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BÁSICOS FILMOTECA CINE ESPAÑOL (1930 – 1980) NUEVE CARTAS A BERTA Basilio Martín Patino. 1965 Sesión 14 / Jueves 6 de marzo de 2014 Presentación y coloquio a cargo de Áurea Ortiz, profesora de la Universitat de València. SOBRE EL NUEVO CINE ESPAÑOL El “nuevo cine” en España –en su doble expresión como explícito Nuevo Cine Español (NCE) y como Escuela de Barcelona (EB)– responde a muchas de las características del conjunto de los “nuevos cines”, teniendo su mayor déficit precisamente en lo que podríamos entender como su sustantividad estética y su trasfondo teórico. Como en tantos otros lugares, el “nuevo cine” estuvo auspiciado en España por la conjunción de una necesidad y una posibilidad. La necesidad de renovar la desgastada industria cinematográfica española, tanto en su nómina de artífices (directores, guionistas, fotógrafos, productores, intérpretes, técnicos, etc.) como en sus obsoletas estructuras de producción y comercialización (por ejemplo en el mercado exterior) o en su significación cultural dentro y fuera de nuestras fronteras (caso de la asistencia a festivales internacionales). Para ello se usaron las plataformas habituales (escuela de cine, revistas especializadas, cine-clubs, etc.) por parte de aquellos que desde el Estado –como en la mayor parte de países– podían posibilitar la renovación mediante medidas legislativas, ayudas a la producción, promoción internacional, etc. La salvedad hispana vendría dada, en todo caso, por la naturaleza autoritaria del Estado español y por el hecho de que la obsolescencia de la industria nacional estaba especialmente agudizada y se reflejaba amargamente en la entidad de sus productos, en la perennidad de ciertos modos, géneros y fórmulas que se limitaban a complacer a determinados sectores del público, pero descreían a otros de cualquier consideración cultural del fenómeno cinematográfico en su versión española. Tal vez en la incapacidad –o imposibilidad– de generar un nuevo público, ése que podríamos definir como de “arte y ensayo”, dispuesto a sostener intelectualmente al movimiento de renovación, encontraríamos uno de los grandes lastres del NCE y la EB (de hecho esta última circuló por los nacientes circuitos de “arte y ensayo”); pero sin duda esa incapacidad no provenía tanto de las insuficiencias de nuestros jóvenes cineastas como de la imposibilidad de crear un público de la nada, un público que no podía equipararse al de otros países cuando la censura (política o comercial) escamoteaba a su conocimiento buena parte de las obras fundamentales de la modernidad. Conociendo poco menos que de oídas –o sólo por parte de algunas privilegiadas capillitas– los films de Antonioni, Visconti, Bergman, Bresson, Dreyer, Mizoguchi o Buñuel (por no hablar de los Godard, Anderson, Pasolini o Straub), alejado de cualquier consenso social sobre el valor “cultural” del cine, ¿cómo iba a generarse un público capaz de acompañar la singladura del “nuevo cine” en España? Ya José Mª García Escudero –director general de Cinematografía y considerado por muchos como “padre” de un NCE que hundía sus raíces en el espíritu de las Conversaciones de Salamanca (1955)– era consciente de ello y algunas de sus medidas se encaminaban hacia ese objetivo, pero de forma insuficiente y superficial, puesto que si bien el gobierno franquista estaba relativamente de acuerdo en asumir una cierta “apertura” cinematográfica, ésta debía transcurrir dentro de un “orden” tan restrictivo como asfixiante. (...) Claro que los cineastas más hábiles y de mayor talento fueron capaces de hablar de la realidad desde diversos planos de reflexión: sobre el peso del pasado histórico en el presente (La

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BÁSICOS FILMOTECACINE ESPAÑOL(1930 – 1980)

NUEVE CARTAS A BERTABasilio Martín Patino. 1965

Sesión 14 / Jueves 6 de marzo de 2014Presentación y coloquio a cargo de Áurea Ortiz,

profesora de la Universitat de València.

SOBRE EL NUEVO CINE ESPAÑOL

El “nuevo cine” en España –en su doble expresión como explícito Nuevo Cine Español (NCE) y como Escuela de Barcelona (EB)– responde a muchas de las características del conjunto de los “nuevos cines”, teniendo su mayor déficit precisamente en lo que podríamos entender como su sustantividad estética y su trasfondo teórico.

