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Aethalâ / Virginia Pérez de la Puente
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“Aethalâ” es un proyecto que abandoné hace un tiempo, pero que sé que retomaré en
breve para terminarlo. Una historia desarrollada en un mundo submarino, donde la única
vida ‘pensante’ se halla en una ciudad situada en una enorme burbuja de aire. Quería
escribir algo acerca de la evolución de un pueblo aislado, centrándome en la política y
en las relaciones entre las diversas familias, o clanes. Cómo el aislamiento y la
endogamia pueden pervertir a un pueblo hasta convertirlo en una parodia de sí mismo.
Llevo más de la mitad de la novela escrita, y algún día, como digo, la terminaré. Por el
momento, os dejo el primer capítulo :)
I
"Los Adoradores de Uule crearon Aethalâ, la Ciudad de Coral, separándola del continente de Iskrem. Prestos a recuperar sus costumbres, las más nobles y las más perversas, la dividieron en siete, como siete eran sus Clanes; formaron un Consejo con siete miembros y nombraron un Vishe para gobernar Aethalâ, la ciudad de coral. El Consejo representaba a los Clanes; el Vishe, a la ciudad. Y para gobernar Aethalâ eran necesarios los Ocho Votos: los de los siete Jaides y el del Vishe."
La Fundación de Aethalâ
Ante Wilwarin se extendía Aethalâ, la ciudad blanca. La ciudad de coral, una esfera
titilante en la inmensidad azul del océano de Jrii. Tan hermosa como una perla en el
interior de la concha nacarada de un molusco, Aethalâ era la joya de los yukaris, su
madre, su amante, su hija.
Una joya, una amante, una madre y una hija que, sin que los yukaris supieran
muy bien cómo, se había convertido en una enemiga. Los altísimos edificios de coral,
resplandecientes, de colores cambiantes bajo la débil luz azulada, tenían oídos y ojos, y
bocas que vertían todo lo que oían y veían en los oídos de su rey. La propia ciudad le
decía al Vishe lo que hacían, decían y pensaban sus habitantes.
—Va a suceder algo.
Wilwarin no volvió la cabeza para mirar a Vaidrel: no necesitaba comprobarlo
para saber que la estaría mirando sin pestañear, esperando a que terminase la frase. La
mayoría de las veces Vaidrel no pedía explicaciones. Se limitaba a escuchar, sabiendo,
como ningún otro hombre sabía, que muchas veces la gente sólo hablaba para oír el
sonido de su propia voz, y que sólo requería de él un oído atento para ayudarla a poner
en orden sus propios pensamientos.
Wilwarin permaneció en silencio, pensando en lo que iba a decir, sabiendo que
lo que dijera sería para sí misma, más que para Vaidrel.
—Aethalâ se estremece —dijo al fin. Después, estuvo a punto de echarse a reír
ante lo ridículo de su afirmación. La ciudad misma tiembla de anticipación, de rabia, de
miedo.
Para su sorpresa, Vaidrel asintió, y posó una mano blanca y suave sobre su
brazo.
—Ya falta menos —respondió con voz grave.
Wilwarin paseó sus almendrados ojos por la tenue penumbra azulada que apenas
conseguía iluminar la habitación. Después se volvió hacia el balcón de la Sala del
Consejo de Aethalâ, en el que había estado apoyada, y se acodó sobre la barandilla. Ni
por un instante pensó en pedirle a Vaidrel que se explicase: cuando las afirmaciones de
Vaidrel eran tan crípticas como aquella, nunca, jamás, daba explicaciones.
—Ya falta menos, sí —murmuró Wilwarin para sí—. Pero, ¿para qué?
La mano de Vaidrel se apartó de su brazo. Wilwarin torció la cabeza: él la
miraba fijamente con sus enormes ojos verdes, orlados de pestañas negrísimas como
pinceladas en un cuadro.
—Tú misma lo has dicho. Aethalâ se estremece.
No dijo nada más, y su mirada se perdió en la inmensidad del espacio azul de
Jrii, que se extendía, infinito, al otro lado de la balaustrada de coral y de la pared
invisible que separaba Aethalâ del mar.
Si el Vishe la encontraba allí, en la Sala del Consejo, con la única compañía del
niño... Probablemente me haría matar, acusándome de la primera traición que se le
pasase por la cabeza.
Al Vishe le encantaría tener una excusa para acabar con Wilwarin, por el mero
hecho de ser una Kare. Aunque jamás había necesitado una excusa para acabar con
nadie. Pero yo soy una Jaid, del Consejo de los Siete, se dijo, como se había dicho miles
de veces cuando el miedo amenazaba con convertirla en una niñita sollozante,
acurrucada bajo las mantas, temerosa de la oscuridad y de los monstruos que ésta
albergaba. Nelvin, el Vishe, el monstruo, no se escondía en la penumbra.
