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Cazadores de Hielo

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CAZADORES DE HIELO

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CAZADORES DE HIELOPor el tiempo de San Simón III

Fco. Javier Prada FernándezArsenia Franco Santín

Cornatelia 696 530 062

2012

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Cazadores de hielo

© Fco. Javier Prada Fernández Arsenia Franco Santín

Publica: Cornatelia 696 530 062. [email protected]

Imagen de portada:Cartel de la Guerra Civil de Manuel Monleón Burgos.

Primera edición 2012

Compuesto con tipos Adobe Caslon Pro, cuerpo 12, interlineado 18.

edita adelal. artesanía del libro digitalimprime: Taller de impresión de a Escola da Eira dos Bolos

ISBN: 978-84-931557-7-3D.L.: OU 100-2012

made in Spainimprentado en Galicia

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Angélica nació en Ferradillo y allí murió a los nueve años. En plena guerra, exactamente en el verano del 37, ante el se-cuestro a mano armada de la mayoría de los brazos masculinos, ayudaba a su madre, como casi todos los niños de entonces. Estaban descargando un carro de hierba. En un lance mortal la niña, intentando sacar una fuerza imposible para tan flaca edad, resbaló y se cayó sobre uno de los estadullos� del carro, muy afilados. Ese palo le atravesó el cuerpecito y la vida se le fue en un suspiro. Allí no hubo médico, ni practicante, ni medicina.

La patria jamás consideró, ni entonces ni ahora, un acto de servicio estas labores, aunque se trate de niñitos trabajadores, muertos lejos del frente.

1 Estadojo o tadonjo. Es una de las varias estacas, verticales y móviles, que circundan los laterales del carro. Sirven para anclar los adrales, el cestón de las uvas y los cañizos o engarzar el heno seco por el tiempo de la yerba.

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Índice

INTRODUCCIÓN ........................................................................... 9

I- LOS SURCOS DE AQUILINO ......................................................19

II- EL TÚNEL DEL INFIERNO .........................................................55

III- DOS CANALES EN LA TROUSA ...................................................87

IV- POR EL TIEMPO DE LA MAJA .................................................. 111

V- TRICORNIOS EN NEGRA CAMIONETA ......................................... 133

VI- ¡COBARDES CRIMINALES! ...................................................... 153

VII- EN EL REINO DE MORFEO ..................................................... 173

VIII- LA TRINIDAD VA DE PROCESIÓN .............................................. 193

EPÍLOGO CON ELOGIO ............................................................... 221

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“No se puede arrojar contra los obreros insulto más grosero ni calumnia más indigna que la frase «las polémicas teóricas son sólo para los académicos»”.

Rosa Luxemburg: Reforma o revolución.

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INTRODUCCIÓN

En este relato, la ficción y la realidad se solapan a cada mo-mento. De la misma manera, a la vuelta de la esquina, el mito y la Historia van de la mano. Tras el propósito de enmienda, la ortodoxia queda hipotecada por la transgresión. Lo icono-clasta cabalga sobre la rancia moral de la multitud. La leyenda ocupa muchas parcelas de lo real, la evidencia toma préstamos en el territorio de la imaginación. La vigilia se mete en la cama de los sueños, el fantasma de lo onírico sale de paseo a plena luz del día, colándose a contramano en la misa mayor, la de 12, en los días feriados y, para no despistar a nadie, en el túnel de la dictadura se estrella el tren de la historia de los españoles, mientras los antifascistas sueñan en las montañas con el fin del democrático bostezo europeo.

Lo que no admite duda, son los hechos irrefutables: por un lado, los crímenes de lesa humanidad, con la identificación del pérfido régimen que ampara a los criminales y, de otra parte, las víctimas (aquí citamos tan solo unas pocas, de entre los mas de 150.000 asesinados, enterrados en cunetas y barran-cos, tras la guerra española, la más incivil de todas las post-guerras), también con sus nombres.

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Un pueblo berciano coprotagoniza, entre otros actores, las páginas que ahí van.

Ferradillo, la patria chica de Aquilino, fue engastado por au-ténticos titanes, en la ladera del aquilón en las cumbres Aqui-lanas, que cierran la región por el meridión. Es el núcleo de población de mayor altitud en el Bierzo.

Este pueblo, noble, frío y duro, durante la post-guerra, fue conocido también como la pequeña Rusia. Allí, el 24 del 4 del 42, se llevó a cabo el congreso fundacional de la Federación de guerrillas de León y Galicia que, si bien tuvo una corta vida, significó el primer movimiento armado contra el fascismo en la España de la dictadura franquista.

Antes de comenzar, tan solo una pincelada sobre la región berciana. Nuestra tierra semeja la forma de un inmenso anfi-teatro, que sobrepasa los 3.000 Kilómetros cuadrados. El río Sil es el eje de todos los vomitorios que, hasta llegar a él, ras-gan en su descenso las gradas circundantes. Una de las perlas de esta corona la conforman los Galeirones o peñas dolomíti-cas, en cuyo piedemonte se ubica Ferradillo. Sobre la fachada norte de estas peñas crecen diferentes plantas endémicas (las petrocoptis, el geránium dolomíticum, la linatia elegans…), que, por su rareza, representan un auténtico tesoro para los naturalistas.

La caliza que conforma estas rocas, fue precipitada durante

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el Ordovícico, más allá de 400 millones de años, sobre el fon-do del viejo mar de Tetis.

Una de las primeras aproximaciones a la geografía descrip-tiva de nuestra región, fue la que hizo Ambrosio de Morales, fraile jerónimo y cronista de Felipe II. Este clérigo realizó un viaje en 1572 al noroeste de España. Como resultado de tal periplo, escribió un libro en el que, por encargo de aquel monarca enlutado y triste, refiere la peculiaridad geográfica de esta tierra2:

“El Vierzo es una región que cae entre Galicia y el reino de León, y está encerrada entre los dos puertos de Rabanal acia Castilla, y el Cebrero acia Galicia (...), con buena fertilidad, mediana de pan y vino, y grande abundancia de toda fruta y...”

Al referirse Ambrosio de Morales en el citado libro al monasterio de san Pedro de Montes, en la aldea aquilana de Montes de Valdueza3, cercana a Ferradillo, y de cómo se llega hasta él, dice:

“…Monesterio pequeño de la Orden de S. Benito, mas muy insigne por muchas cosas. El sitio es harto notable en la tierra que llaman del Vierzo, a tres leguas de la Villa de Ponferrada: saliendo de ella

2 Morales de, A. Viage de Ambrosio de Morales, por orden del Rey D. Phelippe II, a los Reynos de León, y Galicia y Principado de Asturias, para reco-nocer las reliquias de santos, sepulcros reales y libros manuscritos. Págs 167-175 (Esta nota está tomada de la edición facsímil publicada por la Biblioteca Popular asturiana. Oviedo. 1.977).3 Esta aldea, junto con San Adrián y Ferradillo, formaban la quintería de Montes. Sus antepasados, cabañeros pastores, fueron desde tiempos inmemo-riales vaqueiros de alzada. Cada año, con la llegada de la primavera, tornaban con sus rebaños a sus cabañas, subiendo a buscar los tiernos prados, en las altas malladas. Con el inicio del otoño, las abandonaban de nuevo, para recuperar por caminos descendentes, el retorno a los cuarteles de invierno, en los valles, más bajos y menos fríos.

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se va a un lugar llamado S. Lorenzo, a media legua, y otra media a Santistevan, todo poblado de viñas y tierra bien abundante; ya de aquí se comienza a caminar por un pequeño Río arriba llamado Oza, por Valle que hacen de una parte y de otra sierras altísimas. Lo poco llano del Valle son frescuras de todo género de frutales, y los lados de la montaña, de algunas Viñas, Nogales, y Castaños, con algunos Plátanos que los hay aquí como en Asturias, y algunas partes de Ga-licia, llamándolos comúnmente bládanos (los actuales Prádanos o falsos plátanos). Andada por este Valle otra legua, se gasta otra sola en encumbrar hasta el Monesterio, que no está en lo más alto, sino a media ladera de la sierra, que aún tiene más que subir”.

El fraile Ambrosio debió sentir gran zozobra espiritual, al reconocer en su visita el triste legado del monasterio de Mon-tes: la displicencia de los enclaustrados, el absentismo de sus abades, el abandono, mutilado y desperfectos de los sagrados libros...

Mientras su rey soberano, el austero y católico militante Fe-lipe estaba haciendo, en nombre de dios y la civilización cris-tiana, la guerra a todo el mundo (franceses, alemanes, flamen-cos, ingleses, portugueses, turcos, amerindios y hasta guerreó contra los propios españoles de diferente credo), en el mismí-simo corazón de la Tebaida berciana, —en la patria chica de san Fructuoso, san Valerio y san Genadio—, los monjes de San Pedro parecían haberle dado la espalda a Dios.

Sin embargo, la proliferación de monasterios en estas mon-tañas bercianas durante la edad media, motivó a Fray Enrique Flórez, al comenzar el siglo XVIII, a ser precisamente él quien

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calificase a esta región como la tebaida berciana�. El mismo re-ligioso fue también el primero que pronunció la frase:

—Al Bierzo solo se llega bajando y de él nada más se sale subiendo.

Tornando de nuevo a la vecina aldea de Ferradillo, debe quedar anotado que, durante más de mil años y, antes de ser abandonado en los migrantes sesenta del siglo XX, sus veci-nos tuvieron que realizar las faenas más inusuales, para poder asegurarse la supervivencia. Corrían los siglos en los que llevar algo a la boca, era lo único importante. Y, por aquel tiempo, caían en sus montañas tantas y tan copiosas nevadas que, en las noches de invierno y antes de acostarse, los hijos de las alturas se habían acostumbrado a meter una pala dentro de casa, para abrir derrotas y hacer pasillos en la nieve. Era la única forma de poder salir al amanecer del día siguiente hacia los establos para dar el almuerzo a los animales; conectar con las casas de los vecinos, con la escuela, con la iglesia...

Ese extremado rigor climático, hizo que los de Ferradillo alcanzasen virtud, ante la necesidad de hacer frente a la Geo-grafía y a la Historia, sobreponerse y remontar tantas adversi-dades. Sus cabañeros antepasados, quinteros de abadengo du-rante buena parte de la historia con los monjes de san Pedro de Montes, aprendieron a combatir el hambre y frío del invierno, como condición sin la cual no había posibilidad de resistir. Lo primero de todo y más importante, era conseguir grandes

4 Flórez, R. P. M. Fray Enrique. España sagrada, Tomo 16, De la santa iglesia de Astorga, pp. 391 y ss. 2ª edición. Fortanet, Madrid 1905.

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pilas de leña para quemar en el lar, segar cuantas más gavillas y baraños, cortar grandes montones de urces y escobas... El posterior acarreo del mayor número de manojos de centeno y balagares de hierba, así como la conservación de tales tesoros en paneras, pajares y mederos, completaban todos sus esfuer-zos a lo largo del verano. Así, ellos y sus animales domésticos podrían superar el cruel invierno. Idéntica circunstancia les enseñó a engavillar, cuantos más haces de roble mejor, al fin del estío, que sirviesen de forraje para los rumiantes de menor porte, en los momentos en que el frío y la nieve hendían sus afiladas garras sobre las temblorosas cumbres aquilanas.

Conocieron asimismo, que los chivos y cabras tenían que ser mayoritarios en sus establos en los meses del frío, porque aguantaban mejor el meteoro blanco y helado que las ovejas y carneros. Cuando había que abrir rutas en la nieve, enviaban por delante, actuando como arietes rompedores de hielo, los chivos; a continuación mandaban las cabras y, por detrás, los carneros y las ovejas. Los chivos son tan hábiles, que saben buscar el alimento bajo el hielo.

Cuando las condiciones lo permitían, Los pastores saca-ban sus rebaños lanares hacia un pasto incierto, imposible en ocasiones, por estar velado bajo un impenetrable colchón de nieve. Se veían obligados a golpear con un palo las urces, para que el hielo se desprendiera y cayese. Solo de esa manera, las sufridas ovejas podían comer algo.

Estaban tan fríos tales bocados que, siendo ése su casi ex-

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clusivo alimento durante tantos días y regresando muchos atardeceres para el establo con sus lanas empapadas de agua, la mayoría apenas daban leche y abortaban en el invierno.

Esas y no otras fueron pues, las razones para que muchos de la vecindad optasen por el oficio de cabreros durante la estación del hielo, dedicándose a la recría y pastoreo de chivos, traídos de Maragatos, en detrimento del empleo como ove-jeros, que recuperaban al llegar el buen tiempo. Los carneros para la recría, iban también a buscarlos en primavera a las tierras de Astorga y Valdería.

Por los mismos argumentos, los habitantes de Ferradillo se especializaron en la producción de centeno, frutas tardías, pa-tatas riojanas para la siembra, y en la manufactura de diferen-tes carbones vegetales.

Las patatas riojanas se sembraban por el San Pedro y se recogían hacia finales de septiembre. Al ser cultivadas en te-rritorio tan alto y de secano, eran afamadas y su simiente fer-tilizaba muy bien en todos los pueblos del llano. Las bajaban en recuas de burros por Rimor y el monte Pajariel hasta los mercados de la ciudad templaria, y por Villavieja, en carros, hasta los caleros. Allí llegaban los paisanos carreteros, desde las villas y aldeas de la fosa, para llevar el borrallo hasta sus ha-ciendas. El borrallo, como subproducto de fina granulometría, derivado de la cocción de la roca calcárea, se emplea como desinfectante en las tierras de cultivo y para estabilizar el PH del suelo.

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En lo tocante a los carbones, los fabricaban de diferentes clases, apropiados para cada uso:

-Uno era de raíces de urz para los herreros, quienes en su fragua preparaban araos, azadas, picachos, rejas, clavos, he-rraduras.... Este carbón iba destinado fundamentalmente a la Ferrería de Pombriego.

-Había otro carbón que se hacía de roble o encino para los braseros del invierno, colocados bajo las mesas de los hogares de la ciudad, antes de la aparición del carbón mineral.

-Se facturaba asimismo un tercer carbón de roble, para los coches y camiones que, llegados poco antes de la guerra a las tierras bajas del Bierzo, carburaban entonces con el gas de este carbón. En los repechos difíciles o cuando el vehículo iba muy cargado, al motor se le suplementaban los CV, inyectándole también gasolina.

Pero, el producto más genuino en las alturas de Ferradillo, fue la histórica explotación comunal del hielo, como alter-nativa a tantas estrecheces. El uso terapéutico-medicinal del hielo con funciones antipiréticas, antiinflamatorias, antiálgi-cas y antihemorrágicas, amén de conservante y refrigerador de alimentos y bebidas, se conocía desde tiempos remotos, en cuyos vericuetos la memoria se pierde.

El almacenaje de la nieve lo efectuaban los de Ferradillo en dos pozos,ubicados junto a la pista que sube hacia Las Dan-zas. El más cercano a la aldea está en el paraje conocido como

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la Neveira, unos 25 metros por debajo de dicha pista, al otro lado del arroyo y por debajo del viejo camino que subía hacia la llanura de las Danzas. Este pozo tiene una forma irregular en el interior de un pequeño vallecillo, mide unos 6 metros de diámetro y 3 de profundidad5.

El otro pozo, más oblongo y conocido como El Valenón, se encuentra algo más arriba, a unos 300 metros, inmediato a la pista y a su derecha, al poco de tomar el camino de la izquier-da (el que tira de frente, sube hacia Los galirones) en la ladera con aguas vertientes hacia Santa Lucía, hundida en el valle que queda a la izquierda de la pista6.

Dichos pozos, aterrados y repletos de maleza en la actua-lidad, forman parte del patrimonio arqueológico-histórico-cultural, así como del paisaje de la sierra Aquilana, y merecen protección urgente.

Algunos argumentos y diálogos que aquí se retoman con un desarrollo más amplio, ya fueron esbozados en nuestro trabajo anterior: La siega del alcacer.

5 Este pozo se ubica en las siguientes coordenadas:42º 27,56’ 07’’ N Y 6º 38,57’ 22’’ W. Su altitud es de 1.349 metros.6 A una altitud de unos 1.406 metros y a 42º 27,42’ 54’’ N y a 6º 38,49’ 56’’ W.

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I-LOS SURCOS DE AQUILINO

Muere lentamente quien evita una pasióny su remolino de emociones, justamente éstasque regresan el brillo a los ojos Y restauran los corazones destrozados.

Pablo Neruda

Así pues, allí estaban los neveros, cuya blancura perduraba durante muchos meses, ante las narices de los pastores y a la vista de todos, para quien se atreviese con su domesticación.

Aquilino, de estatura mediana y acecinada prosopografía, era hijo de Ferradillo y, de tal natalicio, sentía para sus aden-tros un especial orgullo, tal vez por estar circundado de bue-nos aires y más próximo al cielo. Al no disponer de capital raíz ni de otras haciendas sustentantes, más allá de la propia morada, algunas colmenas en Villavieja y un borrico, había heredado de sus antepasados el oficio ambulatorio. Recorría el territorio a lomos de su burro, robusto de talle y bien ar-mado, cuando iba de vacío. Y tirando de ramal o siguiendo los pasos cansinos del asno, cargado con serones, angarillas, alforjas o aguaderas. Así surcaba las montañas, siempre por las

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veredas de la verdad y la honradez en sus tratos. Amaba todos esos caminos, remontando crestones y vadeando hondonadas, salvando derrumbaderos y hollando escarchas, combatiendo ventarrones, soportando aguaceros y nevadas, lidiando inter-minables invernías y ardientes agostías... A decir verdad, aun-que Aquilino rebosaba demasiado parecido con el Padrino, era la devoción de ambos por la libertad y el ser azotados por los vientos de las alturas, lo que prendía el yugo de esas almas gemelas, apasionadas por vivir la aventura de la vida sin pre-juicios ni atávicas prisiones.

Aquilino también trabajaba para vivir, con humilde digni-dad. Jamás sintió pasión ni estimó virtud alguna en la riqueza de bienes materiales y, en no pocos trueques y compraventas, prefería no ganar nada en metálico o en especie, con tal de ayudar en situaciones de necesidad o echar la mano en algún inesperado infortunio. Por eso, nunca renunció a buscar y re-partir más felicidad. Jamás de los jamases aceptó aquello que, desde la bonhomía, es inaceptable.

Por el tiempo de los gélidos relatos que nos van a ocupar, Aquilino se acercaba ya al quincuageno peldaño en la escala de la vida. Ese alma noble, siempre andaba de acá para acullá, cabalgando sobre el cordal aquilano: aquí cambiaba jamones por tocinos, en aquel pueblo compraba cera y miel, el de más allá le surtía de garbanzos y le dejaba carbón vegetal, en esotra aldea llegaba tras la esquila y, por el invierno-verano, a vueltas

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también con la nieve... Abastecía de todos esos géneros, junto a un diálogo sin prisa, a cuantos se topaba en el camino.

Desde niño, aprendió, por la telaraña de cien caminos y sen-deros de herradura, a contemplar la vida con reposo, a leer la poesía y sentir las más hondas emociones en los altos peñas-cales y los guijarros, en los perfumes de los centenales y los ucedos, en los saltos del azor y las fatigas del hormiguero, en los viajes vaporosos de la nube y en las infinitas sinfonías de la noche, en la tierra y en el cielo.

El acarreo de la nieve, era con diferencia el trabajo que más tiempo le entretenía y el que le proporcionaba las mayores rentas, para adquirir su propio sustento y el consumo de For-tunato, pues ese era el nombre de pila del burro. Cuando se refería a la nívea tarea, siempre decía que iba a cazarla. Ante los sorprendidos interlocutores, aclaraba que, lo de buscar, atrapar, cargar, acarrear, prensar, almacenar, aislar y cuidar la despensa de hielo, era como ir de caza mayor en la temporada en que se levanta la veda. Porque la nieve tiene también sus momentos del día y del año, para ser cazada, y no toda es vá-lida y llega a convertirse en un buen hielo.

Tampoco perdía, si el burro o él mismo no estaban convale-cientes, alguna de las ferias de mes de Pombriego, Viloria, El Puente de Domingo Flórez y Cacabelos, así como un par de mercados, repletos de gentes, sonoridad plurigénica y colma-

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dos de vituallas, hortalizas y frutas, esparcidas entre el castillo y la plaza de La Encina en la villa del Puente Herrado.

Esa era la madeja multicolor, que revoloteaba en la sesera de Aquilino, en el momento en que aquella mañana de prin-cipios de septiembre, marchaba hacia el naciente, montado en su cabalgadura y con sendos potes de miel en los serones. Tras subir hasta el Campo de las Danzas y surcar sus praderas, to-maría, en descenso continuo, el sentido del septentrión, hasta dejarlos en Villanueva. Después, virando al poniente, llegaría a Valdecañada, a fin de recoger unas pieles de cabra, ya secas, que, en la próxima feria del Puente, entregaría a un peleteiro de Llamas. Desde allí subiría hasta Rimor, para un encuentro tan sentido como inaplazable.

Alternaba tales pensamientos con la obligada visita a la ciu-dad, que realizaría pocos días después. Tenía que llevar varios bloques de hielo, que guardaba con mimo. En esas fechas, se celebra la fiesta mayor de la ciudad templaria y, desde años atrás, varios clientes fijos esperaban su hielo. Se lo pagaban casi tan bien, como el que había entregado dos semanas antes en el convento de las monjas concepcionistas de Villafranca, en la margen derecha del Burbia aguas abajo. Servía a las re-ligiosas cada año, dos cargas heladas: una hacia la mitad del mes de julio, y la otra antes de finalizar agosto. Con ellos, atacaba el convento las casi seguras calenturas de alguna de entre las clausuradas y, al mismo tiempo, enfriaban una be-

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bida deliciosa. Elaboraban dicho brebaje mediante un kilo de castañas, 100 gramos de nueces y otros tantos de avellanas, con unas ramitas de canela. Tras tostar y enfriar esos ingre-dientes, los molían con suma finura. A continuación, la harina así obtenida, era macerada durante tres horas en 12 litros de agua. Después, tamizaban el contenido y, al líquido resultante, le añadían miel como edulcorante. Finalmente, el producto resultante era sometido a congelación y, alcanzado el graniza-do, quedaba listo para ser consumido.

Las Conchas agasajaban con tan singular refrigerio, a los huéspedes especiales y a los tan acalorados como escasos pe-regrinos del estío. Además, siempre dejaban la prueba para que Aquilino casi se desmayase de gusto, cuando entraba en el convento, con la segunda entrega veraniega del hielo aqui-lano. Ese refrigerio era conocido en la Villa y entre quienes tenían el placer de catarlo, con el sugestivo nombre de sorbos del paraíso.

Mientras devoraba sin prisa curvas y retuertas en el remon-te, sus neuronas seguían maquinando. Con el montante de las operaciones de la miel y los bloques helados, invitaría a comer a Magistrala y Canaria, callos, pulpo o lo que quisiesen, con pan blanco y un jarro de vino, el próximo domingo 7 de septiembre, bajo los soportales de La Encina, en las afamadas fiestas de la villa. Enfeiraría� asimismo un saco de sal gorda, 7 Enfeirar es comprar algo en la feria o mercado.

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que portaría en el pico del aparejo, para las próximas matan-zas; en un ala de los serones, metería unos cuantos cuarterones del consabido pimentón con la misma finalidad, dos libras de escabeche de trobo, las dos mejores bacaladas que colgasen en la abacería, una para cada una de las mujeres, y llenaría la aceitera de 5 cuartillos en latón. Además, en el otro seno de esparto, cargaría un garrafón del vino adorado en una vasija de roble, a razón de 32 cuartillos el cántaro. Imaginaba tam-bién el camino de regreso, remontando feliz retornos y brezos, fuentes y castaños, con todo el cuidado para no perder nada, ni cansar a sus inseparables. Se veía en su fértil imaginación, marchando ya por el camino del monte Pajariel, Toral de Me-rayo y Rimor, hacia la casa de Magistrala. Después, si todo salía como deseaba, dormirían allí. Al día siguiente, subiría con Canaria por La Güeira, hasta las sombras de sus Galei-rones del alma. Harían noche en la casa de Ferradillo y, en la venidera jornada, sin importar la hora, la acompañaría hasta Santalavilla.

En su ascensión hacia el Valinón, no conseguía retirar de la cabeza, una y otra vez, el hervidero de vida del mercado: allí estaban ellas en medio de la barahúnda, bordeando las banas-tas de pimientos, canastillas de huevos y cestos de tomates; sorteando montones de manzanas, megas con uvas, atados de ajos y cebollas; degustando los olores de las sardinas en el asa-dor; embriagándose del perfume de los pimentones y guisos,

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refrescos y cafés; deteniéndose ante la mesa del trile, el corro del baratero, la banqueta del sacamuelas, la silla del barbe-ro... Amenizando la función los reclamos de los vendedores, el llanto de algún pequeño y el entrecortado orneo� de algún burro, aburrido de esperar, asidos junto a su Fortunato por las cabezadas a alguna de las numerosas herraduras, embutidas contra los muros orientales del castillo.

Ese próximo día 7, cobraba tanta relevancia para Aquilino por un hecho de gran trascendencia: era la fecha elegida para que, después de varios años oyendo cada una de las mujeres hablar de la otra, por fin se conocerían. De ahí que ese en-cuentro tuviese tan ocupada su mollera.

A su magín retornó también otra vez aquella maldita con-versación que, como el aullido del coyote, le golpeaba el cora-zón en cada regreso hacia aquel nefando pasado:

—“Pues sí, desde hace ya unos años, vive en el cuartel un guardia civil que le llamamos Paturro. Es una bellísima persona, de misa diaria y muy trabajador. Después de hacer su jornada, sale por ahí, para echar horas extras en otros trabajos, por los pueblos del Bierzo, con su compañero inseparable, otro guardia civil de Almázcara, muy bueno también y aún mejor cristiano...”

Eso había escuchado Aquilino el otoño pasado, de labios de una mujer que, acompañada por su marido, compraba pi-mientos a un labriego de Narayola en el mercado del castillo, que, desde dos años antes, se celebraba los sábados en vez de

8 Rebuzno.

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los domingos. Decía que vivía en la casa cuartel. Ella habló mucho, pero su marido mantuvo un mutismo absoluto, como el de los santos en las iglesias, a lo largo y ancho de aquella inquietante conversación. Son en extremo escasos, a decir ver-dad, los casos en que se cuenta, que alguien ha visto mover los labios, ni siquiera insinuar la más tímida mueca, a las sagradas figuras que adornan los retablos de los altares mayores y las capillas laterales, para plena satisfacción de tantos iconodúli-cos.

Porque, durante la guerra y años después, Aquilino sabía de muy buenas tintas que ese par de pajarracos mal nacidos, amparándose en la impunidad con la que el fascismo encubría sus crímenes, se labraron una fama infanda como jenízaros, a base de maldecir, maltratar, torturar y matar cobarde e impu-nemente, a cuantos se cruzaban en sus negras vidas, con sus siniestros métodos. Esa pareja de ñiquiñaques, esas dos torvas almas, usaban sus raquíticas neuronas, nada más que para em-bestir; sus infatigables puños para interrogar, en donde hacían más daño; y, en fin, sus rifles y pistolas, para asesinar y hacer méritos ante el altar del fascismo, como los perros de presa, a cambio de las migajas con las que eran recompensados por sus amos, asidos con fiereza al escalón zoológico inferior. Éstos adornaban las iniquidades y bellaquerías de aquéllos, cual si se tratase de actos sublimes, heroicos y patrióticos, a base de encubrimientos y mentiras. Así se hace también la historia, ru-

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mió Aquilino para su único fuero, en aquellos años de miedo, a veces de muchísimo terror innecesario e incalificable. Eran tiempos en los que las botas y fusiles, a sangre y fuego encum-braron a un enano traidorcísimo en el pescante del carromato hispánico. Corrían tiempos de purita rastrojera.

De pronto, en tanto continuaba el lento deglutido de tornos y contra curvas hacia el llano de las Danzas, las reflexiones de Aquilino pegaron un quiebro insospechado, cual ciervo aco-rralado por la jauría. Volaron sin atender ninguna orden, hacia otros mundos. Aquilino recordó entonces lo que decía aquel viejo manuscrito, conservado en la abadía de San Pedro de Montes. En la época de su redacción, aquel monasterio aún ejercía el señorío territorial, bastante debilitado ya, en régimen de quintería, sobre los referidos pueblos y aldeas vecinas.

Un joven monje, había sido designado por el abad como pá-rroco de Ferradillo. El tonsurado, repartidor de latinajos pane lucrando�, dio a su abuelo, el de Santalavilla, razón sobre el contenido del documento. De ese escrito, aunque facturado en fechas lejanas, Aquilino sabía que se había firmado exacta-mente el 20 de mayo de 1.752, bajo el melancólico reinado de su serenísima y tristísima majestad Fernando VI, por la gracia de Dios. Conservaba en su memoria la fecha de aquel escri-to, porque, según las referencias recibidas por vía matrilineal, coincidía exactamente con la del nacimiento de su abuela ma-terna, cien años más tarde.

9 A cambio de dinero.

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Decían aquellos papeles, que Ferradillo tenía entonces 20 vecinos jornaleros, menores de 60 años, y siete viudas, además de 9 mozos solteros mayores de 18 años, habitando en la casa paterna. De los hombres mayores de 60 años y de los menores de edad no se daba en el manuscrito fe alguna, tal vez porque no había personas mayores de 65 y los menores de 18, no contaban a efectos fiscales.

Sin embargo, no eran argumentos demográficos los que ocu-paban las elucubraciones de Aquilino, al pasar a la altura de la Neveira. Sus reflexiones iban dirigidas hacia la interpretación de la siguiente afirmación en el referido documento:

—A la veintiséis respondieron que el común y concejo de este lu-gar, no tiene más propio ni aprovechamiento que el de un pozo, en el que recogen nieve anualmente y cuyo emolumento, regulado por un quinquenio, importa a favor del común 100 reales de vellón.

Y memoró también que en el tumbo de los papeles de la junta vecinal, había otro escrito, redactado en tiempos muy próximos al nacimiento de la abuela reseñada, y que recalca-ba:

-Al Este, y sobre otra eminencia, se ve un edificio donde recogen la nieve, que por ser único en el país produce bastante utilidad.

El mismo autor, en su diccionario geográfico-estadístico, re-fiere otro hecho único en esas montañas. En la entrada Aguia-na, Nuestra Señora de la, dice:

Santuario en la provincia de León, partido judicial de Ponferra-

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da. Es una mala choza con honores de ermita, construida en la cús-pide del monte de dicho nombre. Como la mayor parte del año están el monte y la ermita cubiertos de nieve, los monjes de san Pedro de Montes tenían cuidado de bajar la imagen en solemne procesión y colocarla en la iglesia de su monasterio, desde el segundo domingo de septiembre, hasta el segundo día de la pascua de Pentecostés, en que volvían a subir a la ermita con la misma solemnidad y numeroso acompañamiento de gentes del país que, solo en esta época podían concurrir al desierto santuario.

Las procesiones continúan, pero han perdido su aparato y brillan-tez desde la supresión de los monjes. Mientras el preste y el resto del clero, revestido con los ornamentos sagrados, suben la empinada cuesta sobre poderosas mulas, los jóvenes aldeanos se disputan y pagan muy caro el honor de llevar en hombros las pesadas andas de la virgen. Cada seis pasos hace un alto la procesión y, el que más ofrece, releva a otro de los que ya pagaron y que, a su vez, se creen desairados si, con una nueva puja, no recobran su puesto. Esta cos-tumbre no se observa en ninguna otra fiesta religiosa del país.

Así pues, a partir de ese instante, los pensamientos de Aqui-lino tomaron rumbo único hacia el mundo del hielo y su la-boreo. Cuando el burro completó aquella retuerta, Aquilino se veía a sí mismo, acompañando al Padrino en las tareas de acopio de nieve en el invierno. De la memoria de aquel y los hablares del pueblo, sabía acerca de las subastas de los pozos concejiles, en las que el Padrino había pujado varios años, con intención de rematar el negocio.

Ese pozo, a punto de colmatarse por décadas de desuso, así como las paredes desvencijadas de lo que fue la casa del hielo, cual nave náufraga en la tempestad, le transportaron hasta lo más profundo de aquellos relatos, en torno a las níveas faenas del Padrino:

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—“...Febrero de aquel año se estrenó con las mismas nevadas intensas del mes precedente. A pesar de los esfuerzos del astro por menguar su grosor, una nueva manta blanca sepultaba la anterior. Mostraba a todo el mundo mi contento durante esos días, disponién-dolo todo para iniciar el blanco acarreo.

Habíamos pagado ese año al concejo de Ferradillo otros 120 rea-les por la recogida de la nieve, el llenado de los dos pozos y su ex-plotación. Para ello, como en los años anteriores, no hubo problema en acordar tiempos, medios de trabajo, horarios y reparto de los po-sibles beneficios con varios compañeros, también del pueblo, y que, por las campañas anteriores, conocían como yo el oficio de nevero.

Trabajamos duro durante los atardeceres y las madrugadas de la segunda mitad de febrero y la primera del mes de marzo. Lo primero fue eliminar la vegetación arbustiva en la zona de recolección y en las inmediaciones de los pozos de llenado. A continuación prepara-mos el fondo de los depósitos: para la cama nos servían las piedras del año anterior, colocadas en zig-zag, bajo unos troncos de roble, gordos como muñecas. Conseguíamos hacer así las sangraderas, con la doble misión de evacuar algún posible licuado y procurar la fun-damental circulación del aire helado, a través de la parte inferior de los depósitos. Encima de los troncos de roble, situamos al bies, palos menos gruesos de carrascos, rematados por garabullos10, per-pendiculares a su vez a las ramas de encina y, encima de todo lo anterior, helechos secos y paja de centeno. Como en el interior del pozo también aislábamos la nieve de las paredes, acercamos hasta sus bordes los matorrales, ramas y manojos de centeno necesarios a tal efecto. Por fin, con palas, parihuelas, espuertas o formando bolas rodantes, comenzamos el llenado de los pozos con la nieve más blanca. La pisábamos con los pies o golpeando con mazos de encina, hasta alcanzar la consistencia del hielo. La progresión en el llenado, era ejecutada alternando capas de hielo de una cuarta de grosor, con una fina cinta de centeno, que nos facilitaba mucho el trabajo, a la hora del cortado y extracción de los bloques.

Cuando la mejor nieve de las laderas umbrías y ventisqueros cercanos comenzó a escasear, echamos mano de una recua de tres burros y un macho que, guiado del ramal por un compañero, iba de-lante marcando el camino. Al anochecer hato y arrieros llegábamos

10 Palos pequeños.

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cada día hasta el pozo, para arrojar en su interior la última carga de la jornada. Una vez el pozo lleno, lo cubríamos con foleitos11 y ramas, que actuaban como aislantes. Para sellarlo se tapaba toda esa capa vegetal con tierra y espinos de toxo12, permitiendo que la nieve se conservara hasta el arribo del verano.

Cuando llegaba la época de calor, abríamos los pozos al atar-decer, comenzando la extracción del hielo. Tras cada saca de los bloques necesarios, el pozo se volvía a clausurar, hasta una nueva apertura. El transporte hacia las poblaciones destinatarias lo hacía-mos mediante burros y mulos, durante la noche, a través de senderos de montaña, evitando el calor. Esos bloques se forraban con helechos y paja de centeno, bien atados con cuerdas y, de esta manera, colga-ban del aparejo o se introducían en los serones...”

Aquilino tan solo llegó a conocer al Padrino durante unos pocos años. Sobre todo, lo que sabía de su carácter, inquieto y buscador, inconformista y aventurero, alegre y soñador, lo había escuchado a su madre y a otros mayores del pueblo.

De muy joven, atraído por las noticias sobre las abundancias que llegaban de América, y sobre todo por el denominado sueño californiano, heredero de la vieja fiebre del oro, le condu-jeron hasta los muelles del puerto de Vigo. Había tomado dos días antes un coche de caballos en Las Ventas de San Juan y, después de cinco postas, llegó hasta el mar de Galicia.

Un vapor le llevó hasta Barranquilla, durante un mes de via-je por el océano. Desde Cartagena de Indias, en otro barco por el Pacífico, aterrizó en California. En el far west pasó dos años y por lo que se conoció más tarde, la fortuna que pudo amasar

11 Helechos.12 Tojo.

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en su cabeza nunca llegaría a cuajar en su bolsillo. Huyendo de las minas y de los tiroteos de cada día, terminó en México, intentando encontrar allí un nuevo Eldorado que el norte le negaba. Fallido también ese recorrido sureño, acabó trabajan-do como empleado en las excavaciones del canal de Colombia en Panamá, durante el inconcluso proyecto francés. Fue un experto colocador de traviesas y raíles en el tren que acerca-ba o retiraba los materiales de esas obras. Allí vio caer como moscas a muchos de sus compañeros, atacados por la malaria y la fiebre amarilla.

Así pues, completado el fracaso francés en la colombiana provincia norteña, el Padrino optó por cambiar de aires. Con los ahorros del tiempo que trabajó para los de Lesseps y, sobre todo, rebosante aún de la misma carga ingente de su irreduc-tible condición de trotamundos, se marchó hacia el este, para iniciar, desde Barranquilla hasta Honda, el remonte del río Huacacayo, —aunque algunos indios lo conocen como Yuma, otros lo denominan Karacalí y, unos pocos aún más lejanos, le llaman Arli—. A lo largo de casi otros dos años subsistió cerca de sus aguas, viviendo del frenético transporte, del trueque, de la pesca o colaborando en el cultivo del arroz, algodón y frutales en las tierras de los indígenas ribereños.

Ese río, ¿cómo no?, había sido rebautizado siglos atrás por los españoles, según los cánones cristianos y, desde principios del siglo XVI, fue denominado Magdalena por los conquis-

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tadores, en honor de la supuesta novia del pretendido Jesús, oriundo de la imposible Nazaret.

En una ocasión bajó por el río, actuando como copiloto en un transporte de bananos, llegando a Santa Marta. Allí pasó una semana, siempre enfrascado en la vida del puerto. Ataca-do de nuevo por el virus aventurero, al octavo día se subió a un vapor que partía para Nueva York. Sin embargo, prefirió no completar esa singladura y optó por bajarse antes, probando suerte en la escala de La Habana. La determinación de quedar en Cuba vino motivada, porque un compañero de camaro-te, trigueño y cubano de nacimiento, consiguió encadenar su ideal, para unirse a la causa de la liberación de la isla. Aunque bien es verdad que, para enrolar al filantrópico Padrino en es-tas aventuras, nunca fueron menester largas ni sesudas argu-mentaciones. El compañero de travesía le animó:

—Oye tú, mi helmano, por toda Cuba se extiende como un relám-pago el grito lanzado desde Baire, en la Tierra Caliente de Oriente, Viva Cuba libre. Retumban también esas ansias de liberación en La Habana, en Colón, en Jagüey Grande, en Matanzas, en Camagüey y en... El sentimiento de emancipación corre entre los cubanos como un reguero de pólvora y necesitamos valientes para la causa. ¿Sabes que fue nuestra tierra cubana, el primer territorio de América al que trajisteis los españoles la esclavitud, y el último en que fue abolida?

Ese grito de libertad, nacido en el inolvidable 24 de febrero del año 95, se oye desde Pinar del Río a Guantánamo, desde La Antilla al Caribe. Fue lanzado por los mambises, luchadores cubanos con-tra la colonia española: José Martí, Juan Gualberto Gómez, Antonio Maceo, Bartolomé Masó, Quintín Banderas, Calixto García, Máximo

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Gómez, Guillermón Moncada, José Maceo, Collazo, Periquito, Miró, Portuondo, etc. Estos son sólo unos pocos nombres de los muchos héroes cubanos que hicieron temblar la tierra en aquel día, para concitar a la rebelión a las masas desheredadas.

La expropiación de los campesinos constituye el gran presupuesto para que exista el capital. Es a partir de esta expropiación violenta que el campesino no tendrá otra opción que ir a vender su fuerza de trabajo al mercado, desprovisto de sus condiciones materiales de supervivencia. El campesino expropiado no afluye al taller urbano ni a la fábrica, donde se transforma en obrero asalariado, por libre de-cisión propia... Tampoco existe ningún acuerdo contractual producto de la libre voluntad. ¡Hay que obligarlo! Y se lo obliga... Si el dinero viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla, el capital lo hace chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies... El Estado es una máquina nacional de guerra del capital contra el trabajo...

