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57 Contingencia como unidad de la diferencia moderna Aldo Mascareño Universidad Adolfo Ibáñez, Chile Introducción 1 Desde sus orígenes, la sociedad moderna se ha autodescrito en una época distintiva en la evolución de la humanidad. Esta distinción la ha reflexionado de distintas maneras: con Kant, como emancipación racio- nal de las estructuras de autoridad de fundamento metafísico-religioso presentes en la sociedad estratificada; como realización de la libertad de la naturaleza humana en el sentido de Locke y Smith; con Hegel, como concretización del espíritu en la historia. Desde el nacimiento de la so- ciología, la autodescripción alcanzó versiones más terrenales, como en la resolución de las contradicciones de clase entre fuerzas y relaciones de producción en la línea marxista, o en el omniabarcador progreso comtiano; como división del trabajo en la fórmula de Durkheim, como proceso de racionalización en el sentido weberiano, como diferencia- ción en la propuesta parsoniana, o como racionalización comunicativa en la síntesis habermasiana. La variedad de la reflexión sobre sí misma también llevó a pensar en la propia reflexividad como el elemento de- finitorio de la modernidad, tal como lo hiciera Giddens; mientras que con el despliegue de las técnicas de conectividad el concepto de aso- ciatividad alcanzó también una alta densidad descriptiva, como queda claro en el modelo de redes de Latour. Dentro de esas alternativas, la idea luhmanniana de contingencia como valor propio de la sociedad moderna (Luhmann, 1992) tiene una particularidad que la distingue de otros modos de describir a la socie- dad moderna desde la sociología (o que la distingue de otras formas de autodescripción de la sociedad moderna a través de la sociología). En 1 Este artículo es parte de las actividades de investigación de los proyectos Fondecyt 1110437 y 1110428, financiados por la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología de Chile.

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Contingencia como unidad de la diferencia moderna

Aldo MascareñoUniversidad Adolfo Ibáñez, Chile

Introducción1

Desde sus orígenes, la sociedad moderna se ha autodescrito en una época distintiva en la evolución de la humanidad. Esta distinción la ha re&exionado de distintas maneras: con Kant, como emancipación racio-nal de las estructuras de autoridad de fundamento metafísico-religioso presentes en la sociedad estrati'cada; como realización de la libertad de la naturaleza humana en el sentido de Locke y Smith; con Hegel, como concretización del espíritu en la historia. Desde el nacimiento de la so-ciología, la autodescripción alcanzó versiones más terrenales, como en la resolución de las contradicciones de clase entre fuerzas y relaciones de producción en la línea marxista, o en el omniabarcador progreso comtiano; como división del trabajo en la fórmula de Durkheim, como proceso de racionalización en el sentido weberiano, como diferencia-ción en la propuesta parsoniana, o como racionalización comunicativa en la síntesis habermasiana. La variedad de la re&exión sobre sí misma también llevó a pensar en la propia re&exividad como el elemento de-'nitorio de la modernidad, tal como lo hiciera Giddens; mientras que con el despliegue de las técnicas de conectividad el concepto de aso-ciatividad alcanzó también una alta densidad descriptiva, como queda claro en el modelo de redes de Latour.

Dentro de esas alternativas, la idea luhmanniana de contingencia como valor propio de la sociedad moderna (Luhmann, 1992) tiene una particularidad que la distingue de otros modos de describir a la socie-dad moderna desde la sociología (o que la distingue de otras formas de autodescripción de la sociedad moderna a través de la sociología). En

1 Este artículo es parte de las actividades de investigación de los proyectos Fondecyt 1110437 y 1110428, 'nanciados por la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología de Chile.

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tanto contingente, la sociedad moderna no es indicada como proyecto unitario (progreso o racionalización), sino como diferencia. Otras posi-bilidades de descripción son aceptadas dentro de la contingencia. A la vez, sin embargo, la contingencia indica lo que la sociedad no debe ser

si ella se autodescribe como contingente: no debe ser ni necesidad ni imposibilidad, pues ambas son el lado externo de la contingencia. Cual-quier proyecto social, político, ético o moral debe ser rechazado por la conciencia moderna de la contingencia si en ellos existen niveles de necesidad e imposibilidad intolerables para su mantención. Por esto, la contingencia no es solo un instrumento descriptivo de la modernidad ni una modalidad postsecular de laissez-faire; también es un criterio nor-mativo, un modo de evaluación que determina cuándo el antagonismo entre posiciones diversas se vuelve una imposición necesaria para otros y hace con ello que la manifestación de lo propio se torne imposible. Es decir, normativamente, la contingencia moderna no es simplemente todo cuanto pueda acontecer, sino que es todo, menos la necesidad y la imposibilidad.

La hipótesis que quiero sostener en estas páginas es que aquello que distingue a la sociedad moderna de otros momentos históricos es la contingencia y la tensión permanente con sus dos opuestos: la nece-sidad y la imposibilidad. Para plausibilizar esta hipótesis parto por una breve consideración metodológica sobre la que sostengo mi interpre-tación. Sigo en esto la tesis de Blumenberg acerca de la ocupación de posiciones semántico-legitimatorias en distintas épocas históricas (1). Continúo luego con lo que juzgo una precondición operativa de la con-tingencia, esto es, el funcionamiento de la sociedad moderna como un orden social emergente (2). Realizo entonces un primer acercamiento al concepto de contingencia bajo su interpretación metafísica, como el mejor de los mundos posibles en la teodicea y su disolución por la di-ferenciación estructural durante el tránsito hacia la era moderna (3), y analizo seguidamente la escatología de la historia hecha por la 'losofía de la historia en el período de la modernidad clásica como una limita-ción de la contingencia (4). Sostengo, 'nalmente, un posicionamiento pragmático frente a la contingencia como unidad de la diferencia mo-derna en cuatro dimensiones: histórica, sociológica, moral y política (5). Concluyo en un apartado sobre la idea de ética de la contingencia como modus vivendi (6).