Afortunadamente, incluso Nelvin necesitaba algo más que su regio deseo para
acabar con una Jaid. Al menos, por el momento.
—El Vishe nos conservará en nuestra Sala, e incluso fingirá escucharnos —había
dicho Dynien, el Jaid del Clan Dael, durante la última parodia de reunión que el
Consejo había celebrado—. Mientras exista un Consejo, Aethalâ seguirá creyendo que
tiene un Vishe.
—Un Vishe, y no un loco, quieres decir, ¿verdad? —Yilei, el Jaid del Clan Yin,
lo miró fijamente con su habitual expresión plácida en el rostro anguloso. Yilei siempre
hablaba con el mismo tono lento y monótono que hacía que Wilwarin desease sacarle
los ojos con las uñas. Quizá algún día lo haría, aunque sólo fuera por ver si gritaba con
fuerza o se limitaba a decir "Ay" con voz tranquila.
—Las paredes oyen —murmuró, en vez de lanzarse sobre Yilei y cumplir la
amenaza que tomaba forma en su mente cada vez que el Jaid Yin se le ponía delante. En
cierto modo, era así: ninguno de ellos sabía cómo, pero Nelvin, su amado Vishe,
siempre parecía haber escuchado todas y cada una de las palabras que se pronunciaban
en la Sala del Consejo. Y en el resto del Palacio, y en todo Aethalâ, en cada una de las
zonas ocupadas por los Siete Clanes.
Yilei y Dynien se revolvieron en sus altas sillas de madera blanca, incómodos.
Sí, las paredes oían. Y sí, Nelvin los había mantenido en sus puestos, y no había hecho
ningún movimiento para disolver el Consejo de los Siete Jaides. Aunque últimamente
los Jaides no hicieran gran cosa por Aethalâ, aparte de reunirse y observar con
impotencia cómo todas y cada una de sus decisiones se diluían en la locura creciente del
Vishe de la ciudad blanca. Desde que era Nelvin quien se sentaba en el trono, al Consejo
le resultaba difícil negarle los Ocho Votos para cualquier cuestión, la que fuese. Ni
siquiera a los Jaides les gustaba verse sus propias entrañas.
Y el Vishe iba pidiendo su voto con menos frecuencia.
No es extraño que Aethalâ se estremezca. La ciudad lleva años temblando, e
incluso nosotros, sus Jaides, estamos aterrorizados. Sería raro que el mundo entero no
sintiera lo mismo. Wilwarin también se estremeció y se cubrió los brazos desnudos con
las manos. Era una sensación extraña; en una ciudad donde no había cambios de
temperatura, donde apenas había diferencias entre el día y la noche, sentir frío era...
estremecedor. Sonrió.
—No hay palabras suficientes para describir lo que Aethalâ está sufriendo.
El hilo de sus pensamientos se enredó en otra de las reuniones del Consejo de los
Jaides. O quizá fuera la misma: todas eran prácticamente idénticas, insulsas, inútiles, un
cúmulo de palabras huecas y expresiones de impotencia. Las palabras habían sido de
Yilei, o quizá del Ma-Dohto, el único miembro del Consejo que jamás tomaba una
decisión. Un hombre aun más inútil que nosotros seis, si es que eso es posible.
Especialista en hablar mucho y decir poco. Claro que cualquiera de los otros seis Jaides
era igual de prescindible que el Ma-Dohto: al menos, el sacerdote creía que tenía a Uule
de su parte, lo cual no era un consuelo escaso en un mundo en el que su dios se había
vuelto igual de loco que el Vishe; un mundo en el que Uule, el dios, sólo apoyaba a
Nelvin.
—Sí hay palabras para describirlo —había replicado Dynien con su habitual
expresión de furia contenida; debía haber sido Yilei, al fin y al cabo, el que había dicho
la primera frase. Dynien siempre miraba al Jaid Yin como si él también desease
arrancarle los ojos con las uñas. Claro que Dynien miraba a todo el mundo igual—.
Aethalâ es un matadero.
Y ese matadero se estremecía ante Wilwarin, que sentía frío en una ciudad
donde la temperatura no cambiaba, junto al niño de los ojos dorados. Acodada en la
barandilla de coral, Wilwarin observaba la ciudad de los Siete Clanes, preguntándose si
la locura evidente de su Vishe lograría lo que no habían logrado los milenios de
convivencia: unir a los Siete Clanes y hacerlos uno. Sonrió, irónica. Como cabeza del
Clan Kare sabía que al menos el suyo no formaría parte jamás de ese todo que podía
llegar a ser Aethalâ. Los seis clanes Yeiu consideraban inferiores a los Kares. Los
aborrecían. Lo que está por ver es si nos aborrecen menos que al Vishe.
Miró a su lado, y no se sorprendió al comprobar que Kaiki había desaparecido.
