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El orden del discurso en la universidad globalizada
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CONTRA LOS ACADÉMICOS
El orden del discurso en la universidad globalizada
Carlos Enrique Restrepo
Red Universidad Nómada
www.uninomada.co
Al profesor Jesús Alberto Echeverri, con gratitud por sus enseñanzas
“Toda sociedad tiene su régimen de verdad, su política general de verdad; es decir, los
tipos de discurso que acepta y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos e
instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos de los falsos, los medios por
los que se sanciona cada uno; las técnicas y procedimientos considerados válidos para la
adquisición de la verdad; la categoría de quienes tienen encomendado manifestar lo que se
considera verdadero”.
Michel Foucault
Al igual de lo que ocurre actualmente en muchas otras esferas de la vida, la situación de la
universidad a nivel global la determina su inserción en las gramáticas del poder. Esta
relación no es simplemente accesoria o accidental, ni una especie de captura momentánea;
muy por el contrario, la crisis contemporánea de la universidad estriba, en gran medida, no
en ser un simple centro de poder entre otros, sino en haberse convertido en el “centro de los
centros” a partir del cual los poderes que gobiernan la vida, y en especial los de la
economía, tienen su constitución. Esta nueva condición universitaria está asociada al
establecimiento de la última formación histórica del capitalismo: el capitalismo cognitivo1.
Bajo sus embates se revalúa y distorsiona la dimensión de sentido de la universidad, que
cada vez se aleja más del ideal de formación (Bildung), para pasar a regirse por las
gramáticas burocráticas de la calidad, la excelencia, el revisionismo de la medición, los
indicadores de gestión y otros factores que comandan hoy la vida universitaria, una vida
cada vez más instrumental, rutinaria y desapasionada, a medida que se consolida su anexión
definitiva a las lógicas del capital.
Pero el hecho de que la universidad sea un espacio fundamental para el establecimiento de
las relaciones de poder no tiene porqué sorprender, si se toma en cuenta una de las grandes
enseñanzas de Foucault que consistió justamente en señalar la directa proporcionalidad de
la relación entre saber y poder. Bajo este postulado, es evidente que tales relaciones le son
propias a la universidad, que en dichas relaciones quedamos necesariamente envueltos al
momento de sostener la menor relación con ella, incluso al permanecer marginales a sus
Apartes de la conferencia Universidad, investigación y poder ofrecida el 5 de marzo de 2015 en la Facultad
de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia, organizada por los Semilleros de Biopolítica
y de Derecho Procesal de dicha Facultad. 1 La descripción de esta última formación histórica del capitalismo ha sido liderada con rigor incomparable
por los teóricos del autonomismo italiano. Los orígenes de esta corriente se remontan a los tiempos del
“operaísmo” de finales de la década de 1960, corriente representada por Mario Tronti, Raniero Panzieri, Toni
Negri, Sergio Bologna y Romano Alquati. Actualmente, esta corriente se prolonga en una nueva generación
de pensadores post-operaístas o autonomistas, entre los que figuran Franco Berardi (Bifo), Paolo Virno,
Sandro Mezzadra, Maurizio Lazzarato, Christian Marazzi, Carlo Vercellone, Giuseppe Cocco, Gigi Roggero,
Matteo Pasquinelli, entre otros. Para una introducción al movimiento autonomista, cf. Pasquinelli (2011).
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Facultades y a sus disciplinas. Al respecto, dos pasajes de El orden del discurso, la famosa
conferencia de Foucault en el Collège de France en 1970, resultan iluminadores.
