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LA IDEA DE “ESPAÑA”: UNIDAD Y DIVERSIDAD A TRAVÉS DEL TIEMPO Jesús María Ramírez Álvarez. Salón de Actos del IES “Ramón Arcas Meca” de Lorca. 1 de diciembre de 2005. ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? Óleo sobre lienzo, 1897. Paul Gauguin (1848-1903) Museo de Bellas Artes de Boston. No lo vamos a hacer por motivos de orden técnico, pero hubiera sido mi deseo empezar con la proyección de la célebre pintura de Paul Gauguin titulada ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde Vamos? que data de 1897 y se encuentra en Boston (Museo de Bellas Artes). En ella se nos muestra a un grupo de nativos tahitianos tranquilamente dedicados a sus labores cotidianas, aparentemente despreocupados de cosas trascendentes. No tenemos el tiempo que quisiera para detenernos en este pintor cuya trayectoria vital y artística es interesantísima. Sólo recordar que su rebeldía le llevó a abandonar una vida convencional para marcharse a Tahití y más tarde a una pequeña isla del archipiélago de las Marquesas –Hiva-Hoa-, donde esperaba encontrar una naturaleza virgen y una población indígena igualmente inocente e incontaminada por la corrupción de la civilización occidental. En suma, se fue a los Mares de Sur en busca del Paraíso soñado y del “buen salvaje” de que hablaba Jean Jacques Rousseau. Sin embargo su historia personal no tiene el esperado happy end, pero ésa es otra historia. Nosotros nos quedamos solamente con la triple pregunta que se enuncia en el título del óleo: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde Vamos? Y eso sí tiene que ver, y mucho, con el asunto que hoy nos ocupa. Para compensar que no vamos a ver el cuadro, comenzaremos de otra forma que tampoco es muy ortodoxa, escuchando a una veterana artista catalana de excepcional maestría, Alicia de Larrocha, que interpreta al piano un tema compuesto por otro catalán universal, de Camprodón (Girona), Isaac Albéniz (1860-1909), titulado Evocación, que es el primero de los doce que forman la suite Iberia, probablemente la obra musical más importante creada nunca por un 1

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LA IDEA DE “ESPAÑA”: UNIDAD Y DIVERSIDAD A TRAVÉS DEL TIEMPO

Jesús María Ramírez Álvarez. Salón de Actos del IES “Ramón Arcas Meca” de Lorca.

1 de diciembre de 2005.

¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? Óleo sobre lienzo, 1897. Paul Gauguin (1848-1903) Museo de Bellas Artes de Boston.

No lo vamos a hacer por motivos de orden técnico, pero hubiera sido mi deseo empezar con la proyección de la célebre pintura de Paul Gauguin titulada ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde Vamos? que data de 1897 y se encuentra en Boston (Museo de Bellas Artes). En ella se nos muestra a un grupo de nativos tahitianos tranquilamente dedicados a sus labores cotidianas, aparentemente despreocupados de cosas trascendentes. No tenemos el tiempo que quisiera para detenernos en este pintor cuya trayectoria vital y artística es interesantísima. Sólo recordar que su rebeldía le llevó a abandonar una vida convencional para marcharse a Tahití y más tarde a una pequeña isla del archipiélago de las Marquesas –Hiva-Hoa-, donde esperaba encontrar una naturaleza virgen y una población indígena igualmente inocente e incontaminada por la corrupción de la civilización occidental. En suma, se fue a los Mares de Sur en busca del Paraíso soñado y del “buen salvaje” de que hablaba Jean Jacques Rousseau. Sin embargo su historia personal no tiene el esperado happy end, pero ésa es otra historia.

Nosotros nos quedamos solamente con la triple pregunta que se enuncia en el título del óleo: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde Vamos? Y eso sí tiene que ver, y mucho, con el asunto que hoy nos ocupa.

Para compensar que no vamos a ver el cuadro, comenzaremos de otra forma que tampoco es muy ortodoxa, escuchando a una veterana artista catalana de excepcional maestría, Alicia de Larrocha, que interpreta al piano un tema compuesto por otro catalán universal, de Camprodón (Girona), Isaac Albéniz (1860-1909), titulado Evocación, que es el primero de los doce que forman la suite Iberia, probablemente la obra musical más importante creada nunca por un

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español, cuya factura comenzó en el mismo año que Gauguin su óleo: 1897. Iberia es una composición que requiere para interpretarla un extraordinario virtuosismo y se inspira en el folklore español, sobre todo el andaluz.

Resulta curioso que algunos de los grandes músicos del movimiento

nacionalista español de fines del siglo XIX y primeras décadas del XX fueran catalanes. Junto al citado Albéniz (creador, además de Iberia, de otras obras de nombres tan elocuentes como Suite Española, Caprichos andaluces, Suite Morisca, etc.), está el no menos genial Enrique Granados, leridano (1867-1916), autor de composiciones como Danzas Españolas y Capricho español. Y también el castellonense de Villarreal y residente en Barcelona Francisco Tárrega, autor de la famosísima composición para guitarra española Recuerdos de la Alhambra, así como Felipe Pedrell (1841-1922), tarraconense, autor del Cancionero musical popular español. Casi podríamos decir que los grandes del nacionalismo musical español, salvo los andaluces Manuel de Falla y Joaquín Turina, fueron catalanes. Y también me gustaría destacar que algunos de los escritores y pensadores más ilustres de la Generación del 98, la misma que redescubre Castilla y reflexiona con amargura sobre los males de esa misma España, la de hace un siglo, son vascos: Ramiro de Maeztu era de Vitoria, Pío Baroja donostiarra y Miguel de Unamuno bilbaíno.

No es que nos hayamos equivocado de conferencia. Es que he pensado que un poco del sosiego que nos trae esta música exquisita no nos vendrá mal para afrontar un asunto que hace saltar chispas. Y, de paso, reflexionar sobre el hecho de que algunos de nuestros más importantes intelectuales y artistas eran vascos y catalanes que estaban plenamente identificados con España y que han contribuido de forma decisiva a la creación de la cultura española.

******************** El tema que hoy vamos a tratar me lo sugirió la lectura de un libro que me recomendó mi amigo Juan Manzanares, libro editado este mismo año, que recogía los textos de un ciclo de conferencias pronunciadas en la Real Academia de la Historia de Madrid durante 2004 con motivo de la conmemoración de V Centenario de la muerte de Isabel la Católica por historiadores y pensadores de ideologías muy diversas. El libro se titula De Hispania a España, está publicado por el Colegio Libre de Eméritos y Ediciones Temas Hoy, Madrid, 2005, y fue coordinado por una celebridad de la historiografía española, don Vicente Palacio

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Atard. Tras leerlo con detenimiento, también yo me atrevo a recomendar vivamente a todos su lectura. Nuestro plan a seguir es el siguiente. Primero y con el auxilio del Diccionario y de algún experto en Derecho vamos a intentar definir con la mayor precisión posible una serie de términos de uso corriente en el lenguaje político. Después, también ayudándonos de algunos historiadores de gran prestigio, haremos un rápido recorrido por la historia española que nos va a servir para recordar las raíces del problema, deteniéndonos en alguno de sus momentos clave, aquéllos que guardan relación con el tema que vamos a tratar: el de la creación del estado español y el del origen de los nacionalismos, tanto el español como los periféricos. Finalmente quisiera exponer algunos interrogantes sobre la situación actual. Ni qué decir tiene que dada la escasez de tiempo y la complejidad de los asuntos a tratar, toda mi exposición ha de ser necesariamente superficial, aunque en el debate posterior podremos profundizar en los aspectos que ustedes quieran proponer.

********************

Comenzamos entonces por las cuestiones semánticas e etimológicas, que en el asunto que vamos a tratar tienen su importancia.

