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“Aethalâ” es un proyecto que abandoné hace un tiempo, pero que sé que retomaré en breve para terminarlo. Una historia desarrollada en un mundo submarino, donde la única vida ‘pensante’ se halla en una ciudad situada en una enorme burbuja de aire. Quería escribir algo acerca de la evolución de un pueblo aislado, centrándome en la política y en las relaciones entre las diversas familias, o clanes. Cómo el aislamiento y la endogamia pueden pervertir a un pueblo hasta convertirlo en una parodia de sí mismo. Llevo más de la mitad de la novela escrita, y algún día, como digo, la terminaré. Por el momento, os dejo el primer capítulo :) I "Los Adoradores de Uule crearon Aethalâ, la Ciudad de Coral, separándola del continente de Iskrem. Prestos a recuperar sus costumbres, las más nobles y las más perversas, la dividieron en siete, como siete eran sus Clanes; formaron un Consejo con siete miembros y nombraron un Vishe para gobernar Aethalâ, la ciudad de coral. El Consejo representaba a los Clanes; el Vishe, a la ciudad. Y para gobernar Aethalâ eran necesarios los Ocho Votos: los de los siete Jaides y el del Vishe." La Fundación de Aethalâ Ante Wilwarin se extendía Aethalâ, la ciudad blanca. La ciudad de coral, una esfera titilante en la inmensidad azul del océano de Jrii. Tan hermosa como una perla en el interior de la concha nacarada de un molusco, Aethalâ era la joya de los yukaris, su madre, su amante, su hija. Una joya, una amante, una madre y una hija que, sin que los yukaris supieran muy bien cómo, se había convertido en una enemiga. Los altísimos edificios de coral, resplandecientes, de colores cambiantes bajo la débil luz azulada, tenían oídos y ojos, y bocas que vertían todo lo que oían y veían en los oídos de su rey. La propia ciudad le

Aethalâ

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Aethalâ / Virginia Pérez de la Puente

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Page 1: Aethalâ

“Aethalâ” es un proyecto que abandoné hace un tiempo, pero que sé que retomaré en

breve para terminarlo. Una historia desarrollada en un mundo submarino, donde la única

vida ‘pensante’ se halla en una ciudad situada en una enorme burbuja de aire. Quería

escribir algo acerca de la evolución de un pueblo aislado, centrándome en la política y

en las relaciones entre las diversas familias, o clanes. Cómo el aislamiento y la

endogamia pueden pervertir a un pueblo hasta convertirlo en una parodia de sí mismo.

Llevo más de la mitad de la novela escrita, y algún día, como digo, la terminaré. Por el

momento, os dejo el primer capítulo :)

I

"Los Adoradores de Uule crearon Aethalâ, la Ciudad de Coral, separándola del continente de Iskrem. Prestos a recuperar sus costumbres, las más nobles y las más perversas, la dividieron en siete, como siete eran sus Clanes; formaron un Consejo con siete miembros y nombraron un Vishe para gobernar Aethalâ, la ciudad de coral. El Consejo representaba a los Clanes; el Vishe, a la ciudad. Y para gobernar Aethalâ eran necesarios los Ocho Votos: los de los siete Jaides y el del Vishe."

La Fundación de Aethalâ

Ante Wilwarin se extendía Aethalâ, la ciudad blanca. La ciudad de coral, una esfera

titilante en la inmensidad azul del océano de Jrii. Tan hermosa como una perla en el

interior de la concha nacarada de un molusco, Aethalâ era la joya de los yukaris, su

madre, su amante, su hija.

Una joya, una amante, una madre y una hija que, sin que los yukaris supieran

muy bien cómo, se había convertido en una enemiga. Los altísimos edificios de coral,

resplandecientes, de colores cambiantes bajo la débil luz azulada, tenían oídos y ojos, y

bocas que vertían todo lo que oían y veían en los oídos de su rey. La propia ciudad le

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decía al Vishe lo que hacían, decían y pensaban sus habitantes.

—Va a suceder algo.

Wilwarin no volvió la cabeza para mirar a Vaidrel: no necesitaba comprobarlo

para saber que la estaría mirando sin pestañear, esperando a que terminase la frase. La

mayoría de las veces Vaidrel no pedía explicaciones. Se limitaba a escuchar, sabiendo,

como ningún otro hombre sabía, que muchas veces la gente sólo hablaba para oír el

sonido de su propia voz, y que sólo requería de él un oído atento para ayudarla a poner

en orden sus propios pensamientos.

Wilwarin permaneció en silencio, pensando en lo que iba a decir, sabiendo que

lo que dijera sería para sí misma, más que para Vaidrel.

—Aethalâ se estremece —dijo al fin. Después, estuvo a punto de echarse a reír

ante lo ridículo de su afirmación. La ciudad misma tiembla de anticipación, de rabia, de

miedo.

Para su sorpresa, Vaidrel asintió, y posó una mano blanca y suave sobre su

brazo.

—Ya falta menos —respondió con voz grave.

