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1. Popularidades. Uno de los problemas clave a la hora de enfrentarse con la música popular es su propia definición, imposible de alcanzar por fuera de una teoría cultural comple- ja y completa. Como hemos tratado de afirmar en otros luga- res, sólo es posible reponer un significado fuerte de lo popu- lar leyéndolo como la dimensión de lo subalterno en la economía simbólica. Entonces, nuestro análisis de la música popular debe pensarse en ese contexto: en el de una distribución compleja y estratificada de los bienes culturales, donde lo popular ocupa posiciones subalternas. Esto parece especialmente cos- toso hoy día: hace ya unos cinco años, Diego Fischerman seña- laba que Mozart y Webern no ganaron las barriadas populares, pero Ricky Maravilla sí entró a las fiestas de la burguesía. Si nuestro análisis se deja opacar por la impresión de que hoy lo popular es hegemónico, estamos errando teórica y analítica- mente. Por eso insistimos en hablar de música popular, con lo que el adjetivo introduce un clivaje necesariamente de clase: aun con todas las dificultades que supone definir lo popular, el término insiste en designar de manera amplia el conjunto de las clases subalternas e instrumentales de una sociedad dada, como decía Gramsci. No podemos, a esta altura de la 1. Música popular y resistencia: los significados del rock y la cumbia 1 Pablo Alabarces, Daniel Salerno, Malvina Silba y Carolina Spataro 1. Una primera versión de este texto fue una ponencia ante el Congreso Popular Musics of the Hispanic and Lusophone Worlds, Newcastle, University of Newcastle, julio de 2006. Posteriormente, además de nues- tra propia discusión, el texto fue objeto de los comentarios críticos y minuciosos de María G. Rodríguez, Valeria Añón y José Garriga Zucal, sin que esto los haga responsables de los errores que insistamos en cometer.

Alabarces y Otros-musica Popular

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1. Popularidades. Uno de los problemas clave a la hora deenfrentarse con la música popular es su propia definición,imposible de alcanzar por fuera de una teoría cultural comple-ja y completa. Como hemos tratado de afirmar en otros luga-res, sólo es posible reponer un significado fuerte de lo popu-lar leyéndolo como la dimensión de lo subalterno en la economíasimbólica. Entonces, nuestro análisis de la música popular debepensarse en ese contexto: en el de una distribución complejay estratificada de los bienes culturales, donde lo popularocupa posiciones subalternas. Esto parece especialmente cos-toso hoy día: hace ya unos cinco años, Diego Fischerman seña-laba que Mozart y Webern no ganaron las barriadas populares,pero Ricky Maravilla sí entró a las fiestas de la burguesía. Sinuestro análisis se deja opacar por la impresión de que hoy lopopular es hegemónico, estamos errando teórica y analítica-mente. Por eso insistimos en hablar de música popular, con loque el adjetivo introduce un clivaje necesariamente de clase:aun con todas las dificultades que supone definir lo popular,el término insiste en designar de manera amplia el conjuntode las clases subalternas e instrumentales de una sociedaddada, como decía Gramsci. No podemos, a esta altura de la

1. Música popular y resistencia: los significados del rock y la cumbia1

Pablo Alabarces, Daniel Salerno, Malvina Silba y Carolina Spataro

1. Una primera versión de este texto fue una ponencia ante elCongreso Popular Musics of the Hispanic and Lusophone Worlds, Newcastle,University of Newcastle, julio de 2006. Posteriormente, además de nues-tra propia discusión, el texto fue objeto de los comentarios críticos yminuciosos de María G. Rodríguez, Valeria Añón y José Garriga Zucal, sinque esto los haga responsables de los errores que insistamos en cometer.

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teoría, confundir los mecanismos hegemónicos masificadoresy despolitizadores de la industria cultural con un milagrosomovimiento de democratización cultural que legitime lo queno puede ser legítimo –porque las relaciones de dominaciónasí lo deciden–.

En última instancia, lo que queremos señalar es que inclu-so en el interior del mismo campo de la música de tradiciónpopular operan clivajes marcados por la posición de clase delanalista –inevitablemente letrado– y de sus públicos: la músicapopular no es un territorio ajeno a los desniveles y las desigual-dades que atraviesa cualquier sociedad.

De lo que resulta una afirmación a la vez metodológica ypolítica: es imposible analizar un fenómeno como el de lamúsica popular por fuera de una mirada de totalidad, quereponga el mapa de lo cultural –completo y espeso, con susdesniveles y sus jerarquías, con sus riquezas y sus precarieda-des, con sus zonas legítimas y las deslegitimadas– en una socie-dad determinada. Caso contrario, ocuparnos de estas zonaslibres de la cultura puede llevarnos a la autonomización popu-lista, a la celebración del fragmento aislado, de ese espaciodonde el débil se hace fuerte y celebra su identidad, su liber-tad, su creatividad cultural, sin ver las innumerables ocasionesen que el poderoso marca los límites de lo legítimo y lo enun-ciable. Reponer la continuidad de una cultura, aun conscien-tes de sus diferencias y desigualdades, permite recolocar lopopular –la música popular– en el territorio complejo y en dis-puta constante de lo simbólico, en relación contrastante y enlucha permanente por la hegemonía.

2. Resistencias. En este juego, entonces, el concepto deresistencia adquiere una relevancia especial. Como toda unatradición académica se empeña en señalar, el punto de parti-da en la investigación sobre las culturas populares es que lasrelaciones de dominación, de hegemonización, de subalterni-zación –ponemos el acento en la condición procesual y opera-tiva de estas relaciones– no significan ni pueden significarmera yuxtaposición o coexistencia: implican modificacionesmutuas, conflictos, negociaciones. De la misma manera, en esatradición es crucial la idea de que dichas relaciones no consis-ten en la imposición activa de determinado orden sobre acto-res que se vuelven receptores pasivos del mismo; lo simbólico

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es el espacio donde leer una infinidad de juegos de posiciones,donde los actores discuten, negocian, luchan –con distintosgrados de énfasis y variadas posibilidades de éxito, que sólopueden describirse adecuadamente en un análisis diacrónicoy a la vez contextual– en torno de significantes y significados,para así disputar posiciones de hegemonía.

Desde ese lugar, la noción de resistencia describe la posibi-lidad de que sectores en posición subalterna desarrollen accio-nes que puedan ser interpretadas, por el analista o por losactores involucrados, como destinadas a señalar la relación dedominación o a modificarla. Entendemos aquí subalternidad demanera amplia, en un sentido político, de clase, étnico, degénero o denominando extendidamente cualquier tipo desituación minoritaria.2 Por su parte, sostenemos que la inter-pretación de esa posición resistente puede ser producida tantopor los que ejercitan la acción como por aquellos que, dada suposición hegemónica, sean sus destinatarios. Señalar la domina-ción significa el intento de ejercitar la conciencia de la mismaen el acto de nombrarla; finalmente, modificar la –situaciónde– dominación significa el desarrollo de prácticas alternativasque tiendan a la producción de nueva hegemonía.

Esta definición amplia supone la posibilidad de calificarcomo resistencias una enorme cantidad de prácticas; desde laspolíticas, que posiblemente sean las más fáciles de reconocer ycatalogar –como dijimos, por los actores involucrados o poranalistas: es el caso, en contextos dictatoriales, de movilizacio-nes, reuniones partidarias, militancia clandestina o accionesviolentas–, hasta prácticas formales e informales destinadas aseñalar una relación de dominación puntual vinculada a uneje particular –por ejemplo, la militancia y las acciones femi-nistas orientadas a remarcar y a revertir la desigualdad dederechos–. En el caso de las clases subalternas o de gruposcuya subalternidad es producida por una conjunción de ejes–los grupos juveniles, por ejemplo, en los que la subalternidadpuede articularse sobre el doble juego de la edad y la clase, yen su interior el género–, los gestos y prácticas resistentes pue-den, deben y han sido objeto de debates más complejos: porejemplo, los que nos ocupan aquí.

