1
Por qué aprender matemática M IENTRAS describo, por ejemplo, la función logaritmo, un alumno levanta la mano y dice: “Profe, ¿y esto para qué me va a servir?”. ¿Cómo le explico que la única vez en mi vida que usé un logaritmo fue para elegir mi AFJP? La pregunta también surge regularmente en cuanto uno menciona el nombre del teorema que se propone explicar. Es una muy buena pregunta. Y no sólo para el alumno, ya que el profesor también debe saber para qué enseña matemática y, en consecuencia, qué ha de enseñar y cómo conviene hacerlo. Sí, claro, la matemática es muy útil. Es fácil mostrar ejemplos. Sin matemática no habría autos, remedios, teléfonos, encues- tas, tomografías... No habría transporte, ni finanzas ni comunicación ni producción de casi nada. Pero la respuesta no es ésa, porque el chico quiere saber para qué le va a servir la matemática a él, no para qué le va a servir al mundo moderno. Para algunos –los que en su vida profe- sional se ocuparán del diseño o la gestión de las actividades mencionadas arriba–, la respuesta es que una parte de lo que están aprendiendo será una herramienta en su quehacer cotidiano o será el sustento teórico necesario sobre el que construirán otras herramientas más especializadas. De éstos, a los más creativos la matemática les resultará más útil por aquello de que uno termina echando mano a lo que sabe, y cuanto más sepa, mejor. Pero hay otra parte de la respuesta sobre la utilidad de aprender matemática que debería ser aplicable absolutamente a todos, y reside en el poder formativo que tiene su estudio. Aquí no se trata de descubrir la pólvora: Platón exaltaba ese poder formativo en La República. Consideremos el siguiente testimonio: “Finalmente me dije: jamás seré abogado si no entiendo lo que significa demostrar; dejé Springfield y regresé a casa de mi padre, donde permanecí hasta que pude demostrar cada Proposición de los seis libros de Euclides. Entonces supe lo que significa demostrar, y volví a mis estu- dios de leyes”. Abraham Lincoln llegó a ser mucho más que un buen abogado, y aunque no afirmo que fue porque estudió a Euclides, lo cierto es que cuando uno lee sus cartas y discursos percibe claramente una mente con una sólida formación ma- temática. Más cerca, Manuel Belgrano fue un gran impulsor de la matemática, a la que consideraba “la llave maestra de todas las ciencias y artes”. Se me dirá que mis ejemplos son del siglo XIX y que hoy en día se requieren habilidades distintas. No lo creo. Mirar dos pantallas a la vez mientras se habla de una cosa, se escribe otra paseando los dedos sobre un teclado y se toma una deci- sión puede ser una habilidad útil para un piloto de caza, pero los demás nos vemos enfrentados diariamente a problemas sutiles y complejos que requieren nuestra atención indivisa y para los cuales tenemos, por suerte, bastante más de tres segundos. “La educación es lo que queda tras haber olvidado todo lo que se nos enseñó”, dijo Albert Einstein. Y la matemática, cuando se enseña bien, deja hábitos y habilidades intelectuales básicos, esenciales para cualquier persona y de indudable valor social. ¿Por qué es formativa la matemática? En primer lugar, por su estructura lógica. Para hacer matemática (demostrar algo, resolver un problema) se necesitan muy pocos conceptos, pero bien definidos y que se han de manejar con un discurso razonado y despojado de prejuicios. Será importante distinguir lo esencial de lo accesorio, bus- car analogías, cambiar el punto de vista y captar relaciones escondidas. Todo esto ha de producirse dentro de una frontera delimitada por reglas claras. Reglas que no admiten doblez ni excepción. En segundo lugar, por la creatividad que fomenta. Porque dentro de esas fronteras bien delimitadas que acabo de mencio- nar reina la libertad más absoluta. Vale todo. Sobra lugar para la imaginación y la creatividad (hay, por dar un ejemplo, más de 350 demostraciones del Teorema de Pitágoras). Nos guiamos por nuestra intuición y sentido estético. Así, la mate- mática es personal. Tanto que no pocas veces, cuando se lee un teorema se adivina la mano del autor tal como se adivina al pintor cuando se mira su obra. En tercer lugar, la matemática obliga a la honestidad. Es difícil engañar a otros sin engañarse antes uno mismo, y en ma- temática esto simplemente no se puede: los desvíos, las falsedades, no encuentran lugar. Existe la posibilidad de error, pero esos errores nos explotan en la cara. La cuenta da lo que da, y si no nos gusta el resultado habrá que reconocer que tiene una existencia propia que escapa a nuestra preferencia y a nuestra voluntad. En cuarto lugar, la matemática enseña paciencia, tenacidad y la aceptación de los tiempos humanos. Las máquinas son muy rápidas, pero ninguna piensa ni puede ge- nerar una idea. Para eso hace falta sopesar alternativas, dejarlas decantar, encontrar un camino, seguirlo y, cuando falle, buscar otro. “Que venga la inspiración no depende de mí. Lo único que puedo hacer es asegu- rarme de que me encuentre trabajando”, decía Pablo Picasso. Lo mismo enseña el hecho de enfrentarse con un buen problema matemático. Por último, la matemática nos hace humildes. Porque en ella encontramos todos, tarde o temprano, los límites claros de nuestra fuerza y habilidad. Límites que se podrán superar con tiempo, esfuerzo y estudio ¡y esto también es formativo! Pero siempre para encontrar, más allá, nuestros nuevos límites. Discursos razonados, reglas claras sin excepción, libertad dentro de la ley, crea- tividad, honestidad, paciencia y humildad no son cosas que nos estén sobrando hoy a los argentinos. Así, llega la respuesta a la primera pregunta: “Esto te va a servir para ser más humano, mejor ciudadano y mejor persona”. © LA NACION IGNACIO ZALDUENDO PARA LA NACION El autor es matemático, investigador del Conicet y vicerrector de la Universidad Torcuato Di Tella Cuando se enseña bien, la matemática deja hábitos y habilidades intelectuales básicas, esenciales para cualquiera