Wilwarin paseó sus almendrados ojos por la tenue penumbra azulada que apenas

conseguía iluminar la habitación. Después se volvió hacia el balcón de la Sala del

Consejo de Aethalâ, en el que había estado apoyada, y se acodó sobre la barandilla. Ni

por un instante pensó en pedirle a Vaidrel que se explicase: cuando las afirmaciones de

Vaidrel eran tan crípticas como aquella, nunca, jamás, daba explicaciones.

—Ya falta menos, sí —murmuró Wilwarin para sí—. Pero, ¿para qué?

La mano de Vaidrel se apartó de su brazo. Wilwarin torció la cabeza: él la

miraba fijamente con sus enormes ojos verdes, orlados de pestañas negrísimas como

pinceladas en un cuadro.

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—Tú misma lo has dicho. Aethalâ se estremece.

No dijo nada más, y su mirada se perdió en la inmensidad del espacio azul de

Jrii, que se extendía, infinito, al otro lado de la balaustrada de coral y de la pared

invisible que separaba Aethalâ del mar.

Si el Vishe la encontraba allí, en la Sala del Consejo, con la única compañía del

niño... Probablemente me haría matar, acusándome de la primera traición que se le

pasase por la cabeza.

Al Vishe le encantaría tener una excusa para acabar con Wilwarin, por el mero

hecho de ser una Kare. Aunque jamás había necesitado una excusa para acabar con

nadie. Pero yo soy una Jaid, del Consejo de los Siete, se dijo, como se había dicho miles

de veces cuando el miedo amenazaba con convertirla en una niñita sollozante,

acurrucada bajo las mantas, temerosa de la oscuridad y de los monstruos que ésta

albergaba. Nelvin, el Vishe, el monstruo, no se escondía en la penumbra.

Afortunadamente, incluso Nelvin necesitaba algo más que su regio deseo para

acabar con una Jaid. Al menos, por el momento.

—El Vishe nos conservará en nuestra Sala, e incluso fingirá escucharnos —había

dicho Dynien, el Jaid del Clan Dael, durante la última parodia de reunión que el

Consejo había celebrado—. Mientras exista un Consejo, Aethalâ seguirá creyendo que

tiene un Vishe.

—Un Vishe, y no un loco, quieres decir, ¿verdad? —Yilei, el Jaid del Clan Yin,

lo miró fijamente con su habitual expresión plácida en el rostro anguloso. Yilei siempre

hablaba con el mismo tono lento y monótono que hacía que Wilwarin desease sacarle

los ojos con las uñas. Quizá algún día lo haría, aunque sólo fuera por ver si gritaba con

fuerza o se limitaba a decir "Ay" con voz tranquila.

—Las paredes oyen —murmuró, en vez de lanzarse sobre Yilei y cumplir la

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amenaza que tomaba forma en su mente cada vez que el Jaid Yin se le ponía delante. En

cierto modo, era así: ninguno de ellos sabía cómo, pero Nelvin, su amado Vishe,

siempre parecía haber escuchado todas y cada una de las palabras que se pronunciaban

en la Sala del Consejo. Y en el resto del Palacio, y en todo Aethalâ, en cada una de las

zonas ocupadas por los Siete Clanes.

Yilei y Dynien se revolvieron en sus altas sillas de madera blanca, incómodos.

Sí, las paredes oían. Y sí, Nelvin los había mantenido en sus puestos, y no había hecho

ningún movimiento para disolver el Consejo de los Siete Jaides. Aunque últimamente

los Jaides no hicieran gran cosa por Aethalâ, aparte de reunirse y observar con

impotencia cómo todas y cada una de sus decisiones se diluían en la locura creciente del

Vishe de la ciudad blanca. Desde que era Nelvin quien se sentaba en el trono, al Consejo

le resultaba difícil negarle los Ocho Votos para cualquier cuestión, la que fuese. Ni

siquiera a los Jaides les gustaba verse sus propias entrañas.

Y el Vishe iba pidiendo su voto con menos frecuencia.

No es extraño que Aethalâ se estremezca. La ciudad lleva años temblando, e

incluso nosotros, sus Jaides, estamos aterrorizados. Sería raro que el mundo entero no

sintiera lo mismo. Wilwarin también se estremeció y se cubrió los brazos desnudos con

las manos. Era una sensación extraña; en una ciudad donde no había cambios de

temperatura, donde apenas había diferencias entre el día y la noche, sentir frío era...

estremecedor. Sonrió.

—No hay palabras suficientes para describir lo que Aethalâ está sufriendo.

El hilo de sus pensamientos se enredó en otra de las reuniones del Consejo de los

Jaides. O quizá fuera la misma: todas eran prácticamente idénticas, insulsas, inútiles, un

cúmulo de palabras huecas y expresiones de impotencia. Las palabras habían sido de

Yilei, o quizá del Ma-Dohto, el único miembro del Consejo que jamás tomaba una

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decisión. Un hombre aun más inútil que nosotros seis, si es que eso es posible.