2. Véase en ese sentido el cap. 11, de Alabarces y Añón, en este mismovolumen.

En ese marco, las músicas populares han sido pensadas másde una vez como espacios simbólicos de resistencia político-cultural. En ciertos contextos, esa operación o funcionaliza-ción de determinadas producciones musicales se vuelve suma-mente visible: por ejemplo, en los momentos dictatoriales, enlos que la música popular puede aparecer condensandoexpectativas e ilusiones democráticas, tanto a favor de la posi-bilidad metafórica de las letras –el juego de la alusión y la perí-frasis, o a veces la mera atribución imaginaria de sentidos con-testatarios por parte de los públicos, cuando la oscuridadmetafórica así lo permite–, como de la capacidad convocantedel ritual del concierto o el recital, ritual que en determinadoscontextos puede revestirse de características de zona liberada.Pero esa posibilidad interpretativa también puede extendersea otras situaciones políticas: por ejemplo, las analizadas en lasculturas juveniles británicas, en las que la música popular y losrituales añadidos funcionaban –o podían ser leídos– comoespacios de resistencia.3

Esto último nos muestra a la vez una posibilidad y una com-plicación analítica: por un lado, la posibilidad de pensar laresistencia en contextos de hegemonía y no de dominación–para recuperar la vieja dicotomía gramsciana, que diferencialas situaciones en que la imposición de un orden se realiza demanera violenta y total de aquellas en las que prima la genera-ción (supuesta) de consensos–. Así, la exhibición de una hege-monía en principio incontrastable –justamente porque apa-renta representar un consenso extendido en una sociedad,consenso que incluye aun a sus víctimas– no significa, si hemoshecho apuestas teórico-políticas adecuadas, que los desniveleshayan desaparecido, sino que están encubiertos por la pátinade un discurso hegemónico que pretende negarlos. Entonces,el principio de escisión –para continuar con Gramsci– implica-ría la persistencia entre los grupos subalternos del impulsoalternativo, de la necesidad de construir, de manera dificulto-sa, negativa, asistemática e incluso contradictoria, sus gestos de

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3. La referencia es, obviamente, al famoso Resistance through Rituals,de Stuart Hall y otros (1996), aunque también puede leerse temprana-mente en Subcultura, de Hebdige (2004). Pero la referencia exigiría tam-bién una discusión sobre el concepto de estilo y sus relaciones con losestudios de juventud; ese debate puede leerse en Rodríguez, 2007.

resistencia (sea ella drásticamente política o más ampliamenteexpresiva, simbólica, desviada).

Pero, por otro lado, tenemos las dificultades analíticas queesto implica, especialmente en nuestros tiempos neoconserva-dores, en los que el neopopulismo hegemónico presenta unespectáculo paralelo de achatamiento de las diferencias y dis-tinciones y una exacerbación de las desigualdades. Este cua-dro nos exige una aguda habilidad metodológica unida a unaexasperada reflexividad: para saber reconocer esa escisióndonde no parece haber más que aquiescencias pasivas o acti-vas, pero a la vez para no dejarnos llevar por un populismo sus-tancialista que crea leer, en cada práctica subalterna, la prome-sa de un desvío simbólico o de una transgresión política.

En el caso de la música popular, esta decisión supone entre-nar la mirada: exige la construcción de una lectura complejaque no puede reducirse a la superficie del texto poético –par-tiendo del presupuesto de que las letras de las canciones popu-lares implican una estructuración poética del lenguaje, a pesarde las opiniones respecto de su mayor o menor calidad estéti-ca–, sino que debe abarcar lo musical, la puesta en escena, loscircuitos industriales y comerciales –es decir, las condicionesde producción del mercado de la cultura y las relaciones deproducción cultural–, los espacios de realización, los ritualesde consumo, las prácticas de los consumidores; y también, lasinstituciones y los agentes que participan de las relaciones decampo, introduciendo criterios normativos y de valoración, nosólo en el marco de la música erudita –donde estos actores sonmás fácilmente reconocibles–, sino también en el de la popu-lar –mediante, por ejemplo, las declaraciones y las posturas delos músicos o de la crítica periodística–.

Y las letras, también y claro que sí; en el sentido de la críti-ca estética o la valoración política, y también en cuanto a quesu evaluación en el interior del campo implica posiciones decampo: cierta “calidad” poética convierte a algunos composi-tores en “artistas” o “poetas” –el ejemplo por antonomasia esSpinetta–, mientras que la supuesta degradación realista o de“denuncia” limita a otros a la posición de “cronistas de la rea-lidad”.

3. Puente. Pero esta larga introducción quiere preceder aun análisis, en el que proponemos discutir el concepto de

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resistencia en torno de dos géneros musicales clave en las cul-turas populares (y juveniles) argentinas contemporáneas: elrock, con especial énfasis en el llamado rock chabón o barrial, yla cumbia, con acento en la así llamada cumbia villera. Y conrock y cumbia no hemos dicho nada, como trataremos dedemostrar. Pasemos, entonces, a ordenar el campo y el objeto.

4. Mitos de origen. El rock argentino, el único caso de rocknacional en el mundo, fue entendido habitualmente comoespacio de resistencia cultural y juvenil. Desde su misma inven-ción, a mediados de los años sesenta, que hemos descriptocomo doble fundación: una primera, más ligada al rock norte-americano y al Elvis Presley pasteurizado de los primerossesenta; una segunda, vinculada al rock-pop inglés y que reac-cionó contra la conversión de la anterior en mercancía televi-siva y discográfica (Alabarces, 1993). Esta segunda fundaciónse postuló como doblemente resistente e impugnadora: contraesa mercantilización, como eje crucial de articulación (volve-remos sobre esto), y contra el mundo adulto, impugnaciónque replicaba la dominante en el rock internacional, contesta-tario y juvenilista, de los años sesenta. El contenido impugna-dor solía recubrirse, hasta mediados de los setenta, de unavaga retórica antisistema, donde la definición de aquello a loque oponerse era lábil, asistemática, confusa: es que la nacien-te cultura rock competía en la capacidad de interpelar a losjóvenes, de manera desventajosa, con la masiva politización dela juventud argentina –sin distinción de género o clase–; yfrente al discurso político sistemático y organizado, aun en susenormes contradicciones y posibilidades, la retórica rockerano sabía ofrecer más que metáforas más o menos estandariza-das y previsibles (como dijimos: el sistema, la ciudad gris, lanaturaleza como polo positivo, la autenticidad, los sentimien-tos, la exploración de los sentidos).4 El rock no es más que unestilo musical, pero se pretende una concepción del mundo yde la vida; en ese terreno, sin embargo, el socialismo era más

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4. Un mayor y sólido análisis de esa retórica puede leerse en Varela yAlabarces (1988), quienes la analizan en las canciones y también en laspublicaciones periódicas del “movimiento rock”. También puede consul-tarse el trabajo de Claudio Díaz (2005), que desde los mismos supuestosteóricos y metodológicos profundiza y extiende ese análisis.

seductor, convincente y completo (aunque también pareciera,a veces, sólo una retórica).

Pero además, lo que se volvió, con el tiempo, el eje más sóli-do de distinción respecto de las otras músicas populares –larelación de oposición con la industria cultural: el rechazo a lacondición mercantilizada de un hecho estético y cultural–nació envuelto en la misma contradicción y debilidad. Ya esmítico señalar que el primer disco del nuevo rock nacional esel simple “La balsa”, del grupo Los Gatos, liderado por LittoNebbia, en 1967. Pero esa condición originaria, pasible de serdiscutida y que le permite al rock argentino festejar aniversa-rios durante tres años seguidos,5 se basa en su éxito comercial:la venta de 250.000 ejemplares, que le permitió a Los Gatos –ytras ellos, a los otros dos grupos de la sagrada trinidad funda-dora, Manal y Almendra– instalarse en el centro de la escena.No se trata sólo del hecho del éxito de ventas: el lado 2 del sim-ple traía el tema “Ayer nomás”, cuya letra original, de Moris,debió ser cambiada por presiones de la discográfica, de su ori-ginal versión levemente protestona a baladita amorosa:

Ayer nomás/ en el colegio me enseñaron/ que este país/ es gran-de y tiene libertad./ Hoy desperté/ y vi mi cama y vi mi cuarto/en este mes/ no tuve mucho que comer (Moris.)

Ayer nomás/ pensaba yo si algún día/ podría encontrar/ alguienque me pudiera amar./ Ayer nomás/ una mujer en mi camino/me hizo creer/ que amándola sería feliz (Los Gatos.)