Como en tantos otros lugares, el “nuevo cine” estuvo auspiciado en España por la conjunción de una necesidad y una posibilidad. La necesidad de renovar la desgastada industria cinematográfica española, tanto en su nómina de artífices (directores, guionistas, fotógrafos, productores, intérpretes, técnicos, etc.) como en sus obsoletas estructuras de producción y comercialización (por ejemplo en el mercado exterior) o en su significación cultural dentro y fuera de nuestras fronteras (caso de la asistencia a festivales internacionales). Para ello se usaron las plataformas habituales (escuela de cine, revistas especializadas, cine-clubs, etc.) por parte de aquellos que desde el Estado –como en la mayor parte de países– podían posibilitar la renovación mediante medidas legislativas, ayudas a la producción, promoción internacional, etc.

La salvedad hispana vendría dada, en todo caso, por la naturaleza autoritaria del Estado español y por el hecho de que la obsolescencia de la industria nacional estaba especialmente agudizada y se reflejaba amargamente en la entidad de sus productos, en la perennidad de ciertos modos, géneros y fórmulas que se limitaban a complacer a determinados sectores del público, pero descreían a otros de cualquier consideración cultural del

fenómeno cinematográfico en su versión española. Tal vez en la incapacidad –o imposibilidad– de generar un nuevo público, ése que podríamos definir como de “arte y ensayo”, dispuesto a sostener intelectualmente al movimiento de renovación, encontraríamos uno de los grandes lastres del NCE y la EB (de hecho esta última circuló por los nacientes circuitos de “arte y ensayo”); pero sin duda esa incapacidad no provenía tanto de las insuficiencias de nuestros jóvenes cineastas como de la imposibilidad de crear un público de la nada, un público que no podía equipararse al de otros países cuando la censura (política o comercial) escamoteaba a su conocimiento buena parte de las obras fundamentales de la modernidad. Conociendo poco menos que de oídas –o sólo por parte de algunas privilegiadas capillitas– los films de Antonioni, Visconti, Bergman, Bresson, Dreyer, Mizoguchi o Buñuel (por no hablar de los Godard, Anderson, Pasolini o Straub), alejado de cualquier consenso social sobre el valor “cultural” del cine, ¿cómo iba a generarse un público capaz de acompañar la singladura del “nuevo cine” en España? Ya José Mª García Escudero –director general de Cinematografía y considerado por muchos como “padre” de un NCE que hundía sus raíces en el espíritu de las Conversaciones de Salamanca (1955)– era consciente de ello y algunas de sus medidas se encaminaban hacia ese objetivo, pero de forma insuficiente y superficial, puesto que si bien el gobierno franquista estaba relativamente de acuerdo en asumir una cierta “apertura” cinematográfica, ésta debía transcurrir dentro de un “orden” tan restrictivo como asfixiante.

(...) Claro que los cineastas más hábiles y de mayor talento fueron capaces de hablar de la realidad desde diversos planos de reflexión: sobre el peso del pasado histórico en el presente (La

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caza), sobre el malestar del vivir bajo el franquismo (Nueve cartas a Berta, Nocturno 29), sobre los espejismos del éxito para los jóvenes (Los golfos, Young Sánchez, Llegar a más, El espontáneo, Brillante porvenir, El último sábado) y los viejos (Juguetes rotos), sobre la pervivencia de costumbres y represiones anacrónicas (La tía Tula, La niña de luto), sobre las dificultades del “despertar” sexual (El buen amor, Del rosa al amarillo, Tiempo de amar, El próximo otoño), sobre las nuevas formas de vida más o menos cosmopolitas (Fata Morgana, Dante no es únicamente severo, Cada vez que...), etc.

(...) Cierto es que la actitud ministerial fue muy distinta en relación al uso del NCE para alcanzar algún prestigio internacional o respecto a su promoción en el mercado interno; cierto es que el NCE fue efímero, en cierto modo guillotinado por ese mismo Estado que lo auspició y luego le dejó en su caída libre, mientras que la EB se autoconsumió en sus propias contradicciones y narcisismos; cierto que ni el NCE ni la EB supieron encontrar –o crear– su público: cierto que... Pero aún y así no podemos despreciar el inmenso esfuerzo, las enormes ilusiones de un puñado de jóvenes cineastas que creyeron estar en el momento oportuno con el bagaje necesario y que luego se han visto –en la mayoría de los casos– lanzados a una supervivencia difícil.

