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1 Ibn Callado EL BOIG (Novela)

EL BOIG (A)

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Las acotaciones

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Ibn Callado

EL BOIG (Novela)

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“Que el individuo se salve, sino la vida no tiene sentido.”

– Julio Cortázar

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1 Puntas de baquetas contra caja, cientos de veces por minuto. Piel

tendida, vibrando. Terremotos de aire en mil oídos, mirados de

cerca. Allí donde se ha golpeado ya millones de veces, ni un pliegue.

Círculo sonoro, tenso en su cerco, ejerciendo de alarma docta. Solo

las marcas de arañazos en el centro del tambor, como una calvicie de

música, y que hacia el borde van desapareciendo. Manos que sujetan

las baquetas, con giro genial. Muñecas gráciles, atentas al ritmo

general. Mangas uniformadas, desgastando el dobladillo contra el

borde de metal. Cuero de la correa, dando ángulo al instrumento

frente a la cintura. Calor del cielo, despunte desde el reflejo en la

caja. Agarre tradicional y antebrazos quietos, dos compases de

redoble y la banda ojo al parche. Sus botones no faltan, están bien

cosidos, bien abrochados. La chaqueta casi un poco grande, se ve

usada y grave, azul marino, con sus insignias. El busto no se mueve,

solo andan las piernas. Las manos ni se alzan, se lanzan al sonido,

dirigen. Ve las piedras de la calzada deslizarse bajo la sombra de la

caja. Una de la tarde y va rugiendo el sol de Levante, con las aves. Su

mirada huye y su rostro es sublime. Toda la genealogía del

Mediterráneo se ha vertido en él, como un secreto fenicio. Por eso

es primer caja, solista de la izquierda, que abre el paso junto a la

bandera. Donde puede hacer asombro, es acontecimiento. Hace los

solos y los otros le siguen, le miran, le atraviesan la nuca con la

expectativa. Nadie se preocupa por los vientos, porque son tantos

que no se puede distinguir el tono de ninguno. Van con el pasodoble

hacia el Ayuntamiento, por el camino de Alicante, cruzado ya el

puente del Serpis. Gente saludando en las ventanas, banderas

moradas y escarapelas, abarrotamiento de calles. En el revoloteo

pasan trajes y sombreros, se izan los pañuelos hacia la comitiva, se

ven corear a las pestañas. Pero Quim no quita los ojos del horizonte,

tiene el garbo del torero al andar y va delante, tambor al hombro.

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Doblando hacia el recodo, la Colegiata quemada. Dicen que fue la

Pava pero eso es mentira – la quemaron los del POUM. Los viejos se

apoyan aun a sus tapias y no se manchan de hollín, o no se les ve la

espalda. Varios caballos, algunas mulas cargadas. Uno gordo,

concentrado en soplar dentro de su tuba, casi pisa a Quim, con lo

que los de atrás arrastran el paso. Él ni caso, él sigue hacia la

Avinguda de Beniopa. Pasos certeros, barro bajo el charol. Segunda

parte del pasodoble, ornamentación floreada. Doblando a la

izquierda, más mulas, algunos milicianos lisiados con muletas, viejas

todas de negro, mano en ele delante de la boca. Olor a boñigas,

arrugas, cebolla y angustia, gritos de unión y fuerza, zarandeados

desde la acera. Sudando chorros, críos correteando entre las

carretas, hurgando arena. Paran el desfile. Están los grillos y el

bochorno húmedo del arroz sumergido y de la chufa. Desde donde

hay olor a hambre y azafrán, tras los compases finales, se oye el tren.

Quim lo conoce, llega de Valencia. Trae suministros, municiones,

baquetas de tambor si tiene suerte. Ahora el edil sube al estrado,

endomingado con la tricolor enganchada al cuerpo. Habla de lucha,

de esfuerzo y de belleza levantina, entorna la voz casi chillando, y el

pueblo le responde con vivas. Quim recibe la mirada oficial y les da

dos compases de preludio. Himno de Riego, ondeando con el

concejal. Compite con sus redobles la sinfonía anárquica de la

descarga de vagones. Se levanta el paso, avanzan. Tras ellos, los que

pueden desfilar, los que no están muriendo en Teruel. Los niños les

siguen, olvidando con los festejos el derribo de sus infancias, y las

mulas con sus ojeras para que no se asusten del gentío. Hay balazos

en las fachadas, de los días en que ardió la Colegiata, pero a nadie le

importa eso ahora. Se vienen viendo los muertos de Valencia en los

periódicos desde hace semanas y eso asusta. Radio hay, eventos

como este, pero Quim está seguro de que si sigue así la cosa, tendrá

que ir. Que le van a caer los dieciséis como una bala en el frente.

Cuando piensa en eso, se aferra todavía más al roble de sus baquetas

y no le salen bien los redobles largos, pero a nadie le importa eso. Va

subiendo un calor también desde la calzada, con todo el veneno

acuestas. El alcalde enjugándose la frente con un pañuelo que lleva

en la solapa, su rocío ardiendo empapa la tela blanca, pero no tiene

tiempo de guardárselo de nuevo. Crispa los labios, y entonces se

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oyen gritos desparramados, ya no con el mismo color. Debajo de los

bordones, Quim escucha otro estruendo, más fuerte que el suyo,

más violento que sus notas. Una avispa metálica, quizás – piensa – o

el concierto de toda la hambruna de España, elevándose. Las cabezas

se destornillan, buscando en el cielo el origen del barullo. Ya se hace

ensordecedor, las ojeras no bastan para calmar a las mulas.

Movimiento enfático, de los que no tienen marcha atrás, confusión.

Nadie habla, se guardan los pañuelos. Algunos clarinetes solos

terminan la frase en diminuendo, el resto se han callado y escuchan.

Y es ahí cuando un niño, encaramado a un arbolillo para ver pasar al

comité, se pone a gritar:

– Que ve la Pava! Que ve la Pava!

– Tots al Quico! – surge otra voz. Remolino amplio y caótico, se ve

desde las ventanas como una carrera de ciegos. Los puntitos en el

cielo insisten en acercarse, tumban el ala izquierda para sobrevolar la

playa de Xeraco. Su rugir se intensifica, el pavor se sienta en el

trono. En los portales se agolpan los vecinos, sale gente de cada

edificio con la cara golpeada por el miedo. Quim no sabe muy bien

qué hacer, porque ni casa le queda. Sigue a la gente y, paso ligero, va

volteándose para ver los gavilanes. El refugio está lejos, no le va a

dar tiempo, lo importante es alejarse de los núcleos, del

ayuntamiento, de la estación. Va hacia el local de la Unió Musical, al

menos por dejar la caja y que no corra el riesgo de rajarse. Por la

calle que lleva a la Unió no va nadie, y los tres bombarderos están

por la montaña acabando el giro que les pondrá en dirección al Grao.

Y allí busca desesperadamente en sus bolsillos, como si una culebra

se le hubiese colado en el uniforme. La llave no llega, igual la ha

perdido en el jaleo, no recuerda nunca haber tenido que buscarla

tanto tiempo.

– Xè, la mare que va…

Al sacar las llaves cae la primera bomba en la calle Alfaro, seguida de

múltiples detonaciones que le empujan el aire hacia el fondo de los

pulmones. Con ejemplar torpeza, a Quim se le escapan las llaves de

la Unió dos o tres veces. Consigue entrar al tiempo que oye cristales

haciéndose añicos dos calles más lejos. El bombardeo se acerca, los

motores de los gavilanes crujen en sus oídos. Detrás de la mesa de

mármol donde van las partichelas, Quim se hace un nudo de pies a

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cabeza, y se queda muy quieto para no oírse respirar. Agarra la caja

con fuerza, le duelen los muslos de clavarse las varillas del casco al

abrazarla contra sí. Huele a papel viejo, a húmedo y a hibisco. Los

muebles tiemblan, las ventanas traquetean y el yeso se desmorona

del techo. Las grietas dan al estuco un aspecto de falla tectónica, bajo

la polvareda que se levanta en la Unió. Quim no cree en la venganza,

pero sí en el horror. Con cada explosión, sus sueños se tiñen de

blanco. Tras la sordera, aún queda ruido, y pronto un aullido

inimaginable se materializa. El aliento de un gigante sin nombre que

le eriza los pelos de la nuca a Quim, y le levanta la cabeza con severa

convulsión. Continuo y enorme, como miles de cataratas. Un ruido

como de agua mortal, rompiendo los diques. Piensa que se les viene

el mar encima, porque otra cosa no puede ser, y de un golpe deja el

tambor y sale corriendo por donde vino. Si va a morir, tiene que

saber cómo. Desde la calle no se ve el mar, y sigue corriendo con un

puño en la garganta. Las cataratas se acercan y decide subir a algún

tejado para no ahogarse, pero el ruido le promete que ni tejados van

a quedar. En la esquina de Loreto con la calle mayor se encuentra

con una escena de terror – mulas desplomadas, una casa derribada y

el cadáver de un viejo bajo los cascotes. Se le han explotado los

intestinos y yacen esparcidos por la calle. Quim no pierde un

segundo y penetra en el primer portal, que está vacío porque todos

se han largado al refugio. En la escalera resuena el estruendo con

mayor insistencia y Quim alocado se engulle los escalones de a tres.

Llega al segundo piso y vislumbra un balcón, al que se lanza con

expectativa. Y es ahí cuando ve al monstruo – dragón del infierno, se

come el aire por delante y lo escupe por atrás, pasando a vuelo raso

por encima de su cabeza. Destello de fantasmagoría, emerge y pasa

arrancando las tejas, le tira al suelo con su viento. Grande como una

cancha de fútbol, blanco y naranja, más veloz que un telegrama, no

se sabe si está vivo o si es una máquina. Eso no es uno de los

bombarderos italianos que les asedian desde hace un año, sino algo

muchísimo peor. Oye los antiaéreos vaciándose inútilmente en

dirección del dragón, y del vientre de éste caer las bombas, unas

bombas cuadradas y brillantes, pesadas. Los sublevados, que pactan

con los alemanes y con los italianos, deben de tener acceso a un arma

secreta. Y con esa reflexión, Quim se prepara a morir. Se imagina

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que si la Pava mata, esto aniquila la raza al completo, y que de

Valencia no debe de quedar ya más que el humo. Para mayor

sorpresa, las bombas no explotan al caer en la calle, justo debajo del

balcón donde está Quim. Del golpe, una de ellas se abre, cual si

fuera una maleta, y su contenido se desparrama casi en línea recta

por la inercia. Todo ocurre muy rápido, y en un santiamén el dragón

se vuelve a comer el cielo, subiendo sin parar hasta que se le pierde

de vista. Queda un olor dulce y ácido tras su paso, aroma insólito,

agradable pero que marea, que huele a veneno también, ninguna

flor. Cuando se amaina el ruido de cataratas que emite, queda, en la

otra dirección, el de la Pava alejándose hacia el mar, el de palmeras

ardiendo, el de la muerte. Pasado el susto, Quim se aferra al balcón,

desorientado. Esto nunca lo ha visto nadie, y ahora seguro que la

República está perdida. Le pitan los oídos con ganas, pero consigue

discernir claramente las bombas de la Pava cayendo sobre los muelles

del Grao. Siguen alejándose, la polvareda se eleva por encima de los

edificios del centro. Ya no se oye al monstruo. Sensación de

irrealidad, peso vacante de los gritos humanos que de nuevo se

escuchan alzándose por los tejados. Todo está blanquito de cal y las

columnas de humo van creciendo hacia lo alto de la tarde. Poco a

poco, Quim vuelve en sí. No puede quitarse de la cabeza la idea de ir

a ver qué es lo que ha tirado el bombardero, aquello que no ha

explotado y que permanece allí, bajo el balcón, desperdigado por la

calle. Desde la altura, puede ver algunos de los objetos que ha

liberado la bomba al romperse. Parece ropa, y se pregunta si de

verdad es una bomba. Se oyen las campanas de la ambulancia que

viene a recoger a los heridos, pero nadie ha llegado aún a la esquina

desierta donde yacen el viejo aplastado y el misterioso regalo del

dragón volante. Quim espera un momento y baja. Piensa que si no

hubiese entrado al edificio, si se hubiese quedado en la calle, la salva

aérea le habría escalabrado. Se queda en el portal, van pasando unas

viejas. Una reconoce a su marido, se echa al suelo delante de él,

sentada encima de sus tripas con irreprimible caudal de lágrimas.

Otra vieja que va pasando se asusta al ver las bombas, se va

corriendo, gritando, hesita un momento al pié del viejo muerto,

intenta convencer a la mujer arrodillada de seguirla. La otra la

rechaza y ésta se marcha, su silueta de tonel desdoblándose tras la

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nube de escombros. Queda la pila en medio de la calzada, escultura

del miedo que Quim quiere torear. Según se acerca, a pasos

pequeños, vuelve el malestar. Y entonces ve que eso es ropa y libros.

Y artilugios que no ha visto antes. Se pregunta para qué puede servir

todo eso, si ha sido ataque o accidente. Mira hacia el cielo, hacia el

balcón donde estuvo, preguntándose si todo aquello lo había visto

con sus propios ojos. Picor en la nuca, orfandad acuestas, Quim se

decide a examinar la escena de más cerca. Pero la vieja arrodillada

interrumpe su lamento para oponerse:

– Eh, xiquet…no tocs això, per l’amor de Déu!

Quim se detiene y mira a la vieja – faldas y riñones, toda para abajo

se viene. Es como si todavía pudiese salvar a alguien, aunque ya no

fuese el marido. Le toca decirle que no importa, que ya es igual.

Pero no tiene ni conciencia de tener voz para alzarla, se ha quedado

afónico, o en todo caso no sabe pensar en su voz. Y no le dice nada,

y sigue, un poco más despacio. Si explota esto va a tener dos por

llorar, la vieja, piensa, y sigue.

– Allunya’t d’allí, xiquet! No veus que pot explotar en qualsevol moment?

En torno, las campanas de las ambulancias llegan desde todas partes,

aún hay derrumbes. Se oye a la gente salir del refugio, movilizándose

para ayudar. Quim se agacha ante el primer objeto, caso omiso de las

advertencias de la pobre mujer. El objeto parece macizo y

decididamente extraterrestre. Pero un vistazo deja entrever objetos

reconocibles, humanos –peine, botella, cepillo, libros. La ropa lleva

colores muy vivos, extrañísimos, alguna moda fascista. Al ver que

Quim no desiste, la viuda se aleja despavorida, dejando de lado a lo

que fue su marido, y le espeta al chico a distancia:

– Tu el que eres és un boig!

Y tocando al fin la supuesta bomba sin consecuencia alguna, se

percata de que es una maleta, después de todo. Son maletas, sin

lugar a dudas. Maletas de alemanes, o de italianos, o hasta inventos

japoneses. Pero maletas, sí. Un esbozo risueño en la cara de cal, y

oye que vienen ya los del camión Berliet a levantar al viejo. Conoce

la campana y el sonido del Berliet, que es un motor diesel, último

modelo. Y se le ocurre que el arma secreta podría ser un avión

diesel, rapidísimo y gigantesco, una tecnología desconocida en

España, cuentos de hadas. Curiosidad, más allá del pellejo. Sudando,

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coge las maletas, aun con un poco de miedo, y se las lleva al portal, y

va como puede con las maletas, y hace otro viaje y las va

escondiendo, así rápido, arrastradas porque pesan un huevo,

aprovechando que todavía no ha llegado la ambulancia. Las va

subiendo hacia el piso que está abierto, aquel por donde se había

asomado, se queda en el tramo de la escalera. Sabe que va a devolver

las maletas cuando el propietario del piso vuelva de la catástrofe,

pero solo quiere un poco de tiempo para ver lo que hay adentro, tan

solo unos minutos y se ira, piensa, tampoco es traición ni nada.

