Eugen Herrigel - Zen

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    EL ZEN Y EL ARTE DEL

    TIRO CON ARCO

    EUGEN HERRIGEL

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    Arquero x Hokusai

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    ceremonia del t, la danza y las bellas artesen general. La doctrina Zen no es otra cosa

    que el espritu cotidiano, segn la feliz ex-presin de Basho (Matsuo; muerto en 788);espritu cotidiano que consiste simplemen-te en dormir cuando se est fatigado, encomer cuando se tiene hambre. Apenas re-

    exionamos, meditamos y conceptuamos, lainconsciencia original se pierde y se interpo-ne un pensamiento. Ya no comemos cuandoestamos comiendo ni dormimos cuando es-tamos durmiendo. La echa se desprende dela cuerda pero no se dirige rectamente haciael blanco ni el blanco permanece donde est.

    El clculo, que es por naturaleza err-neo, interviene, y toda la experiencia de laarquera misma toma el camino equivocado.La mente confusa del arquero se traiciona as misma en todo sentido y en todos los pla-nos de su actividad. El hombre es una echapensante, pero sus ms grandes obras slolas realiza cuando no est pensando o calcu-lando. La puerilidad debe ser recuperadaa travs de largos aos de adiestramientoen el arte del olvido de s, y cuando lo logra,

    el hombre piensa aunque no piense. Piensacomo la lluvia que cae del cielo, como las olasque se agitan en el ocano, como las estre-llas que iluminan el cielo nocturno, como el verde follaje mecido por la suave brisa dela primavera. En realidad, l es la lluvia, el ocano, las estrellas, el follaje.

    Cuando un hombre alcanza esta etapa dedesarrollo espiritual, se convierte en un ar-tista Zen de la vida. No necesita, como el ar-tista pintor, un lienzo, pinceles y colores, ni como el arquero el arco, la echa, el blancoy otros utensilios. Tiene para ello sus miem-bros, su cuerpo, su cabeza; y su vida Zen seexpresa por medio de todos estos instrumen-tos naturales, de cardinal importancia parasu manifestacin; sus manos y pies son suspinceles y el universo todo el lienzo dondepintar su vida durante setenta, ochenta,y aun noventa aos de existencia. Esta pin-tura recibe el nombre de Historia.

    Hoyen de Gosozen (muerto en 1140) dice:He aqu un hombre que, habiendo convertido

    la vacuidad del espacio en una hoja de papel,

    las olas del ocano en un tintero y el monteSumeru en un pincel, traza estos cinco carac-

    teres: so-shi-sai-rai-i1

    . Ante ellos, extiendo mi zagu2 y me inclino reverentemente.

    Podramos preguntarnos: qu signi caesta extravagante declaracin? Por qu al-guien capaz de ejecutar esta accin debe ser considerado por ello digno del mayor respe-to? Un Maestro del Zen respondera: Comocuando siento hambre, duermo cuanto estoycansado. Si siente inclinacin hacia la na-turaleza tal vez conteste: Ayer haca buentiempo; hoy llueve. El lector sin embargoquiz aun no haya visto la respuesta a supregunta: donde est el arquero?

    En este breve y maravilloso libro, EugenHerrigel, lsofo alemn que lleg al Ja -pn y all se entreg a la prctica del artede los arqueros en la esperanza de adquirir a travs de ella el conocimiento profundo dela doctrina Zen, nos ofrece un esclarecedor relato de sus experiencias personales en lamateria. A travs de sus palabras, el lector

    occidental podr entrar en contacto, de unamanera ms familiar, con algo que muy amenudo debe de haberle parecido una extra-a y en cierto modo inaccesible experienciaoriental.

    Daisetz T. SuzukiIpswich, Massachusetts, Mayo de 1953

    1. Estos cinco caracteres chinos, traducidos literal-mente, significan: El motivo del Primer Patriarcapara venir de Occidente. El argumento es utiliza-do a menudo como un tpico deMond (pregun-tas y respuestas a la manera del Zen). Es lo mismoque inquirir sobre la esencia misma de la doctrinaZen. Una vez comprendido esto, toda la doctrinaZen cabe en estos cinco caracteres.

    2. Zagu es una de las prendas que lleva consigo elmonje Zen, quien la tiende frente a l cuando se

    inclina reverentemente ante el Buda o el Maestro.

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    I

    A primera vista, debe de parecer una into-lerable degradacin para la doctrina Zen -seacual fuere el signi cado, que el lector atribu -ya a esta doctrina- su asociacin con algo tanmundano como el arte de los arqueros. Auncuando quisiera hacer una gran concesin y aceptara considerar la arquera un arte, di-fcilmente se sentira inclinado a buscar en lalgo ms que una forma decididamente de-portiva de la hazaa. De ah que espere quese le narren las asombrosas proezas de losardidosos japoneses, que tuvieron la ventajade contar con una tradicin intacta y consa-grada por el tiempo en el manejo del arco y dela echa. Pues en el Lejano Oriente slo haceapenas unas pocas generaciones los antiguosinstrumentos de combate fueron reemplaza-dos por armas modernas y la familiaridad ensu manejo no ha cado de ninguna manera endesuso; por el contrario, sigui propagndosey desde entonces ha ido cultivndose en cr-culos cada vez ms amplios de a cionados.

    Puede, pues, esperarse una descripcinde las formas caractersticas en que la ar-quera es actualmente practicada en el Japncomo deporte nacional?

    Nada ms lejos de la verdad. Por arque-ra en su sentido tradicional, considerada unarte y honrada como una herencia nacional,los japoneses no entienden precisamente undeporte sino, a pesar de lo extrao que estopueda parecer al comienzo, un ritual religio-so. De ah que por arte de la arquera noquiera en el Japn signi carse la destreza delos deportistas, que puede ser ms o menosdesarrollada o cultivada mediante la edu-cacin fsica, sino un arte cuyo origen debebuscarse en los ejercicios espirituales y cuyameta es acertar en un blanco espiritual, porlo que fundamentalmente el tirador apunta as mismo y busca acertar en s mismo.

    Esto parecer sin duda sorprendente.

    Cmo? , dir el lector, debo creer que la

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    arquera, practicada en una poca con nesguerreros, en una lucha de vida o muerte,

    no ha sobrevivido ni siquiera como deporte,sino que ha sido rebajada al nivel de un meroejercicio espiritual ? Para qu entonces elarco, la echa y el blanco? No niega acasotodo esto el antiguo y varonil arte, el honestosigni cado de la arquera, sustituyndolo poralgo confuso, nebuloso, si no positivamentefantstico?

    Sin embargo, debe tenerse presente queel peculiarsimo espritu de este arte, lejos dehaber tenido que ser nuevamente infundidoen pocas recientes en el uso del arco y de la

    echa, estuvo siempre esencialmente vincu -lado a ellos y ha resurgido con mucha msfuerza y conviccin ahora que ya no necesitaponerse a prueba en luchas sangrientas. Nopuede de ningn modo decirse que la tcnicatradicional de la arquera, desde que ha per-dido su antigua importancia agonstica, haacabado por convertirse en un mero y agra-dable pasatiempo, volvindose por ello mis-mo inocua. La Gran Doctrina del Arte de los

    Arqueros nos dice algo diametralmente dis-tinto. Segn ella, la arquera sigue conservan-do su prstino signi cado agonstico, siguesiendo una cuestin de vida o muerte, en lamedida en que es una contienda del arqueroconsigo mismo; y esta forma de contienda noes un mezquino sustituto, sino el fundamentode todas las luchas dirigidas hacia el mundoexterior, por ejemplo, contra un adversariocorpreo. En esta lucha del arquero consigomismo revlase la esencia esotrica de estearte y su instruccin no suprime nada esen-cial al abolir los nes utilitarios a los cualesestaban destinadas las pujas caballerescas.

    Adems, quienquiera que en la actualidadse proponga practicar este arte obtendr, desu evolucin histrica, la indiscutible ventajade no ser tentado a obnubilar su comprensinde la Gran Doctrina con nes meramenteprcticos - an cuando se los oculte a s mis-mo- y hacerla quiz con ello absolutamenteimposible. Pues el acceso al arte de la arque-

    ra, y en esto concuerdan los Maestros arque-

    ros de todos los tiempos, ser slo concedidoa los puros de corazn, no perturbados por

    nes secundarios.

    Si se preguntara, desde ese punto de vista,cmo entienden los Maestros japoneses estalucha del arquero consigo mismo y cmo lade nen, la respuesta resultara demasiadoenigmtica. Para ellos, la lucha consiste enque el arquero, que apunta hacia s y no a smismo, sin embargo, se acierta sin acertarse,convirtindose as, simultneamente, en eltirador y en el blanco, en el que acierta y enel blanco mismo. Para emplear expresionesms caras a los Maestros, es necesario queel arquero se convierta, a pesar de s mismo,en un centro inmvil. Es entonces cuando seproduce el ltimo, supremo milagro: el artese trasciende, se desprende de todo arti -cio, hacindose no-arte; el tiro se convier-te en un no-tiro, esto es, un tiro sin arco ni

    echa; el instructor vuelve a ser alumno, elMaestro principiante, el n comienzo y el co -mienzo perfeccin.

    Para los orientales estas misteriosas fr-mulas no son sino verdades simples y fami-liares, pero a nosotros los occidentales nosdejan perplejos. Debemos, pues, penetrarms profundamente en este problema. Desdehace mucho tiempo, no es ya ningn secreto,ni siquiera para nosotros los europeos, quelas artes japonesas retroceden, para alcanzarsu forma interior, a una raz comn, el budis-mo. Y esta ley rige tanto para el arte de losarqueros como para el de la pintura a tinta,para el arte teatral y la ceremonia del t, parael arreglo oral y el arte de la esgrima.

    Todas estas formas de arte presuponenuna actitud espiritual que cada uno debe cul-tivar a su manera; una actitud que, en su for-ma ms exaltada1 es caracterstica del budis-mo y determina la naturaleza sacerdotal delhombre. No me re ero al budismo en el sen -tido comn de la palabra, ni estoy ocupndo-me aqu de su manifestacin intrnsecamenteespeculativa, que en razn precisamente de

    su literatura pretendidamente accesible, es

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    la nica que conocemos en Occidente y hastanos atrevemos a a rmar que comprendemos.

    Me re ero al budismo Dhyana, conocidoen el Japn con el nombre de zenismo oDoctrina Zen, y que no es en absoluto una es-peculacin sino la experiencia inmediata decuanto como el insondable fundamento delSer - no puede ser aprehendido por mediosintelectivos y no puede ser concebido o inter-pretado ni aun despus de haber pasado lasms inequvocas e indiscutibles experiencias:se lo conoce precisamente no conocindolo. A raz de tales experiencias cruciales y en con-sideracin a ellas, el budismo Zen ha abiertocaminos a travs de los cuales, mediante unametdica inmersin en s mismo, el hombrepuede acceder a la conciencia, en las mayoresprofundidades del alma, de la innominablesinrazn y el innominable desposeimiento, y lo que es ms, a la unin con ambos. y esto,vinculado al arte de los arqueros y expresa-do en un lenguaje aproximativo y sujeto, porende, a toda clase de falsas interpretaciones,signi ca que los ejercicios espirituales, gra -cias a los cuales (nicamente) la tcnica de la

    arquera puede convertirse en arte y si todova bien llega a perfeccionarse hasta el estadiode arte sin arti cio, no son otra cosa queejercicios msticos. De ah que la arquera nopueda, en ninguna circunstancia, representarel logro de algo en un plano exterior, median-te el arco y la echa, sino slo interiormentey con uno mismo. El arco y la echa no sonsino un mero pretexto para alcanzar algo quepodra igualmente suceder sin ellos; son sloel camino hacia una meta y no la meta mis-ma; ayudan a lo sumo a dar el ltimo paso,el decisivo.

