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INSTITUTO DISTRITAL DE CULTURA Y TURISMOSISTEMA DISTRITAL DE CULTRA
Diplomado Gestión de Procesos Culturales y Construcción de lo Público
CULTURA Y DESARROLLO TERRITORIAL1
Gerardo Ardila2
Julio 29, 2006
Introducción
Hablar de “cultura” y “desarrollo territorial”, como me han pedido los
organizadores de este seminario, es tener que hablar de cómo un concepto
se ha construido desde la visión particular de una cultura, la cual, a la vez,
se encuentra en un momento particular de su historia (una historia que, por
decisión o imposición, comparten una gran cantidad de sociedades del
planeta) en una época en que existen pretensiones de globalidad (o intentos
de globalización) por parte de esa particular e histórica manera de concebir
las cosas. El concepto de “desarrollo territorial” es un concepto enraizado
en lo más profundo de nuestra tradición cultural. En realidad, hay dos
conceptos muy fuertes en esa expresión : el de “desarrollo” y el de
“territorio”; el primero, unido a una concepción muy pobre del concepto de
evolución, reducida a la idea de “progreso” y, el segundo, reducido aún más
a su sentido de espacio geográfico, posible de ser apropiado y dominado por
los seres humanos. La idea de desarrollo, tal como la experimentamos hoy,
como el proceso de tomar distancia de la naturaleza, como independencia y
1 En esta conferencia se desarrollan algunas ideas fundamentales sobre territorio y paisaje que ya fueron publicadas (Ardila 2006).2 Profesor del Departamento de Antropología y director del Programa de Ecología Histórica, del Centro de Estudios Sociales –CES--, de la Universidad Nacional de Colombia. ([email protected]).
1
como ruptura con el mundo natural que es concebido como salvaje, oscuro,
inmanejable, e inmedible, es una idea que apenas se inventó en 1949. El de
territorio, es un concepto que se ha tratado de construir en su forma actual
desde hace cerca de doscientos años, durante los cuales nuestra tradición
cultural ha tenido que hacer grandes esfuerzos para convertir la naturaleza
(en particular la tierra), inmóvil, en un factor circulante en el mercado.
Dejemos en claro que conceptos e ideas como el desarrollo; la vida urbana;
la propiedad sobre el agua, el suelo, las plantas y los animales; la soberanía;
el Estado como administrador de las normas que rigen la propiedad
inmobiliaria; la confianza ciega e ilimitada en la técnica como garantía de
sobrevivencia; son todos partes de una misma trama cultural que, por una
parte, nos entrega una serie de instrumentos mentales para creer que el
mundo es como es desde siempre --y que esa es su mejor manera de ser-- y,
por otra parte, nos impide entender que, hoy, seguimos dependiendo de la
agricultura y, en general, de la naturaleza, para poder vivir. La progresión
de las técnicas agroalimentarias no implica el cambio de esta verdad
ineludible.
Nuestra vida es corta y, muchas veces, no nos da tiempo para entender –ni
para experimentar-- los procesos de cambio constante de la vida y los
mecanismos de los que se valen tanto la naturaleza como la sociedad para
organizar y controlar los cambios y las permanencias. Los cambios casi
siempre son respuestas a las transformaciones de las condiciones naturales
o sociales en medio de las cuales dejamos transcurrir nuestra existencia; es
decir, son la posibilidad de inventar nuevas formas de vida humana para
sobrevivir en medio de nuevas circunstancias creadas por la sociedad o
generadas por la naturaleza. Esto no implica que los cambios sean buenos o
malos por sí mismos, sino que las sociedades experimentan y adecuan cosas
nuevas ante nuevas circunstancias, muchas veces sin éxito, lo cual implica
continuar buscando. Las permanencias también son importantes, pues son
el fundamento de nuestra seguridad, a la vez que son la materia prima con
2
la que se componen los sentidos de identidad y de pertenencia. Son, desde
luego, nuestro referente para reconocer los cambios.
Quiero invitarlos a que me acompañen a reflexionar sobre una serie de
fenómenos relativos al territorio, que forman parte de nuestra vida diaria,
pero acerca de los cuales casi no pensamos. Estas reflexiones tienen que ver
con la política (incluyendo las formas de gobierno y los mecanismos de
negociación del acceso a las fuentes de la vida) y con la economía. Es decir,
con la manera como combinamos ideas y experiencias para tener una
versión de la vida que está en la base de nuestra definición de las relaciones
que establecemos entre nosotros y la naturaleza, entre nosotros y los otros
seres humanos, y con nosotros mismos.
Nuestra relación con la naturaleza:
La primera reflexión tiene que ver con las ideas que tenemos acerca de la
naturaleza, a la que llamamos de muchas maneras, casi siempre para eludir
con el cambio de nombre la referencia a nuestra íntima relación con ella; le
decimos medioambiente, o aun peor, recursos o capital natural. Esto sólo es
posible porque hemos logrado –en nuestra tradición cultural-- construir una
imagen de la vida que separa a la naturaleza de la cultura, a la mente del
cuerpo. Es una condición de nuestra creencia en una vida más allá de la
vida, en donde, a pesar del fin del cuerpo, habrá una parte de nosotros que
seguirá existiendo. A este tipo de ideas las llamamos cultura, porque son los
ejes sobre los cuales construimos todos los sentidos de nuestras acciones a
cada instante3.
Estas “creencias” acerca de la separación entre la “naturaleza” y la mente
humana se refuerzan por la aparente evidencia de que la naturaleza esta
3 La cultura ha sido entendida por los antropólogos, en general, como un “cierto sistema de valores, normas y relaciones sociales que poseen una especificidad histórica y una lógica propia de organización y transformación” (Castells en Susser 2001:56).
