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EL EMILIO Libro Primero [1] (Fragmento) Todo es perfecto cuando sale de las manos de Dios, pero todo degenera en las manos del hombre. Obliga a una tierra a que dé lo que debe producir otra, a que un árbol dé un fruto distinto; mezcla y confunde los climas, los elementos y las estaciones, mutila su perro, su caballo y su esclavo; lo turba y desfigura todo; ama la deformidad, lo monstruoso; no quiere nada tal como ha salido de la naturaleza, ni al mismo hombre, a quien doma a su capricho, como a los árboles de su huerto. De otra forma, todo sería peor, ya que nuestra especie no quiere ser formada a medias. En el estado en que están las cosas, un hombre abandonado desde su nacimiento a sí mismo sería el más desfigurado de los mortales; las preocupaciones, la autoridad, la necesidad, el ejemplo, todas las instituciones sociales, en las que estamos sumergidos, apagarían en él su natural modo de ser y no pondrían nada en su lugar que lo sustituyese. Sería como un arbolillo que el azar ha hecho nacer en medio de su camino y que los transeúntes, sacudiéndolo en todas direcciones, lo matan. Es a ti a quien me dirijo, tierna y prudente madre, que has sabido evitar la gran ruta y librar del choque de las opiniones humanas al naciente arbolillo[2] . Cultiva y riega la tierna 'planta antes de que se muera; de ese modo, sus frutos ya sazonados serán un día tu delicia. Forma a su debido tiempo un círculo alrededor del alma de tu hijo; luego puedes levantar otro, pero sólo tú debes poder apartar la valla. Se consiguen las plantas con el cultivo, y los hombres con la educación. Si el hombre naciera grande y fuerte, su talla y su fuerza le serían inútiles hasta que aprendiera a servirse de ellas y, luego, abandonado a sí mismo, se moriría de miseria antes de que los demás comprendiesen sus necesidades. Hay quien se queja del estado de la infancia, y no se da cuenta de que la raza humana habría perecido si el hombre no hubiese empezado siendo un niño. Nacemos débiles, necesitamos ser fuertes, y al nacer carecemos de todo y se nos debe proteger; nacemos torpes y nos es esencial conseguir la inteligencia. Todo esto de que

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EL EMILIO

Libro Primero[1] (Fragmento)

Todo es perfecto cuando sale de las manos de Dios, pero todo degenera en las manos del hombre. Obliga a una tierra a que dé lo que debe producir otra, a que un árbol dé un fruto distinto; mezcla y confunde los climas, los elementos y las estaciones, mutila su perro, su caballo y su esclavo; lo turba y desfigura todo; ama la deformidad, lo monstruoso; no quiere nada tal como ha salido de la naturaleza, ni al mismo hombre, a quien doma a su capricho, como a los árboles de su huerto.

De otra forma, todo sería peor, ya que nuestra especie no quiere ser formada a medias. En el estado en que están las cosas, un hombre abandonado desde su nacimiento a sí mismo sería el más desfigurado de los mortales; las preocupaciones, la autoridad, la necesidad, el ejemplo, todas las instituciones sociales, en las que estamos sumergidos, apagarían en él su natural modo de ser y no pondrían nada en su lugar que lo sustituyese. Sería como un arbolillo que el azar ha hecho nacer en medio de su camino y que los transeúntes, sacudiéndolo en todas direcciones, lo matan.

Es a ti a quien me dirijo, tierna y prudente madre, que has sabido evitar la gran ruta y librar del choque de las opiniones humanas al naciente arbolillo[2]. Cultiva y riega la tierna 'planta antes de que se muera; de ese modo, sus frutos ya sazonados serán un día tu delicia. Forma a su debido tiempo un círculo alrededor del alma de tu hijo; luego puedes levantar otro, pero sólo tú debes poder apartar la valla.

Se consiguen las plantas con el cultivo, y los hombres con la educación. Si el hombre naciera grande y fuerte, su talla y su fuerza le serían inútiles hasta que aprendiera a servirse de ellas y, luego, abandonado a sí mismo, se moriría de miseria antes de que los demás comprendiesen sus necesidades. Hay quien se queja del estado de la infancia, y no se da cuenta de que la raza humana habría perecido si el hombre no hubiese empezado siendo un niño.