“Nación” y “patria” son dos términos que aluden al lugar de nacimiento de cada persona. “Nación” (natio-nationis en latín) es palabra derivada del verbo nascor-nascere-natus sum, nacer. “Patria” tiene su origen en el latín patria-patriae, que significa la tierra de los padres (pater-patris). Como en aquellos tiempos el 99 % de las personas nacían en el mismo lugar que sus padres, abuelos, bisabuelos, etc., en la práctica la patria y la nación eran la misma cosa. “Patriotismo” sería el amor hacia ese lugar de procedencia. Otra palabra que también empleamos con frecuencia es “país”. También viene del latín, pagus-pagi, que significa tierra, campo. Los “paisanos” son los que han nacido en la misma tierra, en el mismo lugar. Y aún seguimos usándola en castellano con esa significación primigenia, desprovista de carga política, cuando pedimos “vino del país” en un restaurante o bar. No estamos hablando de vino de España, sino del pueblo o, todo lo más, la comarca donde nos encontremos. En catalán la palabra payés, también derivada de pagus, significa campesino. Por tanto, en su origen, “país” tiene una significación también parecidísima a las anteriores “patria” y “nación”, que insisto que nada tenían que ver con la política. Veamos dos ejemplos extraídos del Quijote (1605-1615). En el capítulo 72 del libro 2º don Quijote y Sancho se encuentran en una posada con un señor, a quien le pregunta: “- Y vuestra merced ¿dónde camina? –Yo, señor –respondió el caballero-, voy a

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Granada, que es mi patria. – ¡Y buena patria! –replicó don Quijote.” Queda claro aquí que Cervantes usa la palabra “patria” como sinónimo de lugar de procedencia de su familia y de él mismo. Veamos ahora otro episodio, también del 2º libro del Quijote, capítulo 54, cuando Sancho Panza, tras abandonar su Gobierno en la imaginaria ínsula Barataria, se encuentra por el camino con un antiguo vecino de su pueblo llamado Ricote, que había sido expulsado de España por ser morisco por aplicación de diversos decretos de Felipe III expedidos entre 1609 y 1613, y que había vuelto de forma clandestina disfrazado de peregrino. Ricote dice a Sancho: “Yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba”. El término “nación” aquí sólo puede entenderse en el sentido de grupo étnico, religioso o cultural, nunca como estado o ente político.

Según Luis Sánchez Agesta, de autoridad incuestionable sobre la materia,

los elementos que definen a una nación son, entre otros: “la unidad geográfica o económica, la raza, la comunidad de lenguaje, la voluntad común, la común conciencia de la comunidad nacional, la unidad de cultura o de civilización, la comunidad de pensamiento, la comunidad religiosa, el pasado común, la solidaridad histórica”. En suma, “la nación es un fenómeno de conciencia colectiva”, en palabras de otro estudioso del tema, el historiador Josep Fontana. El “nacionalismo” es el movimiento cultural, social y político que defiende la identidad de la población de un territorio, la potenciación de sus rasgos singulares y comunes y, en suma, la creación de una conciencia colectiva en la que el individuo se reconoce.

La palabra que sí tiene desde su mismo origen una carga política plena es “estado”, derivada del latín status-us, “estado, posición, situación en que se encuentra algo o alguien”, pero también “forma de gobierno”: por ejemplo estado aristocrático, republicano, etc. Una posible definición de “estado”: organización político-administrativa que incluye a un territorio perfectamente delimitado mediante fronteras respecto de otros estados, y a una población que vive dentro de ellas. Dentro de ese estado rigen una serie de leyes e instituciones jurídicas y políticas. Ha habido muchos tipos de estados a lo largo de la historia desde que nacieran en Mesopotamia hace unos 5.000 años, dependiendo de la extensión del territorio (desde las minúsculas ciudades estado sumerias o las polis griegas hasta los gigantescos imperios romano, español o británico) y de la forma de gobierno (monarquías feudales, monarquías absolutas, repúblicas de diverso carácter, estados democráticos liberales, dictaduras, etc.). “Pueblo”, en su acepción política, es según Sánchez Agesta “el conjunto de los hombres que participan de una comunidad política en cuanto constituyen en cierta manera una unidad cultural, esto es, histórica” (pág. 79). O sea, el pueblo lo forman los habitantes de

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un estado. Pero también se puede identificar con “nación”: pueblo español, nación española.

Fue con las revoluciones liberales de fines del siglo XVIII y primera mitad del XIX cuando la palabra nación alteró su primitivo significado para adquirir un tinte político del que carecía inicialmente. A partir de entonces la “nación” empezó a aplicarse tanto al territorio como a la población que vivía en ese territorio que se regía por un determinado sistema de gobierno. Es decir, comenzó a identificarse a la nación con el estado. Aquí comienza la confusión derivada de la polisemia de la palabra nación. “Desde el siglo XIX las “naciones” aspiran a ser una comunidad independiente y a constituir su propio gobierno al servicio de los intereses nacionales. (…) La comunidad nacional se ha identificado frecuentemente por esta vinculación con la organización política” (Sánchez Agesta, págs. 141-142).

Para evitar la confusión y comprender mejor que no es lo mismo “estado” que “nación”, les indico dos ejemplos bien conocidos. Hasta 1918 los polacos vieron como su suelo (y ellos mismos) se los repartían tres imperios: el ruso, el alemán y el austrohúngaro. Y sin embargo Polonia era una nación, perfectamente definida por la lengua, la religión católica, las tradiciones y otros rasgos culturales. Una nación sin estado. Y lo mismo ocurría con la nación judía, de personalidad étnica, lingüística, histórica y religiosa que no ofrece dudas a nadie, dispersa por el mundo tras la Diáspora, hasta que se creó en 1948 el estado de Israel.

Cuando los estados (es decir, los entes políticos) se corresponden con las naciones (grupos sociales de rasgos más o menos homogéneos) no hay problema, pues estamos hablando de auténticos “estados nacionales”. El conflicto surge cuando no hay tal correspondencia. En nuestro tiempo hay multitud de casos conflictivos: los alemanes que viven en los Sudetes son oficialmente ciudadanos checos; los austriacos del Bajo Tirol están sometidos a la ciudadanía italiana; la nación kurda, muy a su pesar, vive repartida entre varios estados: Turquía, Siria, Iraq e Irán; Cachemira está integrada por musulmanes vinculados sentimentalmente a Pakistán, pero la región pertenece políticamente a la India; los habitantes de Québec, francófonos, se sienten a disgusto en el Canadá anglófono; los valones, también francófonos, y los flamencos –que hablan una lengua germánica- son dos naciones diferentes y muy mal avenidas que coexisten en un mismo estado: Bélgica; una buena parte de los que habitan en el Ulster, de religión católica, no se sienten británicos sino irlandeses; los palestinos que residen dentro del estado de Israel obviamente no son judíos; hay rusos que habitan en las repúblicas bálticas, en las que se encuentran marginados desde la desaparición de la URSS; los bretones y corsos también dan problemas a Francia; una única nación coreana está dividida artificialmente entre dos estados desde la

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guerra de 1950-53; o el curioso y reciente caso de la Padania, formada por varias regiones del norte de Italia, que muestran planteamientos independentistas hacia el gobierno de Roma; o la situación de la ex-Yugoslavia, que ocasionó hace pocos años cuatro guerras consecutivas entre las naciones o pueblos que formaban ese estado: eslovenos, serbios, croatas, kosovares, bosnios, albaneses. Por no hablar del tremendo rompecabezas que es la región del Cáucaso, que anteriormente estaba integrada en la Unión Soviética, y que se ha convertido en un explosivo conglomerado de rusos, georgianos, uzbecos, azerbainos, chechenos, kirguises, armenios, etc., que forman un totum revolutum del que no se puede esperar nada bueno (entre otras cosas porque en esa región hay grandes yacimientos de petróleo). La anterior relación no es ni mucho menos exhaustiva. No es que quiera aplicar el “mal de muchos, consuelo de tontos”. Simplemente quiero constatar que el problema que tenemos en España con los nacionalismos periféricos no es, ni remotamente, caso único o especial. Ni tampoco es de los más conflictivos. Incluso en un estado tan antiguo y civilizado como el Reino Unido, los galeses, escoceses y, aún más, los irlandeses del Norte, reclaman de la Administración una descentralización y un mayor reconocimiento de sus señas de identidad.