3
allá, afuera de nosotros, y parece independiente4. Hacemos en nuestra
mente imágenes de lo que queremos y después parece que lo obtenemos
allá, en la “naturaleza”, la cual ha sido convertida en objeto de apropiación,
de suerte que tenemos que desarrollar las explicaciones y las reglas que
legitiman ese doble acto de objetualización de la naturaleza y de su
apropiación por parte de los individuos. Todo el aparato cultural está
adecuado para que nos cuente, de manera reiterada, que la única relación
posible con la naturaleza es la de la propiedad. María Mercedes Maldonado
(Maldonado 2003), basada en Madjarian, ha explicado la relación que nos
interesa entre propiedad y naturaleza, al indicar que la propiedad
representa una relación que se caracteriza por: “una relación abstracta,
desacralizada e impersonal, un puro vinculo de poder; un vinculo en que la
cosa depende del hombre pero el hombre no depende de la cosa y donde
todos los derechos están del lado del hombre y todas las obligaciones del
lado de las cosas, y donde las cosas sólo tienen un valor utilitario, no
constituyen sino la materialización de una suma de servicios, una relación
en la que se instituye a la vez del poder sobre las cosas y la supremacía del
presente sobre el pasado y el futuro. La unidad de esta doble dominación del
hombre y del presente se traduce en permanente, es decir, en el derecho
siempre presente del individuo vivo a cambiar el uso, alienar o usar.”
(Maldonado 2003:46).
El antropólogo Gregory Bateson, uno de los más lúcidos pensadores para el
siglo veintiuno, subrayó la equivocación que cometemos al escindir la
naturaleza y la cultura cuando nos referimos a cualquiera de los procesos
vitales que involucran a los seres humanos. Mostró con claridad que en la
“realidad” no operan las separaciones entre una y otros y dedicó gran parte
de su vida a descubrir, entender y explicar, los procesos y mecanismos que
forman pautas universales de conexión, a las que llamó “la pauta que
4 “Poseemos órganos especialmente destinados a mantener el mundo fuera de nosotros” (Bateson 1993:244).
4
conecta” lo que yo soy con lo que es el resto del universo viviente (Bateson
1979:18). Su rechazo a la separación entre mente y cuerpo llevó a Bateson a
proponer una visión de la vida humana que considera las relaciones entre
mente y cuerpo (naturaleza y cultura, o espacio físico y territorio) como
parte de una única unidad sagrada e indisoluble, “la belleza unificadora
suprema”.
Bateson nos invitó a pensar que, al contrario de lo defendido por Darwin y
sus contemporáneos, la unidad de supervivencia debe ser el organismo en
un ambiente, y no el organismo contra el ambiente5. Los antropólogos
compartimos la idea de que la evolución llevó a la adquisición de la cultura,
así como reconocemos que la cultura ha actuado sobre los mecanismos de la
evolución transformando su dirección, sus dinámicas y sus sentidos. Lo que
pensemos de la evolución está relacionado en forma directa con las ideas
que tengamos sobre la relación mente-cuerpo (naturaleza-cultura). La visión
que tenemos de las relaciones separadas entre nosotros y la naturaleza es
una producción cultural. Es una forma de ver las cosas construida
históricamente y susceptible de cambio. En el mundo existen otras visiones
de esta relación, las cuales consideran que los seres humanos son parte de
la naturaleza en la misma medida en que le atribuyen a la naturaleza
(plantas y animales, lluvia y sol, entre otros) comportamientos humanos. A
esa relación sagrada que aparece en casi todas las religiones se refiere
Bateson, diciendo que hay que despojarla de los errores epistemológicos
que tienen las religiones y así tendremos una aproximación ecológica más
correcta.
5 “Uno de los vicios interesantes de esta perspectiva es la idea que floreció en el siglo XIX durante la revolución industrial y que fue fomentada por Darwin y otros; me refiero a la idea de que la unidad de supervivencia es o bien un individuo o bien la línea de la familia o bien una especie o subespecie o algo por el estilo. Y nosotros, aferrados a esas premisas, hemos estado construyendo máquinas y combatiendo contra el ambiente. Ahora hemos llegado, así lo espero, a la prueba empírica de que esa premisa ya no es válida. En realidad, la unidad de supervivencia es el organismo en un ambiente y no el organismo contra el ambiente”. (Bateson 2001:231).
5
Así que, tanto las religiones como algunas epistemologías, diferentes a la
que llamamos nuestra tradición “occidental”, aunque reconocen que las
fuentes de la vida están afuera de nosotros, y que los seres humanos
debemos tomar lo necesario de ese mundo externo, parten del
convencimiento de que somos una parte inseparable del mundo natural.
Casi todas las sociedades indígenas tienen una serie de procedimientos para
“pedir permiso” a la naturaleza al tomar sus frutos, así como para
“agradecer” sus beneficios, en un constante reconocimiento de la estrecha
interacción entre la naturaleza y los seres humanos. Gerardo Reichel-
Dolmatoff, explicaba esto con mucha claridad: “Los mitos cosmogónicos que
expresan la visión del mundo de los Tukano, no describen el Lugar del
Hombre en la Naturaleza en términos de superioridad o de dominio sobre un
ambiente subordinado; tampoco expresan en absoluto la noción de lo que
podría llamarse entre nosotros “armonía con la naturaleza”. La naturaleza,
desde su punto de vista, no es una entidad física que exista aparte del
hombre y, por consiguiente, éste no puede enfrentársele u oponérsele, ni
armonizar con ella como si fuese entidad separada. El hombre puede
ocasionalmente desequilibrarla al funcionar defectuosamente como parte de
la naturaleza, pero nunca puede existir independientemente de ella”
(Reichel-Dolmatoff 1997:20).