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1. La diferencia del presente

Las múltiples fórmulas semánticas de que disponemos para la des-cripción de la modernidad tienen regularmente un contenido nuevo, o son efectivamente nuevas, aun cuando la posición funcional que ocu-pen sea equivalente a períodos anteriores. Esta es la tesis H. Blumen-berg (1985) acerca de la legitimación de la era moderna. Para él, la modernidad no queda cubierta simplemente por medio de una idea de secularización de la cristiandad medieval, puesto que secularización su-pone una actitud de desprendimiento de los contenidos religiosos, pero una conservación de determinadas sustancias que continúan siendo de carácter religioso en su esencia. Si la modernidad busca su propia legi-timidad, entonces ella debe estar en sí misma, y no en un nuevo ropaje de tópicos pasados. En palabras de Blumenberg:

El punto es que el mundo no es una constante cuya con-'abilidad garantice que en el proceso histórico una sustan-cia constitutiva original deba volver a la luz, sin disfraz, tan pronto como son despejados los elementos sobreimpuestos de especi'cidad y derivación teológica. Esta interpretación ahis-tórica, desplaza la autenticidad de la era moderna haciendo de ella un residuo, un sustrato pagano que es simplemente des-echado después de la reclusión de la religión a una independen-cia autárquica del mundo (Blumenberg, 1985: 9-10).

La secularización, por tanto, degrada a la modernidad y la trans-forma en una versión de un núcleo duro al cual estaría inextricable-mente unida. Varias de las formulaciones de la Ilustración contribuye-ron de todos modos a esta impresión. No había que desarrollar alguna argumentación muy compleja para visualizar la cercanía formal entre la noción moderna de progreso y el modelo escatológico de la religión judeo-cristiana, o entre comunismo y Salvación (Löwith, 1949), o entre racionalidad y perfectibilidad (Luhmann, 2009). Con ellas, el método parecía ser simple. Para parafrasear a Marx: solo había que quitarles la corteza mundana y pronto aparecería su núcleo irracional. De este modo, sin embargo, la modernidad se transformaría en una metáfora del pasado; solo en ausencia y negación. Esta pudo ser también una forma de auto-exculpación de la modernidad, un modo de atribuir sus males a la permanencia de un pasado del cual no se había liberado completamente. Ello al menos pudo dar la esperanza de que lo propio no había sido descubierto aún y que había que seguir buscando. Pero

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si así hubiese sido, la pregunta inmediata es de dónde proviene la culpa que debe ser redimida. La respuesta es también clara: de la incompleti-tud de un proyecto inacabado, de una 'nalidad todavía no alcanzada pero conocida, por tanto, nuevamente de un motivo cristiano.

La búsqueda auto-asertórica de la modernidad debe ser tomada en su propio peso. En la visión de Blumenberg esta tiene un componente programático sustantivo: «[Auto-aserción] signi'ca un programa exis-tencial de acuerdo con el cual el hombre posiciona su existencia en una situación histórica y se indica a sí mismo cómo va a lidiar con la reali-dad que lo rodea y qué uso hará de las posibilidades que le son dadas» (Blumenberg, 1985: 138). En mi interpretación, sin embargo, la formu-lación no es solo existencial, sino también estructural y sociológica. La auto-aserción moderna no es —siguiendo a Blumenberg— una modela-ción del mundo por 'nes trascendentes, sino un posicionamiento con-textualizado a partir del cual se de'ne continuamente cómo enfrentar el mundo. Para ponerlo en otros términos, si la auto-aserción moderna puede ser encontrada y, por tanto, si ella construye legitimidad por sí misma y no la hereda como renovación o continuación del pasado, entonces ella deber ser resultado de la interacción de las vivencias y acciones individuales y las estructuras de expectativas socialmente es-tabilizadas en el presente. Si esto es así, entonces habría que formular dos preguntas: uno, ¿qué es lo estructuralmente distinto del presente histórico-social?, y dos, ¿cuál es su valor legitimatorio propio? A lo pri-mero respondo: el orden social como orden emergente; y a lo segundo: la contingencia como limitación de la necesidad y de la imposibilidad.

Es decir, independientemente del hecho que los conceptos de emer-gencia y contingencia puedan ser encontrados en los griegos y seguidos en la cristiandad medieval, lo que me interesa es cómo ellos ocupan posiciones centrales en la posibilidad autodescriptiva del presente, es decir, cómo son constructores de la legitimidad moderna, tanto en un sentido estructural como semántico. Sigo en esto la formulación meto-dológica de Blumenberg:

Lo que principalmente ocurrió en el proceso interpreta-do como secularización, sino en toda al menos en algunas instancias especí'cas reconocibles, no debiera ser descrito como una transposición de contenidos auténticamente teo-lógicos en una secularización alienada de sus orígenes, sino más bien como una reocupación de posiciones de respuesta que habían estado vacantes y cuyas correspondientes pre-guntas no podían ser eliminadas (Blumenberg, 1985: 65).

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Cuando el problema se entiende en términos de secularización y por tanto de transposición de contenidos teológicos, entonces la di-'cultad es que el presente produce respuestas para las cuales no hay preguntas precisas. Por ello debe acomodar lo nuevo en lo conocido y deslegitimar su novedad para verlo como reiteración, incluso alienada, de una verdad intrínseca que está en la base. Por ejemplo, el presente experimenta la radicalidad del riesgo y la incertidumbre por efecto de la complejidad adquirida en un contexto donde predomina la diferencia-ción funcional, pero transforma esto en la respuesta a la pregunta por la realización de la libertad y la subjetividad humanas, que se observan a su vez como versiones secularizadas del libre albedrío otorgado por Dios a los hombres. O también, el presente experimenta una variedad de diferenciación estructural y semántica pero la convierte en manifes-taciones particulares de un continuo progreso que se puede leer como representación escatológica de la modernidad. Sin embargo, cuando se renuncia a la tesis de la transposición de contenidos del pasado al presente y se observa el problema en sus propios términos, es decir, bajo la perspectiva de la reocupación de posiciones con nuevas conceptuali-zaciones, entonces se debe atender a la interrelación entre condiciones estructurales de la sociedad y sus fórmulas de autodescripción.

Mi hipótesis es que, estructuralmente, la noción de emergencia de lo social captura el proceso operativo que está en la base de la socie-dad contemporánea, esto es, el proceso de diferenciación funcional y su correspondiente diferenciación semántica, y que, sustantivamente, el concepto de contingencia como negación de la necesidad y la imposibi-lidad constituye su horizonte normativo, en tanto permite una plurali-dad de normas pero a la vez, limita la imposición de una sobre otra por medio de la negación de la necesidad y la imposibilidad. Emergencia es en tal sentido, el sustento operativo de la contingencia.