Este doble signo revela una ambivalencia, pero se transfor-mó en una paradoja: porque si los avatares del disco señalan latransacción que permite al nuevo rock transformarse en mer-cancía, el mito se instaló como gesto resistente e impugnadorcontra el mundo comercializado de los adultos. De allí en más,los pares de oposición que la retórica rockera se empeñará enafirmar son comercial-no comercial y progresivo-complaciente.6

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5. Ya en 1965 Los Gatos Salvajes, también liderado por Nebbia, habíagrabado un primer LP. También en 1966 hay una grabación de un discosimple por Los Beatniks.

6. Debemos destacar, en estos trayectos, que también la industria tri-buta a la construcción del mito resistente: paralelamente a los grandessellos, es fundamental el rol de la discográfica independiente Mandioca,

El primer par señala un énfasis ético; el segundo, uno estéti-co. El segundo se irá diluyendo con el tiempo, con la progresi-va pérdida de una potencia experimental y creativa que amediados de los noventa parecerá definitiva y largamente clau-surada, pero que en los primeros treinta años revelaba búsque-das creativas muy interesantes –por ejemplo, las fusiones que elrock estableció con el jazz, el folklore y el tango, exitosas alpunto de obligar a que esos géneros transformaran sus instru-mentaciones para volverlas rockeras–. El primero, el eje comer-cial-no comercial, en cambio, se transformará en el eje sustan-cializado por excelencia: venderse o no venderse, transar o notransar con el mercado. Constituido como mito, y productor deprácticas, como buen mito, se volvió el gesto resistente por exce-lencia –quizás justamente por su carácter ético, y por lo tantomás vinculado a una retórica que lo alimente, lo reconvierta, lojustifique; pero también, como veremos, por su importanciafrente a los cambios socioculturales de los noventa–.

Más aún: podemos arriesgar que el eje estético se diluirá enel ético, constituyendo un marco normativo que enviará adeterminada música o determinados grupos al terreno de “locomercial” –como veremos luego, de “lo cheto” o “lo careta”–a partir de un parámetro tímbrico: ciertos sonidos, ciertasecualizaciones, dejarán de ser juzgadas estéticamente para sercondenadas éticamente.

5. Reacomodamientos. Pero además, la dictadura. Si la des-ventaja frente a lo político condenaba al rock a un mundodonde la condición resistente se probaba únicamente en surelación con la industria cultural –y de manera discutible,como argumentamos–, la desaparición abrupta de lo políticoen la represión dictatorial le permitió reordenar los tantos yocupar todo el campo de las culturas juveniles. Esto ya lo argu-mentamos por extenso (Alabarces, 1993); debemos agregaraquí que la idea de todo el campo tributa a una posición etno-céntrica de clase, en tanto que la cultura rock, percibida yautopercibida como resistente e impugnadora durante losaños que van de 1976 a 1983, capturaba fundamentalmentesujetos urbanos y de clases medias; y sólo en sus márgenes a los

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creada y dirigida por Jorge Álvarez y Billy Bond, y que editara a Manal ySui Generis, antes de su absorción por Microfón.

jóvenes de las clases populares –muy pocas veces identificadoscomo actores, ni en los lenguajes, ni en la iconografía, ni en laextracción social de los intérpretes–. El guitarrista y composi-tor Pappo, claro, era el ícono de este margen de lo posible.

Esa condición resistente fue, dijimos, percibida y autoasig-nada. Percibida por la propia dictadura, que no sólo dificulta-ba la realización de recitales sino que también convirtió a losque se efectuaban en campo de razias y detenciones masivas; ala vez, ejerció una censura implacable sobre ciertos intérpretescalificados, lo que llevó a la producción de letras trabajadasdesde los recursos de la metáfora y la elipsis. Percibida a partirde estos rasgos, también, por los analistas: no en vano, el pri-mer texto de la sociología de la cultura argentina dedicado alcampo del rock se tituló “Crónicas de la resistencia juvenil” (elde Pablo Vila, de 1985). Ese juego de fuerzas produjo unaautoasignación de los actores de la cultura rock: si somos tanperseguidos, por algo será. Los públicos encaraban cada recitalcomo una gesta anti-represiva; aunque incapaces de superaresa desideologización flagrante que ya señalamos, no podíanarticular otro discurso que el “se va a acabar/la dictadura mili-tar”. Nuevamente, se trataba de un énfasis ético antes que polí-tico stricto sensu; pero en esa vaguedad se revelaba eficaz einterpelador.

Sin embargo, la cultura rock en su conjunto demostrará, ala salida de la dictadura, su constante fragilidad ética: la prohi-bición de transmitir música anglosajona a causa de la guerra deMalvinas en 1982 fue el hecho que le permitió una difusiónmediática sin precedentes y una captura definitiva de los públi-cos urbanos juveniles; pero este doblez –que fuera la mismadictadura la que le habilitara el campo, incluso con la media-ción de un recital organizado durante la guerra por el gobier-no militar, recital en el que alegremente participaron los músi-cos más connotados– no pareció impactar demasiado en suconsistencia ideológica. Es que, de nuevo: articulada solamen-te sobre el gesto ético de no transar, del rechazo a los mecanis-mos de la industria cultural –gesto imposible en la cultura demasas más allá de su producción como puro enunciado–, lacultura del rock no podía señalar aquello que la contradice.

6. Enredos. Lo cierto es que los veinte años siguientes fue-ron diseñando un campo mucho más complejo, que tratare-

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mos de sintetizar aquí. El rock argentino se fue:

a. fragmentando, en una enorme cantidad de subgéneros,definidos tanto a partir de distinciones musicales (ska, pop,reggae, heavy metal, rock stone, new wave, y sigue la lista)como de trayectorias y actitudes vitales –las biografías de losmúsicos–; y también, a medida que esa fragmentación se enri-quecía y pluralizaba, a partir de las pertenencias de clase demúsicos y públicos.

b. despolitizando, en la medida en que podía abandonar losjuegos metafóricos de la poética hegemónica durante la dicta-dura y virar hacia un predominio de lo cotidiano o lo amoro-so. Inmerso en los mecanismos de la cultura de masas, el rockfue perdiendo contenido político y ganando autorreferencia ypastiche, hasta derivar en un péndulo entre una suerte deanarquismo descomprometido y un pasatismo paródico. Porsupuesto que esta observación describe fundamentalmente elmainstream: siempre hubo y habrá excepciones –aunque nopodamos listar demasiadas–.

c. jet-setizando, en la senda del rock internacional pero demanera periférica –como siempre en la cultura argentina–.Esta tendencia contribuyó a radicalizar el eje alternativo-comercial, pero ahora en el interior del mundo del rock. Si elpacto con la industria cultural definía los límites de pertenen-cia del/al rock, ahora define dos actitudes axiales: el acceso algran público y a los medios significa la espectacularización, elingreso al show business, al glamour; su contrario, una suerte deproletarización idílica aunque por supuesto imaginaria.

d. domesticando, en la ola de rehabilitaciones y rescates queasolaron a sus intérpretes a fines de siglo. Los finales de losnoventa y los comienzos del nuevo siglo asisten a un alud denuevos vegetarianos, nuevos abstemios y nuevos descafeina-dos, que presumen de tal condición clausurando la épica fun-dacional de sexo, droga y rock and roll. Pero esto no se trans-forma en un nuevo modelo vital para los públicos; por el con-trario, se produce en el mismo momento en que estos últimosradicalizan su descontrol y su aguante, y por ende todo tipo deabusos en los consumos.

e. carnavalizando. Esos públicos –imaginariamente– másradicales introducen una nueva variante: el rock se carnavaliza,para llamar de alguna manera el crecimiento desbordado de

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la actividad de los espectadores y su centralidad autopercibida.La carnavalización consiste, antes que en el disfraz, en el pre-tendido borramiento de la distinción entre músicos y públi-cos. No se trata de un gesto punk, de eliminar la distancia musi-cal que el giro progresivo de fines de los setenta había introdu-cido en la escena anglosajona postulando el cualquiera puedetocar. No: aquí se trata de postular una escena unificada dondelos músicos deben tocar y los públicos deben actuar, volviendola exhibición de bengalas y banderas (hasta el incendio de ladiscoteca Cromañón el 30 de diciembre de 2005, claro) y lasactividades corporales –el pogo, el mosh, etc.– parte central delconcierto. Y los músicos deben, además de tocar, reconocer yagradecer esta acción de sus públicos. Mejor aún: deben esti-mularla.

