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L E T R A S ¶ 2 9 ¶ C U E N TO

Gob i e r no d el est a d o d e Mé x i c o

E D I T O R

CONSEJO CONSULTIVO DEL BICENTENARIODE LA INDEPENDENCIA DE MÉXICO

ENRIQUE PEÑA NIETO

Presidente

LUIS ENRIQUE MIRANDA NAVA

Vicepresidente

ALBERTO CURI NAIME

Secretario

CÉSAR CAMACHO QUIROZ

Coordinador General

L a s ra ya s

r o d r i G o b l a n c o c a l d e r ó n

L E T R A S ¶ 2 9 ¶ C U E N TO

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

Las rayas© Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México

DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo Lerdo poniente no. 300, colonia Centro, C. P. 50000, Toluca de Lerdo, Estado de México.

ISBN: 968-484-655-X (Colección Mayor)ISBN: 978-607-495-093-9

© Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. 2011 www.edomex.gob.mx/consejoeditorial [email protected]

Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/1/10/11

© Rodrigo Blanco Calderón

Impreso en México

Consejo Editorial: Luis Enrique Miranda Nava, Alberto Curi Naime, Raúl Murrieta Cummings, Agustín Gasca Pliego, David López Gutiérrez.

Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, José Martínez Pichardo, Rosa Elena Ríos Jasso.

Secretario Técnico: Edgar Alfonso Hernández Muñoz.

Enrique Peña NietoGobernador Constitucional

Alberto Curi NaimeSecretario de Educación

La presente publicación es parte del premio otorgado a

Rodrigo Blanco Calderón

como ganador del segundo lugar en el género Cuento del

Certamen Internacional de Literatura

Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz,

convocado por el Gobierno del Estado de México, a través

del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal,

llevado a término en 2010, cuyo jurado estuvo integrado por

Mario González Suárez, Guillermo Fadanelli y Mauricio Molina.

L a s ra ya s

Para Mario Blanco,

mi padre.

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Las rayas

No sé de quién fue la culpa. Si de Camilo, por ofrecerme a los treinta y nueve años mi primera raya de coca, o de Ciara, por leer el relato de Quiroga con el ritmo dulce que las pecas de la nariz le transmitían a su voz, para luego, a su manera, no volver más nunca.

Aunque lo más probable es que la culpa no haya sido de nadie o sólo mía o del insomnio, ese túnel que conecta con su luz mortecina todos los vicios y todas las pasiones.

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La literatura es sueño y la cocaína es una vigilia dentro de la vigilia. Leer a Quiroga completamente empericado era una mezcla perfecta de inconsciencia y lucidez. El estado ideal, llegué a pensar, para descifrar el único texto que en realidad me interesaba. Ese del que ahora voy a hablar, a pesar de la muerte.

Las rayas es un cuento que empieza con una breve teoría sobre las relaciones entre el lenguaje y la realidad. Incluido en el libro Anaconda, de 1921, Quiroga plantea allí no sólo la soberanía sino la preeminencia de las palabras con respecto a las cosas. Al final de ese primer párrafo se encuentra la frase que se convirtió en obsesión: “Pero algo que yo he visto me ha hecho pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre”.

La frase, dice el narrador, proviene de un hombre que ha dedicado toda su vida al negocio de la recolección de granos. Es la senten-cia que resume la extraña historia de dos empleados que tuvo alguna vez, uno de apellido Figueroa, que llevaba el libro Mayor de cuentas, y otro llamado Tomás Aquino, que llevaba el Diario de las ventas que hacía casa por casa. El recolector de granos cuenta el inexplicable cambio en la personalidad de sus dos empleados y el síntoma en que este se tradujo: la manía de hacer rayas en los cuadernos de trabajo. Esta manía luego se extiende a la propia barraca donde trabajan y a la casona lúgubre en que Figueroa y Aquino viven: las paredes, el techo, las escaleras, la tierra del patio, todo queda sepultado bajo las innumerables rayas de su delirio compartido. Es allí, en el agua fangosa del albañal de la casa, donde el negociante y los vecinos los ven morir, delgados, nerviosos, “como dos rayas negras que se revolvían pesadamente”.

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Quiroga sólo brinda una pista fantasmal para entender lo que sucedió. La casona había sido construida por un escribano que había enloquecido y fallecido entre aquellas paredes que luego habitarían Figueroa y Aquino. Quizás porque el narrador arroja este dato como al descuido y no lo retoma, quizás porque lo fantástico le resta terror a la realidad, esta interpretación no me convenció. Preferí, en todo caso, leer Las rayas como la contra-parte de Bartleby, el escribiente. Un mismo enigma visto desde la compulsión y la abulia.

Durante un tiempo, lo confieso, también me atrajo la posibilidad de ver allí una autobiografía: Quiroga como un anagrama compuesto de “Figueroa” y “Aquino”. Sin embargo, la hipótesis que más me entusiasmó fue una derivación de la anterior sospecha: más que la propia vida de Quiroga, el relato era una hagiografía. Camilo, que trabaja en el departamento de literaturas clásicas occidentales, me prestó Vidas de los Santos, de Butler, y fue allí donde creí encontrar la solución al problema. Me guié por el índice onomástico, busqué la página 485 y leí el resumen de la vida y los logros de Santo Tomás de Aquino.

Las conexiones me parecieron tan evidentes que rozaban la indiscreción. Fue casi decepcionante saber que en 1880 León XIII declaró a Santo Tomás de Aquino patrono de las universidades, colegios y escuelas. Tal fue la magnitud de su trabajo intelectual. Su obra escrita alcanza (o puede que supere) veinte extensos tomos, de los cuales la ya dilatada Summa theologiae es sólo su parte más conocida. Además de esta inclinación enfebrecida de Santo Tomás por la escritura, que lo colocaría entre los prin-cipales escribanos de Dios, me llamó la atención recordar que

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el narrador de Las rayas, al citar la frase dicha por el recolector de granos, aclare que no se trataba de “un viejo y sutil filósofo versado en escolástica”. La escolástica, cuya principal figura fue, precisamente, Santo Tomás de Aquino.

Por si esto fuese poco, descubro en un pasaje de la infancia del santo una relación subliminal con el título del cuento. Al parecer, Santo Tomás abominaba los rayos (estas cursivas de aire son mías) pues la menor de sus hermanas murió fulminada por uno que cayó en la misma habitación que ocupaba el venerable muchacho. “Se dice”, cuenta Butler, “que tuvo durante toda su vida mucho miedo a las tempestades y que acostumbraba refugiarse en alguna iglesia, cuando caían rayos. De ahí nació la costumbre popular de venerar a Santo Tomás como abogado contra las tempestades y la muerte repentina”. Aunque no entendí cómo la cobardía de un santo pudo transformarse en amuleto, me pareció que tenía en ese episodio la clave de inter-pretación del relato. A esto también contribuyó la superstición: descubrir que la fecha de Santo Tomás de Aquino en el santoral, el 7 de marzo, coincidía con la de mi cumpleaños.

Mis argumentos se reducían a estas coincidencias, pero eso era lo de menos. En el momento me bastó comprobar que el cuento, por la pura fuerza de su enigma, me había hecho olvidar el objetivo inicial de mi lectura. El texto de Quiroga dejó de ser la brújula que me guiaría hasta Ciara.

Una sensación de tranquilidad, como de párpados que por fin concilian el sueño, se cerró sobre mí. Había dado con el nudo del cuento y ya no pensaba en las pecas de Ciara. Aquella falsa

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armonía se quebró pocos días después, cuando me desperté a medianoche y no pude volver a dormir. Encendí la lámpara y me tropecé en la mesa de noche con los ojos de Quiroga, con el desconsuelo de esa mirada insomne que seguía abierta en la portada del libro mientras yo descansaba. Tomé el libro y volví a leer Las rayas.

A pesar de que había recorrido con insistencia esas páginas durante una semana, me costó reconocer que se trataba de la misma historia. Era como si la selva de palabras, aplanada durante días por la lectura constante, hubiera recrudecido volviendo a tupir el espacio. Creo que por eso estuve hasta el final de esa madrugada arando una y otra vez el inhóspito terreno, peinando esa parcela como un buey embrutecido.

Como siempre he sido de “sueño ligero” (expresión irresponsable de los que no sufren este infierno inmóvil), no me extrañó que en las noches siguientes se repitiera la ardorosa rutina: despertar poco antes o poco después de la medianoche, buscar el libro de Quiroga y leer Las rayas hasta el amanecer. Al tiempo, no sabría decir cuánto, comenzaron a notarse los estragos de mi labor nocturna. Dos vetas violáceas se estriaban desde mis ojos hacia el resto de la cara. Mis ojeras semejaban la montura de unos lentes cuyos vidrios se hubiesen desgastado en el aire. De esto me di cuenta gracias a los otros profesores, quienes con insólita cortesía (pues siempre me he sentido un extraño en la Facultad) indagaban sobre el estado de mi salud.

Yo apenas noté estos cambios. Estaba demasiado concentrado en mis descubrimientos.

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Por un lado tenía la propia anécdota, cuyas posibilidades de interpretación ya comenté y a las que agregué una no menos confusa. En el párrafo final dice el narrador que Figueroa y Aquino “habían llegado a un terrible frenesí de rayar, rayar a toda costa, como si las más íntimas células de sus vidas estuvieran sacudidas por esa obsesión de rayar”. Ese peligroso nombre que unía a dos cosas o a dos seres distintos, ¿sería el de la obsesión? El acto inocuo de escribir en unos libros de cuentas, sumado al perturbador ambiente de una casa donde falleció un escribano enloquecido, ¿podía calar en el alma y en el cuerpo de estos empleados hasta transformar en miles de versos pareados la fibra íntima de sus células? ¿Las rayas de la escritura pueden transformar las rayas de la genética? ¿No es el lenguaje un puente peligroso por donde transitan en ambas direcciones la literatura y la vida? El mismo verbo rayar, palabra capicúa, ¿no sería el símbolo secreto de estas relaciones?

Por otro lado, tenía la frase en sí misma ese inexplicable peligro de que dos cosas distintas tengan un mismo nombre. En el curso de una de esas noches recordé el misterioso caso de José Antonio Ramos Sucre. En una de las “granizadas” afirmó que el lenguaje no consiente sinónimos pues es individuante como el arte. Poco tardé en asociar esa convicción con el intransferible estilo de su obra. Ramos Sucre confesó en una oportunidad que su español estaba escrito con base en el latín, esa herencia trau-mática de la erudita niñez. Recordé su célebre renuencia a usar la palabra “que” en sus textos poéticos y narrativos. Pensé en su muerte voluntaria, consumada el día que cumplía 40 años, para escapar del insomnio. Pensé que el insomnio de Ramos Sucre no era producto de una maldición, ni de sus tormentos amorosos

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o existenciales, ni de la amibiasis que le diagnosticaron en su periplo por Merano y Ginebra. El insomnio de Ramos Sucre era la consecuencia de esta búsqueda de un lenguaje privado. Y todavía lo pienso así. Algún sentido tiene que haber en el hecho de que insomnio y sinónimo tengan las mismas letras. Saquen la cuenta.

Después, en otras noches, cuando ya Manito me proveía la dosis diaria, recordé ejemplos similares donde escritura, obse-sión e insomnio se cruzaban. Pensé en Cioran cuya profusa obra, según sus propias palabras, provenía y trataba de acallar su profuso insomnio. Pensé en Funes, el memorioso, a quien le molestaba que el perro de las tres y catorce, visto de perfil, tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto, visto de frente. Borges tenía muy claro el sustrato del poder y de la obsesión de su personaje: no por nada dijo que ese cuento era una larga metáfora del insomnio. Me vino también a la memoria un relato brevísimo de Virgilio Piñera que cuenta la historia de un hombre que padece este mal y que, desesperado ante el fracaso de sus tentativas de sueño, se suicida. El hombre se suicida y descubre, después de muerto, que el insomnio persiste.

Es cierto que la relación con otros escritores, obras y personajes hacía más llevadero el infierno al que Las rayas me tenía sometido. Enumeraba los distintos casos de insomnio en la literatura con el orgullo de un descendiente mediocre que recuerda ilustres antepasados. Pero esta libertad era el inicio de una nueva servi-dumbre, pues nombrar a estos autores implicaba leerlos. Los leía de una manera furiosa y a la vez distraída, siempre buscando los rastros de algo que a esa altura ni siquiera podía definir.

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Por supuesto, todo esto no hubiera sido posible sin una pequeña ayuda de mi amigo. Camilo me presentó a Manito y Manito pasó a ser mi dealer. En vida nunca tuve vicios. Quizás por eso sea conveniente al menos una explicación.

El insomne no es alguien que está despierto, es alguien que no puede dormir. Esa diferencia es delgada como una mirada entreabierta, pero su profundidad podría conducir al mismísimo centro de la tierra. Necesitaba vencer el insomnio. Sólo que, a contracorriente de todos los insomnes que he conocido, yo no buscaba el sueño. Yo quería terminar de despertar.

Nunca creí que un profesor tan serio como Camilo pudiera estar tan dañado. Todo empezó una tarde en que coincidimos en el cafetín de la Facultad después de clases.

—¿Te sirvió el libro? —me preguntó.

—¿Cuál libro?

—El de Butler.

En ese instante recordé que él me lo había prestado.

—Sí, bastante —le dije sin mucho énfasis—. La semana que viene te lo devuelvo.

—No hay apuro. ¿Y en qué estás trabajando?

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—Una tontería. Sólo quería comprobar algo en un cuento de Quiroga.

—¿Cuál?

—Las rayas —dije casi a regañadientes.

—¿Cuál es ese?

—Uno no muy conocido. Muy extraño, en realidad. Es la historia de dos escribanos que se vuelven locos y no hacen otra cosa que rayar todo lo que encuentran.

—Ya. Sí, bastante raro. Como todo Quiroga, en realidad. Ahora entiendo lo de Butler: Santo Tomás de Aquino, la escolástica y todo eso —dijo, impasible, como si hablara del clima.

Yo me quedé frío. Sugirió que fuésemos a la facultad de Arquitectura pues allí podríamos sentarnos. Lo seguí, obediente, sin saber si debía sentir irritación, agradecimiento o miedo.

Conversamos toda la tarde sobre libros y también, pero sólo un poco, sobre nuestras vidas. Acotaciones marginales que alumbraban por segundos espacios vacíos cercados por la oscuridad. Hacia las ocho de la noche le mostré el libro. Camilo observó con mucho interés mi intervención en el cuento de Quiroga. Le gustó la sensación, me dijo, de que ese texto tan breve pareciera más vasto por estar subrayado de esa manera.

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En el transcurso de aquellas noches de lectura yo había subrayado partes del cuento que me parecían importantes. Para el momento de mi encuentro con Camilo todo en Las rayas era importante, de modo que apenas quedaban algunas pocas palabras sin subrayar, como islas vírgenes, en medio de aquella profusión de líneas rectas y colores. Armado con una regla y con mis marcadores de punta fina tuve el cuidado de subrayar con trazo perfecto y color distinto las intuiciones de cada día. Por supuesto, hubo ocasiones en que dos párrafos sucesivos, uno azul y otro rojo, por ejemplo, revelaban la existencia de un tercer párrafo aún más sugerente, conformado por el final del primero y el principio del segundo. Un párrafo morado que era la síntesis perfecta de los dos anteriores.

Camilo no prestó mayor atención a la cuestión de los colores. Me hizo notar, en cambio, que mi sistema de subrayado era invariablemente musical.

—Sí —dijo—, fíjate que todos los párrafos que subrayas siempre tienen cinco renglones. Son como pentagramas.

Un ligero temblor me ganó el rostro.

—No tienes por qué preocuparte. Cuentan que Macedonio Fernández acostumbraba rasgar durante horas una guitarra, con idénticos y sencillos acordes, pues creía que de ese modo se podía descifrar el enigma del universo. Tú estás haciendo lo mismo pero con un cuento.

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—Sí, por supuesto —le dije, como si en efecto continuara hablando de la insólita temporada de lluvias que azotaba a Caracas en aquel mes de enero.

Camilo observó su reloj.

—Es tarde —dijo—, vamos a mi casa.

—¿Para qué?

—Vamos —dijo—, quiero mostrarte algo.

Camilo vive en Colinas de Bello Monte, cerca de la universidad. El trayecto se hizo largo. Quizás por la lluvia, o por el silencio que guardábamos, o por no saber qué demonios estaba haciendo ahí. Él insistió en que fuésemos en su carro y que dejara el mío en el estacionamiento de la Biblioteca Central. En ese momento lo miré y en lugar de decir algo sensato, me quedé callado y pensé que Camilo se parecía a Nicholas Cage. Luego traté de averiguar por qué había pensado semejante estupidez. Volví a mirar a Camilo mientras conducía, sus ojos claros y su sem-blante desgastado: un vitral a punto de quebrarse. Sí, me dije, se parecía a Nicholas Cage en Leaving Las Vegas.

Cuando llegamos a su apartamento todo se dio con bastante fluidez. Sacó una botella de whisky y puso un disco de Johnny Cash. Eso me calmó, como si Johnny Cash fuese el santo protector contra cualquier mariconada. Eso y la foto conyugal que vi en la entrada.

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—Cocaine blues —dijo Camilo, tocándose el oído con el dedo índice, al tiempo que sacaba de no sé dónde dos bolsas pequeñas y apretujadas como dientes de ajo. Después entendí que ese torcido acto de magia lo practicaba todos los días con o sin público.

Me senté en un sofá y apenas comenzaba a paladear el trago cuando, con una emoción que le desbordaba el rostro, me señaló la pared que estaba justo a mis espaldas. Antes de voltear, deposité mi vaso en la mesa baja con calculada lentitud. Observé hacia el balcón y vi que había escampado. Entonces volteé.

La diana ocupaba el centro de la pared y a su alrededor vi numerosos puntos negros que semejaban insectos aplastados. A los pocos segundos comprendí que aquello era una constelación de desacier-tos. Impresionaba la cantidad de agujeros que crecían en órbitas más gruesas a medida que se alejaban del núcleo de corcho.

—¿Qué dice tu esposa de todo esto, Camilo?

—No dice nada. Eva se marchó.

—¿Por esto? —le pregunté, con un gesto ambiguo que abarcaba la pared y las bolsitas en la mesa.

—Ya no sé si empecé con esto porque ella me dejó o si ella me dejó porque empecé con esto —respondió con una sonrisa franca.

Me entregó tres dardos y empezamos a jugar. Al principio nos esforzábamos por acertar en el círculo negro. A medida que la

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botella de whisky fue mermando, los tiros se hicieron más erráticos describiendo saetas borrachas que en ocasiones iban a parar en los agujeros de la pared. Le comenté a Camilo la extraña euforia que me producía acertar en aquellos agujeros. Camilo sonrió.

—Recuerda lo que dice Pascal: el Universo es una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Fallar —agregó Camilo, con un dardo en la mano— es más esti-mulante y más hermoso que dar en el blanco, porque te obliga a inventar el túnel que secretamente conecta todas las cosas.

El problema no era que Camilo se hubiese puesto místico. El problema era que yo entendía todo lo que estaba diciendo y me sentía igual.

Cuando se acabó el whisky, Camilo abrió las bolsitas, hundió la punta de una tarjeta de crédito y sacó una montañita blanca. Me pasó con cuidado la tarjeta y sin pensarlo dos veces aspiré. Nos tumbamos en el sofá que estaba en frente de la pared. Estuvimos hasta el comienzo de la mañana aspirando, conversando frenéti-camente, sin parar. Todas las ideas posibles surgían de aquella maqueta del universo.

A las 7 de la mañana fuimos al estacionamiento de la Biblioteca Central a buscar mi carro. Intercambiamos números y nos despedimos.

Nadie se mete su primer pase de coca a los treinta y nueve años sin pagar un precio. El mío fue estar al borde de un ataque de

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pánico. Llegué a mi casa completamente agotado y no pude dormir. Yo no sabía que esto era normal. Sólo pensaba que al insomnio de las últimas semanas había sumado dos ingredientes muy desagradables: la paranoia y un asqueroso sabor a ajo. Al mediodía ambos elementos se unieron: gasté un tubo entero de pasta dental tratando de quitarme los pedazos de ajo que sen-tía incrustados en los dientes. Desesperado, con las encías rotas, llamé a Camilo.

—Si el niño quiere lanzarse a la piscina —me dijo—, no hay que construirle una cerca, hay que enseñarle a nadar.

—¿De qué hablas?

—Me visto y salgo. Nos vemos en la entrada de Faces. Voy a presentarte a Manito.

La Universidad Central de Venezuela siempre ha sido un país a escala: es su talón de Aquiles y su epicentro. Las facultades son reproducciones similares de los sectores de la sociedad. Camilo sabía que en la Facultad de Humanidades y Educación, mejor conocida como “Fumanidades”, no teníamos nada que buscar. Por eso me propuso vernos en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Faces, conocida en los bajos fondos como “Pases”. Lo de los bajos fondos resultó ser literal. Después de saludarme, Camilo me llevó a los sótanos de la Facultad. Allí, que yo supiera, sólo operaban unas cuantas máquinas para fotocopiar. De resto, sólo se podía ver grupos de estudiantes y de personas inciertas que jugaban partidas de ajedrez. Siempre me intrigó la tensión que allí generaba un juego por naturaleza

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sereno y silencioso. Grupos de personas rodeaban cada mesa y pegaban alaridos con cada movida.

