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1 Un relato que me costó muchísimo escribir. Fue en una época en la que estaba baja de inspiración, y creo que se nota. Sin embargo, lo logré, y tal vez por ese esfuerzo el relato tiene todo mi cariño pese a que, como podréis comprobar, es a ratos un poco desagradable —como se supone en un género como éste—. ANIHRA Despertó empapado en sudor, con la lengua pegada al paladar y un sabor de boca repulsivo, a vómito, heces y algo que le recordó horriblemente al aceite de freír reciclado. El guacamole, pensó, tanteando desesperadamente en busca del vaso de agua que siempre dejaba sobre la mesilla de noche. Lo empujó con la mano temblorosa; el vaso osciló un instante al borde del mueble y después cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos que se clavaron en sus sienes doloridas como mil astillas de hielo. Mierda. Cerró los ojos y se llevó la mano a la frente. El eco del ruido del vaso al romperse golpeó su cerebro con la fuerza de un martillo pilón. Pataleó para librarse del estrecho abrazo de las sábanas, que se obstinaban en enredarse en sus piernas, y finalmente se las arrancó de un tirón y cayó rodando al suelo cubierto de fragmentos de cristal. El dolor de cabeza era tan intenso que ni notó la suave mordedura de los cristalitos en la piel. Gimiendo, apoyó las palmas en el suelo y se irguió con esfuerzo, buscando con la mirada la jarra que, estaba seguro, había llevado la noche anterior a su dormitorio. No la encontró. —Agua —jadeó. Se incorporó de un salto, perdió el equilibrio y chocó contra la pared de piedra. El hombro se le entumeció al instante; el cerebro empezó a dar gritos de agonía en su cabeza.

Anhira

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Relato de género fosco sobre arañas traviesas

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Un relato que me costó muchísimo escribir. Fue en una época en la que estaba baja de

inspiración, y creo que se nota. Sin embargo, lo logré, y tal vez por ese esfuerzo el

relato tiene todo mi cariño pese a que, como podréis comprobar, es a ratos un poco

desagradable —como se supone en un género como éste—.

ANIHRA

Despertó empapado en sudor, con la lengua pegada al paladar y un sabor de boca

repulsivo, a vómito, heces y algo que le recordó horriblemente al aceite de freír

reciclado. El guacamole, pensó, tanteando desesperadamente en busca del vaso de agua

que siempre dejaba sobre la mesilla de noche. Lo empujó con la mano temblorosa; el

vaso osciló un instante al borde del mueble y después cayó al suelo, rompiéndose en mil

pedazos que se clavaron en sus sienes doloridas como mil astillas de hielo. Mierda.

Cerró los ojos y se llevó la mano a la frente. El eco del ruido del vaso al romperse

golpeó su cerebro con la fuerza de un martillo pilón.

Pataleó para librarse del estrecho abrazo de las sábanas, que se obstinaban en

enredarse en sus piernas, y finalmente se las arrancó de un tirón y cayó rodando al suelo

cubierto de fragmentos de cristal. El dolor de cabeza era tan intenso que ni notó la suave

mordedura de los cristalitos en la piel. Gimiendo, apoyó las palmas en el suelo y se

irguió con esfuerzo, buscando con la mirada la jarra que, estaba seguro, había llevado la

noche anterior a su dormitorio. No la encontró.

—Agua —jadeó. Se incorporó de un salto, perdió el equilibrio y chocó contra la

pared de piedra. El hombro se le entumeció al instante; el cerebro empezó a dar gritos

de agonía en su cabeza.

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Logró abrir la puerta del dormitorio y avanzó dando tumbos hasta llegar al

lujoso baño, tan incongruente en el interior de la cabaña de diseño prehistórico; se

agarró con fuerza al grifo del lavabo para no volver a caer redondo al suelo. Inspiró,

cerró los ojos, abrió el grifo y metió la cabeza debajo del chorro de agua helada,

golpeándose la nariz con la pila. Gruñó de dolor, dejó que el agua empapase su pelo

revuelto y después abrió la boca bajo el grifo y bebió a grandes tragos. El agua le hizo

daño en los dientes; el sabor metálico de la sangre y del cloro se le pegó a la lengua.