Especialista en hablar mucho y decir poco. Claro que cualquiera de los otros seis Jaides

era igual de prescindible que el Ma-Dohto: al menos, el sacerdote creía que tenía a Uule

de su parte, lo cual no era un consuelo escaso en un mundo en el que su dios se había

vuelto igual de loco que el Vishe; un mundo en el que Uule, el dios, sólo apoyaba a

Nelvin.

—Sí hay palabras para describirlo —había replicado Dynien con su habitual

expresión de furia contenida; debía haber sido Yilei, al fin y al cabo, el que había dicho

la primera frase. Dynien siempre miraba al Jaid Yin como si él también desease

arrancarle los ojos con las uñas. Claro que Dynien miraba a todo el mundo igual—.

Aethalâ es un matadero.

Y ese matadero se estremecía ante Wilwarin, que sentía frío en una ciudad

donde la temperatura no cambiaba, junto al niño de los ojos dorados. Acodada en la

barandilla de coral, Wilwarin observaba la ciudad de los Siete Clanes, preguntándose si

la locura evidente de su Vishe lograría lo que no habían logrado los milenios de

convivencia: unir a los Siete Clanes y hacerlos uno. Sonrió, irónica. Como cabeza del

Clan Kare sabía que al menos el suyo no formaría parte jamás de ese todo que podía

llegar a ser Aethalâ. Los seis clanes Yeiu consideraban inferiores a los Kares. Los

aborrecían. Lo que está por ver es si nos aborrecen menos que al Vishe.

Miró a su lado, y no se sorprendió al comprobar que Kaiki había desaparecido.

Como siempre, Kaiki iba y venía sin dar explicaciones. Al menos, se ha marchado antes

de que vengan los Jaides, se dijo. Si el Vishe se enteraba de que había estado allí, en la

Sala del Consejo, a solas con un niño sin Clan...

Los Siete Clanes de Aethalâ eran como siete grandes familias que vivían en la

misma ciudad porque no tenían más remedio. Los Nöey, los más poderosos, la familia

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del Vishe; los Hei, ricos, casi tan influyentes como los Nöey; los Yin, orgullosos de su

papel en la fundación de Aethalâ y considerados los más hermosos de una raza tan

hermosa como su ciudad de coral; los Dael, irritantes y prepotentes, y sin embargo poco

dados a buscar un lugar sobresaliente para ellos mismos; los Xeijt, los campesinos y

siervos, el clan más pobre de los siete; los Doht, los sacerdotes, dedicados única y

exclusivamente al culto a Uule, el dios. Y los Kares, que eran prácticamente unos

parias, que eran, en realidad, otra raza.

Divididos o no, los Siete Clanes se estremecían y temblaban al unísono con su

ciudad.

—Los gritos de los yukaris hacen llorar a Uule —salmodió el Ma-Dohto, que

hacía en el Consejo el papel de Jaid del Clan Doht, durante la misma u otra reunión del

Consejo de los Siete. Todas eran tan idénticas... Wilwarin torció el gesto: Tan piadoso,

tan patético. Tan inútil. Como todos.

—Pues que venga Uule a salvarlos de ese loco —respondió Dynien

bruscamente—. Nosotros tenemos las manos atadas. Igual que el resto de Aethalâ.

—Igual, no. —Yilei levantó la mirada, con una leve sonrisa en sus labios

finos—. A nosotros Nelvin no se atreve a matarnos.

—Por ahora.

Dynien miró a Wilwarin añadiendo el desprecio a la furia que ya empañaba sus

ojos plateados.

—Por ahora, sí, Jaid —se le adelantó Yilei en su tono lento y monótono. Ella se

debatió entre la grima que le provocaba el Jaid Yin y la rabia que le había provocado el

desdén del Jaid Dael, al que, desde luego, ya debía haberse acostumbrado. Mujer, y

Kare: probablemente, las dos cosas que más despreciaba Dynien. Y la mayor parte de

Aethalâ, a decir verdad—. Aunque nunca se sabe qué es lo que va a decidir nuestro

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amado Vishe mañana, ¿verdad?

—Puede ocurrírsele cualquier cosa. —El Jaid del Clan Xeijt no solía intervenir

en las reuniones del Consejo: líder y cabeza visible de un clan de campesinos, se le

notaba inseguro y fuera de lugar entre los demás Jaides—. La Guardia está de su parte,

y los Nöey, esos malditos hijos de... perdona, Nheye —añadió en tono de disculpa en

dirección al mudo e inmóvil Jaid del Clan Nöey.

No te disculpes: probablemente, él es los ojos y los oídos de Nelvin en este

Consejo. Nheye, sobrino del Vishe, estaba en el Consejo por expreso deseo de Nelvin,

nombrado por él para sustituirle como Jaid del Clan Nöey después de su ascenso al

trono. Sabía cuál era su posición y sabía que el resto de los miembros del Consejo no

confiaban en él, excepto, quizás, el Ma-Dohto. Claro que el Ma-Dohto confía en todo el

mundo. Salvo en Nelvin, e incluso eso está por ver.

—Con la Guardia, y con los Nöey, Nelvin no necesita al Consejo. Si seguimos

vivos es porque aún no se le ha ocurrido cómo matarnos. Y, seamos sinceros,

deberíamos alegrarnos: el resto no tiene tanta suerte.

