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RENACIMIENTO ITALIANO Y PENSAMIENTO MODERNO por Bogumil Jusinowski Profesor de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile Obra editada por acuerdo de la COMISIÓN CENTRAL DE PUBLICACIONES DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE Edición al cuidado de Félix Schwartzmann Bogumil jasinowski RENACIMIENTO ITALIANO Y PENSAMIENTO MODERNO Prólogo de José Ferrater Mora EDICIONES DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE Santiago de Chile, 1968

Jasinowski_ Renacimiento Italiano

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RENACIMIENTO ITALIANO

Y PENSAMIENTO MODERNO

por Bogumil Jusinowski Profesor de la Facultad de Filosofía y Educación

de la Universidad de Chile

Obra editada por acuerdo de la

COMISIÓN CENTRAL DE PUBLICACIONES

DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE

Edición al cuidado de

Félix Schwartzmann

Bogumil jasinowski

RENACIMIENTO ITALIANO

Y PENSAMIENTO MODERNO

Prólogo de José Ferrater Mora

EDICIONES DE LA

UNIVERSIDAD DE CHILE

Santiago de Chile, 1968

Page 2: Jasinowski_ Renacimiento Italiano

C) Bogumil Jasinowski, 1968

Inscripción NQ 35.068

Composición: Linotype Baskerville 9/11 Papel: Hilado Especial

de la Cía. Manufacturera de Papeles y Cartones Impreso en los talleres de la

Editorial Universitaria, S. A.; San Francisco 454, Santiago, Chile Proyecto gráfico de Mauricio Amster

INDICE

Prólogo, 9

Prefacio, 13

PRIMERA PARTE

RENACIMIENTO ITALIANO Y TIEMPOS MODERNOS

CAPITULO PAGINA

I. Interrelaciones de Renacimiento, Humanismo y Reforma y actitud frente a la naturaleza 17

II. Actitud <humanista» a través del enfoque «cosmoegoico» . 30

III. Síntesis de las dos actitudes anteriores en la actitud científico-artística del Renacimiento con sus múltiples proyecciones 40

1. Formación definitiva de la perspectiva pictórico-geométrica 41

2. Toque mágico ocultista del Arte y Ciencia renacentistas . 46

3. Parangón con la ciencia moderna 47

A. Ciencia moderna y elemento mágico 47

B. Ciencia moderna y Metafísica 53

IV. Grandes malentendidos sobre el valor filosófico y científico del Rena-

cimiento 60

V. Derivación histórica del Renacimiento 70

1. Carácter vernáculo de la Filosofía renacentista italiana, vinculado con las tradiciones de la Antigüedad muriente 70

2. Raíces provenzales del sentimiento vital propio del Renacimiento

italiano 85 VI. Nuevo panorama histórico de la Filosofía moderna y presencia del

pensamiento renacentista italiano en su decurso

BALANCE Y TRANSICION HACIA LA SEGUNDA PARTE:

Istud Mare Tenebrarum, ac dein lux quaedam minuscula, blanduda . 106

SEGUNDA PARTE

I. Tentativas vanas de salvar la historia y primer intento de superarlas 121

II. Periodificación histórica y clasificación natural 132

III. Dialéctica general de ciclos vitales cerrados 146

PRINTED IN CHILE 1. Introducción biológica ejemplificada. 147

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2. Ciclo vital del derecha romano: • dirección longitudinal . . 155

3. Periodología cultural discrónica: dirección oblicua 166

IV. Dialéctica polarizadora de secuencias históricas en desarrollo . 172

1. Leyes de segmentación del pasado por medio de diferenciación

polarizadora . . . . . . . . . . 173

2. Dialéctica de la periodificación de la Filosofía patrístico-medieval en

función del binomio conflictivo de razón y fe 180

3. Despliegue dialéctico de diversos aspectos de una misma época . 188

CONCLUSIONES, 191

EPILOGO:

SOBRE EL POSIBLE DESTINO DE ESTE LIBRO • 197

PROLOGO

Cuando conocí al profesor Bogumil Jasinowski, hace aproximadamente cuatro lustros, en Santiago de Chile, me sorprendió y admiró la extensión de su saber. No era por cierto, uno de esos saberes que pueden llamarse «tran-quilos» y que pueden compararse a un ancho río cuyas aguas van discurriendo lentas y majestuosas; era —y sigue siendo— un saber inquieto, comparable a un inmenso surtidor que va lanzando sus aguas en poderosos y a menudo insospechados chorros, o también a una serie de llamaradas de un volcán en erupción continua. Por el momento, el que oye o lee al profesor Jasinowski se queda un tanto anonadado, no sólo por la abundancia de sus saberes, sino también por el modo de producirlos o exhibirlos. Del Renacimiento italiano se salta a la matemática griega para hundirse poco después en la lógica de las ciencias naturales y emerger un rato a propósito de la histo-riografía rusa, la cual sirve de pretexto para discurrir ampliamente sobre el argumento ontológico, etcétera. Si esto parece poco, añadiremos unas mues-tras más: el derecho romano, la ciencia física, la historia entera de la filosofía y, por descontado, una multitud de lenguas, algunas de ellas muertas, pero que parecen revivir por unos instan tes al calor del saber que las envuelve.

Estaba a punto de concluir diciendo que el saber del profesor Jasinowski es «explosivo». Pero esta conclusión sería impropia. En verdad, decir que el saber en referencia es explosivo, no es una conclusión, sino más bien un punto de partida.

Por lo pronto, no se pasa mucho tiempo en descubrir que esas llamaradas de saber son todo lo contrario de un fuego artificial. Si son un fuego, es un fuego natural, resultado de un modo de ser íntimamente ligado a un modo de pensar (y viceversa) . Pero, además, y sobre todo, no se pasa mucho tiem-po en descubrir que esos géyseres sapientes, por el momento un tanto des-

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concertantes, poseen un ritmo bien definido y son expresiones de un orden no menos riguroso porque sea menos convencional y trillado. En otras pala-bras, si el profesor Jasinowski pasa, digamos, del Renacimiento italiano a la estructura de las ciencias matemáticas y de éstas al derecho romano, no es por casualidad: es porque éstas, y otras sapiencias están organizadas, y aun fundidas, en la mente del autor por un eficaz cimiento. Este cimiento es una filosofía —y una filosofía completa.

El libro que tiene el lector en sus manos es posiblemente la más madura manifestación del pensamiento filosófico de Jasinowski. En él se encuentran casi todos los ternas que han preocupado a nuestro autor a lo largo de su carrera intelectual. No es un libro sobre el Renacimiento italiano o sobre la naturaleza de la matemática o sobre el derecho romano o sobre la episte-mología de las ciencias históricas. Es un libro que expresa el pensamiento filosófico de Jasinowski siguiendo su propio orden y no el impuesto más o menos artificiosamente por la convencional organización de los conocimientos. Es un orden filosófico y, en la medida en que la filosofía es un saber de lo real, un orden real.

No es éste el momento de examinar con parsimonia ni los temas tratados por Jasinowski en este libro ni tampoco lo que sea quizás su motivo central. Lo primero ocuparía un espacio que es mejor reservar para el autor. Lo se-gundo sería arriesgado y, además, prematuro. En efecto, el profesor Jasinowski no entiende con este libro haber concluido, y mucho menos rematado, su filosofía. Este libro, que es, según apunte, un coronamiento, es a la vez un comienzo: el comienzo de una filosofía del saber como dialéctica de la que el profesor Jasinowski ha anticipado algo en otros escritos, pero que está aún, como toda auténtica filosofía, en trance de hacerse y que como toda filosofía verdadera consiste en gran parte en irse haciendo lo que de algún modo ya es.

Me limitaré a subrayar algunos aspectos del pensamiento de Jasinowski que ofrezco a la meditación más pausada del lector.

Ante todo, su idea de que la ciencia no está en el aire, sino que tiene «raí-ces». Pero decir que la ciencia tiene «raíces» es decir que la ciencia —como todo otro aspecto de la «cultura»— se integra en maneras fundamentales de pensar y de vivir sin las cuales no habría no sólo ciencia, mas tampoco vida humana.

Lo último puede parecer una descomunal vaguedad. Puede parecer, además, una solapada manifestación de «irracionalismo». Que la ciencia tiene «raíces» parece querer decir que la ciencia —tan «racional»— se alimenta de algo completamente distinto de ella misma —de algo «irracional». Y, sin embargo, no es así. El pensamiento filosófico del profesor Jasinowski no es irracionalista. Tampoco es, conviene decirlo inmediatamente, racionalista. Es un nuevo modo de ver la razón. Las raíces de la ciencia no son puros (o im-puros) impulsos irracionales en el hombre: son realidades históricas, pero de una historia que tiene a la vez su «razón de ser». Cuál sea esta última no puede decirse en cuatro palabras: este libro de Jasinowski emplea muchas más y no pretende haber llegado al cabo de la calle. Más aun, el no pretender llegar

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al cabo de la calle constituye uno de los aspectos básicos del pensamiento histórico —y, más precisamente, «historicodialéctico»— de Jasinowski. En efec-to, para Jasinowski la historia no es un simple proceso que tiene un comienzo y tiene o tendrá un fin. Si es un proceso, y si tiene un comienzo, es al mismo tiempo un proceso abierto. Como el propio Jasinowski lo dice precisamente: la historia, para serlo, debe tener un «mañana». De ahí, entre otros resultados, que los períodos históricos de que Jasinowski se ocupa no ofrezcan la simpli-cidad de una «fase» en un «proceso» terminado o terminable. Un período histórico no es una fase, sino más bien un «problema». Su realidad no es «proeesual», sino conflictiva. El conflicto aquí aludido es, por supuesto, un conflicto valorativo. Pero ello dice todavía muy poco. Pues lo que se trata de descubrir es el modo como se integran y armonizan los valores que están al mismo tiempo en conflicto mutuo. La razón de la historia, y de cualquiera de sus períodos, parece ser la razón de un conflicto que es a la vez una armonía y una integración.

Cuando se habla simultáneamente de conflicto, armonía e integración, salta de inmediato una idea a la que hemos aludido ya antes: la idea de una dialéctica y de un saber como dialéctica. Esta idea es muy central —si no es la más central— en el pensamiento filosófico de Jasinowski. El lector de este libro tendrá la oportunidad de comprobarlo repetidas veces. Pero conviene no dejarse llevar por la comodidad de las palabras: la dialéctica de que habla, y que pone en marcha Jasinowski, no es una «dialéctica cualquiera». Es una dialéctica «propia» —propia del autor y de lo que el autor espera ser la rea-lidad. Es «propia», además, porque es interior a ella misma y no toma nada prestado de «fuera». Se podrá advertir que una de las partículas preferidas de Jasinowski es la partícula «intra». Las realidades, y los saberes, no están relacionados unos con otros como si cada uno existiera por sí mismo y luego se relacionara con los demás. No están tampoco fundidos entre sí, como si no hubiera más que una sola realidad, y un solo saber sobre ella, y luego se mani-festaran por ventura como realidades y saberes diversos. Son «intra», es decir, están uno con el otro en conflicto. Todo lo cual parece, si no se presta el oído atento a lo que Jasinowski realmente nos dice, un poco hegeliano, o acaso un poco, unamuniano. Pero no hay tal. La dialéctica de Jasinowski no es, como la de Hegel, una dialéctica de lo que ya es. Tampoco es, como la de Unamuno, una dialéctica de lo que nunca será. Es una dialéctica de lo que irá siendo: una dialéctica de lo insospechado, pero con orden. Esto es, claro está, otra vaguedad, pero no se atribuya al profesor Jasinowski, sino al autor de este prólogo. En lo que al profesor Jasinowski toca, no hay más que ver lo que dice. Cedámosle la palabra, porque mucho es lo que nos tiene que contar.

JOSÉ FERRATER MORA

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PREFACIO

El presente libro pretende dos objetivos diferentes. El primero consiste en la tentativa de caracterizar el período histórico llamado Renacimiento Italiano, en sus aspectos multiformes (particularmente en sus relaciones con el Huma-nismo y la Reforma), junto con la presentación y la crítica de las diversas opiniones sobre este gran fenómeno de la historia europea, sus orígenes y su vinculación tanto con la antigüedad como con los tiempos posteriores de la historia moderna. En este sentido, el supuesto de la presente tarea, ya poli-facética por sí sola, implica el concepto de período histórico. Sin embargo, la desorientación y el desacuerdo de la mayoría de los historiadores por lo que atañe al concepto del 'período' en la historia, hace necesaria una crítica filo-sófica de esta importante noción. Así, el desplazamiento del centro de gra-vedad de las investigaciones pertinentes a la filosofía histórica, se impone aun con más fuerza en vista de la desconcertante situación de la historiografía —representada por los nombres más autorizados— en todo lo que se refiere a la índole, origen y valor de grandes épocas históricas como el Medioevo, el Renacimiento y los tiempos modernos; en resumidas cuentas, en lo que atañe al valor mismo de la ciencia histórica. Por lo tanto —es este nuestro segundo objetivo— ya no se tratará de enmarcar la historia en un cuadro de períodos ya dados y sin preguntar por su legitimidad; la noción misma de `período' se convertirá en un problema, el de la legitimidad de cualquier periodología histórica.

Así, surge la tarea de investigar las peculiaridades de la razón histórica en general; en esta investigación, no sólo desembocan las consideraciones referentes a la periodología misma, sino que los lineamientos de la razón his-tórica encontrarán su base en la exposición y aclaración de elementos de una dialéctica de la vida, concebida en un ritmo pentádico del todo diferente a

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las estructuras hegelianas. Tal exposición considerará también las proyec-ciones de esta nueva dialéctica en el terreno de la misma historia espiritual con ciclos vitales cerrados. Por fin, el esbozo de un caso particular de esta dialéctica —el de ciclos vitales abiertos— brindará la posibilidad de solucionar el gran enigma que representa el concepto mismo del Renacimiento como unidad autónoma de la historia.

Aprovecho esta oportunidad para agradecer a la Universidad de Chile, bajo cuyos auspicios benévolos aparece esta obra; como asimismo a mi ayu-dante de cátedra, señor Luis Advis V.

B. J. Primera Parte

RENACIMIENTO ITALIANO

Y TIEMPOS MODERNOS

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Capítulo primero

INTERRELACIONES

DE RENACIMIENTO, HUMANISMO'Y REFORMA

Y ACTITUD

FRENTE A LA NATURALEZA

Al abordar el tema de la esencia histórica del Renacimiento, nos sentirnos asaltados por múltiples dudas. Hace cien años que la obra de Burckhardt lanzó sus destellos en la literatura histórica universal. Destellos que mantie-nen su brillo más bien por inercia, pues todas las investigaciones posteriores estuvieron movidas por el anhelo de corregir y reducir a su justa medida las ideas allí expuestas. Sin embargo, ¡cuán desconcertante es el resultado de estos cien años de labor continua! Para unos, la época del Renacimiento y, par-ticularmente, del Renacimiento italiano, tiene un valor mínimo, sea para la historia de la ciencia (según George Sarton o Thorndike) como también para la historia de la filosofía (según Gilson, Maritain y Dawson) . Para otros, el Renacimiento italiano no tiene ninguna originalidad en el campo de la fi-losofía y de las ciencias, pues su último trasfondo y su fuente nutricia hay que irlos a buscar al pensamiento alemán de aquellos tiempos. Así opina, entre muchos otros, Heimsoeth y, hasta cierto grado, Cassirer. Al otro extremo de esta opinión algo extraña se sitúa el filósofo italiano de fines del siglo pasado y principios del presente B. Spaventa. Según este sabio, el pensamien-to italiano «no fue extinguido en las hogueras encendidas para nuestros fi-lósofos, sino que continuó viviendo bajo el cielo nórdico de Alemania, con Kant, Fichte, Schelling y Hegel».

Empero, aun allí donde podemos encontrar mucha más ponderación en el juicio —nos referimos a la admirable obia—de—Eresto—Gassirer Individuo ysCosnigsen la Fil~Llienacinliank2.— estamos frente a una visión que, aunque muy alejada de la de Heimsoeth, tampoco le es contraria. En efecto, la mitad de la obra mencionada está dedicada a lá investigación de los filoso-fernas de Nicolás de Cusa y su influencia en el pensainiento italiano. Así,

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aun en el trabajo de Cassirer, la originalidad del pensamiento filosófico italiano aparece ensombrecida casi por completo. Y como si todo esto fuese poco, las investigaciones más célebres se contradicen por sus resultados, en grado tal que nos dejan desconcertados en todo lo que atañe al concepto mismo del Renacimiento y su íntima e innegable conexión con los conceptos de Humanismo y Reforma.

Para algunos investigadores renombrados —basta citar a Guillermo Dil-they— los tres aspectos de aquella época «renacentista» se condicionan mu-tuamente, ya que representan el proceso de «liberación del individuo de las amarras tradicionales del Medioevo», por lo cual el Renacimiento y la Re-forma son manifestaciones espirituales de dirección común. Resulta un es-pectáculo algo desconsolador que aquello que se considera generalmente como denominador común para Renacimiento, Humanismo y Reforma, esto es su oposición ideológica a la Edad Media, sea sentido como tal ante todo por investigadores de raigambre protestante; entre ellos, Hegel y Dilthey, pues la opinión de Ernesto Troeltseh, eminente filósofo y teólogo protestante (un tiempo decano de la Facultad de Teología Protestante de la Universidad de Berlín) es una excepción. En efecto, para Troeltseh la Reforma, a diferen-cia del Renacimiento y del Humanismo, significa, en su íntima esencia, una vuelta parcial hacia el Medioevo. Por otra parte, esta última concepción es sustentada por muchos investigadores de tendencia católica que reaccio-nan contra una apreciación positiva del Renacimiento y la reivindicación para éste de un papel creador en la historia universal. Así, para el conocido historiador de la filosofía medioeval, Etienne Gilson, propagador del tomis-mo, la famosa tesis sobre «el Descubrimiento del Hombre» por el Rena-cimiento es falsa: «El Renacimiento, como lo han descrito, no fue en modo alguno el medioevo más el hombre, sino el medioevo menos Dios: el Renacimiento perdió a la par al hombre mismo». Aquí el Renacimiento aparece casi como la cuna de la decadencia espiritual de Occidente. Una vi-sión muy semejante es la de Jacques Maritain, que nos dice: «La civilización moderna está constituida por el humanismo del Renacimiento, por la Re-forma protestante y la Reforma cartesiana; en esta civilización la cultura se separó de su trasfondo sagrado y el hombre quedó abandonado a sí mismo» —eso a diferencia del «verdadero Humanismo» del medioevo». Ha de lamen-tarse que también Cristopher Dawson, autor de una obra profunda, Los Orí-genes de Europa, no tuviera la misma comprensión por los destinos ulte-riores de Europa que aquella que lo iluminaba al desentrañar sus orígenes. Dice Dawson: «Los hombres del Renacimiento, dando espaldas a lo eterno y a lo absoluto ... han repudiado toda dependencia de lo absoluto y reivin-dicado para sí la supremacía en el orden temporal ... Empero al afirmarse a sí mismo, el hombre terminó por renegar de los fundamentos espirituales de su libertad y de su conocimiento». Con todo, ningún historiador de las ideas demostró una actitud tan hondamente adversa al Renacimiento como el filósofo ruso Nicolás Berdaieff. Siguiendo las huellas de los filósofos rusos del siglo pasado y de principios del presente, que se han dado el nombre

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(bastante equívoco y excluyente) de «eslavófilos») , Nicolás Berdaieff rechaza y condena completamente el Renacimiento como origen de la decadencia deplorable en que está sumida la humanidad contemporánea. En su obra El ;N/nema Medioevo (escrito en París hace 40 arios) , el filósofo ruso se solazaba ante la idea de que el nefasto Renacimiento que se proyecta hasta nuestra época estaría ahora por terminarse, y un nuevo Medioevo por surgir. El apocalíptico autor, sin embargo, cambió de parecer en su obra El sentido de la Historia. Aquí predomina el tono apocalíptico que vaticina el fin de la historia, al llegar ésta a la era de la máquina con su dominio sobre el hombre. Las obras de Berdaieff y del talentoso ensayista inglés Walter Pater, maestro de Oscar Wilde, son quizás los únicos escritos de importancia sobre el Renacimiento que no fueron tomados en consideración en el libro ejem-plar de Wallace Ferguson sobre las teorías acerca del Renacimiento, libro éste que se destaca por su enorme erudición, sano juicio y sentido de ponderación.

Nos pareció de máxima importancia mencionar, ya que no exponer en detalles, las diferentes opiniones vertidas sobre el Renacimiento por algu-nos de los investigadores más eminentes de aquella famosa época. Hablar del aporte positivo del pensamiento italiano renacentista supone una apre-ciación también positiva de la época, por lo cual no nos fue posible pasar por alto las apreciaciones, a menudo contrarias, que se encuentran en la literatura historiográfica. Por nuestra parte, desesperando de hallar el ca-mino recto en este laberinto de contradicciones, no podemos dejar en si-lencio el hecho manifiesto de que la variedad de opiniones citadas exte-rioriza la preeminencia de ciertos nacionalismos ideológicos, apoyada por la convicción común respecto al carácter positivo y «progresista» del Rena-cimiento. Las opiniones de Gilson, Maritain, Dawson y Berdaieff, son expo-nentes por excepción de un enfoque desvalorativo.

Empero, muy por encima de todas las interpretaciones del Renacimiento —objeto de abundante literatura historiográfica— se impondría otra inves-tigación que vale la pena delinear: el problema del surgimiento de nuevas unidades en la periodología histórica y de las leyes que la rigen. Quisiéramos denominar a este fenómeno "proceso de la segmentación del pasado"; pro-ceso soberano que en nuestro caso engendró en un momento dado, a me-diados del siglo xix, el concepto de Renacimiento como unidad autónoma de la historia europea. En verdad, todo lo que se escribe, se investiga y se medita sobre el Renacimiento, siempre con el espejismo de encontrar su «esen-cia», se mueve dentro de los marcos trazados de antemano por el proceso de segmentación de lo pretérito en la conciencia memorizante, proceso que predelimita y preconcretiza la imagen del Renacimiento; ésta, a su vez, se consolida ante una averiguación documental «postprobatoria», para encon-trar su «objeto», cuyos contornos las diversas investigaciones pretenden —con toda ingenuidad— fijar y precisar. Remitiendo a la última parte de este li-bro la investigación de aquel plano básico, previo a toda la investigación histórica y el único capaz de liberarla del estado de realismo ingenuo en que

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se encuentra, determinamos con estas observaciones el límite superior de nuestro tema, para ocuparnos ahora de lo que viene después de este límite.

Las opiniones mencionadas no nos sirvieron sino a modo ilustrativo, por lo cual no vemos la conveniencia de indicar los lugares correspondientes en los escritos de los autores mencionados.

No podemos ahora desinteresamos de las interpretaciones en boga refe-rentes a las relaciones entre Renacimiento, Humanismo y Reforma. Huelga decir que no se trata de explorar de una manera muy detallada el tan in-menso tema, lo que requeriría una obra de muchos volúmenes; sin embargo, algunas observaciones críticas podrían esclarecer algo el problema en cues-tión, si en vez de perdernos en un mar de detalles, procuráramos hacer re-saltar ciertas posiciones básicas, que están detrás de la diversidad de cuadros trazados por los historiadores del Renacimiento y que los animan a todos. Esperamos que las observaciones que siguen ayudarán a fijar el marco de las relaciones aludidas, pues la filosofía renacentista —aun en las creaciones de científicos de genio— se encuentra emparentada estrechamente con las creaciones artísticas de aquella época, como lo demuestran de una manera elocuente, entre otras, las referencias de Galileo a la obra de Miguel Angel y también las relaciones de la filosofía de Ficino con los murales de Rafael en la Camara della Segnatura. Solamente después de estas observaciones que podrán evidenciar la conexión de la filosofía italiana con otras fases del espíritu creador italiano y que es, por lo tanto, difícilmente aislable, podre-mos pasar a tratar la cuestión más • determinada de la autenticidad y ori-ginalidad de aquella filosofía.

Frente a las aseveraciones a menudo ingenuas y a la vez extremistas que pretenden considerar las características de grandes épocas en unos pocos ras-gos para simplificar la tarea, cabe advertir que simplificar es tergiversar.

El Renacimiento no está limitado al resurgir del paganismo ni al de la embriaguez mística, como tampoco a la exaltación de la latinidad ciceronia-na o al encumbramiento del helenismo en desmedro del latinismo. No se reduce, por otra parte, al materialismo crudo ni al espiritualismo descar-nado, sino que es todo esto a la vez, aunque algunos rasgos se dieron con mayor preeminencia en el siglo xv y otros en el xvi.

Hay más. Existe una actitud infundada muy corriente: la de concentrar•la atención en una característica predominante, pretendiendo caracterizar la época cabalmente a partir de ese rasgo. Con ello se pasa por alto la exis-tencia de pares contrarios, de los cuales uno puede aparecer como más im-portante que el otro en diversas ocasiones, pero sin que esto signifique su preponderancia absoluta ni, menos aún, su exclusividad.

No faltarían pruebas de que el Renacimiento fue el depertar del senti-miento pagano de la naturaleza, pero tampoco de que hubo en la época un profundo sentimiento religioso, si bien no de índole católico-dogmática, sino místico-panteizante. Habrá testimonios de la tesis de que el Renacimiento re-presentó, ron la consolidación de los idiomas vulgares, el despertar de sen-

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timientos y particularismos nacionales; también los habrá que destaquen un fuerte anhelo de unificación espiritual de la humanidad (baste pensar en Pico della Mirandola o en Nicolás de Cusa) . Tenernos, pues, que elevar al rango de axioma aquello de que cada investigador encuentra lo que busca, ya que no puede dejar de encontrarlo en el receptáculo ilimitado de lo pretérito.

¿En qué se convierten, pues, frases corrientes como «Las nuevas investiga. ciones han corregido y modificado la tesis anterior sobre los orígenes del Renacimiento»? Que el Renacimiento haya tenido antecedentes ya en el siglo xn y, tanto más, en el xm y en el xiv es indudable; empero, la evalua-ción de los antecedentes que podrían hacer desplazar las fronteras cronoló-gicas de la época hasta el siglo XII o hasta el xm, depende de la visión ge-neral del historiador y no es corroborable por los hechos.

Como he tenido ocasión de subrayar en Problemas de la Historia y su lu-gar en el conocimiento, es la época la que otorga su significado a los hechos y es su sostén.

Si tomamos en consideración todo esto, los diferentes aspectos del Rena-cimiento podrían ser quizás configurados como integrantes de un mismo cua-dro general.

Parece muy difícil, por lo anteriormente expuesto, llegar a una disposi-ción unitaria de los diversos aspectos de la época en cuestión, es decir, del Renacimiento propiamente tal, del Humanismo y de la Reforma. Pero cree-mos que esta tarea no es insoluble.

En efecto, en la base del concepto de Renacimiento, cualquiera sea su interpretación, está siempre la idea de su contraste o, de todos modos, de su diferencia respecto al Medioevo. Sea completa o parcialmente acertada la opinión común (subrayada particularmente por Burckhardt) de que el Re-nacimiento significa el descubrimiento del hombre y de la naturaleza, siem-pre queda en pie el cambio que se produjo en la conciencia humana frente al sentimiento, a la vivencia y a la valoración de la naturaleza sensible; eso, si queremos comparar en grandes líneas y en conjunto el Renacimiento con la Edad. Media. Por muy inexacta que sea la exageración del sentimiento de contraposición del hombre respecto a Dios, por un lado, y de la naturaleza por otro, como lo observamos en el Medioevo, no hay duda de que esta con-traposición existió en un grado mucho más pronunciado en la Edad Media que en el así llamado Renacimiento. Esta aseveración no pierde nada de su valor porque reconozcamos que en la corriente órfico-gnóstica (según mi parecer, el gnosticismo fue en muchos aspectos una continuación del orfismo) de las postrimerías de la antigüedad, que tuvo sus múltiples proyecciones en el transcurso del Medioevo —proyecciones más bien heterodoxas—, la contra-posición del hombre en cuanto espíritu, a la naturaleza en cuanto cuerpo, fue aun. más marcada que en el Medioevo cristiano. Siendo así, el común de-nominador del Renacimiento y el humanismo fue la actitud positiva frente a la naturaleza, actitud rayana en la admiración propia de los filósofos y científicos del Renacimiento junto a la preponderancia del culto de la lati-

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nidad y de la elocuencia ciceroniana que no pocas veces se alzaba a un frenesí en las obras de los humanistas. No es así la Reforma. Aun si ésta permaneció ajena al ideal medioeval monacal, carnis mortificatio, su actitud frente a la naturaleza da un sonido más bien sombrío, ya que según la doctrina de los reformadores, el oscurecimiento y hasta la pérdida del lumen naturale a con-secuencia del pecado original, repercute sobre toda la naturaleza del hombre y, con esto, sobre la naturaleza en conjunto. Si las doctrinas renacentistas se complacen en su irracionalismo (o «extrarracionalismo») , las doctrinas de los reformadores son más bien autirracionalistas. Aquí viene a expresarse la oposición entre la razón y la fe, que puede culminar en la doctrina de la ver-dad doble, en cuanto a que la verdad de la fe, omnipotente frente a la débil verdad de la razón, se pone en franco desafío con ésta. Por lo tanto, el «fideís-mo» —pues de éste se trata— tiene que ser considerado como uno de los rasgos más fundamentales de la Reforma, que resucita la actitud primigenia de San Pablo (y, más tarde de Tertuliano) en los orígenes del cristianismo. La llamada justicia naturalis del hombre antes de la caída, no es idéntica en la in-terpretación luterana con la concepción tradicional del medioevo clásico, y, por otra parte, el adagio medioeval sobre el hombre caído que queda vulnera-tus in naturalibus, spoliatus in gratuitis, adquiere en la Reforma un sentido aun más agudo y dramático: la vulneración se conecta aquí con una dete-rioración ya más bien mortal, lo que tanto contrasta con otra tesis, expresada de vez en cuando por ciertos teólogos escolásticos algo más optimistas, y que reza: naturalia post lapsum integra manserunt —los dones naturales permane-cieron sin alteración después de la caída.

Entonces, por lo que atañe al Renacimiento propiamente tal, podría de-cirse que éste se manifiesta por su índole filosófica antiintelectztalista (irra-cional, pero no antirracional), y por su índole artistica, ambas nutridas por una actitud admirativa frente a la naturaleza. Hasta qué grado el aspecto filo-sófico-científico se encontraba emparentado con el aspecto artístico, lo de-muestra —lo hemos dicho— el encumbramiento de grandes artistas, tan viva-mente retratados por Vasari, en los escritos del padre de la ciencia moderna, Galileo. Naturalmente, no se puede olvidar que el primer aspecto, el filosófico-científico, tenía más bien dos perfiles bastantes diferentes, pero que muchas veces se mezclaban imperceptiblemente: el perfil científico, matemático-expe-rimental, y el perfil místico-ocultista, con frecuencia panteizante, que expre-saba cierta homogeneidad de la razón y la fe. Así, por ejemplo, en Cardano —matemático, médico y astrólogo— encontramos este doble perfil. Sin embar-go, al lado de la convicción nutrida desde siglos de que «la ciencia ayuda a la fe», siendo ella misma algo como una «revelación menor» o «maravilla divi-na» —convicción compartida por Dante y Petrarca con su «devoción docta» (docta pietas)— logró en el Renacimiento enorme difusión e impor. tancia una actitud religiosa y honda, pero. casi desligada de las formas tradicio-nales del Medioevo. Esta actitud, remontándose a algunas corrientes de gran envergadura en las postrimerías de la Antigüedad, reclamaba seguir las huellas de cierta revelación primigenia común al género humano, anterior a la re-

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velación judeocristiana y cuyo contenido se exteriorizaba en la difusa litera-tura «hermética». Esta corriente, tan característica del Renacimiento, llevaba el sello panteísta o panteizante y profesaba forzosamente cierta homogeneidad de la razón y la fe. La doctrina de dos libros de carácter divino, el libro de la Sagrada Escritura y el Libro de la Naturaleza —doctrina tan importante, todos lo saben, para la historia de la filosofía y la ciencia exacta en el Renaci-miento— está emparentada precisamente con la fe en la revelación primigenia dada a la humanidad.

Estas primeras caracterizaciones del Renacimiento y de la Reforma nos conducen a tratar de hacer algo parecido con el humanismo. En verdad, no es fácil, ni siquiera posible, dar en dos o tres rasgos lo que pudo haber sido este movimiento complejísimo, como todo lo que atañe a la consideración del hombre.

La exaltación de la latinidad y el encumbramiento del hombre, si bien son dos rasgos generales que caracterizan el movimiento, no nos dicen ni con mucho lo que realmente fue. La latinidad en algunos humanistas se ve dismi nuida al máximo, predominando por consiguiente la consideración del hom-bre; en cambio, en algunos otros ocurre lo contrario y es casi solamente la lati-nidad lo que se considera; por consiguiente, en este último caso ya no se podría hablar de humanismo propiamente tal.

También desde el punto de vista cronológico el humanismo sufre grandes cambios. La línea que va desde un Petrarca hasta un Erasmo (cerca de 200 años) se divide en infinitos matices que van acrecentándose en ciertos ras-gos, disminuyendo en otros y agregando otros nuevos. En un comienzo el humanismo es latino (Petrarca) , en lo que se refiere a las bone lettere; pos-teriormente se transforma en griego (L. Bruni) y, a veces, se nos presenta como grecolatino (Erasmo) . Más adelante (y en lo que se refiere al hombre) se pasa de un humanismo platónico (M. Ficino) —si se nos permite esa de-nominación— a un humanismo cabalístico (Pico y Reuchlin) ; diversos ras-gos en otros humanistas nos dan también la imagen de un humanismo socrá-tico (L. Valla) , tan bien caracterizado por Francisco Adorno en un estudio sobre éster.

Todavía más, frente al humanismo grecolatino se nos da (en pleno Quattrocento) el humanismo vulgar (Vespasiano da Bisticci) , y también frente a un humanismo de tinte pagano, se nos da en múltiples facetas otro de to-nalidad esencialmente cristiano. Quizás sea necesario destacar algo más sobre este punto: La idea de la divinidad y libertad (dignidad) del hombre en Pico, encuentra su fundamento en las ideas cabalísticas de que las almas son

'En lo que atañe al Quattrocento, encontramos tres tipos de humanismo clara-mente delimitados. Una primera forma que abarca la mitad del siglo xv se expresa-ría en la fórmula «retórica por el hombre» (Salutati, Valla, Rinuccini, Bruni) . Una segunda forma se expresaría como «el hombre por el hombre» (ante todo la Academia platónica florentina) , y, por fin, la tercera que podría tener la fórmula «retórica por la retórica», coetánea a la anterior (segunda mitad del siglo xv) , y que no es sino una degeneración de la primera.

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CUADRO I

RENACIMIENTO

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4, Embriaguez pagana Matematicismo Misticismo (clasicismo) experimental ocultista-alquímico

HUMANISMO REFORMA

Fidel mo

o

científico-artístico Pan teizante

-c Actitud admirativa frente a la natura Complacencia en la existencia terrenal Irracionalismo (salvo 1)

Exaltacion del hombre Aceptación benévola de la natura Racionalismo

Naturaleza caída austeridad vital (puritanismo)

antirraciona-lismo

Complacencia frente a la naturaleza Rechazo austero de la naturaleza

Frente a la grecolatinidad y a la dignidad del hombre, resalta también la actitud hostil en general (el antifilosofismo) de los humanistas hacia el aspecto filosófico-científico del Renacimiento, actitud en la cual revive quizás el antagonismo entre trivio y cuadrivio, o sea, entre culto de Roma y culto de Grecia. Este antifilosofismo no excluye en algunos casos (Pico della Mi-randola) inclinaciones hacia cierto cientifismo ocultista —pensamos en su ma-gia natural, recién mencionada.

Creemos que todas estas observaciones han sido necesarias para trazar el esbozo de un cuadro unitario de los tres fenómenos conectados —Renacimien-to, Humanismo, Reforma— y concebidos en su relación recíproca, siempre que el denominador común de las distinciones aquí desarrolladas sea la básica actitud complaciente frente a la naturaleza exterior.

A título de aclaración quisiéramos agregar que la corriente «pagana», una de las componentes del Renacimiento, supo trascender en ocasiones el mero ám-bito de adictos laicos a la renovación del clasicismo, logrando a veces infil-trarse en el ámbito mismo de la Iglesia. Así el Papa León x encargó a un obispo de nombre Zacarías Feneri efectuar ciertos cambios en el texto tradi-cional del breviario. El nuevo breviario Hymni novi Eclessiastici) apareció ya durante el pontificado de Clemente vi' en el año 1525. Y son sumamente significativas para aquella época algunas locuciones aquí usadas, por ejem-plo: O felix dea, nympha candidissima, dearuni maxima (tratándose de la Santísima Virgen), o bien: Triforme numen Olympi (tratándose de la Tri-nidad) . Huelga decir que aquellas innovaciones no tardaron en ser sacadas del breviario romano. Es característico, además, de aquellos tiempos, el trato que a veces se daba por parte de autoridades eclesiásticas a los sacerdotes corrientes, como incultos o ignaros de la mensura de vocablos latinos, haciéndose por eso objeto de risas y de desprecio por parte de los sacerdotes «litteratos».

Pasando al otro extremo de nuestro cuadro, el que se refiere a la Refor-ma, cabe añadir que la austeridad bien conocida de los calvinistas, tiene a menudo características muy peculiares. Como se sabe, esta actitud estaba ligada con un afán muy marcado de lograr el goce de ciertos aspectos de la vida terrenal, particularmente el de bienestar material. Después de nume-rosos trabajos históricos, especialmente los de Werner Sombart y de Max Weber, sobre los orígenes del capitalismo moderno, el papel de la religio-sidad calvinista en las actividades económico-sociales (en Gran Bretaña y más aun en Norteamérica) , encaminadas hacia la prosperidad material, se puede considerar como un hecho bien fundado. En este sentido los repre-sentantes del calvinismoestán al otro lado de las órdenes mendicantes, crea-das en el siglo XIII, en pleno Medioevo. Otra vez nos encontramos aquí ante la coincidencia de los contrarios, propia de la configuración psicológica de grandes corrientes y grandes épocas históricas.

Tenemos la impresión de que este cuadro es algo más que un mero esque-ma sinóptico, ya que representa hasta cierto punto un cuadro simbolizador, si por símbolo se entiende un signo condensador de la realidad y, por lo tanto, revelador de cierta «esencia».

partículas de la esencia divina (que es luz) , y que Dios, al crear al hombre, reti-ra su voluntad y deja su substancia. Esta misma idea le sirve de trampolín en el Heptaplus para demostrar que la naturaleza es el vestido de la divinidad. Es interesante también ver cómo a través de la Cábala ataca a la astrología (no a la astronomía) , porque contradice la idea de la superioridad del hom-bre, y que ese mismo impulso le hace ir en contra de la magia demoníaca (no de la magia natural) , llegando a bosquejar en algunos de sus argumentos el concepto de vera-causa que después desarrollarán Kepler y Newton.

En el cuadro que sigue, se anotan las características generales acerca de los tres grandes fenómenos que fueron el Renacimiento, el Humanismo y la Reforma. Lo que anteriormente hemos dicho, no nos obstaculiza para tratar, a pesar de todo, al Humanismo como un fenómeno bicaracterístico, ya que, en general, los dos aspectos en cuestión (grecolatinidad y exaltación del hombre) abarcan en la mejor forma posible este multifacético fenómeno. Extrañará quizás que no figure el sincretismo, tan propio de las ideas del Gusano y posteriormente de la Academia platónica florentina; no figura por-que lo consideramos como rasgo dependiente de la idea de dignidad del hombre.

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Huelga decir que cada uno de los tres grandes fenómenos en cuestión ostenta innumerables matices y que, por lo tanto, sería absurdo querer con-densarlos en unas pocas líneas. Empero, se impone la conveniencia de expre-sar ciertas conjeturas que expliquen la misma enumeración de los tres fe-nómenos de Renacimiento, Humanismo y Reforma como una yuxtaposi-ción que, por supuesto, ha de exteriorizar cierta unidad; en efecto, las raí-ces históricas de esta discriminación yuxtapositiva se remontan a los siglos anteriores. No olvidemos que el siglo xi se caracteriza por una aguda opo-sición entre el movimiento racionalista de filósofos, cuyo nombre fue en-tonces el de «dialécticos», y el de estrictos teólogos o «fideístas», cuyo tipo se encarna en San Pedro Damiano. También el siglo xn conocía este último movimiento, cuyo representante quizás más eminente fue San Bernardo de Clairvaux. Por otra parte, algunos filósofos del siglo xn, muy particular-mente Juan de Salisbury, pueden considerarse con acierto como represen-tantes tempranos del Humanismo. Y, por fin, la Escuela de Oxford en el siglo xiii, con Roberto Grosseteste, Roger Bacon y algunos otros, puede considerarse como anticipadora de la corriente renacentista en sus rasgos filosófico-científico-ocultistas. Este carácter, junto con el de «orientalis-mo» hebreo-arábigo, es común a las escuelas de Oxford y de Chartres. Y por fin, el tinte de fideísmo nominalista es propio también a los «maestros parisienses», precursores en la ciencia exacta del Renacimiento postrero. No creemos, por lo tanto, que sea arriesgada una hipótesis que explique la misma yuxtaposición de los tres fenómenos que estudiamos. En efecto, presenciamos aquí algo que subyace .en cualquier proceso de evolución: el paso de lo indiferenciado a una diferenciación más bien polarizadora. Pen-semos que ya entre los siglos xi-xii y hasta el xxv, existieron fenómenos culturales que tenían aspectos propios del Renacimiento, del Humanismo y de la Reforma fideísta en cierta coexistencia, y que sólo más tarde, en los siglos xv-xvi, estos aspectos se diferenciaron para presentarse como algo di-verso uno de otro. Así la comunidad de origen explica el hecho de que para muchos los tres fenómenos parezcan convergentes, aunque —lo hemos visto—difícilmente pueda ello afirmarse de la Reforma. Pero aun así, sería siem-pre útil recalcar que el elemento fideísta, tan poderoso en la Reforma, fue el primero entre los tres aspectos mencionados, pues se remonta al siglo xi, y casi igualmente al siglo xn. Para completar lo anteriormente dicho con ocasión de nuestro cuadro, no se debe olvidar que hemos tenido en con-sideración ante todo la Reforma luterana.

De todos modos, los caracteres de la Reforma aquí destacados se refie-ren ante todo al luteranismo y no, por ejemplo, al Zwinglianismo difundido en algunos cantones de Suiza y que guarda cierta conexión espiritual con el humanismo de Ficino y de Pico della Mirandola. Por otra parte, el calvi-nismo, con una austeridad de costumbres más que medioeval, presenta en un grado aun superior al luteranismo el rechazo de la dignificación rena-centista de la 'naturaleza. Sin embargo, el rechazo de la necesidad de buenas obras para la salvación, proclamado con tanta energía por el luteranismo,

tiene una contraparte en las doctrinas de muchas sectas protestantes; así para los cuáqueros, el principio del buen obrar como prerrequisito para la sal-vación es plenamente válido. Pese a todas estas deficiencias y muchas otras, el cuadro en cuestión podría quizás considerarse como una primera aproxi-mación, por inexacta que sea, a la verdad buscada.

Ahondando un poco más lo anterior, se nota sin dificultad cierta - oposi-ción entre Renacimiento y Reforma, ante todo en lo que atañe a la tona-lidad que despierta el sentimiento de la naturaleza exterior y también de la naturaleza propia del hombre. Sería difícil hablar sin más del papel «li-bertador» de la Reforma en caso de que se trate de la actitud del individuo humano frente a Dios, antes que de su actitud frente a la tradición reli-giosa, encarnada en el saerum fidei deposituin de la Iglesia con sus atadu-ras del individuo. Indudablemente la tesis de Lutero, desarrollada en De servo arbitrio, contrasta con la De libero arbitrio de San Agustín, por estrechos que sean históricamente los hilos que unían la tesis de Lutero, antiguo mon-je agustino, con las opiniones del Doctor de la Gracia. Algo muy caracterís-co para la actitud de los reformadores, adversa al Renacimiento, trasciende aun en la posición que toman Lutero y Melanchton respecto a la doctrina heliocéntrica de Copérnico, uno de los más típicos representantes rena-centistas.

«El loco —dice Lutero— quiere transformar toda la ciencia astronómica; empero la Sagrada Escritura muestra que al Sol y no a la Tierra mandó Jo-sué detenerse». Y no fue muy diferente la opinión de Felipe Melanchton, que hasta pensó necesaria «la intervención de autoridades seculares para prohibir la divulgación de tesis de esta índole».

Por supuesto, la mayor dependencia del hombre frente a Dios en el protestantismo, encuentra su expresión en la célebre doctrina de gratia irresistibilis, por la cual la gracia divina puede arrastrar al pecador y atraer-lo en contra de su voluntad. La profunda convicción de la creencia pro-testante, según la cual la justificación del pecador puede ser lograda única-mente por la Gracia divina que junto con la fe lo arrastra a su propia sal-vación (fiducia), convicción que se expresa plenamente en la conocida fórmula non justificamur nisi gratia nisi fide (sólo por la gracia y la fe nos justificamos) , es propia de la actitud llamada «monérgica», tan caracterís-tica del protestantismo. El enfoque católico es en cambio «sinérgico»; aquí la voluntad del hombre pecador y la Gracia divina cooperan para que su obra, sea meritoria. Frente a la actitud protestante determinista, el enfoque católico tradicional ahondó aun más su cauce indeterminista sobre la base del Concilio Tridentino, que cobró su acento máximo en la célebre doc-tri-na del jesuita Luis Molina sobre «ciencia media» (sutil discriminación que pone un intermedio entre la ciencia divina de lo real y la de lo mera-mente posible) , todo esto en se-nticlo contrario a las doctrinas de los re-formadores.

Esta oposición entre el monergismo protestante y el sinergismo católico; donde trasciende, en resumidas cuentas, la oposición de dos principios —de-

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terminismo e indeterminismo-- es tan marcada que repercute ostensible-mente en el conocido antagonismo del ideario católico entre los dominicos y los jesuitas. Los primeros con su posición algo determinista, defendían la prioridad de la iniciativa divina en el proceso de salvación frente a la volun-tad cooperadora del hombre (concursus praevius); en cambio, los jesuitas, con su doctrina máxime indeterminista —reacción contra el «siervo arbi-trio» del luteranismo— abogaban por la simultaneidad del impulso divino y de la libre voluntad del hombre (concursus simultaneus).

Con todo, aquella dependencia del hombre cuya índole religioso-moral parece por lo tanto aun más «heterónoma» que en la tradición eclesiástica, no excluye en el ideario protestante la existencia de un rasgo más bien opuesto: el de mayor «autonomía del hombre». Esta circunstancia se debe al proceso universalmente válido de polarización dialéctica. Así, surge en el ideario protestante el carácter manifiesto de una mayor interiorización del hombre, por lo cual no son sus obras, producidas efectivamente, sino sus intenciones profundas las que caen en la balanza. Este principio de la interioridad se extendió hasta abarcar actos sacramentales, viniendo éstos a ser considerados no válidos en el caso de estar el oficiante en pecado mor-tal; No así en la doctrina tradicional, que no hace depender la validez del sacramento del estado del sacerdote: opus ex opere operato, y no ex opere operantis, según la posición protestante. Este proceso de interiorízación actúa en todo el plan de consideraciones éticoespeculativas, acrecentándose el papel de la vivencia religiosa propiamente tal, y eso con merma del contenido puramente dogmático de la creencia. En otras palabras, la creencia ha de manifestarse ante todo en el «estado de ánimo del cre-yente» y sólo, en segundo lugar, en «lo que se cree». Así la contro-versia católico-protestante va a culminar en la oposición entre «la fe en lo que se cree» (lides quae creditur) y «la fe por la cual se cree» (fides qua creditur). El sumo criterio de la verdad religiosa en el protes-tantismo llegará a ser el «testimonio del Espíritu Santo» (lestimonium Spiri-tus sancti internttm) —testigo soberano del estado de ánimo del creyente. Vale la pena subrayar que esta circunstancia contribuirá más tarde a la formación de una distinción más nítida entre derecho y moral, visible ya en Christian Tomasius, contemporáneo de Leibniz, y que cobra cuerpo defi-nitivamente en la doctrina jurídico-moral kantiana: la moral está interesada ante todo en las intenciones profundas del hombre, eso a diferencia del derecho.

2Huelga decir que este aspecto de la posición protestante puede remontarse a los tiempos de la patrística, pues coincide en lo esencial con la doctrina donatista, proveniente del heresiarca Donato, algo anterior a S. Agustín, rechazada ya por éste a favor de la tesis católica en vigencia, no exenta, por lo que atañe a sus bases psicológicas, de cierto elemento mágico. En este aspecto la posición católica parece ser intermedia entre la protestante y la griega ortodoja con su concepción mágica de la epiklesis que sigue las palabras de consagración en el sacramento del altar según el rito griego y, particularmente, el armenio con sus tres iepiklesis.

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En resumidas cuentas, la Reforma, antes que debilitar las ataduras me-dioevales del hombre ante Dios, más bien las estrechó, y muy marcadamente. Esto alcanza la cumbre de la célebre doctrina predestinatista de Calvino, que admite, como se sabe, una doble predestinación, una para el cielo, otra para el infierno (praedestinatio gemina, ad Coelum et ad Gehennam); mien-tras que el idearlo católico evita tal denominación, aunque admite con Agustín la eterna reprobación de unos frentes a la eterna bienaventuranza de otros. El sentimiento de pecaminosidad propia del hombre y la nulidad de sus recursos en la obra de salvación, es tan característico del protestantismo que echa su sombra avasalladora en el mundo espiritual del jansenismo, co-rriente importantísima en la vida social-religiosa francesa y europea en el siglo xvn, vinculada estrechamente con las actividades de Port Royal y, por lo tanto, aun con las de Pascal. La profunda vivencia de la miseria del hombre, necesitado de la ayuda de la Gracia, que cobró una expresión elocuente en los incomparables escritos de Pascal —el gran adversario de los jesuitas— refle-ja ostensiblemente la característica impronta protestante en el mundo fran-cés. En grandes líneas, la Reforma presenta pues la profundización de la dependencia del hombre ante Dios y, por lo tanto, una manifiesta medie-valización.

No fueron superfluas estas observaciones, ya que sirvieron de complemento necesario a nuestra primera aproximación y, por lo tanto, no invalidan lo acertado que hay en nuestro cuadro: la Reforma presenta un complejo de ideas y movimientos en estrecha conexión con el fideísmo medioeval, que hace recordar la actitud de San Pablo, Tertuliano y —en plena Edad Media, en el siglo xi— de. San Pedro Damíano, célebre enemigo de los «dialécticos».

Con todo esto, nuestro cuadro, orientado principalmente por el enfoque cultural espiritualista, tuvo que hacer abstracción de otro aspecto de la Refor-ma, el socíalpolítico. En este sentido, la Reforma anticipa y aun prepara el absolutismo y el laicismo de los siglos xvir-xvin; el primero, con su estadocracia de tinte cesaropapista; el segundo, con su ideal de profesionalismo, rayano en la idea del sacerdocio laico, tan característica del ideario calvinista.

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Capítulo segundo

ACTITUD «HUMANISTA» A TRAVES DEL ENFOQUE

«COSMOEGOICO»

El cuadro anterior no tiene más valor que el de una primera aproximación y está en conexión con la primera parte de la fórmula de Michelet que adoptó también Burckhardt: el Renacimiento es la época del descubrimiento del universo y del hombre. Nos hemos referido a la actitud del Renacimiento frente a la naturaleza y la vida misma, actitud admirativa y llena de optimismo, en marcada diferencia con el Medioevo. «El velo medioeval se desgarra —dice Burckhardt— por primera vez en Italia, surge así un modo objetivo de consi-derar al Estado y a todas las cosas de este mundo; pero, al mismo tiempo, llega a la plenitud de poder lo subjetivo; el nombre se convierte en individuo espiritual y como tal se reconoce». El descubrimiento del Universo sería, pues, el aspecto objetivo de la visión renacentista; el descubrimiento del hombre, su aspecto subjetivo. Por cierto, eso puede decirse; empero, surge una pre-gunta importante: ¿Son distintos efectivamente el descubrimiento del univer-so y el del hombre? Confesamos que esto no nos parece así. Creemos que es imposible tratar los dos descubrimientos por separado, pues existe una soli-daridad básica entre ambos conceptos.

Todos sabemos que uno de los grandes logros del Romanticismo fue el des-cubrimiento de la naturaleza, o, si se prefiere, y como se dice comúnmente, el «sentido de la naturaleza». Así, el gran siglo francés permaneció bastante ajeno al sentido de la naturaleza, poco perceptible en la obra de los corifeos de la literatura de aquel entonces, quizá con una sola excepción importante, la del gran fabulista La Fontaine. Podría decirse, sin gran exageración, que fue Rousseau quien despertó en sus contemporáneos le sentiment de la nature y les abrió los ojos para que vieran lo que antes no habían visto. Empero, ¿no descubre también él Romanticismo al hombre en cuanto ser sensitivo y afectivo, antes que €ser racional», conforme las ideas básicas de la Ilustración?

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Así, el descubrimiento del «paisaje como estado del alma», o, en otras pala-bras, el descubrimiento de la naturaleza en su comunión con el hombre, se funde de una manera indisoluble con lo que llamamos el descubrimiento del hombre mismo. La naturaleza, para el Romanticismo, entra en comunión con el hombre, entra en Consortiuni humanae naturae lo que, entre otras cosas, tanta importancia tiene para una nueva configuración de la doctrina del derecho natural en Rousseau, Kant y Fichte, tan diferente del derecho natural racional de la época anterior. De este modo, el proceso de la interio-rización del hombre es al mismo tiempo el proceso de la interiorización de la naturaleza y de la realidad verdadera, pues, como dice Rousseau, le vrai, c'est l'intérieur.

De todos modos, el ensalzamiento renacentista de la naturaleza es insepara-ble del encumbrimiento del hombre. En verdad, se trata aquí y en esta conexión, de algo básico, verdadero en sus matices para todas las civilizaciones; más aún, de algo cuyo contenido puede considerarse como un criterio para distinguir diferentes culturas. Dado que el aspecto «hombre» en la visión renacentista está ligado con el aspecto «universo» de un modo intrínseco, es decir, intrín-secamente necesario, no podemos limitarnos a su simple añadidura de los términos, lo que equivaldría a una exposición más bien fáctica de nuestro problema, y no a su fundamentación ontológica. Debemos ahondar en el pro-blema, en cuanto a sus fundamentos. La recompensa por este esfuerzo no tardará en aparecer, y, entonces, vislumbraremos cierta visión sintética de importancia: la perspectiva cuya introducción en el arte y en las matemáticas se debe precisamente al Renacimiento. Este hecho igualmente valioso para la historia de la pintura y la arquitectura, como para la historia de la geometría, parece no haber tenido hasta ahora una explicación adecuada.

¿Qué podría considerarse como un criterio más general para distinguir gran-des culturas como la cristiana, la griega y la hindú? Creemos que este criterio lo constituye la actitud básica frente al mundo y la vida («tono vital») y fren-te al «propio yo». El célebre Alberto Schweitzer, filósofo, teólogo y médico, además de músico, cuya existencia, consagrada a los leprosos, honra nuestro siglo, había destacado en su libro Grandes pensadores de la India que la «negación del mundo» (traducción de la expresión alemana Lebensvernein-ung) representa un rasgo característico del hinduismo, subrayando al mismo tiempo que este rasgo, tan profundamente arraigado en la conciencia hindú, no se encontraba todavía en sus albores y se desarrolló sólo más tarde con los Upanishad s.

Sin embargo, todas sus comparaciones con el pensamiento occidental y aun las conclusiones a que llega, adolecen de un vitium prtncipii: no se puede hablar de la «negación del mundo» sin tomar en consideración la «negación del yo» característica en igual modo del espíritu hindú. Y, por lo que atañe a la acritud bíblica como fuente de la actitud judeo-cristiana, la conexión también se verifica y es la misma. En efecto, lo que descuella- en los textos del Génesis es la actitud optimista frente al mundo y frente al hombre, rey

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de la creación: «Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera». Así —para decirlo en pocas palabras— existe una relación fundamental de solidaridad en el sentir el mundo y el sentir el ego, que quisiéraraos denominar «relación cosmoegoica». Pensemos en un ejemplo. Si la historia se vuelve problema para nosotros —recordemos la gran cuestión sobre el «historicismo»— y un problema que no existió nunca y no pudo existir para el pensamiento hindú tradicional, eso se debe al sitio central que ocupan el hombre y el concepto del hombre en nuestra civilización de base judeo-cristiana. Por otra parte, si este mismo problema ya existe, pero en forma más rudimentaria, en la cosmovisión griega, se debe también a una forma específica griega de la relación cosmoegoica, intermedia entre los dos opuestos que son actitud bíblica y actitud hindú. El esquema que sigue sirve para ilustrar nuestro pensamiento.

CUADRO II

ACTITUD GRIEGA CLASICA ACTITUD HINDU

afirmación afirmación Preponderante- preponderante- autone- negación mente afirmativo mente afirmativo gación

ACTITUD HELENISTICA POSTRERA

optimismo vital

afirmativo afirmativo negativo negativo (acade-

mismo neoplatónico)

patior, ergo sum afirmación del sufriniiento

lo trágico y el Derecho natural

Lo que quisiéramos subrayar es la solidaridad dé dos actitudes, la que se refiere a la anturaleza y la que se refiere al tégo».

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En la actitud bíblica (ante todo, en el Antiguo Testamento) encontramos al hombre en franca contraposición frente a la naturaleza, ya que él tiene que enseñorearse de ella y no es simplemente parte de ella. Por cierto, el cristianis-mo, particularmente medioeval y más aún, oriental, ostenta en cierto grado una actitud negativa tanto respecto a la vida humana (carnis mortificatio) co-mo al mundo (contemptus mundi), lo que es comprensible dado que el cris-tianismo representa una síntesis del judaísmo y de ciertas corrientes helenís-ticas de índole órfico-pitagórica, con su dualismo de lo terrenal y del más allá, de lo carnal y lo espiritual. Empero, esta actitud negativa no significaba, hablando generalmente, un abandono del «yo» para que éste se diluya en el Absoluto, como ocurre en la cosmovisión hindú. Para decirlo en pocas pala-bras: la consistencia de cosas en este mundo («cosismo») tiene en la mente occidental su remoto apoyo en la consistencia del «yo», y la misma pluralidad de las cosas lo tiene en la existencia de «otros yo». En cambio, la inexistencia (o más bien, la inconsistencia) del mundo sensible en las doctrinas hindúes, ya que éste es una ilusión, proveniente del hechizo de Maya con su velo que cubre la naturaleza, tiene su correlato en la completa ilusoriedad del yo (bu-dismo) o, al menos —así en todas las seis escuelas ortodoxas hindúes— en el ser puramente superficial de la naturaleza, que se diluye para el sabio frente a su penetración del «Brahmán». Estas actitudes acarrean una diferencia funda-mental en la postura frente al sufrimiento como fenómeno básico de la vida humana: el hecho de sufrir, robustece la autoconsciencia del hombre occiden-tal, ya que podría decirse, parafraseando a Descartes, patior, ergo sum; mien-tras que este mismo hecho significa para los hindúes la inexistencia o, al me-nos, la no-consistencia del yo: patior, ergo non sum. Esta misma actitud tras-ciende en una pregunta dirigida por Buda a sus discípulos: «¿lo que sufre es «alta» (es decir, posee la mismedad) o es «anatta» (no posee la mismedad) ?». «Es obvio, fue la respuesta, que lo que sufre no tiene la mismedad». «¿Puede entonces —concluye Buda— el hombre tener mismedad?».

Nos bastan estas observaciones, cuya finalidad fue solamente la de esclare-cer y fundamentar la relación entre la exaltación del hombre y la exaltación de la naturaleza, ambos fenómenos tan característicos del Renacimiento.

Existe una diferencia marcada entre las actitudes respectivas del Antiguo y Nuevo Testamento (englobados ambos en el cuadro bajo la denominación de «actitud bíblica» que, por motivos de simplificación, antes no señalamos. Por tanto, quisiéramos completar lo anterior como sigue:

Relación cosmoegoica: Dios —«yo»— mundo. Donde se destaca una doble contraposición del «yo» frente a Dios y frente a la naturaleza. Contraposición sólo parcial: (yo — Dios

yo — mundo) . Lo que expresa cierto desdoblamiento tanto en el concepto del «yo» («yo» meramente conceptual o superficial y «yo» íntimo-sentimental) , como del mundo (mundo meramente material y «mundo mejor») .

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ACTITUD BIBLICA

YO < 3 MUNDO

Contraposición YO MUNDO

Yo. MUNDO

tolerar enfren-tamiento

YO MUNDO

Ant. T.

Nuevo T. patior, ergo non sum. Ausencia de lo trá-gico, luego cósmico.

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Dios

4---> Dios yo-

Dios mundo

Estas relaciones podrían ser expresadas e ilustradas como sigue:

e Dios

Yo

mundo

O . kiew:jon <---) Dios

En esta ilustración el signo <--> representa una contraposición o antítesis, y «tendencia hacia». Por lo tanto, el desdoblamiento del «yo» en «yo» superficial y «yo» íntimo corre paralelo, mejor dicho, es inseparable del des-doblamiento del mundo en un mundo material y un «mundo mejor»: mien-tras el «yo» y el mundo en el primer sentido se conciben como un antítesis res-pecto a Dios, el «yo» y el mundo en el segundo sentido tienden hacia Dios. La unidad del sentido entre el «yo» y el mundo viene a expresarse en la figura indicada a la derecha del cuadro como síntesis de aquéllas a la izquierda.

La finalidad de esta aclaración no es otra sino poner de relieve la unión fundamental entre el «yo» (u hombre) y el «mundo».

Hemos tratado de evidenciar la importancia de la relación cosmoegoica en el sentido de cierta solidaridad en el modo de enfocar la naturaleza y el hom-bre o el «yo». Sin embargo, «la vuelta a la naturaleza» y «la vuelta al hombre» pueden asumir formas distintas, las unas antitéticas, las otras sintéticas, si se toma en consideración un importante aspecto en el desarrollo milenario del espíritu que se presenta bajo la forma del llamado «proceso de interioriza-ción». En efecto, pocas cosas fueron de más importancia en la historia del espíritu que los progresos del sentimiento de «intimidad», que abarcan tanto al hombre mismo como también sus relaciones con otros hombres, la natura-leza y Dios. En este sentido, la formación del concepto de «prójimo» es de importancia trascendental, ya que simboliza la actitud de interiorización, con lo cual el hombre, en las etapas superiores de su desarrollo, logró un enrique-cimiento incomparable de su conciencia. Huelga decir que este fenómeno de la historia espiritual se debe a la creciente importancia del sentimiento moral y de la vivencia sentimental frente a la sensación, es decir, al goce que ella procura. En este sentido sería característico el contraste que la tradición anti-gua establece entre el «Demócrito sonriente» y el «Heráclito inclinado a llorar». Las vivencias del primero son más bien «epidérmicas», ya que el mismo pensamiento no es para él otra cosa sino movimiento de átomos, muy

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rápido, por supuesto: el materialismo atómico de Demócrito se complace en el goce del mundo sensible. No así Heráclito. Aquí por vez primera desempeña un papel importante, lo que llamamos hoy día la «vivencia», pues él es el primer filósofo que usó el verbo neutro «vivir» como transitivo, dándole un complemento en acusativo. Así los diferentes elementos viven cada uno la muerte del otro, y la presencia de las relaciones de contrariedad (y no sólo de contradicción) y la importancia de la coincidencia de opuestos en su filoso-fía, todo esto alude a la preponderancia de vivencias valóricas en su pensa-miento, aunque no sean necesariamente vivencias moral-sentimentales propia-mente tales. Por supuesto, el factor más decisivo para el desarrollo de la inte-riorización fue, sin duda, el encauzamiento del espíritu hacia lo moral afectivo. Aquí representa el ideario del neoplatonismo, una etapa importante, que va a ser reforzada por la actitud propia al cristianismo. Y no cabe duda de que un elemento de alta importancia en el proceso de interiorización fue la lucha entre la valoración del espíritu y la del cuerpo. Se comprende, pues, cómo la actitud de Plotino, que según nos dice Porfirio, se sentía avergonzado de haber existido en el cuerpo, es decir en el seno materno, debió contribuir a la actitud interiorizada; empero, es en San Pablo, con su idea de «hombre inte-rior», y en San Agustín, que desarrolla aun más esta misma idea, con quienes llegamos a la postura de la interiorización.

En qué grado el proceso de interiorización tiene una influencia formadora no sólo en la historia de la moral y de la religión, sino también en la historia de la ciencia, puede ser ilustrado por un ejemplo muy significativo. ¿Cuál, preguntamos, fue el modelo de cambio físico para Demócrito y los epicúreos? El desplazamiento de átomos en el vacío: a esta fórmula se redujo todo fenómeno del mundo físico. Muy diferentes van a ser los modelos de cambio físico en las postrimerías de la antigüedad, empapadas del espíritu neopla-tónico-pitagórico: según éste, ante todo, los modelos serán fenómenos de ener-gía radiante y, además fenómenos de difusión (de gases) o de emanación de líquidos. Ya el simple movimiento material representa para Plotino una ex-teriorización de cierto «soplo espiritual» (pnoé) , mientras que los fenómenos de difusión y de emanación que también sirven de modelos de cambio físico, ostentan un rasgo común con los de la luz y calor radiantes en los que se ex-presa un movimiento de expansión, que a diferencia del movimiento de áto-mos, llena el espacio de modo continuo. Estas son las raíces del interés por la luz en las concepciones de la metafísica y la física de tiempos posteriores, raíces que no fueron tomadas en consideración por los historiadores de la ciencia, atenidos de preferencia a la actitud narrativa. Pero lo que ocurre aquí es precisamente un cambio de la actitud exteriorizada frente a los fenómenos materiales por una actitud interiorizada: la disposición de «simpatía» hacia el mundo sensible que refleja lo «bello inteligible» (tó noetón kállos) se trueca en una vivencia de los fenómenos naturales o más bien en una convivencia con ellos para captarlos en su «expansión benévola», pues el ente es intrínse-camente bueno y «el bien tiende a su expansión», como lo decían los escolás-ticos (bonunz est expansivum sui). El desplazamiento de átomos no se torna

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todavía una vivencia para los atomistas; empero los fenómenos naturales que expresan la expansión del ser que es el bien, se ven acompañados por una vivencia valórica. No es este el lugar para explayarse más sobre la importancia de este giro espiritual en la historia de la ciencia. Bastaría aquí una sola cita del gran precursor de la mecánica, Leonardo da Vinci, el genio representativo del Renacimiento: «la fuerza es una virtud espiritual que está causada por el movimiento y colocada infusa en los cuerpos». Pero no quisiéramos dejar sin mencionar otro importante ejemplo de la interiorización, esta vez de la in-teriorización del espacio. Un ejemplo sobresaliente de este proceso nos lo ofrece el contraste entre el templo griego y el templo cristiano, digamos el gótico. El primero está destinado para un espectador de afuera («pro-fano», fanum significa templo) ; el segundo, para el devoto que entra en el templo, deambula y permanece ahí. El primero ostenta un peristilo rodeado de co-lumnatas, mientras que el segundo, un interior cuyas naves separadas por columnas corresponden precisamente a las columnatas exteriores del templo griego. Es evidente que esto expresa el cambio del «espacio exterior» del templo griego (Aussenraum) por el «espacio interior» (Innenraum) de la iglesia.