Las imágenes que surgen en nuestra mente dependen en una gran medida
de nuestras propias historias y experiencias, así como de la manera como
les damos sentido a estas historias por medio de la creación de sistemas de
significados que nos permiten entender como lógicos cada uno de los
eventos y de los actos que constituyen nuestra cotidianidad. Para aquellos
que han vivido en lugares en los cuales los impactos de la urbanización han
sido menos drásticos, el concepto de naturaleza les evoca colores, sabores,
luminosidades, sonidos, que son muy diferentes de lo que implica esta
expresión para quienes han vivido su vida en áreas urbanizadas. Para los
primeros puede haber una mayor evidencia de los cambios ocurridos en la
6
naturaleza durante el trayecto de sus vidas, mientras que para los segundos,
la naturaleza puede ser tan solo una manera de llamar a “el campo”. Un
algo lejano e invariable, hasta el cual parece que no llegan las ventajas de la
técnica, a diferencia de la percepción de los cambios y de las permanencias
en el entorno urbano, en el cual se considera que el paisaje es una completa
construcción de los seres humanos quienes, se supone, pueden transformar
a la naturaleza haciéndose señores de los mecanismos de funcionamiento de
la vida. Si bien el paisaje es construido por la acción de los seres humanos
en su constante pugna por la definición de los derechos de acceso a la
naturaleza, es decir a las fuentes de la vida: tierra, agua, aire, alimento, y a
las fuentes de minerales y “materias primas”, hay límites para esas
intervenciones, los cuales están determinados también por las series de
interrelaciones existentes entre factores tales como la irradiación, la lluvia,
la geomorfología, los suelos, la cobertura vegetal de un área particular, y
todas las combinaciones de estas interacciones, tales como las diferencias
de temperaturas entre el mar y la tierra, las dinámicas de los vientos, los
derrumbes e inundaciones; en fin, la historia natural.
En fin, es necesario recordar que la separación de nuestra realidad profunda
como individuos, miembros de una sociedad y de una naturaleza específica,
no tiene más sentido que como la aceptación conciente de una tremenda
equivocación. Guattari escribe que “No es justo separar la acción de la
psique, el socius, y el medio ambiente. La negativa a enfrentarse con las
degradaciones de estos tres dominios, tal como es fomentada por los medios
de comunicación, confina a una empresa de infantilización de la opinión, y
de neutralización destructiva de la democracia. Para desintoxicarse del
discurso sedativo que en particular destilan las televisiones, de aquí en
adelante convendría aprehender el mundo a través de las tres lentes
intercambiables que constituyen nuestros tres puntos de vista ecológicos…
Hoy menos que nunca puede separarse la naturaleza de la cultura, y hay
que aprender a pensar “transversalmente” las interacciones entre
7
ecosistemas, mecanósfera, y Universo de referencia sociales e individuales.”
(Guattari 2000:32, 34).
La gravedad de la contaminación y de la destrucción no radican tan solo en
la desaparición de las especies biológicas, en la disminución de la diversidad
biológica, sino también en la desaparición de “las palabras, las frases, los
gestos de solidaridad humana” (Guattari 2000:35). Gregory Bateson subrayó
su convicción de que todas las amenazas para la sobrevivencia actual de los
humanos se podían resumir en tres causas fundamentales, entre las cuales
contaba el progreso tecnológico explicado en sus peligros, el incremento de
población y, ante todo, en el hecho de que los valores y actitudes de la
cultura occidental son equivocados (Bateson 1987:498). Por eso, abogó por
una “ecología de las ideas”, que nos diera la posibilidad encontrar las
interrelaciones entre nuestra más profundas equivocaciones; pensamos mal
y actuamos en consecuencia.
Territorio e historia:
Nuestra búsqueda de seguridad y de coherencia en medio de nuestros
errores nos ha llevado a crear unos principios culturales6 y a considerar,
entonces, que la naturaleza es estable y externa, y que la vida es
manipulable por la técnica. En general desconocemos, por ejemplo, que el
conjunto de paisajes que corresponden a nuestra actual república de
Colombia es el producto de la interrelación entre la historia natural y los
esfuerzos continuados de seres humanos que iniciaron su llegada a estas
tierras hace cerca de 20.000 años. A lo largo de ese tiempo estos seres
humanos han debido afrontar transformaciones del mundo conocido
mediante la invención de nuevas maneras de tratar con la naturaleza. Esas
6 Estos “principios culturales” son un producto histórico, es decir, operan desde hace poco tiempo (cerca de doscientos años) en unas regiones especificas de la tierra (influenciadas por la historia de Europa), y bajo unas relaciones sociales, económicas y políticas particulares.
8
nuevas maneras de tratamiento han involucrado la transformación
permanente de las formas de organización social y política y, desde luego,
de la estructura económica de las sociedades humanas asentadas en lo que
hoy es Colombia, así como han estado basadas en cambios en los patrones
de asentamiento, es decir, en cambios en la distribución de los seres
humanos en cada uno de los ecosistemas y de los paisajes que se han
construido como consecuencia de sus diversas interacciones con la
naturaleza.
Las investigaciones paleoambientales llevadas a cabo durante cerca de
cincuenta años por el profesor Thomas van der Hammen y su equipo de
colaboradores han permitido establecer que, a través del tiempo, se han
sucedido una serie transformaciones que alteraron las poblaciones
ecológicas y la composición de los ecosistemas de los territorios que hoy
componen este país. Si pudiéramos tener memoria de nuestra historia en
estos lugares, recordaríamos que desde hace cerca de veinte mil años,
cuando arribaron nuestros más antiguos ancestros a estas tierras, a este
lugar en el que nos reunimos hoy, se han producido movimientos
altitudinales de los cinturones de vegetación y contracciones y expansiones
de las selvas lluviosas bajas que han cambiado por completo los “mapas” de
Colombia. Estos cambios han tenido como consecuencia un reordenamiento
de las interrelaciones entre las especies vegetales y su localización e
interacción, junto con cambios anexos en la distribución de las especies
animales asociadas.
