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Relato de género fosco sobre arañas traviesas
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Un relato que me costó muchísimo escribir. Fue en una época en la que estaba baja de
inspiración, y creo que se nota. Sin embargo, lo logré, y tal vez por ese esfuerzo el
relato tiene todo mi cariño pese a que, como podréis comprobar, es a ratos un poco
desagradable —como se supone en un género como éste—.
ANIHRA
Despertó empapado en sudor, con la lengua pegada al paladar y un sabor de boca
repulsivo, a vómito, heces y algo que le recordó horriblemente al aceite de freír
reciclado. El guacamole, pensó, tanteando desesperadamente en busca del vaso de agua
que siempre dejaba sobre la mesilla de noche. Lo empujó con la mano temblorosa; el
vaso osciló un instante al borde del mueble y después cayó al suelo, rompiéndose en mil
pedazos que se clavaron en sus sienes doloridas como mil astillas de hielo. Mierda.
Cerró los ojos y se llevó la mano a la frente. El eco del ruido del vaso al romperse
golpeó su cerebro con la fuerza de un martillo pilón.
Pataleó para librarse del estrecho abrazo de las sábanas, que se obstinaban en
enredarse en sus piernas, y finalmente se las arrancó de un tirón y cayó rodando al suelo
cubierto de fragmentos de cristal. El dolor de cabeza era tan intenso que ni notó la suave
mordedura de los cristalitos en la piel. Gimiendo, apoyó las palmas en el suelo y se
irguió con esfuerzo, buscando con la mirada la jarra que, estaba seguro, había llevado la
noche anterior a su dormitorio. No la encontró.
—Agua —jadeó. Se incorporó de un salto, perdió el equilibrio y chocó contra la
pared de piedra. El hombro se le entumeció al instante; el cerebro empezó a dar gritos
de agonía en su cabeza.
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Logró abrir la puerta del dormitorio y avanzó dando tumbos hasta llegar al
lujoso baño, tan incongruente en el interior de la cabaña de diseño prehistórico; se
agarró con fuerza al grifo del lavabo para no volver a caer redondo al suelo. Inspiró,
cerró los ojos, abrió el grifo y metió la cabeza debajo del chorro de agua helada,
golpeándose la nariz con la pila. Gruñó de dolor, dejó que el agua empapase su pelo
revuelto y después abrió la boca bajo el grifo y bebió a grandes tragos. El agua le hizo
daño en los dientes; el sabor metálico de la sangre y del cloro se le pegó a la lengua.
Bebió hasta que le dolió la garganta, y siguió bebiendo hasta que creyó estar a
punto de ahogarse. Después se incorporó, dejando que el agua corriese en riachuelos
fríos como el deshielo por su rostro y su pecho, y se enfrentó a su imagen en el espejo.
Parpadeó al ver la piel amarillenta y tirante. Parecía tener sesenta años más de
los que su carnet de identidad decía que tenía.
—Muchacho —suspiró, estudiándose las ojeras y los poros dilatados—, creo que
ya no tienes edad para estas tonterías.
Se pasó la mano por la cara: necesitaba un afeitado urgente, a juzgar por la
aspereza de la piel. Por un momento pensó que sus recuerdos estaban equivocados y que
en realidad no había llegado a afeitarse la tarde anterior, justo antes de salir a “tomar
una copa” que se había prolongado hasta que fue incapaz de mirar el reloj para
comprobar la hora.
Qué asco, pensó sacando la lengua, que le miró con reproche mostrando en todo
su esplendor un enfermizo color blanquecino. Cogió el cepillo de dientes, puso un poco
de dentífrico y se lo embutió en la boca; después, sin molestarse en empezar a cepillarse
los dientes, se quitó la camiseta y la tiró a un rincón.
Su imagen desnuda le saludó desde el espejo cuando puso un pie en la
blanquísima bañera.
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—Estás echando tripa, Héctor —murmuró, haciendo ademán de cogerse el
michelín con la mano y desistiendo antes de tocar su piel. Se encogió de hombros,
ahogó un maullido de dolor cuando su cráneo golpeó contra una de las paredes de su
cráneo, y se inclinó para abrir el grifo de la ducha.
Lejos de despejarlo, la ducha lo sumergió en una ensoñación inundada de
imágenes sin sentido y teñida de rojo. Más aturdido de lo que estaba al despertar,
intentó hacer caso omiso de su malestar y sólo logró que su mente se negase a tomar
conciencia de su cuerpo.