Vamos gallego, bájate conmigo de este viejo barco, coge las rien-das y súbete al corcel que galopa hacia la nueva frontera de la His-toria.

Ante la apasionada arenga del cuarterón, marxista de co-razón, en el noble espíritu del de Ferradillo se multiplicaron las endorfinas, y colonizó su deseo un auténtico huracán de empatía hacia los parias cubanos. Por eso, durante tres años peleó al lado de la guerrilla manbí, entre palmeras y ceibas, escalando lomas Y cruzando llanos, abatiendo aves tiñosas, ocupando ingenios y enamorando a más de dos cubanas. Du-rante la temporada caribeña, el Padrino oyó e hizo también no pocos ejercicios en torno a las teorías de Paul Lafargue.

Mas, con lo del Maine, en el invierno del año 98, todo ese mundo se derrumbó. Había creído estar en lucha contra los colonialistas y, al final, quienes ganaron la guerra fueron los

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yanquis, los nuevos colonos, pensaba el Padrino, cuando co-gió el último transporte en el puerto de Santiago. Volvía para España, con el ánimo atravesado por el impacto de una nueva derrota.

Llegó a La Coruña en un barco de guerra medio destarta-lado, a punto de naufragar antes de atracar en las Canarias. Entre los pasajeros de la moribunda fragata, había más civiles evacuados que soldados en retirada.

Pagar el viaje, desde Galicia hasta El Bierzo, le hubiese cos-tado poco trabajo, incluso lo habría hecho echando pie a tierra y andando. Pero el conseguir algunos ahorros que le permi-tiesen entrar en Ferradillo con un aire, sino de triunfador —él tampoco quería engañar a nadie—, sí al menos con la imagen de una cierta elegancia, le impulsaron a trabajar durante va-rios meses en los almacenes inmediatos al puerto. Reunido el montante que estimó imprescindible, al efecto de salvaguardar lo que unos denominan honor y otros amor propio, tornó a sus montañas. De incógnito llegó a Ferradillo y, esa forma tan rara de presentarse en la aldea natal, sin razón previa, cogió por sorpresa a todo el mundo. Venía montado en un caballo bien armado, adquirido dos días antes en la feria de Viloria. El porte del animal, blanco y con estrella negra en la testuz, unido a su propia magnificencia, con traje, sombrero y botas de cuero embutidas en los estribos, a horcajadas sobre los altos lomos de la bestia, le reportaron desde ese primer momento

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una a su entender inmerecida estima social. Y, ya de paso, tal preámbulo le excusó de dar mayores explicaciones.

En el pueblo ocupó el Padrino la vieja casa paterna. Durante los días siguientes, acopió en su caballo desde Ponferrada las vituallas y enseres imprescindibles para empezar a funcionar. Acababa de comenzar la primavera del año 1.899.

Aprovechando la posesión de ese medio de transporte a cuatro patas, al poco tiempo de su llegada, empezó a ser cono-cido como caballero vendedor, y no solo por el caballo. Con el arribo de ese invierno, ganó la puja en su primera subasta de nieve y pozos.

Durante casi un quinquenio luchó la vida, ofreciendo las novedades de temporada, comprando y revendiendo cualquier género comestible o de vestido, por los pueblos, aldeas y luga-res de las montañas aquilanas.

Resultó también que, mientras él andaba por fuera, una jo-ven del pueblo le atendía la cosa de la limpieza y le garantizaba una más que elemental organización doméstica. De tal forma que, cuando él regresaba de sus periplos, entre tres o cuatro días de duración, encontraba la casa con vida, arreglada, lim-pia como una patena y la comida a punto. En el momento en que comenzaron a llegar los fríos de octubre, a la moza le dio por animarse a calentarle también la cama. Él, casi 30 años mayor que la joven, encontró más que atractiva esa decisión.

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Sin embargo, entre tanto frío y las consiguientes calenturas para combatirlo, a la chica le comenzó a engordar lentamente la tripa. De forma que, en llegando el tiempo de las vendimias del año siguiente, se puso de parto y alumbró un hermoso ni-ñito. El Padrino estaba feliz con la criaturita y, desde cada feria o mercado, traía comida copiosa y variada, lanas y telas, a fin de que la madre le preparase el ajuar necesario, para acometer el inmediato invierno.

Con sus trapicheos y el trabajo de la dulce compañera, fue-ron capeando el cruel invierno, y los tres salieron fortalecidos de la temporada del frío.

Mientras tanto, los norteamericanos consiguieron los avales y la plata necesarios, continuaron con el soborno y la extor-sión para la independencia de la norteña provincia colombia-na. Después firmaron el acuerdo con las nuevas autoridades del istmo y tomaron en sus manos las riendas del proyecto del canal de Panamá. Esta noticia surcó los mares y escaló veloz todos los pueblos de la sierra aquilana citerior. El Padrino lo pensó varios meses. Tras convencer a su joven mujer sobre las bondades de aquel concurso, partió por las sendas del mar, hacia el tajo interoceánico.

En este segundo viaje llegó al puerto de La Coruña en tren. El trasatlántico completó el mismo recorrido que la vez ante-rior, pero en menos tiempo. En Panamá hizo idéntico trabajo que otrora para los franceses, tendiendo y levantando raíles.

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Desde allí enviaba con regularidad mensual una remesa de dólares al banco de don Carlos, colindante con la plaza del mercado de Ponferrada. La mujer y el niño pudieron de esa forma pasar aquellos años con ciertas comodidades, ajenas al resto del vecindario. Por ese motivo, se empezó en Ferradillo a forjar una leyenda. Si a lo anterior sumamos el recuerdo casi épico, mantenido en el subconsciente colectivo del pueblo, en torno a la primera llegada del Padrino, trajeado y montando un hermoso caballo blanco, el arco iris de la fantasía nada más hacía que crecer y multiplicar sus colores: ese hombre, tan desprendido, amante de su mujer y padre ejemplar, seguro que estaba amasando una inmensa fortuna en América.

Desde Ferradillo también llegaban cartas a la gigante zan-ja del istmo. Durante la increíble media docena de años que aguantó en esa obra el Padrino, pudo conocer las noticias de los Galeirones y, la más esperada entre todas, el rápido creci-miento y desarrollo del niño, fuerte y sin sobresaltos en su salud.

A pesar de los crecientes ingresos de los canaleros, aunque la mortalidad entre los trabajadores había descendido mucho, sin hacer caso a los noticieros del mundo sobre la gesta que él y sus compañeros estaban protagonizando, no esperó a la fina-lización de las obras. No tenía interés alguno en ver la apertura de las enormes compuertas, ni el llenado de aquellas ciclópeas vasijas y, menos aún, observar su fastuosa inauguración.

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Sin darle más vueltas, se marchó definitivamente del istmo, porque noticias más suculentas llegaban sin parar del norte. Subió de vuelta a México y, en la ciudad de Durango, aga-rró una carabina 30-30, alistándose con los rebeldes. Entró en una de las muchas partidas que, en la División del Norte, seguían con fe ciega al general Pancho Villa. La balacera en aquel nuevo empleo tampoco fue más llevadera que el anófe-les del Canal y, licenciado a la fuerza de aquella milicia, acabó refugiándose en las montañas y barrancas de Sierra Madre Occidental. Allí, al parecer, encontró la tranquilidad y Dios sabe qué otros lances e inevitables pasiones mundanas. Llegó, asimismo, a comunicarse con bastante soltura con los nati-vos en el idioma rarámuri�3. Con ellos permaneció Aquilino, al parecer, varios años. Adentrado en la madurez y sintiendo la nostalgia de su gente y terruño allende la mar océana, se despidió de los tarahumaras con mucho dolor de su corazón, porque lo habían aceptado con infinito afecto y, a pesar de ser extranjero, mostraron siempre hacia él inmensa amistad y respeto.

Para conseguir, además de la manutención, algunos ahorros con el fin de pagar el pasaje de vuelta, contrabandeó, con éxito incierto y con todo lo que pudo, a ambos lados de la fronte-ra. Unos meses antes de retomar el trasatlántico que le iba a 13 Es la lengua hablada por los tarahumaras, palabra españolizada y si-nónimo de rarámuri, pueblo amerindio que vive en el estado de Chihuahua. Ese inmenso estado posee una tierra inhóspita, calcinada y montañosa. Los rarámuri están emparentados con los viejos aztecas.

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devolver a España, tuvo la deferencia de avisar por carta a su familia aquilana. Ésta, a pesar de que iban años en los que él no daba señales de vida y tampoco les mandaba dinero algu-no, se alegró mucho. Su mujer, además, se ocupó de intentar puertas afuera mantener su estatus y no comentar con nadie lo del grifo agotado.

En el viaje de retorno, el barco se detuvo en la escala de Recife, la capital del estado de Pernambuco, durante un día y medio. Allí conoció el Padrino a un muchacho pernambu-cano, Júlio César de Mello y Souza, mejor conocido como Malba Tahan, que devendría uno de los más grandes mate-máticos brasileños, enamorado de la cultura islámica. Quizás como consecuencia de ese encuentro, tuvo el Padrino tanta afición por los números. Al llegar la noche, el joven recifense, ante sendas copitas de cachaça, le habló así, en una taberna del puerto:

Hacía pocas horas que viajábamos sin interrupción, desde Basra hacia Bagdad, cuando nos ocurrió una aventura digna de ser refe-rida, en la cual mi compañero Beremís puso en práctica, con gran talento, sus habilidades de eximio algebrista. Encontramos cerca de un antiguo karavansaray medio abandonado, tres hombres que dis-cutían acaloradamente al lado de una reata de camellos. Furiosos se gritaban improperios, deseándose las plagas más terribles:

—¡No puede ser! —¡Esto es un robo! —¡No acepto! Beremís trató de informarse sobre el origen de la discordia. —Somos hermanos, —dijo el mayor—, y recibimos como herencia

ese hato de 35 camellos. Según la expresa voluntad de nuestro pa-dre, debo yo poseer la mitad; mi hermano Hamed Namir, el mediano, una tercera parte; y Harim Namir, el más joven, una novena parte de

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los camellos. No sabemos sin embargo, cómo dividir de esa manera 35 camellos, y a cada división que uno propone protestan los otros dos, pues la mitad de 35 es 17 y medio. ¿Cómo hallar la tercera parte y la novena parte de 35, si tampoco son exactos los repartos?

— Es muy simple, —respondió Beremís—. Me encargaré de hacer con justicia esa división, si me permitís que junte a los 35 camellos de vuestra herencia, este hermoso animal que hasta aquí nos trajo.

Traté en ese momento de intervenir en la conversación: —¡No puedo consentir semejante locura! ¿Cómo podríamos dar

término a nuestro viaje, si nos quedáramos sin nuestro camello? —No te preocupes del resultado bagdadí —replicó en voz baja

Beremís—. Sé muy bien lo que estoy haciendo. Dame tu camello y verás, al fin, a qué conclusión quiero llegar.

Fue tal la fe y la seguridad con que me habló, que no dudé más y le entregué mi hermoso jamal, que inmediatamente juntó con los 35 camellos que allí estaban para ser repartidos entre los tres he-rederos.

—Voy, amigos míos —dijo dirigiéndose a los tres hermanos— a ha-cer una división exacta de los camellos, que ahora son 36.

Y volviéndose al más viejo de los hermanos, así le habló: —Debías recibir, amigo mío, la mitad de 35, o sea 17 y medio.

Recibirás en cambio la mitad de 36, o sea, 18. Nada tienes que recla-mar, pues es bien claro que sales ganando con esta división.

Dirigiéndose al segundo heredero continuó: —Tú, Hamed Namir, debías recibir un tercio de 35, o sea, 11 ca-

mellos y pico. Vas a recibir un tercio de 36, o sea 12. No podrás pro-testar, porque también es evidente que ganas en el cambio.

Y dijo, por fin, al más joven: —A ti, joven Harim Namir, que según voluntad de tu padre debías

recibir una novena parte de 35, o sea, 3 camellos y parte de otro, te daré una novena parte de 36, es decir, 4, y tu ganancia será también evidente, por lo cual sólo te resta agradecerme el resultado.

Luego continuó diciendo: —Por esta ventajosa división que ha favorecido a todos vosotros,

tocarán 18 camellos al primero, 12 al segundo y 4 al tercero, lo que da un resultado (18 + 12 + 4) de 34 camellos. De los 36 camellos sobran, por lo tanto, dos. Uno pertenece, como saben, a mi amigo el bagdadí y el otro me toca a mí, por derecho, y por haber resuelto a satisfacción de todos, el difícil problema de la herencia.

—¡Sois inteligente, extranjero!, —exclamó el más viejo de los tres hermanos—. Aceptamos vuestro reparto en la seguridad de que fue hecho con justicia y equidad.

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El astuto Beremís —el Hombre que calculaba— tomó luego po-sesión de uno de los más hermosos “jamales” del grupo y me dijo, entregándome por la rienda el animal que me pertenecía:

—Podrás ahora, amigo, continuar tu viaje en tu manso y seguro camello. Tengo ahora yo uno, solamente para mí.

Y reemprendimos nuestra jornada hacia Bagdad.

La noticia sobre la inminente llegada del Padrino, recorrió aldeas, breñales, valles y riscos, trasaquilanos y cismontanos. En pocos días se dispararon todas las alarmas. A medida que se acercaba la fecha de la llegada, aumentaban los rumores sobre su fortuna: crecían exponencialmente las ilusiones de observar el inmediato potencial de la aldea; se echaban cuen-tas sobre la hora en que llegaría el emisario con la noticia, en torno al número de carros que deberían disponer, para trans-portar los innumerables baúles que, sin duda alguna, el Pa-drino subiría hasta el pueblo; se cruzaban apuestas, relativas al número de criados, nuevas esposas e hijos que le acompa-ñarían en su séquito; aparecían ya las primeras discordias, por ver quien era el familiar que más derecho tenía, para planificar con su mujer todo lo necesario y, especialmente, lo relativo al alojamiento más cómodo, en tanto él no levantase su nueva mansión que, sin duda para nadie, adornaría el nuevo urba-nismo de Ferradillo...

Aquel hervidero de pasiones se apagó en unas horas. El Pa-drino llegó casi solo, entrando a pie en el pueblo, con el úni-co equipaje en un fardel, que portaba atado a un palo sobre su hombro derecho. En el hombro izquierdo, llevaba con él

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como si tal cosa, un ñacurutú. Es el ñacurutú una ave nocturna, domesticada y parecida a la lechuza, que le había regalado en Panamá uno de Antofagasta. El canalero chileno se la había entregado antes de morir, como tantos compañeros, debido a la maldita malaria unos, y otros como consecuencia de la fiebre amarilla. Ambas enfermedades venían determinadas por sendos mosquitos y, quien tenía la desgracia de sufrir su picadura, rápidamente era obligado a emprender el viaje sin retorno hacia los territorios inferiores.

El ñacurutú, a imitación de su dueño, mantenía siempre su cuerpo erguido y la cabeza enhiesta y, al igual que él, hacía una leve reverencia con la cabeza, saludando, ora a la izquierda ora a la mano contraria, a todos los viandantes sin excepción.

Cuando su mujer abrió el hatillo, demasiado pesado para el volumen, encontró algunos recuerdos de América y unas pocas ropas que protegían media docena de libros. Esa litera-tura, que, partiendo del socialismo utópico, se internaba en el científico, serían los únicos libros de los que el tierno Aquilino iba a sacar gran aprovechamiento. Los guardó como un teso-ro y, casi siempre llevaba uno con él: los leía y releía sentado en una peña o a la sombra de algún roble. Sus pensamientos volaban desde el falansterio al Capital. De Fourier aprendió que “el grado de emancipación de la mujer en una sociedad es el barómetro por el cual debe medirse la emancipación general de los seres humanos”.

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De Laura y su compañero Paul recibió la lección que, para ganar la libertad, nunca había que acceder a arrojar sobre uno mismo los grilletes y las cadenas de la prisión, alimentando necesidades nuevas e inútiles.

Del Capital solía aquilino recordar una cita: “La razón últi-ma de todas las crisis reales es siempre la pobreza y la limitación del consumo de las masas frente a la tendencia de la producción ca-pitalista a desarrollar las fuerzas productivas como si no tuviesen más límite que la capacidad absoluta de consumo de la sociedad”.

Del de Tréveris y su amigo Engels, llegó también a intuir el origen de la acumulación capitalista, de dónde viene el plus-valor o plusvalía14, el significado de la alienación, la lucha de clases en la Historia, etc.

A pesar de que Fortuna jamás le dotó de oro ni plata, no había permitido que se borrase la baraca en la bonhomía del alma y rostro del Padrino. Le procuró la diosa, asimismo, con-servar hasta su muerte el carácter inquieto, un Espíritu in-conformista, el escrutinio de lo que otros no eran capaces de imaginar, la necesidad de emprender, investigar e ir siempre un poco más allá... Por esas facetas,algunos admiraban al Pa-drino, siendo incomprendido por los más, pero respetado por todos.

Aquilino recordaba a menudo para sus adentros, lo que de

14 Ver el epílogo.

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los tarahumaras le había contado, en imborrables relatos de su niñez:

—Rarámuri es el nombre con el que esta gente se identifica a sí misma. Significa hombre que camina bien o de pies ligeros.

—Estos indígenas prodigiosos caminan con enorme elegancia y dignidad, —a menudo repetía el Padrino—. Aunque lo de: Kita shiwe!, por lo de: ¡No te rajes! tampoco faltaba día que no se lo recordase a alguien. Cuando aludía a las altas peñas, las deno-minaba Basaseachi o lugar de coyotes. Decían que al alcalde le llamaba Siríame y el nawésari era el sermón que echaba los do-mingos a los congregados en la asamblea; Repá betéame indica el que vive arriba, Reré betéame el demonio o el que vive abajo; sukurúame identificaba al cura o chamán; el padre y la madre los denominaba benet y zing respectivamente; akakas eran las abarcas; cuando acudía al concejo, él decía que iba a la tesgüi-nada; el tesgüino era el aguardiente... Siempre, como todos los individuos de la nación rarámuri, hombres y mujeres, viejos y niños, andaba con una Kkoiera o cinta en el pelo. Asimismo y como ellos, ponía a menudo la kobija, una especie de capa para el tiempo frío y que también le cubría en la cama.

Y de Chihuahua también, trajo el Padrino La leyenda de Basaseachi:

—Sucedió en tiempos arcanos e inmemorables, cuando el mun-do estaba aún tiernecito, mucho tiempo antes de que llegaran los

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españoles a esta tierra. Candameña era el amo y señor de la Alta Tarahumara. Tenía una hija llamada Basaseachi, de extraordi-naria belleza. Muchos aspiraban a desposarse con ella y el celoso padre les impuso una serie de difíciles pruebas. Cuatro de ellos las superaron: Tónachi, señor de las cimas; Pamachi, el de más allá de las barrancas; Areponápuchi, el de los verdes valles; y Carichí, el de las filigranas de la cara al viento. Pero en la última prueba que Candameña les impuso, todos murieron. Basaseachi, desesperada, se arrojó al abismo. Su caída se transformó en cascada por la po-derosa magia del brujo del lugar. Desde entonces su cuerpo no ha dejado de fluir por las profundidades de La Barranca. Nunca se supo de Candameña, la tristeza lo invadió y desapareció, aunque muchos creen que su espíritu vaga también por La Barranca, bus-cando el cuerpo de su amada hija.

Algo había heredado también Aquilino del Padrino; sobre todo el hecho de intentar huir de la obediencia a la tradición, el saber que, aunque muy pocos lo entendían, nadaba contra-corriente y, adrede, mantenía el paso cambiado: lo que otros celebraban, a él le importaba nada; cuando el común corría, Aquilino descansaba; en los momentos de pena, él mantenía el rostro de siempre...

El blanco y refrigerante negocio del Padrino, en pocos años se había ido a pique. Decían que la culpa la tenía un ingeniero francés, el cual había inventado una máquina para fabricar hielo, sin necesidad de ir a buscarlo a las altas cumbres.

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—Ese jodío inventor, —pensaba en aquel momento Aquilino —, mandó al carajo los pozos; pero, con industria más humilde, el que va encima de este burro, sigue teniendo algunos clientes inte-ligentes, que, sin hacer caso al gabacho ni al gobierno, prefieren el hielo de la sierra al que dicen que fabrica esa máquina infernal...

Con la llegada de las fiestas de La Encina, como queda apuntado, todo se cotizaba aún más y, para esa fiesta, siempre conservaba Aquilino varios de los mejores bloques en el fon-do de su modesto pozo, para los veranos en que la trousa se había derretido en esas fechas. Si la trousa se mantenía viva, tanto mejor, pues tal circunstancia ampliaba el abanico de sus posibilidades.

En efecto, dado que los antiguos pozos próximos a la aldea, llevaban muchos años aterrados casi por completo, él cons-truyó uno, mucho más pequeño que los anteriores, pero que satisfacía muy bien la demanda de hielo, que, presto, atendía entre los clientes del llano.

Dicho pozo lo había ubicado en lo más profundo de una cueva dolomítica, próxima a los Doce Apóstoles. Todos los in-viernos guardaba en su interior alrededor de un par de doce-nas de bloques. Aprovechando el escalonado de la roca, co-locaba las piedras elaboradas, como de inmediato se indica, a la entrada de la gruta. Con dos espuertas hacía un montón de nieve que, más o menos le surtía para hacer cuatro o cinco bloques cada día que empleaba en esa labor. Después, trenza-

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ba sobre el fondo y las paredes de un cajón una cortina de cen-teno. Concluido el alfombrado de paja, con sus propias manos también, llenaba con la nieve bien prensada, aquel molde de madera, que él mismo había ataramañado. Las tablas para el cajón las había comprado en San Adrián a unos serrantines portugueses, quienes, por el mismo precio se las serraron a la justa medida.

A la hora de extraer los bloques, no necesitaba azadón, pues la disposición escalonada del material facilitaba el trabajo en gran manera; de modo que cada bloque se desprendía del de arriba con facilidad, mediante tres golpes aplicados con vir-tuosismo contra un cincel en la línea de separación, definida por la película de paja de centeno.

Asimismo, había descubierto aquella trousa en la falda norte de La Silla de la Yegua, cerca de una grieta blanca en la insig-ne montaña. La culpa o razón de tal hallazgo, la tuvo un car-nero, que se descarrió del rebaño un día de agosto. El asunto sucedió como sigue:

En una ocasión, junto a otro vecino y un tal Rothmaler que les acompañó hasta el Campo de Las Danzas, partió desde Fe-rradillo, en un viaje que, a través de montañas y penillanuras, duró tres días. El mentado Rothmaler, de nombre Guillermo, era un alemán que había llegado al pueblo una semana antes. Ese hombre madrugaba cada día, para hacer algo que nadie

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había hecho jamás: identificar algunas plantas especiales entre las peñas de los Galirones. Decía que eran ejemplares muy ra-ros y casi únicos en aquellas alturas. Tenía el señor Rothmaler posada y fonda en casa del cantinero.

Los dos jóvenes conducían un hato de 50 carneros, durante unos 120 Km. Ese día madrugaron ellos también más de lo común. Superada la planicie de Las Danzas y dejando a don Guillermo con sus plantas, pasaron por encima de Santa Lu-cía, San Adrián, Montes, Peñalba, Manzanedo, San Cristóbal y Bouzas, ya en la base del Morredero, en una ascensión sos-tenida de escaso gradiente, pero constante.

A su derecha en el sentido de la marcha, fueron dejando atrás varias montañas de leyenda: La Aquiana, La Laguna, Pico Tuerto, El Campillo de Montes y la Silla de la Yegua.

Aquella mañana, Aquilino nada más pudo avistar la nieve, cuando siguió al perro en busca de un carnero extraviado. Un par de horas después, perro, carnero y Aquilino, se reunieron con sus compañeros de viaje en Bouzas. Aquilino, con la señal de la fatiga en su rostro, al llegar hasta ellos, con aire jubiloso exclamó:

¡Allí arriba he visto una trousa!

—¿Y qué nos importa eso a ti y a mí? Tu andas todo el año por las alturas y durante meses corta tus pasos esa maldita nieve, los mismos en que les niega el pasto a mi rebaño. ¡Ojalá esa trousa fuese la última nieve que cayese por esta sierra!

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Aunque la cortante respuesta del compañero le pareció ex-traña, la visión de la blanca mancha excitó su imaginación emprendedora.

En Bouzas doblaron a la derecha, subiendo hasta Pobladura de la Sierra. Allí se detuvieron brevemente para descansar un poco y almorzar. Los carneros aprovecharon, paciendo con presteza en los frescos prados de aquellas montañas, señorea-das por el Teleno a la izquierda y por el Morredero a la de-recha, en el sentido de la ascensión del rebaño y los pastores, antes de penetrar en Maragatos.

Un suave descenso de más de 20 kilómetros, después de de-jar atrás Rabanal del Camino y Murias de Rechivaldo entre otros núcleos habitados, les aproximó a Astorga. Hicieron noche en la vieja capital de los astures en una majada extra-muros, arropados por el infinito y silencioso manto de zafiro, sembrado de perlas parpadeantes.

Al día siguiente, cuando apenas rayaba el alba, partieron de nuevo, tomando un tentepié en las eras de Villarejo. Al llegar poco después a Hospital, atravesaron el Órbigo por el viejo puente. En ese vado, fueron asaeteados por una nube de mos-quitos. Los dípteros impíos, les procuraron más ronchas en los brazos y cuello que las heridas infligidas por don Suero de Quiñones a sus adversarios en el mismo Paso Honroso, cinco centurias antes, según dicen las vetustas escrituras.

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Alcanzaron la Virgen del Camino antes de ponerse el sol. Allí, se juntaron con unos romeros devotos, asturianos de Ca-bañaquinta y Felechosa. Habían llegado al santuario remon-tando el río Aller hasta el puerto de San Isidro y, torciendo hacia el poniente, descendieron por el Curueño hasta La Ve-cilla, en donde siguieron el curso del río Torío. Decían estar ofrecidos a esa Virgen. Con ellos compartieron los pastores sus viandas en torno a una fogata que, más que para combatir el relente, mantenían viva, por mor de ahuyentar a los dimi-nutos y voraces alados chupasangres.

En la tercera jornada de la marcha, hombres y cuadrúpedos progresaban con más lentitud. Alcanzaron su destino hacia la mitad de la tarde, entregando felizmente todo el ganado en La Robla. Iba destinado a un tabor de regulares, traídos desde el protectorado de Marruecos, para vigilar y hacer guar-dia. Allí vivaquearon los de Morería desde un verano de los años treinta y después se quedaron varios más, pues en la zona confluían numerosos factores de alto interés estratégico: La hullera vasco-leonesa, el ferrocarril minero La Robla-Bilbao, la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España, la carretera de León a Oviedo por el puerto de Pajares...

Aunque con retraso, almorzaron bien, descansaron un par de horas, tomaron un baño en el río, comieron un tentetieso y, antes de partir, mudaron las polvorientas camisas, por las blancas de las mochilas. El regreso lo hicieron en dos trenes:

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uno en la noche, desde La Robla a León y otro antes de ama-necer, en el correo expreso de Madrid, hasta la capital del bier-zo. Las máquinas de vapor de aquellos tiempos permanecían más tiempo paradas que en marcha y eran tan lentas que, por poco, de haber decidido arrancar a pie, hubiesen llegado, sino antes, al mismo tiempo. El ruido y olor de las locomotoras, especialmente al penetrar en los 28 túneles de la cordillera, les dejó muy maltrechos todos sus sentidos, el cuerpo, el alma y mancilló sus hasta entonces impolutas camisas. En cuanto pusieron el pie en la estación del Norte, ubicada en la fachada sur de la ciudad, sin mirar hacia atrás, ni escuchar el traqueteo de las bielas en el momento en que el tren se desperezaba de nuevo, ni oír los resoples de la caldera inundando de vapor los andenes, ni sacudirse el negro polvo del camino, enfilaron sin tardanza hacia los montes. Cuando llegaron al piedemonte de sus Galeirones amados, guardianes de la aldea, la atmósfera teñía de añil los contornos del cordal aquilano, y en el aire se respiraba un intenso olor a centeno, a maja y a cosecha. Esta circustancia olfativa, sin pronunciar palabra entre ellos, encendió dulces expectativas en los corazones de los dos ove-jeros al final del camino.

Pero desde aquel viaje, el del descubrimiento de la trousa, habían pasado ya unos cuantos años, con sus lunas y cuar-tos, con sus reiterados santorales y anuales nevadas. En el transcurso de los mismos, Aquilino, indefectiblemente, había

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surcado, la mayoría de los días hacia arriba o hacia abajo, los montes Aquilanos. En las escasas ocasiones que los trazaba en horizontal, era para moldear el hielo del pozo, otear en lon-tananza la trousa, visitarla para cortar el hielo o conduciendo rebaños de chivos o carneros en los dos sentidos: por el del oriente para buscarlos de pocos meses y flacos, por los pueblos ultra aquilanos y, algunos días después, completado el hato, regresar sobre sus pasos hacia el occidente.

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II-EL TÚNEL DEL INFIERNO

“Solo en un orden de cosas en el que ya no existan clases y con-tradicción de clases, las evoluciones sociales dejarán de ser revo-luciones políticas. Hasta que ese momento llegue, en vísperas de toda reorganización general de la sociedad, la última palabra de la ciencia social será siempre: luchar o morir, la lucha sangrienta o la nada. Así está planteado inexorablemente el dilema”.

Karl Marx: Miseria de la filosofía.

El viajero posee un alma abierta, susceptible de admitir cualquier contraste en sus pensamientos. Es capaz de hacer suyo un argumento nuevo, cruzar siempre un saludo con los viandantes, entablar, si ha lugar, una conversación amena con quienquiera que se tope por los caminos y, más si cabe, al decir de Aquilino, si las rutas serpean por la montaña.

En cierta ocasión, mediada ya una tarde de la mitad de los cuarenta, y superados en el remonte San Adrián y Santa Lucía por la izquierda y derecha respectivamente, Fortunato realizó a iniciativa propia un giro hacia poniente. Tal dilema tenía fácil solución, porque no implicaba nada más que repetir por enésima vez el camino de siempre.

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En esa fría tarde de las postrimerías de febrero, amo y mon-tura tornaban a casa. Por la mañana habían bajado unos sacos de carbón a un cliente de Ponferrada. Después, ya de regreso, se dirigieron hasta San Lorenzo, para cargar dos garrafones de vino. Desde allí, enfocaron por la carretera de San Esteban, con el fin de acercarse al ayuntamiento, en el que entonces ventilaban pleitos y papeleos los de Ferradillo.

Al entrar en el pueblo, observó Aquilino que el río bajaba ya muy crecido. Por pura curiosidad y el hecho de que iba mucho tiempo que no pasaba por encima del otro puente, el romano con arco de piedra, se dijo para sí que, cuando dejase san Es-teban, lo haría por el otro lado. Ese hermoso puente está a la salida del pueblo, aguas bajantes, y ya de paso, saludaría a los de Villanueva.

Dado que se vio obligado a esperar un buen rato hasta que llegó el escribiente, se le hizo tarde, y Aquilino decidió comer en la villa del Oza. Por eso, casi al final del ascenso, cuando Fortunato viró a la derecha, en dirección a la Lama de Foyos, a unos 300 metros de la carretera, ya el astro había consumido la mitad de la posmeridiana carrera.

Al aproximarse, divisó dos personas junto a la fuente. Llega-do hasta ellas, saludó:

—Buenas tardes, señores, ¿qué les trae por estos páramos solitarios?

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—Buenas para ti también, Aquilino, —le sorprendió el que parecía ser un poco mayor—. No tengas recelo, somos ami-gos.

—Pues, si somos amigos, me alegro, pero yo he perdido la memoria.

—Mañana, dijo el otro—, comienza una asamblea de la guerrilla en Ferradillo. No somos del Bierzo. Una persona que esta mañana estuvo contigo en Ponferrada, nos subió en un coche hasta aquí, diciéndonos que te esperásemos en la fuen-te. Creímos que ibas a llegar antes, pero...

—Me retrasé en San Esteban, porque...

—El que primero había hablado, le interrumpió:

—No hace falta que expliques nada. Los del maquis estamos acostumbrados a esperar mucho más. Además, no hemos vis-to a nadie, ni hemos sido observados por nadie.

—Vuestras ropas os mimetizan con los de la zona, pero la forma de hablar indica que no sois de estas montañas. Yo diría que tú eres gallego, —mirando al más joven—, y el compa-ñero nació por lo menos en Laciana—, se atrevió a aventurar Aquilino.

—Sí, —dijo el que parecía ser menor—, soy de Valdeorras y mi nombre es Paco. El camarada se llama Antón y es asturia-no, natural del Entrego. Al ser forasteros, de habernos abor-

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dado alguien, se nos advirtió con antelación, que la respuesta es algo así como que andamos buscando chivos para la Pascua. El contacto de Ponferrada nos dijo que, para mayor seguridad, tú nos guiarías hasta la cita.

—Claro que sí. Y, si de chivo se trata, en mi casa se troca por carnero, y, de gustaros, lo podéis probar esta noche.

—Muchas gracias, compañero. Algunos camaradas ya están en Ferradillo, los otros llegarán durante la tarde o por la no-che, desde diferentes procedencias y por distintos caminos.

-Estoy al tanto de casi todo. Es mi deseo que os sintáis a gusto en Ferradillo y, sobre todo, que alcancemos los mejores acuerdos en este tercer congreso de la guerrilla.

Mientras el trío realizaba las debidas averiguaciones, el bu-rro tampoco perdía el tiempo. Después de saciar su sed, sin importunarle la carga de los cántaros en el interior de los se-rones, se dedicó a rapuzar con afán el fino herbazal que, ladera abajo, alimentaba el exiguo manantial.

Cuando la hoja de la puerta de entrada en la casa de Aqui-lino inició su apertura, el gozne de hierro giró sobre el quicio, y se escuchó el lamento del arrastre. Entraron los tres y de nuevo se volvió a oír el lastimero quejido del roce, hasta com-pletarse el cierre.

El de menos edad sacó un papel y, diciendo en alto un nom-

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bre, preguntó a Aquilino si lo conocía, para que le diese aviso de que ya estaban allí Paco y Antón.

Aquilino les invitó a sentarse en el escaño, ante la mesa. Él, sin otras palabras, volvió a salir y, en escasos minutos, regresó con el recado cumplido, una hogaza de pan, seis o siete chori-zos enristrados y una jarra de vino. Lo puso todo encima de la mesa, cogió un cuchillo y:

—Esto va de aperitivo, mientras pongo al fuego unos tasajos con patatas, de quien fue marón hasta el último noviembre. ¡Seguro que no habéis comido en todo el día!

—Aquilino, no es necesario que nos agasajes. Nuestros es-tómagos, acostumbrados a la escasez, podrían resentirse de tantas, tan extrañas y maravillosas visitas, bromeó Antón—. ¿vives solo?

—Casi desde niño y ya no sabría vivir de otra manera. Pri-mero se fue mi padre y, al poco, también la mamá partió a su lado. Ella era mucho más joven que él, pero nos cuidó muy bien. Mi padre siempre fue un tipo curioso y genial. No tuve hermanos.

—Nunca te casaste, ¿verdad?, —aseguró el de más edad.

-No. Desde muy joven aprendí a vivir sin permanente com-pañía, a subir y bajar montañas en solitario, a dormir en lugares diferentes cada noche y a saludar la madrugada de cada día en

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horizontes distintos... Quiero a dos mujeres valientes, compa-ñeras de lucha y de amor. Ellas lo saben. Creo que me quieren también y, por lo tanto, pueden, aunque, a decir verdad, llorará mi alma, amar a otras personas. Los tres sabemos que vamos contra corriente y que, en el sentir general, lo nuestro no se comparte. Los cuchicheos, es fácil de comprender, nos despe-llejan; sin embargo, nadie lo manifiesta abiertamente. Por lo demás, en el rincón más íntimo de cada cual, estoy convencido que hay otras personas, libres de prejuicios, que, más allá de entendernos, viven o aspiran a vivir una vida parecida.

—Tienes arrojo, montañés, —recalcó Antón—. Estoy ca-sado, quiero mucho a mi compañera y somos padres de dos hijos, he de admitir que tampoco creo ni que el amor sea eter-no ni las flechas del mismo se dirijan siempre hacia una sola persona. Junto a mi compañera, nacida en Blimea, y al lado de otros muchos milicianos, combatimos en la revolución del 34, sufrimos la posterior represión, tomamos el cielo por asalto, con el triunfo del frente Popular, estuvieron a punto de en-friarnos con la caída de Asturias en el otoño del 37 y después, Aquilino, ya sabes... Cada noche durmiendo fuera de casa, expuestos a que en cualquier momento, la jauría de traidores nos echen sus negras garras encima, fusilándonos o, deteni-dos, nos apliquen como a tantos compañeros, la cobarde y criminal “ley de fugas”. Hace más de un año que no sé nada de mi familia asturiana...

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Antón frisaba ya los treinta y tantos. Tal vez por todo eso, sus crespos cabellos, antaño rubios, se habían tornado albinos. Cubría su cabeza una boina negra, de esas en cuyo reborde interior va una fina badana de cuero, aquellas que el centro del círculo exterior se remata con un vistoso pitorrillo de lana, y las mismas que empiezan a usar los paisanos al entrar en la madurez, en todas las tierras de España. En el caso de Antón, algunas sortijas rebeldes de su pelo, se encaramaban por enci-ma de aquella frontera negra. Vestía el asturiano un pantalón marengo, con chaleco del mismo color, y camisa Blanca. Iba calzado con botas de cuero negro, con estría de acordeón en la caña, para facilitar el embutido. Sobre los hombros llevaba un tabardo, cuyo tono se quedó a mitad del tabaco y el ver-de oliva. De complexión atlética y estatura mediana, sus ojos exhalaban una expresión ingenua y apacible, algo desdibujada por la barba de varios días.

—De mí, —terció Paco, tratando de utilizar el mejor caste-llano que le vino en mente, pero sin conseguir despistar por un instante su origen—, quiero decirte que tengo una novia en el Bolo, madre y hermanos en Valdeorras, acosados a diario por los fascistas... Dejadme que os diga que, en lo relativo a mis amores, no necesite más que esas dos mujeres, madre y novia tan queridas.

A mi padre lo mataron por el terrible hecho de apoyar la paz, el derecho y defender el gobierno que habían elegido nuestros

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compatriotas. Entonces tenía yo 18 años. En la mili fui objeto de mofas, malos tratos constantes y a veces palizas, por ser hijo de un hombre noble. Así que, siguiendo los consejos del infortunado Alfonso Ortega, un vecino de Xares en la zona de O Bolo, empecé a pensar en... Aprovechando un permiso, decidí subir para la sierra.

El rostro de Paco presentaba un matiz de mayor dureza que el de su compañero. De ojos de melaza, y con cabellos acas-tañados que peinaba hacia atrás. Flanqueaban su frente dos pronunciados entrantes, sobre los que parecían rebotar los tí-midos rayos de sol de media tarde. Algo más alto y robusto que Antón, Vestía totalmente de negro, con camisa gris, por cuyo escote, encima del último ojal abotonado, asomaba a su vez un mechoncito de vello negro. En vez de tabardo, llevaba plegada sobre el antebrazo una gabardina verde pálido. Sus botas, de piel más basta, conocidas como de material, eran acordonadas con poderosas tiras de cuero, también negras.

Los dos llevaban juntos tres años ya, formando parte de la misma partida. Se habían conocido el 24 del 4 del 42, en el primer congreso de la guerrilla, a escasos metros de donde ha-bían cenado esa noche. El valdeorrés aún no había cumplido los veintiocho.

—Paco, ¿quién era ese infortunado que nombrarste hace un instante?, —inquirió Aquilino.