Si hace veinte mil años uno de nosotros se hubiera asomado a una ventana
de esta sala, hubiera observado una gran pradera helada, cubierta en parte
por frailejones y pajonales bajos, y hubiera visto la nieve formando un
casquete blanco en las cimas de Monserrate y en los cerros de La Calera. En
la parte plana, en medio de algunos pantanos y de una red de riachuelos
helados bajando de los cerros orientales, habría visto algunos caballos
9
parecidos a cebras pastando junto a grandes mastodontes que se movían
pesados y perezosos. Y habría experimentado placer, pues esa era su comida
predilecta, que debía compartir con no más de unos cuarenta o cincuenta
congéneres humanos, quienes venían a cazar y a explorar desde el valle del
Magdalena donde pasaban la mayor parte del año.
Si volviera a asomarse a esa ventana hace diez mil años, encontraría que los
bosques de robles y encenillos cubrían las laderas y que la parte plana
estaría cubierta por un bosque cerrado intercalado con grandes lagunas y
muchos pantanos alimentados por corrientes de agua abundantes drenando
desde las montañas. Muy pocos animales grandes –los caballos y los
mastodontes habían desaparecido-- con la excepción de los venados, y
conejos, guatines, comadrejas y ratones, cientos de especies diversas de
aves, y muchos peces en las aguas, con una temperatura promedio anual
cercana a los dieciocho grados centígrados. Talvez ya habrían sido
introducidas algunas plantas comestibles en la dieta de los humanos y la
cantidad de gente habría sido mayor que antes, quizás unos cientos de
personas, con unas temporadas de estadía en el altiplano durante casi todo
el año, y con una compleja trama de rituales dispersos en el territorio para
celebrar la vida y la muerte.
Y si abriera la ventana hace siete mil años, encontraría un bosque con
especies similares a las que se ven hoy cerca de Fusagasugá pero, además,
podría observar algunas áreas abiertas en las cercanías de los pantanos y
algunos parches abiertos en los bosques de las laderas, en donde grupos de
seres humanos estaban experimentando con los primeros cultivos. Estos
antiguos ingenieros sabaneros trataban de transformar los códigos
genéticos de algunas plantas y animales para convertirlos en domésticos; y
lo lograron, pues las papas, los cubios, las chuguas, las ibias, las calabazas,
los frijoles, y animales como los curíes fueron domesticados entonces y aún
perduran hoy. Estos cambios trajeron como consecuencia la necesidad de
10
que los seres humanos reorganizaran cada vez de nuevo sus estructuras
políticas, sus formas de organización social, y sus estructuras económicas,
para hacerlas consecuentes con las posibilidades y con los retos que en
forma permanente estaban enfrentando como producto de los cambios en el
entorno natural y de las respuestas a esos cambios desde la sociedad.
Si, de nuevo, volviéramos a la ventana hace cerca de dos mil años, el
espectáculo sería impactante, pues veríamos que una gran parte de la
inmensa planicie, en particular a lo largo de los ríos, estaría tapizada por un
sistema complejo de canales y terrazas de cultivo muy parecido al que existe
en el valle del Río Sinú. Los muiscas habían logrado un control eficiente del
agua y de los pantanos, convirtiéndolos en fuentes de sedimentos frescos
para las terrazas, y en criaderos de pescado permanente al borde de las
terrazas, junto a las viviendas7. La construcción de los canales implica un
gran esfuerzo de trabajo y organización, pero su ampliación y
mantenimiento requieren de unas formas de organización social y política
muy complejas, pero diferentes a la propiedad de la tierra, para poder
valerse de este sistema durante un periodo que parece haber sido mayor a
mil quinientos años.
Hoy, en este mismo espacio, vivimos cerca de diez millones de seres
humanos, muy pocos de los cuales producimos comida, y muy pocos de los
cuales tenemos conciencia de nuestra historia conjunta con esta porción de
la naturaleza. La gran mayoría de los habitantes urbanos posee una
pequeñísima porción de espacio para desarrollar su vida y la de su familia.
Grandes extensiones de tierra están en manos de muy pocas personas que
las adquirieron --casi siempre-- mediante compra a los campesinos locales,
quienes fueron obligados a desplazarse a zonas deprimidas de la ciudad, o a
alejarse de sus territorios para “empezar de nuevo” su vida en otras partes.
7 Una fotografía aérea tomada en 1960 sobre Suba, muestra una parte de estos sistemas y deja ver su cobertura y forma de manera muy clara. Ha sido publicada como portadilla del libro de Ardila (2003).
11
Estos pocos especuladores con la tierra se enriquecen con facilidad al
apropiarse de las plusvalías generadas por las inversiones públicas. Es
común que estos especuladores estén insertados en el gobierno o ejerzan
una actividad política que les facilita intervenir en las decisiones públicas y
en los procesos de negociación –no siempre formales ni formalizados--
utilizando las instituciones y los medios de comunicación para lograr
beneficios personales. Esta es una de las deformaciones más graves y
peligrosas del capitalismo, y un verdadero atentado contra la naturaleza y la
sociedad, sustentado por la ideología que plantea la escisión entre el mundo
natural y la sociedad o, más profundamente, entre el cuerpo y la mente.
Esta primera reflexión, entonces, se refiere al carácter cambiante de la
naturaleza y a la importancia que tiene para la vida humana, a la vez que
nos lleva a pensar en los efectos de las acciones humanas sobre ese carácter
cambiante del mundo natural. La base de estas relaciones es la ideología,
las ideas que tenemos acerca de la manera como nos relacionamos con la
naturaleza y la creación de discursos y prácticas sociales que nos hacen
creer que la tierra y la naturaleza constituyen el primer valor de apropiación
y provecho particular.
