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  • Nieve enprimavera

    Crecer en la China de Mao

    Viv

    enci

    as

    Moy

    ing

    Li

    Nie

    ve e

    n pr

    imav

    era Moying Li Nieve en primavera est muy bien escrita estupendamente. No solo

    es interesante e histricamente informativa, sino que conlleva un xito clamoroso. Las memorias conmovedoras de Moying Li animarn a las personas de todo el mundo a creer en s mismas contra viento y marea.Marlo Thomas.

    Al igual que Moying Li, llegu a un punto en mi vida en que viv en dos mundos durante el mismo tiempo exactamente. Aunque mi infancia checoslovaca fue oscura, me aferr a unas cuantas estrellas brillantes: mi familia, mi hogar y nuestras tradiciones. Las estrellas del cielo de Moying Li son muy parecidas. Nieve en primavera es una historia importante y enternecedora. Cualquiera que tenga la impresin de que la libertad, la justicia y la bsqueda de la felicidad son derechos de nacimiento encontrar este libro esclarecedor. Peter Ss, autor de The Wall.

    Esta es la historia de la poca ms turbulenta de la China moderna, vista a travs de los ojos de una joven. El texto fluye como el agua, tranquilo, pero profundo.Hualing Nieh Engle, ganadora del premio American Book Award por Mulberry and Peach: Two Women of China.

  • Editorial Bamb es un sello de Editorial Casals, S.A.

    2008, Moying Li de esta traduccin Noem Risco 2009, Editorial Casals, S.A.Tel.: 902 107 007 www.editorialbambu.comwww.bambulector.com

    Diseo de la coleccin: Miquel PuigIlustracin de la cubierta: Albert Asensio

    Ttulo original: Snow Falling in Spring

    Primera edicin: mayo de 2012ISBN: 978-84-8343-231-0Depsito legal: B-13902-2012Printed in SpainImpreso en

    Cualquier forma de reproduccin, distribucin, comunicacin pblica o transformacin de es-ta obra solo puede ser realizada con la autoriza-cin de los titulares, salvo excepcin prevista por la ley. Dirjase a CEDRO (Centro Espaol de De-rechos Repogrficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algn fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917 021 970 / 932 720 445).

  • ndice

    Prefacio 11Prlogo 15El Gran Salto 17Hambre 27Lao Lao y Lao Ye 36La tormenta que se avecina 56Ya no es mi hogar 77En busca de una casa 95Meloda de Mongolia 102El club de lectura secreto 115Hacerse mayor 127La momia de Hunan 135Una vida asignada 142El Templo del Sol 150El despertar 161Un momento crucial 172Eplogo 187Cronologa 188Glosario 190Agradecimientos 195lbum de fotos 198

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  • Le dedico este libro a mi abuela, Lao Lao, mi ngel de la guarda.

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  • El recuerdo de la primavera

    Cuando la nieve cesa,las hojas se vuelven verdes.Cuando el hielo se derrite,el agua brilla azul.El pjaro amarillo vuelve a gorjear,y todos cantan una cancin de recuerdos.

    Wang Sengru, un poeta de las dinastas del sur (Liang), del siglo VI.

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    Prefacio

    Han pasado treinta aos desde el final de la Revolu-cin Cultural, pero aquella poca dramtica y todos los acon-tecimientos histricos que la precedieron todava los sien-to muy prximos y personales. Mi abuela, Lao Lao, naci a principios del siglo veinte en Pekn, la antigua capital de China. Entonces se llamaba Beiping (Peiping), que significa-ba paz en el norte. Sin embargo, durante su infancia hubo cualquier cosa menos paz. En aquella poca China fue asola-da por la guerra y el gobierno de Beiping cambi de manos muchas veces, desde la ltima dinasta imperial hasta la pri-mera repblica. Incluso despus de que se fundara en 1912 la Repblica de China, los seores de la guerra se disputaron el poder y crearon una situacin tan catica que, segn me cont Lao Lao, era difcil saber quin luchaba contra quin.

    El caos empeor cuando en 1931 los japoneses invadie-ron las provincias del nordeste de China y poco despus

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    instauraron un rgimen ttere bajo el ltimo emperador, Pu Yi. En 1937, cuando las tropas japonesas atacaron Lu-gouqiao, lo que se conoca en el mundo occidental como el puente de Marco Polo, a treinta kilmetros de la capital, los enfrentamientos terminaron en una guerra de mbito nacional. Siguieron ocho aos ms de batallas sangrientas contra los japoneses, encabezadas por las fuerzas aliadas de los nacionalistas, bajo el mando de Chiang Kai-shek, y los comunistas, bajo el mando de Mao Zedong.

