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El Poder:Una aproximación teórica a su fundamento constituyente

Primera Edición, 2005

D.R.© 2005 Instituto Electoral del Estado de MéxicoPaseo Tollocan No. 944 Santa Ana Tlapaltitlán, Toluca, México

ISBN 970-9785-15-X

Las opiniones expresadas en el presente documento son total y completa responsabilidad del autor.

Impreso en México

ÍNDICE

Presentación 11

Prólogo 13

Introducción. El poder en el nuevo espíritu de los tiempos 17

Capítulo primeroUn tema diferido 27

1. Michel Foucault. La Microfísica del poder 31 1.1. Prontuario de alusiones 33 1.2. Algunas aportaciones y una ausencia fundamental 44 1.3. Nuestras inferencias 56 2. Adolfo Sánchez Vázquez. Entre la realidad y la utopía 60 2.1. Poder y explotación 62 2.2. Poder y Estado 68 2.3. El poder y su extinción 73 3. Guglielmo Ferrero. Sobre el poder eficaz como Estado legítimo 79 3.1. Un “bien supremo” 82 3.2. Los genios de la polis 84 3.3. Al César lo que es del César 91 4. Hannah Arendt. Política de vida señorial; política de vida humana 96

Capítulo segundoLa búsqueda del fundamento perdido 121

1. En la filosofía clásica alemana 125 1.1. Federico Guillermo José Schelling (1775-1854) 125 1.2. Jorge Guillermo Federico Hegel (1770-1831) 130 1.3. Arturo Schopenhauer (1788-1860) 144 1.4. Federico Nietzsche (1844-1900) 149 1.4.1. Preliminar 151 1.4.2. Modernidad y nihilismo 152 1.4.3. Poder y voluntad de poderío 158 1.4.4. Final: el punto de partida 163

Capítulo terceroEl fundamento del poder 169

1. Una expresión cercana al fundamento 172 2. El doble carácter 175 3. La composición del fundamento que se enajena por el Poder 184

Conclusiones 191 Bibliografía 203

ÍNDICE DE CUADROS

Cuadro 1. Alusiones al poder en Microfísica del poder de M. Foucault 46

Cuadro 2. El carácter de las alusiones al poder en Microfísica del poder de M. Foucault 57

Cuadro 3. Elementos del pensamiento político de Hannah Arendt 115

Cuadro 4. El fundamento humano en algunos filósofos 167

Cuadro 5. Composición estructural del fundamento del humano vivir 198

Cuadro 6. Composición del fundamento humano en una delimitación histórica: México 200

ÍNDICE DE FIGURAS

Figura 1. Componentes del fundamento del humano-vivir que son enajenados por el poder 189

Figura 2. Fundamento de la vida humana 197

El autor agradece a Celia Elizalde Santamaría

por el cuidado de la edición de este texto

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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PRESENTACIÓN

Hablar hoy en día del poder es un tema de enorme vigencia y trascendencia tanto en la teoría como en la práctica de cualquier persona. Basta hacer una pequeña reflexión sobre el polémico término del “poder”; cuando lo evocamos inmediatamente aparecen conceptos como dominación, fuerza, violencia y, por consiguiente, obediencia.

Sin embargo, el propósito de este trabajo no es conceptualizar exhaustivamente el tema del “poder”, tampoco demarcar su zona de acción; el hilo conductor es esclarecer la relación entre la vida social y el poder para establecer los preceptos con los que se origina y sustenta éste.

Para ello, en el primer capítulo, “Un tema diferido”, el autor plantea de manera brillante un recorrido teórico por algunos textos de Michael Foucault, Adolfo Sánchez Vázquez, Guglielmo Ferrero y Hannah Arendt; quienes al reflexionar sobre el tema del poder definen y explican cómo se ejerce, pero no logran dilucidar cuál es su fundamento constituyente, no sólo en el ámbito político y jurídico, sino también en el ontológico, campo que se refiere al estudio del Ser en general y de sus propiedades trascendentales, metafísicas.

De ahí proviene el segundo capítulo: “La búsqueda del fundamento perdido”. Éste muestra a cuatro autores alemanes: Schelling, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, que abordan el tema del Ser como realidad.

Tras esta exposición teórica sobreviene el tercer capítulo, denominado “Fundamento del poder”, donde se complementan ambas posturas teóricas para encontrar respuesta a las interrogantes que plantea en definitiva el desarrollo pulcro y acucioso de esta investigación: ¿Qué funda el poder?, ¿Cuál es su realidad constituyente? Así, finalmente se llega al apartado donde Armando Martínez expone sus conclusiones intentando responder el cuestionamiento rector.

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Armando Martínez Verdugo

Así, con la publicación de esta obra, el IEEM tiene una vez más la oportunidad de hacerla llegar a todos aquellos que se encuentran interesados en la materia política democrática, cumpliendo con ello uno de sus más altos fines: difundirla; por otro lado, abre espacios para que los estudiosos den a conocer documentos de la envergadura del que hoy se presenta, y para que se acerquen a este órgano electoral.

Isael T. Montoya ArceConsejero Electoral

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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PRÓLOGO

El presente texto deja en manos del lector los resultados preliminares de una primera indagación que esperamos continuar en los próximos años.

El tema se refiere a una aproximación teórica a los contenidos fundamentales del poder, con lo cual intentamos caracterizar esta relación tan determinante en la vida de los seres humanos.

Hablamos de aproximación teórica en un doble sentido. Por una parte, como búsqueda de las explicaciones pertinentes sobre este fenómeno social, específicamente los componentes que le estructuran, a partir de lo cual podría estudiarse su génesis, su desarrollo, su ejercicio actual y sus probables desenvolvimientos, es decir, queremos hacer intelegibles los contextos sociales en cuyo seno surgió y se ha desarrollado el poder, que le han dado tesitura y sus posibilidades de realización. Por otra parte, queremos hacer patente que sólo se trata de un acercamiento al problema de estudio; no pretendemos exponer conclusiones definitivas y categóricas.

El aspecto fundamental de nuestro trabajo es teórico, es decir, explicativo y no tanto interpretativo. En consecuencia, no abordamos los fundamentos culturales, espirituales, psicológicos del poder1; tampoco indagamos prioritariamente casos específicos. No se piense, sin embargo, que en nuestra investigación no hubo interpretación en absoluto y que estuvo ausente la práctica, no sólo porque toda teoría, como sabemos desde los griegos, es un constante peregrinar en busca de explicaciones —en búsqueda de los atributos fundamentales de Dios, o sea, de la totalidad y el absoluto real, decían los helenos—, es decir, un accionar intelectivo, esto es, una práctica. En esta indagación, en todo momento estuvieron presentes nuestras actividades socio-políticas personales y colectivas que desde hace tiempo nos han remitido al problema del poder. La lucha social que desde hace años hemos emprendido ha favorecido algunas de las construcciones teóricas alcanzadas.

1Aunque no dejamos de hacer algunas referencias de este talante cuando revisamos algunos aspectos (el miedo) de la obra de Guglielmo Ferrero (1998).

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Armando Martínez Verdugo

Con el problema del poder como objeto de investigación, nos ocurrió lo mismo que con la cuestión de los métodos de investigación. A medida que intentábamos desentrañar las necesidades y los reclamos de distintos sectores de la población —los estudiantes, los campesinos, los obreros, los indígenas—, sus requerimientos y propuestas, expresados como demandas sociales, resultaba obligado descifrar cómo hacerlo (lo que nos remitía a los métodos) y desentrañar el carácter de las imposibilidades y resistencias para que las necesidades fueran expresadas y satisfechas, lo que invariablemente nos enviaba a la cuestión del poder.

No se piense que esta remisión resultó inmediata y directa. Durante mucho tiempo consideramos que las sujeciones y los mecanismos de contención tenían que ver específicamente con el Estado, con el derecho y, naturalmente, cuando nos referíamos al poder lo reducíamos a estos ámbitos. Cada reflexión inquiriente y cada intento de llegar al fundamento de los movimientos sociales específicos nos permitía entrever la complejidad del problema, hasta llegar a la actual certeza de que el fondo de las necesidades radicales de los pueblos, de las sujeciones y contenciones para que los individuos y las colectividades las conozcan, las conviertan en requerimientos y exigencias y, finalmente, las realicen, es el poder. En torno a éste giran las contradicciones fundamentales del mundo humano desde hace muchos años, y en nuestros días el poder sigue siendo el sustento de los conflictos más significativos.

De suyo se comprende que si el poder tiene ese lugar en las relaciones sociales, su estatus le convierte en un obligado y permanente objeto de la investigación social.

Cuando de una manera clara convertimos al poder en nuestro problema de indagación científica, tuvimos una doble motivación. En primer lugar, la que hemos expuesto hasta aquí, que atañe a la necesidad que se adquiere en el movimiento social de esclarecer las causas de fondo de los problemas de la población. En este caso, uno se convierte en investigador comprometido con el problema que se investiga, envuelto en toda su dinámica. Desde nuestro retorno a México, después de haber concluido estudios en la Unión Soviética, buena parte de nuestra vida fue dedicada a actividades de este tipo. En ellas, una y otra vez el problema del poder se reveló como una de las cuestiones fundamentales de la

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sociedad mexicana contemporánea, una cuestión, por lo demás, poco estudiada en nuestro país. Si bien durante estos años logramos elaborar algunos ensayos, no destinados a su publicación sino a proporcionarnos elementos para la práctica social, la necesidad de profundizar esos estudios iniciales quedó como un cometido académico vital.

Un segundo motivo nos llevó a indagar sobre el problema del poder, motivación de carácter solo institucional, pero que perfectamente se entrecruzó con la primera motivación. Nos referimos a que el ingreso al Doctorado exigió la presentación de un proyecto de investigación, que debía traducirse en la correspondiente tesis profesional. El tema elegido fue el del poder y el texto de la tesis el que el lector tiene en sus manos.

La plena coincidencia de las motivaciones individuales e institucionales nos ofreció condiciones que favorecieron esta investigación; fue de gran utilidad la importante literatura sobre el Estado y el derecho que por motivos de trabajo habíamos revisado durante muchos años. Gracias a este acopio, no nos resultó especialmente difícil arribar a la línea de diferenciación entre el Estado y el poder y ubicar sus nudos de identidad.

En la presente investigación también enfrentamos dificultades, sobre todo relacionadas con la escasa tradición mexicana de estudio del poder. En la literatura sociológica y de ciencia política, es corriente el uso de esta categoría como sinónimo de Estado y, en un sentido instrumental, como mecanismos de dominación y políticas públicas. La misma práctica política, los mismos movimientos sociopolíticos mexicanos, están preñados de un predominio importante de tradición liberal, que se une y sustenta en una tradición del mismo signo en la conceptuación del poder. Esto equivale a lo que ya hemos señalado: una consideración y una reflexión legal, hecha desde la perspectiva del derecho, prima en el pensamiento sobre el poder y domina en la resistencia social en México. Por lo demás, en nuestro país muy poco se discute en torno al poder; se le da por tema sabido.

Para terminar estas palabras preliminares, queremos dejar constancia de profundo agradecimiento a todos los profesores del Doctorado en Ciencias Agrarias de la Universidad Autónoma Chapingo.

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INTRODUCCIÓN

El poder en el nuevo espíritu de los tiempos

Si metódicamente siempre ha sido obligado preguntarse en qué momento de la realidad se reflexiona sobre tal o cual problema social, la situación presente hace aún más obligada aquella interrogación.

El sociólogo chileno Sergio González Moena (1998) recuerda que vivimos una época extraordinaria a la que Edgar Morin justamente ha llamado “de aceleración de la historia”. En una de sus obras fundamentales, Morin (1993: 15) caracteriza esta época de “era planetaria”, un momento en el que todas nuestras sociedades se han hecho “crísicas”, no sólo a nivel general pues también “lo son la familia y el hombre mismo. Crísico también es nuestro planeta y el universo” (González Moena, 1998).

Los problemas sociales en general y específicamente en su relación con el poder son hoy problemas de nuevo tipo, pues competen a toda la humanidad y son propios al planeta tierra en su conjunto, a su sobrevivencia y a la necesidad de hacerlo humanamente habitable. Su nuevo carácter está estrechamente ligado con el actual desarrollo del capitalismo y a la profunda crisis de civilización a la que ha llegado la actual evolución de dicho sistema. Como lo han señalado Guattari y Negri (1999), en los momentos actuales no resulta exagerado hablar de “punto de catástrofe” al que ha sido conducida la humanidad.

En la nueva situación planetaria, tres series de transformaciones materiales afectan sustancialmente la calidad, las dimensiones y la forma del “producir social” hegemónicamente capitalista, lo cual reubica de manera nueva —sobre todo en las últimas décadas— los problemas sociales.

En primer lugar, se verifica una asimilación sostenida de la sociedad a la lógica del desarrollo capitalista; las relaciones propias a la fábrica, que Marx caracterizara como despotismo fabril, se extienden al conjunto social de tal manera que las mismas esferas de la reproducción son sometidas (se subsumen) a la “semiótica

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Armando Martínez Verdugo

del capital” (Guattari y Negri, 1999). La salud, la educación, la familia, el uso de los recursos naturales, el descanso y el tiempo libre, la vida habitacional y en general la vida personal, son dominados plenamente, se efectúan y realizan como componentes inseparables de la producción capitalista.

En segundo lugar, se observa una crisis de lo político como agotamiento de la institucionalidad y de las relaciones de dominio y mando que prevalecieran en México hasta los años setenta, así como una falta generalizada de capacidad para transformar a las instituciones que no corresponden a la nueva socialidad que implica la plena extensión del despotismo fabril a toda la vida social.

Un tercer fenómeno se refiere a la conformación de nuevas subjetividades colectivas en la escena de las transformaciones sociales (Guattari y Negri, 1999), nuevas fuerzas sociales, nuevas actitudes, nuevas voluntades, que no sólo reclaman mutaciones de nuevo tipo, sino que lo hacen con nuevos lenguajes y diferentes representaciones.

Esta nueva fase del desarrollo del capitalismo2 ha implicado la instauración de un “nuevo orden”, conseguido mediante un poderoso desorden, tanto interno —social y económico— como externo —ecológico—, el cual ha profundizado aún más las necesidades energéticas del sistema y, consecuentemente, ha gestado un enorme impacto medioambiental del modelo productivo (Fernández Durán, 1993: 44). Este “nuevo orden” ha acelerado la disolución y absorción de estructuras previas “que tenían un mayor grado de orden interno y una relación más equilibrada con el medio”, sobre todo porque se sustenta en “un aumento constante del consumo energético” (Fernández Durán, 1993: 21). Asimismo, ha fortalecido o ha dado pie a nuevos valores, propios a un nuevo modelo cultural, como son la afirmación del enriquecimiento y del éxito individual, a través de la competitividad, como sustituto de cualquier proyecto social o colectivo; el consumo como única vía para la satisfacción de las necesidades humanas o personales; la mercantilización de las relaciones personales eliminando otros lazos de solidaridad y cooperación; el predominio

2 Unos le llaman Capitalismo Mundial Integrado, otros Economía Global o Economía Mundo, y unos más Capitalismo Avanzado. Cf. Fernández Durán, 1993:44.

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de los valores urbanos sobre otras formas culturales más acordes e integradas con el medio; la fe en el desarrollo tecnológico sin límites y en el “progreso”; la ruptura de lazos con la tradición y con la experiencia de generaciones pasadas; la ineludible desaparición de lo comunitario absorbido por lo estatal o lo privado (Fernández Durán, 1993: 61). Estos valores constituyen el fundamento de lo que Fernández Durán (1993: 61-62) denomina “cultura hegemónica a escala planetaria”, que se ha desarrollado “junto con la desaparición de la llamada cultura obrera” y el predominio de lo que este autor (1993: 63) designa como la “ideología del consenso social”, consenso que se establece “en torno al proyecto y a los intereses de los sectores económicos hegemónicos”.

La realidad actual es nueva en muchos sentidos, aunque reitera y profundiza viejas tendencias. Ya Hannah Arendt (1997: 27-28) señalaba que el mundo como espacio público se ha ido deshabitando y ya no ilumina, ya no permite hacer visible el quién, lo que hoy es categorizado como la desertización de la humanidad.

Ya desde 1963, en una serie de trabajos manuscritos y breves conferencias, Adorno y Horkheimer (1971: 41) habían señalado que “el desarrollo hacia la sociedad total es acompañado, inevitablemente, por el peligro de la aniquilación total de la humanidad”, circunstancia que en nuestros días se verifica plenamente. Años antes, estos dos autores (1979: 201-202) habían apuntado que el presente desarrollo de la sociedad burguesa traía consigo el predominio de una razón “desvinculada, cierta de sí misma” que “se resiste a la mezcla con el ser...”, una razón subjetiva que “tiene que ver, ante todo, con la relación entre finalidades y medios, con la adecuación de los modos de comportamiento a los fines, que... se aceptan... sin someterlos... a una justificación razonable”. Ambos autores (1979: 204) hablan de que la razón ha entrado en una crisis en virtud de que el pensamiento actual “es incapaz de captar la idea de lo objetivamente razonable (y porque) a todos los conceptos fundamentales se les ha despojado de la sustancialidad, convirtiéndose... en cáscaras formales...” que sólo sirven “a la organización de un material de saber para quienes

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puedan disponer hábilmente de él” (1979: 207)3. En este “espíritu de los tiempos”, aquellos conceptos no pasan de ser “recursos o recetas”, que ya no se forjan en el “duro trabajo concreto teorético y político, sino... mediante... un decreto filosófico”. En medio de una verdadera “departamentalización de la cultura” (1979: 205) hasta el lenguaje se ha transformado “en una mera herramienta” (1979: 207) y “la ciencia... se agota en hechos y en números” (1979: 208)4.

Toda la llamada Escuela de Frankfurt, y en especial estos dos autores, previó los desenlaces fundamentales de la evolución actual del capitalismo y, en esa medida, constituye un verdadero símbolo de la crítica al desarrollo instrumental de la vida intelectual de las sociedades modernas, y una fuente necesaria para caracterizar de manera multilateral la situación presente.

No obstante que desde la postguerra inmediata, rubicón desde el que Horkheimer y Adorno efectúan sus caracterizaciones, han tenido lugar, como era de esperarse, reiteradas iniciativas y empresas de liberación, acompañadas casi siempre de significativos esfuerzos de reflexión teórica, resulta indudable que sus ideas han resultado más que proféticas. Los problemas del retroceso de la autonomía del sujeto y de la reducción de sus posibilidades de resistir, son las cuestiones más contemporáneas del poder y la autodeterminación social, como tendremos oportunidad de constatarlo en el presente contexto.

Naturalmente, hoy como en 1946, uno de los imperativos sigue siendo la comprensión radical de la situación real para intentar subvertirla radicalmente. Podemos llamar nueva culturalidad, política de civilización (Martínez Verdugo, 2000ª), o nuevo compromiso ético, a la necesaria conciencia y a la imprescindible responsabilidad por las transformaciones sociales libertarias, lo cierto es que sigue vigente la necesidad de conocer radicalmente la razón que sustenta al presente ejercicio del poder para oponerle la razón que le subvierta.

3 En 1932, Max Horkheimer (1974: 21) había señalado que la crisis de la ciencia no podía ser separada “de la crisis general... Comprender la crisis de la ciencia depende de una correcta teoría de la situación social presente”.

4 En su Teoría Crítica (1974: 119-120), que recoge ensayos de los años 30, Horkheimer escribe que “cada uno debe cuidar de sí mismo. Sauve qui peut: este principio de la masa brutal y anárquica en trance de perecer es el principio que sirve de base a la cultura burguesa en su totalidad”; una cultura que reviste con el mismo brillo al “mérito y a la cuenta bancaria”.

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Sin esta producción intelectual, la oscura perspectiva que entreveían Horkheimer y Adorno seguirá tiñendo nuestros destinos, ahora más que en esa próxima y ya lejana postguerra, señalados incluso por el riesgo de la misma desaparición del género humano.

Si el capitalismo impone un considerable deterioro ambiental con el alto incremento del consumo energético que requiere su desarrollo, al poseer como una inmanencia a la pobreza y a la riqueza sobreconcentrada, abre un camino más de profundización del atentado ecológico contra la naturaleza. La pobreza y la miseria han aumentado como un corolario de la recuperación capitalista. En 1995 América Latina y el Caribe, por ejemplo, tienen al 35.1% de su población por debajo del nivel de pobreza y al 18.8% por debajo del nivel de miseria. Esto significa —como lo señala Luis Londoño (citado por Moena, 1998)— que “hoy nuestro continente tiene 165.6 millones de pobres, de los cuales 86.3 millones son miserables”. González Moena (1998) sostiene que “el número de pobres es dos veces más grande que hace 50 años”, lo cual no tiene visos de solución sino de agravamiento. “El número de latinoamericanos —sostiene, citando a Juan Luis Londoño (1995: 21)— viviendo en condiciones de pobreza, podría continuar creciendo a un ritmo de dos personas por minuto, o un millón de personas por año, hasta alcanzar 176 millones de personas en el 2005”.

Pero esta situación no es privativa de América Latina. González Moena (1998) cita a José Cárcamo, quien sostiene que en el planeta “uno de cada tres niños está desnutrido, 2 200 millones de personas carecen de acceso a servicios de saneamiento. Más de 1000 millones de personas son analfabetas. El 6% de la población mundial es dueña del 50% del ingreso global, mientras que 1000 millones de personas viven con menos de un dólar al día. La población humana está creciendo a un orden de 92 millones por año, de este total 86 millones se agregan a los países más pobres. El 2% de los gastos militares globales, es decir, unos 20,000 millones de dólares al año, alcanzarían para que todas las personas tuvieran educación primaria, servicio de salud, agua potable, nutrición adecuada y planificación familiar”. Más adelante, González Moena cita a Alejandro Ruiz Balza, quien dice que en “el año 2020 —en el espacio de una generación— la población mundial se aproximará a los 8,000 millones de personas.

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Si las tendencias se mantienen, habrá cerca de tres mil millones de pobres, más de 2,5 mil millones sin vivienda, 2,000 millones de personas sin acceso al agua potable, etc.”.

Esta gigantesca imposibilidad para acceder a los recursos, sean materiales o culturales (espirituales), esta enorme exclusión no solamente de la riqueza exterior, sino también de la propia riqueza, de la riqueza interior y de las fuentes para producirla (González Moena, 1998), conjuga dos grandes problemas de nuestro tiempo. Por un lado, la producción y reproducción de la pobreza y la miseria y el consecuente incremento de la riqueza constituyen una sustancial fuente de deterioro de toda la vida humana y, por otro lado, implican un ejercicio reiterado, sostenido y profundizado de la exclusión social.

El concepto “exclusión”, que usamos para aludir al aumento de la pobreza en el mundo y al incremento de la riqueza en cada vez menos manos, nos parece una noción que abraza mayor complejidad que la que se denota con la categoría “marginación”. Esta última ha sido edificada al unísono con las teorías del desarrollo, de la dependencia y del colonialismo interno.

En nuestra investigación hemos tenido en mente la categoría excluidos en lugar de marginados pues por estos últimos se ha venido infiriendo estar a la vera del desarrollo económico alcanzado por los países altamente industrializados o del primer mundo, estar fuera del margen de evolución —sobre todo en términos estrictamente de abundancia de satisfactores económicos—, estar al margen o por debajo del marco civilizatorio que dichos países estarían fijando con su progreso. En esta concepción, la marginación simboliza el subdesarrollo y, en consecuencia, de manera inherente el propósito evolutivo de alcanzar el trazo marcado por las grandes potencias, las que se convertirían en el modelo a seguir. Salir de la marginación significaría asumirse como un remedo de la sociedad norteamericana o europea y, en consecuencia, imitar su vía de desarrollo, calcar sus acciones y propósitos y hasta duplicar su idiosincrasia y culturalidad. Además de que esto es imposible históricamente, este propósito se constituye en una expresión más de ejercicio de poder en el mundo. Se abría, así, la vía que en

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Estados Unidos, como lo señala Castoriadis (1980: 185), se motejó como la Rat´s race (“carrera de ratas”), o “un modo de vida dominado por el intento de ascender en la jerarquía y en la escala del consumo”.

El concepto “marginación” está cargado de la visión occidental-imperial del mundo que es correlativa a asumir que los mayores avances materiales que ha alcanzado el ser humano no son inherentes a la sociedad en su conjunto, sino “propiedades específicas, y poseedoras de un ‘valor positivo’ de las sociedades occidentales” (Castoriadis, 1980: 189). Estas “cualidades” de Occidente deben, pues, reproducirse, copiarse, para alcanzar aquel nivel.

Nosotros recuperamos esa riqueza de contenido que a la categoría “exclusión” le imprime la concepción de Enrique Dussel (2000: 61), por ejemplo, cuando convoca a no olvidar “la supresión simplificadora de la complejidad orgánica de la vida”. Dussel hace suya la propuesta de Heidegger, quien dijera que “la” posición matemática —de la que hablara Galileo— ante los enter es un tenerlos por sabidos de antemano (en los axiomas de la ciencia, por ejemplo) y abocarse sólo a usarlos. No se “aprende” un arma, por ejemplo, “sino que se aprende a hacer ‘uso’ de ella...”

La riqueza conceptual de Dussel (2000: 64) le lleva a incluir en la categoría “exclusión” a elementos como la razón cívica-gestora (administrativa mundial) del capitalismo (como sistema económico), el liberalismo (como sistema político), el eurocentrismo (como ideología), el machismo (en la erótica), el predominio de la raza blanca (en el racismo), la destrucción de la naturaleza (en la ecología), etc. Cuando este autor habla de exclusión apunta que “el capital vence todas las barreras (y) pone cada vez más tiempo absoluto de trabajo; cuando no puede superar este límite, entonces aumenta la productividad por la tecnología; pero dicho aumento disminuye la proporción del trabajo humano; hay así humanidad sobrante (desechable, desempleada, excluida)... Aumenta así la proporción de sujetos necesitados no solventes”. Este conjunto de problemas y de conflictos, constituyen para Dussel el gran “tema de la exclusión de la alteridad”. La exclusión está presente en la construcción del pensamiento en sus niveles más desarrollados:

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“La filosofía hegemónica ha sido fruto del pensamiento del mundo como dominación” (Ibídem, p.75); se expresa como la exclusión del discurso, en los “afectados de ‘imposible’ participación” (Ibídem, p. 413), los excluidos de toda comunidad de comunicación real posible.

Ahora bien, la categoría “exclusión” puede correr igual suerte que el concepto “marginación” si también se le significa desde una perspectiva predominantemente geográfica: desigualdad de desarrollos entre el mundo imperialista y el tercer mundo, por ejemplo. Su suerte sería obnubilar el contenido profundo de una relación humana que se enseñorea por igual en el capitalismo sea cual sea su nivel de crecimiento material. Esta relación humana se denota por otra categoría que atañe a una relacionalidad más radical. La relación humana a la que nos referimos es la relación social de poder y la categoría que la significa de forma más precisa es “alienación”.

El mundo de hoy no es más desigual y más excluyente por las realidades muy bien expresadas por los datos y las cifras de las carencias en el consumo y en la distribución de la riqueza. Antes bien, estas carencias no son más que otras tantas manifestaciones de una profundización de la alienación en la que viven las grandes mayorías de seres humanos, una profundización en la exclusión más sustancial, que se expresa en el poder de una minoría sobre aquellas grandes mayorías. Desde este punto de vista —del poder— en el mundo moderno, la desigualdad y la exclusión no son cualitativamente menores en el país más pobre de la tierra que en el más rico, aunque puedan distinguirse por las formas y los mecanismos de la realización de la alienación.

Ahora bien, siendo tan trascendental la cuestión del poder, constituyendo en rigor el problema de raíz en la actual problemática de la humanidad, debe reconocerse que muy escasos estudios se le dedican. Es más, sostenemos la tesis de que incluso los más grandes pensadores sobre el poder, por ejemplo Federico Nietzsche y Michel Foucault, no produjeron una conceptuación del poder, no respondieron a la pregunta ¿qué es el poder?, sino que dieron por hecha su definición.

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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El texto que dejamos en manos del lector es un intento por cubrir esta ausencia, es una introducción a la búsqueda de lo único que puede definirle: su composición fundante o su fundamento constituyente. Estas notas recogen los frutos preliminares de una primera aproximación teórica a dicho fundamento. La exposición se desdobla en tres capítulos. En el primero llevamos a cabo una somera revisión de cuatro autores que han reflexionado con mucha profundidad sobre el poder; nuestro propósito es definir si estos autores han respondido, y en qué medida, a la pregunta ¿qué es el poder?, poniendo de relieve lo que precisamente constituye nuestra primera hipótesis-tesis: en su obra fundamental sobre este tópico o correlativa a él, no se encuentra una construcción del concepto Poder. En el segundo capítulo llevamos a cabo una especie de exploración en autores reconocidos como grandes filósofos de la libertad, de la relación amo-esclavo; nos propusimos encontrar —y construir junto con ellos— claves orientadoras en la solución de nuestro enigma: ¿qué funda al poder? Con el tercer capítulo incursionamos en la exposición de nuestra propuesta de construcción de lo que llamamos la composición fundante o el fundamento constituyente del poder, que es el ser del poder, la realidad efectiva por la cual puede construírsele como categoría.

Este texto no se refiere a una serie de cuestiones que son claves para el cabal entendimiento del poder. Por ejemplo, no damos cuenta de la génesis del poder, de su construcción como un hecho histórico, es decir, no comunicamos aquí nuestra concepción sobre los acontecimientos que se realizaron en un lugar y en un tiempo (Mesopotamia, desde el 7000 antes de Cristo) y que implicaron una ruptura en lo que aquí denominamos el humano vivir. Tampoco exponemos nuestras iniciales concepciones del proceso de enajenación que tuvo y tiene la realización en la producción y reproducción del poder. No tratamos, de igual manera la significativa cuestión de lo que Hegel denominara “el más allá del poder”, su superación, lo que nosotros llamamos la autodeterminación social, qué es y cómo se construye.

Estas cuestiones pendientes son sendas líneas de investigación futura que esperamos continuar de inmediato.

CAPÍTULO PRIMERO

UN TEMA DIFERIDO

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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CAPÍTULO PRIMERO

UN TEMA DIFERIDO

Históricamente, el poder se ha conformado desde el momento en que la vida humana en su totalidad, no sólo en su aspecto económico y político, ha empezado a generarse y realizarse con predominio de las determinaciones de unos cuantos seres humanos en agravio de las grandes mayorías que, así, son excluidas de las decisiones sobre sí mismas. La vida humana entra a una nueva problematización con el poder, en la medida en que ese menoscabo y ese agravio se constituyen en el complejo de relaciones sociales que fundamentan la vida humana bajo determinación ajena.

Esta relación inseparable entre vida humana social y poder se agudiza en extremo cada vez que un modo de vida entra en crisis y en cada ocasión en que, como ahora, la masiva producción de irracionalidades lleva al género humano a un punto próximo a su extinción.

El problema del poder ha cobrado enorme actualidad en relación directa con la extrema agudización de todas las miserias, saqueos y enajenaciones en el mundo. De tal manera que, cuando lo adoptamos como tema de investigación, no hacemos más que escuchar el reclamo universal para que cesen esas miserias y enajenaciones.

Buena parte del presente trabajo se propuso desentrañar la relación entre vida humana y poder, lo cual obliga, entre muchos requerimientos, a construir un concepto, así sea aproximado, de poder y de vida humana, que sirva como clave orientadora en la investigación del origen y de los ejercicios del poder. Este propósito, en instancia final, se reduce a conocer al poder en su contenido fundamental o en su estructura fundante.

Entendemos por contenido fundamental o estructura fundante del poder el conjunto de relaciones y de instituciones que le dan fundamento; las partes sustanciales que lo componen de una manera definitiva y determinante, que le dan personalidad específica, que le hacen ser la particularidad que es.

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La cuestión relativa al contenido fundamental o la estructura fundante del poder es, hasta ahora, el gran tema diferido en los estudios del poder, pues a éste se le ha indagado en su ejercicio, en las dimensiones sociales en las que se realiza, en su génesis histórica. Pero, es nuestra firme convicción, no se le ha investigado en su estructura fundante.

En todo caso, nosotros presentamos aquí una propuesta de solución de dicho problema. Partimos de la idea de que la estructura fundante del poder no podrá conocerse si no es inteligible también su carácter.

En efecto, uno de los problemas fundamentales del poder se refiere a su carácter, al (lo grabado) que decían los griegos, esa indeleble señal impresa en el alma de una cosa que condiciona sus procederes y le distingue de las demás; su condición profunda, su índole.

La cuestión del carácter constituye una clave de primer orden que ayuda a abrir otras puertas en el estudio del poder. Es llave para acceder, por ejemplo, a la cuestión de su contenido o su ejercicio y realización; ayuda de una manera formidable a abordar la difícil problemática de la extinción, la destrucción real o “el más allá del poder” como dicen algunos autores (Sánchez Vázquez, 1999: 24,25).

Puede afirmarse, virtualmente, que si no se tiene una precisa conceptuación del carácter del poder, las posturas que se asuman sobre otras de sus cuestiones siempre aparecerán huérfanas de claridad y justeza; cuando menos requerirán completarse con aquel tópico. Nos parece que, metódicamente, desentrañar el problema del carácter del poder forma parte del ejercicio de las cuestiones paradigmáticas en una investigación puntual sobre el poder. Para su clarificación, el investigador debe desplegar su concepción fundamental sobre la realidad y en torno a los problemas básicos de la vida social.

En el presente capítulo nos proponemos, precisamente, mostrar y demostrar que, en efecto, la cuestión del contenido fundamental del poder y de su carácter sigue siendo materia pendiente. Lo

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haremos a través de una serie de glosas generales a cuatro textos de indiscutible valor; tres prohijados en Europa; otro escrito en nuestro país. El primero es Microfísica del poder (1992) del gran pensador francés Michel Foucault; el segundo se titula Entre la realidad y la utopía (1999) escrito por el distinguido filósofo Adolfo Sánchez Vázquez, mientras que el tercero lleva por titulo Poder. Los genios invisibles de la ciudad (1998) y pertenece al insigne historiador Guglielmo Ferrero; el cuarto pertenece a Hannah Arendt y se titula ¿Qué es la política? (1997).

1. Michel Foucault. La Microfísica del poder

Después de Federico Nietzsche, de quien Microfísica del poder (l992: 101) dice: “es el que ha dado como blanco esencial, al discurso filosófico, la relación de poder... Nietzsche es el filósofo del poder”, Michel Foucault, sin duda, viene siendo el pensador más prolífico y original en torno a las cuestiones del poder. Sus obras Historia de la locura (T. I: 1986 y T. II: 1992), Vigilar y castigar (l997) e Historia de la sexualidad (T. I: 1984, T. II: 1986 y T. III:1987) son de lectura obligada para quien se aproxime a una reflexión sobre el poder. Su obra ha sido estudiada por autores fundamentales que han propuesto una serie de consideraciones nuevas sobre los métodos de investigación5, y por quienes indagan sobre la prisión, la clínica y el manicomio como dispositivos de represión y marginación.

Michel Foucault es heredero de una doble tradición de gran significado en el pensamiento moderno. En primer lugar es continuador de Federico Nietzsche con su obra cumbre La voluntad de poderío (l996), y, con éste, de la escuela filosófica alemana6. En segundo lugar, en muchos aspectos es legalitario del pensamiento francés, particularmente de Georges Canguilhem (l976 y l986) de quien heredó la cátedra de filosofía en la Sorbona, y, por mediación de Canguilhem —quien recibió esa cátedra de Gastón Bachelard—, resulta heredero del autor de La formación del espíritu científico (l974). Es muy significativa, por ejemplo, la línea genética de la

5 Cf. La importante obra del español Jesús Ibáñez Más allá de la sociología. El grupo de discusión: técnica y crítica. 1992.

6 Martín Heidegger (T. I: 2001: 45) sostiene que la obra de Nietzsche es profundamente deudora de Schopenhauer, Schelling, Hegel y Leibniz.

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categoría foucaultiana de “formación discursiva”, que algunos autores (Cotesta, l993: 44) hacen derivar del concepto “práctica científica” de G. Canguilhem (L. Althusser hablaba de “práctica teórica”) quien lo tomaría del concepto “estado científico” de Bachelard.

En el presente parágrafo nos proponemos sistematizar una serie de ideas centrales de Michel Foucault para averiguar en qué medida éste analiza el contenido del poder o su estructura fundante, pues sustentamos que pensadores tan fundamentales como Federico Nietzsche, Hannah Arendt, Toni Negri y el mismo filósofo francés dan por sabida la solución de este problema y, consecuentemente, en ninguna parte exponen claramente dicho contenido. Nos motiva la necesidad de contar con claves teóricas lo suficientemente consistentes como para ayudarnos a desarrollar nuestra propia hipótesis de que, hasta el momento, no ha sido resuelta la cuestión relativa al contenido fundamental del poder. De suyo se desprende que nos proponemos sugerir una propuesta de solución a la cuestión planteada, lo cual, dicho sea de paso, constituirá el contenido central de nuestra tesis.

Si Federico Nietzsche es uno de los clásicos más importantes sobre el poder, Michel Foucault es de sus continuadores más significativos. Mostrar, y demostrar, que estos autores, quienes han tomado al poder como el blanco central de sus indagaciones, no resolvieron la cuestión del contenido del poder y, cuando menos explícitamente, nunca se propusieron hacer la radiografía de sus elementos o relaciones constitutivas fundamentales, permite colegir que, salvo alguna información muy reciente, el problema de la estructura fundante del poder sigue pendiente.

De manera inicial llevaremos a cabo una exposición de los diversos aspectos del texto foucaultiano Microfísica del poder. Estos aspectos constituyen sendas dimensiones del poder que son estudiadas por el pensador galo. Por ejemplo, el ejercicio del poder, el ámbito o los espacios de su realización.

Nuestras conclusiones girarán en torno a la preocupación principal que delimita nuestra actual investigación. Si concluimos que Michel Foucault resuelve el problema del contenido central del poder, y

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expone su ámbito constituyente, nuestra tesis se derrumbará como una ilusión o como un castillo de arena levantado al influjo de las olas de nuestro nada apasible mar de reflexiones. Si inferimos lo contrario, el castillo —que será nuestra tesis— se hará recia fortaleza.

1.1. Prontuario de alusiones

Microfísica del poder recoge doce ensayos, de 197l a l977, que no van desdoblando ninguna idea eje aunque todos se refieren al poder. Parece, sin embargo, que en los primeros el autor obra con más dependencia de quien es mayormente tributaria su concepción; los últimos escritos muestran a un autor más dueño de proposiciones propias, sin que deje de advertirse una influencia nietzscheana.

En el primer ensayo7 se encuentran tres alusiones palmarias al poder. La primera (l992: 17) atañe a la libertad como la libertad del dominador. Siguiendo a El viajero y su sombra, el filósofo francés suscribe que la idea de libertad nace de “que unas clases dominen a otras”8. La segunda referencia al poder viene en seguida (l992:l8) en el sentido de que la historia de la libertad es la historia de la construcción e imposición de la libertad por parte de los poderosos9.

7 “Nietzsche, la genealogía, la historia”, en: Foucault, 1992: 7-29; publicado también en Foucault, 1997.

8 De la misma manera que, siguiendo a Más allá del bien y del mal (l983), había señalado (Foucault, l992: 17) que la diferenciación de los valores nace de “que hombres dominen a otros hombres”. Resulta de la mayor importancia, para la relación entre poder y derecho, recordar que para Nietzsche (l983: 225) en la moral de los dominadores “sólo frente a los iguales se tienen deberes” lo que sienta base para la exclusión y la negación de derechos para los dominados.

9 Para Foucault, en general, el devenir de la humanidad es una serie de interpretaciones, pues interpretar es “ampararse, por violencia o subrepticiamente, de un sistema de reglas que no tienen en sí mismo significación esencial, e imponerle una dirección, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en otro juego, y someterlo a reglas segundas”.

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Siguiendo a La gaya ciencia, asienta la tercera indicación al poder, esta vez en relación con el cuerpo humano que se debe no sólo a las leyes de su fisiología sino también tiene historia: “está aprisionado en una serie de regímenes que lo atraviesan”10.

En el segundo ensayo11 siete son las alusiones al poder. En primer lugar (l992: 31), tácitamente sugiere que éste no se localiza en un solo centro12. Específicamente en el ámbito del saber —segunda elucidación— se refiere a “los circuitos reservados del saber” (los que son creados en el interior de un aparato y a los cuales no se tiene acceso desde fuera); como saber transmitido “adopta siempre una apariencia positiva” y funciona “según todo un juego de represión y de exclusión”13; como saber académico implica una “conformidad política”14. En el saber el poder está también en el ejercicio de un “principio de lectura —de elección y exclusión— respecto a lo que se dice, se hace, pasa: de todo lo que sucede, no comprenderás, no percibirás más que lo que se ha convertido en inteligible porque ha sido cuidadosamente extraído... seleccionado para hacer ininteligible el resto”. Foucault (l992: 40) habla de la “educación vigilada”. En tercer lugar, se sustenta que, en estricto sentido, en los movimientos populares está también contenida —no sólo la demanda sectorial— una lucha por el poder. Nuestro autor (l992: 43) habla de la experiencia de lucha también como experiencia de un poder. Una cuarta consideración apunta a la idea de que el poder procede siempre obstruyendo en los oprimidos el deseo

10 “...está roto por los ritmos de trabajo, el reposo y las fiestas; está intoxicado por venenos –alimentos o valores, hábitos alimentarios– y leyes morales todo junto; se proporciona resistencias” (l992: 19).

11 Más allá del bien y del mal (Foucault, 1992: 31-44).

12 Habla de la autoridad familiar, la cuadriculación cotidiana que la policía ejerce sobre la vida de todo hombre, la organización y la disciplina de los institutos, y la pasividad que impone la prensa.

13 “...exclusión de aquellos que no tienen derecho al saber, o que no tienen derecho más que a un determinado tipo de saber; imposición de una cierta norma, de un cierto filtro de saber que se oculta bajo el aspecto desinteresado, universal, objetivo del conocimiento”.

14 “...se os pide saber un determinado número de cosas, y no otras –o más bien un cierto número de cosas constituyen el saber en su contenido y en sus normas”.

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de poder15. En quinto lugar, se refiere a la institucionalización como uno de los ejercicios del poder, lo cual es ejemplificado con la universidad y el manicomio. Una sexta alusión atañe a lo invisible del poder, revelable si se examina “la psiquiatrización de la vida cotidiana” (l992: 40). Finalmente, sostiene (l992: 43) que el poder es lo que la clase en el poder abandona menos fácilmente y tiende a recuperar antes que nada.

“Sobre la justicia popular16” es el tercer texto que recoge el libro. En él hallamos tres alusiones al poder. Una de ellas reitera la quinta referencia del escrito anterior, aunque ahora presenta la idea de que el poder se recupera mediante las instituciones, con lo cual se completa su certeza de que ellas constituyen un ejercicio de poder al mismo tiempo que una posibilidad de su recuperación por la clase que lo detentaba. Si en el ensayo anterior se había referido a la universidad y al manicomio, ahora se manifiesta (l992: 50) sobre el tribunal de justicia “como aparato de Estado” y como un constituyente de “las divisiones de la sociedad actual” (l992: 63)17, al mismo tiempo que un “mecanismo de integración” (l992: 65)18. La institución, en este caso el tribunal de justicia, aunque lo mismo puede decirse de la universidad y el manicomio, produce ideología, un estado de ánimo permeable “a un determinado número de ideas burguesas concernientes a lo justo y lo injusto, el robo, la propiedad, el crimen, el criminal” (l992: 64). El tribunal lleva consigo la ideología de la justicia burguesa y las formas de relación entre juez y juzgado, juez y parte, juez y demandante, aplicadas

15 Foucault no hace distinción entre poder y el anti-poder, al cual nosotros llamamos autodeterminación social, como veremos más adelante. Sostenemos que Nietzsche distingue entre poder y poderío o voluntad de poderío.

16 Foucault, 1992: 45-75.

17 “La justicia penal –dice (Ídem)–... un instrumento táctico importante en el juego de las divisiones que (la burguesía) quería introducir”.

18 “Quien dice tribunal, dice que la lucha entre las fuerzas presentes está, de buen grado o por fuerza, suspendida; que en cualquier caso, la decisión tomada no será el resultado de este combate, sino la intervención de un poder que será, tanto para unos como para los otros, extraño, superior” (1992: 67).

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por la justicia burguesa, de la misma manera que la universidad permea a sus integrantes con ideas burguesas sobre el saber útil y necesario, o el manicomio sobre lo normal y lo patológico19.

La segunda alusión de este ensayo es una precisión a la anterior. El tribunal, como institución de poder, opera sobre tres circunstancias: a) el tribunal implica una determinada disposición espacial, en la que se establece una distancia entre los dos litigantes, por un lado, y los jueces como intermediarios, por el otro. Esta posición pretende indicar la neutralidad de uno al otro; b) se da por supuesto que su juicio no está determinado de antemano y va a establecerse después del interrogatorio, una vez oídas las dos partes, en función de una norma de verdad y de un cierto número de ideas sobre lo justo y lo injusto; c) su decisión tendrá fuerza de autoridad, es decir, “debe ser ejecutada”. En estas tres circunstancias propias a la disposición espacial del tribunal está contenida su calidad de instancia de poder. Esta calidad está ausente cuando se juzga y se intenta castigar desde la sociedad, en lo que, por ejemplo, podría llamarse una justicia popular20.

La tercera alusión contenida en este ensayo se refiere a que cuando un poder se realiza, “es preciso que la forma en la que se ejerce... debe ser visible, solemne, simbólica” (l992: 73).

El cuarto texto, de l972, se titula “Los intelectuales y el poder”. Sobresalen nueve alusiones: l) las ideas también son poder (l992: 79); 2) en la prisión el poder se manifiesta de forma más desnuda,

19 Dice Foucault (l992: 57-58) que el sistema penal burgués en un inicio se sostuvo en un sistema de triple papel: a) es un factor de “proletarización”, con la función de obligar al pueblo a aceptar su estatuto de proletario; b) de forma privilegiada se dirigía a los elementos más nómadas, a los más inquietos, a los “violentos” de la plebe; c) hacer aparecer a los ojos del proletariado, la plebe no proletarizada como algo marginal, peligroso, inmoral, amenazante para toda la sociedad, la hez del pueblo, el “hampa”. La burguesía imponía al proletariado determinadas categorías de la moral como barrera ideológica entre éste y la plebe no proletarizada.

20 “...una justicia popular (no implica) tres elementos: tienes las masas y sus enemigos... cuando las masas reconocen en alguien un enemigo, cuando deciden castigarlo... no se refieren a una idea abstracta, universal de justicia, se refieren solamente a su propia experiencia, la de los daños que han padecido...; y, en fin, su decisión no es una decisión de autoridad, es decir, no se apoyan en un aparato de Estado que tiene la capacidad de hacer valer las decisiones, ellas las ejecutan pura y simplemente” (l992: 52). Luego señala (l992: 71) que un acto de justicia popular siempre debe ser políticamente dilucidado.