Camilo preguntó por Manito y le dijeron que estaba en el baño. A los cinco minutos apareció un hombre delgado, bajito, blanco y de ojos claros. Parecía una versión reducida del propio Camilo: su futura ceniza. Al encontrarnos nos presentaron y me tendió la mano izquierda. Fue entonces, al mirar la derecha, que comprendí: el dealer tenía una mano muerta que le colgaba y bailaba al más mínimo movimiento de su cuerpo.

Manito temblaba y miraba con avidez hacia todos lados. Contraviniendo las reglas esenciales del negocio, Manito era un dealer que consumía. Sin embargo, para no malversar su patri-monio iba todas las tardes a los sótanos de Faces a jugar ajedrez. Entonces me explicó que allí las partidas duraban, a lo sumo, diez minutos y que el premio consistía en un par de pases.

La mano derecha oscilaba frenéticamente.

—¿Y qué te pasó? —le preguntó Camilo.

—Hoy gané demasiado.

Transcurrió el mes de enero y la mitad de febrero. Las quejas de los alumnos eran cada vez más frecuentes. No se explicaban cómo un curso de teoría literaria, sobre el teatro y la semiología del texto dramático, se transformó en un alucinado taller de lectura sobre Horacio Quiroga.

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Camilo me llamó un día y me dijo que el asunto había llegado hasta el Consejo de Escuela.

—Parece que te van a abrir un expediente.

Ese fue el estímulo para entregar a tiempo las notas finales.

—No te quedes pegado —me dijo Camilo esa noche de cierre semestral. En la mesa estaba el whisky y el perico. En nuestras manos, los dardos.

La pared de su apartamento parecía carcomida por una plaga de zancudos teledirigidos. La señalé con el brazo extendido, sin creer lo que estaba escuchando. Camilo fue hasta el pequeño estudio donde estaba la computadora y volvió con un manuscrito.

—Es mi trabajo de ascenso —dijo, y señaló la pared con idéntico, tal vez más firme, gesto—. No te quedes pegado —repitió, antes de lanzar un dardo que fue a dar en uno de los infinitos blancos.

De tanto subrayar las páginas del libro éstas terminaron por rasgarse y poco a poco se convirtieron en jirones coloridos. El cuento parecía un arco iris marchito o una guitarra de payaso cuyas cuerdas se hubiesen reventado. Los párrafos intermedios, esos bocados perfectos entre dos párrafos circundantes, proliferaron arro-jando cada uno su propio matiz, hasta darle al conjunto una tonalidad oscura con ribetes de extraños cristales.

Fue cuando me encontraba en el peor estado que sucedió algo completamente inverosímil: recibí una llamada de mi madre.

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Escuchar mi nombre en esa voz fue volver a nacer, pero con cansancio. Entonces recordé que yo en algún momento fui como cualquier persona, con un origen y un sentido en la vida, que luego derroché o perdí sin darme cuenta con el paso de los años.

—Hijo, ¿me escuchas?

—Sí, vieja, te escucho.

Venía de visita. Quería pasar conmigo mi cumpleaños. En la pantalla digital de la base del teléfono vi la hora: era la una de la tarde del 6 de marzo. De nada sirvió que le dijera que la casa estaba vuelta un desastre.

—Cuarenta años y todavía sin casarte —dijo, resignada.

Sentí lástima por mí y también por ella. Era yo quien cumplía años al día siguiente, pero me propuse darle un regalo.

—Por poco tiempo. Mañana, cuando llegues, te presento a mi novia.

Sentí a mi madre brincar de alegría en el otro lado de la línea.

—¿Y cómo se llama?

—Ciara, mamá. Se llama Ciara. Nos vemos mañana al medio-día —dije y colgué.

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No quise pensar en lo que acababa de suceder. Por ahora, lo importante era ordenar y limpiar la casa. Saqué una bolsita, puse un disco de Sentimiento muerto, aspiré y me dispuse con energía a mis labores domésticas. A las dos horas la casa estaba impecable y aún me quedaba el resto de la tarde para pensar.

Ciara.

El nombre era hermoso dos veces. Era un acorde que se volvía más hermoso con el eco. Puse el disco, una y otra vez, toda la tarde. Lo mismo hacía con Ciara, su nombre, pronunciándolo con más intriga que devoción. Lanzaba esa moneda de aire al aire, con insistencia, tratando de encontrar o falsear un resul-tado que pareciera unido a mi destino.

Todo había sido extraño y simple. Yo salí de clases y la vi sen-tada en uno de los banquitos del pasillo. A su lado estaba una muchacha, a quien reconocí como una ex alumna. A ella, a Ciara, jamás la había visto en la Escuela y tampoco cono-cía yo ese relato de Quiroga que ella le leía a su amiga. En el momento no supe si el impacto fue por el texto en sí o por la manera en que Ciara lo leía. Concentrada y risueña hacía parecer divertido lo tenebroso. Luego observé la estela de pecas que bordeaba sus mejillas, sus ojos y su nariz. Entonces me aproximé.

—¿Cómo se llama?

Ciara cerró el libro, miró con sorpresa a su amiga y luego contestó.

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—Las rayas. Es de Quiroga.

—No. Me refiero a usted. ¿Cómo se llama?

—¡Ah!, —soltó una pequeña risa —Ciara.

—¿Por qué?

—¿Qué cosa?

—Que por qué usted se llama así.

Ciara no parecía entender nada. Yo tampoco entendía nada.

—Porque mi mamá se llama Alicia y mi papá Ramiro.

Yo guardé silencio.

—Aliciaramiro —repitió Ciara, subrayando el centro de los dos nombres con una línea imaginaria que trazaba su dedo.

—Comprendo —le dije al fin. Luego hice un gesto de saludo o de disculpa y me fui.

A eso se reducía mi historia con Ciara. Ella había tenido suerte. Casi siempre esos nombres compuestos producen conjugaciones de espanto que los hijos deben cargar después como una cruz ajena e impronunciable. Sin embargo, en lo que fue la última tarde de mi vida entendí el motivo de esas construcciones: los hijos son el único momento en que los padres pueden ponerse

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verdaderamente de acuerdo. Los hijos son palabras que surgen de otras palabras que hacen el amor y vencen a la muerte.

Pronuncié mi nombre y tuve una sensación de soledad absoluta. Mi nombre era como una de esas palabras del cuento de Quiroga que no llegué a subrayar. El cd giró hasta completar por enésima vez su ciclo, se detuvo y creció el silencio. Tomé la carátula que reposaba en la mesa y reparé por primera vez en el título de la antología. Sentimiento muerto. Fin del cuento: 1981-1993.

Fin del cuento. Quizás me quedaba una última jugada. Me decidí a probar suerte. Me bañé, me afeité, me puse perfume, me vestí con mis mejores ropas, agarré el cd y la bolsita y salí a la calle.

Mi ostracismo había sido tan férreo que la noche caraqueña se había vuelto un texto indescifrable. No sabía a cuáles lugares ir y me distraje manejando el carro por calles y avenidas, mientras identificaba en todas partes un mismo ritmo pendenciero. De día, las personas caminan en Caracas como si estuvieran escapando. De noche, parecen regresar para buscar venganza. Sin darme cuenta, llegué hasta el Centro Comercial San Ignacio, construido en los antiguos campos de fútbol de los jesuitas, y lo rodeé hasta caer en el Centro Comercial Mata de Coco, lugar emblemático del rock venezolano de los años ochenta.

En los espacios abiertos, al lado del estacionamiento, vi mesas, personas bebiendo y conversando, escuché música que emergía de una puerta negra veteada de luces rojas. En el equipo del carro sonaba “Fin del cuento”, el último track del disco. Eché una mirada para ver si quedaba algo del viejo teatro y se sobrepuso

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a la fachada del edificio, como una acuarela gigante, mi propia imagen de adolescente asistiendo a mi primer concierto de Sentimiento muerto. Estacioné el carro, esperé a que terminara la canción y me encaminé hacia el local.

Adentro sonaba salsa. Algunas parejas bailaban y otras conver-saban. Yo me acodé en la barra y en dos horas fui diluyendo a punta de whisky cualquier expectativa. Entré en esa velocidad de crucero en la que el whisky te brinda la ilusión de contemplar la vida desde arriba. Sentí que ya podía desabrocharme el cinturón de seguridad. O, mejor dicho, sentí que debía avisarle a los otros que podían desabrocharse el cinturón de seguridad.

Me dispuse a circular más allá de la barra, con la sonrisa estúpida y distraída que tienen las aeromozas, cuando la vi llegar.

Apuré el trago y me refugié en el baño. Saqué la bolsita, la tarjeta de crédito y sin mayores coqueterías me empolvé la nariz.

Regresé a mi puesto en la barra y confirmé que era ella. Estaba con dos amigas, a sólo un par de metros de distancia y juro que vi sus pecas entre el humo de los cigarrillos.

Pedí otro whisky, lo bebí completo y me acerqué.

Le hablé con la desenvoltura de quien retoma una conversación interrumpida. Le dije que había estado todo este tiempo leyendo Las rayas y sin respiro perpetré una síntesis de las conjeturas que hasta el momento manejaba: el fantasma del escribano loco, Santo Tomás de Aquino, la mutación de las células humanas a

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consecuencia de la escritura, la relación entre el insomnio y los sinónimos. Borges, Cioran, Piñera, Ramos Sucre.

Ahora que lo pienso es sorprendente que no se mostrara asustada. Asentía con demasiada insistencia, como una enfermera habi-tuada a tratar con psicóticos. Terminé mi perorata, ella asintió un par de veces más y nos quedamos en silencio. Las amigas habían dejado de murmurar y me miraban.

—Las rayas —le dije, poniendo mi cara de aeromoza —De Quiroga. ¿Recuerdas?

—Conozco el cuento. Lo que no entiendo es de dónde viene todo esto.

—En el pasillo de Letras. Hace unos meses. ¿No me recuerdas?

La oscuridad de sus ojos se volvió más densa mientras hacía memoria.

—No —dijo, finalmente.

—Tú leíste el cuento. Tú te llamas Ciara.

Ella se volvió hacia las amigas. Éstas se rieron y reanudaron los murmullos.

—Sí, me llamo Ciara. Pero no te recuerdo. Lo siento —dijo, y me dio la espalda dando por terminada la conversación.

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Fue entonces, me parece, que comencé a sentirme como un fantasma y como un payaso.

Volví a mi refugio en la barra, pedí un servicio de whisky y me senté en uno de los altos asientos. Fui varias veces al baño, agoté el contenido de la bolsita, pero aún tenía aquella sensación de cuerdas rotas en el pecho. Y de una última por reventar.

Ciara se había marchado. No importa, me dije. La de hoy no podía ser la misma de la otra vez. Es sólo una coincidencia. Eso, dije, una maldita y peligrosa coincidencia.

Sentí que yo mismo me había susurrado esa frase al oído. El corazón se me aceleró y empecé a sudar. Tenía el tiempo contado. Confirmé esta impresión al ver algo que se movía muy cerca de mí: una especie de péndulo borroso, frenético, que aceleraba los segundos. De tanto ver el péndulo, éste se me acercó. Sentí la otra mano en mis hombros y escuché, con la expresión desen-cajada, a la voz que me saludó.

—Profesor, qué gusto encontrarlo por aquí.

Era Manito. Esa noche se veía tranquilo. Movía su cuerpo al ritmo de la salsa mientras hablaba. Su mano derecha, más que un péndulo, era una matraca. Enseguida percibió mi estado.

—Bájele dos, profe, mire que ya está como Robocop.

Entonces me ofreció un porro.

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—Yo lo que quiero es amor —le dije.

Manito no se alteró. Él es un verdadero dealer: sabe que todos los sentimientos humanos son reacciones bioquímicas que pueden reproducirse.

Puso en mis manos dos pastillas blancas y me palmeó amistosa-mente la cara.

—Ande —dijo, con tono de ángel—, vaya a compartir y a amar.

—¿Cuánto te debo?

—Es un regalo.

Volví a la barra y me serví lo que quedaba en la botella. Busqué a Manito con la mirada, pero no encontré a mi ángel de la guarda. Ciara se había marchado. No quedaba nada por compartir. Calibré el peso de las pastillas en mi mano. Sentí pena por mi madre. Sólo por ella esta vez. Con un largo trago de whisky, me las tomé.

El resto es bastante predecible. Escenas como esas han sido retratadas con acierto en numerosas películas: la cámara asume la perspectiva vertiginosa, tambaleante, del personaje. Los colores y las formas giran hasta fundirse en una mancha amenazadora y el personaje queda convertido en una cámara que registra imágenes que no comprende.

Afortunadamente sí recuerdo el instante de mi muerte. Descendía por una calle cercana al bar cuando comenzó a llover

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y me detuve en una esquina. La mezcla del agua y el primer sol me permitió reconocer cristales de colores desperdigados en el paisaje gris.

Entonces me sobrevino el infarto.

En la milésima de segundo en que se me partía el cora-zón como por la fuerza de un rayo hice el último esfuerzo. Alcancé a encomendarme, en el día de mis cuarenta años, a mi sagrado escribano.

Nacer es una estafa pues estamos condenados a hacerlo el día en que ha muerto un santo. El mío, el muy cobarde, como ya me lo había advertido Butler, no se presentó.

Los santos, esos mártires de la obsesión.

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Archivos olvidados. Así se llamaba el blog y sólo así podía llamarse. Aquel lunes, Alex Bell había llegado temprano a la redacción para actualizarlo, aprovechando las horas serenas que arrulla-ban la sede del periódico hasta las diez de la mañana. Se trataba de la segunda entrega de lo que los lectores, después de muchos comentarios, habían bautizado espontáneamente como El episodio del policía erótico. Las fotos —que mostraban a un fun-cionario de la policía en ropa interior, con el chaleco antibalas y el casco puestos y con la pistola en mano- habían causado furor. Tanto, que Alex Bell llegó a dudar de la conveniencia de

Payaso

Para Salvador Fleján

“Hit me, Clown”.

Korn. Clown.

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publicar la segunda tanda, aún más comprometedora que la primera.

Gracias a esas fotos, sus lectores se habían multiplicado como un virus. Sin embargo, ni los habituales ni los nuevos seguidores se habían preguntado por eso que en las artes visuales se llama “perspec-tiva”. Quizás pensaron que el policía se las había tomado a sí mismo. O que, a lo sumo, había sido alguna amante con debilidad por los hombres en uniforme. Nadie parecía contemplar otras posibilidades.

En el fondo, no tenía dudas. No había sentido una emoción tan fuerte desde la primera vez, en un cybercafé del centro de Caracas, cuando tuvo la ocurrencia de abrir la carpeta de archivos temporales de la máquina que estaba usando. El hallazgo y la necesidad de difundirlo se trasformaron en un impulso eléctrico que concretó en ese mismo instante. Como un monumento fugaz al lugar del descubrimiento, creó el blog en aquel roñoso cybercafé y lo tituló de la manera más transparente que pudo: Archivos olvidados. Un pervertido homenaje a la intimidad que queda varada en el limbo de una computadora tan anónima como sus usuarios.

Alex Bell se dispuso a terminar su labor. La noche anterior había escrito los textos que acompañaban las imágenes: descripciones detallistas, irónicas e inclementes de posturas, vestimentas y gestos. Situaciones imaginarias que elaboraba por la sugestión de las fotos y que a más de un lector atento había permitido reconocerle en el estilo inconfundible de su escritura. Ahora sólo debía disponer todo el material en la plantilla del blog y presionar el botón “Finalizar”.

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Quiso revisar antes su correo electrónico.

Allí, en la bandeja de entrada, estaba la noticia que cambiaría el curso de aquella mañana, de las semanas siguientes y, tal vez, del resto de sus días.

La convocatoria a la rueda de prensa era explícita. Anunciaba en grandes letras el regreso de Fonsy. No de “Fonsy, el payaso”. Sólo Fonsy, pues Fonsy era el auténtico, el más célebre payaso de la televisión venezolana.

El show de Fonsy había mantenido un imbatible rating de audiencia desde mediados de los años setenta hasta el final de los ochenta. Fue en el año 1989, cuando la economía se vino a pique y tuvo lugar el Caracazo, que el programa salió del aire. Durante las dos décadas siguientes la leyenda de Fonsy había persistido con un curso desigual. Era un episodio vergonzoso de la memoria colectiva cuyo recuerdo provocaba un extraño deleite. Para los que fueron niños en aquella época era un emblema kitsch de la infancia. Fonsy era esa sensación de ridí-culo que golpea a una persona cuando se observa a sí misma en el pasado con absoluta sinceridad.

La carrera de Fonsy, como sucede con todas las estrellas del show business, siempre estuvo acompañada de una sombría polémica. Se decía que Fonsy era un energúmeno. Se decía que, en realidad, Fonsy odiaba a los niños. Y se decía tam-bién que Fonsy no sólo odiaba a los niños sino que, de hecho, los maltrataba.

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Bell estaba al tanto de esta leyenda negra y además sabía, por experiencia, que era cierta. Esto lo pudo recordar porque traba-jaba en el periódico, por ser el redactor principal de la sección de farándula y porque era seguro que le tocaría asistir a la rueda de prensa. De otro modo, la anécdota hubiese permanecido como hasta entonces, en la nebulosa de los recuerdos que se quieren borrar. Latente pero desconectada de su referencia, como un archivo olvidado.

El juego de palabras le preocupó. Alex Bell tuvo el barrunto de que algo iba a pasar. Sintió con perfecta lucidez que la vida, por distracción o por maldad, se disponía a contarse historias a sí misma. Historias en las que los pequeños seres como él eran piezas de un engranaje que, después de confeccionar una trama, articular una frase valiosa o demostrar una idea, sería desmontado por el tiempo.

Con exactitud fotográfica revivió el episodio. Ninguna cámara de televisión registró el hecho. No sucedió en el estudio de gra-bación sino en Fonsylandia, el parque de diversiones que Fonsy había inaugurado cerca del bulevar de Chacaito. Sus padres, después de repetidos berrinches, habían aceptado llevarlo un sábado en que Fonsy en persona estaría compartiendo con los niños.

Alex Bell tendría unos 8 años cuando aprendió que el infierno estaba hecho de colores chillones, globos y muchísima gente encadenada a trabajos de diversión forzosa. Desde la llegada comprendieron que su único objetivo en aquel parque era hacer largas colas: de media hora para un miserable tobogán que resultó más peligroso que la bajada de Tazón, por el ángulo

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pronunciado y unos restos de Pepsi-Cola resecos que hacían de rampa de frenado justo al final; de otra media hora para entrar a baños muy parecidos a los de los peores bares que frecuentaría en sus años universitarios, pues los niños y los borrachos dicen la verdad y orinan en cualquier lado; largas colas para comprar cotufas frías, para jugar a tiro al blanco, para tomarse una imposible foto con Fonsy, el payaso.

Sus padres no desperdiciaron el chance de propinarle una lección y lo obligaron a hacer la respectiva cola de cada uno de los aparatos. En la última de las atracciones, cuando ya su madre lo esperaba en un banquillo lejano mientras su padre pagaba el ticket del estacionamiento, tuvo lugar el encuentro. Por uno de los pasillos, a ritmo apresurado, lo vio pasar. Inmediatamente, Alex Bell abandonó la larga fila de niños y corrió en aquella dirección. Al alcanzar la esquina, vio que se dirigía hacia una puerta que estaba al final del pasillo. Reemprendió la carrera ante la posibi-lidad de que Fonsy desapareciera y también por dos niños que le habían seguido la pista y que a lo mejor pretendían arruinarle su momento especial.

Los niños corrieron tras él y pronto acortaron la distancia. Alex Bell no iba a permitir que nadie se le adelantara y fue entonces cuando pegó el alarido:

—¡Fonsy!

Alex Bell gritó y mantuvo su marcha, con los brazos abiertos, como un fugitivo que busca asilo. Fonsy se volteó y se zafó con un codazo de esa turba de niños que lo acosaban.

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Alex Bell quedó estampado en el piso. No lloró. Los dos niños ya estaban a su lado y lo veían a él y luego a su ídolo sin saber qué pensar. Por una milésima de segundo, éste tampoco supo qué hacer. Pero Fonsy después reaccionó y lo hizo como lo que era: un payaso profesional. Sacó su as de la manga, la interjección que lo caracterizaba, el interruptor monosilábico que activaba el mecanismo de la risa:

—¡Hueeep!

Así dijo Fonsy y luego hizo su respectivo movimiento de caderas y brazos.

Los niños empezaron a reírse y, cuando vio que la situación estaba controlada, abrió la puerta y desapareció.

Alex Bell observó con cuidado a su alrededor y encontró el ajetreo típico de la redacción a las 11 de la mañana. No le extrañó que nadie lo hubiese saludado. En el periódico era conocida su timidez enfermiza. Todos aceptaban esa forma de ser, esa vestimenta de último mohicano grunge, como el reverso disfuncional de su talento. Un talento que consistía en extraer de lo banal (viniera de la farándula, de la rutina de seres anónimos, de la cultura venezolana y sobre todo de su propia persona) textos perfectos que hacían llorar de la risa. Como si todo su comportamiento diurno sólo fuera la primera parte de ese gran chiste que era su verdadera existencia.

Nunca lo había visto así. De hecho, nunca, hasta esa mañana, se había visto así: en tercera persona. Echó una mirada recelosa

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alrededor y tuvo la sensación de que en otra dimensión de la rea-lidad alguien había descubierto aquella estampa de la infancia y desgranaba en palabras su historia.