    Considerando todas estas particularida-des, convendra tener acceso a las exposicio-nes realizadas por budistas Zen, a n de faci -litar nuestra comprensin. Ellas en realidadno faltan. En sus Ensayos sobre el budismoZen D. T. Suzuki ha conseguido demostrarexhaustivamente que la cultura japonesa y ladoctrina Zen estn ntimamente ligadas y queel arte japons, la actitud espiritual del samu-

    rai, el modo de vivir japons, la vida moral,

    esttica, y hasta cierto punto, aun la vida in-telectual de los japoneses, deben sus carac-

    tersticas determinantes a este fondo Zeny no podrn ser elmente comprendidos porquien no est familiarizado con l.

    Tanto la trascendental obra de Suzukicomo las investigaciones de otros eruditos ja-poneses sobre el particular, han despertadoun vivo inters en todo el mundo. Se admi-te por lo general que el budismo Dhyana,que naci en la India y despus de sufrir pro-fundos cambios alcanz pleno desarrollo enChina para ser nalmente adoptado por el

    Japn - donde es cultivado hasta nuestrosdas como una tradicin viviente- ha revela-do formas insospechadas de existencia cuyacomprensin es de extraordinaria importan-cia para nosotros.

    A pesar de todos los esfuerzos de los es-pecialistas en Zen, el conocimiento divulgadoentre nosotros los occidentales sobre la esen-cia de la Doctrina Zen, ha seguido siendo, sinembargo, por dems escaso. Como si ella se

    resistiera a una penetracin ms honda, des-pus de unos pocos tmidos pasos, nuestra ti-tubeante intuicin halla barreras insalvables.Envuelta en una impenetrable oscuridad, ladoctrina Zen debe parecer el enigma ms ex-trao e insondable que haya sido ideado porla vida espiritual de Oriente; insoluble y noobstante, irresistiblemente atractivo.

    La razn de esta penosa sensacin de in -accesibilidad reside, hasta cierto punto, en elestilo de exposicin adoptado hasta hoy paratratar de ella. Ninguna persona razonable po-dra esperar que un adepto al Zen haga otracosa que insinuar las experiencias que lo hanliberado y transformado, ni que intente des-cribir la Verdad inimaginable e inefable porla cual y en la cual vive. En este sentido, el Zentiene gran a nidad con el misticismo puro in -trospectivo. A menos que nos internemos enlas experiencias msticas por participacindirecta, permaneceremos fuera de ellas, y esta regla, a la cual todo misticismo genuino

    obedece, no tiene excepciones. y no puede

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    hablarse de contradiccin cuando se advierteque en realidad existe una enorme cantidad

    de textos Zen considerados sagrados, ya questos tienen la peculiaridad de revelar su sig-ni cado infundidor de vida slo a quienes sehan demostrado dignos de las experienciascruciales y por lo tanto estn en condicionesde obtener de tales textos la con rmacin decuanto son y cuanto poseen, independiente-mente de su lectura. En cambio, para quienno haya pasado por esas experiencias, no slopermanecen mudos, infranqueables -cmose podra leer all entre lneas?- sino que ha-brn de conducirlo fatalmente, infaliblemen-te, a la ms desesperada confusin espiritual,aun cuando se haya aproximado a ellos concautela y desprendida devocin. Como todomisticismo, la doctrina Zen slo puede sercomprendida por un verdadero mstico,quien por ende no tratar jams de adquirirpor mtodos clandestinos cuanto la experien-cia mstica misma no le haya otorgado.

    Sin embargo, el individuo transformadopor el Zen y que ha franqueado el fuego de

    la verdad, vive una vida demasiado convin-cente como para que pueda ser pasada poralto. De ah que en realidad no sea pedir de-masiado si, impulsados por un sentimientode a nidad espiritual y deseosos de hallar unsendero que nos conduzca hacia el innomi-nable poder que obra tales milagros - pues elmeramente curioso no tiene derecho a pedirnada- esperamos que el adepto al Zen nosdescriba al menos el sendero que conduce a lameta. Ningn mstico, ningn estudioso delZen es, al comenzar, el hombre en que luegopuede convertirse en el sendero de la auto-perfeccin.

    Cunto queda aun por conquistar y cuanto por dejar detrs de s antes de hallar

    nalmente la verdad! Cun a menudo seratormentado en el trayecto por la desoladasensacin de que est tratando de alcanzar loimposible! Y, sin embargo, ese imposible ha -br de ser un da posible y hasta llegar a ad-quirir evidencia propia. No podemos abrigar

    entonces la humilde esperanza de que una

    minuciosa descripcin de este largo y difcilcamino nos permita al menos preguntarnos

    si deseamos verdaderamente recorrerlo?Tales descripciones, del sendero y de sus

    sucesivas etapas, casi no existen en la litera-tura Zen. Dbese ello, en parte, al hecho deque el adepto al Zen halla reparos insupera-bles en dar cualquier clase de instruccionespara la vida feliz. Sabe por experiencia perso-nal que nadie puede recorrer el camino sin ladireccin consciente de un preceptor expertoo la ayuda de un Maestro. No menos decisi-vo resulta, por otra parte, el hecho de que susexperiencias, sus logros y sus transformacio-nes espirituales, en tanto sean suyas, debenser conquistadas y transformadas una y otravez, hasta que todo lo suyo sea destruido.Slo as podr lograr una base para sus expe-riencias que, como la Verdad Omnmoda,lo conducen a una vida que ya no es su vidacotidiana y personal; vive, pero lo que vive noes ya l mismo.

    Podemos, pues, comprender desde este

    punto de vista por qu el adepto al Zen rehuyetoda conversacin sobre s mismo y sus pro-gresos, y no porque crea que el hecho de ha-blar signi que falta de modestia, sino porquelo considera una traicin a la doctrina. Aun elmero hecho de decidirse a decir algo sobre elZen le cuesta graves exmenes de conciencia.Tiene ante s el aleccionador ejemplo de unode los ms grandes Maestros, quien, al ser in-terrogado sobre el sentido de la doctrina Zen,mantuvo un inmutable silencio, como si nohubiera odo la pregunta.

    Cmo puede entonces un adepto sentirsetentado a decirnos cunto y qu ha desechadoy no echa ya de menos? De ah que yo eludi-ra mi responsabilidad si me limitara a urdiruna serie de paradojas o me refugiara sim-plemente detrs de una barrera de palabrasaltisonantes, pues mi intencin no era otraque arrojar un poco de luz sobre la naturalezadel Zen en la medida en que incide en una delas artes en las que han estampado su sello.

    No puede decirse de esta luz que se trate,

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    en verdad, de iluminacin en el sentido fun-damental de la doctrina Zen, pero al menos

    demostrar que debe haber algo detrs delos impenetrables muros de niebla, algo ascomo el relmpago estival que anuncia la tor-menta lejana. Entendido de este modo, el artede los arqueros es algo as como una escuelapreparatoria para el Zen, por cuanto permi-te al principiante obtener, con el trabajo desus propias manos, una visin ms clara dehechos que en s mismos no son inteligibles.Hablando objetivamente, sera muy posibleabrir un camino hacia el Zen desde cualquie-ra de las artes que he mencionado.

    No obstante, me parece que puedo lograrmi propsito de una manera ms efectiva des-cribiendo el curso que debe seguir un alumnodel arte de los arqueros. Para ser ms preciso,tratar de resumir el curso de instruccin deseis aos que me fue impartido por uno de losms grandes Maestros de este arte durantemi estada en el Japn. Por lo tanto, son mispropias experiencias personales las que meautorizan a emprender esta obra, ya n de serabsolutamente inteligible - pues aun esta es-

    cuela preparatoria presenta innumerables es-collos- no tendr otra alternativa que compi-lar detalladamente, enumerndolas, todas lasresistencias que deb vencer, todas las inhibi-ciones que deb superar, antes de conseguirpenetrar en el espritu de la Gran Doctrina.y hablo de m mismo por cuanto no veo otramanera de alcanzar la meta que me he sea-lado. Por esa misma razn limitar mi relatoa lo esencial, a n de que ello se destaque conmayor claridad. Conscientemente me absten-dr de describir el lugar donde se dictaban loscursos, de evocar escenas que se han grabadoen mi memoria y, sobre todo, de bosquejarun retrato del Maestro, por muy tentador queresulte hacerlo. Todo debe girar nicamenteen torno del arte de los arqueros que, segnpienso a veces, resulta ms difcil de explicarque de aprender; y la exposicin deber serllevada hasta el punto en que se comienzan avislumbrar esos remotos horizontes tras loscuales la doctrina Zen vive y respira.

    II

    La razn por la cual decid adoptar ladoctrina y con ese propsito me dispuse aaprender el arte de los arqueros, requiereexplicacin. Ya en mis pocas de estudianteme haba interesado, como movido por unsecreto impulso, en el misticismo, pese a lascaractersticas de esa poca en la que talesintereses tenan muy escasa aplicacin. Gra -cias a mis esfuerzos fui adquiriendo una con-ciencia cada vez ms clara de que slo podratener acceso desde el exterior a estos escri-tos esotricos; y aunque saba cmo rodearlo que podramos llamar fenmeno msticoprimordial, la verdad es que me senta inca-paz de franquear la frontera que circunda-ba el misterio como un alto muro. Tampocopude hallar exactamente lo que buscaba enla abundante literatura mstica, y, decepcio-nado y desalentado, fui comprendiendo enforma gradual que slo el verdaderamentedesprendido puede penetrar en el signi ca -do real del desprendimiento, y que slo el

    contemplativo, que se halla totalmente vacoy libre de s mismo, est realmente prepara-do para volverse uno, ser uno con el DiosTrascendente. Haba llegado, por lo tanto, acomprender que existe y no puede haber otrosendero hacia el misticismo que el de la expe-riencia y el sufrimiento personales y que, sifalta esta condicin, todo cuanto se pueda de-cir sobre l no ser ms que una charla hue-ca. Pero, cmo llegar a ello? Cmo alcanzarel estado de desprendimiento real y no me-ramente imaginario? Acaso hay un caminopara quienes estn separados de los grandesMaestros por el abismo de los siglos; para elhombre moderno, que se ha desarrollado encondiciones totalmente distintas? En ningu-na parte hall respuestas ms o menos satis-factorias a mis preguntas, an cuando supede las estaciones y etapas de un camino queprometa conducir hacia la meta. Para tran-sitar ese sendero yo careca de las metdicas,precisas instrucciones que slo un Maestrohubiera podido darme y no las hallaba ni si-

    quiera para un tramo del viaje. Pero, en caso

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    de hallarlas, bastaran esas instrucciones, sialguna haba? No sera ms probable, aun

    en las mejores circunstancias, que ellas slosupieran desarrollar una aptitud para reci-bir algo que ni siquiera el mtodo mejor y ms e caz puede proporcionar, y que la ex -periencia mstica, por lo tanto, no pueda serproducida por ninguna disposicin conocidapor el hombre? Por ms que pensaba en todoello, slo vea ante m puertas cerradas y, noobstante, no poda evitar el tratar constante-mente de abrirlas. Pero el deseo persista y,cuando se marchit, subsisti el deseo de esedeseo.

