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----�Is ___ _ LA METROPOLIS ESQUIZOFRENICA Jerome Charyn [l] E n 1959, cuando Frank Lloyd Wright, el más grande y más chalado de los arqui- tectos norteamericanos tenía noventa y dos años, recibió el encargo que le hi- cieron dos empresarios de diseñar un complejo comercial en la isla de Ellis, que estaba a punto de caer en manos de los especuladores. Era por entonces una extensión de trece hectáreas en la que había treinta y tres edificios. El gobierno quería deshacerse de aquella población ntas- mal, una parcela enorme cubierta de hierba en la que había treinta y tres cavernas. Después del cierre de la aduana de inmigración en 1954, sólo los chatarreros iban por allí a robar cobre de los tejados, como niños que van de excursión a co- ger moras. Ellis había vuelto a ser lo que había sido en el siglo dieciocho: una isla azotada por el viento y llena de huesos de piratas de los que nadie se acordaba ya. Algo percto para Frank Lloyd Wright. Fue el último encargo que recibió. Murió a los diez días de haberlo aceptado, pero incluso así Wright ya había pensado en la nueva perso- nalidad de la isla de Ellis. En realidad hacía cua- renta años que albergaba en su cabeza a la «ciu- dad percta». Una ciudad de avenidas de oro, parques, objetos con rmas planetarias, colme- nas y esras de cristal: un paisaje de ensueño que hiciera reventar la densidad matemática de calles y avenidas. A Wright le encantaban los prados y despreciaba los solares vacíos que hay en las ciudades. La isla de Ellis se convertiría en una ciudad-pradera, un útero turista rodeado de agua. Haría que demolieran todas aquellas cavernas para construir una «ciudad de cristal resplandeciente». No era aquello una rmula personal, el deseo egoísta de un viejo. Wright contemplaba «la transrmación simbólica de la isla, cambiando su papel de puerta de entrada hacia el sueño americano por el de ser meta de aquel sueño». Su ciudad de cristal se llamaría «La Llave», un nombre en clave que recogiera el pasado de la isla. Pero no debería quedar nada de aquel pasa- do salvo el nombre. En La Llave ya no habría in- térpretes, ni salas de consigna, ni claraboyas y ventanas al muelle, ni hombres que marcaran con una señal de tiza a los recién llegados en el pecho. Sería una América igual a la isla de Oz, con aceras mecánicas, un puerto deportivo má- gico, y clubes nocturnos que cobrarían existen- 14 cia en una esra. Pero los huesos de los piratas que había en la isla también debieron haber ejercido su influencia. Cuanto más se alejaba Wright de la idea de una oficina de inmigración, más parecía acercarse a ella. A pesar de toda la magia y de los cables dorados. La llave resultaba ser una inversión curiosa de la vieja isla de Ellis. Como si a la rtaleza de 1900 le hubieran creci- do unas orejas enormes por capricho, y todos los inmigrantes que habían desembarcado en ella siguieran allí en la isla, americanos que nunca llegarían a alcanzar la costa. Claro que La Llave nunca llegó a edificarse. Y ahora la rtaleza está en restauración. iAy, si por lo menos dejaran un poco de podredumbre! Las ruinas tenían un ecto poderoso cuando es- tuve viéndolas en 1981. De los muros se des- prendía un cierto temor. Pero dentro de nada habrá allí un espectáculo de historia oral, voces que cuentan a gritos cómo e el pasado. Y la fi- gura del inmigrante será considerada como algo nostálgico, el gran inocente, nuestros abuelos perdidos. Con optimismo, inocencia o tristeza. La rabia y el miedo serán arrancados de los mu- ros. No comprenderemos en realidad cómo era aquella gente. Todos tenemos amnesia en ese caso, nos olvidamos de esas peristalsis extrañas que siempre se sienten al pensar en los inmi- grantes, esos movimientos que «alternan entre la hospitalidad y la paranoia... entre una inclu- sión promiscua en nuestra sociedad y el rechazo xenóbo.» Quizás sea una locura que llevamos en la san- gre. Los norteamericanos seguimos siendo la tribu más hospitalaria de todas las que hay por ahí. Nuestra xenobia aparece y desaparece, pero dos terceras partes de todos los inmigrantes que hay en este planeta vienen a los Estados Unidos. Por eso la mayor parte del país contempla a Nueva York como la olla a presión en la que se realiza «el mestize», y la desdeña por tener una cultura mestiza, pero Nueva York es Améri- ca en su estado más crudo y puro. Es una ciudad psicopática, enérgica, nerviosa, llena de peligros, como el latido oculto del corazón del país. El ya llecido Halo Calvino describió a Nueva York en Ciudades invisibles de rma percta, en esa novela que versa sobre el viaje eterno, sin fin. Nueva York es como Raissa, «la ciudad de la tristeza», en la que «corre un hilo invisible que enlaza por un instante a un ser viviente y a otro y se destruye, luego vuelve a tenderse entre puntos en movimiento dibujando nuevas, rápi- das figuras de modo que a cada segundo la ciu- dad inliz contiene una ciudad liz que ni si- quiera sabe que existe.» 1 [2] América y Raissa-Nueva York. Una nación y una ciudad que están destruyéndose y renacien- do constantemente con cada nueva masa de in- migrantes. Quizás tenga razón Hugh Mo, y los

IsAh, y llueve sobre mojado con amargura. Los judíos tuvieron problemas parecidos hace trein ta, cuarenta, cincuenta, o sesenta años. En la obra de Hemingway The Sun a/so Rises,

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Page 1: IsAh, y llueve sobre mojado con amargura. Los judíos tuvieron problemas parecidos hace trein ta, cuarenta, cincuenta, o sesenta años. En la obra de Hemingway The Sun a/so Rises,

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LA METROPOLIS ESQUIZOFRENICA

Jerome Charyn

[l]

En 1959, cuando Frank Lloyd Wright, el más grande y más chalado de los arqui­tectos norteamericanos tenía noventa y dos años, recibió el encargo que le hi­

cieron dos empresarios de diseñar un complejo comercial en la isla de Ellis, que estaba a punto de caer en manos de los especuladores. Era por entonces una extensión de trece hectáreas en la que había treinta y tres edificios. El gobierno quería deshacerse de aquella población fantas­mal, una parcela enorme cubierta de hierba en la que había treinta y tres cavernas. Después del cierre de la aduana de inmigración en 1954, sólo los chatarreros iban por allí a robar cobre de los tejados, como niños que van de excursión a co­ger moras. Ellis había vuelto a ser lo que había sido en el siglo dieciocho: una isla azotada por el viento y llena de huesos de piratas de los que nadie se acordaba ya. Algo perfecto para Frank Lloyd Wright.

