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IMÁGENES, REVOLUCIÓN Y DESPUÉS La visualidad en el actual territorio argentino durante el proceso revolucionario María de las Nieves Agesta (CONICET-UNS) Hablar de arte argentino hacia 1810 es, si no imposible, al menos problemático. Si bien en una acepción amplia del término –que se encuentra aún hoy en diccionarios y enciclopedias– el arte puede entenderse como cualquier actividad o producto humano realizado con una finalidad estética y/o expresiva, quienes solemos recorrer las salas de galerías y museos e, incluso, quienes transitamos con ojos atentos las ciudades contemporáneas, sabemos que esta definición resulta, a la vez, demasiado estrecha y demasiado extensa. En la actualidad, el arte abarca tanto a las obras como a las formas de producción, circulación y consumo artísticos; a los museos, las galerías y los salones; a los teóricos, críticos e historiadores del arte que nos dicen qué y cómo mirar; a las instituciones que, de una u otra manera, solventan las exposiciones y las actividades; en pocas palabras, a aquello que el sociólogo de la cultura Pierre Bourdieu denominó el campo artístico. La sociedad rioplatense de principios del siglo XIX no contaba aún con un circuito organizado e institucionalizado tal como lo acabamos de describir. Habría que esperar hasta fines de esa centuria para que, junto con el proyecto de país encabezado por la llamada Generación del 80, se configurara un campo artístico relativamente autónomo con valores propios que lo diferenciaran de otras esferas de la sociedad. Durante la época revolucionaria, el mundo de las imágenes – lejos de hallarse así diferenciado – permeaba las actividades diarias, las prácticas devocionales y la vivencia del espacio de los hombres y mujeres de entonces. La inexistencia del arte como hoy lo concebimos, no excluía la experiencia estética ante los objetos de uso cotidiano donde función y forma convivían sin distinción. La diferencia entre lo útil y lo únicamente bello sobre la que se funda el arte 1

La visualidad en el actual territorio argentino durante el ... · los pueblos originarios y aún no sometida al gobierno rioplatense; y, por último, la ciudad de Buenos Aires, núcleo

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IMÁGENES, REVOLUCIÓN Y DESPUÉS

La visualidad en el actual territorio argentino durante el proceso revolucionario

María de las Nieves Agesta(CONICET-UNS)

Hablar de arte argentino hacia 1810 es, si no imposible, al menos

problemático. Si bien en una acepción amplia del término –que se

encuentra aún hoy en diccionarios y enciclopedias– el arte puede

entenderse como cualquier actividad o producto humano realizado

con una finalidad estética y/o expresiva, quienes solemos recorrer las

salas de galerías y museos e, incluso, quienes transitamos con ojos

atentos las ciudades contemporáneas, sabemos que esta definición

resulta, a la vez, demasiado estrecha y demasiado extensa. En la

actualidad, el arte abarca tanto a las obras como a las formas de

producción, circulación y consumo artísticos; a los museos, las

galerías y los salones; a los teóricos, críticos e historiadores del arte

que nos dicen qué y cómo mirar; a las instituciones que, de una u otra

manera, solventan las exposiciones y las actividades; en pocas

palabras, a aquello que el sociólogo de la cultura Pierre Bourdieu

denominó el campo artístico.

La sociedad rioplatense de principios del siglo XIX no contaba aún

con un circuito organizado e institucionalizado tal como lo acabamos

de describir. Habría que esperar hasta fines de esa centuria para que,

junto con el proyecto de país encabezado por la llamada Generación

del 80, se configurara un campo artístico relativamente autónomo

con valores propios que lo diferenciaran de otras esferas de la

sociedad. Durante la época revolucionaria, el mundo de las imágenes

– lejos de hallarse así diferenciado – permeaba las actividades

diarias, las prácticas devocionales y la vivencia del espacio de los

hombres y mujeres de entonces. La inexistencia del arte como hoy lo

concebimos, no excluía la experiencia estética ante los objetos de uso

cotidiano donde función y forma convivían sin distinción. La diferencia

entre lo útil y lo únicamente bello sobre la que se funda el arte

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moderno se introduciría paulatinamente en los años

posrevolucionarios de la mano de los proyectos liberales y del

contacto con la tradición artística de la Europa occidental. Este

proceso, sin embargo, no se produjo de manera uniforme en todo el

territorio del ex Virreinato: las historias locales, las posiciones

geográficas y las relaciones que establecían con Europa y el resto de

América, delinearon temporalidades y trayectorias regionales

diferenciales que muchas veces fueron ignoradas por una Historia del

Arte centrada en el devenir capitalino.

