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CHRISTIAN DUQUOC, O.P. PROBLEMÁTICA TEOLÓGICA DEL DESCENSO DE CRISTO A LOS INFIERNOS La descente du Christ auz enfers. Problématique ehéologique, Lumiére et Vie, 87 (1968) 45-62 El creyente está habituado a confesar que Jesús descendió a los infiernos. Recita este artículo de fe -sin pensar en las imágenes que son vehículo de esta representación ni en su significado- dándole el mismo valor que a las afirmaciones precedentes y siguientes; cl proceso, la crucifixión y la muerte son datos históricamente verificables; el descenso a los infiernos, por el contrario, apunta a otro tipo de certidumbre. Pero el creyente adoptó una interpretación global sin preocuparse de los detalles mínimos; lo esencial es que Cristo haya vencido a la muerte. Pero la simple enumeración de sucesos inconmensurables no obliga a interpretarlos bajo las mismas normas: un proceso puede ser objeto de un reportaje histórico, pero no el descenso a los infiernos. Un suceso no puede convertirse en proposición de fe más que en la medida en que concierne a todo hombre y es, por lo tanto, susceptible de una nueva inteligencia de su propia vida en el orden de su relación con Dios, pues toda afirmación de fe reviste un valor práctico. Por lo mismo, confesar que Jesús ha descendido a los infiernos implica afirmar una actividad salvífica que, aun hoy día, debe iluminar la situación del hombre ante Dios y arrancarle de la perdición. Aparentemente el descenso a los infiernos ha perdido para nosotros su valor simbólico y práctico; relata más el carácter folklórico que lo profundo de la fe; por eso exige una reinterpretación. Si proclamamos y aceptamos este tipo de representaciones, sin exigir que tengan un sentido para nosotros, tarde o temprano los datos dogmáticos se convierten en superestructuras venerables - en razón de su ancianidad- pero vacías, y justificamos que muchos estén tentados de llamarlas simplemente mitos. En esta perspectiva la desmitización se convierte en una tarea liberadora: suprime lo que al nivel de la vivencia religiosa no tiene ya ningún sentido. Desmitizar es tener el valor de expresar claramente lo que la mayoría de¡ pueblo cristiano vive inconscientemente. La afirmación de¡ descenso de Cristo a los infiernos pertenece prácticamente a esa superestructura sin significación para la vida cristiana. Es preciso reinterpretarla si se piensa que expresó, en otro tiempo, algo importante para la fe en el misterio de Jesús. Tal desmitización está conforme con la problemática del NT y permaneciendo fiel al mismo es como se encuentra el sentido primitivo y "práctico" de las formulaciones dogmáticas posteriores. ELABORACIÓN REMITIZADORA DE LA IGLESIA ANTIGUA La inserción del descenso a los infiernos en el Credo apostólico es tardía, pues se remonta al siglo IV, y es mencionada en un sentido descriptivo. Como para los antiguos los infiernos son la estancia de los muertos, que Cristo haya descendido a los infiernos significa que ha muerto realmente y que, según la creencia común, ha permanecido entre los muertos. Se trata así de afirmar la autenticidad de la condición humana de Jesús. Su destino no es diferente al nuestro.

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Descenso de Jesus a los infiernos.

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CHRISTIAN DUQUOC, O.P.

PROBLEMÁTICA TEOLÓGICA DEL DESCENSO DE CRISTO A LOS INFIERNOS

La descente du Christ auz enfers. Problématique ehéologique, Lumiére et Vie, 87 (1968) 45-62