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—Alfonso Ortega Prada, era un gran hombre, muy prepa-rado. Estudió en la escuela de primeras letras de As Ermidas y más tarde en el seminario de Astorga, que abandonó a la muerte de su padre. Rondó por muchos sitios y se casó con una berciana de la cuenca del Sil. De vuelta a O Bolo en 1932, inaugura su nueva casa con una importante biblioteca. Soldó entonces estrecha amistad con Clemente Vidal, líder comu-nista en tierras de A Veiga, asesinado por los falangistas de Valdeorras a finales del 36. Alfonso hubo de echarse al monte, su casa fue incendiada, su biblioteca arrasada, su mujer e hijos vejados por la barbarie fascista... Sobrevivió con una identidad fingida y llegó hasta el 3 de enero del año pasado en el túnel de Peñacallada.

—Y, ¿cómo fue eso?, inquirió de nuevo Aquilino.

—Pues, si os parece, terminamos primero la cena y, a con-tinuación, junto al calor de la lareira doy fe de todo lo que he conseguido saber.

Así lo hicieron. Las patatas con carnero resultaron en los paladares de los tres el mejor de los manjares y, entre trago y trago garganta abajo, aquel vino nuevo parecía abrirles aún más el apetito.

Recogidos los pocos útiles que había sobre la mesa, se aproximaron al fuego. Aquilino, previamente, le dio a Nava-rro un buen anaco de pan, mojado con el caldo de la cocción. Antes de sentarse con los dos compañeros junto a las brasas,

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aún preparó un fervuro, a fin de procurar por dentro, los cá-lidos lametones con los que el fuego les acariciaba por fuera. En la concavidad del morillo colocó el jarro de vino con miel, una pizca de poleo y cinco peras carujas, cortadas en mitades.

Los otros dos observaban con atención las maniobras del anfitrión. Fue Antón quien primero se dispuso para descargar la mochila de las ilusiones y vaciar sus recuerdos:

—Al comenzar la cena, nombraste, Paco, a un amigo tuyo,cuya vida llegó hasta enero del año pasado...

—Lo primero que tienes que saber, Aquilino, es que Alfon-so, de no haber muerto, debería estar hoy, febrero del 45, aquí. Lo siguiente es que todo lo que han dicho de ese terrible acci-dente ferroviario anunciado, exceptuando el mismo accidente, es falso. La censura lo ha empuercado todo, incluso echaron la responsabilidad de tantos muertos a la guerrilla. Lo que sé, después de 14 meses, es lo que saben muchos compañe-ros ferroviarios del partido, los cuales, con mucho riesgo, con extrema prudencia y tacto, han realizado una gran labor de investigación, en torno a esta gran farsa del régimen traidor. Algunos vieron y oyeron lo que sucedió en León y el resto de las estaciones en que el tren se detuvo. Varios de ellos venían ese día fatídico en el tren, y no todos murieron. Con la cola-boración de Antón, lo vamos a memorar para ti, Aquilino. La noche se presta, mucho mejor que las horas diurnas, para re-cordar la memoria de aquellos que amamos y ya se fueron...

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—Las gentes no se atreven a buscar la verdad sobre esa car-nicería humana. Tengo ganas de escucharos, pues, como dices, manipuladas nubes de polvo ocultan los hechos reales, velados también por muchas mentiras, —recalcó el de Ferradillo.

A partir de aquí, P será Paco, y A corresponderá a los ar-gumentos de Antón. Aquilino, casi hasta el final, se mantuvo callado, como ensimismado, escuchando el devenir de aquel mano a mano dialéctico sobre las recurrentes tragedias de los españoles.

P— Como cada día, el correo Madrid-La Coruña había sa-lido de Príncipe Pío, pasada la medianoche, cuando se acaba-ba de inaugurar la madrugada del 3 de enero del 44. El tren es el medio de transporte para largos recorridos. La fecha, entre las navidades, fin de año y reyes, implica el trasiego multitudi-nario de familias que van o vuelven de celebrar con los suyos, soldados y militares que hacen lo propio, gente que, aprove-chando la noche y la gran concentración humana, viajan como polizón, muy común en esta época de miseria. Por eso, se pue-de deducir que el correo 421, con su máquina a vapor y sus doce coches, rodaba hacia el noroeste repleto de gente. Tenía previsto cruzarse en León con el correo La Coruña-Madrid, que marchaba en sentido opuesto. La composición, aunque había descendido sin problema y con mucho tiento en la no-che, la sierra de Guadarrama hacia Medina del Campo, Va-lladolid y el río Duero, atravesó durante el alba y sin agobios,

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Venta de Baños y Palencia, pero, por los llanos de Tierra de Campos, sus maquinistas detectaron claramente la existencia de problemas en el sistema de frenos de su locomotora.

A—Ese tren se parece como dos gotas de agua a la España de hoy. La victoria de Franco en la Guerra Civil no garantiza la menor seguridad a nadie, ni supone que ha llegado la paz y la concordia con los vencidos, pues convierte en ciudadanos “ilegales” a decenas de miles de españoles que han luchado con el ejército republicano, simpatizado o pertenecido a partidos políticos de izquierda o democráticos o, sencillamente sospe-chosos de no ser adictos al “nuevo orden” de los vencedores.

P—Aquella mañana del inicio de enero, solo podía ser muy fría en la ciudad de León. A las 7,30 hace su entrada en la estación el tren correo de Galicia. Hecha la sustitución de su locomotora, una Montaña, por otra de las conocidas como Americanas, y realizados también los relevos de personal, Ju-lio y Federico, los nuevos maquinistas, suben a la Americana. Algo no marcha y el Sr. Razquin, jefe del servicio de tracción de León, decide doblar la titular con otra máquina de las co-nocidas como Mastodonte. Oficialmente se reforzaron así las 436 toneladas con la doble tracción por cabeza; sin embargo, todos los ferroviarios de la capital leonesa que esa mañana estaban de servicio, sabían que el problema no estaba en la capacidad de tracción, sino en el sistema de frenado. Los téc-nicos avisaron que la locomotora de refuerzo también tenía

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graves deficiencias en sus frenos. El retraso iba en aumento, pues en León se había perdido casi otra hora y cientos de personas esperaban que ese tren correo reiniciase la marcha. Contra la opinión de los maquinistas, el jefe de tracción del sector dio la orden de partir. Son tiempos de militarización, del ordeno y mando, en los que los jefes tienen la necesidad imperiosa de mantener, a costa de lo que sea, la disciplina y el escalafón jerárquico, para no dar la imagen de debilidad ante la opinión pública, pues allí estaban los vencidos, para poner de manifiesto las contradicciones del nuevo régimen golpista.

A—”Nadie que no tenga las manos manchadas de sangre, tema de la justicia”. Esta fue la falsa promesa de Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde, el man-damás de los generales traidores, que la contrarrevolución puso al frente del golpe de estado, contra los ciudadanos es-pañoles y el gobierno que habíamos votado por mayoría, cinco meses antes exactamente. Algunos creyeron la promesa del inicuo militar y se entregaron. La mayoría fueron vilmente asesinados.

P—El correo 421 llegó a Astorga con las deficiencias in-dicadas, y en esa parada se aprovechó para “dar puntos a los frenos del tren”. Allí permaneció el correo 24 minutos, per-diéndose otros 9. Ello indica las dificultades del frenado, pero al llevar delante la Mastodonte, una locomotora más pesada, el problema parecía ya menor. El correo-expreso de La Co-

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ruña-Vigo partió así con dirección a Brañuelas con las dos máquinas, haciendo su parada reglamentada. Allí comenzaba la rampa de mayor desnivel en toda la línea. Entre Brañuelas y Torre del Bierzo, dicha rampa salva una altura de 300 me-tros. Para solventar este trazado, en la segunda mitad del siglo XIX, se perforaron 28 túneles desde el puerto de Manzanal a Ponferrada. El número 1 está a 1,5 kilómetros de Brañuelas en sentido Ponferrada. El más complicado es el número 16, conocido como túnel del Lazo, por la vuelta que, rodeando la montaña, da sobre sí mismo el camino de hierro. Dicho túnel, tiene muy mala fama entre los ferroviarios, como consecuen-cia de su escasa ventilación.

Iniciado el descenso, hacia la mitad del mismo, la composi-ción se detuvo de nuevo en la estación de la Granja de San Vi-cente. El maquinista de la Mastodonte descendió para revisar los mecanismos, comprobando que la caja de engrase del eje delantero o avantrén estaba muy caliente, impidiendo el fun-cionamiento del mecanismo. La locomotora no podía seguir en esas condiciones. Hubo que desengancharla. Desde la es-tación de La Granja, se podía ver allí abajo, en la profundidad del valle, la estación de Albares, a casi 250 metros de desnivel. En ocasiones, para subir la rampa de Brañuelas, además de la doble tracción por cabeza, se colocaba otra tercera máquina por cola, conformando la triple tracción.

A— Aquello de, “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado sus últimos objetivos las tropas nacio-

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nales. La guerra ha terminado”, trajo consigo el inicio de una gigantesca cacería de hombres, a lo largo y ancho de la gran prisión, en la que los liberticidas convirtieron el territorio de España, con el resultado de decenas de miles de asesinados en los montes y cunetas de la más trágica noche ibérica.

P— Además, Julio Fernández, maquinista de la locomoto-ra, la Americana, la titular del tren, advirtió otra vez sobre los problemas de frenado en su máquina, y el riesgo de tal contingencia en el descenso. El miedo atenazaba a todos. De haberse negado a continuar, el maquinista podía ser acusado de sabotear el servicio, sometido al control militar.

A pesar de los negros nubarrones premonitorios, el correo 421 reinició la bajada por la rampa. Pronto cogió velocidad. El maquinista pudo comprobar con dramatismo todos sus te-mores. Los frenos no respondían a sus órdenes. La inmensa masa rodante con más de 400 toneladas, marchaba como por pista de hielo, en la mayor pendiente de todo su recorrido y sin control. Pasó veloz por la estación de Albares. El reloj marcaba las 13,10 horas. Asustado por lo que acababa de ver y oír, el jefe de esa estación telefoneó a la siguiente en Torre del Bierzo, 5 kilómetros más abajo, informando que el 421 bajaba sin frenos. La noticia invadió de espanto al jefe de estación de Torre que, abandonando la oficina, salió al andén gritando que se arrojasen traviesas a la vía.

A— Medio millón de ciudadanos españoles republicanos

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intentaron escapar de aquella persecución, cruzando sin es-peranza los Pirineos, buscando la libertad. Muchos fueron a parar a campos de concentración, obligados a alistarse en la Legión Extranjera. En Francia, terminada la guerra civil es-pañola, unos 300.000 exiliados decidieron repatriarse, sobre todo población civil que no había participado en la guerra, y muchos hombres que no ocuparon cargos de importancia en el ejército de la república. Confiaron en las promesas de Fran-co cuando aseguraba que “nada debían temer aquellos que no tuvieran las manos manchadas de sangre”. Sin embargo, cuando regresaron, fueron encarcelados y condenados en procesos su-marísimos, soportando una durísima represión penal, social y laboral. Por eso, 215.000 españoles se quedaron a vivir en Francia.

Decenas de miles se exiliaron para América, en donde fue-ron recibidos fraternalmente, especialmente en México. Otros miles de perseguidos pretendimos hacer lo mismo escapando por Portugal en diferentes ocasiones, pero la policía del dic-tador Salazar nos había cortado el paso. A muchos les costó la vida, cuando trataban de llegar a Lisboa, soñando con el ansiado embarque hacia América.

P— El jefe de estación de Torre, pretendía de esta manera aminorar la velocidad del 421, el tren correo desbocado.

Antes de cinco minutos se escuchó al tren entrando ya en

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agujas en la estación, lanzando al cielo una gran columna de vapor, junto a los angustiosos aullidos de su bocina. Los ferro-viarios apostados en el andén de Torre fueron testigos de que llevaba las zapatas del freno clavadas contra las ruedas.

El correo de cada día tenía previsto llegar a esa estación a las 10,02 horas. Ese día, lunes y feria en bembibre, el reloj marcaba ya las 13,20 horas. El 421, como una exhalación se dirigió hacia la negra boca del túnel 20, situado a unos 30 metros de la estación, sin sospechar que en su interior trataba de alejarse una máquina de maniobras, con una plataforma y dos vagones. Unos segundos antes, su maquinista había escu-chado los gritos del jefe de estación, y, de inmediato, accionó el contravapor. Ya no tenía tiempo de situarse en otra vía y dejar paso al correo. Tomando sentido Bembibre, trató de co-ger velocidad y amortiguar el inminente golpe. Sin embargo, hacia la mitad del túnel fue alcanzado por el tren de viajeros. El impacto debió ser brutal:

Los dos vagones de la maniobra, descarrilados, quedaron dentro del túnel. La máquina y el otro fueron proyectados fuera, unos 300 metros vía adelante. La tragedia de horror, espanto y muerte sólo se había iniciado.

A— Los más de cien mil fusilados tras una farsa de juicio, o asesinados a sangre fría con un tiro en la nuca, lo fueron por la sanguinaria permisividad del nuevo estado fascista, los

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familiares jamás han recibido ningún tipo de comunicación oficial de ninguno de los momentos procesales (en los casos de juicio sumarísimo): ni la detención, ni el encarcelamien-to, ni la incoación del proceso, ni el juicio, ni la sentencia, ni el “enterado” ni la “conmutación”. Ni siquiera les fue notifi-cada la ejecución; se enteraban siempre por los familiares de los compañeros del ejecutado. Esta forma de proceder tan sal-vaje es una expresión más de la locura del régimen criminal que nos oprime.

P— Por detrás, la locomotora Americana del correo y otros 6 coches también descarrilaron con grandes averías, forman-do dentro del túnel un enorme amasijo de cuerpos, equipajes, hierros y maderas. El gas del alumbrado de los coches ex-plosionó y, de inmediato, el túnel número 20 se transformó en una gigante galería de fuego. Los heridos no podían ser atendidos y los que estuviesen en condiciones de caminar, quedaron atrapados. Muy pocos pudieron salir. Ninguna de las personas que, desde el pueblo, a los pocos minutos llega-ron para socorrer, tuvieron posibilidad de acceso ante aquel infierno. Las escenas de impotencia, los gritos desgarradores y desesperados de los acorralados por el fuego, el revuelto de hierros y las paredes-cárcel del túnel debieron conformar la imagen dantesca más horrible. Los dos maquinistas salieron ilesos del túnel. Algunos de los que ayudaban a los heridos del exterior, aseguran que en el interior del horno crematorio se oyeron varios disparos de pistola.

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Sin embargo, la parca aún no había completado su faena en esa jornada apocalíptica. Unos segundos después, de nuevo asomaba su espectro, guadaña en mano, por la boca norte del túnel 21.

A— La Guerra Civil no ha terminado.�Quedan por enterrar esas legiones de asesinados por el bando nacional, desapareci-das en fosas comunes. Limpiar de telarañas la memoria de los otros caídos, los que nunca ocupan panteones ni pedestales, forma parte de un recorrido inevitable, si nuestros compatrio-tas aspiran a caminar por un futuro menos incierto.

P— Unos minutos antes, había salido de Bembibre el Carbo-nero, que ese día debía cruzarse como consecuencia del retraso del correo en la Granja, en la estación de Torre con el correo de Gali-cia. Iba remolcado por una máquina Santa Fe, construida especial-mente para remontar la rampa de Brañuelas, y distribuir el carbón de la cuenca berciana por el resto del país. No hay que olvidar que esta guerra mundial ha cortado las importaciones hacia España. La Santa Fe arrastraba 27 vagones de carbón y un furgón. En total 747 toneladas.

Antes de entrar en el túnel 21, la pareja de conducción del Carbonero, avistó el disco avanzado de Torre abierto. Los maquinistas de la Santa Fe ignoraban que, solo un momento antes, en el choque del correo con la máquina de maniobras dentro del túnel 20, los cables de trasmisiones alámbricos que

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movían las señales avanzadas, situadas fuera del túnel, habían quedado aprisionadas y tensadas en su interior, por efecto del material descarrilado. Por este motivo, el disco avanzado, en lugar de anunciar aviso de parada, estaba abierto, indican-do señal de vía libre. De ahí que los maquinistas de la Santa Fe interpretaron que su tren no tendría que detenerse ante la señal cuadrada abierta, fijada inmediatamente antes de la estación de Torre. Esa fue la causa que motivó al mercancías avanzar con su marcha normal.

A— Los que probaron suerte y se quedaron en España se encontraron ante una vida muy difícil: constantemente vigi-lados ellos y sus familias, cacheados, con allanamientos perió-dicos de sus domicilios, muchas mujeres peladas y violadas, la repetición del servicio militar de 3 años y que casi todos los puestos de trabajo disponibles estaban reservados a los ex-combatientes del bando “nacional” traidor. Comenzaba la paz del terror y los pistoleros, los paseos nocturnos, las sacas al amanecer en las cárceles, una nueva y terrible lucha por la supervivencia de los perdedores, sus familias, amigos y cono-cidos.

P— La distancia entre los túneles 20 y 21 es solo de 500 metros, en curva y dentro de una escarpada trinchera. La má-quina de maniobras tras el impacto del Correo, como ya que-da apuntado, había recorrido unos 300 metros hasta parar-se. Maquinista y fogonero echaron pie a tierra con celeridad.

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Gonzalo, el maquinista, detectando la avería en el sistema de señalización y sabedor de que el Carbonero estaba a punto de asomar por el 21, echó a correr por la vía en dirección al túnel, haciendo señales para que aminorase la marcha. Cuando la pareja de la Santa Fe advirtió los gestos de alto que Gonza-lo hacía con las manos, actuó de inmediato para pararlo. El maquinista apretó el freno y accionó la palanca del cambio de marcha, al tiempo que el fogonero cerraba la puerta oxige-nante de la caja de fuego.

Pasaron unos segundos hasta que se produjo el segundo cho-que de trenes, en ese día terrible y en el mismo lugar. En apenas 200 metros era imposible detener las más de 700 toneladas que arrastraba la Santa Fe. El fogonero, compañero de Gonzalo, se salvó escalando por la pendiente de la trinchera. En este segun-do choque descarrilaron las dos máquinas y varios vagones, uno de ellos aplastó a Gonzalo. El ténder�5 de la locomotora de ma-niobras quedó en la cuneta, separado de su máquina. Además murieron otros cuatro ferroviarios del Carbonero, todos ellos mozos de freno o pájaros de garita, en el argot de la profesión. En los trenes de mercancías, cada cuatro o cinco vagones iba un mozo de tren en una de tales garitas que, según los códigos de pitidos de la locomotora, daban o quitaban freno manual-mente.

15 El ténder es el depósito de combustible y agua, enganchado en la parte posterior de las locomotoras de vapor, necesario para el funcionamiento de las mismas.

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Gonzalo López se había salvado del primer choque, quiso evitar el segundo y, con su heroísmo consiguió aminorar la tragedia.

A— Entre los que no pudimos o no quisieron abandonar su tierra, estamos los guerrilleros, cuya vida es muy diferente, dependiendo de sus proyectos, de las épocas y de los lugares de España donde se actúe. Para algunos, sobre todo al co-mienzo de la guerra, no había programa político y su trabajo consistía meramente en resistir, conseguir sobrevivir y no caer en manos de la Guardia Civil, la Contrapartida y el somatén. En otras ocasiones hemos realizado golpes económicos, en los que a veces conseguíamos importantes cantidades de dinero para la causa.

P— Con otra locomotora Santa Fe que se encontraba en la reserva, se apartaron del tren siniestrado los cinco coches que ocupaban los últimos lugares del tren y que resultaron sin averías o conservaron su capacidad de movimiento. El fuego continuó durante casi tres días.

Varias máquinas solitarias trajeron desde León y Galicia a los primeros médicos y en los trenes de socorro que llegaron después, vinieron autoridades militares y civiles, junto a los altos cargos de la RENFE. Los dos maquinistas de la Ameri-cana fueron detenidos por la guardia civil y, dos días después, abucheados por la multitud, durante el entierro oficial de las

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víctimas al que, esposados, fueron obligados a asistir en la ciu-dad de León.

La censura impidió conocer a la opinión pública los detalles de aquella gran tragedia anunciada. Había que ocultar la evi-dencia sobre la deficiente situación de los ferrocarriles en la España de los vencedores.

A—Aquí estamos los de la guerrilla para continuar organi-zando la resistencia en este congreso. El 24 del 4 del 42 tuvo lugar el primero en que, a duras penas, se formó la primera organización militar contra los golpistas. Hay zonas, como el Bierzo y Valdeorras, donde las guerrillas hemos realizado tra-bajos de sabotaje en las minas de wolframio, que abastecían hasta ayer mismo al ejército alemán. Nuestra misión ha sido impedir, mediante acciones informativas o militares, que ese metal de uso bélico llegara a manos de los nazis. El gobierno inglés, a través de un solo espía, Alejandro Easton, afincado en Carracedo, ha sido capaz de aprovechar la organización guerrillera. Nuestro gobierno republicano, por el contrario, no supo o no quiso usar la fuerza de las guerrillas durante la guerra. Ni siquiera encomendarnos la misión de realizar sabotajes contra las tropas acantonadas, para evitar que fuesen trasladadas a los frentes en los que resistía el ejército republi-cano. Tuvieron mucho miedo a entregar las armas no solo a la población sino también a las partidas guerrilleras. Cuando Negrín lo intentó, a finales del 37, ya era demasiado tarde.

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P— En el Consejo de Administración de la RENFE, em-presa constituida tres años antes, el consejero José María Ri-vero de Aguilar, el militar que había organizado los servicios ferroviarios en la zona golpista durante la guerra civil, y que por ese mérito había sido impuesto por Franco como miem-bro del Consejo, nunca perdió la oportunidad en las sesiones del mismo de achacar a actos de sabotaje los numerosos ac-cidentes que se producían entonces, y pidió los antecedentes políticos de los ferroviarios implicados en el choque de To-rre.

Aunque el Juzgado de Ponferrada levantó acta de lo sucedi-do e intentó identificar los cadáveres, la cifra que pudieron dar respecto a los muertos distó mucho de la verdad.

Cuando al fin se extinguió el incendio y se pudo sacar del túnel la locomotora Americana 4532 del correo, el jefe de la Reserva de Torre, Pedro Anido, demostró ante las autoridades y los numerosos ferroviarios que presenciaban la maniobra, cómo el maquinista y el fogonero de esa máquina habían he-cho todo lo posible para parar el tren. La palanca del cambio de marcha estaba “a fondo” en la posición de marcha atrás, el regulador abierto y el freno apretado también a fondo. Ade-más, la pareja de conducción, a pesar de las órdenes insensatas, permaneció en su puesto hasta el final.

Aquella evidencia demostraba a las claras la profesionalidad de los dos ferroviarios y eximía de responsabilidad laboral y

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penal a Julio y Federico, la pareja de conducción del correo 421.

A— El otro día dijeron los de la Pirenaica, que los aliados de este lado habían atravesado el Rhin, y que por el otro, los soldados de Stalin están ya en Berlín y descubren al mun-do el horror de los campos de exterminio Nazi. Los cuarenta y tantos mil españoles de la división azul enviados contra la URSS se volverán como un bumerán contra el traidorcísimo Paticorto, Paca la culona. Después, en pocos meses, vendrán los aliados a liberarnos del yugo fascista a los de la penínsu-la Ibérica, y abrirán también aquí las puertas de los campos de exterminio, dinamitando el mayor de ellos, el gigantesco mausoleo, el más grande símbolo de la arquitectura fascista en la sierra de Guadarrama.

P— Aparte de culpar a los maquis del accidente, la consigna publicada en la prensa, atribuía también responsabilidades a los graves defectos del material, causados por la negligencia del régimen republicano.

Se dijo también que las autoridades del Ministerio de Obras Públicas trabajaban incansablemente para que con su gestión y vi-gilancia constante se mejorara el servicio, como se demostraba con los avances alcanzados desde el final de la guerra, salvo pequeñas irregularidades propias de la naturaleza específica de dicho servi-cio.

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Esas pequeñas irregularidades, fueron las que motivaron el año pasado más de 2.700 accidentes ferroviarios. Ninguno, ni de lejos, tuvo la catastrófica dimensión del de aquí.

A—¡Ah, cabrones, perjuros y liberticidas! ¡Así que la culpa de vuestra incompetencia es de la república! La cobardía de estos dictadores va pareja a su inmensa estulticia. La falacia argumental de los golpistas estriba en el hecho de que, además de justificar sus crímenes de lesa humanidad, ocultaron a sus súbditos, mediante la más burda propaganda y el control de las conciencias, que, en todo el noroeste de España, ellos junto con sus incondicionales amigos del bienio negro (noviembre 1.933-febrero 1.936), llevaban gestionando sus infraestruc-turas y gobernando a punta de pistola, desde hacía más de 10 años. Porque, a los cargos electos en febrero del 36, triunfante el Frente Popular, los traidores salvapatrias apenas les per-mitieron tomar posesión. La responsabilidad de la república española es otra muy distinta, pues como había escrito Lenin, la cuestión se plantea así:

—Ideología burguesa o ideología socialista. No hay térmi-no medio, pues la humanidad no ha elaborado ninguna terce-ra ideología... En la sociedad desgarrada por las contradiccio-nes de clase, nunca puede existir una ideología al margen de las clases ni por encima de las clases. Por eso, todo lo que sea rebajar la ideología socialista, todo lo que sea alejarse de ella

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equivale a fortalecer la ideología burguesa16.

P—Los coches destrozados, además de la locomotora, por orden de colocación tras ella, fueron: el furgón de equipajes, los dos coches correos, un primera, un primera-bar, un mixto de primera y segunda, y medio coche de tercera; fuera del túnel quedaron otros cuatro terceras y el coche pagador que cerraba la composición.

El túnel 20, con el nombre de Peñacallada, había sido ex-cavado en 1.882, con una longitud de 158 metros. Ese día se acallaron para siempre cientos de emociones y anhelos en su interior. Según testimonio de los ferroviarios, murieron abra-sadas entre 250 y 300 personas. Quienes lo bautizaron con tal nombre, jamás pudieron sospechar que, por esos caprichos del destino, 62 años después, en el vientre de esa Peña, la historia se encargaría de confirmar el luctuoso apellido de la roca17.

—Sois aún muy jóvenes, —repuso Aquilino, que hasta en-tonces había permanecido tan callado como la piedra del tú-nel—, ¿de verdad pensáis que, quienes, como Pilatos se lava-ron las manos en nuestra guerra, tendrán ganas de deponer a los que auparon con su supuesta neutralidad? Esas falsas democracias burguesas, jamás moverán un dedo, para derribar 16 Lenin, V. I. ¿Qué hacer? 1902. Capítulo II. ¿Qué hacer? fue publicado por primera vez como libro en marzo de 1902 en Sttutgart. Traducido al español por la editorial Progreso de Moscú en 1981. 231 Páginas.17 En los primeros años de nuestra democracia intervenida, el túnel 20 fue desmontado y, en su lugar, se prolongaron las trincheras erigidas en el siglo anterior.

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dictadores. Más bien los instalarán cuantas veces sea necesa-rio, allí donde puedan acrecentar sus negocios, sin importarle métodos ni pueblos.

A— Por la memoria de tantos brigadistas de esas y otras muchas naciones, muertos en los campos de España junto a los españoles por haber defendido la libertad en su lucha con-tra el fascismo, no pueden fallarles ni olvidarnos. Además, más de 25.000 españoles están luchando al lado de los aliados en la actual gran guerra; varias decenas de miles de compatriotas murieron en los campos de concentración de la Francia ocu-pada, bajo el gobierno colaboracionista de Petain en Vichy; y en la unidad que al mando del general Leclerc, encabeza la liberación de París, la mayoría de sus soldados son españoles. En esa unidad se habla y se canta en español, los oficiales son españoles, y las tanquetas lucen la bandera tricolor de la República española. En pocos meses renacerá la democracia en nuestra España. Todos los hombres y mujeres, campesinos, políticos, sindicalistas, magistrados, enseñantes, miembros de la cultura, que fueron forzados al exilio o vilmente asesinados por las tropas golpistas y los falangistas, serán rescatados de las cunetas o repatriados. Su memoria se recordará, en el pre-sente y para las generaciones venideras, en los monumentos que se erigirán en cada pueblo y ciudad española.

P— También serán rescatados los patrimonios robados a los herederos de los paseados, y se hará patente el rechazo y expo-

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sición pública de los asesinos. Sin demora, será inaplazable la exigencia de una condena clara, entre todos los ciudadanos ya libres, del golpe, la dictadura y el terrorismo de estado, el peor, el más criminal y alevoso de todos los terrorismos.

—Asimismo, en el supuesto, muy improbable según pienso, que esos deseos vuestros puedan ser cumplidos pronto, —aco-tó Aquilino— la repuesta autoridad republicana devolverá a sus madres los miles de bebés robados por los golpistas a la hora de nacer, y entregará a sus familias los innumerables ni-ños huérfanos secuestrados.

—Muchas gracias Aquilino, —manifestó el asturiano con viva emoción—, habíamos oído que extiendes tu mano y abres los brazos a todo el mundo, pero desconocíamos cuán grandes pueden ser tus manos y el calor de tus abrazos.

—Yo soy quien está en deuda con vosotros. A pesar de las diferencias en el análisis de futuro, es la primera vez que es-cucho el duro pero certero relato, que casa las dos tragedias anunciadas: el tren que Paco desenterró, en cuyo vientre se ahogaron cientos de gritos desesperados en Peñacallada, tan cerca de aquí; y, por parte de Antón, los infandos crímenes de esos pérfidos generales y sus avalistas, laicos o clérigos, que embisten y siguen despeñando a los españoles por los acanti-lados del fascismo.

En ese instante, el valdeorrés sacó la armónica del bolsillo de su camisa, y se entretenía jugando con ella, pasándola de

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una a otra mano en monótonos lanzamientos en vaivén. Ante tal visión, Aquilino más que preguntar, casi le suplicó:

-Paco, ¿puedes tocar otra vez aquella canción, la que te escu-ché en la fuente de foyos?

-Claro que sí.

Mientras afinaba algo el instrumento, para sorpresa de Aquilino, Ulises inició el acompañamiento en el tarareo de esos acordes iniciales. Sin embargo, el inmediato sentimiento de Aquilino, se transformó en encanto, cuando en perfecta armonía y compenetración, a la música que destilaba el de la filarmónica, correspondían, con letra incluida, los chorros vocálicos desde la garganta del asturiano:

Calza Xulián los zapatos y baxa a la población a la gueta18 de tricornios que vaiguen19 por Colasón.

Colasón yera forníu sigún la xente dicía va demostravoslo agora esguilando20 peña p’arriba.

Ya pasa la brigadilla a la gueta los fugaos,

18 gueta: búsqueda19 vaiguen: vayan20 esquilando: trepando

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cimblando21 van toos de llerza22: ¡son comunistes nomaos!Antón cola metralleta,la dinamita Colás, puxéron-y fueu al monte y el peñón echó a rodar

Antón encendió la mechaprendióla con picardía, entrasvióse’I23 peñón, la brigadilla a la vía.

Ensamaren24 biesca25 arriba y enriba de l’ Angariella26 Antón agüeyó27 p’abaxo dixo: ‘’¡Dios míu qu’esfuella28!”

Antón cola metralleta la dinamita Colás cuando asomen pela cueva ponse’I facismu a tremar29 .

Antón encendió la mechaprendióla con picardía, entrasvióse’I peñón, la brigadilla a la vía.

Antón encendió la mechaprendióla con picardía, entrasvióse’I peñón, la brigadilla a la vía.

21 cimblando: estremeciendo22 llerza: miedo23 entrasvióse: se atravesó24 ensamaron: escaparon25 biesca: monte26 Este topónimo alude a sendos barrio y arroyo, en Sotrondio, localidad de tradición minera, en el concejo de San Martín del rey Aurelio, en el valle del Nalón o Asturias central.27 agüeyó: echó un vistazo28 esfuella: jaleo29 tremar: temblar

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III-DOS CANALES EN LA TROUSA

“El verdadero revolucionario no piensa de qué lado se vive mejor sino de qué lado está el deber”.

Fidel Castro.

Recuperando el periplo que habíamos dejado atrás, en aquel día de primeros de septiembre del año 47, debemos anotar que, tras recoger las pieles en Valdecañada, Aquilino engan-chó el camino de Ozuela, tomando un baño en la reguera. Completada la ablución, avistó en el muro de contención de una acequia, alimentada por el riachuelo que riega los prados inmediatos, unas matas de almorándanos. Tomó un puñado de esos pequeños frutos silvestres, muy rojos, dulces y sabro-sísimos; a continuación cortó unas hojas de helechos y con-feccionó un hatillo, que, por su forma y tamaño, semejaba un tamal.

Después se dirigió hacia Rimor, para realizar una visita a cierta casa de la cercana población. Se detuvo ante la cerca. Sin prisa, pero sin perder un instante, descendió del burro, abrió la cancilla y penetró en la era. A continuación descargó las pieles y liberó a Fortunato del aparejo, permitiéndole retozar a su an-

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tojo. Sintiéndose ligero de equipaje, el asno tuvo a bien pegar varios revolcones por la diestra y, después de campanear, hizo lo mismo a sinistrorso, momento que aprovechó para ofertar su alegría al valle, emitiendo un sonoro, entrecortado y pro-longado rebuzno. Acto seguido, la bestia se irguió lentamente sobre los cuartos delanteros, elevándose después de ancas, aún con mayor parsimonia. Ya sobre cuatro patas, estornudó con estruendo, meneando el cráneo de manera bilateral. Por fin, con pasos cansinos, ascendió por la era, para comisquear junto al muro de la zona alta los hierbajos menos secos del cercado, a la hora en que, más o menos, el sol cruzaba la raya del me-diodía, en el cenit de su celestial cabalgada.

Sin demora, el hombre subió los peldaños irregulares de enormes lajas de pizarra. Desde el rellano, giró a su izquier-da y con los nudillos golpeó con suavidad tres veces sobre la poderosa puerta entrepañada. Él sabía que no tenía echada la tranca, pero prefirió esperar que se abriese. El gozne giró ha-cia adentro todo el cuadrante sobre su quicio, con cautela pero sin demora, como dando tiempo a la dulce expectación.

Una mujer con azabache en sus ojos y los brazos tendidos hacia él, le recibió con una mirada luminosa y limpia, buscan-do su cuello. Él la recogió con mimo, apretando sus pechos y abrochando aquellos labios contra los suyos. Así permanecie-ron fuera del tiempo. Culminado ese prólogo, ella puso algo de comer sobre la mesa, se sentó y lo invitó a seguirle. Él, en

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vez de ocupar la silla de enfrente, al otro lado de la mesa, se situó de pie tras la mujer y, después de dejar el tamal junto al plato de ella, tiernamente le susurró:

—Nada más un momento, Magistrala, antes debo saludar a mis gemelos.

Con sutileza le acarició el pelo, deslizó sus rudos dedos por las mejillas, cuello y nuca, sin prisa, liberó los botones de la camisa, descubriendo los pechos. Con simétrico compás rozó tiernamente las yemas de sus dedos, circulando sobre las ro-sáceas aureolas y, a pesar de que ella sobrepasaba también la cuarentena, pudo apreciar al tacto el alegre erguido de sus pe-zones, cual sendos pajarillos en el nido, elevando sus piquitos para recibir el precioso maná.

Magistrala, aunque en otro tiempo hubo deseado, —nadie sabe cuánto—, casarse con Aquilino; sin embargo, desde años atrás, cualquier vida conyugal había huido de su cerebro y nada más aspiraba a sentir con él, un par de veces al mes de ser posible: ver su sonrisa, sentir sus caricias, participarle los monocordes compases del laboreo diario, compartir el dulce fuego de la vida en esos fragmentos, y escuchar los relatos montesinos de su boca. Tampoco sufría cabanga por aquel pasado que pudo haber sido, pero que no llegó a ser.

Magistrala había aprendido durante su niñez las cuatro re-glas, a leer y escribir en la escuela de primeras letras del pue-

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blo. Después siguió leyendo, estudiando por su cuenta, obser-vando y aprendiendo en la escuela de la vida. Consideraba a los maestros como trabajadores de cuello blanco, explotados por el sistema, pero al mismo tiempo partícipes significados en la reproducción cotidiana del mismo. Comprobaba con dolor que el común de los mortales, una vez abandonada la escuela, jamás iba a retomar lectura ni escritura en el resto de su vida. Ese fracaso general le llevó a pensar que el método de la es-cuela no servía más que para realimentar el modelo, alejar al niño de esa institución, garantizar el asesinato de la ilusión por aprender a conocer, así como el ocaso de las facultades creativas de la infancia o, lo que es lo mismo, la poda de ese potencial para el resto de la vida de las personas.

Por eso, durante la mitad del año, en las largas noches que van desde el equinoccio de otoño hasta el siguiente, trató de paliar la inmensa rastrojera cultural de la aldea, en la guerra y posguerra, mediante proyectos de alfabetización comunal, que cada año realizaba, primero abiertamente y, con el triunfo de la bestia negra,enseñaba con mayor cautela. Así, planteaba dis-cretamente no solo la cuestión de las ganancias empresariales como resultado de la explotación de los obreros y obreras me-diante el trabajo no pagado en la empresa, sino que, además, ponía especial hincapié en otra realidad menos palpable, pero no menos expoliadora del sistema capitalista: el trabajo reali-zado, mayoritariamente por las mujeres, en la casa, con el fin

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de cocinar, alimentar, coser y limpiar a cada trabajador, para que pudiese retornar a la fábrica en las mejores condiciones, y el empresario pueda volver a sacar la mayor rentabilidad a su fuerza de trabajo. Ese trabajo doméstico no lo paga el ca-pitalista, pero se sirve del mismo bajo fórmulas atávicas de la costumbre, el cariño o el afecto en el seno familiar.

Si se calculara el valor del salario incluyendo el gasto de tra-bajo doméstico, las ganancias empresariales disminuirían de manera radical y, al mismo tiempo, el salario obrero aumenta-ría en la misma medida inversamente proporcional.

Magistrala ayudaba a todos y se ofrecía para gestionarles cualquier escrito, instancia o reclamación. Por eso y desde entonces, comenzó a ser conocida entre las gentes del lugar como La Magistrala.

Ella encontraba en Aquilino la ternura masculina, la honra-dez en su vida, el equilibrio de ánimo en la madurez, la tenaci-dad por no desprenderse de la humildad y la diaria búsqueda de los asuntos pequeños. Él admiraba a Magistrala por su va-lentía, por el trabajo con su cabeza, por su inalienable altruis-mo, sus impenetrables ojos negros, por no indagar jamás sobre los sentimientos puertas afuera y porque, a pesar de su natural austero, sabía transgredir e ir siempre más allá de la tradición y la monotonía en la cotidianeidad de la vida.

Se habían conocido un poco antes de la guerra, en el camino

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del Pajariel. Ella descansaba a la sombra de un rebolo, junto a una pesada bolsa en el suelo. Él también retornaba del merca-do. Ese domingo de primavera, Fortunato cargó por primera vez algo de Magistrala. Sus dueños comenzaron a transportar juntos, mucho más a menudo, los dulzores y sinsabores con que nos carga la vida.

Magistrala era la menor de seis hermanos. Se había ocupado asimismo, en cuidar a sus padres ancianos, con mimo y sutil dedicación, hasta que, con escasa separación, emprendieron el último viaje, con rumbo hacia el cosmos infinito.

Las añoranzas pensaba ella, nada ayudan en la fragua de la vida, cuyo martillo no puede abdicar de sus caricias sobre el rojo metal.

Aquilino tampoco le ocultaba ninguna pasión. Por él sabía que tenía otra amiga en Santalavilla, al otro lado del cordal aquilano, a la que se entregaba con los mismos sentimientos, y de la que, al decir de él, recibía idénticas mieles. Cuando se refería a ella, la llamaba Canaria, porque, desde el día en que se conocieron y en cada ocasión que se acercaba a la casa de ella, siempre la encontraba cantando coplas, y sembrando el aire con las dulces melodías, brotadas desde el prodigio de su metálica garganta.

En aquellas relaciones no había sitio para la mentira, los celos, las ofensas, ni siquiera para las medias tintas.

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Aunque ninguna de las dos manifestaba interés por saber nada ni conocer a la otra, la verdad era que la mutua curio-sidad por verla y saber cómo era esa otra mujer amada por Aquilino, rondaba muy a menudo los pensares de ambas. Tras varios años de distancia, Aquilino había ido preparando sin prisas el terreno para el encuentro.

