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HUELLAS DE NUESTRA FE EN ISRAEL DUCUMENTO COMPLETO EN WORD PARA IMPRIMIR COLECCIÓN EN EPUB 1

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HUELLAS

DE NUESTRA FE

EN

ISRAEL

DUCUMENTO COMPLETO EN WORD PARA IMPRIMIR

COLECCIÓN EN EPUB

DOCUMENTOS EN LA WEB DE SAN JOSEMARÍA

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Huellas de nuestra fe en Israel

Índice Textual

Prologo: Siguiendo los pasos del Señor (Viaje de D. Álvaro a Tierra Santa) (Págs. 3-8)

1º.- Belén: Basílica de la Natividad (Págs. 9-19)“Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más” (Amigos de Dios, 222). Recientemente, Benedicto XVI ha recordado [...] C-I/122º.- El Templo de Jerusalén (Págs. 20-28) Cumplido el tiempo de la purificación de la Madre, según la Ley de Moisés, es preciso ir con el Niño a Jerusalén para presentarle al Señor (Santo Rosario, IV misterio gozoso). Para un cristiano, la Ciudad Santa reúne los recuerdos más preciosos [...] C-II/123º.- Con la familia de Nazaret (Págs. 28-32)Fe La ciudad de Nazaret cuenta hoy con unos 70.000 habitantes, aunque en tiempos del Señor no pasaba de ser un pequeño poblado en el que vivían poco más de un centenar de personas, dedicadas en su mayoría a la agricultura. La aldea estaba [...] C-III/124º.- Una aldea llamada Emaús (Págs. 32-35)La resurrección de Cristo, realizada en las primeras horas del domingo, es un hecho que los Evangelios afirman de modo claro y rotundo. Junto a la presentación de los primeros testimonios del sepulcro vacío -las santas mujeres, los apóstoles Pedro y Juan-, [...] C-IV/125º.- Bodas en Caná de Galilea (Págs. 36-39)“Nuptiæ factæ sunt in Cana Galilææ” (Jn 2, 1)... Celebráronse unas bodas en Caná de Galilea. San Juan es el único evangelista que narra el primer signo de Jesús, realizado durante aquella celebración en Caná: a petición de la Virgen, convirtió el [...] C-V/126º.- Tabgha, Iglesia del Primado (Págs. 39-44)Pocos lugares de Tierra Santa acercan con tanta inmediatez al Nuevo Testamento como el mar de Genesaret, en Galilea. En otros sitios, después de dos mil años de historia, la topografía se ha transformado radicalmente: se han edificado iglesias, santuarios y basílicas; [...] C-VI/127º.- Monte Carmelo: santuario de Stella Maris (Págs. 44-49)En la costa mediterránea de El Líbano está el monte Carmelo, que trae a la memoria a Elías y Eliseo, dos grandes profetas del Antiguo Testamento; también recuerda el nacimiento de la Orden del Carmen, cuya tradición del escapulario está muy extendida. [...] C-VII/128º.- Monte Tabor: basílica de la Transfiguración (Págs. 49-54)Desde los tiempos más remotos, caminos y pistas de caravanas han surcado la fértil llanura de Esdrelón, en Galilea. Los viajeros que bajaban desde Mesopotamia y Siria, tras costear el mar de Genesaret, la atravesaban hacia el oeste, para llegar al Mediterráneo y continuar …. [...] C-VIII/12

9º.- Tabgha, Iglesia de las Bienaventuranzas (Págs. 54-59)Al principio de su vida pública, recorría Jesús toda la Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria; y le traían a todos los que se sentían mal, aquejados de diversas enfermedades y dolores, a los endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curaba. Y le seguían grandes multitudes de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea… (Mt 4, 23-25). [...] C-IX/1210º.- Tabgha: Iglesia de la Multiplicación (Págs. 60-64)En Tierra Santa, recibe el nombre de Tabgha un paraje a unos tres kilómetros al oeste de Cafarnaún, que se extiende desde la orilla del mar de Genesaret tierra adentro; además, se suele aplicar de modo más restrictivo a una pequeña parte de esa región: el sitio donde se recuerda la multiplicación de los cinco panes y los dos peces, con los que el Señor dio de comer a una muchedumbre de cinco mil hombres. [...] C-X/1211º.- Betania: santuario de la Resurrección de Lázaro (Págs. 64-69)Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa (Es Cristo que pasa, 108). Entre aquellos amigos, destacan Marta, María y Lázaro, los tres hermanos que vivían en Betania. Aunque desconocemos el origen de su relación con el Señor, sabemos que se trataban con un cariño y una cercanía grandes, manifestados en muchos detalles entrañables. [...] C-XI/12

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12º.- Belén: Campo de pastores (Págs. 69-73)Belén y su comarca ocupan un terreno suavemente ondulado. En algunas lomas, la pendiente ha sido escalonada en terrazas y se han plantado olivares; en los valles, las zonas más planas están divididas en campos de cultivo; y en las tierras sin labrar, donde enseguida aflora el estrato rocoso, crece una vegetación dispersa, típicamente mediterránea, formada por pinos, cipreses y varias especies de arbustos. [...] C-XII/1213.- Cafarnaúm, la ciudad de Jesús (Págs. 73-78)Cuando Jesús oyó que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret se fue a vivir a Cafarnaúm, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: Tierra de [...] C- I/1314º.- Jerusalén, en la intimidad del Cenáculo (Págs. 78-84)La víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13, 1). [...] C- II/1315.- Getsemaní: oración y agonía de Jesús (Págs. 85-91)Cuando llega la hora marcada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, contemplamos a Jesucristo en Getsemaní, sufriendo dolorosamente hasta derramar un sudor de sangre (cfr. Lc 22, 44), que acepta espontánea y rendidamente el sacrificio que [...] C- III/1316.- Jerusalén: Vía Dolorosa (Págs. 91-100)Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa ¿Quieres acompañar de cerca, muy de cerca, a Jesús?... Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento (Vía Crucis, IX estación, punto 3). [...] C- IV/1317º.- Jerusalén: El Calvario (Págs. 100-106)La novena estación de la Vía Dolorosa nos había dejado muy cerca del Calvario. Hasta ese momento, habíamos acompañado a Jesús con la Cruz a cuestas por un itinerario que nos ha transmitido la piedad secular del pueblo cristiano. Ahora nos encontramos [...] C- V/1318º.- Jerusalén: El Santo Sepulcro (Págs. 106-111)Ya al atardecer, puesto que era la Parasceve —es decir, el día anterior al sábado—, vino José (Mc 15, 42-43), un hombre rico de Arimatea (Mt 27, 57), varón bueno y justo, miembro del Consejo, que no estaba de acuerdo con su [...] C- VI/13 19º.- Ain Karim, la patria del Precursor (Págs. 111-115)Ain Karim es un pueblecito situado unos seis kilómetros al oeste de la Ciudad Vieja, en las afueras de la Jerusalén actual. Sus edificios de piedra clara se arraciman en las laderas de unas colinas frondosas, donde los bosques de pinos y [...] C- VII/13 20º.- El lugar de la Ascensión (Págs. 116-119)Jesucristo realizó la obra de la redención humana principalmente por el misterio pascual de su pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1067). Nos disponemos a considerar el último [...] C- VIII/13 21º.- Jerusalén: la gruta del Padrenuestro (Págs. 119-123)En el Evangelio, revivimos esa escena en la que Jesús se ha retirado en oración, y los discípulos están cerca, probablemente contemplándole. Cuando terminó, uno se decidió a suplicarle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les [...] C- IX/1322º.- Al ver la ciudad, lloró por ella (Págs. 123-125)Manantial inagotable de vida es la Pasión de Jesús. Unas veces renovamos el gozoso impulso que llevó al Señor a Jerusalén. Otras, el dolor de la agonía que concluyó en el Calvario... O la gloria de su triunfo sobre la muerte y el pecado. Pero, ¡siempre!, el amor —gozoso, doloroso, glorioso— del Corazón de Jesucristo ( Vía Crucis, XIV estación, punto 3.) [...] C- X/1323º.- San Pedro in Gallicantu (Págs. 125-130)Y al instante, cuando todavía estaba hablando, cantó un gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro. Y recordó Pedro las palabras que el Señor le había dicho: «Antes que cante el gallo hoy, me habrás negado tres veces». Y salió afuera y lloró amargamente (Lc 22, 60-62.) En Jerusalén, este episodio se sitúa en la ladera oriental del monte Sión, no muy lejos del Cenáculo, es decir, en un barrio residencial de la ciudad en tiempos de Jesucristo, que se asomaba a los torrentes Cedrón y Ginón. [...] C- XI/13

24º.- De su Asunción se alegran los ángeles (Págs. 130-134)Sabemos pocos detalles acerca de los últimos años de Nuestra Señora en la tierra. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Sagrada Escritura la sitúa en el Cenáculo (Cfr. Hch 1, 13-14); después, permanecería sin duda junto a san Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales (Cfr. Jn 19, 25-27). Pero la Escritura no recoge el momento ni el escenario en que se produjo la Asunción. Según algunos testimonios antiquísimos, habría tenido lugar en Jerusalén; según otros, de origen más reciente, en Éfeso.

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Siguiendo los pasos del Señor (Viaje de D. Álvaro a Tierra Santa)

Del libro MISIÓN CUMPLIDA (Mons. Álvaro del Portillo) de Hugo de Azevedo, Editorial PALABRA

El retiro que hizo (D. Álvaro del Portillo) del 25 de febrero al 3 de marzo (1994), en Cavabianca, le había ayudado a reposar físicamente y sobre todo a prepararle para cumplir todavía un sueño de san Josemaría y también suyo: ¡visitar Tierra Santa! Igual que san Josemaría, él iría solo por devoción: «había aprendido del Fundador la costumbre de realizar desplazamientos solo por motivos apostólicos concretos. En Jerusalén habían comenzado hacía poco las actividades apostólicas regulares; por eso no se opuso cuando se le hizo considerar que su presencia "in loco" daría un empujón a las iniciativas pastorales de la Prelatura» [177]. Y así ya pudo anunciar ese próximo viaje el día de su cumpleaños, tres días antes de su partida.Sentir de cerca la presencia de Jesús -niño, joven, hombreen su propio ambiente; verlo en Belén, recién nacido; en Nazaret, con María y José, jugando, rezando, aprendiendo, trabajando... Oírlo, seguirlo, en medio del pueblo con los discípulos, con los Apóstoles... Sufrir con Él, llorar por Él, morir de dolor y de amor por Él... Y encontrarlo ¡vivo y glorioso! En el Cenáculo, en las riberas de Tiberiades y en el monte de la Ascensión, sin desaparecer su rostro amable, su mirada, su sonrisa, cuando sube hacia la derecha del Padre...Esa sed y hambre de Cristo siente don Álvaro. ¡Qué alegría poder saciarlas! Una semana ¡le parece tan poco! ¡Quién le diera... remar en el lago de Genesaret! Le venía de repente el anhelo juvenil de coger otra vez los remos, imaginarse que es uno de los Apóstoles pescadores, oír el chapotear acompasado de los remos y respirar el olor del mar, con Jesús a popa, que él pudiera ver y oír sin perder la dirección, e ir mara delante, con fuerza, con brío... Siente crecer la energía física. ¡Qué bien haría la oración así!«Me gustaría ir al Lago de Genesaret, que tantas veces cruzó Nuestro Señor; ir por esas aguas en barca, remando... Hacer oración en el lago» [178]. Fue el único deseo personal que manifestó. Además, lo que él quería, sobre todo, era «visitar los Santos Lugares, tan unidos a Jesucristo, a la Santísima Virgen y a san José» [179].Sabiendo de su viaje, un amigo le puso a su disposición un pequeño avión alquilado, y en él partió el día 14, con don Javier Echevarría, don Joaquín Alonso y el doctor José María Araquistaín, que cuidaba habitualmente de su estado de salud. Estaba agradecidísimo al amigo que le había ofrecido el viaje en el pequeño avión, aunque sus acompañantes se sentían algo preocupados. Se daban cuenta de las reales dimensiones del aparato (casi no se podía estar de pie), la ausencia de otras comodidades que se pueden encontrar en los aviones de pasajeros y la mayor duración del vuelo -casi una hora más que la de los vuelos regulares- no iban a hacer el viaje demasiado cómodo para don Álvaro; él no le da importancia a tales incomodidades; quería que fuese una peregrinación penitente y de acción de gracias, para mostrar también con el cuerpo que ofrecía ese homenaje a Dios.Y así fue, a pesar de todas las delicadezas de que se vio rodeado todos esos días. Enseguida, en el aeropuerto de Tel-Aviv le esperaba un automóvil del Cuerpo Diplomático, cedido por el embajador de Uruguay, recientemente llegado de la Clínica de Pamplona, donde le habían detectado una grave dolencia.El coche había sido inspeccionado previamente, y gozaba de todas las condiciones de comodidad para los cinco, pues a los cuatro peregrinos se les había añadido don Alberto Steinvorth, sacerdote de la Prelatura que residía en Jerusalén desde 1989. El embajador les había dado las instrucciones necesarias.., menos una, ¿cómo se desconectaba la alarma? El problema se presentó al día siguiente, al salir de la capital en dirección a Haifa. Solo gracias a los conocimientos de don Joaquín Alonso, consiguieron descifrar del alemán el sistema de silenciar el desagradable silbido.Habían resuelto comenzar por el norte, asentados en Nazaret. Entonces, antes de entrar allí, subieron al Monte Carmelo, teniendo a sus pies Haifa y su bello puerto marítimo. El Santuario que allí se levanta -el más célebre dedicado a Nuestra Señora del Carmen- tiene como invocación precisamente el de «StelaMaris ».

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Don Álvaro entró en la iglesia y se puso de rodillas, no sobre los reclinatorios del banco, sino sobre la piedra. Allí, delante del Santísimo y de Nuestra Señora del Monte Carmelo, estuvo casi un cuarto de hora rezando, preparándose para el encuentro con los Santos Lugares.Estaba ansioso por llegar a Nazaret, pero oyó con agrado las explicaciones históricas de un fraile carmelita, y admiró la extensa vista de la ciudad y el verdor del paisaje. Durante los trayectos, además de rezar y comentar el panorama y los encuentros tenidos con varias personas, se leían los pasajes de los evangelios referentes a los lugares a visitar. Primero, la iglesia que conserva muy probablemente el «Pozo de la Virgen», el antiguo pozo de la aldea, a donde iban a buscar agua las mujeres de Nazaret y, entre ellas, la Reina de los Ángeles, cántaro sobre la cabeza, con la elegante destreza que todavía hoy se observa en las actuales nazarenas. En su natural sencillez y grandeza sobrenatural, era todo un cántico al espíritu del Opus Dei. «Tareas vulgares entre las cuales discurre la vida de la gente común, como nosotros; tareas que Nuestra Señora habrá cumplido con extraordinaria delicadeza y con inmenso amor. Con la certeza de que, dedicándose a actividades aparentemente banales, estaba honrando a Dios y sirviendo a las personas que dependían de su trabajo y de su servicio» [180].Él se quedaría en cada sitio horas sin fin. La oración brotaba como aquella agua de la fuente. El simple paso de un lugar a otro le exigía verdadero desprendimiento interior. Pero nuevos y trascendentales lugares le atraían: la casa de José, la gruta de la Anunciación. ¡La casa de José! ¡La casa de la Sagrada Familia! La casa donde vivió y creció «en sabiduría, edad y en gracia» [181] ¡Nuestro Señor Jesucristo! En donde trabajó hasta «unos treinta años» [182], «el artesano» [183], «hijo del artesano» [184], verdadero Dios y verdadero Hombre, redimiéndonos a través de las ocupaciones ordinarias, en el ambiente social más común, como viven hoy millones de personas, ciudadanos corrientes de este mundo que Él vino a salvar...Después, la basílica de la Anunciación, sobre la casa donde nació María, el sitio exacto en el cual el Verbo se hizo carne, en donde la dulce Doncella llena de gracia le concibió en su Inmaculado Corazón y en su purísimo Seno.Don Álvaro les hace notar, en la homilía de la Santa Misa, que el Señor es tan bueno, que deja allí recuerdos sensibles de su peregrinar por la tierra, de su venida al mundo. Dios Todopoderoso, infinitamente grande, toma carne humana. ¿En dónde? En un lugar lleno de pobreza. Y ¿dónde nace también? En otra gruta... Allí estuvo el Señor. ¿Para qué? Para darnos a nosotros la vida. Él se hizo mortal, viviendo de esta manera, y después muriendo como murió, para que nosotros pudiésemos vivir.Pero, si esos Santos Lugares nos enganchan por lo que nos recuerdan, los lagos, montes y los valles de Palestina nos ofrecen el auténtico paisaje que los ojos del Señor contemplaron, la tierra en la cual vivió, los caminos que recorrió, las aguas que atravesó, las colinas que subió, los mismos sitios en donde predicó, en donde curó enfermos, en donde sació el hambre de las multitudes, y los rincones a donde se retiró para orar o para descansar con sus discípulos.Después de celebrar la Santa Misa en el altar mayor del Santuario de las Bienaventuranzas, rogando al Señor la gracia de que todos los cristianos y en particular sus hijos vivan el programa trazado por Jesús, se dirigió a Genesaret. Ahí se extendía el mar de Tiberiades. Sonriendo, como para pedir un favor, don Álvaro recordó su deseo: si fuese necesario, él, a pesar de sus ochenta arios, era capaz también de remar... Todos le querían dar ese gusto, pero el trato con el hombre del «kibutz», encargado del barco, se retrasó más de lo previsto, después el coche no arrancó; fue necesario recurrir al «kibutz» para cargar la batería... Don Álvaro, sereno, les dice que no se preocupen: si tuvieran que quedarse allí, allí se arreglarán... Por fin reemprenden el viaje, pero ya se han atrasado tanto, que no es posible cumplir lo acordado con el hombre del barco. Disgustados por no poder satisfacer el único deseo expresado por don Álvaro, salen de nuevo para Nazaret al comienzo de la tarde y buscan por lo menos un sitio agradable en la ribera para hacer la oración sobre el lago.

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¡Qué fácil ha sido la oración! «Mar adentro», ¡lancémonos por los mares de este mundo que Dios nos entregó, cada vez con más confianza en el Maestro! ¡y lancémonos para la pesca apostólica, pues todas las almas, en el fondo, necesitan a Cristo, esperan a Cristo!Cuando se levantó del tronco donde había estado sentado, sintió que se iba a caer, no habían pasado en vano por su cuerpo tantos arios de luchar y trabajar. Pero quien le vio levantarse puede afirmar que, afortunadamente, a pesar de la edad, estaba ágil y fuerte, y puede volver sin dificultad a la explanada. ¡Soldado hasta el final!, y paternal: ¿algunos de los otros no estarían pasando frío? Es su única preocupación. Porque él se sentía bien con la frescura de la brisa, y los otros, atentos a él, le preguntaron si quería que se volviera a contratar el barco. Rehusó amablemente. No, era solo un «capricho», replicó.Al día siguiente había que dejar Nazaret y entrar en Jerusalén. Antes de salir de Galilea, camino de Judea, se detuvieron en Caná: una antigua hidria de piedra evoca las que Jesús mandó llenar de agua, transformándola en precioso vino. ¡Cuánto vale la intercesión de la Virgen María y el seguimiento de su mandato: «Haced lo que Él os diga!» [185].Suben después al Tabor, bastante elevado en comparación con los suaves relieves de Palestina -cerca de 600 metros-. El panorama es extenso y grandioso, y don Álvaro se pregunta a sí mismo por qué motivo Nuestro Señor quiso subir tan alto para transfigurarse. Tal vez para recordarnos que la subida a la santidad requiere un verdadero esfuerzo de nuestra parte. El mismo Jesús que allí se había transfigurado volvería a estar presente sobre el altar en el que iban a celebrar la Eucaristía. «Hagamos tres tiendas [186], había dicho san Pedro, fascinado por la visión. ¡Quién le diera a Él ver el rostro glorioso del Señor! En cierto modo eso ya era posible –comentó- ¡si lo buscásemos, si le tratásemos, si le amásemos! [187].Rodando hacia el sur, a lo largo del sagrado Jordán, van a llegar a Jericó con sus sicómoros, como el simpático y arriesgado Zaqueo. Ahí está: si nos esforzamos como él por ver a Jesús, no solo lo veremos, sino que oiremos su llamamiento divino. Desde allí se divisa el Monte de las Tentaciones, y, subiendo del desierto de Judea, entran finalmente en Jerusalén.Don Álvaro estaba ansioso por visitar el Santo Sepulcro. Le costaba caminar por las calles empedradas y subir aquellas empinadas escaleras, pero se veía que estaba muy contento, y era preciso «obligarlo» a ir despacio. Nada más entrar, se arrodilló delante de la piedra donde habían depositado el Cuerpo del Señor para el embalsamamiento, la besó repetidamente y apoyó la cabeza sobre ella, con mucha devoción. Se dirigió entonces al Sepulcro y enseguida se recogió en oración mientras esperaba el turno de entrada en la gruta. Una vez llegado allí, nuevamente cayó de rodillas, y allí permaneció mucho tiempo, hasta que le recordaron que había otros peregrinos fuera esperando.Vino después la subida al Calvario. Le costó bastante remontar la empinada escalera, pero una vez allá arriba no reposó ni un instante, estaba otra vez de rodillas, la cabeza en la piedra, hasta la hora de cerrar el recinto sagrado. «No fue fácil para nosotros -recuerda don Javier Echevarría dejar aquel lugar, porque veíamos al Padre muy recogido, completamente inmerso en Dios. Nos demoramos allá, realmente, bastante tiempo» [188].«¡Ha sido una sucesión de emociones muy intensas!» [189], confesó después don Álvaro. Tanta o mayor emoción fue la suya el día siguiente al celebrar la Eucaristía en la Basílica del Santo Sepulcro, último reducto de Nuestro Señor en la tierra.Se encaminaron entonces al lugar donde «Dominus flevit», el lugar donde el Señor llora sobre Jerusalén, recorrieron el Monte de los Olivos; comieron después con los de la Obra que trabajan en la Ciudad Santa; y por la tarde fueron a orar al Huerto de Getsemaní, en la iglesia de la Agonía; mucho agradeció los ramos de olivo que le ofrecieron allí. El Domingo de Ramos, dijo, querría llevar uno al Santo Padre.Al día siguiente, 19 de marzo, era la fiesta de San José. ¡Qué día más bueno para visitar Belén! Comenzaron la oración de la mañana durante el viaje leyendo antes el evangelio de san Lucas, y la terminaron en el «Campo de los Pastores». A unos tres kilómetros del Campo está la iglesia de la Natividad. Con la misma prisa interior y la alegría de

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los pastores de Belén, entró don Álvaro en la Basílica, el buen pastor del pequeño rebaño del Opus Dei, para ofrecer al Niño el amor y el servicio de todos sus hijos.Celebró la Santa Misa precisamente en el altar del Pesebre. Con su profundo sentido de la filiación divina, le impresionó vivamente la humildad del Hijo de Dios, que quiso vivir y servirnos casi toda la vida en aquel humildísimo lugar, con María Santísima y san José. El Señor podía haber venido al mundo para realizar la Redención del género humano, revestido de un poder y una majestad extraordinarias, pero prefirió vivir en medio de una pobreza increíble. ¡Allí no había nada de nada!... Es necesario decir a Dios que sí, que queremos ser fieles, que deseamos imitar a Jesús, que es el modelo en todo, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes.Por la tarde tuvo un encuentro con un numeroso y heterogéneo conjunto de familias cristianas de varias confesiones, palestinos, hebreos, diplomáticos extranjeros y hasta un grupo de seminaristas alemanes. Con traducción simultánea, la tertulia se desarrolló con la sencillez y familiaridad habituales. La charla con un carpintero de Belén fue encantadora, y le dio la ocasión de explicar muy bien el espíritu y el mensaje del Opus Dei. Se habló del papel de los profesores, de la educación de los hijos, del apostolado, de la paz y de la violencia, del perdón, de la unión de los cristianos, del Santo Padre...Ocurría esto en Belén. De regreso a Jerusalén, fue a saludar al Patriarca Latino y con él conversó una buena media hora.Muy cerca de Jerusalén, le atraía Betania. Allí fueron a la mañana siguiente. Qué bien se habría sentido allí, espiritualmente, el Fundador: «Os diré que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro» [190].A la tarde Ain Karim y la iglesia de la Visitación, y sus más de cincuenta lápidas con el canto del «Magnificat» en diversas lenguas. En verdad la Madre de Dios había profetizado: «me llamarán bienaventurada todas las generaciones» [191].No le fue fácil subir la escalinata del Santuario. Y por eso bromeaba con quien había dicho que eran unos quince escalones. ¡Él había contado cuarenta y ocho!Pero todavía guardaba energía para tantos otros lugares que visitaría el día 21: la iglesia de Santa Ana, la piscina probática, la Capilla de la flagelación, San Pedro «in Gallicantu»... El Evangelio se iba desarrollando «físicamente» delante de sus ojos; él iba situando en cada lugar los episodios, tantas veces contemplados, de nuestra Redención, y tantas veces suscitando la misma pregunta: ¿cómo pagar a Dios lo que hizo por nosotros? ¡Con nada! Aunque luchemos por estar más entregados, aunque luchemos día a día por ser más suyos, no le podemos pagar.. Pero, Señor: «Tú sabes que te quiero», porque «Tu omnia nosti, tu scis quia amo te» ¡Tú lo sabes todo! [192]. Tú sabes que, a pesar de mis miserias, yo te amo, yo te quiero ser fiel, y te pido perdón por las ofensas que cometo y las faltas de entrega. Y la acción de gracias de don Álvaro se convierte en petición confiada, por sí mismo, por sus hijos del mundo entero, para que sean cada vez más fieles.Al final de la mañana visitó al Nuncio Apostólico, y al comienzo de la tarde se entretuvo en una larga y animada charla con un grupo de chicos americanos, venidos de Chicago a Tierra Santa. Uno de ellos le ofreció un gorro de béisbol con el distintivo del Colegio, para que se acordase de rezar por su apostolado, y don Álvaro se lo puso en la cabeza con gusto, ¡no había sido él un apasionado deportista!La llegada a la meta¡El día más esperado! ¡Iba a celebrar la Santa Misa junto al Cenáculo donde Nuestro Señor la instituyó! Más que nunca compenetrado con los sentimientos de Cristo en la Última Cena... Había oído leer el relato evangélico en el trayecto hasta el Monte Sión. En profundo recogimiento, hizo su oración en la Basílica de la Dormición de la Virgen. Contempló después la Ciudad Santa, que se observa desde el «monte»; y se dirigió finalmente a la iglesia del Cenáculo. Durante diez minutos, antes de las once, se volvió a recoger en oración. Al revestirse, su devoción era patente en cada gesto así

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como su profunda concentración: se percibía que procuraba dar el significado propio a cada rito que cumplía. Todos los gestos y palabras de Jesús le venían a la mente; se acumulaban mil recuerdos de la fe y la piedad del Fundador; se veía en unión con el Sucesor de Pedro y con el Colegio episcopal, con la Iglesia entera.Los que le acompañaban le notaban una cierta fatiga, perfectamente justificada por el esfuerzo de aquellos días y por la inevitable emoción del momento. La homilía fue pronunciada por don Javier. Él permaneció en silencio.Terminada la acción de gracias, se dirigieron al hotel para hacer las maletas. Fue a despedirse de sus hijas y de sus hijos de los dos Centros de la Obra en Jerusalén con la serenidad y el cariño habituales. Ya en el aeropuerto, afrontó con calma el interminable interrogatorio allí exigido. Saludó amablemente a la tripulación del avión en el que regresaría a Roma. Una vez que se sentaron, comenzaron la oración de la tarde. ¿Cómo se sentía el Padre? Con alguna dificultad para respirar, respondió. El piloto hizo subir la presión de la cabina y se sintió mejor...El viaje de vuelta fue más largo que el de ida: cinco horas de vuelo en aquel espacio exiguo.Pero al desembarcar en el aeropuerto de Ciampino le estaba reservada una sorpresa, que le dio mucha alegría: además de los que iban a acompañarle hasta casa, esperaban varias familias que habían sabido la hora de la llegada, y venían a darle la bienvenida, ofrecerle un ramo de flores y pedirle la bendición…………………================================================Pocas horas después de regresar D. Álvaro de su peregrinación por Tierra Santa, en la madrugada del 23 de Marzo de 1994, sobre las cuatro de la mañana, el Señor se lo llevó al Cielo.

177] Perfil..., p. 219.[178] Ibid.[179] Ibid.[180] Romana, n° 18, p. 103.[181] Lc2, 52.[182] Lc3, 23.[183] Mc 6, 3.[184] Mt 13, 55.[185] Jn 2, 5.[186] Mc, 9, 5.[187] Cfr. Romana, n° cit., p. 106.[188] Ibid., p. 107.[189] Ibídem.[190] ESCRIVÁ DE BALAGUER, JOSEMARIA, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973, n. 154.[191] Lc 1, 48.[192] Jn 21, 17.

1º Belén: Basílica de la Natividad“Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más” (Amigos de Dios, 222). Recientemente, Benedicto XVI ha recordado una expresión, en la que se llama a Tierra Santa “el quinto Evangelio”. Porque Jesús ha nacido en un momento preciso y en un lugar concreto, en una franja de tierra fronteriza del imperio romano. Allí ha vivido el Señor y se ha entregado a sí mismo por todos los hombres.

A partir de ahora, publicaremos una serie de textos sobre Itinerarios por Tierra Santa, como un modo de dar a conocer los lugares donde vivió Cristo en la tierra. También son útiles como guía para quien visite los Santos Lugares.

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Mapa de Tierra Santa como la conoció nuestro Señor, con las fronteras actuales superpuestas

Belén: cuna de la dinastía davídica. Jesús nació en una gruta de Belén, dice la Escritura, "porque no hubo lugar para ellos en el mesón" (Lc 2, 7).

Se calcula que Belén fue fundada por los cananeos hacia el año 3.000 antes de Cristo. Es mencionada en algunas cartas enviadas por el gobernador egipcio de Palestina al faraón, en torno al año 1.350 a. C. Después, la conquistaron los filisteos. En la Sagrada Escritura, se alude por primera vez a Belén – que por entonces se llamaba también Éfrata: la fértil– en el libro del Génesis, cuando se relata la muerte y sepultura de Raquel, la segunda esposa del patriarca Jacob: Raquel murió y fue sepultada en el camino de Éfrata, es decir, de Belén (Lc. 2, 7).

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Lugar del nacimiento de Jesús. Foto: Darko Tepert (Wikimedia Commons)

Más adelante, cuando se hizo el reparto de las tierras entre las tribus del pueblo elegido, Belén quedó asignada a la de Judá y fue cuna de David, el pastorcillo –hijo menor de una familia numerosa– elegido por Dios como segundo rey de Israel. A partir de entonces, Belén quedó unida a la dinastía davídica, y el profeta Miqueas anunció que allí, en esa pequeña localidad, nacería el Mesías:

Pero tú, Belén Éfrata, aunque tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me saldrá el que ha de ser dominador en Israel; sus orígenes son muy antiguos, de días remotos. Por eso Él los entregará hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz. Entonces, el resto de sus hermanos volverá junto a los hijos de Israel. Él estará firme, y apacentará con la fuerza del Señor, con la majestad del Nombre del Señor, su Dios; y ellos podrán reposar, porque entonces él será grande hasta los confines de la tierra (Mi 5, 1-3).

En este texto encontramos varios elementos relacionados con las profecías mesiánicas de Isaías (Cfr. Is 7, 14; 9, 5-6; 11, 1-4.) y también con otros pasajes de la Escritura en los que se anuncia un futuro descendiente de David (Cfr. 2 S 7, 12; 12-16; Sal 89, 4). La tradición judía vio en las palabras de Miqueas un vaticinio sobre la llegada del Mesías, como ha quedado reflejado en varios lugares del Talmud (Cfr. Pesajim 51, 1 y Nedarim 39, 2). También san Juan, en su Evangelio, se hace eco de cuál era la opinión dominante entre los judíos del tiempo de Jesús acerca de la procedencia del Mesías: ¿no dice la Escritura que el Cristo viene de la descendencia de David y de Belén, la aldea de donde era David? (Jn 7, 42).

Pero es en el Evangelio de san Mateo donde se cita explícitamente la profecía de Miqueas, cuando Herodes reúne a los sacerdotes y escribas para preguntarles dónde había de nacer el Mesías: en Belén de Judá –le dijeron–, pues así está escrito por medio del Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel ( Mt 2, 5-6.).

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Retablo sobre el lugar del nacimiento de Jesús Foto: Leobard Hinfelaar

Nace Dios en BelénA comienzos del siglo I, Belén era una aldea que no contaría con más de un millar de habitantes. La formaban un reducido conjunto de casas diseminadas por la ladera de una loma y protegidas por una muralla que estaría en malas condiciones de conservación, o incluso desmoronada en buena parte, ya que había sido construida casi mil años antes. Sus habitantes vivían de la agricultura y la ganadería. Tenía buenos campos de trigo y cebada en el extenso llano al pie de la loma: tal vez a estos cultivos se debe el nombre de Bet-Léjem, que en hebreo significa “Casa del pan”. En los campos más cercanos al desierto, pastaban además rebaños de ovejas.

La pequeña aldea de Belén siguió contando los días de su monótona existencia agrícola y provinciana hasta que acaeció el inaudito acontecimiento que la haría famosa para siempre en el mundo entero. San Lucas lo relata con sencillez: En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento fue hecho cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta (Lc 2, 1-5).

Unos ciento cincuenta kilómetros separaban Nazaret de Belén. El viaje resultaría especialmente duro para María, en el estado en que se encontraba.Las casas de Belén eran humildes y, como en otros lugares de Palestina, los vecinos aprovechaban las cuevas naturales como almacenes y establos, o bien las excavaban en la ladera. En una de estas grutas, nació Jesús: Y sucedió que, estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento (Lc 2, 6-7).

Un Niño que es DiosLa Providencia de Dios había dispuesto los acontecimientos para que Jesús –el Verbo hecho carne, el Rey del mundo y el Señor de la historia– naciera rodeado de una pobreza total. Ni siquiera pudo gozar del mínimo de comodidades que una familia humilde podría haber preparado con afecto para el nacimiento de su hijo primogénito: solamente contó con unos pañales y un pesebre.

“No alcanzaremos jamás el verdadero buen humor, si no imitamos de verdad a Jesús; si no somos, como El, humildes. Insistiré de nuevo: ¿habéis visto dónde se esconde la grandeza de Dios? En un pesebre, en unos pañales, en una gruta. La eficacia redentora de nuestras vidas sólo puede actuarse con la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y sintiendo la responsabilidad de ayudar a los demás” (Es Cristo que pasa, 18).

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“Lo mismo que se condimentan con sal los alimentos, para que no sean insípidos, en la vida nuestra hemos de poner siempre la humildad. Hijas e hijos míos –no es mía la comparación: la han usado los autores espirituales desde hace más de cuatro siglos– no vayáis a hacer como esas gallinas que, apenas ponen un solo huevo, atronan cacareando por toda la casa. Hay que trabajar, hay que desempeñar la labor intelectual o manual, y siempre apostólica, con grandes intenciones y grandes deseos –que el Señor transforma en realidades– de servir a Dios y pasar inadvertidos” (San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 25-XII-1972).

Altar de los Reyes Magos, frente al pesebre Foto: Alfred Driessen

Lugar del nacimiento de Jesús Foto: Antoine Taveneaux (Wikimedia Commons).

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Belén y los primeros cristianos

También los discípulos del Señor y los primeros cristianos fueron muy conscientes desde el principio de la importancia que había adquirido Belén. A mediados del siglo II, san Justino, que era natural de Palestina, se hacía eco de los recuerdos que se transmitieron de padres a hijos los habitantes de la aldea sobre la gruta, usada como establo, en que había nacido Jesús (Cfr. San Justino, Diálogo con Trifón, 78, 5).

En los primeros decenios del siglo siguiente, Orígenes atestigua que el lugar donde nació el Señor era perfectamente conocido en la localidad, incluso entre quienes no eran cristianos: «En armonía con lo que en los evangelios se cuenta, en Belén se muestra la cueva en que nació [Jesús] y, dentro de la cueva, el pesebre en que fue reclinado envuelto en pañales. Y lo que en aquellos lugares se muestra es famoso aun entre gentes ajenas a la fe; en esta cueva, se dice, nació aquel Jesús a quien admiran y adoran los cristianos” (Orígenes, Contra Celso, 1, 51).

En tiempos del emperador Adriano, las autoridades del Imperio edificaron templos paganos en varios enclaves –por ejemplo, el Santo Sepulcro y el Calvario– venerados por los primeros cristianos, con el propósito de borrar los vestigios del paso de Cristo por la tierra: «Desde los tiempos de Adriano hasta el imperio de Constantino, por espacio de unos ciento ochenta años, en el lugar de la resurrección se daba culto a una estatua de Júpiter, y en la peña de la cruz a una imagen de Venus de mármol, puesta allí por los gentiles. Sin duda se imaginaban los autores de la persecución que, si contaminaban los lugares sagrados por medio de los ídolos, nos iban a quitar la fe en la resurrección y en la cruz” (San Jerónimo, Cartas, 58, 3).

Algo análogo pudo suceder en Belén, ya que el lugar donde nació Jesús fue convertido en un bosque sagrado en honor del dios Adonis. San Cirilo de Jerusalén vio los terrenos donde se encontraba la gruta cubiertos de árboles (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 12, 20: «Hasta hace pocos años se trataba de un lugar poblado de bosque»), y san Jerónimo también se refiere al fallido intento de paganizar esta memoria cristiana con palabras no exentas de cierta ironía: «Belén, que es ahora nuestra, el lugar más augusto del orbe, aquel del que dijo el salmista: de la tierra ha germinado la Verdad (Sal 84, 12), estuvo bajo la sombra de un bosque de Thamuz, es decir, de Adonis, y en la cueva donde antaño dio Cristo sus primeros vagidos se lloraba al querido de Venus» (San Jerónimo, Cartas, 58, 3).