Como siempre, Kaiki iba y venía sin dar explicaciones. Al menos, se ha marchado antes
de que vengan los Jaides, se dijo. Si el Vishe se enteraba de que había estado allí, en la
Sala del Consejo, a solas con un niño sin Clan...
Los Siete Clanes de Aethalâ eran como siete grandes familias que vivían en la
misma ciudad porque no tenían más remedio. Los Nöey, los más poderosos, la familia
del Vishe; los Hei, ricos, casi tan influyentes como los Nöey; los Yin, orgullosos de su
papel en la fundación de Aethalâ y considerados los más hermosos de una raza tan
hermosa como su ciudad de coral; los Dael, irritantes y prepotentes, y sin embargo poco
dados a buscar un lugar sobresaliente para ellos mismos; los Xeijt, los campesinos y
siervos, el clan más pobre de los siete; los Doht, los sacerdotes, dedicados única y
exclusivamente al culto a Uule, el dios. Y los Kares, que eran prácticamente unos
parias, que eran, en realidad, otra raza.
Divididos o no, los Siete Clanes se estremecían y temblaban al unísono con su
ciudad.
—Los gritos de los yukaris hacen llorar a Uule —salmodió el Ma-Dohto, que
hacía en el Consejo el papel de Jaid del Clan Doht, durante la misma u otra reunión del
Consejo de los Siete. Todas eran tan idénticas... Wilwarin torció el gesto: Tan piadoso,
tan patético. Tan inútil. Como todos.
—Pues que venga Uule a salvarlos de ese loco —respondió Dynien
bruscamente—. Nosotros tenemos las manos atadas. Igual que el resto de Aethalâ.
—Igual, no. —Yilei levantó la mirada, con una leve sonrisa en sus labios
finos—. A nosotros Nelvin no se atreve a matarnos.
—Por ahora.
Dynien miró a Wilwarin añadiendo el desprecio a la furia que ya empañaba sus
ojos plateados.
—Por ahora, sí, Jaid —se le adelantó Yilei en su tono lento y monótono. Ella se
debatió entre la grima que le provocaba el Jaid Yin y la rabia que le había provocado el
desdén del Jaid Dael, al que, desde luego, ya debía haberse acostumbrado. Mujer, y
Kare: probablemente, las dos cosas que más despreciaba Dynien. Y la mayor parte de
Aethalâ, a decir verdad—. Aunque nunca se sabe qué es lo que va a decidir nuestro
amado Vishe mañana, ¿verdad?
—Puede ocurrírsele cualquier cosa. —El Jaid del Clan Xeijt no solía intervenir
en las reuniones del Consejo: líder y cabeza visible de un clan de campesinos, se le
notaba inseguro y fuera de lugar entre los demás Jaides—. La Guardia está de su parte,
y los Nöey, esos malditos hijos de... perdona, Nheye —añadió en tono de disculpa en
dirección al mudo e inmóvil Jaid del Clan Nöey.
No te disculpes: probablemente, él es los ojos y los oídos de Nelvin en este
Consejo. Nheye, sobrino del Vishe, estaba en el Consejo por expreso deseo de Nelvin,
nombrado por él para sustituirle como Jaid del Clan Nöey después de su ascenso al
trono. Sabía cuál era su posición y sabía que el resto de los miembros del Consejo no
confiaban en él, excepto, quizás, el Ma-Dohto. Claro que el Ma-Dohto confía en todo el
mundo. Salvo en Nelvin, e incluso eso está por ver.
—Con la Guardia, y con los Nöey, Nelvin no necesita al Consejo. Si seguimos
vivos es porque aún no se le ha ocurrido cómo matarnos. Y, seamos sinceros,
deberíamos alegrarnos: el resto no tiene tanta suerte.
—No, no deberíamos alegrarnos. —Dynien entrecerró los ojos y apretó los
labios—. Deberíamos hacer algo. Deberíamos librarnos de él.
Wilwarin lo miró, sombría.
—Las paredes oyen, Dynien. —Y Nheye no es ni sordo ni mudo ni ciego, aunque
prefiera fingirlo. Ni el Vishe era idiota: por supuesto que sabía que su Consejo no estaba
a favor del poder absoluto que había ido acumulando conforme pasaban los años. Pero
también sabía que los Siete Jaides no harían nada en su contra mientras él pudiera
matarlos con un simple chasquido de sus dedos alargados. Ni Dynien, con su eterna
furia y sus pocos arrestos, ni Yilei, moderado y de aspecto débil. Ni los Dael ni los Yin.
Tampoco iban a hacer nada los Hei, pese a que Hin, su Jaid, parecía bien dispuesto a
arrancarle la cabeza a su Vishe con una de sus grandes manos; eso sí, con todo respeto.