—No, no deberíamos alegrarnos. —Dynien entrecerró los ojos y apretó los

labios—. Deberíamos hacer algo. Deberíamos librarnos de él.

Wilwarin lo miró, sombría.

—Las paredes oyen, Dynien. —Y Nheye no es ni sordo ni mudo ni ciego, aunque

prefiera fingirlo. Ni el Vishe era idiota: por supuesto que sabía que su Consejo no estaba

a favor del poder absoluto que había ido acumulando conforme pasaban los años. Pero

también sabía que los Siete Jaides no harían nada en su contra mientras él pudiera

matarlos con un simple chasquido de sus dedos alargados. Ni Dynien, con su eterna

furia y sus pocos arrestos, ni Yilei, moderado y de aspecto débil. Ni los Dael ni los Yin.

Tampoco iban a hacer nada los Hei, pese a que Hin, su Jaid, parecía bien dispuesto a

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arrancarle la cabeza a su Vishe con una de sus grandes manos; eso sí, con todo respeto.

Ni los Xeijt: Xuilay, el Jaid, era tan insignificante y apocado como todo su clan. Ni

siquiera el Ma-Dohto, que contaba con el respaldo de Uule. Los dohtos eran famosos

por su obsesión por no intervenir: si su Ma-Dohto accedía a participar en el Consejo era

porque aún no había encontrado un motivo para negarse. Y mucho menos iba a hacer

algo Nheye, cuyo clan había visto nacer al Vishe y a prácticamente todos los Vishes de

la historia de Aethalâ.

Y ella, desde luego, no iba a enfrentarse con Nelvin, pensó, recomponiendo su

sonrisa mientras se abría la puerta de madera blanca para dejar pasar al primero de los

Señores de los Clanes. Jaid de los Kares, e hija de Wauat: dos motivos más que válidos

para despojarla de su rango y entregarla a la Guardia, después de haber hecho con ella

lo que hubiera querido.

El Yijaid del Ejército de Aethalâ también era un Nöey. Del mismo modo que la Voz del

Consejo, el portavoz de los Siete Jaides, era un Nöey. E igualmente se rumoreaba que el

Ma-Dohto había sido un Nöey antes de unirse al Clan Doht.

Aethalâ entera era Nöey. Los demás clanes no contaban.

Eso Hiedir lo sabía muy bien, pese a que no era más que un soldado y, en teoría,

no tenía por qué estar al tanto de nada al margen de su unidad del Ejército. Pero él lo

había tenido presente desde que tuvo uso de razón, aunque ahora, con Nelvin en el

trono, fuera mucho más evidente.

—Controla esa expresión de odio, Hiedir —decía a menudo el hombre al que

llamaba "padre", quejumbroso—. Los Nöey son Yeiu, como tú y como yo. Si tienes que

odiar a alguien, que sea un Kare.

Era peligroso pertenecer a cualquier clan que no fuese el Nöey. Aunque, desde

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luego, habría sido peor ser un Kare, pensó Hiedir con un ramalazo de miedo que ahogó

rápidamente. Ser Kare habría sido potencialmente catastrófico, si no mortal.

—Todo Aethalâ espera que Nelvin decida acabar con el Clan Kare cualquier día

—había dicho Hin, el Jaid y señor de Hiedir—, empezando por la putilla que tienen por

Jaid y siguiendo por su padre.

—Wauat —asintió Hiedir. Wauat había sido el Jaid Kare hasta que se hizo

evidente que el Vishe consideraba un insulto su mera presencia en la Sala del Consejo.

—Wauat. Sí, probablemente él será el segundo. A Nelvin le gustaría matarlo con

sus propias manos, de eso estoy seguro.

Hiedir no preguntó en qué había ofendido Wauat al Vishe. Seguramente Nelvin

se sentía ofendido sólo con ver su pelo negro entre las cabezas rubias del resto del

Consejo. Y eso no había variado cuando Wauat había nombrado Jaid a su hija y se

había retirado de la vida pública, intentando sin éxito que Nelvin se olvidase de él: la

cabecita de Wilwarin seguía siendo tan morena como la de su padre.

Aunque en aquel instante a Hiedir no le importaba en absoluto el odio que

sintiese Nelvin por los Kares; en ese momento le preocupaba mucho más Nay que el

propio Vishe, y daba igual que Nay tuviera el mismo pelo rubio y los mismos ojos

plateados que Hiedir y que todos los Yeiu.

Nay también era un Nöey. Y era el Dojaid de su unidad, y, por tanto, el amo y

señor de Hiedir cuando no estaba bajo la atenta mirada de Hin, su Jaid. Hiedir, por el

contrario, no era más que un soldado. O, lo que era lo mismo, menos que nada. Para

Nay, Hiedir era tan poco importante que ni siquiera se molestaba en mirarle con

indiferencia. Claro que para Hiedir eso era una bendición, sobre todo teniendo en cuenta

que en Aethalâ era muy peligroso destacar por cualquier motivo. Hiedir nunca había

destacado en su propio clan, y tampoco quería hacerlo a las órdenes de su Dojaid.

