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narrativa Bárbara Luque Fragmentos Vagón de una vía

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n a r r a t i v a

Bárbara Luque

Fragmentos

Vagón

de una vía

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Vagón de una vía

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Vagón de una víaFragmentos

Bárbara Luque

Centro de CreaCión Literaria

teCnoLógiCo de Monterrey

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© D.R. 2013 Tecnológico de Monterrey Centro de Creación Literaria Felipe Montes, director

© D.R. 2013 Bárbara Luque

Erika del ÁngelEdición y diseño

Todos los derechos reservados conforme a la leyMonterrey, Nuevo León, México

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A mi papáGracias por tu elocuencia y tus memorias;

gracias por dar pie a estas historias

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…Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos.

El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada...

Pedro PáramoJuan Rulfo

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Índice

Un tren al pasado 9

Construyendo las vías 12

Preparando la carga 15

El primer viaje 18

Choque de trenes 21

El tren al presente 24

Un tren fantasma 27

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…y sucede todo tan deprisa que no alcanzamos a ver la relación entre los acontecimientos… creemos en la ficción del tiempo, en el presente, el pasado y el futuro, pero puede ser también

que todo ocurra simultáneamente...

La casa de los espíritusIsabel Allende

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Un tren al pasado

Inhalaba tierra y exhalaba cansancio. Con pisadas en camino ardiente y derramando sudor digno de un sol de canícula, apagaba las ganas al tiempo que la luz finalizaba otra jornada. Largo y pesado había sido el día. Un regreso que antes de proveer descanso cobraba sus intereses con reconciliaciones, presentaciones, lloriqueos y reclamos de aquello que parecía irónico llamar familia. Tras aquel escape a la ciudad se ha-bía forjado una relación más estrecha con la mugre del departamento que cualquiera que alguna vez tuvo con aquellas personas. No sentía el menor apego a estas caras sucias, pues aun cuando creaban un vago recuerdo, eran totalmente desconocidas.

20 años pasaron desde la última visita; este viaje, tan imprevisto como la huida, estaba pronto a terminar. Sólo quedaba una obligación pendiente, un asunto por arreglar con la única persona que ha significa-do algo y a quien se logró causar la mayor desgracia.

Muchos años había necesitado para acomodar las palabras, pero más horas que días pasaron para dejar de lado el orgullo y lograr así conti-nuar con la vida fuera del pueblo, aquella creada para borrar el pasado y dar paso a un final.

Con botas puestas, sombrero en mano y un sentimiento de humil-dad en el pecho, buscaba indicio de lo que pasaría y qué acciones tomar dependiendo del caso. Con pasos torpes y vacilantes caminaba hacia la puerta, donde parecía que la perilla giraba sola invitando a salir, inci-tando, apoyando, mandando al campo de batalla.

Recorría aquellas calles cobrando la renta a hogares destruidos por la tristeza y habitados por la soledad. Los perros seguían las huellas de culpa dejadas atrás, mientras se alimentaban de un olor

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a remordimiento que acosaba. Con cansancio denotado en sudor y arrepentimiento caracterizado en lágrimas, seguía el paso. Ver aún lejos las vías del tren que se deben cruzar para llegar al destino, tal vez no era lo más motivante. Pocos eran los recuerdos del tren, aquel mágico artefacto que de niño incrédulamente intenta corretear, ahora no era más que un transporte de carga que pasa a diario y el único encanto que lograba era llenar el abatido ambiente con algo de esperanza; una esperanza desalentada, una ilusión pesimista.

Del otro lado de las vías se alcanzaba a observar a una persona. Un viejo caminando en tres patas, dígase por su bastón: encorvado, cabeza escondida bajo un sombrero de palma, arrugas visibles a kilómetros, vestido con camisa que alguna vez se consideró blanca y un pantalón teñido por la misma tierra. Algo tenía de conocido aquel señor. Algo tenía que hacía remontar su memoria a hechos importantes. Algo lla-maba a eventos que precisamente se planeaban resolver. ¿Cómo supo que estaba aquí? ¿Cómo es que seguía vivo?