El creyente está habituado a confesar que Jesús descendió a los infiernos. Recita este artículo de fe -sin pensar en las imágenes que son vehículo de esta representación ni en su significado- dándole el mismo valor que a las afirmaciones precedentes y siguientes; cl proceso, la crucifixión y la muerte son datos históricamente verificables; el descenso a los infiernos, por el contrario, apunta a otro tipo de certidumbre. Pero el creyente adoptó una interpretación global sin preocuparse de los detalles mínimos; lo esencial es que Cristo haya vencido a la muerte. Pero la simple enumeración de sucesos inconmensurables no obliga a interpretarlos bajo las mismas normas: un proceso puede ser objeto de un reportaje histórico, pero no el descenso a los infiernos. Un suceso no puede convertirse en proposición de fe más que en la medida en que concierne a todo hombre y es, por lo tanto, susceptible de una nueva inteligencia de su propia vida en el orden de su relación con Dios, pues toda afirmación de fe reviste un valor práctico. Por lo mismo, confesar que Jesús ha descendido a los infiernos implica afirmar una actividad salvífica que, aun hoy día, debe iluminar la situación del hombre ante Dios y arrancarle de la perdición.

Aparentemente el descenso a los infiernos ha perdido para nosotros su valor simbólico y práctico; relata más el carácter folklórico que lo profundo de la fe; por eso exige una reinterpretación. Si proclamamos y aceptamos este tipo de representaciones, sin exigir que tengan un sentido para nosotros, tarde o temprano los datos dogmáticos se convierten en superestructuras venerables - en razón de su ancianidad- pero vacías, y justificamos que muchos estén tentados de llamarlas simplemente mitos. En esta perspectiva la desmitización se convierte en una tarea liberadora: suprime lo que al nivel de la vivencia religiosa no tiene ya ningún sentido. Desmitizar es tener el valor de expresar claramente lo que la mayoría de¡ pueblo cristiano vive inconscientemente. La afirmación de¡ descenso de Cristo a los infiernos pertenece prácticamente a esa superestructura sin significación para la vida cristiana. Es preciso reinterpretarla si se piensa que expresó, en otro tiempo, algo importante para la fe en el misterio de Jesús. Tal desmitización está conforme con la problemática del NT y permaneciendo fiel al mismo es como se encuentra el sentido primitivo y "práctico" de las formulaciones dogmáticas posteriores.

ELABORACIÓN REMITIZADORA DE LA IGLESIA ANTIGUA

La inserción del descenso a los infiernos en el Credo apostólico es tardía, pues se remonta al siglo IV, y es mencionada en un sentido descriptivo. Como para los antiguos los infiernos son la estancia de los muertos, que Cristo haya descendido a los infiernos significa que ha muerto realmente y que, según la creencia común, ha permanecido entre los muertos. Se trata así de afirmar la autenticidad de la condición humana de Jesús. Su destino no es diferente al nuestro.

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Muerto, permanece en los infiernos, en el lugar del abandono. Puede ser que las almas-sombras tengan todavía deseo de la vida, pero no pueden volver a ella. Cristo experimenta nuestra condición mortal pero, por ser el Viviente, abre el camino de la vida y subiendo de los infiernos rompe el destino. La profesión de fe, bajo la representación de la cultura popular ambiental, es bien simple: lo irremediable de la muerte ha terminado porque Jesús, que ha experimentado el pleno abandono de la muerte, está vivo. El descenso a los infiernos, en el Credo apostólico, no se separa de la resurrección; refuerza, por el contrario, la verdad de la nueva vida de Jesús.

Si nuestra interpretación es exacta, el Credo no describe la odisea de Cristo en los infiernos, sino que constata la realidad de su muerte y la expresa a partir de un símbolo corriente. Tal interpretación desmitiza y reduce la representación de los infiernos a un dato antropológico: lo irremediable de la muerte. Pero esta no fue la interpretación de la Iglesia antigua.

Para los cristianos de la antigüedad los infiernos eran un lugar. Si Jesús desciende a ellos no puede ser éste un suceso sin importancia. Su estancia en ellos toma una coloración de victoria sobre el poder que tiene cautivos a los hombres. No se subraya el abandono de Jesús, sino su fuerza a partir de la creencia en la resurrección. Lo que fascina a los antiguos es la odisea de Jesús en el abismo donde yace el hombre y la liberación que consigue. Jesús entra como héroe en los infiernos y sale como vencedor para provecho de la humanidad. Las representaciones de este movimiento no concuerdan, pero eso importa poco; todas ellas apuntan a interpretar el descenso a los infiernos como una acción salvífica de Cristo. La descripción de esta victoria cristaliza alrededor de tres imágenes principales: una conquista, una liberación, una predicación. Aunque estas imágenes revelan doctrinas poco compatibles entre si, testimonian una misma certeza: el poder de la muerte, cuya consecuencia es el infierno, ha quedado destruido.