Dada la importancia del fenómeno de interiorización, viene ahora la pregunta sobre la conexión entre éste y la relación cosmoegoica, anteriormente desa-rrollada. Se entiende que el proceso de interiorización no es idéntico sin más con la orientación del hombre hacia sí mismo, así como, por ejemplo, el pen-samiento de Protágoras sobre el hombre como medida de todas las cosas, no significa sin más un paso en el camino de la interiorización; este último ca-mino —lo hemos subrayado— expresa ante todo un vuelco desde la sensación hacia el sentimiento. Dado que existe cierto antagonismo entre sentimiento y sensación, podría decirse que la interiorización expresa el aumento del peso de valores moral-sentimentales, mientras que el aumento del goce sumi-nistrado por las sensaciones, trae consigo cierta «exteriorización»: en este caso la reciprocidad entre interiorización y exteriorización va a ser general-mente una reciprocidad antitética. Así se da a menudo el caso de que un místico, ocupado de su vida interior, no tiene ojos para la naturaleza ni para su propio cuerpo o el de otros hombres. San Anselmo, cuya orientación inte-riorizada trasciende en su famoso argumento ontológico de la existencia di-vina, manifiestaf

poco interés para el mundo sensible; más aún, destaca los rasgos feos de la naturaleza exterior, dando a título de ejemplo el aspecto feo del parto de una mujer. Eso no impide que, hablando en términos gene. rales, los neoplatónicos tuviesen una actitud predominantemente admirativa frente a la naturaleza, ya que veían en las cosas sensibles las imágenes y el reflejo del mundo suprasensible (tó noetón kállos). Así los neoplatónicos antiguos y también medioevales, como San Buenaventura, el gran teólogo y filósofo de tinte agustinianoneoplatónico.

Se entiende que el papel integrador que tiene en este caso la interiorización —ya que es ella la que incorpora lo exterior a lo interior— no incluye un caso

contrario, cuando el papel integrador cabe a la exteriorización. Así un hombre con su «mundo interior» desarrollado, al dedicarse a los deportes puede ver trasladado el centro de sus intereses a las actuaciones «exteriores», por lo cual será la exteriorización la que efectuará la integración unilateral en el sentido de reciprocidad antitética. Empero, puede darse también la preponderancia de la vivencia sentimental acompañada al mismo tiempo del interés creciente por la naturaleza exterior, basado en el goce de la sensación y la imaginación sensitiva o sensual. Tendríamos, pues, algo como interiorización exteriori-zada o viceversa según la preponderancia del factor integrador.

Solidaridad de actitudes entre aquella vuelta a la «naturaleza» y aquella vuelta al hombre, se refleja en el creciente proceso de interiorización mutua. Podría decirse que, al ahondarse e interiorizarse el «ego», se interioriza tam-bién la naturaleza y que en este sentido el proceso apunta a una tendencia antropocéntrica. Con todo, no sería exacta esta denominación como tal, sin más. Como se sabe, es costumbre designar el período presocrático de la filoso-fía griega como el período cosmológico, al cual sigue la «vuelta hacia el hom-bre», efectuada por Sócrates, con lo que se inicia la filosofía socrático-plató-nico-aristotélica como expresión del giro antropológico o antropocéntrico. Son algo capciosas estas denominaciones aisladas. El problema moral y, por lo tanto, antropológico, ocupa un lugar muy marcado en el pensamiento pre-socrático; por otra parte, la filosofía platónico-aristotélica (si no puramente «socrática») representa un feliz equilibrio entre el enfoque antropológico y el cosmológico, notable este último particularmente en Aristóteles. Lejos de haber sido el giro antropológico un verdadero cambio respecto al giro cosmológico en el sentido de que haya tenido lugar una alternancia de dos giros diversos, lo que se produjo fue más bien una mutua profundización. De todos modos, sería más correcto mantener el carácter antropológico para el tercer período del pensamiento griego, el postaristotélico, particularmente tratándose del estoicismo. Este representa, en efecto, una vuelta de espalda al interés «cosmológico»: la «física» ocupa un lugar subordinado en el edificio estoico, mientras que el lugar prominente lo tiene la «ética». Son notables, en este sentido, los progresos de la dirección «interiorizadora», baste recordar que el criterio de la verdad como «evidencia» (enargeia), tan notable en la filosofía de Descartes, proviene de los estoicos; más aun, el término de tona-lidad tan moderno como lo es «el criterio de la verdad», proviene de una corriente contemporánea de los estoicos, la de los escépticos: fueron éstos los promotores lejanos de la epistemología, rama esencialmente moderna en la historia de la filosofía, y al mismo tiempo, promotores de la interiorización de la conciencia humana. Así el «descubrimiento del hombre» u «hombre interiorizado» no es sino otro aspecto del descubrimiento de la naturaleza, de la «naturaleza interiorizada». Por lo tanto, si el primer cuadro (Capítulo 1) alude ante todo al concepto de la naturaleza en modo general, que abarca también el modo de sentirla propio a la Reforma, el cuadro u toma en con-sideración más bien el aspecto del hombre visto en su independencia y eman-cipación respecto a la religión tradicional y la Iglesia o, si se quiere, en su

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HUMANISMO

(LAucizAciON)

Sincretismo retórico filosófico

aspecto «laico». Este proceso de laicización está ligado a la actitud de sincre-tismo religioso, conectado frecuentemente con la corriente platónica, como en la Academia Platónica de Florencia. Este último fenómeno no puede extra-ñarnos, si se toma en consideración el sentido muy amplio e indefinible que tenía en aquel entonces el platonismo. Con este nombre se solía designar, junto a la doctrina del fundador de la Academia de Atenas, múltiples corrien-tes de carácter «hermético» y sincretista, propensas a admitir cierta especie de revelación primigenia hecha al género humano, anterior a la revelación del Antiguo y Nuevo Testamento. Dada la creencia de aquellos tiempos en el carácter primigenio del idioma hebreo, esta corriente conducía fácilmente a un interés marcado por el hebraísmo, que podría fácilmente unirse al interés algo más «clásico» por los padres de la Iglesia. Así, Erasmo de Rotterdam representa la unión del interés por la patrística (es notable su esmero en editar las obras de los padres de la iglesia, particularmente de San Jerónimo) , por la «latinidad» de San Jerónimo como gran escritor latino y, por fin, el, interés hebraico cuyo portavoz va a ser Reuchlin. Se observa que toda esta corriente «humanista» no tiene grandes intereses filosóficos, empero no es fundamentalmente retórica ni tampoco antifilosófica, como en el caso del hu-manista Hermolao Bárbaro. Además, se puede observar cómo, con el correr del tiempo, se produjo cierta diferenciación de tendencias entre los siglos xv y xvi: así Leonardo Bruni (el Aretino) y Lorenzo Valla en el siglo xv, prece-den con sus tendencias a los humanistas afilosóficos de la corriente clásico-hebraizante del siglo xvi, como Erasmo y Reuchlin.

Pensamos que el cuadro adyacente ayudará a visualizar las relaciones bas-tante complicadas aquí expuestas:

CUADRO III

neoplatónico (Atad. Platónica)

arretórico clásico-hebraizante afilosófico

El desarrollo anterior colocó ante nosotros la importancia del elemento egótico de la conformación espiritual del Renacimiento. Este elemento se expresa ante todo por la idea del anhelo infinito del alma humana y su afán de poderío infinito y de infinito amor. No cabe duda de que este rasgo pro: viene de la Antigüedad muriente con su descubrimiento del infinito tan ca-racterístico del enfoque filosófico plotiniano, que encontró su manifestación

más adecuada tanto en el orden puramente filosófico como también en el orden matemático: en efecto, es la predilección por las investigaciones de series infinitas y por la idea del infinito actual lo que da su sello a la nueva «ciencia implícita» de la última Antigüedad. Con todo esto, las ideas renacentistas no son simple repetición del plotinismo, sino que, en la mayoría de los casos, su ahondamiento notable.

Encontramos estas nuevas expresiones en Petrarca y sobre todo en Ficino, Pico della Mirandola, León Hebreo y otros renacentistas. Todos ellos preten-den al unísono que «en comparación con el alma no hay ninguna cosa por magna que sea que le fuese comparable por la magnitud» (Petrarca); o bien que, «las maravillas del espíritu son más excelsas que el cielo mismo» (Pico) y «nada hay más grande en la tierra que el hombre ni nada en el hombre más grande que su mente y su espíritu». El mismo autor dirá en De Dignitate hominis que «la felicidad estriba en una aspiración infinita del hombre que lo lleva más allá de sí mismo». Esta orientación hacia el infinito se expresa también en el afán de poder ilimitado como lo más característico del hombre: el hombre no se siente satisfecho con ninguna cosa finita y no se conforma con la idea de que puede existir algo fuera de su imperio, salvo Dios, por lo cual pide para sí mismo un status divino. Así Ficino, en Teología Platónica y, similarmente, Pico en De Dignitate. Esta propensión infinitista del hombre cobra su expresión máxima en la idea del amor infinito tan elocuentemente desarrollado por León Hebreo en Dialoghi d'amore y también por una es-critora menos conocida, Tulia de Aragone, en sus Trattati d'amore.

Por fin, vale la pena destacar que en casi todos los escritores mencionados prevalece la actitud básica sobre la homogeneidad, por no decir identidad, entre religión y filosofía.

¿Quién va a desconocer en estos rasgos la expresión de un alma romántica? No es una paradoja, aunque lo parezca: el alma renacentista es en muchos de sus aspectos un alma romántica avant la lettre. Rasgo importante que volverá a ocuparnos (Capítulo vi de la Primera Parte, dedicado al ideario histórico del pensamiento moderno) . Nadie desconoce la importancia del rasgo romántico en la configuración de la corriente idealista alemana a prin-cipios del siglo xix, fenómeno importante en la historia de la filosofía moder-na; ni nadie desconocerá la persistencia de motivos románticos en filosofías de una época posterior, hasta nuestros tiempos que han visto a Bergson, un verdadero representante del neorromanticismo filosófico. Así, las observacio-nes anteriores nos facilitarán la adecuada exposición de rasgos eminentes de la Filosofía ochocentista, en la cual otra vez revive el último de los rasgos recién mencionados, y que es la homogeneidad o identidad de la razón y la fe.

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Capítulo tercero

SINTESIS DE LAS DOS ACTITUDES ANTERIORES EN LA

ACTITUD CIENTIFICO-ARTISTICA DEL RENACIMIENTO

CON SUS MULTIPLES PROYECCIONES

En las consideraciones anteriores hemos tratado del sentimiento y la sensación con su inevitable antagonismo mutuo. Ahora bien, ¿de qué género de sensa-ciones se trata?

Las sensaciones que nos interesan son aquellas que tienen la más grande importancia para el desarrollo del conocimiento: tacto y vista. En este mo-mento surge una importante pregunta: ¿es igual al antagonismo entre las vivencias moral-sentimentales y el goce procurado por el tacto o bien por la visión? Y también otra pregunta: ¿cuál de los dos géneros de sensación, junto con sus derivaciones imaginativas tiene más importancia para el cono-cimiento? Todos conocemos la enunciación que hace Aristóteles en las pri-meras frases de su Metafísica, cuando ensalza las sensaciones, muy particular-mente las de la vista, como fuentes del conocimiento, subrayando el goce que éstas producen; sin embargo, en otros —y éstos están más conformes con su pensamiento— el tacto adquiere mayor importancia. Es que el «sentido co-mún», estando detrás de los cinco sentidos, le parece más próximo y casi fundido con el tacto (en de soniniis), y esta circunstancia no es nada acci-dental. En efecto, cierta preponderancia de la orientación sensual-empírica en la filosofía de Aristóteles (al menos en algunas partes de su sistema) te-nía que complacerse más en el tacto que en la visión. Así romo la sustancia en Aristóteles (próte ousia) tiene carácter concreto y espacial, así también la capa más inferior de la geometría, que es la geometría de la congruencia, se refiere al espacio táctil. Ahora bien, es de mucha importancia el hecho de que en el proceso de interiorización el hombre trate con cierta predilección el sentido de la visión y no el del tacto. El mismo término de «intuición», del cual se sirve generalmente la interiorización, por cuanto la intuición re-presenta la vía irracional del conocimiento, no significa literalmente otra

cosa que visión (intuitus, de intueri, o sea, ver) . Y así como la lógica discur-siva, la obra máxima de Aristóteles, muestra preferencia por el aspecto ex-tensivo del concepto (ligado al enfoque espacial de la sustancia) , así los re-presentantes del intuicionismo tienen generalmente predilección por su as-pecto comprensivo. No es otra la causa, sea dicho de paso, de cierta «obsesión» que muestra Leibniz para crear una silogística comprehensiva: ésta, y no la otra (la extensiva) , concordaba con el allure intuitivo de Leibniz, circunstan-cia cuyo desconocimiento constituye el único pero importante defecto de la hermosa obra de Couturat La Logique de Leibnitz, que incluso subraya esta «obsesión» para presentarla como un enigma y tachar a Leibniz de incon-secuente.

No hay por qué extrañarse si, durante la Edad Media, los numerosos in-vestigadores físico-filosóficos que seguían las huellas de Plotino, tanto árabes como occidentales, se dedicaban con predilección a la óptica o perspectiva (como se decía en aquellos tiempos) ; basta recordar entre otros los célebres nombres de Alhazen (Ibn-al Haytam) o el de Vitelio, cuyas influencias se extendieron hasta el siglo xvn, pues el mismo Kepler escribía comentarios sobre la perspectiva de Vitelio. De todos modos, la conexión de la actitud interiorizada con la predilección por la visión es manifiesta, tratándose par-ticularmente de la «vista anterior» —una metáfora muy significativa. Ya Platón supo contestar las bromas de Antístenes sobre la «equinidad» diciendo que no le había crecido todavía el ojo (interior) para verla. Huelga recalcar cómo las corrientes espirituales de todos los tiempos y lugares recurren con pre-dilección a las metáforas de la imaginación visualidora: de ahí la Visio Dei beatífica, el «tercer ojo» de los orientales, el nombre de «visionarios» para los vates que perciben y predicen el futuro. Generalmente, esta actitud de recogimiento en sí mismo se desarrollaba en merma de un interés por la naturaleza exterior en su realidad concreta y multiforme. De todos modos, las cosas cambian con el Renacimiento. Lo que viene, es un visible aumento del goce por la sensación y, con esto, la interiorización anteriormente limi-tada más bien a la llamada «experiencia interior» o, a lo más, a la metafísica de la luz, se torna ahora una interiorización irradiadora hacia el exterior y en consonancia con él, lo que podríamos llamar una «interiorización pro-yectiva». Con esto viene a ocupar un lugar muy importante en la época del Renacimiento la nueva visión artística que es al mismo tiempo una nueva visión geométrica: la perspectiva.

1. FORMACIÓN DEFINITIVA DE LA PERSPECTIVA PICTÓRICO-GEOMÉTRICO

No es este el lugar para seguir de una manera detallada el proceso de acer-camiento entre ciencia geométrica y arte, un proceso que culminó en los si-glos xv y xvi, no podemos, sin embargo, omitir algunos grandes nombres. Así, el de Paolo del Pozzo Toscanelli, renombrado matemático, astrónomo, mé-

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dico y geógrafo que tuvo una influencia decisiva en las creaciones arquitec-tónicas de Brunelleschi, en las cuales convergen las aplicaciones prácticas de geometría, mecánica y óptica, y a Brunelleschi debemos la introducción de la perspectiva en el ambiente de los artistas. De ahí viene el primer impulso, dado particularmente a los artistas florentinos Ghiberti, Donatello y Luca della Robbia y al primero en especial, a quien debemos sus Commentarii, que son en su mayor parte un tratado de perspectiva. Frente a todos ellos sobresale el admirable genio de Leo Battista Alberti, tan exaltado por Burc-klardt. Alberti quiso refundir las ciencias corrientes con las aspiraciones de artistas y teóricos, lo que no le impidió tratar las matemáticas por sí solas, como se ve en su obra Ludi Mathematici (Juegos Matemáticos) .

Es notable cómo el juego de la perspectiva viene repitiéndose a lo largo del Cuattrocento y Ciñquecento; basta mencionar a Piero della Francesca, el más prominente de los pintores de aquel entonces, según la frase de Luca Paccioli, autor de Perspectiva Pingendi y de un librito latino intitulado Li-bellus de quinque corporibus regularibus. ¿Y quién no conoce a este último, -amigo y colaborador de Leonardo, autor de La Divina Proporción y De Summa Arithmetica, Geometría, proportioni et proporcionalite, donde se destaca la idea de que la matemática es la base común tanto de todo saber, como de todas las artes?

Es significativo para lo que venimos diciendo citar el título mismo del primer libro mencionado de Paccioli La Divina Proporción, en la que «todo estudiante de filosofía, perspectiva, pintura, escultura, arquitectura y música, se deleitará con varias cuestiones de secretísima ciencia». Mencionemos sólo de paso a Leonardo da Vinci, pues por la amplitud de su personalidad, única en la historia, nos sería imposible y también inconveniente tratar ni siquiera de rozar las diferentes facetas de su genio creador, en el que se funden la ciencia y el arte. El autor de la Ultima Cena es también precursor de la nueva dinámica, característica de los tiempos modernos, precursor de la navegación submarina y aérea, insigne ingeniero militar y arquitecto de fortificaciones así como también anatomista insigne, cuya obra no parece ser inferior a la famosa De Fabrica humani corporis de Vesalio, aparecida medio siglo más tarde (1543) . Mencionemos también a Alberto Durero, famoso pintor alemán, autor de una obra matemática, La medida por medio del compás y la escua-dra (1528) ; por último, a Del Monte, cuya Perspectiva data de 1600 y tam-bién a Danti, divulgador de las ideas del primero y al que se debe la expre-sión «punto de concurso» de importancia para la nueva ciencia de la pers-pectiva. No nos extrañará pues la frase de Leonardo: «quien desprecia la pintura, es enemigo también de la filosofía y de la naturaleza».

Lo que precede es la parte narrativa en la reseña histórica de la noción de perspectiva, muy incompleta, que no nos ha sido posible pasar por alto. Em-pero, nos falta responder a una pregunta esencial: ¿en qué sentido y por qué la introducción de la perspectiva ha de considerarse como una de las carac-terísticas del Renacimiento? No bastan aquí lugares comunes, tales como

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decir que ésta estaba destinada a «reproducir la naturaleza en el siglo que dio la espalda al ascetismo medioeval». En verdad, la introducción de la perspectiva no es tanto la expresión del afán de «reproducir la naturaleza», sino más bien de «reproducir nuestra visión de la naturaleza». Manifiesta-mente, son dos cosas distintas. La reproducción de la naturaleza debería ser-virse más bien de la referencia al tacto, lo que habría impedido la introduc-ción de la perspectiva y habría significado, en el campo de la ciencia mate-mática, permanecer siempre en el recinto de la geometría de la congruencia y de la geometría métrica de Euclides.

Obviamente, hay otras fuerzas espirituales en el juego, ya que la introduc-ción de la perspectiva es tanto expresión del descubrimiento de la naturaleza o de la realidad romo también del descubrimiento del hombre; es expresión de la dirección objetiva y al mismó tiempo, subjetiva. Creemos que a la luz de consideraciones anteriores sobre el proceso de la interiorización creciente del hombre, podríamos contestar aquella pregunta y convertir la historia na-rrativa de la perspectiva, fácil de encontrar en cualquier historia de la ma-temática o de la pintura, en una historia más bien explícita y comprensiva a la vez.

Las creaciones arquitectónicas griegas del período clásico representan, como algunos dicen, obras a escala humana, donde está ausente cualquiera nos-talgia del infinito, ya que el espíritu griego clásico se complacía, todos lo sabemos, en lo finito y en los contornos definidos. La gran diferencia entre la estructura espiritual de la época clásica y la época helenística, estriba pre-cisamente en cierta inversión de valores, particularmente tratándose de la época helenística postrera. En ésta el infinito viene a ocupar el primer lugar, tanto en la especulación filosófico-científica, como también en el arte. La filosofía neoplatónica vive de la idea del infinito, la misma que subyace en las concepciones filosófico-matemáticas de la antigüedad muriente. Y, por lo que atañe al arte, es el arte bizantino el que desde sus principios viene a expre-sar la nostalgia del infinito unida a la irrealidad del espacio. Lo que expresa la maravillosa iglesia de Santa Sofía, en Constantinopla, edificada en los tiempos de Justiniano, es como una huida del espacio, la misma huida del espacio que produjo anteriormente la extinción de la creación geométrica en las postrimerías de la antigüedad y la aparición del álgebra, fenómeno que hace pensar en cierto parentesco con el espíritu de la matemática hindú, reacia al discursivismo geométrico y propensa a la interiorización unilateral y antitética. En efecto, se expresa en un antagonismo hacia lo plástico del mundo exterior cuyo vehículo es el sentido del tacto. Como se sabe, la in-fluencia bizantina fue muy fuerte también en Italia. Basta pensar en Ravena y Venecia, con la célebre iglesia de San Marcos. Empero, con el tiempo, el espíritu de la arquitectura cristiana encontró en el estilo románico una nueva expresión, más genuina y más adecuada respecto a la herencia romana con su sentido de solidez terrenal. Con todo esto, la nostalgia del infinito, siempre viva, supo reencontrar en los siglos xrr y xin con el estilo gótico una nueva

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y más profunda expresión en aquel estilo que consideramos como el más típico del Medioevo. En efecto, el anhelo del infinito se expresa aquí por una mística vertical en su lucha contra la gravedad, a la par que la vivencia del espacio interno se realiza en la construcción de la nave central y naves • laterales, separadas por columnatas, transformación tardía del antiguo peris-tilo del espacio exterior. Comparando este templo gótico con el templo bi-zantino, vemos que la infinitud ya no alude a la irrealidad del espacio, sino más bien a una extensión infinita. Esta dignificación del espacio no alcanza todavía a la pintura antigua bizantina, que sigue representando el mundo real en una norma planimétrica. Desde los primeros atisbos del Renacimiento, en el temprano siglo >uy, se hace visible la tendencia a representar el espacio tridimensional, ya que la sensación de lo profundo se logra por medio de la oposición de la luz y sombra, especialmente en Derecio y Giotto. Esta ten-dencia logra su madurez en el Quattrocento y Cinquecento. La dignificación de la naturaleza va en ascenso y, por otra parte, se mantiene y aun aumenta la nostalgia del infinito junto con la interiorización del yo. El espíritu, que - es unidad, viene a expresarse tanto por la vía del conocimiento científico como por la vía del arte: la perspectiva matemático-artística aparece para expresar la solución del problema de la conciencia de sí mismo, fuente de la idea del infinito en su relación con el espacio tridimensional circundante. El proceso de centrar el mundo en referencia al yo y su ojo espiritual, encuentra su con-traparte en un punto exterior al ojo, que viene a ser un reflejo en el cuadro, representando al mundo exterior: es el «punto de fuga» en la línea del hori-zonte, como si fuera un «punto conjugado» del ojo físico, o más bien del «ojo espiritual». Aquí triunfa el sentido de la visión sobre el sentido del tacto: el cuadro viene a representar la sección de la proyección que es el cono, cuyo vértice es el ojo.

¡Cuántas implicaciones tiene este nuevo enfoque! En vez de lo estático ex-presado por el predominio del tacto, tenemos aquí el predominio de lo diná-mico y del proceso, pues la radiación concebida como «proyección» alude al proceso. Empero, la idea misma del proceso, en nuestro caso, mantiene su ligazón con la idea del infinito, heredada de siglos anteriores, y el «punto de fuga», llamado así por ser irreal, se convertirá en el punto impropio o en el «punto al infinito» de la geometría proyectiva. Huelga decir hasta qué grado aquella revolución en el arte significa al mismo tiempo una revolución mate-mática: la geometría proyectiva, que simboliza el predominio de la idea de proceso, tan característica de la ciencia moderna, sobre el momento estático del ser, ligado a la tradición milenaria. Se puede también comprender que la fusión de arte y ciencia en el Renacimiento va a la par con el predominio del platonismo y el rechazo del aristotelismo. ¿No es Aristóteles el que formuló por primera vez la disyunción entre el aspecto «teórico» y el aspecto «práctico» (y artístico-técnico) del espíritu humano? Así se comprende por qué la idea platónico-pitagórica de armonía preside soberanamente todas las creaciones del Renacimiento, tanto en la ciencia como en la filosofía y en el arte. Así

también podría decirse que encontramos la «interiorización proyectiva», carac-terística de esa época, en las obras de grandes artistas que son precisamente, más que otros, los hombres representativos del Renacimiento.

Sería conveniente pasar por el momento a otro dominio artístico, quizás el más importante de todos: se trata de la música. Así como los progresos del enfoque unitivo en la representación del mundo exterior lograron su plena expresión con la introducción definitiva de la perspectiva pictórica-geométrica, así también se puede ver algo análogo en los cambios experimentados por la música durante el Renacimiento. La ligazón entre ambos dominios se hace particularmente manifiesta, cuando uno piensa en el gran papel de Vincenzo Galilei, padre de Galileo —tan renacentista en sus creaciones— en la historia de la música del siglo xvi. Gracias a él pudieron conocerse en su texto original tres himnos de Apolo, el himno a Nemesis y el himno al Dios Sol, en su famoso Diálogo de la Música antigua y de la moderna (1581) . En el aspecto teórico, llama la atención el matematicismo de su concepción musical (lo que nos re-cuerda la visión matemática del universo de su gran hijo) ; también habría que recalcar la importancia de sus teorías armónicas, que reducen las voces a una sola, acompañada por un instrumento o un conjunto de ellos, por lo cual el sentido horizontal (polifónico) anterior, va perdiéndose para ceder el paso a un sentido vertical (armónico) , que procurará posteriormente un desarrollo de la ópera y una mayor posibilidad de programatismo musical —re-cordemos los «Trenos de Jeremías» y el aria de Ugolino. Esto no obstaculiza reconocer el origen anterior y siempre italiano del programatismo: recordemos la nueva orientación que en el siglo xiv Franco Sacchetti da a la música con sus famosas caecias. En todo esto trasciende la inclinación a unificar el concepto de armonía y además la programaticídad que obra como factor típicamente renacentista: esto es una muestra de cómo el hombre comienza a dar más expresión a su interioridad. Así se ve el parentesco espiritual existente entre los cambios acaecidos en la concepción de la música e instrumentación musical, por un lado, y, por otro, los notables cambios que condujeron al establecimien-to de la perspectiva pictórico-geométrica. No estaría de más adelantar en este punto (lo que retomaremos en el capítulo vi) el parentesco Renacimiento-Ro-manticismo en lo que atañe a la música.

Las dos características mencionadas (armonía y programatismo) se repiten y desarrollan ampliamente durante el siglo xix, especialmente con la línea que parte desde un Liszt hasta un Richard Strauss, pasando por Berlioz, Chopin, Wagner y otros. Por otro lado, el Impresionismo musical (que quisiéramos denominar Romanticismo Impresionista, ya que sus bases representan un des-gajamiento del anterior tipo de Romanticismo) , cuyos representantes serían Debussy y Ravel, presenta la interioridad en su máxima expresión. En ellos la base técnica es la armonía (implicando esto en abandono del sentido hori-zontal) , así como la intención expresiva encuentra su base en la programa-ticidad de las ideas musicales.

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2. TOQUE MÁGICO-OCULTISTA DEL ARTE Y LA CIENCIA RENACENTISTA

Recordemos que la unión de la ciencia y del arte, que desde siempre floreció a la sombra del platonismo pitagorizante, no dejaba de tener sus pregoneros ya durante la Edad Media en el campo particular que nos interesa. Por algo un maestro arquitecto parisiense de fines del siglo my pronunció la sentencia. Ars sine scientia nihil (nada es el arte sin la ciencia) , aludiendo a la geome-tría como ciencia fundamental. Ahora bien: la unión del arte con la ciencia matemática, hecho tan característico del Renacimiento, apunta ante todo a una matemática (o geometría) especial, «esotérica». Esta fue transmitida desde antiguo por las sociedades secretas o cofradías, animadas del espíritu platónico•pitagórioo, donde el afán de conocimiento científico y el saber ocul-tista, rayano en la superstición, se unían en un todo indiscriminable. El uso y abuso que hacían magos y hechiceros de elementos matemáticos fue muy difundido en la Antigüedad, hasta grado tal que podríamos justificar una de las disposiciones legislativas del Código de Justiniano (intitulada De chaldacii et mathematicis), que prohibía el ejercicio de la profesión de magos, adivinos y hechiceros, agrupados todos bajo el nombre de «caldeos» —pues Caldea o Babilonia es el país clásico de la magia— y de «matemáticos». Huelga decir que estas prohibiciones se remontan a muchos siglos anteriores, pues existie-ron ya en la época de la caída de la República romana y luego en el Imperio. Se conocen las medidas de impugnación de la magia, tomadas por Augusto y Claudio, no solamente contra la magia propiamente tal, sino también contra la corriente filosófica-neopitagórica, aunque sería vana tentativa querer trazar una línea divisoria entre las dos. Como se sabe, el insigne representante del neopitagorismo en la alta sociedad romana fue en aquel entonces Nigidius Figulus, quien, como otros neopitagóricos, se complacía en profecías y adivi-naciones. Se sabe que éste, en la reunión plena del Senado, al encontrarse con el padre de un niño, nacido en el mismo día y que iba a ser el futuro empe-rador Augusto, vaticinó que éste sería el dueño de la tierra —lo que sucedió efectivamente. Se comprenden así las raíces medio pitagórico-mágicas en la imagen virgiliana de Roma y Augusto, tanto en la Eneida como en la famosa Cuarta Egloga.

Los artistas del Renacimiento heredaron aquellas tradiciones milenarias con su simbolismo peculiar, lo que explica la gran importancia que tienen para ellos algunos números y algunas figuras geométricas, ante todo, el pen-tagrama (pentágono estrellado) y su forma de pentáculo o pentalfa. En ver-dad, la importancia de estas figuras en la tradición pitagórica parece está en estrecha conexión con aquella que tiene, en todo el terreno de la naturaleza viva (incluso el cuerpo humano) y en las creaciones de artes plásticas y arqui-tectura, el llamado «número de oro» (1, 618...) , que expresa la relación entre la parte mayor y la menor de la recta en la división en media y extre-ma razón, llamada «sección de oro» —un término de Leonardo da Vinci y que su amigo Luca Paccioli denominaba «proporción divina», y Kepler, a su vez, «sección divina».

El simbolismo del pentagrama se apoya en su estrecha conexión con la sección áurea, dado que la relación entre la diagonal del pentágono (o el lado del pentágono estrellado) y el lado del pentágono inscrito en el círculo re-presenta el número de oro.

Se han escrito numerosas obras sobre la sección áurea, sus propiedades ma-temáticas y su vigencia en la naturaleza, pues ella tiene sus fanáticos como los han tenido el perpetuum mobile y la cuadratura del círculo: es una obsesión. Aunque el autor de estas líneas está lejos de compartirla, no puede abstener-se de subrayar la singularísima importancia de la sección áurea y la simetría pentagonal en la articulación espacial de seres vivos y aun en la ritmización del mismo ciclo vital de un individuo biológico, cosas éstas que se ocultan en el espiritualismo vitalista de los pitagóricos. En efecto, el ritmo triádico con el cual Hegel pensaba explicar la universalidad de lo existente, no se ajusta a la vida y su desarrollo. No solamente el ritmo pentádico se parece a la configuración de los seres vivos y a su crecimiento orgánico —esto distin-tamente a la estructuración inorgánica, p. ej. cristalina, cuyos modelos son, como alguien dijo, estáticos (así hexagonal) — todo lo cual pusieron en eviden-cia las investigaciones de este siglo. Hay más. Por lo que atañe a nosotros, pensamos que la ritmización misma del ciclo vital de un individuo biológico en sus grandes etapas, parece tener un carácter pentádicol.

Lo que nos interesa por el momento, es el epíteto de «mágico» que muchos, y con acierto, aplican a la ciencia renacentista. Cabe preguntar: ¿podría apli-carse este epíteto en el sentido que se le da comúnmente, es decir, en el sentido de su contraposición aguda ron la ciencia definitivamente establecida en el siglo xvii y, aún más, con nuestra ciencia moderna? Si nuestro juicio sobre el aporte científico del Renacimiento ha de ser fundamentado, debemos dar una respuesta a este problema.

3. PARANGÓN CON LA CIENCIA MODERNA

A. Ciencia moderna y elemento mágico

A título de observación previa, quisiéramos mencionar que las propiedades del pentagrama y de la sección áurea fueron objeto de viva admiración acom-pañada por cierto sentimiento de encanto, de parte de los matemáticos más ilustres. Así Gauss, uno de los más grandes matemáticos de todos los tiempos, y del todo ajeno a una actitud «mística», no pudo menos que entusiasmarse frente al pentagrama que denominaba pentagramma mirificum; Jacobo Ber-noulli, representante insigne de la ilustre dinastía matemática de los Bernoulli, se sentía fascinado por la espiral logarítmica que exterioriza las propiedades de la sección áurea. El estudio de la espiral logarítmica lo fascinó de tal mane-ra que quiso tener grabada sobre su tumba una propiedad esencial de ella (la constancia del ángulo de la tangente con el radio vector) , expresada en la

'Idea que desarrollaremos en la última parte de este trabajo, particularmente en conexión con la estructura periodológica de la historia.

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inscripción Eadem semper resurgo, que simboliza el anhelo de la inmortalidad y que vence lo perecedero por parte de su descubridor. Por cierto, los «cien-tistas puros» perdonan estas extravagancias como desviaciones momentáneas de espíritus superiores, pero la cuestión dista de ser tan simple. Los más gran-des genios de los tiempos modernos, Descartes y Leibniz, ambos rosacruces en sus mocedades, buscaban una ciencia suprema y soberana y se la represen-taban bajo el nombre de Scientia Mirabais, todo lo cual no les impidió crear la geometría analítica y el cálculo infinitesimal y reformar de este modo el conocimiento humano. El mismo padre de la corriente empírica en la filosofía moderna y apóstol de la «ciencia inductiva», Francis Bacon, estaba vinculado a la alquimia, aunque en un grado menor que su famoso predecesor Roger Bacon, el cual, considerado siempre por su esperimentalismo como una notable excepción (que dista mucho de serlo) fue —hay que recalcarlo en este con-texto— un ferviente ocultista, autor de un tratado de alquimia, místico y poeta a la vez. Hay más. Ni siquiera el mismo Newton está por completo a salvo en este aspecto. A pesar de haber proferido la célebre sentencia «Oh física, guárl date de la metafísica», mantenía encendido según algunos indicios, un horno alquímico día y noche, quizá por afán de solucionar definitivamente el proble-ma de la transformación de metales en oro, cosa que le interesaba más de cerca, por haber sido maestro de la Casa de Moneda.

Es incontestable que la alquimia, aunque haya sido la pre-etapa de la física, se convirtió en un escollo para ella hasta fines del siglo xvm: las reacciones químicas se presentaban a los alquimistas como si fuesen procesos vitales; por esto, Lavoisier, descubridor de la ley de conservación de las masas y fundador de la química, fue al mismo tiempo fundador de la bioquímica, pues fue él quien destruyó la teoría del flogisto y pudo demostrar que la respiración, fe-nómeno básico de la vida, no es otra cosa que combustión. Y este gran descu-brimiento marca la expulsión, al parecer definitiva, de la magia del seno de -la ciencia. Empero, ¿es verdad que el «elemento mágico» está por completo ausen-te de la estructura de la ciencia y sus teorías? Nos damos cuenta de que una tal pregunta puede acarrear el descrédito del autor de estas líneas ante una gran parte de los científicos; sin embargo, y con riesgo de exponernos a mal-entendidos, no podemos abstenernos de tomar esta cuestión en serio.

Como se sabe, poco tiempo después de la formulación del principio de con-servación de la energía, el físico alemán Roberto Clausius introdujo el impor-tante concepto teórico de la «entropía», por medio del cual pudo expresarse el segundo principio de la termodinámica, que tiene que ver con la parte inuti-lizable en la transformación energética y conduce a la degradación de la ener-gía en la forma de la disipación del calor. Estas importantes conclusiones de Clausius —y las contemporáneas de William Thomson (posteriormente Lord Kelvin) — fueron formuladas sobre la base del así llamado «ciclo de Carnot», estudiado algunas décadas antes por el joven ingeniero y físico francés Sadi Carnot, muerto prematuramente. Empero, lo que dio más fama a Clausius no parece haber sido la formulación matemática del segundo principio, sino la extensión de éste, junto con el primer principio de la termodinámica (el de

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conservación de la energía) , a la totalidad del universo. ¿Qué puede ser más impresionante que las célebres leyes de Clausius?:

1. la suma de la energía del universo es constante. 2. la entropía del universo tiende al máximo. De allí surgieron, como todos saben, las famosas teorías sobre la muerte

térmica del universo, implicadas ya en los trabajos de Clausius y Kelvin, teorías que estuvieron en boga particularmente a fines del siglo pasado y a principios del presente. No nos interesan en este momento las causas del descrédito en el cual después cayeron y que, según la opinión de numerosos sabios, se debe ante todo al descubrimiento de las nuevas fuentes de energía que presenta ante todo la radiactividad. No nos interesa tampoco el hecho de que las audaces genera-lizaciones de Clausius se deban a la aplicación al universo entero del esquema relativamente simple de un sistema termoelástico, por el cual se expresa la actuación de la máquina térmica de Carnot. No vamos a analizar la preca-riedad de esta generalización, que lo sería aunque no hubieran sido descu-biertas nuevas fuerzas de energía, pues nos interesa otra cosa.

Podríamos citar en este momento al ilustre físico francés Jean Perrin. Al rechazar éste la aplicación del principio de Carnot a la totalidad del universo (Eléments de Physique, págs. 445-6) , dice: «Toda ley se desvanece cuando nos alejamos de las condiciones en las cuales ella fue descubierta. El principio de Carnot no puede aplicarse a sistemas colosales de masa, espacio y duración a consecuencia de la permanente metamorfosis de la luz en materia y de la materia en luz, una metamorfosis que fue despreciable en los sistemas de nuestra escala» Sin embargo, la extensión del principio de Carnot a la tota-lidad del universo nos parece un paralogismo ya por sí solo digno de investigar. El mismo concepto de sistema aislado (presupuesto para el aumento de la entropía) es difícilmente aplicable tratándose de la totalidad del universo, pues la noción de cualquier sistema presupone la existencia correlativa de otros sistemas, vale decir de otros sistemas aislables, lo que pierde su sentido cuando se trata de la totalidad del universo.

Empero, la extralimitación o extrapolación del principio de Carnot en este caso tiene sus raíces también en la translimitación del concepto mismo de una ley natural, ya que ésta siempre presupone ciertos datos (constelación o confi-guración) , irreductibles a la ley como tal. Ambos momentos —lo dado como irracional y la ley como momento racional— son prerrequisitos para la existen-cia y vigencia de la ley: deducir la muerte térmica del universo .de la ley de aumento de la entropía, significa una aniquilación de la ley por sí misma, ya que todo lo dado vendría a ser absorbido por la ley. Generalmente, no se suele tomar en consideración aquel aspecto paralogístico del concepto de la muerte del universo que es un ejemplo de escatología científica. Es otra cosa afirmar la tendencia de la entropía del universo hacia un máximo, y otra cosa pretender, como lo hicieron los seguidores de Clausius, que el universo llegaría de hecho a este máximo, lo que habría de producir su muerte. Aun admitiendo lo primero, no se puede por esto rechazar la idea de que el ritmo de la unifor-mización energética no fuera sometido en este caso a procesos más y más lentos

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en forma de un proceso asintótico, lo que acarrearía el alargamiento del tiempo.

El paralogismo no debe extrañarnos, pues se parece mucho a la antinomia de la historia en la concepción cristiana. El gran mérito de la visión judeo-cristiana es haber introducido la dimensión histórica de la realidad; empero, al hacerlo, el cristianismo al mismo tiempo efectúa la abolición del tiempo por la encarnación («plenitud del tiempo», Kairos del Nuevo Testamento) y el Juicio Final. A diferencia de Hegel, con su famosa sentencia Die Welt-

geschichte ist das Weltgericht (Historia Universal es el Juicio Final) , sus-tentamos la tesis das Weltgericht ist die Verneinung der Weltgeschichte —el juicio final es la negación de la historia universal. Nada más difundido que la tesis, según la cual el «sentido verdadero» de la historia se podría descifrar sólo en los últimos momentos de su decurso, «cuando todo yace manifiesto de-lante del observador»; sin embargo, la tesis es equivocada. El último gran his-toriador, viviendo los últimos momentos de la historia, no alcanzaría a des-cifrar su sentido, pues la historia no existe sin existir el «mañana», y para él, toda la historia se hubiera convertido de golpe en naturaleza. Hemos desarro-llado este tema (y algunos otros congéneres) en nuestro trabajo Le dernier jour de l'Histoire Universelle no publicada hasta la fecha2.

Las formulaciones de Clausius nos dejan la impresión de encontrarnos frente a un ingeniero cósmico, para quien el universo entero se transformará en una máquina térmica.

Así, ya un siglo antes de nuestra era astronáutica, la imagen de una «in-geniería cósmica» animaba e inquietaba los espíritus. Por cierto, conocer la «maquinaria» del Universo no involucra, ni con mucho, poder llegar a ma-nejarla; y con todo, poder manejarla aunque sólo en teoría, ya nos da una satisfacción digna de magos, que corresponde a la vivencia de una soberanía mágica. Con todo esto no terminan los destinos de la magia: expulsada de la conciencia del sabio, ella se refugió en el subsconsciente, donde vive bajo el disfraz —¿quién lo habría pensado?— de algunas fórmulas de la física-matemática. Nos referimos ante todo a las múltiples expresiones de los prin-cipios extremales de la física, basados en el principio de acción mínima (o efecto máximo) . Por supuesto, las fórmulas mismas, que se enuncian con frecuencia también como expresiones de la economía de la naturaleza, no tienen nada de misterioso para quien conoce el cálculo infinitesimal tenso-rial o el cálculo diferencial absoluto, de que se sirvió Einstein para elaborar sus teorías, y, muy particularmente, el principio de acción estacionaria (de-rivado de otro principio de potencial cinético estacionario de un sistema, llamado principio de Hamilton) ; empero otra cosa es la estructura formal de

'Cobra aquí significado una frase que salió de la boca de una niñita chilena de 7 años, manifestando a su madre que no le gustaría ir al cielo pues «allá ya no existiría más la esperanzas. Por supuesto, hay cierta diferencia: el Juicio Final es materia de la fe y, como también el «Credo», nos pone en perspectiva la vida eterna, mientras que la escatología de la muerte térmica del universo nos brinda la muerte eterna, y eso como expresión máxima de la ciencia exacta ...

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la fórmula matemática, y otra el sentido que se le da en este caso y la viven-cia que ella evoca. En efecto, hay aquí cierto parentesco con la famosa «fór-mula del mundo» laplaciana que supone la existencia de una inteligencia poderosa que, disponiendo de sistemas infinitos de ecuaciones diferenciales referentes a los cuerpos que llenan el universo, podría leer el pasado del mundo y obtener que el futuro llegara a ser abierto ante él.

La fórmula de Einstein es más modesta, solamente supone la existencia de uno que comprende su fórmula; en cambio, ofrece la posibilidad de de-ducir leyes mecánicas y electromagnéticas de ella. Se da a esta fórmula el sentido de «llave del universo»; ahora, lo más curioso es que otras diferentes expresiones de principios extremales, son otras tantas llaves que —lo más extraño— se deducen una de la otra recíprocamente. ¿Cómo es posible y por qué existe aquí —como en el terreno de la física-matemática— una deduc-ción reversible, tan diferente de la deducción orientada de la lógica tradi-cional? Son cuestiones que no interesan a nuestro tema, pues pertenecen al terreno de la lógica dialéctica de la ciencia. Sin embargo, aun aquí no po-demos pasar por alto el hecho, explicable sólo en el contexto de aquella ló-gica, de que las diversas formulaciones que parecen ser tantas «llaves de la realidad», representan, en cuanto se las considere como «llaves», un ingente autoengaño; estas fórmulas no viven, por decirlo así, su propia vida, pues no son otra cosa que la expresión misma de la condición de la determinabi-lidad científica de los fenómenos físicos, importante tesis de nuestro trabajo sobre la lógica dialéctica de la físico-matemática. Es claro que la inclinación a darles el sentido de llaves —ésta que acompaña a sus propios creadores—es una inclinación mágica. Quizás no hubo nadie más que contribuyera a rebajar la idea tradicional de la ley física de su pedestal, para convertirla en simple regularidad estadística, que el famoso Luis Boltzmann. Sin embar-go, aun este físico, tan rigurosamente científico y además de allure optimista —recordemos su célebre teoría, según la cual los estados del universo son siem-pre más y más probables — no pudo contener su arrebato frente a las ecua-ciones de Maxwell, que enlazan -los fenómenos eléctricos y magnéticos y ex-clamó: «¡Fue un Dios quien trazó estos signos!». Y no se diga que aun para Boltzmann, el poder condensador de la realidad en un símbolo matemático, fue en aquel momento de transporte, un signo, pues, ¡qué más caracteriza al mago sino el signo! ... Nos bastan estos ejemplos para atestiguar la acción de un sentimiento mágico en lo inconsciente y, a veces, en la conciencia de los hombres más representativos del saber científico. Y eso es inevitable. En efecto, no hay expresión más difundida y más acreditada que aquella que apunta a los «secretos de la naturaleza», en los cuales la ciencia quiere «penetrar». Empero, preguntémonos seriamente, ¿tiene la naturaleza secretos? y aun ¿puede siquiera tenerlos? Erigir la naturaleza en poseedora de secretos, ya es con toda seguridad actuar como actúa un mago.

El lector, así lo esperamos, va a perdonamos las largas consideraciones ante-riores, que podrían parecer a primera vista una demora innecesaria. Mas no

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lo es si se considera que tratándose de la ciencia renacentista, empapada profundamente con el elemento mágico, hemos sentido la imperiosa necesidad de poner en claro su carácter verdadero en relación con la ciencia moderna, objeto de juicio de los historiadores.

Querer contraponer aun más la ciencia algo mágica del Renacimiento a la ciencia moderna, presuntamente libre de las ataduras mágicas, es una tenta-tiva vana. Por muy distintas que sean las actitudes de la ciencia renacentista de la ciencia moderna en lo que atañe al elemento mágico, sería erróneo pensar que este último haya desaparecido por completo en los tiempos modernos. Cuando Leonardo exclama: «La naturaleza no infringe jamás su propia ley. ¡Oh necesidad inexorable! Obligas, a todos los efectos a ser los resultados di-rectos de tus causas y, por una ley suprema irrevocable, cada acción natural te obedece de acuerdo con el proceso más corto», sentimos la efusión lírica que invade al gran artista, que se consideraba a sí mismo una especie de mago. ¿No lo vemos en su autorretrato? Por otra parte, cuando Newton dice: «La naturaleza se complace en la simplicidad y no gusta de la pompa de causas superfluas», no hay efusión lírica, pero... el contenido es el mismo. Por cierto, Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, concordaban todos en su admiración de la simplicidad y armonía del Universo, y, si esta, actitud tuvo algo de mítico y de todos modos fue muy metafísica, no podemos menos que admirar el feliz error de tantas desviaciones un tanto místicas y metafísicas, que les per-mitió hacer, o acaso —¡qué pensamiento frívolo y heterodoxo!— incluso les facilitó sus descubrimientos revolucionarios.

Las observaciones anteriores nos han parecido indicadas para hacer frente al problema de la verdadera relación entre ciencia renacentista y ciencia mo-derna. Hemos entrado particularmente en el tema de la perspectiva, pues su trasfondo espiritual-ideativo no fue, por lo que sabemos, tomado debidamente en cuenta por otros autores. Esa es también la causa de que hayamos pasado por alto el múltiple aporte del Renacimiento a las ciencias físico-matemáticas y biológicas, pues nuestra tarea no consistía en exponer hechos acreditados, sino en intentar cierta síntesis del modo más general. Con todo eso, pensa-mos que es de mucho interés ahondar un poco más la contribución de la ma-temática «esotérica» en algunos aspectos poco investigados de la historia ge-neral del espíritu. Ya hemos recalcado la importancia que tenían para la ciencia y el arte de los grandes maestros del Renacimiento, el pentagrama y el pentalfa, con todos sus símbolos. Se sabe que en algunas cofradías neopi-tagóricas de la antigüedad, el pentalfa fue adornado con la palabra YGEIA

(significa salud) , cuyas cinco letras estaban distribuidas sobre los cinco vérti-ces de la figura. Trasciende de todo este simbolismo pentagonal —en sus formas de pentágono, pentagrama y pentáculo— cierta profunda intuición de la peculiaridad de estas figuras en el terreno de la vida. En verdad, el espiritualismo pitagórico fue al mismo tiempo un espiritualismo vitalista: para él «todo está lleno de vida», así como lo diría más tarde el genio neo platónico-pitagórico, Leibniz. Nadie puede pensar en serio que los pitagóricos estaban en posesión científica del verdadero significado de la configuración

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pentagonal, a diferencia de otras configuraciones, construibles racionalmente (en el sentido matemático) que prevalecen en el mundo inorgánico. Tanto más llaman la atención el poder anticipador de los atisbos pitagóricos y el papel primigenio de estructuras tan favoritas de ellos, ya que, hablando de una manera general, es la asimetría, y no la simetría, el signo de la vida3.

En efecto, son igualmente verdaderas las sentencias «la naturaleza nunca se repite» y «la naturaleza siempre se repite», ya que la primera rige en la naturaleza viva; y la segunda que no es otra cosa sino la condición de la exis-tencia física, rige en el terreno de la naturaleza inanimada. Así se comprende que el principio de asimetría exhibe el aspecto irracional e irrepetible en la existencia de los seres vivos. Es muy notable que el famoso principio que niega la posibilidad de que existan dos cosas totalmente iguales en el mundo (principio antiguo, al cual Leibniz llamó «principio de la identidad de los indiscernibles») , tomó su origen de la desigualdad entre hojas o ramas de un árbol —metáfora favorita desde los estoicos y los neoplatónicos hasta Pascal y Leibniz. Es manifiesta la vinculación entre aquellos símbolos geométricos de relaciones irracionales y el símbolo vital, vinculación que se expresaba en las figuras favoritas de dos pitagóricos; atisbos éstos anticipadores —no fue otro el origen del mismo principio leibniciano— confirmados por la ciencia contem-poránea. No es la única vez que vienen a manifestarse verdades anticipadoras en recinto de la misma ciencia exacta: basta recordar los télebres nombres de Dirac o de Yukawa en el terreno de la física nuclear. Se entiende que aquellos atisbos pitagóricos no pudieron influir en el decurso de la investigación espe-culativa de la naturaleza, empero, nadie ha de negar su importancia para la historia general del espíritu. Esperamos, huelga decirlo, 'que todas las obser-vaciones que se referían a la presencia de fenómenos mágicos en algunas formulaciones y teorías generales de la ciencia, no darán lugar a algo que en este caso sería un malentendido total: lejos de abogar por el elemento mágico en la ciencia moderna y querer mezclar el uno ron la otra, nos hemos esforzado ante todo en dejar constancia de estos elementos criptomágicos, que con tanta insistencia retornan en el decurso histórico de la ciencia.

B. Ciencia Moderna y Metafísica

En este punto podríamos detenernos, pero dada la índole filosófica de este trabajo, no estaría fuera de lugar recalcar la existencia de otro autoengaño, muy análogo al precedente: se trata de cierta fe profesada por la mayoría de los científicos en la autarquía de la ciencia frente a cualesquiera de los su-puestos extracientíficos, particularmente de índole metafísica. Sólo a título

3E1 célebre fisioquímico van t'Hoff se complacía en recalcar el papel del carbón asimétrico en la constitución de seres vivos. Son también interesantes las ideas del conocido físico suizo Guye sobre el papel de la asimetría en el origen mismo de la vida y, mas aún, las de Pasteur, según el cual da vida está dominada por las acciones asimétricas». «Presiento, decía el gran sabio, que todas las especies vivas son en su estructura y formas exteriores funciones de la asimetría cósmica».

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de ejemplo quisiéramos remitirnos a dos científicos de gran renombre en las últimas décadas, Jeans y Eddington, ambos conocidos como los más eminentes divulgadores de la ciencia en el sentido noble del vocablo a la par que crea-dores originales: su actitud, en la cuestión que nos interesa, similar a la asumida por una gran mayoría de científicos, es hasta cierto grado extraña y merece ser caracterizada. Su punto de partida es el rechazo rotundo de la «metafísica»; no obstante, al término de sus obras, las interrogantes metafí-sicas surgen en toda su potencia. En una de sus obras más leídas, El universo misterioso, Jeans parte de la idea «de que los progresos actuales de la ciencia moderna van a facilitar la contestación de dos grandes preguntas que atañen al universo como un todo junto con su significado, como también, por otra parte, en lo que se refiere al sentido de la vida humana». Estas dos preguntas son muy significativas, pues, precisamente la palabra «universo», presente con tanta frecuencia en los escritos científicos, expresa ya por sí sola un con-cepto eminentemente metafísico o, si se quiere, ultracientífico, y tanto más lo es cuanto más permanecemos inconscientes de su sentido metafísico. Por supuesto, Eddington intenta eludir en su Filosofía de la ciencia física el as-pecto metafísico del concepto universo, al definirlo como un «conjunto dado de conocimientos físicos» para evitar la discusión, obviamente metafísica, so-bre su «existencia real». Empero, esta autolimitación no parece ser más que un subterfugio. Lo «metafísico» no estriba sólo en el problema de la «realidad exterior» del mundo, sino también y ante todo, en el concepto de su totalidad. El sinnúmero de galaxias que se constituyeron en el objeto de nuestro cono-cimiento, y que son tantas otras islas o, como se dice corrientemente, «islas universos», no bastan y no pueden bastar para la estructuración, y menos aún determinación, del concepto de la totalidad del universo. Al hablar del uni-verso en su totalidad, la ciencia, aun por boca de sus más insignes represen-tantes, incide en el error de una extrapolación ilimitada de los datos dispo-nibles; en otras palabras, la ciencia se extralimita, y lo hace casi involutaria-mente. Todas las galaxias que pudiéramos alcanzar con telescopios aun más poderosos que el de Palomar, o por medio de la radioastronomía, aunque representen un todo para nosotros y vale la pena decirlo: un todo que au-menta de ario en año —no por eso presentan el todo del universo. El último sería el exponente del absoluto —y la ciencia física por supuesto no es ciencia del absoluto. Por cierto, muchos son los físicos que, protestando contra la simple generalización de las leyes físicas para abarcar el universo, lo hacen recalcando el hecho de que todo nuestro conocimiento se refiere únicamente a un «rincón del universo» y nada más que a eso, así por ejemplo, Jean Perrin. Sin embargo, al usar la expresión «un rincón del universo», incurrimos en el mismo error de extralimitación, pues, aquel rincón, es lo que es porque se presume pertenezca a un todo del cual él forma parte.

No ha de extrañar que tanto Jeans como Eddington terminen subrayando el carácter «idealista» del pensamiento científico, el cual parece fundirse con su objeto —el mundo por conocer— en un solo todo y primar en su calidad de realidad última. «La mente —dice Jeans— ya no aparece como un intruso

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accidental en los dominios de la materia; empezamos a sospechar que debe-mos más bien proclamarla creadora y gobernadora del reino de la materia». No es otra la actitud de Eddington, quien, después de haber escrito The Na-ture of the Psysical World, prefirió intitular el libro subsiguiente The phylo-sophy of Physical Science. «Es que la simple contraposición del universo físico romo «objeto» al «conocimiento físico» que trata de este «objeto», ad-quirió ahora nuevo matiz al establecerse cierta prioridad del «conocimiento» respecto a su propio objeto que es el mundo físico». En este orden de ideas se comprende la profunda observación de Eddington sobre la ciencia en general. «Hemos vistojque, cuando la ciencia ha llegado más lejos en su avance, ha resultado que el espíritu no extraía de la naturaleza más que lo que el propio espíritu había depositado en ella. Hemos hallado una sorpren-dente huella de pisadas en las riberas de lo desconocido, hemos ensayado, una tras otra, profundas teorías para explicar el origen de aquellas huellas. Final-mente, hemos conseguido reproducir el ser que las había producido, y resulta que las huellas eran nuestras». Es así 'como el elemento metafísico o, de todos modos, ultracientífico, primeramente rechazado en los capítulos iniciales de obras científicas o de divulgación científica, reaparece en toda su magnitud en los capítulos conclusivos. Si esto es una inconsecuencia, hay que aceptarla, pues ¿cuándo el hombre ha sido consecuente consigo mismo? Ya los antiguos sabían que es difícil luchar contra la naturaleza humana, en este caso contra la naturaleza metafísica del hombre: Naturanz ex fuelles (urea, tamen usque recurret.

La actitud de rechazo consciente de la metafísica, acompañada de su em-pleo inconsciente o al menos involuntario por parte de los científicos, puede verse en un grado muy elocuente en una de las obras fundamentales de la ciencia física del siglo pasado, nos referimos a la famosa memoria de Hermann Helmholtz, Sobre la conservación de la fuerza (1847) . «El contenido de esta memoria —dice Helmholtz— interesa a los físicos porque me he esforzado en presentar en ella los principios fundamentales en forma de premisas físicas, independientes de toda consideración metafísica, y con el intento de someter las consecuencias de dichos principios al rigor experimental... Establecer leyes (tales como las leyes de la reflexión y refracción de la luz o las leyes de Mariotte y Gay-Lussac) es el objeto de la ciencia experimental. La teoría, en cambio, intenta inducir las causas ocultas de los procesos, partiendo de las acciones visibles... Nos será necesario buscar los motivos de la variación y seguiremos inquiriendo hasta alcanzar, por sucesivas operaciones, una causa invariable... El objetivo final de las ciencias teóricas naturales será descu-brir las causas primeras invariables de los fenómenos. Es evidente que la ciencia, cuya misión es comprender la naturaleza, debe proceder con el con-vecimiento de que la naturaleza es comprensible y que, de acuerdo con ello, debe investigar y sacar conclusiones... El hombre de ciencia toma en cuenta tan sólo las existencias, independientemente de toda acción de los elementos del mundo sobre nuestros sentidos y de las influencias de aquellos elementos entre sí. A este aspecto de la realidad llamo substancia' o 'materia'. La uta-

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teria en sí misma es algo inanimado y desprovisto de acción. Los objetos naturales no son, sin embargo, pasivos; precisamente tenemos noticia de su existencia por la acción de los mismos sobre nuestros sentidos. Deriva de esto la segunda abstracción, Hay que referirse a cualidades que en el primer caso fueron excluidas; la capacidad de producir efectos. En otras palabras, de ejercer. `fuerzas'... Es así como el problema de la física será el de referir los fenómenos naturales o fuerzas invariables de atracción y repulsión, cuya intensidad depende de la distancia. La resolución de este problema es con-dición primera para la total comprensión de la naturaleza... pero las ciencias, de la naturaleza no se satisfacen con explicaciones a medias y de compromiso. Serán nociones valederas únicamente aquellas que se encuentren en armonía con el concepto de fuerzas simples. Una explicación será científica en 'cuanto la reducción de un fenómeno natural, a los efectos de fuerzas simples, sea completa ».

El citado fragmento de Helmholtz es muy característico. No se trata en este caso de aquel insigne promotor del principio de conservación de la energía, del médico Julio Mayer (1842) , físico y metafísico de vocación. En efecto, su descubrimiento de la equivalencia entre diferentes formas de energía fue fruto de una intuición genial, animada de cierto fervor metafísico que le hizo declarar «en cambios eternos circula a través de la naturaleza muerta y viva la misma fuerza, sola y única». En cambio, Helmholtz fue un adversario declarado de la metafísica, adversario consciente, aunque su partidario in-consciente. A pesar de haber mostrado explícitamente su rechazo a «toda consideración metafísica», su intento la contiene en grado sumo. En efecto, el autor tiende a alcanzar por sucesivas operaciones, una «causa invariable», pues, «el objetivo final es descubrir las causas primeras e invariables de los fenómenos». Creemos oír otra vez a Newton cuando exaltaba el tiempo abso-luto y el espacio absoluto, al cual consideraba como sensoriunz Dei (como órgano sensitivo de Dios) , ya que «el espacio absoluto permanece por su naturaleza siempre semejante a sí mismo e inmóvil»4. Como si esto fuera poco, Helmholtz evoca también la necesidad de que la ciencia se «encuentre en armonía con el concepto de fuerzas simples y con las consecuencias que de tal concepto deriven». Así el famoso principio de simplicidad (simplex si-

gillum veri), al cual recurrieron Copérnico, Kepler, Galileo y Newton, prin-cipio que los teorizadores rigurosos de la ciencia tachaban siempre de aprio-rístico y metafísico, festeja aquí su triunfo. Esta circunstancia es aún más notable si tomamos en cuenta la orientación general de Helmholtz, la cual tanto en sus trabajos experimentales como en los escritos filosófico-científicos, presenta una nota empírica muy destacada. En este lugar pasamos por alto

4No se acostumbra decir que el espacio y el tiempo absolutos representan residuos metafísicos o metafísico-religiosos en el edificio científico newtoniano. Como se sabe, Newton postulaba, además de una creación definitiva de la máquina mun-dial, intervenciones esporádicas del Sumo Hacedor a fin de reparar las inevitables irregularidades del sistema del mundo, tesis esta última que fue eliminada por la forma más perfecta que el gran Laplace dio a la astronomía.

otra simplificación que pretende ser científica: la reducción de todos los fenómenos naturales a «fuerzas invariables de atracción o repulsión», sim-plificación que hoy día nadie está dispuesto a aceptar.

Hablar en nuestros tiempos —y las líneas precedentes van en esta direc-ción— de las imbricaciones metafísicas de la ciencia, significa echarse encima a un sinnúmero de cultores científicos respetables, pero también significa poder encontrar un eco en otros científicos, quizás menos numerosos. Tene-mos la impresión de que es creciente el número de estos últimos; así, por ejemplo, Edwin Arthur Burtt, eminente profesor de filosofía de la Univer-sidad de Cornell, quien no vaciló en investigar «los fundamentos metafísicos de la ciencia moderna», como reza el título de su interesantísima obra.

El profesor Burtt considera como un rasgo individualizante de la meta-física subyacente en la ciencia moderna, la fe unánime de sus creadores en la vigencia de la matemática para conocer la naturaleza y penetrar en su más recóndita esencia. Por supuesto, esta fe —pues se trata de una fe— tiene algo metafísico, ya que está emparentada con aquel famoso principio de simplicidad. Sin embargo, es difícil encontrar una disciplina científica que esté libre del todo de ciertos elementos metafísicos. Ni siquiera la misma ciencia matemática, cuya estructura aparece en el libro del profesor Burtt más bien como desvinculada de cualquier enfoque metafísico. No es este el lugar para tratar debidamente un problema de tamaña importancia y, no obstante, quisiéramos hacer ciertas alusiones en este sentido. Nos referimos al concepto de números transfinitos junto con la teoría de conjuntos infinitos, desarrollada por aquel genio que revolucionó con sus concepciones la estruc-tura de diferentes ramas de la matemática y que se llamaba George Cantor. No cabe duda de que el modus operandi con magnitudes infinitas, ideado por Cantor, siendo relativamente simple y estando, por lo tanto, al alcance de un cálculo apropiado, pertenece a la ciencia matemática; empero, ¿sucede lo mis-mo con las raíces y todo su trasfondo difícilmente analizable? Recordemos que él mismo, en sus primeros escritos, aparecidos en una revista filosófica, se refiere a los neopitagóricos de la Antigüedad, aceptando aun sus términos griegos. Empero, la índole neopitagórica de la creación cantoriana esconde problemas muy profundos que quizá no fueron tomados en debida consi-deración. Para no hacer más que rozar este sublime problema, quisiéramos insinuar que el concepto mismo del infinito actual (también en su forma de número transfinito) tiene como estructura una representación sui generis del tiempo y de la eternidad, muy diferente de aquella que subyace en la idea del infinito potencial. Este último se acomoda con la idea del tiempo rectilíneo y unidireccional, lo que se puede advertir aún en la concepción newtoniana de la variable independiente como cuantitas pariter fluens, que el mismo Newton asimila al tiempo como eje de abscisas. Es de suma importancia darse cuenta de que estamos aquí en el terreno que rebasa los límites de la lógica común. Así, para muchos lógicos, la diferencia entre la concepción aristotélica de futuros acontecimientos libres como fuera del alcance de principios lógicos fundamentales (la sentencia «mañana habrá batalla o no», no está supeditada

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a las alternativas de exclusión) , y la concepción correspondiente de los estoi-cos que admitían aquí la vigencia del principio del tercero excluido, se encontraría en el terreno de la lógica y sería de su incumbencia. Empero, no es así. Lo que diferencia a estas concepciones, es la idea de tiempo que, por decirlo así, es discurrente en Aristóteles y estacionaria en la doctrina estoica: para éstos los sucesos futuros ya existen en el presente, y esta circunstancia determina su posición «lógica». Algo parecido sucede con la creación can-toriana que presupone el infinito como perfectum praesens, y no como un futuribile. Por otra parte, el concepto de eternidad, junto ton el enfoque, por decirlo así, anficrónico del tiempo en el sentido de una ambivalencia o interversión mutua del pasado con el futuro está ligado —y lo estuvo siem-pre desde la Hélade hasta • la India— con la vivencia valórica de la eter-nidad como beatitud final. Por algo algunos de estos conceptos, elaborados por vez primera en las postrimerías de la Antigüedad, en la especulación neopitagórica-neoplatónica (y que, por supuesto, van más allá del marco conceptual del principio de correspondencia biunívoca, inseparable del ma-nejo «científico» de las magnitudes infinitas y sus relaciones de equivalencia), encuentran una lejana anticipación en la célebre obra de Boecio, donde la definición (clásica) de la eternidad, dista muy poco de la beatitud. Todo esto lo notamos sólo de paso, ya que para fundamentar nuestra visión del trasfondo metafísico de las teorías cantorianas, sería necesario todo un volumen. Empero, un eco lejano de las conexiones aquí aludidas se encuentra aun en la exclamación del famoso matemático David Hilbert, el mismo que profesaba menos que cualquier otro una simpatía a la metafísica de la mate-mática: « ¡Del paraíso que creó Cantor, nadie va a poder expulsarnos!»