f. conservadurizando musicalmente. El rock argentino va per-diendo progresivamente capacidad de innovación, como diji-mos, limitada a algún hallazgo poético o a alguna combinaciónnovedosa de ritmos. Hace rato que nadie inventa nada nuevo.Ésta no es una afirmación legitimista: el desierto estético estransclasista. E incluso transgenérico, vistos, por ejemplo, losdesoladores trazos de una vanguardia tanguera como la de laorquesta Fernández Fierro (una orquesta típica cuya únicainnovación es la vestimenta) o el regreso de Rodolfo Mederos,abandonado el coqueteo con la vanguardia post-piazzolliana.7

En el caso del rock conocido como barrial o chabón, se hará dela reiteración y el conservadurismo estético un principio cons-tructivo, practicando hasta la saturación la armonía básica delrock, los famosos “tres tonos”. Y no se trata sólo de la cantidadde acordes, sino también de la estructura de las canciones, dela forma de acompañarlas, de los timbres, de los arreglos.Inclusive: parte de sus seguidores podrán, orgullosamente, rei-vindicarse como rolingas, en obvia referencia a los RollingStones –es decir: la orgullosa reivindicación de una banda desesentones cuya última innovación musical tiene cuarenta años;pero cuyo pasado insiste en ser significante–. Por supuesto que

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7. Posiblemente esta afirmación sea excesiva respecto del jazz argen-tino, que ha vuelto a mostrar vanguardia, innovación y creatividad, aunretornando a la big band –lo que demostraría indirectamente que elretorno de la orquesta típica tanguera no tiene por qué ser conservadoren sí mismo–.

en el análisis debe entrar el valor de la reiteración, la redundan-cia y lo tradicional en las culturas populares –aunque la estéticastone es rigurosamente residual en términos de Williams–. Perodesde el punto de vista de la innovación estética, y entendiendoque el concepto de resistencia también puede ser pensadocomo la ruptura formal frente a la estandarización y el conser-vadurismo, nada de ello encontraremos en el campo. Al menos,en su superficie: es posible, aunque no probable, que entre loscentenares de bandas que en este preciso momento están ensa-yando en los garages y las salas de todas las ciudades argentinasde mediano y gran porte se estén produciendo las innovacionesy discontinuidades que estamos invocando.

g. masculinizando: el rock argentino siempre fue cosa demachos que a duras penas permitían la alternancia de algunamujer en el escenario o marcaban lo femenino como puraextrañeza –el grupo Viuda e hijas de Roque’n Roll en losochenta–. Machismo paradójico, ante la presencia de públicosfemeninos masivos y la progresiva modernización de la socie-dad argentina post-dictadura. Lo que definimos como mascu-linización apunta a un conjunto de retóricas que, de la manode la extensión de la que hemos llamado la cultura del aguante(Alabarces et al., 2005), se enseñorean del campo de las cultu-ras juveniles en su conjunto, como veremos más adelante.

h. radicalizando sus diferencias. La fragmentación que descri-biéramos en el primer punto de esta enumeración –y quereproduce, por otros medios, los fenómenos de fragmenta-ción más amplios que todas las sociedades contemporáneasexperimentaron y experimentan en su etapa posmoderna– sevuelve tribalización musical, en la formación de tribus definidaspor su afiliación a una banda o a un estilo –o a ambas cosas–.A la vez, la manera como los públicos nombran el campo delno-rock también experimenta una radicalización, en dos direc-ciones. Por un lado, a su derecha, el clásico chetos, que desdelos setenta definía el campo del otro y continúa señalando eluniverso del pop o, nuevamente, el universo de lo comercial–lo careta, lo hipócrita–; y en la continuidad del término (queremite a una condición de clase, porque cheto siempre fue unmarcador de clase), el rock sigue señalando cierto plebeyismo,aunque sea de clase media. Por otro, a su izquierda, aparecenlos negros, ahora cumbieros. El rock siempre tuvo un límite declase hacia abajo: aun jugueteando con procedencias comple-

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jas –por ejemplo, los firestones, los seguidores del heavy y elmetal que disolvían conflictos a cadenazos en una suerte dereproducción rockera de las actitudes metalúrgicas del pero-nismo, y que no son un hallazgo de los noventa sino una per-manencia desde los sesenta–, el mundo del rock siempre halla-ba un innombrable con el que no se cruzaba sino en los bailesde carnaval en los clubes o en los consumos provinciales –elfolklore nunca fue un problema: o se lo fusionaba o se lo igno-raba, y de ser posible, mejor lo segundo–. A fines de la décadade los noventa, el apogeo de la música tropical y su venta des-mesurada, así como su irrupción en escenarios públicos –latelevisión, la calle o los estadios de fútbol– llevan a identificara ese otro al que se define de manera clasista, pero tambiénétnica: es el cabeza (negra).8

Lo cierto es que todas las polaridades pasarán a organizar-se, respetando la retórica aguantadora, con la metáfora de lapenetración homosexual: son todos –los otros– putos. Entre lasdistintas tribus rockeras (especialmente, los “metaleros” y algu-na tribu punk), ese polo también se enseñorea: “Cerati –todoslos cultores de un rock lindante con el pop– se la come, o el Indio–los seguidores de las bandas auténticamente rockeras– se lada”. Y así hasta el infinito. Un último hallazgo: la soberbia delPato Fontanet, líder del grupo Callejeros –corresponsables dela tragedia de Cromañón– que afirmara en su regreso a losescenarios “los caretas me la chupan”. Otros sectores, en cam-bio, se despegan de la retórica aguantadora para reivindicarlegitimidades estéticas: elegancia, poesía, fusión, inventiva,construyendo, claro, otra retórica equivalente. Que se institu-ye en crítica casi legitimista, y es la que inventa el término cha-bón, como denominación que no esconde su carácter etnocén-trico. Porque así, hay cabezas cumbieros y cabezas rolingas. Las crí-ticas de este tipo que Semán (2005) analiza son las que lo lle-van a postular la existencia de una suerte de “venganza declase” luego de la masacre de Cromañón: para el rock de cla-ses medias, habría una sucesión causal entre calamidad declase, calamidad estética y calamidad ética –la masacre–.9

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8. Siempre, inevitablemente, aparecen los fenómenos de intersec-ción: el grupo Kapanga es, en ese sentido, el contraejemplo obvio. Peronos interesa describir tendencias y movimientos dominantes.

9. Aunque, claro, en esta descripción que supone compartimientos

7. Independencias. Entonces, es preciso hacer un enormeesfuerzo para seguir hablando de resistencias en la culturarock. Seguro que no en la innovación musical; muy precaria-mente en algunas letras, más o menos politizadas, pero quesólo podemos hallar en actores provenientes de las clasesmedias parcialmente comprometidas, y de una manera lineal,reducidas a un progresismo vacío que, a tono con los discursoshegemónicos, señala como mucho la corrupción y el caretajepero se cuida de nombrar, por ejemplo, el capitalismo. Mayorexplicitación aparece en bandas ligadas formal o informal-mente a los movimientos piqueteros (Las manos de Filippi,por ejemplo); pero, como si décadas de debate sobre vanguar-dia estética y vanguardia política hubieran sido inútiles, esaexplicitación de los contenidos políticos se soporta en un con-servadurismo estético tenaz.

