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INSTITUTO DISTRITAL DE CULTURA Y TURISMO SISTEMA DISTRITAL DE CULTRA Diplomado Gestión de Procesos Culturales y Construcción de lo Público CULTURA Y DESARROLLO TERRITORIAL 1 Gerardo Ardila 2 Julio 29, 2006 Introducción Hablar de “cultura” y “desarrollo territorial”, como me han pedido los organizadores de este seminario, es tener que hablar de cómo un concepto se ha construido desde la visión particular de una cultura, la cual, a la vez, se encuentra en un momento particular de su historia (una historia que, por decisión o imposición, comparten una gran cantidad de sociedades del planeta) en una época en que existen pretensiones de globalidad (o intentos de globalización) por parte de esa particular e histórica manera de concebir las cosas. El concepto de “desarrollo territorial” es un concepto enraizado en lo más profundo de nuestra tradición cultural. En realidad, hay dos conceptos muy fuertes en esa expresión : el de “desarrollo” y el 1 En esta conferencia se desarrollan algunas ideas fundamentales sobre territorio y paisaje que ya fueron publicadas (Ardila 2006). 2 Profesor del Departamento de Antropología y director del Programa de Ecología Histórica, del Centro de Estudios Sociales –CES--, de la Universidad Nacional de Colombia. ([email protected] ). 1

Cultura y Territorio - Gerardo Ardila

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INSTITUTO DISTRITAL DE CULTURA Y TURISMOSISTEMA DISTRITAL DE CULTRA

Diplomado Gestión de Procesos Culturales y Construcción de lo Público

CULTURA Y DESARROLLO TERRITORIAL1

Gerardo Ardila2

Julio 29, 2006

Introducción

Hablar de “cultura” y “desarrollo territorial”, como me han pedido los

organizadores de este seminario, es tener que hablar de cómo un concepto

se ha construido desde la visión particular de una cultura, la cual, a la vez,

se encuentra en un momento particular de su historia (una historia que, por

decisión o imposición, comparten una gran cantidad de sociedades del

planeta) en una época en que existen pretensiones de globalidad (o intentos

de globalización) por parte de esa particular e histórica manera de concebir

las cosas. El concepto de “desarrollo territorial” es un concepto enraizado

en lo más profundo de nuestra tradición cultural. En realidad, hay dos

conceptos muy fuertes en esa expresión : el de “desarrollo” y el de

“territorio”; el primero, unido a una concepción muy pobre del concepto de

evolución, reducida a la idea de “progreso” y, el segundo, reducido aún más

a su sentido de espacio geográfico, posible de ser apropiado y dominado por

los seres humanos. La idea de desarrollo, tal como la experimentamos hoy,

como el proceso de tomar distancia de la naturaleza, como independencia y

1 En esta conferencia se desarrollan algunas ideas fundamentales sobre territorio y paisaje que ya fueron publicadas (Ardila 2006).2 Profesor del Departamento de Antropología y director del Programa de Ecología Histórica, del Centro de Estudios Sociales –CES--, de la Universidad Nacional de Colombia. ([email protected]).

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como ruptura con el mundo natural que es concebido como salvaje, oscuro,

inmanejable, e inmedible, es una idea que apenas se inventó en 1949. El de

territorio, es un concepto que se ha tratado de construir en su forma actual

desde hace cerca de doscientos años, durante los cuales nuestra tradición

cultural ha tenido que hacer grandes esfuerzos para convertir la naturaleza

(en particular la tierra), inmóvil, en un factor circulante en el mercado.

Dejemos en claro que conceptos e ideas como el desarrollo; la vida urbana;

la propiedad sobre el agua, el suelo, las plantas y los animales; la soberanía;

el Estado como administrador de las normas que rigen la propiedad

inmobiliaria; la confianza ciega e ilimitada en la técnica como garantía de

sobrevivencia; son todos partes de una misma trama cultural que, por una

parte, nos entrega una serie de instrumentos mentales para creer que el

mundo es como es desde siempre --y que esa es su mejor manera de ser-- y,

por otra parte, nos impide entender que, hoy, seguimos dependiendo de la

agricultura y, en general, de la naturaleza, para poder vivir. La progresión

de las técnicas agroalimentarias no implica el cambio de esta verdad

ineludible.

Nuestra vida es corta y, muchas veces, no nos da tiempo para entender –ni

para experimentar-- los procesos de cambio constante de la vida y los

mecanismos de los que se valen tanto la naturaleza como la sociedad para

organizar y controlar los cambios y las permanencias. Los cambios casi

siempre son respuestas a las transformaciones de las condiciones naturales

o sociales en medio de las cuales dejamos transcurrir nuestra existencia; es

decir, son la posibilidad de inventar nuevas formas de vida humana para

sobrevivir en medio de nuevas circunstancias creadas por la sociedad o

generadas por la naturaleza. Esto no implica que los cambios sean buenos o

malos por sí mismos, sino que las sociedades experimentan y adecuan cosas

nuevas ante nuevas circunstancias, muchas veces sin éxito, lo cual implica

continuar buscando. Las permanencias también son importantes, pues son

el fundamento de nuestra seguridad, a la vez que son la materia prima con

2

la que se componen los sentidos de identidad y de pertenencia. Son, desde

luego, nuestro referente para reconocer los cambios.

Quiero invitarlos a que me acompañen a reflexionar sobre una serie de

fenómenos relativos al territorio, que forman parte de nuestra vida diaria,

pero acerca de los cuales casi no pensamos. Estas reflexiones tienen que ver

con la política (incluyendo las formas de gobierno y los mecanismos de

negociación del acceso a las fuentes de la vida) y con la economía. Es decir,

con la manera como combinamos ideas y experiencias para tener una

versión de la vida que está en la base de nuestra definición de las relaciones

que establecemos entre nosotros y la naturaleza, entre nosotros y los otros

seres humanos, y con nosotros mismos.