    A los catorce aos, mi padre, Baba, entr en comba-te contra los invasores japoneses, primero como estudian-te en Beiping con la resistencia clandestina y luego, a los quince, como soldado. Finalmente, despus de la victoria de China sobre Japn, la frgil alianza entre los comunis-tas y los nacionalistas se rompi, y dio lugar a cuatro aos de guerra civil entre estos dos antiguos aliados. Baba luch en el bando de los comunistas. Y ganaron. En 1949, cuan-do el presidente Mao anunci al mundo la fundacin de la Repblica Popular China, Baba entr a la antigua capital entre las tropas liberadoras. Por primera vez crey que no-sotros, los chinos, nos habamos convertido en los dueos de nuestro propio destino.

    En 1958 el gobierno, dirigido por el presidente Mao, lanz el Gran Salto Adelante. Mediante la movilizacin de la energa y el entusiasmo de cada rincn de la sociedad china, los lderes crean que podramos alcanzar a Occi-dente en slo diez o veinte aos, con un nico paso de gi-gante. Con cuatro aos de edad incluso yo me vi afectada por aquella euforia desenfrenada. Pero en vez de un gran

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    salto, lo que experimentamos fueron tres aos de desas-tres naturales y humanos, cuando las sequas y los insec-tos arruinaron las cosechas, y millones de personas murie-ron de inanicin.

    Casi inmediatamente despus de estas catstrofes, en 1966, nos azot otra ola como un tsunami imparable, y dur diez largos aos, un perodo en el que pas de ser una joven adolescente a una mujer adulta. Lo que nos so-brevino tena un nombre. Se llam la Gran Revolucin Cultural Proletaria.

    Al principio, la Revolucin Cultural fue un intento por parte del presidente Mao de deshacerse de sus enemigos polticos. Pero las olas del ocano que l haba puesto en movimiento no tardaron en adquirir velocidad por s mis-mas y destrozaron todo a su paso. Desde los doce hasta los veintids aos, yo, junto con mil millones de chinos, qued atrapada por esta fuerza insoportable. Incluso despus de treinta aos de su desaparicin, todava, de vez en cuando, siento su impacto. Esta experiencia cambi y determin mi vida y la de una quinta parte de la poblacin mundial. Y me guste o no, ser parte de m para siempre.

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    Prlogo

    Tard ms de veinte aos en regresar al viejo patio de mi abuela Lao Lao, en Pekn, donde pas gran parte de mi corta infancia. Me constern ver que ya no estaba. Haban derri-bado la casa. Haba desaparecido de la faz de la Tierra. Fue como descubrir que un amigo querido haba muerto y dar-me cuenta de que me haban robado la ltima oportunidad de despedirme.

    Me sent sobre un montn de ladrillos grises hechos pedazos, los nicos restos del trabajo de mi abuelo Lao Ye, y me qued contemplando cmo el viento fresco de no-viembre levantaba las hojas secas del suelo polvoriento, cada vez ms alto y lejos de m.

    Luego cerr los ojos para recordar.

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    El Gran Salto

    Era un verano caluroso y Gran Salto Adelante eran las palabras que todos los adultos tenan en los labios.

    En quince aos China adelantar a Gran Bretaa! grit alguien que desbordaba entusiasmo.

    Entonces Baba, mi pap, hizo girar la bola del mundo de madera que tena junto a su escritorio y me seal dnde es-taba Gran Bretaa. Cuando toc el lugar con la yema del de-do, murmur:

    Pero si es muy pequeo.No entenda por qu Baba y sus amigos tenan tantas

    ganas de que China, una gran mancha verde en la bola del mundo de mi pap, superara un pas que no era ms que una mota griscea, ms chico an que algunas provincias de China. Pero la esperanza que reflejaban sus rostros y la confianza de sus voces me transmitieron que el Gran Salto Adelante sera un gran logro, algo de lo que estar

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    realmente orgullosos. Por aquel entonces confiaba en los adultos con todo mi corazn. Aquel fue el verano de 1958 y yo tena cuatro aos.

    Mi familia viva en Pekn con mi abuela materna, Lao Lao, y mi abuelo materno, Lao Ye, en un siheyuan tradi-cional, un gran patio cuadrado, rodeado de casas de un so-lo piso con tejados inclinados a cada lado. Compartamos nuestro siheyuan con mis tas, mis tos y unos cuantos in-quilinos: la familia de un sastre, la de un electricista y la de un administrativo.