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—Puedes quedarte aquí y no ser nadie, o puedes unirte al Ejército y procurar no

ser nadie —le había dicho en una ocasión su "padre", que también era insignificante

dentro de la estructura del Clan Hei—. Pero si te quedas en mi casa acabarás ofendiendo

al Jaid por tu inutilidad, y probablemente te matará sin pensárselo dos veces.

—Y en el Ejército el Yijaid puede matarme simplemente porque no le guste mi

cara —había respondido Hiedir, sin querer reconocer la aprensión que sentía ante la idea

de salir de la relativa seguridad de Heiya, la zona de Aethalâ controlada por los Hei.

—Sí —admitió su padre—, y tu Vejaid también. E incluso tu Dojaid, que tiene

menos capacidad de mando que un dríe en una colonia de krenkes, puede decidir que

eres indigno y matarte por ello. También es posible que uno de tus compañeros te mate

por cualquier motivo. O sin motivo. Pero si te quedas aquí y sigues sin hacer nada, Hin

te matará simplemente por ahorrarse el disgusto de ver tu cara entre su gente.

—Podría hacer cualquier otra cosa, en lugar de unirme al Ejército...

Por una vez, su padre lo había mirado directamente a los ojos.

—Sabes quién eres, Hiedir —había respondido con indiferencia—. Para ti, es el

Ejército o el Dohtehon. Todavía puedes entrar al servicio de Uule, si lo prefieres.

También podría haber elegido servir entre los miembros del Clan Xeijt como

siervo de su propio clan. Pero ya era demasiado mayor para ser arrojado a la esclavitud:

su padre no permitiría que se lo viera entre los campesinos o entre los criados Xeijt que

trabajaban para los Hei, después de haber formado parte de su familia. Y mucho menos

lo permitiría su Jaid. De modo que Hiedir había escogido el Ejército, y había procurado

pasar desapercibido entre los soldados que se apelotonaban en los barracones del

complejo del palacio y en el patio cercado por los altos muros de coral. Sabía que su

nombre, el nombre de su auténtico padre, no era una protección, como sí había sido en

Heiya: en el Ejército, salvo los Nöey todos los soldados eran como él, hombres sin

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nombre. Y casi era preferible: si Hin se enemistaba alguna vez con el Vishe, era posible

que todos los Hei acabasen con las entrañas colgando por un agujero en el estómago.

Por eso Hiedir nunca protestaba, le ordenara lo que le ordenase su Dojaid. Por

eso también procuraba no mirar a los ojos al Dojaid, que, al fin y al cabo, también era

un Nöey, y que tenía poder sobre su vida y su muerte.

—Hiedir —le ordenó Nay en ese instante, con su voz tranquila y grave—.

Quédate de guardia en la Sala del Consejo. La Voz ha ordenado que no se les moleste.

E incluso parece que su seguridad le importe. A Nay le daba igual si los Siete

Jaides morían en la Sala, y cómo muriesen; pero aún se veía obligado a obedecer las

órdenes del Consejo, siempre que no entrasen en conflicto con las órdenes del Vishe.

Aun así, Hiedir tuvo cuidado de que su rostro no dejase traslucir lo que pensaba.

Todavía se consideraba traición cuestionar al Consejo de los Siete, y Hiedir procuraba

no cometer ninguna traición que pudiera hacerle acabar con los intestinos enrollados en

el cuello, como le había ocurrido hacía menos de dos días a un Yin que había tenido la

ocurrencia de imitar los andares tambaleantes del Jaid del Clan Nöey.

En realidad no le hacía demasiada gracia montar guardia ante la puerta de la Sala

del Consejo. Ya el mero hecho de estar en el interior del palacio suponía un riesgo. Uno

nunca sabía cuándo se iba a llamar la atención del Yijaid, del Comandante de la Guardia

Real o, peor aun, del Vishe. Y llamar su atención equivalía, en muchos casos, a una

condena a muerte.

—Como ordenes, Dojaid —respondió, cuidando de dejar el rostro inexpresivo.

Hiedir se apresuró a entrar en el palacio a través de la puerta semioculta en una

de las paredes de coral del patio. Los sótanos del palacio eran un laberinto de pasillos y

habitaciones, unas inmensas, otras minúsculas, en el que se percibía claramente que los

yukaris habían permitido que el coral creciera a su antojo sin molestarse en moldearlo

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como en el resto de Aethalâ, donde el coral se plegaba y replegaba para formar paredes,

techos, calles, con formas oníricas y retorcidas. Una hermosa ciudad, la ciudad blanca;

si alguien del continente pudiera verla, jamás diría que sus habitantes vivían temiendo el

momento en que su sangre mancharía la prístina blancura de sus calles.

La Sala del Consejo estaba ubicada en un edificio que formaba parte del mismo

palacio, unido a él por los mismos pasillos y corredores que recorrían toda su extensión

y coronado por una cúpula redondeada, rodeada por una enorme balaustrada a la que

sólo se podía acceder desde el interior de la Sala. Hiedir avanzó por el amplio pasillo

hasta la puerta de madera blanca y se colocó a un lado, erguido e inexpresivo. Su rostro

no cambió cuando las primeras frases comenzaron a flotar hasta él a través de la puerta.