Forcejea con la cerradura de la primera maleta intacta, pero no es

mucho pues ha quedado debilitada con la caída, y logra abrirla en

seguida. Así es como Quim Mifsut Rosselló entra brutalmente en

contacto con el libro Historia del Siglo XX, de James H. Frampton et

Rebecca Carter-Enid, traducido al castellano por Eduardo Ponce

Villegas. Bajo él, otros libros en castellano, de aspecto igualmente

excéntrico y paradoxal, con la espina partida. Alcanza a leer algunos

títulos de una ojeada, se queda pasmado con ellos y le entra otra vez

el pánico. Paralizado, escucha voces en la escalera y sabe que ya es

demasiado tarde para ponerse a leer. Se guarda el libro de historia

bajo el uniforme, sujetado entre su cuerpo y el pantalón, y deprisa,

que vienen subiendo los milicianos, ya se oye el Berliet en la esquina.

Alguno divisa a Quim desde el piso de abajo:

– Xiquet, estes bé? Hi ha ferits ací?

– Estic bé…però no, crec que no hi ha ningú… – responde Quim, con

cautela. Va bajando, lentamente, cuando el miliciano descubre las

maletas. Durante un momento, permanece a dos peldaños del portal

pero no quiere incriminarse al salir corriendo. Las manos ebrias se le

vuelcan en los bolsillos. Debe de actuar con naturalidad pese a lo que

acaba de ocurrir, pero el miliciano tiene ya los ojos como platos:

– I això què és?

Quim traga saliva, le tiene que salir bien o el regaño no será poco, así

que entonces par de huevos:

– No has oïda a un monstre pels aires, quelcom pitjor que la Pava?

– Així se li pot cridar…què ha sigut?

– No sé el que era, però m'ha eixordat les oïdes i ha tirat totes estes maletes

en el cantó del carrer, i vos les he deixat ací en el portal…bueno, m'he

d'anar, adéu…

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– Adéu… – repite confuso el miliciano, mientras va saliendo Quim

por la puerta, un tanto más estirado que lo normal. Los demás que

han llegado ni se dan cuenta de él, están ocupados recogiendo al

muerto. Ganas de toser, pero es el momento. Doblando la esquina,

se saca el libro del pantalón y echa a correr para la Unió sin mirar

atrás ni una sola vez.

No es más que arena. Llegan en camellos, zarandeándose por las

dunas, y estos se ponen de lado para bajar las cuestas blandas. Hoy

no hay viento, y se han puesto de acuerdo para venir. Lo han oído sin

dificultad desde el Adrar de los Iforas, despertando al desierto, ya

están al corriente. Desde años sucede, este no será menos. Han

esperado dos días, los buitres se han quedado hambrientos. No hay

sangre ni fuego, solo metal medio calcinado, retorcido y maloliente.

Vienen a recuperar lo que puedan, para revenderlo en Goa o en sus

poblados. Las zancadas de los camellos levantan nébulas de roca, ya

era hora de llegar. Se sientan, las chilabas sucias y leales, la piel

endurecida, dan de beber a los camellos. Se sientan sobre un ala y

meriendan, han traído cosas, al sol le queda un buen rato, prisa no

hay. La sequía ha terminado hace cuatro años, y los ha vuelto mudos,

se han hecho profetas. Son muy jóvenes, la mitad ni siquiera tiene el

velo índigo, sino negro. Sacan el pan de sémola y el caldo, han traído

carne seca, la van cortando, se desmenuza sola, la van repartiendo.

La arena cuece el pan y las ideas se endurecen, y cuando llega el

hambre todos están coordinados por una mano invisible, se mueven

sin abrir la boca, se entienden, se estiman, se necesitan. El desierto

les acoge y no rechina, lo adoran y le ofrecen su libertad a cambio de

ese cobijo. Han puesto mantas sobre el metal para sentarse, porque

con el sol el ala hierve, escorada en tierra ocre y perpetua. Aunque

ya no vuele, el ala destrozada sirve todavía el propósito de darles

asiento, no les importa, nunca han volado ni creen que deban. Es un

festín, se ceban, les va a hacer falta para el trabajo. Tras veinte

minutos, sacan herramientas, picos, mazas, palos, sierras de mano y

hasta una sierra eléctrica. Los camellos se reposan del viaje, bien

domados, con la brida pasada por un taladro en la nariz. Se dividen

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en grupos para aserrar el avión por todos los lados, recuperar el

metal intacto, separarlo del carbonizado. Los motores están en buen

estado, pero saben que el hecho de venderlos les traería problemas,

así que asierran solo el metal que los recubre y dejan el resto. Los

buitres no se han podido saciar con nadie, cesando sus vuelos

circulares a favor de mejores candidatos, pero los tuareg se van

comiendo al avión muerto, para que acabe sirviendo de techo a una

chabola del Sahara. En el eco de arena se pierde el martirio de la

sierra eléctrica cercenando aluminio, los choques y silbidos de su

desgarramiento. Según el sol describe su arco, el aparato se va

quedando despojado, maltrecho, al esfuerzo prolongado de los que

lo desmontan. Y ellos mismos, a fuerza de trabajar con tan burdas

herramientas, cobran con la tarde la misma apariencia disminuida

que su víctima. Beben leche de camello para restaurarse, un grupo va

juntando la chatarra, los demás acaban el despiece. Siguen sin hablar,

apenas usan sonidos para llamar a alguno, a que venga a ayudar allí

donde se le haga falta, a que traiga un martillo, a que lleve agua. Los

únicos que se atreven a expresarse continuamente son los camellos,

tan gregarios, que se deben de contar sus fechorías sentados a un lado

de este incomprensible trabajo, a juzgar por la variedad de sus

rebuznos y soplidos. Los tuareg no escatiman esfuerzos, se dan

aliento los unos a los otros con firme palmada en la espalda, levantan

paneles inmensos en equilibro sobre sus cabezas, protegidas por el

velo acolchonado en su corona. Bajo las chilabas que disimulan sus

arbóreas musculaturas, no parecen tan fuertes, parece que los trozos

de metal se les van a caer, que les van a aplastar con su peso. Van

juntando los paneles, haciendo bultos y cargándolos a medida que los

camellos, que adivinan el fin próximo del reposo, se van quedando

sin conversación. Concluido el hurto, se preparan un último té, van

sorbiendo poco a poco para no llenarse, porque les queda el duro

retorno con todo acuestas. Están lejos de la desilusión europea con el

comunismo y, sin saberlo, representan su forma más depurada y

espontánea, la única que nunca haya funcionado. Son una veintena,

sus caras al fuego fulguran, pasándose el cáliz para beber, hermanos

de la sombra. Han hecho un buen trabajo y sus tacitas miradas se

congratulan, quietud efusiva, al lado de camellos ansiosos. Van

montando, se organizan, despliegan tela para amarrar la chatarra. Y

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es la señal, y por donde han venido se marchan, bordeando las dunas

hasta perderse en el brillo sangriento de la noche que gana terreno.

La luna no está, se quedan las indómitas estrellas presenciando la

llanura de arena oscurecerse, se cuelan los reptiles por entre las

piedras, ha llegado su hora para cazar. El terreno ha sido aplanado,

las duras marcas del aterrizaje, surcos que el viento va cubriendo e

ráfaga en ráfaga, se alejan varios cientos de metros. Hacen eses antes

de que la noche los disimule en la lejanía, se entierran más

profundamente a proximidad del chasis hurtado. Éste se ha

convertido en un buen escondite para los escurridizos que van

dejando arabescos en la arena, lo examinan curiosos. Una serpiente

se enrosca en uno de los motores, ilesos del despiece, y desaparece

entre las palas de la turbina, emergiendo por la tobera. Es tan larga

que casi se puede ver su cuerpo por los dos extremos, da la

impresión de un parásito bíblico, consumiendo metal. Y cae la noche

entera, liberándose una cacería entre reptiles y mamíferos, aguijones

y pedipalpos, una carnicería que no se ve en ninguna parte. Poco

importa el avión, o lo que de él queda, no es ahora más que uno de

los escenarios de la lucha milenaria por la supervivencia, de tal

manera que pasa desapercibido. Por ser esto el Sahel de noche, por

tratarse de especies subhumanas sin consecuencias políticas, porque

la jerarquía se ha acabado mucho antes, y es aquí de otra índole, de

otro talante. Los roedores caen por decenas esta noche, la caza es

excelente. Los escorpiones no tienen ni que pelearse entre sí para

obtener una pieza, es que el avión está allí donde no hay nada, en

kilómetros y kilómetros a la redonda. A todos desconcierta el hecho,

pero hay quienes saben aprovechar el desconcierto. Y porque la

lentitud es la principal desventaja de la sangre caliente, en el

movimiento y en la reacción, estos damanes caen como moscas entre

las mandíbulas de las víboras. Discurren así horas hasta los primeros

rubores del firmamento, con una larga pincelada diluida se puebla de

luz. Desde la claridad surge una curiosa silueta, cuerpo de zorrillo y

orejas de liebre – es el fénec. Antes de irse a dormir a su

madriguera, tiene que saber qué es lo que pasa en medio del

desierto, de su desierto. Con sus orejas puntiagudas ha detectado la

horrible presencia humana, los chirridos de las sierras, los picos y los

palos deshaciendo el metal. Ha olido a los hombres, recuerda un

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jaleo descomunal dos noches atrás, inexplicable. Nunca ha oído algo

parecido, para él que debe de ser una hecatombe. Ha juzgado que

debía esperar, y toda la noche ha oído la guerra implacable entre las

bestias, los deslizamientos de escamas sobre la arena, los sonidos

imperceptibles en la garganta del roedor, ya dentro de un estómago

alargado. Si estos bichos siguen comiéndose los unos a los otros

después de todo, quizás no haya nada que temer, intuye el fénec.

Pero no se puede fiar, no se queda tranquilo, no está en su

temperamento. Y viene a ver, zorro recio, aristócrata de la planicie

seca, pero no sabe lo que es. Cuando llega al pie del extraño

monumento, la batalla a ras de suelo ya ha terminado. Algo ocurre,

un trozo de metal carcomido cede, emite un chillido descomunal y

se desploma, con lo que el fénec echa a correr inmediatamente. Pero

su huida no se prolonga por demasiado tiempo, porque el silencio

que sigue le deja pasmado y se vuelve a mirar casi en seguida. Todo

sigue quieto, no parece estar vivo de ninguna manera, ni siente su

presencia. De nuevo se dirige hacia el misterio, despacio. El olor es

punzante – ha habido fuego, pero el fénec descubre otras pistas que

no conoce y se lanza a investigar, husmeando el metal con menos

miedo. Recorre palmo a palmo, hocico en la arena, todos los

rincones del objeto, como quien lee. Y es que, cual un libro, los

olores comunican datos claros, hasta pueden contar historias con

todo lujo de detalles, y el fénec analfabeto descifra sin error la que le

cuenta el avión.

Los bancos que están más lejos quedan vacuos desde hace meses,

maculados de firmas angulares hechas al rotulador. En éste aún se

reúnen a la salida del instituto, porque es el que está situado más

cerca de la calle y de los pisos. En mitad del parque, en una

espectacular glorieta, columpios y toboganes solo son vestigios de un

tiempo en que al parque llegaban niños, con sus familias, a pasar un

rato con los amigos, a trepar las estructuras, a merendar y a reír. Las

madres que traían a sus hijos desde la puerta del colegio repartían

bocatas de chorizo y de nocilla, envueltos en papel de aluminio,

conversaban entre ellas de precios, de maridos y recetas – a ninguna

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se la ha visto más, ni por el parque ni por las calles. A este nuevo

desierto acuden solo algunos grupillos de jóvenes, determinados en

guardar lo poco que les queda por defender. Hoy se han quedado

más tarde alrededor del banco, por motivo de una conversación que

se envilece. Gesticulan, se interrumpen, juegan con sus gorras.

Llevan las viseras arqueadas a un ángulo de la frente, y un mechón

liso les entorpece la vista. Como es viernes son más de lo habitual,

casi una decena. En otros tiempos habrían hablado de sus novias, de

fútbol, de sus profes, de videojuegos, habrían planificado el fin de

semana, pero el barrio está aterrorizado y ellos no son menos. Uno

de ellos, que lleva el pelo casi al cero, se baja un fondo de kalimotxo

en pocos segundos, antes de exclamar:

– Lo que pasa es que estáis acojonaos, pero si no hacemos nada vais a

seguir acojonaos, y no va a cambiar nada, y estos hijoputas van a

seguir matando a colegas…

– Joder, tío, ¿y qué quieres que hagamos? – le espeta otro.

– Pues hostias, que vayamos a por ellos, que nos carguemos a un

sudaca de una puta vez por todas, vais a ver cómo se les acaba el

chollo…

Súbitamente, hay entre los amigos un malestar descomunal, tácito

asombro que nadie se atreve a romper. El rapado reacciona ante el

silencio que se le derrumba encima:

– Joder, si es que es la leche, si es que sois unos maricones, unos

cagaos, a eso hay que echarle un par de huevos, ¿a ver si es que os

creéis que los picoletos van a encontrar a los asesinos, y que si los

encuentran va a haber justicia?

– Ya – interviene un tercero – pero es que después la justicia le va a

acabar dando razón a los sudacas con que en España somos racistas, y

eres tú el que va a acabar en el trullo, y los asesinos van a seguir

libres, por ahí, libres de matar a quien les salga de los cojones.

– El Javi tiene razón, Mateo…

Varios aprueban la opinión, pero otro, que hasta aquí no había dicho

nada, defiende al primero:

– ¡Que no, tío, que no! Que este es nuestro barrio, que son nuestros

colegas, que es nuestra puta responsabilidad de controlar a esta

basura, que se vayan a su puto país, que aquí no nos van a ayudar ni

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los maderos, ni los jueces, ni nadie. ¿A qué esperas, a que maten a

tus padres, a tu hermano, a tus colegas, a ti?

– Me cago en tu puta madre, Beto, qué pringao eres…

– No, Javi, pero es verdad y tú lo sabes.

– Pues como no lo hagamos nosotros – añade Mateo – esto no lo va

a hacer nadie, que os lo digo yo.

– Pues vaya cruz – comenta uno.

– Que no es solo aquí, coño – remata Beto – que esto está pasando

en toda España ahora mismo, que nos están invadiendo, ¿o por qué

os habéis creído que vuestros viejos no encuentran curro? A ver…

Y tras un momento, el más gracioso de todos desactiva la bomba:

– A ver, a ver, el Beto – lanza – pasa el peta, que no es un puto

micro...

Como un reloj, se ríen, hormonales. La mayoría de los muchachos

acoge bien el cambio de conversación, pero Mateo está aún muy

molesto. Apenas sonríe, declina la invitación a salir al garito del

viernes, sacando el móvil para enviar un texto a su novia. Los demás

se arremolinan un poco, intentan convencerle sin éxito. Comparten

las últimas caladas del porro según cae la oscuridad sobre Alcorcón.

Al final se separan de Mateo, quien despega en sentido contrario al

del grupo, bordeando el parque hasta el cruce de su calle. Los otros

cogen el autobús, tres paradas hasta el Rommel, con la litrona

escondida en la chaquetilla. El conductor les advierte que no quiere

líos, uno le contesta que no se preocupe, que se bajan en seguida. En

los tres minutos que dura el trayecto, se acaban la litrona a morro.

Cuando el autobús frena en la parada del Rommel, dejan la botella

rodar por el suelo hasta el conductor, y ésta se rompe

estrepitosamente para mayor inri del mismo. Es un hombre mayor,

arrugado, respira hondo, aguarda inmóvil un instante para razonar,

decide que no vale la pena y arranca. Juzga que en el taller, con una

escoba, no va a quedar ni rastro del delito, que la policía no los va a

coger, que le puede salir el tiro por la culata, que ya bastante

violencia hay. El autobús se aleja por un paisaje industrial, detrás de

él, un descampado árido, las luces ácidas de la ciudad desde la

guarida periférica. Un azul metálico muerde el cielo salpicado de

aviones, tras nubarrones, la semana se desangra. Delante del

Rommel, al otro lado de la calle, una multitud se agolpa en torno a

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la puerta. Las chicas, poco más que niñas, se van remangando hacia

abajo la minifalda, que de todos modos es demasiado corta, van

pintadas como en un videoclip, alardeando y rezumbando

lascivamente. Van sacando los DNI falsificados, que les han costado

un riñón para poder beberse el otro, los enseñan con las manos

extendidas en el aire, histéricas.