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se expresa como tiranía; 3) plantea directamente la pregunta ¿en qué consiste el poder?, ¿ qué es el poder? (l992: 83); 4) distingue explotación y ejercicio del poder; 5) la teoría del Estado no agota el campo del ejercicio del poder; 6) Por todas partes en donde existe poder, el poder se ejerce. Nadie, hablando con propiedad, es el titular de él, no se sabe quién lo tiene exactamente, pero se sabe quién no lo tiene; 7) cada lucha se desarrolla alrededor de un centro particular del poder, sus pequeños focos; cada una de estas luchas es una contraposición al poder y un paso hacia otras luchas contra el poder21; 8) distingue (l992: 86) la lucha contra la explotación y la lucha contra el poder, en la cual la gente puede comprometerse allí donde se encuentra y a partir de su actividad (o pasividad) propia; es, por lo tanto, más diversificada y plural22; 9) la lucha contra el poder es un heterogéneo movimiento de luchas “contra la forma particular de poder”.

El escrito número cinco (del año l975) es la “Entrevista sobre la prisión: el libro y su método”; encontramos en él tres asertos sobre el poder: 1) según “la economía del poder” se forman nuevos tipos (o formas) de ejercicio del poder; nuevos poderes microscópicos, pequeños ejercicios del poder (l992: 88-89); 2) éstos no se limitan a los “reajustes institucionales que hacen que cambie el régimen político”23; tienen que ver, más bien, con la mecánica del poder, su “forma capilar de existencia”24; 3) el ejercicio del poder crea perpetuamente saber e inversamente el saber conlleva efectos de poder; saber y poder están integrados, y no se trata de soñar un momento en el que el saber no dependería más del poder ni a la inversa.

21 “Si los discursos como los de los detenidos o los de los médicos de las prisiones son luchas, es porque confiscan un instante al menos el poder de hablar de las prisiones, actualmente ocupado exclusivamente por la administración y por sus compadres reformadores” (l992: 84).

22 En ella, conocen mejor el blanco y pueden determinar el método pertinente de lucha (Ídem).

23 “No se puede afirmar que el cambio, a nivel de poder capilar, esté absolutamente ligado a los cambios institucionales a nivel de formas centralizadas de Estado” (l992: 89).

24 “...el punto en el que el poder encuentra el núcleo mismo de los individuos, alcanza su cuerpo, se inserta en sus gestos, sus actitudes, sus discursos, su aprendizaje, su vida cotidiana” (l992: 89).

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El sexto texto (“Poder-cuerpo”, del año l975) nos proporciona tres referencias: 1) “nada es más material, más físico, más corporal que el ejercicio del poder” (l992: 105); 2) el poder no sólo tiene por función reprimir —y no hay que dar, como lo hace Marcuse, a la noción de represión un papel exagerado—, también produce efectos positivos a nivel del deseo y del saber. El poder es fuerte porque tiene muchos lazos, no sólo de la censura, de la exclusión y de la represión; 3) “el poder no está localizado en el aparato de Estado, y nada cambiará en la sociedad si no se transforman los mecanismos de poder que funcionan fuera de los aparatos de Estado, por debajo de ellos, a su lado, de una manera mucho más minuciosa, cotidiana” (l992: l08)25.

En el séptimo ensayo (“Preguntas a Michel Foucault sobre la geografía”, de l976) pueden destacarse siete aseveraciones: 1) la ciencia como poder es la imposición de lo verdadero, la obligación de verdad, y se la produce por procedimientos ritualizados26; 2) existe una administración del saber, una política del saber, relaciones de poder que pasan a través del saber y que inmediatamente si se las quiere describir os reenvían a estas formas de dominación a las que se refieren nociones tales como campo, posición, región, territorio (l992: 117); 3) en el interior de todas las redes de procedimientos de los que se sirve al poder operan diversos mecanismos (l992: ll8); 4) cada uno de estos mecanismos es en el fondo titular de un cierto poder y, en esta medida, vehicula el poder; 5) el poder no tiene como única función reproducir las relaciones de producción. Las redes de la dominación y los circuitos de la explotación se

25 En “Preguntas a Michel Foucault sobre la geografía” (l992: ll9) éste señala: “...si se quiere captar los mecanismos de poder en su complejidad y en detalle, no se puede uno limitar al análisis de los aparatos de Estado solamente”.

26 En “Curso del 7 de enero de l976” (l992: 130-131), Michel Foucault habla de “una ciencia que está detentada por unos pocos” y sostiene que en “la pretensión de ser ciencia” hay “la ambición de poder”; cuando alguien dice “esto es una ciencia” debe decir “qué tipo de saberes quiere descalificar”. “¿Qué sujetos hablantes, charlantes, qué sujetos de experiencia y de saber queréis ‘ minorizar’ cuando decís: <<Hago este discurso, hago un discurso científico, soy un científico>>? ¿Qué vanguardia teórico-política queréis entronizar para demarcarla de las formas circundantes y discontinuas del saber? Cuando os veo esforzados en establecer que el marxismo es una ciencia... estáis atribuyendo, al discurso marxista... los efectos de poder que el Occidente, al final de la Edad Media, ha asignado a la ciencia y ha reservado a los que hacen un discurso científico”. Se está en “los proyectos de una inscripción de los saberes en la jerarquía del poder propia de la ciencia...(en) la coacción de un discurso teórico, unitario, formal y científico”.

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interfieren, se superponen y se refuerzan, pero no coinciden (l992: ll9); 6) el individuo no es sobre el que se ejerce y se aferra el poder. El individuo, con sus características, su identidad, en su hilvanado consigo mismo, es el producto de una relación de poder que se ejerce sobre los cuerpos, las multiplicidades, los movimientos, los deseos, las fuerzas (l992: 120); 7), las tácticas y estrategias de poder se despliegan a través de implantaciones, de distribuciones, de divisiones, de controles de territorios, de organizaciones de dominios que podrían constituir una especie de geopolítica (l992: l23).

“Cursos del 7 de enero de l976” es el octavo texto que se recoge en el libro; fueron pronunciados por Foucault en el College de France y contienen ocho referencias que es necesario destacar: 1) contra la jerarquización científica del conocimiento y sus efectos intrínsecos de poder hay que reactivar los saberes locales, los saberes menores, poner en movimiento los saberes que no emergían, liberados del sometimiento (l992: 131); poner en acción a esos saberes desenterrados, impidiendo su recodificación, su nueva colonización27; 2) plantea la pregunta ¿qué es el poder?; 3) establece el “cierto punto común” entre la concepción jurídica, liberal del poder político —que se encuentra en los filósofos del siglo XVIII— y una cierta concepción que corrientemente se considera marxista: el economicismo en la teoría del poder; 4) de esta aserción deriva las preguntas ¿está siempre el poder en posición secundaria respecto a la economía, está siempre finalizado y funcionalizado por ella?, ¿tiene esencialmente como razón de ser y como fin servir a la economía?, ¿está el poder modelado según la mercancía, es algo que se posee, se adquiere, se cede por contrato o por fuerza, es algo que se aliena o se recupera, que circula, que evita esta o aquella región? (l992: l34-l35); 5) la apropiación y el poder no se dan, no se cambian ni se retoman sino que se ejercitan, no existen más que en acto; el poder no es principalmente mantenimiento ni reproducción de las relaciones económicas sino ante todo una relación de fuerza; 6) si el poder se ejerce, ¿qué es este ejercicio?, ¿en qué consiste?, ¿cuál es su funcionamiento?; 7) existen distintos esquemas de análisis del poder, por ejemplo, el esquema contrato-

27 “Si queremos proteger estos fragmentos liberados, no nos expongamos a construir lo mismo con nuestras propias manos, un discurso unitario...” (l992: 132). No intentemos “proporcionar un terreno teórico continuo y sólido..., ni de imponerles una especie de coronamiento teórico que las unificaría...” (l992: 133).

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opresión, que es de tipo jurídico, y el esquema dominación-represión o guerra-represión, en el que la oposición pertinente no es la de legítimo e ilegítimo, como en el esquema anterior, sino la de lucha y sumisión; 8) la noción de represión resulta totalmente insuficiente para analizar los mecanismos que se ponen en funcionamiento en formaciones del poder en lo penal, en lo psiquiátrico, en el control de la sexualidad infantil, etc. (l992: l37).

“El curso del l4 de enero de l976” es el noveno texto, en el que ponemos de relieve diez afirmaciones: 1) el cómo del poder; 2) ¿qué reglas de derecho ponen en marcha las relaciones de poder para producir discursos de verdad?, ¿qué tipo de poder es susceptible de producir discursos de verdad que están dotados de efectos tan poderosos?28; 3) no hay ejercicio de poder posible sin una cierta economía de los discursos de verdad. Estamos sometidos a la producción de la verdad desde el poder y no se puede ejercitar el poder más que a través de la producción de la verdad29; 4) hay que evitar la cuestión, central para el derecho, de la soberanía y de la obediencia de los individuos sometidos a ella, y hacer ver el problema de la dominación y del sometimiento; 5) se trata de coger al poder en sus extremidades30, en sus confines últimos, allí donde se vuelve capilar, de asirlo en sus formas e instituciones más regionales, más locales, sobre todo allí donde, saltando por encima de las reglas de derecho que lo organizan y lo delimitan, se extiende más allá de ellas, se inviste en instituciones, adopta la forma de técnicas y proporciona instrumentos de intervención material, eventualmente incluso violentos (l992: l42), asir siempre al poder en los límites menos jurídicos de su ejercicio (l992: l43); 6) estudiar el poder allí donde su intención, si tiene una intención, está

28 En cualquier sociedad “relaciones de poder múltiples atraviesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social; y estas relaciones de poder no pueden disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento del discurso” (l992: l39-l40).

29 “...estamos constreñidos a producir la verdad desde el poder que la exige, que la necesita para funcionar: tenemos que decir la verdad; estamos obligados o condenados a confesar la verdad o a encontrarla. El poder no cesa de preguntarnos, de indagar, de registrar, institucionaliza la pesquisa de la verdad, la profesionaliza, la recompensa. En el fondo, tenemos que producir verdad igual que tenemos que producir riquezas” (l992: l40).

30 No se trata de analizar las formas reguladas y legitimadas del poder en su centro, en lo que pueden ser sus mecanismos generales y sus efectos constantes” (l992: l42).

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totalmente investida en el interior de prácticas reales y efectivas, y en su cara externa, allí donde está en relación directa e inmediata con lo que provisionalmente podemos llamar su objeto, su blanco, su campo de aplicación, allí donde se implanta y produce efectos reales (Ídem)31; 7) el poder tiene que ser analizado como algo que circula, o más bien, como algo que no funciona sino en cadena32. El poder funciona, se ejercita a través de una organización reticular33, transita transversalmente, no está quieto en los individuos; 8) no hacer una especie de deducción de un poder que arrancaría del centro e intentar ver hasta dónde se prolonga, hacia abajo, ni en qué medida se reproduce, hasta los elementos más moleculares de la sociedad. Más bien se debe hacer un análisis ascendente del poder, arrancar de los mecanismos infinitesimales, que tienen su propia historia, su propio trayecto, su propia técnica y táctica, y ver después cómo estos mecanismos de poder han sido y todavía están investidos, colonizados, utilizados, doblegados, transformados, desplazados, extendidos, etc., por mecanismos más generales y por formas de dominación global34; ver cómo, históricamente, partiendo desde abajo han podido funcionar los mecanismos de control... ver cómo, al nivel real de la familia, del entorno inmediato, de las células, de los puntos más pequeños de la sociedad, estos fenómenos de represión o de exclusión se han instrumentado, tuvieron su lógica, han respondido a un determinado número de necesidades; mostrar cuáles han sido sus agentes reales, no buscarlos en la burguesía en general, sino en los agentes directos (que han podido ser el entorno

31 “...cómo funcionan las cosas al nivel de sometimiento... Asir la instancia material del sometimiento en tanto constitución de los sujetos”.

32 “...no considerar el poder como un fenómeno de dominación masiva y homogénea de un individuo sobre los otros, de un grupo sobre los otros; de una clase sobre las otras; sino tener bien presente que el poder, si no se lo contempla desde demasiado lejos, no es algo dividido entre los que lo poseen, los que lo detentan exclusivamente y los que no lo tienen y lo soportan... No está nunca localizado aquí o allí, no está nunca en las manos de algunos, no es un atributo como la riqueza o un bien”.

33 “Y en sus redes no sólo circulan los individuos, sino que además están siempre en situación de sufrir o de ejercitar ese poder, no son nunca el blanco inerte o consintiente del poder ni son siempre los elementos de conexión”.

34 “No es la dominación global la que se pluraliza y repercute hacia abajo... hay que analizar la manera como... los procedimientos de poder funcionan en los niveles más bajos... cómo... se desplazan... son investidos y anexionados por fenómenos más globales y cómo poderes más generales o beneficios económicos pueden insertarse en el juego de estas tecnologías al mismo tiempo relativamente autónomas e infinitesimales del poder” (l992: l45).

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inmediato, la familia, los padres, los médicos, los pedagogos, etc.), y cómo estos mecanismos de poder... en una coyuntura precisa, y mediante un determinado número de transformaciones, han empezado a volverse económicamente ventajosos y políticamente útiles (l992: l46)”35. La burguesía no se interesa por los locos, se interesa por el poder, no se interesa por la sexualidad infantil, sino por el sistema de poder que la controla (l992: l47); 9) en lugar de dirigir la investigación sobre el poder al edificio jurídico de la soberanía, a los aparatos de Estado y a las ideologías que conllevan, se la debe orientar hacia la dominación, hacia los operadores materiales, las formas de sometimiento, las conexiones y utilizaciones de los sistemas locales de dicho sometimiento, hacia los dispositivos de estrategia (l992: l47)36; 10) el surgimiento y desarrollo de la sociedad burguesa, en lugar de la sociedad feudal, en los siglos XVII-XVIII, aparece, o mejor todavía, se inventa una nueva mecánica de poder que posee procedimientos muy singulares, instrumentos del todo nuevos, aparatos muy distintos; esta mecánica resulta absolutamente incompatible con el mecanismo de poder efectivo de la monarquía feudal (l992: l48-l49)37.

El décimo texto se titula “Las relaciones de poder penetran en los cuerpos”, de l977, destaca: 1) la concepción tradicional del poder ubica a éste como mecanismo esencialmente jurídico, lo que dice la ley, lo que prohíbe, lo que dice no, con toda una letanía de efectos negativos: exclusión, rechazo, barrera, negaciones, ocultaciones,

35 “...de este modo se conseguiría demostrar que, en el fondo, la burguesía ha necesitado, o el sistema ha encontrado su propio interés, no en la exclusión de los locos... (el sistema burgués puede tolerar perfectamente lo contrario), sino más bien en la técnica y en el procedimiento mismo de la exclusión. Son los instrumentos de exclusión, los aparatos de vigilancia, la medicalización de la sexualidad, de la locura, de la delincuencia, toda esta microfísica del poder, la que ha tenido, a partir de un determinado momento, un interés para la burguesía. Más aún... no ha sido la burguesía la que ha pensado que la locura debía ser excluida o reprimida la sexualidad infantil; más bien, los mecanismos de exclusión de la locura, de vigilancia de la sexualidad infantil, llegado un cierto momento y por razones que hay que estudiar, pusieron de manifiesto un provecho económico, una utilidad política y, de golpe, se encontraron naturalmente colonizados y sostenidos por mecanismos globales, por el sistema del Estado” (l992: l46).

36 “Hay que estudiar el poder desde fuera del modelo de leviatán, desde fuera del campo delimitado por la soberanía jurídica y por las instituciones estatales. Se trata de estudiarlo partiendo de las técnicas y de las tácticas de dominación” (l992: l47).

37 Sobre la diferencia que establece Michel Foucault entre estos dos tipos de poder abundaremos al final de nuestro ensayo.

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etc., una concepción puramente negativa del poder; 2) a partir del siglo XIX tuvo lugar un fenómeno absolutamente fundamental: el engranaje, la imbricación de dos grandes tecnologías de poder: la que tejía la sexualidad y la que marginaba la locura (l992: l55); 3) las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos por la representación de los sujetos38; 4) entre cada punto del cuerpo social, entre un hombre y una mujer, en una familia, entre un maestro y su alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre los individuos; son más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder se incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento. La familia... no es el simple reflejo, el prolongamiento del poder de Estado; no es la representante del Estado respecto a los niños, del mismo modo que el macho no es el representante del Estado para la mujer39. Para que el Estado funcione como funciona es necesario que del hombre a la mujer o del adulto al niño haya relaciones de dominación bien específicas que tienen su configuración propia y su relativa autonomía (l992: l57); 5) el poder no se construye a partir de “voluntades” (individuales o colectivas), ni tampoco se deriva de intereses. El poder se construye y funciona a partir de poderes, de multitud de cuestiones y de efectos de poder40; 6) cualquier relación de fuerza implica en todo momento una relación de poder (que es en cierto modo su forma momentánea) y cada relación de poder reenvía, como a su efecto, pero también como a su condición de posibilidad, a un campo del que forma parte (l992: l58-l59).

38 “Si el poder hace blanco en el cuerpo no es porque haya sido con anterioridad interiorizado en la conciencia de las gentes. Existe una red de bio-poder, somato-poder que es al mismo tiempo una red a partir de la cual nace la sexualidad como fenómeno histórico y cultural en el interior de la cual nos reconocemos y nos perdemos a la vez” (l992: l56).

39 “... la afirmación, repetida constantemente, que el padre, el marido, el patrón, el adulto, el profesor, ‘representa’ un poder de Estado, el cual, a su vez, ‘representa’los intereses de una clase. Esto no explica ni la complejidad de los mecanismos, ni su especificidad...” (l992: l57).

40 “Es este dominio complejo el que hay que estudiar. Esto no quiere decir que el poder es independiente, y que se podría descifrar sin tener en cuenta el proceso económico y las relaciones de producción” (l992: l58).

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En el texto, pues, hemos hallado seis referencias a los problemas del poder.

“Poderes y estrategias”, de 1977, es el undécimo ensayo; contiene tres alusiones: 1) en el cuerpo social, en las clases, en los grupos, en los mismos individuos siempre existe alguna cosa que de algún modo escapa a las relaciones de poder; algo que no es la materia prima más o menos dócil o resistente, sino el movimiento centrífugo, la energía inversa, lo no apresable, el anverso y límite del poder (l992:l67)41; 2) el poder está “siempre ahí”, no se está nunca “fuera”, no hay “márgenes” para la pirueta de los que están en ruptura; 3) pero esto no significa que sea necesario admitir una forma inabarcable de dominación o un privilegio absoluto de la ley. Que no se pueda estar “fuera del poder” no quiere decir que de todas formas se está atrapado (l992: l70).

El duodécimo y último ensayo se titula “Verdad y poder” (no tiene fecha de edición); contiene dos aseveraciones significativas sobre el poder: l) se forman regímenes en el discurso y en el saber, es decir, lo que rige los enunciados y la manera en la que se rigen los unos a los otros para constituir un conjunto de proposiciones; los efectos de poder propios al juego enunciativo (l992: l78)42; 2) lo que hace que el poder agarre, que se le acepte es que constituye una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social, más que una instancia negativa que tiene como función reprimir.

1.2. Algunas aportaciones y una ausencia fundamental

En términos generales, en Microfísica del poder encontramos sesenta y tres alusiones al poder (Cuadro 1). Sabemos que todo el libro está dedicado a dicho problema, así que cuando hablamos de

41 “«La» plebe no existe sin duda, pero hay «de la» plebe. Hay de la plebe en los cuerpos y en las almas, en los individuos, en el proletariado, y en la burguesía, pero con una extensión, unas formas, unas energías, unas irreductibilidades distintas. Esta parte de plebe, no es tanto lo exterior en relación a las relaciones de poder, cuanto su límite, su anverso, su contragolpe; es lo que responde en toda ampliación del poder con un movimiento para desgajarse de él; es pues aquello que motiva todo nuevo desarrollo de las redes del poder” (l992: l67).

42 “Cada sociedad tiene su régimen de verdad... es decir, los tipos de discursos que ella acoge y hace funcionar como verdaderos”(l992: l87).

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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alusiones, nos referimos a ideas centrales del autor que conforman verdaderas tesis desarrolladas en el texto. Debemos señalar que en esta recopilación obviamos reiteraciones y cuando recogimos una repetición es porque, de todas maneras, se había incorporado un nuevo desarrollo.

En el prontuario son muchos los aspectos que deben ponerse de relieve, los cuales si bien no todos son originales del autor, su forma particular de exposición y el engarce específico que toman con su teoría fundamental sobre el poder les convierten en partes inherentes e inseparables de la concepción foucaultiana. A continuación nos referiremos a algunas de sus tesis, por orden en el texto, no por el significado que les asignamos para nuestra propia investigación.

La referencia al cuerpo como un espacio de ejercicio del poder (alusiones 3, 56, 57, 60 y 63 del Cuadro 1)43 resulta altamente significativa. El autor habla de cuerpo en doble sentido que, rigurosamente, constituye una unidad: el cuerpo humano y el cuerpo como sociedad. El cuerpo no se debe sólo a determinaciones naturales; también lo cruza el poder como una relación histórica: “nada en el hombre —ni tampoco su cuerpo— es lo suficientemente fijo para comprender a los otros hombres y reconocerse en ellos” (1992: 19)44. El cuerpo es penetrado por las relaciones de poder como un ejercicio de éste que, por una parte, no conlleva una necesaria conciencia de ello por parte de la persona —“si el poder hace blanco en el cuerpo no es porque haya sido con anterioridad interiorizado en la conciencia de las gentes” (l992: l56)—, lo cual muestra que, en su teoría, la conformación de relaciones de no-poder no está ligada directamente sólo con la formación de conciencia del poder, sino de manera más franca con procesos materiales situados más allá de la subjetivización del poder, que en el pensador francés se vinculan con la propia lucha-resistencia-experiencia social-política), y, por otra parte, produce al individuo como tal, que no es concebido como dato dado en la realidad objetiva: “El individuo, con sus características... es el producto de una relación de poder que se ejerce sobre los cuerpos, las mutiplicidades, los deseos...” (l992: 120).

43 Los ensayos sexto y décimo, incluso, directamente se dedican al cuerpo.

44 Idea que Foucault toma directamente de La gaya ciencia de Federico Nietzsche, como él mismo lo cita. Cf. La nota 10.

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Cuadro 1. Alusiones al poder en Microfísica del poder de M. Foucault

La libertad como libertad del dominador.La historia de la libertad es la historia de la construcción e imposición de la libertad por parte de los poderosos.El cuerpo humano se debe no sólo a las leyes de su fisiología, también está dominado por el poder; una serie de regímenes lo atraviesan.

El poder no se localiza en un solo centro.En el saber, el poder se expresa a través de circuitos reservados y del principio de lectura.En los movimientos populares está también contenida una lucha por el poder.El poder siempre procede obstruyendo en los oprimidos el deseo de poder.Uno de los ejercicios del poder conlleva la institucionalización.El poder procede de manera invisible.El poder es lo que la clase en el poder abandona menos fácilmente.

El poder se recupera mediante las instituciones.El tribunal de justicia, como institución de poder, opera asentándose en tres circunstancias propias a su disposición espacial.Siendo el poder invisible, la forma con la que se ejercerse debe ser visible, solemne y simbólica.

PRIMERO 1 2

3

SEGUNDO 4

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8

9 10

TERCERO 11

12

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Número de Alusión

Ensayo Alusión

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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CUARTO 14 15

16 17

18

19

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21

22

QUINTO 23

24

25

SEXTO 26

27

28

Las ideas también son poder.En la prisión el poder se manifiesta de forma más desnuda, como tiranía.Directamente plantea la pregunta ¿qué es el poder?Diferencia explotación y ejercicio del poder.La teoría del Estado no agota el campo del ejercicio del poder.El poder existe porque se ejerce. Nadie, con propiedad, es titular de él; no se sabe quién lo tiene exactamente.Cada lucha-resistencia se desarrolla alrededor de un centro particular de poder.Distingue la lucha contra la explotación y la lucha contra el poder.La lucha contra el poder es un heterogéneo movimiento de luchas contra la forma particular de poder.

Según la “economía del poder” se forman nuevos tipos de ejercicio del poder, nuevos poderes microscópicos.Estos nuevos tipos de ejercicio del poder no se limitan a los “reajustes institucionales”.El ejercicio del poder crea saber y el saber conlleva efectos de poder.

Nada es más material, más físico y corporal que el ejercicio del poder.El poder no sólo tiene por función reprimir, también produce efectos positivos.El poder no está localizado en el aparato de Estado.

Número de Alusión

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Número de Alusión

Ensayo Alusión

SÉPTIMO 29

30 31

32

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34

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OCTAVO 36

37 38

39

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41

La ciencia como poder es la imposición de lo verdadero, la obligación de verdad.Existe una administración del saber, una política del saber.En las redes de procedimientos de los que se sirve el poder operan diversos mecanismos.Cada uno de estos mecanismos es titular de un cierto poder; así, vehicula el poder.El poder no tiene como única función reproducir las relaciones de producción.El individuo no es lo dado, sino el producto de una relación de poder.Las tácticas y estrategias de poder se despliegan a través de implantaciones, de distribuciones, de controles de territorios, de organizaciones de dominios, en una geopolítica.

Contra la jerarquización científica del conocimiento y sus efectos intrínsecos de poder, hay que reactivar los saberes locales.Plantea la pregunta ¿qué es el poder?Hay un punto común entre la concepción liberal del poder político y una concepción considerada marxista.¿Está el poder en relación secundaria y al servicio de la economía?La apropiación y el poder no se dan, no se cambian, se ejercitan.¿En qué consiste el ejercicio del poder? ¿Cómo funciona?

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NOVENO 45

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Existen distintos esquemas de análisis del poder: el “contrato-opresión”, el “dominación-represión”, por ejemplo.La noción de represión es insuficiente para analizar los mecanismos de funcionamiento del poder.El “cómo del poder”.

¿Qué reglas de derecho ponen en marcha las relaciones de poder para producir discursos de verdad?No hay ejercicio de poder sin una cierta economía de las discursos de verdad.Evitar la cuestión de la soberanía y de la obediencia, y hacer ver el problema de la dominación y del sometimiento.Hay que coger al poder en sus confines últimos, allí donde se vuelve capilar.Estudiar el poder allí donde su intención está totalmente investida en el interior de prácticas reales y efectivas.El poder tiene que ser analizado como algo que no funciona sino en cadena.Hacer un análisis ascendente del poder, no una deducción de un poder que arrancaría del centro.No investigar al poder centrándose en el edificio jurídico de la soberanía, de los aparatos de Estado, de las ideologías, sino en la dominación, en los operadores materiales, las formas de sometimiento.El surgimiento y desarrollo de la sociedad burguesa es el surgimiento y desarrollo de una nueva mecánica de poder, la cual es incompatible con el mecanismo de poder de la monarquía feudal.

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DÉCIMO 54

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UNDÉCIMO 60

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La concepción tradicional del poder ubica a éste como mecanismo esencialmente jurídico, con una letanía de efectos negativos; una concepción puramente negativa del poder.A partir del S. XIX tuvo lugar la imbricación de dos grandes tecnologías de poder: la que tejía la sexualidad y la que marginaba la locura.Las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en el espesor de los cuerpos sin tener que ser sustituidos por la representación de los sujetos.Entre cada punto del cuerpo social pasan relaciones de poder que no son la proyección del gran poder del soberano sobre los individuos. La familia no es la representante del Estado respecto a los niños.El poder se constituye y funciona a partir de poderes, no de “voluntades” ni de “intereses”.Cualquier relación de fuerza implica una relación de poder.

En el cuerpo social existe siempre algo que de algún modo escapa a las relaciones de poder, el anverso y límite del poder.El poder está “siempre ahí”, no se está nunca “fuera” de él.Que no se pueda estar “fuera del poder” no quiere decir que de todas formas se está atrapado por él

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Número de Alusión

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DUODÉCIMO 62 63

En el discurso y en el saber se forman regímenes.Lo que hace que el poder atrape, agarre, es que constituye una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social, más que una instancia negativa.

El análisis foucaultiano sobre el poder y el cuerpo es muy importante pues le permite desfocalizar al poder, dejar de remitirlo al Estado y a la economía como sus centros generantes; ayuda a comprender que el poder se halla a lo largo y a lo ancho de la sociedad45, y para ser confrontado debe combartírsele en sus confines últimos, allí donde se vuelve capilar, en sus formas e instituciones más regionales, más locales, allí donde se inviste en instituciones, adopta la forma de técnicas y proporciona instrumentos de intervención material, eventualmente incluso violentos (l992: l42).

En relación directa con su propuesta de negar al Estado y a la economía el papel de centros genéticos y determinantes del poder, que se reproducirían como anillos concéntricos en toda la sociedad, resulta altamente significativa la distinción que sostiene entre explotación y ejercicio del poder46, así como la relación que establece entre la “economía del poder” (su mayor o menor eficacia y rentabilidad) y los tipos de ejercicio del poder. Así, recoge el paso histórico del ejercicio fundado en el castigo al basado en la vigilancia (l992: 88).

La primera tesis es muy polémica. La identidad que suele establecerse entre poder y poder de Estado está tan generalizada que a su distinción deben dedicarse muchas páginas. Con esa identificación está relacionada —aunque no sólo con ella— la

45 Precisamente el carácter del poder como red productiva de dominación que atraviesa “todo el cuerpo social” es lo que, para Foucault (l992: l82), le permite atrapar, agarrar, dominar.

46 Foucault (l992: 83) dice que “ha sido necesario llegar al siglo XIX para saber lo que era la explotación, pero no se sabe quizá siempre qué es el poder”.

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llamada teoría leninista de la revolución que cuando propuso que el problema fundamental de ésta es la toma del poder cometió doble desatino. Restringió la transformación revolucionaria al ámbito estatal, pues Lenin identificaba poder y Estado, con lo cual el cambio no concierne al cúmulo de relaciones de dominación en los otros ámbitos de la sociedad. Cuando mucho, el poder sobre la mujer, por ejemplo, de por sí debería superarse —como mágica consecuencia— cuando se desplegara la “dictadura del proletariado”. Por otra parte, la idea de “toma” del poder tenía el sentido, y la necesaria consecuencia, de apoderarse del aparato estatal burgués y con él hacer las supuestas mutaciones socialistas. Para Foucault (1992: 83) “La teoría del Estado, el análisis tradicional de los aparatos de Estado no agotan sin duda el campo del ejercicio y del funcionamiento del poder”.

La segunda tesis no es suficientemente desplegada por Foucault. La distinción es limitada por él al rechazo del carácter determinante de la economía sobre el poder, lo cual es de suma importancia. Pero la disimilitud no puede limitarse a ello. Es necesario señalar que el poder no surge con la explotación, es anterior a ésta, lo cual hace plausible la hipótesis de que le sobrevivirá. La historia de Mesopotamia47, por ejemplo, revela cómo el dominio y control jerárquico de unos seres humanos sobre otros fue anterior al de índole clasista, pues la producción del plusvalor no fue, en su inicio, resultado de la explotación sino de un cambio en la productividad social, en la producción de la vida humana todavía con sentido comunitario. El primer dominio, control y mando sobre ese plusproducto no se ejerció por una clase social en aquel periodo; lo ejercieron los ancianos y los sacerdotes; posteriormente los altos guerreros.

Pero el autor no explica, suficientemente, además, que el poder también se ejerce en y con la explotación, pues ésta es, ante todo, dominio, mando y control sobre la fuerza de trabajo, es decir, sobre la capacidad decisoria y creativa que es lo más trascendental y fundamental del ser humano. Al trabajador se le explota no porque se le despoje de propiedad sobre sus cosas; se le despoja de sus cosas porque se le enajena en su capacidad decisoria y constructora de la propia vida y del mundo propio; y se le explota como uno más de los ejercicios del poder.

47 Tomo 2 de Historia Universal. Siglo XXI, 1970.

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Nuestro autor (l992: 86) claramente establece que “si el poder se ejerce tal como se ejerce, es ciertamente para mantener la explotación capitalista”, e insiste (l992: ll9) en evitar el “esquematismo” de “localizar el poder en el aparato de Estado y en hacer del aparato de Estado el instrumento privilegiado... casi único del poder de una clase sobre otra clase”. El poder, dice, “no tiene como única función reproducir las relaciones de producción. Las redes de la dominación y los circuitos de la explotación se interfieren, se superponen y se refuerzan, pero no coinciden”.

La limitación de esta tesis tan significativa queda aquí de manifiesto. Parecería que en todo momento las relaciones de explotación son unas y otras las relaciones de poder, que sólo se interfieren, se superponen y refuerzan. Pero esto no es totalmente cierto. Si bien es verdad que, como ya lo apuntamos, las relaciones de poder no se constituyen con la explotación, desde que el dominio de clase se ha establecido, con el esclavismo con el despotismo oriental, etc., toda relación de explotación es una relación de poder aunque no es la única relación social en la que éste se ejerce. Por otro lado, si es cierto también que las relaciones de poder son relaciones sociales en el más alto sentido de la palabra pues están presentes en todas las dimensiones de la vida social, resulta inaceptable que de ello se derive —como lo hace Foucault (l992: 119)— que “cada uno es en el fondo titular de un cierto poder y, en esa medida, vehicula el poder”. Lo real es que las grandes mayorías de la población mundial no ejercen poder, aunque potencialmente pueden hacerlo. Por ejemplo, millones de jóvenes y de mujeres, por el contrario, sufren del poder. La sociedad moderna es machista y son los varones los que, en todo caso, resultan titulares de un cierto poder; pero millones de mujeres, sobre todo jóvenes, carecen de semejante estatus.

Igualmente nos parece inaceptable su idea (l992: 83-84) de que “nadie, hablando con propiedad, es el titular de él (del poder)... no se sabe quién lo tiene exactamente; pero se sabe quién no lo tiene”. La realidad del poder en las dimensiones económica, política, educativa, cultural, por ejemplo, no sólo revela cómo se ejerce el poder y quién lo sufre o “quién no lo tiene”; pone de manifiesto también a la burguesía —que tiene nombre y rostro específicos— como la titular fundamental, que ejerce el poder en lo económico

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porque lo ejerce en lo educativo, político y cultural, y a la inversa.La necesidad de deslindarse críticamente de las teorías economicistas —que proclaman el carácter determinante de lo económico sobre todas las relaciones sociales— y jurídico-estatistas —que identifican al poder con el Estado y ubican a éste como el centro del poder que se desenvolvería en anillos concéntricos al conjunto de la sociedad— no debe conducir a la certeza de que tienen igual significado el poder del capitalista sobre la sociedad y el poder del profesor sobre el alumno, del padre sobre los hijos o del viejo sobre el joven y a la inversa. En todo caso, debe reconocerse que estamos ante un problema sustancial que se ve mediatizado por la postura foucaultiana de la simple identidad a partir de que todos somos titulares de poder. El problema está ahí y reclama una multilateral investigación que nuestro autor no lleva a cabo, ni siquiera se la propone, según creemos.

Si Michel Foucault se hubiera planteado esta vital cuestión48, habría tenido que enfrentar y resolver un aspecto fundamental de toda investigación sobre el poder. Pero, al igual que otros autores, dejó pendiente ese problema (¿qué es el poder?); se lo planteó (cuando menos en dos ocasiones en su Microfísica)49, pero no trató la cuestión y, en consecuencia, no le halló solución. Esta ausencia, presente también en Nietzsche según creemos50, constituye la carencia fundamental de la obra sobre el poder de este gran pensador francés, y es base para impresiciones como las que aquí hemos revisado.

Antes de analizar con más detalle esta ausencia, vale la pena detenerse en la tesis foncaultiana sobre el paso histórico del ejercicio del poder basado en el castigo al ejercicio fundado en la vigilancia, a la cual, dicho sea de paso, dedicó uno de sus libros51 más significativos.

48 Que es vital simplemente porque se relaciona con la lucha contra el poder y, específicamente, con sus niveles diferenciados y sus fundamentos particulares.

49 Una vez en el cuarto ensayo (l992: 83) cuando dice que las dificultades para organizar las luchas contra el poder provienen “de que ignoramos todavía en que consiste el poder”; la segunda en el octavo ensayo (l992: l33), donde simplemente incluye la interrogación ¿Qué es el poder?

50 Cuando menos en Voluntad de poderío, obra cumbre de este autor.

51 Vigilar y castigar, 1977.

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Su análisis del poder está direccionado por una concepción materialista que le permite remitirlo a las formaciones sociales específicas. No es a partir de la conciencia ni del papel de los soberanos y jefes de Estado, ni tampoco desde las leyes, como debe estudiarse la genealogía del saber “sino de tácticas y estrategias de poder... que se despliegan a través de implantaciones, de distribuciones, de controles de territorios, de organizaciones de dominios...”, habría dicho. No comprender al poder desde el edificio jurídico de la soberanía, de los aparatos de Estado y las ideologías, sino desde la dominación, desde los operadores materiales, las conexiones y utilizaciones de los sistemas locales del sometimiento (l992: l47). Así establece que las condiciones materiales de las sociedades concretas constituyen mecánicas de poder específicas. La monarquía feudal conoció una mecánica de poder efectivo que se ejercía “hasta los niveles más bajos a partir de los más altos” (l992: l48): la relación de soberanía, que recubría la totalidad del cuerpo social. El ejercicio del poder en ese momento histórico hasta los siglos XVI y XVII podía transcribirse “en términos de relación soberano-súbdito” y era explicado por la teoría jurídica-política de la soberanía. Pero en los siglos XVII-XVIII conoce “la invención de una nueva mecánica de poder que posee procedimientos muy singulares, instrumentos del todo nuevos, aparatos muy distintos”.

Esta mecánica de poder es ya “absolutamente incompatible con las relaciones de soberanía” y, naturalmente, no debe ser explicada por la teoría jurídico-política de la soberanía. No se trata de una nueva forma sino de un nuevo tipo de poder, el cual “se apoya más sobre los cuerpos y sobre lo que éstos hacen que sobre la tierra y sus productos. Es una mecánica de poder que permite extraer de los cuerpos tiempo y trabajo más que bienes y riqueza” y se ejerce incesantemente a través de la vigilancia “y no de una forma discontinua por medio de sistemas de impuestos y de obligaciones distribuidas en el tiempo; supone más una cuadriculación compacta de coacciones materiales que la existencia física de un soberano”.

La teoría que dé cuenta de este poder debe permitir “codificar una vigilancia continua... y fundar el poder... a partir de los sistemas continuos y permanentes de control... calcular el poder con un mínimo de dispendio y un máximo de eficacia”. Se trata de “una de las grandes invenciones de la sociedad burguesa” (l992: l49).

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Este tipo de poder, que ha sido un instrumento fundamental en la constitución del capitalismo industrial y del tipo de sociedad que le es correlativa, ya no es el poder soberano sino el poder disciplinario, basado en mecanismos de coacción. Y de la misma manera que el poder soberano creó un discurso jurídico que le era inherente, así las disciplinas son portadoras de un discurso, que no es el del derecho; su discurso es “el de la regla”. Pero no el de la regla jurídica derivada de la soberanía, sino “el de la regla natural, es decir, el de la norma” (l992: l5l). Definirán un código que no será el de la ley sino “el de la normalización”. Los “procedimientos de normalización” colonizan “cada día más a los de la ley”. La capitalista es una sociedad de normalización basada en un poder disciplinario.

1.3. Nuestras inferencias

Microfísica del poder es, sin duda, el texto que Michel Foucault más dedica al poder. Ya señalamos que, en términos generales, encontramos sesenta y tres alusiones a dicho tema.

Si agrupamos estas referencias por su carácter (Cuadro 2) encontramos catorce tipos de alusiones. En estos tipos, existen 25 alusiones dedicadas al ejercicio del poder, diez a las teorías sobre el poder, nueve al ámbito de su ejercicio, cinco al no-poder, tres al poder y otras relaciones sociales, a sus funciones y efectos, dos a su historia, y una referencia a su recuperación, al problema de quién lo tiene, a sus formas-mecanismo, a sus fuentes y a la fuerza.

La mayor atención recae sobre el ejercicio del poder pues para el autor francés, el poder sólo existe en acto, ejerciéndose. El texto es de alto contenido polémico, de tal manera que contiene diez referencias a teorías sobre el poder, que ocupan un segundo lugar. Ahora bien, aunque sólo hay una referencia a su mecanismo, ésta se extiende a casi un ensayo completo.

Foucault plantea en dos ocasiones la cuestión de qué es el poder. Una en el cuarto ensayo, en relación con lo que su interlocutor le sugiere como dificultades para instaurar un sistema de redes de base popular. “Esta dificultad —comenta—, nuestra dificultad para encontrar las formas de lucha adecuadas, ¿no proviene de que ignoramos todavía en qué consiste el poder? Después de

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todo ha sido necesario llegar al siglo XIX para saber lo que era la explotación, pero no se sabe quizá siempre qué es el poder. Y Marx y Freud no son quizá suficientes para ayudarnos a conocer esta cosa tan enigmática, a la vez visible e invisible, presente y oculta, investida en todas partes, que se llama poder” (l992: 83).

Contra lo que se esperaría de esta sustentación, que entrara a exponer su definición de poder, revelando sus elementos constitutivos, Foucault deja la sugerencia sin respuesta, pues se desvia a apuntar que la teoría del Estado no agota el campo del ejercicio y del funcionamiento del poder, y se sigue con el problema de ¿quién y dónde ejerce el poder?

Cuadro 2. El carácter de las alusiones al poder en Microfísica del poder de M. Foucault

PRIMERO 1 2 3

SEGUNDO 4 5 6 7 8 9 10

TERCERO 11 12 13

CUARTO 14 15 16 17

Ambito del ejercicio del poder.Su historia.Su ejercicio, el ámbito.

Ubicación.Su ejercicio.El no-poder.Su ejercicio-realización.Su ejercicio-realización.Su ejercicio-realización.Su importancia en el dominio de clase.

Su recuperación.Su ejercicio-expresión.Su ejercicio-expresión.

Las ideas como poder (ámbito).Su ejercicio-espacio.¿Qué es?Poder y otras relaciones sociales.

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Número de Alusión

Ensayo Alusión

Su teoría.Quién lo tiene.Su ejercicio-espacio.Poder y otras relaciones sociales.El no-poder.

Su ejercicio.Su ejercicio.Su ejercicio.

Su ejercicio.Función y efectos del poder.Ubicación.

Su ejercicio.Su ejercicio.Su ejercicio.Su ejercicio.Función.Efectos.Su ejercicio.

El no-poder.¿Qué es?Teorías sobre el poder.Poder y otras relaciones sociales.Su ejercicio.Su ejercicio.Teorías sobre el poder.Teorías sobre el poder.

18 19 20 21 22

QUINTO 23 24 25 SEXTO 26 27 28 SÉPTIMO 29 30 31 32 33 34 35

OCTAVO 36 37 38 39 40 41 42 43

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Número de Alusión

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Su ejercicio.Su ejercicio.Su ejercicio.Teorías sobre el poder.El no-poder.Teorías sobre el poder.Teorías sobre el poder.Teorías sobre el poder.Teorías sobre el poder.Sus formas-mecanismo.

Teorías sobre el poder.Su Historia.Su ejercicio.Su ubicación.Sus fuentes.El poder y la fuerza.

El no-poder.Su ubicación.

Su ejercicio.Su ejercicio.

NOVENO 44 45 46 47 48 49 50 51 52 53 DÉCIMO 54 55 56 57 58 59

UNDÉCIMO 60 61

DUODÉCIMO 62 63

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La segunda referencia se contiene en el octavo ensayo. “¿Qué es el poder, o mejor —por qué poner a punto lo que no quiero, es decir, la demanda teórica culminación del conjunto—?” (l992: l33). Tampoco en esta ocasión se adentra en el consecuente tratamiento de su pregunta; vuelve a dejarla sin respuesta, y se refiere, primero, a los mecanismos y dispositivos de poder —sólo mencionando este aspecto—, y luego a la cuestión de si el análisis del poder puede deducirse de la economía.

El problema de qué es el poder, cuál su contenido y composición, cuál su estructura fundante es, en Michel Foucault, un tema pendiente. Sigue, en esto, la línea de sus antecesores: da por hecho que la respuesta ya ha sido dada, lo cual resulta un sinsentido si uno no olvida que él ha expresado honda preocupación ante la ignorancia sobre qué es el poder. Aun cuando fuese aceptado que el poder sólo existe en ejercicio, resultaría imposible negar su contenido, sus componentes.

2. Adolfo Sánchez Vázquez. Entre la realidad y la utopía

Nos proponemos a continuación glosar a uno de los últimos textos de Adolfo Sánchez Vázquez, con el propósito de verificar si en este autor se encuentra el tratamiento de la cuestión sobre el contenido, la estructura fundante y el carácter del poder.

El texto Entre la realidad y la utopía del distinguido filósofo Adolfo Sánchez Vázquez (1999) es excelente muestra de que una brillante exposición de algunos aspectos del contenido del poder —que de por sí requieren el estudio de su ejercicio y realización, como algo inherente— adquiere su clímax o revela sus flaquezas cuando bien se adentra en el punto del carácter. En este sentido, resulta doblemente aleccionadora esta obra del emérito pensador hispano-mexicano.

Para efectos de este texto, de las tres partes que componen Entre la realidad y la utopía52, nos referiremos sólo a la primera, con

52 Estas partes son: 1. Política; 2. Socialismo; 3. Utopía. Los dos primeros capítulos de la primera parte se titulan “El poder y la obediencia” y “La cuestión del poder en Marx”. Volveremos a los otros capítulos cuando tratemos el tema de la autodeterminación.

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un acento mayor en los dos primeros capítulos. Técnicamente, expondremos sus puntos principales acompañando con nuestros breves comentarios las precisas consideraciones del autor. De esta manera, nos alimentaremos de sus sugerencias y avanzaremos en una construcción propia. Procederemos, entonces, a enlistar literalmente sus aseveraciones relativas al estatuto teórico del poder y sus elementos constituyentes, para llegar a la cuestión de su carácter, aspecto en el que será mayor el tono crítico de nuestras glosas.

Con el poder ocurre lo mismo que con los métodos de investigación social: son muchos los que hablan del tema y muy pocos los que se preocupan por conceptuarle y definir claramente su contenido fundamental y su preciso ejercicio. Al igual que ocurre con los métodos, parece darse por asentada una definición del poder que sería como una especie de usufructo universal.

Fiel a su enorme rigurosidad profesional, nuestro autor evita semejante costumbre y enfrenta directamente un intento por categorizar al poder. Lo hace en un proceso de gradual enriquecimiento.