Al principio no le encontró sentido a las palabras, y no tenía intención de

hacerlo. Escuchar a escondidas las reuniones del Consejo no era precisamente bueno

para la salud, ni contribuía a alargar la vida. Pero, después de un rato, sus oídos se

negaron a ignorar el sonido, y su cerebro se negó a dejar de encontrarle un significado.

—Me niego a seguir permitiendo que nos ignore de esta manera —decía uno de

los Jaides reunidos en la Sala—. Seguimos siendo el Consejo, ¿no?... Su poder emana

de nosotros.

—Pues ve y díselo, Dynien —replicó otro—. Pero antes pídele su bendición al

Ma-Dohto, aquí presente. Si vas a ir a rendirle cuentas a Uule, no estará de más que lo

hagas con el alma en paz.

—Cállate, Yilei.

—Si realmente quieres librarte del Vishe, hazlo de una forma más sutil, Dynien.

No intentes asesinarlo con la mirada porque no funciona.

—Jaides —les interrumpió una tercera voz—. Las paredes oyen.

Esta última voz fue la única que Hiedir reconoció, la voz de una mujer.

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Entrecerró los ojos: la Jaid del Clan Kare, Wilwarin. Era curioso que, siendo la que más

peligro corría de entre los Jaides, pareciera la más reacia a destronar a su Vishe, quien,

probablemente, estaba deseando encontrar un motivo para matarla, a ella y a todo su

clan.

Hiedir se mordió el labio. Los Jaides hablaban abiertamente de traición al Vishe;

eso significaría la muerte para todos ellos y la desaparición del Consejo. A Nelvin le

encantaría: si aún conservaba a los Siete era porque no se había detenido a pensar en

ellos el tiempo suficiente, y porque no le habían dado ningún motivo. Ninguno de ellos

se había atrevido a pedirle que moderase sus acciones, excepto Wauat, y Wauat ya no

pertenecía al Consejo.

Sin embargo, ¿por qué iba Hiedir a contarle al Vishe lo que había oído? Para

empezar, dudaba mucho de que Nelvin lo recibiera siquiera. Y, si lo hacía, posiblemente

no le creería, y le ejecutaría por mentir. O le ejecutaría por hablar mal de sus Jaides. O,

incluso aunque le creyera y decidiera ejecutar a los Siete, probablemente también le

ejecutaría a él por haber oído semejante traición. De cualquier manera, si hablaba,

acabaría muerto.

—No llames la atención —le había suplicado su padre el día que partió de Heiya

hacia los barracones del Ejército—. Ni sobre ti, ni sobre el Clan Hei.

Hiedir apretó los labios y se quedó donde estaba, tratando de fingir que sus oídos

no eran capaces de percibir nada que no fueran los sonidos normales del palacio, los

pasos de los siervos y de los dohtos, los ruidos amortiguados que llegaban del patio,

donde sus compañeros hacían, más por tradición que por otra cosa, ejercicios con la

espada o con la lanza.

El único Dojaid del Ejército de Aethalâ que tenía a su cargo una unidad formada por

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soldados del mismo Clan era Vaidrel, el oficial de los Kares.

A Labë le gustaba observar a Vaidrel: en cierto modo le recordaba a su padre,

aunque Vaidrel era mucho más joven de lo que su padre, Labii, sería si no hubiera

muerto. Desde que Labë ingresó en el Ejército, su Dojaid no le había dirigido más de

tres palabras, y todas habían sido órdenes; pero le daba algo a lo que asirse en un mundo

que se había vuelto loco.

Aunque también era moreno y de ojos verdes en realidad Vaidrel no se parecía

nada a Labii; aun así, el padre de Labë había sido moreno, con los ojos verdes, la piel

pálida en contraste con el verde y blanco de su uniforme. Pero Labë se sentía patoso y

desmañado con el suyo, mientras que Vaidrel, como antaño Labii, daba la sensación de

haber nacido con él puesto.

Y no tiene miedo.

Eso era lo que más le gustaba de Vaidrel. Hablaba con el Vejaid, e incluso con el

Yijaid, sin parpadear. Cuando Labë veía pasar a otros Dojaides tenía que morderse los

nudillos para no perder la compostura. Si era el Yijaid el que se le acercaba, tenía que

tensar los músculos de todo el cuerpo para no hacerse de vientre encima. Las escasas

veces que había visto al Vishe se había echado a temblar de arriba abajo, y en una

ocasión incluso había vomitado en una maceta que había a su lado.

Y menos mal; si no hubiera sido por esa maceta, el Vishe habría limpiado el

suelo con mis tripas. Afortunadamente el Vishe no se había dado cuenta. Algo que

también tenía que agradecerle a Vaidrel, que en ese momento había estado delante de él,

ocultándolo de Nelvin. Si Labë todavía conservaba el intestino bien guardadito en su

cuerpo era gracias al Dojaid de la unidad Kare del Ejército de Aethalâ.