Naturaleza y territorio:
La segunda reflexión a la que les invito tiene que ver con la manera como
combinamos nuestra experiencia vital (individual) como partes constitutivas
de la naturaleza, con nuestras vivencias sociales, para dar sentido y para
colmar de significado nuestras relaciones con nosotros mismos, con el
entorno natural, y con nuestros congéneres. Los seres humanos somos, a la
vez, biología y cultura y estamos insertos en un sistema que no puede
escapar de lo que Guattari (2003), recordando a Bateson (1987), llamo “las
tres ecologías”, al referirse al individuo, a su entorno natural, y a su entorno
social: auto ecología, ecología, y socio ecología. No podemos escapar a la
12
constatación de esa realidad, así como no debemos pensar que tenemos un
cuerpo separado de la mente.
Este reconocimiento tiene implicaciones en la interpretación de la
territorialidad humana, pues en tanto que somos biología, el
comportamiento territorial humano responde a una acumulación de
información básica que fluye a través de los genes y que responde a
procesos de comunicación muy complejos dentro de cada uno de los
sistemas de ese gran sistema. Así, el comportamiento territorial biológico
humano se puede analizar desde la perspectiva de la ecología, de suerte que
se acepta que, en este sentido, los seres humanos actúan bajo los principios
propios de la dinámica de los organismos, las poblaciones y las comunidades
ecológicas. El parasitismo, la predación y la competencia aparecen en la
base de los procesos de cambio en las relaciones con el territorio, pero es el
mutualismo el que establece la base para las limitaciones territoriales8. Lo
importante es que la territorialidad garantiza la propagación de la especie
(de cualquier especie) regulando la densidad de población. Pero, a la vez, en
el caso de los animales, la territorialidad constituye una forma de
dependencia de la naturaleza, como lo muestran los ecólogos y los etólogos
con sus trabajos: los animales no son libres, sino que son prisioneros de su
territorio.
Gracias a la evolución, los seres humanos logramos desarrollar una
estrategia adaptativa que nos ha conferido una enorme ventaja competitiva:
esta es la cultura. Gracias a la cultura, el comportamiento territorial
humano se hizo más complejo, agregando a las necesidades de espacio vital
y de acceso a los medios de vida, una trama compleja de significados y de
sentidos que permiten y exigen la existencia de acuerdos, normas,
obligaciones y derechos. Por la cultura, los seres humanos superamos la
8 Procesos de mutualismo que combinan naturaleza y cultura son comunes en la historia humana como ocurre, en especial, en la agricultura.
13
caracterización del territorio como espacio físico, como simple lugar de
protección, como un espacio de circulación, y le conferimos otros sentidos,
como lugar donde se concreta y habita lo sagrado, lo simbólico y lo mítico. A
pesar de que la cultura también llevó a la objetivación de la naturaleza que
ya he mencionado antes, lo que es importante subrayar es que allí, en el
territorio, habita el tiempo de la historia que se manifiesta y representa en
el espacio. Allí se enraízan la memoria, el tiempo y todas las metáforas de
sociedad, para dar existencia física a los sentidos de identidad y
pertenencia. La identidad siempre se refiere a la multiplicidad de relaciones
territoriales en las que tenemos que movernos a cada segundo de nuestra
existencia.
Como cualquier otra especie, los seres humanos debemos obtener nuestro
sustento de la naturaleza: a pesar de los avances técnicos, todos los seres
humanos del planeta seguimos dependiendo de la agricultura, del agua, del
aire para respirar. El éxito en nuestro esfuerzo de subsistencia, asegurado
ante todo por la ventaja adaptativa que implicó la cultura, la cual nos
permitió convertirnos en la única especie que es parte de comunidades
ecológicas de muy diversos ecosistemas, ha llegado a un extremo en el que
casi copamos la capacidad de carga ecosistémica del planeta. Cada vez se
hace más imperativo que revisemos nuestras ideas acerca de la relación
entre la sociedad y la naturaleza para que podamos “negociar” el acceso a la
naturaleza con base en el establecimiento de reglas claras9 que delimiten los
derechos y deberes de cada individuo, de cada comunidad, y de cada una de
las sociedades.
El concepto de territorio:
9 Sobre estas reglas se establece el conjunto de normas que definen las interrelaciones que tenemos con las otras especies (animales y vegetales) y con el mundo físico (abiótico) restante. A este proceso, que tiene que ver con la biología, la religión, la política, la historia y, en general, con todas las dimensiones del espacio y del tiempo, lo denominamos territorialidad.
14
Antes de referirme con un poco de detalle al conjunto de conceptos que
tienen que ver con el territorio y la territorialidad, quiero hacer una
observación sobre la idea académica de que los conceptos no son asépticos,
y que un concepto como el de territorio no está exento de una carga
ideológica y de un valor político que determina sus significados y condiciona
sus usos. Los conceptos sólo son instrumentos, acuerdos de significado para
un mejor entendimiento, y son creados por la cultura que, a su vez, es
política. Como lo han hecho evidente Álvarez y sus colegas (1998), la
política se basa en la generación –y manipulación-- de las bases culturales
sobre las cuales opera. Sin estas bases, la política y el ejercicio del poder
serían imposibles. Varios estudiosos han demostrado que la cultura es
política porque los significados son elementos constitutivos de procesos que,
en forma implícita o explícita, buscan dar nuevas definiciones del poder
social. Es decir, cada vez que los movimientos sociales despliegan,
reconocen o consideran conceptos alternativos de mujer, naturaleza,
sociedad, raza, economía, democracia, ciudadanía, desarrollo, progreso,
territorio, o de sus combinaciones, desestabilizan los significados culturales
dominantes y ponen en marcha una política cultural. En otras palabras, las
definiciones conceptuales --que implican cambios culturales-- están unidas a
procesos políticos concretos, de suerte que cada vez que surgen
movimientos sociales nuevos, estos exigen una transformación de la cultura
política dominante y una redefinición de los conceptos sobre los cuales se
basan sus ideas (Álvarez y otros 1998). En esta perspectiva, hablar del
concepto de territorio y de sus usos en la vida cotidiana es, ante todo, hablar
de política. Más aún, si reconocemos que la solución de los conflictos
territoriales constituye la esencia de las relaciones de poder en una
sociedad, su resolución indica el tipo de organización política que rige un
determinado momento de la historia de esa sociedad.