Ambientación 1.pdf

Embed Size (px)

Citation preview

I 17Martes 17 de mayo de 2011 OPINION

La soledad de los tibiosArmar una oposición

fuerteGROUCHO Marx dijo una vez: “Todas

las personas nacen iguales, excepto republicanos y demócratas”. Era un

chiste, claro, y si causa gracia es precisa-mente porque en Estados Unidos republi-canos y demócratas son percibidos no sólo como opciones ideológicas enfrentadas, sino, muchas veces, como representantes de distintas tipologías humanas. En efecto, en el plano ideológico, demócratas y repu-blicanos poseen visiones encontradas en relación con el rol y tamaño del Estado, la actividad sindical, la pena de muerte, el aborto, la política exterior, el libre co-mercio y la seguridad nacional. También desde el punto de vista psicológico las diferencias entre unos y otros parecen notorias; un equipo de investigadores de la Universidad de California ha concluido que mientras los republicanos tienden a ser personas persistentes, estructuradas y que difícilmente cambian de opinión, los demócratas suelen adaptarse bien a los cambios y abrazar ideas novedosas con facilidad.

El otro día se me ocurrió preguntar a un grupo de amigos cuál sería la versión ar-gentina del chiste de Groucho. “Todas las personas nacen iguales, salvo peronistas y gorilas”, fue la primera respuesta que surgió, pero inmediatamente estuvimos de acuerdo en que no causaba gracia. Atribuimos esa falta de comicidad a que la condición para que el chiste funcione es que la diferencia entre un grupo y otro sea clara como el agua, cosa que obviamente no se cumple en el caso de peronistas y gorilas, pues, a pesar de su enfrentamiento histórico, ni unos ni otros representan facciones homogéneas, sino que dentro de cada grupo conviven diferencias tan marcadas como las que separan a repu-blicanos y demócratas.