A la hora de la reunión de pautas, la noticia del regreso de Fonsy se había regado. Los viejos rumores sobre su temperamento, el estribillo de sus canciones, los nombres inciertos de los otros payasos que lo acompañaban, coparon las conversaciones. Todos se avergonzaban y la vez se alegraban de participar del recuerdo bochornoso de Fonsy. Alex Bell sintió que, de algún modo, las risas apuntaban hacia él.

—Ve tú a la rueda de prensa —le dijo al pasante.

La coordinadora del cuerpo de farándula y los otros periodistas se quedaron en silencio.

—Yo quiero una entrevista en exclusiva —dijo Alex Bell.

Todos soltaron una carcajada y lo miraron como si fuera un niño travieso.

—Sólo tú puedes hacerlo —le dijo la coordinadora, con aires de complicidad.

—Sólo yo —confirmó Alex Bell, y se retiró pensando en lo estúpida que se ve la gente cuando se ríe sin saber bien por qué.

No tuvo dificultad para cuadrar la entrevista. La manager era Glenda de Fonseca, la famosa Fonsyna, una fan enamorada que a los

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15 años de edad formó parte del ballet de Fonsy y que luego termi-naría convertida en su esposa y en madre de sus hijos. La entrevista quedó pautada para el miércoles y tendría lugar en la propia casa de Fonsy. Esto último le llamó la atención, pero no más que el hecho de que hasta los payasos podían encontrar a la mujer de su vida.

Aprovechó la modorra de las dos de la tarde y colgó la segunda parte de El episodio del policía erótico. Al oficial de las primeras fotos se sumaban tres más hasta conformar un peligroso y tierno trencito. Sólo llevaban puestos los cascos: una estratagema para ocultar sus rostros. El primer oficial mantenía la pistola en alto, confirmando con ese gesto su rango policial o su condición de locomotora. Nunca como entonces Alex Bell refrendó las palabras que había puesto aquel primer día a modo de presentación de su blog, Archivos olvidados: “Fotografías y otros archivos encontrados en computadoras de los cibercafés que visito. Olvidados por des-conocidos imprudentes o conscientemente impúdicos. ¿Es esto legal? ¿Es esto moral? Lo dudo. Pero es divertido.”

Sí, era divertido.

A la mañana siguiente, la cantidad de comentarios superaba lo logrado en la primera entrega. Alex Bell lo presintió al llegar a la redacción y ver que todos lo saludaban y lo felicitaban. Desde que abrió el blog se había acostumbrado a no conectarse en casa: no quería derrochar la ocasión de explotar las perlas que aguardaban en las entrañas de los cibercafés perdidos de la ciudad. Instalado en su cubículo comprobó que el link de Archivos olvidados había sido rebotado por la mayoría de sus contactos en Facebook y Twitter. Entonces comprendió lo que ocurría.

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El problema no era que la gente hubiese transformado un chiste en una denuncia sobre los atracos y secuestros que perpetraba, con uniforme y a la luz del día, la Policía Metropolitana; ni mucho menos que hicieran de un bromista, comediante amateur o payaso virtual como él, un héroe. El problema era que ya lo iden-tificaban, con nombre y apellido, como el autor del blog.

Para calmarse, se concentró en su trabajo. Le dio a su pasante algunas indicaciones para la rueda de prensa que iba a dar Fonsy al mediodía. Después redactó dos notas sobre el estreno de una película y de una telenovela y luego se dedicó a preparar la entrevista.

En Internet consiguió páginas hechas por fans nostálgicos, videos con segmentos de sus programas, fotos de distintas épocas, letras de sus canciones, breves párrafos biográficos y, no menos importante, los nombres de los payasos que lo acompañaron. De Sony Fonseca se sabía que, después de engavetar a su personaje en 1989, se convirtió en un importante y severo productor televisivo. Sin embargo, de Fufurufo, Chirrinchi y Mr. Wikili, de esos payasos a quienes Fonsy siempre jugaba malas pasadas, no se supo más.

Fue Guillermo Cabañas, un guionista de telenovelas retirado y gran conocedor del medio, quien le dio algunas señales. De los tres asistentes de Fonsy, Fufurufo siempre fue el más ambicioso. Llegó, incluso, a grabar un piloto para su propio show. El proyecto a última hora no cristalizó y Fufurufo terminó metido en un malhadado negocio de drogas que lo llevó a la cárcel. Al salir, ya estaba convertido en un adicto a la piedra.

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—¿Murió? —preguntó Alex Bell.

—No sé. Al final, eso es lo de menos. Cuando el color de la piel se te confunde con la mugre de la calle quiere decir que ya has sido borrado —dijo Cabañas—. Por supuesto, siempre se pensó que Sony tuvo que ver con el fracaso de aquel piloto.

—¿Y los otros?

—Chirrinchi también fue a parar a la cárcel. Más o menos la misma historia: robos, drogas. Sólo que a él, además, lo acusaron de violación. Y sabes que adentro eso no se perdona. Lo mataron en una reyerta después de un día de visita.

—¿ Y el otro? —insistió Bell.

—¿Míster Wikili? —dijo Cabañas, entornando las cejas—. De ése no volví a escuchar nada.

Sin entender muy bien la causa, Alex Bell estaba indignado. Cerca de las cuatro de la tarde regresó el pasante.

—¿Y? —dijo Bell.

—Un verdadero cretino. Ya verás.

Alex Bell leyó el resumen de la rueda de prensa, las declara ciones de Fonsy. Hizo un par de sugerencias al pasante. Minutos después, en camino hacia su casa, comenzó a rumiar la venganza.

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El ascensor abrió sus puertas y Alex Bell dejó pasar al fotógrafo. Los recibió Glenda, la Fonsyna. Tuvo que reconocer que era una mujer hermosa y amable. El apartamento era un amplio penthouse ubicado en Santa Mónica, urbanización a la que en los años setenta habían emigrado numerosas familias de la clase media en la truncada carrera por el ascenso social. La morada del payaso, al igual que la zona, había ido perdiendo con los años la fantasía del maquillaje. La decoración, los muebles, los cuadros, todo presentaba el mismo brillo menguante, como un barniz a punto de evaporarse.

Después de algunos minutos de espera, Sony Fonseca apareció en la sala. La tez morena, curtida y al mismo tiempo lozana. El cabello teñido de negro y sujeto con una cola de caballo. Los ojos también parecían teñidos de negro. Estaban dominados por una fijeza cercana a la hipnosis.

Alex Bell no se amilanó.

Al principio, dejó que el ego de Fonseca se explayara a sus anchas. Le dio rienda suelta para que contara la clásica historia de privaciones y logros: la llegada a la ciudad capital con el deseo de triunfar; los múltiples oficios que tuvo que desempeñar durante el día —mesonero, vendedor de helados, office boy ministerial— mientras en las noches de algún cuarto de pensión aprendía pequeñas acrobacias, trucos de cartas, actos de prestidigitación; las largas jornadas a las puertas de los canales de televisión esperando una oportunidad. Todas las alcabalas de superación personal que conmueven a las masas, Sony Fonseca las erigió durante la entrevista.

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Hubo una pausa. Fonsyna trajo una bandeja con jugos y galletas. Alex Bell aprovechó la oportunidad.

—¿Qué edad tiene usted? —preguntó Bell.

—Basta con que pongas que nací “en el cuarenta y pico”.

—Para los grandes payasos nunca ha sido fácil volver a los escenarios. ¿Qué motivos tiene un hombre de su edad para regresar? ¿Razones económicas? ¿Siente que necesita recuperar la fama? ¿Está aburrido?

—Regreso porque en todos los programas a los que me han invitado, de radio y televisión, las líneas se colapsan con gente que llama, llorando, pidiendo mi regreso.

—¿Y a qué cree usted que se deba eso?

—Creo —dijo, inflando el pecho— que se debe a que calé hondo en el alma de la gente. Generaciones de niños querían a Fonsy y quisieron ser como Fonsy. Yo mismo quisiera ser como Fonsy.

Soltó una carcajada. Lucía satisfecho.

—Cary Grant —dijo Alex Bell, de repente.

—¿Cómo?

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—Estaba recordando que una vez un periodista le dijo a Cary Grant que todo el mundo quería ser como Cary Grant. Y el actor respondió que a él también le gustaría.

Ambos guardaron silencio.

—A ver si entiendo. ¿Me estás comparando con Cary Grant?

—No. Sólo recordé la anécdota. Aunque, Cary Grant empezó su carrera como comediante y payaso en el grupo de Bob Pender. También hacía acrobacias. ¿Lo sabía?

—No

Sony Fonseca estaba completamente serio.

—¿No siente temor de que el público vea a un Fonsy envejecido? —preguntó Bell, retomando la entrevista.

—Puede que yo haya envejecido, pero Fonsy no.

—¿Por qué insiste en hablar de Fonsy en tercera persona?

—¿Te molesta acaso? Hablo así porque Fonsy y yo no somos exactamente la misma persona. Cada uno es la máscara, el personaje, el doble del otro —dijo Fonseca. La mirada oscura recrudeció.

Alex Bell tragó saliva. Había llegado el momento.

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—Si es así, ¿qué nos podría decir Sony Fonseca de los conocidos rumores que rodearon la carrera de Fonsy? ¿Es verdad que maltrataba a los niños?

El silencio llenó la sala. Por un instante, nadie, ni siquiera el fotógrafo que cubría discretamente la entrevista, hizo un solo movimiento. Sony Fonseca, con los ojos clavados en los de Alex Bell, distendió el gesto y una amplia sonrisa se fue abriendo en su rostro.

—Me caes bien ¿sabes? —dijo Fonseca— No me preguntes por qué, pero me caes bien. Esa pregunta te la va a responder el propio Fonsy.

Luego le hizo una señal al fotógrafo y llamó a su esposa.

Dos horas después tenía a Fonsy frente a él. Sony Fonseca había desaparecido paulatinamente, cubierto por las sucesivas capas de maquillaje, por los 17 rollos que se puso en el cabello para darle la característica forma acampanada, por las lágrimas dibujadas que caían siempre sin caer de sus ojos. Todo ese proceso de transformación, que el fotógrafo registró paso a paso, Fonsy lo había bautizado hacía tiempo como “el ritual”. Y algo místico se percibía en la abnegación con que Fonsyna lo ayudaba en cada una de las etapas.

Alex Bell supo que la entrevista, junto a aquellas fotos, sería un bombazo.

La pregunta había quedado en el aire y todo “el ritual” era el montaje previo de la mentira. Alex Bell lo sabía y sin embargo se

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sentía inquieto. Como si a pesar de su propio recuerdo, Fonsy pudiera convencerlo. Como si no pudiera dejar de encontrar una profunda verdad en la belleza y en los movimientos de Fonsyna.

Cuando estuvo listo, se sentó de nuevo a su lado y con una actitud complemente distinta —“escénica” fue la palabra que a Alex Bell se le vino a la mente— le respondió:

—Mírame a los ojos para que me creas —le dijo Fonsy, poniéndole una mano sobre una pierna— Nunca. Óyelo bien. Nunca he maltratado a un niño.

La entrevista salió publicada el viernes y como lo había pre-sentido, fue todo un suceso. Alex Bell recordó el triste destino de Fufurufo, Chirrinchi y Mr. Wikili y pensó que, al igual que ellos, él había permitido que Fonsy lo pisoteara para alcanzar la cima.

A su pesar, Alex Bell debía admitir que también había alcanzado la suya. Esta irritante afinidad entre él y el payaso la confirmaban las últimas decenas de comentarios dejados en el blog. Allí se mezclaban los insultos contra la policía, la alegría burlona por el regreso de Fonsy y apreciaciones sobre el talento indiscutible de Alex Bell. No supo si alarmarse o contentarse cuando los omniscientes administradores del portal colocaron un aviso que advertía a los usuarios sobre los contenidos explícitos de Archivos olvidados. Esta medida avivó la bilis de los internautas, la polémica se redobló y para el lunes Alex Bell se encontró con que su blog había sido oficialmente clausurado.

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A partir de ese momento, Alex Bell fue objeto de una insoporta-ble oleada de solidaridad. Incluso, un conocido anfitrión de un talk show afirmó en una entrevista ser un lector furibundo de Archivos olvidados y lamentaba las extrañas circunstancias que habían llevado al cierre del blog. Alex Bell, en cambio, vivió aquello como una liberación. Sin tener ya que descender a los infiernos de Caracas para buscar imágenes olvidadas, se permitió la serenidad de deambular por calles y avenidas, captando la virtualidad no menos anónima del trasiego cotidiano.

En una de esas tardes, llegó casi sin darse cuenta al Centro Plaza. Entró en la librería Noctua y echó un vistazo a los mesones. En el apartado de best-sellers encontró una novela que, desde que había visto la versión cinematográfica, había buscado en vano: It, de Stephen King. Comenzaba a leer las primeras páginas cuando la “Bellina” hizo su aparición.

El tono de voz chillón, como de niña, rompió el ambiente silen-cioso de la librería, apenas atravesado por la filigrana del hilo musical. Alex Bell, levantando con cuidado el rostro, observó lo que sucedía. Era una mujer rubia, de unos treinta y tantos años vestida como una chica de 20. Tenía unos bluyines ajustados, zapatos Converse, un suéter a la cadera, una franelilla con las cos-turas hacia afuera y un cuerpo perfecto. Ese cuerpo era también una librería, era un espacio con una armonía milimétrica, que venía a ser alterado por una voz y unas palabras que venían de otra parte.

Al rato de escucharla hablar con el librero, entendió que la mujer estaba loca. Volvió la vista al libro, pero aquella presencia

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lo distraía. Persistió en su ensimismamiento, que tan buenos resultados le prodigaba en la redacción, cuando sintió que lo estaban observando. Efectivamente, al levantar el rostro se encontró con la expresión fascinada de la mujer, que, con los ojos comple-tamente abiertos, lo observaba. Se le acercó y sin poder ya ocultar la emoción, le dijo:

—Fonsy

Alex Bell quedó paralizado.

—¿Perdón? —le dijo.

—Tú eres Fonsy. Soy tu fan número uno. Ya tengo mi entrada para este fin de semana. Llevo años esperando verte.

Alex Bell miró al librero, quien se encogió de hombros sin poder ocultar una sonrisa. Luego comenzó a ver hacia los lados, hacia los anaqueles, como si quisiera encontrar detrás de los libros una cámara escondida que explicara lo que estaba sucediendo.

—Yo no soy Fonsy —se dio cuenta que empezaba a sudar.

La mujer rió y se tapó la cara.

—Claro que eres Fonsy —dijo después—. Yo leí la entrevista que le hiciste. Además visito siempre tu página y sé todo de ti. Soy tu fan número uno. Ya tengo mi entrada para el concierto. No he olvidado una sola de tus canciones.

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Luego, sin mediación, se acercó, lo abrazó y le estampó un beso muy cerca de la boca. Entonces dio media vuelta y con pequeños saltos, se marchó.

Cuando fue a pagar, el librero hizo otro gesto risueño.

—Es tan hermosa. Una verdadera lástima.

—¿Quién es?

—No sabemos. Viene de vez en cuando, siempre se cambia el nombre. Por lo menos, está aseada y tiene algo de dinero. A veces insiste en comprarnos libros. Se ve que tiene familia.

—Menos mal —dijo Alex Bell. Pagó, se despidió y al salir de la librería notó, avergonzado, que tenía una erección.

En la calle, Alex Bell tuvo de nuevo la sensación de estar al borde de un escenario, observado por cientos de personas enmascaradas que gozaban de su espectáculo. Comenzó a caminar y la impresión de que Fonsy no sólo era el productor sino el director de aquel montaje lo terminó de descolocar. Subió por la avenida Luis Roche y se refugió en la Casa Rómulo Gallegos. Durante aquel mes, en la sala subterránea pasaban un ciclo de comedia norte-americana. Sin detenerse a ver cuál era la película del día, pagó la entrada. Sólo había dos personas en la primera fila. Las pasó de largo, subió las escaleras y se ubicó en la última fila de la sala.

Las luces se apagaron y la oscuridad fue olvidando el contorno de las circunstancias. Alex Bell se dijo que podía estar tranquilo,

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sobre todo cuando comprobó el hermoso azar: Candilejas. Se disponía a ver por enésima vez las desventuras de Calvero, cuando se abrió la puerta de la sala y la vio entrar. La mujer lo ubicó, atravesó el espacio que los separaba y se sentó a su lado, con absoluta calma, como si hubiese llegado a una cita.

Alex Bell la observaba y ella a su vez veía la pantalla. Pensó en levantarse, en decir algo. Ella puso entonces una mano en su entrepierna. Supo que no podría hacer nada. Estuvo un largo rato masajeándolo y luego comenzó a forcejear con el botón y el cierre del pantalón. Alex Bell la ayudó.

—Tú eres Fonsy, ¿verdad? —le susurró al oído.

—Sí —respondió.

Entonces la mujer se inclinó y Alex Bell se olvidó en aquellos instantes hasta de la misma oscuridad.

Después del episodio con la “Bellina” (así la llamaba cada vez que pensaba en ella), pretextó en el trabajo una gripe y se encerró en su casa. No recordaba quién de los dos había abandonado primero la sala. Sí recordaba con claridad, aunque no lo com-prendiera del todo, la decisión automática de echar la novela de King a la basura. Como si Pennywise hubiese tenido algo que ver con lo sucedido en el cine. Lo cierto es que durante el encie-rro se vio envuelto por una cadena de pesadillas idénticas: Fonsy devorándolo con unos asquerosos dientes afilados. Sin embargo, la imagen de Calvero reflexionando frente a una ventana y dicién-dole a Teresa que “la vida es maravillosa, si no se le tiene miedo”,

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no era mucho más conciliadora. Calvero y Pennywise eran los caminos de una encrucijada que lo paralizaba. ¿No era una exagera-ción? ¿Un payaso con coulrofobia? ¿Un payaso tímido? ¿Qué otra cosa es un tímido sino un ser vivo que le tiene miedo a la vida?

Nunca pensó que celebraría la llegada de ese sábado. Por eso le sorprendió comprobar el poco movimiento en los alrededores del Caracas Theather Club. De no ser por el personal de logís-tica, nadie hubiese sospechado que ese día era el regreso oficial de Fonsy. El concierto debía comenzar a las 11 de la mañana y Alex Bell llegó a las 11 y 30. Trataba de evitar que lo reconocieran. Sobre todo la Bellina, si es que en verdad llegaba a presentarse.

Mostró el pase de prensa y los bostezos de los que regulaban el acceso le hicieron presentir el fiasco. En efecto, el teatro estaba a medio llenar y aquella era sólo la primera de seis presenta-ciones previstas. Tardó poco tiempo en descifrar a la audiencia. Una parte la conformaban algunos nostálgicos que quisieron mostrar a sus hijos un episodio importante de sus propias infancias. Los niños lloraban de miedo cada vez Fonsy se acer-caba al público. Los otros no tenían hijos y habían asistido con el único objetivo de burlarse de Fonsy: cantaban las canciones a todo gañote, como en una borrachera de cumpleaños a las 4 de la mañana.

Después de una primera pausa, la mitad de esa mitad aprovechó para marcharse. Fonsy no volvió a salir. Nadie reclamaría nin-gún dinero, pues quienes quedaban eran familiares y amigos de Fonsy, y alguno que otro espectador que regresaría a casa con una jugosa, patética y bien pagada anécdota.

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Alex Bell abandonó su butaca y con el pase de prensa logró entrar a los camerinos. No se le hizo difícil encontrarlo. Aquello parecía un cuartel en desbandada. Un técnico le indicó la puerta. Sin tocar, entró y vio a la pareja. Fonsy levantaba los brazos al cielo y luego hundía el rostro en esos mismos brazos. Unas lágrimas reales descendían por las mejillas y en su pequeño cauce arrastraban a las otras, las que durante más de veinticinco años habían permanecido suspendidas. Fonsyna abandonó por un momento a su esposo y ya se disponía a pedirle a Alex Bell que se marchara, cuando Fonsy lo reconoció.

—Déjanos solos, Glenda.

La Fonsyna salió del camerino.

—Qué cagada, ¿no? —una sonrisa irónica luchaba por imponerse al maquillaje borroneado.

—Sí —dijo Bell.

—Nunca te di las gracias por el reportaje.

Bell se quedó callado.

—¿Qué va a pasar con las otras presentaciones? —preguntó al rato.

—Canceladas. Me lo acaba de decir el productor.

En este punto, Fonsy volvió a llorar. Lloraba y lloraba sin parar. Alex Bell se distrajo observando la indumentaria del payaso

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regada por toda la habitación: las cenizas del ritual. Pensó en Chaplin, pensó en Stephen King, pensó en la arquitectura intrincada de las risas futuras.

Pensaba en estas cosas, cuando vio que tenía a Fonsy prácticamente encima. Como una pesadilla del pasado, Fonsy, inconsolable, con el maquillaje cuarteado por las lágrimas, se abalanzaba para abrazarlo.

Alex Bell, con un codazo macerado durante más de veinte años, se deshizo del payaso.

Fonsy aún permanecía en el piso, perplejo, cuando Alex Bell abandonó el camerino.

Atravesó a pie el estacionamiento y se dirigió a la salida. Entonces sintió una puntada en el estómago. Un vacío producido por la ausencia total de cualquier entusiasmo. La venganza, más que un plato frío, era un plato recalentado.