El primero de estos pasajes aparece al comienzo de la conferencia, cuando Foucault habla
de los procedimientos de exclusión característicos del orden social. Casi de inmediato pasa
a enumerar el primero de estos procedimientos, a saber, lo prohibido, un procedimiento que
se instala en la región del discurso, en el orden del discurso, como un tipo de exclusión que
se ejerce sobre la facultad de decir estableciendo justamente lo que no se puede decir, que
hay cosas de las que no se debe hablar, que no todo puede ser dicho. Esta es una
experiencia cotidiana: callamos las verdades que gritan en nosotros, dejamos de decir lo
que sentimos y lo arrumamos en la polvorienta recámara de lo reprimido. Pero esto no
ocurre sólo en la intimidad de la esfera subjetiva, sino también en la vida social, en las
instancias en las que el discurso se legitima autoproclamándose un “uso público de la
razón”: en el campo de los saberes, en las aulas de clase, en las Facultades donde sólo está
bien visto hablar de ciertas cosas, en los despachos oficiales, en los tribunales, en las
instancias diplomáticas, en los medios de comunicación… Esta censura, evidentemente,
deja claro que el poder se ejerce en el discurso. Pero Foucault dice más: dice que el
discurso es lo que el poder desea, que es lo que más desea, que en el fondo, más allá de la
sola dominación, el discurso es el objeto privilegiado del poder. Dice el texto:
“El discurso, por más que en apariencia sea poca cosa, las prohibiciones que
recaen sobre él, revelan muy pronto, rápidamente, su vinculación con el deseo y con
el poder. Y esto no tiene nada de extraño: ya que el discurso (…) no es simplemente
lo que manifiesta (o encubre) el deseo; es también lo que es el objeto del deseo; ya
que (…) el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas
de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder
del que quiere uno adueñarse” (Foucault, 1997, p. 12).
Ese pasaje implica enormes cuestiones. Una de ellas tiene que ver con el quehacer de los
académicos y de los intelectuales; tiene que ver con el lugar de poder que cada quien ocupa
en el discurso; tiene que ver con la decisión de sujetar el discurso a una relación de
servidumbre respecto al poder o con decidir su uso para resistirlo, combatirlo, neutralizarlo,
evadirlo o eludirlo, subvertirlo, trazando la huida o la fuga. A menudo, los académicos no
somos más que grises funcionarios. La academia pocas veces crea. Pareciera incluso que
está allí para contener los flujos de creación, que su función está más asociada a la
castración, a la reproducción y a la normalización, al revisionismo del discurso. Y siempre
(por ejemplo, cuando se es profesor, decano o rector) se está en ese riesgo de volverse un
revisionista, de levantar el tribunal de la razón como se levanta la guillotina, y hacer del
oficio un “Santo oficio”, una policía del pensamiento. ¡Terrible seducción de los poderes
que inadvertidamente pasan por los discursos! Por eso el poder desea el discurso. Pero el
discurso, al igual que el poder, pasa por todos, y también en él se libran las luchas
históricas: también en él luchamos y resistimos.
El otro pasaje es una consecuencia del postulado anterior. Tiene que ver con la educación,
con lo que son los centros educativos (los jardines de niños, las escuelas, los liceos, las
universidades…). Son, en suma, bastiones conquistados por el poder en el plano del
discurso, son por así decir los “objetos parciales” del poder a través de los cuales tramita
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ese deseo mayor: adueñarse del discurso en tanto que sustento del poder. En este sentido
dice el segundo pasaje:
“Se hace necesario reconocer grandes hendiduras en lo que podría llamarse la
adecuación social del discurso. La educación, por más que sea, de derecho, el
instrumento gracias al cual todo individuo en una sociedad como la nuestra puede
acceder a no importa qué tipo de discurso, se sa e que sigue en su distribución, en
lo que permite y en lo que impide, las líneas que le vienen marcadas por las
distancias, las oposiciones y las luchas sociales. Todo sistema de educación es una
forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los
sa eres y los poderes que implican” (Foucault, 1997, p. 37).