– ¡Yo, yo! – le gritan al portero – ¡déjame entrar a mí!

Son como un rebaño alborotado, con sus melenas que han estudiado

horas en la tele, con su mareo acuestas de pachulí medio floral. Pasan

lista de los chicos, con calculadas poses aprendidas. Una entorna sus

ojazos, cargados de maquillaje y pastillas, al musculitos que está en la

puerta, mostrándole el carné:

– Que no – dice éste – que tú no tienes dieciocho.

– Jo, chato, ¿es que no sabes leer?

– Si no te lo crees ni tú – le responde el portero – ¡Hala, aire!

En el garito, un olor a retrete se mezcla con el perfume pesado, con

el whisky sucedáneo, se infiltra nauseabundo en los pulmones. Los

jóvenes se empujan unos a otros para llegar hasta el fondo, está todo

abarrotado hasta la barra. La pulsación exacta del bombo inunda el

pecho, pasa eléctrica por los pies, sube en espasmos por las piernas.

En el gentío los roces se exacerban, algunos aprovechados se pegan a

los culos de las muchachas, otros se hacen pulso con sus cuerpos,

abriendo camino. Con un calor como para atolondrar a un

zoológico, todos dedicándole a la sed sus últimos pavos, alzando

minis religiosamente en una ceremonia exaltada por el

estroboscopio. Javi llega a la barra del Rommel entre empujones

cada vez más ensañados, mostrando billete para atraer al camarero,

aunque no es el único y estima que puede ser larguísimo antes de que

le atiendan. Es una jungla intensa, donde relinchan los caballos como

en un combate, a cámara lenta los ve, los cuellos irguiéndose entre

descargas. Sufren por beber, por ser servidos, sin distinción de clase,

sexo u edad. Pesa sobre ellos la semana, pesan las asignaciones

pendientes del verano, las luces titilantes de la madriguera

suburbana. Al lado de Javi hay unos canis colocados, se da cuenta

porque tienen las pupilas dilatadas y casi no respiran del subidón que

llevan. Más lejos, pujando por mantener los codos en la barra, un

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grupo de chicas se pone a cantar sandeces al ritmo omnipresente del

bombo electrónico:

– Que atiendan ya, que el público se va, la gente se menea y el

público se mea…

Tras varios minutos, Javi casi atufado entre el calor y la gente, el

camarero, un greñas desposeído, se le acerca inquisitivo.

– Cuatro minis de kali, por favor – le contesta Javi.

El viaje de retorno hacia sus amigos es un fastidio, intentando no

vaciar el kalimotxo encima de nadie, prever los empujones antes de

que sucedan, no suscitar peleas con los roces. Con algunas gotas de

menos, llega al grupo. Le reembolsan sus partes y se ponen a beber a

una velocidad descomunal, bajando los minis como el agua.

– Oyes, que privéis más despacio, ¿no? – protesta Javi, poco deseoso

de verse repetir la tarea.

– No te chines, colega, que ya habrá otro para la próxima ronda…

Y allí mismo, recién terminada esta frase, empiezan a sonar hordas

de teléfonos, todo tipo de canciones a la moda, de timbres, de

campanillas. Masivamente, cientos de cabezas se agachan hacia las

pantallas azuladas que alumbran su sorpresa. Sin que haya cesado la

música, se rompe el telón, cambia el humor de todo el mundo. Hay

como un silencio hecho de silencios individuales, y el bombo se

queda solo, rebotando en la distancia.

– ¿Qué coño ha pasao? – indaga Javi, quien no lleva el móvil, pero

nadie le contesta, sus amigos se han quedado esculpidos bajo el

sudor, escrutando el mensaje recibido. Hasta que hay uno que le

muestra el teléfono, se lo pone delante de la jeta para que lo lea él

mismo, sin pronunciar palabra. Lejos, la música ha dejado de

atronar, y puede leer en la diminuta pantalla, atónito:

ESKORIA LATIN KINGS AKBA D ASESINAR SIN RAZON A MATEO

SANCHIS A PUÑALADS KEDADA N LAS KANCHAS DEL KOURA

MAÑANA ALKORKON UNIDO SOLIDARIDAD EN EL BARRIO PASALO

ESTO ES LA GUERRA!!!

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– ¡En efecto, teniente, esto es la guerra, y ello demanda, a mi

parecer, un poco más de seriedad!

– Mi comandante, no es mi intención hacerle perder el tiempo, pero

es que…

– ¡Vamos ya, Molina, que me ha puesto usted cualquier cosa en este

informe, que no tiene ni pies ni cabeza! ¡Y vaya suerte que tiene de

haber topado conmigo, que si le da usted esto a otro mando, lo

mismo le fusilan, que peor se habrá visto por aquí!

– Mi comandante…

– ¡Y dale, que no insista, Molina!

– ¿Y si es un arma secreta? Más bien nos fusilarían a los dos por no

haber dicho nada…

El comandante Berraza se queda mudo, se rasca la nuca, pensativo.

Entra una luz muy tenue por el ojo de buey, ya se está acabando el

día y Molina está agotado.

– ¿Un juguetito alemán, quizás? – se pregunta Berraza en voz alta.

– No me sorprendería para nada, comandante – se apresura a añadir

Molina, un paso al frente de entusiasmo.

– Bueno, bueno, sin saltar a conclusiones, pero lleva usted razón,

teniente, hay que ser prudentes, por lo que pudiera ocurrir, así que

sin más tardar voy a llamar al General Jáuregui, a ver cómo le pongo

todo esto. Gracias, Molina, puede usted retirarse.

– ¡Mi comandante!

Molina se cuadra ante su superior y se prepara a salir de la

habitación, pero el comandante cree conveniente de agregar una

advertencia, con tono especial:

– Lo que hemos hablado aquí, teniente, lo que ustedes han visto hoy,

no lo puede usted repetir, a nadie, ¿está claro eso?

– Sí, mi comandante.

Con esto, Molina cierra la puerta, se van alejando sus pasos

marciales. El comandante se aclara la garganta, la mirada entornada,

empuña el teléfono, no sin hesitación, y acaba por marcar dos cifras

con el disco:

– Con el General Jáuregui…Berraza, aeródromo de Llíria…

Atravesando el largo pasillo del sótano, Molina no puede evitar

fijarse en las caras maltrechas de los que se refugian allí, por falta de

lugar en los hospitales, porque han bombardeado sus hogares,

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porque vienen huyendo desde el oeste, porque buscan a sus

familiares. Normalmente, el teniente experimenta una sensación de

orgullo cuando la gente le ve vestido con su uniforme, convencido

de estar defendiendo los mejores ideales con su vida. Pero lo que ha

visto hoy le ha dado miedo, y eso se palpa con una mirada. Subiendo

el pasillo hacia la escalera, Molina se siente desnudo por primera vez,

como si cada una de esas personas le reprochase algo, como si viesen

que, en realidad, él no podría defenderlas. Que en el momento

decisivo, en el instante final, todo se puede venir abajo. Lo

impensable: que la barbarie gane, que nadie haga nada para

impedirlo, que la fuerza bruta aplaste a la justicia y a la libertad.

Molina se siente, de repente, muy cerca de esa derrota tan temida,

de esa pesadilla contra la que luchan todos sus compañeros. A la

salida del edificio, barullo de motores aterrizando, ya se ha disuelto

la claridad pero algunos Chatos se preparan a salir en misión

nocturna. La brisa es magnífica que trae al azahar volando, perfume

libre que se pasea entre las líneas, y Molina lo respira a pleno

pulmón, ojos sellados. Una palmada en la espalda lo eyecta del

trance – es otro piloto:

– ¿Qué hay, Molina? ¿Tú sabes lo que se está cociendo?

– ¿Del qué?

– Dicen que tus Moscas se han cruzado con algo gordo en la Safor…

– Ya…

– ¿Y entonces, es verdad?

Molina mira a lo lejos, a la línea de árboles que delimita el terreno de

vuelo. No se ha afeitado desde hace días, lleva en la expresión una

carga de más, sus ojos son los de un niño que ha visto morir a su

perro. Y se vuelve despacio hacia su interlocutor, le clava el iris y le

atraviesa con la memoria del horror:

– No te fíes del cielo.

Antes de que el piloto tenga tiempo de reaccionar a tan misteriosa

respuesta, Molina le da la espalda y se dirige inmuto hacia el

aparcamiento. El piloto se queda allí, y el olor del azahar le recuerda

a su novia, que está en Madrid, de enfermera. Otros van llegando,

sus subordinados, le piden órdenes, deben preparar la misión, van a

ametrallar un aeródromo enemigo cerca de Zaragoza. Pasan algunos

camiones para descargar municiones y va firmando partes,

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recibiendo informes, pero no se puede sacar de la mollera el zarpazo

emocional que le ha dado Molina hace unos minutos. Se le nota tan

distraído que, entre las tareas, un cabo le pregunta:

– ¿Se encuentra usted bien, mi teniente?

– Sí, sí. – responde secamente, arrepintiéndose inmediatamente de

su tono ante el muchacho, uno de su pueblo que ya conocía. El cabo

se queda mirándole, curioso, convencido de que el piloto le miente.

– Bueno, – explica el piloto, bajando la voz – ha sigut Molina, que m'ha

espantat. Amb totes estes històries que compten, crec que és un mal augure…

Hay entre ellos ya conciencia de lo que le puede estar abrumando,

todos lo han oído, andan preocupados, los rumores corren por el

aeródromo desde la llegada de los Moscas, por la tarde. Todos

habían visto una luz de pavor en los rostros que bajaban de las

carlingas, y ninguno de los pilotos había abierto la boca.

– Ja, jo també ho he vist, anava tot descompost cap al seu cotxe – y el cabo

se agacha un poco para preguntar – I t’ha dit quelcom? Creus que estava

bufat?

Tras reproducir con gravedad el silencio de Molina, asombrando al

cabo, el piloto prosigue imitando su fatídica voz con acusada ironía:

– No te fíes del cielo.

– Bah, estarà una miqueta boig, i és tot...la puta guerra!

– Què vols!

Los bollos de Rodilla, en su envoltorio de papel cera, van

descomponiéndose del calor, amuermados de grasa sobre el asiento

trasero del Seat 127. Delante, en el asiento del pasajero, van fajos de

informes, archivos, papelorios, empilados con solidez tras el

cinturón de seguridad que los abarca. Colgando del retrovisor, un

avioncillo de maqueta oscila lentamente en círculo, animado por las

vibraciones de la calle en que el coche está aparcado. Pasan minutos,

hasta que un hombre sale del banco para dirigirse al vehículo, lo

abre. Un aire de bollos le atufa al entrar, se quema la piel al rozar el

volante, deja un archivo más en la pila y arranca. Es jueves, se va

notando el puente de mayo, va pisando huevos por la M-30. No hay

ningún carril que se mueva, suda, el atasco es total. Pone al Camarón

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en el loro, es una casete de gasolinera, la debe de tener rallada de

tanto escucharla durante los atascos. Esta ciudad se va al garete,

piensa, esto no es circulación, esto es gangrena. Va cantando, a paso

de tortuga detrás de un viejo autobús de Sepulvedana, que le echa

todo el calor de su motor encima:

El tiempo va sobre el sueño

hundido hasta los cabellos,

hundido hasta los cabellos.

Ayer y mañana comen

oscuras flores de duelo…

Va cantando y se acuerda que el verso es de Lorca, y se emociona.

– Ay – se dice en voz alta, cuando acaba la canción – si en este país

no hubiera tanta mala leche, otro gallo nos cantaría…

Tras superar el atasco, se incorpora a la salida de Ramón y Cajal,

coge Arturo Soria, dobla en la calle del Estrecho de Mesina, continua

hasta Silvano y se aparca en un terreno baldío. El Camarón sigue

declamando a Federico, pero se calla de un corte abrupto cuando el

hombre saca la llave del contacto. Portazos de carrocería y tintineos

metálicos anuncian su llegada al domicilio, con la pila de papeles bajo

el mentón, forzando la sonrisa. Su mujer le recibe con un beso leve,

migrando ya de labio a mejilla, en el que se ve el peso matrimonial:

– Hola, ¿Cómo te ha ido?

– Más o menos, ya te contaré. Por el momento, me voy a pegar un

duchazo, que voy empapado. Toma, he traído unos bollos.

– Bueno, que te abro el gas…

La mujer inspecciona el paquete con una punta de aversión,

olisqueándolo al retirarse hacia la cocina, con el cordel entre dos

dedos estirados. Abre la manilla del butano y enciende la estufa,

poco después oye correr el agua, y a su marido canturreando debajo

del chorro. Va cortando el pepino para la ensalada, ha probado nueva

receta. Espera que el niño se coma sus verduras, porque siempre

acaba teniendo que castigarle sin postre y el hecho es que le faltan

vitaminas. En la habitación del fondo, escondido entre cajas de

cartón pintoreteadas de todos los colores, el niño se abandona a su

juego favorito: imitar a su padre. Ha pintado decenas de relojitos,

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brújulas e indicadores con sumo detalle y esmero, y aunque son

dibujos, en su imaginación cobran vida y las agujas bailan.

– ¡Vuelo catorce, autorizado para aterrizar! – exclama, emitiendo

una pedorreta estilizada con sus labios para imitar el estruendo de

unos motores. Detrás de él, prietos dentro de la caja, una delegación

de ositos de peluche tiene el privilegio de oírle recitar su mensaje,

preparándoles al aterrizaje, dándoles la bienvenida al aeropuerto y

hasta agradeciéndoles de haber escogido su compañía. Tan solo el

padre puede permitirse interrumpir tan sagrado ritual:

– Hola, Biel. ¿Adónde vas hoy?

– Hola, papá, que me voy a Londres, ya voy a llegar.

– Bueno, comandante, luego tendrá que ser, porque ya tu madre

está sirviendo la comida. Venga…

Sobre la mesa, la ensalada con el pan, tres platos de espaguetis al

atún, agua y media botella de vino. A un lado, sobre la mesilla del

tostador, los bollos atraen la mirada del niño, pero este prefiere no

decir nada, y mira fijamente el plato que tiene delante. Entre

bocados prudentes, la madre se preocupa por el éxito de la ensalada,

por saber si ha gustado la nueva receta.

– Te ha quedado de rechupete, Luisa, muchas gracias – le contesta su

marido – y venga tú, a comerla, Biel, como se nota que nunca has

pasado hambre.

– Sí, papá – responde el niño, cabizbajo, con el tenedor muerto en la

mano. Pese al buen humor, queda en el ambiente una tensión sin

expresar, aunque Biel no pueda adivinar de qué se trata. Desde hace

algunas semanas, sus padres se comportan extrañamente, las noches

los oye hablándose bajo desde su habitación. Aunque no oye lo que

dicen, el color de sus voces es recio, refleja la gravedad del sujeto

que abordan. Ahora que la excusa de la ensalada ha desaparecido,

que Biel se la va comiendo, sale el asunto, con todo tipo de velos por

la presencia del niño:

– ¿Y la entrevista? – pregunta Luisa.

– Bueno, todavía no han encontrado nada, siguen rastreando, que yo

sepa no hay ninguna novedad.

– Que cosa tan rara ¿y ya han llamado a Jaime?

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– No, Jaime pasa mañana por la mañana, a primera hora. Como

estaba de su lado, él fue el que vio mejor que yo. Hay que ver lo que

dicen después de que comparezca.