2. Emergencia: El sustento operativo de la contingencia

Emergencia signi'ca que aquello que acontece en la sociedad no puede ser atribuido a la voluntad divina, a una idea de naturaleza hu-mana, ni explicado, al modo de la 'losofía de la historia, como momen-to de necesidad en el tránsito hacia la utopía (sea esta la utopía utilita-rista de la felicidad, la de la realización del Espíritu Absoluto, la utopía de la paz perpetua, la del comunismo o la de la legitimación plena por la vía del consenso discursivo). Tampoco la emergencia de lo social se explica por las reuniones de directorio de las elites codiciosas —teoría

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bien expresada en frases del tipo ‘la crisis 'nanciera es producto de la codicia de Wall Street’— o por las acciones honrosas de las elites soli-darias, entre las cuales caben desde los trabajos voluntarios de verano hasta los funcionarios de gobierno compasivos en zonas de catástrofe. Y mucho menos la emergencia de la sociedad se explica por el expe-diente de la cultura, ese conservador recurso semántico de las ciencias sociales, especialmente latinoamericanas, empleado en el mejor de los casos para evitar tener que pensar en la complejidad y extra-territoria-lidad de la sociedad moderna, y en el peor, para sostener los privilegios de una comunidad particular, o para reclamar particularistamente los mismos privilegios de otros.

Emergencia de la sociedad, en una formulación sucinta, es el resul-tado de la continua intersección entre acciones y vivencias individuales, por un lado, y estructuras de expectativas socialmente estabilizadas, por otro. El resultado no viene prede'nido previo a la intersección, no está presupuesto ni en el nivel de las acciones y vivencias ni en el nivel de las estructuras, sino que deriva de la operación de esta relación. Si esto se quisiera formular antropológicamente y de modo menos técnico habría que decir: cada ser humano es 'nito, vive inmerso en su 'nitud y sale al mundo a la improbable tarea de encontrar lo que le falta (Mar-quard, 2007), y como lo que le falta a cada uno es siempre otra cosa, la sociedad crea desde swinger clubs hasta fundamentalismos religiosos.

La emergencia de lo social como intersección de acciones, vivencias y estructuras de expectativas no acontece solo en momentos revolu-cionarios, en incubaciones de crisis, o en aquellos infames días cuando las crisis cruzan el umbral de peligro y se transforman en catástro-fes, después de las cuales se toman las decisiones que pudieron evitar los problemas que entonces se lamentan. Un orden social emergente se recrea día a día y noche a noche, sea por morfogénesis o por mor-foestásis, como diría precisa y técnicamente Archer (2009); se recrea por su transformación o por su conservación, para ponerlo en lenguaje político; por su vitalismo o por su inercia, como lo habrían expresado los 'sicalistas del siglo XVIII. Que no lo advirtamos día a día y noche a noche, o que lo advirtamos solo mirando hacia atrás, es prueba de que el orden social emergente evoluciona: varía, selecciona y reestabiliza, es decir, cambia, y cambia para poder permanecer o para poder cambiar.

En la sociología el concepto de emergencia aparece por primera vez en Parsons, en el anexo metodológico de La estructura de la acción

social, de 1937:

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Aquí [emergencia] tiene un signi'cado estrictamente empírico, que designa las propiedades generales de sistemas complejos de fenómenos, que son, en sus valores concretos, empíricamente identi'cables, y que cabe mostrar por análisis comparativo, que varían, en estos valores concretos, inde-pendientemente de los demás […] No hay misticismo alguno en este concepto de emergencia. Es simplemente una desig-nación de ciertos rasgos de los hechos observables (Parsons, 1968: 908-909).

Formulaciones similares, aunque sin el concepto de emergencia, se pueden encontrar en Comte y Renouvier bajo la fórmula ‘el todo es más que la suma de sus partes’; también en Durkheim, en las nociones de hecho social, representaciones colectivas y la realidad sui generis (Sawyer, 2002). La diferencia entre la contenidos y formas de Simmel (2003) igualmente puede agregarse a esta lista, así como la distinción entre acción con sentido de Weber en sus cuatro modalidades y las esferas de valor, o la misma jaula de hierro. Pero esto por cierto no es lo único. El concepto se emplea explícita, técnica y sistemáticamente en al menos cuatro relevantes teorías contemporáneas de la sociedad moderna: en el modelo de rational choice de Coleman (1994), en la teo-ría de fenómenos complejos y órdenes espontáneos de Hayek (2007), en la sociología de la comunicación de Luhmann (1997) y en el enfoque morfogenético de Archer (2009). Las arquitecturas y relaciones up and

down de cada una son distintas, pero en sus diferencias comparten una especial atención a la autonomía de acciones y vivencias individuales y a la autonomía de estructuras sociales de expectativas (Mascareño, 2008). Y cuando esto es así, lo fundamental de la aproximación sociológica no es una 'losofía de la historia o una 'nalidad humana, sino el hecho que la sociedad moderna tiene una conformación propia que no se explica, ni por la estructuración top-down del orden estrati'cado, ni por la cínica estructuración bottom-up de la Ilustración, sino por la continua intersec-ción entre acciones y vivencias individuales, por un lado, y estructuras de expectativas sociales estabilizadas temporalmente, por otro. Ambas son propias de la sociedad moderna, y de ninguna otra.

Vistas las cosas así, un orden social emergente es el sustento opera-tivo de la sociedad presente. La intersección entre acciones y vivencias individuales y estructuras de expectativas sociales estabilizadas tempo-ralmente son elementos cuya relación hace que continuamente la socie-dad opere. Dicho de otro modo, la sociedad es esta operación. Y lo que resulta de ella es lo que resulta de ella; no la consecuencia de un plan

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divino o de la naturaleza, tampoco un continuo progreso hacia algu-na realización de las disposiciones originales de la naturaleza humana. Estos mismos elementos son parte de la sociedad, son disposiciones para conducirla hacia alguna parte. No obstante, cuando ellas entran en operación, se someten irremediablemente al juego de acciones, vi-vencias y estructuras de expectativas desde las cuales emerge 'nalmente lo que tenemos por sociedad.