El positivismo matemático de Hilbert esta vez prorrumpió en una exclama-ción lírica, destinada a fundir en uno el infinito y la felicidad. Por supuesto, estas observaciones podrán no parecer convincentes a muchos matemáticos, ya que otra cosa es la génesis de las ideas de Cantor —aun si fuese metafísica—y otra cosa es el modus operandi que él creó y que los numerosísimos canto-rianos no dejan de cultivar con un espíritu ajeno a cualquier tinte meta-físico. Se comprende que el pensamiento, una vez nacido, tiene en adelante su propia vida, que puede ser independiente de los móviles que estaban presentes en rededor de su cuna. Sin embargo, esta circunstancia está lejos de agotar todas las facetas de nuestro problema.

Hemos visto por lo anterior que la ciencia moderna está lejos de ser ajena a elementos mágicos o criptomágicos; pero —y a fortiori— que tampoco puede ser libre de elementos metafísicos. Tuvimos que ahondar en esta cuestión con más detenimiento, ya que la opinión corriente, compartida ade-más por muchos sabios de renombre, tiende a poner énfasis en el contraste casi absoluto entre la ciencia renacentista, ocultista y metafísico-mística, y la ciencia moderna, presumiblemente libre de todo lastre de prejuicios meta-físicos que impidan su desarrollo. Hasta qué grado esta visión algo simplista, ignorando la íntima conexión de la ciencia en todo el transcurso evolutivo, con la filosofía, está difundida entre los científicos aun más eminentes, lo

muestra el ejemplo del propio Jeans. «A Aristóteles incumbe haber inventado la lógica formal y, conforme algunos piensan, eso fue un desastre aun más grande para la ciencia que la Física del mismo autor ... postulando que todas las ciencias deben tener la certeza de la matemática, Aristóteles impuso a éstas las limitaciones de la matemática que nunca puede dar lugar a un conoci-miento nuevo, sino que sólo transforma lo antiguo, presentándolo en una vestimenta nueva ... El método de Aristóteles fue siempre el de la deducción, y como sus premisas fueron casi invariablemente falsas, sus conclusiones tam-bién lo fueron. Casi dos milenios han transcurrido antes de que los métodos deductivos de Aristóteles fueran descartados en favor del método inductivo —y desde ahí el progreso se hizo rápidos».

Que la nueva ciencia galileo-newtoniana, reposada sobre una feliz unión de la deducción con el método inductivo-experimental y que el mismo Aristó-teles fuera un sagaz observador y también experimentador, queda fuera del alcance del pensamiento de Jeans, por no mencionar otros dos errores en que incurre: el de atribuir a Aristóteles una orientación matemática para la ciencia natural, que es precisamente lo que le faltaba y el de menospreciar la mate-mática por considerarla inadecuada para el surgir de nuevas verdades físicas en razón de su índole básicamente opuesta a lo nuevo.

'The Growth of physical scienar., seg. ect., p. 52.

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Capítulo Cuarto

CIERTOS MALENTENDIDOS SOBRE EL VALOR FILOSOFICO

Y CIENTIFICO DEL RENACIMIENTO

Pasemos a los juicios generales sobre el Renacimiento vertidos por hombres de la talla de un Maritain o un Gilson, en cuanto son opuestos a las intencio-nes de los creadores del concepto mismo del Renacimiento, que fueron Miche-lety Burckhardt En cuanto a Maritain el lector recordará sus opiniones, en lo que atañe al Renacimiento, todas ellas de carácter extremista. Luego, no contento de condenar como sumamente perniciosas las doctrinas de Lutero y de Rousseau, envuelve en su juicio reprobatorio también a Descartes, «fuente principal de los errores espirituales de la historia moderna» (Los tres Refor-madores). Frente a un extremismo que hace cualquier discusión muy difícil, bastaría recordar que Malebranche, reconocido como el más gran filósofo francés después de Descartes y cuyas dotes como teólogo oratoriano nadie discute, fue, todos los saben, un cartesiano ... También la reprobación de la época llamada Renacimiento por Gilson —cuya actividad extensa y penetran-te como historiador de la filosofía medioeval y moderna no puede menos que suscitar la más viva admiración— llama poderosamente nuestra atención, ya que, de ser acertada, equivaldría a un juicio desesperado respecto de toda la historia moderna y pensamiento moderno, en particular. «Es necesario re-legar al dominio de la leyenda la historia de un renacimiento del pensa-miento que siguió a siglos de sueño, oscuridad y error. La filosofía moderna no tuvo por qué luchar para establecer los derechos de la razón en contra del Medioevo; fue al contrario, el Medioevo el que los estableció, y la manera misma por la cual el siglo xvii se imaginaba abolir la obra de siglos anteriores, no hizo más que continuarla». Por cierto, la Edad Media no representó ni por mucho una simple era del obscurantismo, y sería ya tiempo que cayera en desuso el término tan corriente de Dark Ages que todavía se mantiene por inercia, particularmente en países de habla inglesa. Tampoco se justifica la

opinión de que la filosofía en la Edad 1VIedia fuera simple sierva de la teolo-gía —tal como reza la conocida fórmula: philosophia ancilla theologiae—, pues existió también en aquel entonces un adagio que certifica lo contrario: Res-pecto de los argumentos de la razón, una referencia a la Sagrada Escritura o a los Concilios debe ocupar el último lugar: Locus ab auctoritate infinnts est. Pero, de ahí a sostener que los derechos de la razón frente a la creencia, ya hubiesen quedado plenamente establecidos, hay todavía un largo trecho. Hay más. La aseveración de que el pensamiento en el siglo xvii (Gilson se refiere manifiestamente a Descartes) no es sino una continuación del Medioevo, no carece por supuesto de fundamento, pero requiere una mayor profundización —y ahí tropezamos con la necesidad de no pasar por alto precisamente la in-fluencia y la importancia del Renacimiento. Todos sabemos que Descartes se dio a la tarea de construir un sistema filosófico nuevo en contraposición a la escolástica y centrado en su propio pensamiento. De ahí la graciosa boutade de Voltaire:

Descartes, n'ayant jamais rien lu, meme pas l'Evangile Por otra parte, nadie ignora el subtítulo que dio Descartes a sus Meditacio-

nes: en las cuales se demuestra claramente la existencia de Dios y la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre. ¿No es éste el programa tradicional de la escolástica? Con todo eso, la conexión íntima de la filosofía cartesiana con el pensamiento medioeval —lo que ha estudiado Gilson con tanto brillo en uno de sus libros— resulta ser, a grandes rasgos, más bien una reanudación del pensamiento de San Agustín que una continuación de la gran escolástica del siglo xin. Y no se trata en este momento, como uno podría pensar, del Cogito, formulado ya otrora por San Agustín, sino de una de ciertas tonalida-des básicas del pensamiento cartesiano. Se trata del primado de la experiencia interior subyacente en el cartesianismo, con lo cual el así llamado «idealismo moderno», inaugurado por Descartes, presenta rasgos tan diferentes del idea-lismo antiguo. En efecto, el idealismo platónico-aristotélico concuerda intrín-secamente 'con el realismo y se podría caracterizar como un idealismo realista: las ideas platónicas y aun los universales aristotélicos, además de ser objetos de pensamiento y, por lo tanto, objetos ideales, constituyen cierta realidad o, más bien, la verdadera realidad; en cambio, el idealismo moderno, al contraponer la vivencia cognoscitiva, como algo interior y absolutamente cierto, a la dudosa existencia exterior sensible, se coloca en abierta oposición con el realismo: pensemos en Berkeley. Ahora bien, este principio de primacía de la experien-cia interior, generalmente ajeno al pensamiento antiguo (exceptuando en cierto modo a los escépticos) halló su expresión, antes de otros, en las creacio-nes de San Agustín, síntesis éstas de inspiración neoplatónica con las ideas de San Pablo acerca del hombre interior. Podría, pues, decirse, sin mucho exagerar, que el cartesianismo representa esencialmente una vuelta a San Agustín. La filosofía medioeval se desarrolló en dos períodos; primero, el (neo) platónico-agustiniano y, desde mediados del siglo xm hasta mediados del siglo xxv, el aristotélico. A este último siguió el período del nominalismo occamista hasta fines del siglo xv. La vuelta a Agustín ya en pleno siglo xvii

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se puede comprender como reaparición de la corriente platónico-plotiniana, relegada a segundo plano por el aristotelismo triunfante del siglo xin —la llamada «Gran escolástica». Así, desde nuestro punto de vista, el ritmo alter-nante — (neo) platonismo agustiniano y aristotelismo— no se limita a la Edad Media, pues trascendiendo sus límites cronológicos, resurge, aunque en di-mensiones más modestas, en el siglo xvn para inaugurar la filosofía moderna.

En verdad, la vinculación del cartesianismo y, más aun, de los grandes siste-mas que le siguen —el de Spinoza y el de Leibniz— con el pasado medioeval, resulta más íntima todavía que la implicada en la tesis gilsoniana, referida simplemente a la Gran Escolástica del siglo xrn. Empero, sería un gran error pensar que también esta última vinculación fuese directa y no a través del pensamiento renacentista. Efectivamente, durante el Renacimiento se produjo un cambio profundo en la manera de concebir las relaciones entre Dios y cosmos: la contraposición dualista en el pensamiento medioeval cede ahora su lugar a un doble proceso; el de la divinización del cosmos y de la cosmización de la divinidad, resultando una concepción más bien monista. Al mismo tiempo, la doctrina más característica de la Gran Escolástica, la llamada teolo• gía natural, que tenía por tarea fundamentar con la sola ayuda de la razón (lumen naturale) la existencia de Dios y sus principales atributos, sufrió ella misma una transformación en el curso del siglo xvu, no tanto en el pensa-miento de Descartes, como en el de Spinoza y Leibniz. La teología natural de la Gran Escolástica tenía un carácter discursivo-dualista, conforme a la idea de una verdad bigradual donde la Gracia se sobrepone a la naturaleza sin borrarla: Gratia naturain non tollit sed perficit, como dice Santo Tomás de Aquino. En cambio, la idea, propia del Renacimiento, de una compenetra-ción de Dios y naturaleza tuvo como efecto algo que podría denominarse un «cosmoteísmo monizante», lo que preparó el camino para una teología na-tural de tipo diferente, esta vez intuitivo-discursivo que reviste una forma todavía casi dualista en Descartes, pero monista en Spinoza y monizante en Leibniz. Este cambio de la índole de la teología natural queda explicado precisamente por el pensamiento renacentista que transmitió aquellas trans-formaciones profundas al siglo xvn. Es por la influencia de la filosofía rena-centista con su «cosmoteísmo monizante» que la filosofía del siglo xvn se pre-senta, particularmente en Spinoza y Leibniz, como una especie de nueva esco-lástica, esta vez escolástica no-dualista. Por todas estas razones sustentamos que del seno de la teología natural de la Gran Escolástica, profundamente trans-formada por el Renacimiento, nace, en el siglo xvn, la filosofía moderna. Esta tesis que aquí no hacemos más que esbozar', explica al mismo tiempo el porqué de la diferencia que media entre la filosofía continental del siglo xvn y la inglesa de ese tiempo y de siglos posteriores. Es que esta última, procediendo

'La fundamentación de esta tesis, anunciada ya en mi trabajo Con111i: Razón y la Fe (Varsovia, 1922) , representa uno de los plintos principales del trabajo int. Estructuraczon de la Escolástica y su_proceso_de_transformaciOuen _la. Filosofía Moderna que esperamos editar pronto.

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ante todo del occamismo, permaneció forzosamente ajena a las influencias transformadoras del espiritualismo gnoseo-ontológico de índole monista, pro-pio del Renacimiento.

A la luz de lo antedicho se comprenderá mejor el proceso de transición del pensamiento medioeval al moderno: el Renacimiento representa un ataque a la Escolástica, conducido, por decirlo así, desde afuera, mientras que la filo-sofía de Spinoza y Leibniz representa una disolución de la Escolástica tradicio-nal, desde adentro, adaptándose Spinoza y Leibniz (cada uno en un grado diferente) a la estructura del pensamiento escolástico para transformar la Escolástica dualista en una monista o monizante. En esta última desaparece la diferencia tradicional y de primerísima importancia entre Dios, considerado en su constitución intrínseca (Deus ad intra) y Dios en su, acción exterior (Deus ad extra); ambas esferas se fusionan o, más bien, la esfera de Deus ad intra, tiende a absorber la otra, y eso porque la trascendencia divina está ligada a la idea de Dios ad extra, mientras que la inmanencia divina está más conectada con la idea de Dios ad intra. Según la concepción teológica comúnmente aceptada, tanto la razón como la voluntad —los dos atributos tradicionales de la divinidad— tienen el carácter necesario en lo que atañe a Deus ad intra, ya que aquí rige el principio in Deo omnia necessitantur; en cambio, la liber-tad es un rasgo básico en la otra esfera, la de Deus ad extra, ya que es en la relación de Dios con el mundo que se exterioriza la incondícionada libertad divina. Se comprende ahora que lo característico de la primera esfera, con su enfoque de necesidad intrínseca, tiende, en el cosmoteísmo, a matizar la otra esfera; de ahí el necesitarismo de Spinoza y de ahí que las mónadas de Leibniz no tengan ventanas. Detengámonos por un momento en este punto. La inter-pretación corriente de la famosa frase les monades n'ont pas de fenétres supo-ne que por no tener las mónadas influjo unas sobre las otras, por eso no tienen ventanas; sin embargo, no es ésta la intención profunda del pensamiento leibniciano, para quien esta imposibilidad de vínculo, propio de las mónadas, se deriva del hecho de ser cada mónada una divinidad a la vez que el mundo entero en miniatura: las mónadas se desarrollan cada cual según sus leyes intrínsecas (lex continuationis seriei suarum operationum), ya que las leyes intrínsecas de las mónadas son en su esencia las leyes de Deus ad intra.

En vista de lo anterior, la tesis de Gilson puede revelarnos lo que tiene de verdad aceptable y lo que tiene de inexacto e inaceptable. La dependencia de la filosofía moderna respecto de la medioeval va a aparecer ahora aún más estrecha y más ahondada en comparación a la visión gilsoniana, al mismo tiem-po, su actitud despreciativa respecto al Renacimiento caerá por su peso: es el Renacimiento mismo que se revela como un factor decisivo en la formación de aquella filosofía del siglo xvit que, para Gilson no parece sino una conti-nuación de la Medioeval. Para finalizar esta importante tesis nos remitimos al cuadro al término del presente capítulo, que intenta ilustrar el proceso de transformación de la filosofía medioeval en la moderna.

Quizás un solo punto de importancia nos queda por aclarar para llegar a la raíz de la visión extremista, enunciada por Gilson y compartida por algunos

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escritores de tendencia estrictamente católica. Si nuestra tesis da un mayor signficado a la vinculación de la filosofía moderna con la medioeval que la tesis de Gilson, se debe a que nosotros hemos intentado poner de relieve la influencia del conjunto de la filosofía patrístico-medioeval, con la in-clusión de San Agustín y no considerar la sola corriente aristotélico-tomista de la Gran Escolástica del siglo xiii. Este último tópico tiene profundas implicaciones, ya que involucra todo un complejo de aspectos de gran im-portancia para el enfoque general de la historia de la filosofía y, muy parti-cularmente, para apreciar justamente el pensamiento renacentista. Se trata de la preponderancia que tiene el problema del ser en la corriente aristotélico-tomista frente al problema moderno del proceso y del conocimiento. Tratán-dose del Renacimiento, es particularmente importante el primer proble-ma; y ambos, tratándose de la filosofía moderna en su conjunto incluso en los siglos xix y xx. Quisiéramos recalcar que los obstáculos en la trayec-toria del pensamiento medioeval se deben ante todo a cierta incongruencia que existió entre el aparato conceptual, heredado de la Antigüedad, y el nuevo enfoque cognoscitivo y las nuevas concepciones de la vida anímica que se formaron a 'consecuencia de la nueva creencia religiosa. Es que esta últi-ma confirió al concepto de la materia, casi negativo en la corriente platónico-plotiniana y algo más positivo en la corriente aristotélica, una consistencia aun mayor; además, de eso, contrapuso la facultad volitiva, casi desconocida en su autonomía por el mundo pagano, y a la cual dio .el rango de factor activo por excelencia, a la facultad más bien pasiva del 'conocimiento. Este proceso dio lugar al advenimiento de una disyunción ontológica y a una escisión entre el «sujeto» y el «objeto», entre «conocer» y «ser» —procesos complejos y poco investigados que sólo podemos mecionar aquí. Con todo esto, el antiguo concepto platónico-aristotélico de ser, que representaba al mismo tiempo el de valor (hemos denominado en otra parte esta posición 'clásica como valeresse y adverso a la contraposición «sujeto-objeto») , hubo de mantenerse por inercia en el pensamiento medioeval a despecho de las nue-vas exigencias y nuevas posturas cognoscitivas, implícitas en la creencia religiosa cristiana. La transformación conceptual que aquí anotamos sólo de paso, aunque de primerísima importancia, pocas veces fue considerada en su significado cabal por los historiadores de la filosofía. Son conocidos los avatares que sufrieron las nociones de sujeto y objeto en la transición desde el Medioevo a los tiempos modernos; así el insigne pensador alemán Rodolfo Eucken subrayó (en su conocida obra sobre la historia de la terminología filosófica) , la circunstancia de que los términos «sujeto» y «objeto» inter-cambiaron su sentido en el siglo xvn para significar en adelante el uno lo que hacía anteriormente el otro y viceversa. Empero, ni el mismo Eucken siquiera se planteó la pregunta de las razones profundas de tan notable Be-deutungswandel. Esto se comprenderá a la luz de lo aquí desarrollado, ya que el intercambio en cuestión exterioriza las etapas de la disyunción del con-junto axio-ontológico, legado por la filosofía platónico-aristotélica: la dis-yunción mencionada arrastró consigo hasta el mismo destino de las nociones

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del ser y el ente, las cuales, pese a las apariencias, no pudieron ya apuntar a lo mismo en el Medioevo.

Si Aristóteles legó a la posteridad los dos pares correlativos de acto-poten cia y forma-materia, paralelizados entre sí, no es un azar que no le hubiese preocupado —pues no lo conocía, no podía conocerlo— el arduo problema que surge en la mitad del siglo xiii a su raíz del tercer binomio, el de esencia-existen-cia. Pese a la aseveración de M. de Wulf, pensamos que el binomio esencia-existencia, no estaba insinuado en el sistema aristotélico, aunque, claro está, la sola ambigüedad del vocablo usia que significa 'esencia' a la vez que 'sustancia', basta para cerciorarse de la proximidad y actualidad moderna del problema respecto al ideario aristotélico. En efecto, el binomio en cues-tión deriva de una capa postrera del pensamiento antiguo de índole neopla-tónica, reforzado aún más por la influencia de la creencia cristiana, o en general, monoteísta, ya que —a consecuencia de la nueva actitud anímica—los conceptos mismos de existir, ser y conocer, junto con las vivencias que los acompañan, han cambiado profundamente en tiempo medioevales res-pecto a los antiguos, y han comenzado a apuntar a algo nuevo. Tuvieron que tornarse problemática todas las tentativas de analogizar y paralelizar los miembros del nuevo binomio con los dos, heredados de Aristóteles. De. jando de lado el problema de saber si es posible reducir en forma tal y cual el problema «esencia-existencia» a las relaciones entre los miembros de los dos primeros binomios —pues casi todo lo más candente de la Gran Esco-lástica está suspendido de este punto— es un hecho que el problema de relación entre esencia y existencia (o el existir) siempre se concibe y plan-tea como expresable en términos de los dos primeros binomios. Las difi-cultades que de ahí surgen son innúmeras e insuperables. Ellas derivan, al menos en parte, de ciertas insuficiencias del mismo paralelismo entre aque-llos binomios, rigurosamente analogizados por Aristóteles. Aquí trasciende la importancia que cobró en Aristóteles el enfoque del proceso o desarrollo, puesto en una analogía completa con lo que subyace en el binomio «forma-materia», de carácter más bien platónico-eleatense. Pero aun así, el pensa-miento aristotélico nos deja vislumbrar algunas grietas latentes. Es que en todo el pensamiento griego, particularmente en la época clásica (no nos re-ferimos en ningún caso al pensamiento de las postrimerías de la Antigüe-dad), está vigente la estrecha vinculación, por no decir asimilación red-Foca, del problema del devenir con el de la materia; esto también es propio al aristotelismo, que no se aparta del fondo eleatense del pensamiento griego con su preponderancia a la visión estática del universo. La asimilación de la potencia a la materia, reduce también la pareja acto-potencia, esquema de proceso, a un esquema óntico-estático. Y, si ya el relacionar el devenir con la materia, actitud tan profundamente arraigada en el pensamiento griego (cosa que no fue, quizás, puesta en su debido lugar por Rivaud en su exce-lente libro sobre el problema del devenir en el pensamiento- griego), ase-guró la primacía del enfoque eleatense en la filosofía antigua, esta primacía

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tendrá que mantenerse y aun acentuarse más con la intususcepción del bi-nomio «esencia-existencia» dirigido hacia el ser y no al devenir o proceso. De todos modos, las grandes aporías del pensamiento escolástico, ligadas particularmente a la ineludible tendencia a expresar el binomio «esencia-existencia» en términos de los otros dos binomios —ellos mismos no paraleli-zables por completo— podrían considerarse como una consecuencia de la imposibilidad de paralelizar el tercer binomio con los dos restantes, aun cuando estos fuesen paralelizables. Para encontrar la solución al problema «esencia-existencia», siempre por referencia a la relación entre los miembros de los dos primeros binomios, habría sido necesario salirse del plano que los cobija —fundamentalmente un plano eleatense — y pasar ya al espacio tri-dimensional. Algo así como, para solucionar el problema deliro de la redu-plicación del cubo, Arquitas de Tarento supo proponer una construcción en el espacio por medio de intersección de figuras planas en movimiento.

Lo mencionamos a título de simple comparación no del todo fuera de lugar, ya que es preciso salir también del plano de lo «óntico» al plano «valórico» para dar con el binomio «esencia-existencia» inexpresable en los términos de los otros dos. Es que la «esencia» se sale del plano del ser pues representa una proyección de lo valórico. Esta tesis, que no podemos fun-damentar aquí, es en cierto sentido opuesta a la de Max Scheler, para quien los valores son esencias, y no a la inversa. Aun dejando de lado la «esencia-lización» que sufre el verbo 'existir' en el mismo término «existencia», para-lelizado con el de «esencia», y recurriendo a la expresión «acto de existir» para contraponerlo a la «esencia», no habrá con esto ningún cambio fun-damental, ya que siempre nos moveremos dentro del marco de denomina-ciones tradicionales, forjadas por el espíritu griego del período clásico con su sello sustancialista.

Sea lo que fuere, la tendencia a atribuir la perfección máxima a un sistema que pone el puro «esse» en el corazón de la realidad, hace caso omiso del concepto de proceso, tan característico del pensamiento moderno y también de la Antigüedad muriente (cosa muchas veces no valorada) , pero ajeno al pensamiento • clásico griego, cuya renovación pretendía ser la Gran Esco-lástica medioeval. De ahí también la tendencia de algunos pensadores ca-tólicos —Gilson es su expresión máxima y su portavoz a la vez— de ver en cierta metafísica del ser, que él llama la «metafísica del Exodo» el apoyo de esta filosofía «existencial» (naturalmente, en el sentido diferente de las filosofías «existencialistas» de nuestros días) . Ya de la época patrística fluye la predilección por la célebre sentencia bíblica sum qui sum como el apoyo más seguro para la especulación filosófico-cristiana que culmina en la obra de Santo Tomás. Sin embargo, dado que la Biblia no es una filosofía aun cuando implícitamente la contenga, queda por saber si aquella enunciación puede comprenderse como aludiendo al concepto del esse por antonoma-

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sia. Tenemos la impresión de que la sentencia en su forma latina, consagrada por la tradición milenaria, acaso no sea congruente por completo con el original hebreo.

Pensamos, pues, ayudados además por nuestro conocimiento, todavía muy escaso, del idioma hebreo, que la frase éhie ashér éhie apunta, por su contexto mismo, a cierto matiz (propio a la forma intensiva del verbo) que podría traducirse más bien como sum egomet ipse qui sum, significando el ser dinámico antes que tó esse; en otras palabras, una soberana autoafir-marión.

A favor del sentido de autoafirmación que parece ante todo expresar el texto sagrado, podría invocarse también la circunstancia de que, en algunas ocasiones, después de enunciarse la orden o el precepto, la sanción viene expresada por el solo pronombre Yo, (Yahveh), encontrándose omitido el verbo «ordenar». Parece como si el soberano «Yo» y «Yo que existo» apun-tan a la misma idea. Empero, eso se aplica a la primera persona, y no a la tercera como en la frase «El que es te envía», invocada en el desarrollo de la «Metafísica del Exodo» por el ilustre investigador francés2.

Este es un punto en el que no podemos evitar ciertas observaciones. ¡Tan grande es la importancia del tópico! Se trata de que aun la versión sum egomet ipse qui sum que acabamos de proponer, no expresa más que la primera corrección de la versión usual, o, si se quiere, la primera aproxima-ción al texto original— y eso por una razón muy simple. El idioma hebreo (como el griego, latín y sánscrito en sus etapas primitivas) , antes que tiem-pos gramaticales conoce más bien sólo los «aspectos», circunstancia bastante conocida y subrayada entre otros autores por el famoso hebraísta Gesenius en su célebre Hebraische Grammatik. Como se sabe, en los idiomas eslavos existen hasta hoy día sólo los aspectos perfecto e imperfecto, para expresar por medio de éstos los tiempos gramaticales. Ahora bien, éhie por sí solo expresa el futuro, ya que en el hebreo no hay presente propiamente tal, y sólo en segundo lugar podría expresarlo. Por lo tanto, la única versión correcta sería: sum egomet ipse qui ero («soy el mismo que seré») . Esta ambivalencia de éhie tal vez sea parecida a la simultaneidad del futuro y del presente en idiomas eslavos. Así Bede (en polaco) o Budu (en ruso) , que representan la primera persona del indicativo del verbo polaco Bye y del ruso Byt' y que significan «ser», apuntan al futuro, mientras que el parti-cipio invariable del mismo verbo que reza Bedac (polaco) o Búduchi (ruso) , apuntan al presente. No hemos podido pasar en silencio este tópico tan im-portante, ya que la versión sum qui sum tiene detrás de sí una tradición milenaria que se complace en darle un sentido puramente estárico-ontoló-

2E1 texto bíblico dice «Yo soy te envía» y no «El que es te envía». Nótese que en la edición castellana del P. Bover, S. J., aparece la primera frase y no la segunda, más apta para una «Metafísica del Exodo» en el sentido de la pri-macía del «esse» sobre la inmutabilidad o eternidad, aunque se admita que estos conceptos sean convertibles.

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CUADRO IV

ESQUEMA DE LA TRANSFOR/VrACION DE LA FILOSOFIA MEDIOEVAL EN

LA FILOSOFIA MODERNA

pico, al paso que el sentido del texto original —«soy el mismo que seré»—parece apuntar más bien , a la inmutabilidad y eternidad divinas; y esto pro-duce una impresión estremecedora por la simplicidad incomparable de su formulación. Compartiendo junto a Santo Tomás y su comentador la honda impresión que se desprende de haec sublímis veritas, estamos en desacuerdo con Gilson cuando trata de presentar el texto bíblico en apoyo de una Meta-física del Exodo como metafísica del puro esse o del «acto de existir». Hablan-do de una manera aún más general, no podría extrañar la incongruencia de la traducción tradicional con el texto sagrado original, ya que desde antiguo la inadecuación de las traducciones del hebreo a otros idiomas fue notada y recalcada. Quizás, con la mayor elocuencia viene a expresarse este hecho en las siguientes palabras del Prólogo al libro deuterocanónico Ecclesiasticus o Sabiduría de Siracides: «Pues los términos hebreos no tienen igual fuerza, traducidos a lenguas extranjeras y eso no sucede solamente en este libro, sino también en la Ley misma, los Profetas y demás libros que, vertidos, son diferentísimos del sentido que tienen en su propia lengua». Empero, no es

(Filosofía moderna como heredera —y no sólo sucesora— de la filosofía medioeval)

i período (hasta mediados xm) : verdad homogénea n período (la Gran Escolástica) : verdad bigradual Teología natural (discursivo-

dualista) in período- (ocaso mcd. xw-xv) : verdad escindida

fideísmo w período (extraescolástico) : verdad doble Divinización del mundo

(protestantismo) Cosmización de la divinidad)

gnoseomonismo

éste el lugar para desarrollar más un punto de suma importancia que seña-lamos forzosamente sólo de paso.

El sentido de este cuadro concierne al proceso de derivación de la filosofía moderna a partir de la medioeval en cuanto ésta implica a la vez el papel transformador que ha tenido el pensamiento renacentista respecto a la Es-colásticas. La evolución de las relaciones entre razón y fe, representa nuestro supuesto fundamental, el cual, al suministrar el fundamentum divisionis de la filosofía patrístico-medioeval en períodos, rebasa a la vez los marcos crono-lógicos del Medioevo. El segundo punto de importancia en nuestro cuadro recalca el papel central que ha tenido en la Escolástica la doctrina de teología natural, lo que autoriza a decir que lo esencial de la filosofía moderna del siglo xvii representa una transformación de la medioeval precisamente en cuanto equivale a una transformación de la teología natural dualista de la Escolástica en una nueva teología natural monizante de los grandes sistemas ontológico del siglo xvii. Dejamos al lector la tarea de pensar en lo remota que es la concepción, aquí ilustrada, de la visión simplificante que fija la derivación de la filosofía moderna de las actividades de algunos hombres particulares, sea el Maestro Eckhart, sea Nicolás de Cusa u otras.

Teología natural (intuiti-vo-discursiva, medio dua-lista: Descartes)

Fil. de inspiración protestante:

Teología natural intuiti-vo-discursiva.

monista o monizante.

Rechazo de toda teología natural

Hume Kant

Spinoza

Leibniz sUn tópico pocas veces tomado en cuenta por los historiadores.

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Capítulo quinto

DERIVACION HISTORICA DEL RENACIMIENTO

1. CARÁCTER VERNÁCULO DE LA FILOSOFÍA RENACENTISTA ITALIANA,

VINCULADO A LAS TRADICIONES DE LA ANTIGÜEDAD MURIENTE

Despejado ya el terreno para un enjuiciamiento más ponderado y más im-parcial de la especulación renacentista, cabe preguntar: ¿la filosofía del Re-nacimiento italiano es una filosofía vernácula o acaso representa más bien una proyección de idearios ajenos? Respecto a esta interrogante hemos mencionado anteriormente opiniones diametralmente opuestas; la de Spa-venta y la de Heimsoeth. Llama la atención la elocuencia con que Spaventa expresa su convicción de que la filosofía italiana es la verdadera fuente de la filosofía europea y particularmente alemana. Así en su obra La Filosofía italiana en sus relaciones con la filosofía europea, dice: «El pensamiento italiano no fue extinguido en las hogueras encendidas para nuestros filóso-fos sino que continúa desarrollándose, más en otros lugares, de modo que su búsqueda en su nueva patria, Alemania, no es sino la reconquista de algo que una vez nos perteneció. Los verdaderos discípulos de Bruno, Vanini, Campanella no son nuestros filósofos de los dos últimos siglos, sino Spino-za, Kant, Fichte, Schelling y Hegel». Aun prescindiendo de que Spinoza no floreció bajo el cielo alemán y de que Kant, cuyo sistema representa una gloriosa floración filosófica de raigambre protestante, tiene obviamente poco que ver con el Renacimiento italiano, ¿podríamos acaso tomar en serio una opinión que hace de otros grandes filósofos alemanes unos simples discípu-los del filosofar italiano renacentista y exentos por lo tanto de toda originali-dad? Lo que valga este extremismo lo muestra mejor la existencia de otros extremismos, tomo el de Heimsoeth, destacado historiador de la filosofía. Este autor, recordémoslo, pasa por alto cualquiera consideración de la filo-

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sofía italiana del Renacimiento, ya que ella haría problemática la impor-tancia del pensamiento alemán de aquellos tiempos; es ésta, para Heimsoeth la única fuente posible de donde la especulación italiana pudo beber. ¿Cuá-les pudieron ser, pregunta Heimsoeth, las fuentes de donde Bruno sacó sus doctrinas renacentistas alemanas y, ante todo, las de Meister Eckhart y del Gusano? Es de Meister Eckhart y del Gusano que procede, píensa Heimsoeth; la filosofía renacentista y también la moderna ... Lo que más nos sorprende en opiniones de este sesgo, es la falta de cualquiera distinción entre la ín-dole neoplatónica de las doctrinas del más grande filósofo alemán del Rena-cimiento que fue Nicolás de Cusa, y la índole semineoplatónica a la vez que semignóstica, característica del maestro Eckhart. Por supuesto, Echkart debe considerarse como caracterizando más plenamente el espíritu filosófico ale-mán que Nicolás de Cusa, quien a su vez representa mejor la corriente neoplatónico-pitagórica difundida en la Europa entera. Y así como en la histo-ria del pensamiento alemán es imposible pasar por alto cierto toque gnós-tico, manifiesto en muchos de sus representantes (empezando por Eckhart y terminando con Heidegger) y, como en resumidas cuentas este toque gnósti-co permanece a lo largo de los siglos más bien en segundo plano frente a la corriente neoplatónica, así también la importancia del siglo xlv con Eckhart (y el occamismo) no basta para ver en aquel siglo la cuna de la filosofía mo-derna, de tan diferente y tan complicada vinculación con el Medioevo y el Renacimiento, pese a las teorías simplistas de Heimsoeth. Estas pasan por alto la influencia transformadora del pensamiento renacentista frente a la teología natural escolástica, transformación que dio por resultado el advenimiento de la filosofía moderna, según hemos tratado de evidenciarlo en el cuadro correspondiente al término del capítulo cuarto.

Los extremismos se aniquilan por su propia antítesis —y éste es el caso de las teorías de Spaventa y Heimsoeth. Empero, esta situación conduce, hay que decirlo, a reflexiones poco consoladoras acerca del valor de innumerables trabajos de la historiografía filosófica.

El problema sobre el valor original de la filosofía italiana del Renacimien-to, puede ser enfocado mucho mejor, si, en vez de confrontarnos con traba-jos extremistas, lo hacemos más bien con investigaciones ponderadas y cau-telosas, abiertas a horizontes nuevos y anchos. Una investigación de esta ín-dole existe también y proviene del gran sabio e incomparable erudito que fue Ernesto Cassirer. Su libro Individuo y cosmos en la filosofía del' Rena-cimiento, pone en evidencia la importancia del Renacimiento italiano en el terreno de la filosofía. Y sin embargo, aun en esta obra, la figura céntrica de todo lo que es el pensamiento filosófico del Renacimiento europeo, es Nicolás de Cusa, al que consagra casi la mitad de su libro, además de un capítulo especial dedicado a la estada del Gusano en Italia. Por supuesto, nadie va a poner en dudas las influencias del docto cardenal sobre el pen-samiento europeo y, en particular italiano; empero, esta aseveración general requiere ser precisada. En efecto, dos cuestiones se hacen ineludibles: 1) en que grado el pensamiento del Gusano —siempre admitiendo ser éste el más

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representativo de la época renacentista— es verdaderamente innovador y ori-ginal; 2) en qué grado el carácter peculiar de la filosofía renacentista italiana se debe precisamente a la influencia de Nicolás de Cusa. Por supuesto, sería imposible en los marcos de este libro intentar la contestación de dichas pre-guntas de una manera documentada; sin embargo, algo esencial podría de-cirse al respecto.

Por lo que atañe al primer punto, difícil sería aceptar sin más la tesis de que los rasgos principales de la especulación del Gusano, analizada por Cassirer y presentada como original y verdaderamente innovadora sea tal, o aun al serlo, no lo sea sino en el sentido muy relativo. Pasemos revista, aun-que someramente, a las principales ideas metafísicas y científicas del Gusano. Son ellas: dinamismo y espiritualismo del ser verdadero, identidad de los indiscernibles, principio de la continuidad, infinito actual en el terreno de la matemática, infinito del universo, congruencia del reino de lo real con el reino de lo posible, racionalidad de la creencia religiosa, fundada en la com-penetración de la razón y la fe; coincidencia de contrarios; anticipación del principio de inercia. Es de suma importancia percatarse del hecho de que todos los puntos aquí enumerados, tan característicos en la especulación del Gusano, sean constitutivos del antiguo caudal del ideario neoplatónico que se reencuentra en el Gusano del mismo modo como va a reencontrarse más tarde en la obra del mayor genio filosófico-científico de los tiempos mo-dernos, Leibniz.

Pasemos a la primera idea. A diferencia de la concepción aristotélica, siem-pre un tanto espacial, del ser-sustancia, el neoplatonismo destaca el carácter dinámico y espiritual del verdadero ser, idéntico con el absoluto, o lo Uno, en sus diversas gradaciones. Similarmente el Gusano hace hincapié en la idea de lo Uno, raíz de lo que llamamos lo individual. El destacar lo indi-vidual frente a lo universal, fue una de las ideas básicas del neoplatonismo, hecho que se ve en la famosa pregunta de Plotino sobre «si existen las ideas de las cosas particulares», pregunta que él mismo contesta con la afirmativa. ¿Necesitamos acaso recalcar la importancia del dinamismo espiritualista en las mónadas de Leibniz?

Estrechamente emparentada con esta primera idea, se encuentra la iden-tidad de los indiscernibles. Esta última, que es conocida bajo el nombre que forjó Leibniz (identitas indiscernibilium), tiene tras de sí una larga historia: se remonta a los estoicos, halla su expresión suprema en Plotino y sigue ma-nifestándose después en el correr de los siglos en pensadores de tinte espi-ritual y vitalista. No ha de extrañar que fueron los partidarios del vitalismo espiritual quienes destacaron este principio, pues bajo sus ideas se encon-traba la convicción de que «la naturaleza no se repite». Esta convicción fluye de la idea, innata en los vitalistas, de la exuberancia de la naturaleza, vale decir, de la naturaleza orgánica, ya que, tratándose de la naturaleza inorgánica, es el otro principio el que rige y constituye el nervio de toda la ciencia física con su principio de invariancia y conservación: «la naturaleza siempre se repite>. Así los antiguos se complacían ya en destacar que no hay

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dos hojas ni dos flores iguales y tanto Leonardo como Pascal insistieron en ello. No estaría fuera de lugar recordar también cómo Leibniz, encontrán-dose en compañía de otros cortesanos, pudo triunfar ante el desafío hecho a su principio, cuando buscando todos en el parque de la corte electoral dos hojitas de trébol idénticas, no las pudieron encontrar.

Es muy característico del ideario neoplatónico el principio del infinito actual en la matemática y, junto a él, el principio de la infinitud del uni-verso. Contra la concepción aristotélica que no admite sino el infinito po-tencial, el plotinismo introduce el infinito actual, anticipándose así al desarro-llo ulterior de la ciencia matemática. Junto con él surge la idea de la infini-tud del universo, 'similar a una esfera, cuyo centro está en todas partes y cuya periferia en ninguna' famosa frase de Gusano'. Esta célebre y profunda sen-tencia, particularmente conocida por obra de Pascal, tiene múltiples y muy antiguos añtecedentes que se refieren tanto a Dios como también (conse-cuencia del cosmoteísmo) al universo. Así la encontramos en un libro algo oscuro, Liber xxiv Philosophorum, proveniente, al parecer, del siglo xii y cuyo contenido y tono general revelan su raigambre neoplatónico-pitagórica. Allá puede leerse la frase: Deus est sphaera infinita cujus centrunz est ubi-que et eireunzferentia nusquam. Es muy digno de notar que esta compara-ción de índole matemático-mística se encuentra también en San Buenaven-tura., el gran franciscano abierto a la herencia místico-neoplatónica (siglo

. Por lo que atañe a la misma idea de la infinitud del universo, encon-tramos ésta ya en un libro tan antiguo como es La faz de la Luna de Plutar-co de Queronea (un anticipador del neoplatonismo) . Esta infinitud, dice Plutarco, en parte es consecuencia de que no existe nada tal como el centro del mundo, y en parte, consecuencia del poder infinito de la divinidad, cuya obra, al no ser infinita, no podría ser digna de ella.

Con la visión infinitista del universo está vinculada la idea de su homo-geneidad, una idea de máxima importancia en la historia de la ciencia y que pertenece al ideario pitagórico desde sus comienzos, y que al mismo tiempo, fue una idea favorita del Gusano. Es muy probable que el principio de homogeneidad del universo tenga sus raíces lejanas en una herencia ideo-lógica derivada del pensamiento babilónico. Nos referimos aquí a una actitud frente al mundo de carácter más bien panteizante y que hasta ahora no ha sido denominada de una manera específica: se trata de lo que quisiéramos llamar «pancosmismo>. Esta visión encuentra su expresión en un dictum, re-petido desde siempre, el cual reza: «así como arriba, así también aba-jo>, el gran principio mágico-ocultista que constituye la piedra angular de la «sabiduría hermética». Según la visión pancósmica, en cualquier trozo de espacio está incluido en miniatura el universo entero, idea cuyo eco tar-dío se encuentra en una de las sentencias favoritas entre los místicos román-ticos de Alemania: Inz engsten Ringe zveltweite Dinge. Una de las expre-

'Particularmente en Docta Ign. 11, 12: «La máquina del mundo tiene por - decir-lo así su centro por doquiera y su circunferencia en ninguna parte».

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siones más importantes de la idea pancósmica es la idea del microcosmos, tam• bién muy antigua y que halló formas diversas en el correr de los siglos. Su forma más representativa es aquella que ve precisamente en el hombre el verdadero microcosmos. Esta es la que anima a las especulaciones de un Pa-racelso en el siglo xvi y de un Roberto Fludd, llamado De Fluctibus, en el siglo xvii. Según las concepciones del Gusano y del Renacimiento entero, la idea microcósmica tiene su aplicación muy particular en la medicina: así el médico, según Paracelso, al ocuparse del hombre tiene que conocer todas las ciencias, aun la astronomía, ya que todas las partes del mundo están concen-tradas en el hombre. Esta visión, microcósmica que revivirá en Leibniz, repre-senta una forma más bien particular de algo más amplio que hemos denomina-do el «pancosmismo» y que parece tener como aquélla, también un origen caldeo.

En estrecha relación con la idea del infinito actual se encuentra el princi- pio de la continuidad, muy característico de la corriente neoplatónica, particu-larmente en Jamblico y Proclo: basta pensar en Institutio Theologica del úl-timo, la fuente primigenia del famoso Liber de Causis, tan difundido en la Edad Media.

Por lo que atañe al principio de congruencia entre el reino de lo real y el de lo posible (al que apunta el diálogo del Cusano De Possest) , éste pertenece a la misma médula de los sistemas neoplatónicos en sus múltiples formas pan-teístas o panteizantes; basta pensar en Spinoza y Leibniz.

Mucha importancia tiene también la visión compenetrativa de la razón con la fe, la que caracteriza casi todas las creaciones de la especulación filosó-fico-religiosa de índole neoplatónica, trátese de San Anselmo con su argumen-to ontológico de la existencia divina o del Cusano con sus ideas sobre la Trini-dad en el recinto de la Processio Personarum.

Quizás, en ninguna parte es más manifiesta la raigambre neoplatónica de las ideas del gran cardenal que en su doctrina sobre la coincidencia de con-trarios (coinciden tia oppositorum), que consideraba como su creación de más envergadura, concebida como un regalo de Dios durante su travesía por el Bósforo. La idea misma de la coincidencia de los contrarios pertenece a la médula de especulaciones religiosas de carácter místico, particularmente de la llamada «teología negativa». Sería superfluo en este caso destacar la cone-xión de esta concepción del Gusano con el célebre ideario del mismo título que integra la obra seudodionisíaca sobre Teología mística. Ahora bien, los escri-tos del Corpus Dionysiacum representan la máxima expresión del neoplato-nismo dentro del pensamiento teológico cristiano, siendo ésta además muy característica de la especulación cristiana oriental. Huelga decir que la coinci-dencia de los contrarios pertenece también a la tradición inmemorable del pensamiento hindú: «el Brahman es más pequeño que la semilla de la mos-taza, el Brahman es más grande que todos estos mundos ...». Es muy notable que el principio de coincidencia de los opuestos conduce al Cusano a sostener también la coincidencia de los elementos contrarios en el sentido de antagó-nicos, como es la simultaneidad de ambos sexos en cada individuo —una genial

anticipación de ideas modernas: «la simiente masculina absorbe en ella la femineidad y por su propio poder a la vez contiene en el acto la femineidad y la masculinidad. De modo igual, lo mismo es válido en sentido inverso para la simiente femenina» (Conject., lib. II) . Por muy impresionantes que sean estas palabras, vistas a la luz de concepciones actuales, no ha de olvidarse que in-cluso ellas tienen sus antecedentes en la filiación alquímico-pitagórica. Así, según el ideario neopitagórico, la hominidad perfecta está por encima de la oposición de hombre y mujer, siendo arrhenothely (varón-mujer) ; en modo similar el opus soñado por el alquimista resultará un filius hermaphroditus.

Para terminar esta simple reseña, forzosamente algo superficial, de los prin-cipios recónditos que inspiraban al Gusano, recordemos también su notable anticipación del principio de inercia. Por supuesto, el principio mismo no se encuentra ahí sino esbozado (piénsese en De Ludo globo) , pero aún así el Gusano tuvo predecesores, todos ellos de dirección neoplatónica, comenzando con Juan Filópono o Gramático, quien fue el primero (en el siglo vi) en atacar la teoría aristotélica del movimiento de proyectiles2.

2Todavía, uno de los rasgos más notables en el complejo neoplatónico-pitagó-rico es aquel que se refiere a la prehistoria del principio de inercia, ligada a la famosa teoría del «ímpetu». Esta teoría fue plasmada ya en los siglos xi y mi por los filósofos árabes, antes que esta misma teoría apareciera en el Occidente, pri-mero con el franciscano Pedro Olivi, en el siglo xm y, después, en las conocidas obras de Alberto de Sajonia y Juan Buridan, en el siglo xtv.

Sea dicho de paso, esta conexión tiene una importancia trascendental para enjuiciar la célebre teoría del «occamismo, científico, enunciada por el ilustre Pierre Duhem en sus incomparables obras Le Systeme du Monde y Leonard de Vinci. <‹Hasta hace poco, observa con acierto Aldo Mieli, se saltaba de Filópono a Buridan para encontrar un principio (el de ímpetu) que preludiara a la diná-mica de Galileo. Un cuidadoso estudio de Salomon Pines nos muestra cómo ya en Avicena y en otros filósofos árabes se encuentran los continuadores de Filópono en su reacción contra la teoría aristotélica». El trabajo de Pines fue editado junto con el de Mieli en 1938 y 1939. Al encontrarse en París, en 1939, con ocasión de tener unas clases sobre la base especulativa de la matemática griega, supimos de las conferencias de Pines, poco antes pronunciadas, por lo cual quisimos averiguar el grado de verdad de nuestras propias tesis sobre el carácter neoplatónico de la teoría del ímpetus. En efecto, en una conversación que sostuvimos con este distin-guido orientalista, pudimos averiguar que los filósofos en cuestión fueron todos de índole neoplatónica, precisamente lo que sosteníamos ya de antemano. Lo men-cionado está en conexión con nuestra tesis referente a lo inadecuado que es la denominación occamismo científico». Este término, como sustentamos ya en nues-tras clases en Polonia. parece contener un singular error. En efecto, parece indi-car que los adelantos científicos, de los «precursores» en el siglo my estaban enrai-zados en su adhesión a las concepciones nominalistas del occamismo, mientras que —así pensamos desde muchos años— es menester disociar aquel aporte de los «maestros parisienses» de su orientación nominalista que imperaba a nuestro pa-recer más bien sólo en el campo de la lógica y discusiones logicales. Probable-mente los maestros parisienses se hicieron precursores de la ciencia galileo-newto-niana, no por haber sido occamistas, sino a pesar de haberlo sido y como en

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De todos modos, la transmisión de la herencia de la Antigüedad postrera hasta la Edad Media postrera, muy particularmente en lo que atañe a la cien-cia exacta, tomó más cuerpo gracias al desarrollo de la física y matemática árabes —y por algo tiene importancia lo aludido en la nota que antecede. Es sorprendente él parentesco entre las creaciones matemáticas del mundo árabe y las intenciones profundas de la Antigüedad postrera. Tal circunstancia po-dría explicarse quizás tomando en consideración la importancia del elemento oriental en la estructura de la civilización helenística en sus postrimerías. Sea como fuere, el rasgo más sobresaliente del pensamiento filosófico-científico de los árabes fue su fuerte tinte neoplatónico-pitagórico-mágico. Desde la famosa secta de «hermanos de vida pura» de Basra (siglo ix) , un marcado tinte pita-górico-místico se hace presente en las obras de maestros árabes. A eso se debe la aparición del primer tratado de álgebra —vocablo árabe— obra de Alchwa-rismi; de ahí también el tinte neoplatónico-pitagórico que dio su característica a las creaciones de Al Farabi, Avicena y aun Averroes. El aristotelismo del último, a semejanza con el Renacimiento italiano más tarde, tuvo un halo neoplatónico, y ¿qué hablar de Al Farabi o Avicena? También el otro ingre-diente del pitagorismo antiguo, es decir su elemento mágico, se nos presenta con una fuerza casi elemental en las obras semicientíficas o puramente litera-rias de los árabes. Así se comprende que a los elementos vernáculos pitagóricos-neoplatónicos de Italia meridional vinieron a sumarse las influencias arabo-islámicas, profundamente arraigadas en las primeras facultades médicas de Europa, como en Salerno y también Montpellier. Muchos de los rasgos del Renacimiento italiano venidero se manifiestan ya en el siglo xiii, y entre otros el sincretismo religioso que reinaba en la corte del famoso Emperador Federi-co ti, Hohenstaufen, un italiano meridional más bien que un germánico, quien reunía a su alrededor a sabios cristianos, musulmanes y judíos, y en cuyo círculo parece haber nacido aquel famoso producto del sincretismo a la par que del libre pensamiento, que se intitula De Tribus Inzpostoribus —es decir «de los tres embusteros», Moisés, Jesucristo y Mahoma.

Con estas observaciones pensábamos subrayar el hecho de que las matemá-ticas árabes se movieron en el mismo cauce cavado por las matemáticas de la Antigüedad postrera: así el álgebra de Diofanto encontró su continuación en obras de algebristas árabes; así también los primeros esbozos de trigono-metría encontraron un marcado desarrollo en la creación de la ciencia genio-métrica, en conexión con los requerimientos de la astronomía esférica. Huelga decir, que los filósofos y literatos «árabes», en su mayoría, no fueron árabes,

contraparte y compensación de ello. Así Adam Smith, autor del concepto horno oeconomicus con su orientación egoísta, también es autor de la Teoría de Senti-mientos Morales, donde desarrolla la base altruista de la moral. Empero, no es este el lugar apropiado para fundamentar una tesis que hace del «occamismo científico» un mito, y que contribuiría a deshacer una concepción errónea sobre la posible fecundidad científica del nominalismo.

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sino orientales, particularmente persas, como Avicena, nacido cerca de Bu-hara y quien incluso escribió algunos tratados en idioma persa.

¿Cuál es el valor del análisis del ideario platónico-pitagórico aquí presen-tado, tendiente a desbrozar sus elementos y encauzar su trayectoria desde la Antigüedad hasta los fines de la Edad Media? El valor de las observaciones anteriores estriba en poner de manifiesto que aquellos elementos integrantes del ideario en cuestión no son aislables unos de otros. Al contrario, constitu-yen un haz de ideas, un complejo que suele repetirse en su totalidad, ya que está arraigado en algunas leyes de cierta tectónica metafísica fundamental que hasta el.momento no se había erigido como objeto de una adecuada investiga-ción filosófica. El complejo mencionado aparece muchas veces como tal —jus-tamente por tratarse de un complejo de ideas— lo que no implica necesaria-mente una influencia directa del ideario: aparece, por ejemplo en la filosofía de Leibniz, desde su primera juventud. Por esta razón hemos agrupado, en nuestro trabajo La unidad del pensamiento creador en la filosofía de Leibniz (Varsovia, 1930), cierto haz de rasgos del pensamiento leibniciano bajo la denominación de «•omplejo neoplatónico-pitagórico»3. El complejo es casi idéntico al del Gusano, quien hizo, de paso, no pequeños aportes a las Mate-máticas, queriendo ilustrar su pensamiento mediante tales consideraciones. Así, su procedimiento geométrico para presentar el proceso de aproximación del perímetro de un polígono con número creciente de lados a la longitud de la circunferencia, tiene un valor indiscutible aun desde el punto de vista puramente matemático —lo que tomó en consideración Moritz Cantor en su obra fundamental sobre la historia de la matemática. Ahora bien, este último momento atestigua también la predilección de su autor por el enfoque cognos-citivo, dirigido al proceso y el devenir, a diferencia del enfoque del ser y la sustancia. Huelga decir que aun este último punto se presenta como un factor importante del ideario neoplatónico-pitagórico que, unido al heracliteísmo, se expandió en las postrimerías de la Antigüedad para madurar lentamente durante el Medioevo y aparecer con más brillo en el Renacimiento,

El .sentido de lo anteriormente expuesto es obvio. Tomando las teorías de Cassirer como un punto de partida más bien ocasional o de hecho, hemos tra-tado de presentar el ideario del gran cardenal en función de su filiación neo-platónica-pitagórica. Lo hemos podido hacer y nos sentimos justificados en vista de que Nicolás de Cusa representa el punto focal de la corriente neopla-tónica que vino a presentarse con nuevas fuerzas en vísperas del ocaso de la Edad Media. Así la misma doctrina del Gusano pudo servir para desentrañar la recóndita melodía de esta corriente; por otra parte, podemos emprender a la luz de ésta un análisis de aquélla. Sustentamos esta idea no sólo a pesar de

3En el trabajo mencionado recalcamos la imposibilidad de admitir la casua-lidad de estas coincidencias, lo que habría sido aceptable si los rasgos hubieran sido independientes uno de otro. Esto equivaldría a un grado de probabilidad medido por uno contra diez millones (suponiendo que la probabilidad de aparecer de cada uno de los elementos integrantes sea 1/10) .

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haber sido el Gusano superior a sus antecesores, sino más bien por esta misma razón. En efecto, ninguno revive el ideario de la lejana escuela de Alejandría, junto con todos sus afluentes orientales, con tanta plenitud y originalidad como él: al conocer mejor la doctrina del Gusano penetramos mejor en el idea-rio de la herencia neoplatónico-pitagórica, y al conocer mejor esta última, cono-cemos mejor la doctrina del Gusano. Ningún mortal es capaz de crear ex nihilo, empero un espíritu superior puede reunir en un solo haz lo que muchas veces se presenta como membra-disjecta de un conjunto, y aun darle más brillo, como en el caso del Gusano, gracias a su especial talento para las matemáticas. De ahí, y particularmente de su predilección para las investigaciones infini-tesimales, arraiga su concepción general del conocimiento como un proceso infinito de aproximación, concepto hondo y fecundo. Sin embargo, aunque esta concepción del Gusano es algo que le es propio y constituye un enrique-cimiento del ideario por él heredado, no tuvo repercusión, ni en Italia, ni en otros países; en efecto, debió esperarse a Leibniz para presenciar la con-tinuación de estas valiosas concepciones.

Con todo esto, el problema de las relaciones entre el Gusano y el ideario neoplatónico-pitagórico no está todavía solucionado. En efecto, no se puede negar el profundo parentesco que une al gran cardenal con algunas persona-lidades sobresalientes de la mística alemana de fines de la Edad Media. En este sentido, llaman la atención las creaciones de todo una legión de religiosas, poetisas de honda inspiración mística y pensadoras a la vez, como Santa Hilde-garda de Bingen, Matilde de Magdeburgo y Matilde de Hackeborn. Por su-puesto, Nicolás de Cusa es también un heredero de este linaje, pero lo es sólo en parte: es que Hildegarda de Bingen (murió en 1178) , aunque canonizada, ostenta una visión auténticamente gnóstica. Esto lo destaca con acierto Hans Leisegang en su hermoso libro La Gnosis. Allí se describe la línea recta que va de Hildegarda al Maestro Eckhart —un gnóstico también— y que sólo en parte llega a Nicolás, quien, aunque haya sido influenciado por Eckhart, no identificaba sin más su posición con la del maestro. Lo que interviene en el problema, es, por un lado, cierto parentesco entre el gnosticismo y el neopla-tonismo (que no excluye, como sea en las Enea das de Plotino, un posible antagonismo entre los dos) , y, por otra parte, la cuestión de cierta disposición gnóstica en toda una legión de pensadores alemanes, disposición que puede haya sido primigenia, ya que reaparece de un modo manifiesto en hombres representativos como Boehme, Schelling o Goethe; ausente, no obstante, en muchos otros. De todos modos, aquella disposición no es muy notable en el Cusano, abstracción hecha de las hondas raíces que subyacen en su principio de coincidencia de los opuestos.

Obviamente, la disposición gnóstica en el genio germánico está vinculada al «motivo dualista, que tanta importancia tiene en su historia», como muchos investigadores lo han, subrayado (por ejemplo Spenlé) . En este sentido mere-cen atención las creaciones de las pensadoras y poetisas religiosas anterior-mente mencionadas, cuyo tinte gnóstico es indudable. Si el elemento irracio-nal encuentra más bien en la mujer antes que en el hombre su expresión

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adecuada —cosa que parece cierta—,, la actividad filosófico-literaria de Hilde-garde de Bingen y de cuantas fueron continuadoras de sus inspiraciones no dejará de ser un hecho significativo. Involuntariamente pensamos en este mo-mento en el famoso relato de Tácito (Germania, c. vil') que nos dice: «Ellos (los germanos) piensan que en sus mujeres hay algo sagrado y profético, de modo que no desprecian sus consejos ni pasan por alto sus respuestas. Hemos visto en tiempos del divino Vespasiano, a Veleda, considerada largos años por muchos de ellos como un ser sobrenatural, y antiguamente también han vene-rado a Albrina y a muchas otras ...». Por cierto, también entre los griegos fue una mujer quien tuvo a su cargo expresar el oráculo de Delfos y en el Antiguo Testamento encontramos una figura característica en la profetisa Débora; no obstante, no podemos abstenernos de la impresión de que fue precisamente la mujer la portadora más genuina del fondo irracional del espíritu germano.

Empero —y aun con todo esto— la raigambre del ideario del cardenal acusa elementos ajenos a la filiación germánica y la influencia directa de cierto escritor románico. Se trata del famoso mallorquino Ramón Lull, autor de Ars Magna, que tanto elogio mereció por parte de Leibniz y a quien la Esco-lástica dio el título honorífico de Doctor illuminatus. En efecto, ya desde las investigaciones de Denifle, pero particularmente según las más recientes del P. Colomer (Nicolás de Cusa y Ramón Lull), el Gusano debe mucho a este poeta místico y a la vez, filósofo especulativo-matemático. El hecho definitiva-mente establecido de que muchas obras de Lull hubiesen formado parte de la biblioteca del cardenal y aun, la existencia de los excepta de ellas, habla en favor de una influencia directa, particularmente en lo que atañe al método mismo de la Docta Ignorancia y a ciertas peculiaridades de sus doctrinas teo-lógicas. Empero, aun estas dependencias no debilitan la médula neoplatónico-pitagórica de su especulación, pues incluso la obra de Lull presenta en muchos aspectos el desarrollo de algunos tópicos fundamentales de aquella corriente milenaria.

Hemos llegado aquí al núcleo del problema. Por cierto, el cardenal Nico-lás Chryfs (Krebs) fue un pensador alemán, hecho que él mismo subraya en la dedicatoria de su Docta Ignorantia, dirigida a un cardenal italiano; sin embargo, el acervo de ideas neoplatónicas fue un bien común de países eu-ropeos, aunque, quizás en conformidad con las disposiciones anímicas de los germánicos, aquellas ideas cundieron más hondamente en Alemania que, por ejemplo, en Francia, España o Inglaterra. Con todo ¿excluye esta circunstancia el hecho de que haya sido Italia el punto de propagación de esta corriente por Europa entera? Por supuesto, hubo influencias recíprocas, y esto en dife-rentes planos. Así, los historiadores de habla inglesa (por ejemplo Burtt) no tardaron en descubrir que las ideas de los «maestros parisienses», anteriormente mencionados, con su «occarnismo científico» tuvieron como predecesores a algunos escolásticos de Oxford (Merton College) ; empero, otras investigacio-nes han podido establecer que estas últimas fueron a su vez una continuación

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en Inglaterra de las ideas profundas e interesantísimas de la Escuela de Char-tres, escuela como se sabe, de hondo sello neoplatónico.

En resumidas cuentas, podemos dejar como acertada nuestra tesis, según la cual la herencia neoplatónico-pitagórica de la Edad Media, se refleja en la creación del gran cardenal y a la vez es esta última la máxima expresión de aquélla.

EL PROBLEMA DE UNA INFLUENCIA DIRECTA DEL CUSANO SOBRE EL RENACIMIENTO ITALIANO

Pasemos ahora al segundo tópico de nuestras investigaciones. Preguntamos: ¿en qué grado el pensamiento del Cusano puede ser considerado como fuente directa de la especulación renacentista italiana, fuente que habría hecho re-vivir lo que ya llevaba en sus entrañas? A este respecto recordamos que la pu-blicación de las obras del cardenal se verifica en el año 1488. Antes de eso, en 1473, Ficino ya había elaborado sus dos obras fundamentales, Theologia Platónica y De Christiana Religione; ahora, es más que improbable que hayan podido llegar a sus manos las obras aun inéditas del Cusano, pues Ficino no lo menciona sino una sola vez en una de sus epístolas, y aun con el nombre desfigurado (Nicolai Caisii) , como lo reconoce el mismo Cassirer. Por otra parte, en una carta a Martino Uranio, hacia 1489, ya poco tiempo antes de su muerte, le dice que su fria filosofía no termina con los neoplatónicos, sino que sigue una línea ininterrumpida desde el Areopagita hasta el Cusano, alu-diendo esta segunda vez (no mencionada por Cassirer) , obviamente, a las fuentes de inspiración común que ambos pudieron haber tenido. Nótese ade-más que esta carta pertenece al año 1489, cuando Ficino ya había publicado la mayor parte de sus obras. Cabe agregar que si Ficino menciona por esta época (pocos años antes de morir) al Cusano, es de presumir que por esos años ya lo había conocido, aunque este conocimiento quedó para siempre en su dominio privado.

En lo que se refiere a Pico della Mirandola, el segundo filósofo de la Academia, es obvio que no lo conoció, pues en 1486 le comunica por carta a un amigo su deseo de viajar a Alemania para poder estudiar la obra del Cusano Este hecho confirma nuestra tesis de que el conocimiento que del cardenal se pudiese tener en aquel tiempo era sólo de oídas o por ligeras referencias indirectas. Probablemente la dirección del pensamiento de Cassirer le haya dificultado encontrar y reconocer los datos anteriormente citados, y quizás de ahí hayan surgido algunas inexactitudes que en un autor de tan gran esmero y penetración no dejan de llamar la atención. Nos referimos a la poesía, citada por Cassirer en apoyo de su interpretación de la filosofía bruniana4, y que, perteneciendo a Tansillo, atribuye al Nolano.

¿Cuáles son las conclusiones que se desprenden de las observaciones anteriores? Por lo que se refiere al primero de los dos tópicos planteados, hemos encontra-

4A raíz de la idea de autoconsciencia como causa de toda cosmovisión.

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do que concentrar la especulación renacentista en la figura del gran cardenal podría admitirse sólo si nos lo representamos como su «hombre representa-tivo», pero en ningún caso como fuente de dicha especulación en el sentido de su fuerza formadora. Menos aun podría atribuirse una influencia formadora respecto del Renacimiento y de los siglos postrenacentistas a Meister Eckhart, como lo admiten algunos investigadores, entre ellos Heimsoeth y Dempf. Por supuesto, Eckhart tuvo gran influencia sobre el Cusano (como la tuvo también el mallorquino Lull) , empero existen rasgos suyos que lo distinguen del Cusano y constituyen más bien una nota privativa, irreductible al simple ideario neoplatónico: esta nota, como ya sabemos, pertenece al ideario gnóstico. La-mentamos vivamente que este tópico sumamente interesante y de gran enver-gadura no fuese tomado en debida consideración ni por los historiadores ale-manes o extranjeros. Desgraciadamente, no lo tuvieron en cuenta ni Spenlé ni Bréhier en sus respectivas historias del pensamiento alemán. En este caso, como en algunos otros, hay grandes lagunas en la investigación del pasado, lagunas que debieron ser hace tiempo colmadas, pues lo más importante queda siempre por hacer ... Huelga decir que aquel toque gnóstico no se presenta como factor importante ni en la especulación renacentista ni tampoco en la moderna, sea italiana, francesa o inglesa, y eso mismo prejuzga sobre la tesis de una influencia formadora especialmente nórdica en el pensamiento rena-centista y moderno europeo. Y por lo que atañe al segundo tópico —la influen-cia del Cusano en el Renacimiento italiano— creemos haber demostrado que ésta no se extiende al Quattrocento, y que sólo el siglo xvi evidencia el poder directo de aquella influencia (además de Italia, también en Francia con Bo-villo) , otra vez en desacuerdo con las tesis de Cassirer.