Nacemos débiles, necesitamos ser fuertes, y al nacer carecemos de todo y se nos debe proteger; nacemos torpes y nos es esencial conseguir la inteligencia. Todo esto de que carecemos al nacer, tan imprescindible en la adolescencia, se nos ha dado por medio de la educación.

La educación nos viene de la naturaleza, de los hombres o de las cosas. El desenvolvimiento interno de nuestras facultades y de nuestros órganos es la educación de la naturaleza; el uso que aprendemos a hacer de este desenvolvimiento o desarrollo por medio de sus enseñanzas, es la educación humana, y la adquirida por nuestra propia experiencia sobre los objetos que nos afectan, es la educación de las cosas.

Cada uno de nosotros está formado por tres clases de maestros. El discípulo que en su interior tome las lecciones de los tres de forma contradictoria, se educa mal y nunca está de acuerdo consigo mismo; sólo cuando coinciden y tienden a los mismos fines logra su meta y vive consecuentemente. Sólo éste estará bien educado.

Según esto, de las tres diferentes educaciones, la de la naturaleza no depende de ningún modo de nosotros; la de las cosas está en parte en nuestra mano, y sólo en la de los hombres es donde somos los verdaderos maestros, aunque únicamente por

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suposición, porque, ¿quién puede esperar que ha de dirigir por completo los razonamientos y las acciones de todos cuantos a un niño se acerquen?

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[1] Las notas del libro fueron realizadas por el propio Rousseau, las cuales se transcriben aquí.

[2] La primera educación es lo que más importa, y sin la menor duda compete a las mueres; si tuvieran que encargarse los hombres de ella, el Autor de a Naturaleza les habría concedido leche para que pudieran criarlos. En tales circunstancias, en los tratados de educación nos relacionamos especialmente con las mujeres, ya que además de que pueden vigilar y estar más cerca de los niños que los hombres, e influyen también mucho más, les interesa a ellas de un modo especial que esta educación alcance el mayor grado posible, puesto que la mayor parte de las viudas quedan a merced de sus hilos, recogiendo después los resultados de la educación que les dieron. Las disposiciones legales no ofrecen la suficiente autoridad a las madres, aunque se ocupan de los niños más que los padres; sus obligaciones son más constantes, tienen mayor importancia sus afanes para el buen orden de las familias, y generalmente tienen más cariño hacia sus hijos, lo cual se debe a que siempre se ocupan mas de lo trivial que de las personas, y su finalidad no es otra que lograr la paz en lugar de la virtud. Existe algún caso en que el faltar un hijo a su padre puede tener algún atenuante, pero si hubiera un hijo tan indigno que faltase a su madre, que lo llevó en su seno, le crió, que durante muchos años se ha olvidado de sí misma para dedicarse de lleno a su hijo, ese desventurado sería merecedor de un castigo que le quitase para siempre la luz del día. Comentáis que las madres miman en exceso a sus hijos, en lo que hacen mal, pero les perjudicáis mucho más vosotros, que sois los autores de su depravación. Una madre aspira a que su hijo sea un ser feliz desde el momento en que viene al mundo. Y es justo, pero conviene que sufra los efectos del desengasto cuando se ha valido de medios equivocados. La avaricia, la ambición, la tiranía y la falsa previsión de los padres son mil veces más perjudiciales a los hijos que el ciego cariño de las madres. Por lo demás, es indispensable dar una explicación al sentido que doy al nombre de madre, lo que haré más adelante.

EL EMILIO

Libro Segundo (Fragmento)

Este es el segundo plazo de la vida, y en el que propiamente termina la infancia, pues las voces infans y puer no son sinónimas. La primera está comprendida en la otra y significa «que no puede hablar», de donde viene que en Valerio Máximo se encuentre puerum infantem. Pero yo continúo sirviéndome de esta palabra según el uso de nuestra lengua, hasta la edad en que adopta otros nombres.

Cuando los niños comienzan a hablar, lloran menos. Este progreso es natural: un lenguaje es substituido por el otro. Cuando pueden expresar que sufren por medio de palabras, ¿por qué lo harán sirviéndose de los gritos? Si entonces siguen llorando, se debe a la gente que les rodea. En cuanto Emilio diga «tengo daño» será porque siente agudos dolores que le hacen llorar.