JOSÉ ENRIQUE MONTERDE (en Carlos F. HEREDERO y J. E. MONTERDE. Los “Nuevos Cines” en España. Ilusiones y desencantos de los años sesenta. Valencia: IVAC, 2003)

SIN REMEDIOS, SIN FRACTURAS...

Producida por Eco Films (Madrid) y Transfisa (Madrid) al amparo de las normas de regulación y protección del cine español puestas en marcha por José María García Escudero y dirigida por uno de los realizadores de más relevante actividad anterior (creación del cine-club universitario de Salamanca, organización de las célebres Conversaciones de 1955...) de entre los que se incorporan a la compleja y a la postre fallida dinámica del “nuevo cine”, el film de Martín Patino puede hoy considerarse no sólo una de las cimas de un movimiento exiguo en títulos realmente relevantes, sino digna punta de lanza de la filmografía de un cineasta en extremo singular que ha hecho de los límites entre el territorio documental y la ficción su privilegiado objeto de reflexión.

La propia y peculiar estructura epistolaria de la película -nueve “capítulos” que se corresponden a otras tantas cartas enviadas por Lorenzo, el estudiante de derecho protagonista a la joven Berta, hija de españoles exiliados a la que conoció en su breve estancia en Inglaterra y que nosotros oímos, fragmentadas, a través de la voz en off del muchacho- que recoge una clásica tradición literaria reforzada todavía por el tono medievalizante de los “cartones” pintados por Alfredo Alcaín para iniciar cada uno de los bloques, se contrapone dialécticamente a un trabajo fotográfico en blanco y negro (a las órdenes de Enrique Torán, director de fotografía, encontramos a Fernando Arribas, Teo Escamilla y José Luis Alcaine) en el que la universitaria pero provinciana, inmovilista y grisácea Salamanca de 1965 adquiere un marcado protagonismo “documental”, sin ajustarse tampoco el film a tipo alguno de convención narrativa, sino bien al contrario, aproximándose a un testimonio poético y personal, en cierto sentido autobiográfico, sobre dicha realidad, todavía transformada, musicalmente ennegrecida, por la excelsa partitura para clavicénvalo de Carmelo Bernaola.

Ese constante juego de contrastes y contraposiciones –a la postre, como veremos, auténtica figura formal del film– parte sin duda del que enfrenta a una España vieja, aferrada al pasado, y otra que

trata desesperadamente de emerger del silencio, y se manifiesta en complejas espirales (entre la aldea familiar y Salamanca, entre la provincia y Madrid, entre España e Inglaterra, entre el “mudo” y desesperanzado padre falangista y su revista “que nadie lee” y el profesor José Caballeira, padre de la muchacha, afamado ensayista sobre literatura española y reconocido docente en universidades extrajeras...) cuya densa materialización formal hace hoy de Nueve cartas a Berta –ensalzada primero y vilipendiada después, en función de los vaivenes críticos e historiográficos sufridos por el Nuevo Cine Español (NCE)– un texto de inexcusable referencia en la historia del cinema hispano.

Así, y si incluso muchos de los conflictos (familiares, religiosos, sexuales, socioculturales) aunque encarnados aquí en el muy determinado contexto histórico de la España franquista, permiten vincular estrechamente el film con otros títulos de los “nuevos cines” (y, en particular, de la Nouvelle Vague francesa), es la intransferible manera de ensamblar textualmente sus materiales visuales y sonoros la que nos lleva a considerar su indiscutible modernidad como algo más que un embrión de las experimentaciones llevadas a cabo por sus autores en posteriores “documentales” reflexivos tan relevantes como Canciones para después de una guerra (1971) o Caudillo (1976).

El interés de su complejo montaje, construido a modo de auténtico collage en que Patino recurre a la más variada paleta significante (fotografías, congelación de la imagen, cámara lenta, constantes asincronías, música y voces en off que se entrecruzan en ocasiones con las de los personajes que vemos, reencuadres, bruscas rupturas de todo tipo) va mucho más allá de la simple novedad o el coyuntural “distanciamiento” para lograr, en ocasiones de manera en verdad extraordinaria, sutilísimos cambios de nivel o fértiles ensamblamientos entre el esquivo mundo diegético y la siempre latente presencia de lo que de histórico y doloroso tiene la materia “real” situada ante la cámara.