—Se lo merecía —dijo Alex Bell, sin mucha convicción.

¿Y Bellina?, pensó. ¿Ella también se merecía lo que había pasado? Los tonos rubios de su cabello le hicieron pensar en Virginia Cherril, en cómo Chaplin la había conocido durante una pelea de boxeo, en su debut como actriz en Candilejas, para luego terminar en los brazos de Archibald Alexander Leach, su primer marido, mejor conocido como Cary Grant.

Alex Bell se equivocaba. Claire Boom tenía el pelo castaño oscuro y aunque hizo el papel de Teresa en Candilejas se casó, para

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buscar una referencia que a él le pudiera interesar, con Philip Roth en 1990. Virginia Cherril había protagonizado Luces de la ciudad.

Y a todas estas, se preguntó Alex Bell alzando la mirada, ¿a quién podía interesarle, en ese momento, esa aclaración? ¿La Bellina no lo había confundido a él con el mismo Fonsy? ¿Quién, entonces, respondía por esa equivocación?

Alex Bell pensó, o quizás lo llegó a decir en voz alta, que los dos errores, entre sí, se anulaban. Y algo parecido a un viento de retorno, de esos que cierran las puertas, le indicó que el final de su historia se acercaba.

Volvió a experimentar una fuerte puntada en el estómago.

Pasó un taxi y le hizo una seña, pero lo que se detuvo unos segundos después fue una patrulla de la Policía Metropolitana. El que manejaba permaneció al volante. Los otros tres se bajaron. Le pidieron la cédula.

—Éste es —dijo el que tenía su cédula al que estaba en el carro.

Lo esposaron y lo metieron en la patrulla. En ese instante, iden-tificó el único elemento extraño, como de utilería, de todo el conjunto. Los cuatro policías dentro de la patrulla portaban unos cascos. ¿Todo sería una farsa?

Alex Bell notó que el malestar en el estómago se mudaba al resto de su cuerpo y de ahí se transmitía, como una peste, a la ciudad

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entera. La idea le complació y se aferró a ella, mientras una lluvia de golpes lo borraba, también a él, de la escena.

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I

Quizás lo único correcto de esta historia sea el título, pues todo el asunto, incluyendo mediocridades y amenazas, tiene su gracia. Hermes no lo veía así. No podía. Recuerdo la frustración que demoraba su rostro cuando abandoné el bar La llanera.

Yo había salido de la Universidad por la plaza Las tres gracias y me dirigía hacia el edificio de postgrado. Al llegar a la esquina donde está La llanera me detuve. Por el arco de la entrada vi a

Caso gracioso

Para Belisa García Hernández

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Hermes. Eran las tres de la tarde de un lunes de diciembre y me extrañó encontrarlo solo, arrinconado, bebiendo una cerveza. Hermes y yo nunca hemos sido lo que se dice “grandes amigos”. Sin embargo me decidí a entrar y lo felicité por el premio. Me respondió con un bufido cargado de ironía, como si se estuviera burlando de mí. Luego me invitó a que lo acompañara y entonces me contó la otra historia, la que yace en las entrelíneas espurias de su cuento. Quizás fue su manera de demostrarme que, a pesar de todo, seguía siendo un escritor. Pues escribir un cuento es eso: confiarle un secreto a alguien que no conocemos.

II

Tú sabes (yo no lo sabía) que no hay nada que deteste más en el mundo que los talleres literarios. Una sola vez, cuando era estudiante, participé en uno y a las dos semanas ya había retirado la materia. Aquello era un refugio de carencias, una especie de terapia colectiva mal disimulada detrás de unos personajes y unos escenarios de cartón piedra. Los talleristas pertenecían a tres grupos: muchachos recién salidos de la ado-lescencia, jóvenes recién instalados en la madurez y viejos que ya iban de salida de la adolescencia, de la madurez y de la vida. No obstante, todos coincidían en ver la literatura como una variante de la autobiografía. Todos estaban convencidos de que tenían algo que contar. Por supuesto, hacia el final de la pri-mera semana de clases el salón entero, incluido el profesor, me odiaba. Después de aquella decepción hice la promesa ante el monte sacro de Tierra de nadie, en plena Ciudad Universitaria, de que no volvería a poner un pie en un taller literario. Pero la vida da más vueltas que flatulencia de gasterópodo y no sólo

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volví a poner los dos pies y mi humanidad entera en un taller literario, sino que volví por la puerta grande de la traición: esta vez como profesor.

Claudiqué por la madre de las razones. En esos días la burocracia universitaria me sometía a uno de los habituales periodos de inanición que deben superar los profesores contratados. Llevaba varios meses sin cobrar un centavo y no tenía mucha suerte con los trabajos a destajo. Es curioso que en Venezuela se conozca a los freelancers bajo el alias de matatigres, en un país donde, precisa-mente, esta clase de animal salvaje no abunda. Y así me encontraba, cual cazador en el desierto, sin hallar el oro de los tigres, cuando Lautaro Sanz me hizo la propuesta.

Mi desgracia se presentó con el aire inocente de lo temporal. Lautaro debía irse de viaje un mes y necesitaba que alguien se encargara durante ese tiempo del taller de narrativa que dictaba en un espacio cultural del este de la ciudad. No lo pensé dos veces.

Todos los jóvenes son crueles y tuve el temor de que los noveles escritores indagaran en mi obra. Yo, al igual que la mayoría de los narradores venezolanos de los noventa, publiqué un par de libros en eso que, no sin un optimismo a prueba de balas y de granadas, la gente llama editoriales alternativas. Aunque es cierto que gracias a algunas de ellas se publicaron pequeñas joyas, también es cierto que en buena parte de los casos, como el mío, la alternativa más digna era el silencio. Pero enseguida me di cuenta de que no tenía nada que temer. No sólo por-que los noveles escritores eran más bien bastante mayores, sino porque allí la gente parecía interesada exclusivamente en

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escribir. Como si la lectura fuese un recuerdo de la pasividad de sus antiguas rutinas, una mancha deshonrosa que debía ser lavada con la escritura.

La verdad es que me fue bastante bien. Lautaro escuchó los elogiosos comentarios de los talleristas y consiguió que me asignaran una sección para el siguiente semestre. Al año, Lautaro se fue a vivir a Madrid y terminé encargado de ambas secciones. Poco después gané el concurso de oposición para entrar con un puesto fijo en la Universidad, de modo que esos años fueron de una estabilidad satisfactoria.

En cuanto a otros tipos de necesidades, digamos que los talleres, también en este sentido, me tranquilizaban. Hasta el momento, la medianía característica de los participantes me distraía del hecho de haberme quedado sin excusas para no escribir. Luego, en el taller que comenzó en febrero se inscribió la Jueza y fue entonces que me jodí.

La Jueza (Hermes nunca reveló su nombre) era una mujer mayor. Se me hizo imposible fijar su edad por culpa de sus ojos. Eran de un negro puro que resaltaba en el blanco acuoso de la mirada. Como si a través de los ojos, de la inquebrantable vitalidad que expresaban, estableciera la única medida con que, a ella también, debía juzgársele. Por ser el único joven del grupo, me trataba con deferencia maternal. Sabía escuchar, le gustaba leer y por eso se diferenciaba de sus coetáneos. Ser viejo, antes que nada, era para ella un arte de la discreción. Pero puede ser que me equivoque. Quizás la Jueza sólo estaba haciendo su trabajo: medir mis palabras, cotejar las evidencias de mis gestos, para dar con la

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verdad. Y no la culpo. Cuando alguien ha practicado un mismo oficio toda la vida no puede desprenderse de esas secuencias invisibles que lo definen. Sus ratos libres, sus caprichos, son sólo las ensoñaciones que el oficio, su verdadero ser, de vez en cuando le permite.

Este rasgo de la Jueza lo percibí en los ejercicios narrativos que le mandaba hacer. Tanto en la descripción de situaciones y de personajes como en los cuentos, la Jueza dejaba su marca de neutralidad. Utilizaba, invariablemente, el narrador omnis-ciente. Supongo que esa perspectiva era la traducción técnica de su oficio, o de lo que uno, gracias a la televisión, entiende debe ser el trabajo de un juez: escuchar el relato de boca de los implicados y sólo emitir un juicio al final. Lo extraño era que la Jueza, al menos en literatura, se resistía a rematar su faena. Sus relatos adolecían, por una parte, de lo informe de lo real. Leer sus relatos era como ver un álbum familiar de una persona des-conocida. Por otra parte, además de no alterar ningún hecho de la realidad, la Jueza se negaba de plano a revelar informaciones decisivas sobre los casos evaluados en su carrera. Casos que en dos o tres oportunidades trató de convertir en cuentos.

La actitud de la Jueza sólo llegó a molestarme hacia el final del taller, cuando me mostró la “primera versión” de un cuento que prometía mucho. Un cuento, ahora no soy el único en verlo así, que era sencillamente genial.

La historia es como sigue: una jueza se dirige una mañana a una sucursal de un Banco para realizar una inspección ocular. Debe trasladarse allí con el tribunal, es decir, junto a la secretaria y el

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alguacil, para proceder a abrir una caja de seguridad. Muchas veces es el Banco el que hace estas solicitudes. Por más absurdo que parezca, son frecuentes los casos de clientes que van acumu-lando fortunas a lo largo de los años en esas cajas arrendadas y que un buen día se desaparecen sin dejar rastro. Personas solitarias (la Jueza, al menos, dijo Hermes, las imaginaba así) que se marchan para no volver o que se mueren sin que ningún familiar tenga conocimiento de lo que dejan.

—¿Y qué hacen después con todo esto? —preguntó la Jueza a un director de Banco en una de sus primeras inspecciones. —¿Lo subastan?

—No. Lo trasladamos a la bóveda —dijo el director.

—¿Y después?

—¿Cómo después?

—¿Qué hacen después con esas fortunas que nadie reclama?

—No hay después. Allí las conservamos. ¿Por qué se extraña? A fin de cuentas esa es la función de un Banco: guardar.

Otras veces son los familiares de un difunto los que solicitan al tribunal abrir la caja de seguridad. La experiencia le ha enseñado a la Jueza a reconocer la codicia bajo los semblantes serios, el cálculo de la ganancia que puede generar la lamentable pérdida de un ser querido. A pesar de todo, ella prefiere la ambición de los herederos a la tristeza que le produce desenterrar tesoros que

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ya no tienen ni tendrán dueño. No se trata de que anhele para sí las joyas, los certificados de millonarias cuentas en dólares, ni los indiscretos fajos de billetes que allí se pueden encontrar. Es la sensación tan concreta de derroche, el sin sentido de esas existencias que acumulan los días como una única y numerosa moneda, lo que le oprime el corazón.

Esta vez, por lo menos, hay dos mujeres ancianas y un hombre maduro. Son las hermanas y el hijo mayor del difunto. Apenas entra al Banco, sin saber cómo, la identifican y se acercan para estrecharle la mano. El hombre las tiene sudorosas y ni él ni las ancianas pueden ocultar su nerviosismo. La Jueza mantiene la distancia que corresponde a su cargo y responde con sequedad a los saludos. Luego sigue hacia la oficina del director y este le informa de los pormenores del caso.

Se trataba de uno de los más viejos y acaudalados clientes del Banco. Un hombre cuyo patrimonio se podía empezar a calcular observando sus elegantes maneras, su impecable vestimenta, el lujo de su limusina y, sobre todo, los noventa grados de incli-nación con que el chofer se aprestaba a abrirle la puerta. Por si esto fuera poco, en los últimos tiempos el viejo había adquirido la costumbre de presentarse en la agencia, todos los días, al comienzo de la tarde. Llegaba puntual, esperaba a que el chofer le abriera la puerta del carro y la del Banco, saludaba a los emplea-dos y se dirigía hacia el área de las cajas de seguridad. Allí, justo al lado de la que él había arrendado, esperaba a la persona encargada del área que debía buscar la llave. Una vez que esta persona llegaba, sacaba su respectiva copia que le guindaba del cuello en una cadena dorada. El viejo y el encargado, siguiendo

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el protocolo establecido, introducían sus copias de la llave y las hacían girar de manera simultánea. Cuando la caja se abría, el encargado se marchaba y lo dejaba a solas con sus pertenencias. El viejo permanecía hasta la hora de cierre contemplando el contenido de su caja.

Esta situación se repitió todos los días, durante un tiempo que la Jueza no supo determinar, hasta la muerte del viejo. Las hipótesis, por parte de los empleados y de los familiares, coincidían en su simplicidad. Todos estaban de acuerdo en que allí debía de haber muchísimo dinero. El problema no era qué sino cuánto.

La Jueza, en cambio, después de tantas inspecciones realizadas, se permite un margen de duda. Aún recuerda la vez que le tocó abrir la caja de un ex Presidente de la República y resultó que contenía las cartas de amor que durante más de veinte años intercambió con su amante, una conocida actriz de telenove-las. O aquella otra ocasión en que encontraron tabacos, collares, velas y demás objetos de santería, incluyendo algo que, por no estar presente un perito y por no ser atribución del juez durante ese tipo de inspecciones, si bien no pudieron determinar su naturaleza, parecía ser un par de patas de gallina. O aquella otra caja, sencilla y perfecta como un poema, que sólo contenía un soldadito de plomo.

Cuando llega el cerrajero designado por el Banco, la expectativa es tan grande que todo parece estar en calma. El ansia por que se revele el secreto del viejo enturbia el aire y fija los rasgos de los presentes como en una acuarela. La Jueza incluso cree percibir un ligero tufillo de trementina, pero decide no perder más tiempo

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en vagas reflexiones y ordena al cerrajero que proceda a abrir la caja.

El cerrajero, después de unos minutos eternos, abre la caja. La Jueza saca el botín y entonces se produce la sorpresa.

El silencio es total. La Jueza sólo trata de mantener la com-postura y de no ver al cerrajero, que apenas puede contener la risa. El rostro de las dos viejas se ha puesto rojo de vergüenza, mientras el hijo luce de súbito hambriento y desencajado. Todos permanecen absortos como si se les hubiera olvidado el motivo que los reunió. La Jueza se percata de la embarazosa ciénaga en que han caído y decide continuar con el procedimiento. Con el acta en la mano, se sienta en la misma silla y se apoya en la misma mesa que utilizaba el finado para contemplar durante horas, en aquella sala tranquila, su tesoro. Allí deja constancia de lo encontrado en tal día, en tal lugar y en presencia de tales personas. Luego le muestra el acta al hijo mayor quien la lee por encima y, con el contenido de la caja en sus manos, la firma casi sin fuerzas. En ese momento todos abandonan el área de las cajas de seguridad y se dirigen a la salida. La Jueza, la secretaria y el alguacil se suben en el carro del tribunal que está parado en la acera del Banco. Ella se despide con un gesto de los familiares y los ve caminar confundidos por el sol del mediodía. El alguacil enciende el carro, se ponen en marcha y justo antes de doblar la esquina, la Jueza observa al hijo del anciano tirar las revistas en un cesto de basura.

Esa, de forma resumida, fue la historia que me entregó la Jueza. Ese, pero con mucha más poesía, diversión y fluidez, fue el

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cuento que ella trajo para que yo y sólo yo lo leyera. Así lo hice esa noche al llegar a mi casa. Aún recuerdo el impacto, la rabia y la pesadumbre que me produjo leerlo. El relato conjugaba de manera exquisita el enigma de la anécdota con un estilo sobrio que se limitaba a dar algunas pistas sobre lo que había en la caja. La Jueza aludía al misterioso botín hacia el final del cuento, con distraída elegancia, como quien en efecto se deshace de un residuo superfluo. Como si toda revelación fuese una vulgari-dad cometida contra el hermoso envoltorio de los secretos. Sólo tenía una corrección o un comentario que hacerle. El cuento se titulaba Caso gracioso y, más allá de que la resolución de la anéc-dota fuera graciosa, al menos para los personajes del cerrajero, la Jueza, la secretaria y el alguacil, el título me parecía insípido.

A la semana siguiente iba en camino de lo que sería la última sesión del taller. Me sentía desolado. No obstante, me repetía a mí mismo que el título de un cuento es tan o más importante que el cuento mismo. No saber el nombre preciso que debe lle-var lo que uno crea es confirmar que aquello ha sido creado con la ayuda del azar. Me aferré a esa estupidez a lo largo de la clase y creo que logré cerrar el taller de manera concisa y hasta con buen humor.

Al final, cuando ya los otros alumnos se habían marchado, la Jueza se acercó. Parecía nerviosa y traía unas páginas en sus nudosas manos. Comenzó por decir que se sentía profunda-mente apenada de haberme entregado un texto así, tan mal escrito y con semejantes fallas de construcción. Me dijo que por favor lo viera como una primera versión, o como un borrador, pues la versión definitiva, o que más se acercaba a una posible

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versión definitiva, era esa que tenía en las manos. La misma noche en que yo leí en mi casa, subyugado, eso que ella llamaba un borrador o primera versión, la Jueza se percató, en su propia casa y con honda vergüenza, de que se había olvidado de aclarar en el cuento el porqué del título.

—Las inspecciones que contempla el derecho venezolano —explicó la Jueza— son de dos tipos. En primer lugar están las inspecciones judiciales de naturaleza contenciosa, que son las que se practican dentro de un juicio y en presencia de las dos partes. Y en segundo lugar están las inspecciones graciosas o voluntarias, también conocidas como inspecciones judi-ciales extra litem, que se realizan fuera de juicio y a solicitud de una sola de las partes. Esto mismo lleva a que la inspección graciosa, para que pueda ser tomada como prueba, deba practicarse nuevamente dentro del juicio y con la presencia de la parte contraria. Este tipo de inspección, la graciosa, es la que generalmente solicitan los Bancos para proceder a abrir cajas de seguridad arrendadas por clientes que mu-rieron sin dejar ninguna disposición para la herencia o que simplemente desaparecieron. Pero los motivos que plantea la gente para realizar estas inspecciones son muchos. Algunos de ellos verdaderamente absurdos y graciosos. Recuerdo que hace tiempo una pareja solicitó al Tribunal que se trasladara y constituyera a la una de la mañana para que dejase constancia de que, desde esa hora y hasta las cuatro de la mañana, los vecinos del apartamento situado arriba del suyo dejaban oír todo tipo de ruidos: una cama rechinante, latigazos, gemi-dos. Ruidos que, de haber estado presente un perito, quizás se hubiera determinado que eran el producto de una intensa y

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salvaje actividad sexual. Actividad que, más allá de su naturaleza, no los dejaba dormir en paz. Son tantos los motivos objeto de una inspección y son tantas las cosas raras que me ha tocado ver en la vida, que no terminaría nunca de contarlos.

La Jueza soltó un largo suspiro y guardó silencio. Fue entonces que pude hablar. Le dije que me daba una verdadera envidia imaginar la cantidad de historias que ella tenía para contar. Le entregué la primera versión de su cuento, que contenía, garaba-teadas, unas inútiles advertencias sobre el papel fundamental que juegan los títulos en el efecto total de los cuentos. Después me despedí agradeciéndole su entusiasta participación en el taller y le prometí, tal y como me lo pidió al entregarme las páginas que llevaba en la mano, leer la nueva versión y llamarla para hacerle los comentarios de rigor.

Esa noche, como en una repetición depurada de la noche de la semana anterior, leí la versión corregida de Caso gracioso y dejé que aquel relato perfecto me hiriera y me consolara. A la mañana siguiente, en un gesto de dignidad, al menos así lo definí, llamé a la Jueza para felicitarla por “la extraordinaria factura de su relato”. También aproveché de recomendarle que mandara su cuento a algún premio, pues consideraba que ya había alcanzado un dominio suficiente en la escritura que le permitiría competir en buena lid con otros incipientes narra-dores. Su respuesta, aunque ya la presentía, fue un bálsamo. Me dijo que se sentía honrada por mis comentarios pero que ella sólo escribía por el placer de revivir algunas historias. Además de que le producía un verdadero pudor revelar casos que, aunque ya hacía mucho tiempo habían sucedido y aunque los propios

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protagonistas hubieran desaparecido del mapa, de todas formas no debían ser divulgados.

Pasaron los meses y no volví a tener noticias de la Jueza. Hasta hoy, que recibí su carta.

III

Hermes sacó de uno de sus bolsillos un papel artesanal color verde claro. Me lo alcanzó por encima de la mesa evitando que nuestras miradas se cruzaran. Era nuevo pero estaba ajado. No fue necesario un perito para saber que Hermes se flageló durante horas leyendo y volviendo a leer aquella carta. Sólo contenía un breve párrafo de tres o cuatro latigazos, escrito con una caligrafía que parecía de otra época. La carta no llevaba firma pero tampoco la necesitaba. En ella, la Jueza felicitaba con ironía a Hermes por “su” premio y le devolvía el consejo sobre la importancia de los títulos en el efecto final. Pues su cuento, le advertía la Jueza, bien pudiera en algún momento cambiar de título. Su cuento podía dejar de ser un caso gra-cioso para convertirse, cuando Hermes menos se lo esperara, en uno contencioso.

—Lo peor —dijo Hermes— es que me hice la ilusión de que la Jueza entendería. Imagínate, se abre la convocatoria del premio ofreciendo semejante cantidad de dinero y yo con aquel texto impecable en las manos. Te juro que pensé que la Jueza entendería.

—¿Y qué se supone que debía entender la Jueza, Hermes?

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—La tristeza.

—¿Cómo dices?