Fue el último encargo que recibió. Murió a los diez días de haberlo aceptado, pero incluso así Wright ya había pensado en la nueva perso­nalidad de la isla de Ellis. En realidad hacía cua­renta años que albergaba en su cabeza a la «ciu­dad perfecta». Una ciudad de avenidas de oro, parques, objetos con formas planetarias, colme­nas y esferas de cristal: un paisaje de ensueño que hiciera reventar la densidad matemática de calles y avenidas. A Wright le encantaban los prados y despreciaba los solares vacíos que hay en las ciudades. La isla de Ellis se convertiría en una ciudad-pradera, un útero futurista rodeado de agua. Haría que demolieran todas aquellas cavernas para construir una «ciudad de cristal resplandeciente».

No era aquello una fórmula personal, el deseo egoísta de un viejo. Wright contemplaba «la transformación simbólica de la isla, cambiando su papel de puerta de entrada hacia el sueño americano por el de ser meta de aquel sueño». Su ciudad de cristal se llamaría «La Llave», un nombre en clave que recogiera el pasado de la isla. Pero no debería quedar nada de aquel pasa­do salvo el nombre. En La Llave ya no habría in­térpretes, ni salas de consigna, ni claraboyas y ventanas al muelle, ni hombres que marcaran con una señal de tiza a los recién llegados en el pecho. Sería una América igual a la isla de Oz, con aceras mecánicas, un puerto deportivo má­gico, y clubes nocturnos que cobrarían existen-

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cia en una esfera. Pero los huesos de los piratas que había en la isla también debieron haber ejercido su influencia. Cuanto más se alejaba Wright de la idea de una oficina de inmigración, más parecía acercarse a ella. A pesar de toda la magia y de los cables dorados. La llave resultaba ser una inversión curiosa de la vieja isla de Ellis. Como si a la fortaleza de 1900 le hubieran creci­do unas orejas enormes por capricho, y todos los inmigrantes que habían desembarcado en ella siguieran allí en la isla, americanos que nunca llegarían a alcanzar la costa.

Claro que La Llave nunca llegó a edificarse. Y ahora la fortaleza está en restauración. iAy, si por lo menos dejaran un poco de podredumbre! Las ruinas tenían un efecto poderoso cuando es­tuve viéndolas en 1981. De los muros se des­prendía un cierto temor. Pero dentro de nada habrá allí un espectáculo de historia oral, voces que cuentan a gritos cómo fue el pasado. Y la fi­gura del inmigrante será considerada como algo nostálgico, el gran inocente, nuestros abuelos perdidos. Con optimismo, inocencia o tristeza. La rabia y el miedo serán arrancados de los mu­ros. No comprenderemos en realidad cómo era aquella gente. Todos tenemos amnesia en ese caso, nos olvidamos de esas peristalsis extrañas que siempre se sienten al pensar en los inmi­grantes, esos movimientos que «alternan entre la hospitalidad y la paranoia ... entre una inclu­sión promiscua en nuestra sociedad y el rechazo xenófobo.»

Quizás sea una locura que llevamos en la san­gre. Los norteamericanos seguimos siendo la tribu más hospitalaria de todas las que hay por ahí. Nuestra xenofobia aparece y desaparece, pero dos terceras partes de todos los inmigrantes que hay en este planeta vienen a los Estados Unidos. Por eso la mayor parte del país contempla a Nueva York como la olla a presión en la que se realiza «el mestizaje», y la desdeña por tener una cultura mestiza, pero Nueva York es Améri­ca en su estado más crudo y puro. Es una ciudad psicopática, enérgica, nerviosa, llena de peligros, como el latido oculto del corazón del país.

El ya fallecido Halo Calvino describió a Nueva York en Ciudades invisibles de forma perfecta, en esa novela que versa sobre el viaje eterno, sin fin. Nueva York es como Raissa, «la ciudad de la tristeza», en la que «corre un hilo invisible que enlaza por un instante a un ser viviente y a otro y se destruye, luego vuelve a tenderse entre puntos en movimiento dibujando nuevas, rápi­das figuras de modo que a cada segundo la ciu­dad infeliz contiene una ciudad feliz que ni si­quiera sabe que existe.» 1

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América y Raissa-Nueva York. Una nación y una ciudad que están destruyéndose y renacien­do constantemente con cada nueva masa de in­migrantes. Quizás tenga razón Hugh Mo, y los

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----�1�----chinos se conviertan en los judíos del siglo vein­tiuno, sin Charlie Chan. Son los que han mante­nido con vida nuestras escuelas públicas. Hay trescientos mil chinos en Nueva York, un poco más del cuatro por ciento de una ciudad de 7.100.000 habitantes. Y sin embargo los chinos tienen una proporción casi increíble de alumnos de los politécnicos de Bronx Science, Stuyve­sant y Brooklyn. «Todos los hermanos Mo nos hemos licenciado en Stuyvesant» nos dice Hugh. Stuyvesant es casi una provincia china a efectos prácticos. El politécnico es «chino en un treinta por ciento», y quizás por eso se han crea­do problemas en Chinatown, por haber dema­siadas esperanzas. «Por cada alumno chino que consigue ingresar en Stuyvesant, hay muchos que no han podido hacerlo». Esa lucha no acaba en Stuyvesant. Hay una competencia enorme entre los estudiantes chinos para conseguir el ingreso en una universidad de prestigio, un es­píritu de competencia que se extiende a todos los Americanos de origen asiático. Ha llegado a convertirse en un «centro de admisión de Asiá­tico-Americanos».

El asunto hizo explosión en Princeton, donde los miembros del claustro, estudiantes, y alum­nos, comenzaron a preguntarse si en la Ivy Lea­gue2 no se habría establecido un nuevo prorra­teo de cuotas. Por ejemplo, en 1985 Princeton admitió al diecisiete por ciento del total de soli­citudes de admisión, pero únicamente al catorce por ciento de los Asiático-Americanos. Hay ca­tedráticos que piensan que los mejores de entre los Asiático-Americanos que no fueron admiti­dos por la Ivy League, serían mejores alumnos que «los últimos clasificados» de los alumnos efectivamente admitidos.