Nuestra relación con la naturaleza:

La primera reflexión tiene que ver con las ideas que tenemos acerca de la

naturaleza, a la que llamamos de muchas maneras, casi siempre para eludir

con el cambio de nombre la referencia a nuestra íntima relación con ella; le

decimos medioambiente, o aun peor, recursos o capital natural. Esto sólo es

posible porque hemos logrado –en nuestra tradición cultural-- construir una

imagen de la vida que separa a la naturaleza de la cultura, a la mente del

cuerpo. Es una condición de nuestra creencia en una vida más allá de la

vida, en donde, a pesar del fin del cuerpo, habrá una parte de nosotros que

seguirá existiendo. A este tipo de ideas las llamamos cultura, porque son los

ejes sobre los cuales construimos todos los sentidos de nuestras acciones a

cada instante3.

Estas “creencias” acerca de la separación entre la “naturaleza” y la mente

humana se refuerzan por la aparente evidencia de que la naturaleza esta

3 La cultura ha sido entendida por los antropólogos, en general, como un “cierto sistema de valores, normas y relaciones sociales que poseen una especificidad histórica y una lógica propia de organización y transformación” (Castells en Susser 2001:56).

3

allá, afuera de nosotros, y parece independiente4. Hacemos en nuestra

mente imágenes de lo que queremos y después parece que lo obtenemos

allá, en la “naturaleza”, la cual ha sido convertida en objeto de apropiación,

de suerte que tenemos que desarrollar las explicaciones y las reglas que

legitiman ese doble acto de objetualización de la naturaleza y de su

apropiación por parte de los individuos. Todo el aparato cultural está

adecuado para que nos cuente, de manera reiterada, que la única relación

posible con la naturaleza es la de la propiedad. María Mercedes Maldonado

(Maldonado 2003), basada en Madjarian, ha explicado la relación que nos

interesa entre propiedad y naturaleza, al indicar que la propiedad

representa una relación que se caracteriza por: “una relación abstracta,

desacralizada e impersonal, un puro vinculo de poder; un vinculo en que la

cosa depende del hombre pero el hombre no depende de la cosa y donde

todos los derechos están del lado del hombre y todas las obligaciones del

lado de las cosas, y donde las cosas sólo tienen un valor utilitario, no

constituyen sino la materialización de una suma de servicios, una relación

en la que se instituye a la vez del poder sobre las cosas y la supremacía del

presente sobre el pasado y el futuro. La unidad de esta doble dominación del

hombre y del presente se traduce en permanente, es decir, en el derecho

siempre presente del individuo vivo a cambiar el uso, alienar o usar.”

(Maldonado 2003:46).

El antropólogo Gregory Bateson, uno de los más lúcidos pensadores para el

siglo veintiuno, subrayó la equivocación que cometemos al escindir la

naturaleza y la cultura cuando nos referimos a cualquiera de los procesos

vitales que involucran a los seres humanos. Mostró con claridad que en la

“realidad” no operan las separaciones entre una y otros y dedicó gran parte

de su vida a descubrir, entender y explicar, los procesos y mecanismos que

forman pautas universales de conexión, a las que llamó “la pauta que

4 “Poseemos órganos especialmente destinados a mantener el mundo fuera de nosotros” (Bateson 1993:244).

4

conecta” lo que yo soy con lo que es el resto del universo viviente (Bateson

1979:18). Su rechazo a la separación entre mente y cuerpo llevó a Bateson a

proponer una visión de la vida humana que considera las relaciones entre

mente y cuerpo (naturaleza y cultura, o espacio físico y territorio) como

parte de una única unidad sagrada e indisoluble, “la belleza unificadora

suprema”.

Bateson nos invitó a pensar que, al contrario de lo defendido por Darwin y

sus contemporáneos, la unidad de supervivencia debe ser el organismo en

un ambiente, y no el organismo contra el ambiente5. Los antropólogos

compartimos la idea de que la evolución llevó a la adquisición de la cultura,

así como reconocemos que la cultura ha actuado sobre los mecanismos de la

evolución transformando su dirección, sus dinámicas y sus sentidos. Lo que

pensemos de la evolución está relacionado en forma directa con las ideas

que tengamos sobre la relación mente-cuerpo (naturaleza-cultura). La visión

que tenemos de las relaciones separadas entre nosotros y la naturaleza es

una producción cultural. Es una forma de ver las cosas construida

históricamente y susceptible de cambio. En el mundo existen otras visiones

de esta relación, las cuales consideran que los seres humanos son parte de

la naturaleza en la misma medida en que le atribuyen a la naturaleza

(plantas y animales, lluvia y sol, entre otros) comportamientos humanos. A

esa relación sagrada que aparece en casi todas las religiones se refiere

Bateson, diciendo que hay que despojarla de los errores epistemológicos

que tienen las religiones y así tendremos una aproximación ecológica más

correcta.

5 “Uno de los vicios interesantes de esta perspectiva es la idea que floreció en el siglo XIX durante la revolución industrial y que fue fomentada por Darwin y otros; me refiero a la idea de que la unidad de supervivencia es o bien un individuo o bien la línea de la familia o bien una especie o subespecie o algo por el estilo. Y nosotros, aferrados a esas premisas, hemos estado construyendo máquinas y combatiendo contra el ambiente. Ahora hemos llegado, así lo espero, a la prueba empírica de que esa premisa ya no es válida. En realidad, la unidad de supervivencia es el organismo en un ambiente y no el organismo contra el ambiente”. (Bateson 2001:231).

5

Así que, tanto las religiones como algunas epistemologías, diferentes a la

que llamamos nuestra tradición “occidental”, aunque reconocen que las

fuentes de la vida están afuera de nosotros, y que los seres humanos

debemos tomar lo necesario de ese mundo externo, parten del

convencimiento de que somos una parte inseparable del mundo natural.