Desechamos rápidamente la opción “K y anti-K” por motivos similares, aunque, en este caso, nos pareció que la heteroge-neidad caracteriza fundamentalmente a la oposición. Alguien dijo que “unitarios y federales” podría haber funcionado en su momento, pero ya no. Nos quedamos callados, pensando; a nadie se le ocurría otro binomio que pudiera funcionar. Teniendo en cuenta que históricamente la sociedad argentina ha estado atravesada por una incesante lucha entre facciones, manifesté mi sorpresa de que el chiste no encontrara su versión local. Entonces escuché una voz que, entre socarrona y tímida, decía: “Todas las personas nacen iguales, excepto nosotros y ellos”.

El que había hablado era el juez y filósofo del derecho Ricardo Guibourg. Los demás no sabíamos si reír o llorar: sentimos que esa manera de plantear el antagonismo representaba fielmente a nuestra sociedad a lo largo de los últimos siglos, poniendo en evidencia no sólo nuestra dificultad para pactar y conciliar, sino también nuestra propensión a caer en antinomias toscas, y a excluir y res-tar legitimidad a todo aquel que piensa distinto. Civilización o barbarie, pueblo u oligarquía, interés nacional o apertura al mundo, rosistas o sarmientinos, Perón o muerte, Estado o iniciativa privada, garantismo o represión, movimientos sociales o instituciones, seguridad o liber-tad, son sólo algunos de los binomios que se nos han vendido con urgencia a lo largo del tiempo, haciendo que los argentinos nunca terminemos de formar parte de una nación con ideales compartidos, sino que estemos siempre enfrentados, pisando el tembladeral iracundo de facciones que se repelen con la saña de quien siente su vida amenazada.

Desde el punto de vista lógico, ninguna de las antinomias mencionadas resiste el

menor escrutinio. Se trata, en todos los casos, de dicotomías falsas o, para decirlo en otras palabras, de razonamientos falaces que consideran sólo dos alterna-tivas en relación con un tema cuando, en realidad, las opciones disponibles son muchas. En política, este tipo de falacia por lo general se origina intencionalmen-te para hacernos creer que estamos ante opciones excluyentes, a pesar de que hay otros caminos posibles.

Las antinomias tajantes y los falsos dilemas han caracterizado la vida po-lítica argentina desde su inicio y han provocado una tremenda pauperización

de nuestros afectos. Como si opinar dis-tinto con relación a la política invalidara, automáticamente, todos los demás puntos de comunión con el otro, periódicamente hay amigos que se dejan de ver, familias que ya no pueden reunirse, personas que se insultan en las calles, los medios y las redes sociales. Nos resulta imposible pensar que quizá nuestro adversario pueda tener al menos un poquito de ra-zón y, menos aún, que nosotros podamos estar equivocados. Medio país piensa que el otro medio es el responsable de todos sus males. Medio país piensa que el otro medio no merece ser llamado argentino. Y viceversa. No hay un ideal compartido. No discutimos ideas: amos de una ver-dad absoluta, juzgamos con severidad la calidad moral del otro y aquellos que piensan distinto nos parecen deleznables: no es que estén equivocados, sino que son basura con forma humana.

No todas las consecuencias de la pola-rización son negativas. El lado positivo del asunto es que casi nadie está solo:

siguiendo la caracterización de mi ami-go el juez filósofo, nosotros estamos con nosotros para enfrentarnos a ellos, y ellos están con ellos para enfrentarnos. En un escenario como el descripto, pedir una dosis de objetividad para reconocer algún mérito en el otro, o algún defecto propio, va en contra de las reglas del juego. Hay que alistarse. De un lado o del opuesto, pero alistarse. A los tibios, según la seve-ra definición del Apocalipsis según San Juan, “los vomitaré de mi boca”.

¡Pobres tibios! Se pierden la diversión. No comulgan con el ruido y la furia. No pertenecen. Están solos. Pretenden conciliar intereses y tomar lo bueno de unos y otros, como si pudiera haber algo bueno en ambos lados, simultáneamente. No están con el gobierno, pero critican el odio irracional hacia el gobierno. Hablan de pactos, de términos medios, de salidas negociadas, de acuerdos que involucren a sectores en pugna. ¡Ilusos! Piensan que la política puede fundarse en la deliberación y el diálogo. ¡Ingenuos! Están convencidos de que no necesaria-mente son malas todas las decisiones de un gobierno que no nos gusta ni buenas todas las propuestas de uno que sí, y, para colmo, sostienen que los adversarios –los que piensan distinto– tienen derecho a existir y ser respetados.