Ah, y llueve sobre mojado con amargura. Los judíos tuvieron problemas parecidos hace trein­ta, cuarenta, cincuenta, o sesenta años. En la obra de Hemingway The Sun a/so Rises, Robert Cohn llega a ser campeón de los pesos medios en Princeton. «Le importaba un pito el boxeo, en realidad le disgustaba extraordinariamente, pero se entregó a él en cuerpo y alma para con­trarrestar el sentimiento de inferioridad y de vergüenza que sentía al ser tratado como un ju­dío en Princeton.» Y en la época en la que yo terminé mis estudios secundarios, en la especia­lidad de Música y Arte, cuyos alumnos eran ju­díos en un setenta por ciento, solamente un chi­co, Nick Cohen, ingresó en Princeton, y proba­blemente porque no padecía de la epidemia de «orígenes rusos» que atacaba a casi todos los de mi clase. No tengo ni idea de qué ha sido de Nick Cohen. Pero dudo mucho que haya llegado a ser campeón de los pesos medios en Prince­ton. Todo mi mundo es una especie de parábola chino-judía, porque he estado dando clases en Princeton durante los últimos seis años. Y no puedo dejar de volver sobre mis propios pasos y tropezar con la misma piedra. Todos los chicos raros y algo introvertidos acudían a mí...

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Sin embargo los chinos y los demás Asiático­Americanos acabarán por ganar la guerra a la Ivy League. Sus padres les han proporcionado un terrorífico afán de éxito. lCuántas hijas de tinto­reras conseguirán licenciarse en Princeton, Yale, o Pensilvania? lSe convertirán también en seres invisibles, como dice Harriet Tung? lütra generación de sombras fantasmales? lO apren­derán a chillar y gritar como aprendieron los ju­díos?

Golems y sombras fantasmales. Los judíos no pueden volver la vista atrás hacia el imperio de los Sung. Tenemos la Casa de David, pero es algo mítico en su mayor parte. No consigo acor­darme de nada que pueda asociar con la familia Charyn. Apenas somos bastantes para sentarnos todos juntos a una misma mesa. Procedemos de la isla de Ellis. Toda la tribu se ha dispersado por América. Judíos alemanes y rusos. Paul O'Dwyer se acuerda con mucho cariño de la an­tigua alianza entre irlandeses y judíos. «Judíos e

. irlandeses unidos fueron quienes mandaron du­rante cincuenta años. Era una combinación có­moda, de andar por casa ... los judíos representa­ban un nivel intelectual que era admirado por los irlandeses.»

Le pregunté a O'Dwyer si Nueva York seguía siendo una ciudad judía.

«No, por desgracia», me contestó por debajo de una espesa mata de pelo blanco. Y me dí cuenta de lo que O'Dwyer me quería decir. Los que protestaban a voces habían desaparecido. Aquella falange de judíos pobres, los que vivían entre Ocean Parkaway y Essex Street, que soña­ban con la isla perfecta que sería América, su va­riación personal de La Llave, han desaparecido. Hasta los más ricos se encuentran hoy con difi­cultad: « ... aquellas gentes a las que se les había dicho que creciesen y se multiplicasen, hoy en día no hacen ninguna de las dos cosas en los Es­tados Unidos ... los judíos son los menos prolífi­cos de los norteamericanos, ni siquiera tienen bastantes niños para que los substituyan a ellos mismos ... »

Somos los últimos de los Mohicanos. Y la metrópolis que ha sido nuestra cuna será tam­bién nuestra tumba. Ed Koch todavía es parte de una tribu que desaparece, aunque una parte importante porque grita más y más fuerte que todos los demás juntos. Pero después de Ed ya no habrá nadie que grite.

lQué huella dejará nuestro pequeño pueblo? Como antes hicieron los irlandeses y los italia­nos, hemos grabado nuestro carácter en la su­perficie de la Ciudad, y también en sus entrañas, pero sólo han sido arañazos. No hemos sido banqueros. No hemos sido constructores. No hemos sido nosotros quienes levantamos a Nue­va York hasta rozar el cielo, ni hemos creado sus museos. Hemos sido comerciantes, sí, y pro­fesores, médicos, peleteros, fracasados, burócra­tas, suicidas ... y pensadores, Galileos sin teles­copio. Los únicos planetas que encontramos es-

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tán en los cinco distritos. Y los pensadores más profundos y oscuros siempre son una es­pecie de criminales. Hay una extraña relación entre los judíos y las ciudades y la metafísica del crimen.

Robert Warshow tocó ese tema en su colec­ción de ensayos titulada The Immediate Expe­rience, que versa sobre la cultura popular -a me­nudo la única accesible para los inmigrantes ju­díos- y la cultura oficial que la envuelve. Wars­how es un incondicional del cine, un adicto. En su ensayo «El gangster como héroe trágico» se observa un tono bien distinto tras haber pasado veintiocho años desde que lo escribiera (Wars­how murió de un ataque al corazón en 1955 cuando tenía treinta y siete años). Escribe en esas páginas sobre ese curioso género norteame­ricano, las películas de gangsters, un género que nos ha llegado a seducir a todos. «Casi no hay ninguna otra cosa que entendamos mejor o frente a la que seamos capaces de reaccionar con mayor rapidez o con el ingenio más pron­to.» Eso era en los días antiguos, antes de Los Cazafantasmas y de Viernes Trece. También fue antes del éxodo masivo hacia los suburbios. El gangster era la ciudad, cuando las ciudades aún tenían un encanto particular -peligrosas, in­quietantes, cuando aún no existía la idea de la decadencia urbana. Nadie había encontrado to­davía dunas de polvo gris en el Bronx.

Para el que iba al cine al menos, la ciudad era blanca, y el gangster también era blanco: Bogart, Cagney, Garfield ...

El gangster expresaba «esa parte del alma americana que rechaza las mejoras y exigencias de la vida moderna, que rechaza la propia esen­cia del "americanismo"». De forma invariable el gangster siempre tenía un transfondo étnico. Era irlandés, italiano, judío -un arribista o un inmigrante matón. Pero siempre era «el tipo de la ciudad». A pesar de ello la ciudad en la que vivía «no era la ciudad auténtica, sino una ciu­dad imaginaria peligrosa y triste que es mucho más importante, porque es el mundo moderno». Una ciudad de verdad nos ofrece criminales de verdad, mientras que «la ciudad imaginaria nos ofrece al gangster: es lo que nosotros queremos ser y a lo que tenemos miedo de poder llegar a ser.»

No he perdido ese deseo de la infancia: des­pués de llevar cuarenta años viendo películas, si­go marchándome a la cama con la cabeza llena de bandidos, traiciones, y códigos de honor que tienen bien poco que ver con la realidad de mi vida. Es como si me hubiera quedado dentro de la película de gangsters.