Si el niño es delicado y sensible hasta llorar por nada, al darse cuenta de que- sus gritos son inútiles y no producen efecto, pronto agota sus lágrimas. Mientras llore, yo no me acerco a él, y cuando calla acudo a su lado. Pronto su manera de llamarme

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será la de callarse, o a lo más dará un solo grito. Esto es debido a que los niños juzgan su significación por el resultado sensible, única forma para hacerse entender, y cuando está solo, aunque el niño se haga algún daño, es muy raro que llore, a no ser que tenga esperanzas de que le oigan.

Si cae, si se hace un chichón, si le sale sangre por la nariz, si se da un golpe en los dedos, en lugar de acudir alarmado, me quedaré tranquilo, siquiera durante un rato. El mal ya está hecho y es preciso que lo soporte y se habitúe; mi precipitación sólo serviría para asustarle más y para aumentar su sensibilidad. En el fondo, le atormenta más el temor que el golpe cuando se ha lastimado. Esta inquietud yo se la evitaré, puesto que dará importancia al mal según vea la que yo le doy; si me ve inquieto, que le consuelo y le compadezco, pensará que la cosa es grave, pero si me ve tranquilo, recobrará el sosiego y se creerá sano tan pronto como le desaparezca el dolor. Las primeras lecciones de valor se inician en esta edad, y padeciendo sin asustarse dolores leves, se aprende gradualmente a soportar los mayores.

En vez de estar atento a que Emilio no se haga daño, me disgustaría mucho que nunca se lo hiciera y creciese sin experimentar el dolor. Sufrir es lo primero que debe aprender, y lo que tendrá más necesidad de saber. Parece que los niños, por ser pequeños y débiles, no puedan aprender estas importantes lecciones sin sufrir daño. Si el niño cae al suelo, no se romperá una pierna; si se golpea con un bastón, no se romperá un brazo; si coge un hierro afilado, no apretará mucho, y no será honda la herida. No sé que nunca un niño al que se ha dejado en libertad se haya muerto ni se haya hecho un daño de consideración, a no ser que indiscretamente se le haya puesto en un sitio alto o dejado solo cerca del fuego, o que tenga en su poder instrumentos peligrosos. ¿Qué decir de esos juguetes peligrosos con que se quiere que se distraigan los niños, para que cuando sean mayores e inexpertos, se crean muertos al pincharse con un alfiler, o se desvanezcan al ver una gota de sangre?

Esa manía pedantesca de enseñar siempre a los niños lo que por sí mismos aprenderían mucho mejor, y olvidarnos de lo que sólo nosotros les podemos enseñar. ¿Hay nada más ridículo que tomarse la molestia de enseñarles a andar, como si se hubiera visto alguno que, por la negligencia de su nodriza, no supiera andar siendo mayor? ¡Cuántas personas, por el contrario, se ve que andan mal durante su vida precisamente porque no se les enseñó a caminar bien!

Emilio no tendrá ni burletes, ni canasta con ruedas, ni carretilla, ni andadores; desde que comenzara a poner un pie delante del otro, no se le tendrá más que en los sitios enlosados, y se hará que los cruce de prisa[1]. En lugar de dejarle en el aire viciado de una habitación, se le lleva diariamente a un prado, y que corra, que se tienda en el suelo, que caiga cien veces al día, así aprenderá antes a levantarse solo. El bienestar de la libertad compensa el daño de los golpes recibidos. Mi alumno sufrirá con frecuencia contusiones; en compensación, siempre estará alegre. Si los vuestros sufren menos golpes, en cambio están siempre contrariados, siempre encadenados y siempre tristes. Yo dudo que el provecho sea de su parte.

Otra evolución hace que a los niños les sea menos necesario el quejarse: es la del aumento de sus fuerzas. Poseyendo más poder para realizar las cosas por sí mismos, tienen con menor frecuencia necesidad de recurrir a los demás. Con su fuerza se desenvuelve el conocimiento que los hace capaces de dirigirla. Es en esta segunda evolución cuando empieza propiamente la vida del individuo; es entonces cuando él toma conciencia de sí mismo. La memoria extiende el sentimiento de la identidad sobre todos los momentos de su existencia; se vuelve verdaderamente uno, él mismo,

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y por consiguiente capaz de felicidad o de desgracia. Importa, pues, comenzar a considerarle aquí como un ser moral.