Así, no sólo el uso del concepto de arte comienza a

problematizarse sino también el de argentino, como adjetivo

adecuado y suficiente para dar cuenta del territorio y del sentimiento

de pertenencia de sus habitantes. El historiador argentino José Carlos

Chiaramonte ya nos advirtió que las formas de identidad reunidas

bajo ese término cobraron una dimensión regionalista en los albores

de la Revolución de 1810: argentino era quien habitaba en Buenos

Aires y en sus zonas aledañas, sinónimo de rioplatense y opuesto a la

capital peruana. Únicamente a partir del avance porteño sobre las

demás regiones, el vocablo se extendería y terminaría por convertirse

en un símbolo de identificación colectiva. Hasta entonces, en las

convulsionadas primeras décadas del siglo cuando aún se

encontraban en disputa las fronteras de la nueva unidad política, la

identidad se articulaba en torno a los pueblos que, luego de la década

del 20, se constituirían en Estados soberanos bajo el rótulo de

provincias.1 ¿Cómo abarcar la diversidad de ese inmenso territorio

que más tarde constituiría la Nación Argentina si eran otras las

fronteras objetivas y subjetivas que separaban a la población? ¿De

qué manera dar cuenta de las distintas culturas que se desarrollaban

en los parajes –simbólica y geográficamente– más alejados del ex

Virreinato? Libres de un concepto restringido de nación, hemos

1 Véase Noemí Goldman, “Crisis imperial, Revolución y guerra (1806-1820)”, en Noemí Goldman (dir.), Nueva Historia Argentina. Revolución, República, Confederación (1806-1852), Buenos Aires, Sudamericana, t.3, 1998, pp. 21-69.

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optado por respetar esta especificidad y abordar la producción de

imágenes en función de bloques regionales que, por su trayectoria

histórica y por su ubicación espacial, contaban con distintas

tradiciones visuales.

El Noroeste, estrechamente ligado al Virreinato del Perú y a sus

principales centros urbanos; el Noreste, marcado por la presencia

jesuítica en las misiones; la zona pampeano-patagónica, habitada por

los pueblos originarios y aún no sometida al gobierno rioplatense; y,

por último, la ciudad de Buenos Aires, núcleo revolucionario y puerto

de arribo de personas, ideas y mercaderías de la Europa Occidental,

serán las regiones que consideraremos en este relato. Sin la

pretensión de ser exhaustivos, pretendemos ampliar los marcos

espaciales de una historiografía del arte para la cual los procesos

artísticos se desarrollaron de manera lineal y secuenciada, con miras

a constituir una esfera de autonomía institucional y de las formas.

Poco se ha escrito, lamentablemente, sobre la producción y el

consumo de imágenes de estas regiones luego del momento

revolucionario: allí la Historia del arte de las provincias, tan analizada

en sus manifestaciones coloniales, pareció refugiarse definitivamente

en la Capital desde donde comenzaron a establecerse los parámetros

de modernidad a partir de los cuales se evaluarían las expresiones

locales. No pretendemos aquí enmendar estas ausencias y ni corregir

estos desplazamientos, sino tan sólo señalarlos para abrir nuevas

perspectivas de análisis más atentas a los matices y a pluralidad de

nuestra historia y, en consecuencia, de nuestro presente.