Se escucha el tren que se acerca, lo que logra distraer la vista. Pron-to se visualiza la nube de humo que éste suelta a su paso. Avanza con infinita rapidez. Al otro lado se ve al viejo con la intención de cruzar antes que la gigantesca locomotora. Un sonido latente parece retarlo. Apresura el paso. El silbato acelerado del tren llama a los pocos habi-tantes a observar lo que ocurre. Comienza a temblar el suelo; intenta salirse el corazón. Se pierden dos figuras bajo la sombra de tierra. Pasa la máquina.

Gritos.

Angustia.

Humo.

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Desde entonces quedaron vinculados por un afecto serio, pero sin el desorden del amor.

Crónica de una muerte anunciadaGabriel García Márquez

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Construyendo las vías

Todo lo que sé es por lo que me han contado personas cercanas, más cercanas por chisme que por amistad, pero cercanas al fin. Mis padres se conocieron en la ciudad, mi madre había ido de visita durante la cam-paña política de mi abuelo para ser alcalde. Amor a primera vista no fue. ¿Amor? No lo puedo asegurar. Lo que sí se comenta es la belleza de mi madre, la riqueza de mi padre y el interés de ambos. ¿Interés a primera vista? Es la historia que más circula por aquí; quién soy yo para desmentirla.

Mi madre evitaba a toda costa hablar de mi padre. Bastante proble-ma le había causado el que éste huyera cuando supo que yo venía en ca-mino. No estaban casados, ni con planes de hacerlo. Mi padre era de la ciudad, y aún cuando mi madre era hija del alcalde del pueblo, eso no le dio razón para quedarse. Cuando el alcalde, mi abuelo —supongo debo llamarlo— supo que mi madre estaba en espera de un hijo, su primera reacción fue de echarla a la calle, evento que mi madre insiste en decir que habría sido lo mejor que le pudo haber pasado.

Pasaron tres meses de mi nacimiento y mi padre regresó, arrepenti-do —decía—. Intentó quererme y ajustarse a la vida del pueblo. Fue una reacción de curiosidad más que de amor. Mi madre no dudó en perdo-narlo, aceptó sus reglas y cualquier condición para que se quedara; fue una reacción de supervivencia más que de amor. Mi abuelo se conformó con la idea de formar la familia perfecta, todo parte de la imagen que quería para su reelección del año siguiente; fue una reacción de política más que de amor. Formaron una familia o, por lo menos, lo intentaron, aunque rebosaban desamor.

Esta historia perfecta duró sólo cinco meses. Todo iba bien hasta aquella noche en que mi padre fue a la cantina después de una de las

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tantas peleas con mi madre. Pasada la media noche entró un hombre desconocido, sacó una pistola, apuntó y tiró con tino perfecto en la frente de mi padre. Nadie supo cuál fue el motivo, mucho menos quisie-ron averiguar quién fue. El olvido fue tan rápido como el suceso. Hasta la fecha el misterio sigue andando por las calles, los motivos en boca de todos y de nadie; mi familia, desecha. Nada ha cambiado.

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Los hombres no son tan importantes para vivir… Ni la revolución es tan peligrosa como la pintan.

¡Peor es chile y el agua lejos!

Como agua para chocolateLaura Esquivel

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Preparando la carga

Mi vida en el rancho tuvo poco de especial. Poca falta nos hizo mi padre; a su muerte, el pueblo no tardó en dar a mi madre fama de mujer de todos. Y aunque yo era muy chico para entender esto, las circuns-tancias y aquel pueblo maldito me habían convertido en un señor de apenas diez años, un niño capaz de entender lo que su madre hacía para pagar las cuentas.