Bebió hasta que le dolió la garganta, y siguió bebiendo hasta que creyó estar a

punto de ahogarse. Después se incorporó, dejando que el agua corriese en riachuelos

fríos como el deshielo por su rostro y su pecho, y se enfrentó a su imagen en el espejo.

Parpadeó al ver la piel amarillenta y tirante. Parecía tener sesenta años más de

los que su carnet de identidad decía que tenía.

—Muchacho —suspiró, estudiándose las ojeras y los poros dilatados—, creo que

ya no tienes edad para estas tonterías.

Se pasó la mano por la cara: necesitaba un afeitado urgente, a juzgar por la

aspereza de la piel. Por un momento pensó que sus recuerdos estaban equivocados y que

en realidad no había llegado a afeitarse la tarde anterior, justo antes de salir a “tomar

una copa” que se había prolongado hasta que fue incapaz de mirar el reloj para

comprobar la hora.

Qué asco, pensó sacando la lengua, que le miró con reproche mostrando en todo

su esplendor un enfermizo color blanquecino. Cogió el cepillo de dientes, puso un poco

de dentífrico y se lo embutió en la boca; después, sin molestarse en empezar a cepillarse

los dientes, se quitó la camiseta y la tiró a un rincón.

Su imagen desnuda le saludó desde el espejo cuando puso un pie en la

blanquísima bañera.

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—Estás echando tripa, Héctor —murmuró, haciendo ademán de cogerse el

michelín con la mano y desistiendo antes de tocar su piel. Se encogió de hombros,

ahogó un maullido de dolor cuando su cráneo golpeó contra una de las paredes de su

cráneo, y se inclinó para abrir el grifo de la ducha.

Lejos de despejarlo, la ducha lo sumergió en una ensoñación inundada de

imágenes sin sentido y teñida de rojo. Más aturdido de lo que estaba al despertar,

intentó hacer caso omiso de su malestar y sólo logró que su mente se negase a tomar

conciencia de su cuerpo.

No fue capaz de vestirse de nuevo. Ni siquiera se secó. No recordaba haber

cerrado el grifo, ni haber salido de la bañera; el resto del día lo pasó atrapado en un

extraño sueño en el que se veía a sí mismo, empapado, enredado en las sábanas

calientes y húmedas, temblando de frío y de angustia. El dolor de cabeza arreció hasta

convertirse en una punzada constante que atacaba sus sienes con saña. Las imágenes

parpadeantes de la televisión bailaban ante sus ojos vidriosos, y su mente flotaba en un

lugar entre el sueño y la realidad. Algunas de las escenas de la noche anterior aparecían

en su cabeza como surgidas de una película. La barra de un bar. Una pista de baile

abarrotada de hombres y mujeres sudorosos bailando frenéticamente. Unos ojos negros.

El vaso en la mano, los infinitos destellos de los hielos a medio deshacer brillando bajo

las luces coloreadas de una discoteca al aire libre, una playa, el agua negra lamiendo la

arena.

Una náusea.

Jadeó, posó el dorso de la mano sobre la frente y cerró los ojos.

Recordaba haber respondido con un gemido a las preguntas de la preocupada

mujer encargada de la limpieza cuando ésta, creyendo que el pequeño bungalow estaba

vacío, entró a hacer las camas y lo encontró acurrucado en el nido que había formado

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con las sábanas. Su suave acento hispanoamericano, lejos de reconfortarlo, lo enervó

hasta el punto de erizarle el vello de la nuca.

— ¿Será un virus? —preguntó Carlos, intranquilo, cuando regresó a media tarde

alertado por la agitada mujerona. Tenía los ojos negros, como los de aquella otra

mujer... Los de Carlos brillaban de inquietud; los de ella habían brillado de deseo, los

labios entreabiertos, los párpados casi cerrados, el rostro enmarcado por el suave pelo

moreno.