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Vamos a realizar un rapidísimo recorrido por nuestra historia, deteniéndonos únicamente en algunos de los momentos clave en la formación del estado español. En el primer milenio antes de Cristo, la Península Ibérica estaba habitada por multitud de tribus que se repartían por el territorio y que se caracterizaban por su diversidad étnica, cultural, social, política y económica. La llegada de los pueblos colonizadores (fenicios, griegos y cartagineses) no supuso la creación de estados en Iberia, nombre con que se conocía en la Antigüedad a la Península, y que deriva de Iberus, el río Ebro. El primer momento verdaderamente importante fue con la llegada de los romanos a fines del siglo III a.C. (año 218), hecho que se produjo en el contexto de la II Guerra Púnica. Los romanos vinieron a la Península con la primaria intención de expulsar de ella a sus enemigos cartagineses y quitarles su principal base de aprovisionamiento de metales, alimentos y soldados. A lo largo de los 199 años posteriores llevaron a cabo la conquista y asimilación del territorio, que en las regiones del sur y del Mediterráneo fue rápida y fácil, y en otras, las del interior y sobre todo las norteñas, lenta y difícil por la encarnizada resistencia de

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las tribus indígenas. La integración de la Península en el Imperio fue plena, como lo demuestra la desaparición de las lenguas prerromanas, sustituidas por el latín, con la única excepción de la lengua vasca (hecho significativo, pues demuestra una menor romanización en aquella región peninsular). Los romanos denominaron Hispania a toda la Península Ibérica, vocablo cuya etimología ha estudiado el profesor José María Blázquez. La fuente más antigua que ha llegado hasta nosotros sobre la palabra “Hispania” la proporciona el historiador romano Tito Livio, contemporáneo de Augusto. Su origen, según el arqueólogo Schulten, puede ser fenicio: “i-shphan-im”, que habría que traducir como “tierra de conejos”. Pero hay otras posibilidades bastante dispares aportadas por diversos lingüistas, todas tomadas de la lengua fenicia: “isla o montaña del norte”, “isla donde se baten los metales”. Pero a nosotros lo que importa en esta ocasión es que con la colonización romana es cuando se produce la primera unificación política de la Península Ibérica, aunque no lo sea bajo una forma independiente, sino como una provincia más del Imperio. Tras la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476 d.C. llegan diversas tribus bárbaras que se instalan en nuestro solar, amén de que en el siglo VI lleguen también los bizantinos. Uno de esos pueblos germánicos, el de los visigodos, consigue derrotar a los demás y reconstituir la unidad de Hispania, aunque con la diferencia de que ahora lo hace de manera independiente de una potencia exterior. Por tanto, el primer estado español de la Historia es el reino visigodo. La estructura de tal estado se caracterizó por su debilidad y por las dificultades que encontró la minoría visigoda para integrarse dentro de un sustrato de población hispanorromana mucho más numeroso. A principios del siglo VIII (año 711) llegan los musulmanes, que en muy pocos años se hacen con el control de casi toda la Península, salvo las regiones montañosas del norte. El estado hispanomusulmán, denominado al-Andalus, sustituyó al visigodo. La etimología de tal palabra es dudosa, aunque es probable que haga referencia a la mítica Atlántida de la que hablaban los griegos. La mayoría de la población hispanovisigoda acabó integrándose en los usos, costumbres, religión, lengua, en definitiva la cultura y modo de vida que trajeron los musulmanes. Sólo a partir del siglo IX comienzan a recuperarse los pequeños grupos cristianos que vivían recluidos en las montañas septentrionales (Cordillera Cantábrica y Pirineos). Muy lentamente irán organizándose entidades políticas, muy modestas al principio, que con el tiempo iniciarán una expansión hacia el sur en la doble y simultánea tarea de conquistar territorios de al-Andalus (Reconquista) y ocuparlos mediante el fenómeno de la Repoblación. El primero de estos estados cristianos es el reino de Asturias (más tarde denominado Astur-leonés y posteriormente reino de León). Le siguen, ya a partir de comienzos del

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siglo XI, los reinos de Portugal, Castilla, Navarra, Aragón y los condados catalanes. Por tanto están ya configurados los seis estados cristianos que se reparten las regiones del Norte. Entre ellos las relaciones fueron difíciles, con continuas guerras, alianzas y tratados, que les unieron y desunieron con mucha frecuencia. Pero hay dos uniones que perdurarían: la de Castilla con León (con Fernando III el Santo, año 1230) y la del reino de Aragón con los condados catalanes (en 1137). La primera de ellas es una plena unión política en torno a un rey que disfruta de una gran autoridad. La segunda adopta la forma de una confederación que respetaba la identidad de cada uno de los dos miembros originales, más tarde ampliados a cuatro con la incorporación de los reinos de Valencia y de Mallorca. Estas diferencias entre los dos principales estados cristianos se dejarían sentir posteriormente.

El fenómeno de la Reconquista se aceleró tras la desaparición de al-Andalus como estado unificado y su sustitución por los pequeños y débiles Reinos de Taifas. A partir del siglo XIII quedan incorporados a los distintos estados cristianos todos los territorios peninsulares más el archipiélago balear, salvo el Reino Nazarí o granadino, que sobrevivió dos siglos y medio más. Por otro lado, la alternancia de periodos de unidad y de fragmentación en la historia de la España islámica me parece ejemplarizante: cuando el emir o el califa lograba mantener bajo su control a toda al-Andalus, a los musulmanes españoles les iba bien, prosperaban la economía y la cultura y podían mantener a raya a los estados cristianos; todo lo contrario sucedía cuando se imponían los gobernadores de las provincias o coras sobre el poder central de Córdoba, la capital. La conclusión es obvia y nos conduce a un viejo refrán: la unidad hace la fuerza. Y llegamos a una de las etapas trascendentales en la formación del futuro Estado español: el reinado de los Reyes Católicos. El matrimonio en 1469 de los príncipes que años después se convertirían en los soberanos de Castilla y Aragón constituyó un primer paso. Los acontecimientos posteriores (conquista del Reino de Granada en 1492, anexión de Navarra en 1512, intentos fracasados de unión matrimonial con príncipes portugueses) iban encaminados a lograr una plena soberanía sobre toda la antigua Hispania. Se trató tan sólo de una unificación dinástica, no de los pueblos ni de los estados respectivos. Cada reino siguió conservando toda su organización institucional, sus leyes, impuestos, monedas, y se mantuvieron las fronteras entre ellos. De hecho, nunca se intitularon “reyes de España”, como vamos a comprobar en el siguiente documento, que es el encabezamiento del Fuero de Baza, otorgado por los Reyes en 1494 a dicha ciudad granadina tras su conquista en la guerra que puso fin al reino nazarí:

“Don Fernando e doña Ysabel por la gracia de Dios rey e reyna de Castilla, de Leon, de Aragon, de Secilia, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdaña, de Cordoba, de Córcega, de Murçia, de Jaen,

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de los Algarbes, de Algezira, de Gibraltar, de las Islas de Canarias, conde e condesa de Barcelona e señores de Vizcaya e de Molina, duques de Athenas e de Neopatria, marqueses de Oristan e de Goçiano, a vos el concejo regidor e justicia e regidores, cavalleros, escuderos, ofiçiales e omes buenos de la ciudad de Baza, salud e gracia.” (MORENO CASADO, J.: Fuero de Baza. Estudio y transcripción. Granada, Universidad de Granada, 1968), págs. 57-58).