La Basílica de la Natividad: historia

Apoyándose en esta tradición, continuada y unánime, el emperador Constantino mandó construir una gran basílica sobre la gruta: fue consagrada el 31 de mayo del año 339, y en la ceremonia estuvo presente santa Elena, que había impulsado decididamente esta empresa.

No es mucho lo que se conserva de la primitiva basílica, que fue saqueada y destruida durante una sublevación de los samaritanos, en el año 529. Cuando se restableció la paz, Belén fue fortificada, y el emperador Justiniano mandó construir una nueva basílica, que se edificó en el mismo lugar de la primera, pero con mayores proporciones. Es la que ha llegado hasta nosotros, salvándose durante las diversas invasiones en las que fueron destruidos los otros templos de época constantiniana o bizantina.

Se cuenta que los persas, que en el año 614 asolaron casi todas las iglesias y monasterios de Palestina, respetaron la basílica de Belén al encontrar en su interior un mosaico donde los Reyes Magos estaban representados vestidos a la usanza de su país. Igualmente, el templo salió casi incólume de la violenta incursión en Tierra Santa del califa egipcio El Hakim, en el año 1009, así como de los furiosos combates que siguieron a la llegada de los Cruzados en 1099.

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En los muros y el pavimento todavía quedan restos de mosaicos de época bizantinaFoto: Alfred Driessen

Detalle de un mosaico del pavimento Foto: Leobard Hinfelaar

El exterior de la basílica

Desde la plaza que hay delante de la basílica, el visitante tiene la impresión de hallarse frente a una fortaleza medieval: gruesos muros y contrafuertes, con escasas y pequeñas ventanas. Se entra por una puerta tan diminuta que obliga a pasar de uno en uno, y aun así con dificultad: es preciso inclinarse bastante. En su homilía durante la Santa Misa de la última Nochebuena, Benedicto XVI se refirió a este acceso al templo:

«Quien quiere entrar hoy en la iglesia de la Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que un tiempo tenía cinco metros y medio de altura, y por el que los emperadores y califas entraban al edificio, ha sido en gran parte tapiado. Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro y medio. La intención fue probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos pero, sobre todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios.

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La puerta mide apenas metro y medio Foto: Leobard Hinfelaar

Quien desea entrar en el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse. Me parece que en eso se manifiesta una cercanía en esta Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón “ilustrada”. Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios” (Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2011).El interior: la gruta de la NatividadLa basílica –con planta de cruz latina y cinco naves– tiene una longitud de 54 metros. Las cuatro filas de columnas, de color rosáceo, le dan un aspecto armonioso. En algunos lugares, es posible contemplar los mosaicos que adornaban el pavimento de la primitiva iglesia constantiniana; en las paredes, también se han conservado fragmentos de otros mosaicos que datan de los tiempos de las Cruzadas

Escaleras de salida de la gruta. Foto: Alfred Driessen

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Pero el centro de esta gran iglesia es la Gruta de la Natividad, que se encuentra bajo el presbiterio: tiene la forma de una capilla de reducidas dimensiones, con un pequeño ábside en el lado oriental. El humo de los cirios, que la piedad popular ha puesto durante generaciones y generaciones, ha ennegrecido las paredes y el techo. Allí hay un altar y, debajo, una estrella de plata que señala el lugar donde Cristo nació de la Virgen María. La acompaña una inscripción, que reza: Hic de Virgine Maria Iesus Christus natus est.El pesebre donde María acostó el Niño, tras envolverlo en pañales, se encuentra en una capillita aneja. En realidad es un hueco en la roca, aunque hoy está recubierto de mármol y anteriormente lo estuvo de plata. Enfrente, hay un altar llamado de los Reyes Magos, porque tiene un retablo con la escena de la Epifanía.

Gráfico adaptado por Julián de Velasco.

Nave central de la basílica. Foto: Leobard Hinfelaar

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En los muros y el pavimento todavía quedan restos de mosaicos de poca bizantina.Foto: Leobard Hinfelaar

Gruta de la NatividadFoto: Leobard Hinfelaar

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El lugar del nacimiento está señalado con una cruz de plata Foto: Leobard Hinfelaar

Lugar del pesebre Foto: Alfred Driessen

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Delante de la basílica de la Natividad se abre una plaza... Foto: Leobard Hinfelaar

Más información: (web de la Custodia de Tierra Santa ) http://es.custodia.org/default.asp?id=494

Misioneros franciscanos al servicio de la Tierra Santa

Vista de Jerusalén

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2º El Templo de Jerusalén

Vista del Monte del Templo desde el “Dominus Flevit”: el lugar donde, según la tradición, Jesús anunció que el templo sería destruido.

Foto: Leobard Hinfelaar

Cumplido el tiempo de la purificación de la Madre, según la Ley de Moisés, es preciso ir con el Niño a Jerusalén para presentarle al Señor (Santo Rosario, IV misterio gozoso). Para un cristiano, la Ciudad Santa reúne los recuerdos más preciosos del paso por la tierra de Nuestro Salvador, porque en Jerusalén Jesús murió y resucitó de entre los muertos. Fue también escenario de su predicación y milagros, y de las horas intensas que precedieron a su Pasión, en las que instituyó la locura de Amor de la Eucaristía. En ese mismo lugar –el Cenáculo– nació la Iglesia que, reunida en torno a María, recibió el Espíritu Santo el día de Pentecostés.

El torrente Cedrón desde el Monte de los Olivos Foto: Alfred Driessen

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Historia de la Ciudad Santa

Pero el protagonismo de Jerusalén en la historia de la salvación ya había comenzado mucho antes, con el reinado de David, entre los años 1010 y 970 antes de Cristo.

Por su situación topográfica, la ciudad había permanecido durante siglos como un enclave del pueblo jebuseo inexpugnable para los israelitas en su conquista de la tierra prometida. Ocupaba la cima de una serie de colinas dispuestas como peldaños en orden ascendente: en la parte sur de la zona más elevada –conocida todavía hoy con los nombres de Ofel o Ciudad de David–, se encontraba la fortaleza jebusea; en la parte norte, el monte Moria, que la tradición judía identificaba con el lugar del sacrificio de Isaac (Cfr. Gn 22, 2; y 2 Cro 3, 1).

El macizo, con una altura media de 760 metros sobre el nivel del mar, estaba rodeado por dos torrentes profundos: el Cedrón por el lado oriental –que separa la ciudad del monte de los Olivos–, y el Ginón o Gehenna por el oeste y el sur. Los dos se unían con un tercero, el Tiropeón, que atravesaba las colinas de norte a sur.

Cuando David tomó Jerusalén, se estableció en la fortaleza y realizó diversas construcciones (Cfr. 2 Sam 5, 6-12), a la vez que la constituyó capital del reino. Además, con el traslado del Arca de la Alianza, que era el signo de la presencia de Dios entre su pueblo (Cfr. 2 Sam 6, 1-23.), y la decisión de edificar en honor del Señor un templo que le sirviera de morada (Cfr. 2 Sam 7, 1-7. También 1 Cro 22, 1-19; 28, 1-21; y 29, 1-9), la convirtió en el centro religioso de Israel.

Según las fuentes bíblicas, su hijo Salomón empezó las obras del Templo en el cuarto año de su reinado, y lo consagró en el undécimo (Cfr. 1 Re 6, 37-38.), es decir, hacia el 960 a. C. Aunque no es posible llegar a las evidencias arqueológicas –por la dificultad de realizar excavaciones en esa zona–, su edificación y su esplendor están descritos con detalle en la Sagrada Escritura (Cfr. 1 Re 5, 15 – 6, 36; 7,13 – 8, 13; y 2 Cro 2, 1 – 5, 13).

Lugar de encuentro con Dios

El Templo era el lugar del encuentro con Dios mediante la oración y, principalmente, los sacrificios; era el símbolo de la protección divina sobre su pueblo, de la presencia del Señor siempre dispuesto a escuchar las peticiones y a socorrer a quienes acudieran a Él en las necesidades. Así queda manifiesto en las palabras que Dios dirigió a Salomón:

He escuchado tu oración y he elegido este lugar como Templo para mis sacrificios (...). Desde ahora mis ojos estarán abiertos y mis oídos atentos a la plegaria hecha en este lugar. Pues ahora he elegido y he santificado este Templo para que permanezca mi nombre en él eternamente, y mis ojos y mi corazón estarán siempre ahí. Si tú caminas en mi presencia como caminó tu padre David, cumpliendo todo lo que te he mandado y guardando mis normas y mis decretos, Yo consolidaré el trono de tu realeza como establecí con tu padre David: «No te faltará un descendiente como soberano de Israel». Pero si vosotros me abandonáis y no guardáis mis decretos y mis mandatos como os he propuesto, sino que seguís y dais culto a otros dioses, y os postráis ante ellos, Yo os arrancaré de la tierra que os he dado, apartaré de mi vista el Templo que he consagrado a mi nombre y haré de vosotros motivo de burla y de fábula entre todos los pueblos. Este Templo, que era tan excelso a los ojos de los que pasaban ante él, se convertirá en ruinas (2 Cro 7, 12-21. Cfr. 1 Re 9, 1-9).

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Gráfico de "National Geographic" http://ngm.nationalgeographic.com

La historia de los siguientes siglos muestra hasta qué punto se cumplieron estas palabras. Tras la muerte de Salomón, el reino se dividió en dos: el de Israel al norte, con capital en Samaria, que fue conquistado por los asirios en el año 722 a. C.; y el de Judá al sur, con capital en Jerusalén, que fue sometido a vasallaje por Nabucodonosor en el 597. Su ejército arrasó finalmente la ciudad, incluido el Templo, en el año 587, y deportó la mayor parte de la población a Babilonia.

Antes de esta destrucción de Jerusalén, no faltaron los profetas enviados por Dios que denunciaban el culto formalista y la idolatría, y urgían a una profunda conversión interior; también después recordaron que Dios había condicionado su presencia en el Templo a la fidelidad a la Alianza, y exhortaron a mantener la esperanza en una restauración definitiva. De este modo, fue creciendo la convicción inspirada por Dios de que la salvación llegaría por la fidelidad de un siervo del Señor que obedientemente tomaría sobre sí los pecados del pueblo.

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El segundo templo y la llegada de los romanos

No tuvieron que pasar muchos años para que los israelitas sintieran de nuevo la protección del Señor: en el año 539 a. C., Ciro, rey de Persia, conquistó Babilonia y les dio libertad para que regresaran a Jerusalén. En el mismo lugar donde había estado el primer Templo, se edificó el segundo, más modesto, que fue dedicado en el año 515. La falta de independencia política durante casi dos siglos no impidió el desarrollo de una intensa vida religiosa. Esta relativa tranquilidad continuó tras la invasión de Alejandro Magno en el 332 a. C., y también durante el gobierno de sus sucesores egipcios, la dinastía ptoloméica.

Gráfico: J. Gil

La situación cambió en el año 200 a. C., con la conquista de Jerusalén por parte de los Seléucidas, otra dinastía de origen macedonio que se había establecido en Siria. Sus intentos de imponer la helenización al pueblo judío, que culminaron con la profanación del Templo en el 175, provocaron un levantamiento. El triunfo de la revuelta de los Macabeos no sólo permitió restaurar el culto del Templo en el 167, sino que propició que sus descendientes, los Asmoneos, reinasen en Judea.

En el año 63 a. C., Palestina cayó en manos del general romano Pompeyo, dando inicio a una nueva época. Herodes el Grande se hizo nombrar rey por Roma, que le facilitó un ejército. En el 37, tras afianzarse en el poder por medios no exentos de brutalidad, conquistó Jerusalén y empezó a embellecerla con nuevas construcciones: la más ambiciosa de todas fue la restauración y ampliación del Templo, que llevó a cabo a partir del 20 a. C.

Los peregrinos solían llegar al templo por el suroeste. Foto: Alfred Driessen

La ruta de la Sagrada Familia al Templo23

Zona de excavaciones arqueológicas al sur del Monte del Templo Foto: Leobard HinfelaarSanta María y san José habrían peregrinado a Jerusalén en su niñez, y por tanto ya conocerían el Templo cuando, cumplidos los días de su purificación, fueron con Jesús para presentarlo al Señor (Lc 2, 22). Eran necesarias varias horas para cubrir a pie o a lomos de cabalgadura los diez kilómetros que separan Belén de la Ciudad Santa. Quizá tendrían impaciencia por cumplir una prescripción de la que pocos sospechaban su verdadero alcance: «la Presentación de Jesús en el Templo lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529). Con el fin de recordar la liberación de Egipto, la Ley de Moisés ordenaba la consagración a Dios del primer hijo varón (Cfr. Ex 13, 1-2 y 11-16); sus padres debían rescatarlo mediante una ofrenda, que consistía en una cantidad de plata equivalente al jornal de veinte días. La Ley también determinaba la purificación legal de las madres después de haber dado a luz (Cfr. Lv 12, 2-8); María Inmaculada, siempre virgen, quiso someterse con naturalidad a este precepto, aunque de hecho no estaba obligada.

La ruta hasta Jerusalén sigue en ligero descenso la ondulación de las colinas. Cuando ya estaban cerca, desde algún recodo verían perfilado el monte del Templo en el horizonte. Herodes había hecho duplicar la superficie de la explanada construyendo enormes muros de contención –algunos de cuatro metros y medio de espesor– y rellenando las laderas con tierra o con una estructura de arcos subterráneos. Formó así una plataforma cuadrangular cuyos lados medían 485 metros en el oeste, 314 en el norte, 469 en el este y 280 en el sur. En el centro, rodeado a su vez de otro recinto, se levantaba el Templo propiamente dicho: era un bloque imponente, recubierto de piedra blanca y planchas de oro, con una altura de 50 metros.

El camino desde Belén iba a parar a la puerta de Jaffa, situada en el lado oeste de la muralla de la ciudad. Desde ahí, varias callejuelas llevaban casi en línea recta hasta el Templo. Los peregrinos solían entrar por el flanco sur. A los pies de los muros había numerosos negocios donde san José y la Virgen podían comprar la ofrenda por la purificación prescrita a los pobres: un par de tórtolas o dos pichones. Subiendo por una de las amplias escalinatas y cruzando la llamada Doble Puerta, se accedía a la explanada a través de unos monumentales pasillos subterráneos.

El pasadizo desembocaba en el atrio de los gentiles, la parte más espaciosa de aquella superficie gigantesca. Estaba dividido en dos zonas: la que ocupaba la ampliación ordenada por Herodes, cuyo perímetro exterior contaba con unos magníficos pórticos; y la que correspondía a la extensión de la explanada precedente, cuyos muros se habían respetado. Atronado siempre por rumores de multitudes, el atrio acogía indistintamente a cuantos querían congregarse en el lugar, extranjeros e israelitas, peregrinos y habitantes de Jerusalén. Este bullicio se mezclaría además con el ruido de los obreros, que seguían trabajando en muchas zonas aún sin terminar.

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Mezquita de la Cúpula de la Roca Foto: Alfred Driessen

El recinto del Templo: el encuentro con Simeón

San José y la Virgen no se detuvieron allí. Atravesando por las puertas de Hulda el muro que dividía el atrio, y dejando atrás el soreg –la balaustrada que delimitaba la parte prohibida a los gentiles bajo pena de muerte–, finalmente llegaron al recinto del templo, al que se entraba por el lado oriental.

Probablemente fue entonces, en el atrio de las mujeres, cuando el anciano Simeón se les aproximó. Había ido allí movido por el Espíritu (Lc 2, 27), seguro de que aquel día vería al Salvador, y lo buscaba entre la multitud. Vultum tuum, Domine, requiram! , repetía San Josemaría al final de su vida para expresar su afán de contemplación.

Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo.Vultum tuum, Domine, requiram. Buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no "como en un espejo y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara" (1 Cor, 13-12) (San Josemaría, Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-IV-1974).

Por fin, Simeón reconoció al Mesías en el Niño, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo:-Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos (Lc 2,28-31).«En esta escena evangélica –enseña Benedicto XVI– se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cfr. Hb 10, 5-7). Simeón lo señala (...) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final (cfr. Lc 2, 32-35).

Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación» (Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las Vísperas de la fiesta de la Presentación del Señor, 2-II-2011).

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Gráfico de "National Geographic"

Simeón bendijo a los jóvenes esposos y después se dirigió a Nuestra Señora: mira, este ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción –y a tu misma alma la traspasará una espada–, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 34-35). En el ambiente de luz y alegría que rodea la llegada del Redentor, estas palabras completan cuanto Dios ha ido dando a conocer: recuerdan que Jesús nace para ofrecer una oblación perfecta y única, la de la Cruz (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529).

En cuanto a María, «su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y

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resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo» (Benedicto XVI, Homilía durante la Misa en la fiesta de la Presentación del Señor, 2-II-2006).

Maqueta del Templo de Herodes que se encuentra en el Israel Museum Foto: Alberto Peral – ISRAEL TOURISM

La purificación de la VirgenTodavía impresionados por las palabras de Simeón, a las que siguió el encuentro con la profetisa Ana, san José y la Virgen se dirigirían a la puerta de Nicanor, situada entre el atrio de las mujeres y el de los israelitas. Subirían las quince gradas de la escalinata semicircular para presentarse ante el sacerdote, que recibiría las ofrendas y bendeciría a la joven esposa mediante un rito de aspersión. Con esa ceremonia quedó rescatado el Hijo y purificada la Madre.

–¿Te fijas?, escribió san Josemaría contemplando la escena. Ella –¡la Inmaculada!– se somete a la Ley como si estuviera inmunda.

¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?

¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! –Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. –Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón. (Santo Rosario, IV misterio gozoso).

La Iglesia condensa los aspectos de este misterio en su oración litúrgica: “Dios todopoderoso y eterno, te rogamos humildemente que, así como tu Hijo unigénito, revestido de nuestra humanidad, ha sido presentado hoy en el templo, nos concedas, de igual modo, a nosotros la gracia de ser presentados delante de ti con el alma limpia” (Cfr. Misal Romano, Oración colecta en la fiesta de la Presentación del Señor).

La destrucción del Templo

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Jesucristo había profetizado que del Templo no quedaría piedra sobre piedra (cfr. Mt 24, 2; Mc 13, 2; Lc 19, 44 y 21, 6). Esas palabras se cumplieron en el año 70, cuando fue incendiado durante el asedio de las legiones romanas. Cincuenta años más tarde, sofocada la segunda sublevación y expulsados los judíos de Jerusalén bajo pena de muerte, el emperador Adriano ordenó construir una nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua. La llamó Aelia Capitolina. Sobre las ruinas del Templo, fueron levantados monumentos con las estatuas de Júpiter y del mismo emperador.En el siglo IV, cuando Jerusalén se convirtió en una ciudad cristiana, se construyeron numerosas iglesias y basílicas en los Lugares Santos. Sin embargo, el monte del Templo quedó abandonado, aunque se permitió el acceso a los judíos un día al año para rezar a los pies del muro occidental, ante lo que se conoce todavía hoy como el muro de las Lamentaciones.

La expansión del islam, que llegó a Jerusalén en el 638, seis años después de la muerte de Mahoma, cambió todo. Los primeros gobernantes centraron su atención en la explanada del Templo. Según una tradición, Mahoma habría ascendido al cielo desde ahí. Pronto se construyeron dos mezquitas: en el centro, sobre el lugar que antaño podría haber ocupado el Santo de los Santos, la de la Cúpula de la Roca, terminada el año 691, que conserva aún la arquitectura original; al sur, donde estaba el mayor pórtico de la época de Herodes, la de Al-Aqsa, que se acabó en el 715, aunque ha sufrido varias restauraciones importantes a lo largo de su historia.

Desde entonces, exceptuando los breves reinos de los cruzados de los siglos XII y XIII, los musulmanes siempre han detentado el derecho sobre el lugar: denominado Haram al-Sharif –el Santuario Noble-, lo consideran el tercero más sagrado del islam, después de la Meca y Medina.

* * *Los Hechos de los Apóstoles nos han transmitido numerosos testimonios de cómo los Doce y los primeros cristianos acudían al Templo para orar y dar testimonio de la resurrección de Jesús ante el pueblo (cfr. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 12.20-25). Al mismo tiempo, se reunían en las casas para la fracción del pan (cfr. Hch 2, 42 y 46), es decir, para celebrar la Eucaristía: desde el inicio, eran conscientes de que «la época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un templo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada de Jerusalén hasta la Resurrección, pp. 33-34).

3º Con la familia de NazaretLa ciudad de Nazaret cuenta hoy con unos 70.000 habitantes, aunque en tiempos del Señor no pasaba de ser un pequeño poblado en el que vivían poco más de un centenar de personas, dedicadas en su mayoría a la agricultura.

Panorámica de Nazaret desde el sur, con la Basílica de la Anunciación en el centro de la imagen. Foto: Daphna Tal - Israel Tourism

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Gráfico: J. GilLa aldea estaba situada en la falda de una colina, rodeada de otros promontorios que formaban algo así como un anfiteatro natural. El trabajo de los arqueólogos ha permitido descubrir cómo eran las casas en esta zona de Galilea hace dos mil años: muchas eran cuevas excavadas en la roca, a veces ampliadas exteriormente con una sencilla construcción. Algunas disponían de una bodega, de un granero, de una cisterna para guardar agua.

En Nazaret hay varios enclaves en los que se conserva el recuerdo de la presencia del Señor: el más importante es la basílica de la Anunciación; otros lugares evangélicos son la Sinagoga y el cercano Monte del Precipicio, que rememoran el rechazo de algunos nazarenos tras haber escuchado la predicación de Jesús; además, están la Fuente de la Virgen, donde según algunas tradiciones antiguas María iría a buscar agua; la Tumba del Justo, en la que habría sido enterrado el Santo Patriarca; y la iglesia de San José, construida sobre los restos de una casa que la piedad popular ha identificado desde hace muchos siglos con el hogar de la Sagrada Familia.

Fachada principal de la Basílica de la Anunciación. Foto: Leobard Hinfelaar

La “cripta de san José”29

El templo que vemos hoy se encuentra a cien metros de la basílica de la Anunciación. Fue construido en 1914, con estilo neo-románico, sobre las ruinas de edificaciones anteriores: existía, en efecto, una iglesia del tiempo de los cruzados (siglo XII), que los musulmanes habían asolado en el siglo XIII.

Cuando los franciscanos llegaron a Nazaret, por el año 1600, encontraron que entre los cristianos del lugar se había transmitido una tradición popular que identificaba esa iglesia –llamada también de la Nutrición, por ser el sitio donde habría sido criado el Niño Jesús– con el taller de José y la casa donde vivía la Sagrada Familia. Las excavaciones realizadas en 1908 sacaron a la luz restos de una primitiva iglesia bizantina (siglos V-VI), que habría sido construida en el lugar donde todavía hoy –en la cripta– pueden observarse algunas dependencias de una casa que los arqueólogos datan en el primer o segundo siglo de nuestra era: una bodega excavada en la roca, varios silos, cisternas para el agua..., así como lo que posiblemente era un baptisterio, al que se bajaba por una escalera de siete peldaños y que contiene algunos mosaicos.

Cripta de la Basílica de la Anunciación Foto: Leobard Hinfelaar

Aunque estos hallazgos son significativos, sin embargo no permiten a los arqueólogos asegurar con toda certeza que esta y no otra fuese efectivamente la casa de la Sagrada Familia. Sería preciso contar con fuentes antiguas que lo atestiguasen, como sucede en otros lugares santos: por ejemplo, en la cercana basílica de la Anunciación. No obstante, tomando pie de la antigua y venerable tradición popular, bien podemos acercarnos con cariño a la cripta de la iglesia de San José para, de la mano de san Josemaría, meternos en aquel hogar de Nazaret donde Jesús pasó treinta años de su vida en la tierra. "Al despertarse José hizo como el ángel del Señor le había mandado y recibió a su esposa", narra san Mateo (Mt 1, 24).

De las narraciones evangélicas –comenta san Josemaría- se desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan."No estoy de acuerdo con la forma clásica de representar a San José como un hombre anciano, aunque se haya hecho con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de María. Yo me lo imagino joven, fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la energía humana" (Es Cristo que pasa, 40).

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Bajo la cúpula, se abre un espacio hacia la cripta y la Gruta de la AnunciaciónFoto: Leobard Hinfelaar

San Josemaría Escrivá de Balaguer solía utilizar una breve definición de San José: "es el santo de la humildad rendida..., de la sonrisa permanente y del encogimiento de hombros". Con ello quería expresar la absoluta disposición del Santo Patriarca, noche y día, para hacer la Voluntad de Dios, sereno y confiado para abrirse paso a través de las dificultades, atento a las personas que Dios había puesto bajo su tutela.

"Para San José, la vida de Jesús fue un continuo descubrimiento de la propia vocación (...). José se sorprende, José se admira. Dios le va revelando sus designios y él se esfuerza por entenderlos. Como toda alma que quiera seguir de cerca a Jesús, descubre en seguida que no es posible andar con paso cansino, que no cabe la rutina. Porque Dios no se conforma con la estabilidad en un nivel conseguido, con el descanso en lo que ya se tiene. Dios exige continuamente más, y sus caminos no son nuestros humanos caminos. San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos" (Es Cristo que pasa, 54)

San Josemaría y el hogar de Nazaret

La Virgen dejaría la casa de san Joaquín y santa Ana e iría a vivir a la de su esposo, que seguramente estaba muy cerca, ya que las excavaciones realizadas en Nazaret han revelado que las casas que componían este pueblecito ocupaban una superficie de unos cien metros de ancho por ciento cincuenta de largo. ¿Cómo era la vida de familia en Nazaret?

"San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios"

En el hogar de la Sagrada Familia, en Nazaret, Jesús, María y José santificaban la vida ordinaria, sin acciones espectaculares o llamativas. Llevaban una existencia aparentemente igual a la de sus conciudadanos, importante no por la materialidad de lo que realizaban, sino por el amor, en perfecta adhesión a la Voluntad del Padre.

San Josemaría animaba a buscar el trato con Jesús, María y José, a realizar las tareas de cada día como si estuviésemos con la Sagrada Familia en la casa de Nazaret:

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"Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia (...) Que la paz de Cristo triunfe en vuestros corazones (Col 3,15), escribe el apóstol. La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos. Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida" (Es Cristo que pasa, 22).

"La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar.

Ábside la Iglesia de San José Foto: Alfred Driessen

La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria.

Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría... Hablando del matrimonio, de la vida matrimonial, es necesario comenzar con una referencia clara al amor de los cónyuges" (Es Cristo que pasa, 23).

4º Una aldea llamada EmaúsLa resurrección de Cristo, realizada en las primeras horas del domingo, es un hecho que los Evangelios afirman de modo claro y rotundo. Junto a la presentación de los primeros testimonios del sepulcro vacío -las santas mujeres, los apóstoles Pedro y Juan-, narran diversas apariciones de Jesús resucitado. Entre todas, la de los discípulos de Emaús, descrita con detalles conmovedores por san Lucas, provocaba una resonancia particular en san Josemaría.

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Conocemos bien el principio del relato: “ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle” (Lc 24,13-16).

Por los detalles que aporta san Lucas, podría parecer sencillo localizar la aldea a la que se dirigían Cleofás y el otro discípulo. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre con muchos lugares de Tierra Santa, el transcurrir de los siglos y los acontecimientos de la historia no han sido indiferentes, de forma que hoy en día cabe identificar varios sitios con la Emaús evangélica. Algunos merecen mayor credibilidad, no solo porque gozan del consenso de los estudiosos, sino también porque actualmente son meta de peregrinación.

“Emaús”: al oeste de Jerusalén

El primero corresponde con una ciudad al oeste de Jerusalén que aparece con el nombre de Emaús en el Antiguo Testamento: en el año 165 antes de Cristo, el ejército seléucida de Nicanor y Gorgias, acampado en las proximidades, sufrió una importante derrota a manos de la rebelión judía liderada por Judas Macabeo (cfr. 1 Mac 3, 38 -4, 25). También se construyó allí una fortaleza por la misma época (cfr. 1 Mac 9, 50), de la que todavía quedan algunos restos.

Su situación estratégica -en el camino entre la ciudad portuaria de Jaffa y Jerusalén, donde termina la llanura y comienzan las montañas centrales de Palestina- hizo que los romanos la convirtieran en un importante núcleo administrativo a mediados del siglo primero antes de Cristo. Sin embargo, como represalia por un ataque a una de sus cohortes, fue incendiada y arrasada en el siglo IV a. C. La ciudad debía estar reconstruida hacia los años 66-67 de nuestra era, porque los historiadores Flavio Josefo y Plinio la enumeran entre las capitales de distrito, y Vespasiano la conquistó en su campaña para someter el levantamiento de los judíos. Pasó entonces a llamarse Nicópolis, “ciudad de la victoria”, nombre que quedó confirmado cuando recibió el título de ciudad romana, en el año 223.

Los testimonios más antiguos que identifican Emaús-Nicópolis con el sitio evangélico se remontan al siglo III: Eusebio de Cesarea, en el Onomasticon, un elenco de lugares bíblicos elaborado hacia el 295, sostiene que “Emaús, de donde era Cleofás, el que es mencionado en el Evangelio de Lucas, es hoy en día Nicópolis, una ciudad relevante de Palestina”; y san Jerónimo, además de confirmar esta tesis al traducir el libro de Eusebio al latín, nos ha transmitido que peregrinó en el año 386 a “Nicópolis, que se llamaba antes Emaús, en la que el Señor, reconocido a la fracción del pan, consagró en iglesia la casa de Cleofás” (San Jerónimo, Epistola CVIII. Epitaphium Sanctae Paulae, 8.).

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Basílica en la antigua Nicópolis.

Durante la época bizantina, entre los siglos IV y VII, Emaús-Nicópolis contaría con una nutrida población cristiana, pues fue sede episcopal. En el año 638, los árabes invadieron Palestina y conquistaron la ciudad, que pasó a llamarse Ammwas. Aunque hay noticias de que sus habitantes fueron evacuados dos años después a causa de una plaga, mantuvo su importancia como cabeza de distrito durante la dominación islámica. En junio de 1099, fue el último bastión tomado por los cruzados en su camino hacia Jerusalén; y en el siglo XII, durante los reinos cristianos, se construyó una iglesia sobre las ruinas de una basílica de época bizantina.

Hasta esa época, la tradición que situaba en Nicópolis la manifestación de Jesús resucitado se había mantenido a pesar de contrastar con un dato aportado por san Lucas: que Emaús se encontraba a sesenta estadios de Jerusalén, cuando la distancia de Nicópolis es de ciento sesenta, es decir, hay una diferencia de veinte kilómetros. Aunque algunos estudiosos han avanzado diversas hipótesis para explicar esto, el hecho es que la identificación de Nicópolis con Emaús perdió fuerza, su iglesia quedó abandonada al irse los cruzados y la presencia cristiana desapareció de la ciudad hasta finales del siglo XIX. Por iniciativa de la beata Mariam de Belén, religiosa carmelita, en 1878 se compró el terreno donde estaban las ruinas del templo y se reanudaron las peregrinaciones. Las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en 1880, en 1924 y las que se realizan actualmente han puesto al descubierto los vestigios de dos basílicas bizantinas y de una iglesia medieval -la de los cruzados-, construida con piedras tomadas de las ruinas de las dos primeras.

Otro Emaús: al norte de Jerusalén

Otro lugar que podría corresponder al Emaús evangélico es la pequeña población de El Qubeibeh, establecida sobre una antigua fortificación romana llamada Castellum Emmaus, que se encuentra a una distancia exacta de sesenta estadios al norte de Jerusalén. En 1355, los franciscanos que llegaron allí descubrieron algunas tradiciones locales que daban pie a identificarla con la patria de Cleofás. Las primeras excavaciones, realizadas a fines del siglo XVIII, sacaron a la luz los restos de una basílica cruzada que había incorporado otro edificio precedente, y también revelaron las huellas de una aldea medieval. En 1902, se construyó una iglesia de estilo neorrománico integrando los vestigios de la anterior, que es la que persiste hasta hoy.

"En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe" En la Pascua de 2008, Benedicto XVI se refirió al hecho de que no haya sido identificada con certeza la Emaús que aparece en el Evangelio: “hay diversas hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre.

En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna” (Benedicto XVI, Ángelus, 6-IV-2008). “Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia” (Amigos de Dios, n. 313).

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La presencia del Señor inspiraba una gran confianza, pues con apenas dos frases provocó la confidencia de los discípulos: “comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en Él” (Es Cristo que pasa, n. 105). Sus esperanzas de que Jesús redimiera a Israel habían terminado con la crucifixión. Al salir de Jerusalén, sabían ya que su cuerpo no se encontraba en el sepulcro, y que las mujeres afirmaban haber recibido el anuncio de su resurrección a través de unos ángeles; pero no creen (Cfr. Lc 24, 17-24), están tristes y titubeantes en la fe. “Entonces Jesús les dijo: -¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él” (Lc 24, 25-27).

La cena de Emaús, de Matthias Stom Se encuentra en el Museo Thyssen-Bornemisza

¡Qué conversación sería aquella! Pero “se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin darse cuenta- han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el amor del Dios hecho Hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con ademán de continuar adelante” (Amigos de Dios, n. 314). Sin embargo, “los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos” (Es Cristo que pasa, n. 105). Le ruegan: “mane nobiscum, quoniam advesperascit, et inclinata est iam dies” (Lc 24, 29); quédate con nosotros, porque sin ti se nos hace de noche. Jesús se queda, “y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro: -¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 30-32).

Comentando este pasaje, san Josemaría lo aplicaba también al apostolado de aquellos cristianos que, en medio del mundo, están llamados a hacer presente a Cristo en todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas de los hombres (cfr. Es Cristo que pasa, n. 105).“Nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via? -¿Acaso nuestro corazón no ardía en nosotros cuando nos hablaba en el camino? Estas palabras de los discípulos de Emaús debían salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de su vida” (Camino, n. 917). El Señor quiso aparecerse a Cleofás y a su compañero de un modo corriente, como un viajero más, sin hacerse reconocer inmediatamente. Como los treinta años de vida oculta de Jesucristo.

"Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra"

La reacción de los discípulos de Emaús, que se levantaron al instante y regresaron a Jerusalén (cfr. Lc 24, 33), también supone una lección para todos los hombres: “Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo.

Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra” (Amigos de Dios, n. 314).

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5º Bodas en Caná de Galilea“Nuptiæ factæ sunt in Cana Galilææ” (Jn 2, 1)... Celebráronse unas bodas en Caná de Galilea. San Juan es el único evangelista que narra el primer signo de Jesús, realizado durante aquella celebración en Caná: a petición de la Virgen, convirtió el agua en vino; y también sitúa en esta población de Galilea el segundo de sus milagros: la curación del hijo de un funcionario real, que estaba enfermo en Cafarnaún (Cfr. Jn 4, 46-54).

Mosaico de la Iglesia de San Salvador en Chora, en Estambul

El relato de Caná asombra por la sencillez con que está redactado, sin perder a la vez riqueza de matices: “Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Y, como faltó vino, la madre de Jesús le dijo: —No tienen vino. Jesús le respondió: -Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora. Dijo su madre a los sirvientes: -Haced lo que él os diga. Había allí seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos, cada una con capacidad de unas dos o tres metretas. Jesús les dijo: -Llenad de agua las tinajas. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo: -Sacadlas ahora y llevadlas al maestresala. Así lo hicieron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde provenía -aunque los sirvientes que sacaron el agua lo sabían- llamó al esposo y le dijo: -Todos sirven primero el mejor vino, y cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has reservado el vino bueno hasta ahora. Así, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de los signos con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él” (Jn 2, 1-11).

Numerosos testimonios nos hablan de un santuario edificado por los cristianos en memoria de aquel primer milagro realizado por JesúsLos relatos cristianos más antiguos que presentan Caná de Galilea como meta de peregrinación, la sitúan cerca de Nazaret: “no lejos de allí divisaremos Caná, en que fue convertida el agua en vino” San Jerónimo, Epistola XLVI. Paulae et Eustochiae ad Marcellam, 13), afirma san Jerónimo en una carta escrita entre los años 386 y 392. Y en otro documento posterior, da a entender que la ciudad se hallaba en el camino hacia el mar de Genesaret: “a buen paso se recorrió Nazaret, la nutricia del Señor; Caná y Cafarnaún, testigos de sus milagros; el lago de Tiberíades, santificado por las travesías del Señor, y el desierto en que varios miles de personas se hartaron con unos cuantos panes y de las sobras de los que comieron se llenaron tantos canastos como son las tribus de Israel” (San Jerónimo, Epistola CVIII. Epitaphium Sanctae Paulae, 3).

Numerosos testimonios nos hablan de un santuario edificado por los cristianos en memoria de aquel primer milagro realizado por Jesús; también afirman que se conservaban una o dos tinajas y que existía una fuente en el pueblo. Una de las pruebas más remotas pertenece al relato de un peregrino anónimo del siglo VI, que había partido desde Séforis-Diocesarea: “después de tres millas de camino, llegamos a Caná, donde el Señor estuvo presente en las bodas, y nos sentamos en el mismo lugar, allí yo indignamente escribí el nombre de mis padres. Quedan todavía allí dos vasijas, llené una de agua y vertí vino de esa; me la puse llena sobre los hombros y la posé sobre el altar. Después nos lavamos en la fuente para las bendiciones” (Itinerarium Antonini Piacentini, 4).

Dos lugares36

Aunque estos testimonios que han llegado hasta nosotros tienen un valor indudable, no aportan datos definitivos para situar Caná, pues podrían referirse a dos lugares con ese nombre que existen al norte de Nazaret: las ruinas de Khirbet Qana, una aldea despoblada desde hace siete siglos; y la ciudad de Kefer Kenna, que actualmente cuenta con diecisiete mil habitantes, de los que una cuarta parte son cristianos.Khirbet Qana ocupaba la cima de una colina sobre el valle de Netufa, cerca del camino que unía Acre con el mar de Genesaret. Se hallaba a nueve kilómetros de Séforis y a catorce de Nazaret. Las investigaciones arqueológicas han sacado a la luz los restos de una pequeña aldea que sobrevivió hasta los siglos XIII o XIV, donde hay una gruta con vestigios de culto cristiano de época bizantina y numerosas cisternas excavadas en la roca para almacenar el agua de lluvia, pues no existían fuentes en la zona.