En ese tiempo el dinero me faltaba, al igual que padre, abuelo y madre. Nadie me enseñó qué estaba bien o mal, no tuve con quién compartir y de modelo a seguir solo tenía a un reflejo borroso y sucio en el río.

Educación, si se puede considerar así, tuve solo por ser obligato-ria. En esa cárcel de niños aprendí la teoría y aún más la práctica de defenderme de insultos y uno que otro golpe de aquellos que se creían mejores que yo. Recuerdo vívidamente aquel día en que Toño, niño de dimensiones extremas para arriba y a los lados, entró al salón decidido a sentarse en el pupitre que yo había escogido. Para mi suerte no había llegado la maestra y no lo hizo hasta que mi puño se encontraba de manera amenazante sobre la cabeza de Toñito.

Aún recuerdo vívidamente el miedo que sentí al ver a La mochita, mujer madura con un defecto de nacimiento, con una regla de metal en la mano: en su mano buena. Frente al salón, tal descubrimiento de bruja, espectáculo de ahorcamiento o fenómeno de circo, recibía las miradas y risotadas burlonas de Jaime, el prieto flaco; de Roberto, miope sobrecrecido; incluso de Paola, la niña más bonita del salón, la única de quien me avergonzaba que me viera en esta situación.

Manos al frente, palmas arriba: cinco golpes secos.

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El primer reglazo me enseñó a no golpear a mis compañeros; con el segundo supe que pelear era malo; el tercero me dijo que mi maestra era una bestia; el cuarto que el sistema escolar era una mierda; pero el quinto, el quinto me decidió.

Aquel fue el último día que asistí a la escuela.

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No comprendo la razón de su silencio, pero por las dudas alguien le haya envenenado los oídos con mentiras, quiero que sepa

toda la verdad por mi propia boca, después podrá juzgarme.

Boquitas pintadasManuel Puig

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El primer viaje

Dediqué mis días a aprender de la experiencia. Hacía lo que pagara, comía lo que llenara, dormía sin estar cansado, vivía sin querer vivir.

Mi familia se extendió a medida que pasó el tiempo. El negocio de mi madre daba frutos: hijos, quiero decir, por lo que en vez de ayu-dar a la economía, incrementaba el gasto. Tuve padrastros ocasionales, pero todos huyeron eventualmente. A mis 12 años tenía ya tres medios hermanos y lo único familiar que teníamos era lo bastardo. Mi madre, una soltera abandonada cuatro veces; niños de pueblo, sin educación ni aspiraciones, teníamos todo en nuestra contra. A pesar de esto mi ma-dre nos sacó adelante. Dejó su empleo y se dedicó a nosotros.

Mis hermanos y yo nos propusimos a convertir habilidades en ne-gocio, trabajábamos de albañiles, de cuidadores de ganado y de cultivo, hacíamos lo que se nos ofreciera. Supimos sortear la tempestad de la pobreza, deshonor y fracaso; todo iba, no quiero decir que bien, pero las cuentas salían. Así era nuestra vida, y aun y cuando los tres dejaron algo sembrado en mí, nunca vi parte de mi futuro con ellos. Amor fraternal no sentí, solo una responsabilidad más en el morral, la cual me disponía a dejar caer en cualquier momento.

Mi madre pasaba los años sin ganas y era consumida por la depre-sión, al grado de intentar quitarse la vida más de un par de veces, fraca-só siempre. No faltaba quien la cortejara, pero ella nunca quiso ver por un futuro; mucho después aprendería yo la razón de esto: un pasado escondido que jamás la dejó continuar.

La niñez me pasó de noche. Una noche fría de lluvia bajo un techo de lámina.

Gotas de vergüenza retumbantes, golpes constantes de recuerdos; brisa alimentadora de deseo por dejar la pobreza; aire de impotencia

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capaz de derrumbar árboles de frustración; rayos de furia para iluminar una sola esperanza: huir del pasado, no voltear atrás.