Durante los dos siglos siguientes los distintos reyes siguieron usando en el protocolo y toda clase de documentos esta prolija relación de sus estados. Así, por ejemplo, en el testamento de Felipe II, otorgado en Madrid el 7 de marzo de 1594. La importancia del reinado de los Reyes Católicos en la configuración del futuro Estado español es aún mayor por cuanto ellos acrecentaron su poder (y en definitiva el de sus estados) en detrimento de la Nobleza, los Municipios y la Iglesia. Es el llamado sistema de monarquía autoritaria que, como indica su nombre, otorga mucha mayor autoridad a los monarcas que la que éstos habían disfrutado en tiempos medievales. A ese proceso ayudó en gran medida el decisivo papel que el reino castellano desempeñó en el descubrimiento de América y su posterior colonización, amén de otras conquistas que tanto castellanos como aragoneses realizaron en territorios italianos y norteafricanos. Me parece importante señalar que en el extranjero ya comenzaba a reutilizarse la palabra “España”, obviamente derivada de la latina “Hispania”, para referirse a los estados gobernados por los Reyes Católicos. El siglo XVI trajo la entronización en los reinos hispánicos de la dinastía de Habsburgo, también denominada Casa de Austria, que llegó de la mano de un nieto de los Reyes Católicos, Carlos de Gante, el cual incorporó a sus estados numerosos territorios europeos gracias a las herencias y a las guerras, amén del título imperial alemán. En ese reinado y en el de su hijo Felipe II continuó el proceso de acumulación de poder por parte de los monarcas. Con este rey Portugal se incorporó a la monarquía hispánica en 1580, lo que se produjo de forma pacífica, pues heredó legítimamente la corona al morir sin descendencia el rey luso anterior, don Sebastián. Tanto Felipe II como su sucesor Felipe III, cuyo reinado ya entra en el siglo XVII, fueron muy escrupulosos en el respeto a las leyes e instituciones portuguesas, e intentaron afrontar con más o menos éxito las aspiraciones de dicho estado. Sin embargo el cuarto de los Felipes, abrumado por los desastres militares en la Guerra de los Treinta Años, intentó que todos sus estados, y no sólo Castilla como hasta entonces, contribuyeran equitativamente al esfuerzo de guerra, lo que desató una gravísima crisis que acabaría con la secesión de Cataluña y Portugal. La de ésta sería definitiva, no así la catalana.

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¿Por qué se separó Portugal? El historiador Hipólito de la Torre (en el capítulo 12 del mencionado libro De Hispania a España, que se titula “España y la identidad portuguesa; una reflexión histórica”, págs. 197 y ss.) nos ofrece una explicación satisfactoria a esa pregunta. Con gran precocidad si la comparamos con otras realidades históricas, en Portugal desde que concluyó su reconquista en el siglo XIII comienza una toma de conciencia como nación que se define como reacción a los deseos unificadores de su poderoso vecino castellano pero también porque tiene un campo de proyección propio: el Océano Atlántico. La formación de un Imperio transoceánico tiene ese sentido, con establecimientos en las costas africanas y del sur y sureste de Asia, que se acrecentó con la incorporación de Brasil a partir de 1500. El periodo de 1580-1640 en que ese reino se integró en la corona hispánica hay que considerarlo como un simple paréntesis en la trayectoria histórica portuguesa, caracterizada por su desinterés hacia los asuntos peninsulares. Se trató de nuevo de una mera unión dinástica que, pese a los recelos tradicionales, tuvo aceptación inicial en amplias capas sociales por cuanto Castilla y Aragón, por su gran potencial económico y militar, constituían una garantía para la preservación de sus posesiones ultramarinas. Dice el historiador: “El futuro de la vinculación portuguesa dependía, por tanto, de la eficacia que mostrase la monarquía para garantizar la independencia y los intereses mundiales del reino (portugués). Y eso es exactamente lo que no ocurrió” (pág. 203). Cuando el Condeduque de Olivares, todopoderoso valido de Felipe IV, reclama a todos los reinos hispánicos la implantación del modelo castellano en cuanto a deberes militares e impositivos (lo que era contrario a lo establecido en los distintos fueros), comienza en Cataluña una rebelión que se extiende a Portugal, Andalucía y Aragón. Los principales estados europeos, deseosos de desgastar a la todavía poderosa monarquía hispánica, se apresuraron a reconocer a Juan IV, Duque de Braganza, como nuevo monarca portugués. Los posteriores intentos diplomáticos y militares por conseguir la reintegración de Portugal fueron baldíos e incluso contraproducentes, pues acentuaron el recelo de los lusitanos. Otro ilustre historiador, Manuel Fernández Álvarez, coincide con Hipólito de la Torre en los motivos de la separación portuguesa: “La incorporación fue un fracaso, porque la nación portuguesa estaba muy hecha. La primera nación que se forja en Occidente es Portugal.” (El testimonio de la Historia, suplemento de El Mundo, 2 de septiembre de 2004, pág. 6). En cuanto a Cataluña, donde el 7 de junio de 1640, día del Corpus, se había iniciado la revuelta con un altercado entre un grupo de segadores y los funcionarios y soldados del rey (de ahí procede el himno catalán Els segadors, Los segadores), los sangrientos desórdenes derivaron en un motín general y después en guerra abierta en la que los catalanes contaron con el apoyo francés en su lucha contra el ejército de Felipe IV. De esa manera se constituyó una República catalana en enero de 1641 que lograría mantener su independencia hasta su definitiva derrota en octubre de 1652, con la conquista de Barcelona por

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las tropas reales. Felipe IV no tuvo más remedio que abandonar su política centralista. De hecho, volvió a jurar los privilegios y fueros catalanes, buscando así la reconciliación con sus súbditos rebeldes. Los otros intentos separatistas –Andalucía y Aragón- quedaron en simples anécdotas. De esta manera fracasó el primer intento de unificación política de la Edad Moderna, con la secesión de Portugal y el mantenimiento a duras penas del statu quo anterior en los demás estados de la monarquía. Volviendo a la pregunta que formulaba hace un momento, ¿por qué se separó Portugal?, ahora la amplío: ¿y por qué no Cataluña? Para mí la respuesta es así de simple: porque en Portugal el rey de España no tenía un ejército propio que pudiera impedir la secesión, mientras que en Cataluña sí. Además hay que considerar también la diferente posición geoestratégica de ambos: Portugal, en el extremo occidental de la Península y con un área de proyección propia, el Océano; mientras que Cataluña se encuentra encajonada entre dos poderosos estados, Francia y España. Durante la Guerra de Sucesión a principios del siglo XVIII se produjo otro de los momentos históricos trascendentales para entender lo que está pasando. Esa guerra comenzó en 1702, cuando el Archiduque Carlos de Austria, apoyado por diversos estados europeos, declaró la guerra a Francia porque, alegando sus derechos a la corona española, no aceptaba la decisión del último monarca de la casa de Habsburgo, Carlos II, de nombrar sucesor a Felipe de Anjou, príncipe francés de la casa de Borbón. Esta contienda fue a la vez internacional y civil. Internacional, porque Austria, Inglaterra, Países Bajos, Dinamarca, Prusia y Saboya apoyaron al candidato austriaco, mientras Francia era valedora de la causa de su paisano Felipe. Y también fue civil debido a que la Corona de Aragón en pleno (es decir la confederación formada por Aragón, Cataluña, Valencia y el reino de Mallorca) luchó a favor de Carlos (por el temor a que la política centralista que había caracterizado a los borbones franceses fuese implantada también aquí), en tanto que Castilla y Navarra estuvieron a favor de la causa de Felipe V. La guerra tuvo diversos vaivenes, con victorias y derrotas para ambos bandos. Finalmente se llegó a un arreglo entre las partes contendientes (paces de Utrecht y Rastatt, 1713-1714), que prácticamente recomponía el mapa de Europa. La aceptación por todos de Felipe V como rey de España se materializó a costa de la cesión por parte de éste de todas las posesiones europeas que desde hacía siglos habían pertenecido a la corona española. También cedió a Inglaterra la soberanía de Gibraltar y Menorca. Todas estas concesiones las hizo el nuevo rey con tal de conseguir el reconocimiento internacional. Ello nos permite hacernos una idea de la noción que tenía el primer rey Borbón sobre la defensa de los intereses de los estados en que se disponía a reinar.