A pesar de que el concepto de territorio es básico en las ciencias sociales, su
estudio en detalle es reciente, hasta el punto de que aún no son claras las
15
fronteras con otros conceptos valiosos como espacio, lugar, región, o
paisaje, ni se entienden con suficiente claridad sus implicaciones en la
creación de otros conceptos o sentidos tales como etnicidad e identidad. En
la medida en que el concepto de territorio que construimos todos los seres
humanos está en la base de la vida social, también es fundamental para
definir gran parte de los principios que usamos para establecer nuestras
fronteras personales, sociales y políticas. Desde esa perspectiva, la
comprensión de la manera como los seres humanos construimos la
territorialidad es muy útil para entender la dificultad que tenemos para
desarrollar nuestra vida en contextos de territorialidad diferentes a aquellos
en los que hemos sido entrenados por la cultura. Aún en aquellos casos en
los cuales esos contextos se transforman sin necesidad de que nos hayamos
movido de lugar. Trataré de plantear algunas ideas generales dirigidas a la
definición del territorio y del paisaje y a su valor para entender los procesos
de transformación de las relaciones de poder en una sociedad, en
interacción con otros aspectos relacionales tales como nuestra ubicación en
la naturaleza y el conjunto de decisiones permanentes que la transforman y
redefinen.
Teniendo en cuenta estas aclaraciones, continuo con el hilo de la
conversación anotando que el concepto de territorio no es un concepto
simple, no sólo por su importancia en la vida cotidiana de los seres
humanos, sino por la multiplicidad de usos y significados que le hemos
conferido a raíz de su reconocimiento como uno de los conceptos básicos de
la vida humana. Una definición del concepto de territorialidad nos obliga a
superar la idea de que el territorio es un espacio de tierra sobre el cual se
desenvuelve –sin más– la vida humana, así como la idea de que el territorio
es tan sólo la organización político administrativa que se derivó de la
aparición del Estado-nación.
16
Cada momento de nuestra existencia requiere de un despliegue de
conocimientos acerca de la territorialidad, de nuestra idea de
territorialidad, la cual incluye las dimensiones materiales (los paisajes) y
simbólicas (sus significados) a partir de las cuales construimos nuestro
sentido de relación espacial y temporal. En otras palabras, el territorio no es
tan sólo nuestra ubicación espacial, es también nuestro referente de
ubicación social y, por tanto, el referente para nuestro comportamiento en
la relación con los demás, en cada instante de nuestra vida. Por ello, la
territorialidad es un despliegue permanente de múltiples escalas, que se
pueden ver como anillos a partir de uno mismo: hay una territorialidad
inmediata que es nuestro cuerpo; un segundo nivel se define por las
relaciones íntimas con nuestros allegados más cercanos a quienes, por lo
general llamamos familia; un tercer nivel se define como la comunidad, esa
unidad mínima con la que compartimos un universo de significados; un
cuarto nivel consiste en la unidad mayor en la que se articulan las pequeñas
comunidades locales que forman una sociedad; y así continúan los circuitos
de articulaciones en forma sucesiva.
Hay una complicación muy importante cuando tenemos en cuenta la
existencia de un componente de la idea de territorialidad, que es transversal
a todos estos anillos, el cual construimos con base en territorios o aspectos
del territorio que no conocemos, sino que imaginamos; es decir que un
componente de nuestra percepción territorial es el producto de lo que
imaginamos acerca de sus características. Tanto confiamos en estas
imágenes que no cuestionamos su existencia, de suerte que sin hacernos
muchas preguntas concientes excluimos o incluimos a quienes deben ser
parte del “nosotros”, o a quienes creemos que deberían ser “como
nosotros”. Imponemos nuestras ideas de territorialidad convencidos de que
son únicas y legítimas, tan sólo porque tenemos la prueba de que funcionan
en los actos más simples de nuestra vida cotidiana. Este componente juega
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un papel muy importante en las luchas y el ejercicio del poder, como lo
trataré más adelante.
Lo interesante es que, cada vez, combinamos todo lo que traemos en
nuestros genes con lo que hemos aprendido acerca de lo que debe ser
nuestro comportamiento territorial para actuar en consecuencia. A muchos
de esos actos los denominamos hábitos (que se confunden de forma muy
errónea con instintos)10 pero son, en realidad, creaciones culturales. Esto
implica que la territorialidad es el campo donde se combinan y revelan las
normas, acuerdos y principios que proceden de la religión, la economía, la
historia, etcétera.
Otra implicación de esta definición de territorio es que no existe, no puede
existir, una noción única de territorio y, por tanto, no puede existir una
forma única de construir la territorialidad. Esta conclusión es muy
importante, porque nos obliga a considerar la posibilidad de que los seres
humanos tengamos que sufrir incomprensiones, roces y conflictos (a veces
resueltos con mecanismos muy violentos), motivados por el choque de los
diferentes sentidos de territorialidad. Es decir, la territorialidad está
presente en una forma muy relevante en la construcción de las relaciones de
poder, también a diferentes escalas. Veamos esta relación con un poco más
de detalle.