Junto a la dimensión espacial intentaremos ampliar también la

temporal y la objetual. Una historia de procesos y no de

acontecimientos nos exige considerar cada suceso excepcional en el

continuo de la historia. Por ello, decidimos situar a la Revolución de

Mayo de 1810 en el período comprendido entre principios del siglo

XIX y fines de la década de 1820. Por otra parte, la exclusión del

concepto de arte permite –paradójicamente– incluir en el análisis a

todo el espectro de imágenes que circulaban en el ámbito

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rioplatense. Desde los retratos en miniatura que damas y caballeros

atesoraban con las efigies de sus seres queridos hasta los dibujos de

los viajeros que llegaban al puerto de Buenos Aires, desde los nuevos

monumentos de corte republicano hasta las figuras cristianas en las

iglesias, desde la platería y los tejidos indígenas hasta las fiestas

cívicas en los contextos urbanos; todos componían el universo visual

de la época que intervenía sobre la vida cotidiana de las personas.

Para organizar este flujo inabarcable de objetos y prácticas

recurrimos a tres ejes conceptuales a partir de los cuales

pretendemos recorrer algunos de los debates centrales de la historia

del arte de la etapa revolucionaria y posrevolucionaria. El primero de

ellos, “De la devoción a la revolución”, cuestiona la noción de

“desacralización del arte” al considerar la convivencia del arte

religioso con producciones laicas y relativamente autónomas durante

los años posteriores a la revolución. En la segunda sección titulada

“La representación de sí: el arte de los retratos” trazaremos una

genealogía de uno de los géneros más practicados en el territorio del

Río de la Plata, el retrato, para detenernos en las transformaciones

temáticas, formales y productivas provocadas por el advenimiento de

del nuevo sistema político y socio-económico que se iba consolidando

luego de la Revolución. Por último, bajo la denominación “De la

mirada de los otros a las manos de nosotros” confrontaremos las

imágenes elaboradas por los viajeros europeos que arribaban a

nuestra tierra con las producciones locales realizadas por los pueblos

originarios que habitaban la región pampeano-patagónica para, de

esta manera, cuestionar la noción de “precursores” con la que la

Historia del Arte tradicional califica a los visitantes decimonónicos y el

par arte/artesanía con que se da cuenta diferencial de ambas

manifestaciones estéticas.

De la devoción a la revolución

La crisis que tuvo lugar en 1810 en el Río de la Plata como

consecuencia de una conjunción de factores internos y externos de

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orden político, económico, ideológico, social y cultural marcó, a no

dudarlo, una línea divisoria en la historia del territorio sudamericano.

La retroversión de la soberanía sobre los pueblos, la formación de un

primer gobierno propio y la expansión de las corrientes del

pensamiento ilustrado racionalista condujeron finalmente a la

declaración de la Independencia en 1816 y, más tarde, a la

conformación del Estado-Nación argentino. Dicho esto, debemos

aclarar que la preocupación por la configuración a fines del siglo XIX

de un relato nacional, génesis mítica de la Patria, diluyó los matices

de la continuidad histórica en el que se insertaba la Revolución para

presentarla como un hecho aislado que había transformado

radicalmente todos los aspectos de la realidad. La historia argentina

canónica con sus héroes y mitos fundantes tal como la presentó

Bartolomé Mitre se había construido con un objetivo preciso:

argentinizar a los inmigrantes recién llegados, crear una tradición

patriótica que reforzara el sentimiento de pertenencia a la Nación en

ciernes. Lo cierto es que esta perspectiva, que ha perdurado en el

sentido común y en la enseñanza escolar, arroja una mirada

anacrónica sobre el pasado que ya ha sido ampliamente cuestionada

desde la historiografía actual: elementos nuevos y viejos convivieron

durante varias décadas en conflicto o en armonía en las Provincias

Unidas y generaron espacios de hibridez a partir de apropiaciones y

resignificaciones de la herencia colonial.

Desde el punto de vista artístico, circula aún cierto discurso

académico que sostiene que a partir de la Revolución se produjo un

proceso de “desacralización del arte” que implicó el fin de la

producción de carácter religioso y su reemplazo por los nuevos

géneros vinculados al ámbito de lo civil. Los santos y las iglesias

serían desplazados, entonces, por monumentos e imágenes

conmemorativas de los principios republicanos y de las gestas

heroicas; las figuras devocionales sucumbirían ante los retratos

burgueses y la pintura histórica. Para cualquier observador atento,

resulta evidente que la producción de arte religioso continuó

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existiendo junto a las formas más modernas en las regiones más