Y como el inmigrante, el gangster aparece co­mo «sin cultura, sin modales, sin entretenimien­tos.» Aunque en su trabajo de especialista «es sumamente hábil, se mueve como un bailarín entre los peligros que se acumulan en la ciu­dad.» En cierta forma un tanto perturbadora, es el inmigrante, quien se ve a sí mismo como un

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proscrito en la cultura norteamericana. Ambi­cioso y solitario. Es una burla del ansia del inmigrante por alcanzar el éxito. La historia del gangster «es la pesadilla en la que se in­vierten los valores de la ambición y la oportu­nidad.»

Y si solamente fuera una historia de inmi­grantes, una película de gangster nunca llegaría a tener un atractivo tan grande como el que sue­len tener. Warshow advierte que en cierto nivel «la brutalidad irracional y el espíritu emprende­dor racional se transforman en una sola cosa.» La ilegalidad del gangster no es otra cosa que la otra cara de la legalidad. «En los estratos más profundos de la consciencia moderna, todos los medios son ilegales, todo intento de alcanzar el éxito es un acto de agresión.» Y el gangster muere en lugar nuestro como una especie de Cristo psicópata, para que podamos enmascarar nuestras agresiones y triunfar sin sentirnos proscritos y solitarios.

En Nueva York se confunden la ciudad real y la mítica, y no simplemente por una idea román­tica en la que el crimen y los negocios son parte de la misma empresa. Puede que el Chase Man­hattan Bank tenga problemas, pero que yo re­cuerde no ha financiado nunca compraventas de cocaína colombiana. Puede que la Mafia haya si­do la dueña del edificio de la Chrysler en algún momento, y lo más probable es que estemos ha­ciendo ganarse la vida a media docena de fami­lias de criminales cada vez que nos llevamos un trozo de carne a la boca; pero nada de eso es cosa nueva.

La agresividad es una forma de vida en Nueva York. Uno tiene que convertirse en proscrito para sobrevivir. Aquí todos somos gangsters, se­res anónimos recortados contra el horizonte os­curo de la Ciudad, tengamos los orígenes que tengamos. Y Ed Koch es el mayor de los gangs­ters. Su tarjeta de visita pone lo elemental: mé­tete en mis asuntos y te parto la cara. Va por ahí montado en helicópteros y lanchas rápidas co­mo si fuera un príncipe de la noche. No tiene fi­liación política, carece de una organización de partido, y de cualquier tipo de «cultura». Deja en demasiadas ocasiones que las cosas sigan su curso, pero nunca es lento en reaccionar, y se mueve cuando tiene que hacerlo. Nunca le afec­tan las crisis. No tiene hijos, no hay herederos, su reinado no tendrá sucesor. Presume, es en­cantador, pero aún no ha preparado a nadie para que se siente en su sillón. Su padre llegó a cum­plir ochenta y siete años. Koch quiere vivir hasta los cien. Nuestro alcalde-gangster-golem-rey.

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Había ido al lugar favorito del golem: el puer­to deportivo de South Street, para comer con Martin Gottlieb, un periodista del Times. El Ti­

mes es algo tan esquizofrénico como el resto de

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la Ciudad. Por ejemplo clama al cielo protestan­do contra el control de las rentas de los alquile­res y la pérdida constante de viviendas y segui­damente imprime artículos crudos y llenos de compasión acerca de los desahuciados, los po­bres, las prostitutas, y los predicadores chifla­dos, como si su psique estuviera dividida entre su propio interés, la necesidad de seguir vivien­do, y los fantasmas groseros y radicalizados de una ciudad de inmigrantes.

Para mí, Nueva York había llegado a conver­tirse en una especie de novela con encuaderna­ción de lujo gracias a las páginas del Times en los meses que tuve que emplear en la recolec­ción de datos para escribir este libro. Dejé de leer las secciones de deportes, las necrológicas, y los atentados terroristas en Oriente Medio. Solamente leía las noticias locales de Nueva York. La ascensión y caída de Anthony Alvara­do; que Ben Ward se había quedado estancado en algún lugar intermedio; las maniobras tácti­cas de los de operación Pressure Point, la guerra de tráfico de drogas de East Village, y cómo los vendedores de droga habían inventado una es­pecie de equipo de supervivencia: vendían he­roína escondida en coches de niño, cambiando constantemente de sitio gracias al tren suburba­no; la creación de los Strawberry Fields en Cen­tral Park; la muerte misteriosa de un joven ne­gro que era todo un artista del grafitti del subur­bano; la locura del SIDA; el uso político de los cadáveres que hacía nuestro jefe de forenses; la guerra civil de las cafeterías chinas; los viajes diarios del golem a través de su reino ... noticias y artículos. Era como estar leyendo una novela por entregas en la que personajes y escenarios cambiasen todos los días: el regreso de Krazy Kat. Y Martin Gottlieb es el tipo al que leía con mayor placer; sus artículos sobre el proyecto de Times Square y sobre el décimo aniversario de

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la crisis de los impuestos cubrían muchos más reinos que aquellos en los que Koch se hubiera atrevido a pisar. Quería conocerle.

Concertamos comer juntos en el Bridge Café de Water Street. Pero llegué demasiado tempra­no, así que me puse a pasear por el muelle. Ha­bía una multitud. Los que andaban por allí no podían ser todos turistas. No reflejaban en sus rostros esa mirada de constante adoración que tiene la Krazy Kat. No se paraban a elegir las co­sas. Se sentaban y se tomaban cócteles margue­rita. Los jóvenes magos de Wall Street, pensé. Contemplé aquella especie de pueblecito de pa­redes recién reconstruidas, lleno de tiendas de moda carísimas. Era como si estuviera saliendo de una novela del siglo diecinueve para meter­me en una pastelería.

iEl puerto deportivo era un éxito! El Capitán Garfio y loros, una atmósfera falsa tipo siglo die­cinueve de piratas y gente sin ley ni orden con un decorado de cartón-piedra. South Street no es precisamente el sueño que habrían tenido los holandeses. Es como los cimientos de una ciu­dad interior que hubiera invadido Nueva York, y se hubiera asentado en la Metrópolis como un puesto de quincalla colocándose junto al mar.

Quizás fuera que el pirata pasado de moda fuese yo mismo, y no fuera capaz de apreciar con justicia las maravillas Disneylandescas del nuevo puerto. Abandoné las cercanías de la zona del Capitán Garfio, y subí por Water Street. Había casas viejas y ruinosas a menos de

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una manzana de los restaurantes del puerto de­portivo. Ahora estaba en un lugar auténtico, en un puerto más antiguo y que se desmoronaba, con el edificio de Peck Slip que engañaba a la vista: un puente y una calle pintados en uno de los muros, no para tomar el pelo a los turistas a fin de que desapareciesen al cruzar aquella pa­red fantasma. Era una especie de broma, con cierta finalidad misteriosa, como una respuesta burlona a South Street: un puerto pintado en una pared.