—Sólo es una resaca, nada más —murmuró cerrando los ojos. Emitió un suspiro

cuando su dolorida cabeza volvió a posarse en la almohada. La sonrisa burlona de

Carlos no logró atravesar sus párpados cerrados, ni diluyó la preocupación que

distorsionaba los habitualmente risueños rasgos de su amigo.

—Por Dios, ¿qué bebiste ayer?

Héctor no contestó. Volvió a posar la mano sobre su frente ardiente, sin

molestarse en sujetar la sábana que, con el movimiento, resbaló sobre su piel y dejó al

descubierto su cuerpo pegajoso.

Carlos soltó una exclamación ahogada.

— ¿Qué es eso? —preguntó, acercándose a la cama. Héctor abrió un ojo.

— ¿Qué es qué?

Siguió con el ojo la dirección que señalaba el dedo de Carlos, y posó la mirada

sobre su propio estómago desnudo. Parpadeó para enfocar su visión y abrió el otro ojo.

Allí, justo debajo del ombligo, había un bulto del tamaño de un puño y un intenso color

rojizo.

—Parece una picadura —murmuró Carlos, inclinándose sobre él. Alargó la

mano y posó el dedo sobre su abdomen: fue como si el dedo se hubiera convertido en un

cuchillo al rojo vivo que atravesase piel, carne y vísceras hasta salir por el otro lado.

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Héctor dio un chillido y se llevó las manos a la tripa; el dolor le agarrotó los músculos y

ascendió, ardiente y helado, hasta oprimirle los pulmones. Luchó por tomar aire y

resolló.

—Jo…der —jadeó, arqueando la espalda en un movimiento involuntario. Carlos

se había apartado de un brinco, y lo observaba con los ojos muy abiertos.

— ¿Qué… qué ocurre? —preguntó, alarmado—. ¿Tanto te duele?

Héctor hizo un esfuerzo por sonreír.

—No. Es que… no quería que… me tocases, idiota —murmuró—. No eres mi

tipo, lo siento.

Carlos lo miró con escepticismo durante varios siglos, y después soltó un bufido.

—Vale. Voy a por un médico. —Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta

entreabierta, que dejaba entrever el verdor de la exuberante vegetación que luchaba por

abrazar al bungalow, el impactante color azul del mar.

—No… —se atrevió a intentar decir Héctor, y estuvo a punto de vomitar cuando

el estómago se contrajo en un nudo de dolor.

—No seas imbécil. Aquí hay bichos feos de cojones, tío —respondió Carlos,

volviéndose a medias para mirarlo desde la puerta—. No vaya a ser que te haya mordido

justo el que es venenoso. Si es que te metes en todos los charcos, joder… —Sacudió la

cabeza y se marchó antes de que Héctor tuviera tiempo siquiera de tratar de responder.

Resopló cuando la puerta se cerró con un fuerte golpe, y volvió a gemir de dolor.

Pero qué mal me encuentro, por Dios… Sentía la piel caliente, y seguía embriagado por

la sensación de irrealidad y de mareo que siempre había atribuido a los estados febriles.

Intentó levantarse, pero sus miembros ya no parecían suyos: obedecían las órdenes de

una mente distinta, una mente que no debía saber exactamente cómo había que

coordinar los brazos y las piernas para no obligar al cuerpo a avanzar dando bandazos

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como el de un borracho. Se dejó caer de nuevo sobre el lecho y cerró los ojos, tratando

de mantenerse despierto y, al mismo tiempo, deseando que el sueño mitigase el dolor y

el malestar y cubriese su maltrecho cuerpo con un sudario de paz.

¿Era realmente la picadura de un bicho lo que le había dejado en semejante

estado? Cuando lograba pensar con claridad sólo podía ver la posibilidad con cierto

escepticismo. Sólo es una resaca un poco fuerte, se repetía, ya no soporto el alcohol

como antes… O tal vez su cuerpo no estaba acostumbrado al ron que servían en el bar

instalado a pie de playa, y que los lugareños bebían como agua. Agua. Alargó una mano

para coger el vaso inexistente, y el brazo cayó hasta golpear el colchón.