    Cuando me preguntaron (entre tanto ha-ba sido honrado con una ctedra universita-ria) si quera ensear losofa en la Universi -dad de Tokio, acog con especial alegra estaoportunidad de conocer el Japn y su pueblo,sobre todo porque me ofreca la posibilidadde entrar en contacto con el budismo y porende con una prctica introspectiva del mis-ticismo pues en incontables ocasiones habaodo hablar de la existencia en el Japn de

    una tradicin viviente de la doctrina Zen, cui-dadosamente conservada; un arte didasclicoque haba sido ensayado a travs de los siglosy, lo que era ms importante, maestros delZen, extraordinariamente versados en el artede la direccin espiritual.

    Apenas comenc a actuar en mi nuevo me-dio, me dispuse a concretar mis deseos, peroinmediatamente recib turbadas negativas.Nunca, me dijeron, ningn europeo se ha-ba interesado seriamente en la doctrina Zeny puesto que ella repudiaba el ms mnimovestigio de enseanza, no poda yo esperarque me satisfaciera tericamente. Me costmuchas horas perdidas hacerles comprenderla razn por la cual quera dedicarme a la for-ma no especulativa del Zen. Me informaronentonces que prcticamente resultaba casiimposible que un europeo penetrara en estereino de la vida espiritual -quizs el ms ex-trao entre cuantos puede ofrecer el LejanoOriente- a menos que comenzara por apren-

    der una de las artes vinculadas a la doctrina.

    La idea de que deba franquear un estadio deinstruccin preliminar no me desanim. Me

    senta plenamente dispuesto a hacer todo loque fuera necesario con tal de acercarme unpoco ms al Zen; y un camino indirecto, porfatigoso que fuera, me pareca siempre mejorque ninguno.

    Pero, por cul de las artes Zen me deci-dira? Mi esposa, despus de algunas vacila-ciones, escogi el arreglo oral y la pintura;por mi parte, me pareci que el arte de los ar-queros era el ms adecuado para m, creyen-do equivocadamente -segn pude comprobarms tarde- que mi experiencia en el tiro concarabina y con pistola facilitara el aprendi-zaje. Rogu a uno de mis colegas, Sozo Ko-machiya, un profesor de Derecho que habatomado lecciones de arquera durante veinteaos y que, en la Universidad era considera-do con razn el mejor exponente de ese arte,que me presentara a su antiguo preceptor, elclebre Maestro Kenzo Awa y me recomen-dara como alumno. Al principio el Maestrorechaz mi pedido, sosteniendo que ya una

    vez haba incurrido en el error de pretenderensear a un extranjero y que desde enton-ces no haca sino lamentar la experiencia: noestaba dispuesto a hacer una segunda conce-sin malgastando en un alumno el peculiarespritu de ese arte.

    Slo cuando repuse que un Maestro quetomaba tan en serio su trabajo bien poda tra-tarme como su alumno ms joven, y al adver-tir que realmente deseaba aprender el arte,no por placer, sino por amor a la Gran Doc -trina, me acept como alumno junto con miesposa, ya que desde hace mucho tiempo eshabitual en el Japn que las jvenes tambinsean instruidas en las reglas de este arte, y laesposa y las dos hijas del Maestro lo practica-ban con diligencia.

    As se inici el largo, intenso curso de ins-truccin en el cual nuestro amigo Komachiya,que defendiera tan obstinadamente nuestracausa, ofrecindose casi como garanta nues-

    tra, participaba como intrprete. Me invita-

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    ron a concurrir al mismo tiempo a las clasesde arreglo oral y pintura en las que interve -

    na mi esposa, lo cual me brindaba a su vez laposibilidad de obtener una base aun ms am-plia de comprensin mediante la permanen-te comparacin de estas artes, mutuamentecomplementarias.

    III

    Ya en el transcurso de la primera leccincomprendimos que seguir el sendero del artesin arti cio no es cosa fcil. El Maestro em -pez por mostrarnos varios arcos japoneses,explicndonos que su extraordinaria elastici-dad se debe a su particular construccin y almaterial con que estn hechos, el bamb. Perosegn su opinin, lo ms importante era queobservramos la noble forma que el arco (dems de un metro ochenta de longitud) adoptano bien es extendido y que resulta tanto mssorprendente cuanto ms se lo estira. Cuan-do se lo despliega en toda su extensin, nosexplic, abarca en s el Todo; de ah que seatan importante aprender a extenderlo ade-cuadamente. Luego, escogi el mejor y msfuerte de sus arcos y, asumiendo una actitudceremoniosa y digna, dej volver varias vecesa su posicin original la cuerda levementeestirada. Este movimiento produce un agu-do chasquido, acompaado de un profundorasguido que, despus de haberlo escuchado

    cierto nmero de veces, es imposible olvidar,tan extrao resulta, tan conmovedoramentese apodera del corazn. Desde la ms remotaantigedad se le ha atribuido el secreto po-der de ahuyentar los malos espritus, y no meresulta difcil creer que esta interpretacin sehaya arraigado profundamente en el coraznde todo el pueblo japons. Despus de estesigni cativo introito de puri cacin y consa -gracin, el Maestro nos orden que lo obser-vramos atentamente. Hizo una muesca y co-loc una echa en el arco - extendindolo ental forma que tem por un momento que noresistiera la tensin necesaria para abarcar elTodo- y dispar la echa. Todo esto no sloresultaba conmovedoramente hermoso, sinoque pareca haber sido ejecutado con muy poco esfuerzo.

    El Maestro nos dict entonces sus instruc-ciones: Ahora haced otro tanto, pero recor-dad que la arquera no tiene por objeto forta-lecer los msculos. Cuando estiris la cuerda,

    no debis ejercer toda la fuerza de que vuestro

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    cuerpo es capaz; antes bien, debis aprendera dejar que slo vuestras dos manos acten,

    dejando relajados los msculos del hombroy del brazo, como si stos contemplaran laescena impasibles. Slo cuando podis haceresto, habris cumplido una de las condicio-nes que logran que el acto de estirar el arcoy disparar la echa sean actos espirituales.Con estas palabras, se apoder de mis manosy las fue guiando lentamente a travs de lasdistintas fases del movimiento que deberanejecutar en el futuro, como si tratara de acos-tumbrarme a l.

    Aun en el primer intento con un arco deprctica de mediana resistencia, observ quetena que hacer mucha fuerza para curvarlo.Esto se debe a que el arco japons, a diferen-cia del clsico arco deportivo europeo, nose sostiene al nivel del hombro, posicin enque el cuerpo puede ceirse mejor a l. Porel contrario, una vez colocada la echa, debesostenerse el arco con los brazos totalmenteextendidos hacia adelante, de manera que lasmanos del arquero queden situadas un poco

    ms arriba de su cabeza.Lo nico que, en consecuencia, el arquero

    puede hacer en tal circunstancia es extender-las separadamente a derecha e izquierda y,cuanto ms distantes se hallan, ms se cur-van hacia abajo, hasta que la izquierda, quesostiene el arco con el brazo extendido, vienea descansar al nivel del ojo, en tanto que ladiestra, que estira la cuerda, es sostenida conel brazo doblado sobre el hombro derecho, demanera que la extremidad de la echa de trespies sobresale un tanto del borde exterior delarco, tan grande es la distancia. Antes de dis-parar el tiro, el arquero debe permanecer enesa actitud durante un rato. La fuerza nece -saria para practicar este singular mtodo desostener y extender el arco haca que mis ma-nos, despus de unos instantes, comenzaran atemblar, y que mi respiracin se hiciera cadavez ms difcil, inconveniente que ni siquieraen las semanas que siguieron logr subsanar.La accin de extender el arco segua siendo

    un problema para m, ya pesar de la prcti-

    ca tanto ms esmerada, resistase a hacerseespiritual. Para alentarme, pens que de-

    ba de haber algn ardid para hacerlo, que elMaestro por alguna razn no quera divulgar,y puse todo mi empeo en descubrirlo.

    Firmemente resuelto a lograr mi propsi-to, contine practicando. El Maestro seguaatentamente mis esfuerzos, correga con se-renidad mi rigidez, elogiaba mi entusiasmo,me censuraba por dilapidar mis fuerzas, peroen otros sentidos casi no me daba indica-ciones, aunque siempre pona el dedo en lallaga cuando al estirar yo el arco, me deca:reljese, reljese -palabra que acababa deaprender- (ste era mi punto dbil) aunque,es justo decirlo, nunca perdi la paciencia nidej de mostrarse amable. Pero lleg el da enque fui yo quien perdi la paciencia y admitque me resultaba materialmente imposibleextender correctamente el arco.

    No puede hacerlo -explic el Maestro-porque no respira correctamente. Retengasuavemente el aire despus de inspirarlo,

    de modo que la pared abdominal est ten-sa y dilatada, y mantngalo dentro un rato.Luego, vaya expirando con la mayor lentitudy uniformidad posibles y, despus de unosmomentos, aspire nuevamente un breve sor-bo de aire, inspirando y expirando continua-mente, siguiendo un ritmo que acabar pormantenerse solo. Si hace esto correctamente,notar que cada da el disparo de la echa sehace ms y ms fcil pues por medio de estamanera de respirar descubrir no slo la fuen-te de toda energa espiritual, sino que harque esa fuente uya con mayor abundanciay se expanda ms fcilmente propagndosepor sus miembros cuanto mayor sea su rela-jamiento. Como si quisiera demostrrmelo,estir su resistente arco y me invit a colo-carme a sus espaldas y palpar los msculosde su brazo. En efecto, estaban totalmenterelajados, como si no estuvieran realizandoesfuerzo alguno.

    Al principio practiqu la nueva forma de

    respiracin sin arco ni echa, hasta que se

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    convirti en un acto natural y la leve sensa-cin de incomodidad que observ al comienzo

    fue desapareciendo rpidamente. El Maestroconceda tanta importancia al acto de expirarel aire hasta el n de la manera ms lenta y uniforme posible que, para una mejor prc-tica y -un mayor control, hizo que lo combi-nramos con un ruido semejante a un zumbi-do, y solo cuando ste se haba acallado connuestro ltimo aliento nos permita inspirarnuevamente. La inspiracin, dijo cierta vez,une y combina; al retener el aire en los pul-mones, se facilita la accin, y el acto de expi-rarlo libera y completa mediante la abolicinde todas las limitaciones. Pero aun no estba-mos preparados para entender el verdaderosentido de sus palabras.