Comí con Martin Gottlieb. Se había hecho mayor en Grand Street, y era hijo de un impre­sor. Charlamos sobre la Ciudad que ambos ado­rábamos a pesar de sus problemas asesinos y de su creciente «Manhattanización», de su univer­so de proyectos, de las obras de renovación pe­rennes que había en todas las calles, y sobre la pérdida de los barrios viejos y llenos de vida. «El colorido, el folclore, la trama de la vida humana son cosas secundarias frente a las fuerzas de la economía de mercado ... las tradiciones son co­sas frágiles. La vida de los barrios desaparece.» Gottlieb quiso recordar las «luchas amargas y envenadas que hubo sobre el Lincoln Center» y el temor que hubo a que «otro barrio desapare­ciese. El recuerdo del viejo barrio de Lincoln Square sigue aún en la memoria de la gente. Na­die habla de ello. Hay una gran máquina en la Ciudad que resopla, resopla, y resopla, se traga las cosas y luego las escupe.»

Hablamos de Alphabetland y del renacimien-

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----�1�----to de la Avenida B; casas con jardines comunita­rios, galerías de arte, clubs, como si toda una forma de vida se tejiera en la calle. «Los edifi­cios de Alphabet viven constantemente al borde del peligro, nunca son algo estático. Uno se pre­gunta si los inmuebles no tienen derecho a te­ner un estilo propio.»

Y así llegamos a los años tristes de la crisis de los impuestos. Mi idea de la crisis era la de una especie de obra de teatro que estaban represen­tando delante de nuestras propias narices y de la que no éramos capaces de describir con certeza ni a sus actores ni decorados, solamente éramos capaces de advertir que todos estábamos en al­gún lugar del escenario -en realidad nosotros éramos el decorado.

lEs Nelson Rockefeller el malo de la película? -le pregunté. Se había puesto a construir y aconstruir hasta que había conseguido hacer que­brar a la Corporación de Desarrollo Urbano, yen ese punto entró en juego una especie deefecto de fichas del dominó; el desastre origina­do en la CDU se transmitió a la metrópolis encuanto Rocky dejó de ser gobernador del estadopara convertirse en vicepresidente con Ford.Los banqueros se asustaron y se pusieron a ven­der como posesos los títulos de deuda de la Ciu­dad que tenían en su poder.

Martín Gottlieb no andaba a la caza de héroes y villanos para explicar la crisis. «Rockefeller emprendió proyectos colosales.» Había una sen­sación de «expansión colosal» debajo de él. «El estado antes de él era una institución somno­lienta.» La Ciudad funcionaba exclusivamente con sus medios particulares, pagaba las facturas con deuda a corto plazo, y los banqueros exami­naban lo que ocurría en la Ciudad y aquello no les gustaba nada. La gente que más se aprove­chaba de los servicios públicos «eran los ne­gros», y quienes «representaban a la Ciudad eran los de las minorías [blancas].» «Cash» Ca­vanagh, teniente de alcalde de Beame, había sido el niño mimado de las minorías durante la administración de Lindsay. «No se quedaba quieto en su sillón. No era uno de esos tipos de cuello duro.» Los del equipo de Beame «no ha­bían olvidado sus raíces. Limaban cualquier aris­ta política, trabajaban con los clubes de los gángsters», pero no obstante tenían «un senti­miento de cumplir con una misión legítima. Gastaban el dinero en hospitales ... en bienestar social.» Cuando los banqueros empezaron a exi­gir recortes en los servicios urbanos, «Cavanagh intentó demostrarles sus logros, enseñarles la gente a la que habían puesto una camisa de fuerza. Pero los banqueros no quisieron verlo.»

Beame estaba muy amargado porque el equi­po de Lindsay había repartido dinero contante y sonante del mismo modo. Pero «los banqueros jamás hablaban mal de Lindsay.»

«Ajá», dije yo entonces, «entonces la crisis de los impuestos fue una venganza de los W ASP contra Nueva York». A los W ASP ya no les gus-

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taba una ciudad que había sido gobernada por irlandeses, italianos, y judíos. Era una vez más la vieja lucha iniciada ciento cincuenta años an­tes entre inmigrantes y naturales del país. Esta vez habían ganado los nativos.

Gottlieb se rió, pero dijo que no estaba de acuerdo. Nueva York tenía un «sistema de hos­pitales en el que ningún blanco entraría ni den­tro de un millón de años ... a las minorías blan­cas les había resultado muy agradable ver los re­cortes hechos en los servicios.»

Y de repente volvíamos a tener una ciudad en expansión. El golem se había sentado con Ro­nald Reagan y había pagado las deudas de la ciu­dad. Llegaban torrentes de capital desde Euro­pa, Hong Kong y el Japón. El dinero daba la ma­no a las artes, y Nueva York se convertía en el centro financiero y cultural del mundo. Operas experimentales que costaban un millón de dóla­res acababan por estrenarse en la Academia de Música de Brooklyn. En el plazo de dos años se había abierto en East Village una constelación de galerías de arte. Un buen número de teatros serios habían aparecido en el sur de la calle cua­renta y dos entre la novena y la décima aveni­das. Pero las instituciones no crean el arte. Sola­mente se limitan a exhibirlo y empaquetarlo. Y el cómo surgió el arte de todas las esquinas es algo que resulta curioso. Había estado surgiendo de algunas covachas del Bronx: bailes, monigo­tes, y tamborileos que expresaban una cólera y orgullo primitivos. «No eres más que una mier­da en el basurero ... y yo soy capaz de lanzar el pis bien lejos» son cosas que le oí cantar a un jo­ven negro en los túneles del suburbano con una especie de prosa de ametralladora que no creo que le hubieran enseñado en una escuela públi­ca. Era un grito de guerra, pero también un grito de conformidad, de que había un distanciamien­to entre blancos y negros, torres de oro y dunas feroces.

«Este lugar corre el peligro de perder su al­ma» me dijo Martín Gottlieb. «Nadie quiere averiguar para qué sirve o qué significa. La Ciu­dad puede perder el alma.»

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Alma. lLo es el baile entre una ciudad y las distintas gentes que la habitan -viejos, jóvenes, ricos, pobres, negros, blancos, morenos, amari­llos, rojos? Manhattan por ejemplo se ha con­vertido en una extraña utopía de los que no tie­nen hijos, de los jóvenes, y de los muy viejos. ¿ Y los barrios exteriores? Son suburbios-dormi­torio, o barrios de chabolas que alojan a los in­migrantes más recientes: barrios fantasmales en los que se intercalan trozos de la vida ruidosa y electrificada de Manhattan.