Iglesia edificada en Kefer Kenna.Kefer Kenna está a seis kilómetros de Nazaret, en el camino que baja hacia Tiberias. El asentamiento, abastecido por un manantial, se remonta al menos hasta el siglo II antes de Cristo. Parece ser que en el siglo XVI, sus habitantes, que eran en su mayoría musulmanes, conservaban la tradición del lugar donde Jesús había realizado el milagro. Los peregrinos encontraron allí una habitación subterránea a la que se accedía desde las ruinas de una supuesta iglesia, cuya construcción atribuyeron al emperador Constantino y a su madre santa Elena. En 1641, algunos franciscanos se asentaron en la población y empezaron las gestiones para recuperar aquellos restos, que no pudieron poseerse hasta 1879. En 1880 se edificó una pequeña iglesia y posteriormente se fue agrandando, entre los años 1897 y 1906. También se levantó en 1885, a unos cien metros, una capilla en honor de san Bartolomé –Natanael-, que era oriundo de Caná (Cfr. Jn 21, 2).

Con ocasión del Jubileo de 2000, se llevó a cabo una restructuración del santuario, y se aprovechó para realizar antes una investigación arqueológica que completase otro estudio de 1969. Las excavaciones han sacado a la luz, además de la iglesia medieval, lo que podría ser una sinagoga de los siglos III-IV construida sobre los restos de habitaciones precedentes, que se remontan al siglo I.

Esta sinagoga tenía un atrio con pavimento a base de mosaicos, y un vestíbulo porticado con una gran cisterna en el centro, que se conserva en el subsuelo del templo actual; también las columnas y los capiteles del pórtico se reutilizaron en la nave. En el ábside septentrional de la iglesia, se encontró un ábside aún más antiguo que contenía una sepultura de los siglos V-VI. El tipo de tumba parece indicar la presencia cristiana sobre el lugar durante la época bizantina. Al igual que los testimonios históricos, la arqueología no ha ofrecido pruebas concluyentes para situar Caná de Galilea: el lugar donde Jesús convirtió el agua en vino.

Signos Desde los tiempos más antiguos, la riqueza y densidad del relato de san Juan sobre los primeros pasos del Señor en su vida pública han alimentado la reflexión cristiana. A través de una narración llena de gran riqueza teológica -que será imposible agotar en estas páginas-, el milagro de Caná señala el principio de los signos mesiánicos, anuncia ya la Hora de la glorificación de Cristo y manifiesta la fe de los apóstoles en Él. Por eso, es significativo que san Juan haya recogido la presencia y la actuación de Nuestra Señora en aquel momento.

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Interior de la Iglesia de Kefer Kenna.

En medio de aquella fiesta de bodas, Santa María advierte que falta el vino y acude a Jesús para que remedie la necesidad de los esposos. “A primera vista -observa Benedicto XVI-, el milagro de Caná parece que se separa un poco de los otros signos empleados por Jesús. ¿Qué sentido puede tener que Jesús proporcione una gran cantidad de vino -unos 520 litros- para una fiesta privada?” (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 296).

Para el Santo Padre, es una señal de la magnitud del amor que encontramos en el centro de la historia de la salvación: Dios “que se derrocha a sí mismo por la mísera criatura que es el hombre (...). La sobreabundancia de Caná es, por ello, un signo de que ha comenzado la fiesta de Dios con la humanidad, su entregarse a sí mismo por los hombres” (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 296). De esta forma, el marco del episodio -un banquete de bodas- se convierte a su vez en imagen “de otro banquete, el de las bodas del Cordero que da su Cuerpo y su Sangre a petición de la Iglesia, su Esposa” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2618).

La intercesión de la Virgen

La entrega del Señor por los hombres tiene su hora, que en Caná todavía no ha llegado. Sin embargo, Jesús la anticipa gracias a la intercesión de la Santísima Virgen: “María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone "en medio", o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede -más bien "tiene el derecho de"- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres” (Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, n. 21).

"María hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre"

Con razón, muchos autores han visto un paralelismo entre el milagro de Caná, donde Nuestra Señora se ocupa con solicitud maternal de aquellos que están a su lado, y el momento del Calvario, donde san Juan la recibe como madre de todos los hombres. Apoyado en esta realidad, san Josemaría la llamaba frecuentemente Madre de Dios y Madre nuestra, y sugería tratarla como hijos: “María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como Madre. Pero es una madre que no se hace rogar, que incluso se adelanta a nuestras súplicas, porque conoce nuestras necesidades y viene prontamente en nuestra ayuda, demostrando con obras que se acuerda constantemente de sus hijos” (Es Cristo que pasa, 141).

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Y al mismo tiempo, otro elemento esencial de su maternidad se manifiesta en las palabras que dirige a los criados: “haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). “Nuestra Señora, sin dejar de comportarse como Madre, sabe colocar a sus hijos delante de sus precisas responsabilidades. María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor -tú y yo- con el Hijo primogénito del Padre.

Muchas conversiones, muchas decisiones de entrega al servicio de Dios han sido precedidas de un encuentro con María. Nuestra Señora ha fomentado los deseos de búsqueda, ha activado maternalmente las inquietudes del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una vida nueva. Y así el haced lo que Él os dirá se ha convertido en realidades de amoroso entregamiento, en vocación cristiana que ilumina desde entonces toda nuestra vida personal” (Es Cristo que pasa, n. 149).

6º Tabgha, Iglesia del PrimadoPocos lugares de Tierra Santa acercan con tanta inmediatez al Nuevo Testamento como el mar de Genesaret, en Galilea. En otros sitios, después de dos mil años de historia, la topografía se ha transformado radicalmente: se han edificado iglesias, santuarios y basílicas; algunas se han destruido, reconstruido de nuevo, ampliado o restaurado; muchas aldeas y pueblos se han convertido en populosas ciudades, mientras otras han desaparecido; se han trazado calzadas, carreteras, autopistas

En cambio, en el lago, aunque sus alrededores no son ajenos a estas variaciones, el paisaje se mantiene casi inalterado; su contemplación, que recrea la vista y relaja el espíritu, llena el alma de una sensación intraducible: el recuerdo de Jesús y el eco de sus palabras, que aún parecen resonar en estos parajes, hacen trascender el tiempo presente.

El mar de Genesaret visto desde la iglesia del Primato39

Con todo, en el pasado quizá no se respiraba tanta calma en la zona. Cuando Jesús recorrió estas tierras, no menos de diez poblaciones se bañaban en el lago o se reflejaban en sus aguas desde las colinas circundantes. Existía un próspero comercio de orilla a orilla, sostenido por innumerables embarcaciones. Ninguna de esas ciudades bulliciosas ha llegado hasta nosotros. Solo la moderna Tiberias rememora en algo a la Tiberia romana, la más joven de las antiguas, fundada a principios de nuestra era y situada entonces más al sur. De las poblaciones que Jesús conoció, podemos hacernos una idea únicamente a través de sus ruinas.

La riqueza de la comarca se debía en primer lugar a los recursos de pesca en el lago, que tiene veintiún kilómetros de largo de norte a sur, una anchura máxima de doce kilómetros, y una profundidad media de cuarenta y cinco metros. Su caudal procede principalmente del río Jordán y de algunos manantiales que nacen en sus orillas o bajo la superficie del agua. El pescado más abundante es el “tilapie”, también conocido como “pez de san Pedro”.

Al principio de su vida pública, Cafarnaún se convirtió en la segunda patria de Jesús

Las investigaciones arqueológicas han confirmado que bajo la iglesia del Primado se encuentran restos de dos santuarios datados en los siglos IV y V Foto: Alfred Driessen

La agricultura constituía el otro medio principal de subsistencia. Por encontrarse a 210 metros bajo el nivel del mar Mediterráneo, la región goza de un clima templado en invierno y primavera, mientras sufre un calor agobiante muchos días de verano. Estas condiciones favorecen una vegetación de tipo subtropical.

El historiador Flavio Josefo fue testigo de la fertilidad que se daba allí en el siglo primero: «esta tierra no rechaza ninguna planta, y los agricultores cultivan en ella de todo, pues la temperatura suave del aire es apropiada para diversas especies. Los nogales, que son, más bien, árboles de climas fríos, florecen aquí en abundancia. Y junto a ellos también germinan las palmeras, que crecen en zonas calurosas, y las higueras y los olivos, que requieren un aire más templado.

La roca donde habría almorzado el Señor con los discípulos se conserva en el interior de la iglesia Foto: Berthold Werner – Wikimedia Commons

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Podríamos hablar de un orgullo de la naturaleza, que se ha esforzado por unir en un solo lugar especies tan contrarias, y de una hermosa competencia de las estaciones, donde cada una de ellas parece aspirar a imponerse en esta tierra. Pues esta región no solo produce los frutos más diversos, en contra de lo que se esperaría, sino que también los conserva. Durante diez meses sin interrupción suministra los considerados reyes de todos los frutos, es decir, las uvas y los higos, mientras que el resto de los productos maduran a lo largo de todo el año. Además de la buena temperatura del aire, la zona está regada por una fuente muy caudalosa, que la gente de allí llama Cafarnaún. Algunos creían que esta era una rama del Nilo, pues en ella se cría un pez parecido al corvino del lago de Alejandría» (Flavio Josefo, La guerra de los judíos, III, 516-520).

Las huellas más importantes del paso del Señor por estas tierras se conservan en la parte noroeste del mar de Genesaret, alrededor de Cafarnaún. Al principio de su vida pública, después de haber abandonado Nazaret, Jesús convirtió en su segunda patria esa pequeña población de pescadores, donde algunos de los Doce o sus parientes disponían de casas. Son tantos los lugares que merecen nuestra atención en la comarca, que le dedicaremos varios artículos durante el año..

Al oeste de Cafarnaún Nuestro recorrido empezará en Tabgha. Se trata de un paraje situado a tres kilómetros al oeste de Cafarnaún, que se extiende por unas pocas hectáreas desde la orilla del lago tierra adentro, hacia las colinas que lo rodean. El nombre parece una derivación árabe del original bizantino Heptapegon, que significa en griego “siete fuentes”: se debe a los manantiales que existían entonces, y que siguen activos todavía hoy. Según la tradición de los cristianos que habitaron aquella zona ininterrumpidamente desde los tiempos de Jesús, allí habría multiplicado los cinco panes y los dos peces para dar de comer a una multitud (Cfr. Mt 14, 13-21; Mc 6, 32-44; Lc 9, 12-17; Jn 6, 1-15); allí habría pronunciado el Discurso de la Montaña que comienza con las Bienaventuranzas (Cfr. Mt 5, 1-11; Lc 6, 17-26); y allí se habría aparecido a los Apóstoles después de resucitado, cuando propició la segunda pesca milagrosa y confirmó a san Pedro como primado de la Iglesia (Cfr Jn 21,1-23). Apenas unos cientos de metros separan los tres lugares donde se sitúan estos episodios de la vida del Señor.

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Un texto atribuido a la peregrina Egeria, quien visitó Palestina en el siglo IV, nos ofrece un testimonio elocuente de la memoria cristiana sobre Tabgha: «no lejos de Cafarnaún se ven los peldaños de piedra sobre los cuales se sentó el Señor. Allí, junto al mar se encuentra un terreno cubierto de hierba abundante y muchas palmeras y, junto al mismo lugar, siete fuentes manando de cada una de ellas agua abundante. En este lugar el Señor sació una multitud con cinco panes y dos peces. La piedra sobre la cual Jesús depositó el pan ha sido convertida en un altar. Junto a las paredes de aquella iglesia pasa la vía pública, donde Mateo tenía su telonio. Sobre el monte vecino hay un lugar donde subió el Señor para pronunciar las Bienaventuranzas» (El texto aparece en el Liber de Locis Sanctis, escrito por el monje de Montecassino san Pedro Diácono en 1137).

Centraremos nuestra atención en el primer sitio enumerado por Egeria: «los peldaños de piedra sobre los cuales se sentó el Señor». Según esta tradición, se refieren al sitio desde el que Jesús habría indicado a los de la barca que echaran la red a su derecha, durante la aparición del Señor resucitado que narra san Juan al final de su evangelio: “Estaban juntos Simón Pedro y Tomás —el llamado Dídimo—, Natanael —que era de Caná de Galilea—, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dijo Simón Pedro: —Voy a pescar. Le contestaron: —Nosotros también vamos contigo. Salieron y subieron a la barca. Pero aquella noche no pescaron nada.

Cuando ya amaneció, se presentó Jesús en la orilla, pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús: —Muchachos, ¿tenéis algo de comer? —No —le contestaron. Él les dijo: —Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y casi no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces. Aquel discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro: —¡Es el Señor! Al oír Simón Pedro que era el Señor se ató la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar.

Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos codos, arrastrando la red con los peces. Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan. Jesús les dijo: —Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos no se rompió la red. Jesús les dijo: —Venid a comer. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Tú quién eres?», pues sabían que era el Señor. Vino Jesús, tomó el pan y lo distribuyó entre ellos, y lo mismo el pez. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de resucitar de entre los muertos” (Jn 21, 2-14).

Fotografía de finales del siglo XIX en la que se aprecia cómo eran entonces las barcas empleadas en el lago. Foto: Chatham University JKM Library – Flickr.

El relato de Egeria no afirma que existiera una iglesia en la orilla donde se apareció Jesús, pero un texto tardío -de los siglos X-XI- atribuye a la emperatriz santa Elena la construcción de un santuario dedicado a los Apóstoles en el lugar donde el Señor comió con ellos. Algunos documentos a partir del siglo IX lo denominan indistintamente ‘Mensa, Tabula Domini’, de los Doce Tronos o de los Carbones, nombres todos que rememoran aquel almuerzo. Por un testimonio de la Edad Media, sabemos también que el templo estaba dedicado en particular al Príncipe de los Apóstoles: «al pie del monte está la iglesia de san Pedro, muy hermosa pero abandonada», afirma el peregrino Saewulfus en 1102 (Saewulfus, Relatio de peregrinatione ad Hierosolymam et Terram Sanctam). Tras diversas vicisitudes, fue definitivamente destruida en 1263. .

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El mar de Genesaret visto desde la iglesia del Primato.

La actual, levantada por los franciscanos en 1933 sobre los cimientos de la antigua capilla, se llama iglesia del Primado para recordar el sitio donde Jesús confirmó a Pedro como pastor supremo de la Iglesia: “Cuando acabaron de comer, le dijo Jesús a Simón Pedro: -Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Le respondió: -Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: -Apacienta mis corderos. Volvió a preguntarle por segunda vez: -Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: -Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: -Pastorea mis ovejas. Le preguntó por tercera vez: -Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: «¿Me quieres?», y le respondió: -Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero. Le dijo Jesús:”Apacienta mis ovejas” (Jn21,5-17)

Las investigaciones arqueológicas realizadas en 1969 han confirmado que bajo la iglesia del Primado se encuentran restos de dos santuarios más antiguos: del primero, datado a finales del siglo IV, quedan visibles algunos fragmentos de sus paredes con revoque blanco; el segundo, construido cien años más tarde en piedra basáltica, es reconocible en los muros perimetrales.

Los dos tenían como centro una roca llamada por los peregrinos ‘Mensa Christi’, que sigue venerándose en la actualidad delante del altar como el sitio del almuerzo con los Apóstoles. Además, los escalones referidos por Egeria se pueden observar en el exterior, en el lado sur de la capilla, protegidos por una verja.

Diálogo con Jesús

Comentando el diálogo entre Jesús y san Pedro que hemos considerado, san León Magno -romano pontífice entre los años 440 y 461- destacaba que la solicitud del Príncipe de los Apóstoles se extiende especialmente a sus sucesores: «en Pedro se robustece la fortaleza de todos, y de tal modo se ordena el auxilio de la gracia divina, que la firmeza que se confiere a Pedro por Cristo se da a los demás apóstoles por Pedro.

Por eso, después de la resurrección, el Señor, para manifestar la triple confesión del eterno amor, después de haber dado al bienaventurado apóstol Pedro las llaves del reino, con demostración llena de misterio, dice tres veces: apacienta mis ovejas. Esto lo hace sin duda ahora, y el piadoso pastor manda que se realice el mandato del Señor, confirmándonos con exhortaciones y rogando sin cesar por nosotros, para que no seamos vencidos por ninguna tentación. Si realiza este cuidado de su piedad para con todo el pueblo de Dios, y en todo lugar, como se ha de creer, ¿cuánto más se dignará conceder su ayuda a nosotros, que inmediatamente fuimos instruidos por él, que estamos junto al sagrado lecho de su sueño, donde descansa la misma carne que presidió?» (San León Magno, Homilía en la fiesta de san Pedro Apóstol).

En el inicio de su pontificado, Benedicto XVI también se refirió a la misión de velar por la Iglesia que el Señor confió a Pedro y sus sucesores, y por tres veces pidió oraciones para ser fiel a su ministerio: «una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. "Apacienta mis ovejas", dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar

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dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros» (Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino, 24-IV-2005).

7º Monte Carmelo: santuario de Stella MarisJesús recorrió muchas ciudades y aldeas de Palestina durante los tres años de su vida pública anunciando el Reino de Dios. Su ministerio itinerante se desarrolló sobre todo alrededor del mar de Genesaret, en Jerusalén y en los viajes entre esos dos lugares, de norte a sur y de sur a norte, por la ruta que seguía el curso del Jordán o por Samaría.

Gráfico: J. Gil

Los evangelistas nos han transmitido también que en una ocasión se retiró más allá de los confines de Galilea, a la región de Tiro y Sidón, que constituía la antigua Fenicia y hoy es Líbano (Cfr. Mt 15, 21 y Mc 7, 24); sin embargo, no hay noticias de que llegara hasta la costa mediterránea, donde la población era mayoritariamente gentil. Ahí se encuentra el monte Carmelo, ligado especialmente al recuerdo de Elías y Eliseo, dos grandes profetas del Antiguo Testamento; y ya en época cristiana, al nacimiento de la Orden del Carmen.

La historia del Carmelo está íntimamente ligada al profeta Elías, que vivió en el siglo IX a.CEl Carmelo es una cadena de montañas de formación calcárea, que se desgaja del sistema de Samaría prolongándose hacia el Mediterráneo y termina en un promontorio sobre la ciudad de Haifa. Tiene una longitud de unos veinticinco kilómetros y una anchura que oscila entre los diez y los quince, con una altitud media de 500 metros. Su nombre deriva de kerem, que significa huerto, viña o jardín, siempre con el matiz añadido de belleza. Se ajusta a la realidad: en esta cadena brotan abundantes manantiales, por lo que en sus collados y gargantas crece una flora rica y variada, típicamente mediterránea: laureles, mirtos, encinas, tamarindos, cedros, pinos, algarrobos, lentiscos...

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Vista del alto de El-Muhraqa. Foto: www.biblewalks.com

Esta fertilidad siempre ha sido proverbial, y en varios libros del Antiguo Testamento aparece como símbolo de la prosperidad de Israel, o también de su desgracia, en caso de desolación: “el Señor ruge desde Sión, alza su voz desde Jerusalén. Las majadas de los pastores están de luto, se seca la cumbre del Carmelo” (Am 1, 2. Cfr. Is 33, 9 y 35, 2; Jr 50, 19; y Na 1, 4). Existen además numerosas cuevas —hasta más de mil—, en particular al oeste, de estrecha abertura pero de ancha capacidad.

La historia del Carmelo está íntimamente ligada al profeta Elías, que vivió en el siglo IX antes de Cristo. Según tradiciones recogidas por los Santos Padres y por escritores antiguos, varios lugares conservaban el recuerdo de su presencia: una gruta en la ladera norte, sobre el cabo de Haifa, donde estableció su morada primero él y después Eliseo; cerca de allí, el sitio donde reunían a sus discípulos, llamado por los cristianos Escuela de los Profetas y en árabe también El Hader; en la misma zona, hacia el oeste, un manantial conocido como fuente de Elías, que él mismo habría hecho brotar de la roca; y en el sureste del macizo, la cima de El-Muhraqa y el torrente del Qison, donde se enfrentó a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal: por su oración Dios hizo bajar fuego del cielo y de este modo el pueblo abandonó la idolatría, según relata el primer libro de los Reyes (Cfr. 1 Re 18, 19-40).

Los restos hallados en Wadi es-Siah se remontan a los siglos XII y XVII.Foto: www.biblewalks.com

En estos lugares venerados desde los albores del cristianismo, donde se habían construido iglesias y monasterios en memoria de Elías, nació la Orden del Carmen. Su origen se remonta a la segunda mitad del siglo XII, cuando san Bertoldo de Malafaida, un cruzado de origen francés, reunió en torno suyo a algunos ermitaños que vivían dispersos en El Hader, en la zona del monte Carmelo próxima a Haifa. Edificaron un santuario allí y, algo más tarde, hacia 1200, otro en la pendiente occidental, en Wadi es-Siah. San Brocardo, sucesor de Bertoldo como prior, en los primeros años del siglo XIII pidió al patriarca de Jerusalén una aprobación oficial y una norma que organizase su vida religiosa de soledad, ascesis y oración contemplativa: es la Regla del Carmen —también llamada Regla de nuestro Salvador—, en vigor hasta nuestros días. Por diversas circunstancias, el reconocimiento del Papa se retrasó hasta 1226. A partir de entonces, y a causa de la incertidumbre que pesaba sobre los cristianos en oriente, algunos carmelitas regresaron a sus patrias en Europa, donde constituyeron nuevos monasterios. Este éxodo se demostró providencial para la supervivencia y expansión de la Orden, pues en 1291 los ejércitos de Egipto conquistaron Acre y Haifa, quemaron los santuarios del monte Carmelo y asesinaron a sus monjes.

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Imagen del profeta Elías que se encuentra en el exterior del santuario de El-MuhraqaFoto: Leobard Hinfelaar

Relatar la historia de la Orden del Carmen sería prolijo. Por lo que respecta a Tierra Santa, bastará con decir que, salvo un paréntesis en el siglo XVII, no pudo restablecerse en el monte Carmelo hasta principios del XIX. Entre 1827 y 1836, se construyó en la punta norte, sobre una gruta que recordaba la presencia de Elías, el actual monasterio y santuario de Stella Maris: así como la nubecilla que atisbó el criado de Elías trajo la lluvia que fecundaría la tierra de Israel, después del episodio de los falsos profetas (Cfr. 1 Re 18, 44), así también de la Virgen María nació Cristo, por quien la gracia de Dios se derrama por toda la tierra. Los edificios, de tres alturas, forman un complejo rectangular de sesenta metros de largo por treinta y seis de ancho.

Hacia el norte, la vista de la bahía de Haifa es magnífica, e incluso en días despejados puede distinguirse Acre siguiendo la línea del litoral. Se accede a la iglesia desde la fachada oeste: el espacio central es octogonal y está cubierto por una cúpula decorada con escenas de Elías y otros profetas, la Sagrada Familia, los Evangelistas y algunos santos carmelitas. Las pinturas se realizaron en 1928.

También es de entonces el revestimiento marmóreo del templo, terminado en 1931. El foco de atención se dirige al presbiterio: detrás del altar, en un camarín, encontramos una talla de la Virgen del Carmen; y debajo, la cueva donde según la tradición habitó Elías. Se trata de un ambiente de unos tres por cinco metros, separado de la nave por dos columnas de pórfido y unos escalones; al fondo, hay un altar y una imagen del profeta.

Bajo el altar, una cueva recuerda la presencia del profeta Elías en el Carmelo.Foto: Israel Tourism – Flickr

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Además de Stella Maris, la Orden del Carmen cuenta con otro santuario en la punta sur del monte Carmelo, en El-Muhraqa, conocido como el Sacrificio de Elías: recuerda el episodio de los profetas de Baal ya referido. Sin embargo, del antiguo monasterio fundado en Wadi es-Siah —actualmente Nahal Siakh— solo quedan ruinas.

Costumbre del escapulario

A lo largo de los siglos, la Orden del Carmen ha donado a la cristiandad innumerables tesoros espirituales: basta pensar en las vidas ejemplares y enseñanzas de santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz o santa Teresita de Lisieux, los tres nombrados Doctores de la Iglesia. Entre esas riquezas, destaca también la costumbre del escapulario, que san Josemaría vivió y difundió: “lleva sobre tu pecho el santo escapulario del Carmen. —Pocas devociones —hay muchas y muy buenas devociones marianas— tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices. —Además ¡es tan maternal ese privilegio sabatino!” (Camino, n. 500).

Imagen de la Virgen del Carmen de Stella MarisFoto: Leobard Hinfelaar.

El escapulario asegura a quien lo porta con piedad dos prerrogativas: la ayuda para perseverar en el bien hasta el momento de la muerte y la liberación de las penas del purgatorio. El inicio de esta devoción se da en 1251, durante un momento de especial contradicción para la Orden, que daba sus primeros pasos en Europa. Según una redacción antigua del Catálogo de santos carmelitas, que está en la base del relato, un cierto san Simón —identificado más tarde con san Simón Stock, prior general inglés— acudía insistentemente a Nuestra Señora con la siguiente súplica:

Flos Carmeli / Flor del Carmelo; vitis florigera / vid florida; splendor coeli / esplendor del cielo; Virgo puerpera / Virgen fecunda; singularis / y singular; Mater mitis / oh Madre dulce; sed viri nescia / de varón no conocida; Carmelitis / a los Carmelitas; da privilegia / da privilegios; Stella Maris / Estrella del mar.

En respuesta a su oración, la Virgen se le apareció llevando en la mano el escapulario, y le dijo: este es un privilegio para ti y todos los tuyos: quien morirá llevándolo, se salvará. Una redacción más larga afirma: aquel que muera llevándolo, no sufrirá el fuego eterno... se salvará. El escapulario formaba entonces parte del hábito religioso, aunque en su origen había sido una prenda de trabajo que usaban los siervos y artesanos. Consistía en una tira de tela con una apertura para meter la cabeza, que se superponía a la túnica y colgaba sobre el pecho y la espalda.

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Privilegio sabatino

La segunda prerrogativa, conocida como privilegio sabatino, procede de una tradición medieval. La Sede Apostólica estableció en 1613 a través de un decreto que el pueblo cristiano puede piadosamente creer en la ayuda de la Santísima Virgen a las almas de los frailes y cofrades de la Orden del Carmen que han fallecido en gracia, han vestido el escapulario, han observado la castidad según su estado, y han rezado el Oficio Parvo o —si no saben leer— han guardado los ayunos y abstinencias establecidos por la Iglesia; y que Nuestra Señora actuará con su protección especialmente el sábado, en el día dedicado por la Iglesia a la Madre de Dios. ´

En el extremo norte del monte Carmelo, se levanta el actual monasterio y santuario de Stella Maris. Foto: www.biblewalks.com

Es decir, el privilegio sabatino se apoya en una verdad de la doctrina común cristiana: la solicitud maternal de Santa María para hacer que los hijos que expían sus culpas en el purgatorio alcancen lo antes posible por su intercesión la gloria del Cielo.

Al mismo tiempo que la Orden del Carmelo iba desarrollándose —especialmente en los siglos XVI y XVII, gracias a varias reformas—, también se extendieron sus cofradías. Atraían a muchos fieles que, sin abrazar la vida religiosa, participaban de la devoción a Nuestra Señora difundida por la espiritualidad carmelita. Lo manifestaban vistiendo el escapulario, que fue simplificando su forma hasta convertirse en dos cuadrados de tela unidos por cintas para echarlo al cuello.

La Sede Apostólica ha intervenido en numerosas ocasiones para fomentar esta costumbre, uniéndole la facultad de lucrar indulgencias y fijando algunas cuestiones prácticas: la ceremonia de imposición, que basta recibir una sola vez y puede realizar cualquier sacerdote; la bendición de un nuevo escapulario que reemplaza a otro ya gastado; o la posibilidad de sustituir el de tela por una medalla con las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y de la Santísima Virgen.

"El escapulario se convierte en signo de alianza y de comunión recíproca entre María y los fieles"

Hace algunos años, cuando se celebró el 750 aniversario de la entrega del escapulario —la aparición a san Simón—, el beato Juan Pablo II, que lo llevaba desde joven, resumió así su valor religioso: «son dos las verdades evocadas en el signo del escapulario: por una parte, la protección continua de la Virgen santísima, no sólo a lo largo del camino de la vida, sino también en el momento del paso hacia la plenitud de la gloria eterna; y por otra, la certeza de que la devoción a ella no puede limitarse a oraciones y homenajes en su honor en algunas circunstancias, sino que debe constituir un "hábito", es decir, una orientación permanente de la conducta cristiana, impregnada de oración y de vida interior, mediante la práctica frecuente de los sacramentos y la práctica concreta de las obras de misericordia espirituales y corporales.

De este modo, el escapulario se convierte en signo de "alianza" y de comunión recíproca entre María y los fieles, pues traduce de manera concreta la entrega que en la cruz Jesús hizo de su Madre a Juan, y en él a todos nosotros, y la entrega del apóstol predilecto y de nosotros a ella, constituida nuestra Madre espiritual» (Beato Juan Pablo II, Mensaje a la Orden del Carmen con motivo de la dedicación del año 2001 a María, 25-III-2001).

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El santuario de Stella Maris se construyó entre 1827 y 1836 Foto: Erez Raviv – Flickr

Estas ideas están contenidas en las palabras que pronuncia el celebrante en la bendición del escapulario: «[Dios], mira con bondad a estos servidores tuyos, que reciben con devoción este escapulario para alabanza de la santísima Trinidad en honor de santa María Virgen, y haz que sean imagen de Cristo, tu Hijo, y así, terminando felizmente su paso por esta vida, con la ayuda de la Virgen Madre de Dios, sean admitidos al gozo de tu mansión» (De benedictionibus, n. 1218).

Al hablar del trato con Dios, san Josemaría animaba con frecuencia a hacernos niños, a reconocer que necesitamos siempre la ayuda de la gracia. Y también nos enseñó a recorrer ese camino de la mano de Nuestra Señora:

"El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima"“Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima. Así lo escribí hace ya muchos años, en el prólogo a unos comentarios al santo rosario, y desde entonces he vuelto a comprobar muchas veces la verdad de esas palabras. No voy a hacer aquí muchos razonamientos, con el fin de glosar esa idea: os invito más bien a que hagáis la experiencia, a que lo descubráis por vosotros mismos, tratando amorosamente a María, abriéndole vuestro corazón, confiándole vuestras alegrías y vuestras penas, pidiéndole que os ayude a conocer y a seguir a Jesús” (Es Cristo que pasa, n. 143).

8º Monte Tabor: basílica de la Transfiguración

Gráfico: J. Gil

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Desde los tiempos más remotos, caminos y pistas de caravanas han surcado la fértil llanura de Esdrelón, en Galilea. Los viajeros que bajaban desde Mesopotamia y Siria, tras costear el mar de Genesaret, la atravesaban hacia el oeste, para llegar al Mediterráneo y continuar hasta Egipto. Los que partían del sur, desde Hebrón, siguiendo la vía que pasa por Belén, Jerusalén y Samaría, la cruzaban hacia el norte cerca de Nazaret. Testigo de su marcha, solitario en medio de la planicie, se erguía el monte Tabor.

Vista panorámica sobre el valle de Esdrelón y, al fondo, la depresión del río Jordán. El complejo de la izquierda está formado por el monasterio y la iglesia greco-ortodoxa; fue construido en el siglo XIX sobre ruinas de época cruzada. En la parte más alta del monte, destacan la basílica de la Transfiguración -orientada al este- y el convento franciscano. La puerta del Viento queda fuera del encuadre. Foto: Israel Tourism (Flickr).

Si formara parte de una cordillera, con sus 558 metros sobre el nivel del mar apenas llamaría la atención. Sin embargo, por su aislamiento y forma cónica —que sugiere la de un volcán aunque su origen sea calcáreo—, y por elevarse más de 300 metros sobre el terreno circundante, parece de una altura imponente. Destaca la notable vegetación de sus laderas, cubiertas siempre de encinas, lentiscos y plantas montaraces, y en primavera, de lirios y azucenas. Desde su cumbre, una ancha meseta donde además abundan los cipreses, se divisa un hermoso panorama. Estas características convirtieron al Tabor en escenario para los cultos de los pueblos cananeos, que veneraban a los ídolos en las cimas; pero también para las fortificaciones militares, como atalaya sobre la región: de lo uno y de lo otro hubo en ese lugar, donde las huellas de la presencia humana se remontan a hace setenta mil años.

Imagen literaria

Según los relatos del Antiguo Testamento, fue en las inmediaciones del Tabor donde Débora reunió en secreto a diez mil israelitas al mando de Barac, que pusieron en fuga al ejército de Sísara (Cfr. Jc 4, 4-24); allí mataron los madianitas y amalecitas a los hermanos de Gedeón (Cfr. Jc 8, 18-19); y una vez conquistada la tierra prometida, el monte delimitó las fronteras entre las tribus de Zabulón, Isacar y Neftalí (Cfr. Jos 19, 10-34), que lo tenían por sagrado y ofrecían sacrificios en su cumbre (Cfr. Dt 33, 19). El profeta Oseas fustigó ese culto porque, sin duda, en su tiempo no era solo cismático, sino también idolátrico (Cfr. Os 5, 1). Finalmente, encontramos una prueba de la fama del Tabor en su uso como imagen literaria: el salmista lo une al Hermón para simbolizar en los dos todos los montes de la tierra (Cfr. Sal 89, 13); y Jeremías lo compara con el descollar de Nabucodonosor sobre sus enemigos (Cfr. Jr 46, 18).

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Desde la cima del Tabor, la vista se pierde en el horizonte de los campos cultivados en la llanura de Esdrelón

Foto: Benjamín E. Wood (Flickr).

Aunque en el Nuevo Testamento no aparece citado por su nombre, la tradición enseguida identificó el Tabor con el lugar de la transfiguración del Señor: se llevó con él a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a un monte para orar. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro, y su vestido se volvió blanco y muy brillante. En esto, dos hombres comenzaron a hablar con él: eran Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y los que estaban con él se encontraban rendidos por el sueño. Y al despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban a su lado. Cuando estos se apartaron de él, le dijo Pedro a Jesús: —Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías —pero no sabía lo que decía (Lc 9, 28-33; Mt 17, 1-4; Mc 9, 2-5).

La exploración arqueológica en el Tabor ha puesto de manifiesto la existencia de un santuario en el siglo IV o V —que algunos testimonios antiguos atribuyen a santa Elena—, construido sobre los vestigios de un lugar de culto cananeo. Más adelante, las narraciones de algunos peregrinos de los siglos VI y VII se refieren a tres basílicas, en recuerdo de las tres tiendas mencionadas por san Pedro, y a la presencia de un gran número de monjes. De hecho, se ha encontrado un pavimento en mosaico de esa época, y consta que el Concilio V de Constantinopla, en 553, erigió un obispado en el Tabor. Durante la dominación musulmana, aquella vida eremítica fue decayendo, y en el año 808 se encargaban de las iglesias dieciocho religiosos con el obispo Teófanes.Aunque en el Nuevo Testamento no aparece citado por su nombre, la tradición enseguida identificó el Tabor con el lugar de la transfiguración del Señor

A partir del año 1101, y mientras duró el reino latino de Jerusalén, se estableció una comunidad de benedictinos en el Tabor. Restauraron el santuario y levantaron un gran monasterio, protegido por una muralla fortificada. Esta no fue suficiente para resistir los ataques sarracenos, que conquistaron la abadía y, entre 1211 y 1212, la convirtieron en un bastión de defensa. Aunque se permitió a los cristianos volver a tomar posesión del lugar algo después, la basílica fue de nuevo destruida en 1263 por las tropas del sultán Bibars.

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Abandonado hasta el siglo XVIIEl monte quedó abandonado hasta la llegada de los franciscanos, en 1631. Desde entonces, consiguieron mantener la propiedad no sin dificultades; estudiaron y consolidaron las ruinas existentes, pero aún debieron pasar tres siglos para que fuese construida una nueva basílica: la actual, terminada en 1924.

La basílica se terminó en 1924. Su arquitectura se inspira en las iglesias de la Alta Siria, tanto en la fachada como en el interior.

Foto: Derek Winterburn (Flickr).

Hoy en día, los peregrinos suben al Tabor por una carretera sinuosa, trazada a principios del siglo XX para facilitar el abastecimiento de materiales durante la construcción del santuario. La llegada a la cima está marcada por la puerta del Viento —en árabe, Bab el-Hawa—, un resto de la fortaleza musulmana del siglo XIII, cuyos muros rodeaban toda la planicie de la cumbre. En el lado norte de esta extensión, se encuentra la zona greco-ortodoxa; y en el lado sur, la católica, a cargo de la Custodia de Tierra Santa.

Desde la puerta del Viento, una larga avenida flanqueada de cipreses conduce hasta la basílica de la Transfiguración y el convento franciscano. Delante de la iglesia, pueden verse las ruinas del monasterio benedictino del siglo XII, aunque también hay vestigios de la fortaleza sarracena. De hecho, esta se edificó aprovechando los cimientos de la basílica cruzada, los mismos sobre los que se apoya el santuario actual, de tres naves, que ocupa el plano del precedente.

La fachada, con el gran arco entre las dos torres y los frontones triangulares de las cubiertas, transmite al mismo tiempo bienvenida e invitación a elevar el alma. Al atravesar las puertas de bronce, esta sensación se multiplica: la nave central, separada de las laterales por grandes arcos de medio punto, se convierte en una escalera tallada en la roca que desciende hasta la cripta; y encima, muy elevado, destaca el presbiterio, que tiene detrás un ábside en el que está representada la escena de la Transfiguración sobre un fondo completamente dorado. La evocación del misterio queda subrayada por una particular luminosidad, conseguida gracias a los ventanales abiertos en la fachada, los muros de la nave central y el ábside de la cripta.

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En el ábside del presbiterio, está representada la escena de la transfiguración del Señor. Foto: Leobard Hinfelaar.

El proyecto de la basílica respetó, incluyéndolos, algunos vestigios de las iglesias anteriores: junto a la puerta, las dos torres se construyeron encima de unas capillas con ábsides medievales, hoy dedicadas al recuerdo de Moisés y de Elías; y en la cripta, aunque la bóveda primitiva cruzada fue cubierta por un mosaico, el altar es el mismo y también quedan a la vista restos de mampostería en los muros. Además, recientemente se excavó una pequeña gruta al norte del santuario, debajo del lugar identificado como el refectorio del monasterio medieval: las paredes contenían inscripciones en griego y algunos monogramas con cruces, rastros quizá del cementerio de los monjes bizantinos que habitaron la montaña.