El poder se puede definir, entre otras muchas formas, como la capacidad de
convocatoria para la cooperación (Mann 1993); en este sentido, tiene dos
características: en primer lugar, es una creación social, pues la delegación
del poder, la decisión colectiva de aceptar la convocatoria hecha por un
individuo o por un sector de la sociedad, puede cambiar si cambian las
circunstancias en las que ésta se produce; en segundo lugar, el ejercicio del
10 Bourdieu ha hecho un tratamiento muy famoso del concepto de “habitus”; sin embargo, yo lo uso aquí en el sentido que le dio Gregory Bateson.
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poder ocurre en un espacio de teatro, en el que aquel o aquellos que
detentan el poder, hacen alarde permanente de los símbolos que legitiman
ese poder. El comportamiento de los individuos que detentan el poder está
marcado por innumerables signos tales como los emblemas, los trajes
distintivos, el lugar físico en el que se sientan, el lugar desde el que hablan,
las áreas públicas que pueden recorrer, pero también por un tipo de
conducta que los hace aparecer como diferentes, y que establece las
distancias con otros miembros de la sociedad, es decir, que establece los
principios de su territorialidad a las diferentes escalas. El tiempo (como
historia o como mito) es otro factor fundamental en el reconocimiento y
legitimidad del poder. La historia o el mito, que son técnicas para el manejo
de la memoria y del olvido, creaciones políticas por excelencia, ratifican lo
que parecería evidente, enseñando y legitimando las relaciones de poder
que se presentan como “naturales”, “necesarias” y “únicas”, o
confrontándolas como ilegítimas o inadecuadas.
Uno de los instrumentos del poder para legitimar la historia es el uso de
marcadores de la memoria histórica sobre el territorio. Tal es el papel de los
monumentos, o de la monumentalidad de la arquitectura. Entre otros, los
muros, cerramientos, porterías con vigilantes uniformados, obstáculos a la
libre movilización, pueden contribuir a la legitimación simbólica de una
noción particular de territorio y de paisaje. No obstante, sabemos que la
interacción humana con la naturaleza y la creación de paisaje no siempre
resultan en marcadores materiales. Algunas comunidades campesinas,
indígenas y afrodescendientes, tienen “mapas mentales” de lugares
importantes que son recreados en sueños o en estados de éxtasis en
ceremonias diversas, pero que no son identificados con una señal o una
arquitectura11. Estos “lugares mentales”, “lugares imaginados” o territorios
simbólicos y sagrados, son tan significativos como lo fue la monumentalidad
11 Tom Dillehay, conferencia sin publicar leída en la Universidad Nacional Autónoma de México, en junio de 2005.
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de gran escala para nuestros antepasados, o como lo es hoy la
monumentalidad urbana.
Cualquier falta de coherencia entre el discurso y los otros símbolos, o en el
uso correcto de los símbolos, trae como consecuencia la pérdida de
capacidad de convocatoria y, por ende, debilita el ejercicio del poder
(algunas veces estos son los principios que disminuyen la “gobernabilidad”).
En este caso la territorialidad actúa en dos sentidos, pues las relaciones de
poder requieren de la base territorial, como ha sido definida arriba, para
establecer el comportamiento de los diferentes actores pero, a la vez, la
territorialidad se transforma con el juego cambiante de las relaciones de
poder.
Tras la discusión del papel de las relaciones de poder en la creación del
territorio, y volviendo sobre el curso de las ideas que dejamos arriba,
podemos decir que el territorio es una noción. A pesar de tener una base
física en la que se concreta, habita en la mente y forma parte fundamental
de la identificación de los seres humanos con un paisaje, con una sociedad,
con una parentela, con una historia, con una tradición, con una memoria.
Aunque tiene algunos niveles muy personales de manifestación, la
construcción de la noción de territorio es colectiva, histórica, basada en la
experiencia de cada sociedad particular y en las variables formas de
organización de las relaciones entre los seres humanos y la naturaleza. En
palabras de Castells existe una “producción social de formas espaciales”
(Susser 2001:50), cuyos mecanismos aún deben ser estudiados y
comprendidos. Por tanto, no hay una imagen homogénea de territorialidad,
sino que siempre existen diferentes nociones que pugnan por imponerse
como parte de las luchas políticas por el acceso a la naturaleza. Esta
diversidad de nociones está en relación directa con las diferencias de los
sistemas políticos, económicos y sociales que compiten en el seno de una
sociedad y, por tanto, refleja los diferentes modelos de organización de la
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economía y de la sociedad. En los conflictos sociopolíticos lo que está en
juego, siempre, son las distintas nociones de territorio que se enfrentan.