Fue así que decidí que era hora de escapar. La ciudad tendría algo mejor para mí, pensaba. Aquel pueblo solo me dio desgracia, era mo-mento de valerme por mí mismo, buscar las oportunidades que me brindara el camino. 18 años cumplidos me dieron la fuerza para despe-dirme de eso que no podía considerar un estilo de vida.

¿Vida? Poco sabía yo que el significado de esa palabra, aquel que tanto había buscado, siempre estuvo conmigo pero jamás fue mío. Esa partida fue mi mejor definición, la ciudad mi mejor diccionario. Yo, solo. Era momento de vivir.

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No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

Pedro PáramoJuan Rulfo

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Choque de trenes

Adaptarme a la ciudad fue toda una aventura. Cualquier detalle que pudiese salir mal, lo hacía. Viví tormentos, pasé hambre, pero por lo menos estaba solo. A nadie más afectaba mi situación ni económica, ni física, ni espiritual. Era yo solo contra aquella selva. Los primeros días viví en un círculo vicioso pues sin dinero, ¿dónde dormir? Sin dormir, ¿cómo buscar trabajo? Sin trabajo, ¿cómo comer? Me diqué a buscar trabajo, las noches las pasaba donde encontrara lugar, y engañaba al estómago con restos de comida que encontraba en los basureros de algunos restaurantes.

Dos semanas viví así, ¿vida? No sé si se puede considerar vida, pero así sucedió. Después de ese tiempo me permitieron, tras horas de rue-gos, trabajar de mesero en uno de los restaurantes que me alimentó los días pasados.

Fui rápido para aprender el oficio y así empezó a cambiar mi histo-ria. Con lo poco que me pagaban, junto con las propinas, me alcanzaba para rentar un cuarto a un viejo que vivía solo y amargado por su vida en declive. Yo no le prestaba atención, me reservaba a pagar mi cuenta y no desearle ningún mal. Aunque conocí gente, no logré cultivar amis-tades. Me sentía más solo en un lugar repleto de gente que en mi cuarto de paredes grises, una lámpara que casi no alumbraba, un escritorio roto y un catre que resultaba más incómodo que el piso de cemento. Así empezó mi vida.

Diez años pasaron y todo iba de maravilla, mi puesto de mesero evolucionó a gerente, mi triste cuarto pasó a ser departamento y mis conocidos se hicieron mis amigos. Mi existencia había comenzado a vivir. De aquel pueblo de mi infancia quedaban memorias vagas, recuerdos casi como de un sueño. ¿Sueño? Más bien una pesadilla; sí,

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una pesadilla de la cual logré salir y no planeaba regresar. Tal vez fue la maldición de tanta negación la que atrajo el siguiente evento.

Fue un miércoles, bien lo recuerdo, que recibí una carta. La abrí, me percaté que había sido escrita tres meses atrás, aunque en el sobre estaba escrita la leyenda urgente. El eficiente el correo postal. Lo abrí con extrema curiosidad, saqué la carta y comencé a leer aquella letra desconocida, se notaba en la escritura una tembladera extrema, tardé en darme cuenta que la escribió mi propia madre.

¿Cómo me había encontrado? Nunca lo supe. Diez años sin saber de ella, vaya, ni siquiera su recuerdo existía en mis pensamientos. Lo que alcancé a descifrar era que ella estaba muy enferma, el doctor le daba tres meses, vaya casualidad, ¿seguiría viva al momento que yo leía aquel escrito? Mi cabeza se alimentaba de dudas y curiosidad por saber cuál era el punto de aquella notificación. Resulta que en su lecho de muer-te mi madre quiso aclarar cuentas de su pasado. No puedo asegurarlo, pero por lo que entendí, fui uno de los pocos, sino es que el único, a quien tuvo que abrirse. Empezó por mencionar a mi padre y aquél día en que lo mataron a sangre fría en la cantina. En este punto yo pensé que, finalmente, estaba por enterarme del verdadero motivo del asesi-nato. Y sí, lo supe, pero éste pasó a segundo término a medida que seguí la lectura.