alejadas de la capital. En el Noreste – marcado por la impronta

jesuítica – en el Noroeste y el Centro del territorio donde el vínculo

con el eje potosino-limeño había sido más fuerte y duradero, la

imaginería y la arquitectura cristianas siguieron siendo el núcleo

temático de la creación plástica. En Córdoba el censo de 1813 indicó

la presencia de siete pintores, la mayoría de ellos pardos libres, cuyas

obras y posición social denotaban la persistencia de la gravitación

religiosa sobre el arte. En efecto, los pintores Marcos Olivera, Ignacio

Cabrera, José Antonio Pedernera, Rafael Pedernera, Cruz de Jesús y

Francisco Javier Sacramento (el único de “clase” español), se

destacaron fundamentalmente por sus reproducciones de imágenes

religiosas en templos, congregaciones y fundaciones eclesiásticas de

cuyos encargos dependían (prueba de ello es la ubicación de las

residencias particulares de los pintores cerca de estas instituciones).

La producción plástica jujeña, trabajada por Ricardo González, estuvo

igualmente ligada a las prácticas devocionales no sólo en el

transcurso del siglo XIX sino inclusive de la siguiente centuria. La

iglesia de Cochinoca (1864), las sucesivas modificaciones sobre las

fachadas de las iglesias de Livi-Livi y de Casabindo, el tallado de

esculturas sacras como San Juan Bautista y San José en el retablo de

Cochinoca, la Crucifixión en la iglesia de Yaví o Santa Ana con la

Virgen Niña en Livi-Livi, por enumerar sólo algunas, evidencian la

centralidad de la temática cristiana en las prácticas artísticas

decimonónicas de la región.

Esta información, sin embargo, no debe hacernos recaer en la falsa

dicotomía que opone barbarie (Interior) y civilización (Buenos Aires).

José Emilio Burucúa e Isaura Molina han relativizado también la

desacralización en el ámbito porteño entendida como “el abandono

de las fórmulas del arte religioso hispánico del barroco y la irrupción

inédita de la producción de las escuelas europeas contemporáneas,

especialmente la francesa, en el horizonte de los modelos cultivados

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por los artistas hispanoamericanos”.2 El análisis de la ingerencia

eclesiástica en el encargo y sostenimiento de las obras en la ciudad

de Buenos Aires del siglo XIX – más específicamente, en las pinturas

que desde 1813 se encuentran en la iglesia de San Pedro Telmo – les

permite postular a los autores la gradualidad y complejidad de este

proceso de laicización del arte. Los gobiernos posrevolucionarios

hicieron uso, en muchas ocasiones, de los espacios, tiempos e

imágenes cristianas fuertemente enraizados en la sensibilidad

popular. Fernando Aliata, arquitecto e investigador de la ciudad de La

Plata, ha analizado en profundidad estos fenómenos de apropiación

en el ámbito urbano porteño durante la “feliz experiencia”

rivadaviana. Ciertamente, durante la década del 1820 el gobierno

rioplatense intervino activamente en la organización del espacio

público de Buenos Aires a fin de sustituir los símbolos visibles por

otros que evidenciaran la innovación político-institucional. La Plaza

central (de la Victoria) adquiriría, entonces, un rol diferenciado en la

estructura de la ciudad convirtiéndose en eje del proyecto de

reforma: allí se instauró “un nuevo orden jerárquico donde impera[ba]

la arquitectura, la imitación de la antigüedad, la restauración de un

foro cívico que es resultado de la exaltación que la ciudad está[ba]

construyendo sobre sí misma, al erigirse como heredera de las

metrópolis antiguas.”3 La plaza de la Victoria se transformó, así, en un

palimpsesto donde nuevos sentidos se yuxtapusieron literalmente a

los ya instalados. El caso más paradigmático de esta voluntad

gubernamental concretada en el espacio arquitectónico fue la

superposición de un pórtico de doce columnas corintias sobre la

fachada inconclusa de la catedral metropolitana. La imposición del

modelo francés (de la Legislatura de París y de la iglesia de la

Madelaine) y la referencia a la antigüedad en el diseño del frente se 2 José Emilio Burucúa e Isaura Molina, “Religión, arte y civilización en América del Sur (177-1920). El caso del Río de la Plata”. Ponencia presentada en el 19th Internacional Congreso of Historical Science, Universidad de Oslo, 6-13 August, 2000.3 Fernando Aliata, “Cultura y organización del territorio”, en Goldman, Noemí (dir.), Nueva Historia Argentina. Revolución, República, Confederación (1806-1852), Buenos Aires, Sudamericana, t.3, 1998, p. 226.