Rudolf, un empresario emprendedor, que lle­gó a dirigir las discotecas Underground, Dance­teria, Pravda, y otros clubes, siente que la me-

Page 9: IsAh, y llueve sobre mojado con amargura. Los judíos tuvieron problemas parecidos hace trein ta, cuarenta, cincuenta, o sesenta años. En la obra de Hemingway The Sun a/so Rises,

____ il�----trópolis es «una especie de meca de creatividad y locura en decadencia -la ciudad está acabada, pasada de moda». Río y Hong Kong están de moda, viven, según Rudolf «Río es algo que está moviéndose».

Pero no estoy en Río. Y Rudolf no es el único que se lamenta de la «decadencia» de Nueva York. George Steiner, que no ha dirigido ni Pravda ni Underground, pero que ha escrito cosas sobre Tolstoy y Dostoyevsky, cree que Manhattan podría estar dirigiéndose hacia un terremoto psíquico. Nueva York «no es la ciu­dad federal, ni la ciudad nacional, es la ciudad imperial...» Es el sitio al que ha venido a soñar la Krazy Kat. «Es la capital de y para los refu­giados.» Y ese poder para dar la bienvenida, para convertir en fábula de la isla de Ellis a sus cinco distritos, ha transformado a Nueva York en «la capital del siglo XX», en una estación de ochenta y seis años para proscritos y refu­giados. Los imperios han desaparecido. Países y pueblos enteros se han evaporado. Y sus fan­tasmas empiezan a llegar de Rusia, Polonia, Ita­lia, Irlanda, Cuba, China, Trinidad, Camboya, Vietnam ...

lQué ocurriría si los fantasmas no pudieran permitirse venir ya nunca más? Empezaría el temor. Tendríamos una casa encantada con el techo lleno de grietas. La expansión actual de la Ciudad «se mantiene estrictamente en el nivel de los apartamentos». lAcaso se estará convir­tiendo Nueva York en un hotel-cárcel de lujo destinada a los super-ricos, rodeada de tierras sin Dios ni ley, en la que no hay movilidad posi­ble para los jóvenes, los pobres, y los refu­giados?

Steiner tiene y no tiene razón a la vez. Nueva York es esa ciudad de ensueño al borde del abis­mo. Si no es capaz de dar escolaridad a los ni­ños, trabajo a los jóvenes, ofrecer más casas, acabará por convertirse en una ruina con la cara nueva, en un sepulcro blanqueado, sin energía ni remordimientos, en un pueblo de chocolate, como el de South Street. En un cadáver maqui­llado.

Mas los fantasmas siguen llegando. Los Mos­covitas en Queens, los Marielitos en Manhattan. Camboyanos para el Bronx. Coreanos. Viajeros solitarios como Tadeusz Korzeniewski, un escri­tor polaco disidente, al que le han retorcido y desgarrado tanto los sentimientos que te mira con la ausencia de un jovencito Frankenstein. Nació cerca del Báltico. Estudió electrónica en Gdansk, pero dejó los estudios y empezó a escri­bir poesía. Tadeusz quería encontrar un vocabu­lario nuevo. Escribió una novela corta, de la que se publicó un trozo en Zapis, una revista litera­ria subversiva a la que el gobierno polaco perse­guía activamente para desarticularla. La policía secreta detuvo a Tadeusz después de los levan­tamientos de Gdansk, y lo metieron en una celda durante veintiocho horas. Solamente tiene «sentimientos patológicos» hacia Polonia. Ta-

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deusz «se peleó con todos». Los acontecimien­tos polacos le enloquecían. «La nueva solidari­dad es un cuento de hadas. No sobrevivirá mucho.»

Le concedieron un pasaporte «un mes antes de decretar el estado de excepción». Abandonó Polonia tres días después y se fue a París. «La gente te rechazaba... había demasiados inmi­grantes». Estuvo viviendo en una casa-barco en el Sena. No era capaz de articular su pensa­miento en París. «Mi interior era como de hie­lo. No tenía ideas. Estaba atemorizado por la situación ... había perdido la confianza en mi capacidad de escritor ... me sentía como un lu­nático.»

Esperaba un visado para venir a América. «Es­peraba poder marcharme a América todas las se­manas.» Aquella vigilia duró un año y medio. Llegó a Nueva York a principios de 1983. Ta­deusz sintió una sensación extraña, como si fue­ra a echar el ancla para siempre aquí. «América es el país más asombroso del mundo ... y Nueva York es como una seta enorme que se levanta por encima del país.» Se fue a vivir al Mansfield

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Hall, un hotelucho que estaba en Broadway con la calle cincuenta. Daban tantas voces a su alre­dedor que Tadeusz trabajaba en su habitación «con tapones en los oídos» ( estaba escribiendo una novela). El Mansfield Hall era un local «pa­ra gente pobre, chalados, japoneses con ambi­ción, gente desarraigada, olvidada ... »

Hay animales fuertes y animales débiles, de­cía Tadeusz, y «Nueva York es un animal fuer­te.» Nunca había conocido «una ciudad tan viva, difícil, y compleja», en la que «se fuerza a los se­res humanos a ser más abiertos».

Tadeusz era una fantasma más en el Mans­field Hall. «La inmigración sigue siendo una parte importante de Nueva York, en especial cuando se trata de inmigrantes del este de Euro­pa.» Se había trasladado de «la antigua capital del mundo [París] a la nueva ... aquí es todo más fácil.» Nueva York «me hace abrirme con mayor profundidad. Siendo una cólera que está muy

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cerca de ponerse en movimiento ... » En Polonia había tenido que suprimir y controlar aquella cólera, «acallarla». Nueva York, me dice, «libera mi propio reflejo, puedo verme ... me abre una puerta hacia mí mismo. Veo a tanta gente enlo­quecida, a tanta gente agradable ... »

Tadeusz estaba deprimido la mayor parte de las veces. Lo conocí en invierno, iba vestido con un abrigo enorme que le llegaba hasta los pies y llevaba un sombrero con orejeras que le hacía parecer una especie de fantástico miembro de la KGB polaca. Nunca fui a ver al jovencito Fran­kenstein al Mansfield Hall. Se fue al campo a terminar su novela y nunca he vuelto a ver a Ta­deusz. Pero me impresionó, él mismo y su aura. Su viaje desde Gdansk había sido heroico. Ha­bía llegado hasta aquí completamente solo -un escritorzuelo en Nueva York. Había encontrado el arco mágico que era capaz de tensar, el grito de amor enloquecido de la Ciudad, de odio, de ambición, y también su contorno obsesivo de rascacielos y calles, como un rompecabezas infinito y sin solución posible: Raissa, la ciu­dad esquizofrénica que se pone triste cuando está a punto de describir el enigma de su feli­cidad.