De este modo, la sociedad del presente no nos entrega más un cri-terio de verdad o validez, solo nos presenta a ambas cosas como pro-blema. Frente a esto, las alternativas son dos: o se busca en el pasado un modo 'rme y metafísico de sustentar la legitimidad del presente, o se acepta el problema que el presente plantea y se busca algún criterio para tratar con él, para hallarse ahí. En el primer caso, se puede recurrir a las Escrituras, a la naturaleza humana, a una Razón inclusiva, al telos trascendente del Espíritu Absoluto o de la Historia, o al telos inmanen-te del lenguaje humano; en el segundo caso, hay que preguntarse qué es lo propio, lo nuevo de nuestra época, aquello que pudo surgir en el pasado pero que la emergencia de la moderna sociedad mundial puso —o está poniendo— como centro excéntrico de su autodescripción. Cuando señalo que la contingencia es la unidad de la diferencia moder-na, a'rmo que lo nuevo en ese orden social emergente es la conciencia re&exiva de la contingencia y aquello a lo que la contingencia se opone, esto es, su doble negación: la necesidad y la imposibilidad. Con esto quiero sostener que la contingencia no es solo una modalidad descripti-va de un orden social emergente, sino también un criterio de nuevo tipo para sostener descentrada y pragmáticamente su legitimidad.

3. Contingencia y metafísica

En su interpretación actual, la contingencia re&eja positivamente la legitimidad del pluralismo de concepciones diversas acerca del mun-do, y negativamente restringe el posicionamiento de una sobre otra en tanto niega la necesidad y la imposibilidad. Es decir, como correlato de un mundo estructuralmente diferenciado, la contingencia a'rma la diversidad y declara ilegítima su negación. Sin embargo, cuando en la sociedad predominaba estructuralmente un orden de tipo estrati'cado, como sucedió en el mundo cristiano-medieval, el contenido de la con-tingencia no puede ser el mismo. En este contexto histórico, la contin-gencia tiene un componente metafísico.

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Que la crisis de la visión cristiano-medieval del mundo había sido puesta en cuestión aún cuidadosamente por Hobbes, distinguiendo en-tre el Arte de Dios y el Arte del Hombre a mediados del siglo XVII, se puede apreciar en uno de los axiomas fundamentales de la primera mo-dernidad: auctoritas non veritas facit legem; la autoridad y no la ver-dad hacen la ley (Hobbes, 2003[1651]). El Arte de Dios es reino de la Verdad; para el del hombre vale: homo homini lupus. La necesidad del contrato estaba en que los hombres padecen por naturaleza un malum

metaphysicum atribuido a las criaturas por el hecho de no ser Dios, es decir, por no ser perfectas, por ser 'nitas. En el origen de la Ilustración, Pierre Bayle (2003[1695]) estableció el problema en los siguientes tér-minos: si Dios es todo bondad, entonces él está predispuesto a prevenir el mal. Pero el mal existe; por tanto, o Dios no está dispuesto a prevenir el mal o es incapaz de hacerlo precisamente porque él es el lado externo de todo mal. En palabras de Bayle:

Observe que como consecuencia natural de las constan-tes enseñanzas de los teólogos, el demonio, la más maligna de todas las criaturas pero incapaz de ateísmo, es el instigador de todos los pecados de la humanidad; además, que de esto se sigue que la más escandalosa malignidad del hombre debe tener el mismo carácter que la malignidad del demonio, lo que signi'ca que debe venir acompañada por la creencia en la existencia de Dios (Bayle, 2000: 318).

Dios y el mal son inseparables; no es completo sin el mal. El de-monio es su suplemento en sentido derridiano, aquello que completa lo incompleto y que al completarlo lo impregna de sí mismo (Derrida, 1989). Ello explicaría la abundancia del mal en el mundo:

Para saber si el bien moral se iguala al mal moral entre los hombres, uno solo tiene que comparar las victorias del demonio sobre las de Jesucristo. En el registro de la historia encontramos solo unos pocos triunfos para Jesucristo y en-contramos por doquier los estragos del demonio […] Un gra-no de maldad estropea cien medidas del bien (Bayle, 2000: 290, 301).

A la idea de un mundo pleno de males, se intenta oponer el optimis-mo de Leibniz en su Teodicea, esa especie de defensa jurídica del acusa-do Dios ante la 'scalía del Hombre. Dios tiene que admitir el mal para crear el mejor de los mundos posibles, pues el mundo es contingente

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porque Dios pudo construir otro, pero es el que es, y si es creación de Dios, entonces es el mejor de los mundos posibles. No se trata ya de la lucha medieval entre el empireo y el infero de la esquemática de Dante, sino de un cálculo cuasi político de Dios: el mal en el mundo es con-dición sine qua non de la observabilidad del bien. Hay mal para ver la bondad del bien. Para Leibniz el punto es el siguiente:

Todas las verdades que conciernen a posibles o a esen-cias y a la imposibilidad de una cosa o su necesidad (esto es, la imposibilidad de su contrario) descansan en el princi-pio de contradicción; todas la verdades concernientes a las cosas contingentes o a la existencia de las cosas, descansan en el principio de perfección. Excepto solo por la existen-cia de Dios, todas las existencias son contingentes (Leibniz, 1989[1680]: 19).

De ello se deriva la aceptación del mal en el mundo y el mundo como lo más perfecto posible, pues aunque para Dios sea necesario seleccionar lo mejor, ello solo está en el Reino de Dios, en el mundo, se podría decir hoy, ‘se hace lo mejor que se puede’ (lo que además, como sabemos hoy, no vale para todos). El mundo es contingente por-que solo el Reino puede ser necesario, porque solo el Reino es plena necesariedad de la bondad. Esta es una defensa ahora racional, aunque desesperada, de la doctrina cristiano-medieval de la inversión en el Más Allá, pues se sigue prometiendo que el mundo solo podrá ser perfecto con la Salvación, es decir, con Dios hecho hombre, aunque ahora el mal estaba en nosotros, y Dios lo sabía. De Leibniz podría decirse que, con la contingencia del mundo y la necesidad de Dios, quiso salvar el ‘pro-yecto inacabado de la Edad Media’. Algo así como Habermas, quien a 'nes del siglo XX quiso salvar la escatología de la modernidad en el discurso libre de coacción. El primero no lo logró; el segundo, yo diría que tampoco.