    Varias dcadas antes de mi nacimiento, Lao Ye haba colocado con mucho cuidado aquellas tejas lisas y gri-ses, y haba instalado grandes ventanales en las paredes de ladrillo. Encima de las ventanas de vidrio haba unos zhichuang (postigos), que podan sostenerse con unos pa-los delgados para dejar entrar aire fresco. Cuando los true-nos y los relmpagos desataban su furia en el exterior, me acurrucaba junto a Lao Lao y miraba a travs de los crista-les mientras ella me mimaba con t dulce y galletas. Den-tro me senta cmoda y a salvo.

    El jardn de nuestro patio era mi lugar preferido, lleno de flores que se turnaban para florecer incluso a finales de otoo. Los narcisos dorados o hadas del agua, como las llamaba Lao Lao anunciaban con orgullo la llegada de la primavera. En verano, el blanco jazmn se abra de noche y llenaba nuestro siheyuan con su fragancia. Lao Lao anima-ba a las giles enredaderas de jazmn a trepar libremente alrededor de nuestra valla de bamb y formaban un mu-ro repleto de flores que separaba el jardn del resto del pa-

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    tio. Los resistentes crisantemos rosas, amarillos y blan-cos florecan de una estacin a otra. Fue en ese jardn, segn me contaron, donde di mis primeros pasos, rodeada de mis tas y de mis tos, que alargaban los brazos para su-jetarme por si me caa.

    Al lado del muro de jazmn haba un alto huaishu (s-fora: acacia del Japn). En los meses de verano el dulce aroma de sus delicadas flores baaba nuestro patio, mien-tras las canciones montonas de las cigarras, resguarda-das entre las hojas abundantes, me arrullaban hasta que-darme dormida. Bajo la sombra refrescante del huaishu, Lao Lao estableci un lugar permanente para dos de mis cosas favoritas: una mesita roja de madera y un silloncito rojo, unos obsequios de mi futuro to poltico, que me ha-ba prodigado su talento de artesano en la habilidosa lucha por conquistar el corazn de mi querida ta.

    Durante el da, el jardn se converta en el centro de las actividades de nuestra familia; era un lugar donde las mu-jeres cosan y lavaban, mientras los hombres charlaban. Para mi hermano, Di Di, y para m, el patio descubierto junto al jardn era tanto un lugar de recreo como un cam-po de batalla. Ah compartimos nuestro nuevo triciclo con los hijos de los vecinos y nos turnbamos para ir a toda ve-locidad de un lado a otro del patio. Aunque Di Di era un ao ms chico que yo, iba ms rpido con el triciclo. Con nuestro amigo Ming, el hijo menor del sastre, subido atrs, Di Di pasaba pedaleando por todas las puertas de nuestro patio y saludaba a cualquiera que se molestaba en mirar. A veces los dos iban directos hacia m y hacia las otras chicas

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    hasta que gritbamos y nos dispersbamos. En aquel gran patio, aunque los adultos nos vigilaran desde las ventanas, nosotros nos sentamos totalmente libres.

    Despus de una cena familiar sobre una gran mesa cua-drada, sazonada con las bromas de mis tos y las risas de mis tas, cada unidad familiar se retiraba a sus distintas habitaciones. Para m, sin embargo, no haba lmites, ya que entraba y sala como una flecha de la casa de mis pa-dres y la de mis abuelos. Yo pensaba que la familia era la familia, sin puertas ni paredes de por medio. Y como era la primera nieta, crea que mereca todos sus corazones y todo su espacio.

    Nuestros animales de granja disfrutaban casi de la mis-ma libertad, alojados en un cobertizo, debajo de un olmo gigante que haba en un rincn del patio. Para m el co-bertizo era como un pequeo zoo. Ah vivan dos cone-jos blancos con unos grandes ojos rojos, tambin un gallo con unas brillantes plumas doradas, y cuatro gallinas, dos blancas y dos marrones. Lao Lao haba elegido a cada ani-mal con cuidado en los puestos de los vendedores ambu-lantes. Los conejos eran mis preferidos porque eran muy clidos y suaves al tacto. A veces incluso los atraa hacia mi habitacin con una zanahoria para poderlos abrazar.

    A principios de aquel verano, cuando tena cuatro aos, Baba nos llev a Di Di y a m a visitar a su hermana menor, que viva al lado del mar. Cuando volvimos en otoo, casi no poda creer lo que vean mis ojos: haba ladrillos, agu-jeros y chatarra desparramada por todo nuestro patio! Un

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    horno de ladrillo fesimo, casi tan alto como Baba, estaba plantado justo en el centro. Me qued horrorizada.