Casi todas las sociedades indígenas tienen una serie de procedimientos para

“pedir permiso” a la naturaleza al tomar sus frutos, así como para

“agradecer” sus beneficios, en un constante reconocimiento de la estrecha

interacción entre la naturaleza y los seres humanos. Gerardo Reichel-

Dolmatoff, explicaba esto con mucha claridad: “Los mitos cosmogónicos que

expresan la visión del mundo de los Tukano, no describen el Lugar del

Hombre en la Naturaleza en términos de superioridad o de dominio sobre un

ambiente subordinado; tampoco expresan en absoluto la noción de lo que

podría llamarse entre nosotros “armonía con la naturaleza”. La naturaleza,

desde su punto de vista, no es una entidad física que exista aparte del

hombre y, por consiguiente, éste no puede enfrentársele u oponérsele, ni

armonizar con ella como si fuese entidad separada. El hombre puede

ocasionalmente desequilibrarla al funcionar defectuosamente como parte de

la naturaleza, pero nunca puede existir independientemente de ella”

(Reichel-Dolmatoff 1997:20).

Las imágenes que surgen en nuestra mente dependen en una gran medida

de nuestras propias historias y experiencias, así como de la manera como

les damos sentido a estas historias por medio de la creación de sistemas de

significados que nos permiten entender como lógicos cada uno de los

eventos y de los actos que constituyen nuestra cotidianidad. Para aquellos

que han vivido en lugares en los cuales los impactos de la urbanización han

sido menos drásticos, el concepto de naturaleza les evoca colores, sabores,

luminosidades, sonidos, que son muy diferentes de lo que implica esta

expresión para quienes han vivido su vida en áreas urbanizadas. Para los

primeros puede haber una mayor evidencia de los cambios ocurridos en la

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naturaleza durante el trayecto de sus vidas, mientras que para los segundos,

la naturaleza puede ser tan solo una manera de llamar a “el campo”. Un

algo lejano e invariable, hasta el cual parece que no llegan las ventajas de la

técnica, a diferencia de la percepción de los cambios y de las permanencias

en el entorno urbano, en el cual se considera que el paisaje es una completa

construcción de los seres humanos quienes, se supone, pueden transformar

a la naturaleza haciéndose señores de los mecanismos de funcionamiento de

la vida. Si bien el paisaje es construido por la acción de los seres humanos

en su constante pugna por la definición de los derechos de acceso a la

naturaleza, es decir a las fuentes de la vida: tierra, agua, aire, alimento, y a

las fuentes de minerales y “materias primas”, hay límites para esas

intervenciones, los cuales están determinados también por las series de

interrelaciones existentes entre factores tales como la irradiación, la lluvia,

la geomorfología, los suelos, la cobertura vegetal de un área particular, y

todas las combinaciones de estas interacciones, tales como las diferencias

de temperaturas entre el mar y la tierra, las dinámicas de los vientos, los

derrumbes e inundaciones; en fin, la historia natural.

En fin, es necesario recordar que la separación de nuestra realidad profunda

como individuos, miembros de una sociedad y de una naturaleza específica,

no tiene más sentido que como la aceptación conciente de una tremenda

equivocación. Guattari escribe que “No es justo separar la acción de la

psique, el socius, y el medio ambiente. La negativa a enfrentarse con las

degradaciones de estos tres dominios, tal como es fomentada por los medios

de comunicación, confina a una empresa de infantilización de la opinión, y

de neutralización destructiva de la democracia. Para desintoxicarse del

discurso sedativo que en particular destilan las televisiones, de aquí en

adelante convendría aprehender el mundo a través de las tres lentes

intercambiables que constituyen nuestros tres puntos de vista ecológicos…

Hoy menos que nunca puede separarse la naturaleza de la cultura, y hay

que aprender a pensar “transversalmente” las interacciones entre

7

ecosistemas, mecanósfera, y Universo de referencia sociales e individuales.”

(Guattari 2000:32, 34).

La gravedad de la contaminación y de la destrucción no radican tan solo en

la desaparición de las especies biológicas, en la disminución de la diversidad

biológica, sino también en la desaparición de “las palabras, las frases, los

gestos de solidaridad humana” (Guattari 2000:35). Gregory Bateson subrayó

su convicción de que todas las amenazas para la sobrevivencia actual de los

humanos se podían resumir en tres causas fundamentales, entre las cuales

contaba el progreso tecnológico explicado en sus peligros, el incremento de

población y, ante todo, en el hecho de que los valores y actitudes de la

cultura occidental son equivocados (Bateson 1987:498). Por eso, abogó por

una “ecología de las ideas”, que nos diera la posibilidad encontrar las

interrelaciones entre nuestra más profundas equivocaciones; pensamos mal

y actuamos en consecuencia.

Territorio e historia:

Nuestra búsqueda de seguridad y de coherencia en medio de nuestros

errores nos ha llevado a crear unos principios culturales6 y a considerar,

entonces, que la naturaleza es estable y externa, y que la vida es

manipulable por la técnica. En general desconocemos, por ejemplo, que el

conjunto de paisajes que corresponden a nuestra actual república de

Colombia es el producto de la interrelación entre la historia natural y los

esfuerzos continuados de seres humanos que iniciaron su llegada a estas

tierras hace cerca de 20.000 años. A lo largo de ese tiempo estos seres

humanos han debido afrontar transformaciones del mundo conocido

mediante la invención de nuevas maneras de tratar con la naturaleza. Esas

6 Estos “principios culturales” son un producto histórico, es decir, operan desde hace poco tiempo (cerca de doscientos años) en unas regiones especificas de la tierra (influenciadas por la historia de Europa), y bajo unas relaciones sociales, económicas y políticas particulares.

8

nuevas maneras de tratamiento han involucrado la transformación

permanente de las formas de organización social y política y, desde luego,

de la estructura económica de las sociedades humanas asentadas en lo que

hoy es Colombia, así como han estado basadas en cambios en los patrones

de asentamiento, es decir, en cambios en la distribución de los seres

humanos en cada uno de los ecosistemas y de los paisajes que se han

construido como consecuencia de sus diversas interacciones con la

naturaleza.