Jesús fortalece la fe de los ApóstolesEn la transfiguración, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la reciente confesión de Pedro —tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16. Cfr. Mc 8, 29; y Lc 9, 20)-, y, de este modo, también fortalecer la fe de los Apóstoles ante la proximidad de la Pasión (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 555 y 568), que ya ha empezado a anunciarles (Cfr. Mt 16, 21; Mc 8, 31; y Lc 9, 22). La presencia de Moisés y Elías es bien elocuente: ellos «habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 555). Además, los evangelistas narran que, cuando todavía Pedro estaba proponiendo hacer tres tiendas, una nube de luz los cubrió y una voz desde la nube dijo: —Este es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle (Mt 17, 5. Cfr. Mc 9, 7; y Lc 9, 34-35).Glosando este pasaje, algunos Padres de la Iglesia subrayan la diferencia entre los representantes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, y Cristo: «ellos son siervos, Este es mi Hijo (...). A ellos los quiero, pero Este es mi Amado: por tanto, escuchadle (...). Moisés y Elías hablan de Cristo, pero son siervos como vosotros: Este es el Señor, escuchadle» (San Jerónimo, Comentario al Evangelio de san Marcos, 6).

Escena principal del ábside del presbiterioFoto: Leobard Hinfelaar.

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Para Benedicto XVI, el sentido más profundo de la transfiguración «queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: "Escuchadlo"» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 368).

De la mano de san Josemaría, podemos comprobar que esa exhortación destinada a los discípulos se aplica a cada fiel cristiano: meditad una a una las escenas de la vida del Señor, sus enseñanzas. Considerad especialmente los consejos y las advertencias con que preparaba a aquel puñado de hombres que serían sus Apóstoles, sus mensajeros, de uno a otro confín de la tierra (Amigos de Dios, n. 172). Para escuchar a Cristo, para conocer sus enseñanzas, lo que dijo y obró, contamos con los Evangelios (Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, nn. 18-19). Al transmitir la predicación de los Apóstoles después de la ascensión, nos comunican la verdad acerca de Jesús y nos lo hacen presente: ¿Quieres aprender de Cristo y tomar ejemplo de su vida? —Abre el Santo Evangelio, y escucha el diálogo de Dios con los hombres..., contigo (Forja, 322).

"¿Quieres aprender de Cristo y tomar ejemplo de su vida? —Abre el Santo Evangelio, y escucha el diálogo de Dios con los hombres..., contigo"

Este diálogo implica primero una escucha atenta, meditada: no basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes (...). Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella.

Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección. En los primeros años de mi labor sacerdotal, solía regalar ejemplares del Evangelio o libros donde se narraba la vida de Jesús. Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor (Es Cristo que pasa, 107).

El diálogo exige una respuesta

Pero el diálogo, después de la escucha, exige una respuesta, porque no se trata sólo de pensar en Jesús, de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas, ser actores. Seguir a Cristo tan de cerca como Santa María, su Madre, como los primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se agolpaban a su alrededor. Si obramos así, si no ponemos obstáculos, las palabras de Cristo entrarán hasta el fondo del alma y nos transformarán (Es Cristo que pasa, 107).

Y con el seguimiento de Cristo y la identificación con Él, sentiremos la necesidad de unir nuestra voluntad a su deseo de salvar a todas las almas, y se encenderá nuestro afán apostólico: esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé —metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más—, son para que encarnes, para que "cumplas" el Evangelio en tu vida..., y para "hacerlo cumplir" (Surco, 672).

Al leer el Evangelio, al tratar de meditarlo en la oración, nos servirá pedir luces al Espíritu Santo, para que venga en auxilio de nuestros afanes, y quizá repetiremos, con palabras tomadas de nuestro Padre: Señor nuestro, aquí nos tienes dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos atentos a tu voz. Que tu conversación, cayendo en nuestra alma, inflame nuestra voluntad para que se lance fervorosamente a obedecerte (Santo Rosario, III misterio de luz).

9º Tabgha, Iglesia de las Bienaventuranzas54

Al principio de su vida pública, recorría Jesús toda la Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria; y le traían a todos los que se sentían mal, aquejados de diversas enfermedades y dolores, a los endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curaba. Y le seguían grandes multitudes de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y del otro lado del Jordán (Mt 4, 23-25).

Gráfico: Jesus Gil

El Señor había dejado Nazaret y vivía en Cafarnaún (Cfr. Mt 4, 13), en la parte noroeste del mar de Genesaret, donde algunos de los Doce o sus parientes disponían de casas. Las multitudes de que habla el Evangelio se acercaban hasta aquella pequeña ciudad de pescadores para encontrar a Jesús, pero también iban en su busca a otros sitios de los alrededores (Cfr. Mt 5, 1 y 14, 14; Mc 6, 32-34; Lc 6, 17-19; Jn 6, 2-5). Entre estos últimos, destaca Tabgha.

El santuario se encuentra a unos doscientos metros más alto que el mar de GenesaretFoto: Glen Roberts (Flickr)

Como ya describimos en un artículo anterior, se trata de un paraje ondulado de colinas a unos tres kilómetros al oeste de Cafarnaún, que se extiende desde la orilla del lago tierra adentro. Por las características del lugar, no resulta extraño que el Señor lo eligiera para retirarse a veces, solo o con sus discípulos, ni tampoco que acogiera reuniones de miles de personas: estaba despoblado, quizás por la dificultad de cultivar el terreno, que se topaba con un estrato rocoso a poca profundidad; a la vez, gracias a los siete manantiales que surgían en la zona, la hierba cubría el suelo y no faltaba la sombra de muchas palmeras; esa parte del lago era especialmente rica en pesca, pues algunas corrientes de agua caliente atraían los bancos de peces; las laderas de los montes circundantes empezaban su pendiente casi en la misma ribera, formando un anfiteatro natural...

Sermón de la Montaña

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Según la tradición de los cristianos que habitaron en la comarca desde los tiempos de Jesús, en Tabgha habría que situar el Sermón de la Montaña, un conjunto de enseñanzas del Señor que comienza con las Bienaventuranzas:Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: -Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.-Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.-Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.-Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.-Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.-Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.-Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.-Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos.-Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros (Mt 5, 1-12. Cfr. Lc 6, 20-23).

Alrededor de la iglesia, un cuidado jardín contribuye a dar paz e invita a la contemplaciónFoto: Berthold Werner (Wikimedia Commons).

Un texto atribuido a la peregrina Egeria, recogido por Pedro Diácono en el Liber de Locis Sanctis (Cfr. PL 173, 1115-1134), identifica el lugar de las Bienaventuranzas cerca de la iglesia de la Multiplicación de los panes y los peces, en la ladera de un monte vecino, donde había una cueva. En efecto, a unos cien metros de ese santuario se excavaron en 1935 los restos de algunos edificios. Pertenecerían a una iglesia y un monasterio de los siglos IV o V. La capilla, de siete metros de largo por cuatro de ancho, construida cavando por encima de una pequeña gruta, abarcaba otra cueva natural, regularizada en forma cuadrada mediante mampostería. Numerosos grafitos cubrían el revoque de las paredes, y el suelo estaba

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pavimentado con mosaicos. Siguiendo esta tradición, entre 1937 y 1938 se edificó el santuario actual de las Bienaventuranzas pero, con el fin de disponer de una panorámica mayor del mar de Genesaret, se eligió un emplazamiento más alto, a unos doscientos metros sobre la superficie del lago y a dos kilómetros de la localización antigua.

Un atrio filtra la luz y protege del calor. Foto: Berthold Werner (Wikimedia Commons).

Se trata de una iglesia de planta octogonal, cubierta por una cúpula de tambor esbelto y rodeada por un pórtico amplio que hace más tenue la luz y el calor del sol. El uso de basalto negro local, piedra blanca de Nazaret y travertino romano forma un conjunto armonioso y permite que el edificio destaque entre la densa vegetación del área. En el interior, los elementos se disponen con sencillez de líneas: en el centro, el altar, coronado por una arquivolta de alabastro; detrás, elevado sobre un pedestal de pórfido, el tabernáculo, decorado con escenas de la Pasión en bronce dorado sobre fondos de lapislázuli; en el tambor, ocho ventanas con vidrieras donde se leen las palabras de las bienaventuranzas; y cerrando el espacio, la cúpula, con un revestimiento en tonos dorados

Atmósfera de paz

Con las bienaventuranzas, «Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1716). Considerando este hecho, Benedicto XVI subraya la diferencia entre Moisés y el Señor, entre el Sinaí, un macizo rocoso en el desierto, y el monte de las Bienaventuranzas: «quien ha estado allí y tiene grabada en el espíritu la amplia vista sobre el agua del lago, el cielo y el sol, los árboles y los prados, las flores y el canto de los pájaros, no puede olvidar la maravillosa atmósfera de paz, de belleza de la creación» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 94).

Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre, anuncian bendiciones y recompensas, pero al mismo tiempo son promesas paradójicas, especialmente las que se refieren a la pobreza, las penas, la injusticia y las persecuciones (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717-1718): «se invierten los criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala de valores de Dios, que es distinta de la del mundo. Precisamente los que según los criterios del mundo son considerados pobres y perdidos son los realmente felices, los bendecidos, y pueden alegrarse y regocijarse, no obstante todos sus sufrimientos» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 99).

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En el centro de la iglesia, bajo la cúpula, están el altar y el tabernáculo.Foto: Jon Lai Yexian (Flickr).

Las bienaventuranzas no deben entenderse como si el júbilo que anuncian será alcanzado solo en el más allá. San Josemaría lo enseñaba al mismo tiempo que ponía en guardia ante el peligro del victimismo:¡Sacrificio, sacrificio! —Es verdad que seguir a Jesucristo —lo ha dicho Él— es llevar la Cruz. Pero no me gusta oír a las almas que aman al Señor hablar tanto de cruces y de renuncias: porque, cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso —aunque cueste— y la cruz es la Santa Cruz.

—El alma que sabe amar y entregarse así, se colma de alegría y de paz. Entonces, ¿por qué insistir en "sacrificio", como buscando consuelo, si la Cruz de Cristo —que es tu vida— te hace feliz? (Surco, n. 249).

Las bienaventuranzas iluminan las acciones y actitudes que caracterizan la vida cristiana, expresan lo que significa ser discípulo de Cristo, haber sido llamado a asociarse a su Pasión y Resurrección (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717). «Pero son válidas para los discípulos porque primero se han hecho realidad en Cristo como prototipo (...).

Las bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cfr. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; Él, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cfr. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquel que sufre por amor de Dios: en las bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con Él» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 103).

Para responder a esa llamada de Dios a participar de su propia bienaventuranza, Jesús es el camino: Hemos de aprender de Él, de Jesús, nuestro único modelo. Si quieres ir adelante previniendo tropiezos y extravíos, no tienes más que andar por donde Él anduvo, apoyar tus plantas sobre la impronta de sus pisadas, adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber del manantial de sus mandatos y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres (...).

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Cuando se construyó la iglesia de las Bienaventuranzas, se buscó una localización desde la que se dominara el mar de Genesaret

Foto: Itamar Grinberg – Israel Tourism (Flickr).

Repasa el ejemplo de Cristo, desde la cuna de Belén hasta el trono del Calvario. Considera su abnegación, sus privaciones: hambre, sed, fatiga, calor, sueño, malos tratos, incomprensiones, lágrimas...; y su alegría de salvar a la humanidad entera. Me gustaría que ahora grabaras hondamente en tu cabeza y en tu corazón —para que lo medites muchas veces, y lo traduzcas en consecuencias prácticas— aquel resumen de San Pablo, cuando invitaba a los de Éfeso a seguir sin titubeos los pasos del Señor: sed imitadores de Dios, ya que sois sus hijos muy queridos, y proceded con amor, a ejemplo de lo que Cristo nos amó y se ofreció a sí mismo a Dios en oblación y hostia de olor suavísimo (Ef 5, 1-2).

Jesús se entregó a Sí mismo, hecho holocausto por amor. Y tú, discípulo de Cristo; tú, hijo predilecto de Dios; tú, que has sido comprado a precio de Cruz; tú también debes estar dispuesto a negarte a ti mismo (Amigos de Dios, nn. 128-129).

La sal de la tierra

En el Sermón de la Montaña, después de las bienaventuranzas, Jesús compara a los creyentes con la sal de la tierra y la luz del mundo. Comentando estas palabras, san Juan Crisóstomo resaltaba la relación entre los dos pasajes: «el que es manso, modesto, misericordioso y justo, no encierra para sí solo estas virtudes, sino que hace que estas bellas fuentes se derramen también copiosamente para provecho de los demás. Del mismo modo, el limpio de corazón y el pacífico, y el que es perseguido por causa de la verdad, para común utilidad dispone también su vida» (S.Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 15, 7).

Quien sigue a Cristo, encuentra la felicidad; y de modo natural, procura difundirla: el Maestro pasa, una y otra vez, muy cerca de nosotros. Nos mira... Y si le miras, si le escuchas, si no le rechazas, Él te enseñará cómo dar sentido sobrenatural a todas tus acciones... Y entonces tú también sembrarás, donde te encuentres, consuelo y paz y alegría (Via Crucis, VIII estación, punto 4).

Enlaces de interés: Vídeo de la Custodia de Tierra Santa sobre el monte de las Bienaventuranzas. Página de la Custodia de Tierra Santa sobre Tabgha

10º Tabgha: Iglesia de la Multiplicación59

En Tierra Santa, recibe el nombre de Tabgha un paraje a unos tres kilómetros al oeste de Cafarnaún, que se extiende desde la orilla del mar de Genesaret tierra adentro; además, se suele aplicar de modo más restrictivo a una pequeña parte de esa región: el sitio donde se recuerda la multiplicación de los cinco panes y los dos peces, con los que el Señor dio de comer a una muchedumbre de cinco mil hombres.De los relatos sobre este milagro recogidos en los evangelios, el de san Marcos ofrece algunos detalles que permiten localizarlo cerca de Cafarnaún, junto a la ribera del lago, en una zona deshabitada donde crecía hierba abundante: Reunidos los apóstoles con Jesús, le explicaron todo lo que habían hecho y enseñado. Y les dice:—Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco.Porque eran muchos los que iban y venían, y ni siquiera tenían tiempo para comer. Y se marcharon en la barca a un lugar apartado ellos solos. Pero los vieron marchar, y muchos los reconocieron. Y desde todas las ciudades, salieron deprisa hacia allí por tierra y llegaron antes que ellos. Al desembarcar vio una gran multitud y se llenó de compasión por ella, porque estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas. Y cuando ya se hizo muy tarde, se acercaron sus discípulos y le dijeron:—Este es un lugar apartado y ya es muy tarde; despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos de alrededor, y compren algo de comer.Y les respondió:—Dadles vosotros de comer.Y le dicen:—¿Es que vamos a ir a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?Él les dijo:— ¿Cuántos panes tenéis? Id a verlo.Y después de averiguarlo dijeron:—Cinco, y dos peces.

Se accede a la iglesia de la Multiplicación a través de un atrio porticado, en cuyo centro se yergue un olivo

Firma: Derek Winterburn (Flickr).

Entonces les mandó que acomodaran a todos por grupos sobre la hierba verde. Y se sentaron en grupos de cien y de cincuenta. Tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y empezó a dárselos a sus discípulos para que los distribuyesen; también repartió los dos peces para todos. Comieron todos hasta que quedaron satisfechos. Y recogieron doce cestos llenos de los trozos de pan y de los peces. Los que comieron los panes eran cinco mil hombres (Mc 6, 30-44. Cfr. Mt 14, 13-21; Lc 9, 10-17; y Jn 6, 1-15. Además, san Mateo (15, 32-39) y san Marcos (8, 1-10) narran la segunda multiplicación).La roca

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La piedra, sobre la que el Señor puso el pan, ahora se ha transformado en altar.Los primeros cristianos enseguida identificaron Tabgha con el lugar donde habría sucedido este hecho, al igual que recordaban allí el monte donde Jesús había pronunciado las bienaventuranzas y también la ribera donde se había aparecido después de resucitado, cuando propició la segunda pesca milagrosa.

En el caso de la multiplicación de los panes y los peces, se veneraba la roca exacta donde el Señor habría apoyado los alimentos. La peregrina Egeria, que recorrió Tierra Santa en el siglo IV, nos ha transmitido un testimonio muy valioso acerca de la existencia de una iglesia en aquel sitio: «no lejos de allí [de Cafarnaún] se ven los escalones de piedra, sobre los que estuvo de pie el Señor. Allí mismo, por encima del mar, hay un campo cubierto de hierba, con heno copioso y muchas palmeras, y junto a esas, siete fuentes, cada una de las cuales provee agua abundantísima.

En ese prado el Señor sació al pueblo con cinco panes y dos peces. Conviene saber que la piedra, sobre la que el Señor puso el pan, ahora se ha transformado en altar. De esta piedra, los visitantes se llevan trocitos para su salud, y aprovecha a todos. Junto a las paredes de esta iglesia pasa la vía pública, donde el apóstol Mateo tenía el telonio. En el monte que está allí cerca hay una gruta, en la que el Señor, subiendo, pronunció las bienaventuranzas» (Appendix ad Itinerarium Egeriae, II, V, 2-3 (CCL 175, 99)).

La iglesia sigue la planta de la basílica bizantina del siglo V,de la que se conserva gran parte del pavimento en mosaico.

Firma: Berthold Werner (Wikimedia Commons).

A juzgar por los datos mencionados en otros testimonios posteriores, el santuario que conmemoraba la multiplicación de los panes y los peces existía aún en el siglo VI. Sin embargo, debió de sufrir los efectos de las invasiones de los persas —en el año 614— o los árabes —en el 638—, pues el peregrino Arculfo no encontró más que unas pobres ruinas a finales del siglo VII (Cfr. Adamnani, De Locis Sanctis II, XXIII (CCL 175, 218)).

La iglesia nunca fue reconstruida, e incluso la memoria del emplazamiento primitivo se debilitó, hasta llegar a confundirse con el antiguo de las bienaventuranzas.

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El estado de abandono terminó en el siglo XIX, cuando el lugar fue adquirido por la Sociedad Alemana de Tierra Santa. Esto facilitó las primeras excavaciones arqueológicas, realizadas en 1911, que fueron completadas con otros estudios en 1932, 1935 y 1969.

Estas investigaciones permitieron comprobar la existencia de dos iglesias: una más pequeña, de mediados del siglo IV, que sería la que visitó Egeria; y otra más grande, de tres naves, edificada en la segunda mitad del siglo V. Pero sobre todo, confirmaron la exactitud de la tradición recibida, al traer a la luz los restos del altar, la roca venerada con muestras de haber sufrido la extracción de numerosos fragmentos, y un mosaico que representa una cesta con panes flanqueada por dos peces.

Los vestigios de aquellas dos iglesias son hoy visibles en el moderno santuario, terminado en 1982, que forma parte de un monasterio benedictino. La basílica retoma el perímetro y la planta en forma de T de la construcción bizantina del siglo V: de tres naves separadas por recias columnas y arcos de medio punto, con transepto y un ábside en la nave central. En el presbiterio, bajo el altar, destaca la roca ya referida por Egeria; cuando se construyó la segunda iglesia, en el siglo V, fue arrancada de su posición primitiva y corrida unos metros, para colocarla en el sitio destinado normalmente a las reliquias. Delante de la roca, en el pavimento de mosaico, se encuentra la imagen de los peces y el cesto con panes, como un sello para ratificar la tradición del lugar. Podría datarse entre los siglos V y VI. Con sus trazos sencillos y los colores cálidos de las teselas, tiene una gran fuerza evocadora: cualquier lector del evangelio comprende inmediatamente el hecho que recuerda.

Alrededor del altar se encontraron los vestigios más valiosos: la roca venerada como el sitio donde el Señor apoyó los panes y los peces, y el mosaico que confirma esa tradición

Firma: Leobard Hinfelaar

Hay otros restos de indudable valor arqueológico y artístico: a la derecha del altar, a través de un cristal, se pueden ver los cimientos de la iglesia del siglo IV; en algunos muros, los sillares se apoyan sobre la fábrica bizantina de piedra basáltica; y en el piso, se conserva una gran parte del pavimento original en mosaico, que sigue un diseño geométrico en las naves pero muestra una gran riqueza de motivos figurativos en los lados del transepto, con representaciones de varias especies de aves y plantas que tienen su hábitat en el mar de Genesaret. Basándose en una inscripción hallada junto al altar, esta ornamentación con influencias del valle del Nilo se atribuye a Martyrios, que había sido monje en Egipto y fue patriarca de Jerusalén entre los años 478 y 486.

En el mosaico donde figuran los peces y el canasto con panes, delante del altar, vemos solo cuatro panes representados. Aunque se desconocen las intenciones del artista que diseñó aquel pavimento, cuando los benedictinos a cargo del santuario lo muestran a los peregrinos suelen dar un sentido teológico a la falta del quinto pan: ha de buscarse sobre el altar, durante la Santa Misa, identificado con la Eucaristía. En efecto, la fe cristiana siempre ha visto prefigurado el don de este sacramento en la multiplicación de los panes y los peces (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1335).

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El mosaico con el cesto de panes flanqueado por dos peces puede datarse entre finales del siglo V y principios del VI.

Firma: Berthold Werner (Wikimedia Commons).

El pan de vidaEste vínculo se manifiesta con particular fuerza en el cuarto evangelio, donde san Juan completa el relato del milagro con otros hechos que sucedieron después. La narración ocupa el capítulo sexto: después de haber saciado a la multitud con los cinco panes y los dos peces, los discípulos se embarcan y se dirigen a Cafarnaún; en medio de la travesía, dificultada por el fuerte viento, el Señor les alcanza caminando sobre el lago; al día siguiente, las gentes salen en busca de Jesús y lo encuentran en la sinagoga de Cafarnaún, donde les recibe con estas palabras:—En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a este lo confirmó Dios Padre con su sello (Jn 6, 26-27).Así comienza el discurso del Pan de Vida, en el que el Señor revela el misterio de la Eucaristía. Su riqueza es tan grande que se considera «el compendio y la suma de nuestra fe» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1327): «sacramento de la caridad, la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre» (Benedicto XVI, Exhort. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 1).En el santo sacrificio del altar, oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención (Es Cristo que pasa, n. 86), el Señor sale al encuentro del hombre, se hace verdadera, real y sustancialmente presente, con el Cuerpo y la Sangre junto con su alma y su divinidad (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1373-1374).

En los lados del transepto, el pavimento está decorado con mosaicos bizantinos que muestran una clara influencia del valle del Nilo, al representar la flora y la fauna del lugar: flamencos, garzas, nutrias,

cormoranes, cisnes, patos... Firma: Berthold Werner (Wikimedia Commons).

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El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones (...). El Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y —en lo que nos es posible entender— porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros (Es Cristo que pasa, n. 84).El Señor no se cansa de buscar la cercanía de cada hombre, lo acompaña en su camino y, en el colmo de su misericordia, se hace alimento para divinizarnos: Jesús se quedó en la Eucaristía por amor..., por ti.—Se quedó, sabiendo cómo le recibirían los hombres... y cómo lo recibes tú.—Se quedó, para que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores más cada día, y hagas que otras almas —¡muchas!— sigan igual camino (Forja, n. 887).

Enlaces de interés Vídeo de la Custodia de Tierra Santa sobre Tabgha Página de la Abadía de la Dormición sobre Tabgha- Página de la Custodia de Tierra Santa sobre Tabgha

11º Betania: santuario de la Resurrección de Lázaro

El santuario actual fue construido en 1954 Firma: Azaria (Panoramio).

Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa (Es Cristo que pasa, 108). Entre aquellos amigos, destacan Marta, María y Lázaro, los tres hermanos que vivían en Betania. Aunque desconocemos el origen de su relación con el Señor, sabemos que se trataban con un cariño y una cercanía grandes, manifestados en muchos detalles entrañables.

¿Cómo no recordar con simpatía el diálogo de Marta con Jesús, cuando ella se lamenta de su hermana?: “Una mujer que se llamaba Marta le recibió en su casa. Tenía esta una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Pero Marta andaba afanada con numerosos quehaceres y poniéndose delante dijo:

- Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude.

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Pero el Señor le respondió:- Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada” (Lc 10, 38-42).

Betania, en la vertiente oriental del monte de los Olivos, a tres kilómetros de Jerusalén, suponía junto a la vecina Betfagé el último descanso para quienes subían a la ciudad desde Jericó. En la antigüedad no pasaba de ser una aldea, aunque no era del todo desconocida: en la Sagrada Escritura, aparece citada con el nombre de Ananía entre los lugares repoblados por los benjaminitas tras el regreso de Babilonia (Cfr. Ne 11, 32); el prefijo “bet”, que significa casa, se habría añadido después, y más tarde fue derivando hasta la forma Betania.

Marta, María y Lázaro debieron hospedar varias veces al Señor en su hogar. En particular, durante los días que precedieron a la Pasión, desde el domingo de Ramos hasta el prendimiento de Jesús.

En esa semana, dada la poca distancia que separaba Betania de Jerusalén, cada día andaba y desandaba el camino —actualmente interrumpido—, remontando el monte de los Olivos. Por la noche, repondría fuerzas rodeado de sus amigos y de los discípulos. En uno de aquellos momentos ocurrió un sucedido, protagonizado por María, del que afirmó el Señor: “dondequiera que se predique el Evangelio, en todo el mundo, también lo que ella ha hecho se contará en memoria suya” (Mc 14, 9; cfr. Mt 26, 13). El escenario no es su casa, sino la de un vecino, Simón, conocido con el sobrenombre de “el leproso”:“Allí le prepararon una cena. Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se llenó de la fragancia del perfume. Dijo Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que le iba a entregar:- ¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?Pero esto lo dijo no porque él se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Entonces dijo Jesús:- Dejadle que lo emplee para el día de mi sepultura, porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis” (Jn 12, 2-8; cfr. Mt 26, 6-13 y Mc 14, 3-9).

La celebridad de Betania no se debe solo a las diversas estancias del Señor, sino que proviene especialmente del impresionante milagro que allí realizó: la resurrección de Lázaro. Desde los primeros tiempos del cristianismo, la tumba de este amigo de Jesús atrajo la devoción de los fieles, que ya en el siglo IV levantaron alrededor un santuario. La denominación bizantina del lugar -“to lazarion”- inspiró sin duda el nombre árabe de Betania: Al-Azariye. De la casa, sin embargo, se perdió el rastro.

La investigación arqueológica ha proporcionado algunos elementos para conocer la construcción bizantina. Inspirándose en el canon de otras iglesias de la época, como el Santo Sepulcro, estaba formada por una basílica en el lado oriental, el monumento que cobijaba el sitio venerado en el occidental y, en el medio, sirviendo de unión, un atrio. La basílica, de tres naves divididas por columnas con capiteles corintios y pavimentadas con ricos mosaicos, debió de arruinarse por un terremoto. A finales del siglo V o principios del VI, se edificó otra iglesia aprovechando en parte la estructura de la antigua, pero desplazando la planta todavía más hacia el este. Se mantuvo hasta el tiempo de los cruzados, cuando fue restaurada y embellecida. También en el siglo XII, se levantó una nueva basílica sobre la tumba de Lázaro; al tratarse de una cámara excavada en la roca, quedó convertida en cripta. Y además, por iniciativa de la reina Melisenda, se instituyó en Betania una abadía de monjas benedictinas.

Este complejo de edificios cambió entre los siglos XV y XVI, ya que en la zona del atrio y de la tumba se construyó una mezquita y se dificultó la entrada a los peregrinos cristianos. Entre 1566 y 1575, los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa consiguieron que se les permitiera el acceso a la gruta de Lázaro, pero tuvieron que abrir una nueva vía excavando un pasadizo escalonado desde el exterior del recinto. Es el túnel que se utiliza todavía hoy, aunque la propiedad sigue siendo musulmana.

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Sobre el presbiterio, un mosaico muestra el encuentro de Jesús con Marta y María, antes de la resurrección de Lázaro. Firma: Nicola e Pina (Panoramio)

En el lado oriental, sobre los restos de las basílicas bizantinas, la Custodia edificó en 1954 el santuario actual. Tiene forma de mausoleo, con planta de cruz griega y una cúpula que arranca de un octógono. Cada uno de los brazos está decorado con una luneta de mosaico, donde se representan las escenas evangélicas más destacadas relacionadas con Betania: el diálogo de Marta y Jesús; el recibimiento de las dos hermanas después de la muerte de Lázaro; la resurrección de este; y la cena en la casa de Simón. El arquitecto ha logrado un sugestivo contraste entre la penumbra de la iglesia y la luz que inunda la cúpula, que simbolizan la muerte y la esperanza de la resurrección.

“Para que tengan vida”"Jesús es el Hijo que desde la eternidad recibe la vida del Padre (cfr. Jn 5, 26) y que ha venido a los hombres para hacerles partícipes de este don: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10)" (Beato Juan Pablo II, Litt. enc. Evangelium vitæ, 25-III-1995, n. 29). Litt. enc. Evangelium vitæ, 25-III-1995, n. 29).

La iglesia tiene planta de cruz griega: los extremos están decorados con lunetas donde se representan las principales escenas ocurridas en Betania. Firma: Alfred Driessen.

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Dios desea que tengamos parte en su vida bienaventurada, está cerca de nosotros, nos ayuda a buscarle, a conocerle y amarle, pero al mismo tiempo espera una respuesta libre, que acojamos su llamada (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1-3). El relato de la resurrección de Lázaro contiene muchos elementos que pueden avivar nuestra fe y movernos a solicitar al Señor lo más valioso que puede concedernos: la gracia de una nueva conversión para nosotros, y para nuestros familiares y amigos.

Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más. Así —sé de tantas almas normales y corrientes que lo viven—, os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas (Amigos de Dios, 222).

En Betania, contemplamos los sentimientos de afecto de Cristo, que revelan el amor infinito del Padre por cada uno, y también la fe de Marta y María en su poder para devolver la salud:“Lázaro había caído enfermo. Entonces las hermanas le enviaron este recado:- Señor, mira, aquel a quien amas está enfermo.Al oírlo, dijo Jesús:- Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios.Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Aun cuando oyó que estaba enfermo, se quedó dos días más en el mismo lugar” (Jn 11, 2-6).El Señor conocía lo que iba a ocurrir, pero quiere probar la fe de esas mujeres, mostrar su poder sobre la muerte y preparar a los discípulos para su propia resurrección con la de Lázaro. De esta forma, permite que fallezca antes de emprender el viaje hacia su casa:"Al llegar Jesús, encontró que ya llevaba sepultado cuatro días. Betania distaba de Jerusalén como quince estadios. Muchos judíos habían ido a visitar a Marta y María para consolarlas por lo de su hermano.En cuanto Marta oyó que Jesús venía, salió a recibirle; María, en cambio, se quedó sentada en casa. Le dijo Marta a Jesús:- Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano, pero incluso ahora sé que todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.- Tu hermano resucitará- le dijo Jesús.

Otro detalle de las escenas representadas en el interior de la iglesiaFirma: Alfred Driessen.

Marta le respondió:- Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día.- Yo soy la Resurrección y la Vida -le dijo Jesús-; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?- Sí, Señor -le contestó-. Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo.En cuanto dijo esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en un aparte:- El Maestro está aquí y te llama.Ella, en cuanto lo oyó, se levantó enseguida y fue hacia él. Todavía no había llegado Jesús a la aldea, sino que se encontraba aún donde Marta le había salido al encuentro” (Jn 11, 17-30). Con la misma confianza que Marta ha usado para reprochar al Señor su ausencia, María le dirige una queja igual, pero no expresa su fe con palabras, sino con un gesto de adoración:“María llegó donde se encontraba Jesús y, al verle, se postró a sus pies y le dijo:

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- Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano.Jesús, cuando la vio llorando y que los judíos que la acompañaban también lloraban, se estremeció por dentro, se conmovió y dijo:- ¿Dónde le habéis puesto?Le contestaron:- Señor, ven a verlo.Jesús rompió a llorar. Decían entonces los judíos:- Mirad cuánto le amaba.Pero algunos de ellos dijeron:Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que no muriera?Jesús, conmoviéndose de nuevo, fue al sepulcro. Era una cueva tapada con una piedra. Jesús dijo:- Quitad la piedra.Marta, la hermana del difunto, le dijo:- Señor, ya huele muy mal, pues lleva cuatro días.Le dijo Jesús:- ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?Retiraron entonces la piedra. Jesús, alzando los ojos hacia lo alto, dijo:- Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas, pero lo he dicho por la muchedumbre que está alrededor, para que crean que Tú me enviaste.Y después de decir esto, gritó con voz fuerte:- ¡Lázaro, sal afuera!Y el que estaba muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y con el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo:- Desatadle y dejadle andar” (Jn 11, 32-44).

San Josemaría tomaba pie de este relato evangélico para hacernos considerar: Realmente, a cada uno de nosotros, como a Lázaro, fue un veni foras —sal fuera, lo que nos puso en movimiento.

- ¡Qué pena dan quienes aún están muertos, y no conocen el poder de la misericordia de Dios! Renueva tu alegría santa porque, frente al hombre que se desintegra sin Cristo, se alza el hombre que ha resucitado con Él. (Forja, 476)

Escena donde se representa una de las apariciones de Jesús resucitado. Firma: Alfred Driessen.

También, en nuestro trato confiado y de amistad con Jesús, tendremos que recurrir a Él con perseverancia. ¿Has visto con qué cariño, con qué confianza trataban sus amigos a Cristo? Con toda naturalidad le echan en cara las hermanas de Lázaro su ausencia: ¡te hemos avisado! ¡Si Tú hubieras estado aquí!...

- Confíale despacio: enséñame a tratarte con aquel amor de amistad de Marta, de María y de Lázaro; como te trataban también los primeros Doce, aunque al principio te seguían quizá por motivos no muy sobrenaturales. (Forja, 495)

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Nunca te desesperes. En esa batalla diaria por ser fieles -enseñaba san Josemaría-, las derrotas no cuentan si acudimos a Cristo. Pero Él necesita de nuestra cooperación, de nuestra voluntad de dejarle actuar en nosotros:

Muerto y corrompido estaba Lázaro: "jam foetet, quatriduanus est enim" -hiede, porque hace cuatro días que está enterrado, dice Marta a Jesús. Si oyes la inspiración de Dios y la sigues -"Lazare, veni foras!" -¡Lázaro, sal afuera!-, volverás a la Vida. (Camino, 719)

Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda, sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida. (Es Cristo que pasa, 93)

12º Belén: Campo de pastores

Belén y su comarca ocupan un terreno suavemente ondulado. En algunas lomas, la pendiente ha sido escalonada en terrazas y se han plantado olivares; en los valles, las zonas más planas están divididas en campos de cultivo; y en las tierras sin labrar, donde enseguida aflora el estrato rocoso, crece una vegetación dispersa, típicamente mediterránea, formada por pinos, cipreses y varias especies de arbustos.

Santuario del Gloria in excelsis Deo, en Siyar el-GhanamFirma: Alfred Driessen

En esta región apacentaba David los ganados de su padre cuando fue ungido por Samuel (cfr. 1 S 16, 1-13) y, tres generaciones antes, su bisabuela Rut espigaba los campos de trigo y cebada detrás de los segadores de Booz (cfr. Rt 2, 1-17). Siglos después, cuando se cumplió el momento de la venida del Hijo de Dios a la tierra, allí tuvo lugar el primer anuncio del nacimiento de Jesús: “había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche.

De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo: -No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre” (Lc 2, 8-12).

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Aunque el relato evangélico no permite identificar con certeza el lugar de aquella aparición, los cristianos enseguida la situaron en un paraje a unos dos o tres kilómetros al este de Belén, donde hoy se encuentra el pueblo de Bet Sahur: “la casa de los vigías”. San Jerónimo lo menciona (cfr. San Jerónimo, Epistola CVIII. Epitaphium Sanctae Paulae, 10), asociándolo al emplazamiento bíblico llamado Migdaléder -“la torre de Ader” o “del rebaño”-, donde Jacob estableció su campamento tras la muerte de Raquel (cfr. Gn 35, 21).

En el periodo bizantino -siglo IV o V-, allí se edificó un santuario dedicado a los pastores, la iglesia de Jerusalén celebraba una fiesta la vigilia de la Navidad y también se veneraba una gruta. Hubo además un monasterio, pero de todo esto no quedaban más que ruinas cuando llegaron los cruzados.

Siglos después, ya en época moderna, dos lugares diferentes del pueblo Bet Sahur conservaban la memoria de las antiguas tradiciones. El primero era conocido como Der er-Ruat y se hallaba en la parte oeste de la localidad, que casi se ha convertido en un barrio de Belén. Allí había restos de un pequeño santuario bizantino. Actualmente existen en esa zona una iglesia ortodoxa, construida en 1972, y la parroquia católica, edificada en 1951 y dedicada a la Virgen de Fátima y a santa Teresita de Lisieux.

Restos de los monasterios del Campo de los pastoresFirma: Leobard Hinfelaar.

El segundo de los lugares, distante casi un kilómetro hacia el nordeste, se encontraba en el sitio de Siyar el-Ghanam, “el campo de los pastores”. En una ladera donde abundan las grutas naturales, había un terreno con ruinas que fue adquirido por los franciscanos en el siglo XIX. Las excavaciones realizadas entre 1951 y 1952 -continuación de otras parciales de 1859- sacaron a la luz dos monasterios que estuvieron habitados del siglo IV al VIII.

La iglesia del primero habría sido demolida en el siglo VI y reconstruida sobre su misma planta, pero desplazando el ábside ligeramente hacia el este, lo que sugiere una relación con algún recuerdo particular. El complejo contaba con numerosas instalaciones agrícolas -prensas, piletas, silos, cisternas- y aprovechaba las cuevas de la zona. Estas habrían sido utilizadas ya en tiempos de Jesús, a juzgar por los hallazgos de piezas de cerámica pertenecientes a la época herodiana. También se conservan los vestigios de una torre de guardia.