Unas luces brillaron tras sus párpados cuando cerró los ojos con fuerza. Luces de

colores, colgadas sobre su cabeza, compartiendo los cables con pequeños farolillos de

papel. La pegadiza música se colaba en su sangre como el veneno de un escorpión,

obligándolo a bailar, a bailar y a seguir bailando, pegado al cuerpo de ella, cediendo en

su abrazo sólo el tiempo justo de dar un trago al vaso que, milagrosamente, nunca se

vaciaba. Y la piel oscura de ella, como seda bajo sus dedos, los pequeños granos de

arena adheridos a sus piernas y brillando como polvo de oro entre sus cabellos negros…

Gimió cuando el dolor se unió a una nueva punzada de deseo, oprimiendo su

vientre y extendiéndose por su espalda. Un escalofrío sacudió todo su cuerpo. Sí,

cualquier cosa habría podido deslizarse bajo sus ropas, o haber aprovechado su

desnudez para morderlo. Un insecto, una serpiente. Si le hubiera mordido un tigre no se

habría enterado, tan intenso era el éxtasis que sentía mientras recorría todo su cuerpo

con las manos. No habría notado ni la mordedura de un tiranosaurio.

Su espalda volvió a arquearse por voluntad propia mientras recordaba la

sensación de sus piernas enredadas en las de ella. Y entonces el dolor volvió, más

intenso que antes, asfixiando sus recuerdos y devolviéndolo a la habitación del

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bungalow, al agobiante ambiente lleno de humedad y de olor a sudor.

—…parece una mordedura de un animal, tal vez una serpiente… —oyó

murmurar junto a su cama. Carlos intentaba hablar en susurros, pero su voz se clavaba

en los oídos de Héctor como una cuchilla.

Junto a él se inclinaba una mujer. No era ella. Ni era tampoco la regordeta mujer

de la limpieza que había acudido esa mañana a hacer las camas. Era una anciana de

aspecto estrafalario que hizo parpadear a Héctor; por un instante creyó haber sido

trasladado a otra época, a un siglo en el que ellos dos no habrían sido tratados como

turistas sino como conquistadores, como dioses.

Su piel era seca y apergaminada, oscura como el cuero viejo, y llevaba el pelo

negro repleto de canas partido por una raya en mitad de la cabeza y sujeto hacia atrás

con una trenza larga y fina. Tenía los dientes demasiado grandes para la boca, de sonrisa

fácil, que mostraba en esos momentos con desagradable generosidad. En la densa

penumbra del dormitorio Héctor acertó a vislumbrar el vestido de colores chillones y la

chaqueta de punto repleta de dibujos hechos con lana, caritas tan sonrientes como las

del cuerpo que cubrían y que parecían mirarlo con curiosidad malsana.

No tuvo fuerzas para apartarse cuando la mujer extendió la mano y apartó la

sábana que tapaba a medias su hinchado abdomen. Se mordió el labio, tensando los

músculos, esperando sentir en cualquier momento el agudo dolor de su mano sobre el

estómago…

La mujer se quedó paralizada con el brazo en el aire y los ojos desorbitados.

Empezó a mascullar palabras en una lengua que Héctor no había oído en su vida.

Sonaba como los balbuceos de un recién nacido recibiendo las carantoñas de sus padres,

aunque no había nada que pudiera parecerse menos a un bebé que aquella anciana que

gritaba incoherencias mientras se alejaba de la cama, mirándolo como quien mira a un

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alacrán que acaba de aparecer debajo de una piedra.

—¡Anihra, Anihra! —exclamó, señalándolo con un dedo tembloroso—.¡Anihra!

Y, con un último “¡Anihra!”, giró sobre sus talones y salió corriendo, abriendo la

puerta con un fuerte golpe y desapareciendo de la habitación a una velocidad impropia

de sus viejos huesos.