Ni los Xeijt: Xuilay, el Jaid, era tan insignificante y apocado como todo su clan. Ni
siquiera el Ma-Dohto, que contaba con el respaldo de Uule. Los dohtos eran famosos
por su obsesión por no intervenir: si su Ma-Dohto accedía a participar en el Consejo era
porque aún no había encontrado un motivo para negarse. Y mucho menos iba a hacer
algo Nheye, cuyo clan había visto nacer al Vishe y a prácticamente todos los Vishes de
la historia de Aethalâ.
Y ella, desde luego, no iba a enfrentarse con Nelvin, pensó, recomponiendo su
sonrisa mientras se abría la puerta de madera blanca para dejar pasar al primero de los
Señores de los Clanes. Jaid de los Kares, e hija de Wauat: dos motivos más que válidos
para despojarla de su rango y entregarla a la Guardia, después de haber hecho con ella
lo que hubiera querido.
El Yijaid del Ejército de Aethalâ también era un Nöey. Del mismo modo que la Voz del
Consejo, el portavoz de los Siete Jaides, era un Nöey. E igualmente se rumoreaba que el
Ma-Dohto había sido un Nöey antes de unirse al Clan Doht.
Aethalâ entera era Nöey. Los demás clanes no contaban.
Eso Hiedir lo sabía muy bien, pese a que no era más que un soldado y, en teoría,
no tenía por qué estar al tanto de nada al margen de su unidad del Ejército. Pero él lo
había tenido presente desde que tuvo uso de razón, aunque ahora, con Nelvin en el
trono, fuera mucho más evidente.
—Controla esa expresión de odio, Hiedir —decía a menudo el hombre al que
llamaba "padre", quejumbroso—. Los Nöey son Yeiu, como tú y como yo. Si tienes que
odiar a alguien, que sea un Kare.
Era peligroso pertenecer a cualquier clan que no fuese el Nöey. Aunque, desde
luego, habría sido peor ser un Kare, pensó Hiedir con un ramalazo de miedo que ahogó
rápidamente. Ser Kare habría sido potencialmente catastrófico, si no mortal.
—Todo Aethalâ espera que Nelvin decida acabar con el Clan Kare cualquier día
—había dicho Hin, el Jaid y señor de Hiedir—, empezando por la putilla que tienen por
Jaid y siguiendo por su padre.
—Wauat —asintió Hiedir. Wauat había sido el Jaid Kare hasta que se hizo
evidente que el Vishe consideraba un insulto su mera presencia en la Sala del Consejo.
—Wauat. Sí, probablemente él será el segundo. A Nelvin le gustaría matarlo con
sus propias manos, de eso estoy seguro.
Hiedir no preguntó en qué había ofendido Wauat al Vishe. Seguramente Nelvin
se sentía ofendido sólo con ver su pelo negro entre las cabezas rubias del resto del
Consejo. Y eso no había variado cuando Wauat había nombrado Jaid a su hija y se
había retirado de la vida pública, intentando sin éxito que Nelvin se olvidase de él: la
cabecita de Wilwarin seguía siendo tan morena como la de su padre.
Aunque en aquel instante a Hiedir no le importaba en absoluto el odio que
sintiese Nelvin por los Kares; en ese momento le preocupaba mucho más Nay que el
propio Vishe, y daba igual que Nay tuviera el mismo pelo rubio y los mismos ojos
plateados que Hiedir y que todos los Yeiu.
Nay también era un Nöey. Y era el Dojaid de su unidad, y, por tanto, el amo y
señor de Hiedir cuando no estaba bajo la atenta mirada de Hin, su Jaid. Hiedir, por el
contrario, no era más que un soldado. O, lo que era lo mismo, menos que nada. Para
Nay, Hiedir era tan poco importante que ni siquiera se molestaba en mirarle con
indiferencia. Claro que para Hiedir eso era una bendición, sobre todo teniendo en cuenta
que en Aethalâ era muy peligroso destacar por cualquier motivo. Hiedir nunca había
destacado en su propio clan, y tampoco quería hacerlo a las órdenes de su Dojaid.
—Puedes quedarte aquí y no ser nadie, o puedes unirte al Ejército y procurar no
ser nadie —le había dicho en una ocasión su "padre", que también era insignificante
dentro de la estructura del Clan Hei—. Pero si te quedas en mi casa acabarás ofendiendo
al Jaid por tu inutilidad, y probablemente te matará sin pensárselo dos veces.
—Y en el Ejército el Yijaid puede matarme simplemente porque no le guste mi
cara —había respondido Hiedir, sin querer reconocer la aprensión que sentía ante la idea
de salir de la relativa seguridad de Heiya, la zona de Aethalâ controlada por los Hei.