Mi madre se disculpaba en su carta una vez seguida de otra, mencio-naba su arrepentimiento por no haberme hecho partícipe de la verdad desde un principio y por eso haberme perdido de tan chico. Mis ojos iban más rápido de lo que mi cabeza alcanzaba a razonar al momen-to. El suspenso incrementaba, mis manos sudaban y sentía a mi cora-zón salirse del pecho. La sangre que salió de la cabeza de aquel muerto nunca fue la misma que la mía. Los años que sufrí por ofensas de niño abandonado nunca tuvieron una fuente verdadera. Mi vida de bastardo había sido una mentira. Mi padre estaba vivo.

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Vamos, sólo quien tenga que morir morirá, la muerte escoge sin avisar.

Ensayo sobre la cegueraJosé Saramago

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El tren al presente

Entra la noche, aquella figura desmoronada seguía sentada en la misma silla en la que lleva ya cinco horas. Las lágrimas dejan de salir. Se levan-ta súbitamente y toma un morral donde coloca un solo cambio de ropa. Decidido, sale del departamento, cierra la puerta de golpe y con paso apresurado. Lleva en su mano una fotografía. Deja la carta en la mesa de la cocina, abierta; algunas letras se han borrado por las lágrimas que la cubrieron, pero el último enunciado se distingue claramente:

Tu padre vive, perdóname, hijo, por esconderlo tanto tiempo, pero nunca junté fuerza suficiente para confesarlo;

fue una parte de mi vida que quise dejar atrás, espero puedas comprenderlo.

Con paso decidido sale de la ciudad, a pie. Dos días con sus noches pasan antes de llegar a su destino. Sus pensamientos son ambiguos, la vida que siempre soñó ahora puede tener un significado totalmente di-ferente. No puede quitar la vista de aquella fotografía. Su padre, caballe-ro de porte elegante, uniforme de guerra, semblante serio.

—¿Podré encontrarlo?—, se preguntaba a medida que llena su cabe-za de ideas, su paso se acelera. Se ve el pueblo a lo lejos. Cinco inhaladas profundas y empieza a reconocer su pasado.

…Gritos.

Angustia.

Humo.

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Se escucha de nuevo el silbato del tren salir de la estación. Una opor-tunidad final; el viaje definitivo; su última partida.

Inhala tierra y exhala cansancio.

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…y apoyado en ella se echó a andar en pos de El Idilio, de su choza, y de sus novelas que hablaban del amor con palabras tan hermosas

que a veces le hacían olvidar la barbarie humana.

Un viejo que leía novelas de amorLuis Sepúlveda

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Un tren fantasma

El Sol siguió su camino tras una despedida que el pueblo agradeció y así dio lugar a su contraparte la Luna, brindando tranquilidad y descanso.

Fue entonces cuando la niña leyó la última palabra de aquella no-vela. ¿Cuántas horas pasaron mientras leía? La oscuridad ya reinaba la ventana, la luz del faro iluminaba su imaginación. Alimentarse de anéc-dotas ajenas la llenaba, su estilo de vida vacío y aburrido estaba falto de acción, problemas y drama. Se adentró tanto en la ficción que se sintió parte de ella, como si ella la hubiera escrito en otro cuento; vivido, en otra vida.

Cerró su libro después de meditarlo largo rato y se dispuso a dormir. Esa noche soñó con la perfecta historia que la esperaba al despertar, la novela que le tocaba a ella escribir, esa de un tren con carga de vida que estaba pronto a salir de la estación.

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La edición de Tren de una vía, fragmentos, de Bárbara Luque, se realizó en febrero de 2013 por AZUL Casa Editora del Tecnológico de Monterrey, en la

ciudad de Monterrey, Nuevo León, México. Se usó tipografía Minion Pro.