Sobre una roca que domina esas ruinas del Campo de los pastores, la Custodia de Tierra Santa edificó entre 1953 y 1954 el santuario del Gloria in excelsis Deo, donde se conmemora el primer anuncio del nacimiento de Cristo. Se llega a través de un paseo enlosado, flanqueado por pinos y cipreses.

La vista desde el exterior, con la planta en forma de decágono y los muros inclinados, pretende recordar una tienda de nómadas. En el interior, destaca el altar en el centro; en las paredes, en tres ábsides, se reproducen las escenas evangélicas: la aparición celestial, los pastores dirigiéndose a Belén y la adoración del Niño. El torrente de luz que entra a través de la cúpula acristalada trae a la memoria la que rodeó a aquellos hombres. Diez figuras de ángeles, junto con el canto que entonaron, decoran el tambor: gloria in altissimis Deo et in terra pax hominibus bonæ voluntatis (Lc 2, 14).

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El 19 de marzo de 1994, durante su peregrinación a Tierra Santa, don Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría, estuvo en Belén. El momento más intenso fue la Santa Misa que celebró en la Gruta de la Natividad. Antes, por la mañana, en el trayecto desde Jerusalén, había comenzado la oración en el coche leyendo el relato de san Lucas sobre el nacimiento de Jesús. La terminó en el Campo de los pastores, en Bet Sahur, donde también visitó las ruinas veneradas.

Diez ángeles rodean el tambor de la cúpula Firma: Berthold Werner (Wikimedia Commons).

La milicia celestialLos pastores estaban escuchando el mensaje, envueltos en una nube de luz, cuando de pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace» (Lc 2, 13-14). Considerando este pasaje, Benedicto XVI hace hincapié en un detalle: «para los cristianos estuvo claro desde el principio que el hablar de los ángeles es un cantar, en el que se hace presente de modo palpable todo el esplendor de la gran alegría que ellos anuncian. Y así, desde aquel momento hasta ahora el canto de alabanza de los ángeles jamás ha cesado» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, La infancia de Jesús, p. 80).

De modo particular, aquel coro resuena a través de los siglos en el himno del Gloria, que muy pronto la Iglesia incorporó a la liturgia. «A las palabras de los ángeles, desde el siglo II, se añadieron algunas aclamaciones: "Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias"; y más tarde otras invocaciones: "Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre, tú que quitas el pecado del mundo...", hasta formular un armonioso himno de alabanza que se cantó por primera vez en la misa de Navidad y luego en todos los días de fiesta. Insertado al inicio de la celebración eucarística, el Gloria quiere subrayar la continuidad que existe entre el nacimiento y la muerte de Cristo, entre la Navidad y la Pascua, aspectos inseparables del único y mismo misterio de salvación» (Benedicto XVI, Audiencia general, 27-XII-2006).

Al recitar o cantar el Gloria durante la Santa Misa -en los días y tiempos prescritos por la liturgia-, toca a cada uno tener presentes estos misterios, en los que contemplamos a Jesús hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre, revelarnos el amor que nos tiene, redimirnos, restablecernos en nuestra vocación de hijos de Dios (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 516-518). Si nos unimos sinceramente al himno angélico no solo de palabra sino con la vida entera, alimentaremos el deseo de imitar a Cristo, de cumplir también nosotros la voluntad de Dios y de darle gloria.Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Que la paz de Cristo triunfe en vuestros corazones, escribe el apóstol. La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos (Es Cristo que pasa, 22).

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En el altar, una inscripción recuerda la contribución de Canadá a la construcción del santuarioFirma: Jamie Lynn Ross (Flickr).

Veo con meridiana claridad la fórmula, el secreto de la felicidad terrena y eterna: no conformarse solamente con la Voluntad de Dios, sino adherirse, identificarse, querer -en una palabra-, con un acto positivo de nuestra voluntad, la Voluntad divina. -Este es el secreto infalible - insisto- del gozo y de la paz (Forja, 1006).

Te contaba que hasta personas que no han recibido el bautismo me han dicho conmovidas: “es verdad, yo comprendo que las almas santas tienen que ser felices, porque miran los sucesos con una visión que está por encima de las cosas de la tierra, porque ven las cosas con ojos de eternidad”. ¡Ojalá no te falte esta visión! —añadí después—, para que seas consecuente con el trato de predilección que de la Trinidad has recibido (Forja, 1017).

Tras escuchar el jubiloso anuncio de los ángeles, los pastores “vinieron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño. Y todos los que lo oyeron se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho” (Lc 2, 15-18).

Resulta lógico que los pastores se apresuraran, pues sin esperarlo se descubrieron testigos de un momento histórico. En la vida espiritual y en el apostolado, la docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo reclama aprovechar las ocasiones en el momento en que se presentan; y esa urgencia, lejos de agobiar, es expresión de amor: cuando se trabaja única y exclusivamente por la gloria de Dios, todo se hace con naturalidad, sencillamente, como quien tiene prisa y no puede detenerse en "mayores manifestaciones", para no perder ese trato -irrepetible e incomparable- con el Señor (Surco, 555).

Este relato evangélico localizado en Belén y sus alrededores termina con la dicha de los pastores: “regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho” (Lc 2, 20). Pero antes, san Lucas revela un detalle íntimo: “María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón” (Lc 2, 19). Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios (Amigos de Dios, 285).

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En los ábsides, están representadas las principales escenas del pasaje evangélico.Firma: Berthold Werner (Wikimedia Commons).

Para saber más: Página de la Custodia de Tierra Santa sobre el Campo de los pastores

13º Cafarnaúm, la ciudad de Jesús

Gráfico: J. Gil

Cuando Jesús oyó que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret se fue a vivir a Cafarnaúm, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías:

Tierra de Zabulón y tierra de Neftalíen el camino del mar,al otro lado del Jordán,la Galilea de los gentiles,el pueblo que yacía en tinieblasha visto una gran luz;para los que yacían en regióny sombra de muerteuna luz ha amanecido.

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Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: —Convertíos, porque está al llegar el Reino de los Cielos (Mt 4, 12-17).

Cafarnaúm contaba poco en la historia de Israel. El nombre semítico, que significa poblado de Nahum, apenas aporta pistas sobre su origen, pero indica que no llegaba a considerarse una ciudad. No aparece citado explícitamente en el Antiguo Testamento, y tampoco resulta extraño: aunque los vestigios de la presencia humana se remontarían al siglo XIII antes de Cristo, el núcleo habitado sería más reciente, quizá de época asmonea. Sin embargo, san Mateo lo presenta unido al cumplimiento de una promesa mesiánica, y en verdad hace justicia al lugar: aparte de Jerusalén, ninguna localidad reúne tantos recuerdos del paso del Señor por la tierra como este pequeño pueblo situado en la ribera del mar de Genesaret.

Los relatos de los cuatro evangelistas coinciden en poner Cafarnaúm en el centro del ministerio público de Jesús en Galilea. Además, como hemos visto, san Mateo precisa que lo eligió para residir establemente. Aun siendo una ciudad pequeña, se encontraba en la Via Maris, la principal ruta que comunicaba Damasco y Egipto, y en una zona fronteriza entre dos regiones gobernadas por los hijos de Herodes —Galilea, por Antipas, y Gaulanítide, por Filipo—. Da muestra de su importancia, al menos en la comarca, el hecho de que tuviese aduana y alojase un destacamento de soldados romanos bajo la jurisdicción de un centurión. El que ejercía el mando en aquella época es bien célebre, pues el Señor elogió, conmovido, su acto de fe, que todos los días repetimos en la Santa Misa.

Vista aérea desde el este, con la casa de san Pedro al sur y la sinagoga al norte. Aún no se había construido el Memorial de San Pedro sobre los restos de la antigua basílica.

Firma: Stanislao Loffreda/CTS

Algunos acontecimientos sucedidos en esta localidad durante los primeros siglos nos han permitido conocer bastante bien cómo era el Cafarnaún donde Jesús vivió: al principio del periodo árabe, en el siglo VII, el poblado, que era cristiano, entró en declive; doscientos años después, debía de estar completamente abandonado; los edificios se derrumbaron, la zona se convirtió en un conjunto de ruinas y poco a poco quedaron sepultadas. La misma tierra que ocultó la localización de Cafarnaúm y hundió en el olvido aquellos vestigios, los conservó casi intactos hasta los siglos XIX y XX, cuando la Custodia de Tierra Santa logró adquirir la propiedad y promovió las primeras excavaciones.

El trabajo de los arqueólogos, realizado en numerosas campañas desde 1905 hasta 2003, ha permitido establecer que Cafarnaúm se extendía unos trescientos metros a lo largo de la orilla del mar de Genesaret, de este a oeste, y otros doscientos tierra adentro, hacia el norte. Su máxima expansión coincidió con la época bizantina, pero ni siquiera entonces superaría el millar y medio de habitantes. Estos llevaban una vida de trabajo recio, sin lujos ni refinamientos, explotando los recursos de la zona: se cultivaba el trigo y se producía aceite; se recogían varios tipos de frutas; y sobre todo, se pescaba en el lago. Las casas, levantadas con piedra local de basalto unida con un mortero muy pobre, estaban cubiertas con una techumbre de tierra sobre cañas o ramas, sin tejas.

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En ese ambiente rústico, propio de una sociedad sencilla formada mayoritariamente por agricultores y pescadores, sucedieron muchos acontecimientos relatados por los Evangelios: la llamada a Pedro, Andrés, Santiago y Juan mientras bregaban entre barcas y redes (Cfr. Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20; Lc 5, 1-11); la vocación de Mateo cuando trabajaba en el telonio y, a continuación, el banquete en su casa junto con otros publicanos (Cfr. Mt 9, 9-13; Mc 2, 13-17; Lc 5, 27-32); la expulsión de un espíritu impuro que poseía a un hombre (Cfr. Mc 1, 21-28; Lc 4, 31-37); las curaciones del siervo del centurión (Cfr. Mt 8, 5-13; Lc 7, 1-10), de la suegra de Pedro (Cfr. Mt 8, 14-15; Mc 1, 29-31; Lc 4, 38-39), del paralítico que descuelgan por el techo (Cfr. Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-12; Lc 5, 17-26), de la hemorroísa (Cfr. Mt 9, 20-22; Mc 5, 25-34; Lc 8, 43-48) y del hombre de la mano seca (Cfr. Mt 12, 9-14; Mc 3, 1-6; Lc 6, 6-11); la resurrección de la hija de Jairo (Cfr. Mt 9, 18-26; Mc 5, 21-43; Lc 8, 40-56); el pago del tributo del Templo con la moneda encontrada en la boca de un pez (Cfr. Mt 17, 24-27); el discurso del Pan de Vida... (Cfr. Jn 6, 24-59) Entre los restos de Cafarnaún que han llegado hasta nosotros, seguramente tenemos a la vista muchos de los emplazamientos donde ocurrieron estos hechos. Sin embargo, contamos con información suficiente para situar solo dos: la casa de Pedro y la sinagoga.

La casa de Pedro

Se han recuperado molinos de aceite y de harina. Firma: Berthold Werner (Wikimedia Commons).

Según antiguas tradiciones, a finales del siglo I existía en Cafarnaúm un pequeño grupo de creyentes. En las fuentes judías se los denomina Minim, herejes, pues habían abandonado el judaísmo ortodoxo para adherirse al cristianismo. Ellos debieron de mantener la memoria de la casa de Pedro, que con el tiempo se convirtió en lugar de culto. A finales del siglo IV, la peregrina Egeria escribía: en Cafarnaúm se ha transformado en iglesia la casa del príncipe de los Apóstoles, cuyas paredes se han conservado hasta hoy tal y como eran. Allí el Señor curó al paralítico. También está la sinagoga donde el Señor curó al endemoniado, a la que se llega subiendo muchos escalones; dicha sinagoga está hecha con piedras cuadradas (Appendix ad Itinerarium Egeriae, II, V, 2 (CCL 175, 98-99)). Este testimonio debe completarse con otro de un siglo más tarde: llegamos a Cafarnaún, a la casa del bienaventurado Pedro, que actualmente es una basílica (Itinerarium Antonini Placentini, 7 (CCL 175, 132)).

En efecto, las primeras excavaciones realizadas por los franciscanos sacaron a la luz un elegante edificio de fines del siglo V, estructurado en dos octágonos concéntricos con otro semioctágono que servía de deambulatorio. El pavimento lucía un mosaico polícromo decorado con figuras vegetales y animales. En 1968, cuando se descubrió el ábside orientado al este y una pila bautismal en su interior, aquella construcción pudo identificarse como la basílica bizantina.

Los hallazgos sucesivos han confirmado los datos de las otras tradiciones: el edificio se apoyaba sobre una base de material de relleno, donde abundaban fragmentos de revoque con numerosos grafitos incididos entre los siglos III y V; bajo el octágono central, había una habitación cuadrangular de unos ocho metros de lado, cuyo piso de tierra fue revestido con al menos seis capas de cal blanca a finales del siglo I y por un pavimento polícromo antes del V. Esta sala, con muestras de haber sido lugar de veneración, sería la casa del príncipe de los Apóstoles que Egeria vio convertida en iglesia.

Los arqueólogos han podido establecer con bastante precisión cómo era la vivienda, que habría sido levantada hacia la mitad del siglo I antes de Cristo. En realidad, formaba parte de un conjunto de seis

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estancias comunicadas entre sí a través de un patio a cielo abierto, provisto de una escalinata y de un hogar de tierra refractaria para cocer el pan. Los habitantes —varias familias emparentadas— compartirían el uso de ese espacio central. El acceso desde la calle se encontraba en el lado oriental del recinto, a través de una puerta que ha conservado bien el umbral de piedra basáltica y el travesaño con huellas de los batientes. Era el último edificio del barrio, por lo que el complejo daba a una extensión de terreno libre por el este y a la playa por el sur.

El 29 de junio de 1990 fue dedicado el moderno Memorial de San Pedro, construido sobre los vestigios de la casa y la basílica bizantina. Se trata de una iglesia octogonal sostenida por grandes pilares que la separan del suelo: esto permite a los peregrinos observar los restos arqueológicos tanto desde el exterior del templo, pasando por debajo, como desde el interior, a través de un óculo cuadrangular abierto en el centro de la nave.

La sinagoga

La sinagoga vista desde el sur, donde se encontraba el ingreso principal. En el lado este, se aprecia el atrio añadido en el siglo V.

Firma: Jerzy Kraj/CTSLas ruinas de la sinagoga, por su valor artístico, concentraron desde el principio el interés de los investigadores: los arqueólogos Robinson —que visitó el lugar en 1838— y Wilson —que realizó un sondeo en 1866— dieron noticia de su existencia. Al mismo tiempo, también llamaron la atención de otras personas con pocos escrúpulos: muchos restos estarían dañados o perdidos hoy en día si la Custodia no hubiera adquirido el terreno de Cafarnaún en 1894.

La sinagoga se alza en el centro físico de la pequeña ciudad y sus dimensiones son notables: la sala de oración, de planta rectangular, mide 23 metros de largo por 17 de ancho, y tiene alrededor otras estancias y patios. A diferencia de las casas particulares, con sus muros negros de piedra basáltica, fue construida con bloques cuadrados de caliza blanca, traída de canteras situadas a muchos kilómetros de distancia; algunos de los sillares pesan cuatro toneladas. La magnanimidad de los arquitectos se manifiesta también en los elementos decorativos, ricamente labrados y esculpidos: dinteles, arquivoltas, cornisas, capiteles...

Aunque nos encontramos ante el lugar de culto judío más hermoso de los hallados en Galilea, esta sinagoga no es aquella donde se escucharon las enseñanzas de Jesús y se presenciaron sus milagros, sino que pertenece a una época posterior: los estudios arqueológicos indican que el edificio principal y otro recinto al norte habrían sido levantados hacia finales del siglo IV, y que se añadió un atrio en el lado oriental a mediados del V. Sin embargo, las mismas investigaciones confirmaron que el complejo se apoya sobre los restos de otras construcciones, entre las que se contaría la sinagoga anterior. El indicio más notable consiste en un amplio pavimento de piedra del siglo I, descubierto bajo la nave central de la sala de oración. La localización, por tanto, se habría mantenido.

Tras establecer su residencia en Cafarnaún, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias (Mt 9, 35). San Pedro, que fue testigo de aquellos hechos maravillosos, los tenía presentes cuando acudió al encuentro del centurión Cornelio y anunció la buena nueva a los de su casa: vosotros sabéis lo ocurrido por toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan:

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cómo a Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y poder, y cómo pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.

Y nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén; de cómo le dieron muerte colgándolo de un madero. Pero Dios le resucitó al tercer día y le concedió manifestarse, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de antemano por Dios, a nosotros, que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos; y nos mandó predicar al pueblo y atestiguar que a él es a quien Dios ha constituido juez de vivos y muertos. Acerca de él testimonian todos los profetas que todo el que cree en él recibe por su nombre el perdón de los pecados (Hch 10, 37-43).

San Josemaría veía compendiada la entera existencia de Cristo en una expresión de este discurso: muchas veces he ido a buscar la definición, la biografía de Jesús en la Escritura. La encontré leyendo que, con dos palabras, la hace el Espíritu Santo: pertransiit benefaciendo (Hch 10, 38). Todos los días de Jesucristo en la tierra, desde su nacimiento hasta su muerte, fueron así: pertransiit benefaciendo, los llenó haciendo el bien (Es Cristo que pasa, 16).

Aunque Jesús sanó a muchos hombres de la enfermedad, e incluso devolvió la vida a unos pocos, sabemos que no vino para abolir todos los males de la tierra, sino a liberar a la humanidad de la esclavitud más grave, la del pecado. Los prodigios, los exorcismos y las curaciones son signos de que el Padre le envió, muestran el señorío amoroso de Dios sobre la historia, revelan que el Reino estaba presente ya en la persona de Cristo hasta que llegara el momento culminante del misterio pascual (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 541-550).

Como enseña Benedicto XVI, «la cruz es el "trono" desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del "príncipe de este mundo" (Jn 12, 31) e instauró definitivamente el reino de Dios. Reino que se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la muerte, sean sometidos (cfr. 1 Cor 15, 25-26). Entonces el Hijo entregará el Reino al Padre y finalmente Dios será "todo en todos" (1 Cor 15, 28). El camino para llegar a esta meta es largo y no admite atajos; en efecto, toda persona debe acoger libremente la verdad del amor de Dios. Él es amor y verdad, y tanto el amor como la verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta del corazón y de la mente y, donde pueden entrar, infunden paz y alegría» (Benedicto XVI, Ángelus, 26-XI-2006).

En el centro de la iglesia se abre un óculo sobre los vestigios de la casa de san Pedro.Firma: Lidian Strzedula/CTS

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Para extender a todo el mundo la paz y la alegría de ese reinado, como hicieron san Pedro y los demás Apóstoles, Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si Él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey.

Imagen que se encuentra delante del Memorial de San Pedro. Firma: Derek Winterburn (Flickr).

Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas humanas.

Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos. Pero no temas, hija de Sión: mira a tu Rey, que viene sentado sobre un borrico (Jn 12, 15). ¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra (Sal 73, 22-23), tú me llevas por el ronzal.

Pensad en las características de un asno, ahora que van quedando tan pocos. No en el burro viejo y terco, rencoroso, que se venga con una coz traicionera, sino en el pollino joven: las orejas estiradas como antenas, austeras en la comida, duras en el trabajo, con el trote decidido y alegre. Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles.

Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma (Es Cristo que pasa, 181). Enlaces de interés: Vídeo de la Custodia de Tierra Santa sobre Cafarnaún. Página web de la Custodia de Tierra Santa sobre Cafarnáun

14º Jerusalén, en la intimidad del Cenáculo

La víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13, 1). Estas palabras solemnes de san Juan, que resuenan con familiaridad en nuestros oídos, nos introducen en la intimidad del Cenáculo.

¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? (Mc 14, 12), habían preguntado los discípulos. Id a la ciudad —respondió el Señor— y os saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua. Seguidle, y allí donde entre decidle al dueño de la casa: «El Maestro dice: "¿Dónde tengo la sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?"» Y él os mostrará una habitación en el piso de arriba, grande, ya lista y dispuesta. Preparádnosla allí (Mc 14, 13-15).

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Jerusalén en el año 70 y la Ciudad Vieja en la actualidad Gráfico: J. Gil.

Momento de la Última Cena en la película "La Pasión" de Mel Gibson.

Conocemos los acontecimientos que sucedieron después, durante la Última Cena del Señor con sus discípulos: la institución de la Eucaristía y de los Apóstoles como sacerdotes de la Nueva Alianza; la discusión entre ellos sobre quién se consideraba el mayor; el anuncio de la traición de Judas, del abandono de los discípulos y de las negaciones de Pedro; la enseñanza del mandamiento nuevo y el lavatorio de los pies; el discurso de despedida y la oración sacerdotal de Jesús...

El Cenáculo sería ya digno de veneración solo por lo que ocurrió entre sus paredes aquella noche, pero además allí el Señor resucitado se apareció en dos ocasiones a los Apóstoles, que se habían escondido dentro con las puertas cerradas por miedo a los judíos (Cfr. Jn 20, 19-29); la segunda vez, Tomás rectificó su incredulidad con un acto de fe en la divinidad de Jesús: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28). Los Hechos de los Apóstoles nos han transmitido también que la Iglesia, en sus orígenes, se reunía en el Cenáculo, donde vivían Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelotes, y Judas el de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús, y sus hermanos (Hch 1, 13-14). El día de Pentecostés, en aquella sala recibieron el Espíritu Santo, que les impulsó a ir y predicar la buena nueva.

Los evangelistas no aportan datos que permitan identificar este lugar, pero la tradición lo sitúa en el extremo suroccidental de Jerusalén, sobre una colina que empezó a llamarse Sión solo en época cristiana. Originalmente, este nombre se había aplicado a la fortaleza jebusea que conquistó David; después, al monte del Templo, donde se custodiaba el Arca de la Alianza; y más tarde, en los salmos y los libros proféticos de la Biblia, a la entera ciudad y sus habitantes; tras el destierro en Babilonia, el término adquirió un significado escatológico y mesiánico, para indicar el origen de nuestra salvación. Recogiendo este sentido espiritual, cuando el Templo fue destruido en el año 70, la primera comunidad cristiana lo asignó al monte donde se hallaba el Cenáculo, por su relación con el nacimiento de la Iglesia.

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Panorámica de Jerusalén desde la vertiente oriental del torrente Cedrón, junto al monte de los Olivos. En el lado izquierdo de la imagen, se recorta la cúpula y la torre de la basílica de la Dormición

Firma: Leobard Hinfelaar

Recibimos testimonio de esta tradición a través de san Epifanio de Salamina, que vivió a finales del siglo IV, fue monje en Palestina y obispo en Chipre. Relata que el emperador Adriano, cuando viajó a oriente en el año 138, «encontró Jerusalén completamente arrasada y el templo de Dios destruido y profanado, con excepción de unos pocos edificios y de aquella pequeña iglesia de los Cristianos, que se hallaba en el lugar del cenáculo, adonde los discípulos subieron tras regresar del monte de los Olivos, desde el que el Salvador ascendió a los cielos. Estaba construida en la zona de Sión que sobrevivió a la ciudad, con algunos edificios cercanos a Sión y siete sinagogas, que quedaron en el monte como cabañas; parece que solo una de estas se conservó hasta la época del obispo Máximo y el emperador Constantino» (San Epifanio di Salamina, De mensuris et ponderibus, 14).

Saliendo de la ciudad por la puerta de Sión, una calle conduce al Cenáculo —hacia la izquierda— y a la basílica de la Dormición —hacia la derecha—

Firma: Leobard Hinfelaar

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Este testimonio coincide con otros del siglo IV: el transmitido por Eusebio de Cesarea, que elenca veintinueve obispos con sede en Sión desde la era apostólica hasta su propio tiempo; el peregrino anónimo de Burdeos, que vio la última de las siete sinagogas; san Cirilo de Jerusalén, que se refiere a la iglesia superior donde se recordaba la venida del Espíritu Santo; y la peregrina Egeria, que describe una liturgia celebrada allí en memoria de las apariciones del Señor resucitado.

Por diversas fuentes históricas, litúrgicas y arqueológicas, sabemos que durante la segunda mitad del siglo IV la pequeña iglesia fue sustituida por una gran basílica, llamada Santa Sión y considerada la madre de todas las iglesias. Además del Cenáculo, incluía el lugar de la Dormición de la Virgen, que la tradición situaba en una vivienda cercana; también conservaba la columna de la flagelación y las reliquias de san Esteban, y el 26 de diciembre se conmemoraba allí al rey David y a Santiago, el primer obispo de Jerusalén. Se conoce poco de la planta de este templo, que fue incendiado por los persas en el siglo VII, restaurado posteriormente y de nuevo dañado por los árabes.

Los cruzados

Cuando los cruzados llegaron a Tierra Santa, en el siglo XII, reconstruyeron la basílica y la llamaron Santa María del Monte Sión. En la nave sur de la iglesia estaba el Cenáculo, que seguía teniendo dos pisos, cada uno dividido en dos capillas: en el superior, las dedicadas a la institución de la Eucaristía y la venida del Espíritu Santo; y en el inferior, las del lavatorio de los pies y las apariciones de Jesús resucitado. En esta planta se colocó un cenotafio —monumento funerario en el que no está el cadáver del personaje al que se dedica— en honor de David. Reconquistada la Ciudad Santa por Saladino en 1187, la basílica no sufrió daños, e incluso se permitieron las peregrinaciones y el culto. Sin embargo, esta situación no duró mucho: en 1244, la iglesia fue definitivamente destruida y solo se salvó el Cenáculo, cuyos restos han llegado hasta nosotros.

En la planta baja se conserva parte del claustro del convento franciscano del siglo XIV. En la imagen se aprecian, en el primer piso, las tres ventanas del Cenáculo Firma: Alfred Driessen

La sala gótica actual data del siglo XIV y se debe a la restauración realizada por los franciscanos, sus dueños legítimos desde 1342. Los frailes se habían hecho cargo del santuario siete años antes y habían edificado un convento junto al lado sur. En la fecha citada, por bula papal, quedó constituida la Custodia de Tierra Santa y les fue cedida la propiedad del Santo Sepulcro y el Cenáculo por los reyes de Nápoles, que a su vez la habían adquirido al Sultán de Egipto. No sin dificultades, los franciscanos habitaron en Sión durante más de dos siglos, hasta que fueron expulsados por la autoridad turca en 1551. Ya antes, en 1524, les había sido usurpado el Cenáculo, que quedó convertido en mezquita con el argumento de que allí se encontraría enterrado el rey David, considerado profeta por los musulmanes. Así permaneció hasta 1948, cuando pasó a manos del estado de Israel, que lo administra todavía.

Se accede al Cenáculo a través de un edificio anexo, subiendo unas escaleras interiores y atravesando una terraza a cielo abierto. Se trata de una sala de unos 15 metros de largo y 10 de ancho, prácticamente vacía de adornos y mobiliario. Varias pilastras en las paredes y dos columnas en el centro, con capiteles antiguos reutilizados, sostienen un techo abovedado. En las claves quedan restos de relieves con figuras de animales; en particular, se reconoce un cordero.

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En una de las claves son visibles los restos de un cordero. Firma: Alfred Driessen

Algunos añadidos son evidentes, como la construcción hecha en 1920 para la plegaria islámica en la pared central, que tapa una de las tres ventanas, o un baldaquino de época turca sobre la escalera que lleva al nivel inferior; este dosel se apoya en una columnita cuyo capitel es cristiano, pues está adornado con el motivo eucarístico del pelícano que alimenta a sus crías. La pared de la izquierda conserva partes que se remontan a la era bizantina; a través de una escalera y una puerta, se sube a la pequeña sala donde se recuerda la venida del Espíritu Santo. En el lado opuesto a la entrada, hay una salida hacia otra terraza, que comunica a su vez con la azotea y se asoma al claustro del convento franciscano del siglo XIV.

En la actualidad no es posible el culto en el Cenáculo. Solamente el beato Juan Pablo II gozó del privilegio de celebrar la Santa Misa en esta sala, el 23 de marzo de 2000. Cuando Benedicto XVI viajó a Tierra Santa en mayo de 2009, rezó allí el Regina coeli junto con los Ordinarios del país. Debido a la existencia del cenotafio en honor de David, que se veneraba como la tumba del rey bíblico, muchos judíos acuden al nivel inferior para rezar ante ese monumento.

La presencia cristiana en el monte Sión pervive en la basílica de la Dormición de la Virgen —que incluye una abadía benedictina— y el convento de San Francisco. La primera fue construida en 1910 sobre unos terrenos que obtuvo Guillermo II, emperador de Alemania; la cúpula del santuario, con un tambor muy esbelto, se distingue desde muchos puntos de la ciudad. En el convento franciscano, fundado en 1936, se encuentra el Cenacolino o iglesia del Cenáculo, el lugar de culto más cercano a la sala de la Última Cena.

¿Qué distingue esta noche de todas las noches?Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables (Amigos de Dios, 222). Ardientemente había deseado que llegara esa Pascua (Cfr. Lc 22, 15), la más importante de las fiestas anuales de Israel, en la que se revivía la liberación de la esclavitud en Egipto. Estaba unida a otra celebración, la de los Ácimos, en recuerdo de los panes sin levadura que el pueblo debió tomar durante su huida precipitada del país del Nilo. Aunque la ceremonia principal de aquellas fiestas consistía en una cena familiar, esta poseía un carácter religioso fuerte: «era conmemoración del pasado, pero, al mismo tiempo, también memoria profética, es decir, anuncio de una liberación futura» (Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 10).

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La sala del Cenáculo conserva la arquitectura gótica con que fue restaurada en el siglo XIV. En la fotografía, hecha desde la zona de la entrada, se ve la construcción para la plegaria musulmana en el muro de la derecha, y la escalera y la puerta

que conducen a la capilla de la venida del Espíritu Santo en la pared del fondo. Firma: Jasón Harman (www.jasonharman.com).

Durante esa celebración, el momento decisivo era el relato de la Pascua o hagadá pascual. Empezaba con una pregunta del más joven de los hijos al padre: —¿Qué distingue esta noche de todas las noches?La respuesta daba ocasión para narrar con detalle la salida de Egipto. El cabeza de familia tomaba la palabra en primera persona, para simbolizar que no solo se recordaban aquellos hechos, sino que se hacían presentes en el ritual. Al terminar, se entonaba un gran cántico de alabanza, compuesto por los salmos 113 y 114, y se bebía una copa de vino, llamada de la hagadá. Después, se bendecía la mesa, empezando por el pan ácimo. El principal lo tomaba y daba un trozo a cada uno con la carne del cordero.

Una vez tomada la cena, se retiraban los platos y todos se lavaban las manos para continuar la sobremesa. La conclusión solemne se comenzaba sirviendo el cáliz de bendición, una copa que contenía vino mezclado con agua. Antes de beberlo, el que presidía, puesto en pie, recitaba una larga acción de gracias.

Al tener la Última Cena con los Apóstoles en el contexto del antiguo banquete pascual, el Señor lo transformó y le dio su sentido definitivo: «en efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1340).

Sala donde se recordaba la venida del Espíritu Santo.Se abre muy pocas veces al año; por ejemplo, el día de Pentecostés.

Firma: Marie-Armelle Beaulieu/CTS

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Cuando el Señor en la Última Cena instituyó la Sagrada Eucaristía, era de noche (...). Se hacía noche en el mundo, porque los viejos ritos, los antiguos signos de la misericordia infinita de Dios con la humanidad iban a realizarse plenamente, abriendo el camino a un verdadero amanecer: la nueva Pascua. La Eucaristía fue instituida durante la noche, preparando de antemano la mañana de la Resurrección (Es Cristo que pasa, 155).

En la intimidad del Cenáculo, Jesús hizo algo sorprendente, totalmente inédito: tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo:—Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía (Lc 22, 19).Sus palabras expresan la radical novedad de esta cena con respecto a las anteriores celebraciones pascuales. Cuando pasó el pan ácimo a los discípulos, no les entregó pan, sino una realidad distinta: esto es mi cuerpo. «En el pan partido, el Señor se reparte a sí mismo (...). Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da, sino la comunión consigo mismo» (Benedicto XVI, Homilía de la Misa in Cena Domini, 9-IV-2009). Y al mismo tiempo que instituyó la Eucaristía, donó a los Apóstoles el poder de perpetuarla, por el sacerdocio.

También con el cáliz Jesús hizo algo de singular relevancia: tomó del mismo modo el cáliz, después de haber cenado, y se lo pasó diciendo:—Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros (Lc 22, 20).

Ante este misterio, el beato Juan Pablo II planteaba: «¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega "hasta el extremo" (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir "Éste es mi cuerpo", "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre", sino que añadió "entregado por vosotros... derramada por vosotros" (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos» (Beato Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, 11-12).

Benedicto XVI, dirigiéndose a los Ordinarios de Tierra Santa en el mismo lugar de la Última Cena, enseñaba: «en el Cenáculo el misterio de gracia y salvación, del que somos destinatarios y también heraldos y ministros, solo se puede expresar en términos de amor» (Benedicto XVI, Rezo del Regina Coeli con los Ordinarios de Tierra Santa): el de Dios, que nos ha amado primero y se ha quedado realmente presente en la Eucaristía, y el de nuestra respuesta, que nos lleve a entregarnos generosamente al Señor y a los demás.

Ante Jesús Sacramentado —¡cómo me gusta hacer un acto de fe explícita en la presencia real del Señor en la Eucaristía!—, fomentad en vuestros corazones el afán de transmitir, con vuestra oración, un latido lleno de fortaleza que llegue a todos los lugares de la tierra, hasta el último rincón del planeta donde haya un hombre que gaste generosamente su existencia en servicio de Dios y de las almas (Amigos de Dios, 154).

Enlaces de interés: Vídeo de la Custodia de Tierra Santa sobre el Cenáculo Página web de la Custodia de Tierra Santa sobre el Cenáculo

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15º Getsemaní: oración y agonía de Jesús

Panorámica del torrente Cedrón y el monte de los Olivos desde JerusalénFirma: www.biblewalks.com

Cuando llega la hora marcada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, contemplamos a Jesucristo en Getsemaní, sufriendo dolorosamente hasta derramar un sudor de sangre (cfr. Lc 22, 44), que acepta espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama (Amigos de Dios, 25).

Los relatos evangélicos nos han transmitido el emplazamiento del campo al que Jesús se retiró una vez terminada la Última Cena: salió y como de costumbre fue al monte de los Olivos (Lc 22, 39), al otro lado del torrente Cedrón (Jn 18, 1), y con los Apóstoles llegó a un lugar llamado Getsemaní (Mt 26, 36; Mc 14, 32). Según estas indicaciones, se trataba de un huerto donde había una prensa para extraer aceite —es el significado del nombre—, y quedaba fuera de las murallas de Jerusalén, al este de la ciudad, en el camino hacia Betania.

Aparte de que aquel paraje debía de ser muy conocido, pues Jesús se reunía frecuentemente allí con sus discípulos (Jn 18, 2), no extraña que los primeros cristianos conservasen la memoria de un sitio donde ocurrieron hechos trascendentales de la historia de la salvación. En el huerto de los Olivos, ante la inminencia de la Pasión, que se desencadenará con la traición de Judas, el Señor advierte la necesidad de rezar: sentaos aquí, mientras hago oración, dice a los Apóstoles. Y se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y comenzó a afligirse y a sentir angustia. Y les dice:—Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad.Y adelantándose un poco, se postró en tierra y rogaba que, a ser posible, se alejase de él aquella hora. Decía:—¡Abbá, Padre! Todo te es posible, aparta de mí este cáliz; pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú (Mc 14, 32-36).La congoja era tal, que se le apareció un ángel del cielo que le confortaba. Y entrando en agonía oraba con más intensidad. Y le sobrevino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo (Lc 22, 43-44). La plegaria de Cristo contrasta con la actitud de los Apóstoles: cuando se levantó de la oración y llegó hasta los discípulos, los encontró adormilados por la tristeza. Y les dijo:—¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en tentación (Mc 45-46).Tres veces volvió Jesús junto a los que le acompañaban, y las tres veces los halló cargados de sueño, hasta que ya fue demasiado tarde: ¿Aún podéis dormir y descansar...? Se acabó; llegó la hora. Mirad que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos; ya llega el que me va a entregar.

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Todavía estaba hablando, cuando de repente llegó Judas, uno de los doce, acompañado de un tropel de gente con espadas y palos (Mc 14, 41-43). Con un beso delató al Señor, que fue prendido mientras los discípulos lo abandonaban y huían.

En el ábside de la izquierda figura la escena de la traición de Judas.Firma: Leobard Hinfelaar

Gracias a la peregrina Egeria, sabemos que en la segunda mitad del siglo IV se celebraba una liturgia durante el Jueves Santo «en el lugar donde rezó el Señor», y que allí había «una iglesia elegante» (Itinerarium Egeriae, XXXVI, 1 (CCL 175, 79). Los fieles entraban en el templo, oraban, cantaban himnos y escuchaban los relatos evangélicos sobre la agonía de Jesús en el huerto. Después, en procesión, se dirigían a otro sitio de Getsemaní donde se recordaba el prendimiento (Cfr. Ibid., 2-3 (CCL 175, 79-80).

Siguiendo esta tradición y otras igualmente antiguas, en la actualidad se veneran tres lugares relacionados con los acontecimientos de aquella noche: la roca sobre la que oró el Señor, un jardín que custodia ocho olivos milenarios con algunos de sus retoños, y la gruta donde se habría producido el prendimiento. Apenas unas decenas de metros los separan, en la zona más baja del monte de los Olivos, casi en el fondo del Cedrón, en medio de un paisaje muy sugestivo: este torrente, como la mayoría de los wadis palestinos, es un valle seco y recibe agua solo con las lluvias de invierno; la falda del monte, al contrario que la cima, está poco habitada, porque grandes extensiones del terreno se han destinado a cementerios; abundan los olivares, dispuestos en terrazas, y también los cipreses, en los bordes de los caminos.