¿Hay algo más aburrido que un tibio? Siempre aguafiestas, quieren bajarle decibeles a la hinchada. No se dan cuenta de que los ánimos inflamados contribu-yen a crear un clima de guerra santa, de epopeya del bien contra el mal, de cruzada de los héroes, algo así como el apocalipsis, pero sin el fin del mundo. Son reiterativos; una y otra vez machacan con que es necesario llegar a acuerdos que fortalezcan nuestra democracia para evitar las crisis recurrentes. No se dan cuenta de que pactar con el adversario es señal de debilidad. ¿Adónde iríamos a parar nosotros y ellos, que nos odiamos tanto, si la política se convirtiera en aquello que definitivamente no es: un intento de diálogo sensato, de mediación,

de acuerdo entre partes encontradas?Ante la apariencia mansa y amigable

de los tibios, conviene estar alerta. No hay que dejarse engañar: si no están con nosotros, están con ellos, en contra de nosotros. Sin embargo, no hay razón para preocuparse: los tibios son tan pocos que no merecen ser tenidos en cuenta. Todos juntos no deben llenar ni un estadio. ¿Qué porcentaje de nuestros cuarenta millo-nes de habitantes es capaz de reconocer algún mérito tanto en el gobierno como en la oposición? ¿Qué porcentaje tiene la habilidad para admitir públicamente errores políticos propios? ¿Diez personas

de cada cien? ¡Menos, seguro! Cinco de cien, serían dos millones de tibios. ¡Más de veinticinco estadios! Pensándolo bien, quizá convenga ser precavidos. Mejor que sigan tristes y solos. Que no se en-cuentren. Que crean que son pocos y los venza el pesimismo, porque si llegaran a darse cuenta de que no están tan solos, si empezaran a juntarse y a diseminar sus ideas, nosotros y ellos, los antagonistas de siempre, correríamos peligro.

Y sí, qué le vamos a hacer. Duele re-conocerlo, pero es cierto: a nosotros y a ellos, a ellos y a nosotros nos hermana la incomodidad que nos producen los tibios. Es comprensible, claro: si más y más argentinos empezaran a creer en las ventajas de negociar, pactar y conciliar, ¿adónde iríamos a parar nosotros y ellos, ellos y nosotros, que nacimos tan pero tan distintos?

© LA NACION

ESTAN estrangulando a la República. Cotidianamente, el Poder Ejecutivo produce hechos que la vejan. Los

más recientes han sido, en primer lugar, la integración del Tribunal Fiscal con la de-signación de siete vocales sin cumplir con lo dispuesto por la ley 15.265, de creación del aludido tribunal, que impone como re-quisito ineludible la realización de un con-curso de antecedentes de los postulantes. Tales nombramientos son insanablemente nulos.

En segundo término, se han dictado, luego de una injustificada demora, tres decretos de reglamentación de la ley 26.571 de primarias abiertas por los que, entre otros aspectos, se restringe significativa-mente el acceso de la oposición a los espa-cios televisivos, al asignar, para el horario de mayor audiencia, solamente el diez por ciento de lo destinado a ese fin durante el resto del día. Es evidente la desventaja en que se coloca a la oposición si se repara en que el Gobierno, interesado directo en el resultado de los comicios, por medio de la publicidad oficial en los medios bajo su do-minio –la televisión pública– o influencia, carece de límites horarios para realizar su propaganda con fines proselitistas.

Es imprescindible frenar esta caída ha-cia el vacío. Con esa finalidad, los compo-nentes del arco opositor deben deponer la rigidez y utilizar la ductilidad.

Ello no significa desconocer la impor-tancia de las afinidades de principios y valores, sino, simplemente, aceptar que la meta principal consiste en consolidar una radiante democracia que hoy se halla sumergida en la penuria.