– Que habrá que esperar, pero ¡ay, Vicente, qué angustia!…

– Que no mujer, que ya vas a ver que no es nada – la reconforta

Vicente, vertiendo un dedo más de vino en sus copas –. Para mí que

se les han estropeado los radares y que, encima, han hecho unos

análisis erróneos, ya ves cómo está todo en este país, vamos, si por

no funcionar, aquí no funcionan ni los retretes.

Biel sabe cuándo sus padres intentan esconderle algo, se da cuenta si

le mienten o si se mienten entre ellos, ya tiene nueve años. Es muy

serio, demasiado, está convencido de poseer ya los requisitos de la

profesión, le duele más que todo su niñez. Le urge ser mayor para

sobrevolar el mundo, verlo todo por sí mismo, que no le oculten

más cosas. Siente que estorba, pero que si se fuera, causaría enfado,

y se queda jugando con sus legumbres.

– Niño, cómetela ya, la ensalada – dice la madre – que se te va a

atontar en el plato, y luego no hay postre…

Su padre, indiferente, se lleva la servilleta a la boca, untando sus

labios en ella. Biel los mira a los dos cuando no le miran a él, mastica

sin ganas, se imagina a los pasajeros de peluche que se ha dejado en el

avión. Son sus padres quienes frenan su imaginación, quienes le

recuerdan, cada vez que lo intenta, que nadie se puede desatar del

mundo. Son las responsabilidades, le dicen, los estudios, las becas, el

futuro. Siente que no le faltan ganas de comprender todos estos

conceptos de adultos, que son muchas palabras y muchos secretos

por desvelar. Poco a poco, se va acabando el plato de ensalada, y su

madre le advierte que no se deben sorber los espaguetis, sino

cortarse con el cuchillo.

– Papá, después de hacer los deberes, ¿me das para pipas?

La madre mira al padre con un nubarrón encima, pero este ni

siquiera retira los ojos de la mesa:

– Si, Biel, claro, pero haces los deberes, ¿eh?

– Que sí, que sí…

– ¡Anda, si es verdad! – irrumpe Vicente – quedan los bollos que he

traído ¿dónde es que están?

– ¿De qué son? – pregunta Biel.

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– Este, no me acuerdo…hay cabellos de ángel…

– ¡Yupi!

Luisa, que había apartado los bollos con la esperanza de poder

evitarlos como postre, se ve obligada a acercarlos a la mesa ante la

demanda de Vicente. La dieta de Biel obsesiona a su madre:

– Gabriel, no te comas más que dos bollos que luego engordas.

– Pero mujer – interviene el padre – déjale que se atiborre si le da la

gana, que es un niño. Total, si quiere adelgazar, hará ejercicio.

– Eso – rebota Luisa – tú dale cuerda que luego cuando no estas, soy

yo la que se tiene que aguantar todos sus numeritos.

El papel cera se desdobla con dificultad, exhibiendo el aspecto

menos fresco del postre, al que en múltiples lugares se ha pegado. La

cocina se llena del olor de los bollos recalentados en el coche, y con

avidez Biel los va saboreando.

– Aun están buenos – opina Vicente, todavía con la boca llena – ¿de

verdad que no quieres uno, Luisa?

– No, gracias – llega, seca, la respuesta esperada. Siempre esa cara,

ese sarcasmo, cuando solo había querido ser cortés con ella. En ese

sentido, la carrera le permite respirar cada vez que su matrimonio

amenaza con agobiarle demasiado. Vicente es libre, se sabe libre,

nunca ha pretendido lo contrario y ve en Biel a un sucesor de esa

libertad. Quiere que le salgan alas a su hijo, verle feliz con lo que le

ha hecho feliz a él. Antes de terminar los bollos, suena el teléfono.

Vicente suspira quejumbrosamente, se levanta y lo descuelga:

– ¿Sí? Yo mismo…sí, sí… ¿cómo?... sí…de acuerdo, bueno, ahora

mismo salgo, hasta luego.

Cuelga, se le ve la longitud de la jeta, suspira otra vez para que le

oiga todo el mundo. No sabe si es una pesadilla o una bendición el

tener que salir de su casa en seguida, mira a su hijo, se hurga el

bolsillo y le da unas pesetillas:

– Venga, te lo doy ahora, que me tengo que ir, pero antes acaba tus

deberes, acuérdate que me lo has prometido.

– ¡Sí, gracias, papa! – y el niño le da un beso a su padre, sale

corriendo para su habitación. El padre, de pronto taciturno,

comienza a revestir su chaqueta, que había dejado en el respaldo de

su silla, ante el revuelo abnegado de su esposa:

– ¿Y eso? ¿Qué es lo que pasa ahora? – inquiere.

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– No sé, tengo que ir a ver, luego te cuento…

Y Vicente vuelve a salir al sol, a abrir el coche, a ponerle el cinturón

a la pila de papeles. Al sentarse, profiere un grito, quedando

convencido de poder freír huevos sobre el asiento el conductor. Al

arrancar el coche, al Camarón se le oye gritar hasta en la cocina,

envuelto en guitarras sordas. Vicente toma por donde ha venido y se

incorpora otra vez a la M-30, pero a esta hora, aunque el sol pegue

menos, aún hay más tráfico que antes. Se arma de paciencia, baja la

ventanilla con chirridos de manivela. Sube el volumen del loro, para

ver si aún le hierve un poco la sangre, y el Camarón le dice, sin

tapujos:

El mundo: un grano de polvo en el espacio,

la ciencia de los hombres: palabra,

los pueblos, los animales y las flores

de los siete climas son sombras de la nada...

Llegando a Barajas, se va crispando, sus manos se agarran tensas al

volante. La cinta se ha acabado y el Camarón ya no puede distraerle

de su inquietud. Solo queda el ronroneo disonante de su coche,

fricción de las ruedas contra el asfalto, viento entrando febril por la

ventanilla, haciendo temblar los papeles. Va recordando el vuelo, la

crisis, el aterrizaje. Sabe que debe responder satisfactoriamente a

todas las preguntas, que no se puede saber hasta qué punto está

afectado. Eso le podría costar su carrera, y hasta la educación de su

hijo. Peor, no puede mentirse a sí mismo, sabe lo que ha visto, lo

que ha vivido, por más absurdo que parezca. Su copiloto lo confirma

todo, la mayoría de los pasajeros también, no es ninguna locura suya.

En el aparcamiento, procura componerse, saca la pila de papeles del

coche y la lleva hasta la entrada. Alguien le sujeta la puerta y se lo

agradece, continua por los pasillos, saludando a quien conoce, toma

un ascensor, siempre con su pila entre los brazos. Allí se encuentra

con otro empleado, un jefe de mecánicos, quien tras saludarle solo le

cabe decirle:

– ¡Pues vaya, Vicente, la has liado parda!

– Ya…

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Dos pisos más arriba, le están esperando siete hombres para

escoltarle hasta la sala de conferencias. Se dan la mano fríamente,

con oficialidad, y Vicente casi los oye pensar que está

completamente loco. Encima de una gigantesca mesa ovalada, se

acumulan partes de avión, envueltas en plásticos debidamente

marcados, así como multitud de documentos y de papeles en pilas

que triplican la talla de la que lleva Vicente. Flanqueando la mesa,

hay varias pizarras, donde se van enumerando los datos de la

investigación, hay fotografías pegadas encima que están detalladas a

mano y con letra de mosca. Hay ceniceros rebosantes en cada

esquina de la mesa, y según se percata de esto, uno de los hombres le

ofrece un cigarrillo:

– No, gracias – responde Vicente con cortesía –, no fumo.

– Eso está muy bien – comenta el hombre –, un piloto siempre debe

cuidar su salud. Usted cuida su salud, ¿verdad, comandante?

– Hago lo que puedo.

– Bien, siéntese, por favor – interviene un tercero, a lo que Vicente

escoge asiento frente a sus interlocutores, que a su vez se sientan –.

Sentimos mucho el haberle hecho venir dos veces en un mismo día,

pero es muy importante para la investigación, lo que le tenemos que

preguntar.

– No hay molestia, señores – comparte Vicente –, ya lo saben que

estoy a su entera disposición y que también es mi voluntad esclarecer

al máximo todo este asunto, cuanto más pronto mejor.

– Bien, siendo así, prosigamos: ha habido un avance en la

investigación en las últimas horas. Usted ha dicho en su

declaración… – y aquí el hombre se refiere a una hoja delante de si –

que hizo dos aproximaciones a la pista tres cero de Manises.

– Así es.

– ¿Está usted seguro?

– Naturalmente que estoy seguro, ¿no consta en la torre?

Entre los hombres hay un silencio prolongado, que saca a Vicente de

quicio, lucha con toda su ansia por no ponerse a gritar, que no se

burlen de él. Se aferra a su asiento, nervioso, y repite ante la falta

aguda de reacción a su respuesta:

– ¿Acaso no consta en la torre?

Finalmente, uno de los hombres se vuelve hacia él, y le declara:

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– No.

Vicente está asombrado, tiene miedo, cree que pierde la cabeza de

verdad. Tras algunos segundos, escupe:

– ¿Cómo puede ser eso?

– Hemos analizado las informaciones de la torre y las de la caja

negra, y las hemos comparado, varias veces. Las pruebas son

contundentes, comandante: solo hubo una aproximación.

– No puede ser – tartamudea Vicente entre escalofríos –, pero

no…no puede ser…eso es imposible...

De nuevo, un silencio se acuesta encima de la sala, peinando a los

reunidos, y Vicente no oye ya ni su pulso.

– Vicente – interviene el caballero de edad más avanzada –, creo que

sería conveniente que usted se tomase un tiempo, un reposo…

– Vicente – añade otro con más insistencia, entre caladas densas –,

quiero que sepa que esto no significa ningún despido, pero me temo

que con estos resultados, le tenemos que recomendar un

tratamiento, entendemos que usted ha sufrido un shock, y es

cuestión de investigar todas las…

Pero ya Vicente no les escucha, no puede escucharlos. Suena una

música, que es de dolor sincero. Se han empezado a acumular

válvulas que no se abren, grifos atascados, presión maldita en sus

venas, presión que no se puede escapar. Aire y burbujas de hervor,

subiendo a superficie, atrapadas. La cabeza le quiere explotar, se

hincha y le escuece el cráneo. De repente, carnaza estertórea,

piensa, ve de Biel un reflejo y se le abre hielo en el pecho. Una

cornada venenosa le muerde en el amor, un pincho hincado se le

envalentona en el cuerpo. Un hilo le hilvana a la gravedad, le

blanquea la niña de los ojos, qué deprisa y qué fácil se ha encontrado

en el suelo. Se ha tumbado la silla, huele la alfombra, ya no le duele.

Incrustado de ceguera, se aventura detrás de la sombra. Reconoce las

caras, son más que siete hombres los que vienen a verle.

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2 En el desierto no existen aromas tan potentes como este, aunque el

aroma que más haya quedado impregnado sea el del miedo, y ese sí

que lo sé reconocer. Pero aquí quedan muchos olores por rastrear, y

el de quemado es nada más superficial, después de un rato ya me voy

acostumbrando. Va a ser más difícil que eso, despistarme a mí, como

si mi olfato no fuese diez mil millones de veces más preciso que los

balbuceos de los hombres. Por algo es el olfato, orgullo de mi

especie, el que mejor representa a nuestra civilización. Somos, y

hemos sido siempre, hijos de la arena y del astro luminoso. Él nos da

todo, pero es tan poderoso que no se puede estar con él. Cuando él

sale, nosotros nos escondemos, tal es el calor de su presencia. Se

manifiesta cada día, sin falta, y se oculta tras un velo habiendo

recorrido el universo, para que podamos salir a cazar, y admirar

nuestra pequeñez reflejada en la cúpula del cielo. Es bien sabido que

el velo del astro tiene pequeñísimos huecos, como toda tela o piel,

que dejan pasar una ínfima parte de su luz. He dedicado buena parte

de mi existencia a la observación de los procesos naturales, siendo

curioso como lo deben ser todos los de mi especie, y siempre he

sentido una fascinación sin límites por mirar hacia arriba y

comprender el mecanismo del velo astral. El astro se pone este velo

con el misterioso propósito de permitirnos la vida, razón por la cual

ha sido respetado y adorado desde el fondo de la memoria. Pero

también existe el astro triste, condenado a consumirse a sí mismo,

solo para crecer de nuevo. Nuestra civilización opina que, hace

mucho tiempo, el astro triste tuvo la osadía de querer arrebatarle el

poder al astro luminoso, por lo que éste le castigó a divagar

eternamente en su ausencia, y le dejo pálido de vergüenza, a la

merced de la oscuridad. Y desde entonces sigue librando una batalla

de luz imposible de ganar, imposible de perder. El astro triste no es

malvado, a veces se parece al astro luminoso y nos da algo de luz,

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29

ayudándonos así en la caza, pero regularmente acaba por apagarse de

pena, noche tras noche. Es porque el astro triste nunca será feliz, nos

recuerda que no debemos ofender al astro, que no se puede

menospreciar su poder. Durante milenios, nuestra especie se ha

perfeccionado, ha aprendido hasta convertirse en lo que es hoy – un

ser casi infalible, que como tal reina en estas planicies doradas. En

todo caso, siempre hemos sabido aprender de nuestros astros, de

nuestro entorno. Nuestra vida había sido una rutina sagrada y sin

bache alguno, generación tras generación, hasta que cayó esto hace

dos noches. Trajo con él un viento descomunal que nos paralizó

durante horas en la madriguera, y después ardió toda una noche,

desgarrando la oscuridad. Por el día, la columna de humo alcanzaba

el astro, ocultando su fuego, y pudimos salir a ver. El humo atacaba

al astro, y visiblemente le estaba ganando el pulso porque no se podía

respirar muy bien. Tuvimos miedo. Desde el principio, todo este

asunto huele a humano, y cada vez son más los que pasan, y con

menos respeto que nunca. Nos dejan pilas y pilas de comida

envenenada, en los bordes del desierto, para que nos muramos. A

unos primos míos los mataron por quitarles su piel, los fueron a

cazar hasta la puerta de su madriguera. Desde que eso ha ocurrido, la

comunidad está aterrorizada y hemos tenido que enterrar las

madrigueras todavía más profundo. Meses de trabajo, mucha

precaución. Y ahora nos han largado esto, sin más. Lo único que está

claro es que está muerto – el astro ha ganado. Cuando lo pienso, ha

habido algunos incidentes sin explicación oficial que se han ido

multiplicando desde hace un tiempo: objetos desconocidos, sin vida

aparente, atravesando nuestro territorio, luces extrañas en las

alturas, sonidos muy distantes, y mucho, mucho movimiento. Unos

humanos han venido para destripar al monstruo caído, la noche

pasada, como los buitres se comen a mis hermanos cuando se quedan

demasiado tiempo con el astro y se les acaba la lengua. Esto me hace

pensar que no me puedo quedar mucho tiempo investigando, porque

el astro ya está cazando a la oscuridad, la está devorando a grandes

bocados. Voy a tener que volver, voy a tener que traer a unos

compañeros, a que me ayuden a descubrir el origen y la naturaleza

de esto, sea lo que sea. Tenemos que comprender si se trata de una

amenaza para nuestra especie, si tenemos que salir de aquí en

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30

absoluto, si nuestro miedo está justificado. Pero tengo la más

absoluta confianza en nuestro olfato colectivo, en su acierto, y confío

en nuestro juicio, contando con los detalles que nos pueda revelar la

investigación. Aun así, no llego a intuir que algo benéfico pueda

surgir de esta catástrofe. Pronto sabremos a qué atenernos. Esta

noche, cuando el astro se cubra el rostro, volveremos.

A partir de 1945, la política extranjera de Franco intenta deshacerse de toda

referencia directa a sus antiguas alianzas fascistas, con el fin de atraer nuevas

alianzas con los ganadores del conflicto mundial…

– ¿Conflicto mundial? – exclama Quim – però quina burrada ès esta?

– ¿Eso es lo que dices que te has encontrado por ahí?

– Sí.