Las investigaciones paleoambientales llevadas a cabo durante cerca de

cincuenta años por el profesor Thomas van der Hammen y su equipo de

colaboradores han permitido establecer que, a través del tiempo, se han

sucedido una serie transformaciones que alteraron las poblaciones

ecológicas y la composición de los ecosistemas de los territorios que hoy

componen este país. Si pudiéramos tener memoria de nuestra historia en

estos lugares, recordaríamos que desde hace cerca de veinte mil años,

cuando arribaron nuestros más antiguos ancestros a estas tierras, a este

lugar en el que nos reunimos hoy, se han producido movimientos

altitudinales de los cinturones de vegetación y contracciones y expansiones

de las selvas lluviosas bajas que han cambiado por completo los “mapas” de

Colombia. Estos cambios han tenido como consecuencia un reordenamiento

de las interrelaciones entre las especies vegetales y su localización e

interacción, junto con cambios anexos en la distribución de las especies

animales asociadas.

Si hace veinte mil años uno de nosotros se hubiera asomado a una ventana

de esta sala, hubiera observado una gran pradera helada, cubierta en parte

por frailejones y pajonales bajos, y hubiera visto la nieve formando un

casquete blanco en las cimas de Monserrate y en los cerros de La Calera. En

la parte plana, en medio de algunos pantanos y de una red de riachuelos

helados bajando de los cerros orientales, habría visto algunos caballos

9

parecidos a cebras pastando junto a grandes mastodontes que se movían

pesados y perezosos. Y habría experimentado placer, pues esa era su comida

predilecta, que debía compartir con no más de unos cuarenta o cincuenta

congéneres humanos, quienes venían a cazar y a explorar desde el valle del

Magdalena donde pasaban la mayor parte del año.

Si volviera a asomarse a esa ventana hace diez mil años, encontraría que los

bosques de robles y encenillos cubrían las laderas y que la parte plana

estaría cubierta por un bosque cerrado intercalado con grandes lagunas y

muchos pantanos alimentados por corrientes de agua abundantes drenando

desde las montañas. Muy pocos animales grandes –los caballos y los

mastodontes habían desaparecido-- con la excepción de los venados, y

conejos, guatines, comadrejas y ratones, cientos de especies diversas de

aves, y muchos peces en las aguas, con una temperatura promedio anual

cercana a los dieciocho grados centígrados. Talvez ya habrían sido

introducidas algunas plantas comestibles en la dieta de los humanos y la

cantidad de gente habría sido mayor que antes, quizás unos cientos de

personas, con unas temporadas de estadía en el altiplano durante casi todo

el año, y con una compleja trama de rituales dispersos en el territorio para

celebrar la vida y la muerte.

Y si abriera la ventana hace siete mil años, encontraría un bosque con

especies similares a las que se ven hoy cerca de Fusagasugá pero, además,

podría observar algunas áreas abiertas en las cercanías de los pantanos y

algunos parches abiertos en los bosques de las laderas, en donde grupos de

seres humanos estaban experimentando con los primeros cultivos. Estos

antiguos ingenieros sabaneros trataban de transformar los códigos

genéticos de algunas plantas y animales para convertirlos en domésticos; y

lo lograron, pues las papas, los cubios, las chuguas, las ibias, las calabazas,

los frijoles, y animales como los curíes fueron domesticados entonces y aún

perduran hoy. Estos cambios trajeron como consecuencia la necesidad de

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que los seres humanos reorganizaran cada vez de nuevo sus estructuras

políticas, sus formas de organización social, y sus estructuras económicas,

para hacerlas consecuentes con las posibilidades y con los retos que en

forma permanente estaban enfrentando como producto de los cambios en el

entorno natural y de las respuestas a esos cambios desde la sociedad.

Si, de nuevo, volviéramos a la ventana hace cerca de dos mil años, el

espectáculo sería impactante, pues veríamos que una gran parte de la

inmensa planicie, en particular a lo largo de los ríos, estaría tapizada por un

sistema complejo de canales y terrazas de cultivo muy parecido al que existe

en el valle del Río Sinú. Los muiscas habían logrado un control eficiente del

agua y de los pantanos, convirtiéndolos en fuentes de sedimentos frescos

para las terrazas, y en criaderos de pescado permanente al borde de las

terrazas, junto a las viviendas7. La construcción de los canales implica un

gran esfuerzo de trabajo y organización, pero su ampliación y

mantenimiento requieren de unas formas de organización social y política

muy complejas, pero diferentes a la propiedad de la tierra, para poder

valerse de este sistema durante un periodo que parece haber sido mayor a

mil quinientos años.

Hoy, en este mismo espacio, vivimos cerca de diez millones de seres

humanos, muy pocos de los cuales producimos comida, y muy pocos de los

cuales tenemos conciencia de nuestra historia conjunta con esta porción de

la naturaleza. La gran mayoría de los habitantes urbanos posee una

pequeñísima porción de espacio para desarrollar su vida y la de su familia.

Grandes extensiones de tierra están en manos de muy pocas personas que

las adquirieron --casi siempre-- mediante compra a los campesinos locales,

quienes fueron obligados a desplazarse a zonas deprimidas de la ciudad, o a

alejarse de sus territorios para “empezar de nuevo” su vida en otras partes.

7 Una fotografía aérea tomada en 1960 sobre Suba, muestra una parte de estos sistemas y deja ver su cobertura y forma de manera muy clara. Ha sido publicada como portadilla del libro de Ardila (2003).

11

Estos pocos especuladores con la tierra se enriquecen con facilidad al

apropiarse de las plusvalías generadas por las inversiones públicas. Es

común que estos especuladores estén insertados en el gobierno o ejerzan

una actividad política que les facilita intervenir en las decisiones públicas y

en los procesos de negociación –no siempre formales ni formalizados--

utilizando las instituciones y los medios de comunicación para lograr

beneficios personales. Esta es una de las deformaciones más graves y

peligrosas del capitalismo, y un verdadero atentado contra la naturaleza y la

sociedad, sustentado por la ideología que plantea la escisión entre el mundo

natural y la sociedad o, más profundamente, entre el cuerpo y la mente.