Aunque se asigne de un modo aproximado el más largo fin de la vida humana y las probabilidades que se tienen de aproximarse a este término, nada es más incierto que la duración de la vida en particular, y son muy pocos los que llegan al término supuesto. Los mayores peligros de la vida están en sus principios, y quien menos ha vivido, menos esperanza de vivir puede tener. De los niños que nacen, todo lo más la mitad llegan a la adolescencia, y quizá vuestro alumno no llegue a la edad del hombre.

¿Qué habrá que pensar, pues, de esa inhumana educación que sacrifica el tiempo presente a un porvenir incierto, que carga con cadenas de toda especie a un niño, y lo tortura preparándole para una lejana época una ignota felicidad, la cual tal vez no disfrutará jamás?

Aunque yo supusiera esta educación razonable en su objeto, ¿cómo ver sin indignación a unos pobres desventurados sometidos a un yugo insoportable y condenados a trabajos continuos como galeotes, sin estar seguros de obtener ningún fruto de tantos sufrimientos? La edad de la alegría se pasa entre llantos, castigos, amenazas y esclavitud. Por su bien, se atormenta al desventurado, y no se dan cuenta que es a la muerte a quien llaman, y que le llegará en mitad de este triste aparato. ¿Quién sabe cuántos niños perecen víctimas de la extravagante sabiduría de un padre o de un maestro? Felices son en escapar así de su crueldad, ya que el único fruto que obtienen de tanta crueldad de la que han sido víctimas es morir sin lamentar una vida de la que únicamente han conocido los tormentos.

Hombres, sed humanos; es vuestro primer deber; sedlo en todos los estados, en todas las edades y por todo lo que no le es extraño al hombre. ¿Qué sabiduría tendréis fuera de la humanidad? Amad la infancia, favoreced sus juegos, sus deleites y su ingenuo instinto. ¿Quién de vosotros no ha sentido deseos alguna vez de retornar a la edad en que la risa no falta de los labios y en la cual el alma siempre está serena? ¿Por qué queréis evitar que disfruten los inocentes niños de esos rápidos momentos que tan pronto se marchan, y de un bien tan precioso del que no pueden excederse? ¿Por qué queréis colmar de amarguras y dolores esos primeros años tan cortos, que pasarán para ellos y ya no pueden volver para vosotros? Padres, ¿sabéis tal vez en qué instante la muerte espera a vuestros hijos? No motivéis nuevos llantos privándoles de los escasos momentos que la naturaleza les ofrece; tan pronto como puedan gozar del placer de la existencia, haced que disfruten de él, y que cuando llegue la hora en que Dios los llame, no mueran sin haber disfrutado de la vida.

EL EMILIO

Libro Tercero (Fragmento)

La inteligencia humana tiene límites, y un hombre no puede saberlo todo, sino que ni siquiera puede saber totalmente lo poco que saben los demás, y ya que toda proposición contradictoria de una falsa es verdadera, tan inagotable es el número de las verdades como el de los errores. Entonces, hay que hacer una elección entre las cosas que deben enseñarse y ver en qué tiempo conviene aprenderlas. Entre los conocimientos que podemos adquirir, unos son falsos y otros inútiles, y algunos valen para enorgullecer al que los posee. El escaso número de los que verdaderamente contribuyen a nuestro bienestar es el único digno de ser investigado por un hombre

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sabio, y por consiguiente de un niño que queremos que lo sea. No se trata de saberlo todo, sino solamente lo útil.

De este corto número aún se restarán las verdades necesarias para ser comprendidas por un entendimiento ya formado, las que suponen el conocimiento de las relaciones del hombre, que el niño no puede adquirir, v las que predisponen a un alma sin experiencia a que se forme ideas erróneas sobre otras materias.

Estamos reducidos a un pequeño círculo con relación a la existencia de las cosas, ¡pero este círculo forma todavía una inmensa esfera para la capacidad de comprensión de un niño! Tinieblas del entendimiento humano, ¿qué mano temeraria se atreve a levantar vuestro velo? ¡Qué de abismos veo abrir por nuestras vanas ciencias en torno de este joven infortunado! Tú, que vas a conducirle por estos peligrosos senderos, y que vas a descorrer ante sus ojos la sagrada cortina de la naturaleza, tiembla; asegúrate primero bien de su cabeza y de la tuya, teme que al uno o al otro se os vaya, y tal vez a los dos. Teme los adornos engañosos de la mentira y los vapores embriagadores del orgullo. Acuérdate, acuérdate siempre de que la ignorancia jamás fue perniciosa, que sólo el error es funesto y que no nos extraviamos por no saber, sino por creer que sabemos.