Está en el local de la Unió, con el señor Almendros – un madrileño

que llegó el año pasado con la movilización del ministerio, y que

ahora es director de la banda. Algunos otros músicos han conseguido

acudir al local tras el bombardeo, algunos sangran aunque, por

fortuna, nadie esté grave. Quim tiene la nariz hundida en el libraco,

que incluye la foto de Neil Armstrong, caminando sobre la luna,

entre los hitos de su portada. Observando las imágenes, el señor

Almendros se queda perfectamente intrigado, y tras unas cuantas

muecas, se apresura a señalar:

– Esto es una broma pesada, créeme, Quim.

– I per què t’he de creure?

– He trabajado año y medio en el departamento de propaganda, y los

de Franco siempre se la andan con inventos muy originales, pero no

por ello deja de ser propaganda fascista. Eso lo han aprendido de

Hitler, ¿o de quién va a ser?

– Ya habéis visto – comenta uno de los dos trompetistas – que son

los italianos los que nos bombardean a nosotros, ni siquiera son

españoles. Esto ya ni es guerra civil ni nada, esto es el puterío del

mundo entero.

– Jo sé el que he vist, i no són italians, no estem parlant del mateix…

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– Quim – le corta Almendros –, lo siento pero así, yo no entiendo

un pepino, por favor…

– Dice que sabe lo que ha visto y que no son italianos – traduce otro,

con palpable exasperación.

– Vale, vale – se excusa Almendros – si ya lo voy pillando, no es que

no quiera…

– No pasa nada – sale Quim con peculiar pero eficaz acento, al

asombro del señor Almendros, quien nunca había oído al chico

hablar en castellano –, no nos vamos a estar peleando justamente por

la lengua, cuando en nombre de la patria nos bombardean los

extranjeros. ¿No veis que siempre se están burlando de nosotros?

– En ese caso: Vixca València! – concluye Almendros, sacando la

botella de coñac que guarda escondida bajo la mesa de las partichelas.

– Vixca! - le responden casi todos, al unísono.

– No tengo vasos suficientes, así que a morro, que somos pueblo…

Utilizan una botella de whisky para desinfectar las heridas, y se van

pasando la de coñac. En sus caras, se va disipando el horror con el

elixir, se reconoce otra vez el fogueo de sus ojos. Llegando la botella

a manos de Quim, la pasa al siguiente, quien le clava la vista con

asombro ante su gesto, e indaga en el asunto:

– I tu?

– Preferisc l’orxata…– constata Quim con talante muy serio, lo cual

acaba causando hilaridad entre los músicos.

– Vamos ya, Quim – lanza Almendros, apuntando con el índice la

botella, cuyo nivel va bajando vertiginosamente –, la guerra es el

peor momento para iniciar la abstinencia ¿no crees?

– Nunca bebo, señor Almendros, así que no voy a empezar ahora.

De todas maneras, si lo que dice este libro es cierto, y todo apunta a

que lo es, más nos vale empezar a pensar en salir de aquí. De broma

pesada nada, es imposible que se hayan dado tanto trabajo para

redactar esto, con tantas fotos en color y todo. Mucha imaginación

hace falta, digo yo, para salir con esto y, que yo sepa, tienen una

guerra por ganar, así que esto no puede ser ninguna prioridad,

vamos, que esto no les puede ayudar ni a ganar la guerra ni nada.

– Pero bueno, Quim – dice un flautista – ¿no te das cuenta de que

no es más que propaganda? Saben tan bien como nosotros que la

República todavía puede aplastar el alzamiento…

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– No lo creo, este libro está demasiado bien escrito, va fecha por

fecha – Quim les muestra el libro cual una biblia o libro santo,

estigmatizado, ante el cual todos retroceden uno a uno, como si

fuera la peste –. Todo lo que cuenta hasta el día de hoy es verdad,

incluyendo el bombardeo de hoy, y después sigue, sigue, durante

más de cincuenta años, día por día, y lo dice todo…¡mirad, y con las

fotos en colores! Que t'ha paregut, forellut?

El señor Almendros agarra el libro con cautela, es grueso y pesado,

con la tapa dura y brillante. Lo sostiene como si fuese un gallo por

los pies, guardándose del pico y la espuela. Quim abre el libro por

una página concreta, más cerca del principio, delante de Almendros,

quien se pone los anteojos que llevaba en la solapa.

– Veamos, porque francamente todo este cuento ya me da un poco

de repelús… – y Almendros examina la hoja. La fecha refiere a la

semana que viven, donde varios artículos – cada uno enmarcado con

su fotografía – comparten la plana. Uno de los artículos reza:

Bombardeo en Gandía, la foto está tomada claramente desde la Pava en

vuelo, encuadrada hacia el suelo a una altitud indeterminada. En ella

se ven las bombas cayendo hacia el Grao, el litoral es perfectamente

reconocible. Esto es antes del impacto, no ha muerto nadie aún. Bajo

la silueta de las bombas, la ciudad aparece prístina, inviolada,

delineada frente al mar. Almendros se queda quieto, sigue leyendo,

pero se da cuenta de que sus ojos se desvían solos, vuelven

instintivamente hacia la foto. Se esboza a sí mismo, dirigiendo

todavía, en una de las manchas de la imagen, millas abajo, un

inaudible Paquito el Chocolatero, y todo su escepticismo se aglutina en

sus nervios para provocarle un rotundo escalofrío.

– Explíqueme usted – continúa Quim – cómo es posible que esta

foto se encuentre aquí, impresa sobre papel, encuadernada y todo,

cuando el bombardeo se ha producido hace tan solo una hora…

Almendros se aclara la garganta sin quitar los ojos de la foto,

buscando, en su mente escéptica, una rauda salida al embrollo.

– Aquí dice – amplía el director – que hay treinta y siete muertos y

noventa y cuatro heridos. ¿Cómo lo pueden saber? Es imposible que

estas cifras se sepan ahora…

– Si se confirman – añade el trompetista, espiando la foto por

encima del hombro de Almendros –, habrá que ponerse a temblar.

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– Esta foto – dice Almendros – la pueden haber tomado durante

cualquier otro bombardeo, así que vayamos al puesto de socorro y a

las autoridades pertinentes y preguntemos las cifras exactas, el

número de decesos, de heridos, y así podremos confirmar que nos

han tomado el pelo…

– De todas maneras – le dice sin acritud a Quim otro músico – me

parece sospechoso que en tu libro ese, digan que Franco gana la

guerra y que se la pasa cuarenta años con el poder absoluto. Más bien

será él el que lo ha mandado escribir ¿no crees?

Quim se ha pasado un momento pasando las páginas con un dedo

mojado en saliva, estudiando el libro por lo rápido, y los datos más

salientes le vienen en memoria al contestar:

– Puede ser, pero no hablan muy bien de él, no parece que sea él el

que lo haya mandado escribir, en serio, y además, parece ser que

después de Franco, la democracia se establece a España y que vuelve

a haber un rey y todo, el nieto del Alfonso XIII…

– Un rei? – se ríe el flautista, a carcajada limpia - Vaja favada!

Pero al señor Almendros este dato le entra peor, le deja un poco

perplejo y se queda hurgándose el seso, apuntalando el marco de la

puerta por donde van saliendo los demás, hasta susurrar

retóricamente:

– Cuarenta años de dictadura militar y después… ¿un rey? ¿Pero qué

clase de país querría eso?

Abro la marcha, ya que conozco el emplazamiento. El astro ha ido

vistiendo su luz, los tonos rojizos que imprime al cielo nos acarician,

nos atraen desde el fondo de nuestras madrigueras. Saco el hocico al

rubor astral y ejecuto el ritual de tantos ancestros: nueve círculos en

torno a la entrada de la cueva, ojos de vigía, así la cuerda que nos une

al hogar no se rompe nunca. Mis compañeros me siguen – son los

más destacados de entre los jóvenes fénecs, aquellos cuyo olfato está

en su plenitud. Nos acompaña también uno de los mayores, cuya

historia es legendaria, siendo el único superviviente de una cacería

particularmente sangrienta y despiadada, mucho tiempo atrás.

Hemos aprendido mucho de su historia, y él ha podido trasmitirla a

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varias generaciones. Cuando apenas era un cachorro, fue salvado de

aquel genocidio por un hombre extranjero, que lo estuvo

adiestrando, y que después, en un acto que nunca se ha podido

comprender, le dejó escapar. Volvió a casa con casi dos años, pero

fue como si hubiese vivido veinte. Su experiencia nos será útil, sin

lugar a dudas, pues conoce a la perfección el aroma de los hombres,

habiendo vivido con ellos, y visto sus máquinas, sus proezas, su

barbarie. Nos va a hacer falta este sabio privilegiado para descifrar la

naturaleza del dichoso artefacto, algunos kilómetros más allá. Los

ocho nos adentramos en el mar de dunas, con la brisa encubriendo

nuestros pasos de oro fino, esparcido hasta el infinito. Tendremos

toda la noche para investigar, por eso retengo el paso alocado de los

más jóvenes, que se impacientan demasiado por llegar. Es preciso

conservar el talante cuando se trota por las dunas, no se puede

menospreciar nuestra honra con semejante falta de conducta; debe

de quedar clara la gravedad del instante. El astro triste se ha asomado

con su habitual palidez, y nos guía por arenas sin fin. Los escasos

matorrales albergan siempre alguna alimaña sin desperdicio,

mamífero o escorpión, para asegurar el tentempié, y sin agua

podemos llegar a pasar días. Al cabo de un tiempo, vislumbramos el

misterio – su carcaza calcinada rompe la pulcra línea del desierto. En

la cima de una duna, nos detenemos. Los demás lo ven por vez

primera, y se miran entre ellos. Pero el hocico del mayor se queda

erguido hacia el astro triste, husmea activamente el olor

predominante, dulce y punzante, que no tiene nombre. Yo nunca lo

había olido antes, pero el mayor lo reconoce. Alguna de sus historias

con los hombres hace superficie estrepitosamente en su memoria,

como un corcho sumergido por la fuerza, que vuelve a saltar del

agua. Así nos desvela que aquello nunca estuvo vivo, que es una

máquina, una máquina que vuela, un artilugio perpetrado por el

hombre para imitar al pájaro. En el campo donde estuvo preso, de

cachorro, iban y venían cacharros como este, que olían tan fuerte y

mal. Utilizaban un campo muy largo para tomar carrera antes de

volar, o para frenar cuando llegaban del aire. Observando el vuelo de

los pájaros, el mayor había concluido que el invento no era más que

una burda imitación, ya que ninguno de los aspectos gráciles y

naturales de las aves se encontraba traducido en estos monstruos. El

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ruido que hacían al estar en marcha, volando o en tierra, estaba a las

antípodas del canto harmonioso de un pájaro. Eran mucho más

grandes que las aves, pero los hombres los utilizaban para desplazarse

y para transportar objetos y comida, por lo que se entendía que

necesitaban ser al menos de su propio tamaño. Cada vez que llegaba

uno, salían de él decenas de personas y de mercancías, y hasta había

visto un perro, aunque no se llevaron muy bien y no pudo saber más

sobre la máquina. De los que salían, algunos siempre iban blancos,

mareados, como si el viaje no hubiera sido bueno, y una vez vio a

una dama besar el suelo al bajar. Para el mayor, que observaba todo

esto con la curiosidad digna de su otrora juventud, el verdadero

misterio de estas máquinas era su destino. Horas y horas durante, se

preguntaba hasta dónde podrían llegar, desde qué lejana tierra traían

todos aquellos tesoros. Olisqueando los contenedores de mercancía,

percibía aromas que nunca podía haber sospechado que existiesen, y

cada aparato traía nuevos olores, siempre distintos, siempre

intrigantes. A veces, volvía a ver a gente que se había ido, mucho

tiempo atrás, con una de las máquinas. Le fascinaba imaginar cuanta

distancia podía recorrer el invento, durante tanto tiempo, y a la

velocidad impresionante que alcanzaba. Y es que nunca, cuando

perseguía a la máquina que aceleraba para alejarse de la tierra, había

logrado alcanzarla. Desde aquel tiempo, el fénec ha perdido gran

parte de su vitalidad y de su pronto, y llega al apacible término de su

vida. Ya ha enterrado casi todos sus recuerdos, sobre todo los del

tiempo que había compartido con los humanos, y el inesperado

resurgimiento de su pasado, por medio de este terrible olor, no le

hace mucha gracia. Nos comunica todo esto con enfado, no es con

nosotros ni porque le hayamos traído hasta aquí, pero consigo

mismo. Sabe intuitivamente, desde la hora precisa en que fue

liberado, que su camino y aquel de los hombres se cruzarían de

nuevo y, aun así, ha hecho todo lo posible por ignorar su mala

espina. Hasta este momento ha funcionado – ha sido sendas veces un

buen padre, un buen abuelo y, sin falla ni excepción, siempre fiel a la

comunidad; ahora, sin previo aviso, le asalta una gran angustia. No

recuerda que ninguna de las empresas humanas fuesen benéficas para

los fénecs, excluyendo las del hombre que quiso adiestrarle, cuyo

comportamiento era distinto al de los demás hombres, como si

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estuviese siempre varios pasos por delante de ellos. Siempre tenía un

detalle para él, algún bicho aún vivo, alguna delicia, y acostumbraba

a jugar con él cuando estaban solos. Lo acariciaba cuando dormía

acurrucado contra su cola, le susurraba dulcemente y nunca le había

amenazado ni le había hecho daño, pero no olvidaba que estaba

encerrado allí, que no era libre. Cuando llegaban otros hombres al

hogar, se escurría ante su presencia, pues si no llegaba a confiar

plenamente en aquel hombre, los demás no le inspiraban la más

absoluta simpatía. Muchas veces, el mayor nos había comunicado su

vida con este hombre, nos lo ha presentado como un benefactor, más

que como un torturador. Su relación nos parece extraña, ya que es la

única de su índole de la que nuestra comunidad haya tenido noticia.

Nuestra experiencia colectiva nos ha enseñado una sola cosa acerca

de los hombres: toda distancia es poca entre ellos y nosotros. La

historia del mayor ha sido el dato de excepción para esta regla, y no

es que haya sido rechazado por presentárnosla – reitero que su

fidelidad y dedicación hacia los fénecs nunca ha sido, ni será puesta

en duda – sino que él se ha ido retrayendo, enfrascándose en sí

mismo a sabiendas de su milagro, incapaz de poder comunicarlo, de

darle un sentido, de inscribirlo en nuestra historia, sintiéndose

extranjero, y todo esto sin haber querido volver cerca del hombre ni

una sola vez, por nada en el mundo. Y hoy, tajantemente, toda su

vida cobra sentido, a la vez para él y para todos los fénecs. Se halla

dividido entre su aversión hacia el descubrimiento de la máquina,

ante la aparición de esta aberración en la vida de los fénecs, sabiendo

solo él lo que puede significar, y la resolución ya inesperada de su

existencia, la respuesta a la pregunta olvidada, que le lanza eufórico.

Me dirige una mirada sabia, autoritaria sin ser dramática, quiere ser

él, sabe que se ha convertido en el responsable de este periplo.

Atrás, los jóvenes conocen un miedo fresco y flamante, que otros ya

hemos degustado. Le devuelvo la mirada al mayor con toda la

humildad que mi ignorancia en este asunto me permite, y le dejo

abrir la marcha; proseguimos. Ya nada puedo hacer – ni debo – por

amenorar nuestro paso: es una carrera por llegar al punto fatuo, un

desorden de alarma y expectativa. El olor se intensifica según nos

acercamos, la larga fila se ha roto, ya nadie sigue a nadie. Veloces,

avanzamos en manada, levantando el polvo, como liebres, barremos

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dunas, la fila se reforma a lo ancho esta vez, somos fénecs hermanos,

iguales ante el miedo. Y es con ese mismo olor – el del miedo – con

el que nos encontramos, al cabo de nuestra carrera. Es un monolito,

lo observamos detenidamente, los jóvenes se compactan detrás del

mayor y de mí. Aunque estamos convencidos de que nada nos puede

hacer este gigante roto, giramos con cautela y respeto en torno a él.