Y sin embargo, los públicos –y parte de los músicos– insis-ten en afirmar una distinción opositiva a la que toda esta críti-ca le resulta indiferente. La cultura rock se sigue pensando así misma como resistente, como impugnadora, como el únicoreducto donde desplegar formas, contenidos y hasta corpora-lidades alternativas. Para ello, los actores resaltan varios signos:entre ellos, la continuidad del recital como ritual celebratoriode esa diferencia, que se traduce en la instalación del espaciodel concierto como zona liberada de toda prohibición.También en las letras, con la presencia de un vago populismoneoperonista que a veces se impregna de los tópicos nacional-populares (con Los Piojos o la Bersuit Vergarabat como ejem-plos más notorios). Pero especialmente, en la eficacia del mitoantinómico “alternativo-comercial”: la concepción del mundose sigue organizando en una polaridad ética, definida por elgesto clave de firmar o no firmar un contrato con alguna dis-cográfica multinacional. Permítasenos dudar de la coherenciade ese gesto distintivo; buena parte de las bandas lo afirmapara construir una legitimidad como actor en el campo –por-que es un argumento valioso en la lógica interna del mismo–hasta que abandona la periferia; cuando alcanza el centro,

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quizás demasiado estancos, hay tránsitos: como nos señala Garriga Zucal,los cumbieros pueden escuchar al grupo de rock Intoxicados, o los roc-keros ir a bailar cumbia para seducir mujeres.

munido de esa legitimidad, lo más frecuente es la firma de esaventa del alma al diablo. Al mismo tiempo, la independencia sig-nifica, en los casos más notorios (Redondos, Divididos, LaRenga), una excelente apuesta comercial: todos ellos vivenespléndidamente de regalías con pocas intermediaciones. Laindependencia pasa a ser más una posición redituable que undato objetivo: nadie puede ser radicalmente independiente,dadas las estructuras del mercado de la cultura. Por otro lado,hay muchos “independientes” que están esperando que unsello grande los bendiga con un contrato –no sólo en el campodel rock–.Y luego deben esconder el contrato o hacer aclara-ciones. Por ejemplo, en la tapa del último disco de La Rengaestá el sello de BMG/Sony. Pero el grupo insiste enfáticamen-te en que Sony sólo se ocupa de la distribución, y nada más. Elgrado de veracidad de la aclaración no es lo pertinente aquí:lo que nos importa es su necesidad.

Lo cierto es que la persistencia del modelo de LosRedondos, que se disolvieron sin haber concedido perder suindependencia como productores y sin aparecer jamás en tele-visión –a la que, con agudeza, reconocieron como el símbolopor excelencia de la industria cultural–, se continúa en el éxitode La Renga, tan independientes comercialmente comopobres estéticamente. Pero en esta comparación, la pobrezaestética los une al resto del campo, no significa distinción; laperseverante –y relativa– independencia, por el contrario, fun-ciona como argumento irrefutable para sus seguidores.

8. Chabones. El llamado rock barrial o chabón –términosque como han investigado Salerno y Silba (2006) son califica-ciones periodísticas desplegadas desde comienzos de losnoventa– es el reducto por excelencia de buena parte de lossignificantes y los significados que venimos narrando. Suelereferir a un conjunto de bandas difíciles de unificar en unaclasificación, y a un conjunto de seguidores que no se recono-cen en la etiqueta –porque se trata de una operación estigma-tizadora producida por periodistas de clases medias que busca-ron clasificar a públicos preferentemente de clases popula-res–. Pero podemos acordar en el recorte de cierto campo quecomparte una serie de características formales, morales y pre-cariamente sociológicas aunque, nuevamente, lo ético subor-dine lo estético. Como dijimos: conservadurismo musical; cier-

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to predominio de una iconografía stone; el imperativo de la no-transa como norma moral primordial; públicos predominante-mente de clases populares o medias empobrecidas.

Semán y Vila (1999) y Semán (2005), quienes con más insis-tencia han analizado el fenómeno, describen sus característi-cas con precisión: producto y objeto de la primera generaciónde jóvenes que experimentaron las transformaciones atrocesde la cultura, la economía y la sociabilidad post-dictadura ymenemista, este rock interpela con eficacia a sectores juveni-les populares urbanos con una retórica que podríamos llamar,parafraseándolos, neocontestataria y neonacionalista. Y tam-bién neobarrial, para extremar la paráfrasis. El neocontestaris-mo consiste en desplazar los contenidos políticos explícitos azonas vagas de lo cotidiano; el neonacionalismo participa delpopulismo conservador hegemónico desde esos años, peroincluye la recuperación de cierto nacionalismo popular, postu-lando una suerte de arcádica edad de oro imaginaria a la quese debería retornar –el mundo de sus padres, del plenoempleo y de la solidaridad del mundo trabajador, que estosjóvenes no han conocido sino por transmisión oral: el mundodel peronismo clásico, sin ir más lejos–.10

El neobarrialismo, si este neologismo es posible, es nuestroagregado: porque si bien Semán y Vila señalan la recuperaciónde los territorios barriales como núcleo mítico condensadorde las moralidades que la poética del rock chabón defiende –esdecir, los significados que venimos analizando–, creemos queuna lectura diacrónica del rock nacional encuentra esta valen-cia de lo barrial a lo largo de toda su historia. Más aún: esossignificados están codificados, casi como una metáfora lexica-lizada, desde por lo menos los comienzos del siglo XX, y se rei-teran en las retóricas tangueras, en el cine peronista, en losrepertorios futbolísticos, en la literatura. El barrio urbano es elterritorio de la pura familiaridad, el universo donde las rela-ciones humanas no están entorpecidas por la complejidad delo social, el lugar a donde se debe retornar en busca de losafectos primarios; porque es allí donde se forja, sin mediacio-

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10. Aunque recientes experiencias de observación de nuestro equiponos permiten hablar de un neonacionalismo en retroceso o ausente,limitado a zonas muy marginales: por ejemplo, el irreductible fascismocriollo de Ricardo Iorio.

nes, la subjetividad. Eso reza el mito, y el rock barrial se limitaa volver a ponerlo en escena. La activación particular que seproduce consiste en sustancializarlo un poquito más, adjudi-cándole también los contenidos de la autenticidad –a tonocon el argumento anti-careta–. Si se es de –originario de un–barrio, y se permanece fiel a él, todos los otros contenidos vie-nen por añadidura: no se transa, se aguanta, se es macho. Ese tópi-co de la autenticidad es vigorosamente epocal, y excede lo queestamos analizando –se expande por el mundo del fútbol, atra-viesa retóricas de toda laya, se vuelve argumento publicitario:porque define un mundo que se quiere organizado por loúnico auténtico, que es la pasión, el universo de lo sentimental(“Ooooooh, Los Piojos/ es un sentimiento/ no lo puedoparar…”)–. Entonces, en un mundo que, por el contrario, sedefine por lo falso, el verso, la hipocresía y la mentira, por elflujo de símbolos antes que por los contactos corporales; lapasión –futbolera o rockera, o mejor aún ambas– es el signifi-cante por excelencia de la autenticidad.

Como dijimos: poco parece haber de opositivo o resistentecuando la retórica de la pasión es argumento publicitario odiscurso conservador y anti-ideológico. Y sin embargo: lospúblicos no se fingen impugnadores: están absolutamenteconvencidos de que lo son, y así lo dicen y actúan.

9. Cumbias. Decir cumbia unifica de manera excesiva unavariedad de estilos y subgéneros. Se trata, además, de solo unfragmento –aunque hegemónico– de la llamada música tropi-cal argentina. De manera sintética, las múltiples cumbias y elcuarteto cordobés son los géneros centrales de ese campo, conla característica de que el cuarteto tiene una marca espacialmuy fuerte: es originario de la provincia de Córdoba, dondeno disputa espacio con la cumbia. En el resto del país, y conespecial fuerza en el área metropolitana de Buenos Aires, lacumbia domina el campo, exceptuando algunas explosionescuarteteras –el auge de la Mona Jiménez a comienzos de losnoventa, o el fenómeno de Rodrigo Bueno a fines de esamisma década–.

La cumbia es entonces hegemónica en el campo de la músi-ca popular, en términos de su producción industrial, su difu-sión y circulación mediática, su consumo masivo. Afirmamosesto, como dijimos, a sabiendas de que el término aglutina

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subgéneros (santafesina, colombiana, romántica, villera, tradi-cional, sonidera, etc.) que son reconocidos sin dificultad porpracticantes y consumidores. Pero además del rótulo común,la heterogeneidad de la cumbia designa en verdad otra homo-geneidad: la de clase, tanto de públicos como de ejecutantes,todos ellos pertenecientes a las clases populares. Por supuestoque existen otros consumos: pero el uso que las clases medias–y a veces las medias-altas– han hecho de la cumbia y el cuar-teto implica una apropiación de segundo grado, como la cali-fica Maristella Svampa, “que lleva implícito un reconocimien-to (el carácter festivo de la música, ligado –supuestamente– asu origen plebeyo) y, a la vez, una toma de distancia, dondepersiste el reflejo estigmatizador (su carácter de ‘música ville-ra’, propia de las villas miseria)” (Svampa, 2005: 179). Esterecorte de clase tampoco incluye a los agentes de la industriacultural: aunque los productores discográficos ocupan la peri-feria del campo –en relación con los productores de rock,especialmente: se trata en este caso de miembros de las clasesmedias, más atorrantes, menos televisivos, mucho menos gla-morosos–, la cumbia es un fenómeno industrial, como dijimos,en el que la plusvalía sigue en manos de otros. No se trata, apesar de ciertas ilusiones, de un fenómeno espontáneo y autó-nomo, propio de culturas populares vigorosas e irreverenteshasta de las leyes del mercado capitalista.