—Sí —admitió su padre—, y tu Vejaid también. E incluso tu Dojaid, que tiene
menos capacidad de mando que un dríe en una colonia de krenkes, puede decidir que
eres indigno y matarte por ello. También es posible que uno de tus compañeros te mate
por cualquier motivo. O sin motivo. Pero si te quedas aquí y sigues sin hacer nada, Hin
te matará simplemente por ahorrarse el disgusto de ver tu cara entre su gente.
—Podría hacer cualquier otra cosa, en lugar de unirme al Ejército...
Por una vez, su padre lo había mirado directamente a los ojos.
—Sabes quién eres, Hiedir —había respondido con indiferencia—. Para ti, es el
Ejército o el Dohtehon. Todavía puedes entrar al servicio de Uule, si lo prefieres.
También podría haber elegido servir entre los miembros del Clan Xeijt como
siervo de su propio clan. Pero ya era demasiado mayor para ser arrojado a la esclavitud:
su padre no permitiría que se lo viera entre los campesinos o entre los criados Xeijt que
trabajaban para los Hei, después de haber formado parte de su familia. Y mucho menos
lo permitiría su Jaid. De modo que Hiedir había escogido el Ejército, y había procurado
pasar desapercibido entre los soldados que se apelotonaban en los barracones del
complejo del palacio y en el patio cercado por los altos muros de coral. Sabía que su
nombre, el nombre de su auténtico padre, no era una protección, como sí había sido en
Heiya: en el Ejército, salvo los Nöey todos los soldados eran como él, hombres sin
nombre. Y casi era preferible: si Hin se enemistaba alguna vez con el Vishe, era posible
que todos los Hei acabasen con las entrañas colgando por un agujero en el estómago.
Por eso Hiedir nunca protestaba, le ordenara lo que le ordenase su Dojaid. Por
eso también procuraba no mirar a los ojos al Dojaid, que, al fin y al cabo, también era
un Nöey, y que tenía poder sobre su vida y su muerte.
—Hiedir —le ordenó Nay en ese instante, con su voz tranquila y grave—.
Quédate de guardia en la Sala del Consejo. La Voz ha ordenado que no se les moleste.
E incluso parece que su seguridad le importe. A Nay le daba igual si los Siete
Jaides morían en la Sala, y cómo muriesen; pero aún se veía obligado a obedecer las
órdenes del Consejo, siempre que no entrasen en conflicto con las órdenes del Vishe.
Aun así, Hiedir tuvo cuidado de que su rostro no dejase traslucir lo que pensaba.
Todavía se consideraba traición cuestionar al Consejo de los Siete, y Hiedir procuraba
no cometer ninguna traición que pudiera hacerle acabar con los intestinos enrollados en
el cuello, como le había ocurrido hacía menos de dos días a un Yin que había tenido la
ocurrencia de imitar los andares tambaleantes del Jaid del Clan Nöey.
En realidad no le hacía demasiada gracia montar guardia ante la puerta de la Sala
del Consejo. Ya el mero hecho de estar en el interior del palacio suponía un riesgo. Uno
nunca sabía cuándo se iba a llamar la atención del Yijaid, del Comandante de la Guardia
Real o, peor aun, del Vishe. Y llamar su atención equivalía, en muchos casos, a una
condena a muerte.
—Como ordenes, Dojaid —respondió, cuidando de dejar el rostro inexpresivo.
Hiedir se apresuró a entrar en el palacio a través de la puerta semioculta en una
de las paredes de coral del patio. Los sótanos del palacio eran un laberinto de pasillos y
habitaciones, unas inmensas, otras minúsculas, en el que se percibía claramente que los
yukaris habían permitido que el coral creciera a su antojo sin molestarse en moldearlo
como en el resto de Aethalâ, donde el coral se plegaba y replegaba para formar paredes,
techos, calles, con formas oníricas y retorcidas. Una hermosa ciudad, la ciudad blanca;
si alguien del continente pudiera verla, jamás diría que sus habitantes vivían temiendo el
momento en que su sangre mancharía la prístina blancura de sus calles.
La Sala del Consejo estaba ubicada en un edificio que formaba parte del mismo
palacio, unido a él por los mismos pasillos y corredores que recorrían toda su extensión
y coronado por una cúpula redondeada, rodeada por una enorme balaustrada a la que
sólo se podía acceder desde el interior de la Sala. Hiedir avanzó por el amplio pasillo
hasta la puerta de madera blanca y se colocó a un lado, erguido e inexpresivo. Su rostro
no cambió cuando las primeras frases comenzaron a flotar hasta él a través de la puerta.
Al principio no le encontró sentido a las palabras, y no tenía intención de
hacerlo. Escuchar a escondidas las reuniones del Consejo no era precisamente bueno
para la salud, ni contribuía a alargar la vida. Pero, después de un rato, sus oídos se
negaron a ignorar el sonido, y su cerebro se negó a dejar de encontrarle un significado.