1) La expedición militar: Cristo, con las legiones de los espíritus, conquista el bastión de la muerte, que está mandado por Satán. El evangelio apócrifo de Nicodemo refleja el terror que se adueña del infierno con la aproximación de Cristo. El infierno es el lugar donde permanecen justos y pecadores cautivos de Satán, quien domina por la violencia. El infierno (personificado) presiente que esta soberanía toca a su fin. Se entabla la lucha y, finalmente, Satán, vencido, pierde todo poder sobre cl infierno. Según esta descripción, el descenso a los infiernos es la dramatización de la victoria de Jesús sobre el príncipe de los demonios, que es vencido en su propio domicilio y se convierte en prisionero del lugar en que reinaba como amo. Se trata, por tanto, de un episodio de la lucha de Jesús contra los ángeles malos que, según las representaciones judías, gobiernan el mundo.

2) La liberación de los hombres: Esta interpretación domina en la antigüedad cristiana. Cristo arranca a los hombres de la cautividad del infierno. ¿Quiénes son estos hombres? Para Ignacio de Antioquía son los justos (Magn 9,2). Para Melitón de Sardes y Efrén son todos los hombres.

3) La predicación de Jesús en los infiernos: Esta imagen prueba cuanto pesaba sobre la conciencia cristiana la representación mítica de una estancia de los muertos. Ch. Perrot ha mostrado satisfactoriamente que no es éste el sentido de 1 Pe 3,19. Los teólogos de los primeros siglos, aunque no unánimemente, lo entendieron así: Cristo ha descendido

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a los infiemos y repetido su predicación terrestre, ofreciendo a los "espíritus en prisión" o bien la oportunidad de una conversión si eran pecadores, o bien el conocimiento del evangelio si eran justos. Pero no hay acuerdo respecto a la cualidad moral de los auditores de esta predicación extraterrestre. Justino e Ireneo piensan que se trata de los justos del AT; los origenistas imaginan que Cristo se dirigió a todos los difuntos. Tampoco hay unanimidad respecto a la eficacia de la predicación. Los más optimistas piensan que los grandes pecadores, representados por la generación pervertida del diluvio, se convertirían; otros, como Hipólito, piensan que solamente los justos -que estaban ya convertidos- fueron los oyentes atentos de Jesús. Occidente aceptó esta última exégesis hasta que Agustin suprimió definitivamente toda predicación de Jesús en los infiernos.

En resumen: dos temas, orquestados por tres imágenes, han polarizado la atención de los antiguos teólogos: el de la liberación y el de la predicación. Occidente conservará el primer tema: Cristo ha liberado a los justos del AT. El descenso a los infiernos marca, pues, una actividad victoriosa de Cristo: también se da salvación para los que vivieron en la Antigua Alianza. La victoria de Cristo tiene un aspecto universal y cósmico.

LA INTERPRETACIÓN DEL NT

Aunque todo lo dicho sea muy bello, estas representaciones nos parecen tanto más extrañas cuanto que rompen la sobriedad de las fuentes neotestamentarias. Nos encontramos frente a un fenómeno de remitización llevado a cabo por la Iglesia antigua que corre el peligro de ahogar, bajo la anécdota y lo maravilloso, el sentido auténtico de la victoria de Cristo sobre la muerte. Este fenómeno invita a comparar los datos escriturísticos con los patrísticos a fin de mostrar que una de las funciones de la teología, en su voluntad de fidelidad a la Escritura, es la de criticar las representaciones que se dan de la fe, a fin de deducir su sentido práctico. La teología tiende así a evitar que lo sobreañadido a la Escritura llegue a ser un obstáculo para la buena comprensión de la palabra evangélica. Se trata de devolver al mito su valor, si es verdad que ciertos datos religiosos no pueden ser expresados de otra manera.