    Es para hacer hierro y acero para el Gran Salto Ade-lante dijo Baba. Nuestro pas necesita materiales de construccin fuertes.

    Otra vez el Gran Salto Adelante, pens, y me acord de la bola del mundo de mi pap, con sus puntos y manchas de colores. Rode con cautela mi patio destruido, esqui-vando a los adultos atareados que, con palas en las manos, estaban demasiado absortos para prestarme la habitual atencin. Hasta Lao Lao se una a sus esfuerzos.

    No es maravilloso? Sonri mientras me haca upa. Estamos ayudando a nuestro pas.

    S, ya s. Vamos a alcanzar a aquel punto tan chiquiti-to antes de que yo sea grande refunfu.

    Al ver lo que aquel Gran Salto haba hecho a mi lugar de recreo, me cost compartir su entusiasmo.

    Mi libertad, junto con las de los conejos y el gallo, no tar-d en restringirse. Por orden de Lao Lao, tenamos que que-darnos detrs de la valla de bamb. Al otro lado de la valla, el mundo se volcaba en nuestro patio, da y noche. Muchsimos vecinos ilusionados traan lea en carretillas y la apilaban jun-to al horno, por lo que haba combustible ms que suficien-te para avivar el fuego que ruga y chisporroteaba. Algunos trozos de madera los haban cortado recin de sillas y bancos viejos con la pintura desconchada, de los que todava sobresa-lan algunos clavos puntiagudos. El horno, mi enemigo nme-ro uno, estaba construido con capas y capas de ladrillos rojos. Encima de ellos haba un sombrero metlico y brillante, del

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    que salan chorros de humo y a veces incluso chispas rojas. Fascinada, pero asustada, miraba fijamente el ardiente hor-no mientras abrazaba a mi conejo favorito para consolarme.

    Nada de aquello pareca molestar a los adultos. Entra-ban en fila en nuestro patio con sus ollas y cazuelas, todo lo que podan encontrar y todo de lo que podan prescin-dir, para fundirlas y convertirlas en acero. La gente no te-na mucho en aquella poca, pero la chatarra vieja no tard en formar una montaita al lado de la pila de lea. Mien-tras observaba, la esposa del sastre sali de su casa con una sartn. Vacil, la dio vuelta en sus manos y la limpi otra vez con su pauelo. Pareca que se estaba despidiendo de una vieja amiga.

    Camin despacio hasta la pila de metal y dej con cui-dado la sartn, que ahora brillaba bajo el sol, encima de la montaita. Se la qued mirando unos instantes; despus de repente se gir y se alej, sin mirar atrs.

    Da Jiu, mi to materno ms viejo, un profesor de mate-mtica que estaba en baja de enfermedad, se encargaba del control de calidad. Agachado debido a su espigada altura, inspeccionaba la pila y separaba las piezas tiles de la cha-tarra. Cuando agarr la tapa de un wok, la examin, le dio unos golpecitos suaves y despus la tir a un montn ms chico, donde depositaba los artculos rechazados. Asinti a la montaa de metal que se haca ms grande minuto a minuto.

    Mi vecino preferido, el to Liu, el electricista, alto y an-cho de hombros, estaba parado junto al horno como un guerrero, y agarraba con la pala sillas viejas y troncos pa-

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    ra arrojarlos dentro. Agarr una barra larga de acero con las dos manos y us la punta para mantener abiertas las bisagras de la puerta del horno. Pinch la madera ardiente y despus cerr la puerta de golpe cuando la madera em-pez a crepitar. A m me pareci como si estuviera dando de comer a un dragn rugiente. El administrativo, de po-ca estatura y morocho, pero igual de serio, usaba un gran cucharn de hierro para llevar el lquido abrasador hacia el molde, mientras que nuestro tercer vecino, con la cara brillante por el calor de las llamas, revisaba el fruto de su trabajo con la precisin de un sastre.

    Parada, a una distancia prudencial, me qued paraliza-da por la escena que tena delante de m, y me olvid del miedo y de mi lugar de recreo destrozado. Entonces se me ocurri una idea. Sal corriendo hacia la cocina de Lao Lao, abr las grandes puertas de su mueble y me puse a cuatro patas para buscar los tesoros de la familia. Encontr un gran cucharn para el agua en un rincn del mueble y al-gunas cucharas en un cajn, y lo tir todo en una canasta de bamb que haba al lado de la cocina. Tom un caldero y tambin lo puse en la canasta. Antes de salir como una flecha, examin la cocina por ltima vez y despus tir en-cima de mi botn el pesado cuchillo de carnicero que tena Lao Lao. Arrastr la canasta detrs de m, corr tan rpido como me lo permitieron mis pies y la carga, y lo tir todo, canasta incluida, sobre el montn de metal que haba se-leccionado Da Jiu con tanto esmero. Gracias a Dios haba estado observando de cerca y saba qu pila era la elegida!