Recalquemos esta última frase, poniendo el acento en cada sílaba: “Todo sistema de
educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos,
con los saberes y los poderes que implican”. La “forma política” está de suyo presente,
ejerciéndose por ejemplo en la misma noción de universidad, en su organización, en su
composición interna, en sus Facultades. Tómese por caso el esquema y la idea misma de las
Facultades, siguiendo el esquema de la universidad napoleónica sobre el que fueron
modeladas las universidades de Estado, y que fue asunto expreso de discusiones filosóficas
por parte de autores como Condorcet (2001) y Kant (1999). En este esquema, las
Facultades son Potestades, Autoridades, Poderes; tal es el caso de las llamadas Facultades
Superiores (la Medicina, el Derecho, la Teología), pero también de las inferiores (la
Filosofía, la Psicología, la Pedagogía, etc.), las cuales ocupan por igual un lugar visible
entre los poderes sociales, como si las “profesiones” fueran a su manera una sofisticación
gubernamental, una expresión del moderno “arte de gobernar”. La función gubernamental
de los saberes adopta por lo general la forma encubierta de una “política educativa”, la cual
en todo caso no abarca sólo estas autoridades modernas producto de las Facultades
Superiores, sino también, en general, todos los saberes, por ejemplo, la Economía, que
puede hoy presumirse advenedizamente como la Facultad Superior, pero también las
ciencias puras, los saberes ingenieriles y técnicos (destinados casi siempre a un uso
estrictamente militar o policial), e incluso las subdivisiones cada vez más capilares de las
ciencias sociales.
En la tesis de Foucault, todo sistema de educación es una forma política. Las instituciones
educativas lo que hacen es modelar los saberes, las disciplinas, los discursos, normalizarlos
para ponerlos en relación con los poderes que ellos implican. Contemporáneamente, es lo
que ocurre con la “política de investigación”. Como en tiempos de Napoleón, hoy nos
encontramos ante una reforma global de las universidades organizadas bajo lo que se
llaman sus “ejes misionales”: otra estructura triangular en la que, en lugar de sujetos de
poder visibles como el Sacerdote, el Médico o el Juez, tres “funciones” abstractas —
investigación, docencia y extensión— vienen a comandar la vida de la universidad. De
estas tres funciones —a las que empiezan a añadirse otras de carácter territorial como la
regionalización y la internacionalización—, la investigación es considerada la
predominante, en la medida en que hace las veces de fuente nutricia de las otras funciones.
Por eso la universidad contemporánea es en lo fundamental una “universidad de
investigación”, idea a menudo proclamada por los agentes institucionales y generalmente
aceptada por el consenso de la opinión entre los universitarios cuyo trabajo, en dicha lógica,
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ha pasado a gravitar en torno a la noción de “proyecto” y a la práctica de la “financiación
por proyectos”.
Contra la aceptación ingenua del consenso, cabe interrogar por los poderes que rodean esta
noción contemporánea de universidad. En realidad, el modelo de la investigación
representa la anexión de la universidad a las estructuras capitalistas, a un poder cuyos
representantes fundantes en el espacio universitario son las Facultades de Economía, con la
particular organización de saberes y funciones que le están subordinados (Administración,
Finanzas, Contaduría, Gerencia, Mercadeo, Aseguramiento, Gestión de Calidad, Auditoría,
Control Interno, Negocios Internacionales, y un largo etc.), pero al que en general ceden
hoy, sin excepción, todas las Facultades y disciplinas. La universidad de investigación no es
más que un modelo de gestión de la producción de saber, bajo un sistema de finalidades
económicas y políticas articuladas a la expansión global del capitalismo, en la fase más
sensible de su crisis: la del capitalismo cognitivo. En esta fase, el modelo de la universidad
de investigación se corresponde estructuralmente con la capitalización del trabajo
inmaterial cognitivo, con la capitalización de la inteligencia en cuanto productora de
riqueza, con la organización global de la producción de saber en función de la acumulación,
concentración y expansión del capital.
Como bien lo han señalado los teóricos autonomistas, mientras las anteriores fases del
capitalismo involucraron un capitalismo feudal-medieval y un capitalismo industrial al que
fue concomitante la concentración de la vida urbana, el capitalismo cognitivo es un
capitalismo transnacional-imperial, formado ya no por la explotación de las fuerzas
materiales (el cuerpo-masa de la clase obrera), sino por el conjunto de las fuerzas vivas
(materiales e inmateriales) del hombre (Hardt & Negri, 2005, p. 303 ss.). El proceso
capitalista actual se acompasa de las producciones del espíritu, las capacidades (hoy
llamadas “competencias”), las inteligencias, los talentos, las potencias de la invención y la
creatividad (y en especial, las de los jóvenes), las cuales coopta bajo las lógicas de la
organización y la producción científica capitalizada en los “bancos de proyectos”
conformados por un sistema multicéntrico del que hacen parte las instancias ministeriales o
gubernamentales de ciencia y tecnología (CyT), las políticas económicas que han insertado
la educación entre los primeros renglones del mercado global (con la consecuente cadena
de endeudamiento que arrastra consigo la “formación permanente”), la constitución de
élites pseudocientíficas representadas por los centros de investigación avanzada, y en medio
de todos estos agentes, por supuesto, la universidad.