El proceso de desmitización presente en el NT no implica el rechazo de las representaciones del judaísmo sobre el más allá. Tan sólo las priva de su realismo y les restituye su poder simbólico. El más allá es incomparable a lo terrestre y es inútil querer describirlo con términos sacados de la cosmología. El judaísmo y los Padres creen, ingenuamente, en un mundo del más allá cuya topografía se puede trazar con todo rigor; mientras que el NT dirige toda su atención a la significación antropológica, y en consecuencia cristológica, de unas representaciones originalmente cosmológicas. Para el NT estas representaciones son símbolos de la situación humana de proximidad o alejamiento de Dios. Haciendo esto desmitiza sin abandonar, por otra parte, un lenguaje que habla más con imágenes que con la razón. "Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso": no es el lugar lo que cuenta, sino la vida en la presencia de Cristo, la vida con Dios.

La forma que reviste para el hombre esta proximidad con Dios es indescriptible, ya que nadie ha visto nunca a Dios. La muerte es real y destruye la dimensión histórica y geográfica que posibilita nuestro lenguaje; al utilizar representaciones judías el NT deja ya de hablar del más allá en los términos de aquí abajo. Pero al hacer esto no obliga a

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rechazar todo razonamiento sobre el más allá, sino que exige que tal razonamiento se refiera a la significación humana y actual del más allá para el aquí abajo. Hay que relegar al olvido el lenguaje cosmológico del judaísmo y de los Padres; únicamente un lenguaje antropológico se adapta a este nuevo estilo. El infierno no es ya un dato cosmológico, sino una posibilidad del hombre en su relación con Dios, posibilidad que se realiza en el aquí abajo.

Dar una significación antropológica a las realidades del más allá no obliga a adoptar respecto a él un lenguaje racional, pues ningún lenguaje directo puede captar esta posibilidad del hombre: es necesario un rodeo en el que esta posibilidad no puede ser más que evocada. Ahí está para testimoniarlo la ambigüedad de la palabra "infierno" en el NT: el infierno es la estancia de los muertos, pero tiende también a hacerse signo de la segunda muerte, consecuencia de la obstinación en el alejamiento de Dios. Esta ambigüedad no carece de sentido. El hombre no es dueño de su vida, es un soplo que pasa, una hierba que se marchita. La muerte, como un monstruo devorador, engulle al hombre que no es dueño de los infiernos porque no es dueño de la vida. La muerte es un poder invencible, pues nadie que desciende al sheol vuelve a salir de él. El judío piadoso gritaba a Dios para que le librase de este abismo, pero su plegaria no era acogida e iba a incorporarse a las sombras del sheol, concebido como una prisión. La condición humana es también una condición para la muerte; sólo un acto de esperanza en el Dios vivo puede afrontar lo que es irremediable.

Así, descender a los infiernos es probar hasta la saciedad el abandono del Dios vivo. La representación cosmológica asociaba el mundo a este abandono del hombre y, traduciendo en términos cósmicos esta posibilidad de abandono, la dominaba -en cierta manera- haciéndola familiar, pues se entretenía en describirla a la manera del poeta que domina su angustia expresándola. El NT, desmitizando las representaciones cosmológicas, atestigua que sólo la experiencia del abandono del justo por Dios, de Cristo en la cruz, sugiere la medida de este abandono. Pero como ningún lenguaje racional podrá jamás describir esta experiencia, es necesario recurrir a las imágenes y, por último, al mito.

En el lenguaje racional, en efecto, descender a los infiernos es morir y, para el creyente, es experimentar que la exterioridad, la amenaza, son más fuertes que el amor de Dios. Para Jesús descender a los infiernos es esperar contra toda esperanza que Dios afrontará lo irremediable. El lenguaje cosmológico, en este caso, es hoy para nosotros un obstáculo.