Magistrala, llegado ese momento, lo que más deseaba era poder admirarla al menos un poco y, siendo de condición hu-milde como ella, anhelaba en su fuero que no se presentase con abalorios de baratillo en las inminentes fiestas de la En-cina. Tal costumbre y lo del cotidiano ventaneo eran las cir-cunstancias con las que menos congeniaba y que más le dolían entre sus congéneres.

Mientras Aquilino y la mujer comían en aquel mediodía de septiembre, se comunicaban más con sus miradas, que en los paréntesis de palabras. Hablaron así de lo suyo. Apuraron asimismo, entre bocado y bocado, un par de cuartillos de vino, más que tinto, por la alta mezcla de garnacha. Al postre, ella abrió el tamal, poniendo el primer almorándano sobre su pro-pia lengua, ofreciéndosela. Él lo tomó con la suya. El segundo fruto rojo siguió el recorrido contrario. Y así hasta comérselos todos.

Celebrado el dios Baco, atendieron el altar de Eros: Aqui-lino, se levantó y, agachándose junto a la silla de Magistrala, atrajo con su brazo diestro la cara de ella hacia la suya y la

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besó con dulzura. Al mismo tiempo, acarició con la otra mano el interior de sus trémulos muslos. Acto seguido, la ayudó a incorporarse, conduciéndola hacia la alcoba, para tenderse juntos y, acoplados sobre el ara del cielo, rendir el más labo-rioso homenaje a Venus, la diosa entre los dioses.

Ya por la tarde y mano con mano, hicieron otros surcos y plantaron medio ciento de repollo de asa de cántaro para el invierno. Después pasearon pegados por el robledal hasta el atardecer. De vuelta a casa, cenaron otra vez frente a frente y, antes de apagar el candil de la alcoba, cruzaron una última mirada cómplice en el silencio y la quietud, preñada de mortal dicha. Después se quedaron dormidos muy juntitos. Tampoco madrugaron.

A media mañana, él tomó su asno y lo aparejó. Cargadas las pieles, inició el remonte. Magistrala le acompañó durante un rato, hasta penetrar en la Güeira. Luego se despidieron. Ella puso en sus manos una bolsita de ñoclos muy frescos. Inmóvil, le siguió con la mirada, levantando su brazo tembloroso en señal de, más que adiós, hasta pronto, pues al domingo distaba ya muy poco. Mientras tanto, él se internaba aún más en el bosque, monte arriba. En el momento en que los árboles y las retuertas del sendero le velaron su imagen por completo, Magistrala permaneció aún 3 ó 4 minutos con los ojos clava-dos en el hueco de la floresta que lo engulló, por el mismito punto por el que él se perdió. Pasado ese lapso, pegó media

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vuelta, permaneció quieta unos segundos y, levantando sus ojos al cielo, le devolvió una mirada limpia y colmada de placer. A continuación inició el descenso.

Aquilino alcanzó Los Galeirones pasado el mediodía. De-dicó la tarde a preparar el utillaje necesario, engrasar la ter-ciarola y, a la par, se encargó de que Fortunato estuviese bien comido, bien bebido y descansado. Afiló hacha y azadón, un poco amochados a causa de tantos usos anteriores. Con madera de encina labró varias cuñas. Verificó asimismo el buen estado de cuerdas y cordeles.

La noche se le antojó demasiado larga, pues tardó en atra-par el sueño y se despertó en varias ocasiones, arrinconado por una pesadilla. De ésta nada más recordaría los ojos cen-telleantes de dos lobos, emboscados en la oscuridad, cuando regresaba a la vigilia.

Madrugó y sacó a Fortunato hasta la fuente, mientras él iba tomando la parva. De vuelta al establo, puso en el pesebre del animal un buen brazao de heno seco. Para la comida, arrimó la sartén al fuego y rechinó una lengua de tocino. Con la grasa resultante, frió un par de huevos con longaniza para sí. No necesitó plato, pues cumplió su función un buen anaco de pan de centeno, sustentado con la mano izquierda, sobre la que depositó el cálido frito. Con la navaja seccionó un extremo del pan, y lo puso entre el huevo y su dedo pulgar, con la doble

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misión de pinzar con firmeza y no engrasarse. Con tal apaño, cortaba pedazos de pan y, mojándolos en la yema, los saboreó con deleite. Así consumió más de la mitad de la rebanada. El resto del companaje lo remató de la misma manera, alternan-do los bocados con los apretones a la bota de vino.

Consumado el ágape, volvió a la faena: mesó con parsimo-nia una mañiza de hierba y otra de centeno, preparó su propia merienda y la del mastín. Sin demora cargó la terciarola, y del cuadrantal, colocado sobre un anaquel de la cocina, por si acaso, sacó un poco más de pólvora, munición de calibre, al-gunos fulminantes, varios tacos y la baqueta de ataque. Metió este material en un falquito de tela para tal uso. La pólvora y fulminantes los aisló previamente, como es de rigor, en papel de plata. Por fin, aparejó y encinchó su montura, rematando la operación con el colocado de los serones, en cuyos senos situó de un lado las herramientas más bastas y del otro, cuñas, cuerdas, merienda y el utillaje para un segundo tiro, de ser me-nester. Bien amarradas, ubicó las mañizas de hierba y centeno entre la cabecera del aparejo y el cuello de la bestia.

Cuando hizo cumbre en el Campo de las Danzas, había re-corrido 3 Km. desde el pueblo. Esta falsa planicie tiene unas 15 hectáreas que, cual gigantesco aparejo en las alturas, hace de divisoria de aguas entre la Cabrera y el Bierzo, por sus flancos meridional y norte respectivamente. Para entonces, ya el astro había iniciado la parábola del retorno, pero el viento

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aún soplaba intensamente, desde los valles hacia las cumbres de los montes. Al igual que la Aquiana, faldeó Pico Tuerto, las Verdianas y el Morredero por su vertiente septentrional, entre las cotas 1.600 y 1.700. Aunque en estas montañas hay algunos afloramientos de calizas dolomíticas, destacan las ro-cas de pizarras y cuarcitas, éstas muy duras y gelifracturadas, formando canchales. Sus cumbres, a excepción de la Aquiana, sobrepasan los 2.000 metros. Verdianas y Morredero culmi-nan en sendas cotas gemelas. En el caso del Morredero, tales alturas tienen nombre propio: se llama Silla de la Yegua a la zona expuesta en dirección al Bierzo, y se conoce como Ca-beza de la Yegua a la parte del Morredero que mira hacia La Cabrera, separadas entre sí por varios cientos de metros.

Hasta llegar a la Silla de la Yegua, a pesar de algunas peque-ñas cuestas empinadas, la mayor parte de la ascensión es muy suave y sostenida. Por eso, Aquilino nada más cabalgó sobre el burro algunos trechos, pues no quería forzar la máquina del animal: debía mantenerlo con el grueso de sus energías para el retorno.

Sobre los lomos de Fortunato, Aquilino canturreó algunas de las canciones que, por aquella época, animaban las ronda-llas de la mocedad de los pueblos y animaban fiestas y bode-gas. Desde aquellas alturas, observó los apuros de un ofidio de pequeño porte, tratando de alcanzar el matorral de la otra orilla. Un poco más arriba, pudo contemplar el juego de una

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familia de perdices, caminando a buen paso ante ellos. Los padres se mantenían algo más alejados; los perdigones, ya muy crecidos, sin embargo, en el momento en el que el burro esta-ba a punto de darles alcance, volaban unos 30 metros al frente, para luego reiniciar el paso ligero. Minutos después, arrimó el animal junto a una peña al borde del camino y descabalgó con facilidad. Enganchó el cordel de la cabezada sobre las li-gaduras de las mañizas y reinició la marcha a pie, cinco o seis pasos tras el animal. En los tramos polvorientos deshacía con sus botas, sin darse cuenta, las nítidas huellas marcadas por las herraduras de Fortunato. Solo un par de semanas antes, había acudido con él al potro del pueblo, para que el virtuoso herra-dor le cepillase los cascos a golpe de pujavante y le pusiese un nuevo calzado.

Antes de alcanzar la trousa, estacionó por penúltima vez junto a una fuente. Le pegó un buen trago y después hizo lo propio su burro. El cristalino frescor, amén de aliviar las gargantas de ambos, les animó en la marcha. Cerca de allí, en tanto una pareja de abantos daba cuenta de un gabato sobre un peñasco, segó unas manadas de foleitos y los amarró tam-bién sobre el aparejo.

Casi media hora después remataron el camino de ida. En un prado inmediato descargó todas las herramientas y liberó de sus aparejos al asno, para que pudiese pastar y gozar libre de correas y ataduras. El capazo con la merienda lo colgó de

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la rama de un tejo. Extendió después el haz de foleitos en una solana, a fin de que las verdes frondas criptógamas tostasen, perdiendo acuosidad durante las dos próximas horas. El sol ya había penetrado profundamente en su postrero cuadrante.

Cogió el utillaje de trabajo y se acercó a la nieve, observán-dola desde lo alto del canal. Se dijo para sí, tras una sopesada evaluación, que de aquella lengua blanca todavía podría cortar una docena de bloques de hielo. La hendidura sobre la que se había acumulado la nieve y que la había mantenido tantos meses, presentaba la forma de una V, de unos tres metros de altura, con el fondo semicilíndrico y pulimentado a causa de la abrasión milenaria. Aquilino observó también que por la cabecera de la trousa manaba un hilillo de hielo líquido que, cual gusano de cristal, serpeaba bajo el vientre de la trousa, se alargaba canal abajo, para desaparecer entre una alfombra de guijarros gelifracturados. Esos derrubios, desprendidos de un filón de arenisca más alto, habían rodado hasta el fondo del canal por efecto de la gravedad. Superado el manto de piedre-cillas angulosas, el perpetuo hilo de agua mantenía verde una franja de terreno de varias decenas de metros montaña abajo.

La cárcava que guardaba en su lecho el hielo y, a su vez, modelada por éste, estaba formada por roca pizarrosa, con un horizonte de bastante espesor.

Lo primero que decidió Aquilino, fue hacer con el azadón

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tres incisiones en línea sobre la peña al borde del canal. La se-paración entre esos huecos, podía medir alrededor de 90 cen-tímetros. Acto seguido, hincó las cuñas de madera de encina a base de poderosos golpes con una arenisca sextavada, usada a modo de maza. Sin demora, fijó tres cuerdas: la primera a la cuña superior y en su extremo ligó una pica de hierro; en el cabo de la del medio ató el azadón y la macheta, depo-sitándolos con suavidad sobre la helada superficie; la tercera cuerda quedó amarrada en la cuña perpendicular a la cabeza de la lengua. Esta última le sirvió también, para descender él mismo hasta el hielo.

Allí abajo, buscó el mejor apoyo y acomodo para sus pies. Las piernas de Aquilino formaban también una V, ahora in-vertida, contra las paredes de la grieta. Con el temple nece-sario, Aquilino se irguió y le pegó a la cuerda tres o cuatro vueltas en torno a su cintura, trazando una lazada segura con su extremo. Era la forma de no ir rodando hasta el final de la grieta, en el caso de sufrir un resbalón. La siguiente tarea, una vez liberada el hacha de la cuerda de en medio, fue descorte-zar el hielo que tenía frente a sí. Esa cubierta, contaminada por motitas de polvo, ante el ataque del acero, iba saltando en lascas irregulares, las mayores del tamaño de una onza, que se precipitaban en tropel hasta el fondo de la cárcava, camuflán-dose entre la manta de guijarros. Pasados unos minutos, su cristalina solidez se apagaba para siempre. Descascarilló así la

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superficie que entendía necesaria para la extracción de los tres bloques. El acto siguiente fue desechar la punta de la gélida lengua y definir ese lateral del primer cuadrángulo. A medida que penetraba en el alma de la trousa, la de Aquilino iba cre-ciendo en expectante optimismo: ¡tenía ante sus ojos un hielo inmejorable, a esas alturas del verano! Antes de abandonar el hacha, marcó con su filo las líneas rectas perimetrales de los tres bloques y, aún después, biseló sobre ellas unas incisiones de unos tres centímetros de profundidad. Las menudas es-quirlas transparentes saltaban en total anarquía y en frenética danza, a izquierda y derecha, por las direcciones de suso y de Yuso: unas se estrellaban contra las paredes de pizarra, otras quedaban retenidas sobre la nieve de más arriba, las de más acá chocaban contra el torso, y algunas, las menos, en el ardor de la pelea, se colaban entre el pecho y la camisa, bajando has-ta la cintura de Aquilino. A él, el roce contra su piel de esas piedrecitas heladas, no solo no le molestaba, sino que, por su papel refrescante, más bien las agradecía.

Cuando hubo completado esa tarea, abandonó la posición de cuclillas y se puso firme. Sacó su pañuelo y secó con él el sudor de frente y cuello. Sin dar tiempo al descanso de los músculos, liberó el azadón y ató el hacha a la cuerda de arriba. Con golpes no muy contundentes pero certeros, devastó los laterales de ese bloque que, mirado de frente, mostraba una forma apaisada. Dejó el pico amarrado a la tercera cuerda en

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el nivel más alto y, de la misma, desató la vieja pica de hierro, a la que el ferreiro había dotado en su cabeza de una forma helicoidal. Tomó también el hacha de la segunda cuerda, que le sirvió para ir aplicando cotazos sobre la pica, en el mismo centro de la línea horizontal superior de este bloque, hasta conseguir horadarlo. A ambos lados de éste, practicó otros dos pares de taladros. Completado el agusanado, devolvió el hacha a la cuerda superior e introdujo la del medio por el orificio central, enlazando el paralelepípedo, a modo de cinturón. Por fin, recuperando el pico, no fue difícil cortar la línea superior de la gran piedra de hielo y desgajarla de la trousa. Aquilino sabía que, al desprenderse de la madre, la pieza dibujaría un movimiento pequeño pero brusco, semejante al que describe el minutero de un reloj analógico, al ser atrasado desde menos cuarto hasta menos veinte. Por ello, antes de la rotura, colocó su pierna derecha por encima de la cuerda, evitando así el ser arrastrado por aquella.

Satisfecho con la marcha del trabajo, agarró de nuevo el ha-cha y la pica helicoide, a fin de realizar varios huecos a lo largo del perímetro de las otras dos piedras, alineadas longitudinal-mente a la grieta, y perforar un agujero más grande en el cen-tro de la línea divisoria de los dos futuros bloques, dispuestos verticalmente para ser cincelados. Superado ese objetivo, lan-zó la pica a su derecha, por el aire, fuera de la grieta. Asiendo fuerte la cuerda que le sujetaba, se echó él también fuera del canal.

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Buscó unas manadas del tostado helecho y lo extendió en una pequeña plataforma pétrea. Encima puso otra capa de centeno. Acto seguido buscó las cuerdas más finas y, con mu-cho tiento, sacó el bloque, depositándolo sobre la cama vege-tal. Forró después la piedra helada, acariciándola con ternura cada vez que extendía sobre sus cantos y caras, los filamentos del centeno y las hojas lanceoladas de helechos, como tejién-dole con mimo una bufanda verde y gualda. Por fin, abrazó el envoltorio con cuerdas que recorrían muy prietas el paquete en todas direcciones.

Bajó por última vez a la trousa y, a golpe de azadón, separó el bloque de la izquierda, que en el momento del geminado trazó el mismo arco ya visto, en sentido descendente. Después de repetir la operación con la tercera piedra, se echó el hacha a la espalda, metiéndola entre cinto y pantalón y, definitiva-mente, saltó él mismo fuera del canal, escalando su pared con la cuerda libre. Repitió la operación de las camas, izó ambos bloques hasta el borde de la cárcava y, por duplicado también, los fue forrando con la misma destreza y contento de ánimo.

De inmediato, dio a Fortunato la mañiza de hierba seca. Sin otra demora, cogió también su bota de vino y la merienda. Del pan que traía, entregó un buen anaco a Navarro, el mastín, que le miraba expectante y con incesante meneo de la cola. A con-tinuación se sentó. Mientras descansaba, masticaba y pegaba menudos tragos al cuero de vino. Sin jamás saber cómo llegan

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y se instalan esas ideas lejanas en nuestra cabeza, —tal vez por la simple observación del culebreante hilo de cristal, brotado de la trousa,— desgranó en su mollera, otra vez más, las cuen-tas del Canal, que a su Padrino oyera tantos años atrás:

—El Canal de Panamá, hijo mío, es una obra gigante, que comuni-ca dos océanos y por la que circulan casi todos los barcos mercantes que pasan del Pacífico al Atlántico o al revés. La vía fue excavada a través de uno de los lugares más estrechos y en la parte más baja del istmo que une a Sudamérica con Norteamérica. Este Canal sigue el valle del rió Chagres por la vertiente del Atlántico, y por la del Pa-cífico el curso del río Grande; mediante el corte de la sierra Culebra se unen ambos ríos.

El Canal funciona las 24 horas del día durante todos los días del año.

Aunque fue inaugurado en 1.914, su historia viene de bastantes años atrás. El francés Ferdinand de Lesseps, tras su éxito inapelable en el Canal de Suez, inaugurado en 1.869, es invitado por las auto-ridades de Colombia, para asumir un nuevo reto. En 1879 Lesseps, entonces con 74 años de edad, Presidente del comité francés para la apertura de un canal interoceánico en América Central, acepta esta tarea. El proyecto de Lesseps pretendía, al igual que en Suez, unir los dos océanos mediante una sola trinchera a nivel. Tal proyecto acaba fracasando, pues se desenvuelve en un clima de hostilidad po-lítica anglo-norteamericana contra el ingenio francés, inundaciones de las obras, corrimientos masivos de tierras, brutales epidemias y escándalos financieros.

Panamá fue independizada en 1.903 y los Estados Unidos de Amé-rica del Norte adquirieron los derechos de la fallida empresa france-sa; pero además, blindaron esos derechos, comprando una zona vital, la parte del territorio panameño que se extendía unos 8 kilómetros a ambos lados del futuro Canal. De tal modo, la República de Panamá quedó dividida antes de nacer en dos partes, porque en ese tratado, dicha franja, pasaba a ser de exclusiva propiedad estadounidense, a cuyo frente, como un estado más, de unos 100 Km. cuadrados, situó el gobierno de Norteamérica un gobernador.

Gran parte de la ruina de Ferdinand de Lesseps y los franceses, vino motivada por no echar bien los números del titánico desmonte

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en el norteño istmo colombiano. Pero no menos dramático fue el que tampoco tuviesen en cuenta las investigaciones llevadas a cabo por el médico cubano Carlos Juan Finlay. El doctor habanero ya ha-bía concluido y anunciado en 1881 que, la transmisión de la fiebre amarilla, se debía al mosquito Aedes aegypty. Los norteamericanos priorizaron la suma relevancia de la cuestión sanitaria, asunto, sin cuyo concurso, jamás se podría llevar a buen puerto el proyecto de unir allí los dos océanos.

El proyecto yanqui contemplaba seis juegos de esclusas y las obras comenzaron de inmediato en 1904.

Llevó cuatro años construir todas las esclusas a partir de la pri-mera capa de hormigón, colocada en Gatún. Hasta entonces, el hor-migón, una combinación de arena, grava y cemento, había sido poco utilizado en la construcción, y se usaba sobre todo en pisos y sóta-nos. Dos barcos de la organización del Canal traían desde Nueva York todo el cemento para construir las esclusas, represas y vertederos. Las gravas y arenas se consiguieron en lugares próximos.

La unión del Canal con el Atlántico se realiza a través de 7,2 Km. de canal dragado. El canal se prolonga a lo largo de 11,1 kilómetros, girando un poco hacia el oeste antes de llegar a las esclusas de Ga-tún. El agua eleva/desciende los barcos en estas tres esclusas 25,9 metros sobre el nivel del mar hasta la superficie del Lago Gatún. Después los lleva a través de la Cordillera Continental y los vuelve a bajar al nivel del mar en el océano Pacífico, de la forma siguiente: desde las esclusas de Gatún el canal atraviesa el lago del mismo nombre en dirección sur y sudeste hasta la boca del Corte Culebra, un canal excavado en la roca de 13 kilómetros de longitud. Al final del Corte Culebra está la esclusa de Pedro Miguel, con una altura de 9,4 m. La esclusa linda con el lago Miraflores, que está a 16,8 metros sobre el nivel del Pacífico. El canal cruza, a lo largo de otros 2,1 Km. el lago Miraflores y alcanza la primera de las dos esclusas homónimas, que descienden los barcos hasta el nivel de la marea del Pacífico. Desde esta esclusa más baja, el canal llega a lo largo de 4 Km. hasta Balboa, en el golfo de Panamá, desde donde se ex-tiende un canal dragado de unos 8 Km. hasta la bahía de la ciudad de Panamá.

Las esclusas reciben sus nombres de algunos topónimos de la franja que atraviesa. Tiene el Canal de Panamá seis esclusas, con dos cámaras paralelas cada una. Todas las cámaras de las esclusas son de las mismas dimensiones (305 m de longitud útil y 33.5 m de ancho), tres en la vertiente del Atlántico que alzan los barcos y tres en la del Pacífico que los descienden al nivel del mar o a viceversa.

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La travesía dura unas 9 horas de promedio. Las aguas del río Chagres fueron domesticadas por medio de un lago artificial, para evitar las inundaciones con sus crecidas.

Dado que en cada esclusa hay dos pares de cámaras, lado a lado, se puede acomodar el tráfico en las dos vías paralelas, ya sea en sen-tidos opuestos al mismo tiempo o en el mismo sentido, dependiendo de las necesidades de tránsito.

En la vertiente atlántica, pues, las Esclusas de Gatún tienen tres niveles o pares de cámaras; y en la del Pacífico, las de Pedro Miguel tienen un nivel y las de Miraflores tienen dos niveles, haciendo un total de seis pares de esclusas con 12 cámaras.

El Canal de Panamá no utiliza bombas; el agua realiza su trabajo mediante la fuerza de la gravedad. El agua para subir y bajar las naves en cada juego de esclusas, en realidad una especie de esca-leras, cuyos peldaños para ascender o descender se llenan o vacían de agua, se obtiene por el simple sangrado del lago Gatún. Hay que tener en cuenta la enorme pluviosidad de la zona, que permite el acúmulo de agua en dicho lago artificial durante todo el año. El agua entra o sale a través de túneles gigantes, o alcantarillas, de 5,5 metros de diámetro, que corren a lo largo de los muros central y laterales de las esclusas. De estas alcantarillas principales, 10 juegos se extienden por debajo de las cámaras de las esclusas desde muros laterales, y otros 10 desde el muro central. Estas alcantarillas más pequeñas, con un diámetro de 1,5 metros, se ramifican en ángulo a la derecha y corren lateralmente bajo el piso de cada cámara de las esclusas, 20 en cada cámara. Cada alcantarilla cruzada tiene cinco salidas, haciendo un total de 100 hoyos en cada cámara. Este gran número de hoyos distribuye el agua de forma pareja sobre toda la superficie del piso para amortiguar turbulencias.

Por cada buque que transita el Canal se utilizan unos 200 millo-nes de litros (0,2 hectómetros) de agua dulce, los cuales fluyen por gravedad a través de las esclusas, para finalizar en los océanos.

Las naves en tránsito por el Canal de Panamá son remolcadas de una cámara a otra en cada juego de esclusas mediante locomotoras eléctricas de cremallera, diseñadas a tal propósito.

Para llenar una esclusa, se cierran las válvulas principales en el extremo más bajo de la cámara, mientras que se abren las que se encuentran en el extremo superior. El agua fluye del lago a través de las grandes alcantarillas hacia las alcantarillas cruzadas, mediante los hoyos en el piso de las cámaras. Para sacar el agua de las esclu-sas, se cierran las válvulas en el extremo superior y se abren las del extremo inferior.

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El agua también sirve para generar energía eléctrica, con el fin de accionar los motores que abren y cierran las compuertas, las vál-vulas y las locomotoras eléctricas.

Durante la construcción del Canal se removieron y se eliminaron más de 183 millones de m³ de materiales, que si se pusieran en un tren de carga, le daría la vuelta al planeta Tierra cuatro veces. Una octava parte de este material había sido excavado ya por los fran-ceses.

Esta faraónica creación del capitalismo, ha devorado un gigantes-co peaje en vidas de hombres. Los muertos, negros en su mayoría, hijo, fueron casi 40.000. ¡500 por cada kilómetro de canal! Colocados a lo largo de la vía de agua, sus cuerpos desde la ciudad de Panamá hasta la de Colón, ¡formarían una doble línea, de ida y vuelta, de 160 Km. con sus cadáveres! Ese fue el puente de luto, exigido por los peajeros, para conectar los dos océanos.

Absorto Aquilino en tales meditaciones, repasó la aritméti-ca ístmica, sin darse cuenta que iba ya un buen rato que había terminado la merienda. Cual geómetra ensimismado en sus cálculos, trazaba de manera compulsiva rectas y curvas con la punta de la navaja sobre el invisible y lejano encerado del éter panameño. Aunque en ese momento Aquilino no podía co-nocer a Pérez Jiménez, y menos aún el axioma que pocos años después iba, sin darse cuenta, a formular el dictador venezo-lano30 . Sin embargo, en su magín comenzó a circular la idea, que, detrás de tantas obras y al calor de tan inmenso negocio, no todo el trigo iba a ser necesariamente limpio.

Aunque tenía sus neuronas al ciento de su energía, se había quedado casi helado por la inactividad corpórea. Al despertar de esa elucubración matemática, se preguntaba cuánto tiempo llevaría calculando los recuerdos traídos por el Padrino.30 A él se le atribuye la siguiente frase: “La única manera de robar en grande es invirtiendo en grande”.

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Buscó la mañiza de Fortunato, pero no había ni rastro de ella. Solo el rastreo del rubio y centelleante sol, a punto de ini-ciar su emboscadura tras los muros de poniente, le aguijoneó la prisa: en un santiamén remató con los serones el colocado de los arreos y, tomando el burro del ramal, lo situó junto a los tres bloques de hielo. Echó después una cuerda sobre el cuello de Fortunato e hizo pasar un cabo de la misma por la anilla de proa del aparejo. Antes de levantar la primera piedra helada, situándose ante él, rascó con delicadeza la testud del burro, le esbozó una caricia con ambas manos en la cara, mientras tranquilizaba su ánimo con cálidas e ininteligibles onomato-peyas. Acto seguido, se agachó y, abrazando la piedra, la elevó hasta su hombro izquierdo, depositándola luego con suavidad paralela al lomo del animal. Asió la cuerda y con ella amarró la pieza al aparejo. Antes de coger del suelo otra cuerda y piedra, miró en dirección al sol, constató que solo le quedaban un par de aguilladas para retirarse a sus aposentos. Metió de punta la segunda piedra en el seno de esparto y la sujetó con firmeza, pegando un par de vueltas a la cuerda en torno al primer blo-que, antes de atar el cabo en uno de los arillos de la cincha en el lado opuesto. Desplegó las mismas artes para fijar la tercera piedra en el otro serón. El asno soportaba impasible el progre-sivo incremento de la carga.

Remató la tarea, metiendo los útiles de trabajo en los espa-cios libres de los serones. Se puso la chaqueta, metió en los bolsillos la munición, echó la terciarola en bandolera y, con un vamos ya, condujo muy despacio del ramal a Fortunato, ladera

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abajo, mientras alcanzaban el camino de regreso.

Esta misma rutina la repitió Aquilino durante los dos días siguientes: completado de los preparativos antes del mediodía, viaje hasta la trousa, corte y cargado de las piedras, vuelta hacia Ferradillo, cena y descanso, madrugón y viaje a Ponferrada, reparto del material y vuelta para el pueblo...

La casuística de cada día, como sucede en cualquier tiempo y lugar, alimenta todo tipo de matices y diferencias en asuntos que, a simple vista, parecen idénticos. Sin embargo, hasta aquí, nada reseñable había acaecido en las tres jornadas del hielo. Lo que sigue, en el momento en que en los capítulos V y VI, recuperemos el hilo de este relato, por desgracia, ya nada tuvo que ver con lo anterior.

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IV-POR EL TIEMPO DE LA MAJA

“Acuérdense que la Revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cual-quiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario”

Ernesto Che Guevara al despedirse de sus hijos.

Como cada 24 de agosto, llegó el día de San Bartolo, y la aldea se despertó con aire de fiesta. Ya se habían completado casi la mitad de las mallas y el centeno yacía seguro en muchas paneras y graneros. En esos tiempos, Ferradillo rondaba aún la cincuentena de vecinos y casi cobijaba 150 almas.

Hacia la mitad de la tarde, los guerrilleros bajaron con sus mejores atuendos al pueblo, pues tampoco querían perder el baile del día de la fiesta mayor, en ese domingo de agosto. Fueron invitados por unos cuantos vecinos. En sus bodegas tomaron dulces, rosca y roscón con los inexcusables chatos de

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vino. En otras muchas casas repitieron, entre cantos y ronda-llas, las preciosas libaciones, para mayor gloria de Dionisos, tan adorado en aquellas alturas.

Los tiempos no estaban ni para grandes orquestas y tam-poco para largas verbenas, así que al son de una flauta y un tamboril, se atondaba la fiesta y el baile, apurando el jolgorio hasta agotar las vísperas. En lo que duró, mezclados con el pueblo, varios de los rojos echaron unas cuantas piezas con las mozas casaderas.

Después, como el resto de festejantes, los maquis también se ausentaron del sitio del baile, con la intención de dar con-formidad a sus estómagos. Algunos se fueron con otros tantos vecinos y, bajo el farol de la luna, cuatro de ellos encaminaron sus pasos hacia la casa del cantinero. Por lo de la fiesta y la ca-lidez de agosto, encontraron la puerta de par en par, entraron y saludaron al dueño, preguntándole acerca de lo que podían cenar. Les contestó:

—Hoy tiengo viño del bueno e tentorro, pan de trigo, arroz branco, sopa de fedeo, rosca ya café31.

Los recién llegados quisieron indagar más, e inquirieron en torno a la posibilidad de alguna carne y que por el dinero no tomase cuidado, pues le pagarían mejor que el carnicero, cual-quier res de la que tuviese que prescindir en adelante. Senta-31 Hoy tengo vino del bueno y tintorro, pan de trigo (lo normal era comer pan de centeno), arroz blanco, sopa de fideo (por lo común, en aquella época las sopas se hacían con el pan citado), rosca y café.

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das estas premisas, el cantinero respondió como sigue:

—¡Atenamos, carallo! ¡Ahora mismo decateime que hay na corte una ovella nuvela que, desde van nove días peme que anda algo coxa; porque, facendo de cabra, esnafrouse e rompío una pata por entre os Galeirois32!

Esas benditas palabras estimularon todavía más el apetito de los montunos. El montañés cantinero también regaló sus oídos al escuchar de los otros que tal cojera no tenía la menor importancia para ellos, que la pagarían como si anduviese de cada cuarto como los ángeles y, además, les parecería bien el precio que les cobrase.

El de la cantina cogió una botella del suelo y, al ponerla so-bre la mesa para invitarles, observó, con cara de pocos amigos, que el tapón estaba cuajado de hormigas. Como tratando de disculparse y, mientras las expulsaba con el trapo que traía sobre el hombro izquierdo, las maldecía:

—As fandangas das formigas en canto oleron o viño, clavá-ronse todas como putas no corcho do botiello.

Tomaron el trago de rigor y sin más demora, el cantinero se fue a por el ovejuno reo. Uno de los convidados le ayudó en

32 ¡Acertamos, carallo (este término gallego, entre decenas de acepcio-nes, se refiere también al pene)! ¡Ahora mismo me acabo de acordar, que hay en el establo una oveja joven que, desde hace nueve días camina algo coja porque, imitando a una cabra, se cayó de bruces y rompió una pata en Los Galirones (pe-ñas muy altas a la espalda de Ferradillo)!

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la preparación y el resto de las tareas previas a la cocción. Los otros pasaron a la cocina, para hablar de sus cosas, mientras jugaban a la brisca. Al fondo se veía el lar, con fuego de suelo. El pote colgado de la gramalleira empezaba a caldear. En el instante en que el agua sostenida por la férrea cadena rompió a hervir, depositaron en su interior los pedazos del animal sa-crificado.

Cuando los vapores sazonados en proteína alcanzaron los olfatos de los jugadores, los encerados naipes les parecieron cromos inmaculados a unos y, a los otros, les dio por pensar que, de existir algún cielo, ése tendría que estar cerca de Fe-rradillo. Hacia la mitad de la cocción añadieron al pote unas patatas y, casi al final, un puñado de arroz. Los jugos gástricos y salivares no daban tregua ni en uno solo de los congregados en torno a la mesa.

Mas, como jamás la dicha puede ser completa ni duradera, unos golpes en la puerta amainaron las glándulas salivares y, después de oír:

—La guardia civil.

En condiciones normales, el fin del mundo hubiese pare-cido llamar a la puerta de la cantina, y hasta el pote hubiese insinuado detener sus borbotones. Pero el cantinero y los gue-rrilleros, sin embargo, avezados ya en mil batallas, pensaron a la velocidad de la corriente, pero sin inmutarse demasiado. Pudiendo escapar o hacer frente a los guardias, los del monte

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prefirieron no despreciar el consejo del cantinero, tampoco la oveja y tener la fiesta en paz. Tomaron otro trago de vino, cogieron sus pertenencias y se ocultaron en un cuarto adya-cente.

Eran años de miseria, hambre y, como el resto de los funcio-narios, la guardia civil pasaba más hambre que un maestro de escuela y más penurias que el perro del afilador, según se decía por aquellos años de infinita rastrojera. Por eso, ante cualquier evento festivo, la encapotada pareja se dejaba caer por las inme-diaciones. El alcalde del lugar ya sabía que tenía que invitarlos a cenar y, en su defecto, merendaban en la cantina con cargo a las flacas arcas del concejo. Nadie se atrevía a insinuarles el pago de las costas, porque, entre los del benemérito cuerpo, había entonces muchos que el golpear de forma atroz a un semejante o meterle una bala entre pecho y espalda les costaba menos que encender un pitillo. De conductas bravuconas, chulescas, ma-chistas con descaro y abuso continuado de la fuerza más que de la autoridad, pueden dar fe todos los que vivieron en aquellos años y aún bastante después. Así pues, entraron en la casa y no hizo falta invitarles a la mesa. Se quitaron los capotes, dejaron los viejos fusiles junto a sí, apoyados contra la pared inmediata. Sin otro particular, se frotaron las manos y, esgrimiendo una sonrisa nada forzada, el cabo aludió a la bondad del cantinero, que les agasajaba con los aromas que el pote destilaba. Una vez más se consumó la fuerza del derecho a la fuerza, aunque se

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tratase de un derecho consuetudinario, el derecho de la fuerza que las armas procuraban, por la reiterada manía de usarlas.

A los guardias hubo de atragantárseles el primer bocado. Tras remangarse las bocamangas más negras que verdes de sus chaquetas, al asir fuertemente un pedazo de oveja, una puerta se abrió con sigilo, asomando una pistola del nueve largo con un dedo en el gatillo:

—Buen provecho y no se molesten en abandonar la pieza ni poner las manos en alto. Estoy seguro que ni por un momen-to lo habrán pensado, ni serán ustedes tan torpes de intentar cambiar la carne por una de las pistolas que llevan en sus co-rreajes y, menos aún, por un par de balazos. Antes que ustedes llegamos mis tres compañeros y yo. Estábamos a punto de co-menzar eso que ustedes ya han iniciado. Espero que tampoco les moleste que mis amigos les retiren las armas cortas, porque ustedes las mancharían con sus manos grasientas. Así que, en tanto eso se ejecuta, pueden seguir dando cuenta de sus cap-turas, con toda comodidad y sin levantar los codos de la mesa. Rápidamente serán despojados de tal material y municiones, ya que para nada las necesitan. Se encontrarán ustedes más cómodos. Por nuestra parte, tampoco precisamos armas y las ponemos a la par fuera de uso. ¿Invitan ustedes?

—Claro que pa cenar no nos hace falta esta ferramenta—, aclaró el de los galones.

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—Presumo —replicó el contrincante—, que ni para la cena ni para después del ágape, porque por el pueblo y sus alrede-dores hay otros camaradas de la partida que controlan entra-das y salidas del mismo...

Así peroró el portador de aquel nueve largo.

Por la nada desdeñable razón de grado en el cuerpo de los tricornios, el cabo se sintió obligado a decir algo primero, —cosa de la que se alegró mucho el número—, improvisando un brevísimo discurso:

—Hombre, por dios, no faltaría más. Nosotros y vosotros estamos metidos en estos líos, que ninguno deseamos. Sen-taivos aquí con nosotros y, como hermanos, comeremos y be-beremos juntos hasta fartarnos. Por nada del mundo haremos uso de nuestra ferramenta ahora, ni en las horas sucesivas, ni por siempre jamás, contra quienes van a celebrar con nosotros pitanza tan fraternal en honor de san Bartolo. El cantinero es buena persona y queremos que también se siente a la mesa.

—El cantinero es buena persona, pero como todos los de aquí, él también es de condición humilde, así que pagaremos a medias la oveja, dijo otro de los maquis.

—Bueno —replicó el comandante—, es que nosotros so-mos...

—Ah, qué tonto soy —respondió de inmediato el del mon-

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te—, tiene usted razón, pues, siendo nosotros el doble de us-tedes, pagaremos los dos tercios del banquete y la guardia civil abonará una parte. Así queda restablecida la equidad entre nosotros y salvada la injusticia que, involuntariamente, impu-se contra sus bolsillos.

Los emparejados beneméritos, no sabiendo qué contestar, titubearon un instante. Uno se rascó la cabeza y el cabo bus-caba una solución en las caricias que aplicaba con ternura al tricornio que tenía a su izquierda. Después, fugazmente, se miraron interrogantes. Nuevamente la responsabilidad cayó sobre el de mayor grado en lo del escalafón, a pesar de que lo de la categoría bien lo quería haber sobreseído en aquella ocasión:

—Es que, como les quería decir antes... Bueno, nosotros andamos sobrados de...

— Vamos a celebrarlo, amigos, y para ello es mejor que nos olvidemos de tanto usted y, en adelante, nos tuteamos. Me temo que queréis darnos una sorpresa. No hay inconveniente, si os empeñáis en pagar vosotros la oveja y las otras viandas, no nos va a parecer mal. Supongo que será porque también queréis, ya que ni la despellejasteis, ni participasteis en nada de los preparativos, os sentís moralmente obligados a pagarla entera y mera. Adelante pues. Ni el cantinero ni nosotros ol-vidaremos la espléndida generosidad de esta simpática pareja

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de guardias que andan sobrados. Ya empiezo a considerar en positivo a la benemérita, a sentir admiración por quien diseñó vuestros trajes y correajes y a valorar el artífice de la prenda que os cubre la cabeza. Aquel hombre se devanó la sesera para conseguir encimar las vuestras, con esa superestructura negra, a mitad de camino entre lo paralelepipédico y lo tronco-cilín-drico, sin ser lo uno, pero atisbando lo otro. Me admira cada vez más vuestro gorro: un proyecto inacabado del cuadrado en la zona de la nuca, insertado en un semicírculo que ensalza vuestras testas. El gran ingeniero de tamaño invento trazó las fronteras de lo seudo y delimitó con maestría los límites de lo semi. Lo del tricornio son nada más que fábulas, pues tres de ellos en forma alguna, si me dicen dos puedo creerlo, pero nunca en la frente, pues ahí es donde la ciñe a la perfección el semicilindro. Jamás Pitágoras ni el de Mileto se aproximaron siquiera a fenómeno geómetra-matemático de tal magnitud, peroró el del monte.

El que acariciaba el gorro dejó de hacerlo, temiendo un mordisco o una regañina del mismo bicornio. El compañero tampoco continuó con su rascado occipital. Ambos se que-daron inmóviles y con los ojos extra orbitados, mirando al orador y sin saber cómo salir del paso. Por fin, el número que hasta entonces sólo había abierto la boca para comer los esca-sos bocados o tirar de la jarra en una sola ocasión, llevando su mano derecha en acto reflejo hacia el tricornio que tenía a esa

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mano sobre la mesa, eso sí, con el exigido recato y la debida sumisión, se atrevió:

—Con la venia de mi primero, —acertó a decir, mientras elevaba involuntariamente como medio palmo el tricornio— muchas gracias señores, nosotros...