Pero –y esto nos interesa ahora particularmente- en el orden interno las consecuencias de la guerra fueron también importantísimas. El nuevo monarca

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aprovechó la ocasión para vengarse de los reinos que le habían sido infieles y, mediante los llamados Decretos de Nueva Planta, decidió anular los fueros, instituciones y privilegios que desde siempre habían gozado, implantando en su lugar las leyes de Castilla. El primero de estos decretos se realizó en plena guerra, concretamente a raíz de la ocupación por sus tropas de los reinos de Aragón y Valencia como consecuencia de su victoria en la batalla de Almansa (1707). Los otros dos fueron implantados al final de la contienda, en 1715 para el reino de Mallorca y al año siguiente el de Cataluña, siendo su contenido prácticamente idéntico al primero de tales decretos. Sólo Navarra y las provincias vascas mantuvieron sus fueros particulares debido a la fidelidad que mostraron hacia el rey. Del carácter vengativo de los decretos de Nueva Planta es buena prueba el preámbulo de uno de ellos, el primero, que dice así:

“Considerando haber perdido los Reynos de Aragón y de Valencia, y todos sus habitadores por la rebelión que cometieron, faltando enteramente al juramento de fidelidad que me hicieron como á su legítimo Rey y Señor, todos los fueros, privilegios, exenciones y libertades que gozaban, y que con tal liberal mano se les habían concedido, así por mí como por los Señores Reyes mis predecesores, particularizándolos en esto de los demás Reynos de esta Corona; y tocándome el dominio absoluto de los referidos Reynos de Aragón y de Valencia, pues a la circunstancia de ser comprehendidos en los demás que tan legítimamente poseo en esta Monarquía, se añade ahora la del justo derecho de la conquista que de ellos han hecho últimamente mis Armas con el motivo de la rebelión. Aún sin los graves y fundados motivos y circunstancias que hoy concurren para ello en lo tocante á lo de Aragón y Valencia; he juzgado por conveniente abolir y derogar enteramente, como desde luego doy por abolidos y derogados, todos los referidos fueros, privilegios, práctica y costumbre hasta aquí observadas en los referidos Reynos de Aragón y Valencia (…)”.

O sea, el rey justifica su decisión en base a dos argumentos: 1) los aragoneses y valencianos se han rebelado contra él. Y 2) “el justo derecho de la conquista que de ellos han hecho últimamente mis Armas”, lo que en roman paladino se puede traducir como “os he ganado en la guerra: ahora voy a hacer lo que me dé la gana”. Me parece significativo que Cataluña celebre su Diada o fiesta nacional el 11 de septiembre, el día (de 1714) en que las tropas de Felipe V entraron a sangre y fuego en Barcelona, último bastión de la resistencia antiborbónica. En suma lo que conmemoran los catalanes es su derrota militar ante el rey de España. Más en concreto, para Cataluña el Decreto de Nueva Planta supuso la pérdida de la oficialidad de su lengua (aunque se seguiría hablando en el ámbito privado), la supresión de las Cortes y de todos los organismos forales, imponiéndole las instituciones y el derecho administrativo castellanos. Los cambios en el sistema tributario, que incrementaban la presión fiscal, fueron muy mal asumidos por la población, creando un resentimiento que

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duraría largo tiempo. El historiador hispanista John Elliott resume la nueva situación de esta manera: “Desde el principio del siglo XVIII se abandonó el principio de una España pluralista y se sustituyó por el concepto de una España unida. (…) La tentativa borbónica es la primera tentativa seria de crear un Estado español junto con una nación española” (El testimonio de la Historia, suplemento de El Mundo, 2 de septiembre de 2004, pág. 9). Con la nueva dinastía reinante se consolidó el sistema absolutista, de forma que el poder del estado se incrementó hasta límites nunca conocidos. La centralización política significó la creación de una serie de instituciones de gobierno que tenían como fin último la unificación y homogenización de un nuevo estado, que adoptó como símbolos la Marcha de Granaderos (1770), en que se basa el Himno Nacional, y la bandera que todos conocemos y que era la de la Marina de Su Majestad (1785). La principal de esas nuevas instituciones era el Gabinete, nombre que recibió la reunión de los secretarios de estado responsables de cada área de gobierno. Es el antecedente de lo que hoy llamamos Consejo de Ministros o Gobierno. Fue unificado el sistema tributario –salvo para Navarra y País Vasco- y nació el Banco de San Carlos, precursor del actual Banco de España. Por otro lado, la abolición de tasas y trabas al desaparecer las fronteras interiores sirvió para fomentar el comercio entre las distintas zonas del país, lo que contribuiría a la formación de unos lazos de dependencia mutua, germen de una conciencia nacional.

En definitiva, es a lo largo de este siglo XVIII cuando ya podemos hablar de un auténtico Estado Español, en el que la base la aporta Castilla, por cuanto que sus leyes, instituciones, sistema tributario, lengua… se convierten en los oficiales de la monarquía. Por cierto que fue Felipe V el primer rey que sustituyó en el encabezamiento de sus escritos la detallada relación de sus reinos y señoríos por otra mucho más simple: Hispaniarum et Indiarum Rex (Rey de las Españas y de las Indias). Otro aspecto destacable en la aparición de una identidad española común es el aspecto folklórico, que constituye otra de las bases de una “nación”. Dentro de la riquísima variedad que ofrecen las distintas regiones y comarcas, se impuso lo andaluz, de fuerte personalidad, que acaba elevándose a la categoría de folklore nacional español. El flamenco y los toros (tradición convertida en la Fiesta Nacional) son desde entonces fácilmente identificables en el extranjero con la esencia de lo español. Y no olvidemos la pertenencia de Andalucía al reino de Castilla. Once de las doce piezas que forman la suite Iberia se ambientan en distintos lugares andaluces. La única excepción es la que Albéniz tituló Lavapiés, el popular barrio madrileño.

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Al final de ese siglo XVIII comienza el proceso revolucionario francés, al que sigue como epílogo el Imperio napoleónico. La monarquía hispánica, entonces encarnada por Carlos IV, se resintió también de los acontecimientos del país vecino. De enemigo de la Francia revolucionaria y tras ser derrotado por ésta, nuestro país pasó incomprensiblemente a convertirse en su más firme aliado. En ese contexto se produjo la desastrosa batalla de Trafalgar, cuyo segundo centenario acabamos de conmemorar el pasado octubre, y cuyas consecuencias serían nefastas pocos años después, con la pérdida del grueso de nuestro gigantesco imperio colonial americano.