En párrafos anteriores nos hemos detenido en la identidad de toda una serie de momentos básicos entre la herencia neoplatónico-pitagórica y el ideario del Cusano. En efecto, en la especulación de los hombres más representativos del pensamiento italiano renacentista del Quattrocento se reencuentran aquellos rasgos que animaban al Cusano. Así, para Pico della Mirandola el amor infini-to es riqueza y carencia, al mismo tiempo. Por eso funda la realidad vivida en una sed que es impulso de amor unitivo hacia Dios, y que sólo en la muerte alcanza su objeto. Notemos que, a consecuencia del fundamental parentesco entre Romanticismo y Renacimiento, esta última aserción del joven Príncipe de la Concordia se repite de manera elocuente en la famosa sentencia de los románticos alemanes: stirb und werde (Muere y se lo que eres) . El amor es infinito y también infinito es el Universo, pues —así pensamos nosotros mis-mos— el verdadero trasfondo de la concepción del Universo infinito no es otro sino la vivencia del amor infinito. ¿Y Marsilio Ficino? Según él, la ver-dad es en Dios la Luz divina, y ésta misma Luz divina es idéntica con la bondad y verdad de Dios. El hombre, para llegar a Dios, necesita del amor y éste, al que tienden todas las cosas, viene de la luz de Dios. El nexo luz-vida es idéntico con el nexo verdad-amor, y el deseo amoroso dirigido a Dios está movido por su belleza. Para no alargar estas comparaciones, recordemos so-

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lamente al tercer creador del Renacimiento y el más grande de todos —Leo-nardo da Vinci— con su importantísima tesis sobre el fondo espiritual de todo movimiento físico.

Al resumir las ideas anteriormente desarrolladas diremos que todas ellas tienen por sustrato: primeramente, la visión estética, espiritual y vitalista del mundo —esencialmente pitagórica—; segundo, la idea de Eros como elemento básico de la existencia y medio para alcanzar a la divinidad; tercero, el infi-nito amor que es al mismo tiempo la raíz de donde brota lo infinito del mundo; cuarto, la fundamental equiparación luz = vida = amor, que re-cuerda el famoso trinomio de tres L: «Licht Leben Liebe» que tanto encan-taba a los románticos alemanes.

Al tenor de lo anterior creemos haber establecido sin lugar a dudas el carácter vernacular de la especulación renacentista italiana —y ésta ha sido nuestra tarea de mayor importancia. Pero con ello no nos podemos dar por satisfechos. Quizás una consideración más a fondo nos podría ayudar a reconstruir los eslabones que unen aquella espiritualidad renacentista con sus múltiples an-tecedentes en la herencia cultural de Italia del Sur —reconstrucción que ha-bría robustecido las tesis caras a Gebhart, autor de Italie mystique; así llega-ría a cobrar todo su peso la estrecha conexión entre aquella especulación renacentista de índole neoplatónica y las corrientes de las postrimerías de la antigüedad que hubieron de encontrar un suelo particularmente propicio para su supervivencia en la herencia espiritual de Italia meridional, la an-tigua Magna Grecia.

Aquí parece verificarse la misteriosa unión entre ocaso y amanecer, entre el morir y el renacer. ¿Es siempre una decadencia la época postrera de la vida? ¿Fue, una decadencia la vida espiritual de la antigüedad muriente? Por supuesto, se acostumbra llamarla «época decadente», pero nada más falso que eso. Aún admitiendo que en el dominio del arte y la literatura presen-ciamos aquí, con el neoaticismo y algunas corrientes congéneres, una especie de osificación y por lo tanto de decadencia, no podemos decir lo mismo de la creación filosófica y científica de aquel período. Decimos «científicas», pues en este terreno que suele considerarse como el símbolo de madurez y serenidad espiritual, presenciamos un realce notable de la creación matemática, que en-cuentra su realización tanto de modo, directo en una ciencia explícita, como también, de un modo indirecto, en algo que podría llamarse «ciencia implí-cita». Al primer sector pertenece ante todo la creación del álgebra por. Dio-. fanto de. Alejandría;, al segundo, más bien mezclado con el• primero, perte-necen las obras de Teón de Smirna, Nicómaco de Gerasa, Jámblico y Prodo, donde- vienen a ser formuladas algunas grandes anticipaciones de la mate-, mática y aun física modernas, pocas veces tomadas en consideración por los historiadores de la ciencia. -Así, la tajante división, clásica de los entes mate.'

5En la ponencia sobre Los fundamentos especulativos de la matemática griega, leída en el Congreso de Filosofía Científica, en París, 1935.

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máticos en magnitudes espaciales continuas y cantidades numéricas discretas (en la cual tanto insistió el mismo Aristóteles con motivo de recalcar la irre-ductibilidad entre lo inconmensurable o irracional y lo conmensurable o racional) , viene a ser superada en aquellas obras. Con esto se produce un cambio fundamental en la comprensión de la naturaleza del número, el cual, en vez de presentarse como una composición de unidades —el número griego fue en rigor siempre un número entero— se convirtió en el «flujo de la can-tidad numérica, la cual parte de la unidad en su camino hacia el infinito y regresa a la unidad», que tal es la sentencia de Teón y de Nicómaco. Así el número ya no es un ente estático, es más bien un proceso que viene a colmar los intervalos entre los números enteros y de una manera continua, abarcando tanto el número racional como el irracional. Nace, entonces, un nuevo con-cepto del número-proceso, lo que hemos llamado en un tiempo la «fluidifi-cación del número» —concepción nueva que no tuvimos la oportunidad de desarrollar en un trabajo especial. El concepto de «fluidificación del número» representa, en verdad, la última síntesis del pensamiento pitagórico que es-taba desde sus principios anhelando sacar toda la existencia del número. Este intento estaba destinado a un continuo fracaso mientras se mantenía aquella división clásica en dos grupos de entes matemáticos. Sólo con el advenimiento de la «fluidificación del número» se efectuó finalmente la síntesis, tantos siglos anhelada por los pitagóricos. ¿Cuál fue, a todo esto el terreno predi-lecto y vernáculo de la filosofía pitagórica? Fue, y todos lo sabemos, el Sur de Italia, la Magna Grecia, donde, como lo decía ya Diógenes Laercio, impe-raba ya la Filosofía Italiké, tan diferente de otras. No vamos a extrañarnos si los filósofos más representativos del Renacimiento italiano, fueron meridio-nales, para no mencionar sino a Giordano Bruno, el Nolano, o Tomás Cam-panella, un calabrés, o también el célebre abate Joaquín del Fiore, de Cala-bria (muerto en 1202) , gran inspirador del movimiento de los «espirituales» —de los cuales derivan los franciscanos— y predecesor notable del Renaci-miento. Más aun. El clima espiritual del neoplatonismo italiano se ve muy poco mezclado con elementos gnósticos que tanta importancia han tenido en el pensamiento de Meister Eckhart. Este elemento gnóstico, por cierto no estuvo ausente por completo del clima espiritual de Italia, como tampoco estu-vo ajeno al clima espiritual de Francia o España (recordemos la notable in-vestigación de Menéndez y Pelayo sobre los heterodoxos españoles) . ¿Cómo no recordar también las herejías de los cátaros en muchos países de Europa y, particularmente de los albigenses, sus congéneres en Francia, todas here-jías de índole gnóstico-maniquea? Con todo eso, el elemento gnóstico no puede considerarse sino de importancia secundaria en el resto de Europa —salvo en los países de área de cultura bizantina como Bulgaria y Rusia—, con los Bogomilos, donde este elemento se constituyó en uno de los factores esenciales de la cultura común ya desde el siglo x. No así en Alemania, donde el elemento gnóstico, sin alcanzar la importancia que tenía en los, países cristiano-bizantinos adquirió una influencia mayor que en el resto de Europa

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occidental, para convertirse —ya lo hemos dicho— en lo que podríamos de-nominar «un toque gnóstico».

Parece que un lazo estrecho une a la antigüedad en su etapa de agonía y aI Renacimiento. Por supuesto, debe existir cierto fundamento profundo para que Jacobo Burckhardt, el eminente historiador del ocaso de la antigüedad (Das Zeitalter Konstantin des Grossen) se volviera el gran plasmador y. con-cretizador de la idea del Renacimiento. Manifiestamente, es la fe en los va-lores positivos del Renacimiento que está detrás de otra concepción, la de los valores imperecederos de la antigüedad muriente. Ya es hora de rehabilitar aquella época tantas veces menospreciada y rebajada bajo el imperio de un concepto histórico viciado. En efecto, ella no solamente dio al mundo la nueva religión —la religión universal— sino también, por muy improbable que esto parezca, dio un impulso duradero a la ciencia exacta, como lo hemos mencionado ya anteriormente. Que los principios de inercia y de conservación de la energía también se deban en sus rudimentos a ese período, no se puede establecer aquí, con la documentación adecuadas.

Uno de los más curiosos ejemplos de aquella actitud ultrapositivista, lo constituye la obra de S. Rodier, insigne profesor de filosofía en la Sorbona. a principios de este siglo. Se trata de sus Essais sur la philosophie anclen ne et moderne, en dos volúmenes. Al fin del primer volumen, dedicado a la filo-sofía antigua, tenemos un estudio sobre Plotino, a quien ve el autor a la luz de la plena decadencia de la antigüedad, haciéndolo aparecer no sólo como místico sino también como ocultista: en efecto, el autor parece acumular sobre la cabeza de Plotino muchas desviaciones mágicas que caracterizaron más tarde a los continuadores de la Escuela Alejandrina como Jámblico y Proclo. Em-pero, todo cambia 'cuando leemos un interesantísimo estudio en el texto del' segundo volumen, intitulado Sur l'une des sources de la philosophie leibni-cienne. Plotino, místico y supersticioso, se torna ahora en el inspirador de la filosofía del gran creador matemático, y no necesitamos decirlo, nos topamos aquí con una profunda admiración, tan profunda como profundo fuera aquel menosprecio. Seguramente las proyecciones matemáticas del plotinismo —que el autor parece no haber tenido en su mente cuando escribió el primer vo-lumen— produjeron el milagro. Sin embargo, la conexión entre los dos do-minios opuestos entre sí en la mente de Rodier es obvia. Huelga decir que aun en las obras recientes, como por ejemplo, la. de un eminente historiador de la filosofía, como lo es Maurice de Gandillac, las proyecciones del .ploti-nismo en el campo de la ciencia exacta están lejos de ser justipreciadas (La Sagesse de Plotin, p. 198) . Nos damos cuenta que estas líneas van en contra

°Esta verdad sólo podría ser mostrada en una obra dedicada a la historia filo-sófica de la ciencia exacta, obra que esperamos editar en breve como una amplia-ción de los tópicos fundamentales de nuestro escrito Saber y Dialéctica, publicado hace pocos años. Nos damos perfecta cuenta de lo inverosímil que parecen las conexiones aludidas, inverosímil precisamente a causa del repudio tan a menudo profesado contra cualquier asociación entre 'misticismo' y conocimiento científico,

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de una poderosísima corriente del pensamiento moderno, «empirismo lógico» que, con su actitud antiontológica en la matemática, es profundamente contra-ria a la actitud pitagórica y a la tradición milenaria del pitagorismo. En ver-dad, la curva de la trayectoria histórica de la matemática antigua tuvo dos períodos de plenitud: uno, en el siglo ni a. C.; y el otro, que pasa casi siempre inadvertido, en el siglo ry d. C.

2. RAÍCES PROVENZALES DEL SENTIMIENTO VITAL PROPIO DEL

RENACIMIENTO ITALIANO

Nos hemos ocupado hasta ahora del carácter y del origen de la filosofía re-nacentista italiana, pues el pensamiento renacentista y su enlace con la es-peculación moderna constituye uno de los tópicos principales de nuestra investigación. Sin embargo, no quisiéramos pasar por alto, aunque sea sólo en líneas generales, una cuestión importante que no puede ser ajena a la tarea que nos hemos propuesto. Se trata de los estrechos lazos que unen el movimiento renacentista con la civilización provenzal de los siglos xr-xn y XIII, aunque en este último siglo esta civilización sufrió un cambio muy pro-fundo a consecuencia de las cruzadas contra los albigenses. Esto significó para ella un golpe del cual nunca pudo recuperarse y que al mismo tiempo limitó el' campo de sus influencias directas.

Hablando de la civilización provenzal nos referimos no sólo a la cultura provenzal de Francia meridional —de todas las tierras donde se hablaba la lengua de oc, esto es, al sur del río Loira— sino que a algo más amplio aún. Fijémonos ante todo en un hecho muy notable y significativo: se trata de la similitud y homogeneidad básica de las hablas de Francia meridional, de España oriental, particularmente Cataluña, y de Italia septentrional. Nuestra noción más amplia de lo provenzal está basada en tal similitud de hablas. El renacimiento del provenzalismo francés, especialmente en Mistral, dio lugar al movimiento de los «felibres», encaminado no sólo al cultivo del habla popular del Mediodía francés, sino aun destinado a expandirse —al menos en algunos de sus representantes que no tardaban en encontrar un eco favo-rable (así nos aseguraban) más allá de los Alpes y los Pirineos y a crear un acercamiento y hasta la unión de aquellas tres partes, geográficamente sepa-radas, con el fin de formar un «imperio latino». Este imperio debería con-vertirse en el núcleo verdadero del conjunto de los tres pueblos-hermanos, al cual las restantes partes de Francia, España e Italia tendrían que unirse a título federativo... Con todo, las fantasías de los felibres no estaban desvincu-ladas de la realidad histórica: en efecto, la civilización provenzal alcanzó en los siglos xr, xii y hasta XIII una floración brillante, cortada violentamente por las cruzadas contra los albigenses. Según ciertas teorías bastante en boga en Francia, el Renacimiento italiano se debe en parte a la reacción italiana contra la preponderancia de aquella civilización provenzal en vías de expan-

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dirse. Sin embargo, podría también proponerse otra concepción a cuyo esbozo pasaremos ahora.

En vista de la unidad de habla entre los habitantes de Francia meridional, España oriental y nororiental e Italia noroccidental, es comprensible que cierta comunión de ideas y costumbres haya existido en toda la extensión de esas tierras. Empero, dentro de esta comunidad lingüístico-espiritual, pre-cisamente la parte francesa tenía una fisonomía más marcada y también el desarrollo cultural más floreciente. Como se sabe, son los trovadores sus prin-cipales representantes; ellos han influido tanto en los trouvéres de Francia del Norte, como también en los minnesinger alemanes, hasta los bardos ir-landeses e ingleses. El vasto alcance de la influencia de la poesía provenzal se refleja en el simple hecho de que el mismo Federico Barbarossa, famoso emperador germánico, componía canciones en provenzal. Es impresionante también el parentesco de los que fueron los anunciadores de la poesía re-nacentista italiana con el espíritu de la poesía provenzal. Por no citar más que algunos hechos significativos que demuestran el parentesco entre Italia del Norte y las tierras provenzales, recordemos que Italia septentrional no formaba, para los antiguos romanos, parte de Italia, sino que se llamaba Gallia Cisalpina o Citerior, mientras que la Provenza (del latino «provincia») pertenecía a la Gallia Transalpina. Es notable que el gran reformador del sentimiento religioso medioeval y cantor inspirado de la belleza natural. San Francisco de Asís, fuera hijo de francesa provenzal y hablara este idioma. Todos saben que Dante, antes de escribir en toscano La Divina Comedia, fue un poeta provenzal y que, según algunos datos no plenamente comproba-dos, pensó escribir su gran obra en el idioma provenzal. El mismo Petrarca, «primer hombre renacentista», vivió largo tiempo en la ciudad provenzal de Avignon, donde conoció a Laura, inmortalizada en sus versos; y por lo que atañe• a la tercera de las grandes figuras italianas del siglo xiv, Giovanni Boccacio, éste nació en París y fue hijo de francesa. Hasta bien entrado el siglo xiv, casi en toda Italia, y no sólo en el noroeste, se cantaba y se escribía en provenzal. Sea dicho de paso, la misma poesía provenzal estuvo influida por la poesía hispano-árabe, la cual no estaba exenta de los motivos de amor caballeresco de los trovadores. Empero, eso no es un tema que interese aquí, pues no se trata de remontarse a los orígenes lejanos de la literatura rena-centista italiana sino a sus orígenes inmediatos. En este sentido tanto Dante como Petrarca se consideraban ellos mismos deudores de la poesía provenzal; y es idéntico el juicio del famoso cardenal Bembo, también poeta lírico del siglo xvi, que atestigua esta derivación de la poesía italiana en su escrito della volgare lingua. Y hasta qué grado esta filiación histórica francesa (en el sentido amplio) es indudable, lo demuestra también el hecho de que el mismo maestro de Dante, Brunetto Latini, escribiera en francés: Parce que la parlure de France est plus commune de toutes gens. Se comprende pues el juicio de un historiador inglés, H. C. Lea: «una civilización precoz que pudo conducir a

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Europa en vías de cultura, fue aniquilada, y el honor del Renacimiento pasó de Provenza a Italia»?.

La opinión anteriormente mencionada del historiador Lea no es aislada, ya que muchos investigadores de aquella época concuerdan con ella en sus líneas generales; sin embargo, nos parece necesario precisar con más exac-titud la idea de la extinción de la civilización y 'literatura provenzales y de su sustitución por la italiana. La opinión de Lea y otros historiadores se re-fiere manifiestamente al terreno de la creación literaria, y en este sentido es tarea de filólogos e historiadores de la literatura establecer los nexos his-tóricos, y también las diferencias, entre la poesía cantada de los trovadores provenzales y la naciente literatura italiana con su dolce stil nuovo. Las citas anteriores se referían también, y ante todo, a la literatura. A este sector corres-ponde investigar las diferencias entre el tipo de canción amorosa de los tro-vadores y la poesía amorosa sublimada de Dante y Petrarca, todo lo cual no pertenece a nuestro tema. Lo que nos interesa, en cambio, es el hombre pro-venzal y el hombre renacentista, precisamente por lo que atañe a su tono vital. Si una de las características del Renacimiento en comparación con el medioevo es la diferenda del así llamado tono vital, esta característica se aplica de un modo eminente también a las costumbres y la tonalidad vital de la Provenza. Puede conjeturarse —y muchos son los índices que corroboran esta tesis— que una de las causas de la enemistad que alentaban los habitantes del Norte de Francia respecto de los del Sur, consistía en la nítida oposición entre ellos por todo lo que atañe a las usanzas y al modo de vivir y aun al de vestirse. Esta animosidad se remonta a tiempos muy anteriores a las cruzadas de los albigenses. Nos parecieron muy significativas las observaciones corres-pondientes que hace el famoso historiador francés Victor Duruy en su difun-dida y antaño leidísima obra sobre la historia de Francia. Ellas se refieren a la reina Constancia, esposa de Roberto y nuera de Hugo Capeto, fundador de la dinastía milenaria francesa. Esta reina fue hija del conde de Tolosa y trajo consigo muchos trovadores y otra gente del Sur, quienes, dice Duruy, choca-ban mucho a los franceses del Norte por su lujo, su elegancia y costumbres livianas. Duruy cita a un contemporáneo, Raúl Glaver, que se queja de «haber sido Francia inundada por la gente más vana y liviana entre todos los hombres. Sus trajes y sus mismas cabelleras mostraban la depravación de sus almas, que han corrompido la nación francesa, antaño tan decente y la han precipitado en toda suerte de vicios y maldades»8. En efecto, se puede decir que en medio de la civilización generalmente austera del Medioevo, en

Los hechos de importancia, aquí citados, los obtuvimos de segunda mano, pues no nos fue posible investigar en las fuentes misma todas las conexiones arriba mencionadas. Empero, los datos anteriores nos parecen suficientes para conjeturar sobre la derivación de algunos rasgos básicos del Renacimiento italiano.•

8Abrégé de l'historie de France, tomo 1. p. 238. El autor se refiere al contraste entre el peinado corto heredado de los romanos y la larga cabellera de los fran-ceses del Norte a la usanza germana.

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la. Provenza francesa se desarrolló, por decirlo así, un nuevo tipo de sensibi-lidad y conducta humanas que, gracias a la importancia política y comercial de Aquitania o Languedoc, adquirió una posibilidad de irradiación hacia los países colindantes: España nororiental e Italia noroccidental, provenzales en el sentido amplio del vocablo. Por lo tanto, nos permitimos enunciar una hipótesis, según la cual uno de los componentes básicos del Renacimiento italiano, que es su tono vital terrenal, se debe a la irradiación provenzal. Esta tesis apunta no tanto a la alternancia entre lo provenzal y lo italiano, es decir, a la sustitución del primer elemento por el segundo —opinión muy difundida— sino más bien a la continuación por el elemento italiano del tono vital provenzal. Las investigaciones, conducidas con todo el esmero y el acopio de detalles que son indispensables, han podido establecer las se-cuencias en el tipo de creaciones poéticas que van desde la poesía cantada de los trovadores provenzales hasta la obra poética de Dante y Petrarca, y han verificado la estricta dependencia de ella respecto a la primera. La misma expresión Dolce stil nuovo que surgió en el círculo literario de poetas tosca-nos agrupados en torno a Guido Gavalcanti es el testimonio más elocuente de su dependencia frente a los provenzales: esta expresión viene de Montan-hagol, gran representante de la poesía provenzal, ya cambiada profundamente a consecuencia de las metamorfosis producidas por las cruzadas contra los albigenses. Por muy significativos que hayan podido ser los cambios en el carácter erótico, crudamente sensual, de las creaciones de los trovadores hacia una poesía sublime de Montanhagol, que pasó a ser modelo para Dante y Petrarca, no cabe duda de que el elemento provenzal seguía representando en medio de la Europa medioeval, dominada por la enseñanza austera de la Iglesia, un oasis de la vida terrenal y tenía que expresarse en reacciones violen-tas contra los poderes políticos y económicos eclesiásticos. Un espíritu de in-dependencia frente a Roma se exteriorizaba tanto en las costumbres muy libres del ambiente social del Sur, como también en las concepciones terre-nales sobre la vida humana, por un lado, y las ideas religiosas de tinte indivi-dualista, empapadas del gnoseomaniqueísmo, por otro. Así sólo podrá com-prenderse el hecho de que la célebre protectora de trovadores, Alienor de Aquitania, haya podido dirigir una misiva al Papa, concebida en estas palabras descomunales: «yo, Alienor, por cólera de Dios, reina de los ingleses...»9.

Si la mundaneidad y la visión afirmativa de la vida terrenal pertenecen a la médula del Renacimiento italiano, con su subido tono vital, esta circunstancia se manifiesta en toda la extensión de la civilización provenzal de los siglos xi y xii. Al lado de importantes nexos en las formas de creación literaria, subrayados por muchísimos autores y que representan para nosotros un interés más bien

°Debemos estos detalles sobre la interesante figura de Alienor (posteriormente esposa del Rey de Francia Luis VII, que se divorció más tarde de ella) a la es-pléndida obra de Bruffault Los trovadores y el sentimiento romanesco, obra que representa la cumbre de erudición en los más diversos terrenos de la historia y filología, acompañada además por un espíritu benévolo y ponderado.

secundario, pensamos que se debe recalcar la continuidad de tono vital entre el Languedoc y el Renacimiento italiano, facilitada por el común sustrato étnico-lingüístico provenzal. Naturalmente, podría preguntarse por qué, en vista de este común sustrato, el Renacimiento no se desarrolló en Cataluña u otras tierras vecinas, cuyo parentesco con la Provenza era aún más estrecholo.

Es posible que el predominio que le cupo tener a Italia, se haya debido a cierta superioridad del elemento italiano por la hondura de su herencia espiritual y que sabía maridar la poesía con la ciencia y la filosofía. Por cierto, incluso los trovadores daban a sus canciones el nombre de «gaya cien-cia», empero el afán científico-filosófico no tenía el mismo nivel entre los ara-goneses. Hemos anteriormente subrayado el hecho, tan característico del Rena-cimiento, de que sus grandes representantes fueron al mismo tiempo sabios y artistas. Este rasgo se encuentra ya en Dante. El genial autor de La Divina Comedia pensó alguna vez dedicarse más bien a la filosofía en detrimento de su poesía. Entre las ciencias que cultivaba, fue la astronomía su predilec-ción, y sólo gracias a la unión de tantos elementos heteróclitos la obra dantesca ascendió cumbres inaccesibles a los poetas «españoles» o «franceses-provenzales». Lo mismo, aunque en menor grado, puede decirse de Petrarca.

Concluimos nuestra hipótesis' con la idea de que la componente del Renaci-miento italiano, en lo que se refiere al tono vital afirmativo, representa la continuación de la tonalidad vital provenzal, mientras que el pensamiento filosófico renacentista italiano de los siglos xv-xvi se debe —como ya hemos visto— a la continuación del patrimonio espiritual neoplatónico-pitagórico, alimentado desde siempre por el clima cultural de Italia Meridional.

1°E1 reino de Aragón se extendía al norte de los Pirineos, abarcando en un tiempo incluso el condado de Tolosa cuyos habitantes mostraban un fuerte sen-timiento de solidaridad étnico-lingüística.

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Capítulo sexto

NUEVO PANORAMA HISTORICO DE LA FILOSOFIA MODER-

NA Y PRESENCIA DEL PENSAMIENTO RENACENTISTA

ITALIANO EN SU DECURSO

Las generaciones del Renacimiento estaban dominadas por un impulso en-tusiasta que las conducía al mundo grecorromano, y ardían en deseos de apropiarse del pensamiento de Platón y de Aristóteles, a quienes querían en-tronizar en toda su integridad. Librándose de la intromisión de los traduc-tores sirios, árabes y judíos, el Renacimiento se propuso ir a la fuente directa de la sabiduría helénica.

Ahora bien, como el conocimiento refleja siempre alguna afinidad entre aquel que conoce y la forma que reviste su conocimiento, la célebre máxi-ma de los antiguos «lo similar por lo similar se conoce», guarda en este sentido un fondo de verdad irrefutable. La imagen que de Platón y de Aristóteles se forjaba la antigüedad en los tiempos de su ocaso, fue quizás más significativa de esa época que no de esos dos maestros del género huma-no: el idealismo platónico se vio transformado por la Escuela de Alejandría en uno de los más nítidos espiritualismos, que intentaba a la vez borrar o atenuar las diferencias entre Platón y Aristóteles. Plotino, Porfirio y Proclo creyeron ser «continuadores de Platón», sustituyendo involuntariamente los pensamientos del fundador de la Academia por los propios. Y cuando el Re-nacimiento creyó haber restablecido al verdadero Platón y al verdadero Aris-tóteles, ya se había cobijado en la intimidad de un Platón y de un Aristóte-les neoplatónicos, transición operada inconscientemente, sin saberlo ni percibirlo.

En efecto, no son exiguas las diferencias entre el idealismo platónico y el espiritualismo, también idealista de Plotino. Aunque algunas veces se con-sidera a Platón como el fundador del espiritualismo, una aseveración tal pasa por alto las diferencias entre espiritualismo e idealismo. No bastan las ideas platónicas, asequibles sólo- al pensamiento, para hacer de Platón un espiritualista. El reino de las ideas, penetrable sólo por el pensamiento, constituye cierto reino ideal; empero; sería algo ambiguo pretender que

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aquel reino es sin más el reino del espíritu. Por supuesto, Platón, en algu-nos de sus diálogos, particularmente en aquellos de índole órfico-pitagórica, habla el lenguaje del místico espiritualista, cuando equipara el cuerpo a la tumba (soma-sema) y cuando predica la necesidad de la «fuga del hombre desde aquí hasta allá».

Para que el idealismo clásico llegara a transformarse en un espiritualis-mo, fue necesario un largo proceso de desconcretización corpórea, acompa-ñado por la creciente contraposición de alma y cuerpo. En verdad, ni esta última aserción es exacta, pues el anterior concepto de alma sufrió una me-tamorfosis sui generis. Nada ilustra mejor este proceso que las peculiaridades del concepto del ánima (psique) como forma o «la primera entelequia del cuer-po físico que tiene en potencia la vida». Este concepto entra en el binomio «forma-materia» más bien a título de cierta coordinación dualista que es di-ferente de la contraposición estrictamente tal en el sentido posterior de ani-mus. No olvidemos que forma y materia son los dos elementos básicamente cooperadores, según el pensamiento aristotélico, y ello a pesar de algunas observaciones del Estagirita que pueden dar lugar a otras interpretaciones. De todos modos, aunque es la forma la que «informa» la materia, esta últi-lila está lejos de ser pasiva, pues está dotada del anhelo o «tendencia» (ore-xis) hacia la forma. Solamente con el correr de los siglos la «materia» se tornó «pasivizada», lo cual no fue sino otra faz del proceso de la concentra-ción en lo psíquico —ahora en el sentido del "espíritu' o animus— de todo elemento activo. Junto con aquella transformación de lo «psíquico» en lo «espiritual» se opera otro proceso que a primera vista parece desvinculado del primero —es la transición del infinito potencial aristotélico hacia el infi-nito actual del neoplatonismo. Es que el espíritu y el infinito se desarrollan conjuntamente, ligados ambos por la idea de Eros que se hace infinito.

En efecto, ya no es el puro «admirarse» (thaumázein) —función algo inte-lectiva— la fuente de la indagación filosófica, como fue antiguamente para Platón y Aristóteles: la sustituye ahora más bien el deseo amoroso, rayano en la languidez (himeros), lo que hace decir a Plutarco (De Iside et Osiri-de) que el conocimiento es «suave y blando». De todos modos la conexión del espíritu con el infinito es algo primigenio: ¿no habló acaso Anaxágoras —aquel mismo que introdujo el principio del Nus ordenador— del papel primordial del infinito? Empero, parecen ser las vivencias posteriores de índole erótica y su profundización lo que dio un empuje aun mayor a un trino-mio fundamental: espíritu-amor-infinito. Todas estas conexiones están tras-pasando el edificio de la metafísica plotiniana, sin embargo ¿no se reencuen-tran estos mismos motivos —aunque modificados— en la filosofía del Rena-cimiento italiano? Se comprende ahora el gran malentendido del cual fueron víctimas los filósofos renacentistas. Nada hablaba más a su imagina-ción que los nombres de Platón y Aristóteles, con quienes soñaban unirse en sus especulaciones; y, sin embargo, fue Plotino y otros neoplatónicos con los que realmente comulgaron. Esta ilusión deriva del hecho de que la ima-gen verdadera de la Antigüedad clásica, querida por ellos, les había sido

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transmitida por la Antigüedad postrera. Y tan profundamente arraigada estuvo esta imagen que supo perdurar siglos enteros, como lo prueba, entre otras, la célebre obra del pensador inglés del siglo xvn, Ralph. Cudworth, famoso representante de la Escuela de Cambridgel. En verdad, sólo desde fi-nes del siglo xvni, se inauguró el proceso de la depuración de Platón y Aristóteles de su envoltura neoplatónica.

Así la metafísica del Renacimiento fue fundamentalmente espiritualista, de la misma manera como fue espiritualista la filosofía de Plotino, sin lu-gar a dudas el más grande filósofo griego después de Platón y Aristóteles. Es este soplo espiritualista, esencialmente diverso del naturalismo peripatético, el que nos permite comprender el carácter apasionado de las controversias filosóficas en los siglos xv y xvi entre aristotélicos y platónicos. Si las dife-rencias entre Platón y Aristóteles y sus discípulos directos fueron menos apreciables que las tendencias discriminatorias que el Renacimiento creyó como su tarea establecer, esto se debe a que tal distingo señala la oposición del nuevo espiritualismo contra el naturalismo de la escuela escolástica, y a la vez la antítesis del intuitivismo platónico y del discursivismo aristoté-lico, todo ello en mayor grado que una mensura real del diferendo platónico-aristotélico. Así, las nuevas disposiciones metafísicas propias del Renaci-miento, llevaron a la filosofía escolástica a una inevitable caída, cuya causa, antes que la pervivencia de. opiniones erróneas atribuidas a Aristóteles, fue más bien consecuencia de la presencia del espíritu místico ligado esencial-mente al platonismo. Desde temprano el espiritualismo italiano mostró una índole mística muy marcada, notable en la persona del abad del monas-terio de San Juan en Fiori, Calabria, el. famoso Joaquín de Fiori (1145-1202) , a quien separan dos siglos del comienzo del Renacimiento.

La predilección por el platonismo, tan manifiesta en los precursores di-rectos del Renacimiento —Dante y, ante todo, Petrarca—, ha de transformar-se definitivamente en una metafísica espiritualista ligada a elementos mís-ticos y panteizantes. Huelga mencionar sus representantes universalmente conocidos como Ficino, Juan Pico della Mirandola, Patrizzi, Cardarlo, Tele-sio, Campanella, Giordano Bruno. Es significativo que éstos no fueron sim-ples filósofos, sino también filósofos de la naturaleza, naturalistas o mate-máticos. Notables son los lazos que establecen estos pensadores —ya lo hemos dicho— entre la especulación metafísica y la ciencia físico-matemática; sin embargo, parece que no se ha observado bastante que el elemento explícito en ellos constituyó la trama recóndita en la doctrina del más grande de los sabios del Renacimiento italiano, Galileo. También constituyó la trama re-cóndita en esa sorprendente conjunción de sabio y artista, Leonardo da Vinci, el genio más universal que parece haber existido jamás.

Si hay consenso para ver en el Renacimiento .y en especial en el Renaci-miento italiano, una de las épocas más hermosas de la civilización humana,

1The intelectual system of the Universe, amena y lúcida obra, aunque volu-minosa, acerca del pensamiento antiguo.

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sucede, no obstante, que la filosofía de este período no es apreciada en su justo valor, menoscabo preñado de consecuencias, si se considera la influen-cia trascendental que habrá de ejercer sobre todos los dominios de la activi-dad espiritual europea.

Esta desproporción entre las apreciaciones corrientes y la realidad se debe a dos causas principales: una, que los filósofos mencionados no establecie-ron un cuerpo doctrinario a la usanza de los representantes de otras escuelas filosóficas. Una segunda causa: que sus elementos místicos —precisamente por ser tales— eran muy poco idóneos para aumentar el crédito de sus pro-pias doctrinas. Este último punto concentrará ahora nuestra atención.

Tenemos por costumbre oponer las 'corrientes místicas al pensamiento científico y a la investigación filosófica. Misticismo y ciencia serían dos po-los opuestos: el misticismo equivaldría a la superstición de los pueblos pri-mitivos, y la ciencia al fiel reflejo de las luces de la civilización. Y, por de-más, el corolario tantas veces «magistralmente» repetido: «visto que la cien-cia cesa ahí donde empieza el misticismo, la filosofía ha de evitar toda in-flexión mística, siendo su papel investigar el origen de aquella aberración tan adherida al pensamiento humano». Este modo un poco brutal de sim-plificar la trayectoria de la vida espiritual no es más que un malentendido multisecular. No nos proponemos abordar los problemas del misticismo, como tampoco salir en defensa de nuestra tesis, pero sí señalamos que el papel asumido por el misticismo en todos los sectores de la vida espiritual es muchísimo más amplio de lo que piensan los acomodadizos historiadores de la ciencia positiva. Si bien un misticismo descarriado puede desfigurar el arte y destruir la ciencia, no existe por el contrario ni ciencia profunda ni arte sublime que en sus más altas creaciones estuvieren desprovistos del sentido de misterio. La sombra de lo invisible, que no se manifiesta en las obras de un artista o de un sabio mediocre, parece rápidamente crecer en las proximida-des de la síntesis más elevada de la ciencia y en las visiones más profundas del arte. Las creaciones del espíritu filosófico confirman esta verdad. Nadie puede dudar de los elementos místicos en el pensamiento de Spinoza, de Pascal, de Leibniz, de Berkeley, de Hegel, de Schelling, de Maine de Biran, e inclusive de Auguste Comte o de Descartes. Y son nombres señeros de la filosofía moderna, quizás los más representativos. El juicio superficial del «cientifismo» acerca de los elementos «místicos» de la conciencia se derrum-ba nada menos que en el recinto de su ciudadela: en el dominio de la cien-cia físico-matemática. El talento matemático, asociado con harta frecuencia a un toque espiritual místico, da que pensar si esta coincidencia sea tal. En efecto, tal coincidencia se remonta a los antiguos pitagóricos y desciende, ya lo hemos dicho, hasta un Georg Cantor, reformador moderno de la matemá-tica. Y. notemos que, por curioso sarcasmo, habrán de ser empiristas como Ba-con o Locke quienes, haciéndose campeones y admiradores de la nueva ciencia física, se caracterizaran, como es sabido, por su completa incapacidad e incomprensión físico-matemática.

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Lo que es verdad respecto del misticismo, tal vez lo sea más aun respecto del espiritualismo que, aunque lleva de ordinario algunos caracteres místicos, no es necesariamente un misticismo. En efecto, el pensamiento espiritua-lista fue muy a menudo singularmente favorable para las investigaciones físico-matemáticas, y el pensamiento renacentista está ahí para confirmarlo. Tampoco puede dejar de llamar la atención que, si bien es cierto que las in-vestigaciones recientes han podido esclarecer cómo las bases de la nueva «cien-cia natural» fueron paso a paso preparadas por los antecesores de Galileo un examen detenido de esos fundamentos revela, ya lo hemos recalcado algu-nas veces, su parentesco con el trasfondo de ideas neoplatónico-pitagóricas que parece haberlos amoldado.

A la luz de lo dicho, la silueta de la metafísica renacentista cobra relieve y se coloca en el sitio que le corresponde. Su papel trasciende con creces el de haber puesto su sello de belleza a una época brillantísima de la historia, pues, lejos de su simple ciclo vital, la metafísica del Renacimiento supo conservar una eterna juventud en un sempiterno rebrotar y seguir con-formando a la ciencia exacta, de la cual fue madre y nodriza: con Galileo en Italia, con Kepler en Alemania, con Newton en Inglaterra. La fuerza de la metafísica renacentista residió más bien en su visión profunda de la vida universal y en la intuición feliz de la realidad como algo multiforme.

Esta filosofía espiritualista emana, como se sabe, de la idea de la unidad trascendental de los seres. Al igual que los neoplatónicos, cuyo credo metafísico se resumía en la tesis «Todos los entes por la unidad son entes», Cardano y Bruno también componen tratados sobre la idea de la unidad que por do-quiera ven despuntar. Pero existe todavía otro aspecto de la metafísica de la unidad, con bastante frecuencia olvidado. Si los espiritualistas advierten por doquiera la unidad, esto se debe, según parece, a que concretizan la unidad de sus propias facultades en mayor proporción que el resto de los filósofos. La unidad fundamental que Leonardo encontraba en la naturaleza, sin contradicción con su reivindicación de la diversidad de los entes, se le mostraba en la unidad maravillosa de su razón y de su sentimiento, de sus facultades de sabio y de artista.

La metafísica espiritualista, expresión de la unidad intrínseca del hom-bre a la vez que de la unidad intrínseca de la naturaleza, entrega la clave del misterio que es Leonardo. Porque tres siglos después de él la misma dis-posición metafísica habría de volver a manifestarse intensamente en Goethe, otro gigante como el maestro italiano tanto en el pensamiento como en el arte, e igual que aquél, un espiritualista semimístico.

El resurgimiento de la filosofía italiana a comienzos del siglo xix coloca so-bre el tapete toda una serie de espíritus eminentes, que se distinguen, como en los demás países, según las grandes escuelas filosóficas con las que se sienten emparentados. Sin embargo, la mayor parte de estas interesantes per-sonalidades detentan una capa espiritualista que hace pensar en la filosofía renacentista. A lo largo del siglo xix el ontologismo de Gioberti, el intui-

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cionismo de Rosmini, el platonismo de Mamiani, el singular monismo de Ferri, constituyen filones arraigados en el recuerdo de un pasado siempre vivo y que parece ser el sustrato del espíritu filosófico italiano.

Pero como el alma nacional es demasiado rica y pujante para producir siempre la misma inflorescencia, otros como Ardigó o Labriola seguramente han de quedar en minoría y difícilmente podrían inclinar a su lado el platillo de la balanza. Que la venerable tradición filosófica italiana esté más latente que nunca, y que se le haya sabido aprovechar, lo han demostrado en los últimos tiempos un Croce, un Gentile, un Sciacca, o un Giorgio Del Vecchio, éste último no sólo en la filosofía del. Derecho y su historia, como tampoco el primero únicamente en la Estética y en la filosofía literaria. Y tratándose de creaciones científicas de Italia, quizás no sería difícil comprobar cómo las ideas luminosas de Cannizzaro —que abrieron la senda para la superación del diferendo atómico-molecular y señalaron un auge decidido para la quí-mica— se relacionan de uno u otro modo a un enfoque espiritual monista.

Si el Renacimiento representó la iniciación de la cultura moderna, es inevita-ble que la especulación filosófica renacentista fuese también reformadora del pensamiento filosófico moderno. En el siglo xvii —más bien en el con-tinente y no en Inglaterra— la influencia del Renacimiento italiano se des-cubre por doquier. Lo mismo sucede con el siglo xix, particularmente a sus principios. Nadie puede negar el parentesco de motivos fundamentales entre el espiritualismo neoplatónico de índole panteizante propio al Renacimiento italiano, y las creaciones de Fichte, Schelling, Hegel, Schleiermacher, aun Schopenhauer y, yendo más lejos, la corriente romántica de tiempos posterio-res hasta bien entrado el siglo xx.

La revivencia del neoplatonismo en la obra de Spinoza, influida por Gior-dano. Bruno, hizo posible el florecimiento y desarrollo del idealismo alemán, y es este último el que a su vez despertó el interés universal por Spinoza e hizo, de algo poco más que sombras, un factor vivo y poderoso de la espe-culación moderna2. Y, la misma corriente wolffiana de la cual surgió Kant, siendo una modificación del sistema de Leibniz, tuvo que llevar también cierto sello neoplatónico, y acaso ¿necesitamos mencionar hasta qué punto Bergson ostentaba en su filosofía actitudes plotinianas? Es algo —lo hemos, oído de fuentes fidedignas— que llevaba muchas veces en sus bolsillos Las Enneadas de Plotino, por el cual tenía una profunda admiración.

Las consideraciones anteriores nos parecen fundamentar de un modo irre-vocable una tesis peculiar que se refiere a la conveniencia, más aun, a la necesidad de un enfoque diferente del usual en lo que atañe a la trayectoria

2Aquí podríamos' evocar las palabras del insigne pensador alemán Alois Riehl, qúien, en la alocución inaugural de su seminario (Universidad de Berlín, 1913) sobre La Etica, de Spinoza (cuya lectura e interpretación estuvo a nuestro cargo durante un semestre) , dijo, dirigiéndose a los miembros del seminario: «Tene-mos que 'ahondar la filosofía de Spinoza ya que él es cocreador (Mitsc/zopfer) del idealismo alemán».

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general de la filosofía moderna y las grandes etapas de su devenir histórico, tanto más cuanto que las características corrientes adolecen de defectos inne-gables. En general, la historiografía filosófica moderna tiene la tendencia a tratar por separado las creaciones filosóficas de diferentes naciones, ten-dencia que, siendo legítima en cierto grado, no debe extralimitarse y con-vertir la filosofía francesa, inglesa o alemana en capítulos separados y casi autárquicos; esto obstaculiza una visión más amplia del todo. A tal defecto de particularismo nacional se suma lo estrecho de la visión que pretende ser una ampliación y que no trasciende de un determinado sector de intereses filosóficos. Se trata de la célebre secuencia de racionalismo, empirismo y cri-ticismo, que se considera algunas veces como particularmente característica del decurso de la filosofía moderna, secuencia que atañe sólo al problema de la verdad o al problema epistemológico y que está lejos de simbolizar el aporte consecutivo del pensamiento francés, inglés y alemán al tesoro común de la moderna filosofía europea. Sin querer pasar por alto ciertas peculiari-dades del pensamiento filosófico de cada una de las grandes naciones euro-peas, pensamos que la tarea de un filósofo historiador debe encaminarse ante todo al establecimiento de una perspectiva general, lo que, claro está, no destruye la legitimidad de visiones particulares en sus límites adecuados.

Hay algunos puntos de importancia que son previos al establecimiento de aquella perspectiva general. En primer lugar, hay que señalar cierta dife-rencia que existe entre el decurso de la filosofía inglesa y el resto de la filo-sofía europea, es decir la filosofía europea continental. Esta circunstancia se debe al hecho de que la filosofía inglesa no quedó afectada por el pensa-miento renacentista en un grado tal como la filosofía continental y que sus grandes pensadores siguieron en muchos aspectos el sendero del nominalismo occamista. El papel de Hobbes en el siglo xvii corresponde en cierto grado al de Hume en el siglo xvm, al de J. St. Mill en el siglo xrx y al de Bertrand Russell en el siglo xx. Se podría decir que aquella influencia renacentista que, quizá —lo hemos afirmado— acarreó la transformación de la Escolástica ortodoxa o dualista en una secuencia de nuevos sistemas ontológicos en el siglo xvn, se quedó hasta cierto grado al margen del pensamiento inglés, encauzado por William Occam. En segundo lugar es importante no pasar por alto la supervivencia hasta los tiempos modernos, del intrincado y siempre vivo problema de la relación entre razón y fe. Es la supervivencia en este problema de los elementos, moldeados por Occam, la que contribuyó tam-bién a la permanencia de ciertos rasgos característicos en el pensamiento inglés, todo lo cual no excluye, claro está, la existencia de otros rasgos que son, no obstante, de menor importancia. En tercer lugar, no se puede olvi-dar que la filosofía moderna, con toda la importancia que se da en ella al problema de la verdad, no dejó nunca abandonados sus intereses por el antiguo problema metafísico. Por supuesto, la llamada teoría del conocimien-to es una doctrina característica de los tiempos modernos, ya que los anti-guos nunca han pensado crear una disciplina tal, y a lo más podría alu-dirse a algunas teorías de los escépticos como anticipación de la actitud

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epistemológica moderna —pensemos que la misma expresión «criterio de la verdad» (tó kriterion tes aletheias) proviene de los escépticos griegos. En verdad, el problema epistemológico, mejor dicho, la epistemología como una disciplina filosófica independiente, surgió en el siglo xvir o más bien en el xvin, a consecuencia de la disyunción «sujeto-objeto» dentro del complejo axiontológico, fijado antaño y por primera vez en la filosofía de Platón. Empero, no hay que exagerar el papel de este hecho para darle un rango de exclusividad. Los sistemas continentales del siglo xvir no son solamente es-tructuras gnoseológicas, sino en grado igual sistemas gnoseometafísicos, orien-tados precisamente hacia la intimidad de la conexión entre conocer, ser y proceso. En este sentido, las creaciones del siglo xvir son los primeros sis-temas del pensamiento moderno, ya que tratan de sistematizar la relación entre ser y conocer —y este carácter gnoseornetafísico de creaciones filosófi-cas sistemáticas fue heredado por el siglo xrx. Por fin, la supervivencia del problema de relación entre razón y fe de su impronta particular a la consti-tución del sistema kantiano y a su sustitución por las filosofías del idealismo alemán. Por un lado, el sistema kantiano representa una grandiosa articu-lación cognoscitiva conformada —inconfesadamente, se entiende— según el principio de la verdad doble; por otra parte, este sistema (en su parte teó-rica) está representado no sólo por su aspecto crítico —así pensaba Kant y se acostumbra pensar siguiendo la huella de sus propias convicciones— sino más bien por un aspecto que podríamos llamar resignación racionalista. En resumidas cuentas, no es la razón (Vernunft) la que dicta sus veredictos, sino que detrás de la sede tribunalicia —el orgulloso Richterstuhl der Ver-nunft— se esconden ciertas presunciones metafísicas. En verdad, querer eri-gir la «crítica del conocimiento» en una instancia previa frente a las pre-tensiones metafísicas, que pueda juzgar (kriticos es el que juzga) la legitimi-dad de tales pretensiones y eventualmente rechazarlas, no dejará de ser uno de los más insignes y más grandiosos autoengaños del espíritu humano. Este fue el sueño sublime que soñó el sabio de Koenisberg. Así, en vez de hablar del «criticismo» en la conocida secuencia «racionalismo-empirismo-criticis-mo» nosotros preferimos hablar de racionalismo resignado. Y precisamente este racionalismo resignado —junto con la oposición entre razón y fe— acarreó la reacción del idealismo alemán que no quiso (Hegel particularmente) re-signarse a renunciar a la soberanía de la razón, ya que estaba animado —en vías de la reacción contra el principio de la verdad doble, subyacente incon-fesadamente en el sistema kantiano— por el principio de unidad homogénea de la razón con la fe. En efecto, ¿qué puede ser más elocuente que estas pa-labras de Schelling? «una filosofía que ya en su principio no es una religión, no es tampoco una filosofía». En este sentido se hace más 'comprensible la reacción contra Kant representada por Fichte, Schelling y Hegel: es contra la resignación de la razón antes que contra el «criticismo de la razón» como tal que se vuelve el idealismo. Como se ve nuestra reseña del desarrollo de la filosofía moderna está lejos de atribuir una influencia de primer orden a la reaparición de la corriente nominalísta en el siglo xrv (exceptuando el

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caso de Inglaterra, como ya lo hemos destacado) , aquella misma que, para numerosos historiadores de la filosofía significa la anticipación y aun el ver-dadero comienzo de la filosofía moderna. Esta concepción nos parece bastante peregrina, ya que no se ve cómo la filosofía moderna —con Descartes, Spinoza y Leibniz— animada como está (tratándose del conjunto y no de puntos par-ticulares) de un espíritu que rechazaría decididamente el enfoque occamista del ser y del conocer. Podría, sin embargo, derivarse de éste el juicio exage-rado que se tiene tan a menudo con referencia al accamismo, débese quizás a la vinculación que acostumbra hacerse entre el robustecimiento del nomi-nalismo y la ascendencia que tomó la ciencia exacta desde el siglo xvit, mar-cando con su impronta el pensamiento moderno. Desgraciadamente, esta vinculación no es más que un mito, a cuya elaboración contribuyó la teoría errónea del «accamismo científico» y, además, la convicción general de que una filosofía que da la espalda a los universales y «se dirige sólo a lo particu-lar», acuse un parentesco más profundo con la nueva «ciencia inductiva», orientada hacia los «hechos». Un mito más, pues la misma «ciencia induc-tiva» —a pesar de lo que dice Bacon y se repite cada día hasta la saciedad—simplemente no es inductiva, sino inductivo-deductiva. En este sentido, hay un alma de verdad en ciertas palabras de Ortega y Gasset, cuando dice que la física es un conocimiento a priori, confirmado por el conocimiento a pos-teriori. La exageración del papel del nominalismo va a parejas, no pocas veces, con una actitud francamente admirativa frente a la ciencia exacta por parte de pensadores que son o bien de tinte puramente humanista, o bien carentes de cualquier talento creador en las matemáticas. Menos aun podría-mos conceder un papel importante en la formación de la filosofía moderna al pensamiento de Eckhart, cuyas ideas son importantísimas para compren-der toda la pléyade de espíritus insignes como Jacobo Boehme, Schelling o Goethe, pero que no bastan para fundamentar los albores de la filosofía moderna.

Si se nos concede el derecho de cambiar el nombre de «criticismo» como característico del sistema kantiano por el de «racionalismo resignado», en-tonces más fácilmente podría comprenderse la secuencia de los grandes sistemas que le siguen; el llamado idealismo alemán representa una reacción contra el racionalismo resignado de Kant, pues —ya lo hemos dicho— no es el «criticismo» el que habría podido provocar una reacción tan vehemente sino la resignación de la razón3.

3Las peculiaridades del pensamiento kantiano, aludidas anteriormente, tienen que ver tanto con las contradicciones intrínsecas de su sistema, como también con el carácter algo híbrido de sus soluciones filosóficas. Las peculiaridades en cues-tión no pasaron inadvertidas en una obra altamente estimada del filósofo y teó-logo protestante Otto Pleiderer, Historia de la Filosofía de la Religión. En las páginas 151-152 de esa obra leemos lo que sigue: «Las contradicciones en el pensamiento kantiano fueron de tal índole que no pudieron escapar a su atención. De ahí vienen sus vacilaciones. Ora la existencia de la cosa en sí le aparece como un supuesto necesario, e independiente para el mundo fenoménico,.

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Así el racionalismo resignado de Kant significó una protesta contra el extralimitarse de la razón más allá de la experiencia, y se comprende que esta resignación tuvo como consecuencia ineludible el consuelo en el aliento de la fe. Todos conocen la famosa frase del prefacio a la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura: Ich musste das Wissen aufheben, um zum Grauben Platz zu bekomenn —atuve que borrar el saber a fin de lograr un lugar para. la fe». Las innumerables investigaciones referentes al sistema kan-tiano, pocas veces, por no decir casi nunca, se han fijado en la importancia que tiene el principio de la verdad doble, heredado del ideario del Medioevo por la Reforma, en la conformación de aquel epílogo glorioso de la especu-lación de inspiración protestante que presenta el sistema kantiano. Se com-prende por qué, después de un sistema de resignación racionalista, apoyado sobre el principio de la verdad doble, siguieron sistemas, animados en un principio contrario: el de una verdad única como compenetración mutua de razón y fe. Así también se comprende que todos estos sistemas tengan, aunque en grados diferentes, un tinte panteísta, rasgo que caracteriza por lo demás, las diferentes formas del Romanticismo alemán y, más generalmen-te, europeo.

De todos modos sería difícil negarse a reconocer en algunas de las grandes líneas de la metafísica idealista alemana los viejos motivos del pensamiento renacentista italiano. Aunque es evidente que el pensamiento filosófico ita-liano estuvo preocupado ante todo por el problema del ser y el devenir, de la unidad y la multiplicidad, y mucho menos por el problema del cono-cimiento —problema que caracteriza la dirección epistemológica del siglo xvm— no es menos evidente que la metafísica alemana del siglo pasado, al heredar la preocupación por el problema de la verdad del siglo xvm, heredó también la preocupación no menos manifiesta por el problema meta-físico del ser y el devenir, de lo uno y lo múltiple, obviamente por influen-cia de la filosofía italiana, que precede en el orden cronológico a la filosofía de la verdad de los siglos xvit y xvm. En ambas existe, por lo demás, una coincidencia en lo que se refiere a los elementos propios del espiritualismo panteizante. Si recordamos el parentesco que existe entre ambos idearios, se verá corroborada la vinculación de la metafísica alemana con la metafísica renacentista, ya que la metafísica del idealismo alemán está casi empapada del acervo de ideas románticas. Naturalmente, nos referimos a Fichte y Schleiermacher y particularmente a Schelling, exceptuando hasta cierto gra-do a Hegel, mucho más racionalista que romántico. De los importantes rasgos comunes que unen el romanticismo con el Renacimiento, mencionemos

ora la existencia de la cosa en sí se le hace problemática ... Empero, la intención propia del pensamiento kantiano está siempre orientada hacia un racionalismo monista absoluto, es decir, hacia el conocimiento de la legislación única de la razón en el reino de la naturaleza y la libertad; y, no obstante, él se queda por doquiera con iniciativas a medio hacer, desarmado frente a las contrapo-siciones que piden una solución>.

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sólo uno -el individualismo subjetivista, junto con el antintelectualismo, unido al amor por la naturaleza. Y así como el Renacimiento fue adverso al intelectualismo de la Escolástica, también el Romanticismo veía en el inte-lectualismo de la época de las Luces su enemigo principal. Ambas corrientes se sentían, embriagadas del infinito; un Giordano Bruno a la par que un Lamartine, cuyos versos todos conocen:

Borné par la Nature, infini dans ses voeux, L'homme est un dieu tombé qui se souvient des cieux

o bien, estas palabras que caracterizan el alma romántica del Fausto de Goethe:

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Vom Himmel moche ich die allerschonsten Sterne Und von der Erde alle hochste Lust, Und alle Ndle und alle Ferne Befriedigt nicht die tief bewegte Brust.

En ambas épocas se destaca la visión estética del mundo: la, encontramos entre filósofos y artistas, pero también entre científicos como Kepler y Ga-lileo. Y, por último, destaquemos una vez más la compenetración de la razón y la fe, tan ajena a la Gran Escolástica del siglo xin, y tan manifiesta en toda la postura filosófica del idealismo alemán y del romanticismo europeo en general, hasta un neorromántico de nuestro tiempo,. Enrique Bergson. Por fin, sería difícil pasar por alto aquellas corrientes medio artísticas, medio filosóficas y hasta científicas y pseudocientíficas que cundieron en Alemania bajo el nombre de «filosofía de la naturaleza» (la famosa Naturphiloso-phie). Breve fue el tiempo de su brillo en la primera mitad del siglo xix, pues sus especulaciones científicas a veces fantásticas cayeron en descrédito; no obstante, ella no está desprovista de mérito, pues se vincula con la acti-vidad no sólo de un Oken o un Carus, con sus anticipaciones notables a los descubrimientos posteriores de la biología, sino también, aun de modo más indirecto, con la de Oersted, gran pionero en el camino de la unificación de diferentes ramas de la física. Así vemos cómo muchos de los motivos de la corriente en referencia coinciden con los motivos de la filosofía renacen-tista en Italia.

Todo lo anteriormente dicho nos conduce a proponer una nueva esquemati-zación de la filosofía moderna. La secuencia comúnmente aceptada de racio-nalismo-empirismo-criticismo (casi la única generalización lograda por la his-toriografía de la filosofía moderna) , además de referirse sólo al siglo xvin y apenas al siglo xvn, adolece, ya • lo hemos -dicho, de- múltiples -defectos. El primero consiste en que se encuentra desvinculada de la época que la precede de un modo inmediato (la del Renacimiento) ; por otra parte, nos da la impresión de que lo más importante de la historia de la filosofía se termina con Kant.

El cuadro que sigue sirve para ilustrar el esquema del panorama histórico aquí propuesto.

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Este esquema, además de evidenciar los contenidos ideativos del pensar filosófico, pone de relieve —y esto es importante— la idea de continuidad en la historia filosófica, abarcando casi la totalidad histórica del pensamiento moderno. Y como el anverso tiene su reverso, las desventajas casi ineludibles de este esquema consisten en pasar por alto la filosofía inglesa y, por otra parte, en dejar casi en penumbra las corrientes antimetafísicas con cierta sal-vedad, el positivismo.

En lo que atañe a la filosofía inglesa, ella sigue una trayectoria propia en muchos aspectos prefigurada en la especulación de Guillermo Occam, pues no sólo su nominalismo, sino también cierta escisión entre razón y fe se pro-longan como notas características del pensamiento británico casi hasta nues-tros días. Uno estaría tentado de ver corroborada esta tesis no sólo en la filosofía de Bertrand Russell sino aun en el decurso de su propia vida. Así, su interés principal por la lógica, a la cual quiso reducir todo el filosofar, lo llevó a crear en su juventud —aunque en unión con un espíritu de ín-dole muy diferente como el de Whitehead— sus admirables obras lógicas; empero, ton el correr de los años se había ido apartando del tema de la «ra-zón» para consagrarse a los de orden ético y social; aquellos que, según su concepto, no pueden ser ajenos al elemento «místico» que es precisamente el elemento integrante de la fe. Así, la separación de dos dominios, tan ca-racterística para el pensamiento británico, se refleja en la vida misma de este ilustre pensador. Por lo tanto, cualquier esquema histórico de la fi-losofía europea tiene que referirse sólo al conjunto de la filosofía continen-tal. Y por lo que atañe al materialismo positivista del siglo xxx, éste caracte-riza ante todo el ambiente espiritual de Alemania en el tiempo de la reacción contra la metafísica idealista; y, por lo que concierne a Francia, tuvo su raigambre en las tradiciones de la ilustración deísta y mecanicista racional que encontraron su expresión en la memorable Enciclopedia. De este modo también la corriente positivista tiene un lugar en nuestro esquema. Pasa-remos ahora a hacer una interpretación más detallada de él.

Lo primero que llama la atención es el hecho de que la filosofía renacen-tista italiana ya no se considera aquí como una anacruza que se anticipa al compás rítmico de la filosofía moderna, sino que constituye su primer tiem-po. Hemos destacado toda esta época bajo el rótulo de espiritualismo pan-teizante vitalista, de acuerdo a las características del pensamiento renacen-tista italiano. La perduración de este enfoque es manifiesta en el siglo xvu —época de la formación definitiva de la filosofía moderna— aunque el en-foque mismo presenta ciertas modificaciones. En efecto, a consecuencia de la aparición, durante el Renacimiento, de una actitud monizante frente a Dios y la naturaleza (Deus sitie Natura: divinización del cosmos y cosmización de la divinidad) , la disciplina básica de la tradición escolástica, la teología natural, también adquirió un sesgo monizante o aun monista. Esto condujo a una reestructuración del sistema filosófico-teológico de la Gran Escolás-tica, en un sentido ya no dualista sino monizante. Si esta visión nuestra de la filosofía del siglo xvu pareciera algo sorprendente, eso se debería a que

no siempre se ha tenido en cuenta el surgimiento del poderoso movimiento de la contrarreforma ni cierto regreso a las posiciones mentales del siglo xm, siglo de oro de Escolástica. Sea como fuere, tanto Descartes como Spinoza y Leibniz adoptan para su filosofía los moldes exteriores del pensamiento clásico de la Escolástica. Descartes escribe sus Meditaciones sobre la Primera Filosofía, en las cuales se prueba claramente la existencia de Dios y la distin-ción real entre el alma y el cuerpo del hombre —todo un programa de la teo-logía natural plasmada en el siglo XIII.

¿Y Spinoza? Este —al parecer tan alejado de la Escolástica— 'construye su sistema filosófico, como lo vemos en la Etica, de un modo tradicional, como secuencia de tres estratos, que son naturaleza, gracia y gloria, pues nadie -va a negar que la liberación del hombre por el amor divino —Dei amor intellec-tualis Mentis erga Deum est ipse Amor Dei quo Deus se ipsum amat4—, li-beración con la cual concluye su obra, no sea paralela al estado de gloria. Incluso la estructura misma de la Etica tiene sus antecedentes en la obra de Nicolas de Amiens, de los primeros tiempos de la Escolástica (siglo xu), en la cual el autor desarrolla una especie de deducción del mundo a partir de Dios, siguiendo un esquematismo geométrico. Menos aun podría dudarse de que el sistema leibniciano represente una reestructuración del sistema tra-dicional —esta vez en acuerdo con la conciencia del autor— empero, con una base panteizante y no dualista. Podría decirse, por lo tanto, que mien-tras el Renacimiento apuntaba a una destrucción de la Escolástica desde fuera, los sistemas ontológicos del siglo xvit representaban de hecho el pro-ceso de su destrucción, como desde dentro, algo como una autodestrucción. Hay más, si el pensamiento renacentista se caracteriza por su espiritualismo panteizante de índole vitalista, la especulación del siglo xvu representa un espiritualismo panteizante de índole mecanicista, mejor dicho, mecanicista-racionalista, lo que no ha de extrañar gracias al parentesco profundo de todo mecanismo con el racionalismo. El cambio que acusa el espiritualismo racionalista-mecanicista respecto al espiritualismo vitalista del Renacimien-to, sigue durante el siglo xvm marcando más y más la dirección raciona-lista. Este notable auge del racionalismo en el siglo xvm, siglo de la Ilustra-ción, tuvo que rozar el materialismo, emparentado por muchos lados con el mecanicismo, como lo demuestran las ideas de Demócrito, Epicuro o Lu-crecí°. La extinción del soplo espiritualista en el siglo xvm y su reemplazo por el enfoque mecanicista repercutieron en la transformación de la visión panteísta, generalmente propensa al elemento místico, en una visión deísta. Y ahora se comprenderá el fondo del cual surgió otra vez un movimiento espiritualista de índole muy similar a la del Renacimiento, quiero decir, de índole vitalista y panteizante. En este punto el Romanticismo achocentista se yergue como continuador del Renacimiento, como ya se ha dicho. Con esto queda más en claro la actitud de aquel gran representante del idealismo

'El amor intelectual de la mente hacia Dios es el mismo amor por el cual Dios se ama a sí mismo. Prop. mol Eric Pars v.

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alemán, Hegel, que siendo el menos romántico de todos, es más racionalista que vitalista, sin perder por eso la vinculación panteizante. El lector adver-tirá el gran papel del (neo)platonismo tanto en el Renacimiento y en el si-glo xvn como también en el siglo )(De, con el idealismo alemán y el Roman-ticismo. Y, por fin, se comprende cómo la especulación a veces desenfrenada de índole neoplatónico-romántica debió conducir a una reacción muy mar-cada cuya expresión fue el positivismo, muy potente desde la mitad del si-glo xix en sus ramificaciones más diversas.

Las observaciones anteriores fundamentan un panorama del desarrollo de la filosofía moderna, bastante diferente de lo común. La secuencia se pre-senta, desde el rebrote del (neo)platonismo durante el Renacimiento, como una serie de cosmovisiones espiritualistas, primeramente de índole vitalista, luego racionalista mecanicista, para desembocar, primeramente, en el siglo de la Ilustración en un racionalismo deísta, mecanicista y a veces materialista, y finalmente —ya en el siglo xix— en un espiritualismo otra vez panteizante y vitalista (Romanticismo) como el del Renacimiento. Así —prolongado el análisis hasta nuestros tiempos— observamos ciertos rebrotes de índole neo-platónica junto con la corriente contraria del positivismo en sus múltiples formas: basta pensar en Nicolai Hartmann o Max Scheler y, por otra parte, en el famoso Círculo de Viena con sus derivaciones en Europa y Nor-teamérica.