Esta primera reflexión, entonces, se refiere al carácter cambiante de la

naturaleza y a la importancia que tiene para la vida humana, a la vez que

nos lleva a pensar en los efectos de las acciones humanas sobre ese carácter

cambiante del mundo natural. La base de estas relaciones es la ideología,

las ideas que tenemos acerca de la manera como nos relacionamos con la

naturaleza y la creación de discursos y prácticas sociales que nos hacen

creer que la tierra y la naturaleza constituyen el primer valor de apropiación

y provecho particular.

Naturaleza y territorio:

La segunda reflexión a la que les invito tiene que ver con la manera como

combinamos nuestra experiencia vital (individual) como partes constitutivas

de la naturaleza, con nuestras vivencias sociales, para dar sentido y para

colmar de significado nuestras relaciones con nosotros mismos, con el

entorno natural, y con nuestros congéneres. Los seres humanos somos, a la

vez, biología y cultura y estamos insertos en un sistema que no puede

escapar de lo que Guattari (2003), recordando a Bateson (1987), llamo “las

tres ecologías”, al referirse al individuo, a su entorno natural, y a su entorno

social: auto ecología, ecología, y socio ecología. No podemos escapar a la

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constatación de esa realidad, así como no debemos pensar que tenemos un

cuerpo separado de la mente.

Este reconocimiento tiene implicaciones en la interpretación de la

territorialidad humana, pues en tanto que somos biología, el

comportamiento territorial humano responde a una acumulación de

información básica que fluye a través de los genes y que responde a

procesos de comunicación muy complejos dentro de cada uno de los

sistemas de ese gran sistema. Así, el comportamiento territorial biológico

humano se puede analizar desde la perspectiva de la ecología, de suerte que

se acepta que, en este sentido, los seres humanos actúan bajo los principios

propios de la dinámica de los organismos, las poblaciones y las comunidades

ecológicas. El parasitismo, la predación y la competencia aparecen en la

base de los procesos de cambio en las relaciones con el territorio, pero es el

mutualismo el que establece la base para las limitaciones territoriales8. Lo

importante es que la territorialidad garantiza la propagación de la especie

(de cualquier especie) regulando la densidad de población. Pero, a la vez, en

el caso de los animales, la territorialidad constituye una forma de

dependencia de la naturaleza, como lo muestran los ecólogos y los etólogos

con sus trabajos: los animales no son libres, sino que son prisioneros de su

territorio.

Gracias a la evolución, los seres humanos logramos desarrollar una

estrategia adaptativa que nos ha conferido una enorme ventaja competitiva:

esta es la cultura. Gracias a la cultura, el comportamiento territorial

humano se hizo más complejo, agregando a las necesidades de espacio vital

y de acceso a los medios de vida, una trama compleja de significados y de

sentidos que permiten y exigen la existencia de acuerdos, normas,

obligaciones y derechos. Por la cultura, los seres humanos superamos la

8 Procesos de mutualismo que combinan naturaleza y cultura son comunes en la historia humana como ocurre, en especial, en la agricultura.

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caracterización del territorio como espacio físico, como simple lugar de

protección, como un espacio de circulación, y le conferimos otros sentidos,

como lugar donde se concreta y habita lo sagrado, lo simbólico y lo mítico. A

pesar de que la cultura también llevó a la objetivación de la naturaleza que

ya he mencionado antes, lo que es importante subrayar es que allí, en el

territorio, habita el tiempo de la historia que se manifiesta y representa en

el espacio. Allí se enraízan la memoria, el tiempo y todas las metáforas de

sociedad, para dar existencia física a los sentidos de identidad y

pertenencia. La identidad siempre se refiere a la multiplicidad de relaciones

territoriales en las que tenemos que movernos a cada segundo de nuestra

existencia.

Como cualquier otra especie, los seres humanos debemos obtener nuestro

sustento de la naturaleza: a pesar de los avances técnicos, todos los seres

humanos del planeta seguimos dependiendo de la agricultura, del agua, del

aire para respirar. El éxito en nuestro esfuerzo de subsistencia, asegurado

ante todo por la ventaja adaptativa que implicó la cultura, la cual nos

permitió convertirnos en la única especie que es parte de comunidades

ecológicas de muy diversos ecosistemas, ha llegado a un extremo en el que

casi copamos la capacidad de carga ecosistémica del planeta. Cada vez se

hace más imperativo que revisemos nuestras ideas acerca de la relación

entre la sociedad y la naturaleza para que podamos “negociar” el acceso a la

naturaleza con base en el establecimiento de reglas claras9 que delimiten los

derechos y deberes de cada individuo, de cada comunidad, y de cada una de

las sociedades.

El concepto de territorio:

9 Sobre estas reglas se establece el conjunto de normas que definen las interrelaciones que tenemos con las otras especies (animales y vegetales) y con el mundo físico (abiótico) restante. A este proceso, que tiene que ver con la biología, la religión, la política, la historia y, en general, con todas las dimensiones del espacio y del tiempo, lo denominamos territorialidad.