Tampoco pudo proseguir, porque otro de los de la guerrilla también quiso estrenarse:

—¿Cómo que gracias? Somos nosotros los que debemos agradeceros el gesto. No sabéis el detalle que representa para nosotros… Vuestra liberalidad os delata y la modestia os im-pide decirlo a las claras. Además de pagar la cena nos queréis regalar los bicornios o tricornios en señal de amistad. Por ello os estamos doblemente agradecidos y esto os honra ante el cantinero y las gentes de Ferradillo. Nada más acabar la cena ya sabrá todo el pueblo de tal gesto...

Los de verde no probaban bocado, sus rostros palidecían y ya no se atrevían a tocar los gorros. Viendo tal estado de azoramiento, el primero de quienes vestían de civil, aparentó desembarazar la situación como sigue:

—¡Ah, ya comprendo! No os importa invitarnos, pero lo de los tricornios os aflige. El pensamiento de que, si se hace pú-blico vuestro presente, llegue a oídos de las gentes y también lo sepan vuestros compañeros y superiores. No tengáis pena y seguid comiendo, de aquí no saldrá ni una palabra. Vosotros

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diréis que os los llevó una ráfaga de viento traidor en la no-che oscura. Nosotros confirmaremos a todo el mundo que los encontramos por casualidad en las profundidades de uno de estos barrancos.

El acobardado cabo intentaba salir del embrollo, pero, cuan-to más trataba de pensar lo que les podía decir, más dificulta-des tenía para coordinar algo sensato. Y se le ocurrió decir:

—Ah, picaruelos de las montañas, habéis vuelto para la fies-ta. ¿Es verdad que estuvisteis en el baile, danzando jotas y muiñeiras con las chicas de aquí?

—Sí, es cierto, —respondió un maqui—, en Ferradillo casi todas las mujeres jóvenes desean bailar, pues aún no han re-cuperado la fiesta de antaño, hoy aún marchita y de luto, por culpa de esa maldita guerra. ¿Por qué no os animáis y venís un rato al baile de verbena, que va a comenzar delante de la plaza del concejo?

—Es que con estos trajes y correas...

—Ese no es problema alguno, hombre de poca fe, —le atajó el otro—, os cambiamos durante una hora nuestras guerreras y americanas por vuestro uniforme superior y correajes. ¡Ven-ga ya!

—No es eso hombre, es que nosotros estamos de servicio y...

—No me cuente milongas primero, nadie les reconocerá

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con el nuevo atuendo. Dos de los nuestros se quedará aquí, vigilando el arsenal.

—Es que uno ya no está para tales trotes.

—¿Quieres decir que no tienes fuerza ya para tomar con delicadeza a una joven y sacarla a bailar? No nos sigas, cabo, tomando el pelo: de muy buena tinta, es público y notorio, cuanta fortaleza albergan tus piernas y el indomable acero que conforma tus brazos, así como la fiereza de tus manos, abier-tas y, sobre todo, cerradas.

—Gracias, hombre, pero tampoco me refiero a eso. La ver-dad es que yo ya soy algo mayor para tanta juventud.

—Este hombre, —concluyó el otro—, me saca de mis casi-llas. No sé que hacer para que disfrute del baile de San Bar-tolo...

Viendo que el cabo ya no podía contestar y haciéndose car-go de lo azaroso del momento, intervino el número con la mejor voluntad de echar una mano a su primero, pero tan solo consiguió empeorar el embrollo:

—Lo que quiere expresar mi primero, es que les cede el puesto a ustedes, por derecho de juventud...

En una fracción de segundo, el cabo despertó de su letargo, para rematar:

—Cállate ya, número meticón, no vuelvas a insinuar ni por

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asomo lo que yo quiero decir pero no digo, para que lo digas tú. El número les quería explicar que… Pero él no está aveza-do en los asuntos del bien hablar, aunque les aseguro que sí es ducho en todo lo del mal pensar…Por eso, debo comunicarles que… Bueno, nosotros...

En ese momento, el insolente primero, sacando fuerzas de flaqueza, basculó la espalda hacia el respaldo de la silla, metió ambos pulgares tras los correajes que flanqueaban su pecho y, en el momento en que iba a desarrollar su nueva proposición, se le adelantó otro de los del maquis:

—Si no les gusta el tuteo, volvemos al antiguo régimen. Mi primero, nos hacemos cargo de la situación y ya podemos entendernos casi sin palabras. Un pequeño gesto de ustedes, una simple mueca por nuestra parte, bastan para decir todo lo que por la lengua se nos niega. Que sabia sentencia la de aquel que pronunció por vez primera lo de que vale más un gesto que mil palabras. A nosotros nos lo van a decir. Apenas nos conocemos y ya sabemos con una leve insinuación lo que el otro pretende. Quieren ofrecernos también los correajes, como nueva prenda de la dadivosidad de ustedes. Ciertamen-te, nos sentimos tan halagados y obligados por tantos detalles que, sin renunciar a ellos, queremos levantar la jarra y, frater-nalmente, beber uno a uno su contenido en señal de alianza entre ustedes y nosotros para el resto de los días. En el futuro sobran los rifles y las pistolas en nuestros encuentros, pues

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desde este momento quedamos unidos por este pacto, sellado para siempre entre caballeros, al pie del piedemonte de estas sagradas peñas. Y, después de brindar, ¡háganme el favor de seguir comiendo algo!

Acto seguido levantó la jarra y, después de pronunciar bien alto lo de ¡salud!, invitó a beber a los atónitos guardias. Prime-ro empinó el codo el cabo primero y, sin mayor contratiempo, pasó la jarra a su compañero, quien apenas la alivió con un sorbito. Éste la devolvió a quien había tomado la palabra por vez postrera, el cual la entregó a sus amigos hasta completar la ronda.

Pero la fiesta no terminaba en ese momento, porque to-davía restaban otros actos. El guerrillero que más hablaba, se levantó de la silla, mandó venir al cantinero y con voz solemne declamó:

—Amigos todos, compañeros, guardias y amo de la cantina, ante tantos gestos de los civiles, nos entregan sus sombreros, nos invitan a cenar y, además, también nos honran despo-jándose de sus correajes… ¿Puede alguien dar más muestras de afecto sincero? No, es imposible. De ahí que, como bien nacidos, los de la guerrilla nos sintamos obligados a corres-ponder humildemente. Corren por nuestra cuenta, cantinero, los cafeses, los cigarros y una botella de aguardiente. Y ahora, discúlpenme un instante, pues debo hacer algo que ustedes ya

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se imaginan.

Todos creyeron que iba a echar una meada; pero, al pasar ante el cantinero le hizo un rápido guiño. Éste, captado el gesto, le siguió, simulando total normalidad. En breves segun-dos arreglaron las cuentas de la cena, el camarero volvió a la mesa y el otro esperó un par de minutos para hacer lo mismo, en el momento en que un fortísimo retumbo bajó desde el cielo, penetró en todas las estancias, recorrió los temblorosos establos, bajó hasta los valles, coronó con un disparo de luz todas las crestas y barrió con su bramido todos los perros de las calles polvorientas.

Reunidos en derredor de la botella el cuarteto del monte y el dúo de guardias, se servían con fruición del agua de la vida en copitas de grueso cristal, circundado por un fino aro rojo en su borde superior. El cabo primero, a pesar de todo, no era capaz de ocultar el embarazo que, desde el encuentro con aquellos insospechados comensales, le mordía por dentro. El número no fumaba y distanciaba los sorbos más que el resto del grupo. Tenía que hablar urgentemente con el cantinero, pero no sabía de qué manera hacerlo.

Por fin, se atrevió:

—Patrón, ¿no tendrá por ahí una aguja? Es que, cuando subíamos hacia aquí, me clavé algo en la pierna, tratando de evitar una caída.

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—Claro, ome, ¡nun faltaría más! Veña comigo y ahora mes-mo lo arreglamos33.

Y cerraron tras sí la puerta. En cuanto estuvieron solos, el número, con harto empacho, explicó al dueño que no tenían un chavo, que no podían pagar lo de ellos y menos aún con-vidar a los rojos, que él se había visto metido en la cena sin pretenderlo y que le pagarían poco a poco en las futuras visitas al pueblo. El otro, viendo la vergüenza que el número estaba sobrellevando toda la noche, le abrió las puertas del corazón:

Nun te procupes, home, hoy atenásteis a vir, porque enveta la casa, ye la festa del santo e mañana san Bartolín en Ferra-diello34.

Después el guardia le pidió papel y un lápiz. Escribió algo y, doblado convenientemente, se lo tendió, para que, antes de partir, lo entregase al jefe de los escapados. Tras darle las gracias y prometer empujar lo que pudiese con las mejores opiniones en los informes de lo que él tuviese que decir, re-gresaron al convite. Sentado otra vez, el número saboreó con placer la primera copita de la noche. Nadie le preguntó por la aguja ni por el espino. Sólo la tormenta se hizo cargo del dulce momento del número, comenzando a amainar las embestidas del viento y el aguacero. Para entonces, sus compañeros de mesa habían vaciado varios pocillos del café de pote y colado con manga de algodón, liado unos cuantos cigarrillos con he-33 Claro, hombre, venga conmigo y ahora mismo lo solucionamos.34 No te preocupes, hombre, hoy, acertasteis a venir, porque invita la casa: es el san Bartolo y mañana san Bartolín en Ferradillo.

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bras de petaca, dentro del papel de librillo rey de espadas y el aguardiente de la botella estaba a punto de tocar fondo.

Al cabo de los guardias unas le iban y las más le venían, persiguiendo un imposible durante toda la velada. Poniendo la cara que la circunstancia exigía, balbució con escasa sonrisa y con voz aún más flaca, apenas inaudible:

—Bueno, parece que estaba buena la cena… ¡Y qué me dicen del aguardiente! ¡Je, je, je! Hay que ver como pasa el tiempo… A lo mejor se nos está haciendo ya algo tarde… ¿Tú, número, qué dices?

—Yo, con su permiso, mi primero, yo casi nunca digo nada…

Pero, antes del vaciado completo, el maqui que se había excusado iba un rato, declaró:

—Ciertamente se está haciendo ya tarde y hay que arreglar cuentas con el cantinero...

Al aludido le quedó la cara como si le hubiesen arreado una de las bofetadas, que él prodigaba a discreción. Miró a la con-currencia, tragó saliva y dio tres palmadas sonoras. Regresó el patrón al instante. El otro, con voz de mando, ordenó:

—Jefe, ¿qué se debe aquí?

El cantinero y toda la concurrencia permanecieron callados

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un instante. Rompió el mutismo otro guerrillero:

—Ande patrón, no ve que el primero está ansioso por pagar la invitación.

El amo de la cantina pareció no haber oído nada y continuó callado. Al cabo se le encendieron los ojos y rugió:

—¡Es una orden! ¡Páseme inmediatamente la cuenta!

El de la cantina, curtido en cien combates a causa de su edad, levantó la mano, esgrimió una amplia sonrisa y terció:

—Ahora si que vou morrer do susto: ¡a garda cevil quere pagar duas veces a misma cousa,primeiro o número e despois otra vez el premero35!

El inquietante cabo, en un primer momento se quedó como atontado, mutando los colores de la ira por los de la vergüen-za, pero, sin haber pasado dos segundos, le echó el brazo al número por encima del hombro, y evidenció todos los dones que la naturaleza puso en su cerebro:

—El que te vuelva a llamar número, ¡atención cantinero!, malas las ha de tener conmigo. Vedlo aquí, éste es mi amigo, lo de subordinado es para otros. El muy granuja, ya lo decía yo, siempre está al quite y, lo que se ahorra en otras parrandas, lo gasta con los amigos… Y también digo yo que...

35 Ahora sí que voy a morir del susto: la guardia civil quiere pagar dos veces la misma cosa, primero el número y después el cabo primero.

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—Antes de que vos marchedes pra os mandaos de cada quen, —anunció el tabernero, al tiempo que a su cuenta llena-ba las copitas franjirrojas por última vez—, inda imos a beber po las gracias do premero, po lo garda compañero e po los do monte. Ojalá que uns e outros, cando volvan a Ferradiello, fagan cas armas o mesmo que oxe36.

—¡Viva el cantinero!

Repitieron al unísono todos los del sexteto.

Después, pusieron unos sus chaquetas, y ajustaron los ca-potes y tricornios los otros. A continuación, cogieron el resto de la herramienta inútil, se dieron de mano y, alabando las excelencias de la cantina y sus dueños, se fueron cada uno por donde habían venido. Les envolvía la luna y desprendía la atmósfera un intenso olor a polvo mojado, que iluminó sus olfatos.

Los del capote bajaban en silencio. El primero, cuando so-brepasaron con creces los lindes del pueblo, le dijo en tono contento a su acompañante:

—Eso, número, tenías que habérmelo dicho antes.

—Sí, mi primero, tiene usted razón.

El cabo, con voz baja y con tono agrio prosiguió:36 Antes de que os marchéis para los trabajos de cada cual, vamos a brin-dar por la simpatía del primero, por su compañero guardia y por los del monte. ¡Ojalá que, cuando os volváis a ver en Ferradillo, unos y otros hagáis con las armas lo mismo que hoy!

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—Esos rojos hijoputas, me cago en sus muertos, van a pagar muy caro la chirigota de esta noche. Me jodieron la mejor cena del verano. La sangre va a correr en Ferradillo y el plo-mo entrará muy pronto en las carnes de los del pueblo. Estoy pensando, los tengo entre ceja y ceja, en alguno de los que los meten en sus casas y las zorras que bailan con ellos de día y de noche.

—No haga nada, se lo ruego, mi primero, contra estas gen-tes, son pobres pero muy buenas personas y siempre nos ayu-dan...

—Tú cállate, eres solo un número y, si abres la boca otra vez, te meto también una bala en la garganta, —farfulló el otro como entre dientes y con expresión colérica, aunque reprimi-da.

—A sus órdenes, mi primero...

Los del monte, por el contrario, enfilaron por los senderos del lobo en animada charla hacia el Campo de las Danzas. Alcanzada la cima, se detuvieron a fumar otro cigarrillo, an-tes de continuar la marcha. Al sacar la petaca del caldo37, los dedos del comandante del grupo de antifascistas tropezaron con algo más. Sacó un papelito doblado, y lo volvió a guardar. Primero lió el cigarro con gran destreza, a continuación hu-medeció con la punta de su lengua la goma de pegar, después 37 Se denominaba así al tabaco en bruto, comprado al por mayor en peso de cuarterón. Se repartía en porciones en el interior de una petaca de cuero, mucho más manejable.

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sacó el chisquero, prendió el cigarrillo y guardó la mecha en-rollada. Por fin, recuperando el papelito doblado, lo extendió a la luz de la luna y pudo leer:

—Comandante, con ese sueldo, el perro del afilador sólo come de caliente las chispas que saltan de la rueda. Firmado: el número.

—¡Que jodío de número! Me cae bien ese pobre diablo.

Los buenos deseos del cantinero duraron muy poco. Trece días más tarde, una espantosa calamidad sobrevoló los mon-tes de Ferradillo, ejecutando la pérfida premonición de aquel cabo primero, ave de mal agüero.

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V-TRICORNIOS EN NEGRA CAMIONETA

En la vida cotidiana hay que ser coherente entre lo que se dice y lo que se hace, no transar, no negociar con los principios, priorizar siempre los valores de la ética comunista (la solidaridad, la genero-sidad, la amistad, la lealtad, el compañerismo, el estímulo moral, el hacer lo que se debe sin medir ni calcular) por sobre la mugre del dinero, el interés mezquino y material, “lo que conviene”, el respeto a lo establecido, el cálculo egoísta, el acomodo personal. ¿Esa ética no es acaso el corazón del marxismo y el antídoto frente a tanta mediocridad?

Néstor Kohan

La agonía del sol parecía alargarse. Marchaban llaneando por la senda del retorno. Un trecho después, en el momento mismo en que giraron a la derecha para bordear un crestón pi-zarroso, el astro exhaló su penúltimo aliento antes de morirse. La luna, por el contrario, iniciaba un lento ascenso, flotando por la bóveda del cielo, a mitad de camino entre la llena y el cuarto menguante.

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El burro marchaba por delante a buen paso, a pesar de la carga helada. A cuatro o cinco metros tras él iba Aquilino. Quien no guardaba posición ni paraba un momento era Na-varro: ora se colocaba al frente, después se perdía unos ins-tantes por babor, segundos después notaban sus pasos en la retaguardia y, escasas veces, bajaba, como un suspiro, por la derecha de la ladera. Lo que comenzó siendo una especie de suave brisa descendente, por momentos se tornaba más vio-lenta, buscando el viento el fondo del valle. Ese era el instante que Navarro aprovechaba para descender al margen derecho, husmeando un rato entre los arbustos de las zonas inferiores. En las ocasiones en las que Aquilino precisaba caminar en la noche, se hacía acompañar de aquel mastín leonés por si aca-so, y como elemento disuasorio ante posibles lobos...

Unos dos kilómetros después, el perro lanzó una violen-ta carrera sorteando los arbustos de la margen derecha. Las crines del asno se erizaron y el propio Aquilino sintió sobre sus cabellos una especie de descarga eléctrica. Supo que algún lobo merodeaba muy cerca. Comenzó a caminar junto al asno, para infundirle confianza y, sacando la terciarola de su espal-da, la apretó con fuerza dentro de su diestra, como tratando de afirmar su fortaleza. Comprobó también de inmediato la posición de la bolsita con la munición. Caminaban con mayor ritmo que en otras noches o, al menos, así lo percibía Aqui-lino.

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Ahora el Navarro, se situó como unos 20 metros detrás de ellos; pero, en escasos segundos, bajaba de nuevo al monte. Por momentos el viento se calmaba y el perro ascendía de nuevo al camino, realizando incursiones muy rápidas por encima del talud de la izquierda. Cada vez eran más frecuentes las subi-das y bajadas del mastín, atravesando el camino. Esa situación era perfectamente asumida por Aquilino: se trataba de varias fieras y, con el fin de hacerse respetar por los lobos, decidió no esperar mucho para realizar el primer disparo. Pronto se presentó la ocasión, cuando vio al perro dirigirse hacia un bos-quecillo de escornacabras

—Terebinto le llaman,—pensó Aquilino de manera auto-mática—, a ese árbol por los pueblos más allá de Astorga.

Emboscado tras los arbustos debía de haber algún lobo, por-que el noble Navarro comenzaba a ladrar con insistencia en su derredor. Aquilino detuvo el burro y, tomándolo del ramal, ca-minó a su derecha lentamente. Hubo de hacer tres llamadas, para que el perro viniese a su lado, tratando de evitar cualquier accidente involuntario. Con el can a su lado, detuvo el burro y se situó ante su hocico. Tenía el arma ya presta y Aquilino, posando sus ojos en la mata de escornacabras, escrutó la no-che. La caminata le impedía sentir el frío nocturno por esas altitudes. La luna parecía observar con mucho interés desde allí arriba, lo que se estaba cocinando aquí abajo, muy cerca y por encima de Montes de Valdueza. De repente, pudo ver sin

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riesgo de error, un leve movimiento, casi imperceptible, de dos luces trazando una mínima curva. El instante fugaz lo apro-vechó Aquilino. Echó el arma a la cara y, en una fracción de segundo, apretó el gatillo, fusilando la noche. Se escucharon los ululatos del animal herido en su retirada.

Debió ser que la luna, después de unos cuantos intentos, consiguió colar sus rayos entre la espesura de tanto terebinto, para alumbrar los farolillos de aquel lobo.

El éxito fue aprovechado por el cazador, para recargar en un suspiro la escopeta con fulminante y apretar con la baqueta la nueva dosis de pólvora y munición.

Reanudada la caminata, anduvieron un buen rato con bas-tante celeridad sin el acoso de los cánidos silvestres. Sin em-bargo, a la altura de santa Lucía, la manada se reagrupó. Esta-ban a punto de llegar al Campo de las Danzas, en el instante en que Aquilino divisó dos nuevas luciérnagas levitando a dos palmos del camino. Les mandó un nuevo disparo en el mismo instante en que el perro se lanzó contra un lobo que asomó por un ribazo, a la izquierda de la marcha. Sin detener la montura, recargó el arma unas dos o tres veces para emitir otros tantos avisos. Escuchó después los ladridos de su perro, ahuyentando y persiguiendo a los lobos tras sí.

El noble corazón de Aquilino estuvo a punto de detenerse, en el momento en que dos potentes luces, como si emergiesen

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de la tierra, le enfocaron a unos 50 pasos. Aquilino se detuvo con su asno y quedó petrificado. Creyó haber sido abducido y trasladado a otra galaxia. Pasados unos segundos las luces se apagaron, pero él no se movió del sitio. Estaba plantado y en el silencio de la noche, nada más podría haber escuchado, de no haber sufrido esa alienación cataléptica, los ladridos de su perro persiguiendo a los lobos. Estando allí sin estar, inmo-vilizado y tieso, oyó encenderse un motor, que venía hacia él muy despacio y en la oscuridad. Se detuvo a unas diez varas y le envió una ráfaga de luz, que aún le atontó más. En tal situa-ción, no solo hizo el menor ademán de usar el arma que suje-taba con su diestra, sino que ni siquiera asomó a su magín tal posibilidad. El ruido estaba allí mismo y, después de encen-der y apagar velozmente tres o cuatro veces los faros, se alejó raudo y con gran estruendo. Unos dos minutos después, el atónito cazador de hielo, pudo volverse y observar las luces del vehículo, descendiendo por la carretera hacia san Esteban.

Pero la noche todavía estaba viva. No habrían andado más de cien pasos, cuando desde su derecha escuchó que llegaba una tierna voz implorante:

—¡Aquilino, Aquilino! ¿Eres tú

Volvió a detener el asno y aguzó el oído:

—No temas, soy Toñín de san Adrián, el pastor de la vacada. No sé dónde tengo el ganado, porque, desde la mañana aún no

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he vuelto para la majada. He visto esta tarde cosas horrendas—, dijo tras suspirar con gran dolor.

—Ven, acércate a mí, —contestó Aquilino—. Soy quien tú piensas y aún me deslumbran los faros de esa máquina infer-nal.

—Ese coche, lo sé, llegó del infierno.

—¿A quién han matado?

—Creo, porque lo escuché todo, que mataron sin piedad a una joven de Ferradillo y se llevaron a un niño carretera abajo, por donde ahora se han marchado, cara a Ponferrada.

—¿Qué es lo que oíste?

—Te lo voy a contar, pero haz como si nunca me hubieses visto. Tengo las vacas pastando como a media legua de aquí. Durante el día casi siempre me muevo cerca de ellas. Por la noche jamás las dejo solas. A veces me da por subir hasta la fuente de la Lama de Foyos, ahí abajo. No vengo a ella para coger agua, porque hay otras más cercanas en las que puedo beber.

—¿Cómo es que hablas tan bien, chiquillo? Casi puedo ase-gurar que no te han obligado mucho a ir a la escuela.

—Me gustan esa fuente y la pradería de Las Danzas, porque en ellas, algunos días del verano, puedo jugar con otros chava-les. Son también pastores como yo, que llegan desde los pue-

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blos de los dos valles. Nos entretenemos con piedras y palos; además, los mayores nos hacen juegos con sus manos y aperos del campo con la navaja.

—Así que te gusta mucho jugar... Nunca había sabido de ti, pero hoy me has dado una gran alegría al llamarme.

—Jugar con otros chicos es lo más bonito que me pasa, por-que casi siempre ando solo con las vacas por estas montañas. Yo sí sé quién eres tú: Te he visto ir y venir a Villanueva o por el camino del Morredero. Hoy mismo, cuando ibas cara al naciente en busca de la trousa, te vi pasar con un mastín. Estaban ya en pleno festín esos dos lobos. Me alegro mucho también por haberte encontrado. Esa camioneta, cada día me parece más negra. La he visto unas cuantas veces antes de hoy. Me da miedo. Al oírla subir me escondo. Casi siempre vienen tres o cuatro en ella. Paran antes de llegar a este Campo, la camuflan, se bajan y desaparecen durante varias horas. No sé si quedará alguno dentro, como vigilando, porque, además de velar los cristales con cortinajes negros, nunca me he atrevido a averiguarlo.

—Haces muy bien. Cuídate mucho y aléjate siempre de ellos.

—Las Atrocidades que hoy he tenido la desgracia de pre-senciar, son lo más espantoso que alguien pueda imaginar.

—Has de ser fuerte, Toñín. La vida en esta criminal posgue-

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rra, tiene para cada persona días muy amargos.

—Cuando subía hacia esta fuente hace unas horas, mi áni-mo era de gran contento y notaba el pecho rebosante de ilu-sión. Antes de llegar divisé dos personas: una mujer y un niño, sentados sobre grandes piedras al lado del agua. Me dio la impresión que estaban comiendo algo. De repente escuché los ronquidos de la camioneta y me oculté tras el testeiro dos Ca-breireses, desde la que podía observar y escuchar sin ser visto.

—Me parece que eres muy valiente.

—Pero, ¿qué dices? Temblaba de miedo en cuanto vi a esos dos salvajes acercarse a la fuente Y, nada más comenzar el interrogatorio me moría de pánico.

—Si en la camioneta quedó alguna otra persona, ¿no te po-día haber descubierto desde ella?

—Junto al coche negro, hacía guardia uno por lo menos, pero, desde su posición, no era fácil que me pudiese ver. Conozco muy bien todos los vericuetos y quebradas de esta montaña.

Lo primero que hicieron fue dejar al niño con uno de los del coche, no sé si sería el conductor. A la chica la llevaron un poco más abajo y, mientras le pegaban tortazos y guantadas, se reían de ella y la insultaban con palabras muy feas: “puta, llorona, zorra, ahora vas a saber lo que es un hombre...” Con los golpes que le daban, ¡cómo no iba a llorar! Ella se defendía

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como podía. Uno de aquellos dos cobardes la cogía por el pelo, mientras el otro le retorcía con gran dolor los brazos doblados por la espalda. Pienso que le rompieron todas sus articulacio-nes. La mujer gritaba desesperada e impotente. Las torturas a las que era sometida me parecían insufribles. Deseaba conso-larla y tuve la sensación de estar recibiendo en mi carne parte de la brutal paliza. El terror y gemidos del niño acompañante, junto a los terribles alaridos de ella, parecían estimular más a la pareja de lobos: uno, sujetándola por el pelo con una mano, le arrancó el corpiño; el que se encontraba tras ella, tiró de su camisa y quedó desnuda de cintura para arriba. Después se cayó de rodillas. Tenía los brazos caídos, los cabellos enma-rañados, la cara hinchada y todo el cuerpo lleno de grandes cardenales, por tantos golpes y bestiales dentelladas. El que parecía mandar más entre los cobardes, ¡Satán lo engulla en los infiernos!, desabotonó la pretina, sacó su miembro y... No puedo contarte más....

—¡Hijos de la rechingada!, —exclamó Aquilino, prisionero de espanto e impotencia.

—La joven mandaba desesperados lamentos al cielo. Como respuesta le metió el cañón de una pistola en la boca y, en esa posición, fue empujada hasta caer de espaldas. Sus lamentos se escuchaban cada vez más débiles. Pienso que, para enton-ces, estaba ya medio muerta y no sentía la lluvia de bofetones y patadas.

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—No sé como pudiste resistir esas escenas, lo consoló Aqui-lino con ternura.

—A continuación, mientras uno, tirando de lo que quedaba de su melena, levantó algo su tronco, el otro metía una piedra bajo su espalda. Temí que con aquel morrillo le machacasen la cabeza. Un minuto después, aquel que la había levantado por los pelos, se situó ante la joven moribunda, con dos patadas le separó las piernas, se agachó un poco y, como el zarpazo de una fiera, le arrancó su braga. Se irguió de nuevo. En señal de victoria dibujó una sonrisa terrible. Los ojos de aquel asesino desprendían vapores de fuego y sangre. Volvió a insultarla de la manera más grosera e inhumana. Sin perder tiempo desabro-chó el cinturón, bajó sus puercos calzones y, como un berraco, profanó lo que quedaba de aquella joven. En ese momento, el compinche en la violación y en el macabro asesinato, soltó una carcajada estúpida diciendo: Cuando tu mujer redacte el informe de este servicio, va a necesitar varias carillas. No te olvides de contarle estos detalles.

Cuando el primer semental acabó su especial servicio pa-triótico, su bufón hizo lo propio.

—¡Me cagüen! Las bestias más inmundas, son incapaces de tan salvaje crueldad,—manifestó Aquilino, poseído por la ira.

—Destrozado mi corazón, aún pude ver cómo, ahora sí, le partieron el cráneo con una gran piedra. A continuación, el

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ayudante caminó hasta la camioneta, —prosiguió el mucha-cho—. Cogió una cuerda y regresó. Llegando hasta el cuerpo inmóvil de la joven, dio con el cordel dos vueltas en torno a su cuello. Para concluir el infame festín, ambos rociaron con sus orines el cadáver. En ese momento, perdí el sentido. Me des-pertó de nuevo el fúnebre motor. Permanecí inmóvil, creyen-do que los criminales comenzaban a alejarse, sin saber cuánto tiempo había estado inconsciente. Me equivoqué: ellos no se marchaban, sino que regresaban. Por la altura del sol, supe que habría estado inconsciente, como dos o tres horas. La camio-neta volvía desde la parte de Ponferrada y tomó el camino de Ferradillo. Decidí quedarme aquí.

—Y, ¿cómo es que no te alejaste hacia la majada?

—Desde estas alturas, aún no te lo había dicho, también he contemplado en muchas ocasiones, escoltado por el sol y el viento solitario, acompañado por la nieve y los perfumes de primavera, las maravillas de las montañas y las tierras bajas del Bierzo y La Cabrera.

—Te entiendo, pues amo también ese espectáculo grandio-so. Pero...

—Hoy, mirando hacia esos paisajes, nada más encontré la soledad del yermo y la tristeza de la muerte.

—¿Por qué no te alejaste?

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—Es como si una fuerza superior me retuviese aquí, tratan-do de estar cerca, y velar a esa chica asesinada. Esas víboras la echarían por ahí, en una hondonada del bosque o en el fondo de algún barranco. La siento ¡tan sola y fría! ¡Tan destrozada y desnuda!

—Muchacho, eres muy bondadoso y posees un alma gran-de.

—Pasado un buen rato, desde que dejé de escuchar el rugir de la camioneta en la lejanía, bajé hasta el escenario del cri-men. Vi mucha sangre, unos cuantos mechones del cabello y las ropas rasgadas de la joven. No pude soportar la visión de tanta maldad. Sujetando la cabeza entre mis manos, con la mirada fija en el suelo, lloré con amargura y rabia durante largo tiempo, sentado sobre una de las piedras que, unas horas antes, habían ocupado el niño y la mujer muerta.

—Tienes frío, —susurró Aquilino mientras le cogía una mano.

—Da igual. Fue otra vez esa maldita camioneta la que me sacó del ensimismamiento de plomo. Protegido por la noche, subí hasta aquí. El sonido del motor venía de Ferradillo. Sentí cómo se detenía el vehículo, unos 50 pasos más arriba de don-de me encontraba. Todo quedó en silencio. Solo se oían los ladridos lejanos de un perro. Después encendieron el motor e hicieron el juego de las luces. Luego pegaron la vuelta, enfila-

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ron contra Ponferrada y, por fin, apareciste tú, junto al burro.

—¿Cuántos años tienes hijo mío?, preguntó Aquilino, mien-tras ceñía con ternura la cabeza del niño contra su cuerpo, y no pudiendo evitar que un par de lágrimas nocturnas bajasen lentamente hasta la comisura de su boca.

—Por el tiempo de las vendimias cumpliré la docena. Tu calor me arrastra hacia la niñez, devolviéndome las caricias que mi padre a diario me regalaba.

—Seguro que tuviste un gran padre. ¿Cómo se llamaba?

—Claro que era muy bueno. Se llamaba Antonio como yo. Pero, algo raro pasa aquí: todavía no me has preguntado nada sobre los nombres de esos pajarracos.

—Es verdad, —repuso Aquilino—, pero sospecho con mucho fundamento quiénes son esos malditos vejadores sin alma. Uno es de Almázcara y el mote del otro tiene, si no me engaño y para afrenta de la especie asnal, las mismas cuatro últimas letras que la palabra burro.

—Es cierto: el que parecía desempeñar el mando del dúo, es un tal Flaturro, por lo que le escuchaba al otro: “—dale fuerte Flaturro, muérdele una teta jefe, que sepa lo que es un hombre, David... Y éste le replicaba: “En el cuartel ni una pa-labra, Almázcaro y, menos aún, en tu pueblo... Y, si mi mujer se entera, te rajo en canal”

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—¿Le llamaba Almázcaro? Ese no es ni su nombre ni su apodo, —curioseó Aquilino.

Claro que no. Escuché que era de un pueblo que se llama Almázcara y, por eso, le digo Almázcaro, porque el nombre que usaba el otro para llamarle, no deseo pronunciarlo. Sería algo así como ensuciar mi propio nombre y, sobre todo, el re-cuerdo de mi padre. No quiero parecerme en nada a esos dos lobos. ¿Qué te parece?

—Estoy de acuerdo. Hace ya mucho frío y tienes que bajar para volver a velar la vacada durante la noche. Si te sientes mejor, puedo acompañarte. ¿Quién era tu padre?.

—Papá era el mejor, el más alto y valiente. Lo mató el cabe-zón de un carro de vacas que, desbocadas, venían como flechas calle abajo. Eso sucedió hizo ya cinco años por el tiempo de la hierba. Trataba de salvar a la niñita de una vecina que, ga-teando, se había instalado sentadita en el medio de la calle. No hace falta. Yo también estoy acostumbrado a la soledad. La noche y los lobos de cuatro patas no me dan ningún miedo; pero, los que van en esa camioneta negra, esos sí arrastran con ellos el terror. Tengo para mí que, no satisfechos con la sangre de la joven indefensa, han regresado de hacer algo muy negro y gordo por Ferradillo.

—Aunque sospecho lo mismo, amigo mío, —manifes-tó Aquilino—, ¡cuánto nos agradaría que no tuvieses razón!

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Cuando vuelva a pasar por aquí y me veas, no dudes en pegar-me un silbido para avisarme, si estás lejos, y si andas cerca con tus vacas podemos vernos y contarnos cosas menos amargas.

Mientras Aquilino cruzaba el mítico Campo de las Dan-zas, recordó, tal vez como terapia del subconsciente para ig-norar por un momento los abyectos sucesos que acababa de escuchar, los bailes nocturnos de las antiguas mujeres astures, completamente desnudas en aquellas mismas praderas, dan-zando durante los plenilunios marciales y septembrinos. Ese ancestral rito cumplía la misión de propiciar, a imitación del astro, la fertilidad y henchido de sus vientres, por parte de sus hombres.

Con la misma lógica de autodefensa mental, retrocedió has-

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ta san Pedro de Montes, recuperando en su cabeza el mito de la serpiente38 rupiana:

—Este culebrón, cuélebre o kiobra rupianense39, dicen algu-nos —recapitulaba Aquilino—, es una serpiente con alas, que habita en los montes, en las cuevas, en las fuentes, los ríos, los arroyos y en el mar. En sus moradas esconde incalculables tesoros y jóvenes princesas cautivas, de belleza sin par.

—La kiobra crece sin parar, y, cuando se va haciendo vieja, sus escamas se tornan muy grandes y coriáceas, de tal manera que en su pellejo no entran lanzas ni virones. El único modo de eliminar tamaña criatura, es cegarla con poderosa herida

38 Las serpientes fabulosas, como los mismos dragones, están presentes en casi todas las culturas del planeta. No podía faltar, por tanto, en el noroeste de la Península Ibérica. En Asturias, en León y Galicia, estas fabulosas serpientes reciben, preferentemente, el nombre de kiobras. Su origen está relacionado con el mito griego del dragón que custodia las manzanas de oro del Jardín de las ninfas Hespérides, cuyo robo constituyó uno de los doce trabajos de Hércules. Igualmen-te, el vellocino de oro sustraído por Jasón y los argonautas también estaba vigi-lado por un terrible dragón, según cuenta Apolonio de Rodas en la leyenda de los argonautas. La misma idea presentan los monstruos Escila y Caribdis en la Odisea. Sin embargo, en la cultura celta, la kiobra (o el dragón) no era un ser dañino, sino todo lo contrario. En sus orígenes ejercía de genio o de protector de fuentes y ríos; pero, con el advenimiento y expansión del Cristianismo, vio en el dragón y la serpiente la reencarnación del Mal. El Diablo es representado como una serpiente o un dragón terrible. Así fue como surgieron leyendas como la de san Jorge y el dragón o la kiobra rupiana, en las que, en vez de un héroe de la antigüedad, es un santo, temerario pero valiente, el que da muerte a la bestia.39 Del latín rupis-is, piedra o roca. En un promontorio cercano, situado en la ladera opuesta al pueblo, se encuentran los restos de un castro prerromano, ocupado posteriormente por los romanos como puesto de vigilancia de los canales que llevaban agua desde estas cumbres y la transportaban hasta Las Médulas. Este castro, llamado Rupiano, dio al Monasterio el apelativo de Rupianensi, en la época de san Valerio.

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en su único ojo o en la garganta, pues no tiene otras partes mortales. Además, la kiobra jamás se muere por ser vieja. Sin embargo, en la noche de San Juan, dicen que se entumece y pierde sus poderes. Aprovechando tal debilidad, es cuando las lindas cautivas pueden escapar, llevándose los innumerables tesoros que les vengan en gana. El resto de los días del año, dado su inmenso poderío, sorprenden, atacan y devoran sin piedad a los lugareños, los viajeros o animales que, atraídos por los dulces cantos de las cautivas o los buscadores de teso-ros, se acercan a sus oscuras moradas.

—Estas kiobras emiten tamaños silbidos desde las profundi-dades de su garganta, manteniendo siempre su bífida lengua en la vanguardia, que sobrecogen de espanto a quienes tienen la desgracia de oírlos, incluso a grandes distancias. Su res-piración exhala una ponzoña infecta en extremo, venenosa y hedionda.

Son, por lo dicho, muy perjudiciales para con los pueblos y habitantes de los alrededores de sus cuevas. Éstos, cono-cedores de los hábitos de la bestia, procuran dejar alimentos en abundancia cerca de sus madrigueras, con el fin de que no devore personas ni profane los camposantos, hollando las tumbas.

Como nunca se detiene su crecimiento, llega un día en el que por sus gigantes medidas, la kiobra ya no entra en su madri-

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guera. Cuando llega ese momento, no le queda otra solución que tomar el camino de ir a ocupar la inmensa guarida del Mar, como han hecho desde siempre todos sus antepasados, y llevando consigo los inmensos tesoros almacenados durante su vida. Debido a lo cual, en el fondo del mar alberga infinitas riquezas, inalcanzables para los hombres, como consecuencia de la incontable cantidad de tales monstruos marinos, pulu-lando en torno a tantas maravillas.

A veces, el peso de la kiobra es de tal magnitud que se le hace muy difícil arrancar el vuelo. Esa y no otra es, en muchas ocasiones, la causa de su desgraciada muerte. Por ello, a más de una kiobra, las alas se le prenden en las maniobras del des-pegue entre las ramas de los árboles, causándole la muerte por hambre, entre desesperados e imponentes rugidos.