Esa homogeneidad clasista de los músicos y sus públicosnos permite postular una resistencia por posición: el plebeyismode la cumbia significa una máxima distancia de las clases hege-mónicas, que a su vez la hacen objeto de operaciones de este-reotipización –justamente a los efectos de capturar y reduciresa distancia–. Sea en las apropiaciones de segundo grado quemenciona Svampa, sea en su utilización mediática –las ficcio-nes televisivas utilizan con frecuencia los ritmos cumbieroshasta volverlos parte del paisaje–, puede verse esta operaciónde captura. La cumbia es algo, paradójicamente, demasiadoplebeyo para ser ignorado. Un ejemplo central: en la exitosatelecomedia “Son amores” (producida por Polka y Canal 13entre 2002 y 2003), uno de los personajes centrales, interpre-tado por el actor Mariano Martínez, que fungía como un jovende clase media, se transformaba en ídolo de la cumbia comoel Rey Sol Marquesi. Otro gesto, tras la utilización en distintastelenovelas del tema de la fallecida y santificada cantante de

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cumbia Gilda, “Corazón valiente”, fue su versión virada al poppor Natalia Oreiro en “Sos mi vida”, la trama del melodramaclásico reconvertida en telecomedia familiar –nuevamente,con la mediación del productor de Polka, Adrián Suar, que deestas operaciones sabe mucho–. Las clases medias demostra-ban que hasta lo más lejano puede capturarse.

10. Villerías. La llamada cumbia villera es un lugar especial-mente fértil para pensar estas cuestiones. Fue llamada de esamanera alegando que sus inventores se reclutaban entre habi-tantes de las villas miseria del conurbano bonaerense que rei-vindicaban ese presunto origen, volviendo emblema el viejoestigma de los lenguajes hegemónicos argentinos –villero habíasido siempre un insulto a la vez racista y etnocéntrico–. En rea-lidad, se trató de una inteligente operación de producciónindustrial, consistente en exhibir el origen de clase de sus pri-meros cultores –especialmente Pablo Lescano– y en construiruna retórica que no se exhibiera como tal; que ocultara sucondición de artificio –como toda lengua poética–, para auto-presentarse como puro naturalismo y como realismo radical,una presunta oralidad plebeya sin mediación –como fue leída,incluso por la mayoría de la crítica (cfr. Svampa, 2005, yMíguez, 2006). Musicalmente, la cumbia villera produjo unainnovación, aunque consistió –una vez más– en un movimien-to mimético: tendió a rapear, capturando fraseos del hip hopnorteamericano.11 Icónicamente, en su puesta en escena, esamímesis también apareció: las vestimentas, los equipos depor-tivos y las zapatillas ostentosas y caras (“altas llantas”, el símbo-lo de un consumo desplazado, la apropiación plebeya de bien-es de otras clases) reproducían la escena norteamericana.

Pero la mayor “novedad” estribó en las letras. Como diji-mos, éstas consistían en un realismo exacerbado, tanto encuanto a los tonos –una integración que remedaba la oralidadpopular, en los vocabularios y en el fraseo y la pronunciación–como en cuanto a las temáticas: las canciones exhibían el deli-to menor (una de las primeras y más exitosas bandas fue bau-

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11. Mímesis en la que puede leerse la presencia de la cultura interna-cional-popular de la que habla Renato Ortiz. El peso de las estéticas delrap y del hip hop es también visible en la música popular urbana enBrasil.

tizada Los Pibes Chorros), el consumo de drogas y alcohol, yuna sexualidad activa, profundamente machista y homofóbica:

Laura, se te ve la tanga./ Tú bailas de minifalda, qué risa que meda/ porque se te ve la tanga y no puedes esperar/ que te llevende la mano, que te inviten a un hotel/ no lo haces por dinero,sólo lo haces por placer […] vos te sacás la bombachita,/ y le daspara abajo pá abajo pá abajo pá abajo y pá abajo/ y le das paraatrás pá delante y pá atrás pá adelante y pá atrás pá adelante(“Laura”, Damas Gratis.)

Es claro que la retórica abunda en guiños realistas y deta-lles que reponen el exceso erótico –la insistencia en significan-tes como “tanga” y “bombachita”–; pero son a la vez notorioslos giros que señalan la condición poética del texto (en el mástradicional sentido que Jakobson le asignaba a las funcionesdel lenguaje), como, por ejemplo, la alternancia del “tú” conel “vos” (un giro muy poco realista en la pretensión de verosi-militud lingüística) o la presencia de rima asonante. A pesardel giro realista y pretendidamente cotidiano, las letras nopueden escapar a su destino de retórica –es decir, de artifi-cio–.12

Y también debemos relativizar la caracterización de nove-dad: por un lado, esos tópicos también se enseñoreaban en elhip hop; por otro, no había nada que no fuera simultánea-mente exhibido en la escena audiovisual contemporánea. Niel delito (Pizza, birra, faso, la película de Adrián Caetano, oTumberos, la serie televisiva del mismo director), ni el consumode sustancias prohibidas (en todos los noticieros, en todos losprogramas periodísticos y en todas las canchas de fútbol), ni lasexualidad (como ejemplos entre tantos: Disputas, Historias desexo de gente común, la comicidad de trazo grueso de No hay dossin tres, los programas de Gerardo Sofovich o Marcelo Tinelli).La novedad consistía en la concentración –tantos significantes,todos juntos– y en el hecho de que se ostentara orgullosamen-te, como marca de estilo de clase: una supuesta subcultura ville-ra. Este trazo fue el disruptivo: que se afirmara la legitimidad

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12. Esta lectura quiere discutir con las interpretaciones más literalesde la cumbia villera: pensamos especialmente, como dijimos, en Svampa(2005) o Míguez (2006).

y cotidianeidad de esas prácticas, y que se exhibiera comoidentidad de clase. Esas prácticas y cosmovisiones –por ejem-plo, el sexismo desaforado– eran tolerables en productosmediáticos de clase media; como productos populares –esdecir, por fuera del plebeyismo hegemónico y por eso mismoadecentado de las clases medias–, eran escandalosas.

Aun como producto de la industria cultural y no como pre-sunta explosión espontánea de poetas anónimos de las clasespopulares –la inocencia romántica a la vuelta de la interpreta-ción–, el escándalo no podía ser aceptado. Como señalan Silbay Spataro en el capítulo siguiente, lo que aparecía como into-lerable no era el sexismo ni el machismo: lo indigerible era laasunción del pequeño delito como parte de la vida cotidiana yel consumo de sustancias psicotrópicas como normalidad; lapostulación de una ética del descontrol coherente con laextensión de la cultura del aguante entre las clases populares:

Mirá qué loco que quedé /Del churro que me fumé […] / Miráqué loco que quedé /Yo no sé qué puedo hacer /Desde que noestás conmigo /Todo el día tomo vino /Y no puedo dejar defumanchar /Tu vieja no me respeta /Porque yo no soy careta/Que se vaya a lavar /[…] (“El churro verde”, Damas Gratis.)

Con tan sólo quince años y cinco de alto ladrón/ con una caja devino de su casilla salió. /Fumando y tomando vino intenta darsevalor/ para ganarse unos mangos con su cartel de ladrón. /Perouna noche muy fría él tuvo un triste final,/ porque acabó con suvida una bala policial. /Y hoy en aquella esquina donde su cuer-po cayó/ hay una cruz de madera que recuerda al pibito ladrón(“El Pibito Ladrón”, Pibes Chorros).