Entre la realidad y la utopía ensaya una caracterización del poder que pone de manifiesto lo que el autor considera sus componentes fundamentales. Estos elementos integrantes son la dominación (Sánchez Vázquez, 1999: 12,14,16), la fuerza —la violencia o la coercitividad— (pp. 13, 14, 23, 24), y la obediencia (pp.15, 16, 17-22)53, que en el primer ensayo del libro aparecen debidamente concatenados a través de un cuarto componente, el cual se desempeña como un verdadero eje unificador: la determinación del sujeto, en el sentido de una determinación propia o “su determinación por un poder externo” (1999: 20).

Hacemos nuestra esta categorización del poder y sobre su base intentaremos un esfuerzo de diálogo crítico con el maestro. Para que este diálogo esté debidamente delimitado vamos a exponer una serie de consideraciones básicas del autor que permiten situar adecuadamente su idea del poder.

53 “Puesto que el poder es dominio y el dominio es inseparable de la fuerza, el poder es uno y trino... Un dominio que ante la agudización de las resistencias u oposiciones no recurriera a la fuerza, entrañaría la renuncia a ejercer el poder, cosa hasta ahora desmentida por toda la historia real”, apunta Sánchez Vázquez (1999: 14).

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2.1. Poder y explotación

Una primera consideración se refiere a la relación entre dominación y explotación. Un segundo pensamiento tiene que ver con la relación entre poder y dominación política o entre poder y poder estatal. La tercera consideración atañe a la “destrucción real del poder” o lo que, con Hegel, denomina “el más allá del poder”. Empecemos por la primera consideración.

El problema de la relación entre dominación y explotación es propuesto como una verdadera prevención, una zozobra del autor. Hoy, dice (1999: 11, 12), sobresale el “hecho innegable del énfasis... en las reflexiones sobre el poder y las relaciones de dominación, énfasis tan vigoroso que oculta o vela otro gran tema: el de la explotación... El tema de nuestro tiempo... parece ser el de las relaciones de poder y no el de las de explotación”. Al hacer esto, una parte del pensamiento actual enlaza con la teoría política burguesa clásica. Esta preeminencia del status temático del poder, o, de acuerdo con Sánchez Vázquez, de la dominación política, en detrimento de la reflexión sobre la explotación54, esta “separación de las relaciones de poder respecto de las relaciones de explotación, y la elevación de las primeras al plano de lo absoluto, hacen del poder un nuevo fetiche”.

La suspicacia es legítima. No estamos seguros, sin embargo, que el tratamiento que efectúa el filósofo sea del todo convincente. Si se cuestiona que el mayor énfasis se pone en la dominación, con el propósito de que dicho énfasis recaiga en la explotación, no se supera la cuestión anunciada, aun cuando lo que se quiera señalar con aquella crítica sea el abandono del análisis de los problemas estructurales de la sociedad contemporánea. En el fondo, la teoría política burguesa clásica al igual que el pensamiento burgués actual no han reemplazado con el tema de las relaciones de poder

54 Esta preeminencia del status temático fue reemplazada, según Sánchez Vázquez (1999: 11, 12), por la obra de Marx, cuyo “gran tema... es el de la explotación económica” y “no el tema del poder —político, estatal—”, aunque éste “no está ausente en la obra de Marx, pues incluso en El Capital había previsto abordarlo. Pero, con todo, hay que reconocer que el gran tema de Marx es el de la explotación económica y, en particular, la de la clase obrera”.

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al tema de la explotación. Una y otro siguen evadiendo ambos temas, o, mejor aún, siguen tratándolos de forma inadecuada, sobre todo porque no ven su precisa relación de totalidad.

Con su cuestionamiento, el maestro parece asumir el criterio de separación entre dominación, explotación y poder.

En rigor, en este primer capítulo nuestro autor parece aceptar la reiterada cantaleta de que Marx en El Capital no abordó el problema del poder, que su tema fue la explotación económica, la cual —se da por hecho— es distinta a la dominación55. Cuando más, Marx sólo “había previsto” abordar el poder, pero su tema fue “el de la explotación económica”. Esta alineación no es superada ni cuando Sánchez Vázquez (1999: 12-13) reitera que “no hay dominación sin explotación, de la misma manera que no hay explotación sin el dominio que permite mantenerla”. No observa, pues, que el verdadero problema estriba en si la dominación y la explotación son realidades diferentes (que pueden depender mutuamente sin por ello perder su carácter diverso) o momentos de una misma realidad: el poder.

En este capítulo, el maestro considera a las relaciones de producción como relaciones económicas y a las relaciones de poder como relaciones políticas56, lo cual no permite captar la riqueza de la categoría marxista relaciones de producción como relaciones que también son de dominio y mando, ni el enorme caudal que contiene la categoría relaciones de poder también como relaciones de producción (de dominio y mando). Su crítica a Foucault por su desconocimiento del “nexo que une a este poder con las relaciones de producción” (Sánchez Vázquez, 1999: 13) resulta sumamente inconsistente y revela la separación que asume entre

55 Aunque referida a la teoría del Estado, esta cantaleta realmente atañe al poder pues generalmente asume como poder al poder de Estado. En noviembre de 1977, en la reunión de Venecia sobre “Poder y oposición en las sociedades posrevolucionarias”, Louis Althusser afirmó que no hay en Marx una teoría del Estado, lo cual levantó una polémica muy fuerte en el marxismo de occidente. Cf. Althusser et al., 1982. Althusser literalmente señaló: “Podemos decirlo: no existe verdaderamente «teoría marxista del Estado»” (Karol, et al., 1980: 228).

56 “Lo que está en juego en todo esto es el nexo entre relaciones de producción (económicas) y relaciones de poder (políticas)” (Sánchez Vázquez, 1999: 13).

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poder y relaciones de producción. En efecto, no hay nexo entre ambos, pero no lo hay porque, particularmente en el capitalismo, se contienen: en esta sociedad históricamente determinada, las relaciones de producción son relaciones que establecen los seres humanos en el proceso de producción de dominio y control, y viceversa. No es propósito nuestro, por cierto, hacer una defensa de Foucault, adjudicándole una visión integral del problema. Sí creemos, sin embargo, que una crítica como la que hace Sánchez Vázquez, no acierta a revelar las verdaderas debilidades del punto de vista del filósofo francés y, sobre todo cae en lo que critica.

Por nuestra parte, no proponemos identificar de forma absoluta dominación y explotación. No reducidas a lo político y a lo económico, respectivamente, ambas deben pensarse como poder en una totalidad, pero no en absoluta identidad: la explotación es poder como dominación, pero no todo dominio es explotación. La afirmación de nuestro autor (“mientras exista la explotación, subsistirá la relación de dominación entre gobernantes y gobernados”) confirma nuestro aserto. Sánchez Vázquez, empero, debería llevar hasta el extremo su aseveración presentando la cuestión en sentido inverso, y preguntarse: “mientras subsista la relación de dominación entre gobernantes y gobernados ¿deberá seguir existiendo la explotación?”. Para nosotros, no necesariamente pues dominación puede existir sin explotación. En realidad, históricamente, el poder como dominio y mando surgió antes de que se conformara en la sociedad la realidad de la explotación (Bookchin, 1999).

Con el propósito de abordar extensamente esta cuestión, fundamental para examinar lo relativo a la estructura fundante y al carácter del poder, queremos detallar más la postura en cuestión, refiriéndonos a otras partes del texto.

En el capítulo segundo, al que titula “La cuestión del poder en Marx” (1999: 29-49) sigue tratando el tema, en apariencia diferenciándose de la postura que sostuvo en el capítulo primero, aunque, según nosotros, reiterándola.

En este capítulo parece no persistir la diferenciación entre dominación y explotación que se ofreció en el anterior. Por ejemplo, señala (1999: 47) no ignorar, que Marx se ocupó también de otras

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formas de dominación. Específicamente en El capital, dice, la dominación económica como explotación del obrero ocupó un “lugar central” y a esta “forma de dominación” la llama “poder económico”. “Cuando se opone dominación —atribuyéndola sólo a su forma política— a explotación, porque en ésta se halla ausente la coacción física —sostiene (1999: 48)—, no se hace sino ocultar la naturaleza específica de la dominación en el terreno económico”.

El autor olvida que apenas unas pocas páginas atrás, él mismo asumió semejante oposición. El olvido, sin embargo, resultaría insustancial si al final de cuentas tuviera lugar una verdadera corrección. Pero ésta es aparente. “Ciertamente, agrega de inmediato, no estamos aquí ante el poder político sino ante el poder económico del que dispone el capitalista frente al no poder del obrero...”. Para Sánchez Vázquez, así, el poder “económico” no es él mismo poder “político” sino que, incluso, puede estar presente en ausencia del poder “político”. De esta manera, declara (1999: 32) su plena coincidencia con quienes participan de dicha separación: “Sin embargo, hay que reconocer de entrada: a) con Foucault, que Marx es ante todo el teórico de la explotación y no del poder; ... d) con Anderson, que no hay en Marx una teoría del poder burgués”.

“... si partimos de una definición general —sostiene (1999: 48), en conclusión— del poder social como dominio de una clase sobre otra, de unos hombres sobre otros, es legítimo hablar en términos marxianos de poder económico. Y es legítimo hablar también que ...Marx es ante todo el teórico de esta forma de poder o de dominación que es el poder económico o la explotación”.

El avance que puede observarse en este capítulo respecto al anterior —reconocer que la explotación es también dominación y, en consecuencia, ya no limitar esta última al ámbito de lo político ciñendo la explotación a unas aparentes fronteras económicas— es uno que no sólo se queda a medias, sino que, lo más significativo no se eleva al tratamiento de la dominación y la explotación en sus relaciones de totalidad sistémica, es decir, en las que se presuponen y se contienen mutuamente.

La relación entre dominación, explotación y poder se ha rastreado en el debate sobre la teoría marxista del valor, pues es en esta teoría

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de Marx donde se halla la concepción del autor de El capital sobre dominación, explotación y poder. La tesis de que la esencia de la teoría de la explotación es la reducción a mercancía de la fuerza de trabajo (Bolaffi, 1979: 10) revela, en el fondo, este contenerse mutuamente de explotación, dominación y poder. Toda la teoría de la acumulación originaria de Marx, por ejemplo, es una gran ilustración de que la fuerza de trabajo, la capacidad más auténticamente humana del hombre, fue reducida, puesta bajo dominio, convirtiéndola en mercancía. Asimismo, la teoría marxista del despotismo fabril, no es más que una exposición dialéctica, holística y compleja, de la unidad inseparable —de presuposición mutua— de dominación, explotación y poder. “No es el obrero, dice Marx (1975: 17), quien emplea los medios de producción, son los medios de producción los que emplean al obrero. No es el trabajo vivo el que se realiza en el trabajo material como en su órgano objetivo; es el trabajo materializado el que se conserva y acrecienta por la succión del trabajo vivo, gracias a lo cual se convierte en un valor que se valoriza en capital y funciona como tal. Los medios de producción aparecen ya como succionadores del mayor cuanto posible de trabajo vivo. Esto se presenta tan sólo como el medio de valorización de valores existentes y, por consiguiente, de su capitalización”. La realización “económica” de los medios de producción tiene lugar como la acción de succionar trabajo vivo, esto es, las capacidades decisionales de los trabajadores, su inteligencia, su avezamiento, su experiencia para tomar determinaciones, que constituyen el trabajo de los obreros. La explotación, entonces, es dominio y mando del capitalista sobre el obrero y, en este caso, la dominación tiene lugar como explotación, lo cual es realización plena de poder.

La explotación, la dominación y el poder se encuentran en una concatenación dialéctica, incluso de mayor profundidad que la “reducción a mercancía de la fuerza de trabajo”, y fincan esa relación totalizadora de mutua suposición en la misma realidad histórica del producto excedente. Autores como Pierangelo Garegnani (1979: 56-57) lo han puesto de manifiesto. Para demostrar que el contenido real de la explotación capitalista depende de la realidad histórica del excedente, al igual que en la sociedad precapitalista, Garegnani establece el supuesto de que un siervo de la gleba deba gastar la mitad de su semana de

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trabajo en el campo de su señor, mientras que un segundo siervo debe entregar a su señor la mitad de su producto, y se pregunta: “¿podríamos decir que el primero es explotado y el segundo no?” y se responde: “obviamente, el hecho de que en el primer caso la deducción se mida directamente en plustrabajo y en el segundo en plusproducto no constituye ninguna diferencia; tanto más que no hay ninguna dificultad en expresar la primera deducción en términos de plusproducto y la segunda en términos de plustrabajo”. A continuación, Garegnani cierra esta exposición con una tesis que es una precisa revelación de la concatenación entre poder, explotación y dominación: “esto pone de relieve que la verdadera razón por la que en general se acepta que el ingreso del señor feudal es resultado de una explotación del trabajo está en que dicho ingreso se basa únicamente en el hecho (cursivas de Garegnani) de que no les está permitido (cursivas nuestras: AMV) a los siervos de la gleba apropiarse de todo lo que producen”. La explotación, entonces, estriba en que no se permite a los trabajadores, esto es, se les domina y controla, no como realidades separadas y ni siquiera distintas. La explotación es dominación y es poder. Lo mismo ocurre en la sociedad moderna. La existencia de la explotación del trabajo en una sociedad capitalista depende también de la realidad histórica de la producción del excedente. Por eso Garegnani sostiene (1979: 57-58) que “la idea de que las ganancias se originan en la explotación del trabajo no implica un juicio moral como tampoco lo implica la idea análoga aplicada al señor feudal de nuestro ejemplo. Es un hecho que las ganancias se basan únicamente en que a los trabajadores no se les permite apropiarse de todo el producto —«sea cual fuere el juicio que nos merezcan las máscaras que aquí se ponen los hombres al desempeñar sus respectivos papeles»— (Karl Marx, El capital, T. I, pp. 94-95)”57. Al igual que la renta del suelo, la ganancia es posible porque a los obreros “no se les permite”, es decir, se dominan sus determinaciones vitales, sus decisiones sobre los productos de su propio trabajo. El dominio en el capitalismo, al igual que en el feudalismo, es explotación y viceversa.

Con esta reflexión podemos resolver el problema fundamental del poder.

57 Las cursivas son nuestras. La última frase entrecomillada de esta cita de Garegnani corresponde a la edición mexicana de Siglo XXI del año 1977.

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Sobre este punto seguiremos reflexionando más adelante, cuando abordemos la cuestión básica del carácter del poder que, como dijimos al principio, es determinante para comprender los problemas de la estructura fundante del contenido y el ejercicio o la realización del poder.

2.2. Poder y Estado

La segunda consideración de Adolfo Sánchez Vázquez se refiere a la relación entre poder y dominación política o entre poder y poder estatal.

Además de traer consigo la inadecuada relación entre poder y relaciones de producción a la que nos referimos, nuestro autor (1999: 13) cae en esta segunda cuestión en un doble equívoco. Por una parte, al igual que muchos estudiosos del poder, asume a éste exclusivamente como poder político y, en segundo lugar, proclama “el papel central del poder estatal” en la realidad del poder.

En este problema, al maestro le ocurre lo que con frecuencia se observa en otros autores que elogian de alguna manera a quien como Michel Foucault ha ayudado a una visión más totalizadora del poder, al mismo tiempo que desaprueban la mayor contribución del francés en su enriquecimiento teórico. “Para Foucault —dice Sánchez Vázquez— lo esencial es también58 la relación de poder, pero entendido éste como una red de poderes. Este poder reticular o capilarizado está en todas partes y, por tanto, no se localiza en el aparato del Estado ni en su función represiva. Su inmanencia y omnipotencia es absoluta respecto de las relaciones de producción. Foucault reacciona a su vez contra la tendencia a ver esta red de poderes como una simple proyección del poder político. Pero Foucault no sólo desconoce el nexo que une a este poder con las relaciones de producción, así como su carácter de clase y el papel que desempeña en la lucha de clases, sino que ignora asimismo el papel central del poder estatal, confirmado hoy más que nunca en ese tejido de poderes que, por otro lado, él ha contribuido agudamente a mostrar”.

58 Líneas arriba había reprochado a Marcuse porque su “racionalidad del poder es tecnológica. El logos tecnológico se desarrolla de un modo inminente y todopoderoso, cualquiera que sean las relaciones de producción”.

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A Foucault, entonces, se le reconoce una aguda contribución (haber propuesto que el poder no es sólo ni fundamentalmente político y estatal) pero, en los hechos se recusa este enriquecimiento conceptual.

En la ecología política, cuyo sustento central es el poder, no son extraños estos equívocos. En su texto La ecología como política, Francisco Garrido Peña (1993: 7-8) procede como Sánchez Vázquez. “El problema del poder —dice el especialista en ecología política—, es algo más, mucho más, que el problema del Estado: es el problema de las relaciones sociales, de la misma constitución social y lingüística del sujeto. Tal perspectiva es la que adopta la Ecología Política, producto de no reducir el modelo de interpretación al artefacto mecanicista del Estado (mega-máquina política); sino de reinterpretar la cuestión del poder, insertándola en un modelo ecológico, de lo que se desprende que el ámbito real del poder es lo social como organismo vivo, como ecosistema... desde esta perspectiva, hay relaciones de poder en las relaciones educativas, económicas, culturales, sexuales, etc. El mismo ecosistema social es un «sistema de poder», como nos recuerda Hawley. Todos los subsistemas del sistema social son, por tanto, también «subsistemas de poder». El poder no es, así, definido como algo sustancial... sino como una relación social”.

Pero a la hora de desentrañar la naturaleza del poder, la idea foucaultiana es olvidada. Por ejemplo, una vez que el autor explica que en el “complejo diagrama de las relaciones de poder se producen cuatro niveles distintos”59, el poder es reducido al “poder político”: “De la coordinación entre los tres primeros niveles se ocupa eso que llamamos «poder político» (que) no es sino la forma a través de la cual el ecosistema social controla la «entropía social». Pero esa forma que es el «poder político» está interconexionada con los micropoderes que influyen en las relaciones internas y externas de los subsistemas”.

59 “i) las relaciones del ecosistema social con su entorno; ii) las relaciones autorreferenciales del ecosistema social; iii) las relaciones entre los subsistemas y de éstos con sus entornos; y, iv) las relaciones autorreferenciales de los subsistemas consigo mismos” (Garrido Peña, 1993: 8).

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Garrido Peña no explica en su texto por qué el «poder económico» o el «poder cultural» o el «poder sexual» —y todos los poderes en los que, por la lógica del autor se dividiría el poder— no se ocupan también, al igual que el «poder político», de la coordinación de aquellos “tres primeros niveles” que se producen en el “complejo diagrama de las relaciones de poder”; ¿por qué el “ecosistema social” no controla la “entropía social” a través de los “otros” poderes?

Estrictamente, lo que sucede es que la idea de que “el problema del poder es... mucho más que el problema del Estado” no es asumida consecuentemente, y se sigue sosteniendo la vieja propuesta del carácter eminentemente político y estatal del poder. Por ello, cuando el autor aborda el tema de la llamada “democracia radical” (al igual que cuando Sánchez Vázquez trata el tema de la “extinción del poder”) la clave de su conformación se ubica en la política, en el “poder político y en el Estado”60.

Nos parece que lo mismo ocurre con la postura asumida por el maestro hispano-mexicano. Su hincapié en “el papel central del poder estatal” aparece como el principal punto de controversia con la teoría de Foucault del “poder reticular o capilarizado” teoría que obnuvilaría la realidad del poder localizado en el aparato del Estado. La siguiente, constituye una frase típica de velado rehusamiento de lo que por sí mismo ha sido encomiado. Dice Sánchez Vázquez (1999: 13): “Foucault reacciona a su vez contra la tendencia a ver esta red de poderes como una simple proyección del poder político”. Nos parece sumamente confusa la postura: ¿se admite la actitud de Foucault contra dicha tendencia o se la considera desacertada? Creemos que, cuando menos en el texto que comentamos, se inclina por lo último. En él, el poder estatal es el centro que aporta el carácter al poder. La “reticulación” del poder que adjudica a la teoría de Foucault no sería más que la acción dimensional del gigante (el poder estatal) que se proyecta en los más diversos rincones de la sociedad. “Aunque se admita con Foucault —sigue diciendo (1999: 14)— la existencia de una amplia red de poderes que se localizan en la fábrica, la escuela, la iglesia, la familia, los hospitales, las prisiones, etcétera, el poder estatal

60 Volveremos a este punto cuando analicemos la propuesta de Adolfo Sánchez Vázquez sobre lo que él llama, con Hegel, “el más allá del poder”.

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sin perder su lugar central, y por el contrario elevándolo tiende a socializarse, a penetrar por todos los poros del cuerpo social y, de este modo, a prevalecer sobre todos los poderes”61.

El poder estatal, así, se “socializa” en el sentido de que penetra todos los poros de la sociedad, se desenvuelve, encarna en dichos poros. Ahora bien, ¿cuáles son los otros poderes, sobre los que prevalece el poder estatal? En ningún momento se aclara. En el fondo, parece aceptarlos en la teoría de Foucault pero los desconoce realmente y los asume como una suerte de encarnaciones del poder estatal. El manejo de la llamada naturaleza del poder, sin embargo, aclara que su reconocimiento de las propuestas foucaultianas es sólo aparente.

Cuando el maestro abre un apartado al que titula “fenomenología del poder”, no por casualidad íntegramente se dedica a analizar al poder político. La naturaleza del poder es la naturaleza del poder político, es decir, el dominio que se asienta en definitiva en la violencia62. Al apuntar que también debe reconocerse la vía del consenso, para el poder estatal, se refiere a “la extensión creciente de sus funciones económicas y sociales”, la cual, dice, no excluye junto a “su socialización cierta capilarización”. Así que la famosa reticulación o capilarización (que se ha adjudicado a la teoría de Foucault) se revela como una extensión del poder estatal que, de esa manera, penetra “por todos los poros del cuerpo social”.

61 Ya tendremos oportunidad de recordar que en el actual periodo de evolución del capitalismo, el Estado, por el contrario de lo que aquí señala nuestro autor, no eleva “su lugar central” aunque la dominación, la explotación y el poder se profundizan. Por esta razón resulta cuando menos parcial sostener, como lo hace el autor (1999: 13), que “en las sociedades capitalistas más desarrolladas la explotación económica se refuerza con la intervención creciente y activa del poder estatal”, pues lo cierto es que “se refuerza” incluso cuando el “poder estatal” disminuye su intervención, y al “reforzarse” la explotación se “refuerza” el poder sobre los trabajadores y a la inversa. Al “reforzarse” el poder se “refuerza” la explotación.62 “... volvamos de nuevo sobre esa naturaleza coercitiva del poder estatal... El que se trate de un poder legitimado por la ley en las llamadas democracias occidentales o de un poder despótico o dictatorial no sujeto a ninguna ley, no establece una distinción cualitativa en su naturaleza. Tanto en un caso como en otro, el poder se asienta en definitiva en la fuerza y en las instituciones destinadas a ejercerla”. Nótese como lo que comenzó siendo referencia al poder estatal, acaba revelándose como referencia al poder en general, pues éste se concibe como aquél. En este punto, el autor remata con su contundente afirmación: “puesto que el poder es dominio es inseparable de la fuerza, el poder es uno y trino” (Sánchez Vázquez, 1999: 14).

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En el segundo capítulo se reitera esta concepción, aun cuando tiene lugar una visión más multilateral. Las relaciones de poder, dice el maestro, no se dan en una esfera exclusiva de la realidad ni se centralizan en un sólo punto (el Estado), “se diseminan” por todo el tejido social. Con esto evidentemente, se está asumiendo que el poder está en todo lugar pero a partir de un centro del cual se propaga; está agregado y con su ubicación de semilla63 se dispersa y prende en “todo el tejido social”, pues si se “disemina” es que está en situación de simiente, de núcleo o almendra fertilizadora, realiza el disseminãre, o sea, la siembra. De aquí, el paso siguiente parece lógico: “Pero esto no significa —el que se reconozca que ‘las relaciones de poder’ no se den ‘en una esfera exclusiva de la realidad’— que los poderes así diseminados (en la familia, la escuela, la fábrica, la cárcel, el cuartel, etcétera) no se relacionen en ciertos centros de poder y que, a su vez, entre aquéllos y éstos, y entre los centros mismos, no se dé cierta relación e incluso una jerarquización en sus fundamentos y consecuencias” (Sánchez Vázquez, 1999: 30. Las cursivas son nuestras).

La diseminación es puesta en ejercicio a través de núcleos concéntricos en los cuales, una vez más, el poder realizaría su encarnación. El disseminãre se ejecuta por el (ierarjicos): el establecimiento de un orden o grado de las cosas. La lógica sigue su curso: “De acuerdo con esta concepción general del poder, el poder político... no es sino una forma, modalidad o tipo de poder. Ahora bien, este tipo de poder es para nosotros, en este momento, la pieza en el tablero en que ha de jugarse la partida anunciada: Marx y el poder. Pues bien, ¿qué encontramos de fecundo... en Marx para una teoría del poder, entendido éste como poder político o poder estatal, dos expresiones marxianas —con razón o sin ella— intercambiables?” (1999: 30). Dejemos de lado, por ahora, la escasa rigurosidad con la que el maestro usa las categorías “forma” y “tipo” de poder, inaceptable si se analiza al poder desde una concepción “marciana”. La diferencia entre forma y tipo en Marx es fundamental, sobre todo si se asume el carácter histórico-natural de lo social, como lo hace el autor de El capital. Cuando atendamos el problema del carácter y el contenido (dos categorías

63 Semilla es también cosa que es causa u origen de que proceden otras. Por su parte, el concepto “agregado” denota un conjunto de cosas homogéneas que se consideran formando un cuerpo. Cf. Real Academia Española, 1984: 40, 1232.

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también inherentes a la concepción marxista) volveremos sobre esta cuestión, pero desde ya dejamos asentada nuestra radical discrepancia con el emérito académico de la UNAM. Nos interesa poner de relieve que, para él en este momento como también en el momento anterior (el primer capítulo), el poder se reduce al poder político y éste al poder estatal. El poder de Estado aparece, en un momento y en otro, como una determinación central, como un núcleo diseminante o como la pieza en el tablero en que ha de jugarse la partida.

2.3. El poder y su extinción

Veamos ahora la tercera consideración que atañe a la “destrucción real del poder” o lo que con Hegel el autor denomina su “más allá”.

El futuro del poder, sobre todo si se visualiza como su extinción o destrucción, sólo puede pensarse desde la perspectiva de su caracterización precisa; lo que es propuesto para “el más allá” debe ser bien conocido en el acá de su realidad efectiva. En su texto, Sánchez Vázquez no ofrece un concepto pretendidamente acabado del poder, pero aporta elementos para su categorización. Uno de ellos es la violencia, el asiento definitivo del dominio, que también se establece por el consenso. En la relación entre dominadores y dominados, el autor (1999: 13,14) sostiene que “lo decisivo es la fuerza64, independientemente de que ésta permanezca en estado potencial como amenaza, o en acto como consumación”. El ejercicio de la violencia “está en la entraña misma del poder” (1999: 40): “El poder político es dominación de clase y ahora se especifica este ser suyo como dominación violenta. Es violencia organizada..., existe una relación intrínseca entre poder y violencia, pues todo poder político65 descansa en la fuerza”.

Un segundo elemento es la obediencia, a la que dedica buena parte del primer capítulo. Su propuesta es que la obediencia sólo existe por el poder y para el poder, y que se ejerce como “una

64 Idea errónea pues el consenso y el diálogo son tan decisivos históricamente en dicha relación.

65 Nótese la identidad establecida entre poder y poder político. Sánchez Vázquez proclama aquí su inspiración en Maquiavelo: “no hay poder sino por la fuerza”.

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prueba” del dominio que “surge al superar con su fuerza a otra fuerza”. Cuando hay obediencia, hay garantía (o prueba) de que “la otra fuerza está vencida o dominada”. En la relación de poder, dice (1999: 15) “unos mandan y otros obedecen”; si el mando “es la cualidad del que ejerce el poder, la obediencia es la cualidad del dominado” (1999: 16); “la relación de fuerza entre dominadores y dominados toma la forma de relaciones de mando por un lado y de obediencia por otro”; “el poder sólo existe si domina y sólo domina si es obedecido”.

El texto ofrece, en fin, una rica exposición de varios aspectos de la obediencia66, pero, al igual que en el caso de la violencia, no resuelve —ni enfrenta— el problema fundamental de lo que él mismo llama la fenomenología del poder. Porque si se afirma (1999: 29) que el poder es una peculiar (este énfasis es nuestro) relación entre los hombres... (en la que se ocupa) una posición desigual o asimétrica, es preciso preguntar, “desigual” en qué, “asimétrica” en torno a qué. Si se dice que “son relaciones en las que unos dominan, subordinan, y otros son dominados, subordinados”, la cuestión se queda sin respuesta en virtud de que no se indica en derredor de qué se domina, en qué se subordina. Referirse a la violencia es señalar con qué se domina y subordina, no qué se domina y subordina. Hablar de la obediencia sin señalar en torno a qué se da, implica, cuando menos, dejar suelta esa categoría.

En el texto (1999: 17,29) hay dos momentos en los que parece afrontarse el problema de la categorización del poder. En ninguno de los dos, sin embargo, tiene lugar un abordamiento en estricto sentido, lo cual parece revelar que el autor no se lo propuso.

Ahí donde sostiene que obedecer es “cerrarse a sí mismo y abrirse al otro; es poner en suspenso o limitar la afirmación propia”, resulta evidente que se ha puesto la premisa para abordar directamente la

66 “Obedecer, dice (1999: 17) es cerrarse a sí mismo y abrirse al otro; es tener el centro fuera de sí... la determinación de sí está en el otro”. La obediencia es un acto consciente de un sujeto individual; obedecer es un acto que tiene “efectos objetivos, reales”; se da en tres planos: a) interior, b) necesario, c) efectivo. El lado interno, subjetivo, de la obediencia, presenta tres componentes: 1) el cognoscitivo, 2) el valorativo, 3) el moral. El acto de la obediencia siempre es impuesto. Se obedece por tres circunstancias: a) porque hay razones para obedecer, b) porque se está convencido de que se debe obedecer, c) porque al sujeto no le queda otra alternativa (1999: 18-21).

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pregunta de ¿qué es el poder? La “afirmación propia” que se pone en suspenso o se limita ¿en torno a qué se da? ¿Qué se afirma y qué deja de afirmarse? Sánchez Vázquez no intenta siquiera responder a estas preguntas. Procede como la mayoría de los que piensan al poder: da por hecha su categorización. “Obedecer, sigue diciendo, es estar determinado...” ¿En qué está determinado el dominado? “... en tanto que el que manda se determina a sí mismo...” ¿En qué se determina? No lo dice.

Un segundo momento se encuentra al inicio del capítulo “La cuestión del poder en Marx”. Dice ahí (1999: 29) que “en la dominación se impone la voluntad, las creencias o los intereses de unos a otros...” Pero deja suelta la idea pues no procede a interrogarse sobre ¿en torno a qué se dan la “voluntad” y las “creencias” que se imponen en la dominación?

Ahora bien, si esa cuestión tan trascendental no se encara, sea porque se la da por sabida, sea porque no se percata de la necesaria concatenación entre el carácter de un fenómeno y su movimiento (que incluye su propia superación), ¿sobre qué bases puede plantearse la destrucción real del poder? ¿qué deberá destruirse, qué extinguirse? Sánchez Vázquez no parece percatarse de que el ejercicio o las formas en las que una realidad tiene lugar, siendo inherentes al contenido y al carácter de esa realidad, no la agotan.

El cómo se realiza el poder no presupone resuelta la cuestión de qué es él, no obstante ser aspectos de una misma totalidad que debe conocerse en su realidad sistémica, dando cuenta de su no absoluta identidad.

Esta perspectiva del maestro, en el texto que analizamos, parece tener origen en su efectiva concepción sobre el carácter del poder. Veamos.

Para Sánchez Vázquez (1999: 15), el giro radical que en torno al poder produjo Marx frente a Maquiavelo se sustenta en tres aspectos: a) haber proclamado la naturaleza coercitiva del poder, b) vinculada con un interés particular, de clase, c) haber asociado a un nuevo poder la transformación radical de la sociedad (cuestión sobre la que volveremos más adelante).

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Si bien es cierto que estos fundamentos de la nueva perspectiva que Marx abrió, no sólo a la de Maquiavelo, son de enorme importancia, su real alcance se logra cuando se les sitúa bajo la impronta de la cuestión de su carácter. En este punto, el texto sostiene un gran equívoco.

La lógica de la proposición de los tres fundamentos del giro de Marx, lleva a Sánchez Vázquez al tema del carácter. Dice el maestro (1999: 15): “¿Se puede rebasar la perspectiva del domino? o con palabras de Gramsci: «¿se quiere que haya siempre gobernantes y gobernados67 o se quiere crear las condiciones para que desaparezca la necesidad de la existencia de esa división? Es decir, ¿se parte de la premisa de la perpetua división del género humano o se cree que ésta es sólo un hecho histórico que responde a determinadas condiciones?» La respuesta será diametralmente opuesta si la dominación se concibe como algo natural o inherente a la esencia humana... o si se contrapone a ella —como hacen Marx y Engels— una concepción histórico-social” (las cursivas son nuestras).

Pensar al poder desde la perspectiva de la coerción, la fuerza, la dominación y la obediencia, no quiere decir automáticamente que se le esté pensando desde la concepción “natural” o “histórico-social”. En este último aspecto se halla el fundamento más significativo del giro marxiano. El cómo y en base a qué actúa el poder (mediante la fuerza y la obediencia, según Sánchez Vázquez) reclama la percepción del poder como “peculiar relación entre los hombres” (1999: 29). Pero esta peculiaridad no sólo ni fundamentalmente está dada por las formas del poder sino por las formas del carácter del poder, o por el carácter del poder y sus formas.

Y aquí nuestra discrepancia con el maestro es cardinal. Es muy revelador que a este tema le dedique párrafo y medio. Pero esto no es lo básico, pues su maestría para exponer con suma brevedad complicadas ideas, ha quedado confirmada con largueza. El problema estriba en que la caracterización de la perspectiva del maestro, que incluso adjudica a Marx y Engels, es errática. En

67 Hablar de “gobernantes” y “gobernados” es referirse al Estado, no específicamente a la cuestión más compleja del poder.

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principio, no es verdad que la “concepción histórico-social” sea la propuesta por los fundadores de la concepción materialista de la historia. La suya no es la “concepción histórico-social” sino la concepción histórico-natural. En ambas categorías hay gran diferencia, y no parece pecado de escritura el adjudicar a Marx y Engels la primera. En el texto se revela que Sánchez Vázquez no asume la concepción histórico-natural68.

En la concepción materialista de la historia lo natural no es identificado con la esencia humana, la cual es recusada por su carácter esencialista, positivista. La naturaleza tampoco es sinónimo de cosas (no en el sentido que les da Lucrecio, sino en el de pura realidad objetiva).

Sánchez Vázquez sostiene (1999: 29) que “... el poder no es propio de un objeto ni de un sujeto en sí. Sólo existe en relación con lo que está fuera de él: circunstancias históricas, condiciones sociales, determinadas estructuras, etcétera. El poder no es inmanente. Algo exterior a él lo hace posible, necesario y lo funda”. Pero aquí se desconoce que siempre que en el pensamiento marxiano se habla de condiciones históricas se habla de condiciones naturales; en todo lo social, las condiciones naturales son condiciones históricas. En Marx es necesaria la pregunta siguiente, si se quiere conocer la génesis del poder: ¿Cuáles fueron las condiciones naturales en las que históricamente se conformó el poder? Si alguien se cuestiona por el problema de la desaparición del poder, debe también preguntarse por las condiciones naturales en las que históricamente se extinga el poder; o dicho de otra manera: ¿qué condición natural es dominada históricamente para que se conforme o surja el poder?

68 No decimos que, en general, no la asuma y la practique. Nuestra opinión se limita al libro que aquí revisamos. Al inicio del capítulo “La cuestión del poder en Marx”, el autor declara lo significativo de “adentrarse en el terreno más general de la naturaleza del poder”. En otro lugar (1999: 37) apunta que “Marx acepta... la necesidad del poder en una sociedad dividida”.

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El tema de lo “interior” y lo “exterior” es aquí tan inconsistente como la reivindicación que más adelante se hace (1999:35) de la famosa división de base y superestructura y la no menos reconocida “autonomía relativa”.

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De la lectura de Entre la realidad y la utopía —aunque aquí nos hemos referido solamente a algunas de sus partes— podemos inferir que Adolfo Sánchez Vázquez no propone una categoría de Poder, es decir, no da cuenta de él en lo conceptual, pues no propone el conjunto de sus componentes y el fundamento que le sustenta y le da identidad. Elementos que al ser depositados en el lenguaje permanecerían al alcance del entendimiento. Sólo se refiere a aspectos que no permiten hilvanar el concepto poder ni recuperar su contenido fundamental o su estructura fundante.

Sánchez Vázquez pone de relieve cuatro aspectos, sobre todo:

1. Propone como componentes del poder la dominación, la fuerza, la obediencia y la determinación del sujeto.

2. La relación entre dominación y explotación, resaltando el carácter clasista del poder.

3. La relación entre el poder y el poder estatal o el Estado.

4. La destrucción real del poder.

Al igual que Michel Foucault, nuestro autor no llega al meollo del problema en ninguna de estas cuatro cuestiones, pues en él también el carácter del poder es asignatura pendiente, es decir, no revela su estructura fundante.

¿Qué es lo que domina, sobre qué realmente se determina? Si se afirma que el poder es una “posición desigual o asimétrica entre los hombres”, el postulado queda inconcluso si no se resuelve la pregunta que le es inherente: “desigual” o “asimétrica” ¿en torno a qué? ¿En derredor de qué se domina, qué se subordina?.

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Hablar de la obediencia, de la fuerza, de la violencia implica referirse al cómo o al con qué se impone algo, con qué se domina y subordina, pero no se resuelve la cuestión fundamental de qué se domina, reprime o en torno a qué se hace obedecer.

Cuando el filósofo hispano-mexicano habla de la extinción del poder, deja sin siquiera tocar el tema crucial de las condiciones naturales en las que históricamente surge el poder y en las que se extinguirá.

Una teoría sobre el poder que no enfrente la cuestión básica de cuál es la condición natural dominada históricamente, no podrá nunca dar cuenta cabal de su carácter central, de su estructura fundante.

Vamos a ver a continuación a otro autor que por no resolver esta temática, no obstante la riqueza expositiva y la originalidad teórica, sigue dejando pendiente su conceptuación fundamentadora y radical.

3. Guglielmo Ferrero. Sobre el poder eficaz como Estado legitimo

Poder. Los genios invisibles de la ciudad (1998) es una obra que ha convertido a su autor en un clásico imperecedero de la filosofía política. Con plena razón se le ha llegado a considerar uno de los teóricos más importantes del Poder.

La lectura de Poder ha sido para nosotros una verdadera necesidad porque su propósito explícito es dar cuenta de su ontología, es decir, de su fundamento real, pues se interesa primero “por la razón de ser” del poder, para después inquirir “por sus manifestaciones” (Ferrero, 1998: 29). Eloy García, el docto traductor de Ferrero69, distingue el análisis propio a Poder. Los genios invisibles de la ciudad de la reflexión de Max Weber, quien “ignora el fundamento de la legitimidad —no se detiene ni a conceptuarla, reitera— y se limita a teorizar sobre sus manifestaciones... (en cambio) Ferrero entiende la legitimidad como una manifestación fenomenológica de la morfología del Poder”.

69 Eloy García no es sólo el traductor al español de Poder, también es autor de una magnifica introducción al libro y de sus notas al pie de página. CF. Ferrero, 1998: 29.

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Cuando conocimos esta afirmación de García, y dando por hecho que el objeto estricto de esta obra de Guglielmo Ferrero era el poder, nos pareció de sumo interés que se le estudiara desde la perspectiva de su morfología que, creímos, nos remitía a nuestra categoría composición fundamental o estructura fundante.

El camino que seguimos consistió en exponer las proposiciones principales de nuestro autor, para verificar si, en efecto, su objetivo fue desentrañar la morfología del poder.

Guglielmo Ferrero nació en Portici (Nápoles) el 21 de julio de 1871 y falleció en agosto de 1942, hace sesenta años. Su obra fue escrita bajo el influjo de las dos guerras mundiales y, particularmente, del ascenso fascista en Italia. Un periodo de aguda crisis, de ruptura de la mayoría de los órdenes y establecimientos sociopolíticos y culturales, un lapso, en fin, señalado por la ruina y la pérdida de toda seguridad y confianza.

Refiriéndose a dicho periodo, el viejo líder comunista español Santiago Carrillo (2002) ha dicho: “Aquel fue un momento en que pareció que las libertades podían ser aniquiladas en este planeta”. Ferrero (1998: 58), por su parte, tenía como guía estrella que “el mundo, y con él Italia, se derrumbaba por todas partes”. No resulta extraño, por ello mismo, que el eje determinante de su reflexión sobre el Poder sea el miedo. Comienza por postular —en el primer capítulo titulado «Y al fin, un día, una luz...» (Ferrero, 1998: 51-67)— que todo “... poder adquirido a través de un golpe de Estado (lleva) implícita la diabólica facultad de atemorizar a quien de él se apodera por métodos espurios, antes incluso de aterrorizar a quienes en principio debieran estar destinados a sufrirlo”. Ferrero llega a esta conclusión al reflexionar sobre el arribo al gobierno de Benito Mussolini, y realizar una comparación con el 18 de Brumario de Bonaparte. En ambos casos nuestro historiador observó un comportamiento semejante. Cuando los dos bregaban por hacerse del poder expresaban “el mismo exceso de coraje”, “en sus discursos públicos se mostraban tan seguros de si mismo”. Pero una vez que lograban el triunfo y se adueñaban del poder, cuando ya eran amos absolutos, su coraje y seguridad se permutaban en temor, en dudas, vacilaciones y perplejidades; se situaban en la defensiva en previsión de conspiraciones imaginarias que parecían esconderse en los más

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insospechados rincones, cuando de ellos se esperaba el ataque y la ofensiva; a la colaboración activa o pasiva del pueblo y al servilismo de amplios sectores sociales ante el poder, respondían con una injustificada desconfianza rápidamente destinada a devenir público tormento. En fin, Guglielmo Ferrero sustenta que los aspirantes al poder muestran una irresistible energía, ímpetu y seguridad que se convierte en miedo cuando al Poder acceden por medios espurios.

Retengamos tres relaciones sociales que nuestro autor sitúa aquí en tensión para construir su postulado. En primer lugar, el supuesto de que es posible que el poder cambie de manos, es decir, que, a través de ciertos métodos, quien tiene el poder pueda perderlo y ser remplazado por otro; en segundo lugar, la presunción de que en su pensamiento y en su desarrollo intelectivo, realmente está en juego el poder; en tercer lugar, que todo acceso espurio al poder es fuente de miedo en sus nuevos detentadores, lo cual hace necesaria la definición con base en que establece lo espúreo y quien define dicho carácter.

El despliegue lógico de la obra lleva a Ferrero (1998: 69-77) a enfrentar esta última cuestión de inmediato en el segundo capítulo, titulado “Los genios de la ciudad”, que, dicho sea de paso, resume la base principal del postulado ferreroano sobre el poder. Con verdadera vehemencia nuestro historiador narra al lector su camino de solución de ese enigma que es el contenido del poder. Parte (1998: 70-71) de la convicción de que resulta imposible comparar dos regímenes políticos pues el juicio de cada quien es propio a su “plenitud existencial” en el seno del régimen específico, se juzga a partir de los hechos que se viven como integrantes de dicho régimen; no se juzga desde fuera a un poder.

En consecuencia, la búsqueda de una tabla de medición debe fincarse en la civilización y la cultura específica que viven los pueblos. Hay países, como Alemania, dice, a los que les es propia una civilización del orden y un espíritu organizativo, mientras que a países como Francia les caracteriza una civilización de libertad política e igualdad civil. Entonces, para juzgar, sostiene (1998: 71), “es imprescindible determinar previamente cuál de los valores en juego —orden, organización, libertad o igualdad— merecerá la

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consideración de bien supremo”. Aquellos “que vivieron el esplendor del Estado liberal anterior a 1914 disfrutando el dulzor de la libertad, verán en el totalitarismo un fenómeno decadente. Ahora bien, si por un azar de la historia el totalitarismo llegase a considerarse como un régimen permanente y universalmente admitido, en veinte o treinta años resultaría imposible saber si las generaciones que lo aceptaron fueron más o menos felices que aquellas otras que en el pasado dispusieron de mayor libertad”. ¿Qué sostiene aquí Guglielmo Ferrero? Postula que el buen poder es el poder aceptado por todos, independientemente de si da libertad o esclavitud, miserias económicas u opulencias materiales. Y el buen poder da por si mismo la felicidad de la gente. Se trata, pues, de una ruptura radical con las raíces y las extensiones materiales de la producción de la vida, de la distribución y el consumo de los bienes para la existencia vital. Ferrero ubica al poder en el ámbito exlusivo de la percepción individual y colectiva, de la imagen y la representación que aquél proyecta sobre los habitantes de una colectividad determinada, dando por hecho, incluso, que estas percepciones carecen de un asidero material. El totalitarismo seria un buen poder si es aceptado universalmente y de forma permanente, como lo sería un poder “liberal”, a condición de que éste, por igual, cuente con la aceptación generalizada de manera duradera.

3.1. Un “bien supremo”

Lógicamente, nuestro autor debe buscar un “bien supremo” sobre el que se edificaría el buen poder, y este bien supremo podía ser encontrado sólo en el territorio de lo que Castoriadis llamaría más tarde el imaginario colectivo, el mundo de la representación social, pero que en Ferrero aparece como un imaginario sin conexión alguna con la realidad histórica de la producción de la vida humana (que conlleva las condiciones reales de consumo, distribución y control social). Las luchas por el poder ocupan un lugar tan destacado en la historia no por el deseo de la gente de reparar su situación material de vida ni de mejorar la comunidad política. Nada de eso. En realidad, esas luchas han estado determinadas por un bien supremo, un canon de convivencia humana, siguiendo al cual se asegura la vida armoniosa, equilibrada y feliz.