—No os relajéis demasiado, soldados —dijo Vaidrel, sacándolo de su

ensimismamiento y haciéndole dar un respingo—. Pero descansad un rato. Quizás

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después seáis capaces de clavar la lanza en el blanco, en lugar de tropezar con ella.

Su expresión adusta e inexpresiva no había cambiado, y tampoco su tono serio.

Pero sus veinte Kares sonrieron y dejaron a un lado las armas, como si el Dojaid

acabase de darles permiso para abandonar el palacio e irse de juerga a Xeijtya, pagando

él. Por muy hosco y retraído que fuera, sus soldados confiaban en Vaidrel. Quizás

porque, como Labë, tenían la indefinible sensación de que Vaidrel se alzaba entre el

Vishe y ellos, para ocultar sus vómitos o cualquier otra cosa que pudiera hacer que

Nelvin se fijase en ellos.

—Sí, Dojaid —respondió, una voz entre veinte.

Se apoyó en la lanza y suspiró. A su alrededor, los soldados Kares se

dispersaron, todo lo que se atrevían a hacerlo, que no era mucho: permanecieron en

parejas o en grupos y no se acercaron a otras unidades, cuyos Dojaides también

acababan de concederles un descanso.

—Labë —dijo Vaidrel, acercándose a él. La cuarta palabra que le dirigía. Se

irguió, sorprendido. El Dojaid no sonrió, pero Labë percibió una breve chispa de calidez

en sus ojos verdosos—. Labë, tengo que preguntarte una cosa.

—Sí, Dojaid —tartamudeó, apoyando la lanza en el suelo rugoso y tratando de

adoptar una pose un poco más marcial. ¿Diez palabras? ¿Por qué? ¿Qué habré hecho

para que me hable? Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no echarse a temblar.

Es Vaidrel, idiota. No Nelvin. No va a matarte. Se mordió el labio.

—Labë, ¿hace mucho que no ves a tu primo? —preguntó Vaidrel sin percatarse,

o fingiendo no percatarse, de su nerviosismo.

—¿Le-Leirah? —Pestañeó, desconcertado. Leirah había vivido siempre en su

casa, pero no había imaginado que el Dojaid supiera siquiera de qué familia provenía

Labë. ¿Casi veinte palabras? ¿Conoce a mi primo? ¿Por qué? Se las arregló para negar

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con la cabeza—. No desde que entré en el Ejército, Dojaid.

—Ya. —Vaidrel se quedó a su lado, pensativo—. Puedes descansar, Labë; no

voy a arrestarte porque dejes un rato la lanza.

—Sí... No, Dojaid —farfulló él—. Yo...

—A menos que pienses que vas a caerte si no te apoyas en ella, claro. —Por un

loco momento, Labë creyó ver un brillo malicioso en los ojos de Vaidrel; un instante

después, estuvo seguro de que lo había imaginado. ¿Malicioso? Vaidrel no tenía

malicia. Ni sentido del humor. Era recto, seguro, justo, y poco hablador. Labë abrió y

cerró la boca como un pez fuera del agua—. Tu primo ha ido a ver al Yijaid.

Esta vez sí que Labë se quedó sin palabras. Miró directamente a Vaidrel a los

ojos, tan sorprendido que ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Después

se asustó y desvió la mirada. Vaidrel suspiró.

—Niua se ha dirigido a mí para preguntarme si lo aceptaría en mi unidad. Ya

sabes que los Kares sólo pueden estar con otros Kares. —Y se las arregló para decirlo

sin que Labë pudiera distinguir ni un atisbo de amargura en su tono sin inflexiones—.

Leirah ha pedido su ingreso en el Ejército. Pero la última palabra es mía.

Y me lo está preguntando a mí. Labë tragó saliva.

—Bueno —añadió Vaidrel, dejando que una leve nota de fastidio tiñese su

voz—, en realidad lo que el Yijaid ha venido a decirme es que a él le da exactamente

igual lo que haga, pero que no quiere más Kares llamando a su puerta preguntando "si

podrían entrar en el Ejército, señor". De modo que tendré que hablar con Leirah y

decirle que no vuelva a cruzarse en el camino de Niua. Y antes quiero saber si a ti te

parece bien que lo admita en mi unidad.

El Dojaid lo miró directamente a los ojos, y Labë le devolvió la mirada, confuso.

—¿Sabías que tu primo quería ser soldado?

Page 17: Aethalâ

Leirah aún era casi un niño cuando Labë se trasladó a los barracones que había

dentro del complejo palaciego; lo único que sabía de él era que siempre lo seguía a

todas partes, igual que antes había hecho con el padre de Labë. Bien pensado, era

lógico.

—No, Dojaid —respondió. Vaidrel hizo una mueca.

—Supongo que la pregunta es si crees que tu primo debe entrar en el Ejército.