La pregunta ahora es ¿por qué la desesperación de Leibniz por sal-var la escatología cristiana? Mi respuesta es sociológica: el siglo XVII muestra, en variados aspectos, la desintegración de la presión hidráu-lica de las estructuras sociales medievales sobre la acción y la viven-cia individual. Para ponerlo en los términos de Archer (2009), es la culminación del con&acionismo descendente en la historia, es decir, el inicio del 'n de la interpretación metafísico-religiosa del mundo y de su correlato histórico: el orden de privilegios de la sociedad estrati'cada. En la historiografía relativa a la época, el siglo XVII es conocido como

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el siglo de la ‘crisis general’: el 'n de la dinastía Ming; la desintegración de importantes estados europeos; la secesión de la monarquía españo-la; la amplia extensión de las guerras (entre 1618 y 1678 hubo solo 14 años de paz en Holanda, 11 en Francia, 3 en España y 11 en el Impe-rio Otomano); las revoluciones que se extendían por Rusia, Francia, Alemania, Suiza, Estambul, Japón, Norteamérica y Brasil; y las altas tasas de mortalidad asociadas a todo esto (Trevor-Roper, 1959; Parker, 2008), no solo indicaban que el mal estaba muy presente en el mundo, sino también que la Salvación iba a tardar más de lo previsto. El orden sin diferencia de rangos ya no era inimaginable. Parecía que se abría una puerta para cuestionar, aunque fuera por la muerte propia, la cen-tralización política, religiosa y moral de la estrati'cación; para buscar por otros medios, los medios del agente, la inclusión social.

En ese marco, la contingencia metafísica de Leibniz era un equiva-lente del genio maligno de Descartes, que se cuela en la Razón Divina para hacerla operar. La contingencia es el mal, una estrategia para sal-var a Dios negativizando el mundo. La distinción estaba invertida: no se observa desde la contingencia, sino desde la metafísica necesidad de Dios. La contingencia es solo un valor re&exivo para observar la gran-deza del creador y para soportar el valle de lágrimas en que se había convertido el mundo hasta su venida. La 'losofía de la historia decidió no esperar esa venida e instaló la agencia humana en su lugar.

4. Finalidad de la historia en la filosofía de la historia

Con la 'losofía de la historia desde Voltaire hasta la Escuela de Frankfurt —pasando por Kant, Hegel y Marx— la inversión había lle-gado no en el Más Allá, sino en el mundo: los hombres eran ahora res-ponsables de ella, de sus males y también de la realización de su bondad última. Para ello debían reconocer su libertad y actuar. De lo primero se encargó Kant: «¡Ten valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la Ilustración» (2002: 25); de lo segundo se encargaron todas las revoluciones hechas entre el siglo XVIII e inicios del XX, y que ve-ri'caron el pronóstico temprano de Rousseau: «Nos aproximamos al estado de crisis y al siglo de las revoluciones» (Rousseau, 2000: 251). El con&acionismo descendente de la Edad Media parecía ser reemplazado ahora por un énfasis desmedido en la capacidad de los agentes para hacer un mundo perfecto. ‘Voluntarismo’, le llamaría Lenin posterior-mente. Creo que aquí se inicia lo que quisiera llamar el con&acionismo ascendente en la historia: la idea predominante de que la unión de vo-

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luntades y acciones individuales puede modelar una sociedad y hacerla a imagen y semejanza ya no de Dios, sino de los planes humanos.

Pero hubo dos problemas con esto: uno semántico y otro estructu-ral. El problema semántico lo formuló Blumenberg (1985). La 'losofía de la historia supuso que la Ilustración se había transformado en un programa político capaz de emancipar al hombre de toda dominación teológica o religiosa, sin embargo, al introducirla como programa de la modernidad, no hizo más que reintroducir motivos teológicos en un nuevo formato: si antes era Dios, ahora es el Hombre; si antes era el Más Allá, ahora es el mundo; si antes era la Salvación, ahora son el co-munismo, la voluntad general, el bien común o el consenso discursivo los que representan el 'n de la historia y la realización del Espíritu. Por medio de la secularización, la 'losofía de la historia había reintroduci-do la escatología cristiana ahora sin Cristo. No parecía ser realmente moderna. A esto es a lo que Marquard ha llamado ateismo ad maiorem

Dei gloriam (Marquard, 2007). El nexo de este problema semántico con la dimensión estructural

lo aporta Koselleck (1973, 2006) a través de su análisis de la crisis. Su tesis principal es que la Ilustración establece una fuerte identi'cación entre 'nalidad moral de la historia y sociedad civil que cuestiona el poder absoluto del Príncipe, a menos que este se someta a la moralidad de la sociedad. Sin embargo, al gobernar en nombre de la moral, la dimensión política deviene insigni'cante:

El secreto político de la Ilustración fue que todos sus conceptos análogos de una toma del poder indirecta fueron invisiblemente políticos. En la anonimidad política de la Razón, la Moral y la Naturaleza descansa su peculiaridad y efectividad política. Ser apolítica era su politicum […] La realidad política y social no solo es incompleta, limitada o transformable cuando es evaluada con las leyes del mundo moral, sino también inmoral, anatural e irracional (Kose-lleck, 1973: 123, 127).

La crisis es moralmente transtemporalizada pero políticamente es-condida; la Ilustración incentiva la crítica, pero la crítica escatologiza-da elide el problema actual trans'riendo su solución al futuro. Se adop-ta una posición moral que se justi'ca al 'n de la carrera del progreso y se pospone su triunfo al futuro: la utopía al 'nal de la historia debe hacernos soportar, mediante la crítica, que el mundo no se una tras la Razón, tanto como la Salvación debía hacernos resistir en el valle de

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lágrimas. La utopía al 'nal de la crisis eternaliza la crisis del presente. De ahí la apolicitidad de la Ilustración.