No fue capaz de vestirse de nuevo. Ni siquiera se secó. No recordaba haber
cerrado el grifo, ni haber salido de la bañera; el resto del día lo pasó atrapado en un
extraño sueño en el que se veía a sí mismo, empapado, enredado en las sábanas
calientes y húmedas, temblando de frío y de angustia. El dolor de cabeza arreció hasta
convertirse en una punzada constante que atacaba sus sienes con saña. Las imágenes
parpadeantes de la televisión bailaban ante sus ojos vidriosos, y su mente flotaba en un
lugar entre el sueño y la realidad. Algunas de las escenas de la noche anterior aparecían
en su cabeza como surgidas de una película. La barra de un bar. Una pista de baile
abarrotada de hombres y mujeres sudorosos bailando frenéticamente. Unos ojos negros.
El vaso en la mano, los infinitos destellos de los hielos a medio deshacer brillando bajo
las luces coloreadas de una discoteca al aire libre, una playa, el agua negra lamiendo la
arena.
Una náusea.
Jadeó, posó el dorso de la mano sobre la frente y cerró los ojos.
Recordaba haber respondido con un gemido a las preguntas de la preocupada
mujer encargada de la limpieza cuando ésta, creyendo que el pequeño bungalow estaba
vacío, entró a hacer las camas y lo encontró acurrucado en el nido que había formado
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con las sábanas. Su suave acento hispanoamericano, lejos de reconfortarlo, lo enervó
hasta el punto de erizarle el vello de la nuca.
— ¿Será un virus? —preguntó Carlos, intranquilo, cuando regresó a media tarde
alertado por la agitada mujerona. Tenía los ojos negros, como los de aquella otra
mujer... Los de Carlos brillaban de inquietud; los de ella habían brillado de deseo, los
labios entreabiertos, los párpados casi cerrados, el rostro enmarcado por el suave pelo
moreno.
—Sólo es una resaca, nada más —murmuró cerrando los ojos. Emitió un suspiro
cuando su dolorida cabeza volvió a posarse en la almohada. La sonrisa burlona de
Carlos no logró atravesar sus párpados cerrados, ni diluyó la preocupación que
distorsionaba los habitualmente risueños rasgos de su amigo.
—Por Dios, ¿qué bebiste ayer?
Héctor no contestó. Volvió a posar la mano sobre su frente ardiente, sin
molestarse en sujetar la sábana que, con el movimiento, resbaló sobre su piel y dejó al
descubierto su cuerpo pegajoso.
Carlos soltó una exclamación ahogada.
— ¿Qué es eso? —preguntó, acercándose a la cama. Héctor abrió un ojo.
— ¿Qué es qué?
Siguió con el ojo la dirección que señalaba el dedo de Carlos, y posó la mirada
sobre su propio estómago desnudo. Parpadeó para enfocar su visión y abrió el otro ojo.
Allí, justo debajo del ombligo, había un bulto del tamaño de un puño y un intenso color
rojizo.
—Parece una picadura —murmuró Carlos, inclinándose sobre él. Alargó la
mano y posó el dedo sobre su abdomen: fue como si el dedo se hubiera convertido en un
cuchillo al rojo vivo que atravesase piel, carne y vísceras hasta salir por el otro lado.
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Héctor dio un chillido y se llevó las manos a la tripa; el dolor le agarrotó los músculos y
ascendió, ardiente y helado, hasta oprimirle los pulmones. Luchó por tomar aire y
resolló.
—Jo…der —jadeó, arqueando la espalda en un movimiento involuntario. Carlos
se había apartado de un brinco, y lo observaba con los ojos muy abiertos.
— ¿Qué… qué ocurre? —preguntó, alarmado—. ¿Tanto te duele?
Héctor hizo un esfuerzo por sonreír.
—No. Es que… no quería que… me tocases, idiota —murmuró—. No eres mi
tipo, lo siento.
Carlos lo miró con escepticismo durante varios siglos, y después soltó un bufido.
—Vale. Voy a por un médico. —Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta
entreabierta, que dejaba entrever el verdor de la exuberante vegetación que luchaba por
abrazar al bungalow, el impactante color azul del mar.
—No… —se atrevió a intentar decir Héctor, y estuvo a punto de vomitar cuando
el estómago se contrajo en un nudo de dolor.