Según una leyenda aquilano-cismontana, allá por el siglo VII de nuestra era, la horripilante kiobra de Montes de Val-dueza, vivía en una cueva situada por debajo de la ermita de la santa cruz, erigida en tiempos del rey visigodo Chindasvinto, en el fondo del precipicio y a la orilla del río Oza. Además de poseer la plenitud de las maldades, era feísima. Asimismo, tenía tanta largura que, cuando su cabeza alcanzaba la ermi-ta, la cola aún permanecía medio enroscada en el interior de la caverna. Su dieta alimenticia era omnívora, incluidas las gentes y toda clase de ganado. Cuando éste último empezó a desmedrar, la bestia comenzó a sentir una especial inclinación

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en sus suculentos ágapes, primero por las mujeres, ancianos y niños, y, en el momento en que tales grupos de población casi desaparecieron, le dio por derivar sus apetencias gastro-nómicas hacia los monjes del inmediato monasterio de san Pedro, fundado poco antes por san Fructuoso. Los del ceno-bio, observando las inquietantes pérdidas en su ganado, tan amenazadas las gentes del valle y su propia existencia, optaron por ir a solicitar consejo al santo, que había tornado a dirigir el primer monasterio, que él mismo fundó en Compludo, cerca del mazo pilón. Haciéndose cargo de situación tan extrema, el sabio y sagaz san Fructuoso, tomó la decisión de retirarse al Campo de las Danzas, por mor de ver si recibía en aquellas alturas algún plan divino. Éste no tardó en inspirar una estra-tegia en manos del monje. Preparó una acción relámpago, no exenta de osadía y bastante temeridad. Pero con el visto bueno de la Providencia, ¡nada había que temer! Fructuoso, conjuró por fin aquella pesadilla que afligía a los monjes, de la mane-ra que se sigue. Nada más llegar a San Pedro de Montes, el virtuoso y astuto ministro del cielo, consiguió emborrachar a la kiobra, dándole a comer un gran pan de harina de castañas, que los monjes habían amasado con un jugo especial, a base de ramitas y hojas de tejo machacadas y mezcladas con apio. Cuando la bestia lo engulló en su totalidad, se quedó adormi-lada. A continuación, haciendo gala de su carácter intrépido y con enorme riesgo de su vida, el futuro santo le introdujo en

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su único y ciclópeo ojo un enorme cantiago de bravo de casta-ño, que previamente había afilado y calentado en una hoguera, a imitación de Ulises con Polifemo. Al parecer, los silbidos y coletazos de la serpiente pudieron oírse en todo el valle del Oza. tan espantoso era su dolor; hasta que, por fin, cayó muer-ta, con el cerebro abrasado.

Pasados tantos siglos, aún hoy hay atardeceres, en el entor-no del pueblo de Montes, en los que, de pronto, se escuchan silbidos lejanos y harto inquietantes. Naturalmente, dicen los ancianos, se trata de una nueva sierpe que bate sus enormes alas por los montes cercanos, en las proximidades de la noche de San Simón. Otros, menos imaginativos, creen que es solo el viento, que se cuela por entre las copas de los marronáceos y anaranjados castaños...

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VI- ¡COBARDES CRIMINALES!

El marxismo, la menos dogmática y la menos formal de las doc-trinas, en cuyo marco de generalizaciones resaltan la carne viva y la sangre caliente de las luchas sociales y de sus pasiones...

León Trotsky

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En la mañana del año del terror de 1947, el sábado día 6 de septiembre, una joven caminaba junto a un niño, sobrino suyo, desde Ferradillo hacia Villanueva de Valdueza, población esta última emplazada mucho más baja que Ferradillo. Ambos pueblos pertenecían entonces al ayuntamiento de San Este-ban de Valdueza hasta que en el año 1.970, suprimidos varios ayuntamientos entre ellos los de San Esteban y Los Barrios, pasó a formar parte del Ayuntamiento de Priaranza del Bier-zo, por encontrarse más próximo que el de Ponferrada.

La familia de la joven y el niño, al igual que las gentes de los otros pueblos aquilanos, andaba y desandaba ese camino montañoso muy a menudo. El padre del niño era natural del pueblo de Ferradillo.

Ese año los fascistas y sus lacayos ya habían derramado de-masiada sangre por el Bierzo. Las noticias de tanta barbarie llegaban a Ferradillo confusas, distorsionadas y algunos días después.

El trágico fin de Primitiva, en la cobarde versión que se hizo llegar a la población berciana, cuando los perros de unos pas-tores descubrieron los restos del cadáver, como en tantas otras ocasiones, inculpó del crimen a los rojos. Sin embargo, en Fe-rradillo, Se contó por aquellos días que la chica era amiga de los maquis y, por tan alevoso delito, perdió la vida en plena juventud a manos de aquellos licántropos patriotas, amigos

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de los del eje Berlín-Roma-Tokio. Después, el fascismo ibéri-co fue sostenido por los presuntos libertadores de la segunda guerra mundial.

Si la joven asesinada, lo fue porque era amiga de quienes, como los autocalificados liberadores de Europa, deseaban acabar aquí también con el fascismo, hay algo que de manera inquietante y muy peligrosa sigue sin concordar en la historia presente de nuestro país.

La orgía de muerte iba a continuar cerca de allí, ese mismo día al atardecer, por parte de esos dos laureados criminales, a las órdenes de un navarro de Peralta, un ser sin escrúpulos, que, con el fin de conseguir ascensos y medallas, mintió, pre-varicó, falsificó todo tipo de documentos, ordenó secuestros, torturas y asesinatos sin piedad, para mayor gloria del nuevo régimen, intocable por quienes decían haber liberado a Eu-ropa de sus garras. El de Navarra, tras cumplir fielmente su cometido para los golpistas totalitarios, antes de poner tierra de por medio, fue condecorado por el nuevo ayuntamiento de Ponferrada, nacido del golpe. Así se hacían las cosas en esa nueva España, náufraga en medio del océano de ignorancia, de terror, de miseria, del crimen y de la impunidad absoluta.

Cuando terminaron con la chica, los guardias buscaron re-fuerzos y volvieron su ira hacia el pueblo de Ferradillo. Los desalmados, inválidos del corazón, dirigieron su camioneta

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negra hacia las proximidades de La Encrucijada.

Se trataba de multiplicar los castigos a los de Ferradillo, porque habían votado al Frente Popular en aquella república fugaz, con la intención de deshacerse de los pesados foros, que contra ellos esgrimían algunos, zánganos más que señores, de-venidos de linaje terrateniente con las desamortizaciones de mediados del siglo anterior.

Antes de la guerra, los de Ferradillo pagaban a las Carra-las de los Barrios varias cargas de centeno, en razón de unos antiguos foros, de muy dudoso sostén jurídico. Esos foros los pagaban porque, al parecer, el territorio entre Ferradillo y Pa-radela de Muces estaba aforado por las Carralas, unas solte-ronas de Los Barrios, en extremo ahorradoras y usureras, de quienes el imaginario popular sostenía que guardaban en sus casonas varios toneles llenos de monedas de plata.

En cierta ocasión, unos comisionados de la junta vecinal de Ferradillo, bajaron a Toral de Merayo, para pedir un préstamo y liquidar el foro con las Carralas. El prestamista Arrojo, les preguntó el destino de ese dinero. Al momento fue informado de todo. Los de Ferradillo recibieron como respuesta, que no había ningún problema, pero que al no disponer de liquidez en ese momento, deberían volver al cabo de dos o tres días. Así lo hicieron y, en el instante de replantear la solicitud del dinero, se les lanzó a la cara:

—Ya no os hace falta esa plata, porque, a partir de ahora, los

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derechos de foro, me los tenéis que abonar a mí.

Y regresaron a sus alturas con gran frustración. Arrojo se había burlado de ellos. Iniciada la guerra, los vecinos de Fe-rradillo se negaron a entregar el centeno a los nuevos dueños del presunto foro. Y no pasó nada.

Con esas brutales represalias, los asesinos y sus mentores pretendían a la vez, que los de Ferradillo pagasen con sangre el apoyo, por lo demás imposible de evitar, que prestaban a los guerrilleros.

La víctima ya la habían marcado unos días antes. Los asesi-nos, haciéndose pasar por guerrilleros, ocultaron la camioneta negra antes de que su ruido fuese escuchado por unas gentes del pueblo, que se encontraban pastoreando sus rebaños.

A pie, se dirigieron hacia el paraje de Traslapeña, en la ver-tiente que mira hacia Pombriego, en donde habían divisado a un grupo de pastores. Les dijeron que eran de los del monte, que venían escapando, que tenían que reunirse cuanto antes con sus compañeros y que si alguien los conocía. Todos ca-llaron, pero un hombre anciano, pues ya había superado los sesenta años, dijo que él los conocía y que en varias ocasiones habían estado en su casa. Ese fue su único delito y su senten-cia de muerte: ayudar a los antifascistas, colaborar con los que defendieron la legalidad y hacer lo mismo que al otro lado de los Pirineos había hecho la resistencia heroica contra los nazis.

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Y la paranoia habitó entre nosotros: los que allí eran héroes, aquí se les trata de malhechores, los que allá son ensalzados, a este lado vilipendiados, a quienes al otro lado se les erigen estatuas en su memoria, por estos pagos son perseguidos y fusilados sin juicio, aquellos son recordados por las genera-ciones nuevas como modelos de dignidad, mientras que entre nosotros, muerto el dictador hace ya más de 36 años, aún no se ha rehabilitado la memoria de tantos antifascistas, y son muchos millones de compatriotas los que aún no condenan el largo invierno y la barbarie de aquel régimen totalitario, pero se dicen demócratas de toda la vida. ¿Qué pasa aquí?

Después de asesinar a Primitiva, los matones llegaron a las inmediaciones de Ferradillo y se toparon con un grupo de hombres.

Ramiro40, uno de los testigos de aquel grupo, nos recuerda así lo que pasó aquella tarde:

—Veníamos de Ponferrada, Mauricio, Enrique, otros dos y yo, que había comprado unas botas nuevas en Ponferrada; las traía encima del burro, para ir pocos días después a la ro-mería de Los Remedios41. Ya se acercaba la puesta del sol y habíamos alcanzao el Lameirón. Al poco, llegaron también dos vecinos más, Abelardo y tío Gumersindo, que venían de

40 El relato de esta persona tuvo lugar en la calle Fabero, en el barrio de Flores del sil, en el otoño del mismo año.41 La ermita de Los Remedios está en Sotillo de Cabrera. A esa virgen acudían muchos romeros, porque tenía fama de muy milagreira.

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san Esteban de un juicio, por culpa de la era de Feliciano o no sé qué. Cuando llegamos al Lameirón, unos guardias nos pegaron el alto y nos metieron en una mata que había pa en-cima del camino que va pa Santa Lucía y Rimor. Cuando nos metieron parriba, díjele yo:

—¡Hostia, es que dejé las botas encima del burro!

Y me dejaron volver por las botas. Enrique quedó en el ca-mino con el burro. Al poco llegaron el tío Gumersindo y Abe-lardo y los hicieron subir también pa onde nosotros. Después llegó Blas, el hermano de Constantina, que venía de trabajar en La Térmica de Compostilla, y le hicieron ir a enseñarle la casa donde vivía el tío Pablo.

A Blas lo apuntó a falange uno de Santalla, cuando, unos años antes, estuvo sirviendo de muchacho en su casa. A Enri-que también le dejaron marchar con el burro. Al rato llegaron con tío Pablo. Nosotros estábamos allí sentaos y uno de los guardias nos dijo:

—¡Échense cuerpo a tierra!

Tío Gumersindo dijo que allí arriba le pareció ver un bulto y el guardia le dijo:

—¡Calle la boca usted

Pronto se hizo de noche y, al estar tumbados, el frío se nos metía en el cuerpo. Pasado un rato pregunté al que nos vigila-

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ba, a ver si podíamos ya marchar pa casa. Nadie me contestó y hablé más alto. Me levanté y di una vuelta por allí. No había ya nadie y nos marchamos. La gente del grupo decía que no teníamos que volver pal pueblo y había que ir onde unas peñas que hay debajo de Ferradillo. Yo díjeles que iba pa casa.

Entonces eso pasó así. Llego yo a casa y me dice mi ma-dre:

—¡Llegas a buena hora, verdad!

Yo díjele que sí.

—Ya le preguntamos a Enrique, —anunció mi madre—.

—¿Y no le dijo lo que pasaba?

—No.

Díjele yo, pues esto, esto y esto…

Así, él na más que vino, metió el burro na cuadra y mar-chó…

Al otro día por la mañana, yo estaba en la cama, cuando vino mi madre y dijo:

—Hijo, mira lo que pasó: ayer, aquellos marcharon con tío Pablo...

Al día siguiente, como el anciano no regresó, tocaron a con-cejo para buscarlo por los arroyos, pero no lo encontraron. Yo de aquella tenía que marchar a la mili. Me dijeron que tal y

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cual… Después me citaron pa declarar dos o tres veces… Pues dije yo:

—¡Pues yo marcho pa la mili! Si quieren algo de mí, ya me traerán.

En la mili me escribieron una carta diciendo que ya había aparecido tío Pablo. Lo hallaron días después unos pastores, tirado en el monte de la Mallada de Rimor, al pico del Lombo de la Güeira. También estaba casi totalmente comido por los lobos. Nadie se atrevía a decir nada, porque todo el mundo sentía terror a que los guardias tomasen venganza. Encontra-ron 5.000 reales en el bolsillo del chaleco. De aquella todo era en reales.

El señor Pablo, era fuerte de complexión y, para los tiempos que corrían, vestía con cierta elegancia: una chaqueta de pana negra cuidada, y pantalón del mismo paño y color, algo más trallado.

A Villavieja bajaba a menudo, para hacer algún trabajo en los castaños del Soto, cuidar un huerto en la Benvilla, o com-prar vino.

Por los testimonios y averiguaciones que se fueron practi-cando después, el apresamiento, secuestro y asesinato del tío Pablo, se llevaron a cabo con la infamia y cobardía jamás vista ni oída. El crimen fue gestionado con nocturnidad, del modo más alevoso y con siniestra premeditación. Tal vileza, carga

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sobre las espaldas de quienes decían servir a los trabajadores, y se autotitularon nacionales, defensores de la justicia, los va-lores patrios, en una España grande y libre.

Aquellos lobos bipedestantes jamás supieron lo que signifi-caba la posesión del menor atisbo de conciencia.

Ante la casa del anciano, el asesino alfa habló de la siguiente manera:

—Tú, Blas, llama a la puerta del viejo y, cuando te pregunte, hazle saber que aquí le esperan los rojos.

No estaba en la casa, sino en un huerto inmediato. Hasta allí se fueron en su búsqueda.

Al de falange, cumplido el recado, le ordenaron que se fuese para su casa de inmediato, sin volver la vista atrás.

El tío Pablo, con paso vacilante y ajado por los años, asomó al umbral de la puerta, sin imaginar la ponzoña de los que tenía frente a sí. Les dijo que iba a coger la chaqueta, porque comenzaba a enfriar la tarde. Los abyectos visitantes no se lo permitieron, bajo el pretexto que no la necesitaba, porque pronto regresaría a su casa.

Seguramente, desde ese primer instante, ya no le pintó bien aquella visita, porque no conocía a ninguno de los que le espe-raban. Sin otro saludo ni preámbulo, tras ver dos masas corpu-lentas flanqueándole, obedeció la orden que, cual chasquido

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de cascabel, le penetró muy adentro, hasta alcanzar su fatigado corazón, con mortal mordedura:

—¡Síguenos! A las afueras del pueblo nos esperan tus ami-gos. Quieren darte una sorpresa. Me parece que se van a des-pedir de ti, antes de marchar hacia tierras muy lejanas.

Tío Pablo no dijo nada. Callado, con la cabeza ligeramen-te inclinada hacia el pecho, la boina basculada hacia la oreja diestra y con los ojos clavados contra el suelo, un par de pasos más allá de sus alpargatas, les seguía a duras penas. A las afue-ras de la aldea, en el Piornalín, le obligaron, mediante empu-jones y burlas, a subir a la negra camioneta. En el interior del mortal furgón, uno de los beneméritos, después de golpearle con brutal saña, le dijo:

—Tus amigos rojos no tienen paciencia, debieron ir por ese camino, vamos a ver si les damos alcance. No es bueno mar-charse para tan lejos, sin decir adiós a los camaradas.

El guardia, completó su sádica intervención con una sonora carcajada. Al tío Pablo esa risa le pareció llegar desde el mis-mo infierno, brotando de la garganta del diablo; pero siguió quieto, mudo. No exhaló la menor muestra de temor. Unos minutos después, el vehículo se paró ante otros dos bultos, sospechosamente humanoides, firmes junto al camino. No fue necesario que le diesen otra orden. Pablo, en silencio, descen-dió lentamente hasta el suelo. Sin ver de dónde vino, recibió

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un fuerte puñetazo en el hígado, que le hizo caerse y le situó en la antesala de la muerte. Después, creyó escuchar a otro di-ciendo algo, mientras le propinaba una salvaje patada en la ca-beza, antes de que ésta llegase a contactar con la tierra. Quedó tendido sobre su costado diestro, como dormido. El viejo ya nunca más se pudo levantar. Desde la nariz y ceja derecha, manaba abundante reguero de sangre, que, en corto recorrido, se precipitaba cara abajo, antes de formar una especie de em-plaste, al mezclarse con el polvo del camino.

Se inició en aquel momento el señoreo de la noche y la luna encendió su antorcha plateada.

Después, las dos estatuas expectantes cogieron a Pablo por las muñecas y, con sus garras más que manos, lo llevaron mon-te abajo. Iba el anciano como inconsciente, de espaldas, la cara al cielo, los ojos cerrados, con la cabeza doblada sobre la nuca y arrastrando los talones, que trazaron dos líneas paralelas sobre la fina hierba del monte. No emitió ni un quejido o lamento, solo escuchó al cachorro alfa decir, allá arriba y más atrás, a espaldas del dúo arrastrante:

—Si no encontráis a sus amigos, dazle a él también su pasa-porte, sin viaje de vuelta. ¡Quiero oír esos maravillosos gritos de muerte, rechazándolo!

Después de internarse un trecho en el bosque, uno de la pareja que arrastraba Al tío Pablo, se paró, obligando a su

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compañero a detenerse también. Se agachó sobre el pecho del abuelo, comprobando que su corazón, poquito a poco, se estaba callando para siempre. Erguido de nuevo, preguntó al compañero:

—Oye, ¿sabes tú el motivo por el que estamos matando a este hombre?

—No tengo ni idea. Yo sólo le pegué un puñetazo y una patada en la boca.

—¿Nunca preguntas nada? ¿Ni siquiera respondes alguna vez a tu voz interior? ¿Te queda una sola pizca de concien-cia?

—No, —contestó con laconismo e indiferencia el otro—. No sé qué es eso de la conciencia ni lo quiero aprender. Hago nada más aquello que sé que le gusta al jefe.

—¿Qué piensas de lo que estamos haciendo?

—Yo no pienso.

—¿Cómo que no piensas?

—Yo sólo cumplo siempre las órdenes de los superiores.

—Entonces, ¿Qué vas a hacer ahora?

—Nada. Bueno, sí hay que hacer algo.

—¿Qué tienes que hacer?

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—Tengo que cumplir las órdenes del jefe. Como éste viejo ya no puede gritar de dolor lo haré yo por él. Y tú debes emitir sonidos de fiereza, hacer como que me pegas.

—Te puedo golpear con una estaca o solmenarte unas hos-tias, para que el jefe escuche los estacazos y tus gritos de dolor verdadero.

—No es necesario. Sé repartir muy bien los golpes y pu-ñetazos más certeros, y soy un maestro en el arte de imitar y remedar los aullidos de dolor de los torturados, cuando se nos ha ido la mano. El jefe necesita esa ración de alaridos cada día, casi más que el comer.

—Y cuando acabes de alimentar y agasajar al jefe con los brutales esfuerzos de quien tortura y los terribles gemidos de tu supuesto dolor, ¿Qué harás?

—Dejar aquí el muerto y subir de nuevo hacia el camino.

—Y, ¿te atreves a marchar así, ¡so cabrón!, sin pensar, decir, ni hacer nada? ¿Tú cumples nada más y ciegamente, sin re-chistarle a tu mierda de conciencia, las órdenes de los jefes? ¿Es que no tienes otro aliciente en tu puta vida?

—Creo que malgastas tu energía. Cada día te entiendo me-nos.

—Pues, hace un minuto nada más, acabo de percibir el es-tertor de la muerte a mis pies, en este hombre ahí tendido.

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—¿Y qué quieres que haga?

—Lo primero es, ahora sí, que te pongas a dar lamentos de moribundo, para cumplir los irresistibles deseos del jefe. Después buscaremos una pequeña hondonada para depositar el cadáver y, con nuestras manos, lo cubriremos de piedras, con el fin de evitar que las alimañas lo profanen. Este hombre está muerto, lo hemos matado nosotros y, hasta hace un rato, quería vivir.

—Eso, si quieres, lo haces tú. A nuestros superiores no les agradan nada tu generosidad con estos de Ferradillo, vivos o muertos, amigos de los rojos. Y ahora quiero que no me mo-lestes, porque voy a comenzar la sinfonía de aullidos. Si tú das tierra a ese muerto y velas su cadáver, yo debo cuidar de mantener contento y saludable al jefe. El pobre, sin su ración de crueldad y dolor ajeno a diario, se moriría...

El guardia con alma de pedernal, hizo todo lo que había que hacer, para cumplir con el jefe, pero no se agachó ni una sola vez, a fin de echar una mano a su compañero, afanado en completar aquella mortaja de piedra sobre el difunto tío Pablo.

Cuando el jefe, apostado contra el negro furgón del camino, escuchó los terribles lamentos que llegaban desde el bosque, su rostro se iluminó en diabólica sonrisa. El compinche que le servía de escolta en sus fechorías, sintió un cierto alivio al

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observarle de reojo. Sin embargo, la telaraña de estrellas col-gadas de la bóveda del cielo, fue recorrida por el pánico, y una cuchillada de hielo quebró en esa noche de lobos su argentino parpadeo.

Las fieras del bosque fueron testigos de cómo hay entre los humanos algunos que defienden a su patria aterrorizando niños, violando y asesinando mujeres, torturando y matan-do en la noche a viejos indefensos, y sembrando con más de cien mil asesinados inocentes, hombres, mujeres y niños, los montes y cunetas de aquella patria. De tal forma volvía a reír la primavera y se sucedían los amaneceres en la España de los vencedores, con la cara al sol y la camisa nueva.

Las democracias aliadas, vencedoras en la segunda gran guerra mundial, dejaron que la democracia española, fuese asesinada también.

Regresando a la noche aquilana, Aquilino realizó el resto del camino con el corazón transido. Pensaba en la posibilidad de perder los bloques de hielo y no madrugar esa noche, para alcanzar Ponferrada. Sin embargo, rechazó de inmediato tal circunstancia, imaginando la decepción de quienes esperaban su hielo para las fiestas y, sobre todo, en la preocupación de Canaria y Magistrala, si él no acudía a aquella cita tan espe-cial.

Puesto en tal tesitura, por nada del mundo quería ya perder-

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se los desfiles pues, con total seguridad, en ellos estarían los coyotes y, sin saber cómo lo haría, planeaba darles una sorpre-sa. Tampoco deseaba ya acudir a festejar a la plaza del merca-do, ni le apetecía saborear ni pulpo ni callos, ni vino, ni nada. Sería lo más condescendiente posible con todo el mundo. Ca-naria no cantaría nada y Magistrala tampoco sufriría ninguna decepción de aquélla. El objetivo, desde el festín lobuno de ese día, había cambiado radicalmente. Así se devanaba la cabeza Aquilino, cuando descendía por el camino de La Neveira. Sin saber la razón del porqué suceden estas cosas, volvió a su ca-beza la leyenda de Basaseachi y con toda la fuerza, retornaron asimismo las palabras del Padrino en torno a la leyenda de la desdichada hija del señor de la Alta Tarahumara.

La luna abandonó el cielo sin dejar ni rastro. En el silencio más negro y misterioso se acercó a la fuente que hay a la en-trada del pueblo, para que Fortunato aliviase la sed.

Satisfecho el asno, bajaron hacia la casa casi a tientas, en el más absoluto e inquietante silencio.

A grandes zancadas se acercaba el tiempo de la vendimia.

Hay ciertos ruidos, propios de cada lugar y según la época del calendario; pero, la noche de ese día de primeros de sep-tiembre, tan parlanchina y viva de costumbre, enmudeció por completo: los grillos habían emigrado, solo Dios sabe a dónde; mouchos y coruxas, es como si se hubiesen ido de velatorio,

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los ganados, adultos y tiernos, no se atrevían a soltar mugido ni balido alguno, desde sus establos y apriscos; se sentía como si hasta la comitiva de los perros se hubiesen acercado todos también al funeral.

Aquilino avanzó como un fantasma en la negrura de la no-che, siguiendo los imperceptibles pasos del burro. Sintió sobre sí, cual tenaza presionando sobre su cuello, el gélido abrazo de la muerte. Pensó que todos sus vecinos habían sido visitados ya por la parca, y que ahora ella venía también a por él. Todas las puertas estaban cerradas con la tranca y los candiles apaga-dos. Tan solo pudo observar, en el momento en que pasó ante la rendija de un ventanuco de madera, la mortecina luz de un gancio, en la casa de tío Pablo y tía Elvira. Detuvo el burro y se acercó un poco hasta la puerta. Creyó oír tímidos cuchicheos y algo que quiso traducir como entrecortados sollozos feme-ninos, porque, a pesar del glacial silencio, lo que del interior llegaba, era en extremo tenue e inaudible.

El terror era generalísimo y acaudillaba la negritud. Otros miedos generalizados mantenían el cepo en cada cerebro, se-lladas todas las gargantas, tapones en las orejas y velos sobre los ojos.

Estuvo a punto de petar suavemente sobre los tablones del portón, pero no se decidió. Porque, más que molestar a esas horas, algo le decía que allí dentro estaban mascando la trage-

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dia anunciada una hora y media antes por el pastorín de san Adrián. Por eso, dando la vuelta, se alejó casi de puntillas.

Ya en la casa, liberó al burro de los bloques helados y premió su esfuerzo con una buena ración. Acto seguido, le pasó la mano por la testud y el lomo, cerró tras sí la puerta de la corte42 y, en el momento en que se disponía a entrar en la casa, vio que alguien se acercaba. Era su vecino de la morada de más abajo, quien le puso al tanto del secuestro y desaparición de tío Pa-blo. Instantes después, sin probar bocado, se fue a dormir. No tuvo ganas o no quiso quitarse la ropa. Nada más se descalzó, antes de deitarse43. Tendido sobre la cama, se preguntó por lo mal que se encontraba y el gran impacto mental, nacido de lo que el niño de san Adrián le contó, y lo que su vecino le había anunciado instantes antes; pues, hasta ese momento, aún no se había percatado de la ausencia de Navarro. Después, des-cendió muy pronto hasta las regiones de lo onírico, pero en el corto sueño de esa noche triste, ni en un triste instante se encontró solo.

42 Establo.43 Echarse en la cama para dormir.

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VII-EN EL REINO DE MORFEO

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La revolución socialista constituye no sólo una transformación ra-dical de la sociedad sino también una inmensa y maravillosa reforma intelectual y moral, análoga a todo lo que implicó el Renacimiento, la Reforma protestante y la revolución francesa en el terreno de las nuevas formas de vida.

Antonio Gramsci

Habiéndose levantado muy temprano, lo primero que hizo Aquilino, fue tomar la parva y, sin retraso posible, comen-zó a encimar las piedras bien encintadas sobre el aparejo de su burro. Estaba en esto, cuando oyó el murmullo de alguna gente que se acercaba. Era un grupo de Llamas y Santalavi-lla, que bajaba también para la fiesta. Se detuvieron cerca de donde realizaba los últimos preparativos. Hacia Aquilino se aproximó una mujer. El resto de caminantes, mitad romeros y la otra mitad feriantes, tras saludar, continuaron el viaje. La mujer también les agradeció la atención de acompañarla has-ta allí, pues se habían ahorrado un trecho de la caminata, si hubiesen bajado directamente desde la Encruciá hacia Rimor y Ponferrada.

Aquilino y la recién llegada se abrazaron en medio de la noche. Actuó como único testigo de aquel lazo, al igual que en muchos momentos pretéritos, el noble Fortunato.

Canaria, como todo el mundo, trabajaba también la tierra. Además de su madre, tenía un hermano que vivía en la misma

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aldea, con su mujer y dos hijos mozalbetes. La anciana todavía cuidaba su propia higiene, salía para recoger verdura en los huertos próximos, atendía el puchero y se encargaba del ga-llinero. Casi siempre estaba con su hija; sin embargo, cuando ésta se ausentaba, marchaba para la casa del hijo y hacía vida con su nuera. Pero, antes de separarse de Canaria, indefecti-blemente le aconsejaba:

´—Hija mía, cuídate mucho, mira por dónde vas y con quién andas por ahí...

Canaria, por su parte, siempre le contestaba:

—Madre, tú me enseñaste a caminar y a distinguir el grano de la paja. En sólo dos o tres días vuelvo para estar contigo...

Canaria y Aquilino habían trabado más que una estrecha amistad años atrás. La cosa comenzó un día de junio, en la verbena del Rosario. A ella acudían las gentes de los pueblos vecinos: los de Llamas, un poco más arriba, en dirección a la Aquiana; Odollo, más alto también, junto al río aguas arriba; los de Yebra, frente a Santalavilla, pero al otro lado del río; a la misma mano de Yebra, tras las montañas, quedan Sigüeya y Lomba, cuya mocedad, además de la de Pombriego y Castro, solía acudir asimismo a la citada romería.

En el sitio del baile, Aquilino observaba con discreta aten-ción el desparpajo de una joven pelirroja con pecas, que, has-ta entonces, no había querido echar ni pieza con nadie, des-

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pachando con elegancia toda aproximación petitoria de los mozos. Y, por decepcionante que le pudiese parecer, tampoco quiso bailar con él.

Aquilino había bajado, como cada año para la fiesta de la patrona, a La Cabrera, por El Portillo y Pombriego, hasta Santalavilla, invitado por sus primos.

Con anterioridad, la casualidad quiso que sus caminos se hubiesen cruzado ya en varias ocasiones, mas nunca se había fijado con atención en esa mujer de Santalavilla. Se dirigió hasta ella y, cuando escuchó el saludo con el que respondió a su propio cumplido, supo que en aquella noche, necesaria-mente, algo con sazón tenía que suceder. A partir de aquí, fue ella quien tomó la iniciativa en todo momento. Después de la cortés salutación, dijo:

—Quiero que no te muevas y me esperes un instante.

La vio alejarse. Las sombras la engulleron más allá de las luces tenues de la era. Allí se congregaba el vecindario para escuchar todos al acordeonista y, sin pausa, la mayoría acom-pañaba la música con el baile.

Cuando apenas habrían transcurrido cinco minutos, Cana-ria ya estaba de regreso. Lo tomó por el brazo y, con la mayor naturalidad, atravesaron el baile y se alejaron por el mismo sitio por el que ella había ido y regresado instantes antes. Lo condujo por un camino ascendente entre castaños y robles,

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hasta unos prados situados por encima del pueblo. Apenas cruzaron palabra en el remonte. El intenso perfume de la flor del castaño, el acompasado canto de los grillos y la plateada luz de la reina de la noche, les penetraron todos los sentidos, hablando en su nombre.

Ya en la lameira, ella se sentó sobre el pasto y, con gesto cariñoso, invitó a Aquilino a que se acomodase a su vera. Per-manecieron callados todavía un buen rato. Aunque él deseaba preguntar muchas cosas, no se atrevía a malherir el silencio, y, sintiendo el calor de la mujer junto a sí, saboreó aún más el secreto de la noche, con el suave murmullo del baile allí abajo, como telón de fondo, cerrando aquel hechizo telúrico.

En el regazo de ese mutismo, la mujer dejó caer el chal so-bre la hierba, lo extendió tras ellos y se tumbó de espaldas al planeta.

—Aquilino, —acertó a intervenir la mujer—, siento frío. Deseo que me hables y me ofrezcas un poco de calor. Antes, has de saber que he amado a otro hombre, casi tan tierno como tú.

—Me alegra saber que por amar, también has sido amada, —atajó Aquilino, con el fin de valorar el pasado de la mujer—. ¿Ya no le amas?

—Era un militante anarquista. Un día apareció muerto de un tiro. Él quiso que en su pueblo, se respetase la dignidad de

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todos los vecinos, y que nadie viviese a cuenta del esfuerzo de los otros. Combatió con ahínco por acabar con los miserables foros. Por eso se granjeó la enemistad de los caciques. Al poco de que los facinerosos reventaran la primavera de los espa-ñoles, los causantes del golpe de estado y sus perros de presa, pistola en ristre, salían cada noche a cazar otros hombres. Mi compañero fue asesinado en un monte cercano, cuando, rebo-sante de juventud, salud e ilusión, venía para estar junto a mí, para amarnos esa noche también con todo el alma.

Su muerte no fue en vano, pues, desde entonces, nunca vol-vieron a pedir foros a los campesinos. La memoria de aquel noble muchacho, me ha empujado para estar al lado de los humildes y, en cada encuentro, en todos los concejos, reafir-mar ante mis convecinos el valor de la conciencia, la coopera-ción, la generosidad y la solidaridad entre los hombres, como únicas herramientas de poder en sus manos. Siento la estima de muchas gentes, y eso siempre reactiva el ímpetu para seguir adelante.

Aquilino, tal vez con cierta torpeza, pasó una mano aca-riciante bajo el cuello y la cabellera de la joven, mientras la otra, para compensar la ley de la gravedad, fue a parar sobre su muslo.

En ese momento, ella, con un tironcito de camisa desde la región lumbar, le hizo caer también de espaldas junto a sí, ofreciéndole su mano derecha.

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—¿Viven todavía tus padres? No sé como llamarte, —acertó a interrogar él, casi suplicante.

Él jamás había imaginado nada parecido en ninguna noche, ni cabreiresa ni en la Aquilania ulterior. Se sentía entrecorta-do y dichoso, dejándose llevar. Por fin, ella continuó:

—Lame nuestros cuerpos la madre tierra y nuestros ojos acarician el cielo, ¿con qué sueñas Aquilino?

—No sé si levito sobre el planeta o estoy volando cerca de esa bóveda, coronada por la diosa blanca y rodeada por ejér-citos de pajes titilantes. Siento tu dulce vecindad, tu alma rompedora, a la vez sosegada y rebelde; pero, por encima de todo, me subyuga el halo que envuelve tus decisiones sinceras, rotundas y tu gran valentía.

—Hace un momento pusiste tu mano sobre mi pierna. No pienses que no me gusta que me acaricien. Te la retiré para no ir demasiado deprisa. Más despacio, el placer perdura y podré disfrutar de la compañía de un hombre sensible y cariñoso. Además, eres capaz de ver, escuchar y oler los placeres que se concentran en esta corta y mágica noche de Junio, para regalo de los que ansiamos emborracharnos con su néctar.

—No me dices nada de tu familia, y tampoco sé tu nombre, mujer.

—Mi madre, por fortuna, aún está conmigo. Hace un mo-

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mento, me ausenté un santiamén de la fiesta para decirle que llegaría tarde, porque, por fin, me anda cortejando un hombre muy guapo. Le dije muy quedo a su oído, mientras ella me sonrió, pasándome su arrugada manita por el brazo.

Después, Canaria se calló. Él tampoco supo ni quiso decir nada más.

Consumieron unos instantes maravillosos en el silencio más dulce. De repente, sin esperar nada parecido, Aquilino escu-chó las melancólicas notas de una habanera, emitidas cual su-surro, como tratando de no interferir con la inmensa orquesta de los grillos. La sorpresa fue tan grande y placentera, que, aunque el oleaje de los decibelios brotaba de su inmediatez, se vio a sí mismo navegando por el cielo, sorteando estelares archipiélagos; y, en un fugaz instante, llegó a pensar que una coral de sirenas le guiaba en su travesía cósmica.

A cada segundo transcurrido, los ecos de la melodía aca-riciando sus tímpanos, se estrellaban con fuerza imparable contra las paredes de su corazón, moribundo por conquistar y ser conquistado. Ardía en deseos de apurar los venenosos filtros, que aquella mujer encantada depositaba ante sus labios ardientes.

La escuchó con veneración y hubiese vendido también su alma al diablo, para que nunca se agotase ese solo de media-noche. Pero la sideral melodía llegó a su fin. Aquilino, enton-

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ces, se volvió de nuevo hacia ella y exclamó con júbilo:

—¡Ya sé cómo llamarte!

—Aquilino, —sentenció ella—, aunque tú apenas sabes nada de mí, yo conozco casi todo de ti, de tus andanzas, los tornos y retornos de tu vida, lo que estimas importante e irre-nunciable…

—Te voy a dar nombre, tendrás desde este momento en ade-lante el hermoso apellido de Canaria.

—¿Sabes que durante varios años, —manifestó Canaria con aires de triunfo—, he soñado con esta noche? Te voy a decir el porqué. Tu rostro no es especialmente hermoso, tampoco tu tipo; te adorna, por el contrario, una belleza mucho más linda y duradera, que la forma de cualquier cuerpo. Más allá del envoltorio, llevas en tu frente la bondad, la mesura, y tu rostro exhala la dicha del virtuoso. Además, sé que andas por la vida con una sencilla maleta, porque sabes que, quien mu-cho acumula, inevitablemente tendrá que, más bien antes que después, sufrir grandes pérdidas.

Él tampoco ahora supo reaccionar y, por eso, nada dijo. Sin embargo, las palabras de la mujer encendieron aún más la cu-riosidad de Aquilino. Él, como viajero indomable, estaba a punto de atravesar la frontera de aquel territorio, hasta enton-ces siempre anhelado, pero ignorado y lejano. Sin conocerle, —se decía Aquilino en sus pensamientos—, sin haber habla-

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do jamás con él, ¿cómo era capaz la mujer que tenía junto a sí, de saber tanto sobre su persona?, ¿qué misterioso poder dominaba Canaria, para entrar de manera tan certera a seño-rear su alma?

El acordeón enmudeció y la fiesta se retiró a su alcoba para atrapar la cama. Todo era quietud. Solo la noche les entrega-ba un torrente de vociferantes sensaciones, un caudaloso río de emociones, golpeándoles con el placer más profundo del cortejo. Las olas de esa mar bravía les acosaban por doquier: penetrando desde los pies a la cabeza, subiendo por sus venas hasta el mismo corazón. El huracán de la pasión empujaba con furia, entrando en sus pechos desde todas las direcciones, como la rosa de los vientos, fecundándoles con su perfume en el altar del solsticio.

Llegado ese momento, Aquilino se volvió hacia ella, pasó su brazo bajo el cuello, la tomó por el mentón con la otra mano, la atrajo hacia él y se atrevió. Tras saborear tanta miel en ese infinito beso, recuperó la iniciativa:

—Háblame de ti, pues apenas sé lo que acabo de conocer. Creo que no es verdad, ¿será un sueño nada más?…

—¿Estamos soñando? ¡Que galope el sueño, no vamos a despertar!

Tras la exclamación, Canaria tiró hacia arriba de su falda y, elevando un poco las caderas, deslizó con el mayor sigilo

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sus bragas hasta la media pierna. A continuación, esperó un instante y, tomando aliento, cogió con decisión la mano de Aquilino, la condujo hasta su muslo, depositándola en contac-to directo con la región de máxima tensión. Él sintió como si le viniese encima toda la dicha del universo, cosechada desde el principio de los tiempos. A la vez, notó que, entonces tam-bién, su cuerpo enfriaba velozmente. Le pareció sentir sobre su piel el abrazo de todos los bloques de hielo que había cap-turado a lo largo de su vida.

De tal manera se inició el divino lazo de sus cuerpos y almas, la más sagrada transferencia de sueños con que la deidad dotó a los hombres.

A la diosa del amor, rindieron al principio los roces más tiernos, los insondables hallazgos y los sublimes silencios. Después le entregaron una cuidada y cálida sinfonía de besos, jadeos y resortes sostenidos. Bucearon más tarde encima de las estrellas del mar y barreras de coral. Navegaron a continua-ción bajo los verdes misterios de la selva virgen, jamás callada. En la antesala del tesoro, le ofrecieron un océano de olas bra-vas, de transgresiones y regresiones saladas como el mar; de humedades y gemidos. Por fin, escalaron con ella las inmar-cesibles cimas del éxtasis, cual volcán en erupción. Afrodita sintióse esa noche dichosa y desencadenó la fiesta total, desde el valle a las brañas más altas, aquellas que coronan los últimos peldaños de acceso a la gran Pradera de las Danzas.

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Al poco rato, también ellos se pusieron en marcha. Una vez fuera del pueblo, ella le dijo:

—Resulta muy extraño el silencio de la aldea y el tuyo pro-pio. Nunca me había sentido tan ahogada por la ausencia de cualquier aullido, murmullo o palabra, en una madrugada ve-raniega y, menos aún, este domingo, entre el día del mercado y la víspera de la fiesta de La Patrona de Ponferrada.