El concepto de paisaje:
Si bien el territorio es una noción, una creación cultural e histórica que
habita en la mente, tiene una cara visible, que se observa en la naturaleza y
que denominamos paisaje. Esta cara visible también es objeto de
interpretación constante, por lo que se carga de símbolos y de significados
y, por tanto, es el lugar de las concreciones reales de la historia, de la
memoria, de la pertenencia, así como es el lugar de protección, de
seguridad, de despliegue de todo lo que concebimos como normal o como
posible. Un paisaje está constituido para nosotros por una serie de
componentes que aprehendemos a través de los sentidos. El paisaje es
también el escenario de nuestra identidad. A preguntas tales como ¿quién es
usted? o ¿usted de dónde es?, respondemos siempre después de desplegar
en nuestra imaginación un conjunto instantáneo de evocaciones que
incluyen olores, colores, luminosidad, sonidos, sabores y otras sensaciones
de relación con un espacio en el que se establecen nuestros criterios
territoriales; es decir, también alcanzamos a evocar los potreros o los
bosques, los peces o los pájaros, los ríos y la lluvia, con la misma intensidad
con la que evocamos al don y a su familia, al peón y sus imágenes, al cura y
sus emblemas, al curandero o al dueño del bar, o a los primos o amigos de la
escuela o del barrio. Y encontramos un sentido de identidad y de
pertenencia compartidas con aquellos que participan de nuestras
sensaciones, clasificaciones y recuerdos. El paisaje, como cara visible del
territorio, también se construye en círculos que parten desde el cuerpo; mi
propio cuerpo es mi construcción, mi paisaje, al que cargo con símbolos
(vestidos, pinturas, marcas, joyas) de lo que yo creo que soy; si cambio los
símbolos de mi identidad me siento “disfrazado”. El paisaje de la familia es
lo que llamamos “la casa”, que es mucho más que una construcción en un
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lugar particular, pues llamamos “la casa” a un sistema muy complejo de
relaciones y significados que pueden incluir al lugar de habitación con todos
sus componentes (el altar de un santo, la foto de los abuelos, los diplomas,
los hijos, los regalos, los cuadros de pintores famosos, etcétera), así como
puede ser el referente concreto de otras dimensiones de la territorialidad,
como ocurre con las sociedades indígenas que componen la casa como un
modelo del cosmos. También construimos el paisaje del barrio o del poblado
y lo cargamos de significados y de símbolos. En resumen, el paisaje es vida e
historia y, a la vez, prueba de esa historia. Por eso los cambios del paisaje
tienen hondas repercusiones en la cohesión social, en la transformación de
los lazos sociales, y en la pérdida o transmutación de los sentidos y
significados de la vida.
La idea del paisaje como la cara visible del territorio, también permite
entender el paisaje como un reflejo de unas relaciones de poder
determinadas y de sus pugnas y soluciones. A toda transformación del
paisaje subyace siempre el triunfo de un modelo de vida sobre otro. Y las
variaciones de esa transformación –su efecto de mosaico– permiten
vislumbrar las nociones de territorio en lucha, el impacto social de esas
luchas y las posibilidades –y mecanismos– de pervivencia de las nociones
derrotadas. Es decir, en el paisaje es posible leer la historia y el carácter de
una sociedad, así como también observar sus diferencias y sus estructuras
internas.
Las reflexiones anteriores facilitan volver a pensar sobre la importancia de
las decisiones políticas y de su impacto sobre la sociedad, desde la
perspectiva del territorio. Toda acción y toda definición humana de las
acciones de un sociedad o de un sector de una sociedad, desde la
adecuación de la vivienda de los cazadores recolectores dentro de su
territorio completo, hasta la construcción de una represa en un sector rural,
la ampliación de una vía, o la clasificación del uso del suelo en las zonas
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urbanas, tiene como telón de fondo, como escenario, como base, una noción
de territorio que, a la vez, descansa sobre una visión de sociedad y sobre
una comprensión particular de las relaciones entre mente y cuerpo, entre
naturaleza y cultura, y entre los miembros de cada sociedad con los demás.
Podemos hacer una generalización comparativa, que sabemos que no opera
de una manera tan exacta en la realidad, entre la que llamamos “nuestra”
tradición de pensamiento y otras formas existentes en el mundo. La
tradición que se identifica con la Europa del siglo XIX y de los comienzos del
siglo XX, a la cual pertenecemos la mayoría de los aquí reunidos, funda su
epistemología en la idea de una ruptura con la naturaleza, a la cual
considera como salvaje, impenetrable e incomprensible, opuesta a la
domesticación. A la vez, manifiesta su miedo a la diversidad porque es una
condición que dificulta el control, por lo que trabaja para allanar la
diferencia y para crear un universo homogéneo, basado en un patrón mono
de organización: monolingüe, monoteísta, monógamo, monocultivador, con
la creación de un paisaje único que facilite el control y se ajuste a los
mecanismos de comando. Por su parte, casi todas las sociedades rurales,
incluso las mentalidades rurales en ámbitos urbanos, que crearon los
paisajes locales, están basadas en nociones de territorio diferentes, que se
conciben a sí mismas como parte de la naturaleza, con quien negocian sus
intercambios; esas sociedades construyen visiones holísticas de la realidad,
en las cuales la naturaleza y los humanos forman parte de un todo
articulado, explicado desde la religión, y basan su ideología en un patrón
poli12 de organización: políglota, politeista, polígamo, policultivador. A la
vez, como un producto poli, el paisaje aparece allí como un mosaico. En
ambos casos, el paisaje permite leer los procesos políticos locales, sus
transformaciones y sus soluciones, como parte de una dinámica
multiescalar. Por otra parte, la diversidad es una garantía para el porvenir,
12 La idea de la comparación entre modelos mono y poli se la escuché al antropólogo Jaime Arocha, en una intervención en el curso de introducción a la antropología y la arqueología que coordinamos juntos en el primer semestre de 2004 en la Universidad Nacional de Colombia.
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un seguro contra la incertidumbre de la vida, usando las palabras del
biólogo François Jacob (1982).
Como idea final de estas reflexiones podemos plantear que las políticas
públicas territoriales y las acciones sociales son modelos con los cuales se
moldea el paisaje. Todo paisaje es un producto de pequeñas o mayores
acciones y, por tanto, desde la perspectiva de nuestros planteamientos, cada
acción pública es una práctica ideológica que plasma en el paisaje una
visión de la sociedad y una impronta de la imagen que esa sociedad tiene de
sí misma y del universo. Así que cada vez que se toman decisiones que
afectarán al paisaje, disfrutamos de una oportunidad nueva y poderosa que
la vida nos ofrece para contribuir a la creación de una sociedad más justa,
en la que nuestros hijos puedan encontrarse con los hijos de los otros con la
conciencia de que, a pesar de las diferencias que el tiempo y el espacio han
puesto en nuestras mentes, además de otras muchas identidades, somos
miembros de la misma especie, y tenemos una responsabilidad compartida
sobre sus posibilidades de supervivencia.
¡Muchas gracias!
Referencias:
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