—No seas imbécil. Aquí hay bichos feos de cojones, tío —respondió Carlos,
volviéndose a medias para mirarlo desde la puerta—. No vaya a ser que te haya mordido
justo el que es venenoso. Si es que te metes en todos los charcos, joder… —Sacudió la
cabeza y se marchó antes de que Héctor tuviera tiempo siquiera de tratar de responder.
Resopló cuando la puerta se cerró con un fuerte golpe, y volvió a gemir de dolor.
Pero qué mal me encuentro, por Dios… Sentía la piel caliente, y seguía embriagado por
la sensación de irrealidad y de mareo que siempre había atribuido a los estados febriles.
Intentó levantarse, pero sus miembros ya no parecían suyos: obedecían las órdenes de
una mente distinta, una mente que no debía saber exactamente cómo había que
coordinar los brazos y las piernas para no obligar al cuerpo a avanzar dando bandazos
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como el de un borracho. Se dejó caer de nuevo sobre el lecho y cerró los ojos, tratando
de mantenerse despierto y, al mismo tiempo, deseando que el sueño mitigase el dolor y
el malestar y cubriese su maltrecho cuerpo con un sudario de paz.
¿Era realmente la picadura de un bicho lo que le había dejado en semejante
estado? Cuando lograba pensar con claridad sólo podía ver la posibilidad con cierto
escepticismo. Sólo es una resaca un poco fuerte, se repetía, ya no soporto el alcohol
como antes… O tal vez su cuerpo no estaba acostumbrado al ron que servían en el bar
instalado a pie de playa, y que los lugareños bebían como agua. Agua. Alargó una mano
para coger el vaso inexistente, y el brazo cayó hasta golpear el colchón.
Unas luces brillaron tras sus párpados cuando cerró los ojos con fuerza. Luces de
colores, colgadas sobre su cabeza, compartiendo los cables con pequeños farolillos de
papel. La pegadiza música se colaba en su sangre como el veneno de un escorpión,
obligándolo a bailar, a bailar y a seguir bailando, pegado al cuerpo de ella, cediendo en
su abrazo sólo el tiempo justo de dar un trago al vaso que, milagrosamente, nunca se
vaciaba. Y la piel oscura de ella, como seda bajo sus dedos, los pequeños granos de
arena adheridos a sus piernas y brillando como polvo de oro entre sus cabellos negros…
Gimió cuando el dolor se unió a una nueva punzada de deseo, oprimiendo su
vientre y extendiéndose por su espalda. Un escalofrío sacudió todo su cuerpo. Sí,
cualquier cosa habría podido deslizarse bajo sus ropas, o haber aprovechado su
desnudez para morderlo. Un insecto, una serpiente. Si le hubiera mordido un tigre no se
habría enterado, tan intenso era el éxtasis que sentía mientras recorría todo su cuerpo
con las manos. No habría notado ni la mordedura de un tiranosaurio.
Su espalda volvió a arquearse por voluntad propia mientras recordaba la
sensación de sus piernas enredadas en las de ella. Y entonces el dolor volvió, más
intenso que antes, asfixiando sus recuerdos y devolviéndolo a la habitación del
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bungalow, al agobiante ambiente lleno de humedad y de olor a sudor.
—…parece una mordedura de un animal, tal vez una serpiente… —oyó
murmurar junto a su cama. Carlos intentaba hablar en susurros, pero su voz se clavaba
en los oídos de Héctor como una cuchilla.
Junto a él se inclinaba una mujer. No era ella. Ni era tampoco la regordeta mujer
de la limpieza que había acudido esa mañana a hacer las camas. Era una anciana de
aspecto estrafalario que hizo parpadear a Héctor; por un instante creyó haber sido
trasladado a otra época, a un siglo en el que ellos dos no habrían sido tratados como
turistas sino como conquistadores, como dioses.
Su piel era seca y apergaminada, oscura como el cuero viejo, y llevaba el pelo
negro repleto de canas partido por una raya en mitad de la cabeza y sujeto hacia atrás
con una trenza larga y fina. Tenía los dientes demasiado grandes para la boca, de sonrisa
fácil, que mostraba en esos momentos con desagradable generosidad. En la densa
penumbra del dormitorio Héctor acertó a vislumbrar el vestido de colores chillones y la
chaqueta de punto repleta de dibujos hechos con lana, caritas tan sonrientes como las
del cuerpo que cubrían y que parecían mirarlo con curiosidad malsana.