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Antes de referirme con un poco de detalle al conjunto de conceptos que

tienen que ver con el territorio y la territorialidad, quiero hacer una

observación sobre la idea académica de que los conceptos no son asépticos,

y que un concepto como el de territorio no está exento de una carga

ideológica y de un valor político que determina sus significados y condiciona

sus usos. Los conceptos sólo son instrumentos, acuerdos de significado para

un mejor entendimiento, y son creados por la cultura que, a su vez, es

política. Como lo han hecho evidente Álvarez y sus colegas (1998), la

política se basa en la generación –y manipulación-- de las bases culturales

sobre las cuales opera. Sin estas bases, la política y el ejercicio del poder

serían imposibles. Varios estudiosos han demostrado que la cultura es

política porque los significados son elementos constitutivos de procesos que,

en forma implícita o explícita, buscan dar nuevas definiciones del poder

social. Es decir, cada vez que los movimientos sociales despliegan,

reconocen o consideran conceptos alternativos de mujer, naturaleza,

sociedad, raza, economía, democracia, ciudadanía, desarrollo, progreso,

territorio, o de sus combinaciones, desestabilizan los significados culturales

dominantes y ponen en marcha una política cultural. En otras palabras, las

definiciones conceptuales --que implican cambios culturales-- están unidas a

procesos políticos concretos, de suerte que cada vez que surgen

movimientos sociales nuevos, estos exigen una transformación de la cultura

política dominante y una redefinición de los conceptos sobre los cuales se

basan sus ideas (Álvarez y otros 1998). En esta perspectiva, hablar del

concepto de territorio y de sus usos en la vida cotidiana es, ante todo, hablar

de política. Más aún, si reconocemos que la solución de los conflictos

territoriales constituye la esencia de las relaciones de poder en una

sociedad, su resolución indica el tipo de organización política que rige un

determinado momento de la historia de esa sociedad.

A pesar de que el concepto de territorio es básico en las ciencias sociales, su

estudio en detalle es reciente, hasta el punto de que aún no son claras las

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fronteras con otros conceptos valiosos como espacio, lugar, región, o

paisaje, ni se entienden con suficiente claridad sus implicaciones en la

creación de otros conceptos o sentidos tales como etnicidad e identidad. En

la medida en que el concepto de territorio que construimos todos los seres

humanos está en la base de la vida social, también es fundamental para

definir gran parte de los principios que usamos para establecer nuestras

fronteras personales, sociales y políticas. Desde esa perspectiva, la

comprensión de la manera como los seres humanos construimos la

territorialidad es muy útil para entender la dificultad que tenemos para

desarrollar nuestra vida en contextos de territorialidad diferentes a aquellos

en los que hemos sido entrenados por la cultura. Aún en aquellos casos en

los cuales esos contextos se transforman sin necesidad de que nos hayamos

movido de lugar. Trataré de plantear algunas ideas generales dirigidas a la

definición del territorio y del paisaje y a su valor para entender los procesos

de transformación de las relaciones de poder en una sociedad, en

interacción con otros aspectos relacionales tales como nuestra ubicación en

la naturaleza y el conjunto de decisiones permanentes que la transforman y

redefinen.

Teniendo en cuenta estas aclaraciones, continuo con el hilo de la

conversación anotando que el concepto de territorio no es un concepto

simple, no sólo por su importancia en la vida cotidiana de los seres

humanos, sino por la multiplicidad de usos y significados que le hemos

conferido a raíz de su reconocimiento como uno de los conceptos básicos de

la vida humana. Una definición del concepto de territorialidad nos obliga a

superar la idea de que el territorio es un espacio de tierra sobre el cual se

desenvuelve –sin más– la vida humana, así como la idea de que el territorio

es tan sólo la organización político administrativa que se derivó de la

aparición del Estado-nación.

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Cada momento de nuestra existencia requiere de un despliegue de

conocimientos acerca de la territorialidad, de nuestra idea de

territorialidad, la cual incluye las dimensiones materiales (los paisajes) y

simbólicas (sus significados) a partir de las cuales construimos nuestro

sentido de relación espacial y temporal. En otras palabras, el territorio no es

tan sólo nuestra ubicación espacial, es también nuestro referente de

ubicación social y, por tanto, el referente para nuestro comportamiento en

la relación con los demás, en cada instante de nuestra vida. Por ello, la

territorialidad es un despliegue permanente de múltiples escalas, que se

pueden ver como anillos a partir de uno mismo: hay una territorialidad

inmediata que es nuestro cuerpo; un segundo nivel se define por las

relaciones íntimas con nuestros allegados más cercanos a quienes, por lo

general llamamos familia; un tercer nivel se define como la comunidad, esa

unidad mínima con la que compartimos un universo de significados; un

cuarto nivel consiste en la unidad mayor en la que se articulan las pequeñas

comunidades locales que forman una sociedad; y así continúan los circuitos

de articulaciones en forma sucesiva.

Hay una complicación muy importante cuando tenemos en cuenta la

existencia de un componente de la idea de territorialidad, que es transversal

a todos estos anillos, el cual construimos con base en territorios o aspectos

del territorio que no conocemos, sino que imaginamos; es decir que un

componente de nuestra percepción territorial es el producto de lo que

imaginamos acerca de sus características. Tanto confiamos en estas

imágenes que no cuestionamos su existencia, de suerte que sin hacernos

muchas preguntas concientes excluimos o incluimos a quienes deben ser

parte del “nosotros”, o a quienes creemos que deberían ser “como

nosotros”. Imponemos nuestras ideas de territorialidad convencidos de que

son únicas y legítimas, tan sólo porque tenemos la prueba de que funcionan

en los actos más simples de nuestra vida cotidiana. Este componente juega

17

un papel muy importante en las luchas y el ejercicio del poder, como lo

trataré más adelante.

Lo interesante es que, cada vez, combinamos todo lo que traemos en

nuestros genes con lo que hemos aprendido acerca de lo que debe ser

nuestro comportamiento territorial para actuar en consecuencia. A muchos

de esos actos los denominamos hábitos (que se confunden de forma muy

errónea con instintos)10 pero son, en realidad, creaciones culturales. Esto

implica que la territorialidad es el campo donde se combinan y revelan las

normas, acuerdos y principios que proceden de la religión, la economía, la

historia, etcétera.

Otra implicación de esta definición de territorio es que no existe, no puede

existir, una noción única de territorio y, por tanto, no puede existir una

forma única de construir la territorialidad. Esta conclusión es muy

importante, porque nos obliga a considerar la posibilidad de que los seres

humanos tengamos que sufrir incomprensiones, roces y conflictos (a veces

resueltos con mecanismos muy violentos), motivados por el choque de los

diferentes sentidos de territorialidad. Es decir, la territorialidad está

presente en una forma muy relevante en la construcción de las relaciones de

poder, también a diferentes escalas. Veamos esta relación con un poco más

de detalle.