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Resulta evidente que Ferrero es aquí absolutamente tributario de la visión occidental del poder, que funda sus raíces en el pensamiento helénico. Para el pensamiento griego, la política, la ética, el derecho, son buenos, pertinentes y efectivos si se realizan para la formación de la (areté) o las cualidades auténticamente humanas (de las que, no está por demás decirlo, los griegos excluían a los esclavos y a los bárbaros). Éstas debían ser formadas como un proceso autoformativo, de construcción propia en la misma existencia vital. A este proceso autoformativo le denominaban (paideia). Para que la ética, la política y el derecho se desempeñaran con tal pertinencia, los hombres debían estar guiados por un conjunto de normas y de principios que en su interrelacionalidad constituirían lo que siglos más tarde Guglielmo Ferrero conceptúa como el bien supremo. Tales son los principios del Diké, de la isonomia, del fesmosenti y, sobre todo, de la soberanía de la ley. La vida en areté podía ser alcanzada si se asumía, y se vivía en consecuencia, bajo el irrestricto e indiscutible reinado de la ley, sin importar el carácter de ésta, su orientación. ¡Buena o mala, la ley es la ley, y mientras exista su fiel complimiento es garantía segura y única de la vida auténticamente humana o en areté! La ley, de esta manera, se convierte en un bien sin adjetivos, todopoderosa y absoluta, se presume buena y justa simplemente por el hecho de existir; es soberana porque no hay nada ni nadie por encima de ella, es el techo último de la voluntad sobre la vida. Es soberana, también, porque su capacidad de determinación y su ejercicio determinante le vienen de sí misma, no de una exterioridad; la ley es en sí misma poder absoluto y único. La teoría del Estado de derecho, de la legalidad y la legitimidad, tienen su raíz directa en este pensamiento de la época homérica, y que en la Edad Media se traduciría en algo que en nuestros países sigue con plena vigencia: la subordinación de la realidad a la ley.

Guglielmo Ferrero narra en el capítulo dos de su texto la forma en que llegó a descubrir ese cúmulo de principios que forman el bien supremo del ejercicio y existencia del buen poder. El acicate de la lucha por el poder ha sido, dice (1998: 72), “la existencia de ciertas fuerzas... poderosas y al mismo tiempo oscuras. Se dice de ellas que... más que auténticos seres vivos, visibles y tangibles, recuerdan a aquellos seres intermedios entre lo divino y lo humano que los romanos llamaban genii —genios— y que imaginaban sempiternamente presentes en el obrar de los hombres. Seres

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incorpóreos e invisibles... genios inmateriales que, por su condición insubstancial, resultan frecuentemente olvidados por la mente humana, pero genios que regulan nuestro actuar y nuestro ser. Genios entre los que no es posible distinguir buenos y malos porque todos son a la vez buenos y malos. Genios entre los que no se puede separar los benefactores de los maléficos, porque todos atormentan y ayudan al mismo tiempo a los hombres. Genios que cuando languidecen hacen sufrir a los hombres, que cuando combaten hacen que los hombres luchen permitiendo que la sangre corra por los arroyos..., que cuando litigan hacen que los hombres permanezcan desorientados, que, cuando mueren a cuchillo o de pura inanición, hacen que un gran temor se apodere de los espíritus y que la humanidad, empavorecida, termine por caer en la esclavitud o en la locura. Genios, sin embargo, que cuando logran convivir y se mantienen fuertes y sanos, prodigan a los hombres esos pocos y breves instantes de paz, de justicia, de orden, de bienestar y de equilibrio que en la historia han sido”. Estos genios son “los principios de legitimidad”, “dueños invisibles de nuestros destinos”, deidades tutelares que regulan nuestro actuar y nuestro ser, bien supremo que, cuando se les permite prevalecer, dan paz, bienestar y justicia, o miedo, temor y locura, cuando se les abate y destruye.

3.2. Los genios de la polis

Si en el primer capítulo el miedo fue el personaje de la obra, éste complementa su papel con los genios invisibles de la ciudad (de la polis, dirían los griegos), los inmaculados principios de legitimidad que eliminan o suprimen el miedo o le hacen preponderar con un reinado trágico y devastador.

¿Qué es un principio de legitimidad? Tal es la materia del tercer capítulo (Ferraro, 1998: 79-85).

Antes de proceder a desglosar este nuevo capítulo, señalemos que ya ha debido quedar perfectamente claro que en el desarrollo intelectivo de Ferrero lo que está realmente en juego es el Estado con el que identifica al poder. Las referencias a Bonaparte y a Mussolini estrictamente se limitaron a recordar un arribo específico

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al Estado, mediante un procedimiento de golpe. En este nuevo capítulo este supuesto se confirmará todavía más.

Cuando nuestro autor ha llevado su reflexión al punto de visualizar el carácter bueno o malo del poder, se esperaría que la búsqueda se mantuviera en los linderos de éste, del poder. Así lo cree al seguir su línea de hablar de Estado cuando de poder piensa y de poder cuando se refiere al Estado. Para él son lo mismo, por eso de manera tan natural salta de uno a otro.

El bien supremo de la existencia y ejercicio del poder son los cuatro principios de legitimidad: electivo, hereditario, aristomonárquico y democrático (Ferrero, 1998: 80), que como bien sabemos son medios de configuración de formas del Estado y, particularmente, de su régimen político. Pero nuestro autor los presenta como sustentos del poder eficaz.

Da inicio al capítulo exponiendo el caso particular del Estado suizo, y, con éste, dos principios de legitimidad combinados, el principio electivo y el principio democrático. Su carácter como principios de legitimidad se deriva de que “todos están convencidos de que los gobernantes nombrados siguiendo las disposiciones de la constitución tienen derecho a mandar, y que a todo el pueblo, mayoría y minoría, le corresponde la obligación de obedecer”. Por la misma razón, esto es, porque “por muchos pueblos y durante largo tiempo” fue considerado “como una regla justa y razonable de transmisión del poder”, el recurso aristomonárquico de configuración de la forma del Estado es un principio de legitimidad. Hasta aquí parecería que es la voluntad popular o de las mayorías lo que define la legitimidad. Vamos a ver que no es así, pues más bien estaría fundada en una cualidad humana con la que se nace. Veámos. En las monarquías, recuerda el historiador, una familia transmite de padre a hijos el derecho hereditario a ejercer el poder soberano. “El principio aristomonárquico significó siempre la superioridad, más o menos definida y verificable, de una familia o de un grupo de familias. Justificada por esa superioridad, real o supuesta, la herencia del poder deviene a su vez la confirmación definitiva de esa superioridad”. Este doble juego —un verdadero círculo perverso—, tener derecho a heredar el control del Estado por el carácter superior del soberano y reafirmar dicha superioridad

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al heredar ese control, es lo que atrapó al pueblo, le hizo simpatizar y aceptar a la monarquía, le otorgó legitimidad, le convirtió en un buen Estado o en un poder eficaz pues, no olvidemos la concepción integral de Ferrero, permitió a este pueblo vivir en paz, justicia, bienestar y equilibrio. En suma, se trata de que los principios de legitimidad, por un lado son “justificaciones del Poder, es decir, del derecho a mandar” (Ferrero, 1998: 81) y, de otro lado, son la confirmación de que hay un derecho natural a mandar, que corresponde a ciertas minorías superiores y de mayor competencia, y un deber y una obligación igualmente natural a obedecer por parte de las mayorías.

Ferrero (1998: 81) se pregunta ¿por qué unos tienen derecho a mandar y otros el deber de obedecer? Y responde: simplemente porque a todo mundo dicha situación le parece “pertinente” y “plausible”. Nadie puede dudar que un niño de tres o cuatro años debe obedecer a sus padres, “que tienen derecho a imponerle su voluntad porque conocen el bien y el mal mejor que su propio hijo”. La idea de este pensador (1998: 82) es, pues, que “el derecho al mando no se puede justificar más que por la idea de superioridad”. La pertinencia y la plausibilidad por las que todo el mundo acepta que unos manden y otros obedezcan están determinados por la conciencia de inferioridad propia de los súbditos. Toda la simpatía de Guglielmo Ferrero empieza a revelarse a favor de los principios hereditario y aristomonárquico70. Pero esto significa que el buen poder (Estado) es el que estrictamente no cambia de manos sino, cuando mucho, va renovándose en su control por parte de la misma familia, grupo o sector que es superior a “todo el mundo”; y éste “todo el mundo” no puede aspirar, y menos realizar, su arribo al Estado, so pena de colmar de miedo a la sociedad; el advenimiento de “todo el mundo” al Estado siempre es, para este historiador, un acceso espurio e ilegítimo. “La mayoría, apunta, no prueba nada: ni la capacidad de un hombre, ni la doctrina, ni la sabiduría de una decisión, ni la justicia de un veredicto. Un hombre solo —Guglielmo tiene en mente al soberano pero también piensa

70 “El desfondamiento de la vieja nobleza europea ha sido, después de 1848, un motivo creciente de debilidad tanto para las monarquías como para los parlamentos”, dice Ferrero (1998: 82), con lo que además de recoger el grano racional de las monarquias de Europa, sobre todo en lo que se refiere a la generación de una convivencia social y de lo que hoy se llama gobernabilidad, revela también sus simpatías por esta forma de organización estatal.

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en el déspota— puede tener razón contra el universo entero —el pueblo y sus dirigentes, debería decir, a los que llama ‘El Maligno’—, como así ha sido, es y será, hasta la consumación de los siglos”. El poder (Estado), en la visión ferreroana, tiene que estar siempre en las mismas manos y ha sido una tragedia que no haya ocurrido así y que “El Maligno” —la revolución— haya estropeado esa condición de poder eficaz que da paz, bienestar y felicidad. Los principios de legitimidad, en última instancia son efectivos y bondadosos si, de alguna manera, retienen el dominio aristomonárquico por el que los entes superiores son sustituidos por entes superiores, esto es, se produce relevo sólo al interior del sector llamado a mandar o con derecho al mando. “Sólo un jefe por derecho divino es el más sabio y el más justo”, y este jefe puede ejercer su derecho de mando, solo como emperador o príncipe o en mancomunión con representantes electos, quienes lo son precisamente por su misma calidad de superioridad. Las simpatías de Ferrero están plenamente del lado de Inglaterra, con su solución monárquico-constitucional.

¿Y el pueblo y la soberanía popular? El autor responde: “Pueblo, esa enorme e informe masa de seres que en su mayor parte no llegan nunca a adquirir conciencia de su propia existencia. Soberanía presupone superioridad. La soberanía del pueblo es el rebaño conducido por el pastor, una pirámide invertida sobre su base”.

Para él (1998: 83,84), así, todos los principios de legitimidad son, al menos en parte, “instrumentos de la razón”; todos por igual, presuponen “una cierta racionalidad”. Por su origen son “parcialmente racionales” pero “todos pueden devenir absurdos”. Pero ¿quién define cuando un principio es racional y cuando es absurdo? El mismo poder (Estado) que en su invariabilidad permanente (no cambiar de manos) establece la verdad oficial: ese poder se sostiene por el ejercicio y el apego a un cúmulo de reglas —que permiten la convivencia posible— constituyentes de la legitimidad, o sea, la racionalidad de no permitir nunca la alteración revolucionaria del poder (Estado) establecido que, así, deberá permanecer: “...los principios de legitimidad devienen en Genios invisibles de la ciudad, cuya principal misión estriba en combatir y encadenar al espíritu revolucionario que tanto protesta” (1998: 85).

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El camino que Guglielmo Ferrero sigue para validar este postulado, adverso a todo cambio revolucionario, es el siguiente. Primero (1998: 85) deja asentado que “en el momento en que los hombres se dejen persuadir por el Maligno —el espíritu revolucionario— para revolverse contra ellos (los principios de legitimidad), esos mismos hombres automáticamente, resultarán presas del miedo, el miedo sagrado a la regla violada”71. En segundo lugar, estipula que, por este miedo, los nuevos gobernantes se ven impelidos a maltratar a sus subordinados, quienes, de esta manera, son presa de un miedo casi terrorífico. El miedo se implanta en la sociedad y rompe la convivencia posible entre los seres humanos. La legitimidad enmienda esta situación, permite que sea subsanado el miedo que por igual atrapa a gobernantes y gobernados.

Ahora bien, en nuestro autor, el miedo no se circunscribe a una relación estatal erigida sobre mecanismos falseados — y ya vimos que para él lo espurio está determinado por la ruptura de las normas de convivencia estatal que constituyen su legitimidad—; más bien se presenta como una disposición general recurrente de la sociedad. Los intentos por sobreponer este estado de miedo generan “civilización” y “progreso”72, ante lo cual se pregunta “si existe en origen un mal fácilmente reconocible al cual poder imputar la autoría de los cambios y transformaciones que venimos calificando como “civilización” y “progreso”?”, y responde que “el origen primordial de ese mal no puede ser otro que el miedo. El miedo es el alma del universo viviente. El universo no entra en la esfera de la vida más que para darse miedo a sí mismo”.

71 La tesis de partida del libro queda aquí recuperada: El poder adquirido por métodos espurios, lleva “implícita la diabólica facultad de atemorizar a quien de él se apodera... antes incluso de aterrorizar a quienes en principio debieran estar destinados a sufrirlo” (Ferrero, 1998: 67).

72 Para este pensador (1998: 88), ambos términos reflejan “un ideal común: el de mejora, el pasar de un algo desconocido a un bien adquirido, el de la superación o atenuación de un mal”.

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Una tesis central de Ferrero, entonces, puede formularse así: vivir es tener miedo73. Y es el humano el ser natural vivo que “más sufre y provoca el miedo”74; él “ve en todas partes amenazas y desafíos contra su vida”. Como sabe de su propia capacidad de hacer daño, “el hombre se teme, sobre todo, a sí mismo”; se reconoce el único con capacidad para fabricar armas, por lo cual “es el ser que más miedo infunde... y el ser que más miedo siente” (Ferrero, 1998:89); mientras más se arma para su propia seguridad, más rápido termina siendo “siempre un peligro creciente” (Ibídem; 90). Su miedo es en parte natural y en parte creado, en parte real y en parte ficticio, siendo mucho peor éste que aquél75. ¿Y como se conjura y aleja el miedo? ¡Por medio de la domesticación! “¿Qué es la domesticación de los animales sino una victoria sobre el miedo antes que se tornen intratables?” (Ibídem, 88). Es decir, por medio del poder, que “es la manifestación suprema del miedo que el hombre se provoca a sí mismo en su vano esfuerzo por liberarse del terror”. En esta realidad Ferrero ve “el secreto más oscuro de la historia”. La autoridad, en su estadio más rudimentario, existe en todos los seres humanos, “incluso en las más pobres e ignorantes agrupaciones humanas”; y al ser humano le es connatural un esquema del poder “siempre igual en todas partes: el jefe que manda y que juzga, el gendarme y el soldado que imponen por la fuerza la voluntad y los juicios de los jefes76, la masa que obedece de manera espontánea o forzada”. Para este pensador la humanidad ha vivido, vive y vivirá organizada de ese modo porque “los hombres se temen los unos a los otros”. Cada ser humano sabe que es más fuerte que alguno de sus semejantes y más débil que otros. Si no hubiera control, autoridad, poder, el hombre viviría en la anarquía total, sería el terror de los más débiles y la víctima de los más fuertes: “viviría temblando

73 “Los animales son seres en permanente estado de alarma... seres que tienen miedo y que despiertan miedo.

74 Ferrero (1998: 88-89) adjudica esta peculiaridad a la especificidad humana de tener una idea clara y precisa de la muerte y ser “el único ser vivo que tiene la facultad de construir instrumentos capaces de destruir la vida”.

75 “El hombre no tiene ningún miedo del animal que representa el peligro real y efectivo, teme al mago creado por su fantasía. El mago es el verdadero culpable al que hay que descubrir y castigar” (Ferrero, 1998: 89).

76 De nuevo Ferrero remite el poder al Estado.

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y haciendo temblar”. Por ello se estructura el poder: “la mayoría de los hombres renuncian a aterrorizar a los más débiles para temer menos a los más fuertes”; se establece el “orden social”.

Para Guglielmo Ferrero (1998: 91) “el poder es al mismo tiempo un producto del miedo universal y de la doble raza en que se divide la humanidad: “amos y esclavos”77. Existe un “espíritu de superioridad” en “la raza de los señores” tan fuerte que éstos no dudan en lanzarse decididamente contra los obstáculos más peligrosos afrontando una alternativa inevitable: destruir o ser destruidos. De manera concomitante, hay un espíritu “a lo Abel” (contrario a “lo Caín”, nombre simbólico que encarna lo fuerte, poderoso, cuanto sirve de base, de regla, de medida de norma) que es sustancia de lo blando, lo débil, el “portaestandarte de los destinados a obedecer”.

Esta diferencia, consustancial a la naturaleza humana, de acuerdo con Ferrero (1998: 94), sustenta dos necesidades, también inherentes al ser humano: por un lado, el poder está condenado a vivir en el terror porque emplea para gobernar la fuerza física y la violencia; por otro lado, a pesar de su miedo, el poder conseguirá prevalecer siempre frente a todas las revueltas que pretendan destruirlo porque su existencia, al igual que su miedo, es consustancial con la naturaleza humana. Lo segundo es posible, según nuestro autor (1998: 96), porque lo primero se logra conjurar. Y se consigue, por medio de los principios de legitimidad, que devienen “verdades imperativas”.

Los principios de legitimidad, que, según Ferrero (1998: 96), establecen “con claridad el derecho de mando y el deber de obediencia”, se realizan y se hacen efectivos cuando ambos sectores de la sociedad —los que poseen el derecho de mando y a quienes les corresponde el deber de obediencia— alcanzan un acuerdo, por el que reconocen a algún principio de legitimidad como “razonable y justo, y empeñan su palabra en respetarlo”. El principio de legitimidad se constituye cuando una verdad se acuerda como imperativa, y al constituirse da firmeza y seguridad

77 “La mayoría de los hombre son seres tímidos, modestos y pasivos, que, nacidos para obedecer, constituyen la materia plástica sobre la que actúa el poder. La raza de los señores es una minoría dotada de una inmensa fuerza vital; son los ambiciosos, los activos, los impositivos que a través de su acción o de su pensamiento exteriorizan su necesidad de afirmar su superioridad” (Ferrero, 1998: 91).

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al poder pues le libera del miedo a los súbditos y a los gobernados, cuenta “con su consentimiento espontáneo y sincero”78. La relación de miedo recíproco entre los dos bandos de la sociedad se ve conjurada cuando el poder es “obedecido y reconocido con plena y absoluta libertad por respeto y amor sincero”. Los gobernados y los súbditos deben respetar y amar sinceramente las formas y los medios con los que se realiza el poder, no pretender nunca destruirlos ni modificarlos. De esta manera el poder “tendrá menos miedo a sus súbditos y a sus posibles revueltas sabiendo que puede contar con su consentimiento espontáneo y sincero. Y, sintiendo menos miedo, tendrá también menos necesidad de imponer su voluntad por la fuerza. Por otro lado, los súbditos, sintiéndose menos aterrorizados, empezarán a obedecer al poder con mayor espontaneidad y sinceridad” (Ferrero, 1998: 96-97).

Para nuestro autor, los principios de legitimidad humanizan y endulzan el poder, “porque está en su naturaleza que sean espontánea y automáticamente aceptados como razonables y justos, tanto por los que mandan, como por la mayoría de los llamados a obedecer”.

Para Ferrero poder es Estado, por lo cual su tesis anterior toma tierra en la figura del gobierno legítimo, que es el que se sostiene en el consentimiento activo o pasivo de los gobernados, que en un pacto se trueca por la reducción en proporción del recurso a la fuerza.

3.3. Al César lo que es del César

A estas alturas, Ferrero (1998: 98) no puede ocultar la matriz de su postulado: “aquel famoso mito inventado por Rousseau: el contrato social”79.

Los principios de legitimidad, dice, “no son más que diferentes formas de ese contrato tácito que se ofrecen a gobernantes y gobernados

78 Páginas atrás, Ferrero (1998: 92) había establecido que “la única autoridad que desconoce el miedo es la que deriva del amor, la de la autoridad paterna, por ejemplo”.

79 “...el poder, el órgano más importante de la vida social, no (está) en condiciones de alcanzar ese estadio de perfección que se corresponde con la legitimidad más que a través de una especie de contrato tácito”.

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de cada tiempo y lugar para que opten por la que estimen más conveniente. Cada principio de legitimidad contiene un cierto número de reglas que condicionan el acceso y el ejercicio del poder: el contrato tácito introduce en el conjunto de esas reglas y de las obligaciones que de ellas derivan un empeño recíproco: mientras que los gobernantes accedan al poder (al gobierno, quiere decir Ferrero) y lo actúen atendiéndose a las estipulaciones pactadas, sus súbditos persistirán en la obediencia. Cada principio de legitimidad comporta, pues, desde el momento en que es aceptado activa o pasivamente, un deber de obediencia condicionado a la observancia de ciertas reglas: es un verdadero contrato. En el momento en que una de las partes deja de respetarlo el principio de legitimidad pierde su capacidad de amparar a gobernantes y a gobernados: entonces reaparece el miedo... el miedo sagrado que atormenta a los dictadores: el miedo inherente al Poder, el miedo primordial a la revuelta de los sometidos que estalla en el instante en que el poder viola el principio de legitimidad que hasta entonces lo había justificado”.

Para Ferrero (1998: 98,105), los principios de legitimidad no son más que “defensas que el gobernante emplea para protegerse contra el miedo activo y pasivo del poder... tienen por finalidad liberar al poder y a sus súbditos de sus respectivos miedos, reemplazando progresivamente en sus relaciones recíprocas, la fuerza por el consentimiento. Ellos son, por tanto, los auténticos pilares de la civilización, si por civilización se entiende todo cuanto contribuye a liberar a la humanidad de los miedos que la aterrorizan”.

Una reflexión detenida sobre el verdadero planteamiento de Ferrero, permite concluir que en estricto sentido no asume realmente la teoría rousseauiana sobre el contrato social, la cual presupone un acuerdo mutuo, un ceder de ambas partes, un transigir pactado en el que los dos se someten, se sujetan, se avienen y conceden.

En el autor de Poder, éste se realiza con eficacia por medio de la domesticación que si en los animales es “una victoria sobre el miedo antes que se tornen intratables” (Ferrero, 1998: 88) en los humanos es una aceptación, activa o pasiva, de la o las formas con las que los llamados a dominar ejercen su dominio. Para este filósofo hay paz, tranquilidad, civilización y progreso, e incluso felicidad,

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cuando los llamados a obedecer aceptan aquellas formas con absoluta independencia de si ese ejercicio del Poder les esté significando carencias económicas, ya no digamos explotación y miseria, categorías que no caben en la reflexión ferreroana. La clave será siempre que por costumbres, cultura, ciencia, religión o por los supuestos que sean, los llamados a obedecer amen a sus dominadores, crean en ellos, les reconozcan superioridad como deben concederla los hijos ante los padres. Por esta razón, para este pensador (1998: 108) “monarquía, república, aristocracia o democracia tienen igual o, al menos, un valor equivalente ante el tribunal de la razón...”

¿De qué razón habla Ferrero? ¿Cómo juzgar si una forma de ejercicio del Estado es razonable a partir de que durante un largo período los súbditos, los miles o millones de gobernados, “no quisieron” cambiar dicha forma? Este pensador no sólo da por hecho que la larga duración de esos regímenes —Ferrero poco usa este concepto— sólo se debió a que los súbditos no quisieron trastocarlo y, en consecuencia, no se desarrolló en ellos el Maligno —el rebelde, el revolucionario, el subversivo—; nunca se pregunta si, en realidad, no pudieron modificarlo, y su consentimiento fue aparente, pues la impotencia bien podía llevarles a encubrir las reales intenciones. La enajenación y la manipulación ideológica no son significativas en Ferrero, pues para él los medios de que se valen los llamados a gobernar no importan, lo determinante es que, por la vía que sea, los que deben obedecer acaten sin contravenciones importantes y se conviertan en “un colectivo habituado a obedecer” (Ferrero, 1998: 83). No se detiene incluso, él, el historiador de presunción de objetividad y rigor muy alta, ante el pórtico de la falseación de hechos: “...a diferencia de los Estados modernos, aquellas jerarquías (hereditarias, monárquicas) exigían de las masas pequeños y no muy gravosos sacrificios”80. Decir esto del Ancíen Régime, que en nada se quedó atrás de los Estados modernos en materia de explotación y de opresiones, cuando menos es desconocer la historia real. Lo fundamental es que la “raza de los señores”, esa “minoría dotada de

80 “También el poder del Ancíen Régime tenía sus reglas: a cambio de reconocimiento, respeto y obediencia, otorgaba protección, defendía a los débiles, impartía justicia, mantenía el orden, aseguraba la prosperidad del pueblo y de las clases medias” (Ferrero, 1998: 111).

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una inmensa fuerza vital” (Ferrero, 1998: 91) realiza de mejor manera su cualidad y naturaleza inherente de mandar en la monarquía, la cual nunca debe perderse; cuando no le sea posible sobrevivir, la monarquía debe conservarse fundida con el principio republicano. A Ferrero, Inglaterra le parece el modelo ideal de ejercicio estatal, con su monarquía constitucional; para esta sociedad no ahorra encomios: “...no queda entre los grandes Estados europeos más referencia de régimen legítimo que Inglaterra” (Ferrero, 1998: 181), y ya sabemos que para él (1998: 184) un “gobierno legítimo (es) el gobierno eficaz, el buen gobierno”. Por el contrario, no oculta un gran enojo ante la destrucción de las monarquías europeas y por esto no escamotea condenas hacia la Revolución Francesa. Para él (1998: 83) “El desfondamiento de la vieja nobleza europea ha sido, después de 1848, un motivo creciente de debilidad”.

Esta simpatía por la monarquía no es casual. Proviene, al igual que su odio por las revoluciones, de su idea de que eternamente los súbditos deben obedecer, por lo cual nunca debieron (ni deben) insubordinarse ante el ejercicio ancestral del Poder (Estado) que desde la más remota antigüedad fue monárquico. Pero esto significa que son los llamados súbditos los reales y únicos que deben ceder, transigir; sólo ellos deben someterse, sujetarse, avenirse y conceder, esto es, siempre deben mantener y conservar incólume en lo fundamental, su consentimiento. Los monarcas, mientras tanto, mantendrán su monarquía, incólume también en lo fundamental.

A la pregunta «¿por qué unos hombres mandan y otros tienen el deber de obedecer?», que Ferrero (1998: 82) se hace, sólo puede dar la siguiente contestación: “no cabe oponer más que la respuesta satisfactoria —y, de otra parte, muy simple— que habitualmente se obtiene en el ámbito de la familia. Nadie duda que un niño de tres o cuatro años debe obedecer a sus padres, que tienen derecho a imponerle su voluntad porque conocen el bien y el mal mejor que su propio hijo. El derecho al mando no se puede justificar más que por la idea de superioridad”.

Para Ferrero, (1998: 96) en consecuencia, “la legitimidad es un principio que establece con claridad el derecho de mando y el deber de la obediencia”. Y la mejor legitimidad es aquella que, como perenne consentimiento y aceptación, es sangre y raíz de

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los que sólo poseen el deber de la obediencia, que es más una costumbre que una convicción, más una especie de perezoso legado del pasado que el resultado de una adhesión expresa, más una resignación a lo inevitable que una decidida militancia positiva. El poder más eficaz será siempre aquél que se finque en una domesticación hecha cultura, idiosincrasia y alma.

En resumen, una vez más prevalece una identificación entre poder y Estado. Cuando nuestro autor ha fincado las premisas para aplicar el bisturí y, con una certera operación de disección, mostrarnos la morfología del poder, lo único que ha puesto de manifiesto es una forma del Estado (la forma de gobierno —monarquía y república— y el régimen político o las reglas del juego y los principios sobre los que se monta el ejercicio estatal —ejecutivo y legistativo, sobre todo—.

Para nuestro autor, pueden existir, y existen, un poder bueno o eficaz y un poder malo o espúreo. Su carácter depende de que se respeten o no los principios de legitimidad que, en última instancia, implican dar al César lo que es del César, es decir, dejar que gobiernen los hombres de raza llamada a mandar, mientras la raza de los que tienen la obligación de obedecer deben dar su apoyo, consentimiento y aceptación, y nunca permitir que esta relación armónica se rompa.

Ubica al ejercicio del Estado, entonces, en el ámbito de la percepción individual y colectiva del pueblo, en la imagen y representación que el Estado proyecte sobre los habitantes, al margen de las relaciones y los mecanismos de enajenación que el mismo Estado realice sobre la población.

El poder (Estado) se sustenta, según Guglielmo Ferrero, en el miedo y en la existencia de la doble raza de los hombres: los que tienen derecho a mandar y los que tienen, de manera innata, la obligación de obedecer; prevalece un principio natural de superioridad, que si se respeta o se quebranta da pie a uno u otro régimen estatal, al que llama poder eficaz o poder espúreo e ilegítimo.

La promesa de aportar elementos sobre la morfología del poder, al fin y al cabo, de nuevo queda pendiente. No hay en este filósofo

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político italiano el tratamiento y solución que permita construir un concepto del poder.

4.Hannah Arendt. Política de vida señorial; política de vida humana

En su Introducción a ¿Qué es la política? (1997), Fina Birulés caracteriza a Hannah Arendt de “teórica de la política”. Si el apelativo es acertado será de suyo altamente revelador. Significaría que el eje fundamental de su pensamiento es el Estado, lo que revelaría que el núcleo de la reflexión arendtiana no es el poder sino, en todo caso, una de las tantas instituciones con las que éste se ejerce, pero que no constituye directamente su fundamento. Podría significar también que ella teoriza básicamente en torno a una de las dimensiones en las que se ejerce el poder. En ambas situaciones, Arendt no tendría como objetivo central la construcción de una categoría de poder.

Leeremos, entonces, aquel texto (fechado en agosto de 1950) con el propósito de resolver esta cuestión.

El primer presupuesto que la filósofa (1997: 45) establece es que la política se basa en la pluralidad de los hombres, y “trata del estar juntos y unos con los otros de los diversos”81. Hemos puesto en cursivas la palabra “trata” para denotar que Arendt se refiere a la política como un discurso (la teoría política) con el que se discurre acerca de algo, y no la política como dimensión específica de la vida concreta de los seres humanos. Lo segundo que debe señalarse es que, para ella, la política es una relación social o una relación entre seres humanos que se funda en la diferencia y en la contradicción. Pero esto no es específico de la política: la economía, la moral, la estética, la educación, también se basan en la pluralidad de los seres humanos y en la relacionalidad mutua (“estar juntos”) de los diferentes. La economía, como dimensión de la vida humana, por ejemplo, se basa en la relación de seres humanos diversos por la cual producen valores fundados en la facilidad o dificultad, la rareza o

81 Cf. La condición humana (1998: 22, 37)

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no de su acceso al bien creado o el tiempo de su generación. Lo mismo puede decirse de lo jurídico: es una relacionalidad, también, de los diversos.

Esto significa que la política requiere otros fundamentos para ser definida, pues algo se define no por lo común con los otros, sino por lo específico. En este sentido, parece cuestionable el acerto que “arendtianamente” ha suscrito Paul Ricoeur: “el poder persiste mientras los hombres actúan en común; desaparece cuando se dispersan”82, pues esto no es exclusivo al poder.

El segundo presupuesto (1997: 46) es que la política se arruina cuando se le constriñe y se le reduce al “desarrollo de cuerpos políticos a partir de la familia”, con lo cual se disuelve la variedad originaria (la pluralidad) y se destruye la igualdad esencial de todos los hombres”.

Lo político se pervierte fundamentalmente pues la familia se funda como albergue y fortificación en un mundo inhóspito y extraño, un mundo “organizado de tal modo que en él no hay ningún refugio para el individuo, para el más diverso”83.

El tercer presupuesto (Ídem) refiere a que el hombre de la filosofía política —desde sus comienzos en Grecia, sobre todo con Platón, pasando por Hegel84, hasta nuestros días (lo cual desarrolló en La vida del espíritu (2002) que comentaremos más adelante)—, el hombre en general, no los hombres históricamente determinados, aparece como si contuviera “algo político” que conforma su esencia. Pero esto no es así, dice la autora: el hombre es a-político”. Los políticos son los hombres históricos, con su vida que es relacionalidad. “La política nace en el Entre-los-hombres, por lo tanto completamente fuera del hombre. De ahí que no haya ninguna substancia

82 La cita de Paul Ricoeur se encuentra en la Introducción de Manuel Cruz a La condición humana de Arendt (1998: V).

83 Este supuesto entra en abierta contradicción con la relación que Arendt (2000: 61) establece entre cultura judía y familia.

84 Este es el contenido también de la representación monoteísta de Dios, para la cual “sólo puede haber el hombre, los hombres son una repetición más o menos afortunada del mismo” (Ídem).

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propiamente política. La política surge en el entre y se establece como relación”.

Esta imposibilidad de la política dentro de la filosofía política y del mito occidental de la creación, se soluciona con “la transformación de la política en historia o su sustitución por ésta” (Arendt, 1997: 47).El resumen de este “Fragmento 1” es que la política “organiza de antemano a los absolutamente diversos en consideración a una igualdad relativa y para diferenciarlos de los relativamente diversos” (Ídem).

El siguiente fragmento de ¿Qué es la política? se titula “Introducción a la Política I” y se compone de Fragmento 2A y Fragmento 2B, ambos dedicados a “los prejuicios”. Revisemos estos segmentos. Cuarto presupuesto: todos los que no somos políticos de profesión, albergamos prejuicios contra la política. Estos prejuicios, que nos son comunes a todos, representan por sí mismos algo político, y no podemos ignorarlos ni acallarlos “porque apelan a realidades innegables y reflejan fielmente la situación efectiva en la actualidad y sus aspectos políticos” (Arendt, 1997: 49). En nuestro tiempo, entonces, “si se quiere hablar sobre política, debe empezarse por los prejuicios”.

Estos prejuicios no son juicios, y confunden con política “aquello que acabaría con la política y presentan lo que sería una catástrofe como... inevitable” (y natural). El temor de que la humanidad provoque su desaparición “a causa de la política”, se acompaña de la esperanza de que la humanidad sea razonable y se deshaga de la política, por medio del autoritarismo mundial (una “forma despótica de dominación ampliada hasta lo monstruoso, en la cual el abismo entre dominadores y dominados tomaría unas proporciones tan gigantescas que ni siguiera serían posibles las rebeliones, ni mucho menos que los dominados controlasen de alguna manera a los dominadores” — Arendt, 1997: 50—).

De esta manera, frente a la idea “de que la política interior es una sarta fraudulenta y engañosa de intereses e ideologías mezquinos, mientras que la exterior fluctúa entre la propaganda vacía y la cruda violencia”, y frente a la política entendida como “una relación entre dominadores y dominados”, Arendt sobrepone su

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concepción de lo político como “un ámbito del mundo en que los hombres son primariamente activos y dan a los asuntos humanos una durabilidad que de otro modo no tendrían”.

Estos prejuicios políticos contra la política —entendida como fraude y escueto ejercicio de dominio— están llevando hoy a una “huida hacia la impotencia, el deseo desesperado de no tener que actuar”.

Quinto presupuesto. La actitud negativa hacia el poder, hacia todo tipo de poder, es una consecuencia de aquellos prejuicios políticos contra la política. La “huida hacia la impotencia” se expresa como el deseo de no hacer política, de tal manera que lo que fue idea exclusiva de una clase social que opinaba como Lord Acton que el poder corrompe y la posesión del poder absoluto corrompe absolutamente, se ha convertido en un prejuicio social; las masas lo han hecho suyo.

Queda aquí plasmada la convicción de Hannah Arendt de que el poder puede ser bueno o malo, que los hombres deben oponerse a un tipo de poder para establecer su propio poder85, concepción liberal que predomina en nuestros días. En otra parte de este texto, discutiremos con esta autora sobre esta posición. Lo importante aquí es señalar que Arendt da por supuesto un concepto de poder, no lo construye; hasta aquí no ha forjado su categoría, pues decir que políticos son los hombres “primariamente activos” no puede constituir una definición del poder, como tendremos oportunidad de mostrarlo más adelante.

Sexto presupuesto. Si en sociedad no pretendemos juzgar en absoluto —el prejuicio “representa un gran papel en lo puramente social”—, “esta renuncia, esta sustitución del juicio por el prejuicio, resulta peligrosa cuando afecta al ámbito político, donde no podemos movernos sin juicios porque, como veremos más adelante86, el pensamiento político se basa esencialmente en la capacidad de juzgar (Urteilskraft)”.

85 “...un único individuo –dice (1997: 51), en crítica a Nietzsche– nunca puede detentar (el poder) porque (éste) surge de la actuación conjunta de muchos”. Señala que Nietzsche confundió o identificó el poder con la violencia.

86 Dice la editora de ¿Qué es la política?: “Respecto a la capacidad de juzgar Arendt no se manifiesta detalladamente en los manuscritos póstumos” (Arendt, 1997: 53).

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Esta propuesta de Arendt (1997: 53) es de un gran significado para el estudio del poder, pero tampoco está cruzada por la intención de definirlo, lo cual de ninguna manera es demérito de su obra. Simplemente pone de relieve que tampoco ella construyó una categoría de poder. Nosotros haremos referencia a esta proposición en el capítulo tercero de este texto. Debemos precisar desde ya, sin embargo, que la capacidad de juzgar no es exclusiva a la política, sino propia y necesaria a la vida humana-social en su conjunto y, con este título, también a la política, lo mismo que a la economía, a la vida jurídica o la religiosidad, como dimensiones de la vida humana. Juzgar es el indicare latino, o sea el afirmar, previa comparación entre dos o más realidades o figuras de la realidad. En este sentido, el humano vivir implica y presupone un juzgar o un afirmar mediante selección que es una elección a la que nosotros llamamos constructora. Nuestra propuesta básica es que vivir (a la humana) es elegir, esto es: juzgar. Hannah Arendt está llevando a cabo aquí una reducción del sentido, el contenido y la trascendencia de la capacidad de juzgar o, que es lo mismo, está dando rango de universal a la relación política, lo cual lleva a quienes le siguen en esta postura, a identificar poder con Estado.

En efecto, la dimensión económica también esta sustentada en el juzgar (indicare), pues una cosa, acto o relación, se transversalizan por la economía, se constituyen en hechos económicos, cuando se les juzga por su rareza o su carácter ordinario, común o vulgar, lo mismo que por su fácil acceso o por su inaccesibilidad. Un bosque se juzga, económicamente, si es de palo blanco de manera distinta a si es de cedro; el segundo tiene una alta tasación. Pero ese mismo bosque puede ser juzgado por su belleza o su fealdad, y entonces la dimensión con la que se vivencializa, si se nos permite decirlo así, no es la económica como tampoco es la política, sino la estética. No queremos decir, de ninguna manera, que puedan separarse y menos contraponerse entre sí lo político, lo económico, lo estético, lo jurídico, lo religioso, etc. Simplemente constatamos el reduccionismo político de Arendt en este asunto específico.

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87 Señala los dos significados que en su lengua tiene el “juzgar”: 1) subsumir clasificatorio de lo singular y particular bajo algo general y universal, al medir, acreditar y decidir lo concreto mediante criterios regulativos; 2) puede aludir a algo completamente distinto: cuando nos enfrentamos a algo que no hemos visto nunca y para lo que no disponemos de ningún criterio” (Arendt, 1997: 54).

88 No señala en que sentido aparece el juzgar en lo político.

Su intento por des-cifrar87 a la palabra “juzgar” no solventa el problema88, sobre todo porque, como veremos más adelante, no lo ubica como fundamento de la vida humano-social, y lo reduce a lo político, convirtiéndolo en puro hecho del conocimiento o “pensamiento juzgante”.

Séptimo presupuesto. El punto central de la política es siempre la preocupación por el mundo y no por el hombre —por un mundo acondicionado de alguna manera, sin el cual aquellos que se preocupan y son políticos no consideran que la vida merezca ser vivida—.

El punto de partida de esta aseveración es en Arendt (1997: 57) la crítica a los programas de superación personal de los que tan proclives son los norteamericanos y sus seguidores de nuestros países. Éstos parten del supuesto de que no es el mundo o la sociedad capitalista la que está fuera de quicio sino la persona la que está desquiciada, por lo que debe conducírsele a que se supere personalmente. “Esto no significa sino que se abandona el estudio del mundo histórico en sus pretendidas etapas cronológicas a favor del estudio de modos de conducta... (los cuales son) objeto de una investigación sistemática si se excluye al hombre que actúa... artífice de los acontecimientos constatables en el mundo, y se le rebaja a la condición de ser que meramente tiene una conducta, ser al que se puede someter a experimentos y al que incluso cabe esperar poner definitivamente bajo control” (Arendt, 1997: 56).

Es incuestionable el valor de esta apreciación. No se puede eludir los peligros “exteriores” a nombre de una interioridad. Ahora bien, no parece gratuito pedir un poco de matización. Por un lado, es necesario recordar que sociedad o mundo humano y los hombres no son separables. Debe tenerse presente el pensamiento de Pascal quien en su momento dijera: “No puedo entender al todo sin entender la parte, de la misma manera que no puedo entender

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la parte sin entender el todo”. En la actualidad, las políticas locales, parciales, minoritarias y puntuales, no pueden invalidarse, a condición, claro está, que estén religadas entre sí y con los grandes conjuntos sociales.

Dice Arendt que “la respuesta que sitúa al hombre en el punto central de la preocupación presente y cree deber cambiarlo para poner remedio es profundamente apolítica; pues el punto central de la política es siempre la preocupación por el mundo y no por el hombre”. El mundo del que ella habla es el “espacio entre” que se abre entre los hombres cada vez que éstos coinciden, siempre que éstos se juntan. “El mundo y las cosas del mundo, en cuyo centro suceden los asuntos humanos —dice Arendt (1997: 58)—, son ...el resultado de que los hombres son capaces de producir (herstellen) algo que no son ellos mismos, a saber, cosas, e incluso los ámbitos denominados anímicos o espirituales son para ellos realidades duraderas, en las que poder moverse, sólo en la medida en que dichos ámbitos están cosificados, en que se presentan como un mundo de cosas”.

El tercer fragmento del libro es “Introducción a la política II”, y comienza con una primera presentación que se titula “¿Tiene la política todavía algún sentido?” La respuesta que ofrece constituye la siguiente proposición de la autora.

Octavo presupuesto. “El sentido de la política es la libertad” (Arendt, 1997: 61, 62). La pregunta sobre el sentido de la política, dice la autora, surge “de la desgracia que la política ya ha ocasionado en nuestro siglo y de la mucha mayor que todavía amenaza ocasionar”. En los antiguos, señala, política y libertad eran idénticas; en la modernidad, los totalitarismos han quebrantado esta idea de la identidad entre ambas. En los totalitarismos se presume que la vida entera de los hombres está politizada, pero no hay libertad ninguna. Con esta experiencia nace la duda de “si la libertad no comienza sólo allí donde acaba la política, de manera que simplemente ya no hay libertad donde lo político no tiene final ni límites”. El otro cuestionamiento a lo político proviene de la conciencia de que la libertad e incluso la propia vida están amenazadas de total aniquilamiento por el inmenso desarrollo de las modernas posibilidades de destrucción.

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Frente a las dos dudas en torno al sentido de la política, la autora desarrolla una concepción de libertad de alto valor no sólo para la definición de política —lo lamentable es que Arendt la limita a lo político— sino para la conceptuación de la vida humana en general. Esta caracterización arendtiana de la libertad debe tensarse al grado de situarla ante una categorización de poder, pero la filósofa alemana no lo hace porque ella no tiene frente a sí al poder como objeto de su reflexión puntual.

Para aprehender el contenido constituyente de la libertad en Arendt tenemos que capturar los pasos con los que va avanzando hacia ese contenido. Aquí, por cierto, encontraremos uno de los momentos de su mayor creatividad y fulgor intelectual.

El primer paso (Arendt, 1997: 64) reside en el restablecimiento de la idea de que la vida humana fue un producto azaroso de los “procesos universales”, lo cual es catalogado como “el marco completo de nuestra existencia real”89. Con este supuesto, se da el segundo paso: en el ámbito de los asuntos humanos se ubica una diferencia capital, y es que en éstos “hay un taumaturgo y que es el propio hombre quien, de un modo maravilloso y misterioso, está dotado para hacer milagros”. Tercer paso: “Este don es lo que en el habla habitual llamamos la acción (das Handeln). A la acción le es peculiar poner en marcha procesos cuyo automatismo parece muy similar al de los procesos naturales, y le es peculiar sentar un nuevo comienzo, empezar algo nuevo, tomar la iniciativa o, hablando kantianamente, comenzar por sí mismo una cadena. El milagro de la libertad yace en este poder-comenzar (Anfangen-Können)...” Cuarto paso (consumación): “Esta idea de que la libertad es idéntica a comienzo... nos resulta muy extraña porque es un rasgo característico de nuestra tradición de pensamiento conceptual y sus categorías identificar libertad con libre albedrío y entender por libre albedrío la libertad de elección entre dos alternativas ya dadas —dicho toscamente: entre el bien y el mal— y no simplemente la libertad de querer que esto o aquello sean así o asá” (cursivas nuestras: AMV).

89 “...desde el punto de vista de los procesos universales y de la probabilidad que los rige... ya el sólo nacimiento de la tierra es una “improbabilidad infinita”. Lo mismo ocurre con el nacimiento de la vida orgánica a partir del desarrollo de la naturaleza inorgánica o con el nacimiento de la especie humana a partir de la evolución de la vida orgánica”.

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En este final Hannah Arendt (1997:66) establece que la libertad no es elección entre alternativas ya dadas, las que nosotros leemos como objetivamente existentes en la naturaleza, o proporcionadas por Dios o por una Idea Absoluta, sino, lo que nosotros designamos con el concepto90 elección construyente. A diferencia de la elegibilidad típicamente occidental en la cual lo elegido posee una aureola de predestinación (el predestinado o escogido por Dios), la elección arendtiana es creación humana. Lo propio en el ser humano es “sentar nuevos comienzos”, “empezar algo nuevo”, “tomar la iniciativa”, iniciar.

La libertad, propone Arendt, reside en la acción, transformativa y creadora de opciones propias que, finalmente constituye la vida humana misma, y esto es para ella lo político. No por casualidad —lo asienta ella— “el griego archein significa comenzar y dominar, es decir, ser libre, y el latino agere poner algo en marcha, es decir, desencadenar un proceso”. Nuestro pensamiento es arendtiano cuando sostenemos que el ser humano decide, construye su opción, pone su archein, su propio arquetipo, y realiza su agere, su dirección, su gerenciación o conducción propia de su vida91.

Por eso el sentido de la política es la libertad.

En seguida, encontramos el Fragmento 3B de su obra, uno de los más extensos, en el que se vislumbra mayor precisión sobre el sentido de la política.

Noveno presupuesto. Dice la filósofa (1997: 67) que desde sus raíces más remotas (desde Platón y quizás incluso desde Parménides), la política se define por sus justificaciones; la política es un medio para un fin más elevado, fin último: “Misión y fin de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio. Es ella quien hace posible al individuo perseguir en paz y tranquilidad sus fines no importunándole...” “Siempre existiría —anota (1997: 144)— la necesidad de la vida, la cual a su vez obligaría a los hombres a dividirse entre los que obedecen y los que mandan”.