    El Maestro procedi luego a relacionar larespiracin -que naturalmente hasta ese mo-mento no haba sido practicada slo por ellamisma-, con el arte de los arqueros. El proce-so uni cado de extensin del arco y disparode la echa fue dividido en dos partes: tomarel arco, colocar la echa en su muesca, levan -

    tar el arco, estirarlo y dejarlo jo en el puntode tensin mxima; luego disparar.

    Cada uno de estos movimientos comenza-ba con la inspiracin de aire, era seguido porla rme contencin del aliento y nalizaba conla expiracin. El resultado fue que la respira-cin acab adecundose espontneamente, y no slo pona de relieve las posiciones y losmovimientos de cada una de las manos, sinoque los aunaba en una rtmica secuencia queslo dependa de nuestra capacidad torcicaindividual. A pesar de estar fraccionado enpartes, todo el proceso pareca una sola cosaviviente, ntegramente contenida en s y nisiquiera remotamente comparable a un ejer-cicio gimnstico, al cual se pueden agregar osuprimir fragmentos sin que por ello se alteresu signi cado y carcter.

    No puedo evocar aquellos das sin recor-dar, una y otra vez, lo difcil que me resultaprender a respirar correctamente. Aunque

    inspiraba tcnicamente bien, cada vez que

    intentaba mantener relajados los msculosde mis brazos y hombros mientras extenda

    el arco, los msculos de las piernas se me po-nan rgidos, como si toda mi vida dependierade un pie rme y de una posicin segura, ocomo si, a semejanza de Anteo, tuviera queextraer mis fuerzas de la tierra. A menudo alMaestro no le quedaba otra alternativa queapoderarse, con la rapidez del rayo, de uno delos msculos de mi pierna, y presionarlo enun punto particularmente sensible. En unaocasin en que para excusarme advert queestaba esforzndome conscientemente pormantenerme relajado, el Maestro me respon-di: se es precisamente el problema. Ustedse esfuerza en pensar en ello. Concntreseenteramente en su respiracin, como si notuviera otra cosa que hacer. Me llev muchotiempo lograr lo que el Maestro quera, hastaque por ltimo lo consegu. Aprend a per-derme en la respiracin y con tanta facilidadque a veces tena la sensacin de no estar res-pirando, sino -a pesar de lo extrao que ellopueda parecer- siendo respirado. Y an cuan-do en momentos de re exin me debata con -

    tra esta atrevida idea, no poda dejar de reco-nocer que la respiracin brindaba realmentetodo cuanto el Maestro me haba anunciado.En algunas ocasiones -cada vez ms menudoa medida que iba pasando el tiempo- exten-da el arco y lo mantena tenso hasta el mo-mento del disparo mientras todo mi cuerpopermaneca en total relajamiento, sin quepudiera explicarme cmo haba ocurrido. Ladiferencia cualitativa entre estos pocos tirossatisfactorios y los incontables fracasos eratan convincente que estaba dispuesto a admi-tir que al n haba acabado por comprenderlo que signi caba en realidad extender el arcoespiritualmente.

    As, lo que haba estado tratando vana-mente de lograr no era un ardid tcnico, sinola liberacin del dominio de la respiracin atravs de nuevas y fabulosas posibilidades. Y digo esto no sin experimentar ciertos recelospues conozco muy bien la tentacin de su-cumbir a una poderosa in uencia y, dejndo -

    se cegar por el autoengao, exagerar la impor-

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    tancia de una experiencia slo por el hecho deque es inslita. Pero, a pesar de toda posible

    equivocacin y de tanta grave reserva, la ver-dad es que los resultados obtenidos merced ala nueva tcnica de respiracin -pues con eltiempo llegu a estirar el resistente arco delMaestro con los msculos relajados- eran de-masiado evidentes para ser negados.

    Cierto da, comentando todo esto connuestro amigo Komachiya, le pregunt porqu razn el Maestro se haba limitado du-rante tanto tiempo a contemplar mis infruc-tuosos esfuerzos por estirar espiritualmen-te el arco, y por qu no haba hecho hincapidesde el principio en la necesidad de respirarcorrectamente. Un gran Maestro -respondiKomachiya- tiene que ser al mismo tiempo ungran preceptor. Aqu entre nosotros las doscosas van a la par. Si hubiera comenzado laslecciones con ejercicios respiratorios, nuncahabra podido convencer a usted de que debeprecisamente a esos ejercicios algo decisivo.

    Era necesario que usted fracasara primeroen sus esfuerzos, que naufragara en sus pro-

    pios intentos antes de estar preparado pararecoger el salvavidas que le ofreca. Crame,s por experiencia personal que el Maestro loconoce muy bien a usted, como a cada unode sus otros alumnos, mejor de cuanto nosconocemos usted y yo. l lee en las almas desus alumnos mucho ms profundamente decuanto ellos mismos quisieran admitirlo.

    IV

    Ser capaz, despus de un ao de esfuerzos,de extender espiritualmente el arco, esto es,con una especie de fuerza sin esfuerzo, noes ninguna hazaa. No obstante, me sentasatisfecho pues haba empezado a compren-der por qu la tcnica de autodefensa me-diante la cual se derriba al adversario cedien-do inesperadamente, con fcil elasticidad, asu enrgico ataque y volviendo as contra lsu propia fuerza, es conocido con el nombrede el arte gentil. Desde las pocas ms re-motas, su smbolo ha sido el agua, dcil y noobstante indomeable, por lo que Lao-Tspudo decir con profunda veracidad que lavida recta es como el agua, de todas las cosasla ms dcil y que sin embargo puede domi-nar a la ms fuerte de todas las cosas3 . Por lodems, sola repetirse en la escuela una frasedel Maestro, que haba dicho que aquel queen el comienzo hace buenos progresos tro-pieza luego con las ms grandes di cultades.Para m el comienzo haba estado lejos de ser

    fcil; no tena derecho, pues, a sentir con-anza con respecto a lo que se avecinaba, esdecir las di cultades que ya haba empezadoa sospechar?

    El segundo paso consista en el aprendi-zaje de la liberacin de la echa. Hasta esemomento se nos haba dejado hacerlo al azar:esta fase de la enseanza estaba, podramosdecir, entre parntesis, como si se hallara almargen de los ejercicios, y lo que le suceda ala echa no haba tenido entonces mayor im -portancia. En tanto penetrara en el rollo depaja prensada, blanco y banco de arena a lavez, el honor estaba satisfecho. Adems, acer-tar el blanco no era en s mismo ninguna ha-zaa, ya que el rollo de paja estaba a lo sumoa unos diez pasos de distancia del arquero.

    Hasta ese momento yo no haba hecho otracosa que soltar la cuerda tensa cuando el acto

    3. The way and its power , trad. de Arthur Waley,Londres, 1934; cap. XLIII, pg. 197.

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    de sostenerla en el punto de mayor tensinse haba hecho insoportable, cuando senta

    que, si quera que mis manos separadas vol-vieran a unirse naturalmente, no me quedabaotro recurso que ceder. La tensin no es enningn sentido dolorosa. Un guante de cuerocon un pulgar rgido y forrado impide que lapresin de la cuerda moleste y reduzca pre-maturamente la fuerza de su asimiento en elpunto de mayor tensin. Cuando se extiendeel arco, el pulgar es arrollado en torno de lacuerda, inmediatamente debajo de la echa,y recogido hacia adentro. Los tres primerosdedos deben ser apretados con fuerza sobrel, sosteniendo al mismo tiempo la echa porlo tanto con rmeza. El disparo signi ca abrirlos dedos que oprimen el pulgar y luego sol-tarlo. Mediante el fuerte tirn de la cuerda, elpulgar es arrancado de su sitio y extendido,la cuerda se sacude y la echa vuela hacia elblanco. Hasta ese momento, cada vez que dis-paraba, mi tiro siempre estuvo acompaadopor una fuerte sacudida que se haca sentiren una intensa, visible vibracin de todo micuerpo y que afectaba tanto al arco como a

    la echa. Salta a la vista la imposibilidad delograr con este sistema un tiro suave y sobretodo certero; estaba condenado a que mi tirofuera siempre vacilante.

    Todo lo que ha aprendido hasta ahora-me dijo un da el Maestro, cuando no hallya nada que objetar a mi tcnica de relaja-miento para extender el arco-, no ha sido otracosa que una mera preparacin para el dispa-ro. Ahora debemos enfrentar una tarea nue-va y especialmente ardua, que nos conducira una nueva etapa en el arte de la arquera.Con estas palabras el Maestro se apoder desu arco, lo extendi y dispar hacia el blanco.Slo entonces, al contemplarlo expresamen-te, observ que aunque su mano derecha, s-bitamente abierta y liberada por la tensin,volva hacia atrs con una sacudida, no re-percuta en ninguna vibracin del cuerpo. Elbrazo derecho, que antes del disparo habaformado un ngulo agudo, se abra con untirn, pero volva luego suavemente a su po-

    sicin normal. La inevitable sacudida haba

    sido amortiguada y neutralizada. Si la fuerzade la descarga no se traicionara en el agudo

    tup de la cuerda trmula y en el poder depenetracin de la echa, nunca se sospecha -ra siquiera su existencia. Al menos en el casodel Maestro, el disparo pareca tan simple y fcil como un juego de nios.

    La ausencia de esfuerzo en una accin queexige una gran dosis de energa, es un espec-tculo cuya belleza esttica es reconocida enOriente en forma asaz sensible y complacida.Pero aun ms importante para m -y en esapoca difcilmente poda yo pensar de otramanera- era el hecho de que la certeza de daren el blanco pareciera depender de la suavi-dad del disparo. Conoca por propia experien-cia en el tiro con carabina, la importancia queadquiere el hecho de desviarse, aunque sealevemente, de la lnea de visin. Todo cuantohaba aprendido y logrado hasta entonces, depronto se haba tornado claramente inteligi-ble desde este punto de vista: extensin rela-jada del arco, asimiento relajado en el pun-to de tensin mxima, disparo relajado del

    tiro, amortiguamiento relajado del retroce-so; acaso no estaba todo esto al servicio delpropsito de acertar el blanco y no era staprecisamente la razn por la cual estbamosaprendiendo el arte de la arquera a travs detantas di cultades y paciencia? Por qu en -tonces el Maestro nos haba dado a entenderque el proceso al cual estbamos dedicadosexceda ampliamente todo cuanto habamosaprendido y practicado hasta ese momentoya lo que ya nos habamos habituado?

    Sea como fuere, segu practicando, dili-gentemente y conscientemente obediente alas instrucciones del Maestro, a pesar de locual todos mis esfuerzos resultaban vanos.

    A menudo sola parecerme que disparabamejor antes, cuando me limitaba a soltar la

    echa al azar, sin pensar en lo que estaba ha -ciendo. Sobre todo, notaba que no poda abrirla diestra, especialmente los dedos que opri-man el pulsar, sin hacer un esfuerzo. La con -

    secuencia era una sacudida en el momento de

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    lanzar la echa, de manera que sta vacilabaen su trayectoria; pero aun era menos capaz

    de amortiguar el movimiento de la mano s-bitamente liberada. El Maestro, impertrrito,segua demostrndonos prcticamente culera el disparo correcto, y yo, sin amilanarme,trataba ansiosamente de imitarlo, obtenien-do como nico resultado de mis afanes quemi inseguridad inicial fuera hacindose cadavez ms acentuada. Parecame a un ciempis,incapaz de moverse del lugar en que se ha-llaba despus de haber tratado infructuosa-mente de adivinar qu orden deban seguirsus patas.