Las decisiones y acciones por empren-der –ya con urgencia, ante la perento-riedad de los plazos electorales– deben orientarse al logro de la finalidad superior mencionada. Ello máxime si el oficialis-mo, al que no se debe subestimar, recurre, con absoluta inescrupulosidad, como se ha mostrado respecto de los servicios televi-sivos, a todos los medios a su alcance para asegurar su continuidad en el gobierno.

Es necesario comprender que si en la próxima elección no se obtiene el recambio del poder, la Nación seguirá postergando la feliz posibilidad que brindan nuestra fecunda tierra y un marco exterior muy favorable –que está siendo incomprensible-mente despilfarrado por la gestión kirchne-rista– para conseguir el desarrollo humano garantizando el acceso a la educación, la salud, la alimentación y la vivienda digna.

Las posiciones extremas del blanco o negro son incompatibles con la infinita ga-ma de grises que impregna a la existencia de los pueblos y de las personas. La vida es una inagotable fuente de complejidades y matices, cuya armonización requiere sensibilidad, ingenio y buena disposición para ensamblar las diferencias. El consen-so es un sutil entramado que se plasma por medio de la seducción del diálogo. Se da algo para recibir un poco.

Es imprescindible no dejarse carco-mer por la sospecha sobre las personas y construir la confianza en torno al objetivo prioritario de alcanzar el poder para, des-de allí, con todos los que estén de acuerdo, liberar las iniciativas y construir la demo-cracia venturosa del siglo XXI, sustentada en la preservación de la vida y el goce de la paz. Esto exige abandonar la intoleran-cia y cristalizar la unión de los esfuerzos para armar una oposición poderosa.

© LA NACION

LAS ANTINOMIAS TAJANTES Y LOS DILEMAS FALSOS DE LA POLITICA ARGENTINA

MORI PONSOWYPARA LA NACION

FELIX LOÑPARA LA NACION

El autor es abogado, especialista en derecho constitucional

La autora es escritora. Su nueva novela es Abundancia

Medio país piensa que el otro medio es el responsable de sus males. Y viceversa. No

hay un ideal compartido

¡Pobres tibios! Se pierden la diversión. No comulgan con el ruido y la furia. No pertenecen. Están solos. ¿Hay algo más aburrido?

Por qué aprender matemática

MIENTRAS describo, por ejemplo, la función logaritmo, un alumno levanta la mano y dice: “Profe, ¿y

esto para qué me va a servir?”. ¿Cómo le explico que la única vez en mi

vida que usé un logaritmo fue para elegir mi AFJP?

La pregunta también surge regularmente en cuanto uno menciona el nombre del teorema que se propone explicar. Es una muy buena pregunta. Y no sólo para el alumno, ya que el profesor también debe saber para qué enseña matemática y, en consecuencia, qué ha de enseñar y cómo conviene hacerlo.

Sí, claro, la matemática es muy útil. Es fácil mostrar ejemplos. Sin matemática no habría autos, remedios, teléfonos, encues-tas, tomografías... No habría transporte, ni finanzas ni comunicación ni producción de casi nada. Pero la respuesta no es ésa, porque el chico quiere saber para qué le va a servir la matemática a él, no para qué le va a servir al mundo moderno.

Para algunos –los que en su vida profe-sional se ocuparán del diseño o la gestión de las actividades mencionadas arriba–, la respuesta es que una parte de lo que están aprendiendo será una herramienta en su quehacer cotidiano o será el sustento teórico necesario sobre el que construirán otras herramientas más especializadas. De

éstos, a los más creativos la matemática les resultará más útil por aquello de que uno termina echando mano a lo que sabe, y cuanto más sepa, mejor.

Pero hay otra parte de la respuesta sobre la utilidad de aprender matemática que debería ser aplicable absolutamente a todos, y reside en el poder formativo que tiene su estudio. Aquí no se trata de descubrir la pólvora: Platón exaltaba ese poder formativo en La República.