Aquilino contestó a la mujer que él también estaba muy so-bresaltado, pues, durante la hora que casi llevaban juntos, aún no la había escuchado cantar ni la más sencilla tonadilla. Le confesó además que ese día preferiría que no cantase nada, que marchaba meditando. Entonces fue la mujer quien, muy inquieta y preocupada, preguntó:

—Siempre me has animado a tensar con dulces melodías las cuerdas de mi garganta, y te sentías muy contento al escu-charlas.

—Claro que sí; sin embargo, en estos momentos nada deseo menos. Mira, marcho ensimismado en medio de planes para mañana...

—¿Para mañana? y, ¿por qué no para hoy? Me habías dicho que esta mañana ibas a presentarme a tu Magistrala del alma en Ponferrada. ¿Acaso te has arrepentido ya? ¡Ah, ya veo, no quieres que cante para ella!

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—No, no es nada de lo que piensas. Se trata de otra cuestión muy diferente.

—Pienso que es otra mujer quien cautiva tus pensares. No hay duda. ¿No es cierto que, ayer o antes, marchando hacia la trousa o al regreso de tu visita a la lengua helada, una vaqueira de los altos prados te encadenó con sus amores?

—Canaria, vale la pena que no sigas por ahí, pues cada vez que lanzas una saeta hacia esa diana imposible, desatinas más.

—Entonces, ¿cuál es la causa por la que no te animas a ten-sar el arco, enviándome una flecha certera?

—Estás en lo cierto. Mira, te voy a contar lo que pasó ayer, y lo que aún está por pasar, lo sabrás más tarde, al mismo tiem-po que Magistrala. Acércate más, hemos de estar muy cerca los dos, y, desde que nos reunamos con ella, los tres.

El alba envió los primeros guiños en el instante en que aban-donaban Rimor. Al camino se iban sumando nuevas gentes.

Antes de llegar al viejo puente sobre el río Boeza, entraron unos minutos en un local de comestibles y otros géneros.

Cuando atravesaron el puente Mascarón, eran ya cerca de medio centenar, los que llegaban del poniente. Para entonces, Canaria ya lo sabía todo. No había interrumpido el relato de Aquilino ni una sola vez, no preguntó nada. Él, de cuando en

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cuando, la observaba de soslayo y pudo comprobar cómo el rostro de la mujer fue mutando desde un expectante interés, hacia la incredulidad; viajando entre la curiosidad, hasta los espacios lóbregos; naufragando desde la certeza al vacío; bata-llando de la orilla de la firmeza de ánimo, hasta las movedizas arenas del abatimiento; descendiendo desde la pose enhiesta, hasta el torso cabizcaído; Pendulando desde la sonrisa hacia el llanto retenido; transitando de la luz de sus ojos, hasta el imparable fluir final de lágrimas...

—Aquilino, por Dios, esto que me cuentas es horrible. Co-nozco a esa familia bien y a la chica desde que era niña. ¡Dime que no lo has soñado!

—Eso sería, Canaria querida, lo único que hoy nos podía devolver la fe en nosotros mismos. Pellízcame si quieres. No es, Canaria del alma, ningún sueño; estamos en la más cruel vigilia, en el negro tiempo de pasión, en el más crudo carnaval de lobos.

—¿Qué podemos hacer nosotros para no morir en el pálpito de esta noche?, suspiró la mujer, mientras trataba de recompo-ner el rostro con su pañuelito empapado.

Aquilino sacó, asimismo, su pañuelo, la tomó por un hom-bro, le enjugó con delicadeza sus ojos, a la vista de todo el mundo, y luego puso en su mano la blanca prenda de lino. Ella continuó:

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—Eres un amor, Aquilino. No quiero que Magistrala me conozca así. No vaya a pensar que soy una mujer llorona. Ya comienza a encenderse el sol de la mañana.

—Si todo va de acuerdo a lo convenido, dentro de un poco la veremos. Estará esperándonos en la plaza del Espolón, bajo los soportales que miran al aquilón. Sin embargo, antes he de entregar una de estas piedras en un local de la calle Aceiterías. Callejearon unos instantes, hasta que él detuvo el burro. Li-berándolo del bloque horizontal, lo pasó al interior del local, regresando de inmediato. Recogidos los cordeles y ajustados los atados de las dos piedras restantes, se fueron hasta una plazoleta al final de la calle. Allí le aguardó Canaria, mientras él dijo que regresaba en un momento, después de hacer la cuenta del hielo. En realidad, lo que gestionó, fue volver sobre sus pasos para alquilar un ático con dos habitaciones en la misma calle.

Regresó pronto y, cinco o seis minutos después, entraban en la plaza.

Con un rápido barrido visual, la vio. Estaba elegante y con una pose de dominio, casi altiva, pensó Aquilino.

Se acercaron a ella.

Magistrala les miraba, pero imitó a la columna que tenía a su diestra y no se movió del sitio. Él se detuvo unos diez me-

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tros antes de alcanzar la línea de soportales y, dejando el ramal de Fortunato en la mano izquierda de Canaria, fue a buscarla. La abrazó con fuerza y le pegó un beso fugaz. Tras cogerla por las dos manos, habló con ella apenas medio minuto y, por fin, tomándola con delicadeza por su brazo, iniciaron los escasos pasos que les separaban de la otra mujer. Cada una mantenía, sin el mínimo pestañeo, sus ojos clavados en los de enfrente. Esas miradas sostenidas y penetrantes, aunque parecían es-crutar los lejanos misterios del otro lado del mar, a través de tan solo cuatro pupilas, no iban cargadas de dureza, pero tam-poco eran dulces y, menos aún, neutras.

En el penúltimo metro de tan corto recorrido, Aquilino se adelantó un par de palmos y tomó el ramal, poniéndose junto a la cara de Fortunato. El asno, a pesar de la enormidad de kilómetros que había devorado en los tres días últimos, y con las heladas piedras a cuestas, aún parecía tener humor para observar con curiosidad las miradas que se cruzaban los otros tres del cuarteto.

Ellas dos continuaban erguidas, frente a frente, como a dos varas de distancia, sin decidirse a dar el último paso. Ambas vestían de forma similar: zapato con muy poco tacón, falda, blusa y chaquetilla a media manga, por mor del frescor de la mañana. Sin embargo, había algunas diferencias, que tras-cendían el mero cromatismo textil, entre ambas mujeres: Los marengos del traje sobre blusa blanca y el rostro trigueño de

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Magistrala, claramente, delataban mayor sobriedad y una cier-ta adustez espiritual, más allá de la turbación de ese instante. Canaria, de pelo rojo y pecas en su faz, era unos centímetros más baja que la otra, vestía con mayor desenfado: falda plisa-da verde, una atrevida blusa con motivos florales y chaqueta beige. Colgaba del antebrazo de esta brava pecosa un gran bolso, confeccionado mediante triángulos de piel, de aque-llos que usaban entonces muchas mujeres para ir al mercado. Guardaba en su interior, aparte de otras minucias, las ropas y alpargatas del viaje transaquilano, mudadas por las que ahora lucía, en la trastienda de la abacería del puente Mascarón.

Lo de brava y pecosa, eran apelativos que, ora juntos o por separado, Aquilino empleaba para dirigirse a ella, cada vez con tanta frecuencia o más que Canaria. El rostro de esta mujer, en aquel instante, permitía vislumbrar un carácter sino más gentil, sí menos imperativo.

Aquilino, adelantándose al embarazo de tan especial mo-mento y, después de colocar el ramal sobre el cuello de la bes-tia, terció:

—Mientras reparto el hielo, creo que tenéis que contaros un par de cosas importantes. Así que, si no hay novedad, ¿nos ve-mos aquí hacia el mediodía?, —en el instante mismo en que, echando sus manos sobre los hombros de las dos mujeres, las atrajo hacia sí, juntó sus caras y les plantó un sonoro beso en

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la mejilla a cada una—.

Las vio partir, enganchadas del brazo, con dirección a la pla-za del mercado. Esta visión le confortó bastante, pues nunca pudo imaginar tan pronta empatía entre ambas.

Él, por su parte, llevando de la cadena el asno, caminaba de-lante y, por la calle de las Once mil vírgenes, descendió hacia La plazoleta de Cubelos, en donde dejó el segundo bloque. A continuación pasó el viejo puente romano y entró en La Puebla. Dejó a su derecha la iglesia de san Pedro y, por la misma mano, pudo observar en las Huertas del Sacramento, el ir y venir de algunos hortelanos, enfrascados en livianas faenas dominicales. En la plaza Lazúrtegui entregó el último paquete. Mientras el asno descansó un poco, él hizo lo pro-pio, al tiempo que bebía un vaso de vino a sorbos pequeños y espaciados. Mientras tanto, azotaba su sesera con ritmo galo-pante.

Necesitó nada más unos minutos para tomar la decisión. Al disponer del tiempo suficiente para llegar a la cita con las mujeres, pagó lo que debía y, con total determinación, subió a su montura. Encaminó los pasos de Fortunato hacia las afue-ras de la ciudad en dirección a las eras de Cuatrovientos. Pasó al lado de las escasas casitas contadas, de planta baja, muy humildes. Llamó a sus puertas, pero nadie le contestó. Siguió hacia delante por el secarral, hasta llegar a Cantalobos. Esco-

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giendo allí el camino de la derecha, tiró para Fuentesnuevas. Cruzó el pueblo y se topó con la reguera. Por fin, dio con lo que andaba buscando: en una zona más verde, colindante con el curso de agua, había varias sábanas tendidas al clareo del sol. Las examinó con detenimiento y se decidió por la que le parecía más nueva y grande. No vio a nadie. Se agachó y la dobló con mimo. Luego la metió dentro de los serones. Sacó un billete de 25 pesetas y lo puso bajo una piedra, encima de otra sábana y, si más, se alejó tranquilamente. canturreando a media voz una copla de siega, alcanzó de nuevo el asfalto de la N-VI. La enorme rastrojera que circundaba sus pasos, le hizo, involuntariamente, recuperar en su mente los cantos de los segadores.

En la taberna del Tropezón compró una lata de sardinas, una hogaza de pan, una onza de pimentón y llenó la bota de vino. Continuó su camino, pero ahora con dirección a La Pla-ca. Antes de atravesar las vías de Renfe, descabalgó de nuevo. Sacó un pliego de papel de estraza e hizo con él tres cucuru-chos. En el borde reseco de una balsa del lavadero de carbón, recogió la cantidad que entendió suficiente de polvo negro. Contento con la operación, cerró los tres paquetitos y, antes de velarlos en el fondo de los serones, los envolvió en otro pliego. Superadas las vías del ferrocarril, tomó el Camino de los Burros, hasta llegar al lugar en que la presa de La Martina corta la carretera de Orense. Remontando ese curso de agua,

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alcanzó en pocos minutos su entronque con el río Sil. Vadeó después la presa sin dificultad, porque a esas alturas del vera-no, el estiaje lo tenía de su parte.

Con los ojos bien abiertos, continuó por la margen izquier-da del río un kilómetro, hasta llegar al puente del ferrocarril. Ni entre los chopos de ribera que iba dejando a su izquierda, ni por el camino del talud del monte Pajariel, al otro lado del río, detectó nada que pudiese preocuparle.

En tres minutos ya estaba al otro lado del río. Aunque Aqui-lino había realizado ese tránsito aéreo muchas veces, en todas ellas Fortunato sentía poco contento, al ver el agua tan profun-da bajo sus cascos. Antes de enfilar hacia la cita, quiso Aqui-lino hacer una breve retuerta, subiendo hasta la iglesia de san Antonio. Desde allí, torció a la izquierda y, por la calle Ancha, tornó hacia la plaza del Espolón. A la hora concertada, inclu-so un poco antes de las 12, caballero y montura entraban ese día por segunda vez en la citada glorieta.

Ellas le esperaban desde un rato antes con sus quehaceres rematados. Canaria había participado a su compañera los te-rribles episodios, acaecidos el día anterior en las alturas aqui-lanas. Asimismo, le confesó que Aquilino andaba barruntando algo, pero que aún no sabía de qué se trataba.

Tuvo aquel cazador de cumbres gran contento al observar-las en animada conversación. Les dijo lo que intentaba lle-

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var a cabo, solicitándoles su concurso. Obtuvo la respuesta de inmediato, sin una palabra de ellas. Bastó su doble sonrisa cómplice.

Las novedades que venían del cielo, no podían, de momento, ser mejores. Él también colaboraba con su manto azul inma-culado. Con optimismo y determinación partieron hacia las cuadras del castillo. Llegados al sitio, trasvasaron a un capazo nuevo, aquello que necesitaban del interior de los serones. En uno de los establos, previa propina al cuidador, ataron el burro, y le pusieron una mañiza de hierba para la comida. Antes de partir, Canaria le cortó un mechoncito de su crin y lo envolvió en papel.

Sin otro particular, tornaron a la faena. Bajando por el Ra-ñadero, cruzaron el río por el puente de piedra y, nada más pasarlo, giraron a la izquierda, llegando hasta el recodo del Je-ricol, en la intersección del Sil con el Boeza. Por allí no se veía a nadie. Nada se escuchaba. Al otro lado del río, por el monte Pajariel, tampoco había movimiento alguno. La cosa pintaba.

VIII-LA TRINIDAD VA DE PROCESIÓN

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No sólo no soy moderado sino que trataré de no serlo nunca, y cuando reconozca en mí que la llama sagrada ha dejado lugar a una tímida lucecita votiva, lo menos que pudiera hacer es ponerme a vomitar sobre mi propia mierda.

Carta de Ernesto Guevara a su madre

Ese mensaje audaz, redactado por un hombre muy valiente, no pudo animar los pasos del trío, porque aún faltaban, según el cómputo del destino, casi nueve años, para ser rubricado en el verano de México y remitido hacia Argentina.

Con tranquilidad se internaron bajo las sombras de unos chopos. Eligieron un lugar, lo desbrozaron bien, extendieron un mantel y, sentados en su derredor, sacaron las viandas. No había prisa y en el horizonte tampoco se atisbaba ningún pe-ligro de nublado. Mientras apuraban la comida campestre, controlaban en todo momento los accesos y, en voz baja, pla-neaban las operaciones de esa noche. Porque, al fin y al cabo, la cosa no había pasado aún del preámbulo.

Tras el ágape, tomaron la sábana, la doblaron y la cortaron en cuatro rectángulos idénticos. En tanto Magistrala y Cana-ria se emplearon en confeccionar el dobladillo de los bordes

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rasgados de tres piezas, él se fue hacia la orilla del río. Buscó y preparó tres palos rectos, algo más largos que los pedazos de sábana, y de una pulgada de grosor más o menos. Cuando los tuvo bien limpios y secos, los entregó a las mujeres. A con-tinuación agarró el otro cuarto de sábana, lo rasgó en varias porciones y metió Una en el bolsillo. Cogió también un cu-curucho de polvo de carbón, el del pimentón, y, con la lata de sardinas ya vacía, regresó a la orilla del agua. A continuación puso un poco de líquido en la lata, echó el polvo que le pare-ció, añadió unas gotas de aceite e inició los ensayos en rojo y negro sobre el pequeño trapo. Primero probó con el dedo la aplicación del fluido, de mayor a menor viscosidad. Después, averiguó las mismas probanzas con el pincelito de las crines de Fortunato. La segunda opción le pareció mejor, puesto que, además de necesitar menos material para la impresión, secaba en más breve tiempo. Trajo hasta la orilla los demás trapitos y, cerciorándose de que nadie merodeaba por las inmediacio-nes, realizó unas cuantas pruebas. Contento con los ensayos, presentó las muestras, con mayúsculas y minúsculas, a la con-sideración de sus compañeras. Se sorprendieron ellas de la ca-ligrafía de Aquilino, así como del rápido secado de las letras. Él, a su vez, también comprobó con harto contento y cierta emoción la charla amena que las dos mujeres se tributaban y las dulces sonrisas que, mutuamente repartían. Además, al ser enrollado el lienzo sobre sí mismo, apenas manchaba el

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tejido.

Con la fortuna de frente, y las mejores sensaciones partieron hacia la pensión de la calle Aceiterías.

Sobre el suelo de la habitación mayor fueron tendiendo los carteles. Él trazó la grafía del primer paño, mientras ellas sos-tenían, acercaban o recogían las herramientas para facilitar el trabajo de Aquilino. Después turnaron el oficio: el segundo lienzo y el tercero, fue Magistrala quien se encargó del rotu-lado de sus letras. Canaria y Aquilino los alzaban con mu-cho cuidado, sujetándolos con pinzas a unas cuerdas que iban desde la cabecera de la cama al balcón. Como el aire aún era muy cálido no tardaron en secar bien. Además, al no existir posibilidad de que alguna otra persona observase la faena en la buhardilla, pudieron abrir la puerta del balconcito de par en par.

Al cabo de unas dos horas, el trabajo de interior, el más fácil y de menor riesgo, había finalizado. Para iniciar el otro, en la calle y más complicado, aquilino abandonó la pensión, dio un paseo hasta el casino, pasó dentro, y departió con el operario, para conocer la hora del cierre. Después inspeccionó por úl-tima vez los puntos claves de la puerta del Reloj y el paseo de la calle Ancha. Ellas, mientras tanto, clausuradas las ventanas del balcón y la puerta de acceso a la habitación con dos vueltas de llave, abandonaron también la pensión y se dirigieron con

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gran recogimiento hacia la basílica de La Encina...

Pasadas otras dos horas, de nuevo se reunieron los tres en la pensión. Ya era bien de noche y en la calle había aún mucha gente con aire festivo.

Tras compartir el balance de sus observaciones, acordaron que el primer cartel lo colocaría Aquilino, con Magistrala cer-ca, y Canaria algo más alejada, para que actuasen, en caso de necesidad, como barrera o señuelo ante el sereno, algún guar-dia o individuo sospechoso. Asimismo, la que en el momento álgido estuviese más cerca, le sujetaría desde el suelo el hilo tensado, en tanto él bajaba y lo fijaba definitivamente, en el ár-bol desde el que sería cortado. Ese mensaje primero, mensaje inquisitorio, de salir bien todo, sería también el primero que golpease sobre el sentir de los de la procesión, lo colocaría en-tre dos acacias, a mitad de camino de la iglesia de san Antonio y el ayuntamiento. Allí, en el lugar exacto en el que se bifurca la calle Ancha, los fascistas habían levantado un monolito con la leyenda:

¡Presentes!

Caídos por Dios

Y por España.

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La segunda proclama, aproximativa e insinuante, estaría en el arco del reloj, la puerta oriental de la antigua muralla de la ciudad. En este punto, Canaria y Magistrala evitarían, de ser menester, el que Aquilino fuese observado en lo alto de la puerta, en el momento de preparar en la madrugada el men-saje, enrollado sobre el palo.

Por fin, el tercer cartel, el cartel aclaratorio y acusatorio, cae-ría desde la alta torre, desplegándose en la fachada principal de la espadaña de la basílica de nuestra señora de La Encina. Eso sucedería en el momento preciso en que la procesión, ya de regreso, enfocase en la plaza. Entonces, Magistrala cortaría el bramante en tensión, que Aquilino habría negociado du-rante la primera parte del cortejo procesional. Ese hilo fino se lo bajaría Canaria con gran piedad hasta la escalera de acceso al campanario. Después, él lo ataría a un pequeño clavo, fijado con antelación a la pared.

El triple artilugio tenía una conformación idéntica: la par-te superior de la tela de los tres mensajes quedaba unida a un punto fijo, cuerda o pared. En la zona inferior del mismo habían pegado uno de los palos, que se enrollaba hacia el ex-tremo superior del lienzo. Desde el centro de dicho palo salía un hilo que, recorriendo horizontalmente el plano, llegaba a la esquina elegida, para desde allí, abrazando una puntita de hierro o clavo, descender en oblicuo o vertical hasta el clavo final, en el que se ataba el cabo del hilo.

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Los clavos de los dos primeros carteles los colocó Aquilino con gran facilidad y sin contratiempo hacia las tres de la ma-drugada, en las ubicaciones que previamente había determi-nado durante el paseo vespertino. Los del interior de la torre basilical, los instalaría durante alguno de los cánticos o rezos del alba.

Hacia las 5 de la madrugada habían completado la instala-ción de los enrollados lienzos con total normalidad. En apa-riencia nadie detectó su trabajo. Pero, por si acaso, se separa-ron y, durante una hora y media, lo que tardaba en comenzar la función del alba en la basílica, comprobaron desde diferen-tes puntos de observación y con la máxima discreción, que seguían controlando la situación.

Todo marchaba especialmente bien y esto, aunque por un lado les fortalecía el ánimo, por la parte opuesta, les causaba honda preocupación: ¿sería posible que con tantas operacio-nes nocturnas, con su constante ir y venir, nadie hubiese sos-pechado nada?

Con esa incertidumbre acudieron, cada uno por su lado y con el cometido de cada cual impreso en la propia mente, hacia los oficios matutinos. No había mucho devoto en esa primera misa y, tal extremo, les hizo andar con mayor cautela, si cabe. Fijados los clavos aprovechando los campanilleos del monaguillo, el noble Aquilino y sus compañeras, se incorpo-

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raron a los oficios, en diferentes momentos y lugares, junto al grupo de los devotos.

Al concluir la misa, dado que la procesión estaba anunciada para el mediodía, se retiraron hacia la pensión, con el fin de ganar unas horas la cama soñada. El trío se quedó dormi-do en un instante; sin embargo, Aquilino pronto se desveló y daba vueltas sin freno, de un lado a otro. El subconsciente parecía decirle que algún peligro se cernía sobre sus planes. A las tres horas se levantó y, antes de salir a la calle, echó un rápido vistazo a la alcoba de las mujeres. Le animó el con-templarlas bien dormidas. El calor de la buhardilla las había animado a despojarse de su ropa interior. Un gaseoso salto de cama abierto cubría ligeramente los hombros de Magistrala, porque, seguramente, había tenido la necesidad de salir al pa-sillo. Los cabellos de ambas se entremezclaban, contrastando por su disparidad cromática. Canaria tenía su brazo izquierdo bajo el cuello de su compañera, como atrayéndola hacia sí. La cara de Magistrala reposaba plácidamente sobre el pecho de su amiga.

Aseguró la puerta y salió a recorrer el camino de vuelta de la procesión. Al cerciorarse que nada amenazaba el trabajo de la noche, entró en una cantina y desayunó un café con churros. Después se dirigió al castillo, con la intención de dar un cal-dero de agua a Fortunato, y echarle en el pesebre otra mañiza de hierba seca.

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Dejó el animal con sus bocados y, como todavía era pronto, dio otro paseo persuasorio hacia sí mismo.

Cuando le pareció que ya era la hora ideal, compró otras dos raciones de cálidos churros y retornó a la buhardilla. Canaria y Magistrala ya estaban en pie, frescas y prestas para reiniciar la tarea. Al tiempo que tomaban los churros, repasaron las actuaciones de cada uno.

Las campanas de san Andrés, del Hospital de la Reina, de La Encina, del convento de la Concepción, del Carmen y de san Antonio anunciaban alegres el inmediato inicio de la fies-ta litúrgica.

El día había despertado radiante para general contento. Aunque no es necesario abundar en tal circunstancia, apuntar nada más, que los prebostes de la basílica ponferradina esta-ban felices y, por motivos algo diferentes, las solares sonrisas iluminaron también los ojos del trío aquilano.

Completado el desayuno y, antes de emprender el último acto de aquel desenmascaramiento público de los criminales, Magistrala tomó la palabra para, volviéndose hacia Aquilino, ofrecer:

—Nosotras, querido, queremos reconocer tu valentía, tu no-ble actitud y, sobre todo, el que hayas depositado la confianza sobre ambas, para colaborar en este proyecto de tanta justicia, para que nunca se olviden los terribles sucesos que casi cada

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día acaecen en esta tierra, y que los cobardes asesinos no go-cen más del anonimato... Además, como no has parado ni un momento de trabajar, debes aceptar estas prendas. Tu misión en el fragor de esta procesión, exige que te presentes elegante ante las gentes. Así también, el éxito nos será menos incierto.

Aquilino tomó el paquete y descubrió un traje casi comple-to: pantalón, camisa, corbata, calcetines, ropa interior y zapa-tos nuevos.

—¿Y tengo que ponerme esto ahora?

—Claro, es para ti, —respondió Canaria con la más dulce expresión.

—Creo que en toda mi vida, nada más he puesto una corba-ta en apenas media docena de ocasiones.

—Pero ésta, hoy, es la más especial de todas y, de tu porte depende, en buena medida, —terció Magistrala—, el que se conozcan los terribles asesinatos, que los traidores sean ex-puestos ante los bercianos y cabreireses de buen corazón y, en último caso, el que podamos continuar juntos los tres.

—Aquilino, seguro que sabrás llevar la corbata como pocos. Vete, si quieres, al pequeño aseo del pasillo y te pones esta ropa, —sentenció Canaria, en el momento en que, animándo-le a tomar la acción, entreabría la puerta de acceso al exterior.

Sin ni siquiera haber transcurrido veinte minutos, llamó

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Aquilino a la puerta. Aunque regresaba con la corbata en la mano, pues no sabía hacer el nudo, parecía haberse transfi-gurado. Tal era el cambio de imagen, como consecuencia del aseo, un afeitado y la nueva vestimenta. Magistrala le preparó el nudo y se la colocó, separándose y retocándola en un par de ocasiones, hasta que quedó a su gusto. Por fin, las dos se alejaron hasta la ventana del balcón y se quedaron mirándole, como prendadas por el hechizo. Él se dio cuenta y se sintió algo torpe, pero de inmediato se sobrepuso. En ese trance, una idea inesperada le hizo reaccionar:

—Canaria, tú no debes subir al campanario, y tú, Magistrala, tampoco puedes permanecer en las escaleras de acceso al coro. Esos espacios son ocupados siempre por hombres y vuestra presencia ahí, seguro que concitará más de una sospecha. Yo haré ese trabajo: ahora mismo voy a subir el rollo de tela hasta allá arriba y tenderé un hilo mucho más corto...

—Y, ¿cómo vas a cortar tú solo el primero y éste de la torre?, interrogó Canaria con tono de honda preocupación.

—Como tampoco es prudente que puedas ser visto en dos de esos momentos, tú y yo, Canaria, cortaremos el primero y el segundo, —aseguró con determinación Magistrala—.

—Muy bien, esperadme al otro lado del arco del reloj. En unos pocos minutos nos vemos allí.

Sin decir otra palabra, Aquilino cogió el cartel bien enro-

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llado y partió hacia la cercana torre. Habían decidido que ese lienzo, por el propio contenido del mismo, se desplegase en vertical sobre la pared norte. Llevaba la mayor parte del men-saje tubular bajo el brazo izquierdo y bien ceñido a su cuerpo, mientras caminaba despacio y con la mayor naturalidad. Entró en la iglesia, sin fijarse en el ajetreo de la docena de personas que callejeaban por sus pasillos, ni en el doble de almas que ya permanecían quietas y arrodilladas en piadosa concentración. Con la misma decisión giró hacia el coro y comenzó a subir escaleras. Esperaba oír alguna voz imperativa, dirigiéndose a él. Por fortuna, nadie le prestó atención. Cuando le pareció que ya había alcanzado la mitad de la ascensión, se detuvo por mor de escuchar si, con subrepción, alguno le seguía desde abajo o, podía escuchar pasos descendentes por encima de él. Nada oyó, nadie fijó su atención en él, y arrancó hacia lo más alto con renovado ánimo. Desde allí, observó la plaza del mer-cado y, de inmediato tornó su vista hacia el interior de la torre. Con cuatro trazos oculares diseñó el recorrido del hilo, que ya no bajaría hasta el inicio de la escalera, sino que apenas se alejaría un metro de la plataforma del campanario. Concluido el trabajo, descendió hasta la planta de la basílica y se fue al encuentro de las mujeres.

El bramante del arco del reloj, hecha la medición elemental, lo cortaría Canaria. El de las acacias, por estar algo más alto, se encargaría Magistrala. Y, precisamente, hacia este último

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punto se encaminaba ya la procesión. Encabezaban el séquito los clérigos basilicales, seguidos de las fuerzas vivas de la ciu-dad, entre las que no podían faltar todas las autoridades civiles y militares, entre éstos los jerifaltes de la guardia civil.

Los solemnes procesionantes, antes de dar la vuelta e iniciar el regreso, rezarían al final de la calle Ancha una oración ante el monolito a los caídos, en atención exclusiva a los libertici-das rebeldes, asesinos del pueblo y perjuros traidores.

Magistrala permanecía tranquila junto a la acacia. Cientos de personas rodeaban el soso y seriado monumento, en el mo-mento en que el cura repartía hisopazos sobre los presuntos mártires. En ese momento se escucharon varios: ¡viva!, dirigi-dos hacia el nada presunto caudillísimo y adláteres, responsa-bles directos de aquella inmensa barbarie, que desangraba a los españoles cada día.

Fue ése, el instante que aprovechó Magistrala para practicar el corte. En el fragor de las presuntas proclamas patrióticas, solo se oyó el pequeño chasquido de la tela, al deslizarse en su caída y apertura. Sin embargo, poco a poco, eran más y más los ojos que, atónitos, contemplaban aquella tela interrogante:

¿Quiénes asesinan al pueblo?

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El cura oficiante y su séquito también volvieron sus miradas en la misma dirección. De entre los más exaltados, salieron algunas voces impotentes:

—¡Son los rojos!

—¡Son los ateos!

—¡Son los comunistas masones!

Pero escasa gente les hizo caso. Magistrala se apartó unos pasos para contemplar la tela y, cuando la comitiva decidió seguir los pasos del oficiante, se fue rezagando del grueso del pelotón, de sus murmullos y murmuraciones. Volviendo la vista atrás, pudo ver como un guardia, subido sobre los hom-bros de un tipo corpulento y con la camisa azulona, forrado de correajes, cinchas, trapitos por el pecho, insignias y cruces me-tálicas, arrancaba de las miradas curiosas la inquisitoria tela.

La gran comitiva se detuvo ante el ayuntamiento. El alcalde pronunció unas breves palabras, referidas al 39º aniversario de la coronación de la virgen de la Encina, prometiendo ante su imagen que, mientras él fuese el edil mayor, jamás los ene-migos de España iban a poder realizar en su presencia otro sabotaje de tal naturaleza.

Entre el público, a más de uno le dio por pensar lo escanda-loso de tales palabras, cuando once años atrás fueron vilmente asesinados por los golpistas, el alcalde republicano y varios

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ediles de la ciudad, por el único delito de defender la demo-cracia y la libertad de los españoles.

Magistrala tenía la vista vuelta hacia el instituto nacional de Bachillerato, de piedra y arcilla, el antiguo convento de san Agustín, al que nada más quedaban 16 años en pie. Cuan-do escuchó la bravuconada del edil, esbozó una imperceptible mueca de satisfacción, pero, en el mismo segundo, un escalo-frío, semejante a un relámpago, cruzó sus miembros y le estalló en el cerebro. El gran número de guardias y su movimiento de acá para allá, le hicieron pensar que algo habían descubierto y que, tal vez Canaria y Aquilino corrían grave peligro.

Cuando la cabeza de la procesión franqueó el arco del reloj y la tela no cayó, sus temores se multiplicaron y el corazón, por momentos, parecía querer dejar de latir en su pecho.

Los del palio ya habían sobrepasado la cárcel, cuyo patio estaba repleto de presos, hombres y mujeres. Aquel día, a unos cuantos prisioneros se les había concedido un permiso espe-cial, para que, arrepentidos por sus pecados, pudiesen orar ante la imagen de la santísima virgen en andas, al otro lado de las rejas.

Sin embargo, sucedió algo que Magistrala no pudo imagi-nar: mitad de la comitiva estaba ya al otro lado de la puerta, en la calle del reloj y, de pronto, la multitud comenzó a de-tenerse lentamente, girando sobre sí misma. Levantaban sus

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ojos, atónitos y como platos, por encima del vano de la puerta. El lienzo, tras la sección del hilo por obra de Canaria, había caído de ese lado y en él podía leerse:

Los criminales van de uniforme en la procesión.

Las autoridades no sabían qué hacer para evitar el sonrojo. A los guardias les dio por dar voces imperativas sin orden ni concierto. La gente empezó a retroceder, pero los de la plaza del Espolón no se movían, más bien empujaban hacia delante, atraídos por la curiosidad, con el fin de intentar ver lo que pa-saba al otro lado. Lo mismo hicieron muchos de los que en la que, hasta iba poco había sido plaza del mercado, esperaban la llegada de la procesión, y avanzaron por ese lado hacia el arco, provocando un taponazo entre los cofrades itinerantes.

La virgen, los oficiantes y las autoridades permanecieron mudos y no podían moverse hacia ninguna parte. La expre-sión del alcalde, con el rostro lívido, era todo un poema a la cretinez, con sus ojos extraviados y la vista perdida, mirando hacia ninguna parte.

Varios guardias, por sacar algo, sacaron sus pistolas y, brazos al cielo, las meneaban por el aire. Comenzaron los gritos y los empujones. Aunque no hubo disparos, el tumulto que se

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formó ante las concepcionistas, monjas de clausura, fue ma-yúsculo.

La presión y contrapresión sobre las verjas de la prisión, des-de el patio de la misma y desde la calle, forzada o fortuita, trajo como consecuencia que, poco a poco, fuesen cediendo la cerradura o las bisagras de la puerta, o ambas a la vez, y acabasen saltando por el aire también. En aquel maremág-num nadie pareció darse por enterado, y unos cuantos reclusos aprovecharon la situación y, a duras penas, progresaban hacia la libertad, tratando de poner tierra de por medio.

Canaria, Aquilino y Magistrala contemplaban expectantes, desde la plaza del antiguo mercado el desarrollo de la pro-cesión, sin saber qué hacer con el mensaje de la torre: si lo desplegaban antes de tiempo, les daría opción a retirarlo y, si lo dejaban caer tarde, además del riesgo de Aquilino, su efecto era casi nulo.

Simulando hablar del tiempo o haciendo como que conta-ban las telarañas de los soportales, anhelaban que la proce-sión, aunque fuese por última vez, recuperase la marcha. Ante esta disyuntiva, examinaron sus posibilidades a la velocidad del rayo. Ninguno quería abandonar ahora la empresa, cuando estaba a punto de llegar el desenlace, con la pública exposición de los culpables.

Al dejar de sonar las campanas desde iba ya un buen rato,

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Aquilino manifestó su nuevo plan a las mujeres, al tiempo que reprimía a duras penas una sonrisa, que ni él mismo sabía explicar si era debida al miedo o a la alegría. Se trataba de una operación meteórica. Los tres corazones rebosaban expecta-ción.

Acordaron que, si todo salía bien y se repetía el amasijo hu-mano ante la basílica, en cinco minutos se verían a la entrada de la calle que conducía hasta la buhardilla. Después se sepa-raron.

La mente de Aquilino ardía con las ganas de concluir exi-tosamente ese homenaje a todos los paseados, torturados, fu-silados y enterrados en una cuneta o arrojados en cualquier bosque o descampado... Con ese ímpetu interior entró en la iglesia, se desplazó con paso sereno y sin torcer la vista hacia las escaleras del campanario. No miró atrás ni se detuvo. Allí no había nadie. Su labor anterior estaba intacta. Tomó un pe-dazo de bramante, como de un metro de longitud, y lo ató al que desde la mañana tensaba la tela enrollada sobre el palo. Realizó el trabajo en un tramo horizontal del tendido y en la zona interior de la torre, para no ser visto desde la plaza. La operación consistió en trazar un ángulo de 45º, con el nuevo pedazo de hilo, sobre la horizontal del primitivo bramante sustentante. Para que no se cayese sobre el fino cordón hori-zontal, sujetó el nuevo pedazo en oblicuo, con cinco monda-dientes, hincados sobre las finas grietas de la intersección del

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barro con las piedras. Se retiró un paso para ver el dibujo: el ángulo ascendente trazaba una línea casi recta hasta el palillo superior, de una vara de largo y, desde allí, caía una peque-ña cola de hilo vertical, como de un palmo, en cuyo extremo aplicó un fósforo. No había a esa hora ninguna corriente y, por los cálculos de su experiencia, tardaría un par de minutos en cortar el hilo del cartel. Estaba eufórico. Mirando por un vano de la torre, vio el gentío de la plaza y, por un momento, le asaltaron las ganas de volar por encima de la muchedumbre, aterrizar sobre el palio, descender de un salto, tomar al alcalde y al comandante de los guardias por las orejas, conducirlos hasta la base del torreón, y ponerlos de rodillas ante el paño acusador. Pero se contuvo, al no manejar todavía con suficien-cia el asunto de la gravedad.

Antes de pisar el primer peldaño del descenso, durante un instante, observó el rápido progreso de la llamita comiéndose el hilo. Cuando aún no había llegado el fuego al primer palillo, sin mirar ya a la plaza, comenzó a bajar. Algunas personas es-taban entrando en la iglesia y ocupaban sus reclinatorios. Ese síntoma le hizo pensar que ya había arrancado la procesión.

Aquilino, deslizándose con sigilo serpentino, alcanzó la puerta y se situó junto al pórtico de entrada. Nadie pareció observarle, pero todo indicaba que, según su percepción, la cabeza de los procesionantes ya asomaba por la plaza. De mo-mento, la gente no alzaba sus ojos hacia la torre. Se alejó más

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de veinte pasos, elevando cada cuatro o cinco sus brazos, como pidiendo urgencia y brío a los que venían delante, hasta alcan-zar la cercanía de las dos mujeres. Cuando las miró, los ojos de Magistrala y Canaria irradiaban la más linda expresión. Ese feliz mensaje, le hizo comprender que el otro ya se había desplegado sobre la torre. Sin unirse a ellas todavía, se acercó al pilar más próximo de los soportales, giró sobre sí, y lo vio allí, en lo alto. Una ola de satisfacción y placer le invadió por completo: Es para vosotros, pensó.

Miró al cielo e imaginó una sonrisa de Primitiva, marchan-do con determinación, sin miedo, por el Campo de las Danzas y, un poco más allá, pudo observar al tío Pablo, caminando renqueante con su cojera, con la boina caída sobre la frente, y saludando con el bastón. Lo que más deseó entonces, con una fuerza con la que jamás había deseado nada antes, era tener junto a sí al niño de San Adrián, al pastorín que subía al cielo de Las Danzas, solamente para jugar y ver, desde lo más alto, qué pasa aquí abajo.

El tercer lienzo blanco, el único que caía en vertical sobre la pared de piedra, nombrando en negras letras y bordes con rojas gotas de sangre, acusaba:

Paturro

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Almázcaro

Arricibita

Franco...

¡Criminales!

La procesión se detuvo por última vez. Nadie sabía de nuevo qué hacer. Los clérigos permanecieron bajo el palio, esperan-do una señal del cielo a través de la madre siempre virgen. Nadie enviaba señal alguna diferente a la de la torre, y la vir-gen tampoco abrió sus labios para confortar a los piadosos de la muchedumbre. Hubo quien esperó la llegada del Paráclito, pues aquello ya no estaba para más esperas ni bromas. Como suele acaecer, mucho más a menudo de lo que parece, el es-píritu santo, ni en forma de lengua de fuego ni como paloma mensajera, tuvo la menor intención de asomarse por allí. Al tercero de la trinidad no se le había perdido nada en aquella plaza, ni tampoco tenía novedad alguna que ofrecer a sus in-condicionales.

La iglesia albergaba ya más de un centenar de fieles, pero sobre la plaza silenciosa y con las miradas colgadas del lienzo acusador, casi un millar de almas, permanecían atónitas, y sin creer lo que estaban leyendo, las que sabían leer, claro. Los ignaros trataban por todos los medios de documentarse, más

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allá de la palabra escrita.

En el ínterin, al alcalde le sobrevino una lipotimia y, de no ser por un munícipe adlátere, se cae redondo contra los ado-quines. Lo retiraron hasta la fuente próxima, para ponerle agua sobre la nuca. El desencajado rostro de aquel primer edil, pasado por agua también, sólo pareció recuperarse algo, pero nada más fue una fugaz ilusión. Su salud, por fin, marchaba ya de la mano con su clarividencia, que desde hacía muchos años, sin que nadie albergase duda al respecto, había quedado fuera de juego.

