposición desde las legislativas de 2015, han puesto en cuestión la calidad de la democracia venezolana. Así, por ejemplo, las elecciones regionales y locales, que deberían celebrarse en diciembre, se van a posponer, en principio, a la primera mitad del 2017, ya que, en palabras de Maduro “La prioridad en Venezuela no es hacer elecciones. La prioridad en Venezuela es recuperar la economía y atender al pueblo, seguir desarrollando la educación, la vivienda”. El desastre económico ha fomentado la unidad y la organización de los opositores, que van contando con más adeptos. De hecho, su victoria en las legislativas del 2015 se vio como un posible punto de inflexión. El cambio efectivamente es notable: hace apenas tres años los críticos se encontraban muy divididos entre sí, desacreditados entre buena parte de la población, y contaban entre ellos con importantes grupos de oposición dura que, de hecho, resultaban polémicos incluso entre los opositores, que no coincidían con sus formas, las cuales, entre otras cosas, servían de justificación al gobierno para la descalificación de toda la oposición. La victoria electoral les ha dado el control de la Asamblea Nacional, lo que conlleva un poder institucional importante, un refuerzo a la legitimidad de sus demandas y más visibilidad. Desde el legislativo han podido lanzar iniciativas contra el gobierno que, no obstante, han sido bloqueadas o bien por el ejecutivo o por el poder judicial, que se encuentra en manos chavistas. De esta manera, por ejemplo, el presidente ha aprobado el presupuesto por decreto, gracias a que el Tribunal Supremo sustrajo esta competencia a la Asamblea Nacional al

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considerarla en situación de desacato. La justicia también ha frenado el referéndum revocatorio que la oposición estaba impulsando, abriendo una investigación sobre un supuesto fraude en la recogida de firmas que se debe realizar para iniciar el proceso. En consecuencia, es casi imposible que logren convocar dicho referéndum antes del 10 de enero. A partir de esa fecha, la victoria en un revocatorio no llevaría a anticipar las presidenciales, previstas para principios del 2019, sino que conllevaría la sustitución del Presidente por el Vicepresidente. El progresivo incremento de la tensión ha dado lugar a un nuevo intento de dialogo, que al menos ha conseguido rebajar momentáneamente la presión y ha dado pie a la liberación de seis presos por parte del gobierno. Sin embargo, es difícil que el diálogo logre resolver el conflicto en las circunstancias actuales, dada la enorme distancia que separa ambos bandos. De hecho, el propio dialogo es criticado por las facciones duras de los dos lados. Por su parte, el papel de los militares en este momento es clave. No sólo por su supremacía en el uso de la fuerza, también tienen gran protagonismo en la economía, ya que Maduro ha ido poniendo a generales como responsables de la gestión de sectores y empresas claves. Así, actualmente, las grandes empresas se encuentran en manos de las autoridades chavistas, muchas de ellas militares, y gran parte de las de

tamaño mediano también. El poder y la influencia de los militares es, por tanto, muy grande. Tanto es así que incluso algunos le otorgan una suerte de papel de estabilizador, o incluso de árbitro, entre el gobierno y los críticos. Algunos opositores creen que la caída de Maduro podría ser impulsada por un cambio de bando de los militares; no de los grandes generales, muy próximos a chavismo y al presidente, pero sí de los mandos medios, que también están sufriendo el derrumbe económico. La expansión del chavismo y los controles entre los militares hacen difícil que pueda producirse un golpe de Estado, aunque no sea imposible. Otra posibilidad es que, si surge un enfrentamiento serio con la oposición, el ejército deje de seguir las órdenes del ejecutivo, y la ruptura de la cadena de mando dé lugar a una caída del gobierno. De cara al futuro, en todo caso, reina la incertidumbre. No se espera que el precio del petróleo repunte en los próximos años. En consecuencia, la recuperación del país

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parece que será difícil: ha desaparecido buena parte del tejido productivo, muchos profesionales y jóvenes han emigrado y las instituciones y servicios públicos se encuentran en condiciones muy preocupantes. La mediación internacional podría ayudar a dar salida a esta situación insostenible y disminuir la tensión política, aunque en el ámbito económico la rectificación parece más improbable si no cambian los dirigentes, ya que las autoridades deberían aplicar un giro de 180 grados a su política e introducir medidas duras e impopulares para estabilizar la situación. En definitiva, Venezuela se encuentra en un terreno enormemente difícil e incierto, en el que resulta muy difícil pronosticar cuál será la vía de salida de la crisis económica y política actual.