El hocico del mayor es el que manda, no descansa; las ventanas de su

nariz se dilatan profusamente, el ritmo del aire silbando en ellas

puntúa su búsqueda. En las tripas del monstruo ha habido miedo, al

mayor le recuerda a toda la gente enferma que veía saliendo de

máquinas como esta, de pequeño. Se congratula secretamente de

haber evitado siempre de acceder a ellas, así como de su instinto,

que ninguna ley humana ha sabido domar. Es preciso, para aprender

más sobre esta máquina de entre todas, ajustar el olfato para

enmascarar los olores predominantes – fuego, miedo y olor de

máquina, que solo conoce el mayor. Son aromas muy fuertes: los

jóvenes estornudan a repetición, nunca habían tenido que adaptar

tanto su olfato. El benjamín se frota el hocico con la pata delantera,

incapaz de parar el gesto. Cerca de la parte más alta de la máquina,

hay una entrada hacia sus tripas – quizás sea una madriguera. El

mayor avanza hasta la línea de sombra que delimita el interior de la

bestia, uno de los jóvenes gime en gesto de protesta: no podemos

permitir que le pase una desgracia, debemos protegerle. El fénec

joven, al reencuentro de su raíz guerrera, se porta voluntario para

preceder al mayor, y los demás no tardan en seguirle – he aquí un

futuro líder, debo observarle bien en el futuro, prepararlo. El mayor

acepta tras una leve insistencia, y el nuevo fénec de entrar el primero

en la temida tripa. Entro el cuarto, junto al mayor, a su lado, para

que me informe de todo lo que huele. Mis pupilas tardan en

acostumbrarse a la oscuridad, pero pronto percibo algo parecido al

velo de allá en lo alto: la última luz del astro penetrando – por

minúsculos agujeros – el cuerpo del pájaro falso. Inmediatamente,

quedo paralizado: con la observación de este fenómeno fuera de su

contexto, me doy cuenta de que puedo cambiar de opinión sobre

toda la mitología del velo. Me pregunto si esto no lo cambia todo,

todo lo que creemos, y de este estado de reflexión tan profunda

como súbita me saca un ruido seco, fragoso. Algo se ha caído más

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abajo, y la piel de este monstruo es dura y peligrosa. El ruido se

repite desde todas partes, nos asalta por mil lugares, y poco a poco

va disminuyendo, alejándose hasta desparecer. Tal fenómeno nos

toma por sorpresa, y todos pensamos que no puede ser natural, que

aquí aún puede haber alguien para tendernos una trampa. Quizás no

estemos seguros en el interior, pero es el mayor quien nos urge de

seguirle ya que, después de todo, en su vida ya ha sobrevivido a una

primera emboscada y no es ahora que le va a faltar valor. Los ocho

estamos dentro, es como una madriguera larguísima, donde las líneas

del túnel son perfectas y brillan, porque no están hechas de tierra.

No me puedo sacar de la cabeza la reflexión que acabo de hacer ¿y si

este mismo objeto fuera enviado del astro que todo lo rige, para que

lo encontrásemos? ¿Y si hubiera algo más que no sabemos y que

estamos a punto de descubrir, algo que cambiaría toda la historia de

los fénecs? Como se acostumbran mis pupilas a la luz baja, veo mejor

los agujeros en cuestión, coladores de la luz ya velada. ¿Y si acaso –

tal y como ahora vemos así la luz desde el interior de una máquina,

lo que vemos al fin del horizonte no es más que el borde de otro

compartimento, de otra madriguera, de otra prisión, que nos abarca

sin que lo sepamos? Si así fuera, entonces esta máquina no sería la

obra de ningún humano, sino la del astro, para hacernos saber lo que

debemos saber. El mayor no está de acuerdo con esto, reitera que

conoce muy bien estos olores pungentes, y que su procedencia no

puede ser otra que humana. Opina que no es hora de ponerse a

filosofar sobre el secreto del velo astral, que hay cosas más

importantes, que no nos podemos distraer, que hay que olisquearlo

todo antes de que vuelva a despuntar el astro. Pero insisto: quizás es

esta la clave de la cuestión, y no otra, y que es nuestro deber de

fénecs de reconocer el astro y su obra. Se vuelve hacia mí, impávido,

y me hace saber que huele muchas más cosas ahora que estamos

adentro, que le deje proseguir y ya veré que se confirma con creces

su tesis, que esto huele demasiado a humano. Me pide que le crea,

noblemente, le doy visto bueno. A los lados del túnel hay algo que

llama mi atención: es aquello que a veces trae rodando el viento, lo

que nunca se pudre ni huele a nada. Llega y pasa, se enzarza en los

matorrales, a veces va volando muy alto sin tener alas, como los

pájaros o como esta bestia. Suele tener forma de funda o de placenta,

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y no ser mucho más grande que esta última, y también puede ocurrir

que encima estén grabados, con colores demasiado simples para

poder ser reales, los símbolos del hombre. Estos ejemplares que

están en el interior no son de ningún color, es más, se puede ver a

través de ellos, lo cual resulta extraño; tampoco hay ninguna marca

reconocible por encima. Además, creo que son los más grandes que

haya visto nunca, a no ser que haya juzgado yo mal la distancia de los

que recuerdo haber visto pasar, arrastrados por el viento. No hay

nada dentro de las fundas, salvo tierra blanca, polvorín del desierto,

me imagino, y me agacho a olerlo. Pero es mucho más fino que el

polvo, se me cuela en la nariz y – de inmediato – me ataca, me pica

el hocico con la saña de un aguijón. Saboreo mi mucosa, envenenada

con un gusto muy amargo, que se pega a mi garganta y se desliza por

la tráquea. Tengo un momento de asco extremo, de espeluzno.

Estornudo a profusión, esto tiene que salir. Que salga ya. Por ley.

Ahora. Sin más. Ya. Ya. Que salga. Ya. Por ley, o me muero. No me

voy a morir aquí, sin los colores. El ojo me sale por la garganta.

Corro. La ley corre. Ganas de correr. Todo arde. Energía de rey. Sin

apoyo. Ya. Basta esto. Basta. Ya. Sin más. Salgo del monstruo. Aún

hay astro triste. Dando vueltas. Se ríe de mí. Si ríe. Ardor de

garganta. Fuego. Fuego sin cabeza. Aquí afuera. Ya. Salen los otros.

Me voy a morir. Y el astro. Se ríe del rey. Se burla. Este astro. El

rey se va a morir aquí. Ya. Es ley. Ya. Clamad vivas. Ya es ley.

Clamad: ¡es rey! Y aúllo. Ya es rey. Aúllo más fuerte que nunca. El

aire me calma, y aullar hasta el desmayo. Me calma. A-U-L-L-A-R.

– ¿Qué tú quieres hacer con ese avión? – le espeta entre densas

caladas de habano, que se arremolinan hacia el interior de su boca

hirsuta.

– Eso no es problema tuyo.

– Bueno, chico – insiste el cubano – pero entre amigos…

– Business is business – clausura el otro, con golpe de maletín, que le

entrega al fumador barbudo. Afuera hace un calor de magia, en el

hangar el fresco es de iglesia, pero el peso del cubano es tan excesivo

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que hasta en la sombra no puede evitar sudar a borbotones, y le falta

aire a cada sílaba cuando pronuncia:

– Como tú quieras, Casio. Tú sabes que conmigo te puedes fiar.

Todo esto va a quedar entre nosotros…

– Estoy seguro – le responde el otro, y con raudo gesto su palma

acude a la culata de su arma, extirpándola del traje a la velocidad del

miedo. Encañonadas, todas las vidas se parecen.

Nubes. Veo nubes. Hacía oscuro y me despierto borroso. Me

despierto, al menos. Del color del fénec, bailando desfogado en

círculos que le quitan la forma, que le unen al firmamento. Mareado,

no me acuerdo muy bien de lo que ha ocurrido. Borroso, veo a

alguien, espero que sea mi compañera; sí, es ella, ahora la veo un

poco mejor. Ya la distingo, me mira, detrás de ella reconozco a los

príncipes, muchas siluetas se esbozan entre las paredes mi

madriguera. Sed y nausea. Lo sabe, me roza el hocico, me cura. Me

hace saber que me curaré, que venceré la enfermedad, que todos lo

desean así y están conmigo. Estoy agradecido pero no me quedan

tantas fuerzas como esperaba. Debo reposarme, si quiero sobrevivir.

Debo dormir.

– ¡No te duermas, hombre! – suelta el instructor, a punto de tomar

el mando. Están en final, y el terreno se les viene encima. Biel

responde rápidamente, frustrando el aterrizaje con un tirón brusco e

inadecuado:

– ¡Motor y al aire! – exclama, entre soplidos. El rotor balbucea y el

avioncillo flota peligrosamente un instante a meros centímetros del

asfalto. Su ángulo se incrementa pero solo logra un vuelo tangente e

inclinado, al borde de entrar en pérdida.

– Primero motor, y luego al aire… – advierte el instructor,

empujando al máximo la palanca de gases.

– Sí, mi sargento.

La nave toma altura por incrementos, entre las manos tensas de Biel.

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Dejan bajo ellos la base y las primeras calles de Getafe, y a mil

doscientos pies se cruzan con una leve turbulencia. El alumno se

crispa como una lechuga tiesa y, tras sus gafas de sol, su exasperado

pasajero intenta guardar la calma:

– No fuerces más y calibra tu motor para el ascenso.

– Sí, mi sargento.

– Deja de sudar y vuela, nada más vuela…

– Sí, mi sargento.

– ¡Y deja ya de repetir sí, mi sargento, joder!

– Sí, m…

El Beechcraft Bonanza gris pardo, matriculado en el Ejercito del Aire

con la letra E para Enseñanza, comienza a describir la larga parábola

que le situará de nuevo en la posición idónea para interceptar la señal

del localizador. Biel aún no ha aprendido a dominar la navegación

VOR/DME, la aproximación de no precisión, y ya van para el

segundo mes – el instructor no está nada satisfecho de su

rendimiento y Biel lo sabe. En realidad, para el profesor Biel es un

intuitivo, el tipo de piloto que se olvida de quitarle las fundas a los

tubos pitot, al que sigue empero una buena estrella. Tiene la

inteligencia de un general, pero no le importa adiestrarla; confía

tanto en su suerte y sus capacidades que no se molesta en aprender

ninguna técnica. A este ritmo, el instructor cree que Biel nunca

estará listo para entrenar con reactores, que no llegará a subir al

Mirlo. Piensa que, si estuviesen en combate, la actitud temeraria e

inocente de este alumno podrían tener cualquier consecuencia –

victoriosa, cómica, o fatal. Observa el cuerpo a su izquierda – es un

amasijo muscular y nervioso, con la piel de oliva y miel, apenas

velluda; su rostro es oscuro pero a la vez diáfano, denso – el de un

iluminado. La concentración de Biel es absoluta: las agujas del VOR

comienzan a animarse.

– Venga, como en el Nintendo ese, a seguir los barrotes…

Se arrima en dirección de las barras, que se van poniendo en cruz.

Lentamente, con cada impulso de los mandos, el signo se va

dibujando sobre el circulo negro – Biel no puede evitar imaginarse

un Cristo clavado a su indicador de VOR, lo cual consigue en fin que

relaje su tensión y se enfoque. Esta vez, la aproximación le sale

mejor, calcula adecuadamente su trayectoria y se ayuda con palanca y

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pedales hasta alinearse con la pista; a la altura de decisión, deja caer

con parsimonia la aguja del anemómetro. Desfilan bajo el morro los

últimos metros de tierra árida y ocre, borrados por la velocidad.

– Se te va a escurrir un poco – protesta el instructor, sintiendo la

dirección de la inercia. En las profundidades de sus oídos, millares de

otolitos se inclinan, cambiando de presión. Y efectivamente, tal y

como lo había vaticinado, las ruedas se desploman un tanto sobre la

pista, y rebotan con un golpe. Biel traga saliva, mete un poco de

motor, que logra amortiguar el segundo choque, y lo corta en

seguida, evitando otro rebote. El monomotor frena debidamente,

antes de incorporarse a la salida; Biel sube los flaps y contacta con la

frecuencia de tierra. Sigue escrupulosamente la lista que reposa

sobre sus muslos, realizando las consignas: el instructor le clava una

mirada severa y consabida durante toda la operación. Hay en la

cabina un calor agudo, pegajoso, y aunque lleve el de manga corta, a

Biel se le pega el uniforme a la piel – detesta cuando ocurre, le

impide pensar. Desde luego que, aunque admire toda la pompa y el

alarde disciplinario, la mili no es lo suyo. Por más que se imagine,

para gran inri de su madre, que su padre habría estado orgulloso de

verle aprender a volar con el Ala 35, como él, por más que le siga

obsesionando la aviación, sabe que otras inquietudes se lo están

comiendo vivo, que no podrá ignorarlas eternamente.

– Bueno, Fuster. Bien – dice el sargento, ya apagado el motor –,

pero tendrás que esforzarte mucho más que esto si quieres subirte a

un Mirlo…

Biel se queda taciturno, empotrado en la butaca sudada. Tiene de

esos ojos poderosos sin saberlo, de los que mueven montañas como

un cachorro. Se le van cayendo los ojos hasta la lista que acaba de

terminar, y el instructor se enternece lo suficiente como para añadir:

– …mira, no es que no tengas talento para esto, es que no te da la

gana intentarlo, Fuster. Tú no te ves aquí, pilotando este avión, eso

es lo que te pasa, que tienes que imaginártelo. Sé justo contigo

mismo, chaval: no te tortures porque algo no te salga bien, pero no

dejes de intentarlo, no te desalientes. Y se humilde también, ¿vale?

Que ya he visto que no te llevas muy bien con los otros rasos, y

aunque puedas ser más inteligente, sin el equipo no se es nada. Así

que nada, vete a tomar unas copas con ellos una de estas noches, y de

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paso, simpatizáis, congeniáis un poquillo… ¿De acuerdo? Venga,

ánimo, que ya verás cómo lo cazas al vuelo…

Armado de esta broma, y de dos palmaditas en la espalda, el

instructor disuelve el consejo y abre la portezuela, dejando a Biel

adentro con toda su enigmática cornamenta, como un nubarrón que

amenazase su aura. De camino a los vestuarios, el nubarrón le aleja

de todo contacto humano, dicho estigma percibido como signo

pestífero. Se ducha solo durante interminables minutos, con la frente

apoyada en las baldosas y sin moverse, dejando caer agua. Al salir de

la ducha, sigue sin compañía, pero la oscilación inexplicable de una

bombilla, colgada del techo por un larguísimo cable, impregna al

vapor de una atmósfera irreal, hecha de objetos y de seres

suplantados. Biel se viste en silencio en medio de esta bruma,

mientras los círculos que describe la bombilla se acortan en diámetro

hacia la inmovilidad. Esa tarde, con el sol maduro cayendo, baja la

visera del coche antes de arrancar, y mira a su padre en la foto, con

las alas. Enciende la radio en plena sintonía del informativo y dicen

que se ha muerto Lola Flores; Biel frena, aún no han salido del

aparcamiento. El tubo de escape va escupiendo el néctar del

desierto, el asombro dura. Solo se oye el ruido de pedorreta al

ralentí del viejo motor del Seat: Biel ha apagado la radio tan pronto

como ha oído la noticia. Decide que se va al Dos de Mayo

directamente, que urge. Arranca y rueda en silencio total; coge la

M-30 hacia el norte y busca desesperadamente un casete de música

española en la guantera, de flamenco si puede ser. El tráfico va tan

lento que su búsqueda acaba siendo fructuosa y pone una vieja cinta

sin querer, que habría hecho honor al padre y a Lola Flores:

…yo no soy quien soy ni los que me quieren

y vola-volando voy volando vengo vengo

vola-volando voy volando vengo vengo

por el camino yo me entretengo

por el camino ay yo me entretengo…

Sale en dirección Plaza de España, gira hacia la Glorieta de San

Vicente y se aparca, no sin dificultad y muchas vueltas, en la Calle

San Bernardo. Entra en el barrio Malasaña, se ha puesto las gafas de

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sol de aviador, aquí puede lucirlas al máximo puesto que nadie es

instructor, aquí se puede alardear sin decir mucho o nada. Sube hasta

el Dos de Mayo, entra en un garito, pide una caña y paga, después se

la bebe de un trago:

– Otra.