90 Cf. Capítulo tres del presente texto.

91 Cf. Capítulo tres del presente texto.

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La política arendtiana —a la que entrevé como necesidad ineludible para la vida humana— es acción humana de autopreservación, aseguramiento de la propia vida, es una política de la vida92. Esto lo consigue privando a los conjuntos humanos de las condiciones y posibilidades de la violencia y de la guerra de todos contra todos. Si en Ferrero vimos que había que evitar a toda costa la generalización de el miedo, en Arendt (1997:67) se trata de universalizar la paz, la tranquilidad, el aseguramiento del sustento y de un mínimo de felicidad.

Ahora bien, si en Guglielmo Ferrero la garantía de que se evite el miedo social se encuentra en el mantenimiento de la legitimidad del Estado, en Hannah Arendt, quien en esto sigue a Madison93, la prenda y el aval fundamental de la convivencia humana pacífica, tranquila, sustentable y feliz (mínimamente), se halla en “un estado que posea el monopolio de la violencia y evite la guerra de todos contra todos”. Lo que ella no dice —como Ferrero no precisó a costa de qué se conserva la “legitimidad”— es cuál debe ser la garantía de que el estado use dicho monopolio para dotar a la vida de tan encomiable situación, o para garantizarla sólo a unos cuantos.

Décimo presupuesto. Se siguen de inmediato una serie de dificultades para hacer concordar el dictum de que el sentido de la política es la libertad con el postulado de que estamos hablando de la libertad de querer que esto o aquello sean así o asá, es decir, la libertad como acción humana, transformativa y creadora de opciones propias que finalmente constituye la vida humana misma, lo cual cierra el bucle-circuito como política aseguradora de la vida en el sentido más amplio, a la que hemos dado la designación de política de la vida.

Las dificultades en las que entra Arendt son peculiares a quienes hablan de “los griegos” en general y reclaman para la obra de Sócrates, Platón y Aristóteles, y para la misma polis, una idílica situación de humanismo, altos valores éticos, el paradigma en fin

92 “...allí donde los hombres conviven, en un sentido histórico-civilizatorio, hay y ha habido siempre política” (Arendt, 1997: 68).

93 Cita ampliamente a The federalist, en donde Madison señala la necesidad de un estado que monopolice la violencia. Cf. Arend (1997: 67; nota 5).

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de una democracia y libertad sin adjetivos. Pero el olvido de que Platón y Aristóteles fueron pensadores de poder, y de que la polis fue una organización social (a la que antecedieron el y el )94 clasista-esclavista, con dominio, control y mando monopolizado por unos cuantos, suele acarrear revoltillos de los que no es tan fácil salir. La discusión sobre esta temática ha dado a luz obras de singular transcendencia95 que es preciso tener presente en el seguimiento de la obra de Hannah Arendt, en quien se vislumbra una diferencia importante de los socratistas-platonistas-aristotelistas-partidarios a ultranza de la polis.

Arendt (1997: 62) nos viene diciendo que en los griegos “política y libertad eran idénticas”96, y luego hace esfuerzos por convencer que en autores como Platón no se verifica esa convicción en torno a aquella identidad97, para, en otro lugar (1997: 63), asentar: “es un hecho que desde la antigüedad ya nadie creía que el sentido de la política fuera la libertad”.

Si sostenemos, como lo hace ella, que toda política es política de la vida y no consideramos que también hay una política de la muerte, es decir, que la relación de explotación y opresión es igualmente política, necesariamente nos veremos precisados a concluir que siempre el sentido de la política es la libertad y que política y libertad, desde “los griegos”, son idénticas, aunque encontremos por doquier evidencias que lo desmienten, desde la misma polis.

94 En La condición humana (1998:39) Arendt habla de las unidades organizadas que se basaban en el parentesco, tales como la phratria y la phyle y reconoce que ya en el pensamiento presocrático, la acción y el discurso —con los que Aristóteles formó el biospoliticos— estaban presentes.

95 Cf. al respecto la obra fundamental de Michel Serres, de J. Montserrat; naturalmente de Guthrie y García Gual. Remito al lector a mi texto Régimen, poder y autodeterminación en la investigación (2000), en el cual informo simplemente sobre estos autores.

96 “Quizás las cosas han cambiado tanto desde los antiguos —en estos autores, por antiguos se quiere decir griegos, no la Antigüedad de la Media Luna: AMV—, para los que política y libertad eran idénticas...”

97 “En todos los grandes pensadores —incluido Platón— es llamativa la diferencia de rango entre sus filosofías políticas y el resto de su obra. La política nunca alcanza la misma profundidad” (Arendt, 1997: 45).

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Pero lo contrario también tiene carta de axioma: ¡asume tú que por doquier la política es medio y fin de la libertad y te verás obligado a negar que haya políticas de muerte y que la explotación y la opresión también son políticas!

Arendt reconoce (1997: 68) que la palabra politikon de Aristóteles —y debía extender este reconocimiento a la obra de Platón— es “un adjetivo para la organización de la polis y no una caracterización arbitraria de la convivencia humana”. El desarrollo inmediato de esta aseveración, que se ve cruzado por el acierto de Aristóteles de que la política “es una particularidad del hombre que pueda vivir en una polis y que la organización de ésta representa la suprema forma humana de convivencia y es, por lo tanto, humana en un sentido específico...”; que de igual modo se ve cruzado por el reconocimiento de que, en su definición, Aristóteles excluye a esclavos y bárbaros y, en general, a los pelatai, thetes y hectemoroi98; es un desarrollo que pone de relieve las dificultades de la filósofa para hacer que no zozobre su definición de política.

“Lo que distinguía la convivencia humana en la polis de otras formas de convivencia humana... era la libertad”, dice ella, de lo cual debe colegirse que la polis es una organización distinguida por su vida política, o sea que la vida de la polis buscaba y posibilitaba la libertad humana. Pero, todos sabemos que si algo buscaba y posibilitaba la polis era la realización de la vida de los esclavistas, no sólo en lo material sino también en lo cultural y espiritual, y —podemos decirlo si forzamos las cosas— entonces la producción y reproducción de los esclavos como condición del mantenimiento de la vida de los señores, entonces de qué vida de los esclavos puede hablarse. ¿Dónde queda la política en Grecia; sólo en la polis? Si es así, se postula que las relaciones entre los esclavistas tienen el objetivo de gestar vida humana; si no es así, y se reconoce que esas relaciones realmente gestan y tienen el objetivo de producir y reproducir vida esclavista, debe reconocerse al unísono que las relaciones que pudieran establecerse entre los esclavos en pos de su propia vida y, más precisamente, en pos de humanizar su vida, es también política; de todo lo cual debe concluirse que la política no es unívoca, que no existe la política sin

98 Sobre estos grupos sociales, véase Domínguez Monedero (2001: 14).

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adjetivos: hay políticas que son políticas de la vida humana y otras que tienen como fin deshumanizar la vida de unos para producir y reproducir la vida de otros, y que sólo las primeras políticas “son idénticas a la libertad”.

Las conclusiones de la filósofa son otras, para las que teje premisas especiales.

Después de asentar que a la polis le es consubstancial la libertad, agrega: “Pero esto no significa que lo político o la política se entendiera como un medio para posibilitar la libertad humana, una vida libre. Ser libre y vivir en una polis eran en cierto sentido uno y lo mismo. Pero sólo en cierto sentido; pues para poder vivir en una polis, el hombre ya debía ser libre en otro aspecto”: no ser esclavo y tener esclavos de su propiedad, o realizar una actividad que le dé suficientes beneficios como para poder llevar una vida en riqueza (ploutos), “no estar sometido a la coacción de ningún otro ni, como laborante, a la necesidad de ganarse el pan diario”. A continuación, Arendt establece que para vivir en libertad, o sea, ser políticos, los hombres debían liberarse de “la penuria de la vida diaria coaccionando, violentando y dominando de manera absoluta”. Esta dominación, según ella, no era política, sino prepolítica, era una liberación “para alcanzar la libertad en la polis”; entonces, sobre la base de liberarse —lo cual debe decirse en toda su crudeza, que ella evita, es decir, esclavizar— los hombres de la polis, o sea, los señores esclavistas, edificaban una vida “en libertad, más allá de la violencia, la coacción y el dominio, iguales con iguales”. En La condición humana (1998: 43-44) se sostiene claramente esta convicción.

Las complicaciones aquí son considerables. En primer lugar, se acepta que la realización de una vida humana (por parte de los esclavistas) es posible por medio de la privación de la vida humana (a los esclavos); se establece que también es humana una vida que se funda con semejante privación99. Pero, entonces, ¿qué entendemos por vida humana? ¿Un explotador lleva una vida

99 Esta idea la mantiene a lo largo del texto (1997: 79): “...los medios con que se funda este espacio político y se protege su existencia no son siempre ni necesariamente medios políticos”. La esclavización, que tiene como su envés el liberarse de ser esclavo, es, según ella, un medio prepolítico.

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humana? ¿Es humano explotar? ¿La vida del explotado no es humana? Estas interrogantes nos llevan a las reflexiones de Walter Benjamín y de Michel Foucault. El primero decía que sólo en los débiles, en los excluídos, en los oprimidos está la posibilidad de la libertad. Foucault apuntó que nunca existirá la opresión absoluta ni el dominio absoluto del poder; que siempre en un oprimido habrá resquicios de oposición al poder.

Es a todas luces evidente que Arendt se refiere —lo veremos en el doceavo presupuesto— a la gran cuestión relativa a la relación entre necesidad y libertad, a la definición sustancial de que la esclavitud humana, en su fundamento, es la subordinación del ser humano a la ciega necesidad. Pero, en esta parte del texto, la filósofa adapta ante este problema una actitud conservadora100. Si bien Arendt no desea remitir el problema de lo político a la relación de explotación, parece inevitable que al hablar de esclavos y esclavistas en la polis, la explotación se ofrezca como una de sus variables. La polis no se distingue, en esto, de la organización social capitalista, aunque nuestra autora procure una distinción. Dice: “A diferencia de toda forma de explotación capitalista, que persigue primeramente fines económicos y sirve al enriquecimiento, los antiguos explotaban a los esclavos para liberar completamente a los señores de la labor (Arbeit), de manera que éstos pudieran entregarse a la libertad de lo político”.

La idolatría que suele cultivarse por “los griegos”, evitando incluir en sus reflexiones los aspectos social-clasistas, de opresión y explotación, ha dado pie al mito de que todos los griegos aspiraban a la riqueza (ploutos) con el único propósito de cultivar su espíritu, liberarse para “entregarse a la libertad de lo político”. Lo cual, sin lugar a dudas, contradice a la historia. Cuando Filipo II, rey de los macedonios, por ejemplo, se disponía a preparar a su hijo Alejandro, para que, además de ser temido por su ejército, fuera respetado por ser griego, no vaciló en contratar a Aristóteles como maestro del futuro conquistador, en lugar de Diógenes, con quien de ninguna manera sintió identificación. El servicio de Aristóteles fue pródigamente

100 Que luego complementa con una postura revolucionaria, que da lugar a un dualismo de Hannah Arendt, captado en su momento por su biógrafa Elisabeth Young-Bruehl (1993), quien habla del conservadurismo revolucionario de la autora.

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retribuido, y relegadas las acusaciones que Sócrates y sus alumnos endosaban a los sofistas de comerciar con el conocimiento101. Parece cuando menos exagerado afirmar que pudieran explotar con el objetivo de dedicarse al cultivo de espíritu y del alma y a la libertad de lo político, los plousioi, los eupátridas, es decir, los miembros de las familias aristocráticas, tradicionales detentadores de las magistraturas y dueños de la mayor parte y las mejores tierras; que se hacían llamar los esthloi, agathoi, aristoi, gnorimoi, esto es: “los mejores”102.

Las sociedades capitalista y esclavista son casi antagónicas en muchos aspectos, pero afines en otros. Entre estas afinidades sobresale el ejercicio del poder como monopolio de unos cuantos, la separación entre decisión y ejecución en la producción de la vida y la disyunción entre producción de la riqueza social y su distribución y consumo. El análisis de la política no puede limitarse a estas “variables”, pero tampoco obviarlas. Es igual de acertado que la reflexión sobre la política no puede limitarse a los guarismos explotación y opresión como lo es que no puede prescindir de esos aspectos si se busca una visión compleja e integral de la política y la libertad. Explotar para establecer la libertad o es una insensates o implica que hay una libertad clasista, que no es humana, que no gesta ni fomenta vida humana y, en consecuencia, que la política no es una política sin riberas.

Puede discutirse si el contenido de la política es la violencia o si la dominación es el concepto central de la teoría política (Arendt, 1997: 98), puede cuestionarse si el objetivo de la política debe ser preservar la libertad o —como polo contrario— la vida (Arendt, 1997: 97), es factible preguntarse si tiene razón la autora (1997: 96) cuando señala que el poder sólo puede generarse en la esfera público-estatal, es dable reflexionar sobre la relación entre poder y violencia (1997: 94), o en torno a la propuesta de Arendt (1997: 95) de que “En la sociedad moderna, el laborante no está sometido a ninguna violencia ni a ninguna dominación, está obligado por la necesidad

101 Véase Hornblower (1985) y Manfredi (2000). Hannah Arendt (2000:33), por cierto, reproduce la condena embloque, típica de los socráticos, a los sofistas. Les llama “antiguos manipuladores de la lógica”102 “...sólo los mejores (aristoi)... son verdaderamente humanos... los demás... viven y mueren como animales” (Arendt, 1998: 31-32. 31)

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inmediata inherente a la vida misma”, todas esas interpelaciones son pertinentes pero a condición de que se ventile con toda pertinencia la tesis arendtiana de que la libertad puede gestarse por medio de la explotación y la opresión, conservándose a dicha libertad su estatuto de sustento de una política para la vida humana.

Onceavo presupuesto. La liberación prepolítica (la dominación sobre los esclavos, la violencia con que se obligaba a que los esclavos, los bárbaros los extranjeros, asumieran la penuria de la vida diaria) permitía la libertad en la polis y, así, fundaba la política, cuyo sentido era “que los hombres —los señores esclavistas, pues los libres no dueños de esclavos no sustentaban su vida directamente en el esclavismo, aclaración nuestra: AMV— trataran entre ellos en libertad, más allá de la violencia, la coacción y el dominio, iguales con iguales, que mandaran y obedecieran sólo en momentos necesarios —en la guerra— y, si no, que regularan todos sus asuntos hablando y persuadiéndose entre sí” (Arendt, 1997:69 son nuestras las cursivas: AMV).

Nos parece evidente que si algunos hombres tratan entre ellos con libertad, negándosela a otros y, sobre todo, a condición de despojar y expropiarla a esos otros, dicha libertad no puede considerarse un atributo humano, sino partidario, fragmentario y arbitrario. En consecuencia, la política identificada con esa libertad es también partidaria.

Lo que no parece tan evidente es que entre los iguales a los que se refiere la autora tuviera lugar una relación tan armoniosamente humana. Estos grupos no eran homogéneos y su relación mutua no estuvo exenta de sutilezas y arterías. A estos grupos, y no a otros, Aristóteles (2000) prodigaba sus valores: riqueza (polutos), nobleza o buena familia (erigeneia), virtud que da la excelencia de la vida (areté) y educación (paideia) (Domínguez Monedero, 2001: 15). De la misma manera que se ha idealizado la categoría polutos y a los mismos plousioi, también se ha universalizado la convicción de que en la polis enseñoreaba el diálogo, el consenso, la democracia sin adjetivos.

La propuesta arendtiana de que la condición de la libertad es la igualdad con los otros “que son mis iguales”, aunque esa igualdad

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sea de “todos” los que tienen la categoría de explotadores y opresores, es perfectamente entendible como consecuencia lógica del décimo presupuesto. Dice la filósofa (1997: 70) que “Para nosotros esto es difícil de comprender porque con el de igualdad unimos el concepto de justicia y no el de libertad, malentendiendo así, en nuestro sentido de igualdad ante la ley, la expresión griega para una constitución libre, la isonomia. Pero isonomia no significa que todos sean iguales ante la ley ni tampoco que la ley sea la misma para todos sino simplemente que todos tienen el mismo derecho a la actividad política y esta actividad era en la polis preferentemente la de hablar los unos con los otros. Isonomia es por lo tanto libertad de palabra y como tal lo mismo que isegoria; más tarde Polibio las llamará a ambas simplemente isologia”.

Arendt olvida decirnos, sin embargo, que la isonomia (entendida como igualdad ante la ley y como igualdad del uso de la palabra) es una categoría histórica propia al periodo homérico103 y no tanto ni fundamentalmente a la poli con un fuerte desarrollo clasista. Olvida decirnos, en segundo lugar, que la isonomia no puede entenderse separada de otros principios de la organización de la convivencia humana, construidos en el periodo homérico. Entre estos principios destaca la , la determinación de lo que era un humano, cuáles eran las cualidades auténticamente humanas. La es un ejercicio de dominio, control y mando, es una imposición de quiénes pueden ser considerados humanos y quiénes no. La política, en este contexto histórico, resultaba efectiva, era auténtica, si ayudaba a la formación de la (lo mismo el derecho y la moral). La política ejercía ese cometido por medio de la , la formación, para la cual era preciso vivir en la ley y bajo el dominio de la ley. La soberanía de la ley, en una concepción no liberal, implica dos cosas: 1) que no hay autoridad alguna por encima de la ley, que la ley marca el techo y el límite supremo de autoridad, 2) que esta autoridad, este dominio, se gesta y proviene de la misma ley, y no de su exterioridad. En consecuencia, es preciso mantener el respeto irrestricto a la ley hecha, a la norma de convivencia establecida. Violar la ley —con lo que el transgresor, se convierte en un ser no humano, un no

103 Más adelante (1997: 75) lo señala pero, en esta parte que revisamos, a todas luces no lo tiene presente.

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griego— es, ante todo, pretender cambiarla, pues si no se acepta que sólo la ley, ella misma, se produce y reproduce, se quebranta su soberanía. Pero se trata no de la ley en general, sino de la ley existente. Esto denota que los principios no son más que dispositivos de ejercicio del poder existente. Naturalmente, sus forjadores no la pensaron para los griegos en el sentido individual sino para todo el mundo, para toda la universalidad presente en su cosmovisión, para todo el mundo griego, y fue la burguesía medieval primero y luego la burguesía revolucionaria de los siglos XVII y XVIII, después, la que los elevó a rango natural y universal, con fines tan prácticos como establecer su propio dominio.

Platón (2000: 70, 71, 72), en su diálogo Critón se revela como un comedido prosélito de la obligatoriedad incontestable de la soberanía de la ley104. En este diálogo socrático, las leyes hablan, con esa visión anthropophyeisica que los griegos tenían de los dioses, pelean y se afanan por hacer prevalecer su carácter incontrovertible: “¿no te hemos dado nosotras (las leyes) la vida y, por medio de nosotras, desposó tu padre a tu madre y te engendró? (hablan las leyes a Sócrates). Dinos, entonces, ¿a las leyes referentes al matrimonio les censuras algo que no esté bien?” “No las censuro, diría yo (Sócrates)”. “Entonces, ¿a las que se refieren a la crianza del nacido y a la educación en la que te has educado? ¿Acaso las que de nosotras estaban establecidas para ello no disponían bien ordenando a tu padre que te educara en la música y en la gimnasia?” “Si disponían bien”, diría yo (Sócrates). “Después que hubiste nacido y hubiste sido criado y educado, ¿podrías decir, en principio, que no eras resultado de nosotras y nuestro esclavo, tu y tus ascendientes? Si esto es así, ¿acaso crees que los derechos son los mismos para ti y para nosotras, y es justo para ti responder haciéndonos, a tu vez, lo que nosotras intentemos hacerte? Ciertamente no serían iguales tus derechos respecto a tu padre y respecto a tu dueño, si lo tuvieras, como para que respondieras haciéndoles lo que ellos te hicieran, insultando a tu vez al ser insultado, o golpeando al ser golpeado, y así sucesivamente. ¿Te sería posible, en cambio, hacerlo con la patria y las leyes, de modo que si nos proponemos matarte, porque lo consideramos justo, por

104 En Crisis de la República (1999: 67-68) Arendt reconoce la sumisión irrestricta de Sócrates a las leyes establecidas.

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tu parte intentes, en la medida de tus fuerzas, destruirnos a nosotras, las leyes, y a la patria, y afirmes que al hacerlo obras justamente...? ¿Te pasa inadvertido que hay que... ceder ante la patria... que hay que padecer sin oponerse?”.

El respeto irrestricto a la ley existente es la obediencia absoluta al orden establecido. Tal es el apotegma griego que fijan estos principios, y ello se ha traducido en una larga tradición de ejercicio de poder que se expresa en otra máxima de poder, otra contribución griega al mundo: la subordinación de la realidad a la ley; no importa que la ley sea obsoleta y nefasta, mientras no exista otra, habrá que cumplirla. Contra este axioma se han levantado pensadores de la talla de Bartolo de Sassoferrato que lucharon por subvertir la vieja verdad griega, estableciendo que no es la realidad la que debe subordinarse a la ley, sino la ley subordinarse a la realidad (Skinner, 1993).

En este, y sólo en este contexto es posible comprender a cabalidad la isonomia que no es una simple igualdad ante ley y ante la palabra, sino, en rigor griego, ante la ley-orden establecido y ante el hablar-voluntad-dignidad-proyecto de vida establecido.

Tiene razón Arendt (1997: 70) cuando dice que “para la libertad no es necesaria una democracia igualitaria en el sentido moderno sino una esfera restringida, delimitada oligárquica o aristocráticamente, en que al menos unos pocos o los mejores traten los unos con los otros como iguales entre iguales”. Pero le faltó decir que esa es una libertad de los señores.

Doceavo presupuesto. La liberación de la labor y de la preocupación por la vida (“los ciudadanos de Atenas estaban desligados de todas las actividades dirigidas al mero ganarse el pan” —Arendt, 1997: 81—) conforman un presupuesto necesario para la libertad de lo político. El fin de la vida y de todas las tareas relacionadas con ella no es sino el mantenimiento de la vida, y el impulso por mantenerse laborando en vida no es externo a ésta sino que está incluido en el proceso vital que nos fuerza a laborar como nos obliga a comer” (Ibídem, p. 82). El “control de las necesidades vitales y el dominio doméstico sobre la labor esclava son el medio de liberación para lo político”. Las “actividades exigidas para la conservación de la vida y la propiedad o para la mejora de la vida y el engrandecimiento

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de la propiedad, (que) estén subordinadas a la necesidad y no a la libertad” (Ibídem, p. 90). “No-ser-libre (Nicht-Frei-Sein) tiene una definición doble. Por un lado, estar sometido a la violencia de otro, pero también, e incluso más originariamente, estar sometido a la cruda necesidad de la vida” (Ibídem, p. 95). “La vida de la sociedad está fácticamente dominada no por la libertad sino por la necesidad”.

Este cúmulo de proposiciones constituye un verdadero programa libertario. En ellas, Hannah Arendt se sitúa en la tradición que reivindica (Marx lo hace, por ejemplo) la realización del ser genérico humano que domina a la necesidad, que no es esclavo de ella, y se realiza vitalmente en libertad. Los procedimientos, las formas, para realizar este programa pueden diferir (sobre todo de aquellos que asumen —contrariamente a lo que nuestra filósofa deja traslucir—, que un pueblo que esclaviza a otro no es libre), pero, a no dudarlo, esta proposición de Hannah Arendt la sitúa entre los pensadores comprometidos por la libertad. Su pensamiento, en este aspecto, es revolucionario.

Nuestra revisión del texto ¿Qué es la política? arroja un cúmulo de problemas planteados por Hannah Arendt. En el Cuadro 3, ponemos de relieve diez aspectos temáticos. De la consideración de estos puntos podemos colegir que la filósofa alemana no proporciona un concepto de poder, no hace referencia a su fundamento constituyente, sino que aborda al poder desde otras perspectivas que resultan, a no dudarlo, necesarias para construir su concepto.

Cuadro 3. Elementos del pensamiento político de Hannah Arendt

En qué se basa la política y de qué trata.

La política se domina cuando se le constriñe a la familia

La política nace Entre-los-hombres, no en El hombre abstracto de la filosofía política

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Los no políticos de profesión albergan prejuicios contra la política. Hoy, si se quiere hablar sobre política, debe empezarse por los prejuicios. Lo político es un ámbito del mundo en el que los hombres son primariamente activos y dan a los asuntos humanos una durabilidad que no tendrían.

La actitud negativa hacia todo poder es consecuencia de los prejuicios políticos. El poder puede ser bueno o malo.

El pensamiento político se basa en la capacidad de juzgar (Urteilskraft).

El punto central de la política es siempre la preocupación por el mundo y no por el hombre.

El sentido de la política es la libertad.

La política se define por sus justificaciones. La política es un medio para un fin más elevado: asegurar la vida en el sentido más amplio.

La liberación de la labor y de la preocupación por la vida, conforman un presupuesto necesario para la libertad de lo político; liberarse de la necesidad.

En otras de sus obras encontramos referencias a la política en general y al poder en lo particular. Pero en ninguna hemos hallado una categoría de poder o lo que llamamos su composición constituyente.

Por ejemplo, en Los orígenes del totalitarismo 1. Antisemitismo (2000) se refiere a las circunstancias que llevan a los hombres a tolerar o a odiar al auténtico poder o a los que tienen riqueza sin el poder

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(p. 27), asevera que “los judíos no tenían ambición política propia y eran simplemente el único grupo social incondicionalmente leal al Estado” (p. 64), con lo cual evidencia que identifica política con Estado; se refiere al poder en el sentido de Gobiernos y de Estado (p. 86). En Los orígenes del totalitarismo 2. Imperialismo (1982) habla de “poder mundial” y se refiere a “política exterior” y a “forma de gobierno” (p. 177), comenta la “lucha por el poder” como conflicto “entre el Estado y la sociedad” (p. 182), apunta que los imperialistas deseaban la “expansión del poder político sin la fundación de un cuerpo político” (p. 194), reflexiona sobre “la exportación de poder” en términos de “instrumentos de violencia del Estado” (p. 196). En Los orígenes del totalitarismo 3. Totalitarismo (1999) apunta que la falsificación de la historia puede convertirse en “cuestión de poder” (p. 518), hace referencias a la conquista del poder por los movimientos autoritarios, particularmente los nazis (p. 565), vincula la toma del poder por bolcheviques y nazis con la ocupación de la maquinaria del Estado y formación de un gobierno absoluto (p. 589), sostiene que “la subida al poder y la responsabilidad afectan profundamente a la naturaleza de los partidos revolucionarios” (p. 594), y que la “multiplicación de organismos” es extremadamente útil “para el constante desplazamiento del poder” en el totalitarismo (p. 605). En su obra cumbre La condición humana (1998), refiere que “lo que primero socaba y luego mata a las comunidades políticas es la pérdida de poder y la impotencia final”, que “el poder no puede almacenarse y mantenerse en reserva para hacer frente a las emergencias, como los instrumentos de violencia, sino que sólo existe en su realidad” (p. 222); apunta que “el poder solo es realidad, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades” (p. 223), lo cual, dicho sea de paso, entra en contradicción con lo señalado por Nietzsche y por Foucault (2000). “El poder —sigue diciendo— es lo que mantiene la existencia de la esfera pública... el poder es siempre un poder potencial y no una intercambiable, mensuable y confiable entidad como la fuerza... el poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan... el poder es en grado asombroso independiente de los factores materiales, ya sea el número o los medios” (Ídem). Pero luego se refiere al gobierno, con lo cual revela otra vez que no

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distingue al Poder claramente del Estado. “El único factor material indispensable para la generación de poder es el vivir unido del pueblo... la fundación de ciudades, que como ciudades-estado sigue siendo modelo para toda organización política occidental, es por lo tanto el más importante prerrequisito material del poder” (p. 224). “La única alternativa al poder no es la fortaleza... sino la fuerza... Pero si bien la violencia es capaz de destruir al poder, nunca puede convertirse en su sustituto” (p. 225). “El poder corrompe cuando los débiles se congregan con el bien de destuir a los fuertes, pero no antes. La voluntad de poder, como la Época Moderna de Hobbes a Nietzsche la entendió en su glorificación o denuncia, lejos de ser una característica de los fuertes, se halla, como la envidia y la codicia; entre los vicios de los débiles, y posiblemente es el más peligroso” (p. 226); luego se refiere al poder como perdón (pp. 255-262). En De la historia a la acción (1999) se recoge la conferencia “Labor, Trabajo, Acción”, pronunciada un año antes de que viera la luz La condición humana; en ella se contienen los elementos básicos que expondría en el libro. Dijo ahí: “El poder de la labor del hombre es tal que él produce más bienes de consumo que los necesarios para su propia supervivencia y la de su familia. Esta, por así decirlo, abundancia natural del proceso de la labor ha permitido a los hombres esclavizar o explotar a sus congéneres, liberándose a sí mismos, de este modo, de la carga de la vida” (p. 95) que es tesis arendtiana típica que comentáramos atrás. En otra parte dice: “Marx no entendió la cuestión del gobierno y esto, en buena parte, va a su favor, puesto que no creyó que nadie quisiera el poder sólo por el poder... Marx no entendió el poder, en el sentido llano de que una persona quiere mandar sobre otra y que precisamos leyes para prevenirlo” (p. 158), luego suscribe su concepción que ya viéramos sobre la relación entre violencia y poder (pp. 165-166). Probablemente sea en Crisis de la República (1999b) donde ella se refiere más directamente a la cuestión del poder, en relación con la violencia. Aquí, de igual manera, no se halla un concepto arendtiano de poder. Su acercamiento a este punto, sin embargo, es mucho mayor que en otros textos105, por ejemplo cuando suscribe definiciones parciales de Voltaire, de Max Weber (p. 139), de Passerin d´Entrèves (p. 140) y John Stuart Mill (p. 142), aunque cuando ella expone su pensamiento vuelve a su concepción central ya conocida

105 Cf. Arendt, 1988, 2000, 2001 y 2002.

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por nosotros: “Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido” (p. 146); “El poder no necesita justificación, sino como es inherente a la verdadera existencia de las comunidades políticas; lo que necesita es legitimidad” (p. 154), “hablar de un poder no violento constituye en realidad una redundancia” (p. 158).

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Hemos elegido cuatro autores —a Federico Nietzche lo encontraremos en el siguiente capítulo— que, cuando menos en nuestro país, nos parecen los más representativos en la reflexión sobre el poder, pues son teóricos cuyas obras están ampliamente difundidas; al mismo tiempo hemos seleccionado la obra más representativa de su pensamiento sobre el tema. De su revisión nosotros colegimos que, en rigor, los cuatro no dan respuesta al problema de qué es el poder, no hay en ninguno de ellos la explícita construcción de una categoría de poder. Se refieren a las bases por las cuales se constituye una forma u otra de poder, hablan de cómo se ejerce éste, lo reflexionan en su devenir como en su realidad presente, tratan de los mecanismos que le estructuran y a través de los cuales funciona, se asoman a las cuestiones que le perturban y a las que pueden llevar a su extinción, han escrito sobre distintas teorías que intentan explicarlo, lo correlacionan con la violencia y la pluralidad humana. Pero ninguno construye su categoría. Es ésta pues, una tarea pendiente.

Las preguntas clave de cuya solución depende una categorización estricta del poder, empero, son diferidas: ¿cuál es el fundamento del poder, cuál es su realidad constituyente, más allá de las formas como se ejerce? ¿De qué realidad humana realmente se apodera quien tiene el poder?

Si a esta carencia definitiva agregamos que Sánchez Vázquez y Guglielmo Ferrero reducen el poder al Estado y limitan los alcances de su pensamiento al ámbito político y jurídico —aun cuando proclaman una visión de mayor complejidad— la postergación del problema del fundamento queda más patente.

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La revisión de estos autores, por lo demás, también nos permite colegir que, metódicamente, el camino seguido por los tres autores no permite responder a aquella pregunta y, cuando menos en Foucault y Ferrero, ni siquiera planteársela. La incuestionable riqueza —que en el francés sobresale de la obra de los tres, no alcanza siquiera a proporcionar claves que abran un camino hacia aquella cuestión. Estas, deben buscarse en otros autores que situaron su reflexión en un ámbito de mayor concreción del ser humano, es decir, en una perspectiva de unidad de la diversidad humana, como diría Hegel. En Guglielmo Ferrero quizás haya una excepción que, de seguirse puede tal vez guiarnos a la construcción de claves orientadoras. Este autor, en efecto, a diferencia de los dos anteriores, hace referencia a una dimensión natural —el miedo y el principio de superioridad innata— que, de alguna manera permite la reflexión sobre el carácter histórico —natural, diría Marx— del poder.

En el siguiente capítulo veremos un tratamiento más fundamental de esta cuestión, que nos proporcionará bases para nuestra propia construcción teórica del poder.

CAPÍTULO SEGUNDO

LA BÚSQUEDA DEL FUNDAMENTO PERDIDO

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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CAPÍTULO SEGUNDO

LA BÚSQUEDA DEL FUNDAMENTO PERDIDO

En uno de sus intentos por definir el poder, afán por cierto malogrado a causa de un reduccionismo que lo restringe a su génesis, Guglielmo Ferrero (1998: 91-92) establece que el poder “es al mismo tiempo un producto del miedo universal y de la doble raza en que se divide la humanidad: amos y esclavos... la mayoría de los hombres son seres tímidos, modestos y pasivos... nacidos para obedecer... La raza de los señores es una minoría dotada de una inmensa fuerza vital...” Enseguida consuma su idea con una sentencia aún más implacable: “Esta polarización de la humanidad en señores y siervos parece corroborar admirablemente el plan de un orden preestablecido en atención a la naturaleza misma de los hombres” (las cursivas son nuestras).

En la literatura sociológica e histórica es común asignar a este tipo de reflexiones el marbete de racistas y teóricos del fascismo, lo cual es causa de una lamentable simplificación.

Si se lee con detenimiento el texto de este autor italiano, resulta evidente una preocupación, común a los más grandes filósofos de todos los tiempos, que, en última instancia, es la pregunta de toda auténtica filosofía: la pregunta sobre el ser de todo fenómeno de la realidad. Al igual que todo hecho social, como tuvimos oportunidad de confirmarlo al revisar sucintamente a algunos teóricos, al poder no se le puede conocer sólo cuando se sabe para qué sirve, cómo se ejerce, cómo se manifiesta, y no se ve qué es.

La interrogación sobre el poder en relación inseparable con elementos consustanciales a la naturaleza humana, por el contrario de lo que se ha creído, es una vía altamente prometedora para construir una teoría sólida y sustentable sobre el poder. Es uno de los caminos que permiten recuperar la senda perdida, la que lleva a los fundamentos.

Evitar la banalización del tema del poder, pedía en su momento Eugenio Trías (1993:10), “procurando trascender el mero plano político hasta alzarme a una reflexión ontológica que haga posible

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enfocarlo con la máxima radicalidad”. Y así se preguntaba por “la esencia” del poder, “por lo esencial del poder, por lo que hace que el poder sea”. Se interroga sobre su carácter y naturaleza, se pregunta por el ser del poder106. ¿De dónde deriva el poder, de dónde emana? ¿De un principio específicamente humano?107

Para filósofos como Eugenio Trías, la esencia es eso en lo cual algo consiste, es consistencia y, por lo tanto, consistir: “La pregunta por el poder es, entonces, pregunta por eso en lo que el poder consiste... por eso que hace subsistir al poder como poder” (Trías, 1993: 21).

En su obra Nietzsche I, Martín Heidegger (2001) lleva a cabo un recorrido muy substancial sobre la reflexión histórica de una serie de grandes filósofos que pensaron en torno a los contenidos más radicales y profundos de un sustento de la vida humana capital para comprender al poder. Estos contenidos rebasan y sustentan las distintas manifestaciones y ejercicios del poder. En este texto, el autor de Ser y tiempo busca las raíces de la tesis nietzscheana sobre la voluntad, y la remite a F.W.J. Schelling, a G.W.F. Hegel y a Arturo Schopenhauer. Estos gigantes de la filosofía alemana no sólo están en el punto de partida de la tesis de Nietzsche, son los pioneros del pensamiento que busca en la naturaleza humana los asideros más fundantes del poder.

La primera parte de Nietzsche I está llena de aseveraciones sobre tal tópico. Dice Heidegger (2201: 31) que “la expresión «voluntad de poder» nombra el carácter fundamental del ente; todo ente que es, en la medida en que es, es voluntad de poder. De este modo se dice qué carácter tiene el ente en cuanto ente”. Luego señala que el carácter fundamental del ente es voluntad de poder, querer, por lo tanto, devenir. Y este aserto es reafirmado por una idea de Nietzsche en la que éste habría asentado: “... imprimir al devenir el carácter del ser, ésa es la suprema voluntad de poder”. Si el “eterno retorno” es “determinación suprema del ser”, la “voluntad de poder” es el “carácter fundamental de todo

106 “Se pregunta por la naturaleza y carácter de la relación entre el ser del poder y la esencia, el ser” (Trías, 1993: 19).

107 “Y qué es lo que sabemos acerca de esa misteriosa naturaleza humana, tan controvertida, tan varia, tan modelable, tan plástica?” (Ídem).

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ente” (Heidegger, 2001: 33). La voluntad de poder alude “a aquello que en el ente constituye lo propiamente ente” (2001: 43), la vida misma es voluntad de poder; el carácter fundamental del ente, se determina “como voluntad” (2001: 41), el ser de todo ente como voluntad. En otro momento (2001: 52) reitera que “de lo que se trata en la pregunta por la voluntad de poder es de la pregunta por el ser del ente”, o (2001: 589) “la voluntad de poder constituye el carácter fundamental de todo ente”; “la interpretación del ser como voluntad de poder “(2001: 69); “Nietzsche —sostiene más adelante (2001: 135)— interpreta el ser del ente como voluntad de poder”.

A su manera, con este conjunto de aseveraciones, Martín Heidegger intenta exponer lo que más tarde dirían Eugenio Trías y el mismo Guglielmo Ferrero. Heidegger, sin embargo, escudriña en fuentes básicas del pensamiento nietzscheano. Sostiene (2001: 44) que la postura de Nietzsche es deudora de Schopenhauer, y ésta de Schelling y de Hegel108. Mientras que para el primero “no hay más ser que el querer”, el segundo “concibió a la esencia del ser como saber, pero al saber como esencialmente igual al querer”. Demos, entonces, un vistazo a las tesis de estos gigantes de la filosofía clásica.

1. En la filosofía clásica alemana

1.1. Federico Guillermo José Schelling (1775-1854)

La obra cumbre de F.W.J. Schelling, en la que acomete lo que Heidegger señala como el ser del ente, vio la luz en el año de 1809 —dos después que Hegel publicara su Fenomenología del espíritu109— con el titulo de Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados (1989).

108 Heidegger (2001: 45) también hace alusión a Leibniz “quien determinó la esencia del ser como la unidad originaria de perceptio y appetitus, como representación y voluntad”. Más bien, nos parece que debía decirse percepción y apetito, que no puede reducirse a voluntad.

109 En el año de 1797 Schelling publica Ideas para una filosofía de la naturaleza.

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La reflexión filosófica de Schelling —el tema único de toda filosofía: el ser del ente— ya lo había llevado, desde 1796-1797 —diez años antes que apareciera aquella magna obra de Hegel—, a señalar que “la fuente de la autoconciencia es el querer” (1989: 18)110, tema que desarrolla, en la figura de libertad, en Investigaciones filosóficas. Leyte y Rühle (Schelling, 1989: 52) señalan que mientras en Kant “se trata todavía de ideas (absolutas) para la razón, en Schelling sólo cabe hablar de ideas en la razón, en una subjetividad que no reconoce realidad estable y fija, sustancial, enfrentada a ella, sino, por el contrario, una realidad que se produce en la misma subjetividad inquieta, dinámica, en devenir. Esta subjetividad que no es sustancia sólo es comprensible como una voluntad cuyo único ser posible es la libertad. Desde este ser, desde esta voluntad que no viene obligada por ningún mundo ni sustancia exterior, ya no es necesario preguntarse cómo es el mundo, sino cómo se quiere que sea”.

La realidad se produce en la subjetividad, la cual es voluntad como base de la producción de la vida; como libertad ella permite determinar “cómo se quiere que sea el mundo”.

La libertad es el ser de la voluntad, la que a su vez es la subjetividad en una forma que puede ser comprensible y que es la realidad producida, pues la realidad “no es sustancia” sino que “se produce en la misma subjetividad”.

La libertad en Schelling constituye el ser del ente, lo que puede leerse como el fundamento de la vida humana, lo que siempre está presente como fuente imperecedera de la vida humana, algo eterno, pues “lo eterno debe ser también inmediatamente, y tal y como es en sí mismo, fundamento” (1989: 135).

A través de la libertad “se afirma... un poder incondicionado” (1989: 119). En este autor, por consiguiente, la libertad no es una mera construcción, un peldaño de vida alcanzado ni una aspiración delimitada, sino un fundamento que funda a la vida humana, o, mejor todavía, la libertad es ella misma vida humana: “El animal nunca puede salir de la unidad, mientras que el hombre puede

110 Hemos tomado esta cita del “Estudio Introductorio” a las Investigaciones filosóficas que fue elaborado por A. Leyte y V. Rühle.

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desatar cuando quiere el eterno vínculo de fuerzas” (Ibídem, 1989: 199). “El hombre se halla situado sobre una cima en la que tiene dentro de sí la fuente de su automovimiento... el vínculo de los principios no es en él necesario, sino libre. Se encuentra en una encrucijada: sea cual sea su elección, será su acto, pero no puede permanecer en la indecisión” (1989: 201, 203). El ser humano, concluimos nosotros, siempre tiene que elegir; vivir a lo humano es elegir. “Dios111 elige —Schelling (1989: 261) aquí cita a Spinoza— entre posibles, y por lo tanto, elige libremente, sin necesidad: pues si no hubiera más que un posible, no habría elección ni libertad alguna”; esta “pluralidad de muchos posibles”, permite y sustenta la vida como un permanente elegir.

El carácter natural del ser humano que con lo histórico-cultural hoy reconocemos como un carácter de mayor permanencia y de casi una absoluta constancia, en el lenguaje del momento de Schelling, que él asume, es recogido en la figura Dios, lo inherente, lo omnipresente, lo constituyente. “Dios es aquello que es en sí —dice (1989: 121)— y que sólo se puede concebir a partir de sí mismo... es subsistente por sí mismo y originario, sólo Él se afirma a sí mismo”. En Schelling (1989:139) la inmanencia en Dios y la libertad se contradicen tan poco, que “precisamente sólo el ser libre, y hasta donde es libre, es en Dios, y el no libre, y hasta donde no es libre, es necesariamente fuera de Dios”. “Lo libre no es más que fuerza natural” (1989: 125), es fundamento. La vida es la libertad producida, es la creación de la libertad; pero la libertad es la vida en producto, en creación. Las distintas expresiones de la vida no serían otra cosa que derivaciones y dependencias de aquello. “Aquello —sugiere Schelling (1989: 135)— de lo que él es fundamento por su esencia, es un ser dependiente en esa misma medida y también, conforme al punto de vista de la inmanencia, un ser comprendido en él; pero la dependencia no anula la subsistencia por sí, ni tampoco tan siquiera la libertad. Sin determinar su esencia, indica sólo que lo dependiente, sea lo que sea, sólo puede ser consecuencia de aquello de lo que es dependiente... Todo individuo orgánico, en calidad de ser que ha devenido, es sólo a través de otro, y por lo tanto, dependiente de él según el devenir...”

111 “El error del espinocismo —señaló (1989: 259)— no consiste en absoluto en la afirmación de tal necesidad inquebrantable en Dios, sino en considerar esta necesidad como impersonal y sin vida”. “Dios no es ningún sistema, sino una vida” (Schelling, 1989: 263).

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Pero qué es esto eterno, esto subsistente por sí mismo112 que en la vida humana procede como su fundamento pues la funda, la constituye, la vida es este fundamento: “Sólo lo eterno —responde (1989: 139)—, lo que reposa sobre sí mismo, la voluntad, la libertad, es en sí...” En la libertad “reside el último acto potenciador, gracias al cual toda naturaleza se transfigura en sensación, en inteligencia, y finalmente, en voluntad. En suprema y última instancia —corona su aseveración (1989: 145, 147)— no hay otro ser que querer. Querer es el ser originario y sólo con éste concuerdan todos los predicados del mismo...” (el énfasis nos pertenece: AMV). “Todo lo efectivo (la naturaleza, el mundo de las cosas) tiene como fundamento actividad, vida y libertad”113.

Schelling (1989: 149) sostiene que cuando se asume el carácter fundante del querer, de la libertad, la filosofía teórica (se refiere a Kant en particular) supera su negatividad, cuando transfiere “también a las cosas ese único posible concepto positivo del en-sí”. “...cuando la libertad es el concepto positivo del en-sí en general, se vuelve a empujar hacia lo general a la investigación sobre la libertad humana, en cuanto que lo inteligible, lo único sobre lo que se fundaba, es también la esencia de las cosas en sí”.

Ahora bien, ¿de dónde procede este querer que es fundamento de la vida humana, esta libertad como ser del ente? Procede de Dios, dirían los espinocistas (Schelling, 1989: 155). Para nuestro autor (1989: 173) procede de la naturaleza: “...lo que nace se construye en la naturaleza”; “sólo el hombre es... capaz de libertad” (1989: 291). En otro momento, Schelling (1989: 163) había señalado: “Puesto que no hay nada anterior o exterior a Dios, éste debe tener en sí mismo el fundamento de su existencia. Esto lo dicen todas las filosofías, pero hablan de tal fundamento como de un mero

112 “... el de haber sido lo que es desde toda la eternidad y no de haber llegado a serlo sólo en el tiempo” (1989: 231); lo constante en el ser humano, o lo que nosotros llamamos su ser genérico, su naturaleza genérica. Ver capítulo tercero de nuestro texto.

113 Schelling (1989: 147, 149) señala que cuando la filosofía logra esta consideración se revoluciona: “La idea de convertir de pronto a la libertad —ya vimos que se trata del querer— en el uno y todo de la filosofía ha liberado al espíritu humano en general y no sólo en relación consigo mismo, y ha provocado en todas las partes de la ciencia un cambio más profundo y fuerte que el de cualquier revolución anterior”. La filosofía se hace “realista” al asumir al querer como fundamento del ser; la filosofía realista tiene como “íntimo presupuesto (a) la libertad”.

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concepto, sin convertirlo en algo real y efectivo. Ese fundamento de su existencia que Dios tiene en sí mismo, no es Dios considerado absolutamente, esto es, en cuanto que existe, pues es sólo lo que constituye el fundamento de su existencia, es la naturaleza en Dios, un ser inseparable de Él, pero sin embargo distinto de Él”.