Sus adelantos en la geometría os podrán servir de prueba y medida cierta para el desarrollo de su inteligencia, pero tan pronto como es capaz de distinguir lo que es útil de lo que no lo es, es importante tener mucho cuidado y arte para inducirle a estudios especulativos. Si, por ejemplo, se desea que busque una media proporcional entre dos líneas, hágase de forma que precise hallar un cuadrado igual a un rectángulo determinado; si se trata de dos medias proporcionales, primeramente sería necesario hacer que le interesara el problema de la duplicación del cubo, etc. De esta manera nos vamos acercando paulatinamente a las nociones morales que diferencian el bien del mal. Hasta aquí únicamente hemos conocido la ley de la necesidad; ahora tenemos presente lo que es útil, pero pronto trataremos de lo que es conveniente y bueno.

El mismo instinto anima las distintas facultades del hombre, a la actividad del cuerpo que procura su desarrollo, sigue la del espíritu que procura instruirse. Al principio los niños son revoltosos, después son curiosos, y esta curiosidad bien dirigida es el móvil de la edad a que hemos llegado. Debemos distinguir siempre las tendencias que provienen de la naturaleza de las que se originan en la opinión. Existe un afán de saber que se basa únicamente en el deseo de ser considerado sabio y otro que proviene de una curiosidad natural del hombre por todo lo que le puede interesar de cerca o de lejos. El deseo innato de bienestar y la imposibilidad de contentar plenamente este deseo, son motivo de que aspire sin cesar a nuevos medios para contribuir. Este es el primer principio de la curiosidad, principio natural del corazón humano, pero que se desarrolla únicamente en proporción de nuestras pasiones y nuestras luces. Imaginad un filósofo relegado en una isla desierta con instrumentos y libros, seguro de pasar solo el resto de sus días; no se preocupará más del sistema del mundo, de las leyes de atracción, ni del cálculo diferencial; tal vez ya no abrirá un libro, pero no se abstendrá de visitar hasta el último rincón de su isla, por grande que sea. Rechacemos, pues, de nuestros primeros estudios los conocimientos que no son del agrado natural del hombre y limitémonos a los que nos hace desear el instinto.

La tierra es la isla del género humano, y el objeto que nos impresiona más es el sol. Tan pronto como comenzamos a desviarnos de nosotros, sobre la tierra y el sol

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deben versar nuestras primeras observaciones. Por eso la filosofía de casi todos los pueblos salvajes se basa en divisiones imaginarias de la tierra y en la divinidad del sol.

¡Qué salto!, tal vez dirán. Hace sólo un instante que nos ocupábamos de lo que nos toca y rodea inmediatamente, y de pronto ya estamos recorriendo el globo y sin parar hasta el fin del mundo. Este salto es efecto del progreso de nuestras fuerzas y de la propensión de nuestro espíritu. En el estado de flaqueza e insuficiencia, nos reconcentra dentro de nosotros el afán de conservaros; en el estado de poderío y fuerza, nos saca fuera el deseo de explayar nuestro ser y nos lanza lo más lejos posible, pero como desconocemos todavía el mundo intelectual, nuestro pensamiento no va más lejos que nuestros ojos, ni nuestro entendimiento se extiende más allá del espacio que domina.

Convirtamos nuestras sensaciones en ideas, pero no pasemos de pronto de los objetos sensibles a los intelectuales. Por los primeros debemos llegar a los últimos. En las primeras operaciones del espíritu los sentidos deben ser siempre sus guías. Ningún otro libro que no sea el mundo, ninguna otra instrucción que los hechos. El niño que lee no piensa, no hace más que leer; no se instruye, pues sólo aprende palabras.

Haced que vuestro alumno esté atento a los fenómenos de la naturaleza, v en seguida despertaréis su curiosidad, pero para sujetarla no os deis prisa a satisfacerla. Poned a su alcance las cuestiones y dejad que él las resuelva. Que no sepa nada porque se las habéis propuesto, sino porque las haya comprendido él mismo; que invente la ciencia y no que la aprenda. Si en su entendimiento sustituís una sola vez la autoridad a la razón, no discurrirá más y jugará con él la opinión de los otros.         