El cuadro así esbozado del decurso de la filosofía moderna podría carac-terizarse por la alternación o hasta la simultaneidad de dos corrientes opues-tas, cuyos nombres son platonismo y positivismo. Por último, no creemos que cierto defecto de unilateralidad, involucrado por el esquema, sea muy grave. Por supuesto, estamos lejos de pensar que las numerosísimas corrientes filosóficas se reducen a estas dos formas como formas básicas del pensamiento filosófico; no obstante, pensamos que hay un alma de verdad en la asevera-ción de Ernesto Lass, quien, en su interesantísimo libro (de principios del siglo actual) Platonismo y Positivismo, se da la tarea de poner en descu-bierto el carácter irreductible propio a estas dos formas cosmovisionales, a las cuales, según él, se pueden reducir los más diversos sistemas en sus rasgos principales. Por mucho que se pueda criticar la teoría de Lass, creemos que no es inferior a la conocida doctrina de Dilthey sobre los tres tipos básicos de cosmovisiones, doctrina que resulta a nuestro juicio, muy poco acertada por su arbitrariedad y falta de claras delimitaciones recíprocas. De todos modos, nos es grato ver cierta similitud de nuestro enfoque con aquel desarrollado por este agudo y penetrante pensador, hoy día más bien olvidado.

Es evidente que el panorama histórico aquí desarrollado necesitaría de todo un volumen para ser fundamentado y documentado de una manera adecuada. Este volumen, empero, no lo escribiremos, sea ya por falta de tiempo y fuerzas requeridos para este fin. Aun, disponiendo de ellos, no lo haríamos: en verdad, hay más cosas en el cielo y la tierra que aguardan la atención investigadora de un ser mortal que el problema del desarrollo de la filosofía europea moderna, por muy grandioso que éste sea. De todos mo-

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dos, aquel volumen no habría contenido más'ideas y más fuerzas convincentes para lectores desprevenidos que estas parcas páginas nuestras; lo que si habría contenido más detalles y documentación, necesarios desgraciadamente para fijar la atención de los entendidos. Pasemos, pues, al último sumario de lo precedente.

Se advierte que el problema metafísico, uno de los grandes motivos del espiritualismo renacentista italiano vuelve a reaparecer con la filosofía del idealismo y del romanticismo, y que logra, en Hegel, la polaridad perfecta con el problema de la verdad: «Todo lo real es racional y todo lo racional es real» —Alles Wirkliche ist vernünftig und alles Vernünftige is wirklich. Podría argüirse que la reaparición del problema del ser proviene del ra-cionalismo, que habría estado lejos de ser insensible a él (Descartes) . Pero, como entre racionalismo e idealismo median el empirismo y el criticismo, poco sensible a la metafísica, se perdería la conexión entre el espiritualis-mo y el racionalismo. Sólo dando cabida al espiritualismo en el umbral de la filosofía moderna —y, en especial al espiritualismo italiano— se puede situar adecuadamente al idealismo alemán y sus proyecciones, a la vez que seguir la vinculación entre el espiritualismo y el racionalismo. En este sen-tido es notable el hecho de que Campanella, el último de los renacentistas, no fuera únicamente un precursor del Cogito cartesiano sino acaso un inspi-rador del filósofo galo. Este conocía la obra del monje calabrés, De Sensu

Rerum, en que afirma que de la realidad de la propia conciencia se deduce la realidad en general (semper ergo scire est sui) —idea esta representada con una anterioridad de 15 años a la publicación en 1637 del Discours de la Méthode. En ese sentido no nos podemos guiar por las palabras de Descartes que refiriéndose a Campanella, declara: «Su lenguaje me ha quitado el ánimo de hablar con él antes de que hubiera terminado de escribir mi obra, por el miedo de que se me contagiara algo de su estilo». No hubo contagio estilís-tico, pero sí algún contagio ideológico.

Quizás el mismo Campanella tuvo clara visión del porvenir cuando escri-bió: «El siglo futuro juzgará de nosotros, porque el presente siempre cruci-fica a sus bienhechores, pero después resucitamos al tercer día o al tercer siglo». Efectivamente, la olvidada filosofía italiana del Renacimiento comen-zó a resucitar en el tercer siglo, el xix, y aún está lejos de mostrarnos cuál fue todo su aporte a la formación del pensamiento moderno.. Falta la obra lo suficientemente extensa y amena a la par que imparcial (como la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez y Pelayo), que nos muestre la trayectoria global y la conjunción totalista de los pensadores espiritualistas de Italia y que permita situar al espiritualismo como lo máximamente repre-sentativo del pensamiento' italiano, así como el racionalismo está más vin-culado al genio francés, el empirismo al genio inglés y el llamado criticismo —mejor dicho, racionalismo resignado— junto con el irracionalismo idealista, al genio filosófico alemán.

FIN DE LA PRIMERA APARTE

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BALANCE Y TRANSICION A LA SEGUNDA PARTE

istud Mare tenebrarurn, ac dein lux quaedam minuscula, blandirla... .

Olvidemos por el momento nuestros esfuerzos para dar con la verdadera na• turaleza del fenómeno llamado Renacimiento y su conexión con el Huma-nismo y la Reforma. Olvidémoslo para atenernos solamente a lo enseñado por otros. ¿Cuál es esta enseñanza? Hemos aprendido con Gilson, Maritain, Dawson y Bertiaiev que el así llamado Renacimiento representa una pro-funda caída de la Humanidad y un marcado retroceso hacia la Edad Media, retroceso no sólo en el campo de la especulación filosófica, sino también —hasta cierto grado, según Thorndike y Sarton— aun en el campo de la ciencia. El Renacimiento, sería por lo tanto, un fenómeno singularmente de-plorable en la trayectoria histórica de Europa.

Por otra parte, hemos aprendido con Michelet, Burckhardt y sus innume-rables discípulos, que el Renacimiento representa la época del despertar del espíritu después de la somnolencia medieval, un despertar que inaugura la nueva era del progreso humano en todos los sectores de la vida, un pro-greso que cobra un ritmo siempre más y más gigantesco, para incluirnos a nosotros mismos en la época actual. Empero, los historiadores posteriores habrían contribuido —así leemos en innumerables trabajos— con unas co-rrecciones esenciales en las tesis algo exageradas de Burckhardt que se apo-yaban sobre un contraste demasiado marcado entre el Medioevo y la época del Renacimiento. Los rasgos particulares del Renacimiento existieron ya en la Edad Media, por lo tanto, el mismo concepto de época de Renaci-miento se hizo problemático, como problemático es, según Huizinga, cual-quier concepto de período histórico ... Quisiéramos hacer notar de paso que, si estas conexiones se deben —como tantos autores lo dicen— al progreso de «investigaciones posteriores que demostraron lo inexacto o aún incorrecto de las concepciones de Burckhardt», la tesis es por sí sola incorrecta, ya que el mismo Michelet en su obra, anterior en cinco años a la de Burckhadt, se da cuenta de aquellos múltiples brotes tempranos del Renacimiento, lo que lo induce a pensar que el Renacimiento, en verdad, nunca nació.

También se nos ha dicho que lo valioso del Renacimiento en general y del Renacimiento italiano en particular, proviene del seno del espíritu ger-mánico, especialmente de las creaciones de Meister Eckhart en el siglo xw y, ante todo, del Cusano en el siglo xv: así reza la doctrina de algunos de los historiadores alemanes más renombrados, entre ellos Heimsoeth y, hasta cierto grado, Cassirer. Lo cual no impide a algunos historiadores italianos de la filosofía considerar al Renacimiento italiano no sólo como auténtico, sino como la síntesis anticipadora de toda la filosofía europea y, muy par-ticularmente, de la metafísica alemana, con Fichte, Schelling y Hegel, «los que continúan bajo el cielo nórdico de Alemania la meditación filosófica de Bruno y Campanella». Hay más. El Renacimiento, el Humanismo y la Reforma serían todos ellos fenómenos que van en el misma dirección co-

rruptiva —así Gilson o Maritain— lo cual no impide que para otros pensa-dores, Renacimiento, Humanismo y Reforma representen distintas fases y distintas manifestaciones del mismo progreso de emancipación del «espí-ritu humano sediento de libertad y oprimido durante tantos siglos por el Medioevo» —así reza la profesión de fe de Hegel y Dilthey. En oposición a esta tesis, el eminente filósofo y teólogo protestante Ernesto Troeltsch, hace un distingo fundamental entre Renacimiento y Humanismo por un lado, y Reforma por otro; esta última representaría un paso atrás en dirección a la Edad Media.

Como se sabe, el famoso filósofo medioeval Abelardo, llevado por el espí-ritu escéptico, escribió su famosa obra Sic et Non, donde coloca en para-lelo los diversos sistemas y opiniones de los más eminentes teólogos en ma-teria especulativo-religiosa. No pretendemos discutir en favor de esta tesis, pues es posible que Abelardo persiguiera también meros fines de erudición e información para sus lectores. Empero, nosotros- tenemos que proclamar en alta voz el Sic et Non, el Sí o No, cuando se trata de resumir los resultados de la investigación histórica respecto a un tema grandioso que ocupa desde hace un siglo un sitio privilegiado en la 'ciencia histórica.

El embrollo respecto al valor de la concepción general del Renacimiento como época autónoma de la historia, se ve complicado más aun con las con-tradicciones en que caen los especialistas en el terreno de la historia del arte. Tomemos a Wolfflin y a Worringer, ambos estudiosos de fama mundial. El primero, en su obra sobre la evolución del estilo y del arte modernos, dis-tingue tres tipos de imaginación visual, característico cada uno de ellos para el Gótico, el Renacimiento y el Barroco, respectivamente. Los tres no son, en la opinión de Wolfflin, simples miembros de una consecuencia histórica, sino que representan, independientemente del tiempo, tres diversas formas de visualizar la realidad. En el cuadro de Wolfflin el Renacimiento conserva todavía su lugar autónomo, no así en la obra de Worringer, particularmente en su Formprobléme der Gothih. Para este autor existen, en toda la extensión histórica del arte europeo, dos 'categorías esenciales —lo clásico y lo góti-co, enraizado este último en el espíritu germánico— de donde brota una afirmación que hace precaria la existencia del arte renacentista en su pecu-liaridad. La misma idea, aun con más amplitud, viene a expresarse en la obra de Dehio sobre la historia del arte alemán y en los estudios de Karl Neumann. El primero casi tiende a sustituir la noción del gótico por la del barroco, la cual considera como la expresión auténtica de una tonalidad original del espíritu alemán. La posición del Renacimiento italiano en la historia del arte se hace ton esto aun más dudosa. Empero, sólo en el estudio de Neumann, que lleva el título significativo Fin del Medioevo. Leyenda sobre la disolución del Medioevo por el Renacimiento, el concepto del arte renacentista recibe, podría decirse, un golpe de gracia. El arte renacentista italiano, además de no ser sino un episodio, debió su inspiración a las fuen-tes germánicas, por lo cual, sea dicho de paso, la línea del desarrollo de la

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civilización europea que se pretendía comúnmente hacer partir desde el sur hacia el norte y el noroeste, se presenta aquí en una dirección inversa —del norte al sur—. Por cierto, aquí no terminan todavía los enfoques «na-cionales». A la concepción del gótico como expresión genuina del alma ger-mánica y, por otra parte, al culto del Renacimiento como fenómeno italiano, algunos autores franceses oponen una visión diferente, según la cual la civi-lización francesa medioeval representa la cuna de lo que se llamó más tarde el Renacimiento, y eso, hasta grado tal que el mismo Renacimiento italiano debería comprenderse en cierta medida como una reacción contra la prepon-derancia ejercida por el elemento provenzal-francés. Y es verdad que no faltan argumentos en favor de esta tesis. ¿Acaso no escribió el mismo Dante en provenzal antes de escribir su Divina Comedia en toscano? Sin embargo, por lo que atañe al problema del gótico, se encuentra una investigación mu-cho más ponderada debida al eminente historiador y filósofo del arte. M. Dvorak. El dualismo innato entre mundo exterior y mundo interior —que, según Worringer, encarna el gótico, y expresa su índole germánica en contras-

, te a la ausencia de aquel dualismo en el «arte clásico de los latinos»— cobra una significación muy diferente en la teoría de Dvorak. Este admite la co-existencia (en el arte gótico) de dos actitudes, de las cuales, una, apun-ta al mundo sobrenatural, y otra, al mundo natural, actitudes que tienden a tratar cada uno de estos mundos de modo diferente. Este dualismo jerár-quico lo ve Dvorak también en la filosofía medioeval (tomismo) , empeñándose en destacar la armonía del arte medioeval con su pensamiento filosófico. Estas consideraciones hacen comprender el alma de verdad que ostenta la co-nocida expresión «les cathédrales de la pensée» para designar los sistemas filosóficos de la Escolástica. Quisiéramos subrayar que al mismo plano obe-dece una encantadora obra de Dvorak Kunstgeschichte als Geistsgeschichte, donde el autor hace ver la conexión entre el arte y el pensamiento filosófico a lo largo de muchos siglos de la historia cultural de Europa.

Como vemos, las incertidumbres, oscilaciones y dudas respecto al valor y al papel del Renacimiento en el contexto de la historia europea, se presentan aun más agudizadas en las interpretaciones de los historiadores del arte. Para unos, el Renacimiento se halla encuadrado entre el Gótico y el Barro-co no sólo cronológicamente, sino también por su propia estructuración. Para otros, tiende a esfumarse, cual fuego de artificio entre los dos estilos mencionados_ Como es obvio, estas opiniones se han emitido en relación a otro criterio, el del «espíritu nacional», por lo cual se agrava el proble-ma con respecto al alcance de este espíritu nacional y a la prioridad de influencias de lo germánico o de lo italiano en el Renacimiento italiano. Todo esto conduce, a pesar de los nutridos volúmenes de los grandes erudi-tos, a una completa pulverización del concepto mismo de la época del Re-nacimiento. Nadie puede negar su admiración ante la obra de Wolfflin o de Worringer y, mucho menos, de Burckardt; nadie podrá desconocer el in-genio de sus exposiciones y, en el caso de Burckardt además, el gran don

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artístico para dibujar cuadros históricos. Empero estas obras se destruyen recíprocamente'.

Por cierto, no se puede negar la conexión entre el estilo dórico y algunos rasgos espirituales de los dorios, así como entre el estilo jónico y la espiritua-lidad jonia; sin embargo, lo que ha sido verificable en el taso de la Grecia antigua, se hace mucho más complicado y hasta problemático en el caso de la Europa moderna, cuyas naciones y estados presentan un verdadero mosaico de elementos diversos. Si los franceses objetan el carácter germánico del esti-lo gótico, si para ellos no tiene de germánico más que el nombre y si sostie-nen que se desarrolló en el norte de Francia, la cuestión no puede solucio-narse con el contrargumento, bastante fácil, que se valdría de la presencia del elemento étnico germánico en el norte francés. No entra en los propósi-tos de este libro intervenir en las discusiones, a veces triviales, sobre la idea del «espíritu nacional» en el sentido de un denominador común de las múltiples operaciones y manifestaciones de la vida nacional; con todo, no po-demos abstenemos de hacer aquí ciertas observaciones que tienen relación di-recta con el problema general del objeto de la historia moderna y que desembocan en el terreno de una sociología de la nación.

Las grandes naciones modernas de Europa, como. España, Italia, Francia o Alemania, son unidades de carácter estatal, pero de composición étnico-lin-güístico-espiritual heterogénea y sucedió frecuentemente que era una de sus componentes la que lograba convertirse en el núcleo de la formación estatal unitaria, y sabía imponer sus ideas y, algunas veces, su idioma o dialecto a las restantes. No hay una sola Francia, sino al menos tres: la Francia nacionalis-ta del norte (Ile de France), la Francia lírica del sur provenzal, y la Fran-cia místico-panteizante de la Bretaña céltica, pudiendo estas diferencias re-flejarse en cualquier sector, por ejemplo en la vida religiosa, como es fácil averiguar en la conocida obra de Bremond, L'Histoire du sentiment religieux en France. Algo parecido tiene lugar en Alemania con su contraposición de alemanes medio eslavos del norte, y alemanes algo célticos y latinizados del sur, contraposición que pesó en los destinos históricos de Alemania, por no mencionar más que la lucha entre católicos y protestantes con sus múltiples proyecciones en la guerra de 30 años o la rivalidad de Austria y Prusia. El concepto de Francia o Alemania es un concepto estratificado y diversificado, por lo tanto, el afán de reducir las particularidades del gótico o del barro-co al «espíritu nacional» (Volksgeist), es querer explicar lo desconocido por lo más desconocido aún —ignotum per ignotius.

Ahora el lector recordará nuestra hipótesis sobre los orígenes del Renaci-miento italiano en lo concerniente a su tono vital, como continuación de

'las pasiones humanas —pasiones son, el afán de poder, la codicia, el fana-tismo religioso o nacional— constituyen la trama de la historia universal, las pasiones de los historiadores las que la constituyen en su historiografía. Por fin, todos los fanatismos se ahorcan unos a otros, como solía decir Thomas Jefferson. La pasión patriótica es demasiado manifiesta en la mayoría de las obras de arte sobre el Renacimiento para dejar actuar a la razón equitativa y desprejuiciadamente.

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algunos rasgos principales del alma provenzal; se acordará también, de la importancia del elemento provenzal en la composición étnico-lingüístico-espiritual de Francia, España e Italia. Y aunque es difícil hablar del se-paratismo político respecto a Francia meridional o Italia septentrional, el separatismo catalán de nuestros días no es otra cosa que la herencia del espíritu provenzal.

En razón quizás de que las naciones europeas se revelan como mezclas de elementos étnico-lingüísticos diversos, nociones tan difundidas como «lo gó-tico» o <do barroco», en el sentido de expresar ellos el espíritu germánico (apoyado, como piensa Worringer y muchos otros, en los rasgos raciales de los germánicos) —ya lo hemos dicho— se tornan problemáticas. Con estas te-sis entramos en un terreno de lo más movedizo. No hay duda alguna de que los germánicos tienen un modo de creación artística diferente de los meri-dionales, empero ¿basta eso para elevar al gótico (y, con Dehio, el barroco) a la altura de una categoría supratemporal en la historia del arte europeo? Manifiestamente, la cuestión no se puede plantear en estos términos. Si se quiere hablar de categorías perennes en las creaciones artísticas de Occi-dente, sería adecuado echar mano de una contraposición más general que po-dría ser aplicable también al arte antiguo. En este sentido, más convenien-te sería apuntar a la oposición de lo clásico y lo romántico, pues en el arte griego y su literatura tenemos esta oposición o, si se quiere, entre lo clásico y lo prerromántico; una índole romántica (o prerromántica) osten-tan tanto la novela de las postrimerías de la antigüedad, a la cual Erwin Rohde dedicó una bellísima obra (Der griechische Ronzan) —pensemos en Eros y Psique, Dafnis y Cloe y otros— como su arte plástico, que algunos llaman barroco. Con esta designación vendría a ser algo superficial la otra concep-ción, propia sólo de nuestro barroco moderno del siglo xvit y, en parte —así en algunos países del norte, por ejemplo en Polonia—, también del siglo xvm. Con esto, la antítesis en cuestión se libraría de algo secundario, pues ya no se reduciría a la simple oposición, quizás áspera, del latinis-mo y germanismo, para englobar esta última como un caso particular de algo más amplio y superar con eso su estrechez. Cierto cambio de significado (Be-deutungswandel) que habría experimentado con eso la categoría «gótico-barroca», estaría, en conexión con el cambio análogo, referente al papel y al significado del romanticismo. No hay duda de que los pueblos germánicos y particularmente los alemanes fueron representantes notables del movi-miento romántico en Europa; empero sería erróneo ir demasiado lejos en este sentido, es decir, equiparar sin más al romanticismo con la índole germánica. ¿Quién no sabe cómo repercutió en su tiempo en toda la Europa literaria la aparición de Ossian como revelación del espíritu céltico, aunque la obra fuese en gran parte la obra propia del célebre highlander Macpherson? Es que los orígenes y los mismos moldes del romanticismo tienen, sin lugar a dudas, mucho que ver con el elemento céltico, privado de una existencia estatal propia, pero existiendo como elemento integrante de Gran Bretaña (el nombre mismo lo dice todo) y de. Francia. Y nadie desconoce el hecho de

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que los temas de geniales dramas musicales de Ricardo. Wagner, el gran representante del romanticismo en la música y uno de los pilares espirituales del germanismo, fueron en gran parte temas y leyendas célticos, por no men-cionar sino Tristán e Isolda. Empero, no podemos detenernos aquí, pues el alcance del concepto del romanticismo va más lejos. Los orígenes de la lírica romántica en Europa occidental tienen mucho que ver con la lírica árabe-española y sus obras poéticas amorosas que dieron el sustrato para el canto y el baile (balada) . Antes de que el culto de la mujer haya encontrado su expresión en los ritos y las costumbres de los caballeros del Medioevo cris-tiano, ciertos elementos de la caballerosidad se desarrollaron en la España musulmana. Los dos motivos más propios de la actitud romántica los cons-tituyen siempre la exaltación de la mujer y del corcel, y, como todos saben, estos son los motivos permanentes de la poesía lírica de los árabes. Nadie pone en duda hoy día la existencia de lazos muy estrechos entre la creación poética de los moros de España y la lírica provenzal; nadie tampoco dudará, ante las conocidas obras de Asin Palacios y ante el maravilloso libro de Briffault, anteriormente mencionado, de la irradiación de la poesía amorosa y la especulación religiosa de los místicos musulmanes (los sufis) sobre la literatura provenzal-italiana. Así, el Romanticismo, no siendo exclusividad de los germánicos, no lo es tampoco de los celtas, pues tiene su representante en el mundo oriental, 'como los ha tenido en forma de prerromanticismo en las postrimerías de la antigüedad. Ya nadie lo sabía mejor que el conocido representante del romanticismo alemán que fue Rückert, admirador y cono-cedor de la poesía lírica de los árabes. Así, se confirma cada vez más nues-tra tesis sobre el carácter fundamental de la actitud romántica, que acepta en su regazo pueblos de diferentes orígenes. ¿Qué valor puede tener, en vista de todo esto, la tesis forzosamente gratuita sobre lo específicamente genuino de lo «gótico» y del «hombre gótico», que no sólo reduce la extensión del concepto en cuestión a algo puramente étnico, sino que además lo lanza hacia la altura de lo supratemporal?

Estas observaciones no son superfluas en vista del enfoque preponderantemen-te «racial» por parte de tantos eminentes historiadores del arte2.

Las teorías «nórdicas» como también específicamente «latinas» sobre el gótico, el Renacimiento y el Barroco, que tanta importancia tienen en la his-toriografía del arte y que no nos fue posible pasar en silencio, parecen mo-verse —así pensamos— en un reino más fantástico e irreal que real. La pre-ponderancia en la historiografía moderna del enfoque nacional-estatal con-duce a generalizaciones infundadas que toman el desarrollo del Estado por

2En este sentido cabría recordar un interesante lema del conocido político nacionalista alemán, Pablo Lagarde, que reza: Das Deutchtum liegt nicht im Gebliite, sordern im Gemüte (la alemanidad no yace en la sangre, sino en el sentimiento) . ¡Son notables los pensamientos de Lagarde! Mas, no venían de la pluma de un adversario resuelto ni de Bismarck, ni de la hegemonía prusiana: provenían de la pluma de un campeón del germanismo.

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el desarrollo de la nación, y además pasan por alto las múltiples diferencias étnicas-espirituales que existen por debajo de la superficie de una nación. No olvidemos que el progreso del conocimiento científico consiste muchas veces precisamente en la reducción de las apariencias.

Solamente con muchos esfuerzos, y sólo en sus últimos decenios, la cien-cia físico-química descubrió que el carácter determinado de elementos quími-cos y la homogeneidad de sus compuestos no son sino una apariencia: no hay una sola agua, pues ésta representa una mezcla del oxígeno y los diversos hidrógenos con sus diferentes pesos y que ostentan (gracias a la misma carga eléctrica) el mismo número atómico, es decir, el mismo lugar en el sistema periódico de elementos. De ahí proviene, como todos saben, su nom-bre de «isótopos», siendo este fenómeno muy difundido, ya que se los cuenta hasta quinientos como modificaciones de 92 elementos químicos. Así el agua común que, desde tiempos inmemoriales parecía ser algo homogéneo y único, no es sino una mezcla en la cual el segundo hidrógeno o deuterio, dos veces más pesado que el primero, entra en proporciones exiguas pero con posibilidades de variación. Creemos que no sería una metáfora arriesgada que conciba a las grandes naciones europeas como conjuntos o mezclas de isó-toposnácionales, generalm-enie latentes bajo la estructura de las síntesis históricas, efectuadas sobre la base de la unidad nacional estatal., Pensamos que por el descuido de graves problemas, que implica la actitud deliberada de algunos historiadores, aun de la talla de Worringer (por no hablar de Dehio o C. Newmann), se podrían explicar aquellas síntesis que de lejos parecen grandiosas y, vistas de terca, ostentan sus vacíos. Es triste la conclu-sión de que la ciencia histórica construye algunos de sus edificios más im-ponentes sobre juicios y conceptos hipotéticos y, de vez en cuando, sobre fan-tasmas o mitos. Es probable que la expresión «hombre gótico» encierre algo de verdad, sin embargo falta precisarlo. Expresiones como «hombre góti-co» y «hombre románico» (la antítesis de los dos constituye una de las par-tes fundamentales en la configuración histórico-filosófica del Medioevo que nos presentan algunos sabios eminentes), son fascinantes y evocativas con su sentido (sinntragend), pero no nos parecen ser mucho más que eso; más aun, son pretenciosas, pues caen en el error de «entificar» o «hipostasiar» abstrac-ciones, viejo error que Aristóteles criticaba a su maestro muchas veces sin razón, sea dicho de paso. Así, Spengler pensaba encontrar en el «alma fáus-tica» del hombre moderno, particularmente del nórdico, dirigida hacia el infinito, una especie de llave para comprender la civilización de Europá moderna y ponerla en contraste con el «alma mágica» de la civilización ára-be. Empero, se sabe que precisamente en las postrimerías de la Antigüedad, cobra gran importancia la idea del infinito en todo el dominio de creaciones científicas y filosóficas de aquella época. Por otra parte, no se comprende cómo el Fausto mismo confiesa haberse dedicado a la magia (drum hab-ich mich der Magie ergeben), a no ser que Fausto, el símbolo del Norte, sienta en sus entrañas el alma mágica de Arabia. Aún tratándose de Hegel, un genio que casi desafía cualquier parangón, ¿qué valor objetivo podrían tener,

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sus célebres concepciones tendientes a la divinización del Estado (es ist der

Gang Gottes in der ¡'Velt, dass per Staat ist) y particularmente, del Estado prusiano como la última y más excelsa forma estatal, cuando la historia pos-terior pulverizó su edificio filosófico-histórico y la misma Prusia dejó de existir frente al avance vertiginoso de la potencia rusa? Desgraciadamente, las construcciones 'nacionales' de muchos historiadores y filósofos de la histo-ria moderna están lejos de presentar un valor científico-objetivo en un grado

suficiente. Huelga decir que idénticos defectos se encuentran en muchas obras histó-

ricas francesas e inglesas, y si alguna diferencia hay con las obras alemanas aquí citadas, ésta se debe a la composición heterogénea, muy obvia, de los diversos estratos étnicos presentes en la historia de Francia e Inglaterra. Esto obstaculiza una concepción unitaria y homogénea del «espíritu nado-nal» análoga a aquella que se complace en remontarse a la Gern2ania. De Tá-cito para urdir desde allá una trama ininterrumpida de rasgos inmutables y

casi supratemporales.

No queremos aumentar el pesimismo que nos invade. Peor que todo es el hecho que los historiadores mismos parecen darse cuenta pocas veces del estado desesperado de su ciencia. Se comprende hasta cierto grado por qué esto sea así. La investigación histórica de nuestro siglo, sin hablar del siglo pasado, resucitó delante de nosotros múltiples mundos desaparecidos, Mun-dos enteros de los cuales los mismos griegos y romanos tenían poco conoci-miento, o más bien ninguno. En efecto, nuestro conocimiento del antiguo Egipto, de Babilonia y Asiria, de la India antigua, de los hititos y cretenses, es algo que habla a la imaginación de cualquiera. Empero, se trata Aquí de siglos históricos ya cerrados, de influencias remotas sobre la civilización actual; sin embargo, aun en este terreno, cuando vamos más allá de los hechos, por interesantes que sean, para evaluar su papel en el contexto de una historia universal, nos encontramos muy a menudo en encrucijadas. Así, la matemática griega, nos es conocida cada vez más en su contenido y sus detalles; sin embargo, la articulación de sus períodos evolutivos, en cuanto implica un juicio sobre su relación intrínseca con las matemáticas orientales que presenciaban su nacimiento, no está esclarecida de manera suficiente, ya que sólo los descubrimientos de la época reciente posibilitan sugerir la exis-tencia de lazos escondidos entre el espíritu de las matemáticas caldeas y tal vez egipcias, y el espíritu de la ciencia matemática de la antigüedad pos-trera, expresado, por ejemplo, en la figura de Diofanto de Alejandría. El descubrimiento de tales relaciones nos deja ciegos frente a la inestabilidad de juicio en todo lo que atañe a la historia Occidental que nos abarca hoy. Por cierto, el aumento de nuestros conocimientos, el aumento de la masa, aunque puede procurar complacencia y dar satisfacción a la curiosidad cog-noscitiva, actúa muchas veces en el sentido contrario a la adquisición de

.un valor científico de rango más elevado. Instructivas son en este sentido las palabras de Ferguson: «Cuando uno pasa revista a las historias del Renacimiento concebidas sucesivamente hasta nuestros días, uno queda pro-

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fundamente impresionado al comprobar el inmenso progreso de la conciencia histórica. Sin embargo, esta riqueza misma trae un problema ... tanta opu-lencia desconcierta». Quizás no sería muy erróneo pensar que la certeza y profundidad de amplias perspectivas de todo un conjunto histórico se en-cuentran en razón inversa a la riqueza de detalles ... Por mucho que uno res-pete —y no puede no respetar— la amplitud de erudición, el alarde de ella nos incita de una manera involuntaria a un juicio negativo respecto de ésta.

Empero, no es éste el talón de Aquiles de la historiografía. Lo desconcer-tante del balance de tanta labor y tantos empeños proviene en alto grado de los prejuicios de los historiadores. Exageraciones confesionales y fervor nacional —hay que decirlo— constituyen las taras de gran parte de la histo-riografía que se refiere a Europa medioeval y moderna. Nos sentimos tentados a sostener una idea quizás paradojal: mientras más remota es la historia, es más verídica, o, si se quiere, menos deformada —una opinión contraria a la comúñicieniC sostenida y que goza de- la autoridad de Tucídides, quien dice: «encontrar de una manera nítida lo antiguo es imposible por la extensión del tiempo».

Si se toman en consideración todas las opiniones vertidas por eminentes his-toriadores sobre Medioevo o Renacimiento, uno se siente casi aniquilado al comprobar que aquí el reino de todas las posibilidades imaginables viene a ser idéntico a la realidad presentada: no hay opinión posible que no haya encontrado sus expositores y sus partidarios y, en modo igual, sus adver-sarios y sus contendores. Y así como la historia está constituida por la histo-ria de las pasiones humanas, así también la historiografía parece estar hecha de las pasiones de los historiadores. Los viejos «ídolos» en los cuales viera Bacon un serio obstáculo para el conocimiento, están siempre presentes. La realidad humana en su más ruda esencia está representada de una ma-nera impresionante en el enorme y tan famoso cuadro de Gaya: hombres medio-animales, corroídos y desfigurados por las pasiones reflejadas en sus rostros y actitudes. Empero, ¿el cuadro de Goya no engloba también la rea-lidad histórica, la realidad del pasado pintada por las manos de los historia-dores? ... De una manera involuntaria nos vienen a la mente las palabras en algo atrevidas de Anatole France en sus famosas Opiniones de Gerónimo Coignard: «Pero permitid que os diga, caballero, que la musa Clío es una embustera y os ofrece un espejo engañador ... Los historiadores se con-tradicen unos a otros en cuanto interpretan el mismo asunto... Veo que estoy criticando a los historiadores, y es la historia misma quien merece una crítica severa ... Considerad que cuando la causa de un hecho histórico reside en un hecho que no es histórico, la historia no lo advierte; y como los hechos históricos se expresan ligados a los que no lo son, resulta que los acontecimientos no se encadenan naturalmente, sino que están unidos unos a otros por puros artificios retóricos. Observad también que la distinción en-tre los hechos que entran en la historia y los hechos que no entran en ella,

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es por completo arbitraria. De ahí resulta que lejos de ser una ciencia, la historia está condenada por un vicio de naturaleza a lo vago y mudable ... Aún supongo que la creciente abundancia de memorias, correspondencia, do-cumentos y archivos dificultará la tarea de los historiadores futuros».

¿Sería un menoscabo frente a los célebres historiadores, anteriormente mencionados, citar las palabras de un gran novelista y célebre escéptico y burlador? Empero, Anatole France, además de historiador (su obra La vie de Jeanne D'Arc es altamente apreciada por los entendidos) , fue al mismo tiempo un genial artista y un gran erudito, y no se sabe si, al referirse a un burlador, casi desprovisto de pasiones y de presunción nacional (su Isla de los Pingüinos es también una sátira sobre la historia de Francia) , significa desde el punto de vista humano, rebajar a aquellos cuyos enfoques se nutren de lo inmutable y solemne y que se complacen en andar sobre coturnos.

En efecto, sólo el feliz instinto optimista, tan natural en los hombres, les impide ver la realidad cara a cara y percatarse de lo desesperada que es la posición de una ciencia cuyo nombre significa el conocimiento por antono-masia —pues esta es la «Historia» en su sentido originario— y que debería ser la más preciosa de todas, ya que es la ciencia investigadora de las acti-vidades humanas. Desgraciadamente, al penetrar en su recinto, nos sentimos rodeados por las tinieblas siempre más y más densas, en vez de sentirnos ilu-minados por una luz ... Stat magni nomínis urnbra

Sentimos todo el peso de una actitud en apariencia irreverente respecto de los grandes esfuerzos del espíritu humano por conocer el pasado. Irreverente sólo en apariencia, pues se trata de sus debilidades congénitas. Obedecemos sólo a nuestra conciencia al manifestar que no podemos conformarnos con la realidad imperante en el espíritu de los historiadores: Involuntariamente nos vienen a la mente las palabras de Lutero, en la Dieta Imperial en Worms ... Hier stehe ich, ich kann nicht anders, Gott helfe mir (Mquí estoy, no puedo ser de otra manera, que Dios me ayude!).

Llegue hasta aquí nuestra crítica; no queremos ir más lejos. Nuestro pro-pósito no fue otro sino estremecer al lector común, acostumbrado a la admi-ración de la ciencia histórica y sus grandes representantes; sacudir su con-ciencia, sumida en la tranquidad. Hemos de confesar libremente: vivimos en mitos, legados por el pasado, y seguimos creando nuevos mitos, puesto que, del mito vive el hombre.

Sin embargo, es mucho más fácil analizar los defectos de la ciencia histórica, que encontrar el recto camino de su salvación. De seguro, querer asentar la ciencia histórico-moral en sus verdaderos fundamentos supone una tarea tan inmensa que sobrepasaría las reformas más audaces en el terreno de la fun-(lamentación contemporánea de la ciencia exacta. Hubo no obstante en el pasado-grandes hombres que estaban en espera de aquella reforma radical.

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Basta pensar en este momento en Kant, a quien Rousseau pareció una vez corno «el Newton del mundo moral» ...

Por lo , que atañe a nuestro modesto ensayo, no intentamos ahondar en la tarea positiva de fundamentar la ciencia histórica, pues una obra de esta índole está muy por encima de nuestras fuerzas (fuga tenzporum irrepara-bilis). Nuestra tarea en la crítica de la historia es ante todo negativa y, sólo en segundo lugar, positiva. No podemos, por lo tanto, al despedirnos de esta primera tarea, resumir en breves palabras las más importantes y comúnmente conocidas deficiencias de la historia. Ni siquiera tenemos la pretensión de clasificarlas (tarea grave por sí misma) , se trata más bien de enumerarlas.

1. «No hay ciencia sino de lo general», reza desde la antigüedad el postulado de cualquier conocimiento. Eso no obstante, la Historia tiende a conocer —y con razón— lo particular. Esta es la primera antinomia o más bien aporta de la Historia, aporía en cierto sentido insoluble.

2. El decurso histórico está en gran parte entregado a la pura casualidad. Aquí el mayor y más grandioso ejemplo es la muerte prematura de Alejan-dro Magno, la causa deficiente de la grandeza del más poderoso de los Impe-rios y áreas de civilización: el Imperio Romano.

3. Prevenciones subjetivas —ante todo del orden confesional y nacional— que, impregnando la Historia de carácter subjetivista, la despojan de la objeti-vidad propia del conocimiento científico.

4. Es increíble y casi incomprensible el optimismo de los historiadores, ya que poniéndose del lado de los fuertes y vencedores, cierra los ojos a la mí-sera desesperación de las masas anónimas. Hasta hoy perdura la memoria, cultivada por los historiadores, de los tres primeros edificadores de las pi-rámides, empezando con Kheops, mientras muestran poco interés por la suerte de los esclavos que contribuyeron a realizar aquel fantástico sue-ño de inmortalidad de los faraones. El estado de ánimo de los historiadores no parece vibrar al unísono con estos versos de Musset:

Rien n'est plus grand qu'une grande souffrance, Les plus désespérés sont les chants les plus beaux, Et j'en conñais d'immortels qui sont de purs sañglots.

5. Los historiadores —aun entre los más notables— se complacen en ciertas sentencias muchas veces vacuas, pero altisonantes. Pensemos por un momen-to en el libro de B. Croce, Historia como realización de la libertad; el único sustrato real de tal concepción no es otro sino la liberación del pueblo ita-llano de la dominación extranjera y su unificación en una nación soberana. En verdad, la idea sobre la creciente libertad como esencia de la historia, no pertenece a Croce, sino a su maestro Hegel. Todos conocen el célebre esquema hegeliano, según el cual en el Oriente hubo un solo hombre libre,

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el déspota; en la Antigüedad clásica sólo algunos, y todos libres en el mundo cristiano germánico, prolongado hasta el tiempo de Hegel. Esta famosa sen-tencia (que es más bien una boutade) no pasa de ser una broma. Donde to-dos son esclavos y uno sólo es libre, este último no es libre. Por algo el famoso compatriota de Hegel, Federico el Grande, se quejaba, poco tiempo antes de morir, de que «se sentía aburrido de reinar sobre un cúmulo de esclavo». Des-cle un punto de vista similar también la enorme expansión de la raza blanca —desde principios del siglo xvr— a través del mundo entero significaría el progreso hacia la libertad, y el mismo descubrimiento de América por los espa-ñoles debería considerarse como el comienzo de la dicha de los indios por «haber sido descubiertos»:,.. Pero no ataquemos a los historiadores.

Llegaremos sólo hasta aquí. La destrucción no es para nosotros el fin sino el medio: el medio para la destrucción de la destrucción. Obviamente —y eso en conformidad con lo anteriormente dicho— tal destrucción de la des-trucción cederá lugar a la •onsta-uctividad, pero ésta no va a ser sino parcial, y tiene que ser ante todo una réplica a las deficiencias mencionadas bajo nuestra lista, ya que las otras son más bien un mal incurable de la Musa Clío. Nuestra réplica llena la Parte Segunda de esta obra, y consiste en una diferenciación en diversos planos de lo «individual» y lo «general». Lo «indivi-dual» es representado por Sócrates, pero también por la civilización clásica ateniense, que no deja de ser por esto lo general. Toda la historia griega arcaica, helénica y, por fin, helenística es al mismo tiempo algo «individual» y algo «general», «individual» en referencia a otras culturas y «general» res-pecto de lo que ella implica. Empero, aun dentro de lo «general» existen, en-tidades que present-an el «nervio histórico» del pretérito. Estas entidades no son de carácter sinóptico, convencional o mnemónico sino constitutivas del pasado, en un sentido análogo a las «clases» zoológicas o botánicas que son constitutivas del sistema «zoológico», en el systema naturae linneano. Nos re-ferimos a los periodos históricos. El conocimiento histórico está por su natu-raleza misma constituido por períodos —y, eso, tanto del punto de vista nues-tro «conocimiento» como de la realidad. En esto reside el elemento apriórico de la historia, es decir, su carácter ontológico. Al pasar revista a nuestro pasado —individual o colectivo— las grandes fases de nuestro desarrollo se nos dan de una manera inmediata. Los más grandes hombres no se desprenden — y no pueden desprenderse— de su «período histórico», el cual los representa igual como ellos representan a aquél. Guiados por estas convicciones, hemos escrito la Segunda Parte, como un intento de salvar la•historia en el único elemento de generalidad que le queda.. Pero, •cuidado! Los períodos del pasado cambian en la historia pero de otra manera que la clasificación de seres vivos. El famoso prototipo de nuestro caballo de forma tan diminuta «cambió» a través de los milenios, y sus diferentes fases tienen distinos nombres en la paleontología. Empero, la «reconstrucción biogenética» (aun con toda la deficiencia carac-terística del famoso concepto haeckeliano) es bien diferente de la periodifi-cación histórica. Esta última tiene que ver en el gran fenómeno de la vida espiritual que es la memoria (en este caso «memoria colectiva»), que funda-_

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menta no sólo la división en períodos, sino también el cambio mismo de los períodos del pasado por la, progresiyadel«presente». Así tiene que ser, pues la memoria es inseparable del espíritu, o mejor dicho, el espíri-tu es memoria. (Aquí nos recordamos de una sentencia favorita del extinto maestro y amigo G. Simmels: der Geist ist wesentlich das Gediichtnis) 3. Así la periodificación se nos torna la única posibilidad de salvar la estructura de la historia. Aquí también la historia encuentra su parentesco con la vida, es decir con la vida espiritual creadora también de las ciencias espirituales, como lo son la ciencia en general y la ;ciencia histórica, en particular. De ahí que las creaciones espirituales obedezcan a las leyes generales de todos los seres vivos que tienen su ciclo vital, y —lo que es más importante— obedezcan a cierta dialéctica que rige el ciclo vital de cada ser vivo. Por lo tanto, la Parte Segunda de nuestro trabajo va a ser dedicada a la aplicación de la idea del ciclo vital en las diversas periodologías, animadas _todas ellas por una dialéctica sui generis.

Y, por fin, sin perder la esperanza de contribuir en algo al aspecto positivo de la historia, afirmamos aquí nuestra convicción de que la historia está en conexión con el ahondamiento del omniabarcante a la vez que enigmático concepto del «sentido». La mutua delimitación y profundización de las ideas de «sentido», «valor» y «significación» constituye una labor previa a cual-quier consideración sobre la historia en el significado positivo del vocablo. Pues, en verdad, también por el parentesco entre lo que comprendemos por el «ser» y el «sentido», se hace imprescindible la delimitación de los dos conceptos. Si puede ser problemático que el concepto del «ser-ente> se refiere ante todo a la existencia humana (Dasein) no hay duda de que el «sentido» es la expresión de nuestra actitud frente a la realidad y a nosotros mismos. Y, por otro lado, ¿podría pensarse que la quintaesencia de nuestro «saber histórico» se limita a la simple y subjetiva actitud de «dar un sentido a algo que por sí solo no lo tiene?». ¿Podría pensarse que la historia consiste en otorgar sentido al pasado sin sentido? En otras palabras, ¿podría aceptarse la aguda y profundamente escéptica definición de Teodoro Lessing de la Histo-ria como Sinngebung des Sinnlosen4? ¡Ciertamente que no!

Existe un enlace entre el objeto «historia» y su sujeto que no es un enlace cualquiera sino una compenetración más íntima. Si nuestro saber histórico no ha de tornarse en pura fantasmagoría, propondríamos, en vez del vocablo Sinngebung («prestar un sentido») un concepto expresivo de una íntima com-penetración de ambos aspectos —algo que podríamos expresar en el idioma de Lessing quizás así: Pie_Geschichte ist das Sinnabgewinnen des Historisch Sinnhaften (la historia, es el reencontrar el sentido en el decurso de lo capaz de tener un sentido)

3E1 espíritu es esencialmente la memoria. 'Dar sentido a lo que no tiene sentido.

Segunda parte

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Capítulo primero

TENTATIVAS 'VANAS DE SALVAR LA

HISTORIA Y PRIMER INTENTO

DE SUPERARLAS

La situación tan problemática de la ciencia histórica, cine el lector debió percibir al meditar en las primeras páginas del Balance, no es "por cierto algo nuevo. Ya desde fines del siglo pasado se apoderó de los historiadores un cierto malestar frente a los progresos tan positivos de la ciencia natural. ¿Qué representa, en resumidas cuentas, la historia, este orgullo del «siglo histórico» como muchos llaman al siglo pasado? ¿Dónde están sus logros definitivos? ¿En qué estriba su carácter de ciencia que tantos han rechazado? Con más y más fuerza se imponía un movimiento, tendiente a salvar la historia del imperia-lismo de la ciencia físico-natural. Desde este punto de vista, no podemos pasar-por alto aquel esfuerzo notable de Windelband y Rickert, encaminado hada la fundamentación del conocimiento histórico de tal manera que asegurara su autonomía y completa independencia frente al conocimiento físico-natural. Por desgracia, por mucho que se hayan propagado las teorías de Windelband y Rickert, en el terreno de la filosofía de la historia adolecen de grandes•clo-fectos históricos y filosóficos que las hacen inadecuadas para el fin que se propusieron. Dos son sus vicios principales.

El primero consiste en el gran error de contraponer lo general a lo particu-lar bajo la forma de contraposición entre la ley natural y los hechos irrepe-tibies de la historia.

El segundo consiste en la aserción, "casi deses^perada, de que el conocimiento de «hechos particulares» sin más, puede constituir una ciencia, y justamente una ciencia histórica.

Pasemos al primer punto. Es antigua la contraposición de lo general a lo particular concreto, ya que todo el sistema aristotélico tiene que ver con el problema de sus relaciones. Empero, durante la Antigüedad, el Medioevo, y en parte, la. época renacentista, esta contraposición básica piránanecía

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en los marcos que le son propios y revestía ante todo, la forma de la célebre contienda sobre los universales. Así, la contraposición mencionada se reducía en primer lugar a la oposición entre la esencia-tipo (por ejemplo: el caballo en cuanto tal o la equinidad) y lo existente en su singularidad (como ese caballo en particular) . Sin embargo, el desarrollo de las ciencias exactas, ante todo de la física, hizo raer en olvido el antiguo problema de los universales, que ya pareció anacrónico, y cedió su lugar más bien a una oposición de lo general en forma de ley natural o de entidad matemática frente a la particu-laridad de lo dado. De ahí viene la antítesis que constituye la armazón misma de la doctrina Windelband-Rickertiana: la antítesis entre la ciencia le-gisladora o «nomotética» de la naturaleza, y la ciencia particularista o «ideo-gráfica» de la historia. Es por cierto excusable el error de aquella tesis de Windelband-Rickert, puesto que ya el eminente filósofo Berkeley incurrió en la misma inexactitud, dando como ejemplo de lo abstracto-general, el con-cepto de un triángulo. En efecto, el concepto de la ley, como también el con-cepto de ente matemático, carece de la generalidad en el sentido de que se le pudiera oponer lo particularmente dado. Las caídas singulares de piedras sobre la tierra no son asimilables a lo particularmente dado respecto a la ley de caída libre de cuerpos romo lo general. Es comprensible este malentendido, el cual proviene de la sustitución por algunos valores numéricos de las variables de la fórmula algebraica de la ley de la caída de los cuerpos; comprenderla como manifestación de lo general en lo particular no pasa de ser m.....2jetichismo de lisnós. La mera aplicación de una fórmula algebraica a un caso numéricamen-te determinado no hace que lo «general» se haga presente para transformarse en lo particular, como si la ley, aplicándose a sí misma, pudiera producir lo particular. En la ciencia físico-matemática no hay silogismo, como tantos ma-temáticos ya lo han observado y tampoco puede existir por esta misma razón, la subsunción de lo particular bajo lo general. Por tanto, el título adecuado de la obra de Rickert Los limites de la conceptuación naturalística, debería rezar: La conceptuación físico-matemática, la biológico-natural y la histórica, donde cabrían las distinciones entre las estructuras epistemológicas de la físico, matemática, de la biología descriptiva y de la historia. Hasta ahora, nadie escribió una obra de esta índole'. Aun aceptando que la oposición genuina

'Tanto Windelband como Rickert no se encontraban en la situación de escri-birla, siendo ambos sabios de cultura puramente humanista. En verdad un libro a la altura de la tarea es extremadamente difícil de realizar, porque, pese a una opinión difundida, la conceptuación epistémica de la físico•matemática (no nos referimos a una «fundamentación epistemológicas de la ciencia exacta, cuyos lineamientos, en la obra de P. Natorp, por ejemplo, pueden tener siempre un gran valor) presenta hasta hoy día un problema arduo, que está lejos de solu-cionarse: la llamada «lógica matemáti.ca» sigue siendo, a pesar suyo, ajena más bien a la «lógica de la matemática», todavía por crear. Un autor que escribiera semejante libro sería un pionero en la primera parte, dedicada a la ciencia exacta, y también en la tercera, historiológica. Nos parece que los prerrequisitos para que tal libro aparezca, están en el aire. Debería, por lo tanto, ser saludado

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de lo general a lo particular se reencuentra en la estructura de la biología descriptiva con su concepto de tipo (por lo cual, la denominación «nomoté-tica» debería ser reemplazada por «tipotética», a diferencia de la denominación del conocimiento histórico como «ideográfico») queda intacto el gran proble-ma sobre la posibilidad de constituirse una ciencia de lo particular, lo cual no pasa de ser una ficción, cuyo análisis nos remite al segundo vicio ante-riormente mencionado.

Antes de hablar de la posibilidad de constituirse en una ciencia el conoci-miento de lo particular, detengámonos sobre la denominación misma de la Historia como ciencia «ideográfica», es decir, descriptiva de lo particular. Esta denominación enlaza dos elementos: «descripción» y «lo particular». Ya hemos visto que el último término desempeña en el pensamiento de Rickert el papel de un «elemento de realidad». Hemos visto, sin embargo, que lo particular (lo particular como «hecho particular») no puede ser elemento de la realidad, pues representa una • construcción del espíritu cognoscente: no hay hechos crudos, y no comprenderlo representa el error más grave del positi-vismo. Aun la misma diferencia básica de la psicología, entre sensación y per-cepción, no debe comprenderse en el sentido de una contraposición nítida, lo que podría admitirse si existieran «sensaciones puras». El progreso de la psicología ha demostrado que la «sensación pura» es una ficción: no hay sensación que no sea ya una elaboración y estructuración de «datos senso riales». Otra vez tenemos que recordar las acertadas palabras de Goethe, que vio más profundamente que algunos filósofos y psicólogos de tiempos poste-riores: Das Hochste würde zu erkennen dass alles Fattische schon Theorie ist («Lo más alto sería reconocer que todo lo táctil es ya una teoría») .

Pasemos al primer miembro de la definición de la historia, la «descripción» (en el término idiográfico sería este el segundo miembro).. ¿De dónde provie-ne la idea de que la ciencia histórica tiene como tarea la descripción (de he-chos particulares) ? Aquí también reconocemos el vestigio del positivismo que se había filtrado en la • construcción «humanística» de la doctrina rickertiana, que pensaba afianzar la irreductibilidad de la Historia respecto de la ciencia natural positiva. La concepción de la ciencia como una «descripción más sim-ple» de la realidad física, pertenece al ideario de índole positivista, común a todo un grupo de físicos-filósofos, los mismos que pregonaban el carácter «económico» del conocimiento científico (Mach, Avenarius, Petzoldt) . Un pa-rentesco sensible con este ideario presentan también algunas concepciones epistemológicas del ilustre físico experimental Gustavo Kirchhoff, uno de los fundadores de la espectrocopia. Al comenzar su obra sobre la mecánica, expone su idea general de la ciencia: ésta debe tener como meta «la descrip-

un libro de un filósofo español, J. A. Maravall, Teoría del Saber Histórico, por su tendencia a ir más a fondo en la investigación de relaciones lógicas entre diversas ciencias, lo que le da —por sus intenciones mismas, pero sólo por ellas—un rasgo quizás más elevado que las doctrinas que estarnos analizando.

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don más simple de la realidad». Vamos al subsuelo de donde brota esta con-cepción: consiste en imaginar al sujeto como un ser receptivo, cuyo papel sería en cierta medida semejante al que desempeña el cilindro registrador o, si se quiere, al del hodógrafo de la mecánica. Este últlmo representa la curva

de velocidades como retrato (Abbildung) del movimiento curvilíneo, cuyas

aceleraciones son difícilmente representables en la curva del movimiento, cons-truida con tiempos como abscisas y trayectos como ordenadas. En este caso el hodógrafo ofrece el «retrato más simple y fiel» del movimiento. La concepción algo simplista de Kirchhoff —aunque expresada por un sabio de primer orden— reduce el conocimiento a una especie de hodógrafo, pasando por alto las funciones constructivas del espíritu, presentes en cualquiera parcela del conocimiento por simple y elemental que sea. Este no es nunca una mera «descripción de hechos», pues no hay «hechos puros»; menos aún «descrip-ciones puras». Naturalmente, lo que pena aquí es el fantasma de la inmedia-tez, que obsesiona —y con razón— a los pensadores. «El conocimiento tiene que ostentar y realizar el contacto directo e inmediato con lo real», así reza un anhelo, difícilmente eludible, del pensamiento humano; de aquí surgen temas

como Les donnée.s immédiates de la consciente, de Bergson; de aqui el famoso

llamamiento Zurück zu Sachen (Retorno a las cosas) , de Husserl; todo elló

sin investigar previamente el fundamento de este postulado y la posibilidad de su realización. Empero, una cosa es el postulado de inmediatez en la filosofía —postulado muy estimable y digno de hondas lucubraciones— y otra cosa el postulado de inmediatez como modelo del conocimiento científico, mo-

delo fingido que ninguna ciencia --menos aun la Historia— podría seguir.

Se comprende, píes, que la denominación «ciencia ideográfico.» representa

algo no factible, ein Unvollziehbares para expresarnos en el idioma de Ric-

kert. Aun en el caso de ser posible una ciencia, como cualquiera otra, no sería

un retrato pasivo (Abbildung) de la real, sino que, en analogía con la ciencia

física que es nomotética, tendría que ser «idiotética». Empero, ¿es posible una ciencia de lo particular? Esta pregunta nos remite al segundo punto de la

cuestión.

La ciencia —cualquiera ciencia— nunca tiene como objeto el conocimiento completo, el cual sería, por cierto, un conocimiento de lo particular, de todos los particulares. Es un privilegio de la ciencia divina, según la doctrina teo-

lógica, el conocer todos los particulares (cognitio particularis). Por eso la cien-

cia divina, que es «omnisciencia», está sobre cualquier conocimiento por me-dio de subsunción lógica, pues no procede como en el caso del hombre, com-

ponendo et dividendo. Dejando de lado la omnisciencia divina, la ciencia hu-mana no puede pretender conocer la totalidad de lo real. Un conocimiento exhaustivo del acaecer está muy por encima de la ciencia, que no puede alcanzarlo jamás y que incluso ni se interesa por él. Por otro lado, la ciencia está muy por encima del nivel, de registro, muy por encima de lo que la escuela neopositivista suele llamar «proposiciones protocolares» y que consi-dera como «ladrillos» del edificio científico; la 'ciencia está determinada ante

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todo por su carácter sistemático-deductivo, que le permite pasar de una cons-telación a otra, siempre conforme a la ley natural. Si es así, se comprende que desde antiguo exista la convicción de que no hay ciencia de lo particular. Como todos saben, fue Aristóteles quien insistió en diversas partes de sus obras sobre este punto. El gran problema de los universales, siempre vivo y siempre lejos de ser solucionado, a causa de la ineficacia de los métodos em- pleados para despejar las vías de su acceso, tiene sus raíces en la obvia e inelu-dible incongruencia entre el presunto objeto —lo existente particular— y el conocimiento que se refiere forzosamente a lo general. Una de las llaves del enigma estriba en que el conocimiento de lo real consiste en cierta «idealización» de lo real y a medida que progresa el conocimiento, más grande es el papel de la idealización y, por tanto, más grande su alejamiento de lo simplemente «real». El mero conocimiento de lo particular no sería, pues, otra cosa que un amontonamiento de lo particular, y el mero amontonamiento no se convierte en una ciencia, dado que su estructura es algo fortuito y extrín-seco, o más bien, dado que carece de estructura. Parafraseando a Aristóteles, es decir, ampliando su sentencia, podríamos forma esta antítesis: Tú kathólu horismós, tú dé kath'hékaston sorismos (... la definición. (o ciencia) es válida con referencia a lo general; y la acumulación, con referencia a lo particular. La acometida de Windelband-Rickert resulta, pues, frustrada desde muchos puntos de vista: la ciencia nomotética no es la ciencia de lo general; lo es en cambio la ciencia biológico-natural que debería llamarse «tipotética»; y, por último, el postulado de una ciencia ideográfica se convierte primeramente en el de una ciencia idiotética, para después esfumarse por completo, ya que no existe y no puede existir una ciencia de lo idion. La repercusión que ha tenido aquella acometida se debe en alto grado a una adecuada elección de términos griegos, feliz hallazgo de Windelband, hallazgo bajo el cual se esconden erro-res fundamentales en la clasificación de la ciencia y fijación de sus caracteres particulares. Si la acometida de Windelband-Rickert estaba encaminada a crear un refugio para la historia frente al imperialismo de la ciencia exacta, este refugio resulta desprovisto de seguridad; en otras palabras, es un refugio de la desesperación inconfesada2.

Las tentativas de más largo alcance encaminadas hacia la posibilitación de una ciencia histórica, posteriores a la doctrina aquí analizada, se deben, entre otros, a Spengler y Toynbee. Lo que les es peculiar —el enfoque biológico— es

'En esta somera crítica de la doctrina Windelband-Rickert, nos hemos limitado sólo a la oposición, designada por los términos «nomotéticos, e .idiográficos», pasando por alto otros rasgos (como la referencia al valor y a la cultura) . Lo hemos hecho de propósito, pues la intención misma de dejar constancia de que la historia se ocupa de lo particular, sería, en el mejor caso, sólo una caracte-rística del quehacer historiográfico, sin que se fundamentara por esto la asevera-ción de que las obras historiográficas representan un conocimiento científico. Sea dicho de paso, el mismo Rickert se daba cuenta de que la ley difiere en algo del concepto general (Gattungsbegriff) , empero, no desarrolló este punto.

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propio de toda búsqueda de una escapatoria al atormentado problema de la historia. El pensamiento de Spengler está animado por su idea de morfología fisionómica de las grandes entidades del pasado que forman las diferentes «culturas». «Cada cultura posee sus propias posibilidades de expresión que germinan, maduran, se marchitan y no reviven jamás. Hay una diversidad de plásticas, de pinturas, de matemáticas, de físicas ... Cada una tiene su du- ración limitada, cada una está encerrada en sí misma del modo como cada especie vegetal tiene sus propias flores y frutos, su tipo de decadencia y de nacimiento». Se puede decir que las culturas, que para Spengler son grupos de afinidades morfológicas, representan en su esencia íntima nada más que fenómenos biológicos; y lo que es peor, su concepción biológica queda lejos todavía de la visión dominante de la biología, el transformismo: siendo cada cultura un ente cerrado, Spengler adopta la teoría ya anticuada de la «fijeza de las especies», con lo cual todo el desarrollo de la biología del siglo xix, con Lamarck y Darwin, pasó inadvertido para él. Es muy extraño este defecto en la conceptuación de la Historia, dado que en ella el principio de continuidad encuentra una expresión más nítida que en la biología: por esta razón hemos recalcado en un trabajo anteriormente mencionado, sobre el problema de la historia, la idea de que en ésta no se dan islas sino continentes, tanto, que aun las culturas aisladas hasta ahora tendrán sus puntos de cruzamiento en el futuro, desde donde el panorama histórico va a presentarse de modo mucho más unitario y continuo.

El mismo defecto de biologismo inconfesado con el cual se quiere hacer frente —con escasa posibilidad de éxito— al particularismo histórico, es notorio también en el célebre historiador Arnold Toynbee. Nos asombra este autor por la extensión inverosímil de su saber y, al mismo tiempo, por la pobreza de grandes ideas que pudieran hacer de su obra un todo coherente.

«Si reconstruimos las fases principales de las historias de las civilizaciones —nacimientos, •recimientos, dislocaciones, decadencias— podremos comparar fase por fase sus experiencias; método que puede permitirnos descubrir sus experiencias comunes o la especie de sus experiencias únicas individuales. De este modo estaremos en condiciones, sin duda, de elaborar una morfología de la especie de sociedad llamada civilización».

¿Cuál es el significado de este programa? En primer lugar, éste se refiere a un solo tipo de agrupación humana, el que cae bajo el concepto de civilización. En segundo lugar, observamos la preeminencia del enfoque biológico, ya que la sociedad presenta siempre cuatro fases que son: nacimiento, crecimiento, dislocación y decadencia, siendo esta sugestión misma una repetición de las ideas principales de Spengler. En tercer lugar, las diversas sociedades civili-zadas, permanecen cada una en su propia envoltura, siempre afiliadas a lo más a un solo «padre» —todo eso en detrimento del gran principio de con-tinuidad que es el nervio vital de la Historia.

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Otra vez, la historia se convierte en una morfología de civilizaciones poco conectadas unas con otras, pues cada una de ellas puede ser a lo más hija única de la precedente. Aquí también resucita otra vez el enfoque biologista de Spengler, aunque modificado. Empero, esta herencia de Spengler, puede verse también en otro punto: el esquema al cual Toynbee se atiene en la exposición de todos los tipos de civilización tomados en consideración, es siempre el mismo: el de Challenge y Response —reto y réplica. Ahora bien: este mismo esquema no es otra cosa sino una transposición al terreno histó-rico de la teoría lamarckiana de la evolución de los organismos. Es el esfuerzo del animal que produce su desarrollo, el esfuerzo condicionado por el ambiente y la tendencia a sobreponerse a sus propias deficiencias, un verdadero «reto y réplica». De aquí sale la estructura de la inmensa obra de Toynbee, por lo que atañe a su fundamentación general. Llama la atención también la misma mo-notonía del ritmo «reto-respuesta» que es ante todo una monotonía verbal. Así, en pocos casos, el reto es de índole física (clima, etc.) y en las más de las veces la alternancia de reto y respuesta consiste ... en «la disolución de la civilización anterior por la posterior». El que lo posterior haya tenido lugar por la disolución de lo anterior (en el caso de admitir la filiación) , representa una verdad incontrovertible, pero, por cierto, no muy profunda. Además, el ritmo mismo «reto-respuesta» está concebido por Toynbee como un caso particular de una ley general de alternancia entre los principios «Yin» y «Yang», tomados por él de la filosofía china —un préstamo bastante curioso, ya que la civilización inglesa no parece estar afiliada a la china. Por último, lo que son las civilizaciones en su esencia, lo piensa aclarar nuestro autor con la aseveración de que ellas no son otra rosa sino «los latidos peculiares de una pulsación rítmica que corre a través de todo el Universo ...». Uno creería habérselas con un poeta-metafísico y no con un sobrio historiador, de-dicado a la investigación de «hechos empíricos»2.

8No nos interesa aquí la certeza de sus observaciones y sus síntesis históricas que no es fácil valuar en vista de la enorme extensión de su obra. Sin embargo, aun la loable tendencia a reemplazar el estudio de historias nacionales con el estudio más abarcante de diversas civilizaciones, no liberó a la obra de Toynbee de muchas inexactitudes que fluyen de sus propias predilecciones e idiosincrasia. Así —por no dar más que un ejemplo— el cristianismo en su exposición parece casi desvinculado del judaísmo y más bien afiliado al helenismo; por cierto, no es la primera vez que se emite una opinión de esta índole: la compartían el profesor del Collége de France, Isidore Lévy y -el famosa helenista polaco Tadeo Zielinski, para el cual da religión helénica es el Antiguo Testamento del Nuevo Testamento»; un caso más de la arbitrariedad de los historiadores y los filólogos. Nosotros pensamos que San Agustín, Primus Doctor Ecclesiae, sabía mejor que los modernos y modernísimos historiadores lo que es el cris-tianismo: una de sus más célebres sentencias establece el vínculo, por no decir la identidad continuada, entre el judaísmo y el cristianismo: do que en el Antiguo Testamento es latente, en el Nuevo es patente» (quod 1:az Antiguo latet in Novo patet). Por lo demás, y de todos modos, tenemos que disentir con el insigne, sabio inglés en muchos tópicos que se refieren a la historia de Europa

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Así, las tentativas de los más eminentes filósofos de la historia y de los histo-riadores filosofantes no han podido aportar una solución al portentoso pro-blema de la historia, hecho que se revela muy particularmente en los casos de. Spengler y Toynbee, como consecuencia de un enfoque biológico que deforma la índole particular de la historia. Si queremos salvaguardar la auto-nomía y el carácter propio de la historia, tenemos que apropiarnos ante todo de aquello que la diferencia y convierte en un reino aparte. En efecto, la historia en cuanto historia humana es distinta de la historia de los animales, es decir, de la paleontología, del mismo modo como el hombre, aunque no deje de ser animal, es diferente de éste. En verdad, la historia humana es esencialmente obra de los hombres, mientras que la historia de los animales no es obra de los animales. Aunque admitamos que la evolución biológica no esté exenta de un carácter ascensional, este mismo carácter reviste una forma completamente diferente en la historia humana. La diferenciación siempre más y más grande como una característica de la línea evolutiva que «va desde la ameba hasta el hombre» es incapaz de dejar la impronta o identificar las actuaciones de los animales, ya que los productos de sus actividades —pensemos por ejemplo en la interesantísima estructura de una colmena de abejas que, como se sabe, ofrece una solución ideal al problema matemático de maximíni-mos— parecen escaparse por su acierto y perfección a cualquier correspon-dencia o paralelismo respecto de su grado en la escala de la naturaleza orgá-nica (scala naturae). Es que hasta ahora el problema del instinto no encontró una solución satisfactoria. De todos modos, los productos de las actividades instintivas de los animales permanecen lejos de lo que es obra de la concien-cia humana que produce valores. Por eso, podemos hablar con fundamento del valor 'creciente de las obras humanas, creciente junto con el desarrollo histórico de la humanidad. Esta plusvalía de la obra humana podría conce-birse como la plusvalía del futura respecto del pasado. La obra humana se dirige esencialmente hacia el futuro y el futuro a su vez está hecho de espe-ranza, por lo cual la esperanza es el nervio vital de la historia. Por otra parte, el mismo futuro no es más que la proyección de nuestros deseos; por eso, la obra del historiador, que parece tener como objeto el pretérito, no pierde nunca su carácter prospectivo y se dirige implícitamente hacia el porvenir.