Por naturaleza, entonces, la vida es un impulso creativo, es un “ansia” de “engendrarse a sí mismo”. Por ello mismo, dice (1989: 167), “considerada en sí misma, sea voluntad, pero voluntad en la que no hay ningún entendimiento y, por lo tanto, no una voluntad subsistente por sí misma y perfecta... (pero) es una voluntad que quiere el entendimiento, es el ansia y deseo de entendimiento; una voluntad que no es consciente, sino que presiente, y cuyo presentimiento es el entendimiento. Estamos hablando de la esencia del ansia considerada en y para sí...” En otro momento (1989: 169) habla del “ansia originaria” “en su calidad de fundamento” (Ibídem: 171); “... es la unión de entendimiento y ansia la que se convierte en voluntad libremente creadora y todopoderosa”. “El principio —reitera (1989: 175, 177, 183)—, hasta donde procede del fundamento y es oscuro, es la voluntad propia de la criatura...”, “voluntad ciega”. “La voluntad del hombre es el germen, oculto en el ansia eterna... es el rayo de vida...”, es “un vínculo que une fuerzas vivas”. “En todo lugar, apunta (1989: 207), en el que hay deseo y apetito, existe ya en sí una suerte de libertad, y nadie podrá creer que los apetitos, que constituyen el fundamento de toda vida particular de la naturaleza, ni la tendencia a la conservación... hayan sido añadidos a la criatura ya creada, sino antes bien, que fueron ellos mismos lo creador”.

En este conjunto de referencias que hemos recogido de Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados hemos intentado desmontar la propuesta de Schelling sobre los asideros fundamentales de la vida humana, a diferencia de cualquier otro ser natural vivo, de su despliegue y su devenir. Después de este azaroso recorrido resulta evidente que nuestro filósofo ha construido una propuesta original sobre lo que Heidegger llamó el ser del ente (humano).

La libertad, que es querer, que es ansia y voluntad, constituye el fundamento de la naturaleza humana y sólo humana. Ese

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fundamento convierte a todo hombre en un anxius o un fundamento, en una especie de tribulación y acicate que le agita violentamente, que le hace vivir como vive, que le acongoja y le fustiga a crear para vivir, a vivir en la creación, orientado al mundo y no siendo, en lo fundamental, orientado por él.

La vida humana es querer, es ansiar, es vivir en voluntad y por voluntad de sí mismo, es vivir por libertad, inherente a la propia naturaleza humana.

No es interés nuestro poner en cuestión a estos postulados de Schelling. Hemos querido, simplemente, mostrar, bajo la guía de Martín Heidegger, que ya en este clásico de la filosofía alemana existe la propuesta de un fundamento del vivir humano que haría del hombre un ser natural vivo específico.

Nos proponemos revisar a continuación a Hegel, ese otro gigante de la filosofía alemana, con el fin de definir si también en él se encuentra una propuesta de fundamento específico del vivir humano. Para que el lector nos siga acompañando en esta exploración queremos reiterar que, para nosotros, sólo la existencia de tal fundamento puede constituir la realidad del poder, precisamente como el gran suceso histórico de enajenación de dicho fundamento, por parte de un sector de la sociedad.

1.2. Jorge Guillermo Federico Hegel (1770-1831)

La incorporación de Hegel a una labor de investigación, así sea con el único propósito de ayudarse en una pesquisa muy concreta como es la búsqueda de claves que permitan recuperar ciertos fundamentos de la vida humana, es un hecho de especial importancia. La maestría de Martín Heidegger (2001: 45) le permitió aprehender y prender en línea y media un postulado hegeliano114 de gran trascendencia que, en rigor, permea a Fenomenología del espíritu. El seguimiento detallado de la propuesta de Hegel, sin embargo, no resulta tarea simple.

114 “Y Hegel —señaló Heidegger—, en su Fenomenología del espíritu (1807), concibió a la esencia del ser como saber, pero al saber como esencialmente igual al querer”.

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A continuación vamos a reproducir literalmente un conjunto de ideas de Fenomenología con el único propósito de presentar al lector la construcción hegeliana en torno a lo que Heidegger llamara el ser del ente. Haremos abstracción de todo el cúmulo de planteamientos que directamente se refieren al Estado, pues no es objetivo nuestro estudiarle en esta faceta. Sin embargo, queremos dejar constancia de que hacemos nuestra la tesis de que precisamente en su reflexión sobre el Estado está una de las contribuciones más relevantes de Hegel. Paul Claval, en su conocida obra Espacio y poder (1982: 132), pone de relieve que “en el pensamiento de Hegel, el Estado ocupa un lugar de primera importancia”. Esta relevancia evidencia la existencia en Hegel de una filosofía política. Amelia Valcárcel (1992: 48-49) lo señala de la siguiente manera: “Si tener una teoría del Estado es tener una filosofía política no cabe duda de que pocas teorías del Estado son tan duras y encajadas como la de Hegel”. En este problema teórico, Hegel es también “una bisagra”, como dijera Labarrière (1985: 7)115; es articulación entre el “Estado tradicional” y el “Estado moderno”, el “Estado racional”, al cual Claval (1982: 133) llama el “Estado hegeliano”.

El presuroso itinerario que emprenderemos en alguna parte de Fenomenología del espíritu no será en clave de filosofía política —aunque resulta imposible ver a Hegel al margen de ella116—, sino desde la perspectiva de una visión de filosofía antropológica, pues nos interesa rescatar solamente su aporte al heideggeriano ser del ente (humano), si se nos permite la expresión.

La filosofía de Hegel en general alimenta ya “una reflexión centrada en todo lo referente a la libertad y a las libertades” (Labarrière). Taylor (1975) había sustentado una afirmación semejante: “Hegel es

115 “Hegel ocupa una posición privilegiada –señaló Labarrière—; es como una bisagra entre los grandes sistemas del pasado y un pensamiento más preocupado por analizar las condiciones concretas de la realidad ‘espiritual’ —económica, política, cultural, religiosa—”.

116 Dice Labarrière (1985: 253; nota 13) que la “política” para Hegel, “aunque lugar mayor donde se realiza el Espíritu, no lo da a conocer más que bajo una forma “objetiva”, todavía no “absoluta” (esa tercera esfera del Espíritu, en la Enciclopedia, comporta, además de lo político, la exposición del contenido concreto del arte, la religión y la filosofía). De aquí se sigue una relativización de lo político, sometido a instancias más elevadas”.

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un estadio importante en el desenvolvimiento de la idea moderna de libertad”. Desde muy temprano —Labarrière lo dice— el autor de la Enciclopedia comprendió la importancia de la racionalidad del principio democrático117.

La primera edición en alemán de Fenomenología del Espíritu data del año 1807. Una vez que su autor explica la Conciencia y la Autoconciencia (después tratará sobre la Razón, El Espíritu, La Religión y El Saber Absoluto) incluye en su reflexión a la vida y habla de la apetencia, como de una esencia que contiene los componentes básicos de lo que, en la tradición que está formándose con Schelling y luego con Schopenhauer y que en Hegel tiene a su puntal definitivo es el querer. Hegel (1987: 89) se pregunta sobre “el fondo verdadero de las cosas”, la totalidad de lo que aparece que, como tal o como totalidad o universal, “es lo que constituye lo interior, el juego de fuerzas”. Este interior es “lo verdadero, puesto que en ello tiene, al mismo tiempo, como en el en sí, la certeza de sí mismo o el momento de su ser para sí”. El fundamento es, pues, su en sí universal de la cosa, su fuerza (Hegel, 1987: 96)118; el interior de las cosas es idéntico al Yo.

El objeto deviene vida, sostiene el autor (1987: 108-109), es, y lo que es tiene en sí “ser reflejado en sí mismo, y el objeto de la apetencia inmediata es algo vivo”119. Si la vida “es solamente esta unidad misma”, la autoconciencia (que con aquella forma “la unidad de lo diferenciado”) es “la unidad para la que es la unidad infinita de las diferencias”, es simplemente para sí y “marca de un modo inmediato su objeto con el carácter de lo negativo o es ante todo apetencia”.

117 De manera más precisa, Labarrière (1985: 16) pone de relieve “hasta qué punto sus trabajos de juventud han estado marcados por el esfuerzo de conciliar la visión cristiana de una libertad individual (bajo la razón del principio protestante) con el ideal social armonioso de la ciudad griega”.

118 “La esencia —dice en otro momento (1987: 109)— es la infinitud como el ser superado de todas las diferencias, el puro movimiento de rotación alrededor de su eje, la quietud de sí misma como infinitud absolutamente inquieta; la independencia misma, en la que se disuelven las diferencias del movimiento; la esencia simple del tiempo, que tiene en esta igualdad consigo misma la figura compacta del espacio”.

119 “En el médium fluido universal —apunta (1987: 110)—, que es un despliegue quieto de las figuras, la vida deviene precisamente por ello el movimiento de las mismas, se convierte en la vida como proceso”.

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Hegel pone de manifiesto, así, la existencia de un impulso natural hacia el deseo pues eso es la appetentia (movimiento natural que inclina al hombre a desear, algo), impulsión que es ímpetu constitutivo de la vida humana, aguijón involuntario que no crea deseo en el sentido de puro dinamismo externo (subjetividad in extremis), sino al mismo tiempo interioridad fundante. Al señalar esto, queremos aquí mismo abrir un paréntesis para hacer nuestra esa precisión que lleva a cabo Labarrière (1985: 108) cuando recuerda que “consciencia de sí es apetencia”: “Tengamos cuidado —pide— con la aparición de este último concepto. El ‘deseo’ nos conduce, según parece, al vitalismo, del que se ha dicho que marcó los primeros años de Hegel; veremos precisamente... que el objeto del deseo es definido como idéntico con la ‘vida’. Pero hay que guardarse aquí de lo que podría ser una mera devaluación psicologizante de este resultado de la experiencia (que es asimismo punto de partida de la experiencia nueva)”.

La appetentia no sólo crea al hombre, es el hombre; la vida humana es apetencia. El filosofar hegeliano —lo dice Labarrière (1985: 37-38)— implica “tomar en cuenta esta realidad absolutamente fundamental: en el origen de nuestras dualidades significantes (por ejemplo, la dualidad de la conciencia que relaciona entre sí el sujeto y el objeto), hay una unidad primera (el hombre-en-el-mundo) que, de un modo intemporal, da sentido a la estructura diferenciada de lo real. En suma, no existe primero el mundo y luego el hombre (nada más ajeno a Hegel que la afirmación de una “historia natural”), sino desde siempre la realidad del mundo es una mediación referida a la afirmación del hombre”120. La apetencia es un impulso natural como una voluntad, es el hombre-en-la-apetencia. Con esto, se “sobresume” hegelianamente (Labarrière , 1985: 14) lo natural con la construcción propia, del hombre, de su vida. La realidad humana radica en la contradicción que es “reconciliación de los contrarios, es decir, el esfuerzo por comprenderlos o mantenerlos juntos, de acuerdo con una funcionalidad que es la ley de su relación y de su autonomía” (Labarrière, 1985: 102).

120 Hegel (1987: 15) exactamente dijo: “Según mi modo de ver, que sólo ha de justificarse con la exposición del sistema mismo, lo importante es interpretar y expresar lo verdadero no como sustancia sino también y en la misma medida como sujeto”.

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La vida “como lo vivo” es el movimiento por el que se devora la esencia, el en sí, el “medio quieto”. La fluidez simple y universal, dice Hegel, “es el en sí”, mientras que la diferencia entre las figuras es “lo otro”. Esta fluidez, a través de lo otro, deviene ella misma: “la vida como lo vivo”, la unidad de lo en sí y de lo otro, que “es cabalmente la fluidez de las diferencias o la disolución universal”. En la vida, “la superación de la subsistencia individual es también su producción”121. La vida es su desdoblamiento en figuras y la disolución de las diferencias subsistentes, esto es: configuración de figuras y disolución de figuras; la vida es real como figuras122.

Hegel (1987: 111) concluye: “Todo este cielo constituye la vida, que no es lo que primeramente se había dicho, la continuidad inmediata y la solidez de su esencia, ni la figura subsistente y lo discreto que es para sí, ni el puro proceso de ellos, ni tampoco la simple agrupación de estos momentos, sino el todo que se desarrolla, disuelve su desarrollo y se mantiene simplemente en este movimiento”.

Una vez que Hegel ha deconstruido su concepto de vida, y nos ha dejado ante su inicial categorización de la autoconciencia123 como, en general, apetencia (1987: 108), se dispone de inmediato a caracterizar a ésta bajo el título de “El yo y la apetencia”.

El filósofo (1987: 111) comienza aseverando que en el movimiento de la vida el género simple no existe para sí como esto simple, sino que “en este resultado la vida remite a otro de lo que ella es precisamente, a la conciencia, para la que la vida es como esta unidad o como género”.

121 “....como la esencia de la figura individual es la vida universal y lo que es para sí es en sí sustancia simple, al poner en sí lo otro supera esta simplicidad o su esencia, es decir, la desdobla, y este desdoblamiento de la fluidez indiferenciada es precisamente el poner la individualidad” (Hegel, 1987: 110).

122 “...la vida es la posición natural de la conciencia, la independencia sin la negatividad absoluta” (Hegel, 1987: 116).

123 “La autoconciencia es la reflexión, que desde el ser del mundo sensible y percibido, es esencialmente el retorno desde el ser otro. Como autoconciencia, es movimiento; pero, en cuanto se distingue solamente a sí mismo como el sí mismo de sí, la diferencia es superada para ella de un modo inmediato como un ser otro; la diferencia no es, y la autoconciencia es solamente la tautología sin movimiento del yo soy yo; en cuanto que para ella la diferencia no tiene tampoco la figura del ser, no es autoconciencia” (Hegel, 1987: 108).

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La apetencia, que es la autoconciencia, está cierta de sí misma, se reafirma, “mediante la superación de este otro, que aparece ante ella como vida independiente”. La autoconciencia se satisface —con la nulidad del otro— mediante la experiencia de la independencia de su objeto. Este condiciona a la apetencia y a la certeza de sí misma alcanzada en su satisfacción. La autoconciencia, en consecuencia, no puede superar al objeto mediante su actitud negativa ante él; “lejos de ello, lo reproduce así, como reproduce la apetencia. Es, en realidad, un otro que la autoconciencia, la esencia de la apetencia”. Ahora bien, por esta misma independencia del objeto, la autoconciencia puede lograr satisfacción en la medida en que el objeto mismo cumple en él la negación; “y tiene que cumplir en sí esta negación de sí mismo, pues el objeto es en sí lo negativo y tiene que ser para otro lo que él es”124. En la vida, que es la realización de la apetencia, asevera nuestro autor (1987: 112), “la negación o bien es en un otro, a saber, en la apetencia, o es como determinabilidad frente a otra figura indiferente, o como su naturaleza inorgánica universal”.

Una consideración apresurada de estos postulados hegelianos puede llevar a la conclusión de que Hegel está señalando que la vida humana, que como esencia tiene a la apetencia, se constituye, por su mismo desarrollo, en sociedad. Al final del capítulo V de su texto La Fenomenología del Espíritu de Hegel, Labarrière (1985: 114-115) se vio precisado a introducir una aclaración en contra de semejante conclusión, a la que califica de absurdo. “La sociedad —dice— no nace de una duplicación del individuo, sino que éste siempre se ve inmerso en una red de relaciones sociales que le son previas y le dan sentido”. No parece tan fácil, empero, desvanecer tal sensación. Lo cierto es que nos encontramos en el pórtico de una de las tesis más radicales de Hegel —que lo lleva directamente al concepto libertad—, por la cual en la confrontación con el otro se reafirma el ser propio; la experiencia de la independencia respecto al otro satisface a la autoconciencia.

La autoconciencia, como apetencia, se cumple en los siguientes momentos: 1) “el puro yo no diferenciado es su primer objeto

124 Dice Hegel (1987: 112) que “En cuanto que el objeto es en sí mismo la negación y en la negación es al mismo tiempo independiente, es conciencia”.

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inmediato; 2) esta inmediatez es ella misma mediación absoluta, sólo es como superación del objeto independiente, o es la apetencia125; 3) la verdad de esta certeza es más bien la reflexión duplicada, la duplicación de la autoconciencia126.

El objeto de la autoconciencia sigue siendo tan independiente en la negatividad de sí mismo; “de este modo, es para sí mismo género, fluidez universal en la peculiaridad de su propia distinción; es una autoconciencia viva”. “El objeto de la apetencia —remata Hegel (1987: 113) este apartado— es independiente, pues éste es la sustancia universal inextinguible, la esencia fluida igual a sí misma. En cuanto una autoconciencia es el objeto, éste es tanto yo como objeto”.

Desde esta perspectiva, Hegel introduce el tema de la independencia y la sujeción, del señorío y la servidumbre.

La autoconciencia sólo es en cuanto se la reconoce, esto es, en primer lugar, se pierde a sí misma, pues se encuentra como otra esencia; en segundo lugar, supera a lo otro, “pues no ve tampoco a lo otro como esencia, sino que se ve a sí misma en lo otro”. En este movimiento, Hegel (1987: 114) ve repetirse “el proceso que se presentaba como juego de fuerzas. Lo que en el juego de fuerzas era para nosotros es ahora para los extremos mismos”. Para nuestro autor, el término medio sigue siendo la conciencia que se descompone en los extremos; “y cada extremo —sostiene— es este intercambio de su determinabilidad y el tránsito absoluto al extremo opuesto”. Como conciencia, aunque cada extremo pase fuera de sí, en su ser fuera de sí es, al mismo tiempo, retenido en sí, “es para sí y su fuera de sí es para él”. Cada extremo es para el otro “el término medio a través del cual es mediado y unido consigo mismo, y cada uno de ellos es para sí y para el otro una esencia inmediata que es para sí, pero que, al mismo tiempo, sólo es para sí a través de esta mediación. Se reconocen como reconociéndose mutuamente” (Hegel, 1987: 115). La autoconciencia es autoconciencia duplicada.

125 “La satisfacción de la apetencia es, ciertamente, la reflexión de la autoconciencia en sí misma o la certeza que ha devenido verdad” (Ídem).

126 “La autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia” (Ídem).

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Cuando el término medio (la conciencia) se desplaza a los extremos de esta unidad, el proceso del reconocimiento de la duplicación de la autoconciencia representará “el lado de la desigualdad de ambas”; en él los extremos se contraponen, “siendo el uno sólo lo reconocido y el otro solamente lo que reconoce”.

La autoconciencia es simple ser para sí, y en este ser su ser para sí es singular. Pero lo otro también es una autoconciencia: “un individuo surge frente a otro individuo”. La presentación de sí mismo “como pura abstracción de la autoconciencia consiste en mostrarse como pura negación de su modo objetivo o en mostrar que no está vinculado a ningún ser allí determinado, ni a la singularidad universal de la existencia en general, ni se está vinculado a la vida”.

Esta duplicación consiste en “hacer del otro y hacer por uno mismo” (1987: 116). En cuanto “hacer del otro cada cual tiene a la muerte del otro”. Y en esto se da también el segundo hacer, el hacer por sí mismo, “pues aquél entraña el arriesgar la propia vida”. Dice Hegel que el comportamiento de las dos autoconciencias se halla determinado de tal modo “que se comprueban por sí mismas y la una a la otra mediante la lucha a vida o muerte”. Lucha que le es impostergable “pues deben elevar la certeza de sí misma de ser para sí a la verdad en la otra y en ella misma”. La aseveración que sigue es categórica: “Solamente arriesgando la vida se mantiene la libertad, se prueba que la esencia de la autoconciencia no es el ser, no es el modo inmediato como la conciencia de sí surge, ni es su hundirse en la expansión de la vida, sino que en ella no se da nada que no sea para ella un momento que tiende a desaparecer, que la autoconciencia sólo es puro ser para sí. El individuo que no ha arriesgado la vida puede sin duda ser reconocido como persona, pero no ha alcanzado la verdad de este reconocimiento como autoconciencia independiente”.

Los dos momentos —concluye Hegel (1987: 117) este apartado— “son como dos figuras contrapuestas de la conciencia: una es la conciencia independiente, que tiene por esencia el ser para sí, otra la conciencia dependiente, cuya esencia es la vida o el ser para otro; la primera es el señor, la segunda el siervo”.

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Si no se trata de la constitución de la sociedad, sí se refiere Hegel a lo que Labarrière (1985: 117) denomina la intersubjetividad, que para este autor “es el verdadero punto de partida de la filosofía hegeliana”. La conservación de la unidad del deseo de la conciencia y la autonomía de su objeto “es llegar a la experiencia por la cual la conciencia de sí alcanza su satisfacción sólo por y en otra conciencia de sí”. Con esta intersubjetividad, como unidad efectiva, “se fundamenta la historia propiamente dicha en la sección Espíritu” (Labarrière, 1985: 117)127, se arriba a la exploración de “los arcanos de la relación humana. El tema directo es ahora lo que esta relación presupone”: el del “deseo” que intenta resolverse como “libertad”, cuando llega a sondear sus propios fundamentos... y descubre las determinaciones de la “vida natural” como condición de su propia efectividad” (Idem). El dueto “vida y deseo” se cumple como “Libertad y Naturaleza” y, luego, como “Conocimiento y Necesidad”.

El apartado que Hegel dedica al señor y al siervo está dividido en tres partes: a) El señorío, b) El temor, c) la formación cultural.

En la primera parte señala que el señor es la conciencia que es para sí, pero ya no simplemente el concepto de ella, sino una conciencia que es para sí, que es mediación consigo a través de otra conciencia: “una conciencia a cuya esencia pertenece el estar sintetizada con el ser independiente o la coseidad en general”. En esta percepción, el señor se relaciona con : 1) una cosa como tal, objeto de las apetencias y 2) la conciencia para la que la coseidad es lo esencial. “En cuanto que él —apunta (1987: 117)—, el señor, a) como concepto de la autoconciencia, es relación inmediata del ser para sí, pero, al mismo tiempo, b) como mediación o como un ser para sí que sólo es para sí por medio de otro, se relaciona ) de un modo inmediato, con ambos momentos y ) de un modo mediato, a cada uno de ellos por medio del otro”.

Según este postulado, “el señor se relaciona al siervo de un modo mediato, a través del ser independiente, pues a esto precisamente es

127 Labarrière (1985: 118) reconoce que “de lo que se tratará en estas figuras, ya no es directamente la vida física e inmediata sino la vida social en sus elaboraciones más concretas”.

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a lo que se halla sujeto el siervo; ésta es su cadena, de la que no puede abstraerse en la lucha, y por ella se demuestra como dependiente, como algo que tiene su independencia en la coseidad”.

El señor es la potencia sobre este ser “pues ha demostrado en la lucha que sólo vale para él como algo negativo; y, al ser la potencia que se halla por encima de este ser y este ser, a su vez, la potencia colocada por encima del otro, así en este silogismo tiene bajo sí a este otro. Y, asimismo, el señor se relaciona con la cosa de un modo mediato, por medio del siervo”. He aquí, pues, al verdadero sujeto de la Fenomenología: el “individuo razonable, es decir, universal”, el señor, el libre, el que ha conquistado y ha afirmado su ser, como verdad, en la lucha a muerte con el otro, y ha vencido, realizando e imponiendo así su apetencia; es el déspota ilustrado, que como Espíritu en devenir es pensado por Hegel como la conjunción entre el Mundo griego (el de Platón y Aristóteles, no el de los atomistas ni el de Diógenes, Demócrito y Epicuro) y el Mundo romano (el del Imperio).

El siervo “como autoconciencia en general, se relaciona también de un modo negativo con la cosa y la supera; pero al mismo tiempo, la cosa es para él algo independiente, por lo cual no puede consumar su destrucción por medio de su negación, sino que se limita a transformarla”. Ahora bien, para el señor, por el contrario, “a través de esta mediación la relación inmediata se convierte en la pura negación de la misma o en el goce, lo que la apetencia no lograra lo logra él: acabar con aquello y encontrar satisfacción en el goce”. La apetencia “no podía lograr esto a causa de la independencia de la cosa; en cambio, el señor, que ha intercalado al siervo entre la cosa y él, no hace con ello más que unirse a la dependencia de la cosa y gozarla puramente; pero abandona el lado de la independencia de la cosa al siervo, que la transforma” (Hegel, 1987: 117-118).

En estos dos momentos el señor deviene su ser reconocido por medio de otra conciencia128; lo que hace el siervo “es, propiamente, un acto del señor; solamente para éste es el ser para sí, la esencia; es

128 “Se da, pues, aquí, el momento del reconocimiento en que la otra conciencia se supera como ser para sí, haciendo ella misma de este modo lo que la primera hace en contra de ella” (Hegel, 1987: 118).

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la pura potencia negativa para la que la cosa no es nada y, por tanto, la acción esencial pura en este comportamiento, y el siervo, por su parte, una acción no pura, sino inesencial”.

Hegel introduce un tercer momento: “el de que lo que el señor hace contra el otro lo haga también contra sí mismo y lo que el siervo hace contra sí lo haga también contra el otro”.

El autor (1987: 119) concluye esta primera parte del apartado señalando que “en aquello en que el señor se ha realizado plenamente deviene para él algo totalmente otro que una conciencia independiente... La verdad de la conciencia independiente es, por tanto, la conciencia servil. Es cierto que ésta comienza apareciendo fuera de sí, y no como la verdad de la autoconciencia. Pero, así como el señorío revelaba que su esencia es lo inverso de aquello que quiere ser, así también la servidumbre devendrá también, sin duda, al realizarse plenamente lo contrario de lo que de un modo inmediato es; retornará a sí como conciencia repelida sobre sí misma y se convertirá en verdadera independencia”.

En la segunda parte que titula “El temor”, nuestro autor se refiere con detalle mayor a la servidumbre, la que fue vista en el punto anterior “en el comportamiento del señorío”.

La servidumbre es autoconciencia para la cual “el señor es la esencia”. Para ella, “la verdad es la conciencia independiente y que es para sí, pero esta verdad para ella no es todavía en ella”. Se ha sentido angustiada no por esto o por aquello, no por este o por aquel instante, sino por su esencia entera, pues ha sentido el miedo de la muerte, del señor absoluto. “Ello la ha disuelto interiormente, la ha hecho temblar en sí misma y ha hecho estremecerse cuanto había en ella de fijo”.

En el servir ella lleva a efecto realmente la disolución universal en general y, así, en todos los momentos singulares supera su supeditación a la existencia natural “y la elimina por medio del trabajo”129; a través de éste “llega a sí misma”. En el momento que

129 “El trabajo es apetencia reprimida, desaparición contenida, el trabajo formativo” (Ibídem, p.120).

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corresponde a la apetencia en la conciencia del señor —sigue diciendo (1987: 120)—, “parecía tocar a la conciencia servidora el lado de la relación no esencial con la cosa, mientras que ésta mantiene su independencia. La apetencia se reserva aquí la pura negación del objeto y, con ella, el sentimiento de sí mismo sin mezcla alguna”. Pero, por lo dicho, es decir, por la pérdida de la supeditación a la existencia natural130, esta satisfacción “tiende a desaparecer”; ante el trabajador “el objeto tiene independencia”.

Uno de los momentos del movimiento triple131, por el cual la conciencia no esencial tiende a alcanzar su ser uno, es “como esencia singular que se comporta hacia la realidad como apetencia y como trabajo”. Antes de dar cuenta de este aserto hegeliano, concluyamos con la idea que veníamos exponiendo. Para nuestro autor (1987: 120), el proceso conlleva también una significación negativa respecto a su primer momento, al temor. Si lo objetivamente negativo es la esencia extraña ante la que el siervo temblaba, “ahora destruye este algo negativo extraño, se pone en cuanto tal en el elemento de lo permanente y se convierte de este modo en algo para sí mismo, en algo que es para sí. En el señor, el ser para sí es para ella otro o solamente para ella; en el temor, el ser para sí es en ella misma; en la formación, el ser para sí deviene como su propio ser para ella y se revela a la conciencia como es ella misma en y para sí.”

El proceso, pues, presenta un desenvolvimiento doble, que es expresado así por Hegel (1987: 121): “Sin la disciplina del servicio y la obediencia, el temor se mantiene en lo formal y no se propaga a la realidad consciente de la existencia. Sin la formación, el temor permanece interior y mudo y la conciencia no deviene para ella misma”132.

130 “Pues le falta el lado objetivo o la subsistencia” (Ídem).

131 Los otros dos son la conciencia pura y la conciencia de su ser para sí (Ibídem, p. 131).

132 “Si la conciencia se forma sin pasar por el temor primario absoluto, sólo es un sentido propio vano, pues su negatividad no es la negatividad en sí, por lo cual su formarse no podrá darle la conciencia de sí como de la esencia”. (Ídem).

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En Hegel (1987: 133) la conciencia no esencial alcanza su ser como esencia singular que, hacia la realidad es apetencia y trabajo, los cuales confieren a la conciencia “la certeza interior de sí misma, certeza que ha adquirido para nosotros, y se la confiere mediante la superación y el goce de la esencia ajena, o sea de la esencia bajo la forma de las cosas independientes”. La conciencia a la que el filósofo llama desventurada, “sólo se encuentra como conciencia apetente y laboriosa”.

La realidad contra la que se vuelven la apetencia y el trabajo no es ya, para esta conciencia, “algo nulo en sí, algo que ella haya simplemente de superar y devorar, sino algo como ella misma es: una realidad rota en dos, que solamente de una parte es nula en sí, mientras que de otra parte es un mundo sagrado; es la figura de lo inmutable, pues esto ha conservado en sí la singularidad y, por ser universal en cuanto inmutable, su singularidad tiene en general la significación de toda la realidad” (Hegel, 1987: 143).

En la medida en que la conciencia no es conciencia para sí independiente, ni la realidad, para ella, algo nulo en y para sí, con el trabajo y con el goce no llega “al sentimiento de su independencia”. Antes bien, siendo la realidad para la conciencia la figura de lo inmutable, “no puede superarlo por sí sola, sino que, cuando en verdad llega a la anulación de la realidad y al goce, esto sólo sucede para ella, esencialmente, porque lo inmutable mismo abandona su figura y se la cede para que la goce”. La conciencia, aunque renuncia a la apariencia de la satisfacción de su sentimiento de sí misma, “adquiere la real satisfacción de este sentimiento, ya que ella ha sido apetencia, trabajo y goce: como conciencia, ha querido, ha hecho y ha gozado” (Hegel, 1987: 135). Pero también en su gratitud (con la que reconoce al otro extremo como la esencia y se supera y que es también su propia acción que contrarresta la del otro extremo y opone al beneficio que se abandona una acción igual) y no solamente en la apetencia, el trabajo y el goce reales, el movimiento en su totalidad “se refleja en el extremo de la singularidad”. La conciencia se siente aquí como singular; ha tenido lugar, solamente, “la doble reflexión en los dos extremos, y el resultado es la escisión repetida en la conciencia contrapuesta de lo inmutable y en la conciencia del querer, el realizar y el gozar contrapuestos y de la renuncia a sí misma o de la singularidad que es para sí, en general”.

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En resumen, para Hegel (1987: 135), por medio de su querer (la apetencia de la que hablara líneas atrás) y su realizar (o el trabajo, había dicho), la conciencia se prueba en verdad como independiente. Con ellos y por ellos, la conciencia alcanza su realización, su Realisierung. La acción de esta conciencia, “en cuanto acatamiento de una decisión ajena, deja de ser una acción propia, en lo tocante al lado de la acción o de la voluntad”. En este caso, incluso su lado objetivo, que es para el filósofo alemán “el fruto de su trabajo y el disfrute”, es también “repudiado de sí misma por ella y, del mismo modo que renuncia a su voluntad, renuncia también a su realidad lograda en el trabajo y en el disfrute; renuncia a ella, en parte como a la verdad alcanzada de su independencia autoconsciente —en cuanto se mueve como algo totalmente ajeno, que le sugiere la representación y le habla en el lenguaje de lo que carece de sentido— y, en parte, como propiedad externa, al ceder algo de la posesión adquirida por medio del trabajo y en parte, finalmente, renuncia al goce ya logrado, al prohibírselo totalmente de nuevo la abstinencia y la mortificación... la renuncia a su propia decisión, luego de la renuncia a la propiedad y al goce y, por último, el momento positivo de la realización de algo que no comprende... (de esta manera) se priva en verdad y plenamente de la conciencia de la libertad interior y exterior, de la realidad como su ser para sí; tiene la certeza de haberse enajenado en verdad de su yo, y de haber convertido su autoconciencia inmediata en una cosa, en un ser objetivo”.

Cuando Hegel pasa de la Autoconciencia a la Razón y de ésta al Espíritu, la apetencia como el fundamento de la vida humana, o el ser del ente según Heidegger, que se efectúa como trabajo, es decir, como ejercicio vital, o en lenguaje moderno, como producción de la vida humana, e implica un goce o una realización de aquel ser del ente, con toda precisión es expresado como voluntad que es una encarnación de la conciencia. “El mundo es —señala (1987: 344)—, para la conciencia, simplemente su voluntad, y ésta es voluntad universal. Y no es, ciertamente, el pensamiento vacío de la voluntad que se pone en el asentimiento tácito o por representación, sino la voluntad realmente (reell) universal, la voluntad de todos los individuos como tales. En efecto, sigue diciendo, la voluntad es en sí la conciencia de la personalidad o de cada uno, y, como esta verdadera voluntad real debe ser, como esencia autoconsciente

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de todas y cada personalidad, de tal manera que cada cual hace todo siempre de un modo indiviso y que lo que brota como obrar del todo es el obrar inmediato y consciente de cada uno”.

Esta voluntad, según la percepción hegeliana, es el verdadero ser del ente humano, es, según nuestra terminología, el fundamento constituyente del ser genérico humano social. Para él, la voluntad es “esta sustancia indivisa de la libertad absoluta (que) asciende al trono del mundo sin que ningún poder, cualquiera que él sea, pueda oponerle resistencia” (Hegel, 1987: 344); es “su puro saber y querer, y la conciencia es voluntad universal como este puro saber y querer” (Ibídem, p. 350).

Concientes de que aquí se da inicio a uno de los planteamientos más sugerentes de la Fenomenología, que es el relativo al “reconocimiento” —al que Labarrière (1985: 138) llama “tema justamente capital”— por el que se verifica, a un nuevo nivel, la certeza de que la autoconciencia sólo es en cuanto se la reconoce; es porque es para otra autoconciencia, nos detendremos en este punto. Para los propósitos del presente capítulo, es ya suficiente con lo revisado, pues hemos verificado que, en efecto (Heidegger lo señaló), en Hegel existe una profunda reflexión-construcción en torno a lo que Labarrière (1985: 137) señala como “los fundamentos primeros del mundo humano, distendido y reconciliado en la articulación del deseo y de la objetividad viva”. Si no detuviéramos aquí nuestro escudriñe, nos veríamos franqueando el umbral de las relaciones éticas y políticas y, así, estaríamos invadiendo un tema ajeno al presente texto.

Dejémos aquí a Hegel y pasemos a otro de los grandes pensadores alemanes, siempre en pos de sus consideraciones sobre el ser del ente humano.

1. 3. Arturo Schopenhauer (1788-1860)

Nueve años después (en 1818) que Schelling publicara sus Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados y cuando ya habían pasado once años que viera la luz Fenomenología del espíritu, Arturo Schopenhauer da al lector su Die Welt als wille und Vorstellung (El

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mundo como voluntad y representación). En ésta, que es también una monumental obra de la filosofía alemana, el gran pensador se inscribe en el histórico esfuerzo que sus dos contemporáneos habían iniciado: la búsqueda del ser del ente, el “principio vital” del mundo, la “cosa en sí”.

El mundo como voluntad y representación —con tres prólogos del autor— se divide en cuatro libros, que, a la usanza, despliega, de forma dialéctica, lo que para él son los elementos sustanciales del mundo. El libro primero recoge su inicial consideración sobre “el mundo como representación”, el segundo libro comprende la primera consideración sobre “el mundo como voluntad”, el tercero da cuenta de la segunda consideración de “el mundo como representación”, mientras que el cuarto libro se refiere a la segunda consideración de “el mundo como voluntad”.

En el libro segundo (de 13 capítulos: del XVII al XXIX) se encuentran los prolegómenos de la elucidación que interesa a nuestra investigación; lleva como subtítulo “La objetivación de la voluntad”. El cuarto libro (que se subtitula “afirmación o negación del deseo de vivir por la voluntad consciente de sí misma”), los corona.

El capítulo XVII abre el libro segundo con la significativa constatación de la identidad entre objeto y sujeto (“todo objeto —dice (2000: 87)— supone siempre y necesariamente un sujeto”) una identidad sui géneris, pues, para este filósofo, el objeto sólo es representación, su forma más general, por lo cual la representación “no es otra cosa que la escisión de un objeto y un sujeto”.

Una vez establecida esta idea, el autor asienta que su inmediato propósito es el conocimiento más detallado de la representación intuitiva. Busca, entonces, la “esencia interior del fenómeno... la fuerza natural”, con la convicción de que el mundo133 no sólo es representaciones, sino algo más. El problema es este algo más134, o lo que es el mundo fuera de mi representación. El sujeto no es sólo un sujeto cognoscente, una cabeza alada sin cuerpo; es un

133 El mundo de Schopenhauer no se limita a lo humano, sino al cosmos entero.

134 “Preguntamos si este mundo no es más que representaciones... o si es otra cosa además y en qué consiste esta otra cosa” (Schopenhauer, 2000: 90).

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sujeto que tiene sus raíces en el mundo, se encuentra en él como individuo; “su conocimiento, sostén indispensable del mundo entero, en cuanto éste es representación, está mediatizado por un cuerpo”135. Este individuo, como sujeto cognoscente, lleva en sí “la clave del enigma en la palabra: voluntad. Ésta y sólo ésta le proporciona la llave de su propio fenómeno, le revela el sentido, le muestra el mecanismo interior de su ser, de su acción, de sus movimientos”. Según este pensador (2000: 90-91), al sujeto del conocer le es dado su cuerpo una vez como objeto entre objetos y sometido al principio de razón, y otra como voluntad: “Todo acto verdadero de su voluntad es al mismo tiempo y necesariamente un movimiento de su cuerpo; no puede realmente querer el acto sin percibirse a la vez como movimiento de su cuerpo”. El acto de voluntad y la “acción del cuerpo”, que cabe interpretar como la vida misma —aunque, en este autor, implica también socialidad y realidad cósmica—, no son dos estados diferentes, “no están en la relación de causa y efecto, sino que son una y la misma cosa... La acción del cuerpo (insistimos en entender esta expresión schopenhauereana como la vida humana social) no es otra cosa que el acto de voluntad objetivado, es decir, dado en la intuición”, convertido en representación. En otro momento, siguiendo a Kant, Schopenhauer asienta que “la voluntad es el conocimiento a priori del cuerpo (lo cual significa que parte del sujeto), y el cuerpo, el conocimiento a posteriori (que en el lenguaje kantiano implica que se parte del objeto) de la voluntad”. La voluntad es una decisión en acto, que se ejerce, es el ejercicio vital de los seres humanos, la vida humana misma; no es una decisión voluntaria referente al futuro. Querer y obrar son lo mismo en la realidad136. El dolor y el placer, en este sentido, no son más que afecciones inmediatas de la voluntad en su fenómeno; “el cuerpo: son un querer o no querer momentáneo, la impresión que el cuerpo sufre”; vivir, para Schopenhauer, es realizar voluntad, y voluntad es querer.

135 Cuerpo, en Schopenhauer, es cuerpo cósmico, social y humano personal. También le denomina (Ibídem., p. 91) “objeto inmediato”, “objetividad de la voluntad”, y es “la condición del conocimiento de mi voluntad” (Ibídem. p. 92).

136 “Todo acto verdadero, auténtico, inmediato de voluntad es al punto e inmediatamente también acto fenomenal del cuerpo (que es vida humana. AMV), y correspondientemente todo influjo ejercido sobre el cuerpo es también al punto e inmediatamente influjo sobre la voluntad” (Schopenhauer, 2000: 91).

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La identidad del cuerpo y la voluntad se manifiestan también en que cada acción vital y pronunciada de ésta “conmueve inmediatamente al cuerpo y su mecanismo interior y perturba la marcha de sus funciones vitales” (Shopenhauer, 2000: 92).

La voluntad, por lo demás, sólo se reconoce en sus actos particulares, nunca en su totalidad, no como unidad ni completamente en su esencia; se le reconoce “en el tiempo que es la forma fenomenal de mi cuerpo como de todo objeto”.

La voluntad, que es una “manera totogenere distinta” con la que el cuerpo aparece (“mi cuerpo, aparte de ser una de mis representaciones, es a la vez mi voluntad” —Schopenhauer, 2000: 93—), constituye la clave del cuerpo mismo, de su actividad y sus movimientos determinados; nos permite comprender que es “algo en sí”, su esencia137. Fuera de la voluntad y de la representación —sostiene (Ibídem, p. 94)— “no conocemos nada ni podemos concebir nada. Cuando tratamos de asignar al mundo material que conocemos por la representación el máximum de realidad, le atribuimos la realidad que para cada uno de nosotros tiene nuestro cuerpo; pues es lo más real que conocemos. Y si analizamos la realidad de nuestro cuerpo y de sus actos, no hallaremos, aparte de nuestra representación, más que la voluntad; con ésta, su realidad está agotada”. El mundo corpóreo, por el que Schopenhauer designa a la vida humana y a toda la realidad material cósmica138, es algo más que mera representación; en su esencia íntima, dice el filósofo alemán, es voluntad. Como esencia del ser, la voluntad no se explica por sus motivos, los que sólo determinan su manifestación en un momento dado, son “sólo la ocasión en la cual se muestra mi voluntad”; ésta “cae fuera del campo de la ley de la motivación”; sólo su aparición específica en cada momento está determinada necesariamente

137 “...la esencia en sí de su propio fenómeno se le representa, tanto por sus actos como por el substrato permanente de éstos, su cuerpo, es su voluntad” (Schopenhauer, 2000: 97).

138 La voluntad por su esencia íntima es una y en tanto tal es esencia íntima del animal y del hombre por igual: “...toda la vida animal... es una manifestación de la voluntad” (Ibídem, p. 96). La voluntad es “la esencia interior de la naturaleza entera” (Ibídem, p. 97). En uno y otro, en el animal y el hombre, la voluntad difiere sólo fenomenalmente, por ejemplo, por el motivo (Ibídem, p. 94). La fuerza que atrae la piedra al suelo es... voluntad (pero) la piedra no se mueve” por motivos de conocimiento, sólo en el hombre “la voluntad se manifesta de este modo” (Ibídem, p. 95).

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por los motivos139. Todo el cuerpo no debe ser más que “mi voluntad, que se hace visible” (Ibídem, p. 96), que se hace fenómeno140. La voluntad es aquello “de lo cual toda representación, todo objeto, la apariencia, la visibilidad, es objetivación” (Schopenhauer, 2000: 98); “nunca es objeto, precisamente porque todo objeto es un mero fenómeno y no ella misma”.

El filósofo alemán cierra el segundo libro de su magna obra con una consideración muy propia al conjunto de su exposición. Dice: si alguien, después del recorrido que hemos hecho me llega a hacer la siguiente pregunta, revela que no entendió nada de lo expuesto. El cuestionamiento sería del tenor siguiente: si se supone que toda voluntad es voluntad de algo, tiene un objeto, un fin de su querer, “¿qué querrá, pues, en último término, o a qué aspirará esa voluntad que constituye la esencia en sí del mundo?”

Esta pregunta, como muchas otras, tiene su causa en que se confunde la cosa en sí con el fenómeno. A éste y no a aquélla se refiere únicamente el principio de razón cuya forma es también la ley de motivación. “Sólo se puede dar la razón de los fenómenos, la causa de las cosas particulares, pero no de la voluntad ni de la Idea, en la cual tiene su objetivación adecuada”. No podemos, dice Schopenhauer (2000: 136-137), atribuir una causa a la misma fuerza natural que se manifiesta en aquel fenómeno; la voluntad, la cosa en sí, carece de causa por estar situada fuera del dominio del principio de razón. La voluntad no es más que voluntad, y el querer “...se comprende por sí solo”, la esencia de la voluntad en sí “implica la ausencia de todo fin, de todo límite, porque es una aspiración sin término... Cada acto concreto tiene su fin, pero la voluntad en general no tiene ninguno”. La manifestación de la voluntad en Schopenhauer es “un perpetuo fluir, un eterno devenir”. La voluntad es voluntad, es el ser del ente. Como tal, constituye el fundamento de la vida, la vida misma. Ahora bien, Schopenhauer extiende esta realidad constituyente al cosmos en su conjunto, no

139 “...cada acto de mi cuerpo es el fenómeno de un acto voluntario en el cual se expresa bajo determinados motivos mi voluntad en general y en su totalidad”.

140 “El fenómeno es representación y nada más; toda representación, de cualquier género que sea, todo objeto, es fenómeno. Sólo la voluntad es cosa en sí... no es representación”.

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sólo al ser humano, lo cual resta firmeza a su teoría. Para nuestros propósitos, empero, lo decisivo es que este filósofo alemán se une a la histórica tradición de los pensadores que escudriñaron en busca de la especificidad más profunda del ser humano como un ser natural vivo, y la encontraron en el querer, en la apetencia, en la libertad, en la voluntad.

Las reflexiones de este autor se conforman en una base para la construcción de la categoría poder, a través de quien fuera su preclaro continuador: Federico Nietzsche. Si bien Schopenhauer no llevó sus caracterizaciones al ámbito directo del poder, dejó ideas fundamentales de las que se valió el autor de Así hablaba Zaratustra, como lo veremos enseguida.

1.4. Federico Nietzsche (1844-1900)

Hemos dejado para el final de este capítulo las glosas a una obra de Federico Nietzsche, por un doble motivo. En primer lugar, porque este filósofo congrega y recoge, en uno de los más altos niveles, la tradición alemana de reflexionar sobre el ser del ente pero llevándolo a cabo —y esto constituye nuestro segundo motivo— en una relación franca y directa con los problemas del poder, que no se observaba antes, cuando menos en forma tan nítida.

Al término de estas glosas veremos el camino más despejado para el escudriñe de los contenidos fundantes del poder, lo cual intentaremos abordar en el siguiente capítulo.

En las presentes glosas no sólo rastrearemos las sugerencias nietzscheanas sobre el ser del ente del que hablara Hiedegger. También comenzaremos a introducir, en consonancia con aquellas sugerencias, nuestras proposiciones para concatenar aquel ser del ente con los fundamentos constituyentes del poder.

En Nietzsche, la genealogía, la historia, Michel Foucault señaló que “a la inversa del mundo cristiano, universalmente tejido por la araña divina, a diferencia del mundo griego, dividido entre el reino de la voluntad y el de la gran bêtise cósmica, el mundo de la historia efectiva no conoce más que un reino, en el que no hay ni providencia ni causa final, —sino tan sólo “la mano de hierro de

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la necesidad que sacude el cuerno del azar”—141 . Aún así, no hay que entender ese azar como un simple sorteo, sino como el riesgo siempre relanzado de la voluntad de poder”.