Como sostiene Garriga Zucal (2005) respecto de las hincha-das de fútbol, lo intolerable consistía en afirmar la positividadde esas prácticas, no en ellas mismas. Allí radicaba el exceso.13

Lo cierto es que la cumbia villera fue objeto de tres accio-nes de censura que culminaron en una presencia menos hege-mónica en los medios y los recitales en las bailantas; esos espa-cios fueron entonces cubiertos, operación de mercado de por

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13. A lo que María G. Rodríguez agrega que el exceso consiste entransformar esa afirmación en producto mediático (comunicación per-sonal).

medio, por bandas y repertorios romantizados. La primera fuela presión estatal, a través de una disposición de 1999 del órga-no regulador de medios en la Argentina, el COMFER, que pro-hibió la difusión de los temas que “reivindicaran” esas prácticasilícitas –aunque no, como señalamos, los contenidos sexistas yhomofóbicos–. El documento del COMFER afirmaba que unode los motivos por el que se debían “regular” los contenidos dela cumbia villera era que “la influencia que dichos grupos hanobtenido en términos de preferencias musicales, ha dejado depertenecer exclusivamente a determinados grupos sociales,acaparando el interés del público perteneciente a diversosestratos socio-económicos”. Es decir: lo preocupante era queesta música circulara entre las clases medias y las alejara delconsabido respeto por la propiedad; o, peor, aun, que los jóve-nes de esas clases consumieran sustancias adictivas y se dedica-ran al delito, obnubilados por los efectos alucinógenos. Si estospresuntos desvíos se limitaban a las clases populares, la preocu-pación no se hubiera extendido. Después de todo, ya nada seesperaba de ellas.

La segunda censura fue la consecuente presión industrial,que como era de esperar priorizó sus intereses comerciales–garantizar la continuidad de la circulación de todo el géne-ro– antes que cualquier presunto compromiso con discursosvagamente contestatarios. La tercera fueron las poco afortuna-das declaraciones del Jefe de Gabinete del Poder Ejecutivonacional, Alberto Fernández, quien en 2004 afirmó que lacumbia villera “incitaba” a la comisión de delitos y al consumode drogas. En este caso, también se marcó un límite a lo enun-ciable, y también por parte del Estado; pero aquí la interven-ción no tuvo fuerza normativa y generó un importante recha-zo público –a diferencia de lo ocurrido anteriormente con elCOMFER, cuando nadie se rasgó las vestiduras ni denuncióninguna censura–. A partir de ahí, por ejemplo, el programatelevisivo del gran animador del género, “la Tota” Santillán,comenzó a argumentar que la cumbia villera existía porqueera un modo de “rebelarse para la gente” y que no era muy dis-tinta del rock, que también hacía apología de las drogas (y enese argumento, de paso, lo señalaba como otro significante):

A nadie importa si yo cuido mi flor/ yo la protejo contra el vien-to,/ la riego un poco y la llevo al sol/ y con su fruto.../ intoxica-

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do estoy/ y por las calles voy!/ intoxicado estoy/ y por las callesvoy!/ (“Intoxicado”, Viejas Locas.)

Incluso, como remate de este enredo, “la Tota” fue recibi-do por el presidente Kirchner en la Casa de Gobierno.

Pero hubo una cuarta reacción, aunque no tuviera la publi-cidad y la objetividad de las anteriores: fue la respuesta de lospúblicos femeninos, que se distanciaban del subgénero repro-chando los contenidos sexistas y agresivos contra las mujeres yreclamando un retorno a los contenidos románticos clásicosde todo el género.

Por cierto: no había en el sexismo de la cumbia villera,como ya anticipamos, demasiada novedad. Sólo en su excesolingüístico: pero tanto la reificación de la mujer como máqui-na destinada a proporcionar placer al hombre, como ciertacrítica a lo que se ve como una sexualidad positiva y con cre-ciente autonomía por parte de la mujer, es parte del horizon-te de la ficción y la comicidad televisiva argentina. Svampa(2005) adjudica estas posiciones al crecimiento de la autono-mía sexual femenina, al surgimiento de nuevos roles (porejemplo, las nuevas líderes de piquetes y otras movilizacionespopulares), y a la crisis consecuente del universo masculino,con la ruptura del clásico rol proveedor –aunque las lee sóloen el universo de la cumbia villera y los sectores populares, yno, como postulamos, en un horizonte más amplio de la cul-tura argentina–. Silba y Spataro (en el capítulo siguiente) agre-gan, a partir del trabajo de campo en bailantas, que esas nue-vas posiciones femeninas pueden verse también en la reivindi-cación por parte de las mujeres de las clases populares de sucapacidad lúdica y festiva –ellas pueden divertirse solas–, inde-pendientemente de la aprobación y la participación masculina–lo que es consecuentemente señalado de manera negativapor los hombres–. Ya Conde y Rodríguez (2002) habían seña-lado algo similar en las prácticas de las hinchas de fútbol, conlo que esta observación se revela como pura continuidad.

Entonces, las letras de la cumbia villera –insistimos: tam-bién la ficción televisiva–, que son discursos masculinos admi-nistrados por hombres, postulan por inversión un retorno alos modelos patriarcales tradicionales. Lo que los públicosfemeninos de la cumbia reclaman, por su parte, al cuestionarel sexismo de la cumbia villera y postular el retorno de lo

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romántico, no es ese regreso del patriarcado sino su des-obje-tivación sexual. Silba y Spataro describen cómo ese rechazo seve acompañado, coherentemente, por conductas de unasexualidad femenina autónoma y agresiva en el espacio de labailanta, lo que indicaría que estas transformaciones en lascosmovisiones sociales pueden ser juzgadas como positivas: loque se rechaza es el discurso masculino que las parodia y lascondena.

Svampa (2005) sostiene que la cumbia villera contribuye demanera importante con el cuadro de plebeyismo exasperadoque presentarían las prácticas de las clases populares. Perotambién afirma que ese plebeyismo termina neutralizando supotencialidad resistente: si bien la cumbia participa de lo quedenomina un ethos antirrepresivo de las clases populares –quecompartiría con el rock barrial: diríamos mejor que compartecon todo el rock, en tanto ese talante es un componente inva-riable heredado de la “épica” imaginaria antidictatorial–,Svampa lo diferencia del mismo ethos en el caso de las organi-zaciones de derechos humanos u otras organizaciones socia-les: allí aparece una politización marcada por su puesta enperspectiva histórica –la relación con la herencia dictatorial–.En el caso cumbiero, en cambio, que no produce estos gestospolitizadores:

[...] la interpelación antirrepresiva propia de la “cumbia villera”no hace más que diluir su potencial antagónico, en la medida enque ésta se inserta en un discurso de exaltación de un modo devida (el descontrol, la droga, el delito), mediante la afirmaciónfestiva y plebeya del “ser excluido”, cristalizado a través de las imá-genes estereotipadas (y estigmatizantes) del “villero” o el “pibechorro” (Svampa, 2005: 181).

11. Plebeyos políticos. Pero acá es preciso plantear unadoble discusión: en primer lugar, con la cuestión del plebeyis-mo. Porque venimos señalando que el mismo no es una carac-terística diferencial de las clases populares –una de las marcascruciales en la invención de un ethos distintivo durante el pero-nismo (cfr. la misma Svampa)–. El plebeyismo aparecería,según nuestras hipótesis, como una gramática extendida en laproducción de discursos sociales también en las clases mediasy medias altas, especialmente en su captura mediática. Basta

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señalar dos ejemplos notorios: uno, el caso del empresario-diputado-dirigente futbolístico-alcalde Mauricio Macri, queconstruyera su visibilidad política sobre su asociación con elclub Boca Juniors, el que tradicionalmente representara, en lacultura futbolística argentina, el summun de lo plebeyo. La fut-bolización de la cultura argentina, que hemos desarrollado entantos otros lugares, es una de las marcas más notorias de estaplebeyización, que expande –se apropia de– significados tradi-cionalmente sobre-marcados por sus clases populares al restode la estructura social. El otro ejemplo es el de MarceloTinelli, el más exitoso conductor y productor televisivo de losúltimos quince años, que ostenta una retórica –pretendida-mente– democrática justamente por sus marcas –pretendi-damente– más plebeyas: la grosería, la alusión sexual, la ausen-cia de tonos medios, el esquematismo, el populismo conserva-dor, la misma futbolización ya marcada –del vocabulario, delsistema de metáforas o de la simple cotidianeidad–.