La noche empieza; los estupendos modales militares de Biel se

disuelven en ácido con la caída del sol cada viernes, como es el caso

de muchos rasos de permiso. Aunque el sargento no se haya

percatado de ello, tiene amigos, solo que no son de Getafe, y no les

gusta que les vean juntos cuando llevan el uniforme. Les espera

sentado en la plaza, cerca del arco, y bajo la casa rosa hay un

espectáculo de marionetas con música que le entretiene mientras

tanto. Saca la china y comienza a desmenuzarla entre sus manos

arqueadas y discretas; parece tener más destreza con esta operación

que con el VOR. La melodía de las marionetas es de una zarzuela, no

se acuerda cual, piensa que seguro que no saben que Lola Flores se

ha muerto. Pasa una brisa tenebrosa que sacude la copa del arbolado,

y seca el sudor sobre la frente de Biel, quien cierra el puño para

evitar que vuele el costo.

– ¡Biel!

– Hombre, Diego, ¿qué tal?

El muchacho se sienta al lado de Biel, se quita la boina que lleva.

– ¿No te da calor con eso en la cabeza?

– ¡Que va! Si es como los moros, que se ponen el turbante y así se

protegen del sol.

– Ya, pero los turbantes – ironiza Biel – no están hechos en lana,

tío…

– ¡Que sabrás tú de moros ni de turbantes! – le responde Diego,

risueño, con un empujón amical. Biel le pide fuego para encender el

porro y tras varias caladas, se lo pasa a su amigo con la mala noticia:

– Que se ha muerto Lola…

– ¿Qué Lola? – indaga Diego, extrañado.

– Pues Lola, coño – remata Biel –, quién va a ser: Lola Flores.

– ¿De verdad?

– Que sí.

– Hostias, que fuerte…

– Ya ves…

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– ¿Y de qué?

– ¿De qué qué?

– ¿Que de qué se ha muerto?

– Y yo qué sé…

Se quedan así un momento, fumando en silencio, pensando en la

Lola con la zarzuela de las marionetas como banda sonora, hasta que

una nueva voz les saca del trance:

– ¿Y a vosotros que coño os pasa?

– Nada – suelta Diego con aire naif –, que se ha muerto Lola

Flores…

– Joder – le corta el recién llegado, un poco mayor y más menudo

que Diego y Biel –, contigo van ya cinco tíos que me sueltan la

misma chorrada en media hora, así que ya me estas cambiando el

disco echando leches, antes de que me cague en…

– Vale, vale – suelta Biel, tirando la chusta al suelo –, no te chines,

tronco, que no es para tanto, y vete mostrando.

– Pues vámonos a pata…

El camello se saca la mercancía del bolsillo superior de su chamarra,

según suben la calle de San Andrés hacia Espíritu Santo. Biel mete la

uña y cata el polvo, le vale pero sabe que es peor que la semana

pasada; intercambian haberes bajo un apretón de manos y se separan.

Diego y Biel siguen calle abajo, hacia el coche:

– Ya empiezo a estar harto del camello este de los cojones – comenta

Biel sorbiéndose la nariz –, soy un puto regular y siempre me trata

como una puta mierda.

– Lo mismo ha coscado que estás haciendo la mili y por eso te chulea

un poco – le calma Diego. – No será más que eso, digo yo.

– Ya, ¿y qué me dices de la puta calidad? Está cayendo en picado, su

calidad. Esto te lo digo yo, va a haber que pensar más en grande y

dejarnos de gilipolleces y de camellitos y dromedarios de circo, aquí

lo que va a haber que hacer es jugar con otras ligas ¿sabes? O a ver

quién es el puto amo…

– ¿Y a quién quieres ir a ver? – se inquieta Diego, hablando bajito.

– Todo el mundo tiene un jefe, así que hay que buscar a los

proveedores, a los jefes de los jefes de los jefes, y hacer negocios con

ellos…

– ¿Y de dónde vas a sacar tú esa pasta?

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– Tú no te preocupes por eso...

– Bueno, Biel, que yo solo paso en la base para ganarme unos

durillos y cubrirme las cuatro deudas que tengo, pero esto ya es otra

cosa, ¿tú qué es lo que quieres hacer?...

– Te vas a echar atrás ahora ¿no es así? – reprocha Biel, casi

amenazante, ante lo cual Diego retrocede:

– Pues…yo…

– Escúchame bien – lanza Biel con tono perentorio –, hoy se ha

muerto la Lola de España, así que no me vayas a tocar los cojones.

– ¿Pero qué Stanbrook ni qué leches? Ya ves que esto está vacío…

Quim resuella; desde hace casi un año su biblia no se equivoca, la

cuida como un tesoro, y en más de una ocasión hasta le ha salvado el

pellejo; pero es cierto que tampoco cuenta todos los detalles, ni da

los números ganadores de la lotería.

– ¿Y el gobierno no ha fletado barcos?

– ¿Barcos? – responde el mozo republicano, ocupado – pues si llegan

a pasar…

Desde el muelle se ven – a lo lejos, deformados por el espectro del

calor que sube – varios torpederos franquistas, patrullando el mar;

Quim se rasca la cabeza enérgicamente. Sabe que el barco no sale

hasta dentro de una semana, pero se imaginaba que – siendo el

último – habría otros antes. Hesita entre esperar en Alicante, o bien

bajar hasta los muelles de Santa Pola o Torrevieja, donde quizás aún

quede una plaza en algún buque de pesca. Piensa que no debería de

haberle dado tantas vueltas al asunto, que tendría que haber huido

mucho antes, cuando estuvo claro que el libro llevaba razón, que era

un artilugio mágico, enviado del futuro. Algo le ha retenido en

España hasta ahora, aparte de la comprensible reticencia a irse de su

tierra – la esperanza fútil de que el libro se equivocase, visto que el

horror que describe no tiene fin, no parece acabar nunca, sino

hacerse cada vez más grande y visceral, década tras década, hasta la

última página. Una parte de él no quiere aceptar que un conflicto

mundial pueda desencadenarse, causando cientos de millones de

muertes, pero las noticias europeas confirman que – una vez más –

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las predicciones son ciertas. También piensa que viajar hasta la luna,

poner pie en ella – como en el Julio Verne que leía cuando estaba

con las monjas – no es más que un cuento de hadas, pero este libro le

promete que, antes de llegar él al medio siglo, lo podrá ver todo por

una pequeña pantalla de cine instalada en su salón, en directo desde

la luna. Le parece que hay algo inverosímil en la posibilidad de

conocer el futuro, y sobre todo el que difunde este libro en

particular: ahora debe asumirlo, y comprende demasiado bien que si

no sale de España antes de una semana, su vida correrá un gran

riesgo. Con este estruendo insoportable en el cogote, Quim ese

queda sin habla ni brújula, desliza los pies hacia el muelle con pasos

lentos y pasmados. Toma asiento ante el mar, con los muslos

colgando sobre el borde del muelle, como un pequeño desfiladero de

cemento hacia su propio reflejo, y se apoya apenas sobre su maleta

desgastada. Se le nota el cansancio a pesar de la majestuosa juventud

que despliega su rostro en todo momento – un estigma de luz y

poros nuevos del que aún no ha sabido tomar conciencia. Entorna los

ojos hacia los nubarrones que acechan el puerto y, estirando el

cuello, se hace crujir la clavícula con un rotundo bostezo cargado de

alivio. Sobre el muelle, la actividad humana es implacable y

persistente; se van armando barricadas con enormes sacos de arena

que los milicianos empilan ya sin aliento. Pero el alboroto no llega a

penetrar la densa cortina de meditación tras la cual se oculta Quim, y

es por ello que no llega a escuchar el griterío que le están dedicando

unos milicianos, media centena de metros muelle arriba:

– ¡Muchacho, eh, muchacho!

Al acercarse a él, los gritos aumentan en volumen y así logran

despertar a Quim de su letargo; se vuelve hacia ellos, extrañado. Ve

a varios hombres gesticulando en su dirección, que con signos

amplios y exagerados le exhortan que se dirija hacia ellos.

– ¡Eh, no puedes estar ahí! le lanzan, y:

– ¡Sal de ahí ahora mismo!

La distancia que separa a Quim de su cuerpo queda clara con la

lentitud de su reacción, la torpeza – extraña en un joven de aspecto

tan atlético – con que desplaza sus huesos, tomando un momento

interminable nada más para erguirse, tras lo cual se arrastra sin ganas

a través del muelle, hacia los milicianos. Dos de estos, exasperados

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por el tiempo que le está tomando llegar, avanzan prestos hacia él y

le embisten con firmeza, jalándole del brazo desde que le alcanzan

para acelerar el paso. Los ojos de Quim aún están en otro planeta, y

uno de los milicianos le chasquea los dedos sendas veces a un palmo

de la cara.

– ¡Pero bueno! le espeta. ¿Tú estás tonto o qué? ¿No ves que estabas

en la línea de fuego, chaval?

– Pues eso, añade el segundo, que o valiente sin causa o se ha

despistado…

Ante las miradas rígidas e inquisidoras de los milicianos, Quim se

derrite y apunta al suelo con los parpados. Responde con cautela,

entre los dientes:

– Perdón, es que no los había visto…

– Ya, salta la respuesta al borde del sarcasmo. Pero bueno, vamos a

ver… ¿tú de dónde sales?

– De Gandía.

– Gandía… ¿y para dónde vas?

– Intento embarcarme para Oran, dice Quim en diminuendo.

– Ya… ¿y en qué te quieres embarcar? responde el miliciano,

señalando el puerto vacío alrededor de ellos.

– Pues yo pensaba que el Stanbrook estaría aquí ya, pero me han

dicho…

– ¿El qué? interrumpe el miliciano.

– El Stanbrook es que se llama, el barco…

Los dos milicianos se miran confusos entre so, antes de conducir a

Quim pocos metros más allá, ante la espontanea aglomeración de

soldados. Atraviesan una línea imaginaria por donde pasara la

trinchera que aún está en construcción. El primer miliciano, el del

tirón, le dirige de nuevo la palabra:

– Bueno, lo que nos has contado a nosotros se lo vas a explicar a ese

señor que está ahí, que es el teniente que está a cargo de este puerto.

¿De acuerdo?

Señala a un hombre delgaducho, con un leve estrabismo que le da un

aire demasiado serio para sus facciones; se sitúa un poco al margen

de la obra y del grupo – éste cada vez más curioso hacia Quim – y

lleva la nariz hundida en unos papeles que intenta ordenar, en fútil

duelo con el viento del Mediterráneo. Por el suelo, en una papelera

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metálica, Quim nota que otros papeles van ardiendo sin prisa. El

miliciano, tras una brevísima presentación, se aleja de Quim y del

teniente para continuar ayudando a sus compañeros con la

precipitada construcción del último reducto de la República.

– ¿A Oran, te quieres ir tú? pregunta el teniente, sin apartar ni un

solo instante la mirada de su tarea.

– Sí, señor, confirma Quim, tieso.

– ¿Y tienes a alguien por allí para recibirte?

– Sí, señor, miente Quim. Mi tía vive allí.

– Muy bien, y dime, prosigue el teniente, ¿en qué barco tenías

previsto embarcar?

Quim ya se ha percatado que la mera mención del Stanbrook los deja a

todos perplejos, aunque de nuevo se ve obligado a sacar el famoso

nombre, y es que cada vez más su fe en el libro encontrado cobra ida

y magia.

– Se llama Stanbrook, un carguero inglés, fletado por el gobierno de

la República.

– Pues ya lo ves que, en este momento, bueno, desde hace unos días,

no hay ningún barco atracado en Alicante, pero lo mismo, mirando

en los registros, aparece, mira tú por dónde, ¿cómo me has dicho

que se llamaba ese barco?...

– Stanbrook.

El teniente, quien hasta aquí solo ha apartado los ojos una o dos

veces de sus documentos para mirar a Quim, se inmersa aún más

profundamente en su revuelo burocrático, susurrando apenas lo que

va leyendo según lucha con las ansias de vuelo de las hojas. Tras un

momento de concentración extrema, colgado a una hoja suelta,

encuentra al fin el nombre:

– El Stanbrook, sí, aquí está. Pero solo llega dentro de tres días. Se

esperaban otros barcos por estos días, pero me imagino que no

habrán logrado burlar el cerco franquista en alta mar. Antes de ayer

se marchó el African Trader y no ha llegado otro desde entonces, así

que la verdad, es posible que ni siquiera llegue a puerto aquí para el

embarque. Mejor será que te busques otra manera de llegar a África,

muchacho, porque no creo que tu barco zarpe.

– Zarpará, se lo prometo, le contesta misteriosamente Quim antes

de alejarse sonriendo, evitando por poco un tropezón con los

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milicianos cargados de sacos de arena. La profecía deja frio al

teniente, quien procede con su labor recibiendo ya a otras personas.

Alrededor de él parecen estar desarbolándose los mismos planos de

la ciudad, como si el cosmos se destornillase desde el muelle en

todos los sentidos. En el castillo se deben de estar ejecutando presos,

porque las salvas rebotan contra todas las fechadas, multiplicándose

estertóreas como últimos coletazos; en los muros de cal se

profundizan las grietas. Quim había decidido – algunos meses atrás –

cesar de hablar del libro de historia que ahora guiaba su vida, ya que

sus profecías se realizaban continuamente y había visto como sus

compañeros de la Unió se ensañaban con él a raíz de lo que había

escrito en esas páginas, de las coincidencias que se acumulaban a

granel y que amenazaban con aniquilar cualquier amago de cordura

que hubiese podido escapar a los rigores de la guerra. Tras el

bombardeo aquel, cuando la cifra precisa de víctimas que figuraba en

el libro se había revelado ser acertada, la emoción se había disparado

entre los miembros de la banda de música que la habían averiguado,

y habían intentado convencerse de que no todas las víctimas habían

sido contabilizadas correctamente. Entre los escombros, se

arremolinaban con palpable desesperación, preguntando a todo aquel

con quien se cruzaban cuántas víctimas habían podido contar. Una

angustia luminosa se elevaba en la cumbre de sus tripas, sobre todo

en el caso de Quim, quien sabía – intuitivamente – que el libro no se

equivocaba y que no se trataba de ninguna propaganda fascista. Tras

varias horas, varios días, las cifras se habían estabilizado y

confirmado, concordando sin lugar a dudas con las del libro. Quim

decidía entonces que el libro debía permanecer secreto, que no podía

correr el riesgo de ser delatado; como algunos de los músicos

conocían ya la existencia del libro, debía inventar una historia que

justificase su extravío. De entre ellos, Almendros, que era de

naturaleza precavida y desconfiada, fue el único que no compró su

excusa y, por lo tanto, Quim tuvo que compartir con él el

descubrimiento. La concordancia de las cifras había sido suficiente

para levantar la perdiz, y Almendros había pasado del escepticismo

total a refutar enérgicamente su tesis inicial en un abrir y cerrar de

ojos. Cuatro o cinco días después del bombardeo, Quim fue a la

Unió para ver a Almendros, decidido a concluir un pacto de silencio,

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y se topó con él orquestando una marcha nueva, con papel pautado,

plumas y papel secante, encima de la mesa de las partichelas. La

partitura, como era costumbre en su caso, estaba muy bien

caligrafiada y Almendros tomaba un tiempo increíble para inscribir

cada detalle con cuidada precisión y esmero. Quim notó, por

primera vez, un interés sin mesura hacia él de la parte de

Almendros, como si hirviese al verle, bajando la mirada hacia el

mármol repentinamente cuando se cruzaba con la suya, con un

burdo reflejo en la pupila.