—Me niego a seguir permitiendo que nos ignore de esta manera —decía uno de
los Jaides reunidos en la Sala—. Seguimos siendo el Consejo, ¿no?... Su poder emana
de nosotros.
—Pues ve y díselo, Dynien —replicó otro—. Pero antes pídele su bendición al
Ma-Dohto, aquí presente. Si vas a ir a rendirle cuentas a Uule, no estará de más que lo
hagas con el alma en paz.
—Cállate, Yilei.
—Si realmente quieres librarte del Vishe, hazlo de una forma más sutil, Dynien.
No intentes asesinarlo con la mirada porque no funciona.
—Jaides —les interrumpió una tercera voz—. Las paredes oyen.
Esta última voz fue la única que Hiedir reconoció, la voz de una mujer.
Entrecerró los ojos: la Jaid del Clan Kare, Wilwarin. Era curioso que, siendo la que más
peligro corría de entre los Jaides, pareciera la más reacia a destronar a su Vishe, quien,
probablemente, estaba deseando encontrar un motivo para matarla, a ella y a todo su
clan.
Hiedir se mordió el labio. Los Jaides hablaban abiertamente de traición al Vishe;
eso significaría la muerte para todos ellos y la desaparición del Consejo. A Nelvin le
encantaría: si aún conservaba a los Siete era porque no se había detenido a pensar en
ellos el tiempo suficiente, y porque no le habían dado ningún motivo. Ninguno de ellos
se había atrevido a pedirle que moderase sus acciones, excepto Wauat, y Wauat ya no
pertenecía al Consejo.
Sin embargo, ¿por qué iba Hiedir a contarle al Vishe lo que había oído? Para
empezar, dudaba mucho de que Nelvin lo recibiera siquiera. Y, si lo hacía, posiblemente
no le creería, y le ejecutaría por mentir. O le ejecutaría por hablar mal de sus Jaides. O,
incluso aunque le creyera y decidiera ejecutar a los Siete, probablemente también le
ejecutaría a él por haber oído semejante traición. De cualquier manera, si hablaba,
acabaría muerto.
—No llames la atención —le había suplicado su padre el día que partió de Heiya
hacia los barracones del Ejército—. Ni sobre ti, ni sobre el Clan Hei.
Hiedir apretó los labios y se quedó donde estaba, tratando de fingir que sus oídos
no eran capaces de percibir nada que no fueran los sonidos normales del palacio, los
pasos de los siervos y de los dohtos, los ruidos amortiguados que llegaban del patio,
donde sus compañeros hacían, más por tradición que por otra cosa, ejercicios con la
espada o con la lanza.
El único Dojaid del Ejército de Aethalâ que tenía a su cargo una unidad formada por
soldados del mismo Clan era Vaidrel, el oficial de los Kares.
A Labë le gustaba observar a Vaidrel: en cierto modo le recordaba a su padre,
aunque Vaidrel era mucho más joven de lo que su padre, Labii, sería si no hubiera
muerto. Desde que Labë ingresó en el Ejército, su Dojaid no le había dirigido más de
tres palabras, y todas habían sido órdenes; pero le daba algo a lo que asirse en un mundo
que se había vuelto loco.
Aunque también era moreno y de ojos verdes en realidad Vaidrel no se parecía
nada a Labii; aun así, el padre de Labë había sido moreno, con los ojos verdes, la piel
pálida en contraste con el verde y blanco de su uniforme. Pero Labë se sentía patoso y
desmañado con el suyo, mientras que Vaidrel, como antaño Labii, daba la sensación de
haber nacido con él puesto.
Y no tiene miedo.
Eso era lo que más le gustaba de Vaidrel. Hablaba con el Vejaid, e incluso con el
Yijaid, sin parpadear. Cuando Labë veía pasar a otros Dojaides tenía que morderse los
nudillos para no perder la compostura. Si era el Yijaid el que se le acercaba, tenía que
tensar los músculos de todo el cuerpo para no hacerse de vientre encima. Las escasas
veces que había visto al Vishe se había echado a temblar de arriba abajo, y en una
ocasión incluso había vomitado en una maceta que había a su lado.
Y menos mal; si no hubiera sido por esa maceta, el Vishe habría limpiado el
suelo con mis tripas. Afortunadamente el Vishe no se había dado cuenta. Algo que
también tenía que agradecerle a Vaidrel, que en ese momento había estado delante de él,
ocultándolo de Nelvin. Si Labë todavía conservaba el intestino bien guardadito en su
cuerpo era gracias al Dojaid de la unidad Kare del Ejército de Aethalâ.
—No os relajéis demasiado, soldados —dijo Vaidrel, sacándolo de su
ensimismamiento y haciéndole dar un respingo—. Pero descansad un rato. Quizás
después seáis capaces de clavar la lanza en el blanco, en lugar de tropezar con ella.
Su expresión adusta e inexpresiva no había cambiado, y tampoco su tono serio.