La historia efectiva de nuestros días, llevada de nuevo al borde de otra guerra mundial y plena, otra vez, de destrucción y muerte de los que siempre mueren, constituye un relanzamiento de la voluntad de poder, otra sacudida del cuerno del azar por la mano de hierro de la necesidad de que el capital global encuentre caminos para su reproducción. Y esta historia efectiva, llena otra vez de incertidumbre y miedo, de ausencia de alternativas claras para el avance de los pueblos, reanuda la actualidad del pensamiento nietzscheano.

Hoy el vacío de valores emerge de los agujeros producidos por las bombas norteamericanas y europeas en Irak y en Yugoslavia, en África y en Afganistán. Pero también sacan su cabeza de mil tentáculos, el nihilismo y la seducción por la inmoralidad y el rechazo a Dios y a los ideales sacrosantos.

Con este vacío, vuelve Nietzsche el irredento, el que se proclama partidario del mal y de la desobediencia. Este gigante del pensamiento universal, en consecuencia, se hace actual, extraordinariamente actual. Las claves de su pensamiento son veredas seguras para entender en profundidad el nuevo conflicto universal y, más aún, para visualizar las nuevas fuerzas que otra vez emergen con su positiva negatividad.

Con el análisis de voluntad de poderío coronaremos este capítulo. La revisión de este texto tiene un doble propósito. Por un lado, nos proponemos dar cuenta de un esfuerzo más en la búsqueda histórica de ese ser del ente que decía Heidegger, o un fundamento constituyente del género humano. Por otro lado, buscar la relación de este fundamento con el poder. La obra de Nietzsche, como ninguna otra, nos dará claves sustanciales en los dos sentidos anotados. Será, finalmente, el engarce necesario para nuestro capítulo tercero en el que expondremos una caracterización propia del poder.

141 Aurora.

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1.4.1. Preliminar

La obra toda de Federico Nietzsche constituye un llamado permanente a la subversión del orden moderno. La voluntad de poderío, en particular, es un canto al hombre rebelde, al que vive en la marginalidad y no en el seno de lo establecido, al que transita por la mentira y no por la verdad, al que está en la enfermedad y no en la salud, en la locura y no en la cordura de este mundo dado y real. El himno nietzscheano a la rebeldía, alberga el contenido central de la obra de este filósofo: su contraposición al poder. El llamado a la contravención al poder es lo decisivo en su reflexión; no así su conceptuación.

En este texto, el filósofo alemán pone al desnudo los sacrosantos principios ordenados por el poder para gestar el orden hegemónico; nada de lo que se estima como verdad lo es. Por el contrario, dice, todo lo estimado como profano, prohibido, despreciable, nefasto, son flores que crecen a la orilla de los sonrientes senderos de la verdad. De la moral y la conciencia de este mundo no hay una sola idea que merezca ser estimada.

El mundo moderno convierte al ser humano en un dependiente de la bondad, de la verdad, de la seguridad, de la inmutabilidad. El hombre típico del capitalismo requiere un mundo que no se contradiga, que no falsee nada y que no cambie, un mundo-verdad —un mundo en el que no se padezca contradicción, ilusión, cambio—, causas del sufrimiento (Nietzsche, 1996: 327). La vida de este hombre es un desprecio y odio a todo lo que pasa, cambia y se transmuta.

El hombre producto de la modernidad capitalista es un ser de voluntad de lo verdadero, de lo bueno, de lo sano, de lo normal, de voluntad de lo duradero. Y frente a esta “voluntad de verdad”, que es impotencia de la voluntad creadora (1996: 328) se levanta el hombre rebelde, el “superhombre”, con una voluntad diferente: la voluntad de poderío; se levanta el nihilista, el hombre que piensa que el mundo, tal como es, no tiene razón de ser, y que el mundo, tal como debería de ser, no existe.

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La voluntad de poderío, concebida desde 1884 y publicada hasta 190l, un año después de su muerte142, es una profunda descripción del despliegue de la rebeldía contra el mundo moderno; es loa a “la llegada del nihilismo”. En ella, Nietzsche (1996: 29) dice que cuenta “la historia de los dos próximos siglos —que sería, por cierto, la historia nuestra que pasa ante nuestros ojos—. Describe lo que sucederá, lo que no podrá suceder de otra manera: la llegada del nihilismo”. Su convicción de que así sucederán las cosas, es asombrosa. Lo expresa con una enorme seguridad: “Esta historia ya puede contarse ahora, porque la necesidad misma está aquí en acción. Este futuro ya habla en cien signos; este destino se anuncia por doquier; para esta música del porvenir ya están aguzadas todas la orejas”.

La comprensión del nihilismo, como categoría nietzscheana resulta, entonces, vital para entender la voluntad de poderío.

1.4.2. Modernidad y nihilismo

El nihilismo radical es para Nietzsche (1996: 33-34) el convencimiento de la insostenibilidad del mundo moderno existente, de la crisis insoluble de los valores que son pilares sobre los que se edifica la actual existencia, valores superiores, a cuyo servicio debían vivir los hombres, pues se construyeron sobre ellos y se constituyeron precisamente para fortalecer a ese mundo, “como si fueran mandamientos de Dios, como ‘realidad’, como ‘verdadero’ mundo, como esperanza y mundo futuro”. Es la creencia en la falta de valor: “¡Todo ha sido inútil hasta ahora!”; “la moral es la renuncia a la voluntad de existir” (1996: 35) pues la existencia real incluye también a la inmoralidad.

El nihilismo es la consciencia de un largo despilfarro de fuerzas, la tortura del “en vano”, la inseguridad, la falta de oportunidad para acondicionarse al orden y para tranquilizarse con cualquier cosa,

142 Nietzsche nace el 15 de octubre de 1844. En el prólogo de Dolores Castrillo Mirat a la edición que usamos en estas notas, se sugiere que 1884 fue el año de concepción de La voluntad de poderío, que es la fecha de aparición de Así habló Zaratustra. Para ese entonces ya había publicado El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, (1841), Consideraciones intempestivas (1876), Humano, demasiado humano, primera parte (1878), El viajero y su sombra y la segunda parte de Humano, demasiado humano (1879-1880).

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“la vergüenza de sí mismo, como si uno se hubiera mentido a sí mismo demasiado tiempo”, el rechazo a ese sentido de la vida moderna de cumplir un código moral del mundo, a ese sentido de vivir en un permanente incremento del amor y la armonía en las relaciones entre los seres, aproximándose siempre “a un estado general de felicidad”.

El concepto nietzscheano de nihilismo se sustenta en un rechazo categórico del filósofo alemán a la categoría progreso143 como avance inexorable y ascendente hacia un estadio superior de evolución, dado precisamente por los altos países de la modernidad; es un claro recusamiento al teleologismo y al determinismo en la búsqueda de un fin que está ahí esperándonos. “Lo común en todas estas concepciones, señala (1996: 36), es que debe alcanzarse algo a través del proceso mismo: y, entonces, se comprende que por este devenir nada se cumple, nada se alcanzará... Por tanto, la desilusión sobre una supuesta finalidad del devenir es la causa del nihilismo: sea en relación a un fin completamente determinado, sea generalizando la consideración de la insuficiencia de todas las hipótesis del fin sustentadas hasta ahora, que se refieren al «desarrollo como un todo»”144.

Al establecer como base del nihilismo la consideración de que “no se llega a nada con el devenir”, asume que “bajo todos los devenires no gobierna ninguna gran unidad en la que el individuo

143 “El tiempo corre hacia adelante. Nos gustaría creer que todo lo que él contiene, de la misma forma, corre igualmente hacia adelante, que la evolución es una evolución progresiva... Esta es la apariencia que seduce hasta a los más lúcidos... La ‘humanidad’ no avanza, ni siquiera existe. El aspecto general es el de un enorme taller de experimentos en que se consigue algo muy de tarde en tarde, y son indecibles los fracasos; donde todo orden, toda lógica, toda relación y cohexión, faltan... El hombre no constituye progreso con respecto al animal” (1996: 75). “En las esferas inferiores de la inteligencia aparece el progreso como vida ascendente: pero se trata de un engaño” (Ibídem: 88).

144 “Un fin determinado, no es necesario en absoluto. No es posible prever el fin”, señaló en otro lugar (l996: 41). “Negamos las metas finales: si la existencia tuviera un fin, éste tendría ya que haber sido alcanzado” (Ibídem:59).

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pueda sumergirse por completo, como en un elemento del más alto, valor”145. Una tercera circunstancia del nihilismo es la comprensión del engaño que tiene lugar cuando se inventa “un mundo situado más allá (del devenir), y considerarlo como un mundo verdadero... un mundo metafísico”146. En resumen, se alcanza el sentimiento de la falta de valor cuando se comprende que ni con el concepto “fin”, ni con el concepto “unidad”, ni con el concepto “verdad” se puede interpretar el carácter general de la existencia: “el carácter de la existencia no es ‘verdadero’, es falso... ya no se tiene absolutamente ningún fundamento para hacerse creer a sí mismo en la existencia de un mundo verdadero... las categorías ‘fin’, ‘unidad’, ‘ser’, con las cuales hemos atribuido un valor al mundo, son desechadas de nuevo por nosotros, ahora el mundo aparece como falto de valor” (Ibídem: 37).

Para Nietzsche (1996: 99) el tiempo del nihilismo es “la época del gran mediodía, de la más espantosa claridad”, y concluye afirmando que una clase de pesimismo es su gran punto de partida. Sostiene que esta época quiere la comodidad; desea, ante todo, publicidad y “aquel barullo del mercado que tanto le agrada; pretende que todos nos posternemos con el más vil de los servilismos ante las más burdas patrañas” (1996: 69). El nihilismo, en cambio, quiere el permanente sentido de insatisfacción y búsqueda.

El mundo que rechaza el nihilismo es aquel en el que se vive como si ya estuviera muy claro qué es lo que hay que hacer y lo que hay que dejar de hacer; la vida en él ya no ofrece problemas, la verdad ya no se construye, se encuentra, pues está ya hecha, contenida en la realidad —la cual es verdadera—; es una verdad como don,

145 Esta segunda causa del nihilismo, dice el autor (Idem), se conforma “cuando se ha aplicado una totalidad, una sistematización, incluso una organización en todo suceder y bajo todo suceder... Una forma de unidad, cualquier forma de ‘monismo’; y, como consecuencia de esta fe del hombre en un sentimiento profundo de conexión y dependencia de un ‘todo’ infinitamente superior a él, modus de la divinidad... ¡Pero hay que darse cuenta de que no existe tal totalidad!”.

146 “Estoy lleno de ira y maldad contra lo que se denomina `ideal´: en esto reside mi pesimismo, en haber reconocido cómo los ‘sentimientos elevados’ son fuentes de enfermedades, es decir, provocan el empequeñecimiento y decaimiento de los valores del hombre” (1996: 72).

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como cosa revelada147; es una verdad reinante a la que se llega estudiando las Escrituras o los Manuales de los grandes teóricos. Para ello, deben primar los “simples símbolos en lugar de cosas y personas; hechos eternos en lugar de historia; puras fórmulas, ritos, dogmas en lugar de una praxis de la vida” (1996: 114).

En todo caso, la sociedad moderna sólo permite, se permite e impulsa mejorar a la humanidad, moralizar al hombre148. Ser bueno, sano y normal es vivir según los cánones establecidos por los dominantes de la modernidad. Esa sociedad se ofrece como el paradigma; mejorar es tender a ser como ella. Y encuentra siempre a la clase de hombre que “cree ser la norma, la cumbre, la expresión superior del tipo hombre: de ella misma toma el concepto ‘mejorar’. Cree en su preponderancia, la quiere también de hecho” (1996: 108).

Ya sabemos, empero, que son los victoriosos los que escriben la historia, como son los poderosos los que hacen las normas y fijan los valores que actúan como paradigmas y estrella guía para moralizar al ser humano, para mejorar a la sociedad y hacer buenos a ella y al hombre149.

La verdad, y con ella la sociedad “verdadera” que es la sociedad moderna, así como el valor, y con él la bondad, la virtuosidad y el hombre “bueno”, el “auténtico”, el “recto”, los pone el poder150. La moral concreta como moral moderna, es poder, como lo ha sido

147 “Una especie de castración del espíritu de búsqueda... en suma, el más grave acallamiento del hombre que pueda imaginarse y que pasa con ello por ser el «hombre bueno»” (1996: 107). “Existe una ‘verdad’, a la cual podemos aproximarnos de algún modo” (Ibídem: 261).

148 “¿En qué se inspiró esta intención? ¿De dónde surgió la idea de mejora?” (1996: 108).

149 “Instauración de la preponderancia: a este fin conduce el dominio de los conceptos que establecen el sacerdocio como un non plus ultra de poderío. El poder por la mentira... La mentira como suplemento del poder: un nuevo concepto de la «verdad»” (1996: 108). “El derecho es de los victoriosos” (Ibídem: 237).” “Los poderosos son los que han impuesto los nombres a las cosas” (Ibídem: 288).

150 “...en todas partes se considera, como valor en sí, la repentina sensación de poder que un pensamiento produce en su autor” (1996: 119). “...todos, en cuanto son, no se les considera como ‘buenos’ por ellos mismos sino conforme a la medida de la ‘sociedad’, del ‘rebaño’, como medio para llegar a sus fines, necesario para mantenerlos y hacerlos progresar...” (Ibídem: 178).

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siempre, desde Sócrates: “tentativa realizada para llevar los valores morales a la hegemonía sobre todos los demás valores, de forma que sean no sólo guías y jueces de la vida, sino también guías y jueces: 1) del conocimiento; 2) de las artes; 3) de las aspiraciones políticas y sociales” (1996: 172). La virtud es poder como negación del libre albedrío151. El filósofo alemán sustenta que la “humanización” es la hegemonía en la definición de lo que es humano, al mismo tiempo un medio para dominar. Para lograrlo, se niega la diferencia en los seres humanos y se impone el criterio de la “Igualdad de los hombres”; “...los hombres de negocios —sostiene (1996: 191)— de todas clases, las personas ansiosas de lucro, todo lo que debe dar crédito y pretende obtenerlo, tiene necesidad de impulsar a la uniformidad de carácter y a la semejanza de evaluaciones: el comercio mundial y el cambio bajo todas sus formas constriñen a la virtud y la compran...” Lo mismo hace el Estado, la dominación bajo todas las formas de los funcionarios y los soldados; igualmente la ciencia..., de la misma manera lo lleva a cabo el clero (Ídem). La voluntad de igualdad es voluntad de poder: es el resultado de una voluntad; debe disponer de tantos iguales como sea posible (1996: 287). Es la pretensión de que la vida debe ser realizada en exclusión de los diferentes, de los que discrepan del orden establecido.

La moral como virtudes hegemónicas se sostiene en las mismas mentiras que lo hace el teleologismo y el establecimiento de verdades sacrosantas y virtudes paradigmáticas; intenta creer que sabemos algo, por ejemplo, lo que es bueno y es malo, lo que para Nietzsche “equivale casi a saber cuál es el destino del hombre, cuáles son sus fines (lo que) supondría saber que el hombre tiene... un destino” (1996: 200). Frente a este intento de la modernidad, nuestro autor propugna que la humanidad, en realidad, no es un todo, sino una diversidad irreducible de procesos vitales ascendentes y descendentes, y que corresponde a una ideología contranatura suponer y enseñar como virtud suprema “no poseer más que un semivalor” (1996: 208): o ser puramente bueno o ser puramente malo resumiendo todas las fuerzas, intenciones y condiciones positivas en el primer caso, y todas las negativas en el último. En

151 “Con la virtud pura no se fundamenta el señorío virtuoso; con la virtud sola... se debilita la voluntad de poderío” (1996: 188). “Los hombres que brillaron en la historia no fueron nunca asnos cargados de virtudes: su instinto interior...no iba por ahí...” (Ibídem: 193).

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realidad, se es bueno, si de alguna manera sabemos ser malos; se es malo, porque de otra forma no podríamos ser buenos, de la misma manera en que el amor y el odio, la gratitud y la venganza, la bondad y la cólera, la acción afirmativa y la acción negativa, son inseparables. El bien y el mal están condicionados el uno por el otro, son valores complementarios. La sociedad real es compleja aunque la modernidad pretenda simplificarla a los que se ciñen a sus valores y normas de vida.

En el fondo, la modernidad pretende establecer su poder, creando las condiciones que le permitan estabilidad, exigiendo del hombre “la amputación de los instintos que le permitan llevar la contraria, hacer daño, montar en cólera, exigir venganza”, esto es, eliminar la rebeldía y crear la voluntad de rebaño. Y como clímax, el estado ideal al que aspira la modernidad es aquél en el que el mal —los rebeldes— se habría suprimido y no quedarían como habitantes más que los seres buenos, los bondadosos, los virtuosos, los morales; sólo éstos tendrían derecho a la existencia.

La “humanización” y la “moralización” en la modernidad reducen al hombre a la semiactividad que es el bien. “Se busca ante todo que el hombre no haga el mal, que en ninguna circunstancia perjudique ni tenga el propósito de hacer daño... se recomienda ese mal crónico que es «la paz del alma»” (Idem), que el hombre bueno renuncie y resista al mal hasta sus más profundas raíces, “siendo ésta la forma de que niega absolutamente la vida que en todos sus instintos tiene tanto de ‘sí’ como de ‘no’”. A esto denominó Nietzsche “voluntad del bien”, la que niega la vida pues ésta “no sabe separar la negación de la afirmación”.

Por este camino, de nuevo llega Nietzsche al problema capital, a la cuestión del poder, pues en este intento de crear condiciones en que todas las ventajas estén de parte de los hombres justos, de los hombres buenos, de los legales, de los sumisos y los obedientes, y sólo éstos puedan subsistir, se esconde una tiranía, un domino y un mando: el de los hombres “buenos” que, finalmente, son los poderosos pues el poder pone la moral. La modernidad, fundándose en la doctrina griega de la soberanía de la ley, hace “de un medio para llegar a la vida, una medida de ella; y en lugar de encontrar la medida en la más extrema intensificación de la vida, en el

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problema del crecimiento y agotamiento, ha utilizado los medios de un género de vida completamente preciso, con exclusión de todas las demás formas de vida.... El hombre, ama por fin los medios de un género de vida completamente determinado, con exclusión de todas las demás formas de vida... Una especie de hombre, en consecuencia, considera sus condiciones de existencia como condiciones a imponer legalmente para ‘la verdad’, el ‘bien’, la ‘perfección’, aunque esta existencia tiranice” (1996: 211)152.

El hombre “bueno”, el hombre benévolo, moderado y obediente, es el hombre ideal de la modernidad; pero semejante ideal, dice el autor, es el ideal esclavo (Ibídem: 212), pues sólo “el hombre castrado... puede ser bueno” (Ibídem: 222)153.

1.4.3. Poder y voluntad de poderío

La sociedad moderna, con sus valores, sus ideales y sus símbolos, gesta y se constituye en poder, mientras que el nihilismo, con su hartazgo ante esos valores, con su consciencia de la necesidad de levantarse ante ese mundo, gesta y se constituye en voluntad de poderío.

El poder es la muerte para la sociedad, o es la vida para quienes lo detentan; la voluntad de poderío es la vida para la sociedad y es la subversión de la sociedad dominante.

Nosotros asumimos que el poder es la vida por determinación ajena, mientras que la voluntad de poderío (a la que llamamos autodeterminación social) es la vida por determinación propia.

Con estos criterios vamos a glosar las caracterizaciones nietzscheanas, contenidas en la obra aquí glosada, en torno al poder y a la llamada voluntad de poderío.

152 “Una especie de hombres particulares querría erigir en ley, por encima de la humanidad, sus propias condiciones de conservación y crecimiento...” (1996: 225).

153 “En todo tiempo los sacerdotes dijeron que querían mejorar al hombre... Pero nosotros nos reímos... cuando un domador de fieras habla de sus bestias como de animales mejorados. La domesticación de las fieras, por lo general, se consigue a fuerza de estropearlas. Como es estropeado y no mejorado el hombre moral. Aunque menos dañino” (1996: 229).

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Reiteremos, de entrada, que lo que él denota con esta última expresión es lo que nosotros llamamos autodeterminación social.

Nos es imposible saber si el título de la obra y, en consecuencia, su categoría voluntad de poderío, está claramente diferenciada de voluntad de poder. Algunas ediciones se presentan con este último título, y no sabemos si se debe a un descuido en la traducción o a que en el autor no se hace la distinción que aquí le reconocemos. El mismo Nietzsche, en varias ocasiones usa las dos expresiones indistintamente.

Sea como fuere —y nosotros nos inclinamos por la idea de una clara diferenciación, consciente y explícita, que si no la hace Nietzsche, nosotros la proponemos— asumimos la distinción señalada, incluso con el contenido anotado, esto es, que voluntad de poderío es una confrontación al poder; lo que denominamos autodeterminación.

En la obra que intentamos glosar, el poder empieza a considerarse en relación a uno de los fundamentos de la sociedad moderna: la moral de la modernidad. Sus valores carecen de realidad o de carácter ontológico, pues son hechuras del poder con las que éste mismo se sostiene. Los valores son “un síntoma de fuerza por parte del que atribuye el valor” (1996: 38). Los valores y sus variaciones están en relación al desarrollo de poder del que aplica el valor. En la medida en que se cree más en estos valores, el poder es más fuerte; cuando aumenta “la no creencia”, crece la voluntad de poderío154 como desarrollo de la capacidad de determinarse por sí mismo. Esta capacidad se mide por nuestro nivel de resistencia, e incluso, por nuestra capacidad para acomodarnos a la apariencia, a la necesidad de la mentira, sin perecer, subvirtiéndolas. Ella se forma y se desarrolla en la vida misma, por medio de “la rabia del desengaño” (Ibídem: 39), a través del nihilismo que es un pesimismo moderno como expresión de la inutilidad del mundo moderno, no del mundo y de la existencia en general. Precisamente la moral de la modernidad enseña odio y desprecio a la voluntad de poderío. Ésta, entonces, se forma, resistiendo y constriñendo a esta moral,

154 Aquí encontramos un lugar de la obra en la que Nietzsche no utiliza “voluntad de poderío” sino “aumento de poder”. Sostenemos que se refiere a lo primero, por el sentido de la proposición, y porque de inmediato anota que “nihilismo” es “ideal del supremo poderío (y no poder) del espíritu” (Ídem).

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revalorizando la voluntad de poderío. Cuando el oprimido pierde la fe en su posibilidad y en su obligación a despreciar la voluntad de poderío, cuando deja de creer en la necesidad de vivir conforme a los valores establecidos, “entra de lleno en la fase de la desesperación total”, del nihilismo, y comienza a forjar voluntad de poderío.

A diferencia de los que aceptan el poder, que ya no se atreven a “establecer una voluntad, una intención”, hay seres humanos que, a pesar de todo, se lanzan a forjar una voluntad más fuerte que, en Nietzsche, implica “un decir-sí a la vida” (Ibídem: 47) y un decir-no al orden establecido.

Cuando nuestro autor (1996: 54) señala que “el culto del loco es siempre también el culto del vitalmente rico, del poderoso”, debe interpretársele que se refiere a que es más autodeterminado o cuenta con una mayor voluntad de poderío el loco —es más rico vitalmente, más poderoso en el sentido de que tiene más voluntad de autodeterminarse—, con el que representa al que se opone, al que se atreve a decir no a los valores reinantes. Así, se refiere al delirante, al exaltado, al poseído, al fanático religioso, como a “los excéntricos”, que van contra la corriente. Para él, “estar enfermo, volverse loco, provocar los síntomas de perturbación... significaba hacerse más fuerte, más sobrehumano155, más temible...” Yo predico, declaró (1996: 525), que “hay hombres superiores e inferiores... Me refiero, claro está, a un hombre más completo, más rico, más entero en relación a innumerables hombres fragmentarios, incompletos... Más allá de los dominadores, desligados de todo vínculo, viven los grandes hombres”. En otro momento (l996: 93) habla de clases resentidas —con voluntad de poderío— y de clases mansas y domesticadas. Estos seres “más sobrehumanos”, estos excéntricos o rebeldes, expresan y realizan posiciones extremas, pues en la idea de Nietzsche (1996: 58), las posiciones extremas —que son las de la modernidad— no se resuelven con posiciones moderadas sino con otras igualmente extremas, pero contrarias.

155 Recordemos que Nietzsche (1996: 472) usaba la categoría “superhombre” para designar al ser humano con la más alta voluntad de poderío o autodeterminación, según nuestro lenguaje. El concepto “superhombre” ha llevado a equívocos muy graves, al grado de adjudicarle posturas racistas.

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Reivindicar la voluntad de poderío es, para este pensador alemán, lo más auténticamente humano del hombre, que nosotros expresamos como el rescate de su capacidad creativa por propia determinación. Es sintomático que abra el “Libro Segundo” de la obra (l996: 101), con las siguientes palabras: “Quiero reivindicar, como propiedad y producto del hombre, toda la belleza y sublimidad que ha proyectado sobre las cosas reales e imaginadas, haciendo así la más bella apología de éste. El hombre como poeta, como pensador, como Dios, como Amor, como Poder: ¡oh, suprema y regia liberalidad con que ha donado a las cosas para empobrecerse él y para sentirse miserable! Éste ha sido hasta ahora su mayor altruismo: saber admirar y adorar, ocultándose que era él mismo quien había creado lo que admiraba”. El hombre no ha osado atribuirse todos sus momentos más fuertes y asombrosos, y los ha enajenado, vía religión, “filosofía”156, moral, lo que es decir: vía poder, y “ha rebajado el concepto «hombre»; su consecuencia extrema es que todo lo bueno, lo grande, lo verdadero es sobrehumano y le ha sido donado por una gracia” (1996: 103), o es ajeno a su voluntad y se le concede por el poder. El sacerdote, el moralista157, el filósofo, los funcionarios de Estado, actúan como los tutelares de los medios que conducen al resguardo y a la seguridad, a la verdad, al bienestar. El poder, pues, es la “salvación”, es la “verdad”, la “tranquilidad” y la “ventura”, que, en realidad, son la perdición, la mentira, el malestar y la desventura de los seres humanos bajo dominación, sustraídos de su voluntad de poderío dentro de “un sistema de violación y de castración de la vida” (1996: 160), en el que “la práctica, es decir, la utilidad que se deriva de entenderse recíprocamente con motivo de los valores superiores, se convierte en una especie de sanción” (Ibídem: 171).

La voluntad de poderío, al contrario del poder, según nuestra lectura de este filósofo, implica un progreso humano, una fuerza humana, en última instancia, “la vida es voluntad de poderío” (1996: 164). Se constituye en contraposición a las actitudes y posturas inerciales que fortifican al poder, como: 1) la confianza, pues, dice Nietzsche

156 “La filosofía fue hasta aquí la gran escuela de la calumnia” (1996: 267).

157 “...la clase sacerdotal... cree ser la norma, la cumbre, la expresión superior del tipo hombre” (1996: 108). El moralista, por su parte es un “ideólogo de la virtud” (Ibídem: 176). “Considero a los actuales filósofos como despreciables ‘libertins’ protegidos por la capucha de esa mujer a la que conocemos por «verdad»” (Ibídem: 270).

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(1996: 175) “la desconfianza requiere la tensión, la observación, la reflexión”; 2) la veneración, “donde el espacio que separa del poder es grande y la sumisión obligada; para no temer, se trata de amar, de venerar y de interpretar las diferencias de poder, por las diferencias de valor, de manera que las relaciones ya no sublevan”; 3) el sentido de la verdad (“la mentira obliga a una tensión”); 4) la simpatía, “... tratar de experimentar el mismo sentimiento, aceptar un sentimiento que ya existía —¡qué alivio!— es algo pasivo frente a la actividad que se garantiza y utiliza constantemente los derechos más propios de la evaluación: esta actividad no permite reposo”; 5) la imparcialidad y frialdad del juicio: “se teme el esfuerzo de la pasión y se prefiere situarse aparte, permanecer objetivo”; 6) la lealtad, “preferimos obedecer una ley existente a crearse otra... mejor someterse que reaccionar”; 7) la tolerancia, en el sentido de “el temor a ejercer el derecho de juzgar”. Estas actitudes son específicas al poder y, en consecuencia, no son propias a los seres humanos por ellos mismos, sino adecuados a la medida de la “sociedad”, de la “moral”, de la “filosofía”, reinantes, esto es, del poder.

La base del hombre con voluntad de poderío no se halla, en consecuencia, en estas virtudes158, sino en “su instinto interior”. Un hombre virtuoso, “pertenece a una especie inferior, porque no es una persona, y su valor procede de haberse conformado a un esquema humano, fijado de una vez para siempre”.

Para construir voluntad de poderío hay que ir reduciendo dichas virtudes, hay que estrechar el reino de la moralidad, el reino de la filosofía, de la ciencia, como fundamentos de poder, pues todas ellas, al igual que “todo lo que debe dar crédito y pretende obtenerlo, el Estado, la ciencia, el clero”, tienen necesidad “de impulsar a la uniformidad de carácter y a la semejanza de evaluaciones”159. Por ello, dice Nietzsche que “la medida de nuestra fuerza está en razón directa a como escapamos del reinado de la virtud”, que niega la vida160.

158 “Los hombres que brillaron en la historia no fueron nunca asnos cargados de virtudes” (1996: 193).

159 Nietzsche (1996: 191): “El comercio mundial y el cambio bajo todas sus formas constriñen a la virtud y la compran en cierta manera”.

160 “¿De quién se defienden en realidad? De la obligación, del imperio de la ley, de la necesidad de ir mano sobre mano... Creo que a esto lo llaman libertad...” (1996: 258).

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Si el poder es la capacidad de utilizar y de perjudicar (1996: 209) al imponer un medio para llegar a la vida al que se ha convertido en el medio que excluye a todos los demás, la voluntad de poderío se constituye restaurando la pluralidad de medios de vida humana. Esta perspectiva plural e incluyente de Nietzsche (1996: 213), como camino fundante de voluntad de poderío queda en alto relieve cuando él apunta que ha declarado la guerra al “clorótico ideal cristiano, y a todo lo que de él se deriva o depende, no con el deseo de destruirle, sino únicamente para poner fin a su tiranía y dejar libre el campo para nuevos ideales, para ideales en definitiva más robustos”. El admite “una pluralidad de sujetos” “una aristocracia de «células» en la que el poder radique”, “algo así como «pares» acostumbrados a gobernar unidos, con buen sentido del mando”. “Mi hipótesis: el sujeto como pluralidad” (1996: 281).

La voluntad de poderío se mide por el grado y la manera de enfrentar la moral reinante, la ciencia hegemónica, la filosofía poderosa161. En esta lucha se forja y templa el ser humano que conquista su capacidad de decisión y construye su voluntad de poderío.

1.4.4. Final: el punto de partida

La obra de Federico Nietzsche que aquí hemos apenas comentado es un intento por contribuir a la forja de un hombre rebelde. Nuestro pensador dice que aspira a un discípulo: “aquellos hombres que en definitiva me interesan, son a los que les deseo sufrimientos, abandono, enfermedad, malos tratos, desprecio; yo deseo, además, que no desconozcan el profundo desprecio de sí mismo, el martirio de la desconfianza de sí mismo, la miseria del vencido; y no tengo compasión de ellos, porque les deseo lo que revela el valor de un hombre: ¡ que aguanten con firmeza !” (1996: 490).

El rebelde que Nietzsche quiere forjar no es, empero, como se ha querido endilgarle, un niegalotodo y un perfecto libertino. El alaba la disciplina en los seres humanos, como sustentante de voluntad de poderío. Pero, sobre todo, es el primero que establece, como

161 “Yo mido el poder de una voluntad por su manera de enfrentar la adversidad, por la tortura y el dolor que resiste, convirtiéndolas en provecho propio; yo no reprocho a la vida su carácter trágico y doloroso, sino que espero siempre que sea más trágico y doloroso que en anteriores ocasiones” (1996: 221).

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elemento de una auténtica voluntad de poderío, la capacidad de mandar obedeciendo y de obedecer mandando, que hoy ha tomado carta de actualidad con los zapatistas. “Poder mandar y obedecer con orgullo —señaló (1996: 491)—; estar en filas, pero ser también capaz en todo momento de obedecer… ¿Qué es lo que, en definitiva, se aprende en una rígida escuela? A mandar y a obedecer”.

Su llamado a la forja de la voluntad de poderío tiene, en última instancia, una perspectiva universalista. Por eso dice que escribe para “esa especie de hombres que no existen todavía, a los que podríamos llamar “señores de la tierra” (1996: 511); su preocupación es “la elevación del tipo humano”. Tierra como un todo y ser humano como totalidad constituyen la estrella guía de sus preocupaciones. “Se acerca, de manera inevitable, vacilante y terrible como el destino —resaltó (1996: 509)—, el gran deber, el gran problema de saber de qué modo ha de ser administrada la tierra como un todo. Y aquella otra de cómo debe ser educado el hombre también como un todo (sin olvidar un pueblo y una raza)”.

La perspectiva nietzscheana, en esta histórica lucha, no se limita al todo, sino que crisola la totalidad con la especificidad y con la parte. Le canta a la poesía de “todo lo que es pequeño”, con una sorprendente visión estratégica y sistémica de su descomunal esfuerzo. Su rechazo a los “ideales”, incluso su propuesta de suprimir la palabra “ideal”, no debe entenderse como negación a sugerir futuro y vincular la lucha presente con una perspectiva de mañana162. Nietzsche reemplaza a los ideales, como concreción de un vergonzante teleologismo, por “la crítica de lo deseable” (1996: 196).

Permítasenos citar in extenso su sugerencia (1996:196-197), y concluir este relato de la voluntad de poderío: quizá son los menos quienes comprenden que el punto de vista de lo deseable, es decir, el “así debía de ser, pero no es” o el “así debiera haber sido”, implica una censura de la marcha general de las cosas. Pues en ésta no hay

162 “Pensamiento fundamental: hay que tomar el porvenir como criterio de toda nuestra valoración, y no buscar dentro de nosotros las leyes de nuestra acción”. (1996: 525).

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nada aislado, y lo más pequeño sirve de base a lo más grande; en tu pequeño entuerto está edificado todo el futuro; por consiguiente, la crítica que condena lo pequeño también condena lo grande”. “Pedir que algo sea de otro modo que como es, equivale a pedir que todo sea de otra manera, puesto que supone una crítica del todo. Pero, ¡la vida misma constituye semejante deseo! Filósofo del siglo XIX, Federico Nietzsche vivió la impactante experiencia de la guerra franco-alemana y la Comuna de Paris. Vivió la primera —incluso participó como voluntario—, reflejando su convencimiento de que se trataba de un aliento edificante de esas fuerzas que sacuden al orden establecido y dejan la impronta de una voluntad de poderío. La segunda, en cambio, la observó con el desprecio que le provocaba la acción destructora de la masa-plebe.

Esta doble actitud manifiesta de manera precisa su pensamiento. Por sobre todo, Nietzsche es un darwinista que lleva al terreno de lo social la idea de la selección natural por la lucha entre hombres superiores y hombres inferiores. Ahora bien, no es racista en el sentido de considerar la circunstancia biológica como el elemento determinante en la diferenciación social, pues incluye lo cultural en este desempeño y, más que todo, al carácter contradictorio de lo social. Para él, sin embargo, el ser inferior denota no sólo que se vive bajo poder sino, sobre todo, que se ha perdido la voluntad de oponerse al poder.

El superhombre es el ser humano que rescata, como elemento vital, el instinto profundo del hombre, oponiéndose a lo reglado y regimentado por quienes detentan el poder. Mientras estos últimos pretenden que su particular modo de vivir sea tomado como el modo general de vida, el superhombre rescata la pluralidad y la diversidad de la vida, en lucha contra todos los fundamentos del poder, sobre todo sus valores.

La idea central de Nietzsche es que en la vida humana compiten un aspecto vital instintivo, el fuego de la vida, su realidad caótica y estremecedoramente cambiante, que constituirá lo dionisiaco de la vida humana. “Dejar en libertad lo dionisíaco es permitir la creación, vivir, diferenciarse” (Dussel, 2000: 345). En lo dionisiaco anida precisamente la voluntad de liberarse del poder. Por otro

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lado, estaría lo estático y normado, lo razonable y fijo, que formaría lo apolíneo de la vida que asentaría la voluntad de servilismo. “Lo apolineo es el mundo disciplinario de los valores ascético-represores de la cultura helenista, posteriormente la semito-cristiana y germánico-moderna (la “verdad”) (Dussel, 2000).

La confrontación entre lo dionisiaco y lo apolineo constituye el ámbito donde se forma la sociedad moderna, el poder en la modernidad y el hombre moderno, domesticado y obediente. El superhombre, en cambio, con su voluntad de poderío, se rebelaría contra el carácter apolineo, contra la sociedad moderna.

Poder y voluntad de poderío serían así un nivel de concretización de aquellas dos contradicciones de la vida humana.

Hemos dado un tratamiento diferente a Federico Nietzsche en relación con el que dimos a Schelling, Hegel y Schopenhauer en virtud de que, como dijimos al principio, el autor de La voluntad de poderío remite su reflexión directamente al poder. Dedica su obra, sobre todo, a poner de relieve los atributos del hombre que se opone y resiste al poder y que, de esta manera, gesta voluntad de dirigirse por sí mismo con lo cual recupera humanidad. La contravención al poder, dice, es “un decir-sí a la vida”. Federico Nietzsche no ofrece un concepto de poder, sino sus expresiones: en lo moral, estableciendo los valores sobre los que ha de estructurarse la vida de los hombres, lo bueno, lo recto, lo justo, lo sano, lo normal; en lo social general, creando las instituciones y los representantes institucionales que habrán de dar y resguardar el orden establecido.

Ahora bien, para este filósofo alemán, evidentemente, es la voluntad —y con ello sigue a El mundo como voluntad y representación— el ser del ente, el elemento específico del humano vivir. Vivir a la humana es tener y realizar voluntad de construir la vida.

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En resumidas cuentas, en los cuatro filósofos alemanes (Cuadro 4), la pregunta sobre el ser del ente o el fundamento del humano vivir es una pregunta pertinente, que implica adentrarse a las condiciones constituyentes del hombre como un ser natural vivo específico. Tanto

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Schelling, Hegel, Schopenhauer como Nietzsche, se desplazan en la búsqueda de tal “esencia”, por el terreno de una capacidad del humano para no ser llevado, a la manera como un objeto es arrastrado río abajo, por el desbordante torrente del devenir natural (cósmico, decimos nosotros); el hombre vive oponiendo resistencia a ese eterno movimiento, construyendo en gran medida su realidad presente y las múltiples vicisitudes y desenlaces vitales.

Cuadro 4. El fundamento humano en algunos filósofos

Schelling EL QUERER Hegel LA APETENCIA Schopenhauer LA VOLUNTAD Nietzsche LA VOLUNTAD

Autor Propuesta de Fundamento

La tradición que aquí hemos recogido nos presta el gran servicio de la orientación metódica para, con base en ella, andar nuestro propio camino en esta búsqueda del ser del poder o su fundamento. Sigamos, abriendo vereda, en pos de esta composición constituyente.

CAPÍTULO TERCERO

EL FUNDAMENTO DEL PODER

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CAPÍTULO TERCERO

EL FUNDAMENTO DEL PODER

Si en el capítulo primero intentamos mostrar que teóricos de gran relevancia no resolvieron la cuestión de qué es el poder, no consiguieron o no se propusieron revelar su composición constituyente y dieron por resuelto este tema, mientras que en el segundo capítulo, de la mano de grandes filósofos alemanes, nos internamos en pos de claves que nos orientaran en la construcción de la respuesta a dicha interrogante; en el presente capítulo procuraremos poner en un nuevo movimiento a la clave que creemos haber encontrado en aquellos pensadores; acometemos la tarea de construir nuestra conceptuación del poder, dando cuenta, en consecuencia, de su fundamento y principio o su realidad constituyente, y la composición de dicho fundamento.

En este momento, nuestra construcción reflexiva seguirá un camino bifurcado en dos problematizaciones: 1) ¿cómo se da en el poder esto que Heidegger expresara como el ser del ente que, como vimos, cada gran filósofo alemán conceptúa de manera particular?; 2) ¿qué relaciones componen a dicho fundamento en el ámbito del poder, como estructuras dinámicas constituyentes, es decir, que dotan y aseguran al conjunto total del poder en su coherencia sistémica, y cuál es el verdadero sentido de cada una de estas relaciones configurantes del poder?

De entrada queremos evitar equívocos. Hacemos nuestra esa idea de que aquellas claves no son ningún principio que, como punto de partida, podría abandonarse en algún momento de la construcción conceptual para pasar a otra cuestión, sino un fundamento-principio cuya acción determinante se hace sentir a todo lo largo del proceso emprendido y que asegura precisamente su coherencia reconduciéndolo, al final, a lo que fue su origen (Labarriére, 1985: 40). Avanzaremos retrocediendo al fundamento, sin nunca perderlo, que es lo verdadero, un fundamento que es principio a la vez, y viceversa,

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pues está presente y activo en la totalidad de la realidad que aquí queremos conceptuar y, por ello mismo, en toda la exposición de la totalidad-sistema que es el poder163.

El poder es, pues, una relación humano-social, una figura particular en la producción de vida humano-social. ¿En qué consiste esa particularidad y en qué dimensión de la vida humano-social encuentra sus raíces? Es este el pórtico que debemos franquear para alcanzar nuestro propósito. Invitamos al lector a vadear estas aguas y alcanzar la ribera.

1. Una expresión cercana al fundamento

Como figura particular de la vida humano-social, el poder finca sus raíces en la condición fundamental de lo humano social. Sólo en esta condición, en consecuencia, resulta posible hallar sus fundamentos.

El poder es una relación humano-social exclusiva y específica; ningún otro ser vivo la realiza, es humana y sólo humana. ¿En qué consiste y porqué es específicamente humana?

El poder es una relación social de dominio, control y mando.

1. De dominio porque se trata de una capacidad para disponer y usar con arbitrio de las facultades propias y ajenas, de los atributos propios y ajenos, de los patrimonios propios y ajenos. Con el poder unos seres humanos disponen, usan y atribuyen en y sobre otros. Pero disponen de realidades vitales que constituyen la potencia sustantiva para resistir a las determinaciones naturales y sociales ajenas y así construir la vida propia (disponer de la facultâtis radical del ser humano), así como de todo aquello que le otorga la identidad más profunda y radical, digamos, lo que le cualifica como ser humano precisamente, su attribûtum esencial. Esto significa que los poderosos ponen a los otros en orden, les ponen el orden en el que deben vivir, les

163 “... un llamado fundamento o principio... aun siendo verdadero, es ya falso en cuanto es solamente fundamento o principio” (Hegel, 1987: 18).

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determinan la situación vital “conveniente” en la que deben existir; el poder es un disponêre permanente y recurrente; coloca a los conjuntos de seres humanos en el lugar que “les corresponde”, es una disposición de las vidas humanas, ponerlas en una específica disposición. Es dominio por ser un disponer lo necesario para alinear vidas humanas en el orden establecido, para situarlas (poner el sitio), acomodarlas o darles el modo de realizarse fundamental, colocarlas en línea, incluirlas en las líneas del orden fijado, vinculando a esos modos “convenientes” de vivir a tendencias totales preponderantes; es colocar a esos humanos en posición determinada, fijando la dirección de sus actos vitales en relación con el orden establecido, es encaminar, dar el camino de la vida, es lanzar hacia delante en un rumbo definido por los que detentan el dominio, proyectar la vida humana, trazar la vida de los demás, una permanente fijación de planes de vida y, por ende, de los medios para alcanzarlos; es la fijación permanente e ininterrumpida de los términos de la vida humana de los otros, un señalamiento de las normas, reglas y valores de la vida de los demás y, por lo tanto, un distinguir, un diferenciar permanente entre el acto vital de tomar resoluciones y hacer tomar resoluciones; es dictar preceptos, preceptuar, dar soluciones sustanciales sobre la vida de los demás. El poder es una relación humana de establecer (stabiliscêre) la vida ajena, un fundar, instituir y fijar la vida de los otros según principios, órdenes e ideas de quienes socialmente son sus tributarios y detentadores. El poder es dominio porque es sometimiento.

2. El poder es una relación humano-social de control de unos seres humanos sobre otros porque es una sistemática e ininterrumpida reiteración, que se comprueba, de que el orden establecido se realiza y se cumple en lo fundamental; porque es una intervención constante en la vida de los demás para inspeccionar y fiscalizar que el orden establecido se realice y se siga en lo fundamental para que el sometimiento nunca cese y siempre se perfeccione; una injerencia omnipotente, universal y permanente que arbitra la producción de la vida ajena; una regulación constante que implica y presupone dispositivos adecuados, produciendo y

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reproduciendo siempre y por doquier una preponderancia, una supremacía, una preeminencia.

3. En este sentido, el poder es también una relación social de mando pues implica tener a disposición propia, las condiciones que permiten dirigir a seres humanos en el rumbo establecido por el detentador. Ese disponer es un someter (submittêre), una sumisión, una doma, que se sustentan y se realizan como una conducción. Quien tiene el poder, manda, y quien manda posee las relaciones y los mecanismos de dirección social, posee las riendas y el timón de la sociedad.

Llegados a este punto, en el que solamente hemos dado precisión a lo que es el sentido y el significado del poder, en realidad alcanzamos el momento en el que, de manera lógica, surge la pregunta que directamente conduce a enfrentar nuestro cometido central.

Decimos que el poder es dominio, control y mando, pero ¿sobre qué? ¿Qué es lo que se domina, controla y manda para que alcance realidad el poder?

Esta es la pregunta que nuestros autores dejaron sin respuesta o, en estricto sentido, no se la plantearon. Recordamos a nuestros lectores que, al revisar las tesis del maestro Adolfo Sánchez Vázquez, inquiríamos de la siguiente manera: “si se afirma que el poder es una ‘posición desigual o asimétrica entre los hombres’, el postulado queda inconcluso si no se resuelve la pregunta que le es inherente: ‘desigual’ o ‘asimétrica’ ¿en torno a qué? ¿En derredor de qué se domina, qué se subordina?”

Hablar de la obediencia, de la fuerza, de la violencia, decíamos, implica referirse al cómo o al con qué se impone algo, con qué se domina y se subordina, pero no se resuelve la cuestión fundamental de qué se domina y reprime o en torno a qué se hace obedecer.