—Vaya dientes —murmuró Carlos con la vista clavada en la puerta—. Si le

arrea un mordisco a un árbol, hace una canoa… —Se volvió hacia él—. ¿De qué iba

todo ese rollo de “Amira”?

—Anihra —corrigió Héctor. Pronunciar la palabra le provocó un repentino

escalofrío.

—Eso me pasa por hacerle caso al conserje —masculló Carlos, irritado. Miró a

la cama y suspiró—. Voy a buscar a un médico de verdad, ¿eh? No te muevas de aquí.

—Vale —sonrió él débilmente, y levantó una mano a modo de despedida. No

pudo sostenerla en alto más que unos pocos segundos; la dejó caer de nuevo sobre su

pecho. Se estremeció.

La suave brisa del mar que agitaba su pelo también le había provocado un

escalofrío, pero había sido su mirada, los ojos redondos y negros, tan grandes que

parecían no tener iris, la que le había hecho temblar. En la cama empapada de sudor y

lágrimas, Héctor se dejó llevar una vez más por el recuerdo, el sabor dulzón del ron en

el paladar, la música, las parpadeantes luces de colores, y sus ojos, más embriagadores

que la bebida que sostenía en la mano… El olor a sal y a arena mojada todavía se

adhería a su nariz. Y un aroma más penetrante, a peligro, a algo prohibido, a almizcle y

a orquídea, a deseo. El deseo de ella, su propio deseo.

—Eres hermoso —volvió a oír el suave susurro en su oído, el susurro que le

había acariciado el cuello y la mejilla la noche anterior—. Sólo por eso cualquier mujer

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te elegiría…

Y el tacto rugoso de la arena bajo su cuerpo, los pequeños granitos pegándose a

la piel, formando una costra sobre los miembros entrelazados, las largas piernas de ella

rodeando su cintura, sus manos acariciando suavemente sus hombros y sus brazos…

Suspiró, tembloroso, recordando el olor de su pelo, que lo había embriagado al enterrar

el rostro en su cuello. El leve gemido de ella cuando la penetró, un sonido que le había

enloquecido y había convertido el deseo en una punzada aguda que se enroscaba en su

estómago, tan cercano al dolor que estuvo a punto de gemir él también. Y en lugar de

calmarse, la sensación se había ido incrementando mientras se aferraba a ella, el éxtasis

mezclándose con un agudo suplicio en un remolino líquido que amenazó con hacerle

perder el conocimiento.

Gritó al mismo tiempo que el Héctor de su recuerdo aullaba de placer, torturado,

y se encontró a sí mismo incorporado en el lecho, desnudo y aquejado por temblores tan

violentos que sacudían la cama entera. Miró a su alrededor, a la impenetrable oscuridad,

a la dolorosa soledad del dormitorio, y gimió, bajito.

—Tengo miedo —murmuró. Hundió el rostro en las palmas de las manos, pero

vaciló antes de cerrar los ojos. Las imágenes que aparecían en la acogedora oscuridad

de sus párpados eran demasiado… perturbadoras. Demasiado increíbles. Demasiado…

Ahogó un gemido de sorpresa y miedo cuando su estómago se contrajo en un

espasmo que envió oleadas de agonía por su pecho, por su espalda, por sus piernas,

tensando los músculos, estirando su cuerpo hasta que temió estar a punto de dislocarse

todos los huesos. Abrió la boca en un grito mudo y se llevó las manos al vientre

abultado, que parecía arder bajo sus dedos, la carne a punto de disolverse al calor de un

fuego que bailaba en su interior, un fuego cuyas llamas eran el dolor más puro y más

agudo que había sentido jamás. Tal fue el tormento que no pudo siquiera emitir un grito,

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y de su garganta cerrada y rígida sólo brotó un lamento casi imperceptible.

—Deberías sentirte honrado —susurró una voz en su oído.

Abrió los ojos.