Como el lector recordará, hemos recalcado de paso la importancia de la noción de período para la, ciencia histórica; una noción que, al corresponder a la

oriental, particularmente a la de Polonia y Rusia, que fue desde siempre objeto de nuestro propio estudio. Aquí, muchas opiniones de Toynbee, por no men-cionar numerosas inexactitudes de hecho, son simplemente inaceptables. Así, las peculiaridades de Rusia moderna, o más bien de la «civilización rusa cristiano-oriental>, se explican simplemente por ser ésta la heredera del Imperio bizan-tino y nada más. En este punto habríamos querido remitir al lector a nuestra obra Cristianismo Oriental y Rusia a la luz de diferencias culturales entre Oriente y Occidente, escrita en polaco; sensiblemente, la traducción alemana de ésta, efectuada en Suiza, todavía no ha salido a la publicidad.

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noción de clase en la ciencia natural, presenta el único medio de comprender el pasado en su conjunto y su articulación. Ahora se plantea otra interrogante de capital importancia: ¿existe cierta legalidad regular (Gesetzmiissigkeit), vá-lida tanto en la estructuración interna de los períodos como en la misma suce-sión de ellos? Esta pregunta —lo señalamos ya ahora— será contestada más adelante en el Capítulo rv.

Frente al balance de los numerosísimos estudios sobre el Renacimiento que pugnan en la más franca contradicción, hemos tratado (en la Primera Parte) de acercarnos a una visión más bien polifacética que rechaza lo unilateral y lo exclusivo de la mayoría de las opiniones en boga. ¿Son estas opiniones irre-conciliables, o exhiben acaso cada una de ellas cierta verdad que sólo se torna falsa cuando se la totaliza y que, sin embargo, podría ser aceptada en el sen-tido de una verdad parcial, relativa a un aspecto particular del gran fenómeno del Renacimiento? Sin embargo, no basta decir que las visiones en boga repre-sentan verdades parciales —sentencia que más parece un lugar común. Por lo contrario, tenemos que investigar si estas verdades parciales no son quizás expresión de ciertas necesidades de nuestro conocimiento que preceden a toda investigación concreta. Nosotros preguntamos: ¿No existen acaso ciertos principios preempíricos que se reflejan de antemano en el trazado de los di-ferentes cuadros que los historiadores nos ofrecen sobre el Renacimiento? Dado que cada uno de los investigadores encuentra en el material estudiado una confirmación de sus ideas —y es imposible que no la encontrara— el pro-blema que se plantea ante nosotros podría formularse también así: ¿Cuál es la naturaleza de la composibilidad de los diversos juicios sobre el Rena-cimiento y, con eso, de los diversos aspectos de éste? Si esta composibilidad de lo diverso es inevitable —pues nos remite a cierta estructura de nuestro conocimiento— la reseña del balance no habrá sido hecha en vano, ya que el callejón sin salida en que se ve estancada la investigación histórica, va a recobrar su significado y lograr su rehabilitación, aunque sea ésta siempre relativa. La importancia de fijar algunos momentos preempíricos que subya-cen en los cuadros históricos del Renacimiento no se limita a esta sola época, pues si estos principios existen, ellos han de ser valederos• para la investigación de cualquier época histórica.

Uno de los rasgos importantes de nuestra tentativa de caracterizar la época renacentista, consiste en dejar constancia de sus notas antitéticas: el paga-nismo con su egotismo, al lado del hondo sentimiento religioso (y a menudo antiescolástico) ; el sensualismo al lado del misticismo; el despertar del sen-timiento nacional al lado del cosmopolitismo esotérico-sincretista. En verdad, el Renacimiento no es propiamente pagano, ni propiamente cristiano; es lo uno y lo otro a la vez, y esto vale también para otros pares antitéticos. Los historiadores que destacaban algunos de estos rasgos, tienen todos razón; y también, ninguno de ellos la tiene.

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La convivencia de valores opuestos en una misma época tiene su último fun-damento en la estructura antitética de nuestra razón y a la vez en lo que se pretende designar como lo «real». Por cierto, unos rasgos pueden tener pre-ponderancia sobre otros y también sobre sus opuestos; empero, estos últimos nunca van a estar ausentes por completo. Así, el siglo xvin —época de la Ilustración— fue la expresión máxima del racionalismo; y con todo, hacia mediados de siglo, Rousseau, verdadero padre de la corriente romántica, empieza a publicar y a ser conocido. Su obra de mayor trascendencia Du Contrat Social, data del año 1762, tres décadas antes de la entronización de la diosa Razón en el Panteón por la Revolución Francesa. Y, Vauvenargues, ese otro notable escritor, de tinte antirracional e índole afectiva, termina su ca-rrera en la primera mitad del siglo xvin (muere en 1747) . Los temas por él desarrollados dan un tono muy diferente de la atmósfera espiritual de su tiempo: lo que importa en el hombre, ser gobernado por las pasiones; las «luces del siglo» son más bien una barbarie, y sólo un genio logra oponerse al desmenuzamiento de lo humano —temas todos, particularmente el del genio, característicos del Romanticismo del siglo xix. Otro ejemplo: la antigüedad postrera, conquistada por el misticismo neoplatónico, guarda siempre un tinte muy fuerte de una corriente opuesta que es el escepticismo, y la nota del escepticismo es sobradamente manifiesta en muchos de los escritores más eminentes de las postrimerías de la antigüedad. No vamos a multiplicar ejem-plos, cuyo número sería ilimitado.

Nos queda por analizar otro principio preempírico de mucha importancia para la formación de juicios históricos; y tanto más importante si se considera que los historiadores pocas veces se dan cuenta de él. ¡Cuántas polémicas se han desencadenado y con qué brío han combatido quienes pretenden ver en el Renacimiento el destello de los tiempos modernos, contra aquellos que, por otro lado, defienden obstinadamente el carácter todavía medioeval del Cuattrocento y del Cinquecento! Unos y otros están convencidos de la justeza de su causa, convencidos de que sus armas dan en el blanco. En efecto, es posi-ble encontrar mil argumentos y mil ejemplos para la corroboración de la me-dievalidad del Renacimiento; desgraciadamente, habrá otros tantos que abo-gan por la modernidad de la misma época. Son ingenuos los unos y los otros, ya que, como decíamos al principio de nuestro trabajo, cada investigador puede encontrar lo que quiera en el receptáculo ilimitado de lo pretérito. En verdad, creemos que es forzoso que los siglos en cuestión presenten al mismo

tiempo la clausura de la Edad Media y la inauguración de los. Tiempos Mo-dernos, que la disolución de lo anterior y la estructuración de lo nuevo se den simultáneamente. Otra vez nos encontramos aquí ante una ley soberana de la vida: los procesos constructivos o anabólicos, corren paralelos con los procesos destructivos o catabólicos; mejor dicho: unos y otros no son sino un aspecto de un mismo fenómeno de la vida. Así como los procesos reduc-tores que acercan al ser vivo al estado inanimado permiten, gracias a su carácter exotérmico, construir los principios inmediatos orgánicos y por eso los alimen-

tan (ya que éstos son endotérmicos y absorben el calor) , así también los pro-cesos constructivos del Renacimiento han sido posibles, sólo por la destrucción de formas de vida caducas que se convirtieron en su abono. El conflicto de la medievalidad, o bien modernidad del Renacimiento, hablando de un modo general, no tiene sentido; lo único que tendría sentido es la pregunta acerca de la preponderancia del aspecto medioeval sobre el moderno o viceversa. En este caso, como en otros, decide la actitud axiológica; para un historiador que sienta vivamente la historia como ascenso del hombre, el Renacimiento será una época más bien moderna, cuyos límites en el tiempo van a extenderse en lo posible hacia atrás; en cambio, a un historiador que vea con tristeza la desaparición de la Edad Media, y que sienta la historia como decaimiento, la época en cuestión le parecerá más bien como la agonía del Medioevo, la agonía de un ser querido cuya vida desea ver prolongada cuanto sea posible; así, para este historiador, el Renacimiento básicamente medioeval va a durar cuanto se pueda.

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Capítulo segundo

PERIODIFICACION HISTORICA Y CLASIFICACION

NATURAL

El lector del Balance de la investigación histórica acerca del Renacimiento no podrá, por cierto, acallar un profundo sentimiento de desilusión y de pérdida de la fe en el valor de la ciencia histórica. Y con todo esto: ¿no es la historia una de las expresiones más altas del afán cognoscitivo del hombre? ¿No pertenece a las creaciones más elevadas y más importantes de todo lo que él produce? ¿Y no son las obras de grandes historiadores contemporáneos, como también aquellas del siglo pasado —pensemos en Monmsen, Lamprecht, Meyer— las que despiertan la más viva admiración por la enorme amplitud de sus investigaciones como también el increíble rendimiento de trabajo? Junto a todo eso ¡cuán débiles son los fundamentos teóricos de esta ciencia y cuán carentes de profundidad las reflexiones sobre el trabajo consciente del historiador! Nos asombra la multitud de obras y el espíritu de penetración de un Ranke, pero nos asombra igualmente su célebre sentencia de que la historia debe representar todo y «tal como aconteció», en otras palabras, el problema de lo presumible. Por otra parte, ¿es verdad que el historiador se limita sólo a reconstruir el pasado? ¿Y no es quizá más cierto decir que bajo la investigación del pasado se encuentra la actitud del historiador de pro-longar aquel pasado en el presente y proyectarlo al porvenir? ¿Y no es acaso notable el hecho de que el autor de aquella ingenua sentencia sea el mismo que forjó otra sentencia de un carácter profundamente metafísico cuando dice que cada época «está enfocada directamente hacia Dios»? (ist unmittelbar

zu Gott). Con esta última sentencia Ranke pretendió afirmar la ausencia de mediación entre las épocas históricas: cada una es un objeto en sí y por si —lo que es una profunda observación. Se conoce el sentimiento de descontento y de malestar de los historiadores frente a la marcha triunfante de la ciencia natural que se constituía como una amenaza siempre más y más grande diri-

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gida a expulsar la historia del templo de la ciencia, sentimiento que se hizo muy patente a fines del siglo pasado y a principios del presente. Los nume-rosos trabajos de un Dilthey, un Sinmel, un Windelband, un Rickert, o un Collingwood, todos filósofos humanistas, no tenían otro rumbo que asegurar y salvar la situación de la historia como ciencia, otorgándole un método propio y una estructura peculiar que la pondrían al abrigo de las pretensiones absorbentes de la ciencia natural. Este enorme trabajo de la fundamentación teórica de la historia logró hasta cierto grado su propósito, ya que particu-larmente la doctrina de Windelband-Rickert penetró en los círculos más amplios de los historiadores y les procuró cierto sentimiento tranquilizador de seguridad. Más adelante vamos a ocuparnos de este punto tan problemá-tico de la epistemología histórica; lo que importa en este momento, sin em-bargo, es la profundización y estabilización del concepto de «períodos, puesto en tela de juicio por muchísimos historiadores (por ejemplo Huizinga) , sin parar mientes en lo constitutivo que es para la visión histórica del mundo. Creemos que va a ser éste un aporte constructivo a la teoría de la historia; muy particularmente tratándose del problema del Renacimiento, nuestro enfoque trazará la trayectoria cognoscitiva que revela las vías del nacimiento de nuevas unidades autónomas de la historia y eso en referencia a la aparición de la idea de «período renacentista». No obstante, nuestra contribución, aun-que nos parezca importante, deja intactos otros dos puntos que consideramos de más relieve aún. Primeramente: ¿es verdad que la historia es una ciencia del pasado? O bien: ¿no estará acaso la historia dirigida al porvenir, y no será la física, con su tiempo unilateral (¡tan diferente del tiempo histórico!) la verdadera ciencia del pasado, en la medida que el pasado se considere como homogéneo con el presente y futuro? Y en segundo lugar viene el gran problema de los elementos constitutivos de cualquier relato histórico, irre-ductibles entre sí, en que la trama narrativa —bajo la cual se esconde el ver-dadero sustrato que es las vivencias valóricas— alternan con intercalaciones ineludibles de relaciones causales y también con juicios valorativos de parte del historiador. Tratar de dilucidar aquellos puntos constituiría también un aporte positivo a la teoría de la historia, aunque de menor valor constructivo de la de los períodos. A pesar de esto, las contribuciones citadas, dejan in-tactas las grandes aporías de la historia, porque frente a ellas se desvanecen. Pensemos en problemas como los de «hechos históricos» y lo. «fáctico»; de «lo repetible» y lo «irrepetible», mencionemos también el de «causa y ley histórica» y finalmente el del «sentido de la historia», todos ellos grandes interrogantes del pensamiento humano, tan insolubles como el problema del destino del hombre en el cual todos desembocan.

Entremos ahora en el gran tema de la periodología histórica, compren-diéndose que todo lo que diremos aquí no es sino un ensayo preliminar a un tema grandioso cuyo más amplio desarrollo requeriría un volumen aparte: nuestra tarea en este caso, no es otra que sugerir ideas que en alguna forma pudieran ser desarrolladas por otros.

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Comencemos relacionando el concepto de período con el de clase, ambos constitutivos; uno, de la estructura de la historia como ciencia histórica y el otro, de la ciencia descriptiva de la naturaleza orgánica.

Es corriente, hablando de lo general como objeto de conocimiento, refe-rirse a la ley natural. Esto subyace en la teoría de Windelband-Rickert sobre la ciencia nomotética como ciencia de lo general, en contraposición a la his-toria como ciencia de lo particular. Dado que se está hablando de «ciencia de lo general» debido a una ilegítima sustitución del concepto de tipo por el de ley, toda la contraposición señalada se vuelve equívoca. Tenemos, en-tonces, que iniciar nuestro análisis de la correspondencia entre clase y perío-do como expresiones de lo general, con una previa revisión de la presunta identidad, errónea a nuestro parecer, entre este último concepto y el de ley. Sólo así podremos mostrar en su plena vigencia el significado del período como expresión de lo general en el terreno de la historia.

Tratándose de la ciencia física en su más amplio sentido (ciencia de la naturaleza inorgánica) , ésta se presenta —desde el punto de vista estructu-ral— como la realización de un «sistema» de carácter hipotético-deductivo, especialmente en la ciencia-modelo que es la mecánica.

Es la naturaleza hipotético-deductiva de la ciencia física la que permite plantear de antemano y darle solución inferencial, lo mismo que ocurre en la ciencia matemática. En lo que se refiere a la naturaleza orgánica, la ciencia se presenta también aquí como un sistema, pero sobre todo de carácter «cla-sificatorio», con lo que la identificación de rasgos distintivos de seres vivientes permite su inclusión dentro del «conjunto de clases» (géneros, especies, etc.) . Finalmente, en cuanto al dominio de la ciencia histórica, el aspecto «siste-mático» deja de existir en el sentido estricto de la palabra, y es sustituido por la «función periodológica fundamental»: el sistema estructural del pa-sado se presenta siempre bajo la forma de «sucesión de los períodos».

Como se sabe, es inherente a todas las ciencias una función generalizadora, pues no hay ciencia de los «únicos» (de los Hapax legómena, como los llama la tradición clásica) ; de haber existido, habría sido ella, en todo caso, un sim-ple registro o catálogo, y no una ciencia. Examinemos brevemente la función generalizadora en las tres grandes ramas del saber humano.

En la ciencia exacta (naturaleza inorgánica) la función generalizadora se presenta bajo la forma fundamental de la ley, mientras que en el dominio de la naturaleza orgánica esta función acusa la forma del así llamado «con-cepto general». No volveremos a detenernos sobre los rasgos distintivos de cada una de ellas; cabe destacar, sin embargo, que de ningún modo la ley podría considerarse, tal como se afirma a menudo, como el «concepto general más perfecto». Ahora, en oposición a las dos nociones recién expuestas, la función generalizadora en la ciencia histórica acusa la forma del «período», representando este concepto lo único «general» característico de la historia.

Empero, se impone una observación importante. Contrariamente al «con-cepto general», de la ciencia orgánica el concepto periodológico no se pre-senta como una función de la «abstracción generalizadora» ni tampoco «ais-

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ladora», sino que debe comprenderse tomo una noción «primordial», subya-cente en los «datos» que abarca. La noción de un período cualquiera, por ejemplo, del Renacimiento, no puede deducirse por «abstracción de los ras-gos comunes» el comparar «fenómenos» de ese mismo período, ni tampoco por la «abstracción aisladora» que opera discriminando los entes que están fuera del concepto general respectivo. En cambio, este concepto periodológico, al expresar el enlace y la correlación mutua de los llamados «datos», les proporciona la existencia misma, cuyas relaciones modela: «existir es estar relacionado».

Para ilustrar este pensamiento quisiéramos valernos de un experimento mental —proceder bastante conocido incluso en el terreno de la ciencia exacta, como lo es, entre otros, un famoso experimento mental de Einstein en la teoría de la Relatividad. Imaginemos que en tiempos de las Cruzadas hubiese exis-tido, por cierto, anticipadamente, la máquina grabadora con su cinta mag-nética y que esta cinta, desafiando tan largos siglos hubiese guardado siempre el tesoro evocador de los acontecimientos de aquellos tiempos remotos. Aquí está Pedro el Ermitaño, famoso predicador que con sus sermones incitó a las multitudes a emprender el camino a Tierra Santa y liberarla del yugo de los infieles. ¿Por qué sería para nosotros de un valor inapreciable el poder oír la voz de Pedro el Ermitaño y las voces Dieu le veult del pueblo? Habríamos aprendido algo que no pueden enseñarnos los documentos históricos más importantes para la lingüística y el Derecho Medioeval: las inflexiones de la voz del predicador nos hubieran informado sobre la melodía del lenguaje de aquel entonces y sobre su estructura fonética, al tiempo que, al oír las reacciones de la muchedumbre, nos hubiéramos enterado de una manera insustituible sobre el estado de ánimo de las gentes de fines del siglo xx, y sobre la intensidad de sus sentimientos y sus ideas en general. E incluso el personaje central, Pedro el Ermitaño, nos interesa precisamente por ser cen-tral, es decir, por ser el máximo inductor del ingente movimiento de Cru-zadas, que iba con el correr del tiempo a transformar completamente la estructura de la sociedad medioeval. Se ve claramente: no hay un solo rasgo en Pedro el Ermitaño que fuese un rasgo individual e interesante por sí solo y que no lo fuese meramente en función del papel histórico que le cupo des-empeñar. Sus sermones nos habrían informado de una manera palpable sobre las etapas de desarrollo de la lengua francesa, y si restamos a Pedro el Ermitaño sus conexiones con la época, no quedaría de él nada que nos pudiera interesar. Existir es ser relacionado; la existencia de Pedro en cuanto objeto por co-nocer, es la realización de sus relaciones con la época en la cual él se encontró sumido.

En vista de la importancia que tiene la visión periodológica en la histo-ria, no podemos pasar por alto el problema sobre el cual ella se apoya íntima-mente. La discriminación de períodos sólo se hace posible gracias a la pre-sencia de contrastes por los que se distingue un período de otro, respondiendo ellos mismos a una alternación de valores, mejor dicho, a una alternación consecutiva del tono afectivo que evoca cada uno de ellos. Así tiene que ser,

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ya que los sentimientos valóricos obedecen a la ley fundamental de con-trastes: el transcurso de la vida afectiva en su cualidad de experiencia vivida de valores, también encuentra su expresión precisamente en el juego de contrastes alternadores de valor, proporcionando éstos la base sobre la que se constituye y marca 'cualquier «fragmento de la vida».

Existe la opinión muy difundida de que cada división en períodos sería casi una medida convencional, aplicada por lo tanto, de una manera arbi-traria. El flujo de acontecimientos, suele decirse, es continuo, y no hay que poner demasiadas exigencias a lo que, siendo arbitrario, no se aleja de la superficie. Sin embargo, no puede imaginarse un juicio más banal que éste, pues los conceptos de período, lejos de afectar solamente la superficie de la realidad, son por el contrario «constitutivos de la experiencia histórica» a la que condicionan, así como las categorías del entendimiento son «constituti-vas» de la experiencia sensible en el sentido kantiano. Y aunque en el trans-curso de la historia vivida por la humanidad, las divisiones en períodos estén sujetas a un desplazamiento continuo en conexión con la «perspectiva en movimiento» que altera los valores, las divisiones mismas expresan siempre algo esencial del proceso histórico y no deben confundirse con propósitos de mera comodidad sinóptica.

Quisiéramos subrayar en esta oportunidad que nuestro concepto del papel esencial del período histórico —claro está sin los detalles que lo acompañan—concuerda con la opinión de muchos eminentes historiadores, entre ellos Ernesto Troeltsch, cuya tesis a su vez es contraria a la de Huizinga, lo cual por lo demás no impidió a este último escribir una obra notable intitulada: El Otoño de la Edad Media.

Volvamos ahora a nuestro cometido inicial en lo que se refiere al paralelo que íbamos a establecer entre «clase» en la ciencia descriptiva natural y «período» en la ciencia histórica.

Se ha dicho muchas veces, y con acierto, que la clasificación constituye a la ciencia, o aun, que toda ciencia no es sino una clasificación. Sin embargo, es precisamente en la ciencia descriptivo-natural —queremos decir zoología y botánica— donde el significado e importancia de la clasificación ha tenido su expresión máxima: este hecho no puede sorprendernos, dado que la estruc-turación misma de la ciencia como sistema en su sentido lógico se había efectuado por las creaciones de Aristóteles. Allí, el enfoque biologístico cele-bra sus más grandes triunfos al plasmar una cosmovisión coherente y al tomar a la vez un esqueleto lógico-epistemológico de la ciencia como conocimiento universal.

La idea de una división de clases, en el sentido de una suprema disposi-ción metódico-cognoscitiva de la realidad, se comprendía como exteriorización y aplicación al mismo tiempo de la constitución lógica de géneros y especies, lo que encontró una expresiva forma en el Systema naturae de Linneo.

No es así y no puede serlo, cuando se trata de las ciencias históricas o gene-ralmente de las así llamadas «ciencias del espíritu». La imposibilidad de abar-car la universalidad de la existencia, salvo bajo los conceptos de lo general

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o universal, hizo decir a Aristóteles que «No hay ciencia sino de lo general». Con el mismo derecho, lo imposible de abarcar la infinidad de hechos his-tóricos nos conduce a la formación del concepto de «período». Pero, hay más. A su vez, tal como los conceptos integrantes de la clasificación sistematiza-dora pretenden (con acierto) ser no solamente un subterfugio mnemónico o, en el mejor de los casos, en estenograma económico del pensamiento, sino que reflejar la estructura de lo real, así también los conceptos periodológicos (y éste es el punto de máxima importancia) no son convencionales ni fic-ticios: subyacen en la realidad histórica, inconcebible sin ellos. Por lo tanto, la historia y demás ciencias del espíritu presentan básicamente una estruc-tura periodológica; la historia vive del concepto de período, como las ciencias descriptivo-sistemáticas, del de clase. Sin embargo, pocas veces ha sido objeto de investigación por parte de los lógicos la estructura lógica de la «periodo-logia» o «periodificación», a diferencia de la que sistematiza la división en clases que está en la médula misma de la lógica.

Convencidos de la importancia de la materia, tratamos de desarrollarla poniendo al mismo tiempo de relieve las diferencias entre la estructura de la clasificación y la de periodificación.

CLASIFICACION PERIODIFICAC1ON

1) Caracteres fijos. 1) Carácter móvil y relativo. 2) Lo discontinuo. 2) Lo continuo. 3) Coordinación de caracteres. 3) Coordinación subordinante conse- 4) Miembros de transmisión ordena- cutiva.

dos dentro del cuadro de clasifi- 4) Períodos de transición ambiguos. cación. 5) Las aporías infinitesimales de pe-

5) Disyunción de clases. ríodos y su superposición envolven- 6) Correlación de caracteres coexis- te.

tentes. 6) Correspondencia discrónica.

Todas estas diferencias entre clasificación y periodificación2 están a la altura de la división que existe entre ciencias sistemático-naturales e histó-ricas. Sin embargo, a una altura más elevada —la de una ciencia integral, inaccesible para nosotros, aunque vislumbrada de lejos— desaparecen estas diferencias y entonces, cualquiera clasificación adquirirá caracteres de perio-dificación. Pero por el momento, esto no nos importa.

'Este tema fue objeto de nuestra ponencia Les fondenzents logiques de l'Histoire, leída en el Congreso Internacional de Filosofía en París, 1937 (Congrés Descartes) . La tabla incluida aquí pertenece a la citada conferencia.

Los alemanes emplean la palabra Periodisierung casi siempre. «Clasificación». una palabra latina artificial, existe en cualquier idioma, mientras que una palabra correspondiente a «período» quizás no está en uso. Pienso que es conforme al idioma decir periodificación, como se dice clasificación, mejor que periodi-zación, que también podría decirse.

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Nuestra tarea gira ahora alrededor de un 'capítulo de esa lógica que está en vigencia desde Aristóteles y cuya certeza nunca realmente ha sido puesta en duda. En efecto, ni aun los desarrollos de una lógica como la logística —creación de nuestro tiempo— se habrían prestado para nuestros fines, ya que no pueden aclarar lo que subyace en nuestro problema.

1) ¿De qué deriva el principio de caracteres fijos? Este, a no dudar, se ve requerido por los supuestos de una clasificación de especies biológicas, ya que la «clasificación» siendo un importantísimo capítulo de cualquiera lógica en cuanto lógica de la ciencia, está inseparablemente ligada con el pensamiento biologístico de Aristóteles (preferimos decir «biologístico» y no «biológico») . Como todos saben, la lógica aristotélica es el producto del pensar de un genio atraído ante todo por la variedad infinita del mundo animal y vegetal. Aris-tóteles mismo fue un gran biólogo y, aunque no poseamos sus investigaciones sobre las plantas (las que tenemos son de uno de sus discípulos) , sus inves-tigaciones sobre el reino animal pertenecen indudablemente a lo más valioso de sus trabajos y de cuanto ha producido la antigüedad en este terreno.

Ahora, no solamente la idea de la clasificación en la lógica aristotélica, sino aun muchos de aquellos rasgos más importantes de la filosofía posterior, derivan de los supuestos de una división biológica. Así, y ante todo, el bino-mio mismo de forma y materia —equiparada con la idea de potencia— también tiene sus raíces en el pensar biologístico.

¿Qué se quiere decir entonces, cuando hablamos de caracteres fijos? Se quiere significar que los rasgos de cualquiera especie dentro de su género o de una subespecie dentro de la especie se presentan con el carácter de in-mutabilidad, más aun si se trata de seres vivos, ya que desde los tiempos de Aristóteles hasta la mitad del siglo xix, se ha pensado en el carácter fijo de las especies animales y vegetales. Muchas veces se decía que las especies ani-males son las mismas que Dios había creado para el hombre. De modo que la interpretación del concepto de lo fijo no presenta por el momento ningún problema.

2) Respecto de lo discontinuo se entiende que, si la clasificación animal o botánica abarca diferentes existencias, las diferencias que intervienen separan entes aislables (entia discreta) que caen bajo el concepto de un conjunto discontinuo.

3) La 'coordinación de caracteres alude a un orden que existe entre ellos; es decir, que podríamos ordenar los caracteres según su importancia —tema muy difícil y muy discutible en cualquier clasificación. Pero siempre se comprende que tiene que existir un orden de caracteres. Incluso, se habla de una «subordinación» de caracteres en razón de su misma importancia: lo más importante subordina a lo de menor importancia. Linneo tomó como medio de clasificación de las plantas el número de estambres, y no las demás carac-terísticas. Esto pareció artificial; otros hicieron las clasificaciones de mono y dicotiledóneas, y de fanerógamas y criptógamas.

¿Qué subyace en estas divisiones? Es el proceso de procreación, como lo más importante y de lo cual se derivan algunos otros caracteres. Todo esto

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viene aquí en la idea de coordinación de caracteres que envuelven también su posible orden.

4) Los «miembros de transición» quedan de todos modos ordenados den-tro del cuadro de clasificacións. Para cualquier género, los caracteres de sus especies no pueden petenecer a otro género.

De esta manera sería una clasificación defectuosa. 5) La «disyunción de clases» podría en vigor preceder al cuarto punto.

Así como en conexión con el principio de contradicción, se está frente a una disyuntiva —no puede la misma cosa existir en dos lugares, o dos cosas en un mismo lugar, sino que existe una disyunción recíproca—, así también existe una disyunción entre clases. Sus caracteres se conciben como aislables entre sí y por lo tanto se excluyen mutuamente. Si dividimos los «vertebra-dos» en cuatro o, según otros, en cinco clases, los miembros de una de ellas no pertenecen a otra, hay una disyunción mutua.

6) Por último, hay una correlación de 'caracteres de coexistencia. Es par-cial en lo que se refiere a la clasificación de animales y plantas; hay un nexo íntimo entre los diferentes caracteres. Ya hemos hablado antes de una coordinación, pero refiriéndonos más bien a la necesidad o posibilidad de ordenar. Aquí se trata de que esa posibilidad exterioriza otra nueva posibi-lidad, la de construir un nexo intimo de caracteres. La palabra «correla-ción», especialmente en el sentido biológico, tiene una historia: Cuvier pensaba poder reconstruir a partir de un diente (la «correlación» manifiesta) todo el animal desaparecido. Es decir, cualquiera parte del organismo con-diciona una estructura determinada en todas las demás partes u órganos.

En suma, estas consideraciones de la clasificación parecen ser hasta cier-to grado, condiciones de cualquier conocimiento científico en el terreno de las ciencias descriptivo-clasificatorias. Hemos dicho «parecen», pues los ras-gos enumerados de la clasificación, ligados por la lógica tradicional, no dejan de presentar muchos problemas. Por empezar con la noción de clase en el sentido de «especie» zoológica o botánica, tropezamos con las más grandes dificultades en determinar qué se debe o puede entender por «especie», di-ficultades de las cuales se dan cuenta y hacen resaltar los naturalistas con-temporáneos, por ejemplo Huxley. Por otra parte, la disyunción de clases no deja de ser algo más bien superficial, ya que ella pasa por alto en los ejemplares de cualquiera clase, la coexistencia de rasgos manifiestos de esa clase, junto con rasgos de especies pretéritas, de modo que la «biostática del individuo revela una estratificación dinámica de la filogenia»4. Huelga decir que la estructura de la clasificación corriente 'corresponde a la lógica

'De los mamíferos de la región australiana, el ornitorrinco y el equidno ponen huevos como las aves y los reptiles, y poseen algunos caracteres repti-llanos a diferencia de otros mamíferos. Empero, estos caracteres son menos importantes que los otros que tienen en común con los mamíferos, precisamente lo que hace incluirlos en la clase de mamíferos.

'Estas ideas las hemos desarrollado en Sobre la Superación del Concepto tradicional de Clasificación (Revista Chilena de Filosofía, 1961) .

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tradicional, algo grosera, y que debe ser completada por otro género de logismo.

De más está decir también que la presentación hecha aquí de las princi-pales características de la clasificación biológica se mantiene en un nivel corriente ya que no hemos podido tomar en su debida consideración toda la problemática, profunda y dificultosa, de la taxonomía. Esta, dedicada espe-cialmente a la cuestión de clasificación, surgió recientemente a uno de los primeros planos en la ciencia de la vida.

Veamos ahora cómo se presentan los asientos lógicos de la periodificación. Notamos en seguida que las diferencias son muy profundas: un período histó-rico carece de caracteres fijos; sus características son móviles o, más bien, existe un carácter móvil de cualquier período. ¿Qué se quiere decir con eso?

1) La gran división de la historia en tres períodos: Antigüedad, Edad Me-dia, Tiempos Modernos, ¿es algo fijo o no? Si dividimos las plantas en fane-rógamas y criptógamas, ello es algo fijo en el sentido de que se refiere tanto al pasado como al presente —supone que existieron desde cierto tiempo y existen también hoy día dos géneros de plantas, que agotan el reino vegetal (no nos importe por el momento si ésa es una división adecuada) . Y lo más importante: cualquiera que sea nuestra concepción sobre el transformismo, se considera que las mismas plantas pertenecen, o bien a una clase o bien a otra. Pero, ¿qué sucede con la división de los períodos históricos? Como sabemos, en el siglo xvn se hizo la división en Antigüedad, Edad Media y Tiempos Modernos. Empero, en el siglo xix aparece una modificación muy profunda. Los tiempos modernos se diversifican. Ya no basta este compás de tres tiempos: Antigüedad, Edad Media, Tiempos Modernos, ya que los Tiem-pos Modernos presentan su propio compás: en primer término, el Renaci-miento como una unidad nueva al lado del Ancien Régime, luego la época de la Ilustración y, en tercer lugar, el concepto correlativo a la idea de Re-nacimiento como unidad histórica autónoma, la idea de la «historia contem-poránea».

Desde aquel tiempo hasta nuestros días siempre hablamos de historia con-temporánea dentro de los marcos de la .historia moderna; desde la Revolu-ción francesa —es decir desde fines del siglo xvm— hasta hoy.

Ahora bien, el contenido del concepto «Tiempos Modernos» ha cambiado desde aquellos años hasta hoy día. Por supuesto, antes, el concepto de «Tiem-pos Modernos» abarcaba al Renacimiento; pero hoy día se discute sobre si el Renacimiento pertenece a Tiempos Modernos o si es el fin de la Edad Media. Se podría objetar que tampoco la clasificación está exenta de ambi-güedades, ya que también en ella, estando presentes tan a menudo los esla-bones de transición, parece existir cierta ambigüedad en cuanto a- las divi-siones. Esta objeción, sin embargo, no va al fondo de las cosas. En efecto, por mucho que se acerquen algunas subclases que sirven de eslabón inter-medio y que estén incluidas en una 'clase superior a la clase vecina, pocas ve-

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ces ocurre una vacilación respecto a la pertenencia de la subclase a la clase superior. Por mucho que la estructura de los monotremas se acerque a las de las aves y aun reptiles, no basta eso para excluirlos de la clase de los ma-míferos o incluirlos entre aves y reptiles (la clase única de los sauropsides, según la terminología algo anticuada de T. H. Huxley) . Para formar la clase de los sauropsides es necesario dividir la de reptiles y anfibios, en una clasificación por cuatro clases. Así, hemos de admitir también para la clasi-ficación aunque en grado menor, la misma ambigüedad intrínseca a la pe-riodificación. Pero en esta no hay nada de aquello que tenía los caracteres fijos de la clasificación; más aun, se ve cómo la periodificación cambia con el correr del tiempo.

Se podría objetar lo siguiente: dicha diferencia es natural, ya que para los hombres del siglo xix hubo cosas que todavía no habían existido para el hombre de los siglos xvn y xvm. Pero no, pues se trata del pasado y es justamente el pasado el que cambia. Así el Renacimiento ya pertenece a la Edad Media, ya a los Tiempos Modernos. No se sabe bien donde colocarlo. Además el contenido mismo del concepto de «Tiempos Modernos» ha cam-biado. Si antes valió este concepto por oposición a la «oscura Edad Me-dia», ahora ya es otra cosa; es algo que encierra en sí no sólo lo positivo, sino también algo negativo; el despotismo ilustrado frente a la depresión de la Edad Media es una altura que también incluye depresiones.

Se ve que no solamente cambia el contenido del período cuando se trata del porvenir, lo que sería cosa natural; ocurre también cuando se trata del pasado. Este mismo modo adquiere nuevos capítulos.

2) Lo continuo de los períodos quizás no necesita una explicación más honda. Simplemente decimos con eso que las instituciones, las costumbres, todo aquello que pertenece al contenido de un concepto de período determi-nado, de una manera insensible se vuelve otro. Naturalmente, nos orienta-mos por ciertas fechas, pero con la plena conciencia de que no puede existir ningún otro cambio totalmente brusco. Esta convicción es compartida por todos.

3) Deberíamos tratar en este punto el tercer aspecto de la periodifica-ción: el de coordinación subordinante consecutiva, que tiene como corres-pondiente el ya analizado tercer aspecto de la clasificación, la «coordinación de caracteres». Sin embargo, preferimos postergarlo y tratar de él más ade-lante, en el capítulo dedicado a las leyes de la segmentación del pasado por diferenciación progresiva.

4) Los miembros de transición, como señalábamos, se encuentran ordena-dos dentro del cuadro de clasificación (los mismos seres no forman parte de los vertebrados y de los invertebrados) , no es así, tratándose de la perio-dificación. Un buen ejemplo es justamente el concepto mismo de Renaci-miento. Para muchísimos investigadores es el último período de la Edad Me-dia, para muchos otros es el comienzo de la Edad Moderna. Una ambigüedad completa. Por cierto, existen miembros de transición en el reino animal;

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empero pocas veces se vacila dónde hay que ubicar una clase. Así, los mono-tremas, que representan el grado ínfimo de los mamíferos, tienen rasgos co-munes con los reptiles y con las aves y no obstante eso, debido a otros rasgos de mayor importancia, los incluimos entre los mamíferos. Pero es muy dife-rente encontrarse, en la clasificación, con miembros de transición, a no sa-ber verdaderamente dónde colocar un período. Hay tantas razones para pensar que el Renacimiento es el último período de la Edad Media, como las hay quizás para comprenderlo como el primer paso, el primer período de los Tiempos Modernos.

5) Disyunción de clases frente a las aporias infinitesimales de períodos. La disyunción de clases es el medio mismo de la clasificación: Hay una disyunción de clases, porque hay una disyunción de caracteres. Y así trascien-de el principio de contradicción, que excluye la posibilidad de que un rasgo exista al mismo tiempo en referencia a un objeto. Podría decirse que este principio de contradicción, tan importante en la lógica, visto en su trasfon-do, representa un correlato de la tesis metafísico-cosmológica sobre la impe-netrabilidad de la materia, que dice: en el mismo lugar no pueden estar dos cuerpos, o un mismo cuerpo no puede estar en dos lugares. Es muy impor-tante el nexo entre este principio lógico y la tesis metafísico-cosmológica. Pocas veces los historiadores de la filosofía o de la lógica han puesto su aten-ción en lo siguiente: no son estos principios por sí solos algo existente y así formulables, sino que están en conexión con otros principios de carácter no solamente lógicos. Así, por ejemplo, el principio de contradicción que está detrás de la disyunción de clases, es un principio sin el cual nunca habría podido existir la idea lógica discursiva, la de índole aristotélica. Tal vez Aristóteles pudo crear su lógica discursiva inducido por la existencia del pensamiento atomístico, aun cuando él mismo fuera un adversario del ato-mismo. Ahora bien: el atomismo es la teoría clásica más importante de la visión espacial, subyacente en la gnosemetafísica espacial. Y la ligazón entre el atomismo y la lógica discursiva es tan íntima que no solamente encontra-mos en Grecia la vigencia de esta relación, sino en el pensar de un mundo diferente, el mundo hindú. Allá está la escuela Vaicésika, una de las seis escuelas ortodoxas del pensamiento hindú, íntimamente conectada con la escuela Nyaya, y estas son las únicas escuelas orientadas hacia la investiga-

ción lógica (Tarka). Lo privativo de la escuela Vaicésika es, como se sabe, la doctrina atomista, ajena a otras escuelas. Así aun en el mundo del pensa-miento hindú observamos la conexión entre atomismo y lógica discursiva, una conexión que pocas veces fue puesta de relieve por los historiadores del pensamiento. Podríamos dar otros ejemplos para ahondar esta conexión: la silogística aristotélica procede simultáneamente de una concepción ambi-valente de lo que es una noción, pues ésta puede considerarse tanto desde el punto de vista de la comprensión como desde el de la extensión, congénere con la gnoseometafísica espacial. Aristóteles creó su lógica con miras a ambos aspectos de la noción y por eso le fue imposible edificar una lógica pura-

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mente comprehensiva; además, una lógica de este tipo, anhelada más tarde por Leibniz, habría resultado inútil, inaceptable para cualquier ciencias.

Hemos establecido que existe una conexión entre atomismo y lógica dis-cursiva por una parte, y el principio de contradicción por otra, básico para esta lógica. Además, hemos visto que este último principio es un correlato lógico de la visión espacial de la realidad. Por lo tanto, una disyunción de clases, quizá viniendo de la visión espacial de la realidad en cuanto reali-dad animal o vegetal, tiene su problemática totalmente diferente de la reali-dad en cuanto fluir histórico. Con esto llegamos a las aporías infinitesimales de la división en períodos. ¿En qué consisten éstas? Las épocas consecutivas no se excluyen mutuamente, así como los miembros de una división de cla-ses, pues las unidades periodológicas no están basadas sobre la disyunción de caracteres y por ende, no dependen del principio de contradicción. Por tan-to, los períodos no pueden acomodarse en una disposición de secuencia lineal de cronología corriente. Por mucho que nos esforcemos en disponer los períodos en una serie haciendo que uno venga «después» de otro, esta-mos condenados a una ilusión. Ante todo estamos frente a una superposi-ción (la de los períodos) a diferencia de la yuxtaposición de las partes en el espacio (partes extra partes). Así tenemos una relación de superposición que es una nota muy importante y un rasgo privativo de la historia. De allí viene que el momento cumbre de un período histórico sirva de partida a la línea que llega al punto culminante del período subsiguiente. Podría de-cirse: la notion de la période implique celle du période, pues en francés el vocablo période con artículo masculino significa el punto culminante de un período, a diferencia de la période que es período. Así, por ejemplo, el autor de La Divina Comedia representa el punto cumbre de la Edad Media, pero al mismo tiempo anuncia el camino que, pasando por Petrarca, nos conduce directamente al Renacimiento, sumido en la idea mística de la renovación, la misma que ya se trasluce en la Vita Nuova. Otros ejemplos: el pontificado de Bonifacio viii representa el apogeo de la teocracia medioeval con la bula papal Unam Sanctam (1302) , y al mismo tiempo es el comienzo de la supre-macía del poder secular sobre el poder espiritual de la Iglesia (recordemos el exilio babilónico del Papado en Avignon, debido al ultraje sufrido por el Papa Bonifacio por orden del rey de Francia y su subsiguiente suerte) . Las doctrinas de Leibniz tan representativas del siglo de la Ilustración, con sus elementos neoplatónicos de lo inconsciente, de lo individual y de lo micro-cósmico, anuncian algunas doctrinas esenciales del romanticismo. El último epígono del neoplatonismo en el norte europeo es al mismo tiempo el gran precursor del romanticismo inglés —Lord Shaftesbury— ensalzado por los románticos de toda Europa. Podríamos multiplicar estos ejemplos al infinito. Todos ellos ilustran lo que podría llamarse las aporías infinitesimales de la periodología, enraizadas en las honduras de lo infinito y de lo infinitesimal.

'Hemos tratado este punto en el estudio Figuration géometrique du syllogismc et la syllogistique de la comprehension, no publicado todavía.

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Cualquier hecho de importancia que podamos comprender como un hecho cumbre, nos conduce a su turno a otro. Y no se ve cómo se pueden debilitar aquí los «hechos» frente a su significado para nosotros. Estas aporías infini-tesimales de la periodología también se pueden evidenciar de la manera si-guiente: se ha hecho muchas veces una observación certera en el sentido de que los acontecimientos particularmente importantes no deberían nunca ser situados a la entrada misma de una época, o en su umbral (Spangenberg). Así, por ejemplo, si la Reforma es significativa para el espíritu de los Tiempos Modernos, sería muy inconveniente situar las famosas tesis de Lutero justamen-te al comienzo de la Edad Moderna. Por cierto, fue en 1517 cuando expuso en Wittenberg sus tesis, empero la Reforma parece haber tenido preludios, incluso sus antecedentes, en la corriente occamista y también en la corriente mística del pensamiento alemán de los siglos xiv y xv (Suso, Tauler y Theolo-

gia Deutsch). Muchos historiadores suelen por esto, remontar los comienzos de los tiempos modernos al siglo xiv, y tanto más cuanto que a sus principios ha tenido lugar la caída de la autoridad papal —el cautiverio de Avignon.

Pero veamos las cosas más de cerca. El propio occamismo ha tenido sus raíces en Duns Escoto. Entonces Escoto, uno de los dos príncipes de la filo-sofía escolástica y anticipador del dogma de la Inmaculada Concepción, apa-recería como una de las fuentes más importantes de la Reforma. ¡Un príncipe de la escolástica como fuente de la Reforma!

Ahora bien: el propio occamismo está conectado con la escuela franciscana, a la cual, también, están emparentados los así llamados espirituales y joa-quimistas del siglo xm. Pero a su vez, no se puede comprender el movimiento franciscano sin tomar en cuenta algo que fue la inspiración misma del fran-ciscanismo: nos referimos a las doctrinas de San Agustín. Se ve, pues, cómo la Reforma está ligada por lazos invisibles e insensibles con los tiempos an-tiguos y, sea como fuere, un «comienzo» nos conduce ineludiblemente a su comienzo, y así alternadamente hasta perderse en la noche de los tiempos. Se piensa dividir en períodos y se quiere encontrar sus rasgos más caracterís-ticos pero, en vez de poder circunscribir el dominio de lo que queremos com-prender, nos encontramos conducidos a lugares que salen completamente del cuadro de la división.

Es interesante, como hemos visto, el hecho de que el punto cumbre de un período aluda al punto cumbre de otro. Parece que entre el Dante y la época del Renacimiento hay un parentesco muy grande y parece, por otro lado, que la Edad Media es diferente del Renacimiento. Se ve que estas aporías son las de lo infinito y de lo infinitesimal, y éstas son las que nos remiten al prin-

cipio de superposición envolvente, pocas veces tomada en consideración por

los filósofos. 6) El último punto. En la clasificación tenemos una correlación de carac-

teres en sentido de simultaneidad, mientras que en la periodificación existe una correspondencia discrónica, ya que en tiempos cronológicamente diferentes puede darse la misma actitud axiológica.

Con las observaciones aquí desarrolladas hemos querido poner en descu-bierto ciertas aporías, inseparables de cualquiera periodificación, aporías que parecen tales, exclusivamente desde el punto de vista de nuestra lógica tra-dicional. O, por decirlo en otras palabras: son aporías de la periodología vistas con los ojos de la clasificación. Huelga decir que todas ellas no invali-dan el principio mismo de nuestra investigación —el de comparar y contra-poner clase y período. Ahora, la clasificación y la periodificación, cada cual a su manera, son la base del conocimiento científico (forzosamente alzado por encima de lo particular y orientado hacia lo general) ; una, base de la ciencia descriptiva de la naturaleza orgánica, y la otra, de la ciencia histórica. Y siendo bases distintas para conocimientos distintos, ambas son necesarias desde el punto de vista epistemológico. Empero, las diferencias aquí aludidas se esfumarían, al ser vistas desde una excelsa e inaccesible altitud, la altitud de una ciencia integral. Para ésta, cualquiera clasificación no sería sino una periodificación estancada, ya que las así llamadas clases de seres vivos no son sino etapas en el desarrollo universal de la vida. Como posibles atisbos de esta verdad, o corno alusiones a ella podrían considerarse, según nos parece, ciertos hechos notables: según el principio de sucesión (en una de sus inter-pretaciones, por ejemplo, la de Lancelot Hogben) los primeros miembros de los grandes grupos presentan generalmente un tipo de estructura más ge-neralizado que los tipos existentes. Cierto parentesco con este principio ofrece aquel invocado antaño por Carlos Alberto Von Baer y aceptado plenamente por el renombrado biólogo Jacobo Uexküll, según el cual la evolución de cada animal muestra primeramente el tipo fundamental de los animales plurice-lulares, al cual sigue después el tipo de la familia, del género y de la especie.

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Capítulo tercero DIALECTICA GENERAL DE CICLOS VITALES CERRADOS

Oh, lOset mir das Rátsel des Lebens, Das alte, qualvolle Rátsel, Worüber schon manche Haupter gegrübelt: Die Haupter in Hieroglyphenmützen, Die Háupter im Turban und schwarzem Barett, Perückenháupter Und tausend andre arme, schwitzende Menschen-

haupter.1

ENRIQUE HEINE

El PlfocIpes ue tenemos en vista es dialéctico, e intenta abarcar ciertas regu-laridades en el transcurso de la vida de cualquier ser animado. El acercamiento del problema histórico de los períodos al problema de la vida en general, no está cargado en nuestro caso del defecto de biologismo, del cual adolecen —lo hemos visto— las teorías de Spengler y Toynbee. Es que al lado de la lógica discursiva, creada por Aristóteles y calcada de la diversidad de seres vivos en su relación mutua, hay lugar para otro género de logicidad bajo la forma de una lógica dialéctica. Esta última sería característica del devenir vital (y de su conocimiento) , tanto en el terreno de la Biología como en el de la Historia; mientras que la discursiva sería válida sólo para la ciencia exacta (Naturaleza inorgánica) . La lógica aristotélica es esencialmente una lógica estática, aunque el binomio (Potencia-Acto) apunta más bien el as• pecto del porvenir. Empero, la misma circunstancia de estar el concepto del devenir estrechamente ligado en el pensamiento griego al concepto más bien estático de la materia, quita a aquel binomio gran parte de su elemento dinámico. Pasemos pues a lo que podría denominarse un esquema de la dia-léctica de la vida, el que arrojará ciertas luces también sobre el problema de la estructuración intrínseca de la periodologia histórica.

'Oh, resolvedme el enigma de la vida, El viejo, el torturante enigma, Ya que sobre él no pocas cabezas cavilaron: Cabezas en gorros de jeroglíficos cubiertos, Cabezas en turbantes y birretes negros, Cabezas en pelucas Y mil otras pobres y sudorosas humanas cabezas.

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I. INTRODUCCIÓN BIOLÓGICA EJEMPLIFICADA

Hemos llegado a la convicción de que el esquema triádico hegeliano no es aplicable a la dialéctica de la vida, en cuanto se trata de seres vivos como individuos: la dialéctica e la vida es una dialéctica entádica de los con rios. En el desarrollo de la vida, trátese de una célula o de un organismo mul-ticelular, la configuración temporal de la estructura en su devenir parece sujetarse al ritmo pentádico y no al triádico. Entrando en el terreno de la biología, de sumo interés para nosotros, pero alejada, por supuesto, de nues-tros estudios profesionales, quisiéramos expresar solamente la opinión de que no es imposible una visión de carácter más bien sintético por parte de no especialistas.

Nosotros pensamos que el ritmo pentádico es peculiar a todo ser individual en cuanto se trata de su «ciclo vital». Ya al analizar el proceso de la división de células animales llamado «cariokínesis» o «mitosis», es significativo el hecho que el momento culminante del proceso en cuestión y, por decirlo así, su punto de inflexión, lo constituye la formación de la «estrella madre», cuando los centriolos, separándose, vienen a ocupar los polos opuestos de la célula, mien-tras que los cromosomas se colocan en su ecuador y el nucléolo desaparece. Esta fase está precedida por la división de un solo centriolo (centros era) en dos y la formación de una madeja de cromosomas, por lo cual a esta etapa se le da a veces el nombre de «espirema». A la etapa culminante sigue otra (la cuarta) , en que los cromosomas se duplican y se forman husos a partir de cada uno de los centriolos colocados en los polos: a esta etapa, por su simi-litud con la segunda, se le da a veces el nombre de «dispirema» (segunda espirema) . Los biólogos que han excogitado estos términos, lo han hecho guiados por la semejanza entre la segunda y la cuarta fase, sin por eso pre-tender ver aquí el reflejo de algo más general. Como se sabe, el proceso de mitosis tiene muchas variaciones y tampoco pueden considerarse como nítidas las transiciones que separan las tres principales etapas del proceso (sin contar el estado inicial de la célula en reposo y el estado último de la formación definitiva de dos células hijas) , llamadas a menudo profase, metafase y ana-fase con telofase. Cualquiera que sea la división en etapas que se acepte (las hay también en ocho) , el enfoque mismo parece obedecer a una visión casi intuitiva de una trayectoria que termina en una etapa-cumbre, alrededor de la cual van a situarse una preparatoria y otra que parece ser la contraparte de aquélla. Es manifiesto que en todas estas disposiciones rige una dialéctica. Así los biólogos experimentales, siendo adversarios de visiones «filosófico-metafísicas», al formular las diferentes fases de la cariokínesis, fueron obvia-mente guiados por cierto tacto o instinto dialéctico, sin que sea necesario que lo hiciesen conscientemente: fueron dialécticos inconfesos, dialécticos sin darse cuenta de serlo.

Empero, esta observación, para tener cabida en un libro dedicado al Rena-cimiento y la historiología, no debe trascender sus límites, pues no es este el lugar para explayarse sobre un tema, por lo demás apasionante. Limitémo-

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nos a subrayar que el mismo uso de la expresión «ciclo vital» alude a la idea de la semejanza entre el punto de partida de la vida individual (la in-fancia) y la etapa final (senectud) . Llama la atención también el uso común de la expresión «climaterio» para designar la menopausia en la trayectoria vital de la mujer y que significa textualmente «gradación» o «grado supremo» —en este caso «grado crítico»— lo mismo que designa la expresión retour d'age, y que se emplea también, hasta cierto punto, refiriéndose al varón. To-das estas expresiones de uso común reflejan una actitud dialéctica subyacente en el sentido implícito del lenguaje, el cual a veces actúa con más sagacidad y sabe acertar a las cosas con más penetración que las lucubraciones de muchos pensadores. Un ejemplo más de actitud dialéctica quizás inconsciente es la teoría del ilustre médico, biólogo y escritor español Gregorio Marañón. Según sus concepciones, bien conocidas y a veces criticadas, los ciclos vitales del hombre y de la mujer difieren en que el tiempo crítico para los varones es la pubertad y para las mujeres, el climaterio; esta diferencia derivaría de la simultaneidad de elementos masculinos y femeninos en-cada ser humano y de la subsiguiente lucha entre los dos elementos sexuales. Lo que subyace en la teoría de Marañón es el antagonismo de éstos, cuya trayectoria reviste obvia-mente un ritmo dialéctico, ya que la segunda etapa del ciclo vital del varón y la cuarta etapa del de la mujer se corresponden como inversión.

Sin embargo, ¿fue consciente Marañón de su dialéctica? Lamentamos no tener ninguna documentación acerca de su personalidad y de su modo de creación: no obstante, nos inclinamos a pensar que la suya fue una dialéctica implícita y que se hubiere negado a dejar pasar su teoría como algo dialéctico-filosófico (por lo tanto, apriórico) , y no como el resultado de su experiencia clínica.

En este momento se puede perfilar más nítidamente la razón de ser de la dialéctica de la vida como una dialéctica de los contrarios. En verdad, si hay algo profundamente característico en la constitución y las actividades del or-ganismo —y ante todo del organismo humano— son las tensiones antagónicas que parecen penetrar la vida entera en todas sus manifestaciones. Una ade-cuada sistematización de estas 'contrariedades' o 'contraposiciones' representa ya de antemano una tarea singularmente difícil. En efecto, cualquier intento serio de sistematizar y de clasificar los diversos tipos de oposición contraria —a diferencia de la oposición contradictoria, región favorita de las teorías tradicionales— desde el punto de vista de la pura lógica, sin incurrir en el terreno de los contrarios de orden metafísico u ontológico, sólo este intento, es de por si una tarea bastante ardua. Sin pretender ni de lejos abordarla y menos aun aplicarla a la biología, no creemos fuera de lugar tratar de afian-zar algo más nuestra tesis con las siguientes y breves observaciones.

Es notable el antagonismo funcional entre diversos aparatos, órganos y sustancias (incluyendo en éstas tanto las hormonas y sustancias de secreción interna o externa como también agentes externos) . Así son antagónicos el sistema simpático y el parasimpático, los nervios vasodilatadores y los vaso-constrictores; son también múltiples y complicados los antagonismos entre

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las glándulas: la glándula genital y la hipófisis (en cuanto segrega la hormona de crecimiento) , existe al mismo tiempo un antagonismo entre esta última y la tiroides —todo esto a título de ejemplos típicos. Aun más complicadas parecen ser las relaciones entre sustancias hormonales: si la fóliculina es an-tagónica con la progesterona (o luteína) , una pequeña dosis de la primera es, en cambio, sinérgica respecto a pequeñas dosis de la segunda; la disminu-ción de la glucosa acarrea al mismo tiempo una disminución de la hormona hipoglucemiante y un aumento de la hormona hiperglucemiante, y viceversa. En los mencionados pares antitéticos viene a expresarse una relación difícil-mente comprensible y difícilmente formulable en términos lógicos: • una si-nergía de acción entre dos mecanismos antagónicos, algo como sinergia de antagonismos.

Todos los hechos aquí citados podrían clasificarse, así nos parece, como casos particulares de los antagonismos de entes. Otro grupo estaría constituido por los casos de antagonismos que se revelan no en función de diferencia entre entes, sino en función de diferentes cantidades de una misma sustancia, de un mismo ente. Así, el ácido ascórbico, tan importante para prevenir el escorbuto (el antaño temible azote de las expediciones polares) al ser admi-nistrado en grandes dosis provoca el escorbuto. Este fenómeno colinda con otros que sirven de fundamento a la homeopatía y a su terapéutica —otro enigma de la medicina y de la filosofía biológica, que carece todavía de una conceptuación y explicación adecuada pese a toda su actualidad. A este cam-po pertenecen también las razones fundamentadoras del método de vacuna-ción, terreno dependiente de la vigencia de principios profundamente vincu-lados a toda una actitud gnoseometafísica propio de la homeopatía y hasta a una cosmovisión peculiar. Empero, ni la ciencia ni la filosofía pudieron alcanzar hasta ahora la posibilidad de descifrar la razón de las diferencias entre el enfoque homeópata con su gran lema similia similibus curantur y el enfoque alópata basado en el principio contraria contrariis curantur. Este grandioso tema está reservado al terreno de la dialéctica de la vida. La dia-léctica axiológica descubrirá una conexión íntima entre esta problemática, este tema y aquella que subyace en las diferencias entre grandes direcciones del pensamiento biológico como darwinismo y neolamarckismo, y aun entre las co-nocidas oposiciones dentro del psicoanálisis (Adler contra Freud) , haciendo ver que todas aquellas contraposiciones representan casos particulares de ciertos enfoques de índole primordial y omniabarcante2. No podemos empero, detenernos aquí en estas cuestiones que tanto nos preocupan. Según nuestra dialéctica, lo que es común entre un enfoque dialéctico del proceso cario-kinético (y también del proceso de fecundación o meiosis, ya que en él es igualmente observable el esquema pentádico) y la teoría de Marañón, es la tensión antagonista entre ciertos elementos básicos: tratándose de la cario-

2Recordemos que, según el conocido biólogo Goldscheid «Darwin había descubierto la muerte y pone aquí la vida como factor de evolución.. En esta sentencia está implícita la solución entre lo activo y lo pasivo.

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kínesis, la tensión antagonista tiene lugar entre dos elementos que son cromo-somas en movimiento y núcleo en reposo, ya que las diferentes etapas de la cariokínesis son etapas dialécticas de esta tensión básica. En cambio, en la teoría de Marañón, la tensión antagonística y primordial tiene lugar entre el elemento masculino y el femenino coexistentes en cada ser humano. Con esto se podría quizás comprender el porqué de la dialéctica pentádica. Si la etapa inicial es A, la que sigue es B y la etapa-cumbre es C, entonces, las etapas de declinación son B' y A', con lo cual se da a entender la semejanza entre la segunda y cuarta etapas y también entre la primera y la última. La validez del enfoque pentádico no debe comprenderse como algo exclusivo respecto a la existencia de otros «nudos» posibles del desarrollo. Por supuesto, pueden existir otros momentos críticos en el decurso de la trayectoria A-C además del momento B, por ejemplo: dentro del primer intervalo A-B un momento intermedio AB, y, de igual modo, dentro del intervalo B-C, un momento intermedio BC, y lo mismo en la línea de descenso C-A. Sin embargo, el enfoque de la dialéctica pentádica no pierde por eso su validez, pues se tra-taría en este conjunto más bien de la jerarquía de diversos planos que de una exclusividad; así podría ser legítima una dialéctica enneádica que se situara en un plano jerárquicamente inferior respecto al plano pentádico, etc. y eso es el único sentido de nuestra visión dialéctico-pentádica. Se entien-de que las partes discernibles del progreso en cuestión son «etapas» y no «fases» propiamente tales, como las más de las veces se enuncia. Esta última denominación debe aplicarse sólo a diferentes estados de un ciclo que puede repetirse indefinidamente, como por ejemplo, en el ciclo Bethe, tan impor-tante en la estructura química de las estrellas, o en la sucesión de secciones cónicas engendradas por la rotación indefinida del plano secante. En cambio, las etapas son estados con orientación dirigida e irrepetible, lo que corresponde a las etapas de la vida: éstas expresan la superposición de lo irrepetible y lo repetible, eso mismo que, haciendo posibles ciertas inversiones, da lugar a una dialéctica sui generis. En este sentido, la expresión misma «ciclo vital» ya es algo más que una metáfora. Quisiéramos por fin agregar que el ritmo pentádico de la vida sugiere la idea de un parentesco íntimo con la confi-guración pentagonal en el crecimiento de muchos seres vivos, a diferencia de los cristales.

Que las consideraciones de índole sintética, hechas aun sin acopio de los múl-tiples detalles de que dispone el especialista, puedan estar conformes con la realidad buscada, lo demuestra por ejemplo, el caso de Otto Weininger, el joven y malogrado autor de Sexo v Carácter, quien supo con sus teoría; anticiparse a algunos grandes logros de la biología contemporánea: que la mujer es hasta cierto grado hombre y el hombre mujer, lo dice la ciencia contemporánea, proporcionando una base a las teorías de Marañón, a pesar de lo cual esta misma teoría no dejaba de ser una paradoja en tiempos de Weininger. Y el hecho notable de haberse anticipado al «conocimiento em-pírico» de su tiempo, demuestra la posibilidad de ciertas síntesis de carácter

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general, que, no siendo puramente «inductivas», no están por eso exentas de valor. Lo peculiar de nuestra concepción de la dialéctica (desarrollada hace pocos años en el escrito Saber y Dialéctica), consiste en la importancia que atribuye a la antítesis de contrarios más bien que de contradictorios para el desarrollo de la ciencia. Algo parecido nos anima también en este momento, ya que se trata —lo hemos visto— de dualismos primordiales como punto de partida para el desarrollo dialéctico. Dicho sea de paso, la dialéctica hege-liana procede sin discriminación entre oposición contradictoria —más bien estéril para la ciencia, no así para la meditación filosófica— y oposición de contrarios. Sea también dicho de paso que el enfoque dialéctico de contrarios se refleja aún en la subestructura de la lógica de Aristóteles, para quien la materia en cuanto «sustrato» es «ostentadora de los contrarios» (ton enantión

déktiké); este enfoque dialéctico, poco desarrollado por Aristóteles, fue, no obstante todo, de gran importancia en su sistema, ya que con él pensaba fundamentar y resolver uno de los problemas básicos de la filosofía anterior y que nadie, afirmaba, había podido solucionar: el problema del devenir.

Las observaciones anteriores sobre la dialéctica de la vida, presentadas for-zosamente de una manera muy general, pueden dar ocasión, a ciertos malen-tendidos que quisiéramos prevenir.