Reencontramos en este punto nuestro postulado inicial sobre el saber y el poder. En la
historia de la universidad, mientras en su fundación estuvo enganchada a los poderes
religiosos de la cristiandad europea, y en la modernidad napoleónica a la conformación de
las estructuras de poder del Estado, en la actualidad la universidad sirve a los procesos de
integración mundial del capitalismo en el espíritu neoliberal de lo que Hardt y Negri (2005)
denominan “el nuevo tiempo del Imperio”. Entre tanto, los académicos (maestros y
estudiantes) hemos devenido “trabajadores del conocimiento”, pasando a integrar una
infraclase encargada de nuevos modos de producción en condiciones de explotación
intelectual: el cognitariado. Una vez más, en medio de semejante condición, se desdibuja la
dimensión de sentido de la formación, la cual es sustituida por un régimen de “trabajo
intelectual a destajo”, en un medio de competencia en el que se desnaturalizan los fines
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sociales de la universidad, reemplazados como están hoy por modelos de organización
corporativa y nuevas escalas de valores.
En respuesta a esta decadencia universitaria, y en función de una liberación de la vida del
espíritu, queda la posibilidad de descontruir en sí mismo la cuestionable dignidad del homo
academicus, en las formas del profesor, del docto, del investigador, del burócrata, del
científico, del profesional, idiotas útiles de la “universidad global”, para hacer en cambio
una conciencia de clase del cognitariado que somos en cada caso, y agenciar los procesos
que urgen para la reapropiación social de los saberes que comienza por la recuperación del
sentido mismo de la educación. Esta última, como señala Peter Sloterdijk (2000), no va hoy
más allá de una función de reforzamiento para la domesticación general del “parque
humano”, sometido a los rigores de las crecientes formas de servidumbre biopolítica. Los
académicos, demasiado ocupados escaneando sus diplomas, y apoltronados en el paraíso
pequeñoburgués del confort profesoral y profesional, estamos llamados a desmontar este
régimen del poder sobre el saber, movilizando iniciativas autonomistas que incluyan las
destitución de la ilusión trascendental del supuesto saber en el que nos pone el hecho de
“estar en la universidad”, para ocupar el lugar que nos corresponde en tanto que actores de
la emancipación social en el contexto de las crecientes formas de opresión (económica,
técnica y política) que comienzan donde quiera que la academia, en nombre del “uso
público de la razón”, consienta incondicionalmente su anexión a los asaltos del poder.
Contra los académicos, sujetos a los embelecos de los privilegios de clase, hay que
reivindicar la potencia constituyente del cognitario, del intelectual, del activista, del
militante, del bohemio, del revolucionario, relanzar pequeños gestos disidentes, crear,
fabular, confabular…, al menos mientras sea posible desde ese lugar que Derrida (2002)
ampara en un principio de resistencia irredenta, e incluso, de desobediencia civil, y que
bajo el fantasma de su ruina, en el nihilismo de su crisis terminal, ostenta todavía el nombre
de universidad.
Referencias
Bourdieu, P. (2012). Homo academicus. México: Siglo XXI.
Derrida, J. (2002). La universidad sin condición. Madrid: Trotta
Condorcet. (2001). Cinco memorias sobre la instrucción pública y otros escritos. Madrid:
Morata.
Kant, I. (1999). El conflicto de las facultades de filosofía y teología. Madrid: Trotta.
Foucault, M. (1997). El orden del discurso. Barcelona: Tusquets.
Hardt, M. & Negri, T. (2005). Imperio. Barcelona: Paidós.
Pasquinelli, M. (2011). “La tan llamada Italian Theory y la revuelta del conocimiento
viviente”. Disponible en: www.uninomade.org/italian-theory-es/
Sloterdijk, P. (2000). Normas para el parque humano. Madrid: Siruela.