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CCCRRRIIISSSIIISSS EEENNN LLLAAA CCCOOORRRTTTEEE PPPEEENNNAAALLL IIINNNTTTEEERRRNNNAAACCCIIIOOONNNAAALLL En estos últimos meses, Burundi, Sudáfrica, Rusia y Gambia han anunciado que retiraban su firma del tratado fundacional de la Corte Penal Internacional (CPI), mientras que Filipinas, Kenia y otros cuantos países africanos están amenazando con hacerlo. La deserción de algunos pequeños Estados no había generado hasta ahora grandes angustias, pero la salida de dos pesos pesados (Rusia y Sudáfrica) está sumiendo al organismo internacional en una crisis sin precedentes que hace temer por su desaparición. La CPI es un tribunal independiente regulado por el llamado “Estatuto de Roma”, ciudad donde fue rubricado el acuerdo en 1998. Su creación fue impulsada por la ONU, aunque la CPI es independiente de Naciones Unidas. Su objetivo es poner fin a la impunidad de los autores de los crímenes más graves (genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra) que golpean la conciencia de la comunidad internacional. Hasta su fundación, los tribunales internacionales que perseguían actos de barbarie se creaban ad hoc (Nuremberg, Ruanda, ex Yugoslavia). Con la instauración de la CPI se pretendía establecer una justicia universal permanente que transcendiera las fronteras y los conflictos. Comenzó su andadura en julio de 2002, con la ratificación de sus estatutos por parte de 60 países sobre los 124 que hasta ahora han rubricado el acta fundacional. Dos superpotencias decidieron no participar en el organismo: Estados Unidos y China. Pekín consideró en su momento que, entre otros problemas, la Corte contrariaba la soberanía nacional y podía estar bajo el control de influencias políticas contrarias a sus intereses. EE.UU., por su parte, firmó los estatutos y retiró su firma en 2002, a instancias del presidente Georges W. Bush, que quiso acrecentar los poderes de sus agencias de información, en particular los de la CIA y de la NSA, para lo que el Tribunal suponía un obstáculo. Rusia firmó los estatutos en 2002 pero no los ratificó. Con el anuncio de la retirada de la firma de esta última nación, las tres mayores potencias militares del mundo ya no son miembros de la CPI. Los poderes reales de la CPI son bastante limitados. Pero como ha indicado Ban Ki-moon, antiguo Secretario General de la ONU, es un importante “poder en la sombra”, por su efecto preventivo y su influencia sobre el reforzamiento de las autoridades y de las legislaciones nacionales. La Corte solo puede intervenir si las autoridades locales competentes no tienen la voluntad o los medios de perseguir a los culpables con la severidad requerida. Solo puede juzgar crímenes posteriores a la fecha de su ratificación por los primeros 60 países, es decir, a partir del primero de julio de 2002. Las restricciones geográficas son también importantes. El principio de base es que solo se puede intervenir en los territorios nacionales de los Estados miembros, a menos que el Consejo de Seguridad de la ONU decida deferir ante la CPI eventos o supuestos crímenes que hayan ocurrido en el territorio nacional de un país que no es miembro. En teoría, la CPI solo puede perseguir a personas físicas pertenecientes a los Estados miembros. Desde su creación se han abierto una treintena de expedientes. En la actualidad hay casos investigados, en fase preliminar o en fase avanzada, en 22 países (entre ellos 13

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africanos) y hay en este momento cinco juicios abiertos. La corte ha emitido una docena de órdenes de detención contra supuestos criminales, entre las que hay que destacar la del presidente de Sudán, Omar El-Bechir, la de Saif al-Islam Gadafi, hijo del difunto dictador libio y la de Simone Gbagbo, esposa del antiguo presidente de Costa de Marfil. Los cargos contra tres acusados han sido anulados tras su muerte, en particular el caso de Muammar el Gadafi. Por el momento solo ha habido cuatro condenas, las cuatro en casos que involucran a africanos (Mali, República Centroafricana y República Democrática del Congo) y tres son firmes.