Odo Marquard (2007) ha interpretado el nacimiento de la 'losofía de la historia como crisis del optimismo representado por Leibniz en el siglo XVII en la idea de contingencia del mundo como el mejor de los mundos posibles. El terremoto de Lisboa en 1755, elevado a sím-bolo del mal por Voltaire, la insatisfacción con el estado absolutista de Rousseau, la experiencia de las guerras religiosas y un alto número de re&exiones semánticas sobre el mal en el mundo —incluyendo las anti-nomias de la Razón de Kant y el genio maligno de Descartes— llevaron a desestimar la optimista solución de Leibniz de que el reconocimiento del bien requiere del mal para apreciar la creatio optimum, tal como se expresaba en la teodicea. La 'losofía de la historia fue la reacción: Dios no es más el creador del mundo, sino el hombre: «La creación del hombre —es decir, la historia— a diferencia de la supuesta bondad de la creación de Dios, es que no es aún buena, sino que lo será, como formación progresiva de un mundo futuro pleno de bien» (Marquard, 2007: 99). A este saludable mundo futuro pertenece la positivización de la transformabilidad y la comprensión de la historia como desarrollo y progreso, que caracteriza a la Ilustración y a la 'losofía de la historia como pensamiento utópico (Marquard, 1986). Entonces el presente es moralizado como crisis y la salvación es pospuesta al futuro por medio de un auto-a'rmativo tribunal de la Razón.

La Ilustración limitó su proyecto al introducir la 'nalidad racional de la historia; incentivó a la autonomía individual y a la acción políti-ca para la morfogénesis estructural; pero también impuso una receta. No con'ó en que cada uno podría descubrirla a su manera en el juego mutuo con las diferenciadas estructuras sociales que emergían. Por otro lado, la transformación de la Revolución Francesa en terror, del comu-nismo en totalitarismo y del Estado democrático en cooptación parti-cularista de intereses de agentes individuales y corporativos, pudieron hacer ver que la autonomía de las vivencias y acciones individuales no corrían paralelas a la autonomía de las estructuras sociales. Para ello se requería un modo distinto de observar lo social, un modo que pudiera describir ese orden y también contribuir con un criterio no teleológico y no 'nalista de su legitimidad. Esto es, a mi juicio, lo que aportó la sociología.

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5. Contingencia como valor propio de un orden social emergente

El concepto de emergencia ya estaba presente en varios sentidos en las re&exiones sociológicas desde Durkheim en adelante. Para la constatación de un orden emergente no puede haber un centro de la sociedad o una cima jerárquica desde la cual sus hilos se muevan. En el orden de rangos, esa cima jerárquica la representaba el estrato superior. Ella concentraba las funciones políticas, la riqueza económica, la regu-lación jurídica y la manipulación simbólico-religiosa. En este marco, la contingencia del mundo solo puede entenderse como oposición a la necesidad de Dios: el mundo pudo ser otro, pero es el mejor porque Dios es bondad necesaria. Se trata de una contingencia metafísica que es solo aceptación de la facticidad de la estrati'cación.

En ese horizonte social estrati'cado, la densi'cación y compleji-zación de las relaciones sociales ya mostraba sus resultados en la for-mación de sistemas. Especialmente la constitución de asociaciones comerciales y mercados, de talleres de o'cios, de sociedades de ense-ñanza-aprendizaje y, por cierto, las guerras religiosas que comienzan a separar iglesia, derecho y política y que conducen al cada vez más fuerte despliegue de sistemas funcionales. La crisis que fascina a la Ilustración no es más que el cambio evolutivo del primado de la estrati'cación a la diferenciación funcional como principio organizador del orden social al cual otras formas de diferenciación se subordinan. Esto descentra la operación de la sociedad: las funciones ya no se distribuyen en cortes o casas señoriales plurifuncionales, sino que en sistemas crecientemente diferenciados que constituyen entornos unos para otros. Ello libera la vivencia individual de su necesaria referencia religiosa y también libera fácticamente la acción de las necesidades e imposibilidades impuestas por la estructura de rangos de la estrati'cación. Dicho de otro modo, los individuos se dieron cuenta que el mundo en el que habitaban no era el mejor de los posibles. Con ello, en términos sociológicos, el cami-no estaba abierto para la emergencia de lo social a partir de la intersec-ción entre vivencias y acciones individuales y estructuras de expectati-vas socialmente estabilizadas.

Si esto es plausible en el plano estructural, entonces queda por res-ponder la pregunta por aquello que ocupa la posición de Dios y de las 'nalidades de la historia en el presente entendido como orden emergen-te. Como he dicho, mi respuesta es la contingencia como limitación de la necesidad y la imposibilidad. Si el orden social es de carácter emer-

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gente, entonces su producción depende estructuralmente de dos cosas: de las constricciones y habilitaciones estructurales en cada momento del tiempo, por un lado, y de la posición de los individuos para realizar sus vivencias y acciones, por otro. En la intersección de ambas se juega la mantención o el cambio de la sociedad. En una sociedad estrati'ca-da las constricciones son verticales y las habilitaciones horizontales: se puede ser sirviente en una corte u otra, pero está prescrita la imposibili-dad de pasar de inquilino a hacendado. Con ello, la posición de los in-dividuos es siempre la misma y necesaria. La Ilustración, encargada de liberar verticalmente al hombre, lo introdujo en el cinismo escatológico de aquello que se juzgaba imprescindible para redimirlo: el despotismo ilustrado para realizar el objetivo revolucionario, la dictadura proleta-ria como transición al comunismo, el desarrollo por industrialización, la participación democrática como voluntad del pueblo, la promesa de un bienestar generalizado a través de la riqueza de pocos. Todos ellos eran pasos necesarios en la historia del progreso.

En un orden social emergente, en cambio, no hay un reino de ne-cesidad metafísico o extra social, no hay una teleología de la historia que conduzca a un 'nal previsto y haga necesariamente imposible otro camino. En él, la legitimación viene por la autoa'rmación de la contin-gencia de la emergencia social, por el carácter no necesario ni imposible de sus resultados y por la mutabilidad temporal de ellos. Esto es nuevo en la sociedad contemporánea; lo que se puede llamar su valor propio: «Un acoplamiento recursivo de observaciones a observaciones produce valores propios que permanecen estables cuando el sistema mantiene en general esa praxis; entonces la contingencia es la forma (o al menos una forma) de ese valor propio» (Luhmann, 1992: 103). Quiero desple-gar brevemente esta posición en cuatro dimensiones: una histórica, otra sociológica, otra moral y una última política.