El enorme desarrollo de la genética contemporánea a partir de las teorías cromosómicas desarrolladas particularmente por T. H. Morgan y C. Darling-ton, tienden a explicar los fenómenos biológicos por ciertos mecanismos —los esquemas de la mecánica cromosómica— ya que la teoría cromosómica, según este último autor, uno de los más ilustres biólogos de nuestros tiempos, «es la llave con la que abrimos la puerta que se halla entre la ciencia física y la biología». Sea dicho de paso, el enfoque generalmente mecanicista de las teorías cromosómicas (particularmente en este último autor —patente tam-bién en su adhesión a las ideas principales de Darwin— aunque menos pro-nunciado en Morgan) hace pasar por alto como inadvertida por completo cierta índole dialéctica de la cual no está exenta la subestructura de los mecanismos cromosómicos por ellos presentados, mecanismos que deben servir al mismo tiempo para explicar y fundamentar las célebres leyes mendelianas de la herencia. Estas suelen ser presentadas como el despliegue de las posi-bilidades disposicionales que, combinándose entre sí, llegan a convertirse en una realidad viviente. En efecto, la repartición de las propiedades de la pri-mera generación, debida al cruzamiento de individuos con caracteres aparen-temente iguales, obedece a la fórmula (D R) X (D R) = DD 2DR

RR, donde por D se designa el carácter dominante y por R el recesivo, según la terminología del mismo Mendel. En el caso de cruzamiento entre los individuos que se distinguen no por uno sino por dos caracteres (dihi-bridismo) , la repartición de individuos de la segunda generación se suele presentar a veces por medio de un tablero de ajedrez a doble entrada con 16 casilleros, ideado por el biólogo Punnett; lo notable en este tablero es, entre otras cosas, la posibilidad de evidenciar el hecho de que los individuos «puros»

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u homozigotes, están todos puestos en la diagonal de la tabla, y los híbridos en el resto de los casilleros. El manifiesto matematismo inherente a las tablas va, así pensamos, aún más lejos. En efecto, la repartición de individuos es análoga a la repartición de números en las respectivas filas del triángulo aritmético de Pascal o a las leyes de coeficientes en el binomio de Newton; el mismo tablero de ajedrez de Punnett hace pensar en una matriz como en la tabla de los determinantes con el papel característico de su diagonal. Parece, por lo tanto, que las leyes mendelianas expresan en forma adecuada el juego de fuerzas naturales que saca del azar (las posibilidades) la realidad misma. Ahora bien: nada sería más erróneo que pensar así. En este momento cabe recordar la profunda tesis de Leibniz: omnia fieri mechanice, sed metaphy-ricas esse lepes mechanisini (todo acontece por vías mecánicas, empero son metafísicas las leyes del mecanismo) . La hemos recordado, no porque nuestra tesis pueda deducirse en este caso de la de Leibniz —el ilustre genio no tenía una inclinación marcada para el enfoque dialéctico— sino para ilustrar una verdad que se verifica también en el caso que nos interesa. En efecto, ¿no subyacen en la teoría mendeliana ciertas ideas implícitas como sus supuestos tácitos? Son éstas: 19 el antagonismo entre los caracteres, 29 la dominación del uno sobre el otro, lo que encontró su expresión en la discriminación que ha hecho el mismo Mendel entre caracteres «dominantes» y los que no lo son, 39 el significado que implica la denominación de estos últimos caracteres como «recesivos». En verdad, la idea de antagonismo es una idea básica en todo el esquema, y no menos importante, la idea de lo «recesivo», es decir, lo que retrocede temporalmente para reaparecer en seguida. En otras palabras, se alude a la antítesis entre lo «patente» y lo «latente», antítesis que se des-pliega en el tiempo en forma de una alternancia de lo manifiesto y de lo oculto. Nadie va a desconocer en la misma terminología mendeliana un giro dialéctico que insinúa la alternancia de caracteres antagónicos. En la teoría de Morgan el giro dialéctico subyacente es aún mas manifiesto; el crossing-over se representa por un trueque de disposiciones entre dos cromosomas que se produce en la sinapsis. Ahora bien, el trueque de caracteres, o el «in-tercambio o cruce» es una especie de proceso dialéctico, al cual hemos re-currido antaño nosotros para ilustrar los destinos de las teorías sobre relación de materia y energía en la física (Scientia 1938, Science et Philosophie). Una índole similar tiene el «cruzamiento retrógrado» de un híbrido con el «padre recesivo». Así las leyes mendelianas junto con la división reductiva en el sentido de un simple mecanismo de división, no presentan más que la faz exterior del problema de la herencia: ellas sirven para una pura descripción y esta descripción reviste los caracteres de un matematismo riguroso. Por algo W. Johannsen, que tantos méritos tiene en la investigación biológica, dio a su obra el título significativo de Elementos de una ciencia exacta de la herencia. Y por algo también una importante revista dedicada a las inves-tigaciones genéticas, Zeitschrift für induktive Abstammungs-u. Vererbung-slehre. Con todo esto, el matematismo junto con el enfoque inductivo, sirve sólo, lo hemos dicho, para la descripción de los fenómenos en cuestión y

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nada más que esto. La llave del problema está detrás del mismo término de «carácter recesivo», ideado por Mendel. Fue una profunda y fecunda intui-ción que le sugirió este nombre. En vez de éste habría podido figurar otro: frente al carácter dominante podría designarse su contraparte, por ejemplo como el «carácter evanescente», término éste desprovisto de cariz dialéctico, ya que los caracteres evanescentes son destinados simplemente a desaparecer frente al elemento dominante. En verdad, en la conceptuación misma del carácter recesivo está ya implícito de antemano todo el matematismo de las fórmulas mendelianas: la experiencia no hizo sino confirmar la intuición dia-léctica anticipadora, hecho notable, rara vez tomado en su debida considera-ción por la ciencia.

Estas observaciones fueron necesarias para prevenir algunos malentendidos. El enfoque lógico de la vida puede tener sólo la forma de un enfoque lógico-dialéctico que deje en pie el problema del sentido de los cambios vitales y de las diferencias bióticas que observamos. Que la división reductora mues-tre en la dotación cromosómica de la hembra dos x y en el la del macho una sola x, lo que eventualmente tiene lugar por ser el macho heterogamético (por ejemplo el hombre) , puede revelar el condicionamiento de los sexos; no obstante, nadie tratará de deducir las diferencias de los dos sexos junto con los infinitos matices de sus caracteres psicofísicos a partir de la presencia de un cromosoma sexual más: estas diferencias son inderivables de los hechos des-cubiertos por el mecanismo cromosómico, y en este plano el sentido de la mas-culinidad o femineidad presenta algo que escapa a la investigación mecanísti-ca. Por esta razón, también nos parece que la lógica de la vida, tal como la comprende un eminente sabio francés, fundador de la biocibernética, Albert Ducrock, pasa por alto el elemento dialéctico de la vida, ajeno a la lógica por él desarrollada. Aún nos falta la comparación que hace de esta lógica con el juego de ajedrez, la misma comparación que aparece a menudo en los es-critos de matemáticos adictos al empirismo lógico (así Bell La reina de las Ciencias y muchos otros) . «Podríamos comparar —dice Ducrock— la historia de la vida como una gigantesca partida de ajedrez que obedece a reglas de jue-go perfectamente determinadas« (Lógica de la Vida, trad. esp., p. 182) . Dado que conocemos muy poco o más bien nada en el terreno de la cibernética, no podemos permitirnos juicios sobre esta dirección de la lógica de la vida que representa Ducrock: sin embargo, pensarnos —y eso es evidente— que allí sub-yacen ciertos supuestos o más bien presupuestos de orden gnoseometafísico en completa analogía a los del empirismo lógico, y por lo tanto, insuficientes para fundar una filosofía no sólo cientificista sino científica.

Quisiéramos añadir que las ideas sobre el enfoque dialéctico de la vida aquí esbozadas corren paralelas con ideas respectivas acerca de un enfoque dialéctico de la ciencia exacta. presentadas en nuestro escrito Saber y Dia-léctica y que van a servirnos en la segunda parte de este trabajo, dedicada a la razón histórica. Las ideas aquí desarrolladas conducen de una manera directa a ciertas con-

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clusiones de orden general. El mecaniscismo de la doctrina mendeliana alcan-za a ser sólo una menguada apariencia: Los esquemas mendelianos que han de ilustrar la emergencia de la realidad desde el seno de las combinaciones de lo posible, no están dirigidos a la dignificación del azar como elemento constructivo de lo real; expresan más bien el enfoque primordial de aquel filósofo naturalista y monje agustino, sobre la congruencia del reino de lo posible con el reino de lo real. Este enfoque primordial que constituye un supuesto tácito de su teoría, está conforme con ciertos rasgos del pensamien-to especulativo agustino-franciscano, adverso a la nítida contraposición en-tre el reino de lo real (objeto de la scientia visionis de la divinidad, según la terminología de la teología especulativa) y el reino de lo posible (scien-

tia simplicis intelligentiae seu mere possibilium), establecida por las co-rrientes dominantes de la escolástica y aún robustecida (lo hemos visto ante-riormente, al comienzo de la Primera Parte) por la doctrina molinista de los jesuitas.

La idea de la congruencia de lo posible con lo real se puede observar generalmente en los sistemas panteístas de tinte espiritualista y aun de tinte panteizante por leve que éste sea. La generación de lo real a partir de lo posible, a nuestro parecer, subyace también en la tentativa del célebre autor, polígrafo y monje franciscano, Ramón Lull, conocida bajo el nombre de Ars

magna y que, a pesar de su esterilidad efectiva, mereció muchos elogios de parte de Leibniz, como también anteriormente de parte del Gusano y de G. Bruno.

El simple movimiento giratorio de círculos concéntricos, superpuestos el uno al otro, llevando cada uno la secuencia de 9 letras ron su simbolismo, nunca va a engendrar una ciencia de lo real, ni, como pensaba Lull de su aparato lógico, va a descubrir nuevas verdades. Empero, la idea es obvia-mente análoga a la de «Alfabeto de Pensamientos Humanos» que forjó en su entusiasmo juvenil el futuro autor de la Monadologia. Tampoco es otro

el sustrato especulativo del célebre escrito leibniciano De rerum originatione

radicali (1696) , que hace surgir la realidad del mundo del juego de posibili-dades, juego por el cual «lo más posible» va a convertirse en lo real, y eso sin ninguna intromisión del fiat divino. En verdad, pensamientos de esta ín-dole constituyen un patrimonio común con el ideario del Gusano, particular-mente en su escrito De Possest.

Las observaciones anteriores fueron indispensables para calar en lo hondo del matematismo mecanicista de que se revistió la doctrina mendeliana so-bre las leyes de la herencia. Muy diversa a aquella actitud primordial que enfoca la realidad como un caso particular del reino más amplio de lo posi-ble —un caso «posibilitado» por el azar— y que encontró en la doctrina dar-winiana una de sus expresiones más importantes, muy diferentes, creemos,

de la actitud de Lull, Leibniz y Mendel —todos neoplatónicos agustinianos—en la cual, la congruencia de lo real con lo posible y también —pues aquí reina una conexión pocas veces advertida— cierta compenetración de la ra-zón con la fe representa el subsuelo común de su matematismo mecanicista.

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Para concluir: el mecanismo del agustino Mendel, igual como el de Lull o el de Leibniz, no es la expresión de un mecanicismo de fondo, ya que sus supuestos tácitos fueron la congruencia de lo real con lo posible y la con-formidad de la razón con la fe o, mejor dicho, la racionalidad de la fe. Estas consideraciones nos parecieron indispensables en vista de la vigencia de la dialéctica de la vida en la historia de las creaciones autónomas del espíritu que —como todo lo que vive— tiene su ciclo vital. Así la extensión de la dialéctica vital a las esencias espirituales no presenta, como lo vemos ahora, en modo alguno un simple biologismo, defecto que hemos reprochado a Spengler y Toynbee, pues en nuestro caso no se da un enfoque biológico propiamente tal: la visión dialéctica de la vida presenta un enfoque al •cual obedece la vida misma junto con otras regiones de la naturaleza inorgánica.

El malentendido que nos preocupaba se refiere a la interpretación de las leyes mendelianas (y, en nuestros tiempos, de los esquematismos de las teorías cromosómicas) , ellas se exteriorizan como un puro matematismo me-cánico-determinista. Algo similar ocurre con los trabajos de Leibniz sobre el cálculo lógico. Es efectivo, sin lugar a dudas, que Leibniz fue el creador remoto del cálculo lógico, ya que parangonaba el raciocinar con el calcular, por lo cual, en caso de dificultades, el medio de resolverlas que él propo-nía era «calculemos» o bien «pongamos a calcular». Sin embargo, la índole cognoscitiva de este filósofo intuicionista —basta pensar en su De veritate, cognitione et ideis— lejos de expresar su trasfondo en los procedimientos del cálculo lógico, concebía a éstos más bien como instrumentos del pensar. Esto impide asociar a Leibniz —como muchos lo hacen— a los partidarios del «empirismo lógico», quienes al valerse de la logística, piensan encontrar en ella su adecuación exhaustiva. En este caso, lo mismo que en los de Men-del o Lull, el aspecto mecanístico no debiera engañarnos, pues hemos de dis-tinguir lo que es la cáscara de lo que es el núcleo.

2. CICLO VITAL DEL DERECHO ROMANO

DIRECCIÓN LONGITUDINAL

Las observaciones anteriores fueron necesarias para fundamentar la idea de una dialéctica pentádica de la vida que rige en toda la extensión de ésta; por lo tanto también en el dominio de las creaciones espirituales en su de-venir histórico. Pensamos que algunas disciplinas especiales, como la historia del arte griego a la historia del derecho romano, pueden recibir nueva luz desde esta perspectiva3.

3Citamos estos dos ejemplos, pues la Historia del Arte griego no fue ajena a nuestros estudios anteriores, lo que con más razón podría decirse de la his-toria del derecho romano. Habíamos pensado tratar este último tema dentro del segundo volumen de nuestro trabajo sobre el derecho natural, cuyo primer volumen recientemente ha sido publicado mientras que el segundo aún está en preparación.

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Al leer estas líneas es difícil para nosotros mismos desprendernos de la impresión de que el paso mismo del dominio de la biología celular o de las teorías biológico-sexuales de Marañón o de Mendel, al estudio de la historia del derecho romano podrá parecer al lector como algo extraño y forzosamen-te superficial —tan inusitada es una secuencia de esta índole en nuestra época de división del trabajo científico. Empero estas líneas están escritas por un jurista.

Hay múltiples vías para abordar el derecho romano en su conjunto: las unas dan preferencia al enfoque dogmático, es decir, se refieren ante todo al dogma del derecho romano, siendo la historia de su formación un asunto de importancia secundaria; las otras, en cambio, enfocan el derecho ro-mano ante todo desde el punto de vista de su desarrollo. Al primer tipo pertenece, entre otros, el monumental trabajo de Edouard Cuq Les Institu-

tions juridiques des Romains, dividido en dos partes, el derecho antiguo y el derecho clásico. Por derecho clásico el autor comprende el derecho elaborado en la época que empieza con Adriano y termina con Alejandro Se-vero; al derecho de esta época «clásica» el autor hace seguir el derecho del Bajo Imperio. También en los trabajos del célebre fundador de la escuela histórica del derecho, Federico de Savigny, se observa la preponderancia del enfoque dogmático (así en su famoso Tratado del Derecho Romano), lo

que no le impidió escribir La Historia del De-echo Romano en la Edad Me-

dia. Aun en la obra grandiosa de Teodoro Mommsen —grandiosa como todo lo que escribió Mommsen— sobre el derecho público romano (y, hasta cier-

to grado, también en su obra acerca del derecho penal de los romanos) , prevalece más bien el enfoque dogmático sobre el dinámico. En cambio, es este último el que interesa más que nada al gran romanista Rodolfo de Ihering. Su obra más famosa, El espíritu del Derecho Romano en diferentes

grados de su desarrollo y también la pequeña obra póstuma Historia del

Desarrollo del derecho romano, tienen ante todo una orientación histó-rica. Empero, esta orientación tiende a salir del marco histórico del derecho romano, pues, como dice el autor, su mirada se dirige más al derecho como tal en busca de una «ciencia natural del derecho» (Naturlehre des Rech-

te). El subsuelo —medio naturalista— del pensamiento de Ihering, le hace subrayar los supuestos sentimental-emocionales del derecho en general y «sus fuerzas impulsivas», que piensa poder encontrar como subyacentes en las más diversas conformaciones jurídicas. Por supuesto, la búsqueda de lo uni-versal va unida en su obra a la búsqueda de lo particular, de lo específicamen-te romano, lo que pensaba condensar en algunas afirmaciones recias como

ésta: «El egoísmo (Selbstsucht) es el motivo de la universalidad romana, y la

codicia (Geldsucht) el rasgo esencial del ente romano» (des rómischen

Wesens). La orientación sociopsicológica del pensamiento jurídico de Ihering, por muy digna de consideración que sea, estaba particularmente adecuada para buscar un plano de coherencia en la historia del derecho romano que se apoyara sobre las conexiones afectivo-emocionales. No obstante, no es éste el plano que buscamos aquí sino más bien aquello que se presenta en la his-

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toria (en este caso, la historia del derecho romano), en cuanto historia del espíritu (Geistesgeschichte) en cuanto estructura de sentido (Sinnzu-samme nhang).

Este último enfoque no se interesa por las causas externas de cambios en el derecho ni por fundamentos emocionales de fenómenos o normas jurídicas (Ihering), pero sí por el enlace de contenidos ideativos que se expresan en las normas jurídicas y en la misma sistematización del derecho4'.

De todos modos, tratar de comprender la formación del derecho romano en sus etapas principales, sale del plano de su indagación y exposición desde el punto de vista causal o psicosocial, por muy fundamental que sea, pues esta última pertenece más bien al terreno de la historia psicosocioló-gica del derecho, ajena a los problemas de su estructura nocional en cuan-to sistema de normas. Obviamente, es éste el terreno que nos corresponde para tratar de presentar la historia del derecho romano en lo que se re-fiere a su coherencia de sentido a través de su trayectoria multisecular. Espe-ramos poder demostrar que la periodología de esta historia en cuanto histo-ria de creaciones del espíritu, obedece al ritmo pentádico, igual que otros fenómenos del devenir vital. Nuestra tarea es difícil por sí sola y doblemente difícil al tomar en consideración el lugar que tiene en el marco del presente libro, poco apropiado para su elucidación. Su presentación tiene que ser for-zosamente muy sumaria y al mismo tiempo bastante detallada para dejar vislumbrar, ya que no fundamentar, el alma de verdad que contiene.

Tenemos que empezar con la observación siguiente: el esquema que vamos a presentar en seguida, no se originó como una aplicación apriorística de la idea de una dialéctica pentádica, sino que fue un fruto de larga medi-ditación, vinculada al importante problema del derecho natural en su aspecto jurídico, que pensábamos tratar como un volumen aparte que si-guiera al volumen sobre derecho natural en su aspecto filosófico. Uno de los puntos capitales de aquel volumen habría sido la investigación en torno a la relación del derecho romano con el derecho natural y que po-dría formularse de la manera siguiente: ¿debería el derecho natural,, se-gún el espíritu y la letra del derecho romano, concebirse como una de las fuentes de aquel derecho, o no? Huelga decir que el problema es sumamente difícil, ya que no sólo las sentencias de los juristas romanos, a veces superficiales, se contradicen mutuamente en este punto, sino que aquí viene implícita una de las doctrinas más difíciles de toda la ciencia jurí-dica, cual es la doctrina sobre las fuentes del derecho. Al adentramos más en el problema, hemos encontrado que lo que está implicado es la cuestión referente a los cambios del sentido mismo del derecho positivo acaecidos en

4E1 reflejo de la actitud algo positivista de Ihering se puede notar también en una conferencia que dictó en un tiempo en la Sociedad Jurídica de Viena, y que provocó una viva reacción de Francisco Brentano en forma del trabajo bien conocido que se intitula Sobre el origen del conocimiento moral, dirigido en párte contra Ihering por su rechazo radical de la idea del derecho natural.

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la trayectoria milenaria del derecho romano, cambios que se deben hasta cierto grado a la asimilación, mejor decir, intususcepción de elementos jus-filosóficos en el contenido de las normas del derecho civil o positivo. En esta ocasión se nos presentó con más lucidez el grandioso y atractivo pro-blema de la periodificación del derecho romano, y ello en un plano que, así pensamos, escapó a la atención de grandes romanistas. Creemos que la exposición que sigue penetra más hondamente en el problema que las peño-dificaciones existentes; sin embargo, si ellas pueden presentarse —así cree-mos— como una exteriorización de la dialéctica pentádica de la vida, eso no debe comprenderse como si fuese el resultado de una aplicación ex post de un principio general, hecha en aras de encontrar una fundamentación filo-sófica de algo que ya habíamos encontrado mucho antes e independientemente de cualquier enfoque filosófico.

El derecho romano y su historia, en el uso corriente y aun como objeto de estudio, es ante todo el derecho privado o «civil», y sólo en segundo lugar, derecho público. Eso es comprensible en cuanto que el largo proceso de asi-milación del derecho privado de los pueblos modernos de Europa al molde romano (incluso la «recepción del derecho romano» en Alemania a fines del siglo xv) se movía ante todo en el ambiente del derecho privado, ya que sólo por decirlo así, en las periferias de aquel proceso de romanización se efectuaba la influencia directa de ideas romanas, en parte de tinte medio filosófico, referentes al fundamento y origen del poder monárquico del prín-cipe (lex regia, lex de imperio, translatio imperii). Estas ideas fueron propa-gadas por los legistas en su afán de dar más autoridad a las demandas abso-lutistas de los monarcas, sirviéndose de unos célebres adagios como: princeps legibus solutus est o quod principi placuit, legis habet vigorem; este último estaba presente en la fórmula conclusiva de actos gubernamentales de reyes de Francia: car tel est nostre bon plaisir. Con todo eso, el derecho recepto romano fue ante todo el derecho privado. Como todos saben, el dualismo jurídico fundamental entre la esfera de lo privado y de la público fue formu-lado explícitamente por Ulpiano, y con acierto afirma Ihering que el gran logro del derecho romano fue precisamente «el descubrimiento del derecho Privado». A la base del dualismo mencionado se encontraba, según Ulpiano, la diferencia esencial del objeto del derecho, y —sea dicho de paso— no es me-nester recalcar hasta qué grado el problema del dualismo jurídico, junto con sus modificaciones y la delimitación de sus partes integrantes, sigue siendo el gran problema de nuestra civilización, basada en la idea del estado del derecho (Rechtsstaat) derivada de aquel dualismo. Ahora bien, el dualismo mencionado, por otro lado, representa en una gran parte también el dua-lismo de dos grandes esferas axiológicas que los romanos designaban como fas y jus. El dualismo de fas y jus es el dualismo más profundo y más abar-cante en la estructuración del derecho romano, y con esto se explica el parentesco y, hasta cierto grado, la raigambre del derecho público romano en lo sagrado (fas), mientras que el derecho privado es terreno de jus. Es

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natural, pues, que la obra maestra de Mommsen sobre el derecho público romano esté enteramente dedicada a la magistratura romana con exclusión del sacerdocio y del culto religioso romano que bien pudiera no interesar a un historiador moderno, aunque en la clásica definición de Ulpiano —de-masiado conocida para ser citada —ésas son las tres partes del derecho público. El mismo dualismo de fas y jus encuentran su expresión en un antiguo lema que destaca Ihering: Fas et jura sinunt quae divina, humana quae jura per-mittunt, nam ad religionen fas, jura pertinent ad hominem —«el precepto religioso y los derechos determinan (el primero) las cosas divinas y los dere-chos las cosas humanas, ya que el precepto divino se refiere a la religión y los derechos al hombre». Por eso pudo decir Iherin que «los funcionarios esta-tales romanos fueron sacerdotes natos».

Así el dualismo jurídico romano se presenta ante todo —y comenzando, por decirlo así, por la periferia— como dualismo de fas y jus, al cual se ajusta hasta cierto grado el dualismo del derecho público y derecho privado —y éste es el dualismo que más llama la atención de Ihering. Dado que el dua-lismo de las dos esferas mencionadas presenta cierto paralelismo de su tra-yectoria a lo largo de la historia milenaria del derecho romano, esta última, hablando en términos generales, no está sujeta en diversas fases de su desarro-llo a la interferencia recíproca de las dos esferas. Sin embargo, el dualismo jurídico romano no se limita a aquel de fas y jus, sino que, bajo otras for-mas, va mucho más a fondo en la estructura del derecho romano y las grandes fases de su desarrollo, y con esto pasamos a la consideración de este derecho en el sentido usual del vocablo, es decir, del derecho romano privado o «civil».

Como se sabe —y este cariz de la cuestión fue naturalmente tomado en cuen-ta por Ihering y Savigny— existe, desde los principios, cierto dualismo entre el llamado «derecho civil de los romanos» y derecho de los extranjeros o «peregrinos» establecidos en Roma, en cuanto éstos, según las palabras autorizadas de antiguos juristas, «seguían los preceptos jurídicos propios o bien comunes a los diferentes pueblos» (jus gentium); por otra parte, ya mucho más tarde, se operó cierta compenetración entre los conceptos de jus gentium y de jus natura le (en el sentido de 'elementos filosóficos' en el derecho) , gracias a la yuxtaposición con el derecho civil propiamente tal o «estricto» de elementos que, con el correr del tiempo, tuvieron que integrar la estructura del derecho imperial romano, generalmente válido, aunque con muchas excepciones (de facto más que de jure), para toda la extensión del imperio. Es muy notable el hecho de que la formación del derecho imperial romano se efectuó en función de ampliación de su base por la asimilación de algunos elementos jurídicos orientales (particularmente helénicos y helenís-ticos) ; empero, este hecho tiene —cosa sorprendente— su corolario en otro que representa su contraparte complementaria: los grandes juristas de la época clásica de la jurisprudencia romana (los juris auctores que tenían el

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jus respondendi ex auctoritate principis), fueron, en gran parte, orientales romanizados, los mismos que lograron expresar de la manera quizás más auténtica y genuina el espíritu del patrimonio jurídico de Roma. Basta re-cordar a Ulpiano, fenicio oriundo de Tiro, a Papiniano, maestro de Ulpiano, el más célebre de los juristas, quien parece no fue de origen romano; como también a Modestino, el último de los grandes juristas, cuya lengua ma-terna parece haber sido la griega. El fenómeno a que aludimos es importan-te y muy significativo para la historia misma del derecho romano, pues sim-boliza el doble proceso de orientalización del derecho romano y romanización de patrimonios jurídicos orientales. Mas, aun con todo esto, no se debe olvi-dar que al lado del derecho romano imperial (y a pesar de los elementos orientales que crecieron en su interior) seguían existiendo diversos dere-chos orientales nacionales, ya que muchas instituciones del derecho romano (así el poder del paterfamilias) no tuvieron aceptación en el oriente, por ejemplo, en el Egipto.

Estas observaciones, algas extensas pero indispensables en este caso, han tenido por fin encuadrar el problema de los diversos dualismos antagónicos en la historia del derecho romano, los mismos que harán comprender su propia evolución milenaria. \ Ya nos damos cuenta del dualismo del derecho civil y del derecho natural de las gentes, y por otra parte, del dualismo del derecho romano imperial y de diversos derechos nacionales —cosa que, por supuesto, todos los historiadores han tomado en consideración— que permi-ten circunscribir mejor el objeto de nuestra investigación en torno de la pe-riodificación del derecho romano. Sin embargo, lo que, según nos parece, no fue tornado en consideración, es un dualismo quizás más hondo aún y que alcanza a los cambios en la estructura del derecho romano en diversas épocas hasta sus verdaderas bases: es el dualismo primigenio de jus y lex, del derecho y de la ley. Nuestra tesis consiste en que es legítima y posible una reducción de los diversos enfoques de lo que fue el derecho y lo que fue la ley, según diversas épocas, la historia de interferencias recíprocas de los dos elementos, una interferencia cuya base fue la variabilidad misma de jus

y lex en sus contenidos respectivos y sus relaciones recíprocas. Esta tesis va a permitirnos trazar la evolución del derecho romano según grandes etapas de su historia intrínseca, contribuyendo así, a ahondar más la famosa discrimi-nación hecha por Leibniz (doctor juris utriusque) , admirador del derecho romano y autor de Nova methodus docendae discendae que jurispruden-tiae, entre historia exterior e historia interior del derecho. Tenemos la im-presión de que nuestro enfoque ayudará a penetrar más en lo íntimo de la historia interior del derecho romano.

A primera vista no parece que exista una oposición entre jus y lex; no obstan-te, pensamos que toda la evolución intrínseca del derecho romano no es otra cosa sino un despliegue del dualismo jus-lex en sus diversas fases histó-ricas. Cierta contraposición de jus y lex puede considerarse como algo primige-nio en el sentido de que desde los albores existió la conciencia de no ser

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completamente congruos los dos términos, lo que impedía identificarlos sin más: se trata de la convicción, aunque vaga, de que el derecho (jus) es algo más que el conjunto de leyes (leges) . Frente a los diversos dualismos de «leyes» y «derechos», observamos la tendencia a superarlos, que se podría interpretar como animada por el postulado del monismo jurídico o «monis-mo del sistema». Recordemos en brevedad cuáles son a este respecto los prin-cipales dualismos.

dualismo de base: lex (= jus. civ. Romanorum) -jus honorarium (= jus pere-grin). al mismo tiempo, dualismo más bien formal: lex-jus honor. (= viva vox j. civ.) .

por otra parte:

jus civile (= lex jus honorarium) — jus gentium y jus naturale.

pero también:

jus civile jus gentium jus naturale.

y...

jus gentium (quo naturalis ratio' . . . constituit) = jus naturale.

por fin:

jus (jus vetus = jus civ. jus hon. jus gent. jus nat.) — leges (= constitu- tiones imperiales, edicta, rescripta) .

Los diversos dualismos aquí enumerados reflejan diversas etapas de la evo-lución del derecho romano (por ejemplo la última contraposición ilustra la situación jurídica desde Teodosio el joven y Valentiniano y representan preci-samente las transformaciones y avatares de las nociones de ley y derecho. Nos parece que encontrar el sentido íntimo de estas transformaciones equivale a encontrar el sentido de su evolución, que refleja cambios de su estructura a lo largo de 12 siglos de existencia. Si por la historia exterior se comprende la historia de las fuentes del derecho romano, y por la historia interior, la historia de las doctrinas basadas en estas fuentes, nuestro enfoque apunta a una historia implícita de las doctrinas jurídicas romanas, pues lo que buscamos es algo que subyace en las doctrinas explícitas y, por lo tanto, escapa a cual-quiera expresión por parte de la doctrina.

Existen muchos esquemas de la periodificación del derecho romano. Así Mackeldey, en la introducción a su Manual del Derecho Romano Actual, de 1814 (contemporáneo al famoso folleto de Savigny) , divide la historia del derecho romano en cuatro períodos: de la fundación de Roma hasta la Ley de Doce Tablas, desde ahí hasta Cicerón, de Cicerón hasta la muerte de Ale-jandro Severo, de Alejandro Severo hasta Justiniano. Una periodificación simi-

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lar se encuentra en la obra de Eugéne Petit, Tratado Elemental de Derecho Romano. La obra monumental de E. Cuq Les Institutions juridiques des Ro-mains, de principios de este siglo, distingue tres períodos: derecho antiguo (desde principios hasta Adriano) , derecho clásico (desde Adriano hasta Ale-jandro Severo) y Derecho del Bajo Imperio (desde Alejandro Severo hasta Justiniano) , donde el primer período abarca ocho siglos, el segundo uno sólo y el tercero tres siglos. Es obvio que en estas periodificaciones —y en muchas otras— se cruzan los criterios de la historia exterior y la historia interior del de-recho. Se comprende que para la historia interior tiene una importancia fun-damental la época clásica (de Adriano hasta Alejandro Severo) , pues ésa es la época de grandes jurisconsultos; empero, además de esto, no se advierte en las periodificaciones existentes la posibilidad de encontrar un sentido a las trans-formaciones de jus y lex, cuyas tablas acabamos de trazar. En verdad, la perio-dificación tiene que dar cuenta del papel del pretor peregrino como spiritus movens de la evolución del derecho romano a partir del jus strictum; por eso, el período precedente a la época clásica de la jurisprudencia romana se extien-de desde la creación de la pretura para los peregrinos (239 a. C.) ; por otra parte, dado que el eje de toda la historia del derecho romano lo constituye la legislación de Doce Tablas (449 a. C.) , el período anterior tiene que exten-derse desde la fundación de la República (509 a. C.) , en la proximidad de cuyos comienzos cae la promulgación de la Ley de las Doce Tablas. El derecho romano del tiempo de los reyes, aunque importante para la posteridad, debe-ría considerarse así más bien como una prehistoria del derecho romano. Para caracterizar muy someramente los diversos períodos, podría decirse que el derecho del tiempo de los reyes tenía un carácter marcadamente sagrado, ya que estaba en manos de los pontífices que celosamente guardaban sus se-cretos y particularmente los del calendario, con sus días propicios y nefastos. Por eso, la gran reforma que sobrevino con las Doce Tablas, representa la laici-zación del derecho. Hasta qué grado este proceso de laicización fue lento, lo demuestra el hecho de que sólo en el año 310 a. C. tuvo lugar el último paso de su laicización, cuando fueron dados a conocer algunos pormenores del derecho

pontificio, lo que dio lugar a una denominación sui generis (jus civile Fla-vianum) en honor de aquel que habría contribuido particularmente a su di-vulgación. Deteniéndonos en el otro extremo de la periodificación, advertimos que desde Diocleciano en adelante la elevación definitiva de los emperadores

al rango de divinidad (dominus et deus) contribuyó a comunicar a los

instrumentos de la legislación imperial (constituciones imperiales, edictos y aun prescriptos) , un carácter casi sagrado, lo que definitivamente se produjo en los tiempos de Justiniano. Tomando en consideración al segundo período (desde la institución del pretor peregrino hasta Adriano) , vernos que el dere-cho honorario (de pretores y ediles curules) , que representa el despliegue vital del jus al lado del jus strictum basado sobre las Doce Tablas, aparece más

bien —y se da por tal— como cierta interpretación extensiva y lato sensu del derecho civil, ya que, como decía más tarde Papiniano, la tarea del pretor consistía en asegurar la aplicación del derecho civil, llenar las lagunas de éste

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y, en tercer lugar, corregir sus imperfecciones. Por esto se decía que «el dere-cho honorario es la viva voz del derecho civil». Empero, no se debe olvidar que ya desde Augusto el pretor pierde toda iniciativa en la creación del derecho, conduciendo la disminución de su papel a la supresión definitiva de sus anteriores funciones creadoras por el establecimiento del célebre «edicto perpetuo» a partir de Adrián, hasta que el mismo cargo de pretor desaparece ton Caracalla y su famoso edicto (lex Antonina) que confiere el derecho de

ciudadanía romana a los habitantes libres del Imperio (212 d. C.) . El lugar de la función creadora de los pretores lo viene a ocupar, desde Adrián hasta Alejandro Severo, la actividad creadora de grandes jurisconsultos, aquellos que recibieron el derecho de contestar en nombre del Emperador (jus respondendi ex auctoritate principis), por lo cual se los consideró como creadores del de-

recho (juris auctores). Se comprende que con esta actividad de grandes juristas (sucesores de los anteriores jurisprudentes, cuya función no fue tanto oficial como más bien consultiva) , se operó la concentración y centralización del poder legislativo, en las manos del emperador, ya que los jurisconsultos no fueron más que su órgano. Con todo esto, según la opinión común de los espe-cialistas, la época en cuestión es la época cumbre del derecho romano y de su jurisprudencia, entendiendo por ese vocablo no la administración de la justi-cia por los tribunales (el uso moderno de palabra) , sino la actividad creadora en materias jurídicas, encaminada a sentar la doctrina (doctrina juris) en el

sentido objetivo, a diferencia de scientia juris en el sentido subjetivo. Si nos

fijamos ahora en las relaciones entre jus y lex en el segundo y tercer períodos,

podría decirse que en el segundo la lex absorbe el jus, que no es sino su inter-pretación, mientras que en el tercero es más bien el jus en cuanto «jurispru-dencia» el que absorbe la lex. El período siguiente presenta ya la supresión de toda actividad jurisprudencial, ya que en adelante es el poder imperial el que regula de una manera directa toda la legislación: son las constituciones impe-riales (junto con los edictos y aun los rescriptos) las únicas fuentes de leyes, a las cuales se contrapone ahora el derecho jurisprudencial simplemente como

jus o jus vetus. Por lo tanto, estamos frente a una inmovilización completa del jus, particularmente desde Teodosio el Joven en el oriente y Valentiniano m en el occidente, lo que encontró su expresión en la famosa ley de citas que, además de elevar a Caius (jurista de tiempo de los Antoninos) a la dignidad de

los juris auctores, limitó a cuatro el número de jurisconsultos con el derecho de actuar en el nombre del Emperador: Papiniano, Ulpiano, Paulo y Modesti-no. Finalmente, en la legislación de Justiniano, presenciamos la supresión de-finitiva del procedimiento por fórmulas, creado otrora por los pretores pere-

grinos, la supresión definitiva también de diferencia entre magistrado y juez, pues en adelante los jueces serán magistrados, encargados de dictar justicia a petición de particulares, con lo cual la burocratización en la administración de la justicia cobra un rasgo casi moderno que no existió antes: la parte que pierde está condenada a costear los gastos del proceso. En otras palabras: lo que tenemos ahora es la osificación o anquilosis y al mismo tiempo sacraliza-

ción completa del derecho.

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Al ver las cosas más de terca, nos damos cuenta del parentesco entre el segun-do y el cuarto períodos anteriormente distinguidos, en el sentido de que éste es la inversión de aquél: mientras el derecho honorario brota como un injerto del tronco del derecho civil, en el cuarto período viene la inmovilización completa del derecho en cuanto representaba la «doctrina», y al lado de él, lo único que en adelante da signos de vida, será la producción de constitucio-nes imperiales en el sentido y con el vigor de ley. Así se averigua, en el campo que nos interesa —la historia del derecho romano— la relación de reciproci-dad inversa entre la segunda y la cuarta etapas del ciclo vital, la misma relación que nos había llamado anteriormente la atención al distinguir la etapa de espirema y dispirema como la segunda y la cuarta etapas de la división cario-quinética. También es digna de notar la convergencia de la primera etapa (que va desde principios de la República, pasando por la Ley de Doce Tablas como culminación) con la quinta: la primera empieza con la sacralización del Derecho, heredada de los pontífices y con el dominio del fas como elemento religioso, de modo que la misma Ley de las Doce Tablas y el así llamado Dere-cho Civil Flaviano (310 a. C.) fueron las etapas de la laicización del derecho; ahora bien, la legislación de Justiniano representa el retorno a la sacralización marcada del derecho.

Para resumir lo anterior, la historia del derecho romano representa cinco períodos que a 'continuación trazamos en el siguiente cuadro:

Prehistoria 753-509 a. C. Sacralización. 509-239 a. C. Las Doce Tablas: 449 - Laicización.

310 - Laic. definitiva. u 239 a. C.-117 d. C. Jus Honr. (como ampliación de Doce Tablas) .

Desde Augusto: Pretor Peregr. pierde iniciativa, Juris prudentes: Sabinianos y proculeianos.

ni 117-235 d. C. Edictum Perp. Período Clásico. Universalización «laica»: Jurisconsultos como juris auctores.

212 - Fin de la Pretura Peregrina. 1v 235-529 d. C.

426 Valentiniano ni y Teodosio el Joven. Jus inmovilizado Jus Vetus (Jurispr.) en contraposición a la Ley (Const. Imp., etc.) .

y 529 (533-565) Justiniano: Supresión definitiva de la jurisprudencia y sacralización de la Ley. Automatización de la administración de la justicia. Codificación Basílica: Basilio Macedonio y León el Filósofo - 890 d. C.

El cuadro refleja las transformaciones de los conceptos Jus y Lex a través de todas las épocas de la evolución del derecho en su historia. Salta a la vista que los tres primeros períodos representan el proceso de crecimiento, los dos últimos, el proceso de disolución que acaba con la osificación definitiva del derecho desde tiempos de Justiniano en adelante hasta la primera codificación subsiguiente que es de Basilio el Macedonio y su hijo León el Filósofo (890 d. C.) . Los tres primeros períodos presentan, por lo tanto, el proceso anabó-lico de proliferación; los dos últimos, el proceso catabólico de regresión y en-

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claustramiento inmovilizador en la vida milenaria del derecho romano. Así, encuentra su solución el problema anteriormente mencionado y que sirvió de vehículo para nuestra investigación: ¿debe el derecho natural, según el espí-ritu y la letra del derecho romano, considerarse como una de las fuentes de este derecho o no? Llegamos a la conclusión de que esta interrogante adquiere su lugar apropiado en la comprobación de un hecho importante: los mismos miembros de la contraposición «derecho civil positivo-derecho natural» son magnitudes variables, pues el derecho positivo se «naturalizó» y el derecho natural se «positivizó». Esta conclusión es importante en cuanto subraya la imposibilidad de tratar aquellos dos conceptos como algo fijo y determinado, ya que ellos están en función de la vida del derecho, y su mismo proceso vital está regido por la dialéctica de la vida, que anteriormente hemos tratado de esbozar.

Huelga subrayar que nuestra solución resulta diametralmente opuesta a opiniones muy difundidas sobre la relación entre el derecho positivo y el derecho natural en el sentido de su exclusión recíproca. Estas llegan a negar rotundamente al jusnaturalismo cualquier carácter jurídico y, poniéndolo fuera de la esfera de la juridicidad, extienden la supuesta exclusión recíproca, con-cebida según la ley lógica de la contradicción, al vasto campo de la historia jurídica —opinión sumamente errónea, 'como lo demuestra todo lo anterior. Huelga añadir, también, que el problema de la relación entre derecho positivo y derecho natural sale del dominio de la ley lógica de contradicción, ya que pertenece a otro dominio, al de relaciones de contrariedad en su estructura puramente lógica, poco explorado hasta hoy día —todo un conjunto de cues-tiones cuya problemática pasó inadvertida por los más conocidos juristas, por no mencionar sino a Hans Kelsen. Se entiende que la profundización de la problemática de oposiciones contrarias es accesible sólo desde el enfoque axio-lógico que domina todas estas páginas, y no a partir de la corriente que tiende generalmente a dominarlo todo, llamada «positivismo» dentro del pensamien-to jurídico.

Nos dirigimos ahora al lector para hacerle ver, si no es jurista, cómo nos fue ineludible esta larga exposición a fin de prepararlo a comprender y juzgar por sí mismo la periodificación en el sentido de su proceso vital, que para el Derecho Romano hemos propuesto; en caso contrario, deberá disculparnos por exponer algo que conoce y concentrarse sólo en nuestra tesis que, así pen-samos, le brindará una visión sintética del desarrollo del derecho romano. Estaríamos felices si pudiéramos dar un paso, por pequeño que fuera, hacia la resolución de su enigma, ya que, como decía Ihering: «De la historia del derecho romano conocemos solamente el cuadrante, mientras que el interior del reloj permanece en un misterio».

De más estaría añadir que aquella región de la ciencia que acabamos de tratar —la región del derecho— ocupa un lugar casi privilegiado dentro del conjunto de ciencias sociales del espíritu, opinión de Schelling y Hegel que compartimos plenamente. Empero —y eso es lo más importante—, ¿cuál es el papel de toda esa síntesis de un tema concreto (la historia del derecho ro-

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mano) en la exposición y presentación de nuestras dialécticas de la vida? Y admitiendo que nuestra tesis acerca de este punto sea certera, ¿se deriva de ello que el mismo esquema sea fecundo y rija para otro sector de la realidad y que, por tanto, nuestra teoría sobre el desarrollo del derecho romano habría de figurar sólo a título de ejemplo de un enfoque más general como lo pre-tendemos? Es manifiesto que no es posible demostrar de antemano que nuestro enfoque dialéctico se verificará en todos los casos y en otras regiones. Pre-cisamente, si aquí estuviere en juego una tesis inductiva —la única que, según un criterio muy difundido, presenta un valor científico— la aseveración de que sea correcta estaría siempre sujeta a caución, so riesgo de ser desmentida por cualquier experiencia futura. Pero no es éste nuestro caso.

3. PERIODOLOGÍA CULTURAL DISCRÓNICA: DIRECCIÓN OBLICUA

(Ley de correspondencia discrónica)

El esquema periodológico que acabamos de exponer en el caso del derecho romano y que tiene, por decirlo así, una dirección «longitudinal», es el único que representa la periodología de ciclos cerrados. En efecto, el predominio de este tipo «longitudinal» de la periodología depende de una circunstancia im-portante: la de tener su región correspondiente una preponderancia marcada en la vida cultural de un pueblo determinado. Así, el elemento jurídico-estatal, tuvo en la historia cultural romana una preponderancia marcada sobre la ciencia y el arte, que carecían de originalidad (exceptuando la arqui-tectura romana) . No sucede esto, tratándose de la historia de la cultura griega. Aquí existe cierto equilibrio entre las tres regiones de la creación espiritual que son arte, filosofía y ciencia, todavía con cierta preeminencia —así pensa-mos— del arte. Por esta misma razón el arte griego también nos parece reflejar la dialéctica pentática de la vida. De todos modos las divisiones de su historia que han adoptado conocidos historiadores del _irte griego como Ridder y Deonna y también Rodenwaldt, siguen el ritmopentático (sin que ellos ha-blen, claro está, de dialéctica alguna) , aunque Von Salis, al no considerar, como lo hacen los demás, la época de transición (el siglo iv) como período autónomo, se limita a cuatro periodos.

Sin embargo, cuando se trata de historia de la cultura griega, en el conjunto de sus diversas ramas espirituales, no creemos que el enfoque longitudinal sea aplicable, y en vez de éste, aplicaremos otro, al que quisiéramos denominar «enfoque oblicuo».

A diferencia de la opinión de Spengler, para quien todos los sectores de la cultura —«desde la circulación de la moneda y el crédito bancario y, pasando por el arte, hasta llegar a la física occidental»— respiran el mismo ánimo (apo-líneo en Grecia, fáustico en la Europa moderna) , pensamos que es la suya una tesis gratuita que, además, parece falsear la historia de los ciclos vitales ya cerrados. La división comúnmente aceptada de la historia griega en períodos helénico y helenístico, se acepta generalmente en un sentido casi absoluto, lo que equivale a sustentar la idea de que tanto el arte y la filosofía como la

ciencia griega en la época helenística (por ejemplo en el siglo ni a. C.) tienen todos el mismo carácter «helenístico» y ya no el «clásico». Aun el eminente filólogo, a la vez que matemático alemán, Ileyberg (descubridor, en 1906, en un convento del monte Athos, de un palimpsesto que resultó ser el tratado arquimediano sobre el método) , en la parte correspondiente de una conocida obra de filología clásica (Manual de Antigüedades), acerca de la cienCia anti-gua, analiza la ciencia del siglo in dentro del marco de la «época helenística». Como no podemos entrar aquí en los detalles de este problema, nos contenta-remos con subrayar sólo lo más esencial5.

La división fundamental en época clásica o helénica y época helenística, se debe a la historia exterior de Grecia, con su cesura entre la era de las polis (abarcando aún la formación de la monarquía de Alejandro Magno) y la era subsiguiente de los Diádocos, la que, siempre desde el punto de vista político, termina en el año 30 a. C. con la conquista por Roma del último reino hele-nístico —el Egipto de los Tolomeos— para ceder ahora su lugar a la era «grecorromana». Esta división tradicional, calcada sobre las configuraciones po-líticas, desconoce lo privativo de la historia cultural con su propia autonomía. Aun después de la conquista romana, el Oriente del Imperio permanecía fiel a su herencia helenística y, más aun, fue logrando tal supremacía sobre el elemento romano en la estructura general del Imperio, que éste termina por una orientalización siempre más y más marcada. Empero, aun en el período prerromano, la división entre lo helénico y lo helenístico debería experimentar una corrección fundamental. Es que los diferentes sectores de la cultura no son «helenísticos» y no son «clásicos» en el mismo sentido y en el mismo grado. Para comprender este fenómeno, tenemos que echar mano de un concepto im-portante que es el «estilo arquetípico», común a diversos sectores de la cultura griega y que representa el subsuelo de donde han brotado el arte, la filosofía y la ciencia griegas. El estilo arquetípico al cual nos referimos, puede conside-rarse romo una exteriorización de cierta actitud básica de orden axiológico, característica del espíritu «clásico» como también del espíritu «helenístico».

En verdad y hablando en términos más generales, la relación entre el espíri-tu clásico y el helenístico ostenta un parentesco muy profundo con la contra-posición de lo «clásico» o lo «romántico». En efecto, muchísimos investigado-res han subrayado el carácter romántico (o como algunos dicen prerromán-tico) de la época helenística, además de que algunos otros se complacen en acercar el estilo helenístico al barroco. Lo que subyace en el espíritu del pe-ríodo clásico es cierta tabla de valores, peculiares hasta tal grado que el espíri-tu helenístico podría caracterizarse como una inversión de los valores de la época clásica. Así, la contraposición de los dos períodos en el sentido de sus respectivos contenidos ideativos dejará de ser algo fortuito y se elevará a mayor altura, ya que la oposición de lo clásico y lo romántico es mucho más honda: clasicismo y romanticismo, pensamos, presentan actitudes eternas del espíritu

5Eara más detalles ver nuestro estudio Esencia de la Creación Artistica en la Epoca Helenística. Rev. Ch. Fil., 1958.

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humano6. Sin querer proponer en estos renglones una solución para el pro-blema de la esencia del dasicismo o del romanticismo —uno de los temas más controvertidos que existen, ya que pertenece a la esencia misma del romanti-cismo el escapar a cualquier definición o descripción exhaustiva— no podemos pasar por alto un contraste marcado entre los dos.

En realidad, sería un gran error, como ocurre con frecuencia, pretender que el romanticismo sea un fenómeno limitado al final del siglo xvin y a la primera mitad del siglo pasado. Esta época no es sino la cristalización de algunos rasgos muy difundidos ya en los siglos anteriores y que, si se los toma aisladamente, pueden denominarse prerrománticos. ¡Cuantos elementos del ideario romántico no encontramos en las obras de Plutarco y Apuleyo e incluso en Plotino y Porfirio! Es demasiado conocida la leyenda apuleyana de Eros y Psiqué, ya que nos recuerda el escenario wagneriano de Lohengrin; como en la obra de Wagner, Eros le prohibe a Psiqué preguntarle quién es, y hasta le impone la obligación de no verlo sino en la oscuridad. De esta manera se expresa en ambas obras el encanto de lo desconocido, tan carac-terístico de la actitud romántica.

Hay rasgos eternamente románticos en el espíritu humano, al igual que hay otros eternamente clásicos; pero recuérdese que al romanticismo le fue inherente, en todos los tiempos, la propensión, al infinitismo y la exageración patética. La convivencia del «realismo» helenístico con lo «patético» parece ya explicable; aquel realismo ocultista, al dotar al mundo de la creación ar-tística del carácter de la naturaleza sensible, expresa la fuerza creadora del yo que se complace en todas las exageraciones del patetismo, logrando un goce supremo de escrutar los abismos de lo desconocido y en sondear las expre-siones más desviadas de la vida anímica.

Pasemos ahora a un problema más bien filosófico: el del estilo arquetípico, que tendría que servir de sustrato común a la ciencia, filosofía y arte de los griegos.

No se debe exagerar la oposición usual entre ciencia y artéz para el pen-samiento que ausculta en el fondo de las cosas esta diferencia tiende a des-vanecerse. Es que en el estilo que llamamos arquetípico viene a develarse la base de ciencia, arte y filosofía. Lo que no puede extrañar, dado que el estilo debe considerarse como un conjunto de rasgos que exteriorizan la per-sonalidad humana.

La época helenística posee su propio estilo; si es así, llegamos a una con-clusión de gran importancia: no es posible seguir sustentando que la ciencia y el arte sean antagónicos, mucho menos cuando pueden encerrarse y hasta reconocerse dentro de un mismo y común estilo en épocas determinadas. No obstante, hay que hacer una corrección: el arte y la ciencia, originados

6Las detalladas tablas de valores de ambas épocas (con denominaciones paralelas en castellano y griego) se encuentran en nuestro curso mimeografiado Historia de la Cultura, editado en el año 1948.

en un mismo estilo, no son necesariamente hijos de un mismo tiempo en el sentido cronológico, sino que, si bien nutridos por el mismo espíritu, son coetáneos, sin ser por ello forzosamente contemporáneos.

Si es así, el período del clasicismo se extiende por igual al arte, a la filoso-fía y también a la ciencia clásicas, cuyos dominios respectivos culminan en los siglos y, iv y ni. En efecto, los rasgos del arte clásico se reflejan también en el fondo de la filosofía clásica (platónico-aristotélica) del siglo iv, con el dualismo coordinado de sus dos principios fundamentales, idea (o forma) •y materia, principios que participan, particularmente según Aristóteles, armo-niosamente en la contextura de la realidad, concebida sobre todo desde el punto de vista estático. La predilección clásica por todo lo limitado hizo evitar, tanto a la filosofía como al arte, el desarrollo de la temática de lo desme-surado y de lo infinito.

Características similares posee también la ciencia del siglo in a. C., aquella época «cumbre» de las matemáticas griegas. La ciencia clásica está construida sobre la base de una visión estático-eleatense de la uniformidad e igualdad (isótes), siendo estos rasgos el caso más simple de lo constante y de lo bello: es que la isótes sirve de base a las dos líneas más importantes: a la recta y la circunferencia. Es precisamente esta «uniformidad-igualdad» la que encierra al mismo tiempo un valor eminentemente estético. Por la misma razón, la esfera, por cuanto «se asemeja lo más a sí misma», es el más bello de todos los sólidos (Platón en Timeo); también se da el valor de la recta y lo «recto» en la ética (Platón, Leyes y Teetetos).

La identidad de estilo —pensamos en el estilo arquetípico— salta a la vista como fundamentadora de los diferentes sectores de la creación espiritual. Así, la relación de las partes verticales del soporte con las partes horizontales superpuestas, valga decir, la relación de las columnas y pilares con el enta-blamento y frontón, revela aquel mismo dualismo de coordinación donde se expresa la armonía estática, idéntica a la que se desprende del conjunto estructural del pensamiento científico y filosófico de los griegos de la época clásica.

El cuadro esquemático siguiente ilustrará la sucesión oblicua que debe asignarse en el mundo helénico a las tres grandes esferas de la cultura espiri-tual. Hemos colocado en una columna los siglos, y en las restantes, la culmi-nación o «etapa cumbre» que en un mismo siglo o en una misma época corresponde al arte, a la filosofía y a la ciencia. Hasta ahora era costumbre valerse de esquemas gráficos orientados según una sección vertical, para visua-lizar el desarrollo del arte, filosofía o ciencia independientemente uno de los otros; o bien, según un corte transversal, para abarcar así una misma época cronológica en la expresión de sus diversos dominios. Mas, como ambas esque-matizaciones y la concepción que ellas implican son, en cierto sentido falsas, es necesario configurar las correspondencias con otra dirección, que será la oblicua.

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SIGLOS ARTE

FILOSOFIA CIENCIA

rv a. C. transición a. C. Clásico Ps

rsiocratica

clásica helenística III a. C. helenístico helenística II y I a. C. helenístico helenística I y II d. C. neoclásico neopitagórica III y 'y ocaso y fin

De este cuadro se desprende que en el siglo ni a. C., cuando ya dominaba la expresión de lo pasional y lo patético en el arte, en las ciencias reinaba todavía la serenidad clásica. Así se comprenderá que el concepto de época no es algo autárquico y omniabarcante de por sí, pues en un mismo período «cronológico-cosmológico» podemos vivir en épocas diferentes. Tuvimos la

ocasión, con motivo de una ponencia leída en el congreso internacional de filosofía, realizado en París en 1937 (Congré Descartes) , de tocar este tema y denominar a esta ley de la historia de la civilización «Ley de correspondencia discrónica». Atendiendo a ella, los límites entre «clasicismo» y «helenicismo» sufrirán un cambio profundo: lo desmesurado del arte helenístico, a partir del siglo in, anticipa aquella vuelta a lo infinito, tan característica de la filo-sofía y de las matemáticas en las postrimerías de la antigüedad, cuando la especulación científico-filosófica volvió la espalda a la plástica geométrica del período clásico y buscó un refugio en las regiones del más allá supraes-pacial. Hasta ahora tuvimos ocasión de dar un desarrollo más amplio a las ideas aquí mencionadas lo que esperamos efectuar con la elaboración más extensa de nuestro trabajo Saber y Dialéctica.

El breve esbozo que acabamos de presentar está en completa despropor-ción con la importancia del tema. La ley de correspondencia discrónica (o diacrónica) entre arte, filosofía y ciencia, tiene todas las características de una ley natural del espíritu y no se limita al terreno cultural de la historia griega. Así —por no dar sino un ejemplo más— la historia del «redescubrimien-to del medioevo» comienza a fines del siglo xvin con el descubrimiento de la belleza arquitectural de templos medioevales. Recordemos aquí la estada del joven Goethe en Estraburgo, donde en compañía de Herder se sintió sobrecogido frente a la famosa catedral, construida en un estilo calificado hasta aquel entonces de «bárbaro». Hasta qué grado aquel descubrimiento de la belleza gótica contrastaba con las concepciones reinantes, lo ilustra este interesantísimo verso de Moliere:

Le fade goút des monuments gothiques, Ces monstres odieux des siecles ignorants.

Ya después, desde la primera mitad del siglo xix, el «redescubrimiento» pasa al campo del pensamiento filosófico medieval, y termina, a fines del

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mismo siglo y, en lo que va del siglo presente, con un interés cada vez más vivo por la historia de la ciencia medieval (basta mencionar la obra monu-mental de Pierre Duhem). Llama la atención cómo el orden del interés para estas tres ramas de la cultura sigue el mismo orden de la correspondencia discrónica, empezando por el arte para pasar a la filosofía y después a la cien-cia. A pesar de todas las deficiencias de nuestra exposición, que forzosamente no puede convertirse en una fundamentación documentada de nuestra tesis, proponemos a los historiadores de la cultura griega y a los filólogos clásicos tomar en consideración esta crítica a opiniones tradicionales en un punto tan decisivo como lo son las fronteras entre la época clásica griega y la helenística7.

7Otro ejemplo muy interesante de la vigencia de la ley de la correspondencia diacrónica, se nos da en la historia de la idea del infinito desde la Edad Media hasta los tiempos modernos. Así, en la cosmovisión medioeval, esencial-mente finitista (recordemos a Dante) , la idea del infinito encontraba su lugar solamente, además de la teología, en el arte de los templos góticos. Esta idea cobró un inmenso alcance en la especulación filosófica del Renacimiento y encontró, poco tiempo más tarde, su expresión científica en el cálculo infinite-simal del siglo xvii, para terminar, ya dos siglos más tarde, en el cálculo de lo infinitamente grande en la obra de Georg Cantor. Los ejemplos citados no son algo fortuito: la ley en cuestión tiene su fundamento en la diferencia de las tres ramas espirituales en lo que se refiere a su hondura vital. El arte tiene raíces más profundas en la estructuración anímica que la filosofía, y esta última penetra más profundamente que la ciencia-fenómeno epidérmico. Con eso se comprende que el arte, como expresión del estilo arquetípico, precede a las con-figuraciones filosóficas y éstas a las configuraciones de las ciencias.

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pitagórica clásica clásica helenística neopitagórica neoplatónica

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Capítulo cuarto

DIALECTICA POLARIZADORA DE SECUENCIAS HISTORICAS

EN DESARROLLO

La dialéctica de ciclos vitales en desarrollo está regida por el proceso de su-cesiva diferenciación polarizadora en manifiesto parentesco con la dialéctica de ciclos terminados, recién expuesta. Este proceso puede revestir tres formas diferentes. La primera se refiere al surgimiento y formación en la memoria histórica de nuevas unidades, en el sentido de nuevos períodos en la vida histórica. El ejemplo más patente de este proceso está representado por la formación, a mediados del siglo pasado, del concepto del Renacimiento como una unidad autónoma de la historia. La segunda forma se refiere al desplie-

gue por diferenciación polarizadora de etapas evolutivas de un ente-vivencia espiritual que, por su importancia soberana, tuvo un papel autárquico e independiente en la historia espiritual: tal es el papel del binomio conflic-tivo «razón y fe» con sus proyecciones para la comprensión de la filosofía medieval. Dado que la relación entre razón y fe fue el tema principal del pensamiento especulativo del medioevo y dejó de serlo en los tiempos moder-nos, sin perder todavía su importancia, este proceso ya sale del marco de ciclos cerrados anteriormente analizados, puesto que está en vigencia en nuestros propios tiempos. Finalmente, la tercera forma de la dialéctica en

cuestión se refiere al despliegue por diferenciación progresiva de diversos

aspectos distinguibles en un mismo período «cronológico», como fue justa-mente, el período llamado Renacimiento. Se trata de establecer la tesis de que la distinción misma entre Renacimiento propiamente tal, Humanismo y Reforma, se puede comprender como diversos aspectos de cierta configura-ción homogénea anterior (en los siglos xn, my) que sólo más tarde, al dife-

renciarse, tomaron nombres diversos.

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1.. LEYES DE SEGMENTACIÓN DEL PASADO POR MEDIO DE

DIFERENCIACIÓN POLARIZADORA

Los innumerables trabajos sobre el Renacimiento han tratado o de su esencia íntima o de su enlace con el Medioevo y Tiempos Modernos, o de su valor en el progreso de la conciencia humana, en pocas palabras: han tratado al Renacimiento como un especie de «ente» —ente histórico que pertenece a cierta «realidad histórica». Por supuesto, los historiadores se han ocupado de las diferentes concepciones acerca del Renacimiento y aun —esto con mu-cho esmero— de los orígenes de la misma noción del Renacimiento, lo que equivale a exponer o resumir sumariamente lo que otros han expuesto en sus trabajos. Haberlo hecho con un acopio singular de erudición y el empleo del sentido común bien equilibrado, constituye precisamente el mérito de la obra de Ferguson, descollante entre muchas otras. Sin embargo, todo lo que se había escrito sobre el inmenso problema del Renacimiento, se mueve siempre en el mismo plano de consideraciones: se trata del Renacimiento como tal, es decir, como de un 'ente' que la historiografía tardó mucho en `descubrir' —pero que por fin logró hacerlo... No es extraña esta actitud, pues recuerda ideas similares aún en la ciencia exacta y su filosofía. Recor-demos cómo Bertrand Russell, cuyos méritos para la formalización logística de la matemática han hecho época, alzándolo casi a la altura de un epónimo de la actual era científica, afirma que las nuevas ramas de la matemática, como geometría analítica y cálculo, fueron descubiertas así como América fue des-cubierta por Colón. Bertrand Russell pasa por alto el notable hecho de que el idioma humano no posee hasta ahora ningún vocablo que corresponda a la idea de una «creación matemática», la que manifiestamente es algo más, en el plano objetivo, que una creación poética o musical, y que no obstante, tampoco es asimilable a un invento mecánico como la rueda o máquina a vapor, cuyos objetos tienen su lugar en el mundo material. Si es así no ha de extrañarnos oír hablar del «descubrimiento del Renacimiento», aunque así pensamos, este giro no deja de ser un simple modus loquendi.

¿ES POSIBLE «DESCUBRIR» RENACIMIENTO?

Parece que, para los autores citados por Ferguson, y también para él mismo, la pregunta tendría que ser contestada afirmativamente: «Desde el Renaci-miento mismo, y en cada época, los hombres lo han considerado bajo la perspectiva de su propio tiempo (¡como si otra eventualidad fuese posi-ble!) ... El período que siguió a la mitad del siglo xix no fue una excepción. Este tiempo fue maduro para una nueva idealización del Renacimiento, análoga a la idealización de Grecia, por los neoclásicos, y la rehabilitación romántica del Medioevo» (pág. 168, trad. fr.). Queda todavía por saber por-qué, precisamente en este tiempo, la idealización del Renacimiento significó elevarlo a la dignidad de unidad autónoma en la historia de los tiempos modernos. Para esta pregunta encontramos también una respuesta, aunque

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más bien indirecta, en otro lugar del mismo libro. Hay allá una explicación más bien negativa, en el sentido de que el descubrimiento definitivo del Renacimiento tuvo que producirse tarde, pues la división tripartita de la historia de Antigüedad, Medioevo y Tiempos Modernos había obstaculizado durante mucho tiempo el descubrimiento del Renacimiento. En verdad, esta última aseveración parece ya ser la cumbre del gran malentendido que nos ocupa. Tratemos de disiparlo.

¿De dónde proviene la misma tripartición de la historia? Como se sabe, ésta se produjo en la segunda mitad del siglo xvn; en un tiempo ya pletórico de confianza en el porvenir, y no carente también de desprecio por el pasado no muy remoto de algunos siglos anteriores y, de todos modos, lleno de admiración hacia la Antigüedad clásica. En otras palabras: el «hoy» de aquel entonces se presentaba lleno de esperanzas, el «ayer» (lo que pasó a ser el Medioevo) parecía «obscuro» y desagradable y «el anteayer» (Anti-güedad clásica) rico en valores. Así se nos revela el trasfondo de la tripar-tición de la Historia, introducida por Celarius; ésta, destinada para la ju-ventud escolar, obtuvo pronto una difusión universal. No es difícil descubrir aquí una actitud axiológica, orientada por el ritmo elemental que parece expresar la respetabilidad en lo diverso: tercer miembro similar al primero y una oposición del segundo miembro a ambos. La convicción de que los siglos anteriores fueron los de una barbarie oscura (dark ages), repercute aún en las conocidas palabras de Leibniz, con las cuales aquel gran genio queriendo rehabilitar la Escolástica medioeval que tanto apreciaba, calificó esos siglos de un modo muy peculiar, como que en ellos aurum latere in

stercore illo scholastico barbariei (hay oro en aquel estiércol escolástico de la barbarie) . Huelga decir que las fronteras de los períodos están calcadas so-bre la historia del Imperio Romano, ya que la Antigüedad termina con el fin del Imperio de Occidente (476 d. C.) y el Medioevo con el fin del Im-perio de Oriente (1453 d. C.) lo que deja aún más transparente el fondo axiológico de la periodificación.

Con todo esto, aquella división tripartita no pudo durar infinitamente. La contraposición entre el Medioevo y los Tiempos Modernos se hizo aún más aguda en el siglo xviii, época de la Ilustración, aguda a grado tal que hasta hoy día perdura en algo la actitud de rechazo y desprecio al Medioevo, que perte-neció a la médula del sentimiento histórico de aquellos tiempos cuyo portavoz más insigne fue Voltaire: écrasez l'infilme. El optimismo de la Ilustración, con su fe en el progreso infinito del género humano, hacía olvidar los ras-gos negativos de la misma época: su régimen despótico, su absolutismo auto-crático llamado más tarde «despotismo ilustrado». La famosa y ambigua alianza de los «déspotas» —un Federico el Grande o una Catalina de Rusia—con Voltaire, Maupertuis, Diderot y otros «filósofos», perdió toda conside-ración en el siglo siguiente: desde la Restauración y aún más, desde la Revo-lución de julio, lo que llegó a dominar en la conciencia fue el contraste con

el Ancien Régime cuyo símbolo fue la Bastilla y cuya caída simbolizó la Marsellesa. La perpetuación de la oposición irreductible entre Ancien Régime

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y la Revolución, junto con la era constitucional que le siguió y que no se implantó en toda Europa, se encuentra grabada en la permanencia de la Féte de la République con su celebración el 14 de julio, aniversario de la toma de la Bastilla. Empero, sólo a mediados del siglo xix, el sentimiento de esta oposición llegó a su cumbre, lo que se debió también a la culminación de la fe en el progreso no sólo racional, como en el siglo xvin, sino también socio-político de la humanidad. Las grandes obras históricas de la Hippolyte Taime (particularmente el primer volumen de Les origines de la France contempo-raine intituladas Anden Régime et la Révolution) y de Albert Sorel (L'Eu-rope et la Révolution Francaise) han contribuido poderosamente a la difu-sión de aquella oposición en la conciencia histórica entre la contempora-neidad de aquel entonces y el siglo anterior, y no hemos de extrañarnos si el mismo título de la obra de Taine Ancien Régime, terminó por adquirir el derecho de ciudadanía en todo el mundo civilizado como una expresión corriente.