    Retroced sigilosamente detrs de la valla de bamb y

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    me dej caer en mi silloncito rojo, cansada, pero contenta. Me qued ah sentada todo el da, embelesada. Compart todas las seales de triunfo: el electricista le dio unas pal-maditas en el hombro al administrativo, el administrativo le dio la mano al sastre y despus todos aprobaron el tra-bajo de Da Jiu. Mientras el sol descenda poco a poco y de-jaba un rastro de nubes prpuras en el cielo despejado de otoo, Da Jiu se subi las lentes de montura negra y son-ri.

    De repente o la voz de Lao Lao. Recin volva a casa y se dispona a preparar la cena.

    Dnde est mi caldero? pregunt mientras pasaba por donde yo estaba sentada. Viste mi cuchillo de car-nicero?

    S, ayud con l a nuestro pas contest, orgullosa, sin apartar la vista del horno. Tal vez ya estn ardiendo.

    Lao Lao se apur y corri hacia Da Jiu y su pila de metal. Juntos encontraron el caldero y algunas cucharas, pero no el cuchillo de carnicero grande. El utensilio se haba unido a sus compaeros en el fuego abrasador por el bien de China.

    Mi aventura circul por la mesa en la cena de aquella noche. Despus de atragantarse por masticar y rer al mis-mo tiempo, Baba se dirigi hacia m y me dijo:

    Est bien que quieras ayudar, pero la prxima vez es mejor que le preguntes primero a Lao Lao.

    Nuestro ruidoso horno estall y quem da y noche du-rante meses. Todas las maanas al alba, nuestro patio se llenaba de estrpito y parloteo. Entonces una maana me

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    despert en silencio. Haba algo diferente. Sal afuera a ver qu era.

    En el patio, Da Jiu y nuestros vecinos estaban sentados so-bre el montn de lea, con las cabezas gachas, como los solda-dos derrotados. El fuego del horno se haba apagado y haba dejado un olor persistente a madera quemada.

    Qu pas, Da Jiu?El hierro y el acero que hacamos no eran lo bastante

    buenos. Suspir, y yo me qued mirndolo sin dar crdi-to a lo que acababa de or. Simplemente no sabamos tan-to como para hacerlo bien aadi.

    Entonces yo tambin me puse triste. Trep por el mon-tn de lea para sentarme a su lado y apoy la cabeza en su hombro, tan alicada como l y nuestros vecinos.

    Pero nos esforzamos mucho.S dijo, es verdad.Durante varios das todos evitamos el patio. El horno

    rojo abandonado estaba en el centro, solo y silencioso, jun-to a unos cuantos trozos de metal desperdigados y un po-co de madera medio quemada. Lo rodebamos en puntas de pie, como si estuviramos visitando a un paciente en el hospital. De vez en cuando me encontraba a m misma con la barbilla apoyada en la valla de bamb, mirando a mi enemigo mudo que se haba convertido en un viejo amigo, mientras deseaba en silencio que volviera a rugir para m una vez ms. Pero se limit a devolverme la mirada.

    Durante semanas Lao Lao se neg a sustituir su cuchi-llo de carnicero y us en su lugar uno ms chico. No fue la plata lo que le impidi comprar uno nuevo, aunque a na-

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    die le sobraba. Fue por principios. Nuestro cuchillo gran-de se haba sacrificado por una causa y deba honrarlo. Al menos as lo interpret yo. El horno ruidoso tambin ha-ba hecho lo que haba podido, aunque aquello no hubie-ra sido suficiente.

    Al final el horno desapareci y tambin la madera y el metal desperdigados. Los hombres taparon los agujeros con tierra nueva y Lao Lao limpi el patio. Otra vez era li-bre para correr con mi triciclo, con Di Di y mis amigos, y pas momentos tranquilos oliendo las flores y acariciando mis conejos. En nuestro jardn las mujeres volvieron a co-ser y a lavar, y los hombres reanudaron sus conversacio-nes. La vida pareca haber vuelto a lo que era antes.

    Pero, entonces, por qu tena la sensacin de que algo haba cambiado?

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    lbum de fotos

    A los cuatro aos, en el patio de Lao Lao, dispuesta a ayudar.

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    Lao Lao, Lao Ye y yo (1954).

    Lao Lao en nuestro patio (dcada de 1960).