—Pues, sí. La tristeza. El derroche de esa historia guardada para siempre en aquellas páginas.

Hermes pidió otra cerveza y una caja de cigarrillos. Le esperaba una noche larga. Comenzaba a caer la tarde y debía marcharme. Quise devolverle la carta pero me dijo que no la quería, que no le importaba lo que decidiera hacer con ella. La guardé en un bolsillo de mi pantalón y salí del bar.

La carta pesaba en mí de forma incierta. Era como un revólver o como una flor. Se me hizo tarde para ir al postgrado y decidí volver a casa. En el camino tendría tiempo de pensar mejor las cosas, me dije. Sin embargo, no pensé en nada. Me limité a dar un paso tras otro mientras la voz mágica de Hermes me guiaba como un lazarillo.

En el cesto de basura que está al comienzo de mi calle, boté la carta.

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Malena descansa del amor de una manera (ya es hora de decirlo) masculina. La cartelera de cine, capítulos repetidos de Friends y, de vez en cuando, algún libro, le sirven de cortina para olvidar el espejismo caluroso de nuestros cuerpos. Esto ocasiona en mí, de acuerdo a la ley de acción y reacción, el impulso femenino de acortar el espacio. Ahogar con un abrazo los aires de fuga que a los hombres deja el placer.

Malena es física y lee la literatura como si fuera una ecuación. Por eso tarda tanto: pone en relación todos los elementos de un

Malena es un nombre de gato (Otro cuento uruguayo)

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pasaje y no continúa hasta percibir una totalidad. Ahora está leyendo el borrador del cuento. Su nombre aparece desde las primeras versiones, cuando aún no la conocía. Le digo que sólo ella me puede ayudar y por eso me llama supersticioso.

Ahora me arrepiento. Sin contemplaciones, me ha pedido que la deje sola. La imaginación, para Malena, como el universo mismo, es una cuestión de leyes y espacio. Salgo desnudo, tomo mi bata del baño y me vengo al estudio a escribir. A releer el ené-simo borrador del cuento y a escribir. Es mi forma de escabu-llirme otra vez en la habitación. Escribo y me transformo en la palabra gato, trepo a la ventana para aproximarme a Malena, la de la historia y la de mi vida. Acaricio la cicatriz en mi pecho y comienzo desde el principio.

El título tentativo es “Otro cuento uruguayo”. Está basado en la otra gran anécdota que me traje de mi primer viaje de divorcio, que hice hace más de 15 años a la República Oriental del Uruguay. Tener que viajar hasta ese país para entender que cuando Borges habla de orientales no se refiere a los japoneses. A veces nos toca viajar a lo que nombran las palabras para enten-derlas. Así me pasó con mis pensamientos y con Clara. Sabía que si viajábamos juntos nos íbamos a separar. Sin embargo, no sé de dónde, me inventé un mantra que repetí a cuantos amigos conocían nuestra situación: “Los viajes unen o separan”. Una mentira kilométrica. Los viajes siempre separan. Incluso a los que viajan felices. Cada uno posa los ojos en cosas distintas, o en las mismas cosas de manera diferente, y en esos desencuentros crecen secretas distancias.

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De la otra gran anécdota, que me llegó entera, surgió el cuento Bulevar Tristán Narvaja, ganador de un premio y que fue acogido con amistad por los lectores. Esta otra, en cambio, se niega a convertirse en postal. En su momento, Carolina se ofreció a ayudarme con el dudoso argumento de ser uruguaya. Yo nunca supe qué tenía que ver el Uruguay con el repentino lesbia-nismo de Clara. De qué torcida manera aquel país melancólico, ese taponcito tanguero que apaciguó las guerras entre Brasil y Argentina, transformó el miedo a la penetración en un gusto por las mujeres.

En esos momentos yo estaba sobrio. De hecho, no bebí una gota de alcohol en todo el viaje. Fue una de las condiciones que impuso Clara después del escándalo que armé cuando me enteré del asunto con el hijo de puta de su psiquiatra. Estaba sobrio y escuché perfectamente cada una de sus palabras.

—Creo que me gustan las mujeres.

—A todas las mujeres les gustan las mujeres, Clara.

—No es eso, Ricardo. Sabes que nunca me ha gustado del todo la penetración. Creo que soy lesbiana.

—¿Y por qué no convenciste de eso a tu psiquiatra? ¿Por qué no le dijiste precisamente eso a tu psiquiatra?

—No toques ese tema, Ricardo. Recuerda que ésa fue la condición para este viaje.

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—Y que yo no tomara.

—También.

—Mejor hubiera sido no prometer nada.

En el desayuno, mientras leíamos la prensa, una noticia cortó la tensión de la mañana. Clara se puso de pie.

—La cámara -dijo.

Me pasó el cuerpo del periódico y fue a cambiarse.

Aún conservo el recorte de prensa. Me lo entregó la misma Clara, cuando se lo pedí un año después de la separación. Ya había for-malizado mi relación con Carolina y aquel gesto fue su manera de asegurarme que no me guardaba rencor.

El encabezado y el sumario decían, o dicen, lo siguiente:

Ladrón le pegó una patada a un gato y el furioso felino aulló como sirena policial y lo mandó preso. El individuo de 35 años, además de no ser ningún santo, tampoco era dulce y ello le costó caro. Ayer andaba dando vueltas por el barrio del Cerro y le gustó esa casa de la calle Montero Vidaurreta que tenía la puerta entornada.

Clara se había terminado de convencer al leer el relato del suceso:

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Cuando se disponía a entrar en la finca se topó con un corpulento gato que más bien parecía un patovica que le impedía el paso. Los ojos del felino se posaron desafiantes en los del ladrón, quien, en vez de pasarle la mano por la cabeza para hacerse amigos, le pegó una patada en el medio del lomo, echando por tierra con todo ri-gor urbano. El gato salió volando por los aires y cayó a unos ocho metros, donde, como todos los de su especie, quedó parado en sus cuatro patas y enseguida empezó a aullar cual sirena policial. Pese al escándalo, el sujeto igualmente entró a la finca y manoteó un bolso y un monedero, para luego escapar en medio de los alaridos del gato que despertaron a medio barrio. Varios vecinos, alertados por la mascota convertida en tigre, vieron escapar al ladrón y avisaron a la Policía. Una de las patrullas le interceptó el paso en Carlos María Ramírez y Camambú, y procedió a su detención, en tanto otros policías recuperaron lo robado en Concordia y José Mármol.

En el momento en que el frustrado ladrón era conducido a la Seccional 24a, los policías no entendían por qué el individuo insultaba tanto al pobre gato que en ese momento ya estaba senta-do nuevamente en el lugar designado por la dueña del inmueble.

—Tengo que fotografiar a ese gato —dijo Clara.

—Falta ver si todo esto es verdad —le respondí. Pensaba en las notas estrambóticas de sucesos que escribíamos a partir de rumores inciertos, para matar el aburrimiento los días de guardia.

—Esperemos que sea cierto.

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Clara atravesaba por una crisis transversal de identidad. Quería ser, o creía que quería ser, fotógrafa y lesbiana. Ahora es ilustradora de cuentos infantiles y está felizmente casada y tiene dos hijos. Pero en aquel instante, el plural de esa esperanza indicaba lo que en realidad estaba en juego.

—¿Por qué es periodista?

Es Malena, en pantaletas y con las páginas entre sus manos, apoyada en el dintel de la puerta.

—¿Quién?

—El personaje. Si se llama como tú y estás contando la historia de tu viaje con Clara, ¿por qué inventar que es periodista? ¿Fue verdad lo del psiquiatra?

Malena no pregunta por Carolina. Sabe que eso fue cierto y que esas cosas pasan. De resto, le repito de forma mecánica el conocido discurso sobre las relaciones entre realidad y fic-ción, de cómo el lenguaje siempre implica una mínima pero insalvable distancia entre ambos espacios y todo el rosario de matices que vengo dictando a mis alumnos de teoría literaria desde hace años.

Sé que no me escucha y que yo tampoco me escucho. Mientras hablo, detengo la mirada en la larga cicatriz que acompaña su pierna izquierda como una sombra pálida. Sabe que la observo. Que no me canso de indagar en su cicatriz y de imaginarme el posible accidente o la irremediable operación. Más que saberlo,

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ya lo da por sentado, así no la esté mirando. Su cicatriz es el jeroglí-fico de toda una vida anterior a mí.

Malena permanece otro rato recostada en el umbral, releyendo algún párrafo y luego se regresa al cuarto.

Hacia las 11 de la mañana, después de mucho preguntar, tomamos el autobús que nos va a dejar a pocas cuadras de la calle Montero Vidaurreta. En el autobús sólo hay cinco pasajeros: una anciana, un señor con un niño, Clara y yo. La anciana mira el discurrir de la ciudad por la ventana. El señor le arregla el uniforme de fútbol a su hijo, un niño de unos ocho años que al verlo provoca en nosotros una inocultable curiosidad. Es hermoso, sin duda. Fuerte de cuerpo, cabello liso y erizado, grandes cachetes y unos ojos inmensos, verdes y densos. Al poco rato, estamos conver-sando con el señor. Nos pregunta de dónde somos, hablamos de Venezuela, de la situación política y no tardamos en tocar el tema obligatorio de esos días: el conflicto con Argentina por la instalación de plantas de celulosa en el río Uruguay.

—El país ha perdido más de trescientos millones de dólares en las últimas dos semanas por culpa de los piqueteros.

El señor está verdaderamente indignado. El niño, quizás porque está acostumbrado a los arranques del padre, quizás porque en realidad sólo piensa en la inminencia del juego, ni se inmuta. Quizás sólo tiene sueño. De todas formas, no me puedo quitar la sensación de que ese niño me mira como desde otro tiempo. Se sabe recuerdo. Me mira desde mi incierto futuro, desde la memoria de la cual ya forma parte junto a eventos que aún

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no han ocurrido. Me mira con serena agresividad, pienso, y una inquietud repentina por lo que vendrá me hace temerle en silencio.

Nos bajamos en la misma parada que ellos.

—Estamos en General Artigas. Caminen hasta General Oliveira. En la esquina, doblan a la izquierda, como quien baja, y ahí caen en la Montero Vidaurreta.

Le agradecemos, nos despedimos y seguimos nuestro camino.

—¿Te fijaste en el niño?

—Lindo —dice Clara.

—Sí, pero tenía algo. ¿No te parece?

—Los ojos.

—Exacto. Demasiado serio para un niño.

—Me recordó a Galliano.

—¿Galeano? ¿El escritor?

—No, tonto. El diseñador. Bueno, en realidad le pusimos así por el diseñador.

—¿A quién?

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—Al gato. Galliano fue el gato que me regaló mi mamá a los ocho años.

La Montero Vidaurreta era una larga calle en descenso. Decidimos comenzar subiendo por la acera izquierda para luego peinar, en bajada, el conjunto de las casas del lado derecho.

Era sábado al mediodía pero había poca gente. Al remontar la subida, unos hombres desmontaban los tarantines de un mercado de (a juzgar por los restos) carnes, granos y legum-bres. Tuvimos de nuevo esa sensación, que parecía distinguir a cada rincón de Montevideo, de haber llegado tarde. Esa misma nostalgia, de fiesta que termina, que transmiten sus habitantes.

—¿Y cómo viniste a parar aquí?

Después de varios días recorriendo la plaza Constitución, la chica de los helados se había animado a hablarme.

—Vinimos de vacaciones a Buenos Aires y decidimos saltar el charco.

La muchacha hizo un gesto de leve desdén.

—Es lindo esto por aquí —agregué, por decir algo.

La muchacha estaba como quien mira llover.

—Este es país para viejos —fue lo que dijo al rato.

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Comenzábamos a descender por la otra acera. Era evidente el desánimo. Empezábamos a cuestionarnos el sentido de aquella aventura mañanera, de ese viaje desesperado de vacaciones para salvar nuestro matrimonio, cuando tropezamos con un hom-bre joven saliendo de una de las primeras casas. Le contamos la anécdota del robo frustrado por el gato. El hombre sonrió, extra-ñado, pero no había escuchado nada al respecto. Nos recomendó que fuésemos a la casa amarilla de la esquina, donde vivía una señora, la de mayor antigüedad en el barrio. Si algo así había pasado en la Montero Vidaurreta, ella debía estar al tanto.

Al llegar a la esquina, sentada a una de las ventanas que daban a la calle, estaba la señora. Tendría unos 80 años y, efectivamente, la señora había nacido y pasado toda su vida en el mismo barrio. Le contamos la anécdota del robo y el gato. Nos escuchó con atención y sin sorpresa. Al igual que el hombre de hacía unos momentos, ella no había escuchado nada de ningún robo ni de ningún gato. Entonces, como si tuviera el deber de compensar nuestro viaje, nos contó la historia de su vida. Una vida breve, sin movimientos ni sobresaltos, y que por supuesto ya olvidé. En ese instante, sin embargo, me pareció comprender lo que había querido decirme días atrás la muchacha de los helados.

Continuamos el descenso e hicimos un pequeño hallazgo. De un árbol muy alto pendía una rosa roja. Reconstruí, forzando la vista, el cable verde y espinoso que la conectaba a tierra. No pudimos explicarnos de qué manera una rosa había prosperado en un árbol tan anodino como ese y, además, cómo se las había arreglado para encaramarse en aquellas alturas. Clara, con una sonrisa de niña, sacó la cámara y le tomó varias fotos.

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Seguimos caminando sintiéndonos un poco mejor. La levedad de la rosa pendía como un consejo: olvidar planes y mapas y sólo aceptar las virutas luminosas que el azar quisiera entregarnos. Por supuesto, al ver al gato negro reposando en el marco de la ventana, me olvidé de la rosa y de su eco. Se lo señalé a Clara y hacia allí nos dirigimos.

La casa hacía esquina entre la Montero Vidaurreta y una calle anónima. El gato negro descansaba en el marco exterior de una ventana. Movía la cola lentamente. Apenas reparó en nosotros. Clara me apretó el brazo: la puerta de la casa estaba entornada. Al fin habíamos encontrado lo que buscábamos.

Tocamos el timbre y regresamos a la esquina a esperar que apareciera el dueño de la casa. Al rato, salió una señora de mediana edad, vestida con una bata de flores y un mate en la mano. Clara le dio las buenas tardes y recapituló, por tercera vez en aquel día, la historia del robo y del gato.

—¿Es él, verdad? —preguntó Clara. Sólo en ese momento, volteando la cabeza, el gato pareció darse por aludido.

—Yo no he sabido de ningún robo. Y el señor Julio es lo más discreto del mundo.

La decepción de Clara no podía ser mayor.

Al igual que la anciana de la casa amarilla, la señora de la bata floreada hizo el resumen de su vida. Era profesora de literatura en un bachillerato. Su gran dicha fue haber identificado desde

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muy temprano cuáles eran los grandes placeres a los que podía consagrarse: tomar mate, leer y releer incansablemente la obra de Cortázar, y tener animales.

—Lo difícil, claro, es conseguir a alguien que no se sienta solo al lado de nuestros placeres.

El marido se había ido acostumbrando a los pelos de perro y de gato en el mate, a que la barba de un hombre lejano le robara tiempo con su mujer, pero cuando ésta llevo dos gatitos recién nacidos a la cama que compartían, dijo que era suficiente. O los gatitos o él.

—Yo le expliqué que si los dejaba sueltos por la casa iba a ser peor. O destrozan la casa, o los perros los destrozan a ellos, o se pierden en la calle. Pero él no quiso entender.

De modo que esa noche y las siguientes, los gatitos durmieron cómodamente en una cama matrimonial amplia, triste y vacía.

—Muy triste, sí —dijo la señora, con una mano en el rostro—. Porque yo misma, a la semana, los maté.

Una noche particularmente fría, dormida y sin darse cuenta, los había aplastado con su propio peso.

Durante mucho tiempo no adoptó animales. Los perros y los otros gatos también murieron, y los pajaritos que tenía escaparon. Años después llegó el señor Julio y desde entonces estaba con él.

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—¿Qué pasó al final con las fábricas de papel? —Malena lleva puesto su piyama de siempre. Tiene el cabello mojado.

—¿Cuándo te bañaste? No escuché el agua.

—Sí, hace demasiado calor.

—¿Lo terminaste?

—Aún no. Me puse a ver televisión y luego me bañé.

—Te he dicho mil veces que no puedes hacer eso con un cuento. Con una novela sí, pero con un cuento no.

—Tengo buena memoria.

—No es cuestión de memoria.

—¿De dónde sacas eso de las plantas de celulosa? Eso fue mucho después de tu viaje con Clara. No entiendo por qué no cuentas las cosas como son.

Malena se acerca, me besa y se retira. La oigo trajinar en la cocina y luego regresa a nuestra habitación.

Contar las cosas como son. Sujeto, verbo y predicado. Ricardo y Clara. Ricardo y Carolina. Dos viajes y dos separaciones. Alcohol. Complemento circunstancial de lugar: Buenos Aires, Montevideo, Praga, Budapest, París y Barcelona. Y luego, ¿qué?

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Veo nuestras cicatrices, la de Malena y la mía, como las líneas de un mapa cuarteado de silencio. Un cable sinuoso, anudado en una entrega tensa, suspendido en el abismo de lo no dicho.

—Una cicatriz es como un segundo ombligo. De algún modo es la huella de lo que causó nuestro tránsito —me dijo Jorge.

Jorge es psiquiatra y es mi amigo. Me ayudó años atrás a dejar el alcohol y sin convertirme en evangélico, poco después de mi segundo viaje de divorcio. Eso fue lo que me dijo cuando le comenté de mi relación con Malena, de lo bien que nos llevába-mos, del magnífico sexo y también de la alambrada de nuestra felicidad: nuestras cicatrices y el extraño y tácito y nunca expli-cado acuerdo de no querer saber nada de ellas.

—Son como los jeroglíficos de sus respectivas existencias previas —sentenció. —Quizás el temor proviene de ahí.

—¿Me permites usar esa frase?

—Es inútil hablar contigo.

Clara había perdido todas las esperanzas. Estábamos en el tramo final de la Montero Vidaurreta. Una anciana salió de un kiosco de chucherías, trancó la puerta de metal y la ase-guró con un candado. Clara ni se fijó en ella. Por no dejar, me adelanté y esta vez me tocó recapitular la historia del robo y del gato.

—¿Salió en La nación, me dice?

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—Ajá.

—No crea ni una cuarta parte de lo que dicen en ese periódico.

—Pero, ¿supo algo de algún robo y un gato?

—Por supuesto que supe. Sucedió en mi casa.

Clara aún no salía de su estupor, cuando ya estábamos en frente de la casa. Era la tercera, a partir del kiosco. Una anciana, casi idéntica a la señora, reposaba en una mecedora mientras repasaba con paciencia la vereda.

—Ceci, aquí los señores quieren conocer a la gata. En La nación publicaron que la Nena maulló tanto que despertó a todo el barrio y que impidió el robo. ¿Podés creerlo?

Ceci soltó una carcajada y movió la cabeza hacia los lados, como condenando una nueva travesura de los redactores del periódico.

—Son una sarta de mentirosos —dijo la señora Ceci. Luego se puso de pie y se perdió en la oscuridad del umbral.

—¿Y de dónde vienen? —preguntó la señora del kiosco, cuyo nombre nunca supimos.

—De Venezuela.

—Ah, mirá vos. Y, ¿Chávez, cómo se porta?

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En ese momento, regresó la señora Ceci con la gata entre los brazos. Era enorme y a la vez delgada. Su pelambre corta era una colcha de retazos blancos, negros y castaños. Clara se acercó emocionada, quitándole el lente protector a la cámara. La vi tan hermosa en ese momento que me sentí muy triste. Habíamos encontrado al gato y de todas formas intuí que ya no quedaba nada por rescatar. Clara quiso tomarme una foto con el animal.

—Ven, Nena —le dije extendiendo los brazos hacia la gata, que permanecía arrullada en los brazos de la señora Ceci.

—Se llama María Elena, en realidad. Pero le decimos Malena, o simplemente la Nena.

Y fue entonces cuando el zarpazo, como una firma de sangre que cierra un trato, me cruzó de una vez y para siempre el pecho.

Malena duerme profundamente desde hace un rato. Me hizo el amor con un furor de crepúsculo, de última defensa caída. Luego, por primera vez, permaneció aferrada a mi pecho, hablando sin parar. Quiere que viajemos a Holanda. Allá vivió durante los años de su doctorado.

—Tenemos que ir —insistió. Me acariciaba sin cesar la cicatriz, como quien subraya la primera frase, o la última, de un cuento.

Cayó en un sueño rotundo. Sin necesidad de acallar los ruidos, vine de nuevo a mi estudio para escribir y para pensar. Busco en Internet un diccionario español-holandés. Siento la eterna fascinación de los secretos y de las lenguas desconocidas (en

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el fondo, todo secreto es una verdad simple en un lenguaje desconocido). Recuerdo las iridiscencias pálidas en la pierna izquierda de Malena, tan parecidas a esta hora de la madrugada al idioma holandés, y me conforto con la idea de viajar hacia las declinaciones de mi más íntima palabra.

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No es fácil ser peruano. Menos aún si se nace con una inclinación natural por la poesía. Un peruano que lee o escribe poesía es un peruano al cuadrado.

A esta conclusión llegué hace un tiempo, cuando conocí a un escritor de origen peruano que estuvo de visita en Caracas. Se

Pausa limeña

Para Luis Yslas Prado

Se bebe el desayuno…Húmeda

tierra de cementerio huele a

sangre amada.