La basílica de la Agonía

La roca sobre la que, según la tradición, rezó el Señor se encuentra en el interior de la basílica de la Agonía o de Todas las Naciones. Recibe este nombre porque dieciséis países colaboraron en su construcción, llevada a cabo entre 1922 y 1924. Sigue la planta de la iglesia bizantina, de la que poco más que los cimientos ha llegado hasta nosotros, pues un incendio la destruyó, posiblemente antes del siglo VII. Medía 25 por 16 metros, tenía tres naves y tres ábsides, y disponía de pavimentos adornados con mosaicos; algunos fragmentos de estos se conservan, protegidos por vidrios, junto a los actuales. Al edificar el santuario moderno, también se hallaron vestigios de otro de época medieval. Fue erigido por los cruzados en el mismo lugar que la basílica primitiva, pero de un tamaño mayor y con una orientación diversa, hacia el sudeste, lo que hace pensar que no advirtieron los restos precedentes. Quedó abandonado tras la toma de Jerusalén por Saladino.

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La basílica de Agonía se llama también de Todas las Naciones porque dieciséis países sufragaron su construcción.Firma: Israel Tourism (Flickr).

En el centro de la basílica de la Agonía se venera la roca donde se habría postrado el Señor en oración.Firma: Marie-Armelle Beaulieu/CTS.

Desde el Cedrón, destaca el amplio atrio de la basílica, con tres arcos sostenidos por pilastras y columnas adosadas. La fachada está rematada con un frontón. En el tímpano, decorado con mosaico, se representa a Cristo como Mediador entre Dios y la humanidad. Los días soleados, la luminosidad en el exterior contrasta con la penumbra del interior: las ventanas filtran la luz con tonos azulados, lilas y violetas, que recuerdan las horas de agonía de Jesús y disponen al peregrino al silencio, el recogimiento y la contemplación. Las doce cúpulas, sostenidas en el centro de la iglesia por seis esbeltas columnas, refuerzan esta sensación por medio de unos mosaicos que sugieren el cielo estrellado.

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En el presbiterio, delante del altar, sobresale del pavimento la roca venerada. La rodea una artística corona de espinas. Detrás, en el ábside central, está representada la agonía de Jesús en el huerto; en los laterales, también en mosaico, figuran la traición de Judas y el prendimiento.

El huerto de los Olivos

El terreno en el que se levanta la basílica es propiedad de la Custodia de Tierra Santa desde la segunda mitad del siglo XVII. Cuando fue adquirido, lo más notable que conservaba, además de las ruinas medievales y bizantinas, era el llamado jardín de las flores: un área no cultivada, cercada por un muro, donde crecían ocho olivos que las tradiciones locales databan de la época de Cristo. Mientras los franciscanos esperaban el momento oportuno de reconstruir la iglesia, protegieron aquellos olivos milenarios, ligados sin duda a la tradición cristiana del lugar, de forma que han llegado vivos hasta nosotros.

Los ochos olivos más antiguos de Getsemaní podrían remontarse al primer milenio.Firma: Leobard Hinfelaar.

Impresiona el aspecto añejo que tienen. Los botánicos que los han estudiado no han llegado a un acuerdo para fijar su edad: algunos sostienen que fueron plantados en el siglo XI y que provienen de una misma rama, y otros que su enorme grosor permite aventurar que se remonten al primer milenio. Sean más o menos antiguos, eso no resta interés por preservarlos como testimonios silenciosos que perpetúan el recuerdo de Jesús y de la última noche de su paso por la tierra.

La gruta del Prendimiento

El recinto de la basílica de la Agonía y del huerto de Getsemaní incluye también un convento franciscano. Fuera de la propiedad, unas decenas de metros hacia el norte, está la gruta del Prendimiento, que también pertenece a la Custodia de Tierra Santa. Se accede a través de un estrecho pasillo, que parte desde el patio de entrada a la Tumba de la Virgen. Este santuario mariano merecerá un artículo aparte, junto con la basílica de la Dormición del monte Sión: por ahora, basta con decir que, según algunas tradiciones, allí habría sido trasladado el cuerpo de Nuestra Señora desde el barrio del Cenáculo, antes de la Asunción; la iglesia es compartida por las comunidades griega, armenia, siria y copta.

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El pasillo a la derecha de la iglesia de la Asunción conduce a la gruta del Prendimiento.Firma: Leobard Hinfelaar.

La gruta mide unos 19 metros de largo por unos 10 de ancho. Algunos vestigios arqueológicos permiten pensar que era utilizada como vivienda temporal o como almacén por el dueño del huerto. Aquí se cree que los ocho apóstoles descansaban la noche del prendimiento de Jesús. Después de las horas en agonía y oración, cuando el Señor notó la llegada de Judas, habría ido ahí con los otros tres apóstoles para advertirles de lo que iba a suceder. Por tanto, desde esa parte de Getsemaní salió al encuentro del tropel de guardias.

La gruta de los Apóstoles o del Prendimiento conserva vestigios de una veneración ininterrumpidaFirma: Enrique Bermejo/CTS.

Numerosos grafitos, incididos por los peregrinos en diversas lenguas y épocas sobre los revoques de las paredes y el techo, son el testimonio de una veneración casi ininterrumpida: en el siglo IV, la cueva se utilizaba ya como capilla y su pavimento se había adornado con mosaicos; del V al VIII, acogió enterramientos cristianos; en época de los cruzados, fue decorada con frescos; desde el siglo XIV, los franciscanos obtuvieron algunos derechos de culto sobre el lugar, hasta que finalmente pudieron adquirirlo. Una restauración realizada en 1956 sacó a la luz la estructura primitiva, con un lagar y una cisterna; encima de la gruta, en la misma propiedad, se descubrieron los restos de una antigua prensa de aceite.

No se haga mi voluntad...

Son tantas las escenas en las que Jesucristo habla con su Padre, que resulta imposible detenernos en todas. Pero pienso que no podemos dejar de considerar las horas, tan intensas, que preceden a su Pasión y Muerte, cuando se prepara para consumar el Sacrificio que nos devolverá al Amor

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divino. En la intimidad del Cenáculo su Corazón se desborda: se dirige suplicante al Padre, anuncia la venida del Espíritu Santo, anima a los suyos a un continuo fervor de caridad y de fe.

Ese encendido recogimiento del Redentor continúa en Getsemaní, cuando percibe que ya es inminente la Pasión, con las humillaciones y los dolores que se acercan, esa Cruz dura, en la que cuelgan a los malhechores, que Él ha deseado ardientemente. Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz (Lc 22, 42). Y enseguida: pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Ibid.) (Amigos de Dios, 240).

Si somos conscientes de que somos hijos de Dios, de que nuestra vocación cristiana exige seguir los pasos del Maestro, la contemplación de su plegaria y agonía en el huerto de los Olivos ha de llevarnos al diálogo con Dios Padre. «Con su oración, Jesús nos enseña a orar» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2607); y además de ser nuestro modelo, nos convoca a la oración, igual que a Pedro, Santiago y Juan, cuando se los llevó consigo y les pidió que velasen con Él: orad, para que no entréis en la tentación. —Y se durmió Pedro. —Y los demás apóstoles. —Y te dormiste tú, niño amigo..., y yo fui también otro Pedro dormilón (Santo Rosario, I misterio doloroso).

En el ábside central está representada la oración de Jesús.Firma: Leobard Hinfelaar.

No hay justificaciones para abandonarse al sueño: todos podemos rezar; con más exactitud, todos debemos rezar, porque hemos venido al mundo para amar a Dios, alabarle, servirle y luego, en la otra vida —aquí estamos de paso—, gozarle eternamente. ¿Y qué es rezar? Sencillamente, hablar con Dios mediante oraciones vocales o en la meditación. No cabe la excusa de que no sabemos o nos cansamos. Hablar con Dios para aprender de Él, consiste en mirarle, en contarle nuestra vida —trabajo, alegrías, penas, cansancios, reacciones, tentaciones—; si le escuchamos, oiremos que nos sugiere: deja aquello, sé más cordial, trabaja mejor, sirve a los demás, no pienses mal de nadie, habla con sinceridad y con educación...(Javier Echevarría, Getsemaní: en oración con Jesucristo, p. 12).

Benedicto XVI, en una audiencia que dedicó a la oración de Jesús en Getsemaní, se refería a la capacidad que tenemos los cristianos, si buscamos una intimidad cada vez mayor con Dios, de traer a esta tierra un anticipo del cielo: «cada día en la oración del Padrenuestro pedimos al Señor: "hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt 6, 10).

Es decir, reconocemos que existe una voluntad de Dios con respecto a nosotros y para nosotros, una voluntad de Dios para nuestra vida, que se ha de convertir cada día más en la referencia de nuestro querer y de nuestro ser; reconocemos, además, que es en el "cielo" donde se hace la voluntad de Dios y que la "tierra" solamente se convierte en "cielo", lugar de la presencia del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza divina, si en ella se cumple la voluntad de Dios. En la oración de Jesús al Padre, en aquella noche terrible y estupenda de Getsemaní, la "tierra" se convirtió en "cielo"; la "tierra" de su voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue asumida por su voluntad divina, de forma que la voluntad de Dios se cumplió en la tierra. Esto es importante también en

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nuestra oración: debemos aprender a abandonarnos más a la Providencia divina, pedir a Dios la fuerza de salir de nosotros mismos para renovarle nuestro "sí", para repetirle que "se haga tu voluntad", para conformar nuestra voluntad a la suya» (Benedicto XVI, Audiencia, 1-II-2012).

Jesús, solo y triste, sufría y empapaba la tierra con su sangre. De rodillas sobre el duro suelo, persevera en oración... Llora por ti... y por mí: le aplasta el peso de los pecados de los hombres (Santo Rosario, I misterio doloroso).

Dirígete a la Virgen, y pídele que te haga el regalo —prueba de su cariño por ti— de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos. Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús (Forja, 161).

16º Jerusalén: Vía Dolorosa

¿Quieres acompañar de cerca, muy de cerca, a Jesús?... Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento que está sucediendo ahora mismo, ser uno más en aquellas escenas (Vía Crucis, IX estación, punto 3).

Procesión del Viernes Santo por la Vía Dolorosa, en la que participan los fieles de JerusalénFirma: Marie-Armelle Beaulieu/CTS

A lo largo de los siglos, así han contemplado los santos —y, con ellos, muchedumbres de cristianos— la muerte redentora de Jesús en la cruz y su resurrección: el misterio pascual, que está en el centro de nuestra fe (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 571). Con el paso del tiempo, la meditación de aquellos hechos ha cuajado en algunas devociones, entre las que destaca el vía crucis.

Como sabemos, este ejercicio tiene por objeto considerar con espíritu de compunción y compasión la última y más dolorosa parte de los padecimientos del Señor, acompañándolo espiritualmente en el camino que recorrió, cargado con la Cruz, desde el Pretorio de Pilato hasta el Calvario, y allí, desde que fue enclavado en el patíbulo hasta su deposición en el Sepulcro.

La práctica del vía crucis se fundamenta en la veneración por los Santos Lugares, donde no hacía falta imaginarse los escenarios de la Pasión, sino que se tenían a la vista y se recorrían físicamente.

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Una leyenda piadosa —recogida en De transitu Mariae, un apócrifo siriaco del siglo V— cuenta que la Santísima Virgen caminaba a diario por los sitios donde su Hijo había sufrido y derramado su sangre (Cfr. Dictionnaire de spiritualité, II, col. 2577). Por mano de san Jerónimo, ha llegado hasta nosotros el testimonio de la peregrinación a Palestina que la noble santa Paula realizó entre los años 385 y 386: en Jerusalén, «con tanto fervor y empeño visitaba todos los lugares, que, de no haber tenido prisa por ver los otros, no se la hubiera arrancado de los primeros.

En la Ciudad Vieja, la Vía Dolorosa está señalada en árabe, hebreo y latínFirma: Leobard Hinfelaar

Prosternada ante la cruz, adoraba al Señor como si lo estuviera viendo colgado de ella. Entró en el sepulcro de la Anástasis y besaba la piedra que el ángel había removido de aquel. El sitio mismo en que había yacido el Señor lo acariciaba, por su fe, con la boca, como un sediento que ha hallado las aguas deseadas. Qué de lágrimas derramara allí, qué de gemidos diera de dolor, testigo es toda Jerusalén, testigo es el Señor mismo a quien rogaba» (San Jerónimo, Epitaphium sanctae Paulae, 9).

Esquema del recorrido de la Via Dolorosa.

También conocemos bastantes detalles de algunas ceremonias litúrgicas que se tenían en Jerusalén en la misma época, gracias a la peregrina Egeria, que viajó a Tierra Santa a finales del siglo IV. Muchas consistían en la lectura de los relatos evangélicos relacionados con cada lugar, el rezo de algún salmo y el canto de himnos. Además, al describir las funciones sagradas del Jueves y Viernes Santo, narra que los fieles iban en procesión desde el monte de los Olivos hasta el Calvario: «se va hacia la ciudad a pie, con himnos, y se llega a la puerta en la hora en que empieza a reconocerse un hombre de otro; después, en el interior de la ciudad, todos, ninguno excluido, grandes y pequeños, ricos y pobres, están presentes; nadie deja de participar, especialmente ese día, en la vigilia hasta la aurora. De esa forma se acompaña al Obispo desde Getsemaní hasta la puerta, y de ahí, atravesando toda la ciudad, hasta la Cruz» (Itinerarium Egeriae, XXXVI, 3 (CCL 175, 80)).

Según otros testimonios posteriores, parece que fue precisándose poco a poco el camino por el que Jesús había pasado a través de las calles de Jerusalén, al mismo tiempo que se determinaban también las estaciones, es decir, los sitios donde los fieles se detenían para contemplar cada uno de

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los episodios de la Pasión. Los cruzados —en los siglos XI y XII— y los franciscanos —desde el XIV en adelante— contribuyeron en gran medida a fijar esas tradiciones. De esta forma, en la Ciudad Santa, durante el siglo XVI ya se seguía el mismo itinerario que se recorre actualmente, conocido como Vía Dolorosa, con la división en catorce estaciones.

Costumbre

A partir de entonces, fuera de Jerusalén se extendió la costumbre de establecer vía crucis para que los fieles considerasen esas escenas, a imitación de los peregrinos que iban personalmente a Tierra Santa: se difundió primero en España —gracias al beato Álvaro de Córdoba, dominico—, de ahí pasó a Cerdeña, y más tarde al resto de Europa. Entre los propagadores de esta devoción, san Leonardo de Puerto Mauricio ocupa un puesto destacado: de 1731 a 1751, en el curso de unas misiones en Italia, erigió más de 570 vía crucis; y cuando Benedicto XIV hizo colocar el del Colosseo, el 27 de diciembre de 1750, fue el predicador durante la ceremonia. Los Romanos Pontífices también han fomentado esta práctica piadosa concediendo indulgencias a quienes la realizan.

La contemplación de los padecimientos del Señor empuja al arrepentimiento de los propios pecados, y esto mueve al desagravio y a la reparación. Si las escenas se reviven en la Vía Dolorosa, la inmediatez puede ayudar a que el alma se encienda aún más en amor a Dios. Ciertamente, resulta imposible saber si ese itinerario coincide con el trayecto exacto del Señor, pues el trazado de las calles data en líneas generales de la reconstrucción romana de Jerusalén realizada en tiempos de Adriano, en el año 135. Sería necesaria una investigación arqueológica que alcanzase el nivel de la ciudad en la primera mitad del siglo I, y ni siquiera así se resolverían todos los interrogantes. Al margen de esta falta de certeza, la Vía Dolorosa es el vía crucis por excelencia, el que han recorrido los cristianos durante siglos. En cuanto a las catorce estaciones, la mayoría están tomadas directamente del Evangelio, y otras nos han llegado por la tradición piadosa del pueblo cristiano. Las seguiremos de la mano de san Josemaría, que las meditó con viveza singular.

I estación: condenan a muerte a Jesús

Cada viernes, a las tres de la tarde, se celebra en Jerusalén una procesión que recorre la Vía Dolorosa. La encabeza el Custodio de Tierra Santa o uno que le representa, acompañado por numerosos peregrinos, fieles residentes en Jerusalén y frailes franciscanos. El punto de partida es el patio de la escuela islámica de El-Omariye, situada en el ángulo noroccidental de la explanada del Templo. Puesto que en el siglo I se elevaba allí la torre Antonia, que acogía a la guarnición romana acuartelada en la ciudad, tradicionalmente se identifica con el pretorio donde se realizó el juicio de Jesús ante el gobernador Poncio Pilato.

Patio de la escuela islámica de El-Omariye Firma: Israel Tourism (Flickr).

Está para pronunciarse la sentencia. Pilatos se burla: ecce rex vester! (Jn 19, 14). Los pontífices responden enfurecidos: no tenemos rey, sino a César (Jn 19, 15). ¡Señor!, ¿dónde están tus

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amigos?, ¿dónde, tus súbditos? Te han dejado. Es una desbandada que dura veinte siglos... Huimos todos de la Cruz, de tu Santa Cruz. Sangre, congoja, soledad y una insaciable hambre de almas... son el cortejo de tu realeza (Vía Crucis, I estación, punto 4).

II estación: Jesús carga con la cruz

Saliendo de la escuela y atravesando la Vía Dolorosa, se llega al convento franciscano de la Flagelación. Se trata de un complejo construido en torno a un amplio claustro, con el Studium Biblicum Franciscanum en el frente y dos iglesias a los lados: a la derecha, la de la Flagelación, reconstruida en 1927 sobre las ruinas de otra del siglo XII; y a la izquierda, la de la Condenación, levantada en 1903. En el muro exterior de esta iglesia, en la calle, está señalada la segunda estación: y, cargando con la cruz, salió hacia el lugar que se llama la Calavera, en hebreo Gólgota (Jn 19, 17).

Como para una fiesta, han preparado un cortejo, una larga procesión. Los jueces quieren saborear su victoria con un suplicio lento y despiadado. Jesús no encontrará la muerte en un abrir y cerrar de ojos... Le es dado un tiempo para que el dolor y el amor se sigan identificando con la Voluntad amabilísima del Padre (Vía Crucis, II estación, punto 2).

Un poco más adelante, cruza la Vía Dolorosa un arco de medio punto con un corredor construido encima. Se conoce popularmente como el arco del Ecce homo, y recuerda el lugar donde Pilato presentó a Jesús al pueblo después de la flagelación y la coronación de espinas. En realidad, es el vano central de un arco de triunfo del que se conserva también la puerta del lado norte en el interior del convento de las Damas de Sión: hace las veces de retablo en la basílica del Ecce homo, terminada en el siglo XIX.

Del mismo modo que ese elemento se consideraba perteneciente a la torre Antonia, varios enlosados de piedra en la misma zona solían identificarse con el lugar llamado Litóstrotos (Jn 19, 13): sobre todo, son visibles en la iglesia de la Condenación y el convento de las Damas de Sión. En efecto, tanto el arco como los pavimentos son de origen romano, pero habría que datarlos algo más tarde, en la época de Adriano.

Cuando se recorre la Vía Dolorosa, al pasar por este punto viene a la mente lo mucho que Cristo había sufrido ya antes de cargar con la cruz: Pilatos, deseando contentar al pueblo, les suelta a Barrabás y ordena que azoten a Jesús. Atado a la columna. Lleno de llagas.Suena el golpear de las correas sobre su carne rota, sobre su carne sin mancilla, que padece por tu carne pecadora. —Más golpes. Más saña. Más aún... Es el colmo de la humana crueldad.Al cabo, rendidos, desatan a Jesús. —Y el cuerpo de Cristo se rinde también al dolor y cae, como un gusano, tronchado y medio muerto (Santo Rosario, II misterio doloroso).

Después, llevan a mi Señor al patio del pretorio, y allí convocan a toda la cohorte (Mc 15, 16) —Los soldadotes brutales han desnudado sus carnes purísimas. —Con un trapo de púrpura, viejo y sucio, cubren a Jesús. —Una caña, por cetro, en su mano derecha...

La corona de espinas, hincada a martillazos, le hace Rey de burlas... Ave Rex judæorum! —Dios te salve, Rey de los judíos (Mc 15, 18). Y, a golpes, hieren su cabeza. Y le abofetean... y le escupen. Coronado de espinas y vestido con andrajos de púrpura, Jesús es mostrado al pueblo judío: Ecce homo! —Ved aquí al hombre (Ibid., III misterio doloroso).

El corazón se estremece al contemplar la Santísima Humanidad del Señor hecha una llaga (...). Mira a Jesús. Cada desgarrón es un reproche; cada azote, un motivo de dolor por tus ofensas y las mías (Vía Crucis, I estación, punto 5).

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El arco del Ecce homo atraviesa la Vía Dolorosa y es en realidad el vano central de un arco de triunfoFirma: Benjamin E. Wood (Flickr).

III estación: cae Jesús por primera vez

La Vía Dolorosa continúa en ligero descenso hasta cruzarse con una calle que viene de la puerta de Damasco; se llama El-Wad —el valle— y sigue el antiguo lecho del torrente Tiropeón. Girando a la izquierda, casi en la esquina, se encuentra una pequeña capilla, perteneciente al Patriarcado Armenio católico, con la tercera estación.El cuerpo extenuado de Jesús se tambalea ya bajo la Cruz enorme. De su Corazón amorosísimo llega apenas un aliento de vida a sus miembros llagados.A derecha e izquierda, el Señor ve esa multitud que anda como ovejas sin pastor. Podría llamarlos uno a uno, por sus nombres, por nuestros nombres. Ahí están los que se alimentaron en la multiplicación de los panes y de los peces, los que fueron curados de sus dolencias, los que doctrinó junto al lago y en la montaña y en los pórticos del Templo.

La escena que se contempla en la tercera estación está representada en el retablo de la capillaFirma: Alfred Driessen.

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Un dolor agudo penetra en el alma de Jesús, y el Señor se desploma extenuado.Tú y yo no podemos decir nada: ahora ya sabemos por qué pesa tanto la Cruz de Jesús. Y lloramos nuestras miserias y también la ingratitud tremenda del corazón humano. Del fondo del alma nace un acto de contrición verdadera, que nos saca de la postración del pecado. Jesús ha caído para que nosotros nos levantemos: una vez y siempre (Ibid., III estación ).

IV estación: Jesús encuentra a María, su Santísima Madre

Avanzando pocos metros, se llega a la cuarta estación, donde hay una iglesia, también de los armenios, en cuya cripta hay adoración perpetua al Santísimo Sacramento. Nuestra Señora no abandona a su Hijo durante la Pasión; de hecho, la veremos más adelante en el Gólgota.Apenas se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre Santísima, junto al camino por donde Él pasa.

La tercera estación y la cuarta están pegadas y pertenecen al Patriarcado Armenio católico.Firma: J. Paniello.

Avanzando pocos metros, se llega a la cuarta estación, donde hay una iglesia, también de los armenios, en cuya cripta hay adoración perpetua al Santísimo Sacramento. Nuestra Señora no abandona a su Hijo durante la Pasión; de hecho, la veremos más adelante en el Gólgota.Apenas se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre Santísima, junto al camino por donde Él pasa.Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor (...). En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina.De la mano de María, tú y yo queremos también consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre (Ibid., IV estación).

V estación: Simón ayuda a llevar la cruz de Jesús

Interior de la capilla de la quinta estación. Firma: J. Paniello.

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Enseguida se deja la calle de El-Wad y se gira a la derecha, para tomar de nuevo la Vía Dolorosa. Este tramo es muy característico de la Ciudad Vieja: estrecho y empinado, con escalones cada pocos pasos y numerosos arcos que cruzan la calle por arriba, uniendo los edificios de los dos lados. Justo en el arranque, a mano izquierda, hay una capilla que ya en el siglo XIII era de los franciscanos, donde se recuerda la quinta estación: a uno que pasaba por allí, que venía del campo, a Simón Cireneo, el padre de Alejandro y de Rufo, le forzaron a que le llevara la cruz (Mc 15, 21).En el conjunto de la Pasión, es bien poca cosa lo que supone esta ayuda. Pero a Jesús le basta una sonrisa, una palabra, un gesto, un poco de amor para derramar copiosamente su gracia sobre el alma del amigo (...).A veces la Cruz aparece sin buscarla: es Cristo que pregunta por nosotros. Y si acaso ante esa Cruz inesperada, y tal vez por eso más oscura, el corazón mostrara repugnancia... no le des consuelos. Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz! (Vía Crucis, V estación).

VI estación: una piadosa mujer enjuga el rostro de Jesús

Poco sabemos de esta mujer. Una tradición basada en textos apócrifos la identifica con la hemorroisa de Cafarnaún, llamada Berenice; al traducirse su nombre al latín, se convirtió en Verónica. En el medievo se sitúa su casa aquí, hacia la mitad de la calle, donde hoy existe una pequeña capilla con entrada directa desde la vía y encima una iglesia grecocatólica.Una mujer, Verónica de nombre, se abre paso entre la muchedumbre, llevando un lienzo blanco plegado, con el que limpia piadosamente el rostro de Jesús. El Señor deja grabada su Santa Faz en las tres partes de ese velo.

Columna junto a la sexta estación Firma: Leobard Hinfelaar.

El rostro bienamado de Jesús, que había sonreído a los niños y se transfiguró de gloria en el Tabor, está ahora como oculto por el dolor. Pero este dolor es nuestra purificación; ese sudor y esa sangre que empañan y desdibujan sus facciones, nuestra limpieza. Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias... Entonces, sólo entonces, por el camino de la contemplación y de la expiación, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti. Seremos otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus (Ibid., VI estación).

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VII estación: cae Jesús por segunda vez

La capilla de la séptima estación, que está dividida en dos ambientes, también es propiedad de la Custodia de Tierra Santa

Firma: Israel Tourism (Flickr).

Al final de la subida, la Vía Dolorosa desemboca en el Khan ez-Zait —el mercado del aceite—, el animado y concurrido zoco que viene de la puerta de Damasco. Delimita los barrios musulmán y cristiano, y coincide con el antiguo Cardo Massimo, la calle principal de la Jerusalén romana y bizantina. La séptima estación se encuentra en el cruce, donde hay una capillita propiedad de los franciscanos.Cae Jesús por el peso del madero... Nosotros, por la atracción de las cosas de la tierra. Prefiere venirse abajo antes que soltar la Cruz. Así sana Cristo el desamor que a nosotros nos derriba (Ibid., VII estación, punto 1).

VIII estación: Jesús consuela a las hijas de Jerusalén

A pocos metros del lugar de la segunda caída, tomando la calle de San Francisco, que sube en dirección oeste y prolonga la Vía Dolorosa, se llega a la octava estación. Entre las gentes que contemplan el paso del Señor, hay unas cuantas mujeres que no pueden contener su compasión y prorrumpen en lágrimas (...).

Pero el Señor quiere enderezar ese llanto hacia un motivo más sobrenatural, y las invita a llorar por los pecados, que son la causa de la Pasión y que atraerán el rigor de la justicia divina: —Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos... Pues si al árbol verde le tratan de esta manera, ¿en el seco qué se hará? (Lc 23, 28.31). Tus pecados, los míos, los de todos los hombres, se ponen en pie. Todo el mal que hemos hecho y el bien que hemos dejado de hacer. El panorama desolador de los delitos e infamias sin cuento, que habríamos cometido, si Él, Jesús, no nos hubiera confortado con la luz de su mirada amabilísima. ¡Qué poco es una vida para reparar! (Ibid., VIII estación ).

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En el lugar de la octava estación, hay una piedra redonda de pequeñas dimensiones, con una cruz y una inscripción labradas: Jesucristo vence

Firma: Alfred Driessen

IX estación: Jesús cae por tercera vez

Para ir a la novena estación, quizá antiguamente había un paso más directo, pero hoy en día es necesario volver sobre los propios pasos hasta el zoco, seguirlo unos metros en dirección sur, y tomar una escalera que se abre en el lado derecho de la vía. Al final de un callejón, una columna señala la tercera caída. Está colocada en una esquina, entre un acceso a la terraza del convento etíope y la puerta de la iglesia copta de San Antonio.El Señor cae por tercera vez, en la ladera del Calvario, cuando quedan sólo cuarenta o cincuenta pasos para llegar a la cumbre. Jesús no se sostiene en pie: le faltan las fuerzas, y yace agotado en tierra (Ibid., IX estación). Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar! Bien. Pero no olvides que el espíritu de penitencia está principalmente en cumplir, cueste lo que cueste, el deber de cada instante (Ibid., IX estación, punto 5).

Desde la novena estación, se puede llegar al patio de la basílica del Santo Sepulcro a través de la terraza del convento etíope Firma: Marie-Armelle Beaulieu/CTS

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El sitio donde se recuerda la última caída del Señor queda a pocos metros de la basílica del Santo Sepulcro. De hecho, las últimas cinco estaciones de la Vía Dolorosa se encuentran en su interior. Para ir allí, una opción es volver al zoco y recorrer algunas calles hasta llegar a la plazoleta que se abre frente a la entrada, en la fachada sur; es el itinerario habitual de la procesión de los viernes. La otra opción, más corta, consiste en cruzar la terraza del convento etíope —que a su vez es la cubierta de una de las capillas inferiores de la basílica—, y descender atravesando el edificio, que tiene una salida directa a la plaza, junto al lugar del Calvario. Lo visitaremos, para meditar las siguientes escenas de la Pasión, en el próximo artículo. (Enlaces de interés: Vídeo de la Custodia de Tierra Santa sobre la Vía Dolorosa Página de la Custodia de Tierra Santa sobre la Vía Dolorosa )

17º Jerusalén: El Calvario

La cúpulas de la basílica del Santo Sepulcro destacan sobre todos los edificios de la Ciudad Vieja. Foto: Berthold Werner

La novena estación de la Via Dolorosa nos había dejado muy cerca del Calvario. Hasta ese momento, habíamos acompañado a Jesús con la Cruz a cuestas por un itinerario que nos ha transmitido la piedad secular del pueblo cristiano. Ahora nos encontramos ante el lugar central de nuestra fe, que podríamos considerar el más sagrado de Tierra Santa: el sitio donde Jesucristo fue crucificado, muerto y sepultado, y al tercer día resucitó de entre los muertos (Símbolo de los Apóstoles).

Los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa tienen una procesión en la basílica algunos días de la cuaresma.

Foto: Marie-Armelle Beaulieu/CTS.

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Apenas unas decenas de metros separan el Calvario de la tumba del Señor. Toda la zona queda incluida dentro de la basílica del Santo Sepulcro, también llamada de la Resurrección por los cristianos orientales. A los ojos del peregrino, se presenta con una arquitectura singular, que puede considerarse incluso desordenada o caótica. En el exterior, está formada por varios volúmenes superpuestos y añadidos, entre los que destaca un campanario truncado; sobre ese cúmulo de edificaciones y terrazas, se levantan dos cúpulas, una mayor que la otra, que caracterizan el perfil de Jerusalén. El interior está configurado como un conjunto complejo de altares y capillas, grandes y pequeñas, cerradas con muros o abiertas, dispuestas en diferentes niveles comunicados por escaleras.

Esa apariencia sorprendente no es más que el resultado de su afanosa historia: quizá ningún otro lugar del mundo ha pasado por tantas edificaciones, demoliciones, reconstrucciones, incendios, terremotos, restauraciones... A esto hay que sumar que la propiedad de la basílica es compartida entre la Iglesia católica —representada por los franciscanos, que custodian los Santos Lugares desde 1342— y las Iglesias ortodoxas griega, armenia, copta, siria y etíope, que gozan de diferentes derechos.

El lugar de la Calavera

Los Evangelios nos han transmitido que sacaron a Jesús y le condujeron al lugar del Gólgota, que significa "lugar de la Calavera" (Mc 15, 22. Cfr. Mt 27, 33; Lc 23, 33; y Jn 19, 17). Allí le crucificaron con otros dos, uno a cada lado y Jesús en medio (Jn 19, 18). Ese sitio se hallaba cerca de la ciudad (Jn 19, 20); por tanto, fuera del recinto amurallado. En el lugar donde fue crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo en el que todavía no había sido colocado nadie (Jn 19, 41). Cuando Cristo murió, como era la Parasceve de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús (Jn 19, 42).

Las investigaciones arqueológicas han encontrado otras tumbas de la misma época en las proximidades del Calvario, a las que se puede acceder desde la basílica. Este dato confirma que entonces todo aquel paraje se encontraba fuera de Jerusalén, pues la ley judía prohibía los enterramientos dentro de sus muros. Algunos estudiosos también han identificado la zona con una antigua cantera abandonada, de la que el Gólgota sería el punto más alto: esto concordaría con varios testimonios primitivos, que describen un terreno rocoso con numerosos fragmentos de piedra. En resumen, aunque hoy el Santo Sepulcro ocupe casi el centro de la Ciudad Vieja, debemos imaginar el lugar de la crucifixión en las afueras, teniendo a la vista las murallas y un camino transitado, sobre un peñasco que se elevaba varios metros del suelo, entre otros riscos más pequeños, huertos cerrados con tapias y sepulcros.

Junto al Calvario, un mosaico representa el descendimiento de Cristo y su sepultura. Foto: Alfonso Puertas.

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Los cristianos de Jerusalén conservaron la memoria del sitio, de forma que no se perdió a pesar de las dificultades. En el año 135, tras haber sofocado la segunda rebelión de los judíos contra Roma, el emperador Adriano ordenó que la ciudad fuera arrasada y construyó encima una nueva: la Aelia Capitolina. El área del Calvario y el Santo Sepulcro, incluida en la nueva superficie urbana, fue cubierta con un terraplén y se levantó allí un templo pagano. Relata san Jerónimo en el año 395, recogiendo una tradición anterior: «desde los tiempos de Adriano hasta el imperio de Constantino, por espacio de unos ciento ochenta años, en el lugar de la resurrección se daba culto a una estatua de Júpiter, y en la peña de la cruz a una imagen de Venus de mármol, puesta allí por los gentiles. Sin duda se imaginaban los autores de la persecución que, si contaminaban los lugares sagrados por medio de los ídolos, nos iban a quitar la fe en la resurrección y en la cruz» (San Jerónimo, Ad Paulinum presbyterum, Ep. 58, 3).`

La misma construcción que ocultó el Gólgota a la veneración cristiana contribuyó a preservarlo hasta el siglo IV. En el año 325, el obispo de Jerusalén Macario pidió y obtuvo el permiso de Constantino para derribar los templos paganos levantados en los Santos Lugares. Sobre el Sepulcro de Jesús y el Calvario, una vez descubiertos, se proyectó una magnífica obra: «conviene por tanto —escribió el emperador a Macario— que tu prudencia disponga y prevea todo lo necesario, de modo que no solo se realice una basílica mejor que cualquier otra, sino que también el resto sea tal que todos los monumentos más bellos de todas la ciudades sean superados por este edificio» (Eusebio de Cesarea, De vita Constantini, 3, 31).

Gracias a las fuentes documentales y a las excavaciones arqueológicas —realizadas sobre todo en el siglo XX—, sabemos que el complejo tenía tres partes, dispuestas de oeste a este: un mausoleo circular con la tumba en el centro, llamado Anástasis —resurrección—; un patio cuadrangular con pórticos en tres de los cuatro lados, a cielo abierto, donde estaba la roca del Calvario; y una basílica para celebrar la Eucaristía, con cinco naves y atrio, conocida como Martyrion —testimonio—. La iglesia fue dedicada en el año 336. De ese antiguo esplendor constantiniano queda bien poco: dañado por los persas en el 614 y restaurado por el monje Modesto, el complejo sufrió terremotos e incendios hasta que finalmente fue destruido en 1009 por orden del sultán El-Hakim; la forma actual se debe a la restauración del emperador bizantino Constantino Monómaco —en el siglo XI—, a la obra de los cruzados —en el siglo XII— y a otras transformaciones posteriores.

Al término de la Via DolorosaTerminaremos el recorrido de la Via Dolorosa que dejamos suspendido en el artículo sobre la Via Dolorosa. Lo habíamos empezado, de la mano de san Josemaría, con ánimo contemplativo: en la meditación, la Pasión de Cristo sale del marco frío de la historia o de la piadosa consideración, para presentarse delante de los ojos, terrible, agobiadora, cruel, sangrante..., llena de Amor (Surco, 993).

X estación: despojan a Jesús de sus vestiduras

La décima estación de la Vía Dolorosa suele contemplarse nada más subir al Gólgota, unos metros antes de la capilla de la Crucifixión, donde se recuerda la undécima.

Foto: Marie-Armelle Beaulieu/CTS.

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Nada más entrar en el Santo Sepulcro, a la derecha, dos escaleras de piedra muy empinadas suben a las capillas del Gólgota, el lugar del suplicio. Se encuentran a unos cinco metros de altura sobre el nivel de la basílica. Una vez arriba, los peregrinos suelen contemplar la décima estación.Al llegar el Señor al Calvario, le dan a beber un poco de vino mezclado con hiel, como un narcótico, que disminuya en algo el dolor de la crucifixión. Pero Jesús, habiéndolo gustado para agradecer ese piadoso servicio, no ha querido beberlo (cfr. Mt 27, 34). Se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor.Luego, los soldados despojan a Cristo de sus vestidos (...) y los dividen en cuatro partes. Pero la túnica es sin costura, por lo que dicen:—No la dividamos; más echemos suertes para ver de quién será (Jn 19, 24).Es el expolio, el despojo, la pobreza más absoluta. Nada ha quedado al Señor, sino un madero.Para llegar a Dios, Cristo es el camino; pero Cristo está en la Cruz, y para subir a la Cruz hay que tener el corazón libre, desasido de las cosas de la tierra (Via Crucis, X estación)

XI estación: Jesús es clavado en la Cruz

Unos pasos separan la décima de la undécima estación, recordada con un altar. La escena de la crucifixión figura encima, en un mosaico. La capilla pertenece a los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa.Ya han cosido a Jesús al madero. Los verdugos han ejecutado despiadadamente la sentencia. El Señor ha dejado hacer, con mansedumbre infinita.No era necesario tanto tormento (...). Pero quiso sufrir todo eso por ti y por mí. Y nosotros, ¿no vamos a saber corresponder?Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito (Via Crucis, XI estación, 1)

XII estación: muerte de Jesús en la Cruz

A la izquierda de la capilla de la Crucifixión, encontramos la capilla del Calvario, propiedad de la Iglesia ortodoxa griega. Se levanta sobre la roca venerada, visible a los lados del altar a través de un vidrio. Debajo, un disco de plata abierto en el centro señala el orificio donde fue erguida la Cruz.En la parte alta de la Cruz está escrita la causa de la condena: Jesús Nazareno Rey de los judíos (Jn 19, 19). Y todos los que pasan por allí, le injurian y se mofan de Él. —Si es el rey de Israel, baje ahora de la cruz (Mt 27, 42).