Ella estaba inclinada sobre su lecho, sus ojos negrísimos clavados en él, una

media sonrisa adornando el rostro liso y alargado, el cabello oscuro acariciando sus

mejillas y su frente. Un brillante collar de cuentas negras ceñía sus sienes. Tan hermosa

que Héctor tuvo que hacer un enorme esfuerzo por respirar, y aun lográndolo estuvo a

punto de ahogarse, incapaz de apartar la mirada de su cara.

No recordaba su nombre.

—Anihra —sonrió ella, como si hubiera leído el interrogante en su mente—.

Deberías sentirte orgulloso —repitió, y acarició con ternura su frente enfebrecida.

Héctor jadeó—. Lo sé —susurró—, no es fácil ser el esposo de una diosa… Pero tú lo

estás haciendo muy bien, esposo mío.

¿Una diosa? Héctor frunció el ceño bajo su caricia. Ella rió con suavidad y posó

un dedo sobre sus labios.

—Shhh. No hables. —Recorrió el dibujo de su boca con la yema, sin dejar de

sonreír al ver los inútiles esfuerzos de Héctor por incorporarse—. Tan digno, mi amor…

Pero ya no es necesario. Has cumplido tu parte, y serás recordado… por siempre,

esposo mío.

Mi esposo. ¿Qué le había murmurado al oído la noche anterior, cuando él se

había hundido en su cuerpo? Un dios. Eres un dios… Se había sentido tan halagado, tan

satisfecho…

—El esposo de la Diosa —asintió Anihra, leyendo sus pensamientos—. “Y dará

a luz a su progenie, y su progenie llenará los cielos y la tierra, oscureciendo la luz del

sol. Y los hombres gritarán en la noche infinita…” Deberías sentirse orgulloso, esposo

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mío. No eras nada, nadie, y yo te he convertido en un dios. Tus hijos reinarán a mi lado,

y mi reinado te lo deberé a ti… Pues tú eres su padre y su madre, su alimento y su cuna,

y no hay mayor honor para un hombre que dar vida a sus hijos.

Con una última caricia, se incorporó y recorrió su cuerpo sudoroso con la

mirada, hasta detenerse en su vientre. Con un gesto descuidado se apartó el pelo de la

cara, dejando al descubierto lo que Héctor había creído una tiara de piedras negras, en

realidad otros tres pares de ojos redondos y relucientes, engastados en su frente, que se

clavaban en la hinchazón de su estómago.

Aterrado y al mismo tiempo fascinado, Héctor hizo caso omiso del escalofrío

que trepó por su espalda y del nudo que oprimía sus entrañas, hasta que el dolor se hizo

tan intenso que pareció que sus mismas vísceras se desgarraban.

El brillo de satisfacción en los ojos de ella, en los ocho ojos, le heló la sangre en

las venas. Alzó la cabeza y se miró. Y abrió la boca, horrorizado, al ver cómo el bulto

que deformaba su vientre se agitaba, expandiéndose y contrayéndose, provocándole un

dolor blanco, insoportable.

Soltó un alarido de horror y de agonía cuando la carne de su abdomen se

desgarró y de la herida abierta brotó una, dos, una decena de pequeñas arañas que se

abrían paso rasgando la piel y el músculo con sus fuertes mandíbulas. Las decenas se

convirtieron en cientos, miles de patas negras que correteaban por su cuerpo desnudo,

cubriendo cada centímetro de su piel, mordiendo su carne con la glotonería propia de

los recién nacidos.

Gritó de nuevo, y siguió gritando hasta que una de las arañas tanteó sus labios,

se introdujo en su boca y lo obligó a callar mordiéndole la lengua. El asco se unió

entonces a la tortura de los cientos de mandíbulas, de las boquitas ansiosas de sus hijos,

que mamaban sangre y carne del cuerpo de su padre como bebés demoníacos que se

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alimentasen de la vida del que les había dado la suya.

En mitad del torturante dolor que lo alejaba de la cordura, imperceptible y al

mismo tiempo más horrenda que los mordiscos que desgajaban su carne, sintió la suave

caricia de una minúscula patita en el lagrimal del ojo.