    Evidentemente el Maestro estaba menoshorrorizado que yo por mi fracaso. Saba porexperiencia que tena que suceder as? Nopiense en lo que tiene que hacer; no re exioneen cmo hacerlo! -exclamaba-. El tiro slo seproduce suavemente cuando toma al arqueropor sorpresa. Debe ser como si la cuerda atra-vesara sbitamente el pulgar que la sostiene.No debe abrir la diestra deliberadamente.

    Se sucedieron as semanas y semanas deinfructuosa prctica. Poda tomar una y otravez por modelo la forma en que el Maestrodisparaba, observar con mis propios ojos,atentamente, cmo se originaba el disparocorrecto; pero ni una sola vez mis esfuerzosfueron coronados por el xito. Si, esperan-do en vano el disparo, ceda a la fuerza dela tensin porque sta comenzaba a hacerseinsoportable, entonces mis manos eran len-tamente separadas al unsono y el tiro fraca-saba. Si resista rmemente la tensin hastaquedar jadeante, slo poda hacerlo pidiendoayuda a los msculos de hombros y brazos.Quedaba entonces de pie all, inmvil -comouna estatua sola decir burlonamente elMaestro- pero tenso, ya que todo mi relaja-miento se haba evaporado.

    Quizs por azar o porque el Maestro aslo hubiera deliberadamente dispuesto, unda nos encontramos reunidos en torno deuna taza de t. Aprovech la ocasin para

    hablar de la cuestin y le dije claramente lo

    que senta.Comprendo perfectamente -ledije- que la mano no debe abrirse con una sa-

    cudida para que el tiro no se eche a perder.Pero por ms que lo intento, siempre me salemal. Si aprieto la mano lo ms fuerte posible,no puedo evitar que se sacuda cuando abrolos dedos. Si trato en cambio de mantenerlarelajada, la cuerda se suelta antes de haberalcanzado su punto mximo de extensin,inesperadamente, es verdad, pero dema-siado pronto sin embargo. Me debato entreestos dos fracasos y no veo ninguna salida.Debe sostener la cuerda extendida -repusoel Maestro-, como un nio de pecho se aferraal dedo que se le ofrece. Se aferra tan rme -mente que uno se maravilla ante la fuerza deldiminuto puo. Y cuando suelta el dedo, noproduce la menor sacudida. Sabe por qu?Porque un nio no piensa: ahora soltar eldedo para tomar esta otra cosa. Totalmenteinconsciente de s, sin propsito, se vuelve deuna a otra cosa y diramos que juega con ellassi no fuera igualmente verdad que las cosasestn jugando con el nio.

    -Creo comprender la alusin que encie-rra su comparacin observ. Pero, no estoy en una situacin diametralmente distinta?Cuando he estirado el arco, llega un momen-to en que siento: a menos que el tiro se pre-cipite, no podr seguir soportando la tensin.y qu sucede entonces? Simplemente, mequedo sin aliento y por lo tanto debo dispararel tiro de una buena vez, lo quiera o no, puesya no puedo esperar ms.

    Acaba de hacer una excelente descripcin-replic el Maestro- acerca de dnde resideprecisamente la di cultad. Sabe por qu nopuede esperar el tiro y por qu se queda sinaliento antes de que haya llegado? El tiro co-rrecto en el momento debido no llega porqueusted no se deja ir. No espera la realizacin,sino que se asegura el fracaso. Mientras seaas no tiene otra alternativa que producir us-ted mismo algo que debera ocurrir indepen-dientemente de su voluntad, y mientras seausted quien lo produzca su mano no se abrir

    en la forma debida, como se abre la mano de

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    un nio, como la piel de una fruta madura.Tuve que admitir ante el Maestro que esta

    interpretacin me dejaba ms perplejo quenunca. Fundamentalmente -dije- lo que hagoes extender el arco y disparar la echa con elobjeto de dar en el blanco. La extensin delarco es, por ende, un medio orientado haciaun n y no puedo pasar por alto esta relacin.El nio ignora todo esto, pero para m ambascosas no pueden disociarse.

    -El verdadero arte -exclam el Maestro-carece de propsito, de n determinado.Cuanto ms obstinadamente trate de apren-der a disparar la echa para acertar el blanco,menos lograr lo primero y ms se alejar delo segundo. Lo que se interpone en su caminoes el hecho de que usted posee una voluntaddemasiado terca. Usted piensa que lo que nohace por s mismo simplemente no sucede.

    -Pero si usted mismo me ha dicho a me-nudo que la arquera no es un pasatiempo, unjuego sin objeto, sino una cuestin de vida omuerte!

    -Y lo sostengo. Los Maestros arquerosdecimos: Un tiro, una vida! El signi cadode esto aun no lo comprendo, pero quizs leayude otra imagen que alude a la misma ex-periencia. Los Maestros arqueros decimos:con el extremo superior del arco el arqueropenetra el cielo; del extremo inferior, comosi estuviera sujeta por un hilo, pende la tie-rra. Si el tiro es disparado con una sacudida,corremos el peligro de que el hilo se rompa.Para la gente voluntariosa y violenta, la rup-tura es de nitiva y quedan suspendidos en elterrible centro, entre la tierra y el cielo.

    -Qu hacer entonces? - pregunt medita-tivamente.

    -Aprender a esperar como es debido.

    -Y cmo se aprende eso?

    -Dejndose ir, dejando atrs a usted mis-

    mo y todo lo suyo en forma tan decisiva que

    slo quede de su persona una tensin sin ob-jeto.

    -Debo, pues, tornarme voluntariamenteinvoluntario? - me o decir.

    .-Ningn alumno me ha hecho jams esapregunta, as que en realidad no conozco larespuesta.

    -Y cundo empezaremos con los nuevosejercicios?

    -Espere a que llegue el momento.

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    V

    Esta conversacin, la primera de carcterntimo que tuve oportunidad de mantener conel Maestro desde que se iniciara mi instruc-cin, me dej extraordinariamente perplejo.Habamos tocado al n el tema, la razn porla cual me haba decidido a aprender el artede los arqueros. No era acaso ese dejarseir -del que haba hablado el Maestro-, unaetapa en el camino hacia la vacuidad y el des-prendimiento? No haba llegado por n alpunto donde la in uencia de la doctrina Zen

    en el arte de los arqueros comenzaba a ha-cerse sentir? Qu relacin poda existir entrela capacidad de espera gratuita y el disparode la echa en el momento adecuado, cuan -do la tensin alcanzaba espontneamente sucenit, era algo que no poda absolutamenteimaginar. Pero, por qu tratar de anticiparin mente lo que slo puede ensear la expe-riencia ?

    No era tiempo ya de que renunciara a

    este estril hbito?Cun frecuentemente haba envidiado en

    secreto a todos aquellos alumnos del Maes-tro que dejaban como nios que se les tomarade la mano y se los guiara Qu maravillosodebe resultar poder hacerlo sin reservas! Talactitud no debe necesariamente llevar a la in-diferencia y al estancamiento espiritual. Nopueden los nios al menos hacer preguntas?

    Para mi gran desilusin, en la clase si-guiente el Maestro continu con los ejerci-cios anteriores: extender el arco, sostenerlo y disparar. Pero todo su estmulo de nada meserva. Aunque, obedeciendo sus instruccio-nes, trataba de no ceder a la tensin, luchan-do ms all de ella, como si la naturaleza delarco no impusiera lmites, aunque trataba deesperar hasta que la tensin, simultneamen-te, se colmara y se liberara en el disparo, apesar de todos mis esfuerzos, todos los tirosse malograban, embrujados, vacilantes, tiros

    de chapucero. Slo cuando se hizo evidente

    que no tena sentido continuar con estos ejer-cicios, sino que por el contrario estaban re-

    sultando positivamente peligrosos, pues mesenta cada vez ms oprimido y aplastado porun presentimiento de frustracin, el Maestroresolvi cambiar de tctica.

    -En adelante, cada vez que asistan a clase-nos advirti-, traten de concentrarse en elcamino. Concntrense, jen su pensamientoen lo que sucede en el aula. Pasen junto a lascosas Sin notarlas, como si hubiera una sola,nica cosa en el mundo verdaderamente im-portante y real: la arquera.

    El proceso del dejarse ir estaba tambindividido en etapas, que deban ser franquea-das cuidadosamente; y tambin en este casoel Maestro se content con unas breves su-gestiones. Para ejecutar estos ejercicios bastacon que el alumno comprenda -o en algunasocasiones solamente adivine- lo que se exigede l. De ah que no sea necesario conceptuarlas distinciones que son tradicionalmente ex-presadas en imgenes. y quin sabe si estas

    imgenes, nacidas de siglos de prctica, nopueden llegar a profundidades mayores quelas accesibles a todo nuestro conocimientocuidadosamente elaborado. El primer pasoen esta direccin ya haba sido dado. Habaconducido a un relajamiento del cuerpo, sinel cual el arco no puede ser correctamente ex-tendido. A n de disparar con acierto el tiro,el relajamiento fsico debe ser apoyado porun relajamiento mental y espiritual, de modode conseguir una mente no slo gil, sino li-bre: gil por su libertad y libre por su mismaagilidad; y esta agilidad es esencialmente dis-tinta de todo cuanto por lo comn se entien-de por agilidad mental. As, entre estos dosestados de relajamiento fsico por un lado y de libertad espiritual por el otro, hay una di-ferencia de nivel que no puede ser superadapor el mero control de la respiracin, sino, y nicamente, por la renuncia a las ligadurasde todo tipo, desprendindose enteramentedel ego, de manera que el alma, sumergida ens misma, alcance la plenitud de su innomi-

    nado origen.

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    La exigencia de que la puerta de los senti -dos sea cerrada no es satisfecha apartndose

    enrgicamente del mundo sensible, sino msbien mediante la disposicin a ceder sin re-sistencia. A n de poder realizar instintiva -mente esta actividad inactiva, el alma nece-sita un punto de apoyo interior y lo consigueconcentrndose en la respiracin.

    Este paso es ejecutado conscientementey con una escrupulosidad que linda con lopedantesco. La inspiracin, y asimismo la ex -piracin, son practicadas una y otra vez conel mayor esmero y no es necesario esperarmucho para comprobar los resultados. Cuan-to ms nos concentramos en la respiracin,ms quedan relegados a segundo plano losestmulos externos; se hunden en una especiede sordo bramido que se empieza por or conslo la mitad de un odo y, al n, no resultams perturbador que el distante rumor delmar, el cual, una vez que nos hemos acostum-brado a su reclamo, ni siquiera existe paranosotros. Con el tiempo nos vamos haciendoinmunes a estmulos mayores y simultnea-

    mente el desprendimiento de ellos es cadavez ms rpido y fcil. Slo se debe prestaratencin a que el cuerpo est bien relajado, yasea en posicin de pie, ya sea sentado o acos-tado, y si entonces nos concentramos en la re-lajacin, no tardamos en sentirnos envueltosen capas impermeables de silencio; y lo nicoque sabemos y sentimos es que respiramos, y para desprenderse de esta sensacin, de esteconocimiento, no es necesario tomar ningu-na nueva decisin pues espontneamente larespiracin va adquiriendo un ritmo cadavez ms pausado y hacindose cada vez mseconmica con respecto al aliento, hasta que,por ltimo, se desliza gradualmente en unaborrosa monotona que escapa por completoa nuestra atencin.