Queréis enseñar la geografía a ese niño, y vais a buscar globos, esferas y mapas; ¡cuántas máquinas! ¿Qué finalidad tienen estas representaciones? ¿Por qué no empezáis mostrándole el objeto mismo, para que por lo menos sepa de qué se trata?

Una tarde serena y bella vamos a pasear por un lugar a propósito, donde el horizonte aparece descubierto, dejando ver plenamente el sol en su ocaso, y observamos los objetos que hacen que se reconozca el sitio por donde se ha puesto. Al próximo día volveremos a tomar el fresco en el mismo lugar, pero antes de que salga el sol. Le contemplamos desde lejos con las flechas de fuego con que se anuncia. Va aumentando el incendio, aparece todo el oriente inflamado, su brillo nos obliga a que esperemos el astro mucho tiempo antes de que se descubra; a cada instante nos da la sensación de que lo vamos a ver, hasta que al fin logramos verle. Tiene unos destellos como un relámpago su trazo brillante, y al momento cubre todo el espacio, se funde el velo de las tinieblas y cae; el hombre reconoce su mansión y la encuentra embellecida. En el transcurso de la noche las plantas han cobrado un nuevo vigor, el naciente día que las alumbra, los primeros rayos que las besan nos las muestran con una capa de rocío que refleja los colores y la luz. El coro formado por el conjunto de las aves saluda con sus conciertos al Padre de la Vida; en este momento ni una sola de las aves está callada, su trinar todavía es débil, es más lento y más suave que en el resto del día, pues aún se resienten de lo soñoliento de su apacible despertar. El conjunto de todos estos objetos deja en el pecho una impresión de serenidad que se adentra hasta lo más profundo del alma. Durante media hora flota un fuerte embeleso al que ningún hombre es capaz de resistirse; este espectáculo tan hermoso, tan delicioso y magnífico nos conmueve a todos.

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Lleno del entusiasmo que se apodera de él, el maestro quiere comunicárselo a su discípulo y cree que le conmueve participándole las sensaciones que le han conmovido. ¡Qué disparate! En el corazón del hombre es donde reside la vida del espectáculo de la naturaleza, y para verlo es preciso sentirlo. El niño distingue los objetos, pero no puede conocer las relaciones que los estrechan ni oír la dulce armonía de su concierto. Se requiere una experiencia que todavía no ha adquirido, son precisos afectos que no ha experimentado para sentir la impresión que resulta de todas estas impresiones juntas. Si no ha andado mucho por áridas llanuras, si no han tostado sus pies ardientes arenales, si jamás le sofocó la ardiente reverberación de los pedregales encendidos por el sol, ¿cómo queréis que el fresco de una hermosa madrugada sea capaz de recrearle? ¿Cómo pueden embriagar sus sentidos el aroma de las flores, el verdor de las plantas, las húmedas perlas del rocío y la blanda y tierna alfombra del césped? ¿Qué clase de emoción le ha de proporcionar el gorjeo de los pajarillos si todavía desconoce los acentos del deleite y del amor? ¿Cómo puede cautivarle el nacimiento de un día tan hermoso si su imaginación aún no le sabe pintar los gustos con que puede llenarle? ¿Y cómo, por último, le ha de enternecer la hermosura del espectáculo de la naturaleza si ignora cuál es la mano que con tanto primor la adornó?

EL EMILIO

Libro Cuarto (Fragmento)

Las muchachas francesas se educan todas en conventos hasta que contraen matrimonio. ¿Es que tal vez se pretende que se amolden sin dificultad a modales para ellas tan nuevos? ¿Acusará alguien a las mujeres de París de que carezcan de desenvoltura y de gracia, o que ignoran los hábitos del mundo porque no se han criado en él desde su infancia? Sostienen este prejuicio las mismas personas de la corte, que no conociendo nada más importante que esta insignificante ciencia, se imaginan, sin fundamento, que nunca es demasiado pronto para adquirirla.