Recordemos que cl infierno es un término ambiguo; que es tanto la amenaza como la posibilidad de nuestra libertad, tanto la exterioridad como la interioridad. Ciertamente la muerte es humana, pero la exterioridad como amenaza es inmanente al ser mismo del hombre. Pero esta inmanencia no es, necesariamente, un optar contra la vida, aunque puede llegar a serlo. La segunda muerte de que habla el NT es una posibilidad del hombre: no es el hombre abandonado, sino el hombre abandonándose a sí mismo porque no ama la vida. Acerca de este dato misterioso los moralistas, engañados por el lenguaje cosmológico, han hablado a la ligera y han creído describir exactamente el infierno de la segunda muerte como si se tratase de un lugar. La ambigüedad del infierno sugiere el doble sentido que reviste la muerte para el hombre: por una parte, es siempre -al parecer- abandono, pero un abandono que puede ser superado en la esperanza del Dios vivo; por otra parte, puede -por el contrario- ser signo de lo que

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muestra: la ruptura con la vida, la preferencia por la nada. En el caso de Cristo el descenso a los inflemos es afrontar la muerte con la esperanza divina de vencerla, no solamente para él, sino para todos.

El NT operó una conversión antropológica demasiado radical de las representaciones judías como para ser plenamente comprendida. Resultó que como las representaciones cosmológicas del más allá tenían todavía un gran peso, ellas mismas obraron una nueva reconversión de los datos neotestamentarios remitizando la aportación evangélica. En la mitización posterior al NT se toma por descripción lo que no debería ser más que evocación de un acontecimiento inefable. Al describir con el lenguaje cosmológico de aquí abajo las realidades últimas y divinas, el hombre se convierte en prisionero de su imaginación y hace que el mito deje de ser la visión poética -que nos dice lo que escapa a toda investigación y que, sin embargo, determina nuestro destino- para convertirse en un reportaje sobre las realidades del más allá. Sin duda que esta remitización era inevitable y hasta necesaria en un mundo de representaciones cosmológicas en el que los creyentes no encontraban otros modos de expresar, sin una exteriorización dramática, lo irremediable de la muerte y la victoria de Cristo. La abundancia de imágenes explica el interés despertado por la odisea cósmica de Jesús. Pero esto que fue una ayuda para los cristianos de antaño es hoy un obstáculo, pues nadie toma en serio las representaciones subyacentes al descenso a los inflemos. Desmitizar es volver al NT, restituir a unas imágenes vacías para nosotros su sentido original y volver a dar una formulación dogmática de su valor práctico.

SENTIDO REGULADOR DE NUESTRA FE DE ESTA FORMULACIÓN DOGMÁTICA

El descenso a los inflemos, al evocar lo irremediable de la muerte y la esperanza de dominarla, es un tema mitológico en su origen. Incluso en la literatura moderna la experiencia de lo irremediable está dominada por la palabra poética. El descenso de Cristo a los infiernos, que profesa el cristiano, ¿tiene algo de común con la mitología o la experiencia poética? Así parece, siempre que la expresión mítica y poética refleje auténticamente la condición humana. Cristo no está fuera de la condición humana; la encarnación lo exige y la teología expresa con la palabra kénòsis la adecuación perfecta entre nuestra condición histórica y la de Jesús. Kénòsis significa "estar vacío de": Jesús está vacío de su gloria divina, participa sin subterfugio alguno de nuestra condición humana. Entonces, si la experiencia a la que apuntan la poesía y la mitología pertenece a nuestra historia personal o colectiva, no existe ninguna razón para que la realidad evocada por ellas, pero no directamente descriptible, no haya sido vivida por Jesús. Descender a los infiernos es, para Jesús, afrontar lo irremediable, tomar con decisión el destino trágico del hombre, acompañarle incluso allí donde está más abandonado. El mito nos recuerda las armonías que nosotros estamos tentados de olvidar y que los poetas nos traen a la memoria. El descenso a los infiernos evoca la ambigüedad del universo, nos habla de lo trágico de la historia colectiva, tiene un aspecto psicológico y expresa un dato religioso.