La somera revisión de los filósofos alemanes que hiciéramos en el anterior capítulo nos reafirmó en una pista que ya habíamos delineado en términos generales: reflexionar sobre el poder desde una perspectiva de la naturaleza humana, haciendo una relativa y momentánea abstracción de su dimensión histórico-cultural,

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como un momento metódico de construcción del concepto poder, sin olvidar nunca que, como toda realidad social, el poder es una totalidad histórica-cultural-natural. Los caminos diacrónico y sincrónico de los que hablara Alain Touraine (1978) o las “dos posiciones metodológicas posibles” a las que se refería Pierre-Jean Labarriére (1985: 24) —la histórico genética y la sistemático-estructural164— en este momento de nuestra reflexión son leídos por nosotros como viabilidades para aquella abstracción. Un abstragere que, por lo demás, nos permite evitar la banalización del tema del poder, como lo sugería Eugenio Trías, y nos sitúa, en una senda segura en pos de sus fundamentos.

Preguntémonos, pues, por “la esencia” del poder, por lo esencial del poder, por lo que hace que el poder sea, interroguémonos sobre su consistencia, por lo que lo hace consistir, entendiendo, con Trías, que esencia de algo es eso en lo cual él consiste. Sin olvidar tampoco, claro está, que el Ser sólo existe como realidad con fijeza momentánea y provisional del proceso del cosmos en perpetua fluidez sucesiva; sólo se existe en cambio.

2. El doble carácter

La complejidad del ser humano ha sido conceptuada por su carácter natural-social histórico-cultural, con lo cual se ha intentado recaudar su comunidad y su especificidad. Su comunidad con todo lo realmente existente, con el cosmos todo; su especificidad en el cosmos, como una realidad cósmica particular165. Se ha señalado que el hombre es una emergencia del cosmos, una más dentro del todo infinito, increado y en perpetuo estado de transformación. Somos cosmos, como todo lo que existe y, en tanto tal, estamos en la absoluta totalidad, lo cual ha sido confirmado todavía más por los últimos descubrimientos del genoma humano y de nuestra

164 En su análisis de Fenomenología del Espíritu de Hegel, Labarriére asume que “el segundo método mencionado resulta prioritario desde todos los puntos de vista” (Idem).

165 Hegel ha definido la existencia como unidad de la identidad y de la diferencia.

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misma composición química166. Las características del cosmos —su ser caótico, fractálico, sistémico-holístico no compactado sino formado materialmente de energía y relaciones (los presocráticos decían que se integraba de átomos y vacío)— sustentan su eterna dinamicidad: sus componentes se atraen, colisionan, se friccionan, chocan entre sí, se repelen, se unen, se combinan, se constituyen en órdenes diversos, en desordenes distintos, en organizaciones muy disímbolas, y se precipitan en infinitas conjunciones, composiciones, mixturas, aleaciones, que siguen estallando en infinitas figuras materiales cósmicas que nunca cesan de deflagar, de detonar infinitas explosiones. Del caos cósmico emergen realidades cósmicas diversas; así, del cosmos y en el cosmos emerge la vida con sus complejas variedades, y en ese cosmos-vida emerge el ser humano, la vida humana.

No resulta fácil explicar nuestro ser cósmico o nuestra naturaleza cósmica, sobre todo cuando la explicación es requerida en una reflexión sociológica y de ciencia política; son muchos los riesgos de caer en un vitalismo o en un biologismo167 desmedido. Sin embargo, en los momentos actuales del desarrollo de las ciencias, sobre todo cuando se incrementan las confluencias y colaboraciones entre científicos de distintas especialidades en una labor conjunta cada vez más transdisciplinar, la pregunta sobre nuestra naturaleza aparece con una legítima pertinencia.

Asumimos que nuestra comunidad cósmica es incuestionable. Pero decimos que somos tributarios de esa totalidad sin participar de una absoluta identidad con todo lo cósmico. Hemos emergido en el caótico y perenne movimiento del cosmos, como una emergencia específica. En los encuentros y desencuentros, en los choques,

166 Tenemos los mismos genes que todos los seres vivos y carecemos de algún elemento químico exclusivo del humano. Siguiendo a Teillard de Chardin (El fenómeno humano, 1967), Gurméndez (1977: 67) reitera que el hombre “Nació en línea directa de un esfuerzo total de la Vida”, “es un producto del movimiento de la tierra donde entró sin ruido... El hombre es una especie de animal que nada en el proceso dialéctico total de la vida y se constituye como una identidad al pertenecer a lo que se llama la universalidad animal, que los biólogos denominan «emergencia del hombre». Emerger, en sentido biológico, es sumergirse en el océano del Ser único, del cual procedemos”.

167 En su texto sobre sociología, por ejemplo, Alain Touraine (1978) acusa de biologismo a Edgar Morin. El vitalismo asigna a los sistemas vivos un elemento rector inmaterial finalista que adquiriría expresión mediante la materialización de sus formas

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uniones y desuniones, encadenamientos y múltiples composiciones que han dado origen a órdenes, desórdenes y organizaciones, en las ciegas interacciones materiales, de las que dieran cuenta Darwin (1979), Oparin (1943) y otros científicos, hemos surgido los seres humanos con una naturaleza específica a la que proponemos llamar naturaleza genérica, que es una particularidad en nuestro ser cósmico.

Como seres naturales vivos, los humanos comparten con todos los sistemas vivos una “organización168 común, cualquiera sea la naturaleza de sus componentes” (Maturana y Varela, 1997: 66), son seres autónomos dotados de la capacidad de reproducirse; esto quiere decir que son seres autopoiéticos, pues transforman la materia “en ellos mismos, de tal manera que su producto es su propia organización” (Ibídem, pp. 79 y 85). Ahora bien, esta especificidad vital —de producirse a sí mismos, tener como producto fundamental de la acción vital a la propia organización para la vida— se despliega en una peculiaridad que es preciso reconocer para dar cuenta de lo que denominamos la naturaleza genérica humana.

Sabemos bien que los humanos compartimos las mismas cualidades básicas —anatómicas, fisiológicas, psicológicas— que nos condicionan como Homo sapiens y nos distinguen de cualquier otra especie de vida169. Es precisamente en esta naturaleza genérica humana en donde debemos incursionar, dinamizando las claves que halláramos en los grandes filósofos alemanes referidos.

La naturaleza genérica humana da nuestra identidad más profunda como un género de vida específico, como una especie; proporciona la base sustancial de semejanza entre todos los seres humanos independientemente de diferencias de edad, sexo, nivel de vida, de cultura, etcétera. Los humanos tienen las mismas necesidades vitales170, como comer, beber, protegerse y procrear,

168 “...a un sistema vivo lo define su organización y, por lo tanto, es posible explicarlo como se explica cualquiera organización, vale decir, en términos de relaciones, no de propiedades de los componentes” (Maturana y Varela, 1997: 96).

169 Una lista detallada de estas características se puede encontrar en Cloud, 1988: 250, 251-253.

170 No nos referimos a las necesidades radicales como la libertad, por ejemplo.

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lo cual expresa su carácter natural-cósmico. Nos distinguimos, en cambio, por la manera o el modo en que satisfacemos o realizamos aquellas necesidades vitales. Las maneras o los modos con los que el hombre efectúa su vida determinan su ser natural genérico: modos humanos y sólo humanos de realización de la vida o de satisfacción de las necesidades vitales. Por ejemplo, se hace referencia a estos modos específicamente humanos cuando se señala que el hombre realiza su vida o solventa sus necesidades vitales por medio del trabajo, en socialidad, en pluridimensionalidad171 (en sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Carlos Marx señaló que “la realidad humana en la forma de reaccionar ante el objeto es variada, como diversos son las determinaciones y actividades de la naturaleza humana”, haciendo del mundo (real existente u objetivo) su propio mundo, con conocimiento, con culturalidad, subjetividad, sentimientos, amor, en y con una disposición psicológica. Cuando el ser humano nace —dice Hannah Arendt (1997: 18)— entra a formar parte de un mundo que ya existía antes, nacer es aparecer hacerse visible, por primera vez, ante los otros; entrar a formar parte de un mundo común: “no sólo estamos en el mundo, sino que formamos parte de él”. “Estar vivo significa vivir en un mundo que ya existía antes, es la intersubjetividad del mundo lo que nos asegura el pertenecer a la misma especie”.

Recordemos la lista de caracteres esenciales de lo humano que elaborara Darwin en su esfuerzo por ir más allá de los rasgos anatómicos específicamente humanos, tratando sobre todo de poner de relieve cómo responde el hombre a su habitat, pues la anatomía o la estructura esquelética humana “sólo refleja la humanidad esencial en la medida en que podemos relacionarla con el resto del animal cuando interacciona con su ambiente, que incluye a otros seres humanos” (Cloud, 1988: 251):

1. El hombre, consciente y sistemáticamente, elabora y usa herramientas en gran variedad, combinando a menudo más de un material y un elemento para un solo fín.

171 “... al constituir su vida en tráfago con distintos componentes, el hombre se enreda la existencia, ya que descubre que su Ser tiene realidad social, psicológica, física, espacial, mecánica, histórica, política, biológica y que debe moverse en los distintos planos de ellas sin confundirse, creando así su natural complejo” (Gurméndez, 1977: 64)

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2. La conducta del hombre es más flexible y sensible a los cambios externos, menos refleja o instintiva que la de los monos antropoides o los animales inferiores.

3. El hombre comparte con otros animales avanzados los complejos atributos de la curiosidad, la atención, la memoria y la imitación, pero los ha desarrollado hasta niveles superiores y los aplica de modos más intrincados.

4. El hombre razona y adapta su conducta de modos racionales y a menudo de largo alcance, al menos en mayor medida que otros animales.

5. El hombre es, sobre todo, un animal cultural y social que, consciente y permanentemente, se une a otros de su especie para beneficio mutuo y, por consiguiente, ha desarrollado culturas y sociedades únicas en complejidad.

6. El hombre piensa abstractamente y desarrolla vocalizaciones y simbolismos relacionados con su pensamiento, los principales de los cuales son el lenguaje y la escritura.

7. El hombre es consciente de sí mismo e imaginativo.

8. Los hombres son capaces de previsión, de prever las consecuencias de sus acciones y de emprender acciones para alcanzar un fin indirecto o evitar una consecuencia desagradable; esto lleva a la planificación, al sentido de responsabilidad.

Estos atributos morfológicos172 y no morfológicos son considerados como la esencia de lo humano.

172 La mano prensil, la postura erecta y la marcha bípeda, la visión estereoscópica –que exige la eliminación del hocico y el desplazamiento de los ojos al frente de un rostro casi plano para producir imágenes que se superpongan simultáneamente–, el cerebro grande, las piernas más grandes que los brazos, las mandíbulas cortas, con un arco dentario redondeado, que facilita y es resultado de hábitos de alimentación omnívoros, etcétera (Cloud, 1988: 253).

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Las ciencias sociales han alcanzado avances muy importantes en este terreno, y han conseguido precisar una serie de modos peculiares del vivir humano. El ánimo de estos progresos científicos no se alimenta de ninguna manera en la línea de un antropocentrismo ya anacrónico. Antes bien, se sustenta en una perspectiva planetaria y cósmica. Por ejemplo, Gurméndez, en sus trabajos (1977, 1989), pone de relieve estos nuevos alcances.

En el fondo de estas peculiaridades del vivir humano existe una especificidad que funda de modo más radical y definitivo al hombre, algo que nosotros proponemos como su fundamento constituyente o, en el lenguaje de los grandes filósofos alemanes, el ser del ente humano. Para explicarlo, procederemos inicialmente por un recurso de negación o de confrontación.

Un rasgo distintivo del vivir animal, como sabemos, es que opera vitalmente, es decir, no tiene conductas, pues no conduce, no dice, no dirige nada. Opera en su vivir porque el animal procede maquinalmente en lo fundamental173, opera como si en el movimiento cósmico, la naturaleza lo sistematiza íntegra y casi absolutamente, como si el cosmos le hubiera puesto un programa, cual se procede con una computadora, y le hubiera prescrito un obrar fijo y lineal, repetido y uniforme. El caballo siempre y en cualquier lugar se alimenta de pastura, bebe de la misma manera, se protege y reproduce con formas reiteradas. El león jamás comerá pastura ni se alimentará de néctar como lo hará siempre e invariablemente el colibrí; y éste nunca tendrá como comestible a la carne o a la pastura y deberá procrear reiteradamente de la misma forma y hará un nido, lo cual jamás harán el león ni el caballo.

El animal funciona, en lo fundamental, con y bajo una memoria; su vida está predeterminada de una vez y para siempre; parece una especie de fatalidad de la cual nunca puede salir; no tiene historia, carece de temporalidad y de espacialidad como la concretización de la vida. El vivir animal es un destino inexorable, invariable e insuperable, en lo fundamental. Su obrar es lineal, no es opcional,

173 Ponemos de relieve en lo fundamental pues no queremos negar que en una serie de animales existen desarrollos específicos en su relacionalidad. En todo caso, este problema rebasa los marcos de la presente investigación.

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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no es de decisiones y determinaciones diversas y variables. Es unidimensional; sólo y exclusivamente natural.

El hombre es también, ya lo dijimos, siguiendo a Carlos Marx, un ser natural vivo; su vivir está sustanciado y constituido también por una dimensión física (es materia, es energía, es peso, velocidad), por una dimensión química (no tenemos ningún elemento químico especial pero nuestras conductas también están sustentadas en nuestra química, en la cantidad de hierro, de calcio, de potasio, etc., que tenemos), por una dimensión hidrológica (más de sesenta por ciento del ser humano es agua), por una dimensión biológica (hoy se sabe que el hombre tiene los mismos génes que cualquier otro ser vivo); nuestros comportamientos, obras, acciones y conductas, nuestro vivir, también están determinados por el instinto, el reflejo condicionado, la herencia, el automatismo, el impulso ciego y azaroso; somos también, como dicen Maturana y Varela, máquinas autopoiéticas.

Pero, a diferencia de cualquier animal, el hombre es un ser natural vivo histórico-cultural. El vivir humano es, sobre todo, un permanente ejercicio de selección, de exclusión, de diferenciación, de separación, de establecimiento, de definición, de diversificación; es repetición pero en su permanente conducirse, lo que significa, determinarse. Distintas investigaciones sobre el hombre han arribado a esta misma conclusión. Gurméndez (1977: 6), por ejemplo, ha señalado que lo propio de nuestro humano existir “es que no podemos quedarnos alelados, tiesos o sorprendidos ante un fenómeno, por más singular y extraño que nos parezca. Siempre tenemos que adoptar una decisión o dar una respuesta fulminante, ya que la existencia cotidiana no es simple, está poblada de dudas, de preguntas acuciantes, de problemas vertiginosos y agobiantes. Estamos siempre esclareciendo el misterio que nos rodea, despejando sombras, abriendo claros, concibiendo los instrumentos que manejamos y usamos”.

La vida o la realización de las necesidades vitales en el ser humano es una autoproducción. Se realiza como enfrentando una amplia y variada batería de opciones, de disyuntivas y alternativas. Pero no se trata de opciones objetivas contenidas en la propia realidad y que al hombre se le revelarían. Él las construye, las produce. La vida humana se realiza como una elección construyente y productiva. El mundo no es para el hombre una ciega necesidad puramente

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objetiva, sino una circunstancia que es procesada, producida, creada, interpretada, construida, trabajada por él; se le aparece como su habitat, es decir, como habitado por él, habilitado o acondicionado por él. El hombre es un habitante en la medida en que hace del mundo una habitanza, un efecto —no una causa— de habitar. El ser humano no es ciego esclavo del mundo que le rodea; hace del mundo su propio mundo, humaniza lo que toca, lo transmuta en sus condiciones, lo adapta y lo adopta, lo produce y lo reproduce, lo convierte en un complejo de posibilidades y opciones. En cambio, el animal no tiene problemas (que en griego es realidad mutada, que se mueve de lo claro a lo obscuro): se reproduce cuando su instinto se lo prescribe, siempre de la misma forma; para él no existe la cuestión del incesto, de la fecundación, etc. Entonces, en materia de reproducción nada tiene que determinar el animal pues es un determinado de manera natural. Lo mismo sucede en lo que concierne a la satisfacción de sus otras necesidades.

El vivir humano es un determinar por sí, en el más alto grado de autopoiésis. El vivir humano es un decir, es un producir opciones, es un definir conveniencias, ventajas, oportunidades, acomodos, es, en fin, un hacerse a sí mismo o producir condiciones que permitan prevalecer.

En el hombre, vivir es elegir, es determinar174. Esto constituye la condición fundante del ser humano, su fundamento. La capacidad de determinarse constituye el ser de este ente natural vivo.

Si alguien se pregunta por el (jaracter) del ser humano, por lo grabado en lo profundo de su ser, esa indeleble señal impresa en su alma, que condiciona sus procederes de manera más radical (pues está en su raíz) y le distingue de todos los demás seres, su condición profunda, su índole, como dirían los griegos, debe responderse que es el vivir o satisfacer sus necesidades vitales y radicales determinando y determinándose.

174 “Existe por sí mismo, se mueve y anda por su propio pie, separándose del contorno homogéneo en que se halla situado. Luego, es el sujeto en sí por antonomasia... Es el sujeto que no es nunca subjetivo, pues tiene siempre una presencia, una manifestación exterior y es un objeto que no es simplemente objetivo, porque está más allá de su propia apariencia” (Gurméndez, 1977: 60). “Es el único objeto que es subjetivo y, a la vez, el único sujeto existente que manifiesta que es totalmente objetivo” (Ídem).

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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Pues bien, cuando hablamos de poder, cuando aludimos a esa relación de dominio, control y mando, nos referimos a que se manda de manera monopolizada por una parte de la sociedad precisamente sobre ese carácter constituyente, sobre esa condición fundante que es la capacidad de determinar y determinarse; hacemos referencia a que se controla ese fundamento del ser humano; tenemos en cuenta que se trata de una relación social de dominio sobre la capacidad humana y sólo humana de determinar en (y para) su vivir a la manera humana. Poder es sometimiento de la capacidad de determinar y determinarse que es la esencia del humano vivir.

El contenido profundo del poder es la enajenación, por parte de unos cuantos, de esa capacidad constituyente y fundante del ser humano; una enajenación que es la pérdida, por distintas formas y caminos, por parte de unos hombres, a favor de otros, de la capacidad genérica del hombre para vivir determinando y determinándose; una enajenación que es histórico-cultural, que no es inherente al surgimiento del ser humano sino un producto histórico-cultural de su evolución vital, un hecho y una realidad social. Lo único natural (propio al ser genérico humano y exclusivo a él) es la capacidad de determinar y determinarse en su vivir a la humana; no es natural sino histórico-cultural la enajenación de dicha capacidad.

El poder es dominio, control y mando del fundamento humano, de la totalidad humana, del conjunto del vivir humano, no de alguna de sus partes en especial o separadamente. Es a partir de la enajenación de este fundamento o realidad constituyente del hombre, que figuras distintas de poder se expresan o manifiestan fenoménicamente. Pero el poder es único en su diversidad compleja; es indivisible en su múltiple figuración, es absolutamente abarcante en su polarización y en su estelar fragmentación; es triza y conjunto, es división y unificación, es relación e institución, es sitio como posición y omnipresente en una integridad cabal. En la medida en que atañe a la condición fundante y constituyente por ontonomasia del hombre, el poder es una relación regular y consumada, al mismo tiempo que, como todo lo social, es devenir constante.

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El poder es una relación social con diversos asideros y una integralidad compleja, heterogénea. Es así porque se conforma por la compresión de una capacidad que hace a un ser natural vivo un ser humano, capacidad que es múltiple y compleja a su vez. Para comprender mejor al poder es preciso verle, entonces, desde una dimensión sistemático-estructural, siguiendo en esto a Labarriére (1985) para, en oportunidad futura, visualizarle desde una perspectiva histórico-genética o diacrónica, como diría Touraine (1978).

3. La composición del fundamento que se enajena por el Poder

Hemos dicho que el vivir humano es un decir un dicere, o sea, un asegurar, un sostener, un denotar algo; conducir es un dicere, un dirigir o dar principio a una acción. El duce es el jefe, el conductor, el que es decîsus o el que resuelve. Dice Hannah Arendt (1997: 19) que la acción humana es un gesto de inicio, una innovación, los humanos tenemos el extraño poder de interrumpir los procesos naturales, sociales e históricos —reitera Arendt—, puesto que la acción hace aparecer lo inédito175.

Pero el decîsus es un productor de opciones y un definidor de conveniencias, un comunicador, un social y un ser que vive societalmente; es, por último, un hacerse de condiciones que permitan prevalecer.

Esta complejidad del vivir humano es la que sustenta la composición del poder. Veamos en qué sentido.

En primer lugar, hemos dicho que por necesidad vital el ser humano requiere adoptar determinaciones. La necesidad humana de decidir por sí mismo su vida constituye una especificidad por la cual los hombres, a diferencia de otros géneros de vida, construyen su propia existencia no como objetos ciegos del medio circundante, sino como sujetos activos. La necesidad de vivir decidiendo no es puramente biológica —como serían las necesidades de

175 Cf. La condición humana , 1998.

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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comer, beber, protegerse y procrear, que son propios a los mismos animales y no sólo al humano—, pero tampoco es una necesidad solamente cultural, como son las llamadas “necesidades básicas”, que algunos autores (Rawls, 1998: 60) entienden como aquellas que deben satisfacerse si los ciudadanos han de beneficiarse de los derechos, las libertades y las oportunidades de su sociedad. Es decir, la satisfacción de la necesidad de vivir decidiendo, no se limita ni con mucho a normas jurídicas.

La necesidad de vivir decidiendo —que tiene como su acompañante inseparable a la necesidad de vivir ejecutando las decisiones procesadas— es una manera con la que se realiza la circunstancia constituyente del ser humano de determinar y determinarse: la vida devino vida humana cuando un conjunto de seres naturales comenzaron a vivir decidiendo.

La vida humana es realización de acciones decisorias y de acciones ejecutorias de los hombres. A esta parte componente de la determinación humana, o sea, a la capacidad de decidir por sí mismos sobre todo el conjunto de acciones, circunstancias y relaciones que son la vida humana y producen vida humana, proponemos denominarle libertad social. La libertad es el humano vivir, no es la vida humana como abstracta categoría; los humanos son libres viviendo, actuando vitalmente, o, como dijera Arendt (1997: 26), ser libre y actuar es una y la misma cosa.

Hablamos de libertad humano social como un componente de la capacidad humana de determinar por sí mismo y no vivir por determinación natural, en lo fundamental, en el sentido más englobante y abarcante posible; no como el concepto restringido de libertad sindical, de libertad sexual, o libertad jurídica, política, económica, etc. La libertad social es la libertad en la vida humana total que es un proceso de autoproducción de múltiples dimensiones. Ella, como dice Hannah Arendt (1997: 20) tiene que ver con pluralidad, que no es la simple alteridad (otherness), sino distinción, por lo cual resulta posible que en el medio público se revele la individualidad de cada uno y de los grupos humanos, es decir, la identidad (whoness). El ser humano, individual y grupalmente, se identifica por sus proyecciones. Y esto religa a la libertad social con otra capacidad humana y sólo humana.

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Un segundo componente del fundamento del vivir específicamente humano, le llamamos autonomía social y reside en la capacidad humana de convertir las decisiones libremente tomadas en proposiciones, sugerencias vitales, propuestas y, mejor todavía, en proyectos de vida.

La condición constituyente y fundante del ser humano es una producción de opciones en el vivir y sobre-vivir. El hombre vive con modos, maneras específicas, o sea, tiene un vivir cultural. Vivir culturalmente, que es un componente inseparable del vivir humano, es autoproducir la vida en general con modos específicos. Todos los humanos comemos, nos curamos, nos educamos, nos vestimos, hacemos el amor. Culturalmente, empero, comemos, nos curamos, nos educamos, nos vestimos, hacemos el amor bajo y con proyecciones propias, con propuestas y sugerencias específicas.

De la misma manera que el poder se funda y constituye cuando la capacidad de decidir, esto es, la libertad social le es enajenada a los hombres, el poder se realiza cuando es alienada la autonomía social, es decir, cuando le es extrañada al ser humano su capacidad de convertir la decisión tomada en proyecto de vida, la capacidad de traducir la decisión tomada en el trazado de una conducta, de una realización vital, de la manera propia —libremente construida— de comer, curarse, educarse, vestirse, hacer el amor, y se impone un proyecto hegemónico de comer, de salud, un lineamiento ajeno educacional, de vestido, de hacer el amor, etcétera176.

El hombre debe vivir bajo y con proyectos de vida propios; él es dominado, mandado y controlado, o sufre el poder, cuando vive con y bajo proyectos de vida ajenos.

Tampoco en este caso hablamos de una autonomía limitada. Autonomía social se refiere a la totalidad de la producción de la vida humana como autoproducción sistémica, en el sentido de que la proyección de una decisión constituye la acción humana

176 Dussel (2000: 75) cita un fragmento de una obra del filósofo africano Eboussi Boulaga, muy elocuente al respecto: “Todo comienza cuando el Muntu experimenta el naufragio de su palabra ahogada en la insignificancia, en la posibilidad de lo no-significativo. Esto acontece cuando se habla pero no se hace ya comprender, como un animal que gruñe o un bárbaro que balbucea”.

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como un initium, que decía Hannah Arendt (1997: 20-21), es decir, una identificación, un comienzo no de algo sino de alguien. La vida humana es un inquirir permanente sobre “¿quién eres tú?, a partir y junto con un “¡esto soy yo!”

El humano vivir es una determinación propia, es la forja de “un espacio de visibilidad, en que hombres y mujeres pueden ser vistos y oídos y revelar mediante la palabra y la acción quiénes son” (Ídem). El ser siempre algo y alguien es otra realidad constituyente de la vida humana.

Un tercer componente del vivir humano en su fundamento lo forma lo que denominamos la independencia social. Sostenemos que, cuando los seres humanos determinan su vida, construyen sus decisiones vitales con sus proyecciones y modos particulares con los que viven, al mismo tiempo están determinando conveniencias, ventajas, oportunidades, acomodos, que, incluso, pueden implicar intereses propios. El hombre vive humanamente como titular de un ser algo en la sociedad, como individuo y como grupo, y esta nominalidad le da un reconocimiento y conlleva una particular dignidad con la cual el ser humano concreto se reviste. El hombre es algo específico en su vivir; es lo que es, es algo, indio, obrero, estudiante, mujer, homosexual, campesino, profesor. Y estas relaciones en las que el hombre concreto es lo que es, no son para él algo extrínseco, son relaciones que le dignifican, que le hacen digno como ser humano, son relaciones en las cuales él se determina como lo que es. Algo de esta concepción tenía en mente Gurméndez (1977: 59) cuando señaló que “El hombre es ése, éste, aquél, el otro, siempre preciso, indicado con la mirada, señalado con la mano, fichado, un cualquiera, pero siempre uno singularizado, propio, jamás igual a otro”. El orgullo de ser joven, de ser mujer, de ser indio, expresando, por ejemplo, la independencia social.

Llamamos independencia social a la capacidad constituyente del vivir humano de definir, construir, conveniencias e intereses vitales propios, pero no intereses puramente económicos, sino dignidad humana. Se decide y se propone o proyecta algo en beneficio vital, en interés de producir y reproducir condiciones convenientes para la vida humana propia. La independencia social no es tampoco una circunstancia aislada, unilateral, corporativa o sectorial, como lo denotan los conceptos independencia nacional, independencia

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política, de género, etc. Es, por el contrario, una circunstancia fundante de todo el complejo de la vida humana en su totalidad. Incluye, por ejemplo, desde la dignidad de comer o curarse por conveniencia propia hasta la dignidad de “los discursos filosóficos de los mundos que hoy se sitúan en la periferia del sistema-mundo”, el “discurso del otro, de las víctimas oprimidas y excluidas” (Dussel, 2000: 76).

El poder, así, es la enajenación específica de este componente del fundamento del humano vivir.

La libertad social, la autonomía social y la independencia social son inseparables, interdependientes e interinfluyentes. Pero su realización requiere una circunstancia más, que viene a conformar el cuarto componente del fundamento del vivir humano: la democracia social.

Democracia social es la capacidad humana para producir y mantener condiciones que hagan posible que se cumplan, se hagan realidad las decisiones vitales libremente tomadas, las cuales autónomamente han sido convertidas en maneras (proyectos) particulares de vivir (curarse, educarse, alimentarse, vivir habitacionalmente, etc.) a favor de conveniencias, intereses y dignidades vitales constituidos con independencia.

Si no hay democracia social como componente inseparable de la condición fundamental del vivir humano, es decir, si no hay capacidad para hacer una realidad las decisiones proyectadas convenientemente, autobeneficiosamente (que se realizan como producción de vida), la libertad social, la autonomía social y la independencia social no serían una realidad, serían burladas, desoídas.

El vivir humano es complejo; en su fundamento implica las cuatro capacidades señaladas (Fig. 1).

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Figura 1. Componentes del fundamento del humano-vivir que son enajenados por el poder.

En resumidas cuentas, entonces, el poder es una relación social de dominio, control y mando que una parte de la sociedad, de manera monopólica y excluyente, establece, impone, produce y reproduce, mediante un proceso de enajenación, sobre la auténtica libertad social de los seres humanos, o sea, sobre su capacidad de decidir en y sobre la vida propia, sobre la autonomía social de los hombres, esto es, sobre su capacidad para convertir sus decisiones libremente tomadas en proyectos de vida, sobre la independencia social, lo cual significa que se enajena su capacidad para ubicar y definir su propia dignidad, y, finalmente, sobre la democracia social, o sea, la capacidad de los hombres para hacer prevalecer los proyectos de vida que traducen decisiones propias en interés propio. El poder implica el dominio, control y mando sobre la libertad social, sobre la autonomía social, sobre la independencia social y sobre la democracia social, que son los componentes fundantes de la realidad constituyente del humano vivir.

Para aquellos que lo sufren, el poder es vivir bajo determinación ajena. Para quienes lo detentan y lo ejercen, el poder es vivir de

LIBERTADSOCIAL

AUTONOMÍASOCIAL

INDEPENDENCIASOCIAL

DEMOCRACIASOCIAL

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la determinación de la vida de los demás. El poder nunca implica libertad, sino su extrañamiento; nunca conlleva autonomía ni independencia o democracia; antes bien significa su enajenación. Por esta razón, postulados como poder popular, poder femenil, poder negro, poder juvenil, poder proletario, son simples eufemismos que revelan, cuando menos, un desconocimiento del contenido fundamental del poder. El anti-poder, el no-poder, la negación del poder, no son nunca poder. Son lo antagónico al poder, su negación fundamental. A esta realidad nosotros le denominamos autodeterminación social.

Se vive bajo el poder como un proceso de pérdida del fundamento humano, de extrañamiento de la capacidad de determinar y determinarse que es la esencia del humano vivir.

La relación humano-social de poder se constituye históricamente, es decir, se conforma cuando en la sociedad históricamente determinada se generan condiciones específicas en la producción de la vida humana.

El hombre no siempre ha vivido bajo relaciones de poder y, teóricamente, no siempre vivirá en ellas. Históricamente, se constituye el poder como relación humano-social de extrañamiento de la capacidad humana y sólo humana de vivir determinando y determinándose, cuando el desarrollo de todas las realidades materiales e inmateriales de la producción de la vida de los pueblos, dio pie a una gigantesca ruptura que cambió el contenido fundamental de la vida humana y sus derroteros básicos.

El problema de la génesis del poder, la cuestión sustancial del proceso de enajenación de la capacidad de determinarse, como el hecho definitorio de la constitución del poder, el problema de las condiciones por las cuales se le superará históricamente, son temas que rebasan los límites que nos habíamos propuesto en la presente investigación. Son cuestiones que consideramos sustanciales para comprender el contenido profundo del poder y serán, ya son, objeto de nuestras ulteriores indagaciones.

CONCLUSIONES

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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CONCLUSIONES

En la presente investigación hemos pretendido dar inicio al estudio de uno de los problemas más complicados y, en alguna medida, más imprecisos y embrollados de las ciencias sociales. Es sabido que, en sus estudios sobre el Estado, al que identificaba con el poder, Lenin externaba una certeza semejante. Michel foucault (1992: 83), por su parte, quien dedicó lo mejor de su vida intelectual a la reflexión sobre el tema, no vaciló en llamarle “esta cosa tan enigmática, a la vez visible e invisible, presente y oculta, investida en todas partes, que se llama poder”.

La indagación que llevamos a cabo ha reafirmado nuestro convencimiento de que este tema es especialmente complicado, sea porque forma parte de los grandes parteaguas en la vida de la humanidad al significarse como la más grande rotura en las relaciones humanas, sea porque los poderosos no sólo se han preocupado por conservarle sino, sobre todo, por hacerle borroso e ininteligible.

Al llegar a este momento del estudio, sólo podemos declarar que hemos cubierto un primer círculo de aproximación investigadora (Martínez Verdugo, 2000) y que únicamente nos es posible reafirmar algunas tesis de carácter perentorio; anunciar, en consecuencia, la pronta reapertura de subsiguientes círculos de aproximación investigativa desde otros ángulos y dimensiones. En esta ocasión le abordamos en pos de su realidad constituyente, de lo que llamamos su fundamento o su ser. Lo cual, de manera tradicional, puede formularse como la búsqueda de su estatuto teórico y la construcción de su concepto.

Al arribar a este primer puesto de nuestra investigación, queremos compartir con el lector una síntesis de lo que son nuestras primeras derivaciones, a las que cuesta llamar conclusiones por lo sutiles y débiles que son.

Primera derivación. El estudio del poder, nos parece cuando menos el llevado a cabo por los pensadores más reconocidos sobre este tópico, no ha dado cuenta de su contenido fundamental. En

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estricto sentido, los autores más connotados sobre esta cuestión parecen dar por construida su conceptuación. Cuando más, le han categorizado sin mayor esfuerzo de profundización en su estatuto teórico o, cuando han producido una categorización del poder, realmente han estado definiendo al Estado con el que le confunden. Por ejemplo, Max Weber lo definió como “la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”. El mismo autor fue conciente del carácter impreciso de su definición, a la que él mismo valoró de “amorfa” (Garvía, 1998: 85) y en su búsqueda de mayor rigurosidad mostró que cuando hablaba de poder estaba pensando en el Estado. Por esta razón, su ulterior reflexión le llevó al tema de la legitimidad, fundamento de la “probabilidad” de la que hablara, y a los recursos administrativos e ideológicos sobre los que se sustenta la relación de dominación.

Al haber arribado a este primer puerto en nuestra indagación, una duda nos asalta, sobre la que también investigaremos. Nos referimos a la siguiente cuestión: la confusión entre Estado y poder, que ha implicado una infortunada simplificación pues, entre otras consecuencias se ha significado por su tratamiento reflexivo altamente debilitado, y por su abordamiento político del que lo menos que puede decirse es que ha sido ilusorio, ¿ha sido casual, un resultado de equívocos cognitivos, o una más de las obras maestras de los poderosos para eternizar su dominio, control y mando? Sea cual sea la conclusión, lo cierto es que dicha confusión debe superarse ya.

Segunda derivación. Quienes han reflexionado sobre el poder, distinguiéndole claramente del Estado, como Michel Foucault, han concentrado la atención en su ejercicio o su realización, el ámbito de su ejercicio, su historia, su ubicación, el poder y otras relaciones sociales, por ejemplo. Otros, como Federico Nietzsche han destacado las condiciones y los significados de la superación del poder como la voluntad de servilismo que debe remontarse con una voluntad de su subversión, los ámbitos del poder como el moral o el político. Ninguno de estos dos gigantes del pensamiento se impusieron el propósito de conceptuarle, es decir, de hallar con más o menos plenitud su estructura constituyente o si se lo propusieron

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no lo consiguieron pues no alcanzaron a desmontar esa estructura constituyente. El problema sigue pospuesto, o sea, la construcción de su concepto sigue siendo una asignatura pendiente, sobre la cual hemos avanzado aquí algunos senderos de su solución.

Tercera derivación. Como hecho social, el poder tiene un carácter complejo; es una realidad natural-histórico-cultural. En consecuencia, su contenido fundamental debe buscarse en su carácter natural, en su génesis y en su movimiento.

Una reflexión profunda sobre el proceso de constitución histórica del poder177 encuentra bases muy importantes en obras de Carlos Marx como Manuscritos económico-filosóficos de 1844, los llamados Grundrisse y, naturalmente, El Capital, así como en obras de historia universal.

En el estudio sobre la composición estructural del poder —tema de la primera fase de nuestra investigación, sobre la que aquí damos cuenta— hemos encontrado una serie de claves orientadoras en relevantes filósofos alemanes.

La reflexión de Schelling, Hegel y Schopenhauer, a la que nos llevó la lectura del Nietzsche de Martín Heidegger, abrió un sendero en la búsqueda del fundamento del poder, y nos permitió entender de mejor manera la caracterización de Marx sobre el carácter natural —junto con el histórico, al que nosotros hemos agregado el cultural— de los fenómenos sociales.

El contenido fundante del poder está sostenido en el fundamento del ser humano; nunca podrá entenderse al poder si no se le sitúa en la reflexión sobre la naturaleza humana históricocultural. Cuando Schelling dice que vivir a la manera humana es realizar el querer como “el rayo de la vida”, o cuando Hegel sostiene que es la apetencia lo que constituye el fundamento-principio de la vida humana, de igual manera que cuando Schopenhauer asienta que es la voluntad —a la que sigue Nietzsche con sus reflexiones intempestivas— la base del ser humano, están construyendo claves orientadoras para comprender uno de los fundamentos más radicales y profundos de todo fenómeno social incluido, evidentemente, al poder.

177 Que hemos pospuesto para una subsiguiente investigación.

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Las consideraciones de estos grandes filósofos alemanes han sustentado nuestro esfuerzo de desciframiento del poder, y nos han llevado directamente a enfrentar la pregunta eternamente pospuesta: ¿dominación, sobre qué? ¿Qué se controla?

Con estas claves filosóficas logramos una primera aproximación a lo que no dudamos en llamar el fundamento del humano vivir, sobre el cual se domina precisamente, y el cual se controla, para que se constituya el poder.

Cuarta derivación. En nuestra búsqueda del ser del humano vivir, encontramos una serie de características que, recapitulando, queremos expresarlas de la siguiente forma:

1. El ser humano es una inmanencia de la realidad-cosmos.

2. Ha emergido en esa totalidad infinita, pero no guarda con ella una identidad absoluta. El hombre es, como dicen algunos autores (Bookchin, 1999), parte y aparte de la evolución natural cósmica.

3. El cosmos como totalidad infinita es un proceso evolutivo acumulativo desde lo inanimado a lo animado y a lo social178.

4. Los seres humanos son los seres naturales vivos que más han desarrollado subjetividad, lo cual les convierte en una fuerza activa en su propia evolución, han dejado de ser meros objetos pasivos de la selección natural. El hombre es un ser con clara y enérgica intencionalidad y conciencia; la evolución natural le ha hecho no sólo capaz sino obligado a vivir guiado menos por el instinto que por una rica capacidad perceptiva, una potente intelectualidad, con un pensamiento conceptual y complejas formas de comunicación simbólica. Él pertenece al mundo biótico pero está “apartado” de este mundo por ser una criatura que produce esa serie de relaciones, asociaciones vitales

178 Boockchin (1999) habla de “naturaleza no humana”, a la que denomina “primera naturaleza”, y “naturaleza social” o “segunda naturaleza”.

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y artefactos que llamamos cultura, instituciones, lenguaje simbólico y un archivo histórico, escrito, que “carece de precedentes en el mundo no humano” como dice Boockchin (1999). Tiene la potencia de poner su conciencia al servicio de la evolución natural, proyectando sobre ésta sus determinaciones.

5. El ser humano se caracteriza por su realidad altamente creativa e inventiva. A diferencia de los otros animales —que operan o “se comportan” por lo que pasa realmente— él se conduce o comporta no por lo que pasa realmente sino por la interpretación que hace de lo que pasa realmente; su vida es un interpretare; esto es, vive como vive porque lee, deduce, induce, traduce sus circunstancias reales vitales y las convierte en determinaciones que fundan su vida. Vivir a la manera humana es determinar. La vida humana —que se produce, no se da solamente, como comprensión de su realidad en torno, la cual es interpretada y así discernida y vivida— se realiza como una dinámica tensión entre el estado de “yecto” (la carga del pasado que está presente) y su situación de “proyecto” (la abertura de un futuro por darse como proyección) en el presente de su situación (Zubiri, 1983).

Quinta derivación. La vida humana se funda, entonces, en una capacidad de determinar que es al mismo tiempo capacidad de producir la vida como autorrealización de dichas determinaciones (Fig. 2).

VIDA HUMANA

Capacidad de determinar

Capacidad de realizar o ejercer las determinaciones

Figura. 2. Fundamento de la vida humana.

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La complejidad del fundamento del humano vivir se expresa mediante su composición estructural compleja, y específicamente como libertad (la capacidad de construir y tomar decisiones que comúnmente se expresan y comunican por medio del habla).

Recordemos, con Arendt (1997: 27) que la palabra es una vía para conferir sentido y durabilidad al mundo y para decir nuestra responsabilidad respecto a él; autonomía, la capacidad de convertir las decisiones en modos de vida, en proyectos de vida, en “políticas”179 de vida, que suelen externarse, comunicarse y realizarse como la verdad de cada quien; independencia, la capacidad de construir, definir y expresar conveniencias e intereses180 propios, que sustentan el orgullo y la dignidad de cada quien como identidad social propia; y democracia, la capacidad de producir y sustentar condiciones de efectivización y garantía de que se realicen y lleven a la práctica los proyectos de vida libremente construidos como realización específica de decisiones producidas, en un favorecimiento, conveniencia e interés propios (Cuadro 5).

Cuadro 5. Composición estructural del fundamento del humano vivir

Libertad social Decisión Mi palabra Autonomía social Modo de vida Mi verdad

Independencia Interés Mi dignidad social

Democracia social Potencia Mi fuerza

Componente Contextura Expresión Coloquial

179 Usamos aquí la palabra políticas no como sinónimo de políticas de Estado sino, en un sentido amplio, como proyecciones prácticas, activas, de las conformaciones de los modos de vida que se deciden.

180 Intereses no sólo en el estrecho sentido económico, sino como interesse, que importa, que es importante para la vida humana, que conlleva un valor dignificante. Hablamos de intereses propios identificados e identificantes, que dan orgullo, dignidad e identidad humana.

El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

199

Sexta derivación. Esta composición estructural compleja del fundamento del humano vivir tiene una realización histórica, es histórica, concreta; esto es, al decir de Hegel, una unidad de la diversidad humana, se realiza con temporalidad y espacialidad, tiene génesis, se halla en un movimiento permanente y contiene en su realidad actuante presente potencialidades de desenvolvimiento y desarrollo futuro.

Esto significa que esa composición estructural compleja del fundamento del humano vivir debe ser investigada en su devenir. Esta investigación, naturalmente, debe implicar y comprender su contraparte, es decir, la enajenación del fundamento del humano vivir, lo cual significa estudiar al ejercicio históricamente determinado del poder. En este último caso, para las condiciones mexicanas, por ejemplo, podría hacerse un esquema de indagación por lapsos en los que ha prevalecido un régimen clasista de vida social (Cuadro 6), lo mismo para la humanidad en su conjunto. El estudio, si se quiere integral, debe incluir, como elemento también preponderante, a la vida enajenada de la parte de la sociedad a la que se le aliena el fundamento de su humano vivir, así como su resistencia a esa enajenación y la pugna por recuperar su humano vivir.

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Cuadro 6. Composición del fundamento humano en una delimitación histórica: México

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El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente

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Séptima derivación. El resquebrajamiento histórico de la vida auténticamente humana ha significado la conformación del poder social, es decir, el establecimiento de una relación social histórico-cultural de dominio, mando y control monopolizado, excluyente y a través de un proceso de alienación —que se produce y reproduce permanentemente— del fundamento del humano vivir a una parte de la sociedad, o sea, de la capacidad humana y sólo humana de vivir decidiendo (libertad social), de vivir traduciendo las decisiones en modos y proyectos de vida (autonomía social), de vivir definiendo y estructurando intereses propios y dignidad que da identidad (independencia social), de vivir forjando y desarrollando las condiciones necesarias para realizar todo lo anterior (democracia social). El poder social es un producto de una serie de transformaciones históricas que tuvieron lugar en un espacio y en un tiempo de la evolución humana. Pero al mismo tiempo, el poder social se ha significado como un productor de mutaciones radicales y profundas en el vivir de la humanidad. Nada hay tan alterante en este vivir que el poder; ningún fenómeno social ha producido los cambios que el poder ha significado en la historia del hombre, muchas veces chorreando sangre y lodo por todos los poros como diría Marx.

Con el surgimiento del poder, la vida humana emprendió un derrotero que nadie ni nada podía prever ni evitar. El poder constituyó la más profunda retranca a la realización del ser genérico humano, pero implicó, al mismo tiempo, la fuerza motriz más potente del mundo humano. Bajo su acción se han estructurado las innovaciones más espectaculares en la vida del hombre, se han edificado las más trascendentales modificaciones humanas. Hoy, no existe rincón en la tierra, y probablemente en alguno de nuestros planetas, donde no enseñoree la deshumanizadora presencia del poder. Los males más grandes de este mundo unen su origen y su destino al poder, lo mismo los más importantes adelantos materiales. El poder es el cimiento firme que sostiene las grandes riquezas de unos y las miserias y tristezas de otros; está en las bases de las guerras, de las expoliaciones y saqueos. Pero, al mismo tiempo, constituye el ave Fénix de enormes tempestades. Las más grandes y significativas revoluciones de nuestra historia han tenido como estrella guía y referente al poder. Es más, declarado está por tirios y troyanos que el problema fundamental de toda revolución, cuando es auténtica, es el poder social.

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En este sentido, muchas son las reflexiones que se le han dedicado y, naturalmente, diversos y reiterados son los esfuerzos por mantenerle, producirle y reproducirle. De hecho, el poder se ha convertido en una realidad humana con mayor carta de firmeza y hasta de legitimidad. Se le asume ya natural e imperecedero; cuando más, se aceptan las posibilidades de eficientarlo, hacerlo razonable y llevadero, para lo cual ayuda mucho su confusión con el Estado.

El poder, sin embargo, constituye y constituyó desde su nacimiento el hecho más significativo de deshumanización. Precisamente porque implicó la alienación del rasgo más sustancial del hombre, de su característica esencial: la enajenación del fundamento y principio constituyente de los seres humanos.

El poder es un producto de la evolución histórica de la humanidad, y un resultado o, todavía más preciso, una de las líneas de coevolución histórico-natural que esa humanidad tomó al generarse, al constituirse la vida humana social de los escombros de la vida humana animal, primitiva y salvaje.

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El Poder: una aproximación teórica a su fundamento constituyente se terminó de imprimir en el mes de mayo de 2005. En

La edición estuvo a cargo del Departamento de Promoción Editorial del Centro de Información Electoral del Instituto Electoral del Estado de México. Esta edición consta de 1000 ejemplares.