Esa en cierta forma precedente ciudad-símbolo de la Calle Mayor bardemiana –que, como anotó Victor Hugo hablando de Zola, aspiraba nada menos que a la reconstrucción de un mundo (la España de los 50) a partir de un diente o una uña (los paseos por la calle mayor de una provincia perdida)–, sujeta y contenida en/a una narración férrea, salta ahora por los aires, fragmentada y rota, haciendo brotar, incluso por debajo del testimonio o la confesión personal que la película pueda contener, las heridas bélicas que se esconden entre los rostros y las piedras salmantinas.

Un solo ejemplo (y un solo plano), si bien excepcional, bastará para explicar lo que decimos. Mediada la segunda carta (“Rosario en familia”), y mientras la voz de Lorenzo nos habla con distancia y cariño de su padre, de su desesperanza, de su fracasada vocación de escritor y su oscura vida de bancario sin ilusiones, un montaje de fotografías del personaje (Antonio Casas) da paso a la presencia de éste en el acto que los alféreces provisionales celebran en la Plaza Mayor. Partiendo de un primer plano oblicuo de su rostro, la cámara gira lentamente –trazando un movimiento de 360º– hasta retornar finalmente a él. En ese trayecto –rodado realmente en dicho acto, pese a las dificultades de todo tipo que se le presentaban– el encuadre salta literalmente de la diégesis para aferrarse a unos rostros que, por azar del momento y el movimiento, entran y salen al modo, diríamos, de los primitivos obreros de Lumière. Pese a que la voz de Gutiérrez Caba nos ancla todavía de algún modo en el relato, es tal el peso real, el pasado brutal, al que esas imágenes nos enfrentan que ese real-fotográfico, aun conviviendo con el padre del protagonista, acaba por eclipsarlo momentánea pero absolutamente. Y si, como señaló Román Gubern, la toma bien puede ser deudora en origen de aquel pasaje de À bout de souffle (1959) en que Jean-Paul Belmondo se integraba en la multitud que acudía a los Campos Elíseos con

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motivo de la llegada de Eisenhower a París, aquí Patino da un nuevo sentido discursivo al “original” godardiano al conjugar y entrelazar ficción y realidad, personaje y persona, pero también pasado y presente, de forma tan pregnante como (aunque de manera en todo diversa a) los célebres travellings históricos de ciertos films de Theo Angelopoulos.

Concha de plata en el Festival de San Sebastián de 1966 y estrenada al año siguiente con inesperado éxito de público (84 días en cartel en su estreno madrileño), el tono pesimista de su final –el muchacho se resigna a la triste paz provinciana– criticado en su día por políticamente ambiguo (?) resulta sin embargo plenamente coherente con su desalentador trascurrir y lo que perdura, como señalara en su día Ricardo Muñoz Suay (ayudante de dirección del film), es su particularísima capacidad para fundir ficción y realidad “sin remedios, sin fracturas”.

JOSÉ LUIS CASTRO DE PAZ (en Carlos F. HEREDERO y J. E. MONTERDE. Los “Nuevos Cines” en España. Ilusiones y desencantos de los años sesenta. Valencia: IVAC, 2003)

ENTREVISTA CON BASILIO MARTÍN PATINO

Vista hoy, Nueve cartas a Berta es una película de ruptura total, moderna en cuanto a su lenguaje.

– Eso me pasa en cada película, pero no por afán de ruptura sino por mi analfabetismo en cine. En cada película es como si lo inventara, porque no lo conozco, no tengo preparación cinematográfica: me falta memoria, información y conocimientos... por eso cada vez me expreso de forma distinta.

En Nueve cartas a Berta, el congelado de la imagen, la ralentización... están en función de algo, no son simplemente un recurso estético...