Los antiguos velan en la redención de Cristo un acto de liberación. Gracias a ella el hombre, sometido a la dominación de las potencias, podía asumir su destino. Lo que impone el destino y lo que amenaza no es solamente el mundo como naturaleza, sino cl mundo como producto. Las "potencias" pueden ser políticas y económicas. El mundo

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como producto es igual de ambiguo que el mundo como naturaleza. Percibirlo como amenaza es estar ya bajo su dominación. Los inflemos representan míticamente la incapacidad humana de dominar definitivamente el destino. Sin embargo, Cristo ha vencido al destino.

"La historia está llena de ruido y de furor: una historia de locos contada por un loco". Así expresa Shakespeare la iragicidad de la historia colectiva. Las cosas marchan de tal manera que los pueblos y sus jefes son prisioneros de unas decisiones cuyas consecuencias nunca previeron. Se está prisionero de una situación; el engranaje histórico se hace irremediable. Sin embargo, Cristo atestigua que no existe destino irremediable, que los demonios de los que somos esclavos son nuestros propios demonios y que el poder del destino es el signo de nuestra irresponsabilidad colectiva. Descender a los inflemos para vencerles es mostrar que no hay ningún destino que el hombre no pueda forzar. La esperanza cristiana es lo opuesto de la sumisión al destino y toma su origen en el acto por el que Cristo afrontó el destino de la muerte.

El mito no apunta solamente al universo o a la historia. El destino está también en nuestra psicología. El hombre está en contienda con sus instintos, con su animalidad, la angustia, la locura, el pecado. Lo irremediable está en su mismo ser. Descender a los infiernos es penetrar en la región nocturna del ser humano. La palabra de esperanza es tenue y la experiencia del abandono se da en la misma vida.

El mito asumido en la confesión de fe sitúa la condición humana en su relación con Dios. Los amigos de Job creen encontrar a Dios en el orden establecido, pero Job, más perspicaz, rechaza esta presenc ia. Job está bajo el destino de la enfermedad y bajo el destino de la muerte: Dios le abandona. Jesús afronta este mismo silencio. Pero el hombre parece que prefiere matar a Dios antes que escuchar el silencio de su ausencia. La fe no consiste en ignorar este silencio, sino en sobrepasarlo continuamente sin dejar de percibirlo, Jesús conoce más que cualquiera este abandono, pero Jesús muriendo, se remite enteramente a Dios, espera contra toda esperanza, vence a los infiernos como ausencia de Dios y nos hace permanecer en este silencio sin perder la esperanza. Los cristianos piden a Dios no ser sometidos a la tentación. No se trata de cualquier tipo de prueba moral, sino de la experiencia del abandono de la que Cristo ha salido vencedor. Se pide que nos sea ahorrada esta experiencia en virtud de Jesús. Aunque no nos sea ahorrada sabemos que Cristo es el Señor sobre quien no se impone ningún destino.

Conclusión

Si el cristiano confesase tan sólo la vida actual de Jesucristo faltaría a esta confesión la expresión de nuestra condición, La vida actual de Cristo es la nuestra en el sentido de que es una vida que ha sobrepasado el destino. No hay infierno que no sea efecto de la acción del hombre; el infierno irremediable es tan sólo aquel que el hombre quiere como irremediable. Es nuestra historia la que está evocada en esta fórmula dogmática. Dice: lo que ha afrontado el hombre Jesús nosotros lo afrontamos a partir de su victoria y por consiguiente en la esperanza.

Que Jesús haya descendido a los infiernos para ascender de ellos marca el espacio libre dado a la acción del hombre. La Tradición cristiana ha unido siempre muerte y pecado; este lazo dice algo fundamental: la muerte no es exterior a la libertad, El destino es

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forjado por el hombre mismo, toda lucha contra el infierno es una subida de los infiernos. En Jesús es la humanidad total la que está incluida en este movimiento ascendente de liberación. Cuando la muerte sea vencida Jesús entregará el Reino al Padre. Pero, mientras tanto, la humanidad no cesa de descender a los inflemos y, por la gracia de Cristo, subir de ellos. La esperanza cristiana es la traducción práctica de la afirmación de nuestro Credo: Cristo ha descendido a los infiernos y ha resucitado.

Tradujo y extractó: MANUEL DE LA ENCINA CARLOS MARÍA SANCHO