Ahora preguntemos cuál fue el resultado de este fenómeno respecto a la tripartición tradicional de la historia universal. Por cierto la visión de con-junto de esta historia, cuyo miembro medio, el Medioevo, estaba marcado con el signo de desvalor, no pudo cambiar y tuvo que mantenerse en pie y, eso no obstante, tuvo también que encontrarse en un antagonismo parcial con el reciente sentimiento de contraposición entre el siglo xvin, con todo el acopio de sus abusos profundamente aborrecidos, y el siglo de la democracia constitucional que logró la plena conciencia de sí misma en la mitad del siglo xix. Así, la conciencia histórica de mediados del siglo pasado se encontró en una situación nueva: no pudo ni renegar de la caducidad del Medioevo y de la valoración positiva de los Tiempos Modernos respecto a la Edad Me-dia, ni tampoco renegar de la oposición entre la última parte de los Tiempos Modernos (antes de la Revolución) y el despliegue democrático-liberal del siglo xix en el apogeo de su ideario constitucional. Así se operó —y tuvo que operarse— una diferenciación progresiva en el concepto de Tiempos Moder-nos: la primera etapa de éstos recibió su signo negativo claro está, en parte negativo, pues estaba subsumida en el valor globalmente positivo de los Tiempos Modernos, mientras que su etapa contemporánea, aquella que co-menzó con el constitucionalismo democrático, vivida por la conciencia del siglo xix, se constituyó —y tuvo que constituirse— en cierta unidad autónoma de la historia bajo el nombre de historia contemporánea. Se comprende, pues, que el concepto de historia moderna, que llevaba en sus entrañas el odiado siglo del Ancien Régime, tuvo que experimentar otra diferenciación más para mantener en pie su carácter positivo de valor indiscutible. Es así como nació el concepto de Renacimiento, que emerge para afirmar la Edad Moderna con su ideario similar al de mediados del siglo xix, y esto, tal como a su vez el Renacimiento fue concebido similar a la Antigüedad Clásica en su tiempo y después. Es innegable que la aparición de la idea del Renaci-miento, o de su imagen como época autónoma de Tiempos Modernos, se

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debe a aquella diferenciación progresiva en el configurarse del pasado para la conciencia histórica, diferenciación que se hizo inevitable en presencia de

lo que aportó de nuevo el siglo m'e. De este proceso se deriva un resultado de extrema importancia para la comprensión del concepto mismo de Renaci-miento y que no fue advertido por los historiadores: los dos conceptos —Re-nacimiento e Historia contemporánea— son correlativos y conjugados el uno con el otro. Todo esto nos explica el parentesco entre el ideario del Renacimiento, visto por el siglo xrx, y el propio de ese tiempo, particular-mente el romántico, tan poderoso a mediados del siglo xix.

Estas observaciones nos hacen comprender el porqué de la aparición y difusión de obras del Renacimiento precisamente a mediados del siglo pasado: no es que «el tiempo estuviera maduro para una nueva ideali-zación del Renacimiento», como piensa Ferguson, sino que la aparición del concepto de tal época fue una consecuencia inevitable del proceso de diferenciación progresiva por la conciencia histórica del período moderno. Decir, como leemos en la obra de Ferguson, que la tripartición de la historia obstaculizaba el «descubrimiento del Renacimiento», es poner las cosas al revés: sin la tripartición fundamental nunca habría podido surgir el concepto del Renacimiento, involucrado como su propia subestructura por aquella tripartición. Estas consideraciones nos conducen a formular algunas leyes, referentes a la formación de nuevos períodos.

Leyes de la segmentación del pasado por medio de la progresiva diferencia- ción axiológica

Henos aquí para plantearnos el problema del Renacimiento en un sen-tido diverso del corriente. Por encima de todos los detalles de investigación, por encima de todos los pormenores que llenan una época y que la erudición busca traer a la luz del día, por encima de todo esto y por debajo de ello, existe algo más íntimo: son los requerimientos y los imperativos de la razón cognoscitiva, configuradora de lo real. Antes de hablar de «sociología del Renacimiento» —como lo hacen algunos autores— invocando así los criterios de una ciencia sociológica que se erige en portavoz del enfoque científico-natu-ral y pretende ser nomotética en el terreno social, habría sido mucho más apro-piado investigar la consistencia y la fundamentación de aquella región de lo real .que se propone investigar. ¿Qué sentido puede tener introducir el en-

foque sociológico-natural dentro de un recinto, cuyos contornos mismos nada tienen que ver con la naturaleza, toda vez que son configurados por las leyes del espíritu? ¿Es posible un enfoque sociológico circunscrito al Re-nacimiento, si esta misma circunscripción escapa a la sociología corriente por ser obra del espíritu cognoscente con su actitud axiológico-configuradora? Resumamos lo anteriormente desarrollado.

Lo que subyace en la formación del esquema tripartito de la historia universal, es la alternancia de valor y desvalor en las grandes divisiones de

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la historia, hecho que ilustraremos con el gráfico siguiente, en su calidad de esquema retrospectivo-prospectivo.

Anteayer Siglo xvii:

Antigüedad

Se comprende que, siendo el esquema de naturaleza retrospectiva, el mo- vimiento — empieza con el siglo xvir y corre hacia atrás, remontando el curso de siglos.

Guiados por la misma estrella que es el enfoque axiológico —nuestra stella rectrix— llegamos al segundo esquema:

I. Diferenciación en el concepto de Tiempos Modernos. (Primera etapa de la toma de conciencia histórica).

Anteayer Siglo xrx:

Renacimiento

II. Integración de lo presente en el proceso totalizador de la historia universal (Segunda etapa de la toma de conciencia histórica) .

Hoy SS. xix-xx (Hist. Contemp.)

T. Modernos Hogaño

Como consta en los esquemas, las unidades «Historia Contemporánea> y «Renacimiento» son correlativas cual magnitudes conjugadas. Para dar más desarrollo a nuestro pensamiento, podríamos decir que el objeto «Renaci-miento» tiene dos imágenes en el espejo de la conciencia histórica: una es el Romanticismo del siglo xix, algo como imagen reflejada y, por lo tanto, real; y otro es la Antigüedad clásica como si fuese imagen simétrica, por lo tanto, imagen «virtual» del Renacimientol.

Salta a la vista el parentesco del ideario del Renacimiento con el del Roman-ticismo, aunque este último no excluye cierta afinidad con la imagen del Medioevo (como fue el caso de muchos románticos conservadores) . Mas, éste es secundario frente al parentesco básico entre la autoconsciencia del siglo xix en su índole romántico-progresiva y la retrospección dirigida a la

'Creemos que la comparación con las imágenes de la óptica geométrica es más que un juego de palabras, empero no podemos ahondar ahora en este tema.

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Ayer Hoy

Edad Media Tiempos Modernos

Ayer Hoy

Anc. Régime S. xrx

Anteayer Renac. Ayer

Antigüedad Anc. Rég.

Antaño Medioevo

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época renacentista. Este parentesco se ve singularmente robustecido por el culto del genio, tan peculiar al Romanticismo y tan peculiar también a la vivencia del Renacimiento que compartimos todos hasta hoy día. Por eso podría hasta hablarse del romanticismo del Renacimiento y del renacen-tismo del Romanticismo: sería éste un caso más del uso del «genitivo de equivalencias» o «inversión», como hemos denominado en otra parte a aquel género del genitivo que permite la inversión conmutativa del nominativo con el genitivo, a raíz de la equivalencia o identidad de ambos términos.

La idea principal que nos guiaba en todas estas consideraciones fue la idea de la perspectiva en movimiento: es ésta la que bajo la presión del presente modifica el pasado, pues el pasado que se percibía anteriormente como algo homogéneo, termina por segmentarse en unidades nuevas, insospechadas hasta aquel entonces. Este proceso grandioso de emergencia de nuevas uni-dades en la memoria retrospectiva nada tiene que ver 'con un calendario que es algo fijo y se espacia de antemano y que consiste en una secuencia de jalones determinados no ex post, sino ex ante. Comparando las etapas del ciclo vital que hemos analizado anteriormente, advertimos que ellas son determinadas por el cido vital mismo; en cambio, tratándose del desarrollo de un proceso que está en vías de gestación y del cual hacemos parte, nos enfrentamos con un proceso abierto, cuyas etapas se desplazan con el tiempo y con sus fronteras movedizas dan lugar, a diferenciaciones siempre nuevas.

Esta circunstancia nos explica el hecho de que la época del Renacimiento no es la última «nueva unidad» de Tiempos Modernos: nacida a mediados del siglo pasado, está sometida a la fugacidad del tiempo, siendo imposible que la constelación espiritual de aquel entonces se mantenga inmutable en la segunda mitad del siglo xx —como lo veremos inmediatamente.

Desde mucho tiempo goza del derecho de ciudadanía la denominación «ba-rroco» para designar el arte, particularmente el arte arquitectural, del siglo xvii que ya no obedece más al estilo renacentista, pero tampoco puede con-fundirse con el espíritu del «rococó» que le sigue. Hace más o menos una década hemos llegado a la conclusión de que el siglo xvii constituye una ver-dadera unidad autónoma de la Historia Moderna, posterior al Renacimiento y anterior a la Ilustración, debiendo integrar esta secuencia histórica a título de igualdad con las dos otras entidades. En efecto, en el siglo xvii se gesta la formación definitiva de la filosofía moderna con Descartes, la formación definitiva también de nuestra ciencia físico-matemática con Galileo, Descartes, Leibniz y Newton y, por fin, la formación de modernos estados-naciones con su fisonomía bien determinada. Mientras tanto, nos dimos cuenta de que recientemente algunos autores (entre otros, León Dujovne en su Teoría de los valores y Filosofía de la historia y también, ya mucho antes, el histo-riador polaco Chledowski en su espléndida obra Hombres del Barroco de principios de este siglo) tratan el siglo xvii bajo la denominación «barroco»

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en un sentido que no se limita sólo a la historia del arte. Por cierto, no po-demos menos que resistirnos ante la designación del siglo xvii como «siglo del barroco»: ¿es barroca la ciencia galileo-newtoniana, es barroca la filosofía de Descartes, Spinoza o Leibniz? Como el vocablo denota algo irregular y hasta evoca la idea de mal gusto, rechazamos con toda energía la denomi-nación del siglo xvii como «siglo del barroco», pues la actitud despreciativa respecto a la arquitectura de aquel tiempo —que no nos incumbe discutir—envuelve un desprecio hacia las grandes fuentes espirituales que alimentan los últimos tres siglos. En cambio, la época del siglo xvit debe llamarse la época de estabilización europea o época de cristalización definitiva de Europa. Con todo esto, se impone una pregunta que no quisiéramos silenciar: ¿por qué no se hablaba a fines del siglo pasado de época barroca en sentido general, aunque fue conocida y difundida la denominación «Barroco» para la arqui-tectura? Creemos que debe existir cierta razón para esto y no es imposible que, abogando ya desde tiempo por elevar el siglo xvii a la altura de una época autónoma de la historia, hayamos obedecido nosotros mismos a cierta inflexión del enfoque 'cognoscitivo sin ni siquiera darnos cuenta de ello. La posible razón sería quizás la siguiente: sólo ahora venimos a presenciar el proceso de crisis aguda en el mismo concepto tradicional de Europa, crisis que, así pensamos, se debe ante todo a la creciente importancia y presión configuradora sobre Europa que ejerce la sexta parte del mundo, Rusia. Si los escritores rusos del siglo pasado (ante todo los llamados «eslavófilos») ante el problema de la relación entre Rusia y Europa (así reza, entre tantos otros escritos, la famosa obra de Danilevsky) dejaban abierta la cuestión de una coordinación colateral de ambos conceptos, los autores occidentalistas (por ejemplo un Granovsky) estaban inclinados a ver en Rusia una parte de Europa, muy particularmente desde los tiempos de Pedro el Grande. Empe-ro, la historia del siglo xx dio definitivamente razón a la opinión de los «eslavófilos», según la cual (particularmente en su transformación más re-ciente en el «eurasianismo» del siglo xx) Rusia, no siendo ni Europa ni Asia, sino más bien una síntesis de las dos, constituye la sexta parte del mundo. Así, nuestro tiempo, que presencia una especie de eclipse de Europa, está también maduro para 'comprender y avaluar la época de formación definitiva de la Europa moderna que es el siglo xan: es la presión del presente sobre el pasado que hace surgir una nueva unidad de la Historia Moderna —la época de estabilización europea que es el siglo xvii2.

Tenemos que enfatizar ahora cuánto subyace en la síntesis aquí lograda. La diferenciación progresiva es una diferenciación axiológica, con la cual viene a expresarse el enfoque básico de nuestro filosofar fundado en el pandialec-tismo axiológico. En segundo lugar, es importante darse cuenta de que todas las divisiones de la historia en períodos —pasadas, presentes o futuras— están

2Recordemos la opinión del gran historiador del Asia, René Grousset, en su Balance de la Historia: ‹Entre Asia y Europa, Rusia será un tercer continente».

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en función de una perspectiva en movimiento y, por lo tanto, están some-tidas a una evolución continua. Este tópico robra su sentido peculiar si se lo compara con la filosofía histórica del idealismo alemán, por ejemplo, con la de Schelling. Para este pensador la historia es un «organismo» o un «sis-tema determinado de épocas», pues una historia ilimitada como la concibe la ideología del progreso ilimitado, sería algo inaceptable y bárbaro. Huelga recalcar —en vista de todo lo anterior— hasta qué grado es deficiente esta tesis del gran filósofo romántico. Así como toda ciencia exacta (pensamos en la físico-matemática) en cualquier momento de su existencia y, por lo tanto, también la actual con su carácter sistemático, no es sino un corte ins-tantáneo de su desarrollo ilimitado, así también cualquier sistema de épocas no es sino un momento actual y huidizo de la historia de los sistemas de épocas, una historia ilimitada que sólo cobraría la forma de un sistema para una mente infinita. Nos es difícil exagerar la importancia de este punto para el conjunto de presentes consideraciones.

2. DIALÉCTICA DE LA PERIODIFICACIÓN DE LA FILOSOFÍA PATRÍSTICO-

MEDIOEVAL EN FUNCIÓN DEL BINOMIO CONFLICTIVO DE RAZÓN Y FE

Según nuestro plan, anteriormente mencionado, pasamos ahora a desarrollar el problema histórico del binomio conflictivo «razón y fe» con sus importan-tísimas proyecciones para el conjunto de la filosofía patrístico-medioeval y su verdadero trasfondo ideativo.

Los numerosos estudios y también manuales referentes a esta época de la filosofía occidental, suelen presentarla dividida en tres períodos: la patrística como época de preparación lenta del Medioevo filosófico, el cual, a su turno, se ve constituido por el predominio del (neo)platonismo agustiniano hasta mediados del siglo XIII (l.er período) , predominio del aristotelismo hasta mediados del siglo xrv (segundo período) , y predominio del nominalismo igualmente hostil al platonismo y aristotelismo en el tercer período, que dura más o menos hasta fines del siglo xv y representa el lento proceso de disolu-ción de la filosofía escolástico-medioeval. Si a esta breve característica se agrega una reseña del problema de los universales, tan importante para los primeros dos períodos y objeto de cierta abominación para el último —todo eso junto con la historia del binomio conceptual «esencia-existencia» que surge solamente a mediados del siglo XIII y echa su sombra sobre el resto de la historia del pensamiento medioeval— la imperiosa necesidad de nuestro espíritu de comprender la sucesión de inumerables corrientes del pensa-miento medioeval, como exteriorizando cierta coherencia de sentido, parece estar ya satisfecha. No obstante, es, obvio que la mera alternación de plato-nismo y aristotelismo y el ulterior rechazo de ambos, no salen del marco de una historia narrativa, y poca importancia tiene la insistencia tan corriente (ya algo más «pragmática») sobre el descubrimiento de obras desconocidas

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de Aristóteles, a fines del siglo XII y parte del siglo xiii, obras que habrían fundamentado el cambio del platonismo por aristotelismo («recepción de Aristóteles») —aserto ingenuo, pues el gran discípulo de Platón se vio des-tronado apenas dos siglos después de su intronización, y eso a pesar de todos los valores que habrían determinado su encumbramiento. En verdad, existe una sola posibilidad de encontrar y establecer la coherencia de sentido en el conjunto de la filosofía patrístico-medioeval, y hemos de comprender esta his-toria a la luz de algo fundamental que subyace en su trayectoria milenaria y que no es otra cosa sino la evolución de las relaciones entre razón y fe. Esta evolución nos suministra una constante básica de referencia en la historia del pensamiento patrístico-medioeval, primigenia en él y que lo diferencia tanto de la Antigüedad como de los Tiempos Modernos. El enfoque que en cuestión, se verifica también en el sentido de ser el único que ofrece al parecer la posibilidad de derivar de él —o, en último término, de poner en deter-minada relación con él— los múltiples temas que integran los diversos sis-temas filosóficos del Medioevo, que tienden en su conjunto —si éste ha de ser comprensible— a algo como un«sistema de los sistemas», subyacente en la «filosofía patrístico-medioeval». Esta sistematización de lo histórico, nunca emprendida, es posible precisamente en este caso, puesto que se trata de la historia de creaciones del espíritu humano y no de fenómenos de la vida real, que no son sistematizables o racionalizables, como pensaba Hegel.

La evolución de las relaciones entre razón y fe en el occidente cristiano pre-senta cinco etapas, de las cuales las dos últimas ya salen del marco cronológico del Medioevo para llegar a nuestros tiempos. La historia de la filosofía pa-trístico-medioeval se amolda a las otras tres. La primera etapa abarca tanto la patrística como los primeros siglos del pensamiento medioeval que repre-sentan en su conjunto, el periodo de cierta compenetración mutua y conci-liadora de razón y fe. No así el segundo período (el de aristotélico de Santo Tomás) , cuando por la progresiva diferenciación de la razón y la fe, se llega a cierta delimitación de ambas. A este período lo caracterizamos por el con-cepto de verdad bigradual —pues de este modo quisiéramos indicar el espíritu de la gran escolástica. Empero la sucesiva diferenciación de razón y fe llega a la escisión de la verdad bigradual en miembros separados que no mantienen más el ámbito común de la llamada teología natural (así como se mantuvo en el período de la verdad bigradual) . Con eso entramos en el tercer período, el de la disolución de la escolástica por el nominalismo de tipo occamista. La diferenciación siempre en marcha llega, ya con la corriente protestante del siglo xvi, a una oposición antagónica de razón y fe, culminando en la doctrina de la verdad doble, nunca proclamada oficialmente por Lutero, pero subyacente en su edificio doctrinal, cuyos antecedentes se encuentran en el llamado «averroísmo latino» del siglo XIII. Una vez más, la doctrina de la verdad doble, perfilándose a lo largo de siglos posteriores, encontró en el grandioso sistema de Kant, de marcada inspiración protestante, su verdadero epílogo, después del cual, obedeciendo a la ley de ritmo contrastario, vinieron

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los sistemas del llamado idealismo alemán con Fichte, Schelling, Hegel y Schleiermacher: aquí la oposición antagónica de razón y fe cede lugar a una compenetración recíproca de las dos, posición que se ve prolongada a lo largo de la corriente romántica en toda Europa y hasta el neorromanticismo de los últimos tiempos, como en Bergson. No vamos a detenernos sobre la importancia del esquema aquí presentado y, en particular, de su aplicación para la comprensión adecuada del pensamiento de Kant, a cuyos intérpretes tan numerosos escapó este importante aspecto (como tampoco, cierto para-lelo con el de Kierkegaard en el siglo xix) , pues lo que importa aquí es otra cosa. Las diferentes etapas de la evolución de relaciones entre razón y fe, aquí indicadas, presentan cierta ventaja respecto de los esquemas tradicio-nales pues nos suministran un cuadro comprensivo y no una mera yuxtapo-sición alternadora. Sin embargo, el sentido de nuestro enfoque va aun más allá para salir pnr completo del aspecto narrativo de la historia espiritual del Medioevo. Se trata, precisamente, del principio de diferenciación polari-zadora por etapas: su sentido sólo se nos hará patente al analizar la conste-lación espiritual del primer período o, más bien, de su primera parte que es la época patrística. Nuestra somera característica del primer período como época de compenetración de la razón y la fe y que empieza a perfilarse ya en el siglo n con Justín el Mártir y, definitivamente, con San Agustín a principios del siglo v en el Occidente (como también con «las tres luces de Cápadocia» en el siglo iv en el Oriente) , tuvo que pasar por alto cierto punto importante que integra el primer período de la especulación cristiana. Se trata de la oposición primigenia entre razón y fe que se encuentra en la cuna del cris-tianismo y cobra su expresión en las Epístolas de San Pablo. Allí rige la sentencia «la verdad del mundo es estulticia para Dios», allí aprendemos que la muerte en la cruz es un escándalo para los judíos y una necedad para los griegos, pues la fe en el Cristo resucitado puede y aun debe chocar contra nuestra razón y nuestro sentido común. Ahora bien: este mismo principio de la fe que hasta llega a pedir la total renuncia a la razón —Certunz est, quia impossibile est, que irradia el mismo espíritu que la conocida y falsamente atribuida a Tertulias, Credo quia absurdum— en los siglos u y tu, empieza a retroceder ante el poder asimilador de la creencia cristiana que llegó a conside-rar a los mismos filósofos paganos romo preparadores y precursores de Cristo. Nos damos cuenta ahora de que la superación de la actitud primigenia del fi-deísmo absoluto por la tendencia opuesta que representaba la compenetración de razón y fe, fue una superación más bien dialéctica, pues la actitud primi-genia pasó de su estado manifiesto y patente a un estado latente. Ala luz de esta observación se comprende cómo las cuatro etapas subsiguientes no fueron otra cosa sino un despliegue a lo largo de un milenio de aquella polari-zación primitiva: es una diferenciación polarizadora de etapas. Y así el fideís-mo primigenio, primeramente rechazado y por último superado, se hacía más y más patente —o, si se quiere, menos y menos latente— para surgir, ya en el siglo xvi, bajo la forma del fideísmo protestante, tan parecido al fideísmo primigenio de San Pablo. Todas las grandes etapas anteriores: la de la delimi-

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tación de razón y fe (obra de la Gran Escolástica), la escisión y divorcio entre las dos (obra- del nominalismo occamista) , y por fin, la aparición con una fuerza elemental del fideísmo protestante con su doctrina implícita de la verdad doble y desprecio de la razón, son etapas sucesivas de una diferencia-ción polarizadora. Esta presentación de la historia de la filosofía medioeval se eleva por encima de una historia corriente del pensamiento medioeval que no sale del marco de una historia narrativa y que se complace en la yuxtaposición cro-nológica de diversas escuelas o, a lo más, señala la alternación del plato-nismo y del aristotelismo sin siquiera proporcionarnos una explicación de este fenómeno: la explicación anteriormente aludida y referente al descubri-miento de escritos aristotélicos, no deja de ser ingenua, como el lector de las páginas de la i Parte recuerda. En cambio, esta misma alternancia encuentra ahora su explicación en la creciente «especifización» y autonomía de la ra-zón discursiva, la que al fin abandonada a sí misma, se hace escéptica y desem-boca forzosamente en una alianza con el fideísrno religioso3. De todos modos, nuestro enfoque parece ofrecer algo que la historia narrativa no puede sumi-nistrarnos: cierta coherencia de sentido para el conjunto de la filosofía pa-trístico-medioeval. En efecto, la trayectoria histórica de las relaciones entre razón y fe, aquí tomadas como la base fundamentadora del conjunto histó-rico filosófico, se destaca no sólo por su importancia primordial, sino por ofrecer la posibilidad de ordenar los diversos sistemas escolásticos hasta sus detalles en función de aquella relación básica4.

En nuestra exposición anterior voluntariamente simplificamos las carac-terísticas propias a cada período del Medioevo: es que ya durante el segundo

aLa unión del escepticismo con el fideísmo representa un fenómeno bastante difundido en la historia del pensamiento especulativo, pues lo observamos hasta cierto grado también en Pascal y, en una forma más destacada, este fenómeno se da en la especulación oriental, tratándose del gran filósofo y teólogo musul-man Al Gazáli con su obra Destrucción de los Filósofos. Por esto nos extrañan las observaciones del destacado historiador del cristianismo Charles Guignebert, referentes a Occam. «Este lógico, dice, carecía de rigor, porque restablece todo cuanto parecía destruir ... proclamando que si sólo Dios posee la ciencia, el hombre posee la fe. Así que la más temible crítica se disolvió en una efusión fideísta, (Cristianismo Medioeval y Moderno,• trad. esp., pág. 165) . Al parecer, el autor no se da cuenta de que aquel fideísmo de Occam representa la contra-parte de su criticismo escéptico, que no es sino su compensación complementaria, enraizada en el hecho de que los acentos valóricos de la certidumbre integrantes del realismo medioeval, al desvanecerse éste por el nominalismo occamista, tu-vieron que refugiarse en el terreno de la fe, procurándole una intensificación aun más grande que antes.

1De más está decir que la discusión de este tema va más allá del marco del presente ensayo, ya que es materia para los especialistas; lo hemos tratado en conformidad con el esquema histórico desarrollado por nosotros desde muchos años en nuestra cátedra de filosofía antigua y moderna.

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período (el de la Gran Escolástica del siglo mit) hubo escritores heterodoxos para aquel entonces, cuyos nombres están ligados a una corriente particular, llamada «averroísmo latino» (teoría de la verdad doble) . Se trata de Siger de Brabante y Boecio de Dacia, partidarios de una doctrina cuyo origen se atribuía (muy inexactamente) a Averroes, la cual aunque reprimida en sus comienzos, surgió a la luz en el siglo xvi, cuando Pietro Pomponazzi publi-

có su De Immortalitate animae (1516) , escrito que fue defendido por Lutero contra la condenación por parte de la Soborna. Los autorizados historia-dores de la filosofía medioeval (entre ellos Glison y Dempf) están de acuer- do en que la opinión tradicional sobre ellos presenta hasta cierto grado un malentendido. El punto de vista de Siger dista mucho de la idea de ver-dad doble, acercándose a la concepción más moderada, según la cual, en el caso de un conflicto entre la razón y la fe revelada, la verdad estaría siem-pre de lado de la fe. En otras palabras: la actitud de Siger de Brabante pre-senta cierta vacilación entre el concepto de verdad escindida (en el que predomina la verdad religiosa sobre la razón) y el concepto de verdad doble que le había reprochado Santo Tomás de Aquino. Si esto es así, entonces se comprende que aquella reacción contra el concepto de la verdad bigradual, representado por la corriente aristotélica con Santo Tomás, asumió prime-mente una forma más bien indefinida, donde el concepto de la verdad escin-dida que iba a introducirse en el siglo siguiente con Occam, y el concepto

aún más tardío de la verdad doble con Pomponazzi y Lutero, se encontraban hundidas en un todo todavía indiscriminable. Esta observación nos puede servir de guía también para ilustrar el proceso de formación histórica de los tres grandes fenómenos culturales de los siglos xv-xvi que estudiamos.

Cabe preguntar si la periodología del pensamiento medioeval en función del binomio razón-fe, aquí expuesto, puede ser considerada corno un ejem-plo más de la dialéctica pentádica de la vida por haberse distinguido tam-bién aquí cinco etapas (tal como hicimos con la periodología del derecho romano anteriormente desarrollada) . Como ya hemos subrayado, la dia-léctica pentádica se refiere a ciclos vitales terminados —y no es éste el caso del binomio conflictivo razón-fe, siempre presente en nuestra civilización occidental. Empero, hay otras razones para la analogía de ambas evoluciones en su carácter pentádico. Las cinco etapas en el desarrollo de relaciones mu-tuas entre razón y fe pertenecen a una consideración filosófica general que, hasta cierto grado, está por encima de puntos de vista confesionales, tanto católicos como protestantes. En efecto, el binomio conflictivo cuyo nombre es «razón y fe», expresa algo eterno en el pensamiento humano, aunque sólo en el occidente adquirió una importancia excepcional, dando a la ci-vilización occidental la impronta de un character indelebilis, mientras que

en otras civilizaciones su papel está muy reducido, lo que en conformidad con las ideas anteriormente expuestas, tiene que ver con las formas de «la relación cosmoegoica fundamental». Desde un punto de vista elevado, el

regreso, en los siglos xix y xx, a la actitud de compenetración de razón v fe,

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es decir, el regreso —toda proporción guardada— al ideario de la patrística (mejor dicho, al del platonismo de los padres de la Iglesia) se podría com-prender en el sentido de que, a consecuencia de las vicisitudes de la civili-zación occidental, el predominio del mismo binomio conflictivo en su histo-ria fue algo circunscrito a un tiempo determinado (precisamente al Me-dioevo) , por lo cual, habiendo sido este predominio superado una vez por la evolución global de la historia de occidente, la constelación general de orden espiritual se restablece, podría decirse, por sí sola. Que sea así, lo muestra esta misma tabla de períodos, analizada sucesivamente del punto de vista católico y protestante, y tornando en consideración la alternancia dia-léctica de sus caracteres primarios y secundarios o dominantes y recesivos. Estos caracteres son diferentes según el enfoque católico o el enfoque pro-testante —circunstancia muy importante para la visión sintética de la histo-ria filosófica patrístico-medioeval. Si designamos con letra «d» el carácter dominante y con letra «r» el carácter refractario, tendremos, según los dos enfoques, secuencias inversamente interpretables, ya que el fideísmo es un carácter dominante y la conformidad o compenetración un carácter recesivo para el protestantismo, y viceversa para el catolicismo.

Desde el punto de vista católico, la historia de relaciones cutre razón y fe, y por lo tanto, la historia de la filosofía medioeval, termina con el occamismo: lo que está más allá —así la verdad doble del protestantismo—es un error, como lo es el averroísmo latino; así la historia de la filosofía patrístico-medioeval terminaría con el ideario nominalista del occamismo. Para el enfoque protestante, la historia del binomio termina con la verdad doble (tv etapa), es decir, con el restablecimiento del fideísmo después de siglos de aberraciones «intelectualistas» del Medioevo: lo que se encuentra más allá no pertenecería, en rigor, a la historia doctrinal del protestan-tismo. Por cierto, el ideario de un pensador protestante del siglo pasado tan eminente como Schleiermancher, fue bastante afín con el enfoque de compenetración de tinte algo panteizante (recordemos su admiración casi ilimitada por gottestrunkkener (ebrio de Dios Spinoza) ; empero, sería algo estéril discutir sobre la presencia o aun el predominio del elemento específicamente cristiano en las corrientes del «protestantismo liberal» o bien su ausencia, particularmente en vista del ineludible subjetivismo de los enfoques en lucha entre los mismos pensadores protestantes. Por otra parte, la época del nominalismo —a pesar de la diferencia que todos sus seguidores mostraban al venerabilis Inceptor, y a pesar de haber pertenecido a la corriente occamista muchos altos dignatarios de la Iglesia, la tercera épo-ca de la filosofía medioeval, constituye, hablando con rigor, una época de espíritu heterodoxo y, al igual que la doctrina de Siger o de Ama:til•o; ya no debería pertenecer a la historia de la escolástica. Sólo en las Sumas de la Gran Escolástica del siglo xur (ante todo en la de Santo Tomás) aparece la creación de una síntesis que abarca los elementos específicos de la creencia cristiana con los elementos filosóficos propiamente tales en un solo corpus doctrinae, dotado de un sentido de equilibrio entre tendencias opuestas. La

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índole «supranacional» de los dogmas en el tomismo viene a ser .sustituida por la índole «antinacional» del dogma en el protestantismo, y por esto, lo que es dominante en un enfoque, es recesivo en el otro.

Las observaciones anteriores podrían ilustrarse en el cuadro siguiente, donde las cifras romanas se refieren a los cinco períodos de la historia de• las relaciones entre razón y fe.

binomio antag.: fideísmo-conformidad (o compenetración)

n tu

fid.conf. verdad bigrad.---escis.ockam. r d d (r) d (r) r (d) d

Analicemos más de cerca el cuadrito adyacente, ya que éste simboliza en grandes líneas la trayectoria y el destino de la filosofía medioeval y su rela-ción con el pensamiento moderno. Se comprende que, desde el punto de vista católico, la especulación del siglo xvr, animada por el principio de la verdad doble, heredado del averroísmo latino por la doctrina de la Reforma, está fuera del desarrollo de la filosofía escolástica; por lo tanto ésta termina con el tercer período, el del nominalismo occamista. En cambio, desde el punto de vista protestante, todo el decurso de la historia filosófica lel Me-dioevo no es sino la historia de un ingente error; por lo tanto, el siglo xvi es precisamente la época de restauración de la verdad por el retorno al fideísmo cristiano de los orígenes, particularmente al de San Pablo. En rigor, la historia de la especulación en torno a la relación de razón y fe —el ver-dadero eje de la historia filosófica del Medioevo y, en parte de los siglos xvii y xvin— termina con el nominalismo occamista de los siglos xiv y xv para el punto de vista católico, y con el siglo xvi, para el punto de vista protes-tante. Esta terminación de la historia filosófica está simbolizada en nuestro cuadro por las barras verticales respectivas. Sea dicho de paso que, debido a cierta singular inconsecuencia, la historia de la escolástica no se considera terminada en el siglo xin, con Santo Tomás o, a más tardar,: con Duns Es-coto, sino que se extiende —y eso en cualquiera obra histórico-filosófica de inspiración católica— hasta fines del siglo xv, abarcando de este modo la corriente occamo-nominalista. Una inconsecuencia muy notable, ya que esta última corriente representa forzosamente la disolución de la escolástica lle-vada a la tumba por la escisión de la verdad bigradual y la separación entre razón y fe, por lo cual se tornó imposible el consorcio entre la creencia re-ligiosa y el elemento filosófico en un solo corpus doctrinae que representaba la escolástica. Por lo tanto, si hacemos un distingo entre filosofía medioeval y escolástica, siendo este último término más estrecho, pues representa sólo las doctrinas ortodoxas (el mismo distingo nos presenta a Eriugena como un gran filósofo medioeval, pero todavía no como un escolástico, y que tiene a los pensadores medioevales como Siger de Bravante o David de Dinant fuera de la escolástica propiamente tal), entonces la gran corriente occamista-nominalista, por ser heterodoxa, no puede y no debe —hay que subrayarlo—pertenecer a la escolástica. Así, y en rigor, la filosofía escolástica termina en

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el siglo xm —y esto es lo que vemos aún hoy día, cuando la filosofía de inspiración católica ante todo se presenta como un retorno al sistema del Doctor Angelicus y como una perpetua reelaboración de sus temas y sus planteamientos5. Así, para este enfoque, la historia filosófica ya se habría detenido en el siglo mit y a comienzos del xiv (con Duns Escoto)-, y no nos extraña que para Jacques Maritain las innovaciones cartesianas y, con eso la filosofía moderna, sean todas ellas objeto de severas censuras, ya que une en una misma condena a Lutero, Descartes y Rousseau. Eso es inevitable, ya que --los estudiosos de la escolástica, queriendo evidenciar la influencia de ésta sobre la naciente filosofía moderna del siglo xvii, no parecen advertir la posibilidad de una tarea de mayor envergadura para enlazar el Medioevo con Tiempos Modernos. Esta tarea consistiría en modernizar, por decirlo así, la filosofía medioeval y presentarla a la luz de problemas eternos del pensamiento humano y a la vez, medievalizar —si es que así puede decirse—el pensamiento moderno, enfocándolo hasta cierto grado como una transfor-mación de viejos temas medievales. Así —por no dar más que un ejemplo bastante significativo— el complicado e importantísimo problema medioeval de los universales sigue siendo actual en nuestro tiempo bajo la forma del problema tan discutido del fundamento de la inducción; mientras tanto, el otro famoso problema, el de «esencia y existencia», que pareció ya hace largo tiempo sepultado definitivamente como una muestra de sutileza estéril de las cavilaciones escolásticas, ridículas para la «mente moderna», inopinada-mente resucitó y se volvió un problema agudo que apasiona a los espíritus del siglo xx. Y poco nos importa la circunstancia de que, para el Medioevo, «la esencia precede a la existencia», mientras que para los existencialistas como Sartre «la existencia precede a la esencia» —por algo hemos progresado desde el Medioevo hasta nuestro siglo. Por fin, el tercer problema básico del pensamiento medioeval —el de la primacía del intelecto o de la voluntad—no perdió su importancia en nuestro tiempo: así el ilustre psicólogo de orientación fisiológica, Guillermo Wundt, se inclinaba hacia la concepción voluntarista del acontecer anímico. Al pensar sobre estas muertes y resurrec-ciones, nos viene en forma involuntaria a la mente la vieja y famosa senten-cia fortuna variabilis, Deus mirabilis ... lamentamos decir que, por lo que nos consta, no hemos encontrado hasta ahora, entre autores medievalistas, quien haya formulado como programa una idea tan osada y ambiciosa como aquélla, digna más bien de un filósofo que de un historiador de la filosofía y

'El problema de si la filosofía católica de nuestros días podría tener un desarrollo independiente de la gran escolástica, pues si lo hiciera dejaría de ser católica, pocas veces se vio enfocado de esta manera algo descarnada. A pesar de ello aún las alusiones a una neoescolástica creadora que podrían ser consi-deradas como atenuación de la tesis implícita sobre la inseparabilidad del pen-samiento católico con la gran escolástica del s. xin, no pueden desvirtuar esta conexión, pues todo pensamiento católico actual —léase ‹neotomismos» o <neo-molinismo,— nunca abandona la posición del realismo intelectualista y racio-nalista, tan característico de la corriente aristotélico-tomista.

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enf. cat. enf. prot.

verdad—doble-conformidad

d

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apta, como ninguna otra, para ensalzar el valor de la especulación medioeval. Una idea tal supondría la conciencia de convertirse en un continuador

auténtico y no sólo comentador, del pensamiento medioeval ...

Para volver al punto de vista protestante, si éste quiere ser consecuente consigo, la historia especulativo-religiosa debe llegar al término de su auto-consciencia precisamente en el siglo xvi, siglo del triunfo del fideísmo. Aquí también observamos una inconsecuencia: además del paulinismo, es la espe-culación de San Agustín la que siempre mantiene una posición privilegiada en el pensamiento protestante. Se comprende que, a consecuencia de los dones incomparables de su genio, San Agustín ofrece diferentes facetas según sea el «estilo espiritual» de quien trate de penetrar en su fondo íntimo: puede ser comprendido como autor de cierta compenetración de razón y fe, pero puede ser también un representante de la teología de la predestinación calvinista; y finalmente se presta a una interpretación que ve en el Doctor

gratiae «un San Pablo después de San Pablo y un Lutero antes de Lutero».

El panorama aquí presentado habrá de cambiar para una .visión más ele-vada, cuyo criterio, rebasando los criterios netamente confesionales, se re-mita sólo a la soberanía de la propia conciencia filosófica. Las barras puestas en sus lugares respectivos en nuestro cuadro se desvanecerán: el itinerario de la mente indagadora a lo largo de la trayectoria agitada de la especulación filosófico-religiosa seguirá su curso ascensional. La historia de la verdad no se detiene, y el retorno —en nuestra quinta etapa— a la posición de la patrís-tica agustiniana no representa una simple iteración sino un verdadero enri-quecimiento. Así las cinco etapas del binomio conflictivo razón y fe, no son cinco etapas del ciclo cerrado anteriormente analizado, dado que la última etapa está abierta hacia un futuro ilimitado.

Las observaciones aquí desarrolladas no tuvieron otro fin que poner de relieve la índole ineludiblemente dialéctica de alternancias antagónicas de notas dominantes y recesivas en el desarrollo del binomio conflictivo razón-fe y de sus proyecciones en la historia de la filosofía patrístico-medioeval. Esta dialéctica, ya lo sabemos, tiene un carácter diferente de la anteriormente desarrollada, ya que se refería a la configuración pentádica de ciclos de vida

ya terminados.

3. DESPLIEGUE DIALÉCTICO DE DIFERENTES ASPECTOS

DE UNA MISMA ÉPOCA

Pasemos ahora a la tercera y última forma de la dialéctica de diferenciación polarizadora en el campo de la historia. Se trata, como el lector recordará, de aspectos diversos en una misma época. En efecto, llama mucho la atención el hecho de que los más importantes rasgos del Renacimiento y del Humanis-mo, anteriormente subrayados por nosotros, formen la característica de los platónicos pitagorizantes de los siglos xn y xin, como son la Escuela de Char-tres y la de Oxford: estudio experimental de la naturaleza unido a una pre-dilección por la investigación matemática, amor por las fuentes orientales del

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saber —hebreo y árabe— y todo eso unido a su vez con una fuerte tendencia ocultista —alquimia y astrología—, la misma que tanto nos interesaba en la característica de la matemática esotérica-mágica del Renacimiento. La unión del experimento con la investigación matemática junto a la especulación arit-mético-geométrica mística, que caracterizaba desde siempre las escuelas de tradición pitagórica, se comprobó otra vez en Chartres y, ante todo, en Oxford, ampliándose esta unión para abarcar también las fuentes del saber oriental.

Y así como desde Pitágoral hasta Plotino, la corriente platónico-pitagórica griega ha tenido en alta estima —a diferencia de otras escuelas helénicas, por ejemplo la de Aristóteles— la espiritualidad oriental, así también aquellas escuelas medioevales sabían cultivar este mismo saber expresado en un interés vivo por el hebreo y el árabe —rasgos éstos que nos hacen pensar otra vez en algunas características del Renacimiento. Así se comprende la sentencia de Roger Bacon sobre los «cuatro idiomas esenciales» que son: el hebreo como palabra de Dios, el griego y el árabe como idiomas de la ciencia y, finalmente el cuarto, el «idioma matemático» por su validez universal. Si prescindimos aquí del idioma latino, de mucha menor importancia para Bacon, encontramos la mayor parte de las tendencias predilectas de la época renacentista. De ahí podríamos formular nuestra tesis de que los aspectos fundamentales de aque-lla época que abarcarnos con los nombres algo distintos de Renacimiento y Humanismo existieron unidos anteriormente y se diferenciaron sólo más tarde para presentarse bajo dos aspectos, inseparables sí, pero no del todo similares. Así no es desjuiciada la tendencia a distinguirlos dándoles a cada uno un nombre.

La reducción del Renacimiento y el Humanismo de los siglos xv-xvi a cierta forma primaria en los siglos mi-my, acusa su conformidad con la ley suprema de la evolución de la vida. Esta ley formulada de una manera clara por vez primera por el célebre biólogo Carlos Ernesto von Baer (en la tercera y cuarta décadas del siglo pasado) , y ampliada después para abarcar la universalidad de lo existente por el gran pensador Terbert Spencer, contiene implícitamen-te algunos elementos preempíricos, que pasan más bien inadvertidos para el mismo Spencer (y tuvieron que pasar así para este filósofo de la evolución en el sentido mecánico-positivista) . Sin poder explayarnos sobre este particu-lar (por ejemplo, el papel de la integración como compensatoria de la dife-renciación y, por lo tanto, conectada con ésta de un modo apriórico) , lo anota-mos aquí porque corrobora la índole de nuestra exposición del tema y justifica su inclusión en el capítulo sobre la dialéctica polarizadora referente al marco cronológico de un mismo período.

En una estrecha relación con aquella reducción de lo más diferenciado a lo anteriormente menos diferenciado, se encuentra su conexión con el principio de diferenciación polarizadora, cuyo esquema completo hemos visto en la trayectoria histórica de las diferentes etapas de la filosofía patrístico-medioeval, comprendidas en función de la evolución de relaciones entre razón y fe. Se trata de ver la vigencia de este principio también en la aparición, en el

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siglo xvi, de la Reforma como tercer fenómeno de la época que estudiamos. Hemos llegado, en la exposición anterior, a la conclusión de que la Reforma, vista en sus rasgos generales, no converge con las características básicas del Renacimiento y el Humanismo, siendo más bien divergente de ellos. Nos pre-guntamos: ¿Acaso existe también en los siglos mil-my una preformación en algo antitética que puede considerarse como origen de la divergencia pos-terior de la Reforma con los otros dos fenómenos? Creemos que esta tesis es muy probable y éstas son sus razones:

Se conocen los múltiples movimientos que precedieron a la Reforma del siglo xvi; detenernos en ellos estaría fuera de lugar. Empero, es digno de interés el hecho de que algunos representantes de la especulación filosófico-matemática de aquel entonces, pueden contarse al mismo tiempo entre los precursores de la Reforma. Entre ellos llama la atención Tomás Bradwardine, Doctor pro-

fundus, muerto en 1549, célebre geómetra, teólogo y arzobispo de Canterbury. Su Geometria speculativa (título significativo) demuestra, entre otras cosas, su gran interés por polígonos estrellados, tema favorito de la Geometría eso-

térica; por otro lado, el mismo autor es el precursor de Wicleff y aun de Calvino (como lo pretende el teólogo anglicano Saville) en la doctrina de la omnipotencia divina, particularmente en el terreno de la moral, y también en su actitud política antipapal. Nuevamente estamos ante cierta polarización de la actitud primitiva, pues la Reforma, lo hemos visto, tiene un carácter divergente respecto al Renacimiento y al Humanismo. Así podemos enunciar la idea de que los tres fenómenos, aunque ligados entre sí por sus relaciones intrínsecas y por pertenecer al ambiente del mismo tiempo, son todavía discri-minables en el sentido de que justifican el nombre propio que lleva cada uno de ellos, mientras que estos fenómenos parecen haber hecho su aparición re-mota ya en los siglos xn y xiii, y eso bajo una configuración primitiva con contornos todavía indefinidos y formando un todo hasta cierto grado indis-criminable. Parece que las diversas facetas de corrientes espirituales de los si-glos xv y xvi que se nos presentan bajo aquellos nombres comúnmente acep-tados, existieron anteriormente, reunidas en una sola corriente humanista-renacentista.

Conclusiones

Al terminar este libro, quisiéramos hacer un breve resumen de los tópicos de mayor relieve que es necesario recalcar.

En vista de que el fenómeno del Renacimiento se concibe no solamente en conjunto con los de Humanismo y Reforma, sino que, según muchos historia-dores y filósofos de la historia, los tres representan la manifestación de la misma actitud básica que fluyó del anhelo de liberarse de las ataduras del Medioevo, nos pareció una tarea imperiosa —que mencionamos aquí en pri-mer lugar— el análisis de las interrelaciones de Renacimiento, Humanismo y Reforma. Así se podría tal vez precisar si es fundamentada la concepción que ve su convergencia recíproca como partes integrantes del movimiento ascen-sional de la Humanidad occidental. Nos resultó indudable que los dos prime-ros fenómenos, Renacimiento y Humanismo, pueden tener un denominador común, mientras que la Reforma ostenta en sus rasgos esenciales una actitud divergente de aquéllos, ya que, ante todo por su fideísmo, representa, en mu-chos aspectos, una vuelta al Medioevo.

En seguida se trató de demostrar que los dos rasgos comúnmente conside-rados como representativos del Renacimiento italiano, vale decir, «el descubri-miento de la naturaleza» y «el descubrimiento del hombre», aunque sean valederos, no pueden ser tratados por separado, sino que presentan dos as-pectos de un mismo conjunto. Este abarca a «hombre» y «mundo» simultá-neamente en una sola relación que hemos denominado «Relación Cosmoegoi-ca». Esta relación está en la base de grandes configuraciones culturales, pues las diferencias entre la actitud espiritual bíblica, la griega y la hindú, se redu-cen, hablando de un modo general, a las diferentes formas de la relación cos-moegoica. Esta relación se encuentra diversificada en lo que atañe a la actitud bíblica, por las diferencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, ya que

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sólo en este último la noción de Dios integra por completo la relación cos-moegoica; es respecto de ella que se produce cierto desdoblamiento tanto en la noción del hombre como en la de Dios y naturaleza.

Después se trató de mostrar los rasgos peculiares de la ciencia y filosofía renacentistas en cuanto ambas ostentan un rasgo mágico-ocultista en un alto grado, hecho que, para muchos historiadores, representa hasta una nota dis-tintiva frente a la ciencia moderna y que, según algunos, le hace perder su carácter científico. Ante este enfoque, se trató de poner en descubierto que la ciencia moderna en su época heroica del siglo XVII no estaba exenta de ele-mentos mágico-ocultistas: más aun, pese a una opinión comúnmente difun-dida, se trató de indicar algunos aspectos mágicos en la estructura y el manejo de la ciencia posterior, incluso en la actual —aspectos más bien encubiertos, cuya latencia se hunde muchas veces en el campo de lo inconsciente. Observa-ciones análogas tuvieron lugar en vista de la presencia de elementos metafísi-cos en la formación de la ciencia actual, y no sólo en la del Renacimiento.

A continuación, se recalcó el carácter formador del pensamiento renacentista respecto a la herencia medieval, ya que sólo gracias a la idea renacentista de una mutua interpenetración de Dios y el mundo, se hicieron posibles los gran-des sistemas ontológicos del siglo xvu, con su gnoseometafísica monista o mo-nizante (Spinoza y Leibniz) , a la par que la misma filosofía de Descartes debe algunas de sus características esenciales no tanto al Medioevo escolástico (como pretenden algunos de los más representativos historiadores, tales como Gilson)

sino a la influencia, mejor dicho, a la `reviviscencia', de la patrística-agustinia-na. El gran giro hacia la primacía de la experiencia interior con Descartes —y con él, de toda la filosofía moderna— no es, en verdad, sino una vuelta a San Agustín pasando por encima de Santo Tomás.

En seguida se trató de mostrar el carácter auténtico del pensamiento renacen-tista italiano, enraizado en las tradiciones neoplatónico-pitagóricas, indepen-dientes del alcance del ideario mediognóstico de Meister Eckhart e, incluso, de la gran figura del cardenal Nicolás de Cusa. Este enfoque nos condujo a analizar la relación del ideario místico del Gusano con el patrimonio plató-nico-pitagórico, heredado de la Antigüedad postrera y difundido por toda

Europa Occidental.

A continuación expusimos una hipótesis sobre el origen de uno de los rasgos básicos del Renacimiento italiano, cual fue su tono vital exuberante: pese a algunas opiniones en boga sobre la alternación histórica entre la creación espi-ritual provenzal en el campo de la poesía cantada y la creación poética ita-liana en el sentido de haber experimentado la primera una supresión violenta y haber sido por eso simplemente sustituida por la segunda, se trató de evi-denciar la continuidad entre la actitud vital de la civilización provenzal y la italiana, asentadas ambas (junto con la catalana) en el sustrato común pro-venzal (en el sentido amplio de este vocablo) .

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Por último, al terminar la Primera Parte se expuso una nueva visión acerca de las proyecciones del pensamiento italiano a lo largo del pensamiento mo-derno en Europa, proponiéndose una nueva división en períodos que englo-ba la filosofía del Renacimiento como la primera parte de un conjunto más amplio, abarcando éste tanto la • conocida secuencia de racionalismo, empirismo y criticismo como también las corrientes filosóficas del idealismo alemán y del romanticismo de los siglos xix y xx.

En el desarrollo de la Primera Parte tuvo ya que perfilarse la precariedad de las construcciones históricas de los investigadores más autorizados en todo lo que atañe a la concepción del Medioevo y del Renacimiento en el decurso de la historia universal. Esta circunstancia nos condujo a analizar los errores más difundidos de la historiografía en la investigación y exposición narrativa-causal del pasado, tarea importantísima, a la cual fue dedicada una sección particular del libro (el «Balance»). Tuvo ésta el papel de transición entre la Primera y la Segunda Partes. Pensamos oportuno subrayar allá, entre mu-chas otras cosas, la inclinación de los historiadores a pasar por lato el papel de lo casual y lo fortuito en la historia, actitud muchas veces asumida en provecho de algunas ideas preconcebidas acerca de • ciertas «constantes histó-ricas» (por ejemplo, la índole anímica de diversas naciones antiguas y moder-nas), como si éstas fuesen dadas de antemano y desde siempre. No hemos podido tampoco desinteresamos de la falta de un análisis adecuado de la importantísima noción de «sentido» en las construcciones históricas y aun en los simples textos de narración histórica, a la cual los historiadores «empíri-cos» —y no sólo los filósofos de la historia— recurren perpetuamente sin siquie-ra percatarse las más de las veces de su presencia en la obra histórica y menos aun de su primordial intromisión e influencia configuradora. Frente al pun-zante sentimiento del general fracaso con que termina el ambicioso anhelo de la «reconstrucción integral del pasado», nos sobrevoló el deseo de encontrar un camino real para la historia como ciencia, lo que tratamos de hacer en la Segunda Parte, dedicada a esbozar los elementos de la razón histórica que, así pensamos, ha de ser la única capaz de recuperar y renovar la investigación histórica. No se trata aquí del concepto de «Razón Histórica» en el sentido que le daban Dilthey y aun Ortega. Nosotros queremos proponer un enfoque análogo al del criticismo (respecto del conocimiento físico) : pretendemos in-vestigar los elementos apriorísticos —y necesariamente aprióricos— del conoci-miento histórico; todo lo cual se trató de desarrollar a lo largo de la Se-gunda Parte. El elemento ontológico, ineludible aquí, como fue también en el criticismo kantiano (inconsecuente consigo en vista de su «revolución coper-nicana») , reaparece en nuestra posición que acarrea consecuentemente la iden-tidad de las leyes de la mente que conoce, en cuanto mente «historificadora», con la contextura misma de la «realidad histórica».

Empezando con una somera crítica de doctrinas de principios del siglo, enca-minadas hacia la fundamentación autónoma de la historia, las que, según

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nuestro parecer, han sido frustradas, pasamos a una primera aproximación en nuestra búsqueda, poniendo de relieve algunos principios preempíricos que habrían de guiarnos en nuestro propio intento anterior y que son inseparables de las características de cualquier período histórico.

Dado que el presupuesto de toda la investigación anterior fue la existencia y la legitimidad del concepto de período histórico, nos dimos a la tarea de in-vestigar la legitimidad misma del concepto periodológico en la historia, lo que nos puso frente a la investigación comparativa entre este concepto y el de clase en las ciencias descriptivas de la vida, considerando ambos conceptos desde el punto de vista epistemológico, como integradores de la estructura de una ciencia concreta.

En conformidad con nuestro enfoque general, orientado hacia una dialéctica universal, hemos pensado poder afirmar, tratándose de ciclos vitales cerrados de los entes vivos, considerados en su particularidad concreta, el carácter bási-co de toda la dialéctica pentádica de la vida. El enfoque dialéctico nos pareció como autónomo o, más bien, soberano con respecto a las importantes teorías, basadas en el estudio de la mecánica cromosómica. Hemos intentado destacar la idea de que estos mecanismos, juntos con las leyes mendelianas, no excluyen nuestro enfoque dialéctico, ya que éste, siendo ineludible para la razón conocedora y actuando aun desde el fondo de ella, se vale de los distintos me-canismos enlazándolos con un nexo que le es propio —un 'nexo de sentido' (Sinnzusammenhang) , fundamentalmente diverso del nexo causal mecanicista.

La visión dialéctica que pretende ser válida para todo el dominio de la vida de seres individuales en su transcurso propio, nos pareció ser válida también en el dominio de las creaciones espirituales, tales como el Derecho Romano y el arte griego. El ciclo vital del Derecho Romano en su historia milenaria lo expusimos en forma de una periodología, cuya base se encuentra en el anta-gonismo entre dos elementos fundamentales que son, en nuestro concepto, a no dudar: Jus y Lex, el derecho y la ley. Dado que una periodología, coheren-te y adecuada del Derecho Romano hace traslucir la esencia histórica misma de este derecho milenario —periodología que buscaríamos en vano en las obras de Savigny, Ihering o Cuq— creemos haber logrado en este punto un marcado avance científico. Por otra parte, tratándose también de ciclos vitales cerrados de una cultura pretérita que abarca no sólo un sector predominante de la vida histórica como fue el Derecho Romano, sino diversos sectores de la cultura, como arte, filosofía y ciencia, hemos tratado de hacer ver la existencia de una relación «oblicua» entre estos diversos sectores a través de períodos cronoló-gicos diversamente enmarcados —todo eso en conformidad con lo que hemos denominado la «ley de correspondencia discrónica» entre arte, filosofía y ciencia.

Al terminar la segunda y última parte de este libro, tratamos de descubrir la estructura de ciclos vitales no cerrados que, por estar en curso, abarcan

nuestra propia historia. Aquí la segmentación del pasado por emergencia de nuevos períodos en la conciencia histórica (en conformidad con la pauta de su dialéctica polarizadora de índole axiológica) , preside la determinación de las leyes de estructura de tales ciclos. Así, el gran problema del Renaci-miento, en vez de ser tratado como un objeto por descubrir o romo una especie de tierra incógnita para un Colón o los colones de la historia (lo que con cierta ingenuidad han imaginado algunos historiadores) , se tornó para nosotros en un fenómeno perteneciente a la acción polarizadora del mismo espíritu `historificante' al que incumbiría la formación y el trazado de los contornos de nuevas épocas. Y si recurrimos a este neologismo (his-torificadora) , lo hicimos para distinguir nuestro enfoque tanto de aquel que viene a expresarse en la locución «historia historizante» como de aquel cuyo exponente es la locución «historia historiada». Pensamos que nuestro enfoque está por encima de la oposición entre las dos locuciones mencio-nadas. En efecto, el enfoque dialéctico es de por sí exponente de la intuición a la vez que del discursivismo, mejor dicho, de la simultaneidad de ambos. Dado que el rasgo básico del intuicionismo —y eso a lo largo de su existencia milenaria— es la postulación de la no-disyunción entre sujeto y objeto, la dialéctica se refiere forzosamente a la mente cognoscente a la vez que al objeto por conocer. Esa fue la actitud básica del axiontologismo platónico, verdadero tronco del pensamiento occidental (con sus raíces muy cercanas todavía a las del pensamiento hindú), del cual salió por diferenciación sucesiva —iniciada ya: por Aristóteles con su bifurcación de lo teórico y lo práctico, de lo cuantitativo y lo cualitativo— el ingente árbol de nuestro saber filosófico y científico occidental. Con miras a aquel enfoque pandia-léctico, pierde su sentido la oposición entre historia-saber e historia-realidad, no superada todavía por la filosofía histórica.

Por último, y como tema de mayor importancia se nos presentó el pro-blema de la periodificación de la filosofía patrístico-medioeval en su sentido verdadero, es decir, el de la coherencia íntima que se desprende de las partes de esta historia, tema asequible sólo si concebido en función de la historia del gran binomio conflictivo: razón-fe, y cuya evolución obedece también a las leyes de la dialéctica universal.

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Sobre el posible destino

de este libro

¿Vendrá a ser este libro el milesimoprimero en el inmenso acervo de escritos «renacentistas»? No dudamos de que el lector se dará cuenta de que la fina-lidad de este trabajo es de índole muy diferente. Es natural que el autor se sienta preocupado —y cómo podría ser de otra manera— por el destino de su acometida, tanto más cuanto que ésta, por su contenido mismo, sale completamente del tipo corriente de publicaciones históricas o filosóficas. Sus particularidades evocan la conveniencia de ciertas aclaraciones.

Es innegable que la ciencia es una sola y que diferentes ciencias no son sino partes de una ciencia —un adagio particularmente caro a Descartes y Leibniz. Es innegable, por otra parte, que la división de trabajo en el terreno de conocimiento científico, constituyendo una de las condiciones imprescindi-bles para su mismo progreso, se multiplicó de tal manera en nuestro tiem-po que hoy no hay ningún gran sector del conocimiento que pueda ser dominado aun en sus líneas cardinales por cualquier sabio y ¡qué hablar del conjunto de ciencias! Con todo esto, en algunos países surgieron pre-cisamente en los últimos tiempos las tentativas de cultivar una «intercien-cia», cuya tarea debería consistir en servir de terreno común de investigación para los representantes de ciencias afines (así en Norteamérica, quizá como reacción contra la corriente dominante de especialización) . Por muy im-portante que sea esta iniciativa, pensamos que ella no excluye la posibilidad de buscarse un ahondamiento en las ciencias particulares que revista el carácter de «intraciencia» más bien que de «interciencia». Nos parece que en las ciencias particulares se presentan posibilidades de ensayar aquel coup de sonde del cual hablaba Bergson: un sondaje de una ciencia particular puede efectuarse por una profundización en sus fundamentos, en vista de

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las contribuciones o visiones generales que ha aportado a otras ciencias no siempre y no necesariamente conectadas o afines con la primera. Las cien-cias más diversas pueden comunicarse en un subsuelo que las hace comulgar. No cabe duda de que la biología es muy distinta y alejada de la ciencia histórica o, tomando un ejemplo particular, de la ciencia histórico-jurídica a la cual pertenece la historia del Derecho Romano. Empero, esto no exduye la posibilidad de que surjan de este estudio algunas sugestiones o síntesis que provienen de un campo alejado.

Lo que interesa ante todo al lector es averiguar si todo el conocimiento cien-tífico debe presentarse siempre en forma de una yuxtaposición del saber en

superficie, y no como un saber integrado en la profundidad de sus funda-mentos. Con todo, la actitud del autor, que viene a reflejarse en este libro, no es solamente el resultado de sus inclinaciones, sino más bien el resultado de sus imperfecciones. Pensando en trabajos de Pierre Duhem, cuya obra parece alcanzar el límite de posibilidades humanas, o aun en los de Brun-schwicg o Cassirer, que han escrito muchas y extensas obras sobre diversas ramas del saber humano, siendo cada una de ellas ejemplar, sentimos nues-tras propias imperfecciones y, entre otras cosas, en todo lo que concierne a la capacidad de trabajo que no nos permitió escribir obras extensas —ade-más por cierto, de diferencias ligadas a los impedimentos que ponen las guerras y que influyen en los destinos de los trabajadores científicos. De todos modos, las demoras en publicar obras de índole particular nos insti-garon a aprovechar la ocasión presente para aportar ciertos conocimientos útiles, nos parece, a futuras investigaciones. Son manifiestos, empero, los defectos inherentes a esta situación: un libro dedicado a una ciencia parti-cular, va a enriquecer el conocimiento —siempre que no esté exento de va-lores, pues será sometido al juicio de hombres competentes que le darán el lugar que le corresponde. La deficiencia de este libro consiste en el hecho de dirigirse en muchas partes a especialistas, sin poder —por la índole misma del libro— presentar algo más que un esbozo en lugar de una investigación exhaustiva. Y no basta para nuestro consuelo el hecho de que un esbozo, aunque sea de escasa magnitud, no deba ser por eso inferior a un libro ex-tenso, por lo que se refiere a su contenido o a la novedad de sus ideas; no basta y no puede bastar, pues las ideas generalmente necesitan de un vehículo que las pregone en forma adecuada: las ideas necesitan ser expuestas en libros extensos para no pasar inadvertidas.

Por fin, todas estas imperfecciones fueron inevitables, pues representan el reverso de ciertos rasgos positivos, ya que, como reza el proverbio francés, chacun a les défauts de ses qualités... Los rasgos positivos en este caso están en conexión con el mismo espíritu que anima al libro: la fe en el carácter soberano de la filosofía. La filosofía —muchos piensan así— tiene que limi-tarse a sintetizar los resultados de ciencias particulares, mientras otros, aun más extremos, piensan extenderle un certificado de muerte: vixit. Nosotros, en cambio, pensamos que ya es tiempo de regresar a la concepción tradi-

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cional y clásica de la filosofía como soberana frente a los saberes particulares. Es el soplo del enfoque filosófico, es la fe en la soberanía de la filosofía, es la visión amorosa de la realidad en toda su extensión, la que hizo posible nuestra tentativa con todos sus defectos y todas sus aspiraciones. La bús-queda de la verdad es una búsqueda amorosa, y por algo, según el dicho de San Agustín, la verdad misma pertenece al orden del amor —ordo amoris.

Esta profesión de fe en la filosofía y su papel soberano por parte del autor, está ligada a su convicción de que un verdadero sistema filosófico tiene que presentarse al mismo tiempo como un sistema científico. Las más de las veces, los diversos sistemas metafísicos son estériles en su aplicación a ciencias concretas. Y así pensamos que uno de los criterios del valor de una visión filosófica consiste en su fecundidad para el conocimiento científico concreto. En lo que atañe al presente libro, éste no es otra cosa sino cierta muestra del esfuerzo, encaminado hacia la compenetración recíproca de filosofía y ciencia, idea que siempre nos fue cara y que hemos formulado ya en algunas ocasiones.

Este es el ideal cuya realización repercute hasta en el destino de este libro y determina las posibilidades de su acción. Los obstáculos en nuestro caso se encuentran en el camino que media entre el libro y sus lectores. Generalmente, las obras encuentran a sus lectores: una obra jurídica encontrará lectores entre los juristas, una obra puramente histórica no tardará en hallarlos entre los historiadores, así como una obra histórico-filosófica, entre los estudiosos de la filosofía. Desgraciadamente, es poco probable que un jurista o un histo-riador de la filosofía medioeval acuda a un libro que no anuncia aquello que le interesa. Sin embargo, el esbozo de una visión sistemática de índole filosófica que sea al mismo tiempo fecunda para ciencias concretas, podría —y sólo ella— barrer los obstáculos en el camino entre el libro y sus lectores. La esperanza de esta índole es la que nos anima: la visión obsesiva de una ciencia filosofía frente a las limitaciones de especialistas; evocación de un saber filosófico, integrador y soberano. Nos viene a la mente el famoso verso de la Macla que ensalza la soberanía de un regente frente a la pluralidad de ellos. Así también, el saber múltiple dista mucho, por ser heterogéneo y heteróclito, de un ideal representado por una sola ciencia-mathesis. Por encima de un Polihistor que sabe multa, está aquel que anhela multum in mulas. La ciencia es única —una verdad que, al darle una forma homérica, podría rezar: (7k agathós polihístor. Máthesis mia ésto...

Se comprende cómo todas aquellas circunstancias han determinado el carácter de la obra: ella pretende —particularmente en algunas de sus par-tes— formular nuevas sugestiones e invitar a otros a seguir adelante, desa-rrollando más ampliamente temas que aquí, por obvias razones, no pudimos desarrollar en su debida extensión. Lo importante es que otros sigan lo que aquí está esbozado y acojan inquietudes manifestadas en la esperanza de despertar un eco en la mente de lectores competentes, como también en la del gran público que a veces tiene «la mirada no oscurecida por el conoci-miento profesional» o como dicen los alemanes, einen durch die Fachkennt-nis nicht getrübten Blick.. .

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