Pero sus veinte Kares sonrieron y dejaron a un lado las armas, como si el Dojaid
acabase de darles permiso para abandonar el palacio e irse de juerga a Xeijtya, pagando
él. Por muy hosco y retraído que fuera, sus soldados confiaban en Vaidrel. Quizás
porque, como Labë, tenían la indefinible sensación de que Vaidrel se alzaba entre el
Vishe y ellos, para ocultar sus vómitos o cualquier otra cosa que pudiera hacer que
Nelvin se fijase en ellos.
—Sí, Dojaid —respondió, una voz entre veinte.
Se apoyó en la lanza y suspiró. A su alrededor, los soldados Kares se
dispersaron, todo lo que se atrevían a hacerlo, que no era mucho: permanecieron en
parejas o en grupos y no se acercaron a otras unidades, cuyos Dojaides también
acababan de concederles un descanso.
—Labë —dijo Vaidrel, acercándose a él. La cuarta palabra que le dirigía. Se
irguió, sorprendido. El Dojaid no sonrió, pero Labë percibió una breve chispa de calidez
en sus ojos verdosos—. Labë, tengo que preguntarte una cosa.
—Sí, Dojaid —tartamudeó, apoyando la lanza en el suelo rugoso y tratando de
adoptar una pose un poco más marcial. ¿Diez palabras? ¿Por qué? ¿Qué habré hecho
para que me hable? Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no echarse a temblar.
Es Vaidrel, idiota. No Nelvin. No va a matarte. Se mordió el labio.
—Labë, ¿hace mucho que no ves a tu primo? —preguntó Vaidrel sin percatarse,
o fingiendo no percatarse, de su nerviosismo.
—¿Le-Leirah? —Pestañeó, desconcertado. Leirah había vivido siempre en su
casa, pero no había imaginado que el Dojaid supiera siquiera de qué familia provenía
Labë. ¿Casi veinte palabras? ¿Conoce a mi primo? ¿Por qué? Se las arregló para negar
con la cabeza—. No desde que entré en el Ejército, Dojaid.
—Ya. —Vaidrel se quedó a su lado, pensativo—. Puedes descansar, Labë; no
voy a arrestarte porque dejes un rato la lanza.
—Sí... No, Dojaid —farfulló él—. Yo...
—A menos que pienses que vas a caerte si no te apoyas en ella, claro. —Por un
loco momento, Labë creyó ver un brillo malicioso en los ojos de Vaidrel; un instante
después, estuvo seguro de que lo había imaginado. ¿Malicioso? Vaidrel no tenía
malicia. Ni sentido del humor. Era recto, seguro, justo, y poco hablador. Labë abrió y
cerró la boca como un pez fuera del agua—. Tu primo ha ido a ver al Yijaid.
Esta vez sí que Labë se quedó sin palabras. Miró directamente a Vaidrel a los
ojos, tan sorprendido que ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Después
se asustó y desvió la mirada. Vaidrel suspiró.
—Niua se ha dirigido a mí para preguntarme si lo aceptaría en mi unidad. Ya
sabes que los Kares sólo pueden estar con otros Kares. —Y se las arregló para decirlo
sin que Labë pudiera distinguir ni un atisbo de amargura en su tono sin inflexiones—.
Leirah ha pedido su ingreso en el Ejército. Pero la última palabra es mía.
Y me lo está preguntando a mí. Labë tragó saliva.
—Bueno —añadió Vaidrel, dejando que una leve nota de fastidio tiñese su
voz—, en realidad lo que el Yijaid ha venido a decirme es que a él le da exactamente
igual lo que haga, pero que no quiere más Kares llamando a su puerta preguntando "si
podrían entrar en el Ejército, señor". De modo que tendré que hablar con Leirah y
decirle que no vuelva a cruzarse en el camino de Niua. Y antes quiero saber si a ti te
parece bien que lo admita en mi unidad.
El Dojaid lo miró directamente a los ojos, y Labë le devolvió la mirada, confuso.
—¿Sabías que tu primo quería ser soldado?
Leirah aún era casi un niño cuando Labë se trasladó a los barracones que había
dentro del complejo palaciego; lo único que sabía de él era que siempre lo seguía a
todas partes, igual que antes había hecho con el padre de Labë. Bien pensado, era
lógico.
—No, Dojaid —respondió. Vaidrel hizo una mueca.
—Supongo que la pregunta es si crees que tu primo debe entrar en el Ejército.
¿Qué clase de oficial hacía esa pregunta? Labë se quedó pensativo, sin dejar de
mirar a Vaidrel. Uno al que le importe que los soldados de su unidad sean realmente
soldados. O al que le importase que alguien pudiera meterse en el palacio, que para un
Kare era entrar en el degolladero sin saber si sería el que empuñaría el cuchillo o la
víctima. Labë no pudo evitar preguntarse si volvería a acceder a hacerse soldado en caso
de encontrarse de nuevo ante las puertas del complejo. ¿Y Leirah? Leirah era joven y
débil. Más que yo. ¿Cuánto tiempo sobreviviría bajo el mando de Niua, a la vista del
mismísimo Nelvin?