A la izquierda de la capilla de la Crucifixión, se encuentra la capilla del Calvario, que corresponde a la duodécima estación.

Foto: Alfred Driessen.

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Uno de los ladrones sale en su defensa:—Este ningún mal ha hecho... (Lc 23, 41).Luego dirige a Jesús una petición humilde, llena de fe:—Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino (Lc 23, 42).—En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43).Junto a la Cruz está su Madre, María, con otras santas mujeres. Jesús la mira, y mira después al discípulo que Él ama, y dice a su Madre:—Mujer, ahí tienes a tu hijo.Luego dice al discípulo:—Ahí tienes a tu madre (Jn 19, 26-27).Se apaga la luminaria del cielo, y la tierra queda sumida en tinieblas. Son cerca de las tres, cuando Jesús exclama:—Elí, Elí,lamma sabachtani?!Esto es: Dios mío, Dios mío,¿por qué me has abandonado?(Mt 27, 46).Después, sabiendo que todas las cosas están a punto de ser consumadas, para que se cumpla la Escritura, dice:—Tengo sed (Jn 19, 28).Los soldados empapan en vinagre una esponja, y poniéndola en una caña de hisopo se la acercan a la boca. Jesús sorbe el vinagre, y exclama:—Todo está cumplido (Jn 19, 30).El velo del templo se rasga, y tiembla la tierra, cuando clama el Señor con una gran voz:—Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).Y expira.

Ama el sacrificio, que es fuente de vida interior. Ama la Cruz, que es altar del sacrificio. Ama el dolor, hasta beber, como Cristo, las heces del cáliz (Via Crucis, XII estación)

Debajo del altar del Calvario, un círculo de plata señala el sitio donde se alzó la Cruz. Foto: Leobard Hinfelaar.

En la parte de la roca visible a la derecha, se aprecia una fisura atribuida al terremoto que se produjo con la muerte de Cristo: dando de nuevo una fuerte voz, entregó el espíritu. Y en esto el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo y la tierra tembló y las piedras se partieron (Mt 27, 50-51). La hendidura también puede verse en otra capilla inmediatamente inferior, dedicada a Adán. Según una piadosa tradición a la que ya Orígenes hace referencia en el siglo III, allí se ubicaría la tumba del primer hombre; al abrirse la tierra, la sangre del Señor habría llegado hasta sus restos, convirtiéndolo en el primer redimido. En la iconografía cristiana, esta leyenda inspiró la costumbre de poner una calavera a los pies de la Cruz.

XIII estación: desclavan a Jesús y lo entregan a su Madre

Esta escena se recuerda entre la capilla de la Crucifixión y la del Calvario, en un altar dedicado a Nuestra Señora de los Dolores.Anegada en dolor, está María junto a la Cruz. Y Juan, con Ella. Pero se hace tarde, y los judíos instan para que se quite al Señor de allí.

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Después de haber obtenido de Pilatos el permiso que la ley romana exige para sepultar a los condenados, llega al Calvario un senador llamado José, varón virtuoso y justo, oriundo de Arimatea. Él no ha consentido en la condena, ni en lo que los otros han ejecutado. Al contrario, es de los que esperan en el reino de Dios (Lc 23, 50-51). Con él viene también Nicodemo, aquel mismo que en otra ocasión había ido de noche a encontrar a Jesús, y trae consigo una confección de mirra y áloe, cosa de cien libras (Jn 19, 39).Ellos no eran conocidos públicamente como discípulos del Maestro; no se habían hallado en los grandes milagros, ni le acompañaron en su entrada triunfal en Jerusalén. Ahora, en el momento malo, cuando los demás han huido, no temen dar la cara por su Señor.Entre los dos toman el cuerpo de Jesús y lo dejan en brazos de su Santísima Madre (Via Crucis, XIII estación).

Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro (...). A la vista de Cristo hecho un guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la Cruz y confiado a su Madre; a la vista de ese Jesús destrozado, se podría concluir que esa escena es la muestra más clara de una derrota. ¿Dónde están las masas que lo seguían, y el Reino cuyo advenimiento anunciaba (...)?Situados ante ese momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se ha manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena ocasión para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo, de perseverar, cueste lo que cueste, en esa misión sacerdotal que Él ha encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos empuja a ser sal y luz del mundo.Es Cristo que pasa, 95-96Esos deseos de fidelidad se convertirán en obras si acudimos a Santa María, que —desde la embajada del Ángel, hasta su agonía al pie de la Cruz— no tuvo más corazón ni más vida que la de Jesús. (Via Crucis, XIII estación, 4) Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús Camino, 497

XIV estación: dan sepultura al cuerpo de Jesús

Bajando del Calvario y regresando al atrio de la basílica, encontramos la Piedra de la Unción, que es muy venerada por los cristianos ortodoxos. Se trata de una losa de piedra rojiza con vetas blancas, que recuerda los cuidados que José de Arimatea y Nicodemo dedicaron al cuerpo de Jesús.Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!Cuando todo el mundo os abandone y desprecie..., serviam!, os serviré, Señor. Via Crucis, XIV estación, 1

Al entrar al Santo Sepulcro, lo primero que encuentra el peregrino es la Piedra de la Unción. Foto: Alfonso Puertas

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Continuando hacia el oeste, se llega a la Rotonda o Anástasis, el monumento circular cerrado con una cúpula, en cuyo centro se levanta la capilla con la tumba del Señor.Muy cerca del Calvario, en un huerto, José de Arimatea se había hecho labrar en la peña un sepulcro nuevo. Y por ser la víspera de la gran Pascua de los judíos, ponen a Jesús allí. Luego, José, arrimando una gran piedra, cierra la puerta del sepulcro y se va (Mt 27, 60).Sin nada vino Jesús al mundo, y sin nada —ni siquiera el lugar donde reposa— se nos ha ido.La Madre del Señor —mi Madre— y las mujeres que han seguido al Maestro desde Galilea, después de observar todo atentamente, se marchan también. Cae la noche.Ahora ha pasado todo. Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado.

Empti enim estis pretio magno! (1 Cor 6, 20), tú y yo hemos sido comprados a gran precio. Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él. (Via Crucis, XIV estación)

18º Jerusalén: el Santo Sepulcro

Ya al atardecer, puesto que era la Parasceve —es decir, el día anterior al sábado—, vino José (Mc 15, 42-43), un hombre rico de Arimatea (Mt 27, 57), varón bueno y justo, miembro del Consejo, que no estaba de acuerdo con su decisión y sus acciones (Lc 23, 50-51). Era discípulo de Jesús, aunque a escondidas por temor a los judíos (Jn 19, 38). Con audacia llegó hasta Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se sorprendió de que ya hubiera muerto y, llamando al centurión, le preguntó si efectivamente había muerto. Informado por el centurión, entregó el cuerpo muerto a José (Mc 15, 43-45). Nicodemo, el que había ido antes a Jesús de noche, fue también llevando una mixtura de mirra y áloe, de unas cien libras —más de treinta kilos—.

La tumba del Señor está encerrada en una capilla en el centro del Anástasis.Foto: Israel Tourism (Flickr).

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Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos, con los aromas, como es costumbre dar sepultura entre los judíos. En el lugar donde fue crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo en el que todavía no había sido colocado nadie (Jn 19, 39-41). José lo había mandado excavar en la roca (Mt 27, 60). Como era la Parasceve de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús (Jn 19, 42). Hicieron rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro y se marcharon. Estaban allí María Magdalena y la otra María (Mt 27, 60-61), las mujeres que habían venido con él desde Galilea, que vieron el sepulcro y cómo fue colocado su cuerpo. Regresaron y prepararon aromas y ungüentos. El sábado descansaron según el precepto (Lc 23, 55-56).

Al entrar en la basílica del Santo Sepulcro, el peregrino se topa con un espacio reducido, cerrado por muros, que hace las veces de atrio. Ante la falta de perspectiva del conjunto arquitectónico, la vista se fija en lo que se conoce como la Piedra de la Unción, flanqueada por altos candeleros y decorada con una fila de lámparas votivas colgantes. Esta losa, levantada unos centímetros sobre el pavimento, a los pies del Calvario, ayuda a recordar los piadosos cuidados que José de Arimatea y Nicodemo dedicaron al cuerpo de Jesús tras desclavarlo de la Cruz.

Avanzando un poco hacia el oeste, hallamos un pequeño monumento: una plancha circular de mármol en el suelo, cubierta con un baldaquino. Según la tradición, desde ese punto siguieron las mujeres el descendimiento y la sepultura del Señor. Enfrente, atravesando un vano entre dos enormes columnas, se accede a la Rotonda o Anástasis, el mausoleo que Constantino hizo edificar como marco para la tumba de Jesús. Esta se encuentra en el centro, al nivel del pavimento de la basílica, encerrada en una capilla.

Las construcciones han transformado la zona e incluso parte del mismo sepulcro, pero gracias a los datos escriturísticos y arqueológicos podemos hacernos una idea de cómo era en el siglo I. El Gólgota formaba parte de una cantera abandonada. La tumba había sido excavada en una roca de esa pedrera y poseía una apertura baja en el lado este —la que se cerró rodando una gran piedra—, por la que posiblemente había que pasar arrodillándose. Tras un estrecho pasillo se entraba a un vestíbulo, que a su vez conducía a la cámara funeraria. Allí depositaron con premura el cuerpo del Señor, sobre un banco excavado a la derecha, en la pared norte, pues comenzaba a brillar el sábado (Lc 23, 54).

El sepulcro vacío

Pasado el sábado, María Magdalena y María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y, muy de mañana, al día siguiente del sábado, llegaron al sepulcro cuando ya estaba saliendo el sol. Y se decían unas a otras:—¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro?Y al mirar vieron que la piedra había sido removida, a pesar de que era muy grande. Entrando en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca, y se quedaron muy asustadas. Él les dice:—No os asustéis; buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar donde lo colocaron. Pero marchaos y decid a sus discípulos y a Pedro que él va delante de vosotros a Galilea: allí le veréis, como os dijo (Mc 16, 1-7).

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Conocemos bien los relatos evangélicos de las apariciones del Señor resucitado: a María Magdalena, a los discípulos de Emaús, a los Once reunidos en el Cenáculo, a Pedro y otros Apóstoles en el mar de Galilea... Esos encuentros con Jesús, que les permitieron testimoniar el acontecimiento real de su Resurrección, estuvieron preparados por el hallazgo del sepulcro vacío. «Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección (...). "El discípulo que Jesús amaba" (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir "las vendas en el suelo" (Jn 20, 6) "vio y creyó" (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro» (Catecismo de la Iglesia Católica, 640).

Para los primeros cristianos, la tumba vacía debió de constituir también un signo esencial. Podemos imaginar que se acercarían a ese lugar con veneración, lo contemplarían atónitos y gozosos... A esos fieles siguieron otros y otros, de forma que no se perdió la memoria del sitio ni siquiera cuando el emperador Adriano arrasó Jerusalén, en la primera mitad del siglo II. Esa tradición late con dramatismo en un relato de Eusebio de Cesarea, en el que describe las obras auspiciadas por Constantino en el año 325 y el descubrimiento de la tumba de Jesús: «cuando, removido un elemento tras otro, apareció el lugar al fondo de la tierra, entonces, contra toda esperanza, apareció el resto, es decir, el venerado y santísimo testimonio de la resurrección salvífica, y la gruta más santa de todas retomó la misma figura de la resurrección del Salvador. Efectivamente, después de haber estado sepultada en las tinieblas, volvía de nuevo a la luz, y a todos los que iban a verla les dejaba vislumbrar claramente la historia de las maravillas allí realizadas, atestiguando con obras más sonoras que cualquier voz la resurrección del Salvador» (Eusebio de Cesarea, De vita Constantini, 3, 28).

Los arquitectos de Constantino aislaron la zona de la tumba de Jesús y cortaron la peña donde había sido excavada, de forma que el sepulcro quedó separado en un cubo de piedra. Lo revistieron con un edículo y, tomándolo como centro, proyectaron alrededor un mausoleo de planta circular —la Anástasis—, cubierto por una gran cúpula con óculo. Aunque esta estructura se ha conservado hasta nuestros días, pocos elementos pueden remontarse a la obra original.

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La capilla debe su aspecto a una restauración realizada en 1810 por los cristianos ortodoxos griegos, aunque el altar ubicado en el lado posterior, que pertenece a los coptos, data del siglo XII. Además, está apuntalada con travesaños de acero desde la primera mitad del siglo XX, a causa de los daños sufridos durante un terremoto. Sobre el techo plano del edículo, se levanta una pequeña cúpula de estilo moscovita, sostenida por pequeñas columnas; la fachada se presenta adornada con candeleros y lámparas de aceite; y en los laterales, numerosas inscripciones en griego invitan a todos los pueblos a alabar a Cristo resucitado.

El interior consta de una cámara y una recámara, comunicadas por una abertura baja y estrecha. La cámara mide tres metros y medio de largo por cuatro de ancho, y emula el vestíbulo del hipogeo original, que fue eliminado ya en tiempos de Constantino. Se llama Capilla del Ángel en recuerdo de la criatura celestial que, sentada sobre la gran piedra que cerraba el sepulcro, se apareció a las mujeres para anunciarles la resurrección. Una parte de esa roca se custodia en el centro de la sala, dentro de un pedestal; hasta la destrucción de la basílica en 1009 por orden de El-Hakim, se había conservado entera. La furia del sultán alcanzó también a la recámara, que corresponde exactamente a la tumba del Señor, aunque el deterioro fue pronto reparado. El nicho donde José de Arimatea y Nicodemo depusieron el cuerpo de Cristo se encuentra a la derecha, paralelo a la pared, cubierto por losas de mármol. Ahí, al tercer día resucitó de entre los muertos (Símbolo de los Apóstoles). Se comprende perfectamente la piedad con que los peregrinos entran en este reducido espacio, donde además es posible celebrar la Santa Misa en determinadas horas del día.

Fuera de la Rotonda, en el complejo que los cruzados construyeron sobre los restos del tripórtico y la basílica de cinco naves de Constantino, hay otras capillas. Las más importantes son las del Calvario, que ya se describieron en el artículo anterior; además cabe destacar: en el lado norte, propiedad de la Custodia de Tierra Santa, el altar de María Magdalena y la capilla del Santísimo Sacramento, que está dedicada a la aparición de Jesús resucitado a su Madre y conserva un fragmento de la columna de la Flagelación; en el centro de la iglesia, ocupando el antiguo coro de los canónigos y abierto solo hacia la Anástasis, el llamado Katholikon, un espacio amplio que depende de la Iglesia ortodoxa griega; detrás de este, en el deambulatorio, las capillas que recuerdan los improperios contra Jesús crucificado, la división de sus vestiduras y la lanzada del soldado Longinos; y en un nivel inferior, la de Santa Elena —que pertenece a la Iglesia armenia—, San Vartán —también de los cristianos armenios, donde hay un grafito de un peregrino del siglo II— y la Invención de la Santa Cruz.

Cada espacio tiene su memoria, pero sería prolijo detenerse en todos. Sin embargo, la cripta merece una explicación, pues la tradición sitúa allí un acontecimiento relevante: el hallazgo de la Cruz por santa Elena, la madre de Constantino, quien viajó a Jerusalén poco tiempo antes de morir, hacia el año 327. San Ambrosio lo relata con gran fuerza poética: «llegó Elena, comenzó a visitar los lugares santos y el Espíritu le inspiró que buscara el madero de la cruz. Se dirigió al Gólgota y dijo: he aquí el lugar de la contienda, ¿dónde está la victoria? Busco el estandarte de la salvación y no lo encuentro. ¿Yo estoy en el trono —dijo— y la Cruz del Señor en el polvo?, ¿yo en medio del oro y el triunfo de Cristo entre las ruinas? (...). Veo lo que has hecho, diablo, para que fuera sepultada la espada con la que has sido aniquilado. Pero Isaac descombró los pozos que habían obstruido los extranjeros y no permitió que el agua permaneciera escondida. Apártense pues los escombros, a fin de que aparezca la vida; sea esgrimida la espada con la que ha sido amputada la cabeza del auténtico Goliat (...). ¿Qué has logrado, diablo, con esconder el madero, sino ser vencido una vez más? Te venció María,

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que engendró al triunfador, que dio a luz sin menoscabo de su virginidad a quien, crucificado, te habría de vencer y, muerto, te sometería. También hoy serás vencido de modo que una mujer ponga al descubierto tus insidias. Ella, como santa, llevó en su seno al Señor; yo buscaré su cruz. Ella mostró que había nacido; yo, que ha resucitado» (San Ambrosio, De obitu Theodosii, 43-44).

La narración continúa con el hallazgo de tres cruces escondidas en el fondo de una antigua cisterna, que corresponde a la actual capilla de la Invención. La Cruz de Cristo pudo ser reconocida gracias a los restos del titulus, el letrero ordenado por Pilato, que también fue encontrado; un fragmento se conserva en la basílica de la Santa Cruz en Roma. También se recuperaron algunos clavos: uno sirvió para forjar la Corona férrea de los emperadores que se custodia en Monza, un segundo se venera en el Duomo de Milán, y un tercero en la Urbe.

Cristo viveEn Tierra Santa existen muchos lugares que conservan la huella del paso del Señor, y han sido venerados a lo largo de los siglos con toda justicia. Sin embargo, ninguno es comparable al Santo Sepulcro, el sitio preciso donde se produjo el acontecimiento central de nuestra fe: si Cristo no ha resucitado —advertía ya san Pablo a los fieles de Corinto—, inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe (1 Cor 15, 14).

Pero Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la Cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia (...). Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos (Es Cristo que pasa, 102).

Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura

Benedicto XVI repitió en numerosas ocasiones y de modos diversos que en el origen de la fe no hay una decisión ética o una gran idea, y que tampoco son solo saberes lo que los fieles debemos transmitir: «el cristiano, como sabemos, no comienza a creer al aceptar una doctrina, sino tras el encuentro con una Persona, con Cristo muerto y resucitado. Queridos amigos, en nuestra existencia diaria son muchas las ocasiones que tenemos para comunicar de modo sencillo y convencido nuestra fe a los demás; así, nuestro encuentro puede despertar en ellos la fe. Y es muy urgente que los hombres y las mujeres de nuestra época conozcan y se encuentren con Jesús y, también gracias a nuestro ejemplo, se dejen conquistar por él» (Benedicto XVI, Regina coeli, Lunes Pascua, 9-IV-07).

Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura.

Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña (...). Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (cfr. 2 Cor 2, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro (Es Cristo que pasa, 105).

Pocos días después de empezar su pontificado, durante la Pascua, el papa Francisco se refirió a esa misión que corresponde a todo bautizado: «Cristo ha vencido el mal de modo pleno y definitivo, pero nos corresponde a nosotros, a los hombres de cada época, acoger esta victoria en nuestra vida y en las realidades concretas de la historia y de la sociedad. Por ello me parece importante poner de relieve lo que hoy pedimos a Dios en la liturgia: "Señor Dios, que por medio del bautismo haces crecer a tu Iglesia, dándole siempre nuevos hijos, concede a cuantos han renacido en la fuente bautismal vivir siempre de acuerdo con la fe que profesaron" (Oración Colecta del Lunes de la Octava de Pascua).

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"Es verdad. Sí; el Bautismo que nos hace hijos de Dios, la Eucaristía que nos une a Cristo, tienen que llegar a ser vida, es decir, traducirse en actitudes, comportamientos, gestos, opciones. La gracia contenida en los Sacramentos pascuales es un potencial de renovación enorme para la existencia personal, para la vida de las familias, para las relaciones sociales. Pero todo esto pasa a través del corazón humano: si yo me dejo alcanzar por la gracia de Cristo resucitado, si le permito cambiarme en ese aspecto mío que no es bueno, que puede hacerme mal a mí y a los demás, permito que la victoria de Cristo se afirme en mi vida, que se ensanche su acción benéfica. ¡Este es el poder de la gracia! Sin la gracia no podemos hacer nada. ¡Sin la gracia no podemos hacer nada! Y con la gracia del Bautismo y de la Comunión eucarística puedo llegar a ser instrumento de la misericordia de Dios, de la bella misericordia de Dios" (Francisco, Regina coeli, Lunes de Pascua, 1-IV-2013).

Enlaces de interés: Vídeo de la Custodia de Tierra Santa sobre el Santo SepulcroPágina de la Custodia de Tierra Santa sobre el Santo Sepulcro

19º Ain Karim, la patria del Precursor

Gráfico: J. Gil

Ain Karim es un pueblecito situado unos seis kilómetros al oeste de la Ciudad Vieja, en las afueras de la Jerusalén actual. Sus edificios de piedra clara se arraciman en las laderas de unas colinas frondosas, donde los bosques de pinos y cipreses se alternan con los cultivos de vides y olivos, dispuestos en terrazas. Parece que en tiempos del Señor era una ciudad reservada a los sacerdotes y levitas; la proximidad al Templo facilitaba que se desplazasen para cumplir el turno que tenían cada seis meses. Según antiguas tradiciones, en esta localidad se hallaba la casa de Zacarías e Isabel: aquí se habría encaminado Santa María cuando, una vez recibido el anuncio del ángel Gabriel en Nazaret, se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá (Lc 1, 39); y tres meses después, cuando le llegó a Isabel el tiempo del parto (Lc 1, 57), aquí habría nacido san Juan Bautista.

El recuerdo de estos hechos narrados por san Lucas se conserva actualmente en dos iglesias: la de la Visitación, que se encuentra en un paraje alto, saliendo del pueblo hacia el sur, más allá de una fuente que ha abastecido a sus habitantes desde tiempo inmemorial; y la de San Juan Bautista, considerada el sitio de su alumbramiento, que se alza en el centro de la localidad. Las dos pertenecen desde el siglo XVII a la Custodia de Tierra Santa.

La iglesia de la Visitación

María entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:

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El santuario de la Visitación, en Ain Karim. Foto: Nicola e Pina (Panoramio).

—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor (Lc 1, 40-45).

Se llega hasta la iglesia de la Visitación por una subida escalonada, desde la que se domina Ain Karim y sus alrededores. Al final de la cuesta, el recinto está delimitado por una artística verja, que da entrada a un patio alargado: a la izquierda, en una pared del santuario, un mosaico representa a Santa María en viaje desde Nazaret, a lomos de un burro y rodeada de ángeles; a la derecha, junto a la puerta, un conjunto escultórico muestra el saludo de las dos mujeres; detrás, el muro está cubierto por el Magníficat, el himno que María exclamó, escrito en numerosos idiomas:

Proclama mi alma la grandeza del Señor,se alegra mi espíritu en Dios mi salvador;porque ha mirado la humillación de su esclava.Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:su nombre es santo y su misericordia llega a sus fielesde generación en generación.Él hace proezas con su brazo:dispersa a los soberbios de corazón,derriba del trono a los poderososy enaltece a los humildes,a los hambrientos los colma de bienesy a los ricos los despide vacíos.Auxilia a Israel, su siervo,acordándose de su misericordia—como lo había prometido a nuestros padres—en favor de Abraham y su descendencia por siempre (Lc 1, 46-55)

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En la iglesia de la Visitación se representa la glorificación de Nuestra Señora a través de los siglos. Foto: Alfonso Puertas.

Las excavaciones arqueológicas han demostrado que el culto cristiano en el lugar se remonta al período bizantino; al mismo tiempo, parece que hasta la llegada de los cruzados se habría recordado aquí un suceso posterior a la Visitación relatado por el Protoevangelio de Santiago, un escrito apócrifo del siglo II: la huida de santa Isabel con su hijo, para salvarlo de la matanza de niños ordenada por Herodes en Belén y toda su comarca (Mt 2, 16). La memoria de esta tradición se conserva en la cripta de la iglesia, a la que se accede desde el patio. Se trata de una capilla rectangular con una antigua gruta adaptada al culto, que está cerrada con una bóveda de piedra y tiene en el fondo un pozo alimentado por una fuente. A la derecha de la galería, en un nicho, se custodia una roca venerada como el escondite de san Juan Bautista.La iglesia de la Visitación, terminada en 1940, se levanta sobre la cripta, en el mismo espacio que ocupó la construida por los cruzados en el siglo XII. La entrada habitual es a través de una escalera exterior que arranca en el patio y pasa por una zona ajardinada. En el interior, los motivos pictóricos muestran la exaltación de Nuestra Señora a lo largo de los siglos: María mediadora en las bodas de Caná; la Santísima Virgen, nuestro refugio, acogiendo bajo su manto a los fieles; la proclamación de su maternidad divina en el concilio de Éfeso; la defensa de la Inmaculada Concepción por el beato Duns Scoto; y la intercesión en auxilio de los cristianos en la batalla de Lepanto.

La iglesia de San Juan BautistaLe llegó a Isabel el tiempo del parto, y dio a luz un hijo. Y sus vecinos y parientes oyeron la gran misericordia que el Señor le había mostrado y se congratulaban con ella. El día octavo fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero su madre dijo: —De ninguna manera, sino que se llamará Juan.Y le dijeron: —No hay nadie en tu familia que tenga este nombre.Al mismo tiempo preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Y él, pidiendo una tablilla, escribió: «Juan es su nombre». Lo cual llenó a todos de admiración (Lc 1, 57-63).

Vista aérea del santuario de San Juan Bautista. Foto: Israel Tourism (Flickr).

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La iglesia de San Juan Bautista está construida en el lugar que la tradición identifica como la casa de Zacarías e Isabel y, por tanto, donde habría nacido el Precursor. Al igual que en el santuario de la Visitación, los muros del recinto están cubiertos por un himno que resonó aquí por primera vez, el Benedictus, escrito en diversos idiomas: (Lc 1, 68-79).Bendito sea el Señor, Dios de Israel,porque ha visitado y redimido a su pueblo,suscitándonos una fuerza de salvaciónen la casa de David, su siervo,según lo había predicho desde antiguo,por boca de sus santos profetas.Es la salvación que nos libra de nuestros enemigosy de la mano de todos los que nos odian;realizando la misericordiaque tuvo con nuestros padres,recordando su santa alianzay el juramento que juró a nuestro padre Abrahán.Para concedernos que, libres de temor,arrancados de la mano de los enemigos,le sirvamos con santidad y justicia,en su presencia, todos nuestros días.Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,porque irás delante del Señora preparar sus caminos,anunciando a su pueblo la salvación,el perdón de sus pecados.Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,nos visitará el sol que nace de lo alto,para iluminar a los que viven en tinieblasy en sombra de muerte,para guiar nuestros pasospor el camino de la paz

Bajo el altar se venera el lugar del nacimiento de san Juan Bautista. Foto: Alfonso Puertas.

El actual santuario ha mantenido la estructura de la construcción cruzada del siglo XII, que a su vez debió de respetar otra precedente, de origen bizantino. Las restauraciones requeridas entre los siglos XVII y XX, además de consolidar el edificio, sirvieron para enriquecerlo y llevar a cabo valiosos estudios arqueológicos. Se trata de una iglesia de tres naves y cúpula en el crucero, con una gruta excavada en el ábside del lado norte. Sin duda, formaba parte de una vivienda hebrea del siglo I: según la tradición, la casa de Zacarías; debajo del altar, una inscripción en latín indica que allí nació san Juan Bautista: Hic Præcursor Domini natus est.

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Misterio de alegría

«La atmósfera que empapa el episodio evangélico de la Visitación es la alegría: el misterio de la Visitación es un misterio de gozo. Juan el Bautista exulta de alegría en el seno de santa Isabel; ésta, llena de alegría por el don de la maternidad, prorrumpe en bendiciones al Señor; María eleva el Magníficat, un himno todo desbordante de la alegría mesiánica. Pero ¿cuál es la misteriosa fuente oculta de esta alegría? Es Jesús, a quien María ya ha concebido por obra del Espíritu Santo, y que comienza ya a derrotar lo que es la raíz del miedo, de la angustia, de la tristeza: el pecado, la esclavitud más humillante para el hombre» (Beato Juan Pablo II, Homilía, 31-V-1979).

La experiencia —propia y ajena— demuestra que se está mal lejos de Dios, viviendo de modo egoísta; por el contrario, es fuente de alegría acercarse al Señor, reconocerle presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, un hermano, que nos acompaña e ilumina en nuestro deseo de cumplir la voluntad del Padre. «No seáis nunca hombres y mujeres tristes —advertía el papa Francisco pocos días después de su elección—: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace del saber que, con Él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, y ¡hay tantos!» (Francisco, Homilía, 24-III-2013).

Ante el peligro del desaliento, que puede venir por las contrariedades externas o —quizá más a menudo— por la constatación de la personal miseria, un consejo de san Josemaría servirá para avivar nuestra fe: sé sencillo. Abre el corazón. Mira que todavía nada se ha perdido. Aún puedes seguir adelante, y con más amor, con más cariño, con más fortaleza.

Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase

Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontrarás alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria! (Via Crucis, VII estación, punto 2).

Conscientes de ser hijos de Dios, con afán apostólico, sentiremos la necesidad de contagiar nuestra felicidad a otros, de dar luz a las almas para que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna (Forja, n. 1): porque deber de cada cristiano es llevar la paz y la felicidad por los distintos ambientes de la tierra, en una cruzada de reciedumbre y de alegría, que remueva hasta los corazones mustios y podridos, y los levante hacia Él (Surco, n. 92).

Ante el inmenso panorama de almas que nos espera, ante esa preciosa y tremenda responsabilidad, quizá se te ocurra pensar lo mismo que a veces pienso yo: ¿conmigo, toda esa labor?, ¿conmigo, que soy tan poca cosa? —Hemos de abrir entonces el Evangelio, y contemplar cómo Jesús cura al ciego de nacimiento: con barro hecho de polvo de la tierra y de saliva. ¡Y ése es el colirio que da la luz a unos ojos ciegos! Eso somos tú y yo. Con el conocimiento de nuestra flaqueza, de nuestro ningún valer, pero —con la gracia de Dios y nuestra buena voluntad— ¡somos colirio!, para iluminar, para prestar nuestra fortaleza a los demás y a nosotros mismos (Forja, n. 370).

Enlaces de interés:Página de la Custodia de Tierra Santa sobre la iglesia de San Juan BautistaPágina de la Custodia de Tierra Santa sobre la iglesia de la VisitaciónVídeo de la Custodia de Tierra Santa sobre Ain Karim

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20º El lugar de la Ascensión

Gráfico: J. Gil

Jesucristo realizó la obra de la redención humana principalmente por el misterio pascual de su pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1067). Nos disponemos a considerar el último de esos episodios, que marca el final de su vida terrena. Desde el Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna, adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado en los largos años de trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a través de las tierras de Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos. Y más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.

Al dolor, siguió la alegría luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más claro y más firme para nuestra fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como los Apóstoles, somos todavía débiles y, en este día de la Ascensión, preguntamos a Cristo: ¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? (Hch 1, 6); ¿es ahora cuando desaparecerán, definitivamente, todas nuestras perplejidades, y todas nuestras miserias? El Señor nos responde subiendo a los cielos (Es Cristo que pasa, n. 117).

Los relatos bíblicos son muy escuetos sobre este acontecimiento que afirmamos en el Credo. San Marcos, tras narrar algunas apariciones de Cristo resucitado a sus discípulos, añade: el Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios (Mc 16, 19). San Lucas, tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles, aporta algunos detalles de la escena: los sacó hasta cerca de Betania y levantando sus manos los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. Y ellos le adoraron (Lc 24, 50-52). Estaban mirando atentamente al cielo mientras él se iba, cuando se presentaron ante ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron:

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Un recinto octagonal delimita el lugar de la Ascensión, que se recuerda en el centro, dentro de una capilla. Foto: Mattes (Wikimedia Commons).

—Hombres de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que de entre vosotros ha sido elevado al cielo, vendrá de igual manera a como le habéis visto subir al cielo.Entonces regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que está cerca de Jerusalén a la distancia de un camino permitido el sábado (Hch 1, 10-12).

En armonía con estos datos, la tradición sitúa la Ascensión en la cima de la colina central del monte de los Olivos, a poco más de un kilómetro desde la ciudad, en dirección hacia Betfagé y Betania. En esa elevación, de unos 800 metros de altitud, fue construida una iglesia durante la segunda mitad del siglo IV. Según varias fuentes, la iniciativa partió de la noble patricia Poemenia, que habría peregrinado a Tierra Santa desde Constantinopla. Ese santuario era conocido con el nombre de Imbomon. Gracias a Egeria, sabemos que los fieles de Jerusalén se reunían en ese lugar para algunas ceremonias en la Semana Santa y el día de Pentecostés.

Al igual que el Santo Sepulcro y otros edificios de culto de Palestina, el Imbomon sufrió daños durante la invasión de los persas, en el año 614, y fue posteriormente restaurado por el monje Modesto. Contamos con una valiosa descripción transmitida por el obispo Arculfo, que lo visitó hacia el 670: se trataba de una iglesia de planta redonda con tres pórticos en el interior, y una capilla también redonda en el centro, no cerrada con bóvedas o tejado, sino a cielo abierto para evocar a los peregrinos la escena de la Ascensión; en la parte oriental de ese espacio había un altar protegido por una pequeña cubierta, y en medio una roca que gozaba de gran veneración, pues los fieles la consideraban el último punto donde el Señor había puesto sus pies, y reconocían sus huellas impresas en el relieve de la piedra (Cfr. Adamnano, De locis sanctis, 1, 23 (CCL 175, 199-200).

El santuario fue reformado durante la época de los cruzados, cuando una parte se convirtió en convento de los Canónigos Regulares de San Agustín. En el siglo XIII, los musulmanes derribaron todos los edificios excepto la capilla central —es la que ha llegado hasta nosotros— y posteriormente levantaron al lado una mezquita. Aunque el lugar forma parte aún hoy de las propiedades del waqf —institución religiosa islámica—, en la solemnidad de la Ascensión está permitido celebrar allí la Santa Misa: es un derecho que los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa obtuvieron de las autoridades otomanas.

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La capilla se alza en el centro de un recinto octagonal, circundado por un muro en el que todavía son visibles algunas basas de columnas del periodo cruzado. Según los estudios arqueológicos, la pequeña iglesia, también octagonal, presenta la planta un poco desplazada respecto a la obra bizantina; en cualquier caso, cumple la misma función: custodiar la memoria de las huellas de Jesús y de su Ascensión. En el exterior, tienen particular interés artístico los arcos y las pilastras, rematadas con capiteles finamente esculpidos, pues son originales del siglo XII; el tambor, la cúpula y el cierre de los vanos con muros de sillería se añadieron más tarde. En el interior, un hueco en el pavimento, enmarcado por cuatro piezas de mármol, deja ver la roca venerada.

En la capilla no hay culto, pero la Custodia de Tierra Santa tiene el derecho de celebrar la Santa Misa dentro cada año, por la fiesta de la Ascensión.

Foto: Alfred Driessen.Entrada definitivaEl misterio de la Ascensión comprende un hecho histórico y un acontecimiento de salvación. Como hecho histórico, «marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver, aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 665).

Al considerar esta escena, san Josemaría ponía el acento muchas veces en la despedida del Señor: como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien (...). Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. Él, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al Cielo. ¿Cómo no echarlo en falta? (Es Cristo que pasa, n. 117).

Como acontecimiento de salvación, la entrada de Cristo resucitado en el Cielo manifiesta nuestro destino definitivo: «Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 665). El Papa Francisco, a las pocas semanas de haber sido elegido, nos hacía reflexionar sobre este significado de la Ascensión y sobre sus consecuencias en la vida de cada cristiano. Su punto de partida era la última peregrinación de Jesús a Jerusalén, cuando comprende que se aproxima la Pasión: «mientras sube a la Ciudad santa, donde tendrá lugar su éxodo de esta vida, Jesús ve ya la meta, el Cielo, pero sabe bien que el camino que le vuelve a llevar a la gloria del Padre pasa por la Cruz, a través de la obediencia al designio divino de amor por la humanidad. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que "la elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo" (n. 662). También nosotros debemos tener claro, en nuestra vida cristiana, que entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad cotidiana a su voluntad, también cuando requiere sacrificio, requiere a veces cambiar nuestros programas» (Francisco, Audiencia general, 17-IV-2013). Comentando estas palabras, el Padre recordaba: no olvidemos, hijas e hijos, que no hay cristianismo sin Cruz, no hay verdadero amor sin sacrificio, y tratemos de ajustar nuestra vida diaria a esta realidad gozosa, porque significa dar los mismos pasos que siguió el Maestro (Javier Echevarría, Carta, 1-V-2013).

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Un hueco en el pavimento deja ver la roca desde la que, según la tradición, Jesús subió al cielo.Foto: Alfred Driessen.

En la misma audiencia, el Papa también sacaba una enseñanza del sitio elegido por el Señor para su partida: «la Ascensión de Jesús tiene lugar concretamente en el Monte de los Olivos, cerca del lugar donde se había retirado en oración antes de la Pasión para permanecer en profunda unión con el Padre: una vez más vemos que la oración nos dona la gracia de vivir fieles al proyecto de Dios» (Francisco, Audiencia general, 17-IV-2013).

Jesús se ha ido a los cielos, decíamos. Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía, tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse en su celo apostólico, para hacer con Él un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la alegría (Es Cristo que pasa, n. 120).

"Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien"San Lucas destaca que los Apóstoles, tras despedir al Señor, regresaron a Jerusalén con gran alegría (Lc 24, 52). Esa reacción solo se explica por la fe, por la confianza; los discípulos han comprendido que, aunque no verán más a Jesús, «permanece para siempre con ellos, no los abandona y, en la gloria del Padre, los sostiene, los guía e intercede por ellos» (Francisco, Audiencia general, 17-IV-2013)

21º Jerusalén: la gruta del Padrenuestro

Presbiterio de la basílica inacabada, sobre la gruta del Padrenuestro. Foto: Alfonso Puertas.