Pero estamos ya en el siglo XIX, el siglo de los grandes cambios en todos los órdenes. Y muy a principios de esa centuria llegamos a otro más de los momentos importantes en la configuración del Estado español: las Cortes de Cádiz y su acción revolucionaria. Recordemos algunos datos: tras el inicio de la Guerra de Independencia en 1808, nacida como una reacción espontánea de la mayoría del pueblo español contra la ocupación del territorio por tropas francesas, se produce un vacío de poder dado que el rey al que consideran legítimo, Fernando VII, se encuentra fuera de España, en Bayona concretamente. Unas Cortes, supuestamente representativas de todas las provincias españolas y americanas, se reúnen desde 1810 en la única ciudad que estaba libre de la ocupación francesa, Cádiz, y allí deciden sus diputados asumir la soberanía. Es el nacimiento del liberalismo político y su principal plasmación es la Constitución promulgada el 19 de marzo de 1812. El liberalismo es una doctrina política que tiene sus raíces en la Ilustración francesa y que responde a los ideales de la pujante clase burguesa, que en esta época (fines del siglo XVIII y primeras décadas del XIX) estaba acometiendo su definitivo asalto al poder político a través de diversas revoluciones. Dos de sus principios básicos son, el primero, la igualdad jurídica, lo que implica la desaparición de toda clase de privilegios tradicionales tanto de carácter personal como territorial con la implantación de unas mismas leyes para todo el estado. Es la burguesía la que inventa el concepto de estado-nación, es decir la asimilación semántica de estos dos términos que hasta entonces tenían significados diferentes. Y, segundo principio, la asunción por parte del estado de diversas competencias que en tiempos anteriores correspondía a otros poderes. Por tanto, el estado liberal se caracteriza, entre otras cosas, por su tendencia a la unificación y el centralismo.

El origen burgués de los nacionalismos en el siglo XIX se explica por la defensa de los burgueses o empresarios de un mercado propio lo más amplio posible para hacer frente a la competencia de empresas procedentes de otros estados, en la época del incipiente capitalismo. Curiosamente, las ideologías obreras que nacen pocas décadas después (tanto el anarquismo como el

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socialismo en sus diversas versiones) eran manifiestamente internacionalistas y en ese sentido aparecían como herederas del espíritu de la Ilustración, ideología que defendía la unicidad de la Humanidad. Pero eran las burguesías las que acababan de apoderarse del poder y lo controlaban, de forma que desde él imponían un sentimiento nacional común, borrando de paso cualquier resquicio de la cultura de los diversos pueblos sobre los que se construía, más o menos artificialmente, esa nación. Antonio Alcalá Galiano, político liberal que llegó a presidir las Cortes de Cádiz, afirmaba en 1835 que a los liberales correspondía la tarea de “hacer de España una nación, que no lo es ni lo ha sido nunca”. Hecho este inciso, paso a leerles los tres primeros artículos de esta Constitución de 1812, modelo y referencia para las otras muchas que se hicieron después, que resume las líneas básicas del pensamiento liberal:

“Art. 1. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Art. 2. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Art. 3. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.” O sea, tras definir a la nación como el conjunto de todos los españoles, con igualdad plena para los españoles peninsulares y los de los territorios americanos, añade que tal nación no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Esto significa la ruptura con la concepción patrimonial de los estados. Es decir, ni el territorio ni las personas que en él viven pueden ser ya considerados como propiedad de un rey. Y en el artículo 3 se establece que el poder del estado reside en la nación. Por tanto se produce la identificación entre esos conceptos, “estado” y “nación”. Ha nacido el estado nacional. Indiquemos también que en su larguísimo articulado la Constitución de 1812 configura una organización territorial unitaria y centralista. Independientemente de las Cortes de Cádiz, la Guerra de Independencia está considerada por la historiografía como un momento trascendental, puesto que el rechazo contra el invasor francés fue unánime en todas las regiones y casi en todos los estratos sociales. Por tanto constituye un capítulo importantísimo en la gestación del concepto de “nación española”. Así lo señala, por ejemplo, Vicente Palacio Atard cuando define a esta guerra como “el catalizador que precipitaría la conciencia de la unidad nacional (…)(pues) todos defendían la misma patria amenazada.” Ello no quita para precisar que en los primeros meses de guerra cada provincia española organizaba la defensa de su territorio sin contar con las demás. Fueron las derrotas iniciales y la decisiva intervención

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británica lo que obligó a las autoridades políticas y militares a coordinar los esfuerzos bélicos ante el enemigo común. Tras acabar la guerra y con la vuelta de Fernando VII, éste intentó volver a la situación anterior, es decir al sistema absolutista y a los viejos principios. Pero el proceso era irreversible y a su muerte en 1833 el liberalismo quedó definitivamente implantado. Sin embargo tal paso comenzó de forma traumática, con una guerra civil, la primera guerra carlista. Sus orígenes están en un problema dinástico. Lo que había que dilucidar era si correspondía reinar a la hija mayor de Fernando VII, Isabel, o a su tío Carlos María Isidro. Tal cuestión escondía otro problema mucho más de fondo: mientras que a Carlos le apoyaban los absolutistas, la entonces niña Isabel tenía sus partidarios en los sectores liberales. La cuestión, ya de por sí complicada, se enredó aún más por un asunto que hoy nos interesa particularmente: el problema de los fueros vascos y navarro. Así como el pretendiente Carlos se apresuró a jurar defender tales leyes particulares, los isabelinos no se definían al respecto. Ello tuvo como consecuencia el que el País Vasco y Navarra se convirtieran en la principal cantera del carlismo. Y también me parece significativo que las otras regiones en las que más arraigó la causa carlista fuesen Cataluña, Aragón y Valencia, tres de las cuatro que habían sido derrotadas un siglo antes por el primer Borbón. ¿Puede interpretarse esa realidad como una secuela del resentimiento derivado de los decretos de Nueva Planta? Particularmente pienso que en alguna manera sí.

Esta primera guerra carlista, lo mismo que las otras dos que tuvieron lugar en ese siglo XIX, acabó con la victoria liberal. Como resultado de la tercera y última, ya en el reinado de Alfonso XII, el entonces presidente Cánovas derogó en 1876 los fueros de Navarra y provincias vascas, perdiendo estos territorios los privilegios fiscales y de exención del servicio militar obligatorio que desde siempre habían disfrutado. Entretanto se había producido en 1824 la casi total desaparición del Imperio americano, quedando sólo tres vestigios: Cuba y Puerto Rico, en las Antillas, y el archipiélago filipino, al sur de Asia, que durarían unas cuantas décadas más, hasta la definitiva crisis de 1898. España abandonaba definitivamente el status de potencia y a la fuerza tenía que reconocer su atraso a todos los niveles respecto a Europa Occidental. Por otro lado, no debo dejar de hacer una mención, aunque sólo sea eso, al proyecto de Constitución federal de la I República, auspiciado por el segundo de sus presidentes, Francisco Pi y Margall. Data de 1873 y terminó en fracaso. Pero en el siglo XIX se produjo otro hecho de vital importancia para la comprensión del problema presente, el comienzo de la Industrialización. Una de sus consecuencias fue la modernización de las carreteras y la construcción del

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tendido ferroviario, ambos trazados con una concepción claramente centralista que potenciaba el papel de la capital madrileña. La mejora de las comunicaciones interiores constituyó un factor de cohesión nacional, al permitir el establecimiento de lazos de dependencia mutua entre las distintas regiones. El proceso de Revolución Industrial propiamente dicho arrancó precisamente en Cataluña, en concreto en el sector textil, seguida algunas décadas después por el País Vasco, cuyos motores fueron la minería y la industria siderúrgica. O sea, prácticamente las dos únicas regiones que modernizaron su aparato económico fueron las que mantenían un resentimiento histórico hacia España, aunque, paradójicamente, ahora necesitaban del mercado español como destino de sus productos. También se inicia a la vez una corriente migratoria desde las distintas regiones españolas hacia Cataluña y País Vasco en busca de unos puestos de trabajo que no existían en sus lugares de origen, dato que me parece vital para comprender lo que viene a continuación, pues estimuló la aparición en aquellas regiones de un sentimiento de defensa de una identidad propia amenazada.