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Soy la Krazy Kat, una criatura del nuevo mundo que busca a algún Ignacio el Ratón para coronarle y poder así llamar amor a eso. Nunca llegué a ir al Mansfield Park, pero sí que llegué hasta el Palladium. Nunca había estado en una discoteca en toda mi vida. No sabía bailar. Ape­nas sabía nadar. Mi novia, R. (es decir, Raissa) tenía entradas para una fiesta en beneficio de un museo que se celebraba en el Palladium. A R. le encanta bailar. La conozco desde hace veintitrés años. Había sido alumna mía, la portavoz de la clase de Música y Arte. Y o substituía a un pro­fesor que había tenido un ataque al corazón. Había ido a clase con unos pantalones caídos. R. estaba sentada en primera fila. No podía ap�rtar mis ojos de sus facciones egipcias. Una mujer entre un montón de críos. Fue un desastre. Me asaltó un amor loco, incurable, espeso como la sangre. R. es una hija de inmigrantes. Había lle­gado a este país hacia los siete años, y habían es­tado viviendo en un hotel en el Upper West Side. Ella había aprendido inglés a base de ver la televisión. Su padre se dedicaba a comerciar con diamantes. La familia se fue a vivir a Riverdale. Conocí a R. cuando tenía dieciséis años. Quise que fuera mi guía para toda la vida. Le dí mi lla­ve del Phi Betta Sappa. R. me la devolvió. Estu­dió arte en Cooper Unión y se casó con un pia­nista que trabajaba en un banco. Perdí el contac­to con Raissa. Me fui a California. Regresé a Nueva York. Seguía llevando los pantalones caí­dos, y seguía teniendo la misma devoción estú­pida por las artes. Estaba en los huesos y andaba

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sacando joroba. Pero en el interior de mi cabeza plateada me veía como un tipo gordo con bigote de morsa: Flaubert. No tenía las rentas y tierras de Flaubert. Me habría muerto de hambre con mi bigote metafísico si no me hubiera arrastrado sibilinamente hasta conseguir dar clases univer­sitarias.

Se me puso todo el pelo gris de repente. Flau­bert envejecía deprisa. Cada vez tenía más teo­rías de carácter agrio sobre el arte. Estaba senta­do en un café con Frederic Tutem, mi viejo rival del Eronx, cuando mencionó de paso el nombre de «Raissa», el nombre de la amada de su mejor amigo. Sentí que se me desgarraba el oído. Sa­bía que no podía haber otra Raissa en la ciudad. Tenía que ser mi antigua alumna de Música y Arte. Así fue cómo volví a encontrarme con Raissa, gracias a una conversación intranscen­dente tras unas tazas de café.

Piel oscura y ojos verdes, con la nariz aquilina de la hija de algún faraón. Era tanto amor como una batalla entre reyes. Raissa y yo no podíamos dejar de luchar. Eramos como dos monicacos lo­cos que se besaban y se rascaban. Y o era un es­queleto con cicatrices. Y Raissa estaba deliciosa­mente gorda. Mostrando los renegrones que yo le hacía en su cuerpo. Y así es cómo llegamos al Palladium.

Una discoteca de diez millones de dólares re­pleta de obras de arte hechas por artistas famo­sos. Cabinas de teléfono de Kenny Scharf. La barra de Easquiat. Garabatos de Keith Haring en las paredes. La calle catorce era el nuevo co­razón de Manhattan. De pronto, el centro había muerto. El Palladium se había instalado justo en el borde del entramado de las calles, donde em­pezaba la parte baja de la isla. La calle catorce era la última que iba en línea recta desde un río hasta el otro. Pero a mí todo aquel maldito asunto me confundía. El club se había abierto en mayo entre los aplausos clamorosos de todos. Atraía a todo el mundo: enfermeras de la otra ori­lla, abogados jóvenes, agentes de bolsa, campeo­nes de squash. Bianca Jagger, Julian Scnabel. Pero yo no acababa de encontrar el sitio.

Raissa me llevó. No me extraña nada que no hubiera encontrado el Palladium cuando pasea­ba de un lado a otro por la calle catorce. Su exte­rior era una ruina, una marquesina desmesurada en una montaña de ladrillos de siete pisos que tendría por lo menos sesenta años de antigüe­dad. Había sido previamente cine y salón de va­riedades, pero el Palladium también había sido un palacio del rock, un hogar para los del heavy­metal. Mas las estrellas del rock habían huido de la calle catorce. Raissa y yo entramos por debajo de unas colgaduras de terciopelo negro que ha­bía en la marquesina, y penetramos en el inte­rior de la montaña.

El vestíbulo parecía estar intacto. Otra ruina. Habían construido la discoteca únicamente den­tro de la concha del antiguo cine y salón de va­riedades. Formaba su propio cráter, como un

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mago que detuviera el tiempo en un presente eterno que fuera capaz de crear receptáculos y huesos sin la ansiedad y la preocupación del pa­sado. El Palladium había preparado una revolu­ción: la arqueología de lo moderno. Había es­queletos tirados por todas partes, una laguna de luces, el cadáver de un maniquí debajo de las es­caleras, huesos de animales amontonados en una esquina. Nos quedamos en una platea vien­do cómo bajaban del techo dos pantallas de vídeo como si fueran martillos pilones gigantes­cos con ojos.

Ah, bien podíamos haber estado navegando por algún lado. Detrás de nosotros, una platea tras otra, se alzaban escaleras, armarios acolcha­dos, barras de bar, huesos viejos, una especie de barco con varios puentes y cubiertas en desgua­ce. Y en el centro estaba el Ratón Mickey, mitad escultura, mitad retrato, sabe Dios. Presidía aquel esqueleto de barco. Era nuestro capitán, nuestro caudillo. Hubiera preferido a Ignacio el Ratón. Pero Mickey podía servir. Parecía como estar derritiéndose constantemente. El ratón te­nía vértigo. Era un muñeco con la piel de papel. Pero no abandonaba el barco.

Me equivoqué en una cosa. El Palladium sí que tenía pasado. Mickey era el dios de Amé­rica, y también el dios de Europa. Era una vez más lo de los holandeses. Nuestro barco-es­queleto era el disparatado viaje de Europa ha­cia el Nuevo Mundo. Los holandeses habían descubierto al Ratón Mickey. El Palladium era una ciudad de sueños que flotaba entre las ruinas.