Históricamente. Distintas épocas históricas han propuesto alguna noción de autonomía en sus registros semánticos: la autosu'ciencia de la polis en Aristóteles, la autonomía de la voluntad en el derecho civil romano, la de Dios en la cristiandad, la del individuo en la Ilustración. Sin embargo, en la distinción entre individuo y estructura social, esa noción fue siempre atribuida a uno de los lados, con lo que el otro po-día ser explicado por el primero. Hoy, especialmente después del Holo-causto, del 'n de la Guerra Fría, del socialismo real y de la declinación de la ortodoxia monetarista, parece haber un campo para entender que las estructuras sociales no son inalterables, aunque tampoco un traje a medida, y que los individuos no son ni autómatas culturales ni volun-

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tades de plenitud soberana. Las trayectorias de ambas dimensiones (de estructura y agencia) se juegan en la intersección de sus autonomías y por ello lo social es contingente. La emergencia sociológica hace esto vi-sible hoy; no porque sus análisis sean más re'nados que los de griegos, romanos, cristianos e ilustrados, sino porque el mundo parece haber evolucionado de ese modo, o porque parece plausible entenderlo así. Si se trata de reocupación de posiciones en el sentido de Blumenberg, entonces la emergencia ocupa la posición explicativa de la gran cadena del ser de la Edad Media y de la realizabilidad agencial del mundo en la Ilustración; y la contingencia ocupa la posición legitimatoria de Dios y de las 'nalidades de la historia en aquellos mismos períodos.

Sociológicamente. En el plano factual, la autoa'rmación de la con-tingencia se gana por las múltiples posiciones de observación y opera-ción que existen en la sociedad, tanto estructurales como individuales. Con ello la contingencia se expresa en términos de un mundo en el que lo que es puede ser distintas cosas a la vez. En el plano social, esto supone la doble contingencia de la comunicación, es decir, el hecho social que el mundo sea visto como algo y otra cosa a la vez. Esta in-determinabilidad del presente se juega, entonces, en la improbabilidad de la comunicación por la vía del lenguaje, de los medios de difusión y de los medios de comunicación simbólicamente generalizados, los que mediante constricciones y habilitaciones abren la posibilidad de que ‘las cosas sean de otro modo’, de que lo que es no sea necesario ni imposible. Ello resuelve la paradoja de la unidad y diversidad de la sociedad por medio de la forma de la auto-diversidad, y permite coordinar, sin aspiración de consenso o unidad, las distintas posiciones factuales estructurales o individuales. En el plano temporal, el futuro queda abierto como futuris contingentibus, sin 'nalidad escatológica (Luhmann, 1992). Esto vale tanto para el futuro-presente (la construc-ción cognitiva actual del futuro) como para el presente-futuro (el es-tado de aspiración normativa). Sin 'nalidad última, la conciliación de ambas perspectivas es un problema de ajuste entre expectativas norma-tivas y cognitivas bajo la siguiente pregunta: ¿cuánto estoy dispuesto a cognitivizar mi expectativa normativa para lograr la realización de mi plan de vida?

Moralmente. Un mundo cuyo valor propio es la contingencia no podría excluir otras posibilidades; se negaría a sí mismo. La ocupa-ción de una posición semántico-legitimatoria central de la contingencia en el orden social emergente no excluye, solo lateraliza otras opciones legitimatorias, entre ellas la de Dios y la de las 'nalidades de la histo-

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ria, pero también las del mito, la comunidad o la reunión de técnica y vida. Moralmente vista, una ética de la contingencia es pluralismo bajo un criterio: que las posiciones no prescriban o ejerzan la nece-

sidad de sí mismas o de sus opciones para otros, ni que prescriban o

ejerzan la imposibilidad de las opciones de otros, incluso para algunos

de los propios. Cuando la necesidad y la imposibilidad aparecen en al-gún lugar de la sociedad —y aparecen constantemente— la contingencia debe buscar cognitivamente un modo de coordinación que con'rme la pluralidad normativa de la constelación coordinada. La contingencia es entonces contrafáctica, pues responde con aumento de contingencia ante la producción de necesidad e imposibilidad (Mascareño, 2006). Es, en ese sentido, un criterio procedimental de acción universalmente aplicable que puede: a) promover una apertura cognitiva de la norma a la contingencia del mundo; b) favorecer la pluralidad normativa del mundo bajo el criterio de la contingencia en tanto limitación de la ne-cesidad y la imposibilidad; c) contribuir a la instanciación de la expec-tativa normativa ofreciendo posibilidades múltiples de realización; y d) prevenir la normativización de expectativas cognitivas como modo de evitar la centralización moral.

Políticamente. Una política de la contingencia no puede presupo-ner, por una petitio principii, un principio de contingencia desde el cual dimane la legitimidad del orden social emergente. La contingencia no es sustantiva, tampoco un telos inmanente de la comunicación. Tanto no lo es que es políticamente frágil, pues en el antagonismo propio de lo político (Mouffe, 2003) tanto la desigualdad funcional —que mul-tiplica las posiciones de observación e introduce operaciones diversas y regularmente contradictorias entre sí— como la desigualdad por mo-dalidades recreadas de estrati'cación que hacen que para algunos haya más opciones de las que quisiéramos emplear, y para otros, menos de las que pudieran necesitar, generan pretensiones de a'rmar la necesi-dad de lo uno y la imposibilidad de lo otro. Mucho de esto se resuelve en el derecho; pero otro tanto se juega en la modalidad fáctica de la costumbre, en la negociación coerciva o en la interacción, sea afectiva o violentamente, y todo esto aunque al mismo tiempo el derecho de-clare el imperio del derecho. Por ello una política de la contingencia es tres cosas: primero, es situativa y pragmática, quisiera poder tratar la diferencia entre peruanos y chilenos en un barrio de Santiago, entre católicos y laicos en una comunidad nacional, entre las instancias de decisión y los afectados en una política pública, entre la incompeten-cia de las instituciones compensatorias encargadas de compensar los

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estados de necesidad y la imposibilidad de inclusión que alguien sufre con ello (Rorty, 2002). Desde ahí, desde esas operaciones, puede ser posible invocar formas que sean útiles para tareas mayores. Segundo, si el correlato sociológico de la contingencia es la emergencia de lo social, una política de la contingencia debe presuponer y coordinar las constricciones y habilitaciones de las estructuras sociales diferencia-das con la autonomía de los agentes. La distinción política nunca es, por tanto, entre sistema y subjetividad, sino entre contingencia, por un lado, y necesidad e imposibilidad, por otro. Y tercero, sin escatología, sin 'nalidad de la historia, sin consenso, el objetivo de una política de la contingencia no es la unidad, sino el paralelismo de metas en un cada vez más ampliado y plural modus vivendi.