    Este exquisito estado de indiferente in-mersin en uno mismo no es por desgraciamuy duradero, pues puede ser interrumpidopor un agente interior. Como si surgieran dela nada, estados de nimo, sensaciones, de-

    seos, inquietudes y hasta pensamientos apa-

    recen incontinentemente en una mezcla sinsentido y, cuanto ms absurdos son, menos

    los hemos buscado voluntariamente y menostienen que ver con aquello en lo cual hemosjado nuestra conciencia, y, asimismo, mayor

    es su obstinacin. Es como si quisieran ven-garse de la conciencia por haber penetrado atravs de la concentracin en reinos que deotro modo jams hubiera podido alcanzar.La nica forma de subsanar esta perturba -cin es seguir respirando, tranquilamente,apaciblemente, a n de entrar en relacionesamistosas con cualquier cosa que aparezca enescena, acostumbrarse a ella, contemplarlaserenamente y cansarse al n de mirarla. Detal modo se va entrando gradualmente en unestado que se asemeja a la fundente somno-lencia que precede al sueo.

    Penetrar enteramente en l es el riesgoque debemos evitar en todo momento. Estose logra mediante un peculiar sobresalto dela concentracin, comparable tal vez al de unhombre que ha permanecido despierto todala noche y que sabe que su vida depende de

    que todos sus sentidos permanezcan alerta; y si este peculiar sobresalto logra su propsitoaunque ms no sea una vez, puede repetrselocon con anza y seguridad. Con su ayuda, elalma llega a un punto en el cual vibra de sy en s, una serena pulsacin que puede sersublimada en el sentimiento y que se puedeexperimentar slo en raros sueos increble-mente livianos, y la arrobada certeza de po-der poner en actividad energas en cualquierdireccin, intensi car o liberar tensiones gra -duadas con el mximo de precisin.

    Este estado, en el que no se piensa, pro-yecta, busca desea o espera nada de nido,que no apunta en ninguna direccin en es-pecial y que se sabe sin embargo capaz de loposible y lo imposible, tan indomeable es supoder, este estado que en el fondo es ausen-cia de propsito y de ego, era llamado por elMaestro un estado verdaderamente espiri-tual. La verdad es que est cargado de con -ciencia espiritual y de ah que tambin se lo

    llame autntica presencia del espritu. Esto

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    signi ca que la mente, inteligencia o espri -tu est presente en todas partes pues no est

    arraigada en lugar alguno en especial y pue-de permanecer siempre presente ya que, auncuando est relacionada con este o aquel ob-jeto, no se adhiere a l por re exin ni pier -de por ello su movilidad originaria. Como elagua que colma una laguna, siempre dispues-ta a uir nuevamente en cuanto se la deje enlibertad, puede poner en accin su inagotablepoder pues es libre y est abierto a todo yaque est vaco. Tal estado es esencialmenteun estado primordial y su smbolo, el crculovaco, no carece de signi cado para quien se

    halla en su interior.

    De la plenitud de esta presencia del esp-ritu, que no es perturbada por ningn motivoulterior, el artista libre de todo apego debeextraer su propio arte. Pero si bien debe en-tregarse plenamente al proceso creador, con-fundindose con l, es necesario al mismotiempo allanar el camino para la prctica delarte. Por cuanto si en su autoinmersin vi-se enfrentado por una situacin que no pudo

    superar instintivamente, tendr primero queallegarla a la conciencia. Penetrara nueva-mente entonces en todas las relaciones de lascuales hubo de desprenderse; se asemejara auna persona despierta que estudia su progra-ma de la jornada y no a un Despertado, quevive y trabaja en el estado primordial. Nuncale parecera que las diversas fases del proce-so creador fueran manejadas a travs de susmanos por un poder superior, no experimen-tara jams la forma embriagadora en que lavibracin de un acontecimiento le es comuni-cada, a l que en s mismo no es ms que unavibracin, y cmo todo cuanto hace ha sidohecho antes de que l pudiera saberlo.

    El necesario desprendimiento y la libera-cin de s, la introspeccin e intensi cacinde la vida hasta alcanzar plenamente la pre-sencia de espritu, no son por lo tanto libra-dos al azar o a las condiciones favorables, y menos aun al proceso de la creacin misma-que exige ya de por s todas las energas y talentos del artista- con la esperanza de que

    la concentracin anhelada aparezca espon-

    tneamente. Antes de toda accin y todacreacin, antes de que comience a dedicar-

    se y adaptarse a su labor, el artista convocasu presencia de espritu y se asegura de ellamediante la prctica; pero a partir del mo-mento en que la ha conseguido y no slo enintervalos aislados, sino que la tiene en pocosminutos- en la punta de los dedos, la concen-tracin, como la respiracin, comienza a rela-cionarse con el arte de los arqueros. A n depenetrar ms fcilmente en el arduo procesode extensin del arco y disparo de la echa, elarquero, arrodillado hacia un costado y queha comenzado ya a concentrarse, se pone depie, avanza ceremoniosamente hacia el blan-co y, con una profunda reverencia, ofrece arcoy echa como objetos consagrados, colocaluego la echa en la muesca, eleva el arco, loextiende y espera en actitud de suprema vigi-lancia espiritual. Despus de la aligerante li-beracin de la echa y de la tensin misma, elarquero permanece en la postura que adoptinmediatamente despus del tiro, hasta que,una vez expelido lentamente todo el alientode sus pulmones, se ve obligado a inhalar una

    vez ms. Slo entonces deja caer los brazos,se inclina ante el blanco y, si no tiene ya e -chas que tirar, retrocede calladamente haciael fondo del recinto.

    El arte de los arqueros se convierte as enuna ceremonia ejempli cadora de la GranDoctrina. Aun cuando el alumno no capte de-bidamente en esta etapa la verdadera signi-

    cacin de sus tiros, comprender al menospor qu la arquera no puede limitarse a serun mero deporte, un ejercicio gimnstico.Descubrir por qu la parte tcnicamenteasimilable del arte debe ser practicada has-ta la plenitud. En la medida en que el logrodepende de que el arquero no se haya jadoningn n determinado y de que abstraigasu propia persona de ese logro, la ejecucinexterior debe producirse automticamente,prescindiendo de la inteligencia que re exio -na y gobierna.

    Es precisamente este dominio formal lo

    que el mtodo japons de instruccin trata de

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    inculcar en el ne to. La prctica, la incansa -ble repeticin son sus caractersticas distinti-

    vas durante buena parte de los cursos, y estaregla es ley para todas las artes tradicionales.La demostracin, el ejemplo; la intuicin, laimitacin; tal es la relacin fundamental queune a Maestro y alumno, aunque con la intro-duccin en estas ltimas dcadas de nuevasmaterias de estudio, los mtodos europeos deenseanza han ganado tambin fama y hansido aplicados con una comprensin indiscu-tible. Cmo puede entonces entenderse que,pese al entusiasmo inicial por todo lo nuevo,las artes japonesas no hayan sido afectadasen su esencia por estas reformas educativas?

    No es fcil responder a esta pregunta.Debemos intentarlo, sin embargo, aunquems no fuera bosquejando, a n de arrojarun poco ms de luz sobre el estilo mismo dela enseanza y el verdadero signi cado de laimitacin.

    El alumno aporta tres cosas: buena educa-cin, amor apasionado por el arte que ha ele-

    gido y una veneracin incondicional por suMaestro. La relacin maestro-alumno formaparte desde la ms remota antigedad de loscompromisos bsicos de la vida y presupone;por lo tanto, de parte del Maestro, una enor-me responsabilidad que rebasa ampliamentelos lmites de sus deberes profesionales.

    Al principio no se exige al alumno otra cosaque la mera imitacin consciente de cuantoel Maestro hace. ste, para evitar largas y engorrosas explicaciones e instrucciones, secontenta con dar algunas rdenes super cia -les y pasa por alto las preguntas del alumno.Contempla impasible sus esfuerzos ms des-atinados, sin esperar siquiera independen-cia o iniciativa, y aguarda pacientemente eldesarrollo, la evolucin, la madurez. Ambos(alumno y Maestro) disponen de tiempo; elMaestro no insiste y el alumno no se recargade trabajo.

    Lejos de pretender despertar prematura -

    mente al artista que duerme en el discpulo,

    el Maestro entiende que su primer deber con-siste en convertirlo en un experto artesano

    con absoluto dominio de su o cio, y el alum -no persigue ese objetivo con infatigable la-boriosidad. Como si careciera en realidad demayores aspiraciones, se inclina ante su car-ga con una especie de terca, obtusa devocin,slo para descubrir con el correr del tiempoque las formas que ya domina perfectamenteno son en modo alguno medios de opresiny sujecin, sino antes bien, por el contrario,instrumentos de liberacin. Diariamente seva haciendo ms capaz de obedecer a cual-quier inspiracin sin el menor esfuerzo tcni-co y de dejarla penetrar en l a travs de unaescrupulosa observacin. La mano que guael pincel ha aprendido ya y ejecutado lo que

    otaba en la mente en el mismo instante enque la mente comenzaba a concebirlo, y, al

    nal, el alumno ya no sabe a cul de las dos-mente o mano- atribuir la paternidad de locreado.

    Pero, para llegar a ese estadio, para quela pericia se vuelva espiritual, es necesaria

    una concentracin de todas las fuerzas fsicasy psquicas igual que en el arte de los arquerosque, segn se podr apreciar en los ejemplossiguientes, es en todas las circunstancias, ab-solutamente imprescindible.

    Un pintor se sienta ante la clase, examinasu pincel y lo prepara lentamente, lo embebecon cuidado en la tinta, endereza la larga tirade papel que se extiende delante de l sobre laestera y, nalmente, despus de sumergirsepor un momento en una profunda concentra-cin, en la que parece estar rodeado por unhalo de inviolabilidad, pinta, con trazos segu-ros y rpidos, un cuadro que no necesita ya decorrecciones ni modi caciones y puede, porende, servir de modelo a la clase.

    Un maestro del arreglo oral inicia su cla -se desciendo cautelosamente la cuerda quemantiene unidas en un haz las ores y lasramas, y las va depositando cuidadosamentea un costado. Examina luego las ramas, una

    por una, elige la mejor, la curva prudente-

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    mente imprimindole con minuciosa exac-titud la forma que corresponde al papel que

    le tocar desempear en el conjunto y nal -mente las arregla en un exquisito orero. Laobra, una vez terminada, da la impresin deque el Maestro hubiera adivinado lo que laNaturaleza misma vislumbra en sus sueosms recnditos.

    En estos dos casos (y debo limitarme aellos) los Maestros se comportan como si enrealidad estuvieran solos.