– Es sobre todo un recurso estético, una ruptura. De hecho es un acto de rebeldía contra el neorrealismo, que a mí nunca me interesó: lo ataqué siempre en mis críticas. Bueno, más que contra el neorrealismo es contra la forma “naturalista” de filmar. Lo que pretendo es buscar otra expresividad, como la que tienen los pintores, que pueden desmenuzar la realidad desde varios puntos de vista. Quizá hoy en día esto se puede conseguir con la realidad

virtual, que permite romper con la captación directa de las cosas y empezar a crear imágenes en función de cómo las vemos de una forma interior, no en función de cómo las captan los objetivos de las cámaras. Esa necesidad de romper con la continuidad del discurso cinematográfico, continuidad que no es más que un engaño, creo que ya estaba en mi primera película. En el fondo pretendía molestar al espectador, sacarle de la “realidad” de la película, que fuera consciente de que aquello de no era un NODO.

Se trataba de un distanciamiento.

– Efectivamente. Y eso jugaba en contra mía, porque el espectador que ya estaba metido en la película se molestaba mucho con esos efectos de distanciamiento. Pero tengo la necesidad de hacerlo. En cierto instante debía poner ruidos, porque la escena de la taberna era demasiado acaramelada, con la prima en el pueblo y todo aquello, así que pedí a Bernaola que rompiera la dulzura con el sonido de un tambor... Quizás sea algo estúpido, sobre todo desde un punto de vista de la industria cinematográfica, que lo que quiere son productos muy bien acabados para que el público conecte con ellos. Pero, aunque sea algo masoquista, yo quería que la gente no “entrara” tanto en la película... y fue muy bien, porque mira que dio dinero...

En tus películas se dan muchas cosas por sabidas, no las explicas.

– (...) Ya en Nueve cartas a Berta me acusaban de haber hecho una película demasiado densa, de tener demasiadas ideas, de manera que el espectador no podía asimilarlas todas. La crítica que publicó ABC me trataba con mucho respeto, sobre todo porque venía de un cine como el español que era enormemente vacío. Resultaba chocante que en ese contexto precisamente a mí me acusaran de tener demasiadas ideas.

Las contradicciones ya estaban en Nueve cartas a Berta.

– Alguna crítica de la llamada de izquierdas como Nuestro cine me acusaba de ambiguo. Personalmente no entendía por qué la ambigüedad era mala. La vida es ambigua. Me acusaron porque al final el chico no se rebelaba, pero si hubiera acabado así sería un “final feliz” y yo no quería eso. No se rebelaba porque la vida entonces era así de mierda y nadie se rebelaba. Creo que el final de la película es más duro así, como está.

ADOLFO BELLIDO. Basilio Martín Patino. Un soplo de libertad. Valencia: Filmoteca de la Generalitat Valenciana, 1996.

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HISTORIA DEL CINE ESPAÑOL

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BASILIO MARTÍN PATINO

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LOS GÉNEROS EN EL HOLLYWOOD CONTEMPORÁNEO

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ROBERT ALTMAN / EL JUEGO DE HOLLYWOOD

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CENTRO DE DOCUMENTACIÓNC/ Doctor García Brustenga, 3 · ValenciaBibliografía y filmografía seleccionada, complementaria a esta sesión de Básicos Filmoteca. Puedes encontrar muchos más recursos relacionados en nuestro catálogo en línea.

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EL CINE BÉLICO

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GARCÍA FERNÁNDEZ, Emilio. Cine e historia. Las imágenes de la historia reciente. Madrid: Arco Libros, 1998.

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EL CINE BÉLICO

El gran desfile (King Vidor, 1925) Adiós a las armas (Frank Borzage, 1932)Tierra de España (Joris Ivens, 1937)Sierra de Teruel (André Malraux, 1937-1945)El sargento York (Howard Hawks, 1941)¿Por quién doblan las campanas? (Sam Wood, 1943)Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945)Objetivo Birmania (Raoul Walsh, 1945)De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953) Attack! (Robert Aldrich, 1956) Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957)El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957) ¿Arde París? (René Clément, 1966)La cruz de Hierro (Sam Peckinpah, 1976) El cazador (Michael Cimino, 1978) Apocalypse Now (F. F. Coppola, 1979) Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984)Platoon (Oliver Stone, 1986). La vida y nada más (Bertrand Tavernier, 1989). ¡Ay, Carmela! (Carlos Saura, 1990) Tierra y Libertad (Ken Loach, 1994). La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998)Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) Cartas desde Iwo Jima (Clint Eastwood, 2006)

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