—No, Dojaid —se limitó a decir.
Vaidrel asintió secamente, y esbozó una breve sonrisa.
—Eso imaginaba.
Le dio una palmadita en el hombro y se alejó en dirección a la estrecha puerta
que llevaba a los barracones.
Labë se lo quedó mirando hasta que desapareció por el pasillo en penumbra.
Leirah. ¿Leirah quiere ser soldado? ¿Y por qué?
Por mí. Y por mi padre.
Y Vaidrel iba a decirle que no. También por mí. Labë sonrió amargamente
cuando se dio cuenta de la cantidad de palabras que Vaidrel le había dirigido en tan sólo
unos momentos.
En Aethalâ muchos consideraban a Nay, el Dojaid, uno de los yukaris de futuro más
prometedor de toda la ciudad de coral: aún era muy joven, era del clan Nöey, sobrino
del Vishe y familia, por tanto, de los anteriores reinantes de Aethalâ. Pertenecía al que
había sido y era el Clan más importante de la Historia de Aethalâ, desde la ascensión al
trono del segundo Vishe de la ciudad, Nayarit, cuyo nombre Nay llevaba con orgullo,
aunque también con una cierta vergüenza: él era tan sólo un Dojaid, un título muy
inferior al del anterior Nayarit.
No quedaban muchas crónicas que relatasen aquella época de la vida de Aethalâ,
pero sí se sabía que Nayarit había sido el primer y último miembro del Clan Nöey que
había tenido la osadía de obedecer a un Kare, el primer Vishe de Aethalâ, y de casarse
con una mujer de otro Clan.
Nayarit, el antepasado de Nay, había sido una excepción. Los Nöey ya eran
orgullosos cuando huyeron de Iskrem; probablemente el orgullo les venía de antes.
Desde el reinado de Nayarit no había habido ni un solo Nöey que se hubiera atrevido a
confraternizar con otros Yeiu, mucho menos con los Kares, a los que despreciaban
abiertamente. Las uniones entre miembros del mismo clan eran lo normal en Aethalâ,
pero los Nöey habían elevado esa norma no escrita a rango de ley. Y la pena por
infringirla era la muerte.
Tantos siglos, tantos milenios de endogamia habían dado como resultado un clan
formado por Yeiu que en el mejor de los casos eran bastante excéntricos; en el peor,
estaban completamente desequilibrados. Nelvin, el Vishe, el tío de Nay, era el peor de
entre los peores casos. Poseía todos los tipos de locura que se conocían, e incluso había
desarrollado algunas hasta entonces desconocidas. Habría sido un excelente objeto de
estudio para los dohtos, si no hubiera sido porque no tenía la menor intención de dejarse
estudiar: al único dohto que se había atrevido a pedírselo le había arrancado los ojos con
sus propias manos y se los había hecho comer, antes de abrirle el estómago para
estudiar, según sus propias palabras, si los jugos gástricos del hombre habían digerido
los globos oculares o éstos permanecían intactos en su aparato digestivo. Durante todo
el proceso, el dohto había permanecido vivo y consciente. Por supuesto, nadie más
había osado mirar siquiera al Vishe con demasiada insistencia.
El Clan Nöey había dado a Aethalâ todos los Vishes y Vushias que habían
gobernado alguna vez la ciudad, excepto el primero. Nay, como todos los Nöey,
consideraba a los demás Yeiu simples sirvientes que aspiraban a parecerse a ellos. Los
Kares eran poco más que animales a los que se podía maltratar, humillar, asesinar, sin
que sus conciencias tuvieran nada que decir. El Clan Nöey era Aethalâ, y el resto tenía
que vivir y morir para que ellos prosperasen. Así había sido siempre, y así sería. Así
pensaban todos los miembros de su clan y así pensaba Nay.
Por eso no se le ocurrió que fuese cruel escoger a la unidad de Vaidrel para
aquella misión en concreto. El Yijaid le había ordenado que eligiera a un Dojaid y a sus
hombres para llevarla a cabo: era competencia del Yijaid hacerlo, pero su querido primo
Niua no consideraba que la misión fuese digna del tiempo que tardaría en escoger él
mismo. Nay podría haber decidido que fuera su propia unidad la que cumpliese la
misión, encomendada por el Vishe en persona, pero también él pensó que ningún Dojaid
se cubriría precisamente de gloria con aquello. Y entonces sus ojos plateados se posaron
en Vaidrel y en su unidad de Kares, apartada en un extremo del patio, donde no podía
mezclarse con los Yeiu.