    Difcilmente condescienden a mirar a susalumnos y mucho menos a dirigirles la pala-bra. Realizan los movimientos preliminaresde una manera contemplativa y serena, seabstraen de s mismos en el proceso de mo-delamiento y creacin, que tanto para elloscomo para sus alumnos es un logro absolutodesde las primeras maniobras introductoriashasta que la obra alcanza su pice de perfec-cin; y, ciertamente, todo el proceso tiene unpoder expresivo tal que acta en el especta-dor como un cuadro.

    Pero, por qu el Maestro no deja que es-tas operaciones preliminares, inevitables ens mismas, queden simplemente a cargo deun alumno adelantado? Acaso el hecho deque sea l mismo quien descia cuidadosa-mente la cuerda, en vez de cortarla simple-mente y arrojarla a un canasto, y embeba elpincel en tinta, presta alas a su inspiracin?Y, qu lo impulsa a repetir esta operacinen cada clase y con la misma rigurosa, in-

    exible insistencia, a invitar a sus alumnos acopiarla hasta en el ms mnimo detalle, sinpermitir la ms leve modi cacin? El Maes -tro se cie a esta costumbre tradicional puessabe por experiencia que tales preparativos lepermiten tener simultneamente acceso a laestructura mental indispensable para el pro-ceso de creacin. El reposo meditativo en elcual realiza esta minuciosa labor le permitelograr el relajamiento y la uniformidad vita-les de todas sus capacidades y potencias, esesosiego y presencia de espritu sin los cuales

    el verdadero trabajo es prcticamente impo-

    sible. Sumergido sin propsito determinadoen cuanto est haciendo, es enfrentado as ese

    momento ideal en que la obra, revoloteandoante l en lneas ideales, acaba por realizarsea s misma casi espontneamente. As comoen el arte de los arqueros los pasos y posturasson fundamentales aqu, otros preparativos,que han ido sufriendo modi caciones, tienenel mismo profundo signi cado. Slo cuandoesto no se cumple, como en el caso de los ac-tores y danzarines religiosos, la concentra-cin e inmersin en s mismo son practicadasantes de presentarse en escena.

    Como en el caso del arte de los arqueros,no puede dudarse que estas artes son ceremo-nias. Ms claramente que lo que el Maestropodra expresarlo con palabras, ellas dicen alalumno que el artista slo consigue la disposi-cin mental requerida cuando la preparaciny la creacin, la parte tcnica y la artstica, lomaterial y lo espiritual, el propsito y el ob-jeto, uyen aunados, consubstanciados, sininterrupcin. y de aqu un nuevo motivo deemulacin. Se le exige, entonces, que ejerza

    un perfecto control en las diversas formas deconcentracin y abstraccin de s mismo. Laimitacin, que ya no es aplicada a contenidosobjetivos que cualquiera sera capaz de copiarcon un poco de buena voluntad, se torna msrelajada y rpida, ms espiritual. El alumnovislumbra as nuevas posibilidades, pero des-cubre al mismo tiempo que su realizacin nodepende en absoluto de su buena voluntadpersonal.

    Suponiendo que su talento pueda sobre-vivir a la creciente tensin, tropezamos conun peligro difcilmente evitable que acecha alalumno en su camino hacia la maestra. Y noes precisamente el riesgo de dilapidarse enuna intil auto complacencia -pues el orien-tal carece en verdad de aptitud para este cultodel ego- sino ms bien el peligro de estancar-se en su realizacin, con rmada por el triunfoy magni cada por el renombre: en otras pala -bras, el riesgo de comportarse como si la exis-tencia artstica fuera una forma de vida queatestiguara su propia validez. El Maestro pre-

    v este peligro. Cuidadosamente y con el arte

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    sutil de un psicoanalista, trata de detener a sualumno a tiempo y de desprenderlo de s mis-

    mo. Lo hace sealando casualmente, y comosi apenas fuera digno de mencin en vista detodo cuanto el alumno ya ha aprendido, quetodo logro slo puede ser perfeccionado enun estado de verdadera abstraccin de s, enque el actor ya no puede estar presente comol mismo. Slo est presente el espritu, unaespecie de conciencia sin vestigios de egotis-mo; de ah que se extienda sin lmites a travsde todas las distancias y profundidades, conojos que oyen y odos que ven.

    De este modo el Maestro permite al alum-no que siga viajando por s mismo. Pero elalumno, cada vez ms receptivo, deja que elMaestro lo induzca a ver algo de que ha odohablar a menudo pero cuya realidad tangibleslo entonces comienza a captar a travs desus propias experiencias. El nombre que elMaestro le da es inmaterial, aunque lo do-mine totalmente. Y el alumno lo comprendeaunque permanezca callado.

    Lo importante es que de esta manera seinicia un movimiento hacia adentro, haciael interior. El Maestro lo persigue paciente-mente y, sin tratar de in uir en su curso connuevas instrucciones, que no haran sino per-turbarlo, ayuda a su alumno en la forma msntima y secreta que conoce: por transferen-cia directa del espritu, como se dice en loscrculos budistas. As como nos servimos deuna vela encendida para iluminar a

    otros, as el Maestro trans ere el espritudel verdadero arte de corazn a corazn paraque este ltimo tambin pueda iluminarse. Siesto es trasmitido as al alumno, ste recor-dar que mucho ms importante que todoslos trabajos y pasos anteriores, por atractivosque parezcan, es el trabajo interior que debecumplir si verdaderamente quiere realizarsecomo artista.

    El trabajo interior consiste, sin embargo,en la conversin del hombre que el artista esy del yo que el artista siente y perpetuamente

    descubre que es, en la materia prima de un

    adiestramiento y modelamiento cuyo n esla maestra. En ella, el artista y el ser huma-

    no se hacen uno en algo ms elevado pues lamaestra prueba su validez como una formade vida cuando reside en la verdad sin lmitesy, sustentada por ella, se convierte en arte delorigen. El Maestro ya no busca, encuentra.

    Como artista es el hombre hiertico; comohombre, el artista cuyo corazn, en todo suhacer y no hacer, trabajar y esperar, ser y no ser el Buda clava su mirada. El hombre,el arte, el trabajo, todo es una sola y mismacosa. El arte del trabajo interior, que a dife-rencia del exterior no se separa del artista,que ste no hace y slo puede ser, surgede profundidades de las cuales nuestra pocanada sabe.

    Arduo y escarpado es el camino hacia lamaestra. A menudo lo nico que mantieneal alumno rme en su propsito es su fe ensu preceptor, cuya maestra est ahora em-pezando a comprender verdaderamente. ElMaestro es para l un ejemplo viviente del

    trabajo interior y convence por su sola pre-sencia. Hasta dnde llegar el alumno no esincumbencia del instructor y Maestro. Apenasha alcanzado a mostrarle el sendero cuandoya debe dejarlo que contine solo. Hay unanica cosa ms que puede hacer para ayu-darlo a soportar su soledad: alejarlo de l, delMaestro, exhortndolo a ir an ms lejos dedonde l ha podido llegar y a subir sobre loshombros de su preceptor.

    Dondequiera pueda llevarlo su camino,el alumno, aunque deje de ver a su Maestro,nunca podr olvidarlo.

    Con una gratitud tan grande como la vene-racin incondicional del aprendiz, tan intensacomo la fe salvadora del artista, ocupa ahorael lugar del Maestro y se dispone a cualquiersacri cio. Innumerables ejemplos que lleganhasta un pasado prximo, atestiguan que estagratitud supera ampliamente lo habitual en elgnero humano.

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    VI

    Cada da que pasaba descubra que iba pe-netrando con mayor facilidad en la ceremo-nia preliminar que sirve de antesala a la GranDoctrina de la arquera, cumplindola sin es-fuerzo o, para ser ms preciso, sintindomellevado a travs de ella como en un sueo. Eneste sentido las predicciones del Maestro sehicieron realidad. Sin embargo, me era lite-ralmente imposible evitar que la concentra-cin disminuyera en el preciso instante enque deba llegar el disparo. El acto de es-perar en el punto de mayor tensin no slose hizo tan fatigoso que la tensin se reducahasta a ojarse, sino tan penoso que me sen -ta constantemente arrancado de mi auto-inmersin y tena que dirigir inevitablementemi pensamiento hacia el acto de disparar eltiro.

    -Deje de pensar en el tiro! -exclamaba elMaestro.

    De ese modo est condenado a fallar .-No puedo evitarlo -contestaba-; la ten-

    sin se vuelve demasiado dolorosa.

    -La siente slo porque no ha conseguidodesprenderse realmente de s mismo. Todo esmuy simple. Puede aprender qu debe hacerde una hoja de bamb, que se va inclinan-do cada vez mas bajo el peso de la nieve y,de pronto, la nieve se desliza hasta el suelosin que la hoja se haya siquiera estremecido.Permanezca de esa misma manera en el pun-to de mayor tensin hasta que el tiro caiga.As en verdad: cuando la tensin ha llegado alcolmo, el tiro debe caer por s mismo, debecaer del arquero como la nieve de una hoja debamb, antes de que l haya podido siquierapensarlo.

    Pese a todo cuanto hiciera o dejara de ha-cer era incapaz de esperar hasta que el tirocayera y, como antes, no me quedaba otra

    alternativa que la de dispararlo deliberada-

    mente. Este obstinado fracaso me deprimaan ms por cuanto ya haba cumplido mi

    tercer ao de instruccin. No negar quehe pasado muchas horas sombras pregun-tndome si poda justi car este derroche detiempo que no pareca tener ninguna relacinconcebible con lo que haba realmente apren-dido y experimentado hasta entonces. La sar -cstica observacin de un compatriota de queen el Japn haba otras muchas cosas que ha-cer y que aprender adems de ese miserablearte, volva a mi memoria, y aunque la habadesechado en aquel momento, su preguntaacerca de qu me propona hacer luego conmi arte una vez que lo hubiera aprendido -sillegaba a aprenderlo- ya no me pareca tanabsurda.

    El Maestro debe de haber comprendido loque estaba ocurriendo en m. Como Koma-chiya me contara luego, haba tratado de leeruna introduccin japonesa a la losofa tra -tando de hallar la manera de ayudarme desdeun plano que me fuera familiar. Pero habadejado el libro con enojo y haba observado

    que por n comprenda la razn por la cual auna persona que poda interesarse en esas co-sas le resultaba tan excepcionalmente difcilaprender el arte de los arqueros.

    Pasamos nuestras vacaciones de veranoa orillas del mar, en la soledad de un paisajetranquilo y de ensueo, que se singularizabapor su delicada belleza. En nuestro equipajey como lo ms importante, habamos llevadonuestros arcos. Da tras da me concentrabaapasionadamente en el disparo de la echa.Se haba ya convertido en una ide xe queme haca olvidar cada vez ms la advertenciadel Maestro de que lo nico que deba prac-ticar era la inmersin en el autodesprendi-miento.