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En el Evangelio, revivimos esa escena en la que Jesús se ha retirado en oración, y los discípulos están cerca, probablemente contemplándole. Cuando terminó, uno se decidió a suplicarle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre (Lc 11, 1-2) Amigos de Dios, n. 145.Contempla despacio esta realidad: los discípulos tratan a Jesucristo y, en esas conversaciones, el Señor les enseña —también con las obras— cómo han de orar, y el gran portento de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos dirigirnos a Él, como un hijo habla a su Padre (Forja, n. 71).

Durante los tres años de su vida pública, Jesús se movió por Palestina y las regiones limítrofes mientras anunciaba el Reino de Dios. Los evangelistas localizan con detalle algunos escenarios de aquella predicación itinerante, como las sinagogas de Nazaret y Cafarnaún, el pozo de Sicar, los pórticos del Templo o la casa de Marta, María y Lázaro, en Betania. Sin embargo, de otros sitios solo hemos recibido noticias por las tradiciones locales, difundidas por los cristianos de Tierra Santa de generación en generación. Así ocurre con la enseñanza del Padrenuestro, que san Mateo incluye en el Sermón de la Montaña, mientras que es presentada por san Lucas en cierto lugar (Lc 11, 1), en la subida del Señor a Jerusalén.

En el lugar que ocuparon las naves de la basílica bizantina, ahora hay un jardín.Foto: Mattes (Wikimedia Commons)

Camino a Jerusalén

En efecto, desde muy antiguo se veneraba una gruta junto al camino que lleva desde Betania y Betfagé hacia la Ciudad Santa, en la cima del monte de los Olivos, muy cerca del punto donde se recordaba la Ascensión. A aquella cueva se habría retirado Jesús con sus apóstoles con frecuencia, les habría instruido sobre muchos misterios —entre otros, los vaticinios sobre el fin del mundo y la destrucción de Jerusalén—, y les habría transmitido la oración del Padrenuestro. La memoria debía de ser fuerte para que santa Elena determinara la construcción de una basílica en el año 326. Se llamaba Eleona —como el paraje donde se alzaba—, tenía tres naves y estaba precedida de un gran atrio con cuatro pórticos. La gruta constituía la cripta bajo el presbiterio. Algunos decenios más tarde, a pocos metros se edificó el santuario conocido como Imbomon, que custodiaba la roca desde la que el Señor se habría elevado al cielo.

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La peregrina Egeria, que describe varias ceremonias que se celebraban allí a finales del siglo IV, testimonia: el martes de la Semana Santa, «todos van a la iglesia que está sobre el monte Eleona. Cuando se llega a la iglesia, el obispo entra en la gruta donde el Señor solía enseñar a los discípulos, toma el libro de los Evangelios y, permaneciendo en pie, él mismo lee las palabras del Señor escritas en el Evangelio según Mateo, allí donde dice: mirad que no os engañe nadie [Mt, 24, 4]; y el obispo lee hasta el final todo el discurso» Itinerarium Egeriæ, XXXIII, 1-2 (CCL 175, 78).

La tradición del lugar del Padrenuestro, confirmada por otros testigos posteriores, se ha mantenido constante: el sitio no ha cambiado, aunque de los edificios antiguos y de las restauraciones medievales quedan solo ruinas. Durante el periodo otomano, en 1872, se estableció en la propiedad una comunidad de carmelitas de fundación francesa, que construyeron la iglesia actual y un convento anexo. Después de la I Guerra Mundial, en 1920, se empezaron las obras para levantar sobre la gruta una nueva basílica dedicada al Sagrado Corazón; sin embargo, los trabajos, cuando habían eliminado un ala del claustro y afectado a la cripta primitiva, debieron interrumpirse y ya no volvieron a retomarse.

Desde el siglo XIX, el Eleona está a cargo de una comunidad de carmelitas de fundación francesa, que tienen su convento junto a la gruta del Padrenuestro.

Foto: Mattes (Wikimedia Commons).

La tradición del lugar del Padrenuestro, confirmada por otros testigos posteriores, se ha mantenido constante: el sitio no ha cambiado, aunque de los edificios antiguos y de las restauraciones medievales quedan solo ruinas. Durante el periodo otomano, en 1872, se estableció en la propiedad una comunidad de carmelitas de fundación francesa, que construyeron la iglesia actual y un convento anexo. Después de la I Guerra Mundial, en 1920, se empezaron las obras para levantar sobre la gruta una nueva basílica dedicada al Sagrado Corazón; sin embargo, los trabajos, cuando habían eliminado un ala del claustro y afectado a la cripta primitiva, debieron interrumpirse y ya no volvieron a retomarse.

Se entra al santuario del Eleona por la carretera de Betfagé. A la derecha, donde crece un jardín frondoso, se hallaba el pórtico de la basílica bizantina; a la izquierda, descendiendo por unas escaleras, se accede al convento de las Carmelitas Descalzas, con la iglesia precedida del claustro; y en el centro, bajo el presbiterio de la construcción abandonada, está la gruta del Padrenuestro. Se trata de un espacio reducido, con un ingreso doble que recuerda a la basílica de la Natividad y se remonta a la época de los cruzados. Hay dos ambientes: uno restaurado y otro, al fondo, reducido a ruinas; allí se encontraron enterramientos que podrían datarse en los primeros siglos de nuestra era.

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Los muros de todo el recinto están cubiertos por paneles de cerámica con el Padrenuestro escrito en más de setenta idiomas. Como sabemos, la formulación tradicional se inspira en las enseñanzas del Señor que recogió san Mateo: al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así:Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra; danos hoy nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal (Mt 6, 7-13).

El Padrenuestro

El Padrenuestro es la oración principal del cristiano. El Catecismo de la Iglesia Católica —citando a Tertuliano, san Agustín y santo Tomás de Aquino— lo califica de resumen de todo el Evangelio, compendio de nuestras peticiones, la más perfecta de las plegarias (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2761-2763.) Además, se denomina tradicionalmente Oración dominical para expresar que es del Señor: Jesús, como Maestro, nos da las palabras que ha recibido del Padre; y al mismo tiempo, como Modelo nuestro, nos revela la forma de rogar por nuestras necesidades (Cfr. Ibid., n. 2765.)

Este carácter fundamental del Padrenuestro fue vivido en la Iglesia desde sus comienzos: enseguida sustituyó a otras fórmulas de la piedad judía, se incorporó a la liturgia y se convirtió en parte integrante de la catequesis para recibir los sacramentos. A lo largo de los siglos, los grandes maestros de vida espiritual han comentado esta oración, extrayendo las riquezas teológicas que atesora. «En tan pocas palabras está toda la contemplación y perfección encerrada —escribió santa Teresa de Jesús—, que parece no hemos menester otro libro sino estudiar en este. Porque hasta aquí nos ha enseñado el Señor todo el modo de oración y de alta contemplación, desde los principiantes a la oración mental, y de quietud y unión; que a ser yo para saberlo decir, se pudiera hacer un gran libro de oración sobre tan verdadero fundamento» (Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección (códice de Valladolid), 37, 1.)

Una escalera da acceso a la gruta del Padrenuestro.Foto: Mattes (Wikimedia Commons)

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Para rezar con fruto el Padrenuestro, recordemos que «Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico. Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre. Jesús no solo nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por el que estas se hacen en nosotros "espíritu y vida" (Jn 6, 63). Más todavía: la prueba y la posibilidad de nuestra oración filial es que el Padre "ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: '¡Abbá, Padre!'" (Gal 4, 6)» Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2766.

Un modo de crecer en la conciencia de nuestra filiación divina es convertir el contenido del Padrenuestro en materia de nuestro diálogo con Dios. Así hizo san Josemaría en algunas épocas. En un escrito suyo, en el que se refiere a hechos de su vida espiritual acaecidos en los años en torno a 1930, relata:

Tenía por costumbre, no pocas veces, cuando era joven, no emplear ningún libro para la meditación. Recitaba, paladeando, una a una las palabras del Pater noster, y me detenía —saboreando— cuando consideraba que Dios era Pater, mi Padre, que me debía sentir hermano de Jesucristo y hermano de todos los hombres.No salía de mi asombro, contemplando que era ¡hijo de Dios! Después de cada reflexión me encontraba más firme en la fe, más seguro en la esperanza, más encendido en el amor. Y nacía en mi alma la necesidad, al ser hijo de Dios, de ser un hijo pequeño, un hijo menesteroso. De ahí salió en mi vida interior vivir mientras pude —mientras puedo— la vida de infancia, que he recomendado siempre a los míos, dejándolos en libertad (San Josemaría, Carta 8-XII-1949, n. 41).

Es bonito comprobar que, años después, el Fundador del Opus Dei aconsejaba esto mismo que había puesto en práctica. En un encuentro con personas de toda condición, durante la extensa catequesis que realizó en la península ibérica en 1972, alguien preguntó:

—Padre, ¿cómo podemos mejorar la oración? Porque muchas veces el Padrenuestro me sale de memoria.—Esto nos pasa a todos, respondió san Josemaría. Hasta Santa Teresa dice que alguna vez estaba seca como un palo, y que no podía rezar ni un Padrenuestro dándose cuenta de lo que decía.Díselo al Señor. Dile: voy a rezar y querría hacerlo bien; te pido que me ilustres, que me ayudes, para que me dé cuenta de lo que dice el Padrenuestro. Comienzas: Padre. Y te detienes a considerar un ratito qué quiere decir esta palabra. Piensas en lo que es para ti tu padre, y que además de ese padre de la tierra tienes otro en el Cielo: Dios. Y te llenas de orgullo santo.Padre nuestro. No sólo es tuyo: es nuestro, de todos. Luego tú eres hermano de las demás criaturas que hay por la tierra. Por tanto, debes querer a la gente, debes ayudarles a ser buenos hijos de Dios, porque todos juntos constituimos la familia de nuestro Padre del Cielo.Que estás en los cielos... Y enseguida recuerdas lo que me has oído decir: que está también en el Sagrario y en nuestra alma en gracia.. (San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 27-10-1972).

22º Al ver la ciudad, lloró por ella

Manantial inagotable de vida es la Pasión de Jesús. Unas veces renovamos el gozoso impulso que llevó al Señor a Jerusalén. Otras, el dolor de la agonía que concluyó en el Calvario... O la gloria de su triunfo sobre la muerte y el pecado. Pero, ¡siempre!, el amor —gozoso, doloroso, glorioso— del Corazón de Jesucristo ( Vía Crucis, XIV estación, punto 3.)Contemplamos ese amor infinito de Jesús desde los primeros compases del misterio pascual, cuando se dispone a cumplir su entrada mesiánica en la ciudad de David, llegando por el camino de Betania y Betfagé. Narran los evangelistas que envió a dos discípulos a una aldea cercana, y allí tomaron un borrico, sobre el que hicieron montar al Señor. Y mientras descendía la ladera del monte de los Olivos, entre las alabanzas que la multitud dirigía a Dios, al ver la ciudad, lloró por ella, diciendo:—¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz! Sin embargo, ahora está oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que no solo te rodearán tus enemigos con vallas, y te cercarán y te estrecharán por todas partes, sino que te aplastarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de la visita que se te ha hecho (Lc 19, 41-44.)

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Dominus Flevis

Vista del santuario del Dominus Flevit desde la explanada de las mezquitas. La forma del tejado quiere sugerir una lágrima. Foto: Leobard Hinfelaar

Aquel llanto de Cristo se recuerda en el santuario del Dominus Flevit, situado en la falda occidental del monte de los Olivos. Se trata de una pequeña capilla construida por la Custodia de Tierra Santa en 1955, sobre un terreno que pertenecía a las religiosas benedictinas que tienen su convento en la cima. Aunque no existe una ubicación tradicional segura relacionada con el hecho evangélico —pues fue cambiando con las épocas—, el lugar actual conserva vestigios de la presencia cristiana desde los primeros siglos: las excavaciones arqueológicas realizadas entre 1953 y 1955 condujeron al hallazgo de una necrópolis con cien tumbas —que van desde la edad de bronce hasta los periodos romano, herodiano y bizantino— y los restos de una capilla y un monasterio que, por algunos pavimentos de mosaico, podrían datarse hacia el siglo VII.

Se llega al Dominus Flevit por una carretera bastante empinada que comunica Getsemaní y la cumbre del monte de los Olivos. La mayor parte de esa ladera —que correspondería al valle de Josafat bíblico (Cfr. Jl 4, 2.12)- está ocupada por cementerios judíos. Al entrar en la propiedad franciscana, un camino flanqueado de cipreses, olivos y palmeras conduce hasta la iglesia. Alrededor, pueden apreciarse los descubrimientos arqueológicos. El edificio, con planta de cruz griega y cerrado con una cúpula de arcos apuntados, se orienta al oeste y tiene un gran ventanal en el ábside, abierto hacia la Ciudad Santa: muestra al peregrino la misma panorámica que vería Jesús cuando descendió desde Betfagé. En las paredes, cuatro relieves representan escenas relacionadas con la entrada mesiánica de Cristo; y en el frontal del altar, un mosaico hace referencia a otro lamento del Señor:

—¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste. Mirad, vuestra casa se os va a quedar desierta. Así pues, os aseguro que ya no me veréis hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor (Mt 23, 37-39; cfr. Lc 13, 34-35.)

La vista de la ciudad antigua desde el extremo del recinto es magnífica, en particular por la mañana, cuando los rayos del sol iluminan la piedra de los edificios: a los pies, el Cedrón, que separa Jerusalén del monte de los Olivos; en la vertiente oriental del torrente, los cementerios judíos, y en la occidental, junto a la muralla, los musulmanes; enfrente, la explanada del antiguo Templo, hoy de las

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mezquitas, con la dorada Cúpula de la Roca en el centro y la de Al-Aqsa a la izquierda; detrás, las cúpulas de la basílica del Santo Sepulcro y, algo más lejos, a la derecha, la torre espigada del convento franciscano de San Salvador, sede de la Custodia de Tierra Santa; al sur de la muralla, las excavaciones arqueológicas en la colina del Ofel y la antigua Ciudad de David; más allá, entre algunos árboles, la iglesia de San Pedro in Gallicantu; y al fondo, en la línea del horizonte, la basílica y la abadía benedictina de la Dormición, en el monte Sión.Durante su peregrinación a Tierra Santa, en 1994, don Álvaro del Portillo estuvo rezando en el santuario del Dominus Flevit en la mañana del 18 de marzo, después de haber celebrado la Santa Misa en la basílica del Santo Sepulcro.

Foto: Alfonso PuertasEl llanto del Señor «La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su Resurrección» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 570.)La muchedumbre de los discípulos, al comprobar el cumplimiento de los oráculos proféticos y sentir cercana la manifestación del Reino, acompaña a Cristo gozosamente: «gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma. Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella escena, llena de luz —la luz del amor de Jesús, de su corazón—, de alegría, de fiesta» (Francisco, Homilía, 24-III-2013.)Al mismo tiempo, ese júbilo se ve turbado por el llanto del Señor. Su gesto de dirigirse a la Ciudad Santa montado en un pollino era como una última llamada al pueblo: por las entrañas de misericordia de nuestro Dios —había dicho Zacarías en el Benedictus—, el Sol naciente nos visitará desde lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1, 78-79); sin embargo, Jerusalén, que había visto tantos signos del Maestro, no sabrá reconocerlo como el Mesías y el Salvador. San Josemaría condensaba en unos trazos vigorosos el contraste tremendo entre la donación de Jesucristo y el rechazo de los hombres:Vino a salvar al mundo, y los suyos le han negado ante Pilatos.Nos enseñó el camino del bien, y lo arrastran por la vía del Calvario.Ha dado ejemplo en todo, y prefieren a un ladrón homicida.Nació para perdonar, y —sin motivo— le condenan al suplicio.Llegó por senderos de paz, y le declaran la guerra.Era la Luz, y lo entregan en poder de las tinieblas.Traía Amor, y le pagan con odio.Vino para ser Rey, y le coronan de espinas.Se hizo siervo para liberarnos del pecado, y le clavan en la Cruz.Tomó carne para darnos la Vida, y nosotros le recompensamos con la muerte (Vía Crucis, XIII estación, punto 1.)

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Al considerar que Jesús sigue visitando hoy a su pueblo, a cada uno de nosotros —porque es nuestro Salvador, porque nos enseña por medio de la predicación de la Iglesia, porque nos da su perdón y su gracia en los sacramentos—, hemos de examinar la calidad de nuestra respuesta:¿Quieres saber cómo agradecer al Señor lo que ha hecho por nosotros?... ¡Con amor! No hay otro camino.Amor con amor se paga. Pero la certeza del cariño la da el sacrificio. De modo que ¡ánimo!: niégate y toma su Cruz. Entonces estarás seguro de devolverle amor por Amor (Ibid., V estación, punto 1.)

23º San Pedro in Gallicantu

La cohorte, el tribuno y los servidores de los judíos prendieron a Jesús y le ataron. Y le condujeron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, el sumo sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos: «Conviene que un hombre muera por el pueblo» (Jn 18, 12-14.)Los cuatro evangelistas relatan el interrogatorio al que los príncipes de los sacerdotes y el Sanedrín sometieron a Jesús. Tuvo lugar en la casa de Caifás (Cfr. Mt 26, 57). Hasta allí consiguieron llegar dos testigos de excepción: Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este otro discípulo era conocido del

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sumo sacerdote y entró con Jesús en el atrio del sumo sacerdote. Pedro, sin embargo, estaba fuera, en la puerta. Salió entonces el otro discípulo que era conocido del sumo sacerdote, habló con la portera e introdujo a Pedro (Cfr. Mt 26, 57.)

Durante el proceso, contrastan las actitudes del Maestro y de san Pedro. Ante las acusaciones injustas, los cargos infundados, los testimonios falsos, las afrentas... Jesús calló. Después, cuando debió proclamar la verdad, la afirmó con serenidad. Pedro, atemorizado por los servidores, negó que tuviera algo que ver con el Maestro: no lo conozco (Lc 22, 58), no sé de qué hablas (Mt 26, 70), no conozco a ese hombre (Mc 14, 71.)

Y al instante, cuando todavía estaba hablando, cantó un gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro. Y recordó Pedro las palabras que el Señor le había dicho: «Antes que cante el gallo hoy, me habrás negado tres veces». Y salió afuera y lloró amargamente (Lc 22, 60-62.)

La casa de Caifás Fotografía: Alfred Driessen

La casa de Caifás

En Jerusalén, este episodio se sitúa en la ladera oriental del monte Sión, no muy lejos del Cenáculo, es decir, en un barrio residencial de la ciudad en tiempos de Jesucristo, que se asomaba a los torrentes Cedrón y Ginón. Los estudiosos proponen al menos dos emplazamientos diferentes para la casa de Caifás en esa zona, pero los resultados arqueológicos son más sugerentes a favor de San Pedro in Gallicantu. Este santuario se levanta en una propiedad que pertenece a los Agustinos Asuncionistas desde finales del siglo XIX.

Las excavaciones realizadas de 1888 a 1909 y de 1992 a 2002 sacaron a la luz los restos de una mansión de época herodiana, con molinos, cisternas y dependencias rupestres. Además, se halló el umbral de una puerta, en piedra bien labrada, con una inscripción señalando el lugar donde se depositaban limosnas por el perdón de los pecados, y dos colecciones de medidas y pesas de las que se utilizaban en el Templo. Esta casa habría sido venerada más tarde por los cristianos, quienes construyeron una iglesia encima en el siglo V, de la que se conservan algunos pavimentos en mosaico. El centro de la basílica lo constituía una cisterna profunda, que inicialmente debió de ser un baño ritual judío.

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Es probable que un antiguo testimonio del siglo VI se refiera a aquel santuario: «del Gólgota a Santa Sión hay doscientos pasos. Esta es la madre de todas las iglesias, pues ha sido fundada por nuestro Señor Cristo y por los apóstoles. Fue la casa de san Marcos evangelista. Desde Santa Sión hasta la casa de Caifás, que ahora es la iglesia de San Pedro, hay más o menos cincuenta pasos» Theodosii, De situ Terræ Sanctæ, 7 (CCL 175, 118)

El edificio bizantino sufrió la suerte de otros muchos templos de Tierra Santa: destruido en el siglo VII por los persas, fue restaurado; tras ser demolido este segundo santuario en el siglo XI, los cruzados construyeron una tercera basílica en el XII; también fue arrasada, y más tarde sustituida por un pequeño oratorio, que finalmente desapareció en el siglo XIV. Los vestigios de cada etapa quedaron sepultados hasta 1887, cuando los religiosos asuncionistas se hicieron cargo del terreno.

La iglesia

La iglesia actual fue consagrada en 1931, y renovada completamente en 1997. Dispone de dos niveles y una cripta: en la capilla superior, cubierta por una cúpula decorada con mosaicos y vidrieras, se recuerda el proceso de Jesús ante el Sanedrín; en el oratorio intermedio, donde el suelo rocoso empieza a aflorar sobre el pavimento, se rememoran las negaciones de Pedro, su llanto y el encuentro con el Señor resucitado a orillas del mar de Galilea, cuando lo confirmó en su misión; más abajo, en la cripta, se hallan varias grutas cuyo uso a través de los siglos es difícil de precisar, y la cisterna venerada desde época bizantina, conocida como la fosa profunda.

Esta última, por tratarse de la parte de la casa original que atrajo la atención de los cristianos desde los tiempos más antiguos, resulta de gran interés: el primer acceso a la cavidad, por una escalera y una puerta doble, demuestra que sirvió para los baños de purificación judíos; en algún momento se siguió excavando, para aumentar la profundidad y convertirla en cisterna, y se abrió un orificio circular en la bóveda. Los signos añadidos por los fieles —tres cruces grabadas en la faja interna del agujero, además de la silueta de un orante y otras siete cruces pintadas en las paredes de la fosa— manifiestan que en el siglo V el lugar era considerado el presidio donde Jesús aguardó la aurora del Viernes Santo. Buscando continuidad con esa tradición, los peregrinos actuales meditan allí sobre los padecimientos de Cristo, siguiendo las palabras del salmista:

Me has puesto en la fosa más honda,en las tinieblas, en los abismos.Tu furor pesa sobre mí,me has echado encima todas tus olas.Has alejado de mí a mis conocidos,me has hecho para ellos algo abominable;estoy encerrado y no podré salir.Mis ojos languidecen de pena.Todo el día, Señor, te invoco,tiendo mis manos hacia Ti(Sal 88, 7-10.)

En el exterior de la iglesia se aprecian otros restos arqueológicos, entre los que destaca una calle escalonada perpendicular a la ladera. Unía los barrios nobles, en la zona alta, con los populares, situados a lo largo del torrente Cedrón, cerca de los puntos de aprovisionamiento de agua: la fuente de Guijón y la piscina de Siloé. Sin duda, el camino existía en tiempos del Señor —aunque quizá no empedrado—, y es muy probable que lo recorriera en numerosas ocasiones: en particular, la noche del Jueves Santo, primero acompañado por los Apóstoles, para trasladarse del Cenáculo a Getsemaní, y después conducido a la fuerza por el tropel de gente que lo había prendido en el huerto de los Olivos, y que lo llevó a la casa del sumo sacerdote.

En el recinto del santuario, los peregrinos tienen oportunidad de contemplar además una maqueta a gran escala que representa Jerusalén en época bizantina. Se reproducen con detalle las siete iglesias que fueron construidas entre los siglos IV y VI: el Santo Sepulcro, Santa Sión —que agrupaba la Dormición y el Cenáculo—, Santa María de la Probática —que hoy coincide más o menos con Santa Ana—, San Juan Bautista —donde estuvo el palacio de Herodes y ahora se alza la Ciudadela—, Siloé —sobre la piscina—, Santa María —conocida como la Nea, en el cardo máximo, también desaparecida— y San Pedro.

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Fotografía: Leobard HInfelaarDurante su estancia en Tierra Santa, en 1994, don Álvaro del Portillo rezó en San Pedro in Gallicantu

el 21 de marzo por la tarde, la víspera de regresar a Roma.

La misericordia del Señor no nos abandona

Cuando el gallo cantó, el Señor se volvió y miró a Pedro. Y recordó Pedro las palabras que el Señor le había dicho: «Antes que cante el gallo hoy, me habrás negado tres veces». Y salió afuera y lloró amargamente (Lc 22, 61-62.) Solo san Lucas anota aquel gesto misericordioso de Jesús: el Señor convirtió a Pedro —que le había negado tres veces— sin dirigirle ni siquiera un reproche: con una mirada de Amor.—Con esos mismos ojos nos mira Jesús, después de nuestras caídas. Ojalá podamos decirle, como Pedro: "¡Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo!", y cambiemos de vida (Surco, n. 964.)Comentando este pasaje, san Ambrosio explica: «todos aquellos a los que Jesús mira, lloran. La primera vez, Pedro renegó y no lloró: era porque el Señor no le había mirado. Le negó una segunda vez y tampoco lloró, pues aún no le había mirado el Señor. Pero, al negarle por tercera vez, Jesús clavó en él su mirada, y comenzó a llorar con incontenible amargura (...). Pedro lloró, y con una amargura profunda; lloró con el fin de que sus lágrimas pudieran lavar su pecado. También tú debes llorar tu culpa con lágrimas si quieres conseguir el perdón en el mismo momento e instante en que te mire Cristo. Si te acontece caer en algún pecado, el que está como testigo en lo más íntimo de tu ser te mira para hacerte recordar y confesar tu error». S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, X, 89-90.

Aunque el pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre y lo aparta de Dios (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1855), la misericordia del Señor no nos abandona, la conversión siempre es posible: «invito a cada cristiano —convoca el Santo Padre—, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él (...). Cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Este es el momento para decirle a Jesucristo: "Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores". ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia» Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 3.

Mientras peleamos —una pelea que durará hasta la muerte—, no excluyas la posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de fuera y de dentro. Y por si fuera poco ese lastre, en ocasiones se agolparán en tu mente los errores cometidos, quizá abundantes. Te lo digo en nombre de Dios: no desesperes. Cuando eso suceda —que no debe forzosamente suceder; ni será lo habitual—, convierte esa ocasión en un motivo de unirte más con el Señor; porque Él, que te ha escogido como hijo, no te abandonará. Permite la prueba, para que ames más y descubras con más claridad su continua protección, su Amor (...).

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¡Adelante, pase lo que pase! Bien cogido del brazo del Señor, considera que Dios no pierde batallas. Si te alejas de Él por cualquier motivo, reacciona con la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo pródigo todas las jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del día; de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro. Además, la Madre de Dios, que es también Madre nuestra, te protege con su solicitud maternal, y te afianza en tus pisadas. Amigos de Dios, n. 214.

Los evangelistas no narran si san Juan permaneció en la casa de Caifás o salió detrás de san Pedro, ni tampoco sabemos dónde se dirigió cada uno después. Pero a san Juan lo encontramos más tarde al pie de la Cruz, junto a Santa María: antes, solo, no podías... —Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil! Camino, n. 513.

24º De su Asunción se alegran los ángeles

La basílica de la Dormición tiene anexa una abadía benedictina. Foto: Israel Tourism (Flickr)

María ha sido llevada por Dios, en cuerpo y alma, a los cielos. Hay alegría entre los ángeles y entre los hombres. ¿Por qué este gozo íntimo que advertimos hoy, con el corazón que parece querer saltar del pecho, con el alma inundada de paz? Porque celebramos la glorificación de nuestra Madre y es natural que sus hijos sintamos un especial júbilo, al ver cómo la honra la Trinidad Beatísima (...): hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Dios Espíritu Santo. Más que Ella, sólo Dios (Es Cristo que pasa, n. 171).

La fe en esta verdad consoladora de la Asunción nos mueve a afirmar que «la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 966).

Este es, por tanto, el núcleo de la enseñanza transmitida por la Iglesia sobre los misterios últimos de la vida terrena de Nuestra Señora: participando en la victoria de Cristo, Ella ha vencido la muerte y ya triunfa en la gloria celestial en la totalidad de su ser, en cuerpo y alma. La liturgia nos lo hace contemplar cada año en la solemnidad de la Asunción, el 15 de agosto, y en la memoria de Santa María Virgen, Reina, que se celebra el 22 para recordar que, desde su entrada en el paraíso, ejerce junto a su Hijo su reinado maternal sobre toda la creación.

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La basílica, de planta circular, cuenta con un ábside decorado con un gran mosaico. Foto: Israel Tourism (Flickr)

Sabemos pocos detalles acerca de los últimos años de Nuestra Señora en la tierra. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Sagrada Escritura la sitúa en el Cenáculo (Cfr. Hch 1, 13-14); después, permanecería sin duda junto a san Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales (Cfr. Jn 19, 25-27). Pero la Escritura no recoge el momento ni el escenario en que se produjo la Asunción. Según algunos testimonios antiquísimos, habría tenido lugar en Jerusalén; según otros, de origen más reciente, en Éfeso.Entre las tradiciones de la Ciudad Santa, destacan algunos relatos que pertenecen al género apócrifo del Transitus Virginis o Dormitio Mariæ; con este término siempre se ha querido expresar que el final de la vida de Nuestra Señora se habría parecido a un dulce sueño. Esos escritos narran que, cuando Santa María dejó este mundo, reunidos los apóstoles alrededor de su lecho, el Señor mismo bajó del cielo acompañado de innumerables ángeles y tomó el alma de su Madre; luego, los discípulos colocaron el cuerpo en un sepulcro y, pasados tres días, el Señor regresó para llevárselo y unirlo al alma en el paraíso. Al describir estos hechos, los autores diferencian dos lugares: la casa donde se produjo el tránsito y la tumba desde donde el cuerpo de Santa María fue asunto.

Encontramos ecos de estos testimonios en las enseñanzas de varios Padres de la Iglesia. San Juan Damasceno, que murió en Jerusalén a mediados del siglo VIII, relata la Asunción de un modo semejante a los apócrifos y además sitúa los acontecimientos en el Cenáculo y en el huerto de los Olivos: el cuerpo amortajado de la Virgen, «sacado del monte Sión, puesto sobre los hombros gloriosos de los apóstoles, es transportado, con la tumba, en el templo celestial. Pero antes es conducido a través de la ciudad, como una esposa bellísima, adornada por el esplendor inefable del Espíritu; y así es acompañada hasta el huerto santísimo de Getsemaní, mientras los ángeles la preceden, la siguen y la cubren con sus alas, junto a la Iglesia en toda su plenitud» (San Juan Damasceno, Homilia II in Dormitionem Beatæ Mariæ Virginis, 12).En la Ciudad Santa, dos iglesias conservan todavía hoy la memoria de aquellos misterios: en el monte Sión, a pocos metros del Cenáculo, la basílica de la Dormición; y en Getsemaní, junto al huerto donde Jesús rezó la noche del Jueves Santo, la Tumba de María.

La basílica de la DormiciónEn un artículo anterior se escribió acerca del monte Sión, es decir, la colina que se encuentra en el extremo suroccidental de la Ciudad Santa y que recibió ese nombre en época cristiana. Allí, alrededor del Cenáculo, nació la primitiva Iglesia; y allí, durante la segunda mitad del siglo IV, se construyó una gran basílica, llamada Santa Sión y considerada la madre de todas las iglesias. Además del Cenáculo, incluía el lugar del Tránsito de Nuestra Señora, que la tradición situaba en una vivienda cercana. Aquel templo pasó por varias destrucciones y restauraciones en los siglos siguientes, hasta que solo quedó en pie el Cenáculo. Sin embargo, nunca se olvidó la vinculación de la zona con la vida de Santa María, de forma que en 1910, cuando el emperador de Alemania Guillermo II obtuvo unos terrenos en Sión, se edificó una abadía benedictina con una basílica anexa dedicada a la Dormición de la Virgen.

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Varias capillas rodean la representación de la Dormición; en una se encuentra el Tabernáculo. Foto: Israel Tourism (Flickr).

Se trata de una iglesia de estilo románico alemán con rasgos bizantinos, concebida en dos niveles. En el plano superior se halla la nave principal, de planta circular, rematada con una gran cúpula adornada con mosaicos; alrededor se abren seis capillas laterales y, en la cara oriental, un ábside para el presbiterio, cerrado con bóveda de cañón y una semicúpula también decorada con un gran mosaico. Descendiendo al piso inferior, la atención se dirige al centro de la cripta, donde hay una imagen yacente de la Santísima Virgen protegida por un pequeño templete. Varias capillas —regalos de diversos países o asociaciones— rodean ese santuario.Don Álvaro estuvo en la basílica de la Dormición el 22 de marzo de 1994, el último día de su peregrinación a Tierra Santa. Allí hizo la oración por la mañana, preparándose intensamente para celebrar la Santa Misa en la iglesia del Cenáculo, que se encuentra en el cercano convento de San Francisco. La Tumba de María

Una larga escalera conduce desde la entrada a la nave de la iglesia. A los lados se abren dos capillas. Foto: Svetlana Grechkina (Flickr)

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La Tumba de María se halla en el cauce del torrente Cedrón, en Getsemaní, unas decenas de metros al norte de la basílica de la Agonía y del huerto de los Olivos. Recibe también el nombre de iglesia de la Asunción por los cristianos ortodoxos griegos y armenios, que comparten la propiedad, y por los sirios, coptos y etíopes, que detentan algunos derechos sobre el sitio.

Para llegar al sepulcro venerado hay que descender dos tramos de escaleras: el primero, desde la calle hasta un patio a un nivel inferior, que sirve de atrio a la iglesia y que también conduce a la gruta del Prendimiento; el segundo, dentro del edificio, desde el mismo pórtico hasta la nave. Esta profundidad se explica porque el lecho del Cedrón se ha elevado con el pasar de los siglos, y porque la construcción conservada hasta nosotros correspondería en realidad a la cripta de la basílica primitiva, cuya obra puede remontarse al siglo IV o V.

En 1972, una inundación obligó a realizar una vasta restauración de la iglesia, y se aprovechó además para acometer investigaciones arqueológicas. Esos estudios, junto con las fuentes históricas, indican que la sepultura donde, según la tradición, reposó el cuerpo de la Virgen formaba parte de un complejo funerario del siglo I. Había sido enteramente excavado en la roca y contaba con tres ambientes. Cuando se decidió incluir la tumba de Santa María en un edificio de culto, los arquitectos bizantinos debieron de seguir un procedimiento parecido al empleado con el Santo Sepulcro: la aislaron del contorno, eliminando también las otras cámaras; sustituyeron el techo por una cúpula de cantería, y encima levantaron el santuario.

En el centro de la nave, una capilla cubre el sepulcro donde, según la tradición, los Apóstoles pusieron el cuerpo de la Virgen antes de la Asunción. Foto: Svetlana Grechkina (Flickr).

Al igual que sucedió con otros lugares cristianos en Tierra Santa, las invasiones del primer milenio hicieron que el santuario se encontrara deteriorado a la llegada de los cruzados, en el siglo XI. En 1101 se instaló allí una comunidad de benedictinos de Cluny, y comenzaron las obras de restauración: se abrió la entrada a la cripta, alargando la escalinata; a los lados de la bajada, se prepararon dos capillas, utilizadas más tarde como panteón real; se embelleció la tumba de la Virgen, cubriéndola con un templete de mármol; se reconstruyó la iglesia superior y, al lado, se edificó un monasterio con hospedería para peregrinos y un hospital. Pocos decenios más tarde, tras la conquista de Jerusalén por Saladino, de todo el complejo solo quedaron la cripta, la fachada y la escalera que las unía, con las dos capillas: es lo que constituye la iglesia actual.

En cuerpo y alma«El misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido "atraída" por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así Ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con Él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre» (Francisco, Homilía, 15-VIII-2013). Al mismo tiempo, «la Asunción es una realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo luminoso nuestro destino, el de la humanidad y de la historia. De hecho, en María contemplamos la realidad de gloria a la que estamos llamados cada uno de nosotros y toda la Iglesia» (Benedicto XVI, Ángelus, 15-VIII-2012).Nuestra Señora, hecha partícipe de modo pleno de la obra de nuestra salvación, tenía que seguir de cerca los pasos de su Hijo: la pobreza de Belén, la vida oculta de trabajo ordinario en Nazaret, la manifestación de la divinidad en Caná de Galilea, las afrentas de la Pasión y el Sacrificio divino de la Cruz, la bienaventuranza eterna del Paraíso.

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La cámara funeraria está excavada en la roca y tiene un banco adosado a la pared para poner el cuerpo. Foto: Svetlana Grechkina (Flickr)

Todo esto nos afecta directamente, porque ese itinerario sobrenatural ha de ser también nuestro camino. María nos muestra que esa senda es hacedera, que es segura. Ella nos ha precedido por la vía de la imitación de Cristo, y la glorificación de Nuestra Madre es la firme esperanza de nuestra propia salvación; por eso la llamamos spes nostra y causa nostræ lætitiæ, nuestra esperanza y causa de nuestra felicidad.

No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo (cfr. Flp 1, 6) (Es Cristo que pasa, n. 176).

Esta esperanza, que es un don de Dios, no exime de la lucha: nadie puede permanecer pasivo. Al contrario, la fe y la propia experiencia nos demuestran que la vida cristiana pasa por la Cruz para alcanzar la gloria, y que la fidelidad consiste en un continuo comenzar y recomenzar. ¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces un acto de contrición —y a diario deberíamos hacer muchos—, recomienzas, porque das a Dios un nuevo amor (Forja, n. 384).

Nuestra existencia en la tierra es un tiempo de travesía, de viaje, donde no faltarán los sacrificios, el dolor, las privaciones... como tampoco la alegría.

Quizá estimaréis que este optimismo parece excesivo, porque todos los hombres conocen sus insuficiencias y sus fracasos, experimentan el sufrimiento, el cansancio, la ingratitud, quizá el odio. Los cristianos, si somos iguales a los demás, ¿cómo podemos estar exentos de esas constantes de la condición humana?

Sería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo. Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del acaso, que el destino de la criatura no es caminar hacia la aniquilación de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a la casa del Padre. No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la tierra con la vida definitiva en la Patria (Es Cristo que pasa, n. 177).

Para acrecentar nuestra esperanza, acudamos confiados a la Santísima Virgen: Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu amor, al amor de Jesucristo (Ibid., n. 178).

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