C.V

En los últimos decenios, el interés

por los ayunadores ha disminuido

muchísimo. Antes era un buen

negocio organizar grandes

exhibiciones de este género como

espectáculo independiente, cosa

que hoy, en cambio, es imposible

del todo. Eran otros los tiempos.

F.K

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le hizo una recepción en casa de Boris, que para entonces era director de una revista cultural que tuvo corta vida y gran impacto. Recuerdo que asistí con una disposición confiada, casi familiar, aunque no conocía personalmente a este escritor ni había leído una sola página de su obra. El hecho de que ambos habíamos nacido en el Perú bastaba (pensaba yo) para hermanar-nos. Nuestras situaciones se parecían también en sus derroteros. Por una entrevista que le hicieron esa semana me enteré de que había emigrado muy joven con su familia hacia México, país que se convirtió en su nuevo hogar. Yo, siendo un adolescente, había emigrado con mi familia hacia Venezuela.

En el camino a la casa de Boris, el encuentro adquirió los contornos de una reunión de exiliados. Al menos, de lo que imaginaba yo que debía ser una reunión de exiliados. Creo que eso fue lo que me animó a hablarle al escritor, aprovechando un momento de silencio en la conversación poco después de habernos presentado.

—Yo también nací en el Perú —le dije. —En Lima —precisé, con una sonrisa cómplice.

—¿En serio? Pobrecito. Lo lamento mucho —respondió riéndose, con un fuerte acento mexicano.

Estalló un coro de risas y me sonrojé. Hice el esfuerzo por reír y cuando la conversación se reanudó, me escabullí y recalé en un sillón que estaba junto al equipo de sonido. En aquel momento pensé en Octavia y un segundo después en el jefe de Octavia, un hombre macabro que a veces la obligaba a permanecer en las oficinas del periódico hasta bien entrada la noche. Anclado en el

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sillón volví a pensar en Octavia, esta vez sólo en ella, y lamenté mucho que no hubiera podido venir. Luego me dije que mejor así. Octavia no había sido testigo de la escena y sus ojos no guardarían nunca el eco de la reciente humillación.

El resto de la noche lo pasé en el sillón, sin atreverme a salir de su perímetro. Veía desde aquella trinchera cómo la gente se desenvolvía con una facilidad que me iba hundiendo cada vez más. Los grupos se formaban y se disolvían siguiendo un ritmo secreto que sólo se revelaba a plenitud ante mí, el verdadero exi-liado de la fiesta. Para no desaparecer entre los cojines, me puse de pie y comencé a revisar las pilas de discos. Yo era un tonto. Eso resultaba evidente. Decidí, entonces, ser un tonto útil y me encargué en adelante de musicalizar la velada.

Comencé mi trabajo de DJ poniendo un disco de Caetano Veloso en español. Ese disco era (lo debe ser todavía) uno de los favoritos de Octavia. Por esa razón lo puse. Quería enviarle una invisi-ble misiva musical a la única persona en el mundo que parecía entenderme. Era poco más de la medianoche y Octavia debía de estar dormida. Mi huachafería congénita me hacía imaginar que de alguna manera aquella música maravillosa llegaba hasta su cama y le hacía más llevadero el sueño.

Después de Caetano Veloso hice una transición hacia la otra gran región del cono sur e improvisé un coctel de rock argentino. Tomaba los discos que iba encontrando e intercalaba canciones de uno y otro, como si fueran chorros de distintas botellas que mezclaba en la copa negra de la sala. Cerré mi presentación con una selección de lo mejor (según Octavia y yo, por supuesto)

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de los Beatles, con lo que cumplí a cabalidad mi trabajo de esa noche: aceitar el mecanismo que conecta el alma de las personas con sus cuerpos, para que así estos cuerpos puedan engranarse con otros.

Al final de la reunión, cuando ya me retiraba, una mujer me observó desde el otro lado de la sala y me hizo una señal de agra-decimiento. Luego volvió el torso hacia su pareja, un hombre alto y fuerte que se tambaleaba y que sin ningún reparo puso sus manos sobre las nalgas de la mujer mientras ésta le estampaba un largo beso.

Sí, yo había cumplido con mi trabajo. Fui una suerte de hada madrina que nadie había solicitado. Cuando llegó el ascensor y vi mi rostro en el espejo, tan sobrio, tan limpio de cualquier exceso, me descorazoné. Al llegar a mi casa, recuerdo haberme quitado la ropa como quien deshace telarañas y recuerdo también que me lancé sobre mi cama como un náufrago al llegar a una orilla. Estos eran los poéticos signos de lo que vino después. Y lo que vino después sólo puede describirse con un oxímoron. O con varios. Lo que vino después fue una tormenta seca, un desierto amable, una hipotermia abrigadora, el famoso ser y la famosa nada enfrascados en un abrazo de muerte. Lo que vino después con toda su fuerza fue lo que mis amigos llaman, en tono de burla, “la pausa limeña”.

Antes de explicar en qué consiste la pausa limeña y cuál fue la particularidad de la que correspondió al desayuno de la mañana siguiente, debo contar al detalle el sueño que tuve esa madrugada.

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Estaba otra vez en casa de Boris, en la misma reunión con el escritor peruano-mexicano. En el sueño yo llegaba con Octavia, que me tomaba del brazo mientras avanzábamos de grupo en grupo, saludando a una cantidad interminable de conocidos. Yo respondía con molestia fingida los múltiples piropos que le decían a mi Octavia, la más hermosa de todas las mujeres. La fiesta transcurría con un ritmo perfecto, sin amagos de tedio o desafuero. Aquella armonía se condensó con el paso del tiempo hasta el punto en que comenzó a ser demasiado evidente. La gente dejó de beber, luego dejó de moverse y de conversar, y al rato todos se veían las caras y veían después el suelo, como si estuvieran buscando una joya común.

Cuando ya empezaba a brotar la desesperación encontramos al responsable de nuestro intolerable ritmo perfecto. Era un hom-bre joven, de contextura menuda y aspecto silencioso, que estaba parado junto al equipo de sonido. Al instante, todos compren-dimos que aquel hombre nos estaba controlando mediante la música. Por extraño que fuera, este descubrimiento no era lo que más nos sorprendía. Lo que de verdad llamaba nuestra atención era el atuendo del hombre. El tipo llevaba puestas unas zapa-tillas de ballet, unas medias pantys que alcanzaban sus flacos muslos y un tutú de tela brillante. El torso estaba forrado por una maya sintética que lo hacía lucir aún más delgado. Todas las prendas eran, por supuesto, de color rosa. Aquel disfraz venía coronado por unas alas de plástico y una varita mágica con la que pulsaba las teclas del aparato.

Al verse descubierto, el hombre no hizo sino redoblar sus esfuerzos. Ponía un disco, esperaba unos segundos y como la

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gente lo seguía mirando buscaba más discos e intentaba con nuevas canciones. Contra todo pronóstico, la estrategia fun-cionó. Los invitados se fueron acostumbrando de nuevo a la música y al poco tiempo se olvidaron del hombre disfrazado de hada madrina.

Yo, en cambio, no podía dejar de observarlo. Había caído en un éxtasis rabioso ante el espectáculo de aquel imbécil. Octavia, por su parte, me hablaba de su jefe. A pesar de lo amargado que podía ser en los días más fuertes del trabajo, era una persona muy culta e interesante.

—Deberías invitarlo al colegio para que hable con tus alumnas —decía Octavia—. Estoy segura de que él sí puede lograr que se entusiasmen por la literatura.

Yo no prestaba atención (eso creía) a las palabras de Octavia. Estaba embebido en la estupidez del hombre que ponía la música y no lograba comprender cómo el resto de la gente se había desentendido de él.

—Pero, míralo, Octavia —le decía yo a Octavia, interrumpiéndola—. Míralo bien. ¿Me puedes explicar eso?

—¿Qué cosa?

—El DJ.

—¿Qué hay con él?

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—¿Qué hay con él? —le repetía yo, francamente indignado— ¿Qué hay con él, me dices?

Pero en ese momento, Octavia fue a buscar otro trago y me dejó solo, rumiando esa rabia que parecía aumentar con cada segundo. Y a medida que crecía la rabia me preguntaba por la razón de ese encono contra un tipo que, a fin de cuentas y a pesar del ridículo disfraz, no me había hecho absolutamente nada. Fue en ese segundo de ponderación que el hombre dis-frazado de hada madrina volteó y me miró directamente a los ojos. Entonces comprendí el porqué de mi rabia: aquel hombre era yo. Y lo peor es que a la vez entendí que eso estaba claro desde el principio y que todos habían hecho el esfuerzo solidario por obviarlo.

Abrí los ojos y mientras asimilaba la realidad de mi cuarto dejé que una lenta vergüenza anegara cada centímetro de mi cuerpo.

Esa mañana la tormenta hizo su anuncio con el murmullo invisible de los cielos despejados. Sucedió durante el desayuno, cuando Octavia interrumpió la limpidez extática de la pausa limeña.

Trataré de explicarme.

Desde que tengo uso de razón, hay algo que me sucede tres veces al día, en cada una de las comidas. Mi madre lo recuerda así teniendo yo unos tres o cuatro años de edad. Cuando está de humor, llega a afirmar que cargo esa manía desde la lactancia y entonces yo no hago sino imaginar aquel pecho enorme, sus-pendido en el infinito, como un planeta. Lo cierto es que desde

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pequeño hay un momento del desayuno, el almuerzo y la cena en que depongo los cubiertos o las manos y dejo de comer. No se trata de inapetencia ni de hartazgo. Es simplemente una pausa, de unos diez minutos, después de la cual sigo comiendo con la misma tranquilidad. Lo de limeña es sólo porque nací en Lima. Una broma de mis amigos, que al final son tan venezolanos (o tan limeños) como yo.

Un día, mientras almorzábamos, Boris quiso saber qué pasaba por mi cabeza durante esas pausas.

—Boris… Yo no sé —le dije. Y me quedé en blanco tratando de encontrar una respuesta.

Cuando volví en mí y vi que Boris estaba comiendo tranquilo, me di cuenta de que le había respondido con una pausa. O que, por puro azar, su pregunta había coincidido con ella. Después de ese almuerzo, comencé a preguntarme qué es lo que sucedía conmigo en esos momentos. Traté de representar el contenido que inflaba esos minutos durante las comidas en los que, a decir de los demás, yo desaparecía.

Lo que encontré es tan difícil de describir que debo recurrir a metáforas y a imágenes prestadas, por lo que no puedo asegurar su autenticidad. Más que un manido espacio en blanco, se trataría de una transparencia que en algún punto adquiere espesor. O también, si quisiéramos atribuirle un sonido, podría decir que la pausa limeña suena como dicen (en algunos programas eso-téricos que pasan por cable) que suena la tierra. O, mejor dicho, el sonido del origen de la tierra. Esos acordes primitivos del

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universo que algunos alucinados, armados de equipos de graba-ción ultrasensibles, creen encontrar en el roce del viento.

No tengo mayores esperanzas de que alguien pueda comprender la naturaleza de este fenómeno. De modo que tampoco aspiro a que alguna persona capte la magnitud de lo que sucedió esa mañana, cuando Octavia irrumpió durante el desayuno en la pausa limeña. Si fuese una persona fervorosa, describiría el asunto como una caída, un pecado original. Como tengo la cabeza llena de libros, series de televisión y clásicos del cine, prefiero relacionarlo con la primera escena de 2001: Odisea al espacio, de Stanley Kubrick. Octavia es el monolito, la pausa limeña es la vastedad orgánica de la tierra y yo, por supuesto, el primate que se asusta, que salta y que chilla ante el aconteci-miento que viene, de forma irremediable, a perturbar la paz.

Mi relación con Octavia duró poco más de medio año y en menos de siete días ya todo se había terminado. Los problemas empe-zaron con la semana. Ese lunes almorzamos en Il Boticello, un pequeño restaurante italiano que queda en Altamira. Cuando daba clases en el colegio Cristo Rey era la opción perfecta, por la cercanía, para un fugaz encuentro con Octavia.

Fue cosa de verla entrar para darme cuenta de que algo había cambiado. En apariencia, todo estaba igual. Octavia seguía siendo la misma mezcla de amarillo, blanco y rojo. Su cabello, su piel y la sangre que a veces se detenía, como distraída, en sus mejillas, continuaban haciendo de ella una margarita tímida. Si no era en la disposición de los colores, entonces la diferencia podría encontrarla en el dibujo de sus rasgos. Aproveché la llegada de

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la comida para observarla con detenimiento. Lo que hice fue comparar el rostro de Octavia tal y como se presentó en la pausa limeña con el que tenía enfrente de mí, que en ese momento juntaba con delicadeza los labios, soplando, para enfriar unos espaguetis cuatro quesos.

El resultado de la pesquisa fue pobre y a la vez reveló todo lo que sucedería después. El almuerzo transcurrió para mí, literalmente, en un abrir y cerrar de ojos. A la 1 y 15 minutos de la tarde me encontré frente a unos intactos ravioles de carne y la cara de preocupación de Octavia, que sabía que nuestra conversación, o mejor dicho, el monólogo que ella sostuvo durante el almuerzo, había sido en vano. Su mirada traslucía un desencanto que no dejaba de ser maternal, como si aquellas palabras perdidas en mi cabeza fuesen hijos que, quizás, en algún momento extrañaría.

Al principio fui optimista y pensé que sólo se trataba de una pausa más prolongada que las otras. Una distracción sin duda provocada por la intromisión de Octavia en un espacio en el que nadie había entrado antes. No quiero detenerme en interpreta-ciones. Baste decir que antes de la irrupción de Octavia, la pausa era algo inseparable de mí, una cápsula de vacío en la que todo mi ser se refugiaba. Después de su aparición en el desayuno de aquel domingo, la pausa se transformó en una odiosa metáfora de mí mismo. Una alegoría del desierto que me esperaba una vez que Octavia desapareciera de mi vida.

Tuve la mala suerte de pensar en estas cosas ese mismo día, en mi apartamento, durante la cena. Al regreso de la “pausa comer-cial” (el otro apellido que mis amigos, con pausa incluida, le pusieron a

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la pausa), vi que apenas había tocado el plato. Guardé la comida ya fría en la nevera y me fui a ver televisión. Pasé la noche en vela, dando tumbos en la cama, por culpa del hambre. El vacío en el estómago era la prueba concreta de la ocupación y sitio que empezaba a padecer mi cuerpo.

En la mañana del martes me obligué a comer un poco de pan con mermelada y a beber unos sorbos de café. Experimenté un eco de energía que me dio el impulso necesario para salir a la calle. En el camino hacia el colegio estuve a punto de chocar en dos ocasiones. A cada cornetazo volví a recordar con rencor el magro desayuno. En mi mente aparecieron el pan y la taza de café humanizados, con brazos y piernas de plastilina, empuján-dome como crueles sparrings hacia el centro de un cuadrilátero. Al llegar al colegio, entré al aula y sobreviví al primer asalto haciéndoles caso, dejando que fluyera la impiedad. Les dije a mis alumnas que sacaran el diccionario de términos literarios y copiaran, textualmente, en una hoja de examen los siguientes conceptos: sujeto lírico, hemistiquio, cesura, ditirambo, enca-balgamiento, verso libre, metonimia y sinécdoque. Las caras de hastío de las muchachas me hicieron regresar a mi esquina. Allí, mis asistentes de plastilina me masajearon los hombros y me secaron el sudor. Mientras la taza de café agitaba una toalla para darme aire, el pan me repetía que lo estaba haciendo bien, que no debía bajar la defensa y que, por si acaso, les pidiera además que colocaran un ejemplo de su propio cuño para cada término.

Llegué a mi apartamento al mediodía, casi corriendo, a calentar la cena de la noche anterior. Más que las alucinaciones con el pan y el café, me preocupaba la maldad pueril con que había

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actuado durante la clase. No hay justificación alguna para que un profesor de literatura le cierre la puerta de la poesía a sus alumnos indicándoles que abran otras que sabe falsas. Sonó el timbre del microondas, me senté a la mesa dispuesto a devorar la comida y después de un par de minutos, cuando apenas empezaba a calmar el hambre, tuve aquel desafortunado pensamiento. Recordé lo que Octavia me había dicho durante el sueño y pensé que de haber estado en mi lugar, su jefe jamás habría hecho lo que yo hice esa mañana con mis alumnas.

A las seis en punto de la tarde, como acordamos la noche anterior, me encontraba frente a la taquilla del cine. Octavia había leído la reseña en el periódico y tuvo la corazonada de que a mí, parti-cularmente, podría gustarme esa película. Se trataba de Eternal sunshine of the spotless mind, un título que sólo memoricé tiempo después cuando logré ver el film. A los pocos minutos llegó Octavia y por su expresión comprendí que mi aspecto era de espanto. Al insomnio y al hambre había sumado el maquillaje crispado de los celos.

—César, ¿estás enfermo? —fue lo primero que dijo, incluso antes de darme un beso.

—No. Sólo un poco cansado —le respondí—. Vamos entrando que después no conseguimos buenos puestos.

Octavia quiso hacer la cola de las cotufas y yo entré en la sala para apartar nuestros asientos. La pausa de aquella tarde había sido la más extensa hasta el momento. Comenzó con el almuerzo y se desvaneció minutos antes de las cinco, cuando

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por suerte volví en mí y así pude estar a tiempo en la taquilla del cine. Allí, en la oscuridad de la sala, mientras pasaban los avances de los próximos estrenos, vi de nuevo el rostro de Octavia y el de su jefe, uno frente al otro, colgados indefinidamente sobre el fondo terroso del desierto.

Cuando aparecieron los créditos y encendieron las luces de la sala, entendí que estaba en un aprieto. A Octavia le había encantado la película y salió de la sala experimentando un rejuvenecimiento del amor que sentía por mí. Esto, por supuesto, no duraría mucho. Ella propuso ir a tomar algo. La sentí alegre, como si quisiera celebrar que la película, de alguna lejana manera, hablara de nosotros. Yo, de más está decirlo, apenas recordaba dos o tres cosas. Una bufanda y un pasamontañas de vivos colores, un cuaderno donde alguien dibujaba y una hermosa pareja de jóvenes bailando en ropa interior encima de una cama.

Al rato de estar sentados, una vez que mi silencio se asentaba como polvo sobre el entusiasmo de Octavia, ella quiso saber, con esas exactas palabras, qué carajo era lo que estaba pasando.

—Octavia…Yo no sé —le dije, y esa respuesta empezaba a conver-tirse en una letanía familiar.

—Tú no sabes —repitió Octavia, con un tono descreído.

Luego barajó las opciones del temor al compromiso y el engaño, santo y seña que utiliza el instinto femenino para abrir de un empujón la puerta entornada de la masculinidad. Yo cometí el peor error que un hombre puede cometer cuando una mujer lo

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acusa de cobarde o infiel: permanecí callado. Por más absurdo que parezca todo ahora, en aquel momento era yo quien estaba de verdad indignado. Todavía podía ver a través de la pantalla del cine el rostro de Octavia y el de su jefe, acercándose lentamente mientras transcurría la película, como dos placas tectónicas que buscan fundirse en un roce milenario.

Cuando Octavia volvió al ataque, ya estaba convencida. Fue entonces que mencionó a Manuela.

—Es ella, ¿verdad?

—¿Manuela? ¿Quién es Manuela?

—No te hagas el pendejo, César. Tu alumna. Ésa de la que siempre hablas.

Aún debió transcurrir un tiempo (segundos “culposos” que Octavia nunca me perdonó) para que yo pudiera relacionar un rostro, una voz y un cuerpo uniformado de azul marino y beige con ese nombre. Al delito perpetuo de callar sumé la pena de muerte de sonreír. La sospecha de Octavia me pareció un inmere-cido voto de confianza. Y sobre todo tratándose de Manuela.

Quise, muy tarde, decir algo. Ya Octavia se levantaba de su silla y me dejaba solo en la mesa de aquel bar al que ella había querido ir para celebrar la vitalidad de nuestra relación.

Lo que siguió fue tan confuso que mejor sería decir que no recuerdo nada. Apenas unas cuantas imágenes rescatadas de

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la vorágine. Sólo sé que esa noche llegué a mi apartamento, me quité los zapatos y destapé una botella de cerveza que no bebí.

Luego la pausa limeña, con su hambre de años, vino y me devoró.

El timbre del teléfono me localizó en el sofá de la sala. Vi la hora y comencé a sudar frío. Eran las 10 de la mañana. La voz de la hermana Urrutia, coordinadora de cuarto y quinto año de bachillerato, sonaba preocupada. Quería saber por qué había faltado a las clases.

—Manuela —susurré.

—¿Cómo dice? —preguntó la hermana Urrutia.

—Que menos mal que llama, hermana. Amanecí con fiebre, vómitos y dolor de cabeza. Creo que es una virosis.

—Ah, caramba —dijo la monja. No sonaba muy convencida.

—Sí. Estoy muy débil. Apenas he podido pararme de la cama y se me olvidó llamar.

—No se preocupe. Yo aviso a las muchachas. Lo vemos la semana que viene.

Colgué y pensé en Manuela. En sus senos y en sus piernas. Pensé también en algunos poemas y relatos leídos en clase que le habían gustado y que ahora formaban parte de su cuerpo. Cierta sensación de propiedad sobre esas imágenes me permitió

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separar algunos hilos del estambre de personas, lugares y posi-ciones que habían crecido a mi alrededor durante las últimas horas. Fue como si la pausa limeña se hubiera transformado en una versión pornográfica (estrictamente pornográfica) de El Aleph de Borges. Puede que el universo sea infinito, pero se ordena según nuestras obsesiones.