¿Qué clase de oficial hacía esa pregunta? Labë se quedó pensativo, sin dejar de

mirar a Vaidrel. Uno al que le importe que los soldados de su unidad sean realmente

soldados. O al que le importase que alguien pudiera meterse en el palacio, que para un

Kare era entrar en el degolladero sin saber si sería el que empuñaría el cuchillo o la

víctima. Labë no pudo evitar preguntarse si volvería a acceder a hacerse soldado en caso

de encontrarse de nuevo ante las puertas del complejo. ¿Y Leirah? Leirah era joven y

débil. Más que yo. ¿Cuánto tiempo sobreviviría bajo el mando de Niua, a la vista del

mismísimo Nelvin?

—No, Dojaid —se limitó a decir.

Vaidrel asintió secamente, y esbozó una breve sonrisa.

—Eso imaginaba.

Le dio una palmadita en el hombro y se alejó en dirección a la estrecha puerta

que llevaba a los barracones.

Labë se lo quedó mirando hasta que desapareció por el pasillo en penumbra.

Leirah. ¿Leirah quiere ser soldado? ¿Y por qué?

Por mí. Y por mi padre.

Y Vaidrel iba a decirle que no. También por mí. Labë sonrió amargamente

cuando se dio cuenta de la cantidad de palabras que Vaidrel le había dirigido en tan sólo

unos momentos.

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En Aethalâ muchos consideraban a Nay, el Dojaid, uno de los yukaris de futuro más

prometedor de toda la ciudad de coral: aún era muy joven, era del clan Nöey, sobrino

del Vishe y familia, por tanto, de los anteriores reinantes de Aethalâ. Pertenecía al que

había sido y era el Clan más importante de la Historia de Aethalâ, desde la ascensión al

trono del segundo Vishe de la ciudad, Nayarit, cuyo nombre Nay llevaba con orgullo,

aunque también con una cierta vergüenza: él era tan sólo un Dojaid, un título muy

inferior al del anterior Nayarit.

No quedaban muchas crónicas que relatasen aquella época de la vida de Aethalâ,

pero sí se sabía que Nayarit había sido el primer y último miembro del Clan Nöey que

había tenido la osadía de obedecer a un Kare, el primer Vishe de Aethalâ, y de casarse

con una mujer de otro Clan.

Nayarit, el antepasado de Nay, había sido una excepción. Los Nöey ya eran

orgullosos cuando huyeron de Iskrem; probablemente el orgullo les venía de antes.

Desde el reinado de Nayarit no había habido ni un solo Nöey que se hubiera atrevido a

confraternizar con otros Yeiu, mucho menos con los Kares, a los que despreciaban

abiertamente. Las uniones entre miembros del mismo clan eran lo normal en Aethalâ,

pero los Nöey habían elevado esa norma no escrita a rango de ley. Y la pena por

infringirla era la muerte.

Tantos siglos, tantos milenios de endogamia habían dado como resultado un clan

formado por Yeiu que en el mejor de los casos eran bastante excéntricos; en el peor,

estaban completamente desequilibrados. Nelvin, el Vishe, el tío de Nay, era el peor de

entre los peores casos. Poseía todos los tipos de locura que se conocían, e incluso había

desarrollado algunas hasta entonces desconocidas. Habría sido un excelente objeto de

estudio para los dohtos, si no hubiera sido porque no tenía la menor intención de dejarse

Page 19: Aethalâ

estudiar: al único dohto que se había atrevido a pedírselo le había arrancado los ojos con

sus propias manos y se los había hecho comer, antes de abrirle el estómago para

estudiar, según sus propias palabras, si los jugos gástricos del hombre habían digerido

los globos oculares o éstos permanecían intactos en su aparato digestivo. Durante todo

el proceso, el dohto había permanecido vivo y consciente. Por supuesto, nadie más

había osado mirar siquiera al Vishe con demasiada insistencia.

El Clan Nöey había dado a Aethalâ todos los Vishes y Vushias que habían

gobernado alguna vez la ciudad, excepto el primero. Nay, como todos los Nöey,

consideraba a los demás Yeiu simples sirvientes que aspiraban a parecerse a ellos. Los

Kares eran poco más que animales a los que se podía maltratar, humillar, asesinar, sin

que sus conciencias tuvieran nada que decir. El Clan Nöey era Aethalâ, y el resto tenía

que vivir y morir para que ellos prosperasen. Así había sido siempre, y así sería. Así

pensaban todos los miembros de su clan y así pensaba Nay.

Por eso no se le ocurrió que fuese cruel escoger a la unidad de Vaidrel para

aquella misión en concreto. El Yijaid le había ordenado que eligiera a un Dojaid y a sus

hombres para llevarla a cabo: era competencia del Yijaid hacerlo, pero su querido primo

Niua no consideraba que la misión fuese digna del tiempo que tardaría en escoger él

mismo. Nay podría haber decidido que fuera su propia unidad la que cumpliese la

misión, encomendada por el Vishe en persona, pero también él pensó que ningún Dojaid

se cubriría precisamente de gloria con aquello. Y entonces sus ojos plateados se posaron

en Vaidrel y en su unidad de Kares, apartada en un extremo del patio, donde no podía

mezclarse con los Yeiu.