Ante tamaño desconcierto y general descoloque, el coman-dante de los guardias asumió la conducción del inaudito des-calabro. Susurrando al oído de un subalterno algo que nadie supo jamás, éste entró en el templo y, antes de dos minutos, ya el mensajero estaba de vuelta. Se acercó a su vez hasta la oreja del jefe, y también pareció decirle algo en audaz confidencia. Enterada la nueva autoridad de no se supo nunca tampoco qué, ordenó maniobras inesperadas en todas direcciones. En-vió por un lado, a varios de sus agentes a sacar del templo a quienes esperaban el comienzo de los oficios intramuros, como condición previa para iniciar el intento de retirada de aquel cartel acusador, a la vista de todo el pueblo. Él, subido sobre un improvisado pedestal de uniforme, sin necesidad de pedir silencio, pues allí se podía oír el aleteo de una mosca, ordenó desalojar de inmediato también la plaza, pues según

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sus palabras, se estaba a punto de iniciar el mascado de una tragedia, por culpa de los judíos y comunistas, declarados ene-migos acérrimos de la madre patria.

Aquellas palabras de tan elocuente pastor, se vieron com-pensadas al instante: el rebaño puso pies en polvorosa en un santiamén, incluidos los pastores del palio y quienes portaban los demás estandartes. La imagen de la virgen fue a parar, con todo y andas, hasta los aledaños de la fuente. Dicen que allí tornó su afligido rostro, tratando de consolar al alcalde, quien, no pudiendo poner tierra de por medio, también se había quedado solo, como el apuntador o para levantar acta involuntaria.

La noticia corrió, cual galgo tras liebre, por toda la ciudad y, en pocas horas, surcó viñedos y rastrojeras, alcanzando ríos, montañas, bosques y las aldeas de mucho más allá.

En medio de la general desbandada, los tres subieron hacia la pensión, y cerraron tras ellos las puertas de acceso al pasillo y el balcón. Ellas caminaron hasta el fondo de la pieza y se volvieron hacia él. Aquilino, preso de una rebosante alegría, dio cuatro pasos decididos hacia ellas, las prendió entre sus brazos y, conformando un poderoso triángulo con los cuerpos, acarició con ternura sus cuellos y selló las femeninas mejillas con el calor de su cara. Los tres sintieron entonces un éxtasis de emociones; en la fusión de las vecinas lágrimas con las pro-

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pias y la dulce cadena de los otros brazos queridos sobre los dorsos de cada uno, como tomando posesión de los alientos inmediatos; en los palpitantes pechos unidos, en las caderas encadenadas, en los contactos de las piernas, ora firmes y, de inmediato, temblorosas…

Aquél era un testimonio, en honor a las luchas de tantos hombres y mujeres desaparecidos por la violencia extrema del fascismo; a la memoria de los ofendidos, las humilladas, los marginados, las explotadas, los desaparecidos, los exiliados, las rapadas y aniquiladas, los masacrados44 a lo largo de los años de la bestia, los muertos de hambre en las prisiones y, especial-mente, tras el criminal zarpazo de la guerra.

Después bajaron a comer algo.

De vuelta a la buhardilla, Aquilino se cambió de ropa y, sin más demora, fue a buscar a Fortunato. Canaria Recuperó el uniforme de caminante y, al lado de Magistrala, abonaron los gastos de la pensión y salieron hasta el zaguán. En cuanto Aquilino asomó por la calle Aceiterías con su burro de ramal, partieron hacia el vetusto puente del Boeza. En el colmado del otro lado del río, puso Magistrala su traje para el camino. Después, con los corazones henchidos y pletóricos de endor-finas, cogieron rumbo a Rimor.

Esa tarde pernoctaron en casa de Magistrala. Las emociones

44 En palabras del filósofo argentino Néstor Kohan.

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retenidas y el insomnio acumulado en Ponferrada, lo cobraron con creces bajo las estrellas de Rimor, sobre las cálidas sábanas de aquella cama, imposible de olvidar. Por eso, ni fueron capa-ces de recoger el rocío de la madrugada, ni recibieron los abra-zos rosáceos en los solares destellos al desperezo del alba.

Sin embargo, pasada la medianoche, Aquilino se levantó. Quería comprobar que todo andaba bien, y que el asno se-guía comisqueando en la era. De paso, echó una meada contra la cerca posterior de la casa. De regreso al interior, antes de acostarse otra vez, se asomó con un quinqué de alcohol hasta la alcoba femenina.

El calor de aquella noche, había animado a las mujeres a despojarse de casi toda su ropa. Un gaseoso salto de cama cu-bría ligeramente los hombros de Canaria, porque, seguramen-te, había tenido la necesidad de salir. Los cabellos de ambas se entremezclaban, contrastando por su disparidad cromática. Canaria tenía su brazo izquierdo bajo el cuello de su compa-ñera, como atrayéndola hacia sí. La cara de Magistrala reposa-ba plácidamente sobre los pechos de quien, desde lo acaecido en Ponferrada, sería para siempre su amiga.

Cuando Canaria y Aquilino llegaron a Ferradillo, Primitiva y Pablo seguían sin regresar a casa, desaparecidos en las som-bras de la ignominia. Entraron en la morada de Aquilino, para descansar un rato y, al cabo de dos horas, recuperaron la vía

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de Las Danzas. Al conseguir la cima, la danza de la muerte, se situó con sus negros saltos, guadañas afiladas y osamenta pá-lida ante cada paso de Aquilino, colonizando su pensamiento durante buena parte del trazado de aquella penillanura de fina hierba, algo secañosa por lo avanzado del estío.

Llegados a la vieja casa de Santalavilla, ésta se encontraba sola, esperándoles. En esos momentos, las sombras le gana-ban la partida a la tarde. Un intenso frescor ocupaba el valle. Mientras ella avisaba del retorno a su madre y a la familia de su hermano, Aquilino salió a buscar unos garabullos. Prendió el lar y, sin más espera, aliñó la cena, en tanto ella regresaba.

Esa noche, Aquilino observó también que, por las cumbres de los espacios oníricos, los tiernos lametones de la brisa del atardecer, entre susurros y habladurías, participaron su dicha interior a todas las piedras de la villa santa y muchas leguas más allá de la línea que corta el horizonte.

En la casa de Canaria permanecieron otro día más, para despedirse de toda la familia. En la madrugada del segundo, sin hacer ruido, Aquilino se irguió de la cama, bajó al establo y ensillado Fortunato, aprovechó el frescor del clareo, para de-jar atrás las húmedas sombras del río Cabrera y remontar al Campo de las Danzas. Asomado al balcón de esa gran llanada, buscó, silbó y gritó, con el poder del trueno.

—¡Es obligatorio vivir!

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Pero Antonio, el niño pastor, no le pudo oír.

Al mediodía entró en casa para comer algo, porque así hacía cada vez que llegaba, después de recorrer el mundo. El apetito ni siquiera se aproximó a él...

En ese instante despertó en medio de una conmoción, que le impedía fijar tiempos y lugares con mínima exactitud.

Sentado al borde de la cama, repasaba la batalla de las últi-mas jornadas. Apenas era capaz de diferenciar las vivas imá-genes del sueño, de las negras sombras de la vigilia. A vueltas con la rueda de la vida, no podía recordar cuánto tiempo an-duvo guerreando por tantos caminos.

Un ruido extraño sobre la puerta, le espabiló en parte. Era Navarro, quien debió perseguir a los lobos de cuatro patas hasta Sanabria, pues, a su parecer, había tardado otros tres días en regresar.

—Jamás maduran a tiempo las cerezas en este solar, —mu-sitó tan quedo que, ni siquiera los labios de aquel perseguidor de cumbres, se dieron por enterados.

Ese era el estado de ánimo del generoso y valiente Aquilino, cuando partió aquella noche por la mitad, con el fin de bajar una vez más, con sus bloques de hielo y el corazón helado

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hacia Ponferrada. Sin imaginar ni por asomo, que las palabras de Vladimir Illich Lenin, podían haberle mitigado en parte el desconsuelo de tantos sueños derretidos como el hielo con el arribo del alba:

—”El desacuerdo entre los sueños y la realidad no produce daño alguno, siempre que la persona que sueña crea seria-mente en su sueño, se fije atentamente en la vida, compare sus observaciones con sus castillos en el aire y, en general, trabaje escrupulosamente en la realización de sus fantasías45“.

Pero eso no pudo ser, porque tampoco el Padrino jamás ha-bía llegado a saber nada de ese libro.

Descendía abatido, junto a Canaria, hacia aquel encuentro con Magistrala , que tanto había soñado.

45 Lenin, V.I. ¿Qué hacer? 1902. Pág. 189. Aquí Lenin cita el artículo de Pisarev ”Errores de un Pensamiento”. ¿Qué hacer? fue publicado por primera vez como libro en marzo de 1902 en Sttutgart. Traducido al español por la editorial Progreso de Moscú en 1981. 231 Páginas.

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EPÍLOGO CON ELOGIO

“Igual que en la religión el hombre es dominado por el producto de su propia cabeza, en la producción capitalista lo es por el produc-to de su propia mano”.

Karl Marx

Desde los crímenes que tuvieron lugar en el pueblo de Aquilino a esta parte, han pasado más de 64 años. La URSS no existe, los pueblos del Tercer Mundo se debaten entre la pobreza generalizada y algunos destellos para la esperanza, los de Occidente vivimos, huérfanos de corazón, en medio de la depresión más aguda del sistema capitalista en 67 años, en tanto mucha de la vida en el Planeta la estamos asesinando a través de las continuas puñaladas de codicia, asestadas por las empresas multinacionales, bendecidas por los estados y sus ciudadanos.

En España, desaparecido el fascismo, devino una transición en bucle hacia esa democracia, que nos hemos dado los espa-ñoles a nosotros mismos, modélica por su oscurantismo, des-memoriada, corrupta, metecofóbica y patizamba.

Desde la promulgación de la inconstitucional ley de leyes, hasta el tiempo presente, el PSOE ha ocupado el gobierno del estado 2/3 de ese tiempo. Dicho partido ha abandonado

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cualquier alternativa socialista, renunciando a aplicar medidas a favor de la mayoría de la población, plegándose y capitu-lando a los intereses de los grandes poderes económicos. Ese Gobierno, que se dice de izquierda, ha legislado contra la clase obrera, la juventud y los sectores menos favorecidos de la so-ciedad; recorta salarios, aumenta la edad de jubilación, inserta en la constitución la obligatoriedad de garantizar en primer lugar el pago de los intereses de la deuda pública, aplica refor-mas laborales que dilatan la precariedad y la indefensión de los trabajadores, comulga con los recortes sociales decretados por gobiernos autonómicos de la derecha (periférica y central: PSOE en coalición con el PP, CIU, PNV,), además de aban-donar a su suerte a más de cinco millones de obreros en paro, o a los cientos de miles de familias desahuciadas por no poder hacer frente al pago de sus hipotecas.

Ese gobierno, autotitulado socialista, pide a los trabajadores que se aprieten aún más el cinturón, que redoblen sus sacrifi-cios, y que sean comprensivos con tales esfuerzos, necesarios ante la gravedad de la crisis. La aún más brutal explotación de la clase obrera está servida.

Sin embargo, el Gobierno de Zapatero ante los capitalistas se arrodilla, derrocha generosidad, comprensión y sobre todo les dedica inmensos recursos del Estado. Miles de millones de euros de dinero público han ido a parar a las arcas de los gran-des bancos y empresarios, manirrotos y ladrones. Para rematar

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la faena, el presidente Rodríguez indulta, con el parlamento ya disuelto, a un banquero súper ratero, y firma con la OTAN el acuerdo de colaboración en un escudo antimisiles, para de-fender a los gaditanos…

El discurso empleado por Rubalcaba en la última campaña electoral, ha sido mendaz y camaleónico, carente de credibi-lidad: mientras en sus mítines defendía el mantenimiento del gasto social, en los hechos, el candidato del PSOE fue quien convenció al grupo parlamentario socialista, sobre la necesi-dad de apoyar la aprobación de la reforma constitucional, en el pasado mes de septiembre, con el fin de rebajar el presu-puesto social.

Cuando la crisis del sistema capitalista avanza con paso se-guro, hacia no se sabe qué precipicio, más inevitable es elegir entre las dos únicas opciones posibles y excluyentes: o se está defendiendo los intereses de la mayoría de la población tra-bajadora, o se sitúa uno junto a los capitalistas, defendiendo sus privilegios. La elección tomada por la dirección del PSOE y el Gobierno Socialista de Zapatero es clara y evidente, los resultados obtenidos en las elecciones del 20 de noviembre, tampoco han dejado lugar a dudas: los socialistas han cose-chado un fracaso estrepitoso.

La mayoría absoluta del Partido Popular en esas eleccio-nes, le deja las manos libres, para rematar el acoso, iniciado

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por los otros (¿), contra la clase trabajadora: sus condiciones laborales y vitales aún se harán más insoportables; gran parte de las conquistas del trabajo, devendrán en mera beneficencia, retrotrayéndonos al siglo XIX… A los dirigentes populares, defensores más consecuentes de los privilegios del capital, les queda escaso margen de maniobra, puesto que, en la crisis del capitalismo mundial, y del capitalismo español en particular, sus beneficiarios exigen mantener e incrementar los dividen-dos a costa de nuevas plusvalías. Los banqueros, las corpora-ciones financieras trasnacionales y empresariales, inversores y especuladores contra la deuda soberana de los países, van a continuar presionando con sus agencias de calificación y los medios de incomunicación, para cobrar hasta el último euro de los intereses de los préstamos de la banca privada, porque la pública se la comió el lobo hace ya muchos años, en tiempos del presidente González, alias Isidoro de Sevilla. Préstamos que nuestra clase política y financiera han pedido a espuer-tas y despilfarrado a manos llenas. Para ello, al PP tampoco le tiembla el pulso: don Mariano pone la cereza al pastel, y nombra ministro de economía, para combatir al mundo del Trabajo, a Luis Guindos, presidente ejecutivo para España y Portugal de Leman Brothers, hasta poco después del crack de las hipotecas basura de la empresa; asimismo, nombra a un tal Montoro para el ramo de Hacienda quien, cuando habla del terrible saqueo a la colectividad, disfrazado con el eufemis-

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mo de crisis, le da por incurrir en continuas contradicciones y risas incontinentes, al muy cretino... Pero la vulgaridad, la necedad, la indigencia intelectual y moral, planea por encima del colectivo político profesional de nuestro país. Aunque el partido popular dispone de una enorme mayoría parlamenta-ria la dilapida a marchas forzadas, y su miopía galopante nos conduce al fracaso; sin embarbo, ojalá sean capaces de sobre-pasar el ecuador de la legislatura.

Se proyectan tantas y tan negras sombras sobre nuestro pre-sente hispánico, europeo y mundial, que no podemos dejar de olvidar aquel bienio negro, y lo que hicieron estallar des-pués...

Los retos y esfuerzos a los que se debe enfrentar la clase obrera mundial son muchos y muy difíciles, entre ellos y de no poco calado están las políticas socialdemócratas y el en-treguismo de los sindicatos mayoritarios. Pero la dura escuela que significan los gobiernos neoliberales, acelerará las contra-dicciones del capitalismo y, paralelamente, la toma de con-ciencia entre la clase trabajadora empobrecida, haciendo que muchos millones saquen conclusiones políticas para el avance. En este sentido, los trabajadores tendrán muy presente que, como señaló Karl Marx, el capitalismo no desaparecerá en tanto no haya desarrollado todo el potencial que porta en sus entrañas. Para ello no le importará la metodología a practi-car: desde la manipulación informativa más salvaje, pasando

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por la justificación de sus crímenes y guerras de rapiña, hasta adoptar la solución final mediante el fascismo y una nueva guerra mundial. En los últimos tiempos, también en la era de Obama, de lo que queda dicho, saben bastante los latinoame-ricanos, especialmente los cubanos, venezolanos, bolivianos, nicaragüenses, hondureños y, sobre todo, el pueblo de Irak, afganos, libios, sirios, libaneses, Kurdos, la mayoría de los pue-blos africanos, y la barbarie imperialista se intensifica contra Irán. No pueden tolerar a nadie que intente una vía diferente, o marche con el paso cambiado ante su trompeteo de horror y muerte.

La obra teórica de Marx y Engels, aunque de gran com-plejidad y profundidad, nos facilita mucho el trabajo y, el co-nocerla, nos ha de servir para no errar en nuestras luchas y proyectos.

Vaya por delante que, en modo alguno entendemos los es-critos de tales pioneros como verdad cerrada y absoluta; el propio Marx dijo que él no era marxista. En el mismo sentido y a la luz del tiempo transcurrido, hoy serían poco admisibles, desde la propia óptica marxista, algunas reivindicaciones pe-queño burguesas de la vida familiar, así como ciertas manifes-taciones eurocéntricas de la pareja.

Sin embargo, lo relevante y troncal de sus hallazgos, el mé-todo y los contenidos de sus tesis, no solo siguen vigentes,

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sino que, iniciado el siglo XXI, representan la única alternati-va hacia el socialismo y la sostenibilidad de la vida.

Ni Aquilino ni los autores de las páginas precedentes con-siguieron ir más allá de una primera aproximación a las tras-cendentales tesis expuestas por Karl Marx, Friedrich Engels y sus discípulos.

El neocolonialismo e imperialismo forman parte del pro-ceso de acumulación capitalista en un momento histórico, y por lo tanto transitorio, de la lucha de clases: gobernantes-go-bernados, ricos-pobres, capitalistas-obreros, centro-periferias según terminología de Samir Amín...

El referente de Marx y Engels viene determinado no sólo por la amplitud y sustancia de sus producciones teóricas, siempre polémicas pero nunca rebatidas, si no también por haber dedicado toda su praxis vital, en armonía con sus pensa-mientos, al desarrollo de la revolución y al internacionalismo proletario, que desconoce fronteras:

El proletariado debe tener su propia política exterior, escri-bía Marx a Engels.

En la tesis undécima contra Feuerbach, sentenciaba Marx:

“Hasta ahora los filósofos se han dedicado nada más a interpretar el mundo, de lo que se trata es de transformarlo“ .

En la misma línea, recuerda Roberto Mesa:

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“Todo científico tiene la obligación de analizar la realidad de su tiempo, desde un doble compromiso: con su vida misma y con la de la sociedad de la que es contemporáneo”.

Las espantosas realidades que muchos pueblos están su-friendo en la actualidad, como víctimas del capitalismo global, así como la paulatina destrucción de la vida en nuestro Plane-ta, nos invitan a rescatar los análisis de progreso que Marx y Engels nos legaron, con el fin de avanzar hacia un mundo sin explotadores ni explotados, en el que:

“... cuando haya desaparecido la subordinación esclavizante de los individuos a la división del trabajo, y con ella la oposición entre trabajo manual e intelectual, entre el campo y la ciudad, cuando el trabajo no sea un medio de vida si no la primera necesidad vital, cuando con el desarrollo de las fuerzas productivas corran a chorro los manantiales de la riqueza colectiva, solo entonces podrá rebasar-se totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la socie-dad podrá escribir en su bandera: ‘de cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades’ ” .

En el mismo sentido, recalcaba Marta Harnecker, que no se ha reflexionado de forma suficiente sobre el por qué de la atracción del marxismo por parte de los trabajadores:

“... ¿Por qué y cómo el movimiento obrero, que ya existía antes de que Marx y Engels escribieran el Manifiesto comunista, se reco-noció a sí mismo en una obra tan difícil como El Capital? Es porque la lucha del movimiento obrero está en el corazón de El Capital, en el corazón de la teoría marxista. Marx devolvió en teoría científica al movimiento obrero, lo que de él había recibido en experiencia política...” .

Estimamos, más que necesario, imprescindible, recuperar en nuestros días las lecciones del materialismo dialéctico. Porque,

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aunque son legión quienes han dado por muerto en los últi-mos 120 años, y enterrado el clarividente análisis de la historia y las relaciones humanas estudiadas por el de Tréveris a través de la lucha de clases, parafraseando a Zorrilla en el Tenorio: Los muertos que vos matasteis, gozan de buena salud.

Marx y sus descubrimientos, hoy más que nunca, pueden y deben ser aplicados, como herramienta para la supervivencia y sostenibilidad de la vida.

Las manifestaciones económicas o infraestructura definen las producciones espirituales, jurídicas, ideológicas, etc. que emanan de las anteriores: cuantas más materias primas, recur-sos energéticos o enclaves estratégicos de cualquier índole se descubran o sean definidos con el eufemismo del interés na-cional por parte del Pentágono o de sus socios, más pronto se enviarán a los marines o la OTAN, como arietes que permitan a las multinacionales lanzarse sobre esas regiones, a la búsque-da de las mayores plusvalías y, paralelamente, aumentan las cuotas de explotación, miseria y degradación de los ciudada-nos invadidos, que entran a formar parte, como el resto de los subproletarios del mundo sin trabajo o con unas condiciones laborales de miseria, del ejército internacional de reserva:

“…Dentro del sistema capitalista todos los métodos para elevar la fuerza productiva social del trabajo se realizan a costa del traba-jador individual, todos los medios para el desarrollo de la produc-

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ción se invierten en medios para dominar y explotar al productor. A medida que el capital se acumula, empeora la situación del obrero, cualquiera que sea su paga, elevada o baja, remachando el trabaja-dor al capital más sólidamente que sujetan a Prometeo a las rocas las cuñas de Vulcano. La acumulación de riqueza en uno de los polos significa en el otro la acumulación de miseria, trabajo abrumador, esclavitud, ignorancia, brutalidad y degradación moral” .

Marx descubrió que las relaciones de producción capitalista ocultan que el creador de la plusvalía o ganancia es el traba-jador y desenmadejó el ovillo enmarañado sobre el valor de toda mercancía producida en régimen capitalista mediante la fórmula:

Valor mercantil = capital constante + capital variable + plus-valía. Resumiendo:

M M = c + v + p.

El capital constante es el valor de los medios de producción, maquinarias y materias primas, consumidos en la elaboración de las mercancías; el capital variable es el valor de la fuerza de trabajo humano empleada, y la plusvalía o ganancia es el valor excedente de la fuerza de trabajo no pagada, del que se apropia el capitalista.

Si descontamos la plusvalía al valor de la mercancía, nos quedará un valor que repone lo que le ha costado la mercancía al capitalista: c + v. De manera que para el capitalista el ca-pital constante más el capital variable se le presenta como el precio de costo de la mercancía: pc = c + v. Y llama ganancia

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a la diferencia existente entre el precio a que ha vendido la mercancía y el precio que le ha costado. De manera que para el capitalista no existe capital constante, ni capital variable ni plusvalía. Sólo existe lo que le ha costado la mercancía, los medios de producción consumidos en el proceso productivo y los salarios pagados; y la ganancia, que se le presenta no como un plusvalor creado por los trabajadores que ha contratado, sino como la diferencia entre el precio al que puede vender la mercancía y lo que le ha costado producirla. Por eso, para el capitalista la fórmula que representa el valor de las mercancías es el siguiente: M = pc + g. Esta fórmula no expresa cómo se genera el valor, sólo expresa cuánto le cuesta la mercancía al capitalista. Marx lo expresa así:

“Ya se vio más arriba que aunque p, la plusvalía, sólo brota de un cambio de valor del capital variable, después de finalizar el proceso de producción, representa asimismo un aumento de valor de c + v, el capital global gastado… Así presentada, como vástago del capital global desembolsado, la plusvalía reviste la forma transfigurada de la ganancia” .

Laura Marx, la segunda hija de Jenny von Westphalen y de Karl Marx, se casó con Paul Lafargue. Era éste hijo de una fa-milia franco-caribeña de Santiago, en la isla del Caimán dor-mido, y un destacado activista del movimiento obrero en la II Internacional. Paul Lafargue y Laura Marx, escribieron entre otros, un libro titulado El Derecho a la pereza: una obra eru-

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dita donde, a contramano de la corriente socialista hegemó-nica que siempre hizo culto al trabajo, la pareja defiende los legítimos derechos del ocio obrero y del disfrute del tiempo libre de las clases subalternas. Incluso llegan a afirmar que:

“…el amor frenético al trabajo es “una aberración mental” y “una extraña locura, que se ha apoderado de las clases obre-ras”. (...)Si disminuyendo las horas de trabajo se conquistan nuevas fuerzas mecánicas para la producción social, obligando a los obreros a consumir sus productos, se conquistará un in-menso ejército de fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada así de su tarea de consumidora universal, se apresurará a licenciar esa turba de soldados, y en su caso, a despedir magistrados, rufianes, proxenetas, etc., que ha sacado del trabajo útil para que la ayuden a consumir y derrochar.

El mercado del trabajo estará entonces desbordante y habrá necesidad de imponer una ley de hierro para prohibirlo

Los proletarios han dado en la extraña idea de querer im-poner a los capitalistas diez horas de fundición o de refinería; éste es el gran error, la causa de los antagonismos sociales y de las guerras civiles. Será necesario prohibir, y no imponer, el trabajo.

Las discordias sociales desaparecerán. Los capitalistas y los rentistas serán los primeros en aliarse al partido popular, una vez convencidos de que, lejos de hacerles daño, se quiere, por el

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contrario, liberarlos del trabajo de sobreconsumo y de derro-che a que han estado sujetos desde su nacimiento. En cuanto a los burgueses, incapaces de probar sus títulos de holgazanería, se les dejará seguir sus instintos. Hay suficientes ocupaciones desagradables para colocarlos.

En la barraca comenzará la Farsa electoral.

Delante de los electores de cabeza de serrín y orejas de bu-rro, los candidatos burgueses, vestidos de payasos y cubiertos de programas electorales de múltiples promesas, ejecutarán la danza de las libertades políticas

Acto seguido, empezará la función: «El Robo de los bienes de la nación.»

Si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y en-vilece su naturaleza, la clase obrera se alzara en su fuerza te-rrible para reclamar, no ya los Derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el Derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias, la Tierra, la vieja Tierra, estremeciéndose de alegría, sentiría agitarse en su seno un nuevo mundo…

Pero ¿cómo pedir a un proletariado corrompido por la mo-ral capitalista una resolución viril?

¡Como Cristo, la doliente personificación de la esclavitud

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antigua, los hombres, las mujeres, los niños del proletariado suben arrastrándose desde hace un siglo por el duro calvario del dolor: desde hace un siglo, el trabajo forzoso rompe sus huesos, destruye sus carnes y atenaza sus nervios; desde hace un siglo, el hombre desgarra sus vísceras y alucinan sus cere-bros! ¡Oh Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh Pe-reza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!

Ante la agudización de las agresiones capitalistas al ecosis-stema terrestre y a los trabajadores del mundo, la estrategia de los marxistas y la vanguardia más consciente de la clase obrera, consiste en trabajar con arrojo para superar la dictadu-ra de la burguesía, no dejarse atrapar por la telaraña tóxica y propagandística del capital y sus voceros, no permitir el con-tagio del desánimo y el escepticismo de la burocracia sindical o de sectores de activistas desmoralizados. Es imprescindible continuar la lucha, preparándonos mediante el análisis dialéc-tico y estudio de cada situación en todos los tajos, con ánimo firme y paciente: en las fábricas, en los campos, en los centros de estudio, en los sindicatos, impulsando la toma de concien-cia social entre los inmediatos, y la movilización, agrandando y unificando todas las luchas, defendiendo siempre políticas revolucionarias, socialistas e internacionalistas, labrando a diario el presente, edificando cuadros entre los sectores más conscientes de los trabajadores y en cada lugar, para las bata-

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llas del presente y las del futuro, que, sin lugar para la duda, serán más duras y tendremos que afrontar los trabajadores del mundo entero. Este es el programa, capaz de erradicar la barbarie del capitalismo, y de superar su salvaje potencia des-tructiva. La única batalla que se pierde es la que no se inicia, la única guerra victoriosa es la que se gana en mil batallas, con desigual desenlace, a lo largo y ancho de nuestras vidas.

Descendiendo al plano local, vivir el marxismo en la España de hoy, nos exige:

-Lo primero que hay que hacer es comunicar, cantar, silbar, abrazar y bailar con las gentes en los espacios privados y so-bre todo conseguir conjuntos para participar en la calle. Bien apostados contra el suelo de la realidad, caminaremos con la cabeza erguida y los ojos bien abiertos, a fin de poder recibir el impulso telúrico y no renunciar jamás a los interrogantes, que nos llegan desde el cosmos infinito, con su cielo parpadeante en la noche. Juntos seremos mucho más fuertes ante la tem-pestad neoliberal. Recoger la tradición comunal, comunitaria, comunista y concejil de nuestra historia es una buena manera de iniciar el trabajo.

-No perder jamás la conciencia ante ese bárbaro ataque con-tra los trabajadores, forjar estructuras participativas y de com-promiso ciudadano en todos los ámbitos de la vida, capaces de hacer imposible que tantas realidades, ilusiones y esfuerzos, generados mediante las luchas de nuestros antepasados, pue-

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dan volver a ser fusiladas y enterradas por los golpistas.

-Defender, en tanto marchamos hacia una sociedad supe-radora de la pesadilla capitalista, otra constitución en la que los traidores no nos impongan un jefe y un estado atado y bien atado; pergeñar una ley distinta, en la cual todos los es-pañoles sean en la realidad de cada día iguales ante la norma, sin discriminación en razón de su chequera, nacimiento, tí-tulos nobiliarios, raza, lugar de nacimiento, condición social, género, credo, erradicando los actuales privilegios jurídicos y exenciones medievales de algunos patriotas, y padres de una constitución tan discriminatoria, en esta madrasta patria.

-Trabajar con denuedo por un estado laico, en el que los diferentes credos, como opciones privadas, tengan la total li-bertad también para financiar sus magias y hechicerías, sin privilegios legales, jurídicos, fiscales, económicos, políticos... ¿Hasta cuándo la extemporánea y retrógrada caverna de la clase dirigente católica continuará percibiendo fabulosas re-galías del estado?, ¿abusando de nuestra paciencia?, ¿ocupan-do las calles cuando le da la gana?, ¿despreciando las normas de convivencia? e ¿intoxicando con supuestos problemas mo-rales, aquello que no debe trascender el ámbito de sus con-ciencias mutiladas?

-Superar una justicia al servicio del poder y arrancar la ven-da de su rostro, para que pueda ver la balanza infinitamente

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desigual de las resoluciones de sus órganos, condenando con desproporción manifiesta a los pequeños infractores, mientras absuelve a los megaladrones de guante blanco, mentirosos, prevaricadores y perjuros…

-A ctualizar aquel espíritu internacionalista, que trajo hasta nosotros a decenas de miles de voluntarios brigadistas, para frenar al fascismo. Es marxista quien denuncia la crueldad del capitalismo y lucha de manera radical contra el imperialismo, para rechazar sus mentiras y genocidios, socorrer a los afga-nos, iraquíes, saharauis, kurdos, etc. Ellos sufren el zarpazo de las nuevas guerras de rapiña por parte del capitalismo, salvaje y falsario. O somos capaces de organizarnos ya, y eliminar sus crímenes para siempre, o están volviendo otra vez a por noso-tros, tan cándidos, sumisos, inmaculados y bienpensantes.

-Desenmascarar la careta de humanitarismo con la que dis-frazan la OTAN y nuestros gobiernos sus crímenes y agre-siones imperialistas, en las que colaboran estrenando cada día nuevos ingenios de muerte. Ser marxista es exigir que las fuerzas armadas y del orden burgués, mientras sean abolidas por innecesarias, dediquen su concurso al servicio del Pueblo y el medio natural, no para defensa de los clepto-plutócra-tas o echarse en el regazo de la OTAN, con olor pestilente a saqueo infinito y a bárbaro expolio de las periferias y sus ecosistemas.

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-Ejercer el derecho a la igualdad en el voto, que impide el actual sistema electoral, perseguir el derecho a la revocabili-dad permanente de un electo por sus electores o que se con-sidere fraude electoral, con su correspondiente inclusión en el código civil y penal, el recoger el voto de los ciudadanos, para entregar de inmediato ese aval a los banqueros; el incumpli-miento del programa electoral...

-Trascender los periclitados modelos patriarcales y machis-tas, que imponen a la mitad de la población trabajadora unos horarios laborales duplicados: el que realiza por cuenta ajena en la empresa fuera de su domicilio (aunque el capitalismo ya ha inventado fórmulas empresariales intradomésticas), y, antes de partir hacia la empresa y al regresar a casa, el turno extraordinario e imprescindible, para hacer posible la repro-ducción de la fuerza de trabajo familiar,.

- Defender el derecho al disfrute de las libertades de la per-sona, pero también y sobre todo las libertades de la colectivi-dad trabajadora y, entre ellas, el derecho a la autodetermina-ción de los pueblos que así lo deseen, porque un estado que respete tal derecho jamás meterá los tanques en Calatayud, Cataluña, Cartagena O Cacabelos, para mantener la preten-dida unidad del estado, como obliga la actual constitución.

-La necesidad de una urgente revolucióng agraria, que de-vuelva las tierras a los campesinos españoles del Sur, a fin de

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enterrar definitivamente el ominoso y feudal PER (Plan de empleo rural) u otro sucedáneo suyo, cancelando las subven-ciones escandalosas sobre los latifundios, con el fin de perpe-tuar el haraganeo y la caza de las élites ociosas.

-Repartir el trabajo y sus frutos, el ocio y los suyos, entre todos los trabajadores, acabando con los horarios laborales indefinidos, con el masivo y cruel desempleo juvenil, y con la Precariedad laboral entre los de más edad. Así es difícil vivir y pensar con una mente medianamente equilibrada. Re-partiendo solidariamente el trabajo, diversificándolo, éste no sería ya un castigo y superando el consumismo esclavizante entre los trabajadores, cada uno tendríamos derecho a mucho más tiempo libre, creativo y generador de nuevas parcelas de felicidad.

-Defender con dinamismo que los sistemas sociales básicos (finanzas, sanidad, educación, atenciones a colectivos desfa-vorecidos, pensiones, empleo, infraestructuras) estén gestio-nados exclusivamente por los trabajadores, de modo que el actual saqueo de lo público, jamás pueda repetirse. Entregar el esfuerzo colectivo a las corporaciones, será cosa pretérita, pues, desde tiempos inmemoriales, éstas individualizaron siempre sus dividendos y, cuando retornaban sus periódicas y facturadas crisis, por voraces y manirrotas, exigían que los trabajadores pagasen sus locuras.

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-Romper con la dictadura mediática sobre la TV, la radio y la ideología al servicio de los poderosos. Hay que combatir el relato oficial y trabajar por la exigencia de unos medios, hoy de incomunicación, al servicio de la colectividad, en una república de trabajadores y ciudadanos libres, cuyos medios solo puedan comunicar las verdades del barquero, de Agame-nón o su porquero. Además, el desarrollo científico técnico, hacen que los marxistas abanderemos la democracia directa e inmediata, con todas sus implicaciones: participar en el diseño de las prioridades, en la elaboración y control estricto de los presupuestos, seguimiento de su cogestión, conocer los suel-dos, (complementos, dietas, visas-oro deben ser suprimidos), devengados de los impuestos ciudadanos, por parte de nues-tros coyunturales representantes, así como las declaraciones de la renta y el patrimonio de cualquier ciudadano, incluido el futuro presidente de la III República. Lo que es de todos, a todos debe alcanzar con absoluta trasparencia. Por eso, la esclerotizada clase política que, legislatura a legislatura, gene-ración a generación, se sucede a sí misma, la debemos enviar hacia el ostracismo.

-En fin, los marxistas ibéricos, al tiempo que superamos tantos trapos sucios en cada doméstico rincón, solo podemos contemplar con amplitud de horizontes la causa común de todos los trabajadores en la gran república de la única casa en que vivimos, capaz de ofrecer a cada persona esa renta míni-

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ma para que nadie muera de hambre o de sed, sufra por no tener acceso a una sanidad digna, ser cautivo de la ignorancia, o marginado por razón de su género, región de nacimiento... En un proyecto junto, no contra, las otras especies.

-Y no es estrictamente necesario ser marxista, para exigir que resplandezca la Memoria histórica traicionada, en la gue-rra incivil del 36 y en la criminal posguerra. Unos 150.000 españoles antifascistas fueron torturados y masacrados por la bestia negra, por el terrible delito de querer vivir en paz en un estado más justo e igualitario, republicano y laico. Hay que remover millones de toneladas de tierra y olvido, desenterrar a esos españoles, para que resplandezca su memoria y la historia no se repita.

A aquella II República española, asimismo, cuando apenas estaba naciendo, ya los traidores comenzaban a asesinarla también.

Tal y como han declarado organizaciones internacionales, supuestamente defensoras de los derechos humanos y en ab-soluto subyugadas por el marxismo, como NIZKOR o las propias Naciones Unidas en la resolución del 5 de enero de 1.997 (CCPR/C/SR.2595), toda esa historia criminal debe ser revisada. Reproducimos literalmente dicha resolución.

“El Estado parte (España) debería:

A- Considerar la derogación de la Ley de amnistía de 1977.

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B- Tomar las medidas legislativas necesarias, para garantizar el reconocimiento de la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad por los tribunales nacionales.

C- Prever la creación de una comisión de expertos indepen-dientes, encargada de restablecer la verdad histórica sobre las violaciones de los derechos humanos, cometidas durante la guerra civil y la dictadura.

D- Permitir que las familias identifiquen y exhumen los cuerpos de las víctimas y, en su caso, indemnizarlas”.

Nada de esto se ha hecho. La bestia negra continúa agaza-pada y, en las noches de España, la carnicería de sus garras y el chasquido de sus aullidos continúan. Es más, no solo una desmemoria galopante y, tal vez, el Altzeimer más peligroso, se han instalado en nuestras neuronas, sino que, con fondos del erario público, se subvenciona a una singular empresa, que realiza apología del fascismo: ¡la Fundación Francisco Fran-co!

Sin memoria del pasado, el presente se vuelve turbio, y no hay esperanza para el futuro.

Mientras las bárbaras relaciones de producción capitalista, el Estado, la propiedad privada y la familia patriarcal no sean abolidos.

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Elogio del estudio:

¡Estudia lo elemental!Para aquellos cuya hora llegó¡Nunca es demasiado tarde!¡Estudia el «ABC»! No basta, ¡peroestúdialo! ¡No te canses!¡Empieza! ¡Es preciso saberlo todo!¡Tú tienes que gobernar!¡Estudia, hombre en el asilo!¡Estudia, hombre en la cárcel!¡Estudia, mujer en la cocina!Anciano, ¡Estudia!¡Tú tienes que gobernar!No tienes casa, ¡ve a la escuela!Muerto de frío, ¡adquiere conocimiento!Tienes hambre, empuña un libro: ¡Es un arma!¡Tú tienes que gobernar!¡No tengas vergüenza de preguntar, compañero!¡No te dejes convencer!¡Compruébalo tú mismo!El que no sabe por cuenta propia,no sabe.Controla tú la cuenta,que la tienes que pagar.Apunta con tu dedo sobre cada temay pregunta: «¿qué es esto?»¡Tú tienes que gobernar!

Bertolt Brecht

El mismo Brecht fue quien preguntó: ¿Qué es más delito: fundar un banco o atracarlo?

Después del saqueo de Bankia, el escándalo de las hipotecas basura, las mentiras de las participaciones preferentesemms,

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los rescates infinitos a la Banca, los trileros financieros en todo el orbe, las millonarias pensiones a los directivos de las en-tidades, los directores locales y empleados colaboradores, el papel de alcahuetes de los gobernadores de los bancos cen-trales, los calamitosos informes manipulados de las agencias de calificación, el bufoneo de la CNMV (comisión nacional del mercado de valores), la amnistía fiscal para los grandes defraudadores, junto al silencio cómplice del fiscal general del Estado, de los ministros de Economía y Hacienda, las mani-pulaciones y olvidos de los medios de (in)comunicación, por citar solo alguna de las más evidentes vergüenzas y saqueos, llevarían hoy a nuestro Brecht a una conclusión nueva:

Los que fundan los bancos y quienes los atracan, llevándose su botín, son los mismos ladrones, con los riñones bien cu-biertos, gracias a la podredumbre y cooptación de los viejos tres poderes, más el soporte propagandístico del cuarto.

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Se terminó de imprimir

el 15 de julio

de 2012

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