Lo que me desagradó no fue leer los correos obscenos que Octavia y su jefe se enviaban, ni observar al detalle las posturas fatigosas de sus cuerpos que cumplían las promesas de aquellos correos. No tuvo que ver con reencontrarme con esa muchacha que lucía tan joven, plana y virgen como yo, ni, por supuesto, con Manuela desnuda, pulida de sudor. Lo que me parecía intolerable, hasta el punto de la náusea, era que esas imágenes (¿recuerdos, anhelos, pesadillas?) fuesen posibles. Que todo en la vida, más allá de la miseria, el aburrimiento o la felicidad, siempre pudiera ser de otra manera.

En algún momento de la tarde volvió a sonar el teléfono.

—Ya veo, César, que no pensabas llamarme.

—Hermana Urrutia, cuánto lo lamento. Vómitos, mareos, dolor de cabeza. No pude llamarla.

—César, ¿se puede saber qué mierda es lo que está sucediendo? ¿Estás borracho acaso?

—Ah, eres tú, Octavia.

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—Claro que soy yo. ¿Quién más podría ser?

—La hermana Urrutia.

—César, no estoy de humor.

—O Manuela. También pudiera ser Manuela que llama para pedirme la dirección de mi correo electrónico.

—De verdad no sé por qué me estás haciendo esto, César.

—Porque es posible hacerlo, Octavia. Por eso. Tú lo sabes mejor que yo.

—¿De qué hablas?

—Ya vi tus correos, Octavia.

—¿Has estado revisando mis correos?

—Podría decirse, sí.

—No puedo creer, César, que estés tan mal, que hayas caído tan bajo.

—Nada comparado con las porquerías que tú y tu jefe se escriben. Lo mío es nada comparado con todas las cochinadas que ustedes hacen.

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—No entiendo, César —dijo Octavia, ya sin poder contener las lágrimas—. ¿De dónde sacas todo esto? Tú sabes que nada de lo que estás diciendo es cierto.

—Quizás no sea cierto, Octavia, pero ya eso es lo de menos —dije y colgué.

En los días que siguieron el timbre del teléfono siguió sonando. El del celular dejó de hacerlo cuando se le acabó la batería. Sólo hice caso a los golpes enfurecidos que Boris dio a mi puerta porque amenazó con derribarla si yo no abría. Octavia lo había llamado para que pasara por mi apartamento a ver si yo todavía estaba vivo. Boris se encargó de recoger las huellas que la desidia comenzaba a dejar. Me obligó a bañarme y a pre-parar una pequeña maleta pues iba a pasar el fin de semana en su casa. Así supe que apenas era sábado.

Boris y su esposa lograron que comiera completo en la cena. Luego me prepararon un té llamado Dulces sueños y pusieron junto a la taza una pastilla de Lexotanil. Bebí el té y tomé la pastilla, obediente, aunque sin muchas esperanzas de que surtiera efecto. Sin embargo, esa noche pude dormir.

Aquel fue mi domingo de resurrección. Desperté con las energías repuestas para recorrer los campos destruidos. En el desayuno y el almuerzo, a pesar de la vigilancia de mis anfitriones, pude entrever en breves pausas parte del paisaje. Luego dediqué la tarde a repasar las imágenes con curiosidad de arqueólogo. Casqué piedras, removí fósiles, medí el horizonte y en todo encontré los rastros finales de la inercia.

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A eso de las diez de la noche salí del cuarto de invitados dispuesto a marcharme y vi en la sala a un grupo de personas. Boris estaba con algunos colaboradores de la revista. A juzgar por los pies que descansaban sobre la mesa ratona y los vasos de whisky que cada uno sostenía, la reunión de trabajo había concluido. Me invi-taron a que los acompañara. Al rato de estar con ellos, después de paladear el primer trago de whisky, descubrí que estaba sentado en el mismo sillón en el que pasé toda la fiesta. Una semana después volvía a encontrarme en la trinchera de la que no debí haber salido nunca. Empecé, con un miedo sereno, a imaginar la segunda guerra que me esperaba.

—César, pon algo de música —dijo Boris.

—¿Qué pongo? —le respondí, resignado.

—No sé. Chet Baker. Algo.

Revisé el delgado lomo de los discos hasta dar con los de Chet Baker. Escogí uno al azar. No conozco mucho de jazz. Entonces vi la carátula.

—¿Qué pasa? —preguntó Boris.

—Nada —le contesté después de unos segundos—. Sólo que yo juraba que Chet Baker era negro.

Todos soltaron la carcajada.

—No, vale —dijo Oscar, que tenía una columna de música en la revista—. Si incluso le decían “el James Dean del jazz”. Fue

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mucho después que unos dealers le destrozaron la mandíbula. Al final de su vida parecía una pasa.

A partir de ese instante la conversación fluyó sin parar. A la medianoche Boris se levantó y se despidió.

—Señores, están en su casa.

Así lo entendimos Oscar y yo porque, a pesar de las progre-sivas deserciones, estuvimos conversando hasta las cinco de la mañana. Cuando se acabó la botella nos dimos cuenta de la hora y Oscar se ofreció a llevarme hasta mi casa. Hablamos poco en el camino. Yo sólo pensaba, con el cerebro y la lengua transfor-mados en un trapo, en cómo iba a poder dar clases en ese estado.

Apenas tuve tiempo de realizar unas cuantas acciones simbólicas. Bebí una taza de café negro, me eché un poco de agua fría en el rostro y me cambié la camisa. Agarré las llaves del carro y enfilé, con la convicción de un kamikaze, hacia el colegio.

Conduje el carro como quien sueña que conduce un carro. Desde el patio central un coro de voces femeninas atravesaba el aire frío de la mañana, subiendo o bajando según los baches sonoros que a esa hora todavía impone el sueño. Cantaban el himno nacional y cuando terminaron, las voces se desbanda-ron en numerosas conversaciones simultáneas. Entonces caí en cuenta de mi situación. Empecé a temblar. Sentí la ola acompa-sada del sudor mojando mi cuerpo. Me preguntaba una y otra vez qué hacer, mientras apretaba con fuerza el volante. Había dejado en casa la carpeta con los temarios de mis cursos y usar

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de nuevo el diccionario de términos literarios hubiese sido una forma de eutanasia por linchamiento. Volteé y removí la biblio-teca improvisada que siempre cargo en el asiento trasero. De aquella veintena de libros resurgió, como una vieja piedra de río, el tomo de la poesía completa de César Vallejo. Lo tomé por superstición, quizás por patriotismo. Lo cierto es que bajé del carro y me encaminé hacia las aulas con el semblante eterno, color verde Alianza, del gran cholo contra el pecho.

Atravesé pasillos y escaleras a toda velocidad, sin saludar ni mirar hacia los lados. Al llegar a la puerta del salón me detuve.

—Puede que, después de todo, Chet Baker no sea negro —me dije. Tomé aire y entré.

Fue después de ocupar mi puesto detrás del escritorio que me atreví a observar a mis alumnas. El silencio unánime lo decía todo. Por un momento me pareció ver en el rostro de Manuela la expresión preocupada de Octavia. Me pasé una mano por la cara, enjugando ambos rostros con mi sudor y comencé a hablar.

Existe, mis estimadas alumnas, un poeta peruano muy grande, lejano y otra vez grande llamado César Vallejo. Nació como nacen todos los bebés: llorando y con hambre. Y murió como si volviera a nacer, esta vez para la eternidad: con un llanto y un hambre infinitas. Si hubiera nacido en el seno de una familia acomodada de Lima y no en una discretísima casa de un pue-blo llamado Santiago de Chuco, las cosas no hubiesen sido muy distintas. El hambre de Vallejo era, cómo decirlo, un hambre metafísica. Un hambre que lo esperaba mucho antes de nacer y

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que después, poco a poco, bocado a bocado, lo fue consumiendo. Juan Manuel Roca dice que la sombra de Vallejo llegaba a los lugares, después de los viajes, mucho antes que su cuerpo. Y yo les digo que antes de la sombra de su cuerpo llegaba el hambre de Vallejo. Yo sé, muchachas, que ustedes no conocen al poeta Roca, que jamás han leído un poema suyo. Tienen que leer al poeta Roca así como tienen que leer a Vallejo. Y más a Roca que a Vallejo, aunque parezca un escándalo esto que digo, pero no lo es porque los grandes poetas, los verdaderamente grandes, nos leen a nosotros primero, a nuestras más míseras y recónditas pasiones, de modo que leerlos es siempre releerlos y una primera lectura con ellos es siempre un reencuentro. De la vida y obra de Vallejo se han dicho muchas cosas. Algunas ciertas, otras fal-sas y otras literarias, es decir, ni ciertas ni falsas. Es cierto, por ejemplo, que pasó el hambre hereje buena parte de su vida y es falso que siempre, entendiendo por siempre cada bendito día, pasó hambre el pobre Vallejo. Es falso también aquello de que Vallejo se marchó a París para convertirse en artista. Al pisar la capital francesa, en julio de 1923, señoritas, ya Vallejo estaba convertido en el poeta que después todo el mundo conoció. Si no me creen lean el estudio del afamado crítico Wilhem M. Lira, Mil mesetas, mil sierras: una lectura deleuzeguattariana de César Vallejo, publicada por la Hofstra University. Pero no sé para qué les digo esto si ustedes no saben qué es la Hofstra University ni mucho menos quiénes son Deleuze y Guattari. Aunque sí saben quién es César Vallejo. Y si a pesar de todo insisten en que no saben, eso no importa, porque el gran Cholo sí las conoce a uste-des y sí me conoce a mí, sobre todo a mí que soy peruano, que sigo siendo peruano, o así lo espero, como él. Lo cierto es que Vallejo, antes de conocer París, ya había publicado Los heraldos

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negros y Trilce, los únicos poemarios que a decir verdad publicó como tales pues todo lo demás apareció de forma desperdigada en revistas, folletines y periódicos. O agrupado en las recopila-ciones póstumas de sus poemas cuando Picasso lo buscaba en vano, sin nunca haberle hablado o estrechado la mano, entre los latinoamericanos que junto a los españoles exiliados se divi-dían las parcelas del café Montparnasse. Aunque esto también es falso pues Vallejo sí que conoció a Picasso, en abril de 1927, a la salida de la galería Rosemberg donde éste exponía en aquel momento sus cuadros. Es falso decir que Vallejo viajó a París, o a Europa, para convertirse en artista. En todo caso, en París llegó a convertirse en un artista del hambre, pero esa condición la tenía desde pequeño, incluso desde la lactancia. No por nada se definía a sí mismo como un “enamorado de tanto enorme seno girador”, porque desde la más tierna edad tenía la extraña cos-tumbre de realizar una pausa durante las comidas. Las pausas duraban unos diez minutos después de los cuales Vallejo seguía comiendo como si nada hubiera pasado. Sus amigos, según testimonios de la época, le pusieron a su particular manía el mote de la “pausa santiagueña”, por haber nacido Vallejo en Santiago de Chuco. Primero fue el seno de la madre, luego el hastío dionisíaco del café de la madrugada, luego el pan matu-tino, luego las comidas diarias. ¿Por qué le sucedía esto al poeta? Ustedes me preguntan esto y yo les digo yo no sé. O puede que sí sepa. Puede ser que para Vallejo comer fuese una forma instintiva de la resignación. Al regresar de la pausa y dar el bocado, Vallejo era como aquel que al borde del abismo opta por la vida. Pero la verdad sea dicha: eso sólo podemos tratar de entenderlo acudiendo a su poesía, si bien es cierto que sus poemas parecen respues-tas a preguntas que nunca podrán ser formuladas. Otros dicen

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que la pausa santiagueña de Vallejo era la consecuencia de un mar-xismo místico, si es que eso existe, que le impedía en ocasiones disfrutar del simple placer de una taza humeante de café. Vallejo se sabía pobre como una rata y sin embargo tenía conciencia de que su pobreza, por más cruda que fuera, era siempre la usurpa-ción que provocaba, en algún lugar del mundo o del tiempo, una pobreza más extrema. Lean, muchachas, se los ruego, como una oración, el poema titulado El pan nuestro. O lo leo yo, aquí mismo, para asegurarme de que lo lean. Dice el poema:

Todos mis huesos son ajenos;yo tal vez los robé!Yo vine a darme lo que acaso estuvoasignado para otro;y pienso que, si no hubiera nacido,otro pobre tomara este café!.

¿Se dan cuenta de lo que digo? ¿Se dan cuenta de lo que Vallejo está diciendo? Seguro no se dan cuenta de nada, aunque Vallejo, repito, sí se da cuenta de ustedes, muchachas. El pan. Podría hacerse una lectura completa de la poesía de César Vallejo úni-camente enfocándose en la presencia numerosa del pan en sus poemas. Para un pobre el pan es sagrado y por ello, porque mul-tiplicó los panes y los vinos, y no por otra cosa, es que Jesucristo también es sagrado. Ese mismo Cristo Rey cuyo cuerpo estamos ahora ocupando es la principal figura, el protagonista si queremos verlos como relatos, de los poemas de Los heraldos negros. Sólo así se puede entender que para Vallejo los golpes más jodidamente dolorosos de la vida, y perdónenme la grosería, muchachas, sean comparables a las crepitaciones que produce algún pan que

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en la puerta del horno se nos quema. Sólo así se entiende que para Vallejo, detrás de toda pasión está la Pasión, la otra, la de Cristo, con mayúscula. Y por eso los brazos y los labios de las mujeres siempre son vistos en sus poemas como los palos cur-vados donde se crucifica el amor. El pan, ancestro con levadura de la hostia, es el cuerpo de Cristo y por eso es sagrado, y es también el cuerpo de la amada, y por eso es aún más sagrado. Yo sé que no me están entendiendo ni papa, o ni pan, pero yo sí me entiendo y ya les explico. Si leen las memorias de Raúl de Vernuil, un músico peruano que fue amigo de Vallejo, entenderán claramente lo que digo. El libro se titula A veces te quiero siem-pre, publicado por Romaña Editores, y allí de Vernuil, además de brindar una improbable versión épica de su propia vida, cuenta las andanzas de los primeros jóvenes artistas latinoamericanos que fueron a morirse de hambre en París. En un capítulo titulado, sin ironía, “Vallejo alegre”, de Vernuil cuenta cómo acompañó a Vallejo cuando éste le hizo la corte, con éxito, a la guapa hija de una panadera de Montparnasse. Gracias a ello, al menos mientras duró aquel romance, el poeta tuvo cada mañana su baguette bien calentita al lado de su café con leche. Las malas lenguas, agrega de Vernuil, afirmaban que Vallejo, de tan muerto de hambre que era, sólo estaba interesado en el pan que le daba la hija de la panadera. Sin embargo, de Vernuil da fe de la dolorosa fide-lidad que Vallejo, una vez terminado el romance, le guardó para siempre a aquella mujer. A de Vernuil le sorprendía ver que cada mañana, a pesar de la hambruna que los arrojaba a todos sobre el magro desayuno, Vallejo realizaba una especie de pausa en la ingesta. Mordía el pan hasta la mitad y por los costados, dibu-jando con sus dientes una cintura de harina horneada donde de pronto se detenía. Es evidente, chicas, que de Vernuil no estaba

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al tanto del fenómeno de la “pausa santiagueña”. Sin embargo, hay que admitir que la intromisión de la hija de la panadera en ese espacio vacío que era la pausa cambió para siempre la vida del poeta. Si hacemos una lectura profética de unos poemas anteriores a su viaje definitivo a París, veremos cómo Vallejo intuyó lo que después le sucedería. Cómo entender, si no, los versos finales del poema El pan nuestro, que dicen así:

Y en esta hora fría, en que la tierra

trasciende a polvo humano y es tan triste

quisiera yo tocar todas las puertas,

suplicar a no sé quién, perdón,

y hacerle pedacitos de pan fresco

aquí, en el horno de mi corazón.

¿De qué otra manera podemos interpretar esto? ¿No sería injusto atribuirlo únicamente al marxismo cristiano de Vallejo? ¿No es evidente que en ese poema Vallejo intuyó que conocería, amaría y perdería a la hija de la panadera? No se trata de que Vallejo fuese una especie de mago que podía predecir el futuro. Yo creo que Vallejo descubrió con pesar que todo en la vida, más allá de la miseria, el aburrimiento o la felicidad, siempre podía ser de otra manera.

No sé qué más habré dicho en esa clase sobre Vallejo y, en especial, sobre César. Lo cierto es que habría podido continuar hasta la noche de no ser por una interrupción que hubo cuando culmi-naba la hora.

—Profe, ¿y cómo murió Vallejo?

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La voz provino del único lugar del salón de donde podía venir.

—No se sabe la causa precisa de su muerte, Manuela —dije, mientras sus compañeras empezaban a guardar los cuadernos—. Algunos dicen que fue de tuberculosis, otros dicen que de malaria o por alguna infección intestinal. Otros dicen que fue por hambre. Lo extraño es que durante sus últimas sema-nas, uno de los peores sufrimientos que tuvo que padecer Vallejo fue un incurable hipo. Un hipo de horas y días que fue marcando a trompicones el ritmo de su agonía. Como si el hambre acumulada durante toda una vida, esa hambre de penurias y amores perdidos, revelase al final el tic tac de su secreto mecanismo. Sin embargo, la noche previa a su muerte un médico pudo curarle el hipo. No era en realidad un médico, sino uno de estos sujetos que practicaba el hipnotismo. Le decían, ése era su nombre, Monsieur Pain. Es curioso, ¿no? El señor Pan, el señor Dolor, según como se quiera traducir. Aunque para Vallejo era lo mismo.

Sonó el timbre que marcaba el final del primer bloque de clases. Las muchachas comenzaron a dispersarse entre los pupitres. Yo aproveché de tomar el libro de Vallejo y salí. El día anterior había sido mi domingo de resurrección y esa mañana era mi mañana de los dones. Aquella fue la mejor clase que he dado en mi vida y también la última que di en ese colegio.

Ocurrió cuando acababa de trasponer el umbral del salón. A pocos metros, al final del pasillo, vi a la hermana Urrutia. Esta me reconoció y mientras terminaba de conversar con una alumna dirigió sus pasos hacia donde yo me encontraba. En

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ese instante, Manuela salió del salón, apresurada, quizás pen-sando que ya me había alejado. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Recuerdo haber volteado una última vez hacia el final del pasillo. La hermana Urrutia ahora estaba sola y se acercaba con pasos abiertos. Le di la espalda y quedé justo en frente de Manuela, muy cerca de su boca. Sentí su aliento y reconocí el olor cómplice de una larga noche de tragos. Era el efluvio de una nueva inercia. Una señal mutua que nos incitó a acercarnos con un qué más da que borraba todo temor. Entonces abracé a Manuela y ella me abrazó a mí. Nos abrazamos fuertemente, quiero decir. Emocionados. Emocionados.

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Entre las tres y las cuatro de la madrugada, a juzgar por el color del cielo, David detiene el carro en un margen de la autopista. A lo lejos se perfila la entrada que conduce hacia El rosal y Chacaito.

David baja del carro y desanda el camino hasta donde se encuentran las garzas y los flamencos. Los observa entre los matorrales que crecen a un costado del asfalto. Siempre estáticos, al menos desde la perspectiva fugaz de su carro cada vez que pasa por la autopista, ahora parecen producir un aleteo entre las sombras. Quizás es el recuerdo de las garzas en las riberas del

Flamingo

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Guaire, posándose o elevándose sobre el cauce podrido, lo que le hace presentir la resurrección de la madera. O puede que también sean las muchas cervezas tomadas durante el concierto.

Fue un error haber ido al concierto. Prodigarse una herida con tanta premeditación. Pero precisamente de eso se trataba, aunque sabía que era imposible: alcanzar a Flavia en el dolor.

Se habían conocido hacía un par de semanas en uno de los toques de La Vida Bohème. Bastó que sus miradas coincidieran en el acorde exacto para que todo lo demás fluyera: el acercamiento, la conversación, el roce. A veces sucede así. Sólo es necesario estar en el momento preciso con el alma abierta en la dirección precisa. Es un fogonazo de armonía que la vida sabe captar para luego transformarlo en ritmo.

Después no hubo citas, ni correos electrónicos, ni llamadas. Sólo alcanzó a ver de lejos su casa, cuando la llevó de vuelta el día de la playa. Fue la sucesión de presentaciones lo que les facilitó las ocasiones de encuentro.

—Tienes que entender a Flavia. Ella lee demasiada literatura, ve demasiada televisión, escucha demasiada música. Es román-tica —dijo Verónica.

La primera noche que pasaron juntos, la misma que se cono-cieron, Flavia le brindó un adelanto mixto de su personalidad. Estaban echados en la cama, en ropa interior, barajando inter-pretaciones sobre la letra. Para Flavia se trataba de una canción de amor.

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Si te tumba el mar abierto y el odio te ciega

yo estaré ahí con balsas y un millón de velas

porque cargas un morral de miedo y la montaña no sosiega

y aunque a veces te moleste yo aún te haré la cena

otra vez.

Flavia tenía el Ipod entre sus senos y su voz se perdía en la oscuri-dad fosforescente de la habitación. Tenía un audífono en su oreja izquierda y el otro estaba en la oreja derecha de David.