El proceso de revolución industrial por tanto fue contemporáneo a la aparición de movimientos nacionalistas en esas regiones, al principio manifestados sólo en el ámbito cultural (defensa de la lengua vernácula, fomento del folklore y de los rasgos peculiares), para más tarde adquirir un carácter de reivindicación política, con la aspiración a crear instituciones políticas propias y por tanto diferenciadas de las del resto de España. Las Bases de Manresa (primer manifiesto de Uniò Catalanista, partido promovido por Enric Prat de la Riba) y la creación del Partido Nacionalista Vasco, ambos hechos ocurridos en la última década del siglo XIX, son las expresiones respectivas de tales movimientos. Pero hay una diferencia importante entre ambos: mientras el catalanismo aspiraba simplemente a crear un grupo de presión que influyese en las decisiones del gobierno y una descentralización que no cuestionaba la pertenencia a España, Sabino Arana, patriarca del vasquismo, propugnaba la plena independencia de Euskadi. Los sentimientos nacionalistas de ambas regiones se acrecentaron a raíz del Desastre de 1898, con la pérdida de los últimos restos del Imperio colonial tras humillante derrota militar ante Estados Unidos. Desde el empresariado vasco y sobre todo catalán se lanzaron duras y fundadas acusaciones dirigidas al ineficaz Estado español, que demostraba su incapacidad para defender sus intereses económicos.

La correlación entre desarrollo económico y creación de los nacionalismos periféricos me parece evidente si observamos el caso gallego. Podríamos plantearnos por qué en Galicia, que también tiene lengua y rasgos de identidad propios, ha estado siempre mucho menos arraigado el sentimiento nacionalista. En mi opinión está claro el motivo: Galicia es tradicionalmente una región pobre, sobre todo las comarcas interiores. A los gallegos no les sería rentable separarse de España (aunque sólo fuese en el plano hacendístico-fiscal), de la que obtienen

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más de lo que aportan. Por eso el galleguismo político ha sido hasta tiempos recientes muy minoritario, quedando reducido a los círculos intelectuales. Es lo contrario que sucede en Cataluña o País Vasco, regiones industrializadas y con niveles de renta que desde antiguo están muy por encima de la media española. A mi entender, es falsa pero también muy extendida, la creencia de que la mayor riqueza de Cataluña y País Vasco se debe a que han estado mimadas por los gobiernos españoles. La verdadera razón, creo yo, está en que en esas regiones ha existido desde hace un siglo y medio una auténtica burguesía, equiparable a la de los países más adelantados de Europa Occidental, que ha promovido la creación de toda clase de negocios, al contrario que en el resto del país, donde hasta hace muy pocas décadas más que empresarios ha habido rentistas amparados por el poder político, de una mentalidad poco dada a la inversión y el riesgo. Volviendo al nacimiento de los nacionalismos vasco y catalán, el historiador hispanista Pierre Vilar, en su célebre manual Historia de España, cuya primera edición data de la ya remota fecha de 1963, se preguntaba por qué nacen precisamente a fines del siglo XIX. Para Vilar hay dos razones: primera, la impotencia del estado español, que no ha tenido éxito político o militar alguno desde tiempos de Carlos III (y sí multitud de fracasos a nivel internacional), ni tampoco ha hecho España en el siglo XIX esfuerzo alguno de carácter escolar para difundir el mito de la comunidad (es decir, de crear la idea de “nación española”). Y segunda razón: la disimilitud creciente entre la estructura social de Cataluña y Euskadi y la del resto de España. Vamos a tratar ahora cuál fue la reacción del poder político madrileño, tradicionalmente centralista, ante tales reivindicaciones. La respuesta de los dos partidos que por entonces se turnaban en el gobierno español, el Liberal y el Conservador, a las reivindicaciones de los nacionalismos periféricos fue la puesta en marcha de tímidos programas regeneracionistas. Los dos más importantes se intentaron llevar a cabo por el conservador Antonio Maura y el liberal José Canalejas. Pero ambos, por distintos motivos, fracasaron. El segundo de ellos, frustrado en parte por la muerte en atentado de su patrocinador, sí dejó puesta en marcha algo que hoy nos interesa: la Ley sobre Mancomunidades Provinciales de 1912 abría la puerta a una cierta descentralización administrativa y política, ley de la que surge la Mancomunitat de Catalunya, precursora de la Generalitat, con cuya reimplantación se pretendía contentar a los sectores más moderados del catalanismo político. El reinado de Alfonso XIII culmina en la Dictadura del general Primo de Rivera en 1923. El general disolvió la Mancomunitat catalana y mostró una nula comprensión hacia las reivindicaciones de gallegos, catalanes y vascos, por lo que estos sectores fueron decantándose hacia posiciones republicanas.

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Con la proclamación de la II República en 1931 llegamos a otro momento decisivo. La coalición de centro-izquierda, ganadora de las primeras elecciones, elaboró una constitución que abría la puerta a la creación de “regiones autónomas”, aunque solicitando unos requisitos tan exigentes que resultaba francamente difícil que una región pudiera conseguir un estatuto de autonomía (art. 12 y ss.). De hecho, la única que lo logró antes de la guerra fue Cataluña en 1932, no sin la dura oposición de la derecha parlamentaria. Dicen así dos de los artículos constitucionales de 1931:

“Art. 1º. (…) La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones”. Art. 12. Para la aprobación del Estatuto de la región autónoma se requieren las siguientes condiciones:

a) Que lo proponga la mayoría de sus Ayuntamientos o, cuando menos, aquellos cuyos municipios comprendan las dos terceras partes del Censo electoral de la región.

b) Que lo acepten, por el procedimiento que señale la ley electoral, por lo menos las dos terceras partes de los electores inscritos en el Censo de la región. Si el plebiscito fuera negativo, no podrá renovarse la propuesta de autonomía hasta transcurridos cinco años.

c) Que lo aprueben las Cortes.

El estatuto catalán de 1932 otorgaba a la Generalitat o gobierno autónomo amplias atribuciones en materias como derecho civil, régimen administrativo propio y poder judicial, pero otros aspectos muy relevantes, como la enseñanza, quedaban en manos de la Administración central, la cual además se reservaba el derecho a suspender la aplicación del estatuto. Y eso fue precisamente lo que sucedió en 1934, cuando el gobierno de centro-derecha de entonces paralizó el funcionamiento de las instituciones autonómicas a raíz del intento revolucionario de octubre. Hubo que esperar a la nueva victoria electoral de las izquierdas, ya en 1936, para que fueran repuestas con plena vigencia las instituciones y autoridades catalanas. Si lo comparamos con el actual estatuto en vigor, el de 1932 era mucho más restrictivo. Los proyectos estatutarios para el País Vasco y Galicia se estancaron por distintos motivos y no serían aprobados por el gobierno republicano hasta ya comenzada la Guerra Civil. A lo largo de ésta quedaron de manifiesto las dos visiones opuestas sobre la vertebración de España de la derecha e izquierda. Así, mientras que el gobierno del bando republicano incorporaba a ministros representantes de los partidos nacionalistas y aprobaba por la vía de urgencia los estatutos vasco y