Es cierto que tampoco hay que esperar hasta muy tarde. El que ha pasado su juventud lejos de la vida social tiene después un aire contraído y temeroso, dice siempre cosas fuera del caso, sus modales son pesados y desmañados, sin que el hábito de vivir con personas distinguidas se los pula, y no obstante su deseo de refinarse, se vuelve más ridículo. Cada clase de instrucción tiene su tiempo oportuno, que es preciso conocer, y sus peligros, que se han de evitar, y en ésta se reúnen más particularmente, pero tampoco expongo a ella a mi alumno sin las precauciones que le libren de estos peligros.

Cuando mi método guarda perfecta unidad bajo todos los conceptos, y cuando remedia un inconveniente evitando otro, entonces creo que es bueno y que no me aparto de la verdad. Esto creo hallarlo en el recurso que se me sugiere aquí. Si quiero ser austero y rígido con mi discípulo, perderé su confianza y pronto se ocultará de mí; si quiero ser complaciente y fácil o cerrar los ojos, ¿de qué le serviría estar bajo mi protección? No hago más que autorizar sus desórdenes y descargar su conciencia a expensas de la mía. Si le introduzco en el mundo con sólo el propósito de que se instruya, se instruirá más de lo que deseo. Si le tengo alejado de él hasta el fin, ¿qué habrá aprendido conmigo? Tal vez todo, menos el arte más necesario al hombre y al ciudadano, que es saber vivir con sus semejantes. Si yo doy a sus atenciones una utilidad muy lejana, será como nula para él, que sólo aprecia lo presente. Si me contento con ofrecerle pasatiempos, ¿qué bien le hago? Se amolda y no se instruye.

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Nada de esto. Mi expediente solo lo soluciona todo. «Tu corazón, digo al joven, necesita una compañera; vamos a buscar la que te conviene; tal vez no la hallaremos fácilmente, pues el verdadero mérito siempre es raro, pero no nos precipitemos ni nos decepcionemos. Sin duda habrá alguna, y la encontraremos.» Con proyecto tan esperanzador le introduzco en el mundo. ¿Qué más necesito decirle? ¿No veis que ya está todo hecho?

Cuando le pinte la dama que le destino, imaginaos si sabré conseguir que me escuche, que mire con estimación y complacencia las cualidades que debe amar y que estén dispuestos sus sentimientos para lo que ha de buscar o rechazar. Sería necesario que yo fuese el más inhábil de los hombres si no le apasionara de antemano sin que él supiera por quién. No importa que el objeto que yo le pinto sea imaginario; es suficiente con que le inspire aversión a los que pudieran tentarle; es suficiente con que en todas partes encuentre comparaciones que le hagan preferir su fantástico objeto a los reales que se le presentasen, y el mismo amor verdadero, ¿no es fantasía, ilusión, mentira? Se ama más la imagen que uno se crea que el objeto a que la aplica. Si lo que amamos se viese exactamente como es, no habría amor en la tierra. Cuando se deja de amar, la persona amada sigue lo mismo que era antes, pero ya no la ve igual; se cae el velo del prestigio y el amor se desvanece. Luego, formando el objeto imaginario, soy árbitro de las comparaciones, e impido con facilidad la ilusión de los objetos reales.

No por eso quiero que engañemos a un joven pintándole un modelo de perfección que no pueda existir, pero elegiré los defectos de su dama de forma que a él le agraden y sirvan para corregirle de los suyos. Tampoco quiero que se le engañe, asegurándole que en realidad existe el objeto que le pintamos, pero si se le complace en la imagen, pronto deseará hallar el original. Este deseo está muy próximo a la suposición; es tarea de algunas descripciones hechas con habilidad, que bajo perfiles más sensibles den a este imaginario objeto algún aire de veracidad. Si quisiéramos darle un nombre, le diría riendo: «Llamemos Sofía a vuestra futura dama. Sofía es un nombre de buena suerte; si no es el de la que escojáis, será digna por lo menos de llevarlo, y podemos honrarla con él por adelantado. Después de todos estos detalles, sin afirmar ni sin negar, le esquivaré con pretextos y sus recelos se transformarán en certeza; creerá que hago un misterio de la esposa que le destino y que la verá cuando sea el momento. Una vez le hemos interesado, y ha sido buena la elección de la imagen que le hemos formado, todo lo demás es fácil; podemos exponerlo en el mundo casi sin riesgo. Defendedle sólo de sus sentidos, que su corazón está seguro.