—Es una canción de amor —dijo Flavia.—Un poco machista si la canta una mujer, ¿no?, pero igual es bonita.

David trató de imaginarse a sí mismo, viejo, de treinta años, llegando a la casa, cansado después de un largo día de trabajo. Flavia lo estaría esperando con la mesa puesta. Trató de imaginar la escena pero no pudo.

—¿Y el título? —preguntó David.

Eran sus primeras palabras desde que llegaron a la habitación. Tal vez desde que habían salido del local, pues David no hablaba mucho. Fue ella quien le dijo algo en primer lugar, un comentario indefenso en medio del ruido. Él se había limitado a asentir, a pronunciar uno que otro monosílabo y a seguirla en lo que ella propusiera y dispusiera.

A la salida del toque, fueron a Misia Jacinta. Pidieron arepas y más cervezas. Flavia no paró de hablar en el tiempo que estuvieron ahí y David no paró de escuchar. Y ese escuchar sostenido lo percibió

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Flavia en medio de su parloteo, sintió la leve hojarasca que sus palabras provocaban en la mente y en el pecho de David. Y así supo que David era bueno. Y se lo dijo.

—Eres bueno —le dijo.

David se sonrojó, trató de reír.

—¿Cómo sabes?

—Porque lo sé. No te dé pena. Ser bueno es sexy, sobre todo en Caracas.

Flavia pidió la cuenta. Vio alejarse al mesonero y observó su reloj.

—Van a ser la cuatro —dijo Flavia— ¿Qué hacemos?

—¿Quieres ir a otro lugar? Greenwich debe estar abierto.

—No. Estoy cansada.

—¿Te llevo a tu casa?

—Tampoco. Le dije a mi mamá que me quedaba donde Verónica, ¿sabes?, la gordita que estaba conmigo.

David no supo cómo interpretar aquello.

—¿Dónde vives? —dijo Flavia.

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—En San Román. Pero no te puedo llevar. Mi mamá se pondría histérica. Una vez la novia de mi hermano pasó la noche en la casa y fue un escándalo. Ahora cada vez que salgo, mi mamá me recuerda que la casa no es un motel.

—Entiendo. Vamos al Riazor, entonces.

—¿Qué es eso?

—Un motel.

El Riazor queda en El rosal, en la calle aledaña a la autopista, al norte de la frontera de las garzas y los flamencos.

—Te adelanto que no vamos a hacer nada —dijo Flavia, cuando David estacionó el carro.

“No pasará nada que tú no quieras que pase”. David había escu-chado esta frase, en ocasiones parecidas, a personajes del cine y la televisión. Siempre le había parecido ridícula, pues el hombre nunca tiene el control de lo que pueda pasar con una mujer. A menos que sea un patán, o un violador o un asesino. Por eso no la dijo.

—Tengo la regla —explicó Flavia.

—Ok —dijo David.

—¿El título? Que se llame Flamingo es la confirmación de que es una canción de amor. ¿No has visto nunca dos flamencos

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besándose? Sus cuellos, sus cabezas y sus picos forman un corazón. Es impresionante —dijo Flavia.

—¿Cómo sabes que están besándose?

—El otro día pasaron un programa sobre los flamencos en Animal Planet. En el programa dijeron que cuando un flamenco se empata con otro, o una flamenca se junta con un flamenco, es para siempre. Igual sucede con los loros.

—¿Dijeron eso sobre los loros?

—No, pero fíjate que vuelan en pareja. En la UCV siempre vue-lan así.

—Las de la UCV son guacamayas.

—Y loros.

—Pero yo he visto, siempre en parejas, guacamayas.

—Porque son fieles, como los loros. Y como los flamencos.

En algún punto de la conversación se quedaron dormidos.

David tanteó la reja que protegía el terreno. La luz de un poste le permitió descifrar una hendidura entre un tubo doblado y la escaramuza de la reja, seguramente descoyuntados por el impacto de un carro ebrio. Una mitad del tubo colgaba como un brazo fracturado, apenas una hilacha de metal lo mantenía

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unido. David lo flexionó para arriba y para abajo un buen rato hasta que el metal se desprendió.

Empuñando su improvisada lanza, entró.

Una vez adentro se quedó hipnotizado por la imagen. Las garzas y los flamencos, impávidos, observándolo y como a punto de alzar vuelo. Con esa fijeza y a la vez esa premura que la noche le imprime a todo lo que se le resiste.

Finalmente, se acercó. Contuvo el aliento y posó una mano sobre la cabeza de una de las aves. El frío de la madera le acarició la punta de los dedos. Con más confianza, como si ya no temiera un picotazo, apretó con fuerza el cuello y lo tironeó. El animal ape-nas se movió. David bajó hasta las patas, dos pedazos de cabilla clavados en la tierra. Hizo en esas extremidades el mismo movi-miento con idéntico resultado.

Una sombra baja, acompañada de un chillido, se sacudió entre los matorrales.

Ratas, pensó, volviendo a tomar el tubo que había recostado en una de sus piernas. Y de sólo imaginar sus asquerosas fugas de pólvora, comenzó a sudar. El carro, pensó. Dio unos pasos hasta alcanzar la reja, se asomó por la hendidura y se aseguró de que todo estuviera en orden.

Una nueva sacudida chillona de las hojas hizo que se concen-trara. Volvió a entrar, alzó el tubo como un pilón cibernético y lo clavó en la tierra, varias veces, alrededor de las patas de metal.

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Una línea de sangre le calentó el brazo. En uno de los enviones se había cortado con el duro filo del pico. En menos de una hora, Flavia estaría bajando hacia el aeropuerto. Si quería dejarle la sorpresa tenía que apurarse. David se secó la sangre con la franela, juntando en una misma mancha su sangre y los restos de tempera y continuó cavando.

Se volvieron a encontrar dos días después. Era viernes, aún faltaba para que La Bohème se montara y ya el local estaba abarro-tado. En el trajín de la barra vio a Verónica. Ella lo saludó como si fuera un amigo de toda la vida. Hablaron, se rieron y David invitó la primera ronda de cervezas.

—¿Y Flavia? —preguntó David, por fin.

—Debe estar por llegar.

—¿Por qué pones esa cara?

—Por nada.

—¿Qué te dijo Flavia?

—Que eras un perverso.

—¿Qué?

—Te pusiste todo rojo. Flavia tiene razón. Eres un pan de dios.

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Aquello le molestó. Temió que, como siempre, la maldita ternura que inspiraba en las mujeres terminara por arruinarlo todo. Si quería acostarse con Flavia, si quería por fin acostarse con alguna mujer, tenía que empezar a curtirse, ser menos atento, más tosco. Aceptar que el amor, o simplemente el sexo, requiere, por lo menos, de una mínima disposición para herir.

El toque terminó tarde y salieron del local a las cinco de la mañana. David, Miki, Verónica y Flavia. Fue ella, Flavia, la que propuso bajar a La Guaira.

Manejar en ese estado es un peligro mortal. Un pestañeo y estás muerto. La contraparte es que, si no te matas, también en un pestañeo estás en tu destino. Así, empujados por los baches del sueño, vieron el último acto del amanecer y la afirmación defi-nida de los colores de la mañana. Se escuchaba el sonido de las turbinas de los aviones, acabando de despegar del aeropuerto, al otro lado de la costa.

Aún reflexionaba David sobre distancias y pestañeos, sobre sonidos y ausencias, en plena orilla del mar, cuando Miki prendió un porro.

El tabaco pasó de mano en mano mientras las olas, a ritmo de capoeira, se seguían plegando y desplegando.

—Así deberían ser las cosas —dijo Flavia, de pronto. Tenía el porro entre sus dedos y lo observaba con detenimiento mientras hablaba. Parecía que estuviese leyendo el futuro.

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—¿Qué cosa? —preguntó Miki.

—Esto. Poder fumar tranquilos. En Ámsterdam te sirven marihuana hasta con el café. No estoy exagerando.

—Supéralo —dijo Verónica.

—Idiota —dijo Flavia.

—Dudo mucho que en Ámsterdam tengan estas playas y que el ron sea tan barato —continuó Verónica, empuñando la botella que Miki había sacado de la nada, cuando ya estaban en el carro saliendo de Caracas. —¿Tú qué dices, David? ¿Tengo o no tengo razón?

David no contestó. Tenía una expresión risueña, desgajada. Se dejó caer en la arena. Pero en el fondo, o al menos en parte, estaba de acuerdo con Flavia. Y también con Verónica. Así deberían ser las cosas. Pero no con respecto a la marihuana o el ron, o no sólo con eso, sino con el mar. Las personas deberían nacer y pasar los primeros años de su vida frente al mar. Luego, con el tiempo, podrían hartarse y marcharse si quisieran a la ciudad, con sus amaneceres y atardeceres súbitos de bombillo encendido o apa-gado y sus pájaros de madera. O a lo alto de una montaña. Pero sólo después de haber tenido la fortuna de nacer frente al mar.

Si te tumba el mar abierto. Si la montaña no sosiega. ¿Entonces qué?

David recaló en la duda y sintió que el líquido oceánico de la mañana se había roto. Contempló a Flavia y a los demás como desde una isla.

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—Dame tu teléfono —le dijo.

Flavia sonrió, le acarició la mejilla, se puso de pie y se encaminó hacia el carro. Fue entonces cuando Verónica le dijo que tenía que entender a Flavia. Literatura, cine, música, demasiado romántica.

En la noche de ese día hicieron el amor. La Vida volvió a presen-tarse. Esa vez no esperaron a que tocaran Nicaragua y se fueron al Riazor.

En la habitación sus cuerpos recuperaron la inercia del primer encuentro: besos, prendas derretidas, presiones concretas, mira-das sin tapujos en los recovecos del otro se sucedieron. Desde hacía varios minutos, David repasaba mentalmente los movi-mientos tantas veces practicados en el baño de su casa: romper el envoltorio con los dientes por un costado, sacar el preservativo presionando la punta para expulsar el aire y embutirse el pene lo más rápidamente posible, evitando así una inconsistencia que lo dejara en ridículo.

Sin embargo, Flavia no le dio tiempo para maniobrar. Estaba chupándolo y cuando lo vio dispuesto, sin mediar palabra, se sentó en su centro.

Un minuto después, Flavia le decía que no se preocupara.

—No te preocupes. Con el tiempo resistirás más.

—No es eso lo que me preocupa —dijo David.

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—¿El condón, dices? No creo que hubieras llegado a ponértelo.

—¿Cómo sabes?

—Porque lo sé.

—O sea que, además, debo agradecerte.

—Más o menos, sí.

Flavia sonreía. Después se acostó en su pecho y le acarició el cuerpo. David se distrajo con las caricias. En el fondo, sabía que Flavia tenía razón.

—En Holanda es así. Hay un burdel en Ámsterdam exclusivo para hombres minusválidos o deformes. Lo que no van a encontrar en ninguna otra parte, lo encuentran ahí. Ese burdel es tan importante como un hospicio para los pobres.

—Si yo soy un deforme, tú eres una puta.

—Ya no.

—¿Desde cuándo?

—Ahora yo soy una santa y tú eres un mendigo.

Flavia jugaba con él a su antojo, como un gato con su presa, indiferente y un poco cruel. Como un gato.

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—¿Cuál es tu asunto con Holanda? —le preguntó David.

—Es el mejor país del mundo. Quiero vivir allá.

—¿Para poder fumar?

—También. Cuando vayas al Museo Van Gogh, cuando visi-tes la casa de Ana Frank, cuando recorras esos campos llenos de tulipanes, me entenderás. Y entenderás también que este país es una mierda.

David permanecía callado.

—¿No te parece que este país es una mierda?

—Una mierda, lo que se dice una mierda, no.

—Se ve que no has viajado.

—Sí he viajado.

—¿A dónde?

—A Miami.

—Viajar a Miami es todo lo contrario de viajar. Ir a Miami es regresar al corazón de Venezuela. Todo es culpa del maldito petróleo. Pero cuando viva en Ámsterdam nada de esto me va a importar.

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David comenzó a reírse.

—¿De qué te ríes?

—Es irónico.

—¿Qué es irónico?

—Que te vas a Holanda para escapar de la enfermedad holandesa.

—No entiendo.

—Es un concepto que nos enseñaron el semestre pasado. La enfermedad holandesa es el daño que produce a un país la entrada repentina y grandísima de dinero. Como cuando se descubren yacimientos de gas o petróleo. La nueva riqueza dispara la inflación, devalúa la moneda, estimula la depen-dencia. Todo crece hasta volverse mierda. Es como si el cerebro de la gente engordara y se llenara de grasa.

—¿Por qué holandesa?

—Porque sucedió en Holanda, hacia el Mar del Norte. Pegadito de Francia y de Flandes.

—De ahí son los flamencos.

—Flamencos hay en todas partes, Flavia.

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—No me refiero a las aves. Sino a que la gente que nace en Flandes se les llama flamencos.

—¿Cómo las aves?

—Sí y como el baile también.

Flavia se levantó de la cama y fue hasta el baño. David también se levantó y se acercó a la ventana. Corrió una punta de la cortina y se quedó mirando hacia fuera.

—¿Y tú no piensas en irte? —Flavia había regresado del baño y ahora le hablaba acostada en la cama.

—A finales de año para encontrarnos con mi papá.

—¿A Miami?

—Ajá. O a Costa Rica.

—Conociendo a los venezolanos, entiendo Miami. Pero, ¿Costa Rica? No comprendo por qué ahora todos se quieren ir para allá.

—En Costa Rica no hay militares.

—Pero hay venezolanos. Y cada vez más.

David observaba los carros que pasaban por el tramo de la auto-pista que se percibía desde la ventana. Entonces vio, como un

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cardumen de signos de interrogación, los cuellos de las garzas y los flamencos.

—¿Por qué se van?

—Mi papá tenía negocios con el gobierno. No sé cuál fue el problema, pero ahora el gobierno le dio la espalda a mi viejo. Y él tuvo miedo de que lo metieran preso.

—¿Te sientes mal?

—No.

—¿Qué tienes entonces?

David regresó a la cama.

—Nada. Es sólo que me parece extraño que tres cosas distintas lleven un mismo nombre.

Al decir esto, lo recorrió un escalofrío. Trató de precisar el origen del temor pero no pudo. Y sintió aquella incertidumbre dislocarse dentro de su pecho, el desgarro de las preguntas no respondidas, el cuello roto de los flamencos.

Esa semana La Vida Bohème sólo se presentaba el miércoles y el jueves. Las dos veces en el mismo bar. El fin de semana estarían de gira por algunas ciudades del interior del país. La ansiedad por verla se mezclaba con la seguridad de que otra vez se encontrarían, una combinación de duda y confianza que le electrificaba los nervios.

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El local se fue llenando a medida que se acercaba la hora del toque. Hasta el momento Flavia no había aparecido. Tampoco Verónica. Comenzó a preocuparse cuando escuchó los pri-meros acordes de Radio Capital. Observó el concierto desde una esquina, sin brincar, dejando que los efluvios coloridos de la tempera que lanzaban desde la tarima lo salpicaran. Siempre atento a la aparición de Flavia, imaginándose la extraña aven-tura que le contaría para explicar su tardanza.

Flavia no se presentó. Verónica tampoco. A la salida, sentado en un muro de concreto, estaba Miki. David se alegró de encontrarlo, aunque sólo lo conociera de aquella madrugada que bajaron a la playa.

—¿Dónde andabas? —le dijo David como saludo.

Miki se sobresaltó y tardó unos segundos en reconocerlo.

—Llegue tarde y no pude entrar.

Miki tenía un moretón en uno de sus pómulos y un brazo enyesado. David estuvo a punto de preguntarle qué le había pasado, pero prefirió no tocar el tema. Las palabras sobre el dolor también son dolorosas, pensaba David. Por eso le gustaba tanto la canción. “Y el ¿qué pasa? te molesta y te tumba el pecho como una avalancha/ y aunque a veces te molestes nunca te abandonaré/ otra vez”. Le gustaba porque le hablaba de sí mismo y no de otra persona, como creía Flavia, tan romántica.

—¿Qué pasó con las muchachas? ¿Por qué no vinieron?

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Miki se le quedó mirando un buen rato.

—¿Qué? —preguntó David.

—¿No sabes lo que pasó?

—No.

Entonces Miki le contó lo sucedido:

Los giros que habían dado la noche del domingo; la alcabala que los detuvo con unos policías que después no parecían policías y que al final sí resultaron ser policías; la droga que les encon-traron; el momento turbio en que lo separaron a él de Verónica y de Flavia; sus protestas y los golpes que recibió y que le hicieron perder la conciencia; el amanecer atolondrado y el vano intento de que Flavia y Verónica pusieran la denuncia; las amenazas telefónicas al día siguiente por parte de los policías recordán-doles que eran policías; la decisión de los padres de Flavia de sacarla del país.

Después de escucharlo, David sólo atinó a pensar algo absurdo: ¿por qué me cuenta todo esto?

Miki pareció leerle el pensamiento, pues agregó:

—Te cuento esto porque sé que eres un caballero y no vas a decírselo a nadie. Y porque sé que tuviste algo con Flavia.

Tuviste, pensó David.

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—¿Y qué haces aquí?

—No sé. No podía dormir. Me cayeron a coñazos afuera y ahora resulta que tengo miedo de estar en casa. —dijo Miki.

Como un sparring, pensó David. La ciudad era el sparring y el cuadrilátero y el público y el contrincante. Y uno siempre era uno mismo.

—¿Cuándo se va Flavia?

—Pasado mañana.

A la noche siguiente volvió al bar. Sabía que no iba a encontrar a Flavia, ni a Verónica, ni siquiera a Miki. Sabía que el remolino que cargaba en el pecho desde que escuchó lo que había pasado iba a encabritarse cuando pusiera un pie en el local. Había salido a encontrarse, no con Flavia, sino con la sombra de su dolor.

Fueron demasiadas cervezas en una sola noche. Esa vez se situó en el medio de la olla y no paró de brincar y cantar cada una de las canciones. Su franela blanca logró recoger una buena cantidad de la tempera con que la banda acostumbra bautizar a sus fieles. Para colmo, para hundir el puñal hasta la empu-ñadura, el grupo decidió cerrar el recital con Flamingo. Recordó los flamencos y las garzas que siempre veía en la autopista camino a la Universidad y todo cobró un sentido. Abandonó el bar cuando aún no había terminado la canción. Esperó a que el empleado del estacionamiento le entregara su carro y luego enfiló hacia la autopista.

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La herida era breve pero no paraba de brotar. A cada momento David debía interrumpir la labor para resteñarla con su franela. La sangre, a esa hora de la madrugada, era indiscernible de los arrebatos de la tempera.

Finalmente, desarraigó al animal. Las cabillas de las patas des-cansaban sobre una base de metal. En la base y en las patas recaía el peso tolerable de la figura. La tomó por debajo y por el cuello, portándola como una bandera o como una lanza. Flavia sabría que había sido él y entendería muy bien el significado de encontrar en el jardín de su casa, la misma mañana de su partida, un flamenco como aquel.

Puso el flamenco con cuidado en el hombrillo y después atravesó la telaraña oxidada de la reja. Volvió a tomar al flamenco por la base y por el cuello y se dispuso a regresar. Entonces vio una sombra que hurgaba en su carro.

Apretó con todas sus fuerzas al flamenco. Temblaba por el frío y por el miedo. La sombra había logrado zafar la cerradura y ahora maniobraba en los bajos del asiento del piloto. David volvió a apretar al flamenco hasta quebrarle el cuello. En sus manos sintió el dolor que a través del animal se infligía a sí mismo.

Vio al flamenco de manera distinta, como un tótem que había transformado su miedo en un objeto venerable.

Una vez al volante, David aceleró. En el asiento trasero, detrás del asiento del copiloto, descansaban la cabeza y el cuerpo del flamenco. Tenía el pico manchado de sangre. Tenía el rostro de

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una prostituta borroneada por el amanecer. La idea le dio gracia. Una flamenca prostituta, una flamenca santa, una flamenca asesina. Luego volvió a ver la imagen del hombre temblando, la oscura fuente que manaba de su cabeza untando el asfalto. Pronto recogerían el cadáver y la sangre se secaría, como también se había secado su propia sangre y la tempera en su franela.

Por Bello Monte, antes de tomar el puente sobre el río Guaire que conduce hacia Plaza Venezuela, se detuvo. Faltaban pocos minutos para las cinco de la mañana. Se bajó del carro sin prisa, abrió una de las puertas traseras y sacó al flamenco. Subió la pequeña cuesta de la barranca del río y arrojó los restos del ave al cauce podrido.

De regreso en el carro, giró hacia Plaza Venezuela. Después tomó la autopista en dirección oeste. Cuando cruzó el primero de los túneles que van hacia el aeropuerto, que descienden en picada ardorosa y húmeda hacia las playas de La Guaira, puso el disco. Buscó la canción número cuatro y la cantó con todas las fuerzas de sus pulmones, reventando las vocales de sus cuerdas, sin-tiendo en las lágrimas que le bajaban por el rostro la promesa del mar.

Cantó la canción como nunca antes la había cantado. Por primera vez, sin dudas ni remordimientos, la cantó para sí mismo.

Índice

14 Las rayas

40 Payaso

64 Caso gracioso

78 Malena es un nombre de gato

(Otro cuento uruguayo)

96 Pausa limeña

124 Flamingo

Las

raya

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