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gallego, en el bando rival, denominado significativamente nacional, fue abolido el estatuto catalán (y, por supuesto, no reconocidos los de Euskadi y Galicia). Con la victoria de Franco en 1939 se implanta un régimen político dictatorial que perduró hasta la muerte de su fundador, hace ahora treinta años. Durante esas casi cuatro décadas rigió un sistema fuertemente centralista que impedía a los nacionalismos periféricos cualquier forma de manifestación política, e incluso cultural en los primeros 25 años. Indico a modo de ejemplo la prohibición expresa de registrar a los recién nacidos con nombres de pila que no fueran castellanos. Sin embargo y pese a la represión, los nacionalistas comenzaron a reorganizarse en la clandestinidad a partir de los años cincuenta. Un hecho de importancia capital fue la aparición de ETA, siglas de Euskadi Ta Askatasuna (Euskadi y Libertad), grupo nacido en 1959 a partir de una escisión de jóvenes militantes del PNV, que preconiza el uso de la violencia para conseguir como fin último la independencia del País Vasco, así como la anexión de Navarra y el País Vasco Francés. Sus acciones terroristas contaban –y siguen contando- con la simpatía y colaboración del sector más radical del nacionalismo vasco. El problema del terrorismo etarra fue uno de los más graves que tuvieron que afrontar tanto los últimos gobiernos de Franco como los de la Transición a la democracia, llegando sus crímenes incluso hasta tiempos bien recientes. De hecho, la amenaza de continuar cometiéndolos sigue presente. No obstante, en la etapa final del Franquismo el Partido Nacionalista Vasco siguió siendo el mayoritario de la oposición ilegal en aquella región, al tiempo que el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña, rama catalana del Partido Comunista de España), también de tintes nacionalistas, era el hegemónico en las tierras del Principado. La Transición política a la democracia que comienza con la Ley para la Reforma política (15 de diciembre de 1976), y continua con la celebración de las primeras elecciones libres (15 de junio de 1977) y la aprobación de la Constitución (6 de diciembre de 1978) cambió sustancialmente tanto las reglas del juego como la propia concepción del Estado español. En esta Constitución de 1978, consensuada por prácticamente todas las fuerzas políticas de entonces (salvo los nacionalistas vascos), se intentaba establecer un difícil equilibrio entre la unidad de España y una amplia descentralización política y administrativa, a lo que aspiraban los partidos nacionalistas gallegos, vascos y catalanes. El resultado final se resume en el artículo 2º, que dice así:

“La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.

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Más adelante, la Constitución dedica todo el complejísimo título VIII a la

organización territorial del Estado y a la delimitación de las competencias que corresponden a cada una de las cuatro administraciones: local, provincial, autonómica y estatal. Todas las nacionalidades y regiones se constituirán en “comunidades autónomas”, distinguiéndose a las tres que ya tuvieron estatuto autonómico en el pasado (Cataluña, País Vasco y Galicia), a las que por otras circunstancias se sumará después Andalucía. Son las denominadas “nacionalidades”. Éstas accederán a la autonomía más pronto y podrán asumir más competencias que las “regiones”.

En un artículo publicado en El país el pasado 31 de octubre (pág. 16), y titulado La nación, entre el diccionario y la enciclopedia, que a mí me parece excelente por lo clarificador que es, Agustí Fancelli expone la causa de esa polémica distinción entre “nacionalidades” y “regiones”. Un buen día de 1977, apenas comenzado el proceso constituyente, el presidente Suárez llamó discretamente a Miquel Roca, nacionalista catalán y ponente constitucional. Le dijo que los militares no aceptarían de ningún modo definir como nación a ningún otro territorio que no fuera España. Y los militares de entonces no se andaban con chiquitas, como demostraron en diversas ocasiones, de las que la más célebre (pero no la única) fue la intentona golpista de Tejero y compañía. Roca, como buen representante del seny catalán, comprendió a la perfección lo difícil del problema y aceptó una fórmula intermedia: la de la distinción entre “nacionalidades y regiones”, lo que por otro lado tantos recelos levantó en las “simplemente regiones”, evidentemente rebajadas a una segunda categoría. Los estatutos catalán y vasco, los más conflictivos, fueron aprobados en 1979. Al año siguiente se celebrarían las primeras elecciones autonómicas, con victoria para el PNV y una coalición formada por los nacionalistas moderados catalanes (Convergencia i Uniò) respectivamente. En 1983 ya estaban constituidas todas las Comunidades Autónomas, 17 en total. Con el tiempo se ha ido produciendo un progresivo traspaso de competencias desde la Administración central hacia las Comunidades Autónomas. En todos estos años de democracia y estando en el poder gobiernos de tres partidos políticos diferentes (UCD, PSOE, PP y ahora de nuevo el PSOE) las relaciones entre los partidos nacionalistas de Cataluña y el País Vasco (que casi siempre han gobernado en sus respectivas comunidades autónomas) y la Administración del Estado no han sido fáciles, debido a las continuas peticiones de traspaso de nuevas competencias. Por lo general, los distintos gobiernos españoles han mostrado ante estas demandas una actitud de contención en las mesas de negociaciones, aceptándolas con cuentagotas.

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Y ya casi hemos llegado al momento actual. En los cuatro años que duró la mayoría absoluta de José María Aznar como Presidente del Gobierno (2000-2004) las relaciones entre el Gobierno español y los de las comunidades autónomas de País Vasco y Cataluña se deterioraron hasta extremos no conocidos. Los deseos de los partidos nacionalistas de aquellas regiones de reformar sus respectivos estatutos para aumentar las competencias se estrellaron ante la contundente negativa gubernamental. El cambio de gobierno producido como resultado de las elecciones del 14 de marzo de 2004, que significó la vuelta al poder de los socialistas tras ocho años en la oposición, supuso entre otras cosas una distensión en esas relaciones. La falta de mayoría absoluta de José Luis Rodríguez Zapatero le obligó a buscar alianzas con los grupos de izquierda y los nacionalistas, tanto para formar gobierno como para sacar adelante sus proyectos e iniciativas. Esta realidad evidentemente está condicionando toda la acción del Gobierno, incluyendo el espinoso problema de los proyectos de reforma de los estatutos autonómicos. El fracaso del primer Plan Ibarreche, promovido por los partidos nacionalistas del País Vasco con la oposición frontal de los denominados allí despectivamente “españolistas” (que suponen más del 40 % de los votos), y el proyecto del nuevo Honorable President de Catalunya, Pasqual Maragall, aprobado por todas las fuerzas políticas catalanas (en este caso con la única excepción del Partido Popular, que representa aproximadamente a la décima parte de la población) constituyen sendos retos por cuanto que ambos elevan sus peticiones de autogobierno hasta límites cercanos a la plena independencia. Por los medios de comunicación sabemos que el presidente vasco está celebrando reuniones con otros partidos para presentar un nuevo proyecto de reforma estatutaria que no sabemos si se diferenciará mucho o poco del anterior. Entretanto y desde el resto del país, los ciudadanos de a pie asistimos con preocupación a un debate político cada vez más crispado en el que, como armas arrojadizas entre los partidos, se escuchan palabras como “nación”, “soberanía”, “autofinanciación”, “derecho de autodeterminación”, etc. Y es que intuimos que lo que está en juego es el modelo de convivencia en España de las próximas décadas. Puede ser ésta la ocasión para conseguir uno que sea estable y satisfactorio para una gran mayoría de la población, incluyendo la de las regiones llamémoslas díscolas, pero también existe el riesgo de que una eventual falta de acuerdo provoque una gran frustración con derivaciones imprevisibles. ¿Qué pasará? La pregunta lamentablemente queda en el aire.

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Mi intención era leerles algunas reflexiones interesantísimas que sobre la definición de España y el problema de los nacionalismos han realizado diversos

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tratadistas, historiadores e intelectuales, tanto actuales como del pasado: Rubert de Ventós, Fernando García de Cortázar, Miguel Ángel Ladero, Francisco Gutiérrez Contreras, Pedro Laín Entralgo, Antonio Papell, José Ortega y Gasset, Pasqual Maragall, Josep Fontana, José Saramago y Juan Luis Cebrián. Pero de momento no lo voy a hacer por no cansarles en exceso. No obstante, en el debate posterior podremos volver sobre ello, si ustedes lo tienen a bien. Asimismo tenía previsto expresarles algunas reflexiones mías, llenas de interrogantes, sobre toda esta problemática, pero este propósito queda también condicionado por el factor tiempo.

Así que termino volviendo al título del óleo de Gauguin con que comencé: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? Confío en que hayamos obtenido algunas claves para conocer algo mejor la respuesta a las dos primeras preguntas. En cuanto a la tercera, ¿Adónde vamos?, les remito a aquella legendaria sección de la desaparecida revista de humor Hermano Lobo, que hacía una serie de preguntas de difícil respuesta y que siempre terminaba con la misma pregunta: ¿para cuándo la democracia en España? ¿Recuerdan la respuesta que daba el lobo?: Uuuhhh.

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