Razones estructurales y coyunturales de la crisis Los problemas de la CPI derivan en buena medida de sus propias características. Como ya hemos comentado, solo se pueden perseguir crímenes cometidos en los territorios de los firmantes y/o por ciudadanos de estos países; así pues, los Estados que tienen motivos para temer una posible denuncia (por ejemplo Rusia, China, EE.UU., Israel, y la casi totalidad de los países árabes) lógicamente han rechazado pertenecer a esta organización. Por otra parte, cuando algún miembro del Consejo de Seguridad de la ONU decide presentar ante el Tribunal un crimen cometido por alguien de un Estado no firmante del Estatuto de Roma, si el “verdugo” en cuestión tiene la protección de alguno de los miembros permanentes del Consejo, el riesgo para él es mínimo (casos de Darfur en 2005, Libia en 2011 y actualmente Siria). Todo ello convierte a la CPI en una institución muy poco operativa. Existen también razones coyunturales que explican estos recientes abandonos. En primer lugar, los Estados del continente negro acusan a la organización de centrarse prácticamente en exclusiva sobre casos que les incumben y olvidarse de los crímenes de los países poderosos, por lo que acusan al organismo de practicar “una justicia de blancos” y neocolonialista. En efecto, las investigaciones abiertas en fase avanzada involucran a diez países, entre los cuales nueve son africanos. Las autoridades de estas naciones ponen como ejemplos de doble rasero el que los EE.UU. no hayan sido investigados por la segunda guerra de Irak -donde está probado que no existían las armas de destrucción masiva que fueron el pretexto para la invasión del país- o Israel, por sus crímenes contra los palestinos. Por todo ello, y siguiendo los pasos de Burundi, el gobierno sudafricano decidió retirarse de la CPI. No debemos olvidar que este país sufrió un incidente diplomático notorio con la demanda de extradición del presidente de Sudán, Omar Al-Bachir, en visita oficial al país en junio de 2015. Al-Bachir fue deferido ante la Corte por el Consejo de Seguridad de la ONU por “crímenes contra la humanidad” y “genocidio” en el conflicto de Dafur. El CPI pidió su extradición y Pretoria se negó a concederla por estimar que el presidente sudanés estaba protegido por su estatuto diplomático. Gambia ha procedido de la misma manera, con el agravante de que la fiscal general del tribunal, Fatou Bensouda, es natural del país. Kenia y varios países subsaharianos también amenazan con dejar el organismo. La decisión de Pretoria podría arrastrar a muchas otras naciones de la región. Bien es verdad que en Sudáfrica no hay unanimidad acerca de esta decisión. La oposición al presidente Jacob Zuma considera que, al no haberse respetado el proceso de presentación al Parlamento, la salida de la CPI es anticonstitucional y podría ser anulada por el máximo tribunal sudafricano.

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Algunos observadores consideran que la postura de las autoridades africanas representa una visión estrecha de la realidad. De los 124 miembros de la institución, 34 son africanos, lo que demuestra el interés que tuvo en su momento este tribunal internacional en la región. Tampoco hay que olvidar que muchos presidentes africanos han utilizado la CIP como instrumento político en su propio beneficio, alejando con acusaciones ante el Tribunal a sus principales opositores. Otros líderes políticos del continente han amenazado con retirar su apoyo a la institución internacional únicamente cuando ésta se ha interesado por sus propias actividades (caso de Kenia). Para terminar, los casos denunciados ante la Corte incumben a países africanos porque a menudo son ellos mismos los que denuncian y no porque haya una voluntad de persecución deliberada por parte de la CPI. La decisión de Rusia de retirar su firma del texto fundacional es, sin embargo, mucho más preocupante. Moscú acusa a la CPI de no ser verdaderamente independiente; le recrimina su coste, indicando que en catorce años solo ha pronunciado tres condenas firmes, un resultado nimio que ha costado más de 1.000 mill.$. Reprocha al organismo judicial el conceder toda su atención a los crímenes de guerra supuestamente cometidos por las milicias de Osetia y las tropas rusas en Georgia, en 2008, y pasar por alto los que cometió el ejército georgiano. Por todo ello, el Kremlin considera que la Corte ya no tiene credibilidad. Lo cierto es que Vladimir Putin tiene tres frentes abiertos con la CPI: la guerra ruso-georgiana, el conflicto en Ucrania y la guerra en Siria. Por lo tanto, no es sorprendente que el Kremlin quiera abandonar la institución. La decisión de la última de las grandes potencias miembro de la CPI ahonda su crisis y algunos temen que esta fuga sea la estocada final para el tribunal internacional. Lo que parece evidente es que las defecciones muestran la voluntad de algunas naciones de ponerse a resguardo de las decisiones de la Corte que, como indica el preámbulo fundacional, juzga “los crímenes que desafían la imaginación y golpean profundamente la consciencia humana”. También hay que recalcar que, en general, no son los países que se quieren ir los más respetuosos con los derechos humanos. Con su salida, la CPI no desaparecerá, pero su utilidad será mínima. No se podrá ni investigar ni juzgar la inmensa mayoría de los crímenes, ya que estarán fuera de su jurisdicción. Queda solo esperar que todas estas naciones, en particular las africanas, recapaciten y recuerden que uno de los principales defensores de la CPI fue Nelson Mandela.