No tuvo fuerzas para apartarse cuando la mujer extendió la mano y apartó la
sábana que tapaba a medias su hinchado abdomen. Se mordió el labio, tensando los
músculos, esperando sentir en cualquier momento el agudo dolor de su mano sobre el
estómago…
La mujer se quedó paralizada con el brazo en el aire y los ojos desorbitados.
Empezó a mascullar palabras en una lengua que Héctor no había oído en su vida.
Sonaba como los balbuceos de un recién nacido recibiendo las carantoñas de sus padres,
aunque no había nada que pudiera parecerse menos a un bebé que aquella anciana que
gritaba incoherencias mientras se alejaba de la cama, mirándolo como quien mira a un
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alacrán que acaba de aparecer debajo de una piedra.
—¡Anihra, Anihra! —exclamó, señalándolo con un dedo tembloroso—.¡Anihra!
Y, con un último “¡Anihra!”, giró sobre sus talones y salió corriendo, abriendo la
puerta con un fuerte golpe y desapareciendo de la habitación a una velocidad impropia
de sus viejos huesos.
—Vaya dientes —murmuró Carlos con la vista clavada en la puerta—. Si le
arrea un mordisco a un árbol, hace una canoa… —Se volvió hacia él—. ¿De qué iba
todo ese rollo de “Amira”?
—Anihra —corrigió Héctor. Pronunciar la palabra le provocó un repentino
escalofrío.
—Eso me pasa por hacerle caso al conserje —masculló Carlos, irritado. Miró a
la cama y suspiró—. Voy a buscar a un médico de verdad, ¿eh? No te muevas de aquí.
—Vale —sonrió él débilmente, y levantó una mano a modo de despedida. No
pudo sostenerla en alto más que unos pocos segundos; la dejó caer de nuevo sobre su
pecho. Se estremeció.
La suave brisa del mar que agitaba su pelo también le había provocado un
escalofrío, pero había sido su mirada, los ojos redondos y negros, tan grandes que
parecían no tener iris, la que le había hecho temblar. En la cama empapada de sudor y
lágrimas, Héctor se dejó llevar una vez más por el recuerdo, el sabor dulzón del ron en
el paladar, la música, las parpadeantes luces de colores, y sus ojos, más embriagadores
que la bebida que sostenía en la mano… El olor a sal y a arena mojada todavía se
adhería a su nariz. Y un aroma más penetrante, a peligro, a algo prohibido, a almizcle y
a orquídea, a deseo. El deseo de ella, su propio deseo.
—Eres hermoso —volvió a oír el suave susurro en su oído, el susurro que le
había acariciado el cuello y la mejilla la noche anterior—. Sólo por eso cualquier mujer
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te elegiría…
Y el tacto rugoso de la arena bajo su cuerpo, los pequeños granitos pegándose a
la piel, formando una costra sobre los miembros entrelazados, las largas piernas de ella
rodeando su cintura, sus manos acariciando suavemente sus hombros y sus brazos…
Suspiró, tembloroso, recordando el olor de su pelo, que lo había embriagado al enterrar
el rostro en su cuello. El leve gemido de ella cuando la penetró, un sonido que le había
enloquecido y había convertido el deseo en una punzada aguda que se enroscaba en su
estómago, tan cercano al dolor que estuvo a punto de gemir él también. Y en lugar de
calmarse, la sensación se había ido incrementando mientras se aferraba a ella, el éxtasis
mezclándose con un agudo suplicio en un remolino líquido que amenazó con hacerle
perder el conocimiento.
Gritó al mismo tiempo que el Héctor de su recuerdo aullaba de placer, torturado,
y se encontró a sí mismo incorporado en el lecho, desnudo y aquejado por temblores tan
violentos que sacudían la cama entera. Miró a su alrededor, a la impenetrable oscuridad,
a la dolorosa soledad del dormitorio, y gimió, bajito.
—Tengo miedo —murmuró. Hundió el rostro en las palmas de las manos, pero
vaciló antes de cerrar los ojos. Las imágenes que aparecían en la acogedora oscuridad
de sus párpados eran demasiado… perturbadoras. Demasiado increíbles. Demasiado…
Ahogó un gemido de sorpresa y miedo cuando su estómago se contrajo en un
espasmo que envió oleadas de agonía por su pecho, por su espalda, por sus piernas,
tensando los músculos, estirando su cuerpo hasta que temió estar a punto de dislocarse
todos los huesos. Abrió la boca en un grito mudo y se llevó las manos al vientre
abultado, que parecía arder bajo sus dedos, la carne a punto de disolverse al calor de un
fuego que bailaba en su interior, un fuego cuyas llamas eran el dolor más puro y más
agudo que había sentido jamás. Tal fue el tormento que no pudo siquiera emitir un grito,
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y de su garganta cerrada y rígida sólo brotó un lamento casi imperceptible.