    Despus de examinar cuidadosamente to-das las posibilidades, llegu a la conclusin deque el error no poda residir donde el Maes-tro supona, esto es en mi incapacidad deautodesprendimiento y olvido de m mismo,

    sino en el hecho de que los dedos de mi mano

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    derecha opriman exageradamente el pulgar.Cuanto ms tiempo tena que esperar el tiro,

    ms convulsamente lo apretaba sin advertir-lo, y precisamente en este sentido, me dijea m mismo, deba encauzar mis esfuerzos.Haba, pues, encontrado una solucin simpley evidente. Si despus de extender el arco,disminua cuidadosamente la presin de losdedos sobre el pulgar, ste, libre de ella, eraarrancado de su posicin original, comosi todo hubiera sucedido espontneamente:de tal manera el disparo rayo se haca po-sible y la echa evidentemente caera comodesde una hoja de bamb. Este nuevo des-cubrimiento me pareca an ms feliz por suseductora a nidad con la tcnica del tiro concarabina, en que el ndice es curvado lenta-mente hasta que una presin cada vez msleve y suave vence la ltima resistencia.

    No tard en convencerme de que estabaen el buen camino. A mi modo de ver, casi to-dos los tiros se producan suavemente e ines-peradamente, aunque no dejaba por cierto deadvertir la otra cara de este triunfo: el trabajo

    de precisin de mi diestra exiga una cuida-dosa vigilancia. Pero me autoalentaba con laesperanza de que esta solucin tcnica fuerahacindose gradualmente tan habitual quepudiera prescindir del cuidado, hasta que lle-gara al n el da en que pudiera, gracias a ella,disparar el tiro haciendo abstraccin de mmismo e inconscientemente en el momentode mayor tensin y que en este caso la destre-za tcnica acabara espiritualizndose. Cadavez ms con ado y convencido acall mispropias objeciones, ignor los consejos de miesposa y part con la satisfactoria sensacinde haber realizado un progreso decisivo.

    El primer tiro que dispar apenas reanuda-das las clases, fue en mi opinin esplndido.Absolutamente suave, inesperado. El Maes-tro me observ un momento y luego, vacilan-te, como alguien que no acaba de creer en loque ven sus ojos, murmur: Otra vez, porfavor! El segundo tiro me pareci aun mejorque el primero. El Maestro se acerc sin decir

    una palabra, tom el arco de mis manos y se

    sent en un almohadn, de espaldas a mi. Yosaba muy bien qu signi caba eso, y me reti -

    r en silencio.Al da siguiente Komachiya me inform

    que el Maestro se negaba a seguir ensen-dome pues haba tratado de engaarlo. Ho-rrorizado hasta lo indecible por su interpreta-cin de mi conducta, expliqu a Komachiya larazn por la cual, con el propsito de salir delestancamiento en que me hallaba desde hacatiempo, haba ideado ese mtodo. Komachiyaintercedi en mi favor y por ltimo el Maes-tro cedi, pero con la expresa condicin deque le prometiera formalmente no reincidirofendiendo una vez ms el espritu de la GranDoctrina.

    Si una profunda sensacin de vergenzano hubiera bastado para curarme, la actituddel Maestro lo haba sin duda conseguido. Nohizo la ms mnima alusin al desdichado in-cidente; slo me dijo con voz serena:

    -Ya ve cules son las consecuencias de no

    saber esperar sin propsito ni designio algunoen el momento de mayor tensin. Ni siquie-ra puede aprender a hacerlo sin preguntarsecontinuamente: ser capaz? Espere con pa-ciencia y vea lo que sucede y cmo sucede!

    Le hice recordar que estaba ya en mi cuar -to ao de instruccin y que el tiempo de miestada en el Japn era limitado.

    -El camino hacia la meta no debe medir-se! Qu importancia tienen las semanas, losmeses o los aos?

    -Pero, qu ocurrir si me veo obligadoa interrumpir las clases a mitad de camino?-pregunt.

    -Una vez que haya conseguido despren-derse realmente del ego, podr interrumpir-las en cualquier momento. Siga practicando.

    Y as volvimos a comenzar desde el princi-

    pio, como si todo lo que haba aprendido has-

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    ta entonces hubiera sido intil. Pero el actode esperar en el estado de mayor tensin no

    resultaba ms fructuoso que antes, como siya me fuera imposible hacer el ms mnimoprogreso.

    Un da me atrev a preguntar:

    -Cmo puede dispararse el tiro si yo nolo hago?

    -Ello lo har -respondi.

    -Le he odo decir eso mismo en varias

    oportunidades, de modo que permtame quele formule la misma pregunta de otra mane-ra: cmo puedo esperar el tiro si yo ya noestoy all?

    -Ello espera en el punto de mxima ten-sin.

    -Y quin o qu es ese Ello?

    -Cuando lo haya comprendido ya no nece-

    sitar de m. Y si yo tratara de darle el menorindicio en detrimento de su propia experien-cia, sera el peor de los Maestros y mereceraser despedido. Por lo tanto, basta de hablarde eso y siga practicando.

    Pasaron semanas sin que pudiera adelan-tar un paso, pero descubr que esto no me in-quietaba en lo ms mnimo.

    Acaso me haba cansado de todo el asun-to? Que aprendiera o no los secretos del arte,que experimentara o no lo que el Maestroquera signi car con su Ello, que encontra -ra o no el sendero que me conducira haciael Zen, todo me pareca de pronto tan ajeno,tan indiferente, que ya no me preocupaba.Varias veces quise hablar con el Maestro delasunto, pero cuando abra la boca para em-pezar perda el valor; estaba convencido deque nunca oira otra cosa que la misma mo-ntona respuesta: No pregunte, practique!Dej, pues, de preguntar y tambin me habra

    gustado dejar de practicar, de no haber sido

    porque el Maestro me tena completamenteen sus manos. Viva al da, haca mi trabajo

    profesional lo mejor posible y al nal dej delamentar el hecho de que todos mis esfuerzosde los ltimos aos hubieran sido prctica-mente intiles.

    As, un da, despus de haber disparadouno de mis tiros, el Maestro hizo una profun-da reverencia e interrumpi la leccin:

    -Ahora! -dijo, mientras yo lo contempla -ba asombrado- Slo ahora se dispar!

    Cuando al n comprend qu quera decir,no pude evitar un grito de alegra.

    -Lo que he dicho -me advirti severamen -te el Maestro- no fue un elogio, fue slo unaa rmacin que no debe importarle demasia -do. Tampoco mi reverencia estaba destinadaa usted, pues usted fue absolutamente ino-cente de ese disparo. Esta vez permanecicompletamente abstrado de s y sin designioen el estado de mayor tensin, de manera que

    el tiro se desprendi de usted como una frutamadura. Ahora siga practicando como si nadahubiera ocurrido.

    Slo despus de un considerable lapsovolvieron a producirse, ocasionalmente, tirosperfectos, que el Maestro sealaba con unaprofunda inclinacin. Cmo haba sucedidoque se dispararan sin que yo hiciera el menoresfuerzo por lograrlo; cmo haba sucedidoque mi mano, prietamente cerrada, retroce-diera de pronto completamente abierta, erancosas que no me poda explicar y que sigo sinexplicarme. Pero ocurra, yeso era lo que real-mente importaba. Al menos llegu a distinguirsin ayuda los tiros buenos de los falsos.La diferencia cualitativa es tan grande que esprcticamente imposible pasarla por alto unavez experimentada. Exteriormente, para elobservador, el tiro bueno se distingue porel amortiguamiento de la diestra cuando re-trocede, de modo que el cuerpo no es agita-do por ninguna vibracin. Adems, despus

    de los tiros falsos el aliento hasta entonces

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    contenido es expelido explosivamente y no sepuede volver a inspirar con su ciente rapidez,

    mientras que, despus de un tiro bueno, elaliento brota sin esfuerzo hasta el nal y elaire es nuevamente inspirado sin premura. Elcorazn sigue latiendo uniformemente, tran-quilamente, y con la concentracin intacta sepuede ya esperar el segundo disparo. Pero,interiormente, es decir, para el arquero, lostiros correctos tienen la virtud de hacerle sen-tir que el da acaba en realidad de comenzar.Se siente en disposicin de nimo para todocorrecto actuar y, lo que es quiz an ms im-portante, para todo correcto no-actuar. Es unestado realmente delicioso. Pero aquel queha llegado a poseerlo, dijo el Maestro con unasonrisa sutil, hara bien en poseerlo como sino lo poseyera. Slo la ecuanimidad ininte-rrumpida puede aceptarlo de tal manera quel no tema retornar.

    -Bueno; al menos hemos pasado lo peor-dije al Maestro, cuando me anunci que ba-mos a comenzar con nuevos ejercicios.

    -Aquel que tenga que andar cien millasdeber considerar noventa la mitad del ca-mino -replic, citando el proverbio-. Nuestronuevo ejercicio ser disparar a un blanco.

    Lo que hasta entonces haba servido de blancoreceptor de las echas no era ms que un rollo depaja instalado sobre un soporte de madera, co-locado a una distancia de dos echas. El blancoverdadero en cambio estaba situado a una distan-cia de unos dieciocho metros, sobre un banco dearena elevado y de base ancha. La arena estabaamontonada contra tres paredes que, lo mismoque el lugar destinado al arquero, era cubierto porun techo de tejas hermosamente curvado. Estasdos galeras, la que ocupa el arquero y la desti-nada al blanco, estn unidas por altos tabiques demadera que separan del exterior el espacio desti-nado a esas extraas actividades.

    El Maestro procedi a hacernos una de-mostracin de tiro al blanco y las dos echasque lanz fueron a clavarse en el disco negro.Luego nos orden que representramos la

    ceremonia exactamente en la misma forma

    en que lo habamos hecho hasta entonces y,sin dejarnos distraer por el blanco, esperar el

    punto de mayor tensin hasta que el tiro sedesprendiera. Las delgadas echas de bam -b volaron en la direccin correcta pero nisiquiera llegaron al banco de arena y muchomenos al disco que haca de blanco; fueron aclavarse justo delante de l.

    -Vuestras echas no dan en el blanco -ob -serv el Maestro- porque no llegan su cien -temente lejos espiritualmente. Debis actuarcomo si la meta estuviera in nitamente lejos.Entre los Maestros arqueros es bien sabido, y todos han hecho esa experiencia, que un buenarquero puede disparar ms lejos con un arcode mediana potencia que un arquero no-es-piritual con el ms potente de los arcos. Puesello no depende del arco, sino de l presenciade espritu, de la vitalidad y la conciencia conque se dispara. Para liberar esta concienciaespiritual en toda su potencia, debe ejecutar-se la ceremonia de manera distinta, as comoun buen danzarn baila.

    Al hacerlo, los movimientos surgirn delcentro, del lugar donde reside la respiracincorrecta. En vez de interpretar la ceremo-nia como algo que se hubiera aprendido dememoria, deber ser como si se la estuvieracreando segn la inspiracin del momento,de modo que danza y danzarn sean una sola y misma cosa. Cumpliendo la ceremonia comouna danza religiosa, la conciencia espiritualpodr desarrollar plenamente toda su fuerza.

    No se hasta qu punto logr danzar laceremonia y de tal manera darle vida desde elcentro. El radio de alcance de mis tiros ya noera demasiado corto, pero aun no conseguaque dieran en el blanco. Esto me llev a pre-guntar al Maes