6. Contingencia como modus vivendi

Como correlato de la diferenciación estructural, semántica e indivi-dual de la sociedad contemporánea, la contingencia es su horizonte de legitimación frente a la necesidad y la imposibilidad. El reino de la ne-cesidad concluyó con el 'n del orden estrati'cado y el surgimiento de la Ilustración; mientras que el de la imposibilidad, con los totalitarismos del siglo XX y la desilustración de la Ilustración en forma de teoría de sistemas. Contingencia es una contraemancipación de la utopía positi-va contenida en la necesidad de un estadio 'nal o de un pensamiento del Absoluto (Spaemann, 1990), y contraemancipación también de la utopía negativa de tener que aceptar el mundo tal como es por la impo-

sibilidad de transformarlo. Si ninguno de esos estados es ya necesario o imposible de concebir, entonces el mundo se abre a la contingencia y la complejidad. Contingencia viene así de'nida como la indicación de un ser que puede no ser y que puede ser de otro modo, dependiendo de la selección. Lo que se selecciona es contingente porque lo no selec-cionado permanece como posibilidad para futuras selecciones, es decir, permanece en un mundo que deviene complejo. Por eso una teoría de sistemas no es teodicea de la diferenciación funcional ni apología del orden existente. Por eso también la contingencia se constituye en un universal que está ligado a la especi'cidad de cada forma de vida, en tanto ella no prescriba o ejerza la necesidad de sí misma o de sus opcio-nes para otros, ni prescriba o ejerza la imposibilidad de las opciones de otros, incluso para algunos de los propios. De este principio moral se deriva una ética de la contingencia como modus vivendi.

En la concepción de John Gray, un modus vivendi:

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Expresa la creencia que hay muchas formas de vida en las que los seres humanos pueden prosperar. Entre ellas hay algunas cuyo valor no puede ser comparado. Donde esas for-mas de vida rivalizan, no hay ninguna de ellas que sea la mejor. La gente que pertenece a distintas formas de vida no necesita estar en desacuerdo. Pueden simplemente ser dife-rentes (Gray, 2000: 5).

Por su peso antropológico y su carga humanista, la referencia pue-de ser reescrita en términos de valores propios en un nivel de mayor abstracción. Ética de la contingencia como modus vivendi implica el reconocimiento de una multiplicidad indeterminada y multinivelada de valores propios en la sociedad moderna a los que las vivencias y accio-nes de las personas se vinculan, y supone también la posibilidad de su nueva formación y desaparición. Presume, sin embargo, que ninguna nueva formación de valores propios puede tener lugar por necesidad, y ninguna desaparición de ellos, por su imposibilidad. Si esas condiciones se cumplen, el con&icto de valores propios puede ser regulado por una forma de producir coordinaciones entre diversa vivencias y acciones que con'rmen la contingencia de la constelación coordinada. No se trata entonces, únicamente, de diferencia, sino de aplicar la diferencia entre unidad y diferencia.

El con&icto de valores propios no es una situación excepcional en la sociedad contemporánea. Puesto que el lenguaje supone la bifurca-ción sí/no, entonces no solo existiría un telos inmanente al entendi-miento, sino también uno al con&icto. Siendo el con&icto una posibi-lidad contingente, la pregunta es si su aparición debe imposibilitarse a como dé lugar, es decir, si debe imposibilitarse de modo necesario. Luhmann (1991: 391) entiende el con&icto como doble contingencia negativa, bajo la forma: ‘no hago lo que quieres si no haces lo que quiero’. A esta formulación me parece más aplicable la idea de doble contingencia de Parsons como doble dependencia de expectativas, pues en el con&icto entendido de este modo se vincula una imposibilidad (‘no hago lo que quieres’) a una necesidad (‘si no haces lo que quiero’). La disolución de la imposibilidad de ego depende de que alter realice lo que ego considera necesario. El con&icto es, entonces, imposibilidad de una grati'cación necesaria. Frente a este hecho, Luhmann da una respuesta que podría ser vista como el primer planteamiento de una ética de la contingencia como modus vivendi en el sentido de'nido más arriba: los con&ictos, en tanto sistemas, no hay que proscribirlos, sino que hay que condicionar sus perspectivas de reproducción por

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dos vías: a) restringiendo sus medios para evitar daños terminales a los valores propios involucrados, y b) incrementando su inseguridad, por ejemplo, por medio de la llegada de un tercero que ofrezca nuevas alternativas de comunicación. Con lo primero se evita la imposibilidad o aniquilación del valor propio del con&icto, con lo segundo se evita su solipsismo, es decir, su hacerse necesario por sí mismo.

Una ética de la contingencia como modus vivendi tiene una dimen-sión negativa y otra positiva. Negativamente es consecuencia de la dife-renciación estructural, semántica e individual de la sociedad contempo-ránea; reconoce la legitimidad de su diferenciación como unidad de la diferencia moderna; contingencia como modus vivendi es coexistencia de lo diferenciado (Cvijanovic, 2006; Horton, 2006; Horton y Newey, 2007), lo que se obtiene por medio de la negación de la necesidad o imposibilidad de determinadas vivencias, acciones, expectativas o insti-tuciones sociales. Positivamente, en tanto, una ética de la contingencia como modus vivendi es un universal que sostiene e incluso promueve el pluralismo de valores, aunque solo hasta el punto en que ellos buscan imponer necesidades o imposibilidades. En tales casos de con&icto, la contingencia como modus vivendi restringe medios e interviene subsi-diariamente incrementando las posibilidades de selección.

Mi pregunta 'nal es si hay alguna opción por la que esto tendría que hacerse de tal modo. Y mi respuesta es: sí, porque ello es conse-cuente con la emergencia de lo social y a la contingencia del mundo moderno, es decir, con los dos elementos que ocupan las posiciones estructurales y sustantivas de autodescripción y legitimación en esta sociedad contemporánea, y solo en esta.

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