—Deberías sentirte honrado —susurró una voz en su oído.
Abrió los ojos.
Ella estaba inclinada sobre su lecho, sus ojos negrísimos clavados en él, una
media sonrisa adornando el rostro liso y alargado, el cabello oscuro acariciando sus
mejillas y su frente. Un brillante collar de cuentas negras ceñía sus sienes. Tan hermosa
que Héctor tuvo que hacer un enorme esfuerzo por respirar, y aun lográndolo estuvo a
punto de ahogarse, incapaz de apartar la mirada de su cara.
No recordaba su nombre.
—Anihra —sonrió ella, como si hubiera leído el interrogante en su mente—.
Deberías sentirte orgulloso —repitió, y acarició con ternura su frente enfebrecida.
Héctor jadeó—. Lo sé —susurró—, no es fácil ser el esposo de una diosa… Pero tú lo
estás haciendo muy bien, esposo mío.
¿Una diosa? Héctor frunció el ceño bajo su caricia. Ella rió con suavidad y posó
un dedo sobre sus labios.
—Shhh. No hables. —Recorrió el dibujo de su boca con la yema, sin dejar de
sonreír al ver los inútiles esfuerzos de Héctor por incorporarse—. Tan digno, mi amor…
Pero ya no es necesario. Has cumplido tu parte, y serás recordado… por siempre,
esposo mío.
Mi esposo. ¿Qué le había murmurado al oído la noche anterior, cuando él se
había hundido en su cuerpo? Un dios. Eres un dios… Se había sentido tan halagado, tan
satisfecho…
—El esposo de la Diosa —asintió Anihra, leyendo sus pensamientos—. “Y dará
a luz a su progenie, y su progenie llenará los cielos y la tierra, oscureciendo la luz del
sol. Y los hombres gritarán en la noche infinita…” Deberías sentirse orgulloso, esposo
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mío. No eras nada, nadie, y yo te he convertido en un dios. Tus hijos reinarán a mi lado,
y mi reinado te lo deberé a ti… Pues tú eres su padre y su madre, su alimento y su cuna,
y no hay mayor honor para un hombre que dar vida a sus hijos.
Con una última caricia, se incorporó y recorrió su cuerpo sudoroso con la
mirada, hasta detenerse en su vientre. Con un gesto descuidado se apartó el pelo de la
cara, dejando al descubierto lo que Héctor había creído una tiara de piedras negras, en
realidad otros tres pares de ojos redondos y relucientes, engastados en su frente, que se
clavaban en la hinchazón de su estómago.
Aterrado y al mismo tiempo fascinado, Héctor hizo caso omiso del escalofrío
que trepó por su espalda y del nudo que oprimía sus entrañas, hasta que el dolor se hizo
tan intenso que pareció que sus mismas vísceras se desgarraban.
El brillo de satisfacción en los ojos de ella, en los ocho ojos, le heló la sangre en
las venas. Alzó la cabeza y se miró. Y abrió la boca, horrorizado, al ver cómo el bulto
que deformaba su vientre se agitaba, expandiéndose y contrayéndose, provocándole un
dolor blanco, insoportable.
Soltó un alarido de horror y de agonía cuando la carne de su abdomen se
desgarró y de la herida abierta brotó una, dos, una decena de pequeñas arañas que se
abrían paso rasgando la piel y el músculo con sus fuertes mandíbulas. Las decenas se
convirtieron en cientos, miles de patas negras que correteaban por su cuerpo desnudo,
cubriendo cada centímetro de su piel, mordiendo su carne con la glotonería propia de
los recién nacidos.
Gritó de nuevo, y siguió gritando hasta que una de las arañas tanteó sus labios,
se introdujo en su boca y lo obligó a callar mordiéndole la lengua. El asco se unió
entonces a la tortura de los cientos de mandíbulas, de las boquitas ansiosas de sus hijos,
que mamaban sangre y carne del cuerpo de su padre como bebés demoníacos que se
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alimentasen de la vida del que les había dado la suya.
En mitad del torturante dolor que lo alejaba de la cordura, imperceptible y al
mismo tiempo más horrenda que los mordiscos que desgajaban su carne, sintió la suave
caricia de una minúscula patita en el lagrimal del ojo.