Raissa y yo bajamos de la platea para ir a bai­lar. No podía dejar de pensar en El último tango en París, con Erando poniendo el culo al aire en los sótanos de La Coupole. Aquí teníamos nues­tro sótano. Y Erando tenía mi misma edad cuan­do se quitó los pantalones en La Coupole. lEra ahora mi oportunidad? Habría sido como un bautizo en el Nuevo Mundo, como haberme li­cenciado en Crotona Park. Pero no podría ha­berlo hecho. Había que bailar muy pegados, me­jilla con mandíbula, en aquel sitio. Además, lo más probable es que no volviera a encontrar nunca los pantalones entre aquel tumulto formi­dable.

Levanté la vista por encima de Raissa y vi un decorado en el techo, una réplica de Odyssey 2001, la discoteca de Eay Ridge en la que bailaba Travolta en Fiebre del Sábado Noche. Giraba en aquella pista de baile del techo. Era como una excavación arqueológica que pretendiera descu­brir los huesos de los sentimientos de una ciu­dad. El Palladium había resucitado a la Odyssey 2001 y a un trozo de Erooklyn en una especie de jaulón pintado.

Estábamos en una ciudad espectral, donde el futuro y el pasado daban vueltas junto a tus ro­dillas. Estaba esperando a que en cualquier mo­mento apareciera Travolta con su traje blanco para ponerse a bailar alrededor de la pierna de

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----�,�----Peter Stuyvesant. Pero no llegó a ocurrir. En cambio miré hacia los ojos de Raissa y tuve una visión de Nueva Amsterdam, la Nueva York del pensamiento, en la que el Ratón Mickey era dios y diablo. Bailando allí, a uno no le hacía fal­ta morir. El infierno estaba allí mismo junto a nosotros. Las dos pantallas de vídeo se elevaron hacia el techo, y de pronto el jaulón pintado em­pezó a descender hasta que capturó la mitad de la pista, incluyéndonos a Raissa y a mí. Estába­mos prisioneros en una cárcel que era una pin­tura de Nueva York. Y no veía puerta alguna. Unas luces azules y humo penetraron en la jau­la, luces demoníacas, y bailamos con los rasca­cielos de Manhattan sobre los muros de la pri­sión.

Encontré una salida. Aparecimos en Bay Rid­ge. Había un letrero en la parte exterior de la jaula en el que se anunciaban créditos hipoteca­rios al siete y medio por ciento, hipotecas con un banco de Brooklyn. Ahora entiendo lo del jaulón. Era la batalla de los distritos, en la que Brooklyn le corta el paso a Manhattan. Pero no podía ganar Travolta. Brooklyn estaría siempre fuera de los barrotes.

El Ratón Mickey era el déspota del Oeste, y la calle catorce se había convertido en la frontera del Nuevo Mundo. Más allá de la catorce era tie­rra de nadie. Y más abajo hacía cierta civiliza­ción un tanto precaria, y nada más. Otras disco­tecas desaparecían por culpa del «triunfo del Pa­lladium». Quizás Mickey se mantuviera durante un par de temporadas, y luego el Palladium vol­vería a ser una cáscara vacía, lpero qué más da?

Nuestros antepasados holandeses cruzaron el océano para construir réplicas del mundo en una ciudad de molinos de viento. Los ingleses capturaron esa ciudad y la convirtieron en Nue­va York, una ciudad de los Torys que dio ayuda y cobijo a los casacas rojas durante la Revolu­ción, y que se mantuvo leal al rey Jorge. La ciu­dad del rey prosperó en medio de la guerra. Era guarida de arrribistas y piratas, de soldados em­prendedores, de mercaderes y terratenientes que sacaban dinero de donde fuera. Nueva York se convirtió en la capital de la moda de la Amé­rica británica, llena de perfumes, pelucas, boto­nes de oro, y encajes maravillosos. Los británi­cos desfilaban con sus arreos de cuero relucien­tes, y bailaban con las hijas y esposas de los mo­nárquicos leales, esperando a que aquella peste que era el general Washington se cayera del ca­ballo y se matara en cualquier parte de los cam­pos de maíz para que los estúpidos de los patrio­tas pidieran la paz, y así las señoras más elegan­tes pudieran celebrar bailes aún más grandes y suntuosos.

Pero el general se mantuvo en su caballo. Y después de que mandó a Cornwallis a coces al infierno, los monárquicos rasparon las iniciales del rey, la G y la R (George Rex), de las puertas. Nueva York se entregó al fervor revolucionario y cambió los nombres británicos de todas sus ca-

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lles. La Corona se convirtió en Libertad, la del Rey en del Pino, la de la Reina en de la Perla. Pero los fantasmas del Rey, la Reina, y la Coro­na siguen allí. Nueva York siempre ha sido ale­gre y perversa. La ciudad de América en la que el dinero pisa con fuerza. Y el Palladium es

América y es dinero, pero todo ello con la firma perversa de Nueva York. El Ratón Mickey está más cerca del rey Jorge de lo que está de nuestro

Georg e Washington. Dios y muñeco, piloto de ribera, gobierna el Palladium como un rey de­mente y en decadencia. No tiene ladrillos en los pantalones. No es malicioso. Es alegre y diverti­do, es dulce. Carece de los temores y de las in­quietudes del inmigrante, nunca nos dirá «qerr­rrido» como la Krazy Kat. No habría sobrevivido al paso por Crotona Park. No tiene el menor sentido de la política. Vive en el perfecto país de la alegría; su única ambición es que Minnie le mire parpadeando como una vampiresa. El ratón no se resiste. Es tan seducible como América -es el piloto y mascota del Palladium.

Deja aquellas ruinas saliendo con Raissa. Par­padeaba como Minnie. La perseguí manzana abajo. Otras gentes entraban al Palladium cru­zando las colgaduras de terciopelo negro. A mí aún me faltaba el aliento por haber estado bai­lando en una jaula. Vi el haz de luz blanca que enmarcaba al Empire State, pensé los sandwi­ches del lexan y en Douglas Leigh. Pasé junto a las praderas artificiales del Union Square Park. No había ni un solo drogata a la vista. Había una luz extraña. El parque parecía estar bañado en una luz artificial como la de una aurora ede cuento de hadas. No podía alcanzar a Raissa. Corría y seguía corriendo.

NOTAS

(1) Le citté invisibili: Las ciudades invisibles. Ed. Mino­tauro, Barcelona: 1983, pp. 159-160. (N. T.).

(2) La «Ivy League» está formada por las Universidadesnorteamericanas más antiguas y de mayor prestigio, como por ejemplo Yale, Princeton, Johns Hopkins, etc. (N. T.).

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