El poder se puede definir, entre otras muchas formas, como la capacidad de

convocatoria para la cooperación (Mann 1993); en este sentido, tiene dos

características: en primer lugar, es una creación social, pues la delegación

del poder, la decisión colectiva de aceptar la convocatoria hecha por un

individuo o por un sector de la sociedad, puede cambiar si cambian las

circunstancias en las que ésta se produce; en segundo lugar, el ejercicio del

10 Bourdieu ha hecho un tratamiento muy famoso del concepto de “habitus”; sin embargo, yo lo uso aquí en el sentido que le dio Gregory Bateson.

18

poder ocurre en un espacio de teatro, en el que aquel o aquellos que

detentan el poder, hacen alarde permanente de los símbolos que legitiman

ese poder. El comportamiento de los individuos que detentan el poder está

marcado por innumerables signos tales como los emblemas, los trajes

distintivos, el lugar físico en el que se sientan, el lugar desde el que hablan,

las áreas públicas que pueden recorrer, pero también por un tipo de

conducta que los hace aparecer como diferentes, y que establece las

distancias con otros miembros de la sociedad, es decir, que establece los

principios de su territorialidad a las diferentes escalas. El tiempo (como

historia o como mito) es otro factor fundamental en el reconocimiento y

legitimidad del poder. La historia o el mito, que son técnicas para el manejo

de la memoria y del olvido, creaciones políticas por excelencia, ratifican lo

que parecería evidente, enseñando y legitimando las relaciones de poder

que se presentan como “naturales”, “necesarias” y “únicas”, o

confrontándolas como ilegítimas o inadecuadas.

Uno de los instrumentos del poder para legitimar la historia es el uso de

marcadores de la memoria histórica sobre el territorio. Tal es el papel de los

monumentos, o de la monumentalidad de la arquitectura. Entre otros, los

muros, cerramientos, porterías con vigilantes uniformados, obstáculos a la

libre movilización, pueden contribuir a la legitimación simbólica de una

noción particular de territorio y de paisaje. No obstante, sabemos que la

interacción humana con la naturaleza y la creación de paisaje no siempre

resultan en marcadores materiales. Algunas comunidades campesinas,

indígenas y afrodescendientes, tienen “mapas mentales” de lugares

importantes que son recreados en sueños o en estados de éxtasis en

ceremonias diversas, pero que no son identificados con una señal o una

arquitectura11. Estos “lugares mentales”, “lugares imaginados” o territorios

simbólicos y sagrados, son tan significativos como lo fue la monumentalidad

11 Tom Dillehay, conferencia sin publicar leída en la Universidad Nacional Autónoma de México, en junio de 2005.

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de gran escala para nuestros antepasados, o como lo es hoy la

monumentalidad urbana.

Cualquier falta de coherencia entre el discurso y los otros símbolos, o en el

uso correcto de los símbolos, trae como consecuencia la pérdida de

capacidad de convocatoria y, por ende, debilita el ejercicio del poder

(algunas veces estos son los principios que disminuyen la “gobernabilidad”).

En este caso la territorialidad actúa en dos sentidos, pues las relaciones de

poder requieren de la base territorial, como ha sido definida arriba, para

establecer el comportamiento de los diferentes actores pero, a la vez, la

territorialidad se transforma con el juego cambiante de las relaciones de

poder.

Tras la discusión del papel de las relaciones de poder en la creación del

territorio, y volviendo sobre el curso de las ideas que dejamos arriba,

podemos decir que el territorio es una noción. A pesar de tener una base

física en la que se concreta, habita en la mente y forma parte fundamental

de la identificación de los seres humanos con un paisaje, con una sociedad,

con una parentela, con una historia, con una tradición, con una memoria.

Aunque tiene algunos niveles muy personales de manifestación, la

construcción de la noción de territorio es colectiva, histórica, basada en la

experiencia de cada sociedad particular y en las variables formas de

organización de las relaciones entre los seres humanos y la naturaleza. En

palabras de Castells existe una “producción social de formas espaciales”

(Susser 2001:50), cuyos mecanismos aún deben ser estudiados y

comprendidos. Por tanto, no hay una imagen homogénea de territorialidad,

sino que siempre existen diferentes nociones que pugnan por imponerse

como parte de las luchas políticas por el acceso a la naturaleza. Esta

diversidad de nociones está en relación directa con las diferencias de los

sistemas políticos, económicos y sociales que compiten en el seno de una

sociedad y, por tanto, refleja los diferentes modelos de organización de la

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economía y de la sociedad. En los conflictos sociopolíticos lo que está en

juego, siempre, son las distintas nociones de territorio que se enfrentan.

El concepto de paisaje:

Si bien el territorio es una noción, una creación cultural e histórica que

habita en la mente, tiene una cara visible, que se observa en la naturaleza y

que denominamos paisaje. Esta cara visible también es objeto de

interpretación constante, por lo que se carga de símbolos y de significados

y, por tanto, es el lugar de las concreciones reales de la historia, de la

memoria, de la pertenencia, así como es el lugar de protección, de

seguridad, de despliegue de todo lo que concebimos como normal o como

posible. Un paisaje está constituido para nosotros por una serie de

componentes que aprehendemos a través de los sentidos. El paisaje es

también el escenario de nuestra identidad. A preguntas tales como ¿quién es

usted? o ¿usted de dónde es?, respondemos siempre después de desplegar

en nuestra imaginación un conjunto instantáneo de evocaciones que

incluyen olores, colores, luminosidad, sonidos, sabores y otras sensaciones

de relación con un espacio en el que se establecen nuestros criterios

territoriales; es decir, también alcanzamos a evocar los potreros o los

bosques, los peces o los pájaros, los ríos y la lluvia, con la misma intensidad

con la que evocamos al don y a su familia, al peón y sus imágenes, al cura y

sus emblemas, al curandero o al dueño del bar, o a los primos o amigos de la

escuela o del barrio. Y encontramos un sentido de identidad y de

pertenencia compartidas con aquellos que participan de nuestras

sensaciones, clasificaciones y recuerdos. El paisaje, como cara visible del

territorio, también se construye en círculos que parten desde el cuerpo; mi

propio cuerpo es mi construcción, mi paisaje, al que cargo con símbolos

(vestidos, pinturas, marcas, joyas) de lo que yo creo que soy; si cambio los

símbolos de mi identidad me siento “disfrazado”. El paisaje de la familia es

lo que llamamos “la casa”, que es mucho más que una construcción en un

21

lugar particular, pues llamamos “la casa” a un sistema muy complejo de

relaciones y significados que pueden incluir al lugar de habitación con todos

sus componentes (el altar de un santo, la foto de los abuelos, los diplomas,

los hijos, los regalos, los cuadros de pintores famosos, etcétera), así como

puede ser el referente concreto de otras dimensiones de la territorialidad,

como ocurre con las sociedades indígenas que componen la casa como un

modelo del cosmos. También construimos el paisaje del barrio o del poblado

y lo cargamos de significados y de símbolos. En resumen, el paisaje es vida e

historia y, a la vez, prueba de esa historia. Por eso los cambios del paisaje

tienen hondas repercusiones en la cohesión social, en la transformación de

los lazos sociales, y en la pérdida o transmutación de los sentidos y

significados de la vida.

La idea del paisaje como la cara visible del territorio, también permite

entender el paisaje como un reflejo de unas relaciones de poder

determinadas y de sus pugnas y soluciones. A toda transformación del

paisaje subyace siempre el triunfo de un modelo de vida sobre otro. Y las

variaciones de esa transformación –su efecto de mosaico– permiten

vislumbrar las nociones de territorio en lucha, el impacto social de esas

luchas y las posibilidades –y mecanismos– de pervivencia de las nociones

derrotadas. Es decir, en el paisaje es posible leer la historia y el carácter de

una sociedad, así como también observar sus diferencias y sus estructuras

internas.

Las reflexiones anteriores facilitan volver a pensar sobre la importancia de

las decisiones políticas y de su impacto sobre la sociedad, desde la

perspectiva del territorio. Toda acción y toda definición humana de las

acciones de un sociedad o de un sector de una sociedad, desde la

adecuación de la vivienda de los cazadores recolectores dentro de su

territorio completo, hasta la construcción de una represa en un sector rural,

la ampliación de una vía, o la clasificación del uso del suelo en las zonas

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urbanas, tiene como telón de fondo, como escenario, como base, una noción

de territorio que, a la vez, descansa sobre una visión de sociedad y sobre

una comprensión particular de las relaciones entre mente y cuerpo, entre

naturaleza y cultura, y entre los miembros de cada sociedad con los demás.

Podemos hacer una generalización comparativa, que sabemos que no opera

de una manera tan exacta en la realidad, entre la que llamamos “nuestra”

tradición de pensamiento y otras formas existentes en el mundo. La

tradición que se identifica con la Europa del siglo XIX y de los comienzos del

siglo XX, a la cual pertenecemos la mayoría de los aquí reunidos, funda su

epistemología en la idea de una ruptura con la naturaleza, a la cual

considera como salvaje, impenetrable e incomprensible, opuesta a la

domesticación. A la vez, manifiesta su miedo a la diversidad porque es una

condición que dificulta el control, por lo que trabaja para allanar la

diferencia y para crear un universo homogéneo, basado en un patrón mono

de organización: monolingüe, monoteísta, monógamo, monocultivador, con

la creación de un paisaje único que facilite el control y se ajuste a los

mecanismos de comando. Por su parte, casi todas las sociedades rurales,

incluso las mentalidades rurales en ámbitos urbanos, que crearon los

paisajes locales, están basadas en nociones de territorio diferentes, que se

conciben a sí mismas como parte de la naturaleza, con quien negocian sus

intercambios; esas sociedades construyen visiones holísticas de la realidad,

en las cuales la naturaleza y los humanos forman parte de un todo

articulado, explicado desde la religión, y basan su ideología en un patrón

poli12 de organización: políglota, politeista, polígamo, policultivador. A la

vez, como un producto poli, el paisaje aparece allí como un mosaico. En

ambos casos, el paisaje permite leer los procesos políticos locales, sus

transformaciones y sus soluciones, como parte de una dinámica

multiescalar. Por otra parte, la diversidad es una garantía para el porvenir,

12 La idea de la comparación entre modelos mono y poli se la escuché al antropólogo Jaime Arocha, en una intervención en el curso de introducción a la antropología y la arqueología que coordinamos juntos en el primer semestre de 2004 en la Universidad Nacional de Colombia.

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un seguro contra la incertidumbre de la vida, usando las palabras del

biólogo François Jacob (1982).

Como idea final de estas reflexiones podemos plantear que las políticas

públicas territoriales y las acciones sociales son modelos con los cuales se

moldea el paisaje. Todo paisaje es un producto de pequeñas o mayores

acciones y, por tanto, desde la perspectiva de nuestros planteamientos, cada

acción pública es una práctica ideológica que plasma en el paisaje una

visión de la sociedad y una impronta de la imagen que esa sociedad tiene de

sí misma y del universo. Así que cada vez que se toman decisiones que

afectarán al paisaje, disfrutamos de una oportunidad nueva y poderosa que

la vida nos ofrece para contribuir a la creación de una sociedad más justa,

en la que nuestros hijos puedan encontrarse con los hijos de los otros con la

conciencia de que, a pesar de las diferencias que el tiempo y el espacio han

puesto en nuestras mentes, además de otras muchas identidades, somos

miembros de la misma especie, y tenemos una responsabilidad compartida

sobre sus posibilidades de supervivencia.

¡Muchas gracias!

Referencias:

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