Consideremos el siguiente testimonio: “Finalmente me dije: jamás seré abogado si no entiendo lo que significa demostrar; dejé Springfield y regresé a casa de mi padre, donde permanecí hasta que pude demostrar cada Proposición de los seis libros de Euclides. Entonces supe lo que significa demostrar, y volví a mis estu-dios de leyes”. Abraham Lincoln llegó a ser mucho más que un buen abogado, y aunque no afirmo que fue porque estudió a Euclides, lo cierto es que cuando uno lee sus cartas y discursos percibe claramente una mente con una sólida formación ma-temática. Más cerca, Manuel Belgrano fue un gran impulsor de la matemática, a la que consideraba “la llave maestra de todas las ciencias y artes”.

Se me dirá que mis ejemplos son del siglo XIX y que hoy en día se requieren habilidades distintas. No lo creo. Mirar

dos pantallas a la vez mientras se habla de una cosa, se escribe otra paseando los dedos sobre un teclado y se toma una deci-sión puede ser una habilidad útil para un piloto de caza, pero los demás nos vemos enfrentados diariamente a problemas sutiles y complejos que requieren nuestra atención indivisa y para los cuales tenemos, por suerte, bastante más de tres segundos. “La educación es lo que queda tras haber olvidado todo lo que se nos enseñó”, dijo Albert Einstein. Y la matemática, cuando se enseña bien, deja hábitos y habilidades intelectuales básicos, esenciales para cualquier persona y de indudable valor social.

¿Por qué es formativa la matemática? En primer lugar, por su estructura lógica. Para hacer matemática (demostrar algo, resolver un problema) se necesitan muy pocos conceptos, pero bien definidos y que se han de manejar con un discurso razonado y despojado de prejuicios. Será importante distinguir lo esencial de lo accesorio, bus-car analogías, cambiar el punto de vista y captar relaciones escondidas. Todo esto ha de producirse dentro de una frontera delimitada por reglas claras. Reglas que no admiten doblez ni excepción.

En segundo lugar, por la creatividad que fomenta. Porque dentro de esas fronteras bien delimitadas que acabo de mencio-

nar reina la libertad más absoluta. Vale todo. Sobra lugar para la imaginación y la creatividad (hay, por dar un ejemplo, más de 350 demostraciones del Teorema de Pitágoras). Nos guiamos por nuestra intuición y sentido estético. Así, la mate-mática es personal. Tanto que no pocas veces, cuando se lee un teorema se adivina la mano del autor tal como se adivina al

pintor cuando se mira su obra.En tercer lugar, la matemática obliga a

la honestidad. Es difícil engañar a otros sin engañarse antes uno mismo, y en ma-temática esto simplemente no se puede: los desvíos, las falsedades, no encuentran lugar. Existe la posibilidad de error, pero esos errores nos explotan en la cara. La cuenta da lo que da, y si no nos gusta el resultado habrá que reconocer que tiene una existencia propia que escapa a nuestra preferencia y a nuestra voluntad.

En cuarto lugar, la matemática enseña

paciencia, tenacidad y la aceptación de los tiempos humanos. Las máquinas son muy rápidas, pero ninguna piensa ni puede ge-nerar una idea. Para eso hace falta sopesar alternativas, dejarlas decantar, encontrar un camino, seguirlo y, cuando falle, buscar otro. “Que venga la inspiración no depende de mí. Lo único que puedo hacer es asegu-rarme de que me encuentre trabajando”, decía Pablo Picasso. Lo mismo enseña el hecho de enfrentarse con un buen problema matemático.

Por último, la matemática nos hace humildes. Porque en ella encontramos todos, tarde o temprano, los límites claros de nuestra fuerza y habilidad. Límites que se podrán superar con tiempo, esfuerzo y estudio ¡y esto también es formativo! Pero siempre para encontrar, más allá, nuestros nuevos límites.

Discursos razonados, reglas claras sin excepción, libertad dentro de la ley, crea-tividad, honestidad, paciencia y humildad no son cosas que nos estén sobrando hoy a los argentinos. Así, llega la respuesta a la primera pregunta: “Esto te va a servir para ser más humano, mejor ciudadano y mejor persona”.

© LA NACION

IGNACIO ZALDUENDOPARA LA NACION

El autor es matemático, investigador del Conicet y vicerrector de la Universidad Torcuato Di Tella

Cuando se enseña bien, la matemática deja

hábitos y habilidades intelectuales básicas,

esenciales para cualquiera