– Señor Almendros, empezó Quim, vengo a hablarle del famoso

libraco. Usted no se va a creer nunca el cuento de que haya

desaparecido, así que vengo a proponerle un trato…

– ¿Qué trato?

– Este libro se está convirtiendo en una nueva biblia, afirmo Quim,

entonces no creo que convenga contárselo a todo el mundo. Después

de todo, usted es el único que no me ha creído cuando le dije que lo

perdí. Le propongo que lo consultemos solo usted y yo, y que no

revelemos su existencia a nadie más, aunque fuesen amigos nuestros

y se mereciesen toda nuestra confianza.

– Ya…el dichoso asunto de tu libro éste, respondió Almendros,

dejando ordenadamente la pluma en ángulo recto con las pautas, a

un lado del papel, antes de proseguir. Sí, es cierto que igual que la

Biblia, esto se puede convertir en una pesadilla aún más grande que

la que vivimos. Contárselo a todo el mundo significa que cundiría el

pánico. De todas maneras, el libro no dice nada acerca de nosotros ni

de como moriremos; afortunadamente, en todo caso. Lo que sí nos

da el libro es un avance muy importante durante cincuenta años, y

muchas pistas para llegar a sobrevivir, lo cual es especialmente

valioso para ti que eres un joven que para mí que soy ya casi polvo...

– Tampoco diga eso…

– Bueno, concluye Almendros, que creo que llevas razón, Quim,

que lo mejor es no decírselo a nadie, y convencer a la gente de irse

del país de alguna otra manera más sencilla que con un libro del

futuro.

– Además, podrían delatarnos, o peor, añade Quim con tono

patético.

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– Es verdad, aquí ya nadie se fía de nada ni de nadie, tal y como anda

la cosa, así que no se hable más: no sé de qué libro me hablas.

De esta manera, hace más de un año que Quim no habla de su libro,

escondiéndolo siempre en un pliegue cosido cuidadosamente al

interior de su maleta, y estudiándolo con detenimiento desde que

tiene un momento a solas para sacarlo. En la cantina a la que le han

llevado unos milicianos, Quim guarda la maleta entre sus piernas

mientras come con atropellada avidez, sin interrumpir el

movimiento fluido de la cuchara hacia la boca y de la boca al plato. El

rancho no está nada bueno, pero con el hambre, todo pasa y Quim lo

devora sin pensarlo dos veces; los demás milicianos, que le

acompañan sentados a una larga mesa, engullen la comida con igual

urgencia. Nadie se mira, todos miran al plato. En un extremo de la

cantina, repleta de estirpes humanas, surge una reyerta por la

hambruna y la repartición de las raciones, y se va envenenando la

escena con marcado griterío hasta que uno de los involucrados

desenfunda su cañón. Con el tiroteo, hay un manantial de gentío

alborotado a borbotones, corriendo en cada dirección, y los

milicianos que acompañan a Quim desaparecen todos bajo la mesa

tirándose al suelo. Pero Quim no reacciona, tiene demasiada hambre

y sabe demasiadas cosas como para ponerse a tener miedo justo

ahora, con tanta comida en la mesa. Desde el suelo una mano le

agarra el tobillo para tirarle hacia abajo, pero pega una coz para

deshacerse y continúa comiéndose las porciones de los que están

escondidos, sin inmutarse siquiera por las balas que silban al cruzar la

cantina. Es entonces cuando el miliciano del suelo, ante el peligro, le

espeta entre el grito y el susurro:

– Però baixa’t d'allí, xafaxarcos, al sòl!

– Mesinfot, vés a pondre…

– Ves i gita’t, alça el rabo, perdigot! insiste el otro.

– Que no, collons, que no m’emprenyis…, replica Quim con la boca

llena.

– Bah, igual que en el moll, si estàs boig, que te den…

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Cuando Ana sale del metro, prieta entre los empujones del

hormiguero, nota que las pasarelas de la escalera exterior están

cubiertas de pancartas y carteles diversos. Alcanza a leer, llevada por

la riada humana a paso de procesión: “no somos las marionetas de los

banqueros”, “indignaos”, “no you can’t!”, “democracia real” y “nobody

expects the #spanishrevolution”, con esta última provocándole una

carcajada. Tras los casi diez minutos desde que salió del vagón,

alcanza a ver la luz del día y a concebir la inaudita magnitud del

clamor que se eleva afuera. La gente empuja con ansia desde atrás y

Ana se aferra a las asas de su mochila, sintiéndose habitada por una

impaciencia creciente. Emergiendo del túnel, se imagina que sale al

terreno de juego de un estadio deportivo, con la multitudinaria

asistencia a punto de estallar en vivas; es tan lenta la salida, a razón

del notable atasco de peatones, que tiene tiempo de saborear su

imagen del estadio y de cerrar los ojos para distinguir lo que se canta

afuera:

– Que no, que no, que no nos representan, que no, que no…

Se le ocurre también que sale de un bunker ennegrecido, de una

reclusión hacia la luz de Sol; se acuerda de haber leído en alguna

parte que los madrileños se refugiaban en el metro de muchos

bombardeos durante la Guerra Civil. Después piensa que va a vaciar

su clave de memoria desde que tenga espacio suficiente para quitarse

la mochila de la espalda, porque casi no le queda espacio, desde

luego, ni en la cámara ni para respirar. Con una docena de peldaños

por subir, a razón de casi uno por minuto a estas alturas que nadie se

puede mover de donde está, el coro cambia de estribillo:

– Europa, escucha, España está en la lucha, Europa, escucha…

Cada vez más cerca, Ana va discerniendo nuevas voces de entre el

tupido barullo que irradia de la plaza:

–…también hay jubilados, aquí también hay personas que han sido

desahuciadas, aquí también hay gente con una carrera que está en el

puto paro…

–…han pervertido el ideal democrático y han saqueado el estado de

bienestar por el que tanto se luchó en el pasado, recortando los

derechos de todos nosotros: estudiantes, trabajadores, parados,

jubilados, ciudadanas y ciudadanos de a pie…

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Cuando Ana emerge, no ve más que un ápice del remolino en la

Puerta del Sol – los estrados, las estatuas, los andamios del Corte

Inglés, todos los rincones, hasta lo alto del anuncio de Tío Pepe,

están abarrotados de caras de una diversidad inconcebible. Lo

primero que piensa Ana es que esta manifestación no es como las

demás, porque aquí ha venido gente de toda índole, creencia y edad.

Un escalofrío recorre su piel, palmo por palmo, a la idea de que vive

algo significativo, del que todos los que están allí se acordarán todas

sus vidas. Con mucha estrategia, pidiendo permiso con diplomacia a

todo el mundo que se encuentra en su camino, Ana se cuela entre la

gente hasta alcanzar una parada de autobús, donde consigue acceder

a su mochila y sacar la cámara. Como es aficionada a la fotografía

desde pequeña, nunca se desplaza sin cámara, y habría sido un insulto

a su pasión perderse esta ocasión singular. Desde las primeras fotos,

ya con el teleobjetivo, se da cuenta de que todas van a ser excelentes

y, sin más tardar, le entra la angustia de que le falte espacio en la

clave, aun habiendo borrado todas las fotos anteriores. Considera

subir por Arenal hasta la FNAC si el Corte Inglés está cerrado o al

menos hasta encontrar algo abierto para comprar una clave

suplementaria. Siente que hay una foto legendaria en cada uno de los

encuadres posibles en los que cae su objetivo, que todas las

casualidades son buenas y que – por una vez – podría estar tirando

fotos sin mirar y saldrían todas de película. Foto por foto, va

conociendo a la multitud, cara por cara, a través de las muecas de

eufórica indignación que comunican. Todas las miradas convergen y

Ana las capta con titilo y cosquillas en el vientre. No cree que nada

pueda ser más impactante que lo que tiene enfrente, pero le espera

lo mejor: en una muestra incuestionable de solidaridad, las decenas

de miles de personas que ocupan la calle recrean el silencio, tras una

oleada de chitones, como cascabeles trasladándose en la marea. En

ese silencio momentáneo, hecho de tantas respiraciones individuales,

Ana cree poder percibir un mundo entero, envuelto en su propia

dimensión; y todos escuchan, solemnes, el manifiesto que enuncia las

razones que les ha hecho venir, declamado por un hombre joven al

micrófono:

– ¡Hoy, quince de mayo del dos mil once, los ciudadanos de este

país, libres, conscientes e indignados, hemos salido a la calle en toda

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España, desde Oviedo hasta Cádiz, desde Vigo hasta Barcelona, para

pedir a la clase política y financiera que cambie el rumbo, que no

roben nuestra democracia!

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3 – El Arriba…ha salido el Arriba…compren el Arriba…salió el diario

Arriba…el Arriba…ha salido el Arr…

Con rotunda incisión, dos tiros interrumpen para siempre la

cantilena del repartidor de periódicos. Almendros se echa al suelo

sin pensarlo, oye tronar el portazo y el chirrido de despedida del

coche que esperaba al asesino. La calle entera se alborota, y es con

mucho sigilo que Almendros se levanta de la calzada, limpiándose el

polvo del traje a golpecitos nerviosos, y mira tras de sí. El muchacho

está allí, a pocos metros de él, semilla inmóvil esparcida entre

noticias del día, desplomado en el suelo con una flor líquida en la

frente y los ojos entornados; no puede tener más de veinte años.

Almendros le dedica una larga ojeada de abnegación, triste como un

roble, sacándose el bombín en señal de respeto, y se apresura calle

abajo, en dirección contraria a la gente que acude masivamente al

cadáver. Esquiva un tranvía que aminora por el incidente y llega

poco después al edificio donde trabaja: la Junta Nacional de Música y

Teatros Líricos, uno de los órganos culturales de la República. Allí se

ocupa, entre otras cosas, de administrar parte de los programas de

estudio, sirviendo de enlace con sus homólogos de la Institución

Libre de Enseñanza en lo que concierne a la música, es decir, las

Misiones Pedagógicas. Entrando, ve a un colega, que de reojo le

encuentra pálido y le pregunta:

– ¿Qué te ha pasado, Julián?

– Es que acaban de acribillar a un chico a dos cuadras de aquí, por

vender el Arriba…

– Madre mía, como está la cosa, qué barbaridad.

– Era demasiado joven para morir, y nadie se merece morir así, no

tiene sentido, afirma Almendros, abatiéndose sobre un sillón con

todo su peso. Se queda ahí como un Sísifo sin aliento, cargando con

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todo el peso de su testimonio y, ante la mirada atenta de su

compañero, se saca un pañuelo para enjugarse las sienes y el cuello.

– ¿Y por qué no te tomas la mañana o el día libre? sugiere el otro

funcionario. No creo que le moleste mucho al jefe porque,

francamente, casi no hay trabajo estos días por la oficina.

– Sí, responde Almendros, cabizbajo. Quizás debería de hacerlo, la

verdad es que no me vendría nada mal.

– Vete a dar una vuelta por el Retiro y después te vas a casa, ¿no? Así

te dará un poco el aire fresco y te sentirás mejor.

– ¿Aire fresco? repica Almendros, rozando el sarcasmo. Pues ya me

contarás tú lo que pueda quedar de fresco en esta ciudad, porque lo

que es el aire, con estas quemas de convento a lo salvaje, ya no hay

quien respire en Madrid…

– Tampoco te lo tomes así, Julián, le consuela el compañero. Hay

que creer en algo, aunque no sea en Dios ni en la República, así que

seamos optimistas.

– Bueno, pues en ese caso, me voy a marchar a mi casa creyendo

muy sinceramente en mi impostergable asueto, intenta bromear

Almendros, ajustándose de nuevo el sombrero que se acaba de quitar

y dirigiéndose hacia la salida a lo dandy.

– Eso está muy bien, ríe el otro, comprendiendo solo la mitad.

Venga, Julián, que te cuides…

– Gracias, Felipe, lo mismo. Abur…

En la calle aún hay una gran masa de gente en torno al cuerpo del

repartidor, pero todavía no ha llegado la ambulancia, ni la policía. La

ruta de Almendros hacia su casa le obliga a cruzar de nuevo el lugar

del asesinato y, según se acerca, ve como un grupo de anarquistas

provoca sin piedad a los falangistas, que en vano intentan proteger al

cadáver de un linchamiento inminente. De repente, algunos de los

anarquistas se lían a patadas con el cuerpo que – ya inanimado –

reacciona a los golpes como un títere de trapo. La pugna empeora

hasta degenerar en balacera espontanea, de la que Almendros

nuevamente se tiene que proteger, encontrándose al alcance del

plomo al vuelo. Esta vez se encuentra a seis pasos de una entrada

cochera, en la que penetra al instante, completamente indemne pero

con el fuelle corto y el pulso envalentonado en el pecho.

– ¿Está usted bien? surge una vocecita desde la penumbra.

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En el patio interior, tras el paulatino ajuste de sus pupilas a la baja

luminosidad, Almendros percibe a varios vecinos, casi todos de edad

bastante avanzada, con toda la pinta de tener demasiado miedo para

ir a ver lo que pasa en la calle. Uno de ellos, el que le habla, un

anciano con boina gastada y expresión picaresca, le tiende una bota

repleta de la que obviamente lleva tirando buena parte de la mañana.

– No, muchas gracias, le contesta Almendros.

El viejo levanta la bota en el aire con maestranza y ésta se mea en su

boca de un chorro limpio, mientras que una de las señoras – que van

todas de negro, lo cual impide distinguirlas fácilmente – se dirige al

funcionario:

– Ya se están matando otra vez, ¿o no?

– Sí, perdone usted la irrupción, es que el tiroteo me ha sorprendido

en la calle y…

– No, si no es nada, si no interrumpe usted, lanza erróneamente la

señora, percatándose de la clase social de Almendros por su ropa y su

sombrero, y procurando ser lo más acogedora posible con él, por si

acaso le podía dar un dinerillo, o que un trabajo se pudiese presentar

gracias a su intervención. Como en el cuento de la lechera, la señora

se pone a extrapolar mil historias entretejidas por su imaginación y,

sin más preámbulo, invita a Almendros a su mesa:

– Hombre, que hay para todos, quédese usted a almorzar, si yo guiso

como naide…

– Es usted muy amable, doña, pero me temo que me tengo que

volver a mi casa urgentemente. Muy buenos días.

Habiéndose disipado la reyerta, Almendros reemprende su camino,

ya sin imprevistos, y llega a su casa en menos de un cuarto de hora

con el paso ligero. La aparente normalidad de su calle alivia sus

nervios y, subiendo hacia su rellano, piensa que ha hecho bien en

escuchar a Felipe, porque ahora el cuerpo solo le pide correr las

persianas y meterse en la cama. Llegando al rellano con agujetas en

las piernas de tanta tensión, se hurga los pantalones para buscar la

llave, encontrándola por fin en el bolsillo de su chaleco. Es entonces,

justo antes de meter la llave en la cerradura, cuando oye crujir y

gemir detrás de la puerta, y se paraliza en consecuencia, intentando

descifrar el origen de estos ruidos. Rauda, la adrenalina disipa todo

el bienestar que le venía invadiendo desde el portal, con lo que sus

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planes de calma y reposo se echan a perder sin remedio alguno. En

ese momento, Almendros ya no consigue pensar – hay un tupido

punto en su retina que absuelve toda su concentración. Y no es por

hombría, más bien por pánico que, cogiendo carrerilla en el rellano,

el enclenque funcionario revienta su propia puerta. El susto es

instantáneo – se oyen rodar muebles estrepitosamente y Almendros

intuye que hay al menos dos personas en su piso. Los oye susurrarse

entre sí, y surge rápidamente un:

– ¡No dispare, por favor!

Por acto de magia,