Por su parte, el plebeyismo exasperado de la cumbia villeraparece retener, y no perder, una potencialidad impugnadora:no en su retórica, ni en su sexismo, ni en un supuesto talanteantirrepresivo despolitizado; sino en el hecho de que mantie-ne dos núcleos de irreverencia: uno es ético, el otro es declase. Entre la serie de oposiciones que organizan su retórica,hay dos insoslayables: el primero es el que opone los del palo(los propios, los que comparten un sistema ético aunque noideológico, los auténticos) versus los caretas, los falsos, los hipó-critas. Y la práctica central para definir esa pertenencia, esaautenticidad, es el consumo de sustancias adictivas alteradorasde conciencia, sean drogas o alcoholes. Estar re-loco, descontro-lado, es la práctica –o mejor, la retórica de una práctica– queno puede ser capturada por el plebeyismo hegemónico. Lomismo ocurre con el eje clasista: el otro es, como señalamos res-pecto del rock, el cheto que, insistimos, siempre fue un otro declase. Y ambas oposiciones trazan, asimismo, un lazo de simili-tudes entre el rock chabón y la cumbia:

Quieren bajarme y no saben cómo hacer/ Porque este pibito nova a correr/ Me mirás en la tele, te querés matar/ La envidia temata, me querés llevar/ Por ser un pibito bien cumbiambero/Me subís a tu patrullero/ Porque si un negro corre/ Dicen que serobó/ Vamos a llevarlo preso porque algo se afanó/ Y si un cheto

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lo hace/ No, no, ese pibe no robó (“Quieren bajarme”, DamasGratis.)

Pero anticipamos una doble discusión: el segundo tópico esentonces el de la politicidad. Porque aunque nos tiente coin-cidir con Svampa, y argumentar que el ethos antirrepresivopopular se disuelve en una falta de caracterización e historiza-ción adecuada, nos alimenta la sospecha de que eso supone, ala vez, la creencia en un único tipo de politización y un ligeroetnocentrismo, que confía en una politicidad moderna, ilus-trada y prescriptiva. Como ha señalado Rodríguez (2007) alestudiar comparativamente tres casos de visibilidad y politiza-ción, la politización discurre por zonas muy plurales, y la visi-bilidad adquirida no debe confundirse con asignarle mecáni-camente una politización, o con una posición favorable para laobtención de recursos, o con una posición de agenciamiento,entre otras cosas porque la aparición en los medios de los gru-pos minoritarios no garantiza que esa voz no sea traicionada.En nuestros casos, la plebeyización exacerbada e indigerible,que se argumenta como un ethos popular (villero) y se recono-ce y exhibe como subalterna, puede ser leída como una politi-zación aunque sea por posición: porque señala un diferencial–una desigualdad exasperada– precisamente en tiempos enque toda desigualdad se pretende escamoteada.

12. Putos. No en vano, dijimos, lo censurado fue el núcleoalegremente descontrolado: en tanto ético, el núcleo más políti-co, aquel que, precisamente, coincide con el dominante en elcampo del rock barrial. No fue censurado en cambio el ejesexista, que también une a ambos, y los coloca en serie signifi-cativa con la cultura futbolística del aguante, con la retóricamasculina y corporal basada en el contacto y el combate; conese mundo polar –hombre versus no-hombre– que organizauna retórica de la sexualidad donde el otro no es ni careta nicheto: es básicamente un puto, y sólo por eso careta y cheto. Enesa serie, o mejor dicho, cuando esa serie interpretativa de losactores se vuelve predominante, el ethos antirrepresivo pierde,sí, toda politicidad, porque el policía, el represor, es tambiénun puto, con lo que la retórica pierde todo carácter antisiste-ma. Esa lógica –esa retórica, esa ética, esa estética, como lahemos calificado en otros lugares– no puede constituirse polí-

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ticamente, no puede organizarse en cosmovisión del mundo yde la vida; no señala el principio de escisión gramsciano, sinojustamente el lugar donde confluye con el sentido común.Porque el aguante, insistimos, como retórica masculina, polary homofóbica, es parte del guión televisivo y espectacular.Nuevamente, basta con volver a echar un vistazo a los progra-mas de Tinelli. Salvo que pensemos en él como transgresor yresistente: y nada está más lejos de nuestras interpretaciones.

13. La resistencia como deseo. Creemos con Beverly Bestque:

Una teoría de la resistencia no puede ser desarrollada a través deargumentos epistemológicamente extraños [...] sino en relacióncon un contexto particular e histórico de dominación. Así, lasteorías de la práctica opositiva en la cultura popular necesitan serconstruidas situacionalmente. [...] La resistencia debe ser teoriza-da estratégicamente, como algo que puede ser eficaz en una instan-cia y no en otra (Best, 1999: 24-25; subrayado en el original).

En ese sentido, entendemos que la discusión sobre los sig-nificados resistentes del rock y de la cumbia precisa esa puestaen contextos concretos e históricos, atendiendo a la vez a unaconfiguración sincrónica –aquella que nos recuerda constan-temente el marco más amplio de una política, una cultura yuna economía que se han transformado de modo tan drásticoen las últimas tres décadas– y diacrónica –la que nos permiteatender las transformaciones ocurridas en el rock nacional yen la música tropical en ese mismo trayecto: lo que persiste, loque se recupera, lo que se reinventa, lo que obstinadamentepermanece–.

Pero también creemos, dijimos, en la necesidad de recupe-rar la dimensión del análisis de los textos de la música popu-lar, sin dejarlos a merced del formalismo musicológico ni delinmanentismo semiótico. Textos en un sentido complejo, queno se limitan a las letras –y también son las letras, aunque pre-venidos de las tentaciones de considerarlos como un meroreflejo y entendiéndolas como lengua poética–; ni a la puestaen escena –y también es la puesta en escena, intersectando loescenográfico, lo espectacular, lo corporal–; ni a lo musical –ytambién es lo musical, y eso significa opciones entre paradig-

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mas, tradiciones y géneros, significa reinvenciones, hallazgos oconservadurismos–. Las disputas político-culturales no se dantambién en los textos musicales: se dan centralmente en ellos, yluego en otros sistemas textuales y no textuales. Y este listadoapretado pretende a la vez recuperar la dimensión de la valo-ración estética: porque flaco favor le hace a la discusión sobrela música popular la apelación a la simple aceptación o no delos públicos y la renuncia al juicio y la evaluación. Eso es unrelativismo falaz, y como tal puro populismo, estético pero a lavez político.

En ese juego complejo del análisis y la interpretación de lamúsica popular argentina contemporánea, hemos querido eneste trabajo atender a esas múltiples dimensiones. Sólo en esadifícil intersección puede entenderse por dónde anda lo opo-sitivo y lo resistente. No está, dijimos, en la reiteración de fór-mulas arcaicas ni en la mímesis industrial de ritmos contempo-ráneos; tampoco en retóricas presuntamente realistas y descar-nadas ni en la reiteración al infinito de lugares comunes ymitos incomprobables o fácilmente rebatibles. Tampoco en lasimple reivindicación acrítica de públicos más o menos aliena-dos, o en la alegre exhibición de consumos semiclandestinos.Ni, claro que no, en la exhibición de fuegos de artificio –lite-ral o metafóricamente–. Está en un pliegue de todo eso, en elpreciso momento en que se reclama, orgullosamente, subalterno. Unpliegue que, como intentamos analizar, suele estar escondido,muy oculto y desplazado; del que los actores –músicos, públi-cos, otros analistas– no parecen ser concientes ni preocuparsepor serlo. En última instancia, lo opositivo parece por ahora limi-tarse a un deseo –y como tal, a una ausencia– verificable apenas enalgunos testimonios de los participantes.14

Es decir: está como principio de escisión –en un sentidogramsciano–, sólo como pulsión impugnadora. Para transfor-marse en principio de organización de una nueva subjetividady una nueva producción de hegemonía, precisa de mucho másque –sólo– esto.

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14. Una nota de último momento: el eslogan que promocionaba lapresentación del grupo Las Pelotas en el Quilmes Rock Festival –nadamás distante de la idea de un rock alternativo– era “Las Pelotas: rock queresiste”. La captura del significante “resistencia” por una operación demarketing nos habla simultáneamente de la ausencia y del deseo.