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sumaba a las medidas liberales de reforma eclesiástica llevadas

adelante por Rivadavia en su intento por reducir la ingerencia

religiosa sobre el Estado. No sólo los elementos formales del edificio

remitían a una aspiración laica sino también el motivo de su

programa centrado en la exaltación de los ejércitos independentistas

por encima de las referencias exclusivamente católicas. Si bien otros

edificios de carácter cívico – como la Sala de la Legislatura – fueron

construidos en el marco del proyecto rivadaviano, lo cierto es que,

junto a lo nuevo, elementos religiosos permanecieron con sus

sentidos tradicionales o reformulados.

Aunque la Revolución del 10 no supuso el fin de la presencia del

arte religioso en el territorio rioplatense, sí implicó la aparición de una

iconografía ligada al nacimiento de lo que luego sería la nueva

nación. Símbolos y emblemas de la Revolución francesa fueron

apropiados y resignificados en el Plata; monumentos e imágenes de

lo que luego fue la “epopeya patriótica” comenzaron a ocupar el

espacio público de sus principales ciudades. Como indica la

historiadora del arte Laura Malosetti Costa, el grabado constituyó una

herramienta inestimable en la difusión de la simbología, los sucesos y

los héroes revolucionarios. Este procedimiento técnico –que consistía

en la elaboración de una estampa mediante la obtención previa de

una matriz o plancha– hizo posible la reproducción de imágenes, su

proliferación y su venta a bajo costo entre los distintos grupos

sociales. Las primeras efigies de José de San Martín, Manuel Belgrano

y, más tarde, de Bernardino Rivadavia fueron realizadas por el artista

correntino Manuel Pablo Núnez de Ibarra quien luego los ofreció al

Cabildo para su distribución. Fueron estos modelos los que utilizó el

pintor francés Théodore Gericault hacia el año 1819 para efectuar sus

retratos ecuestres de ambos personajes que, de acuerdo a Bonifacio

del Carril, fueron impresos sobre papel de 52 x 42 cm. con la técnica

litográfica. En “Don José de San Martín, general en xefe de los

exercitos aliados de Buenos Ayres y Chile” se mostraba al militar

sobre su caballo blanco o gris con su brazo extendido hacia el frente;

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en “Don Manuel Belgrano, general en xefe del exercito auxillar del

Peru” se representaba al protagonista realizando un gesto de

comando desde su montura. Aunque no encontraron la recepción

esperada en el mercado porteño, ambas imágenes fueron

reproducidas en numerosas ocasiones al igual que las de los

enfrentamientos armados ejecutadas por el mismo artista: la “Batalla

de Chacabuco, ganada sobre los españoles el 12 de febrero de 1817,

por las tropas de Buenos-Ayres, mandadas por el Capitán General

Don José de San Martín. Dedicado a los héroes de Chacabuco y

Maipú”, plasmaba el choque entre las fuerzas rivales y el momento

decisivo en que las tropas porteñas asestaban el golpe final a los

peninsulares; la “Batalla de Maïpu, ganada sobre los españoles el 5

de marzo de 1818, por las tropas aliadas de Buenos-Ayres y Chile,

mandadas por el Capitán General Don José de San Martín. Dedicado a

los héroes de Chacabuco y Maipú” ilustraba el final de la lucha en el

instante en que los prisioneros españoles eran conducidos por los

vencedores y San Martín escuchaba el informe de batalla de boca de

su ayuda de campo. La multiplicación y la circulación de éstas y otras

estampas similares contribuyeron a la construcción de un panteón de

héroes que no haría sino consolidarse en los años posteriores en

consonancia con la difusión de la historia mitrista.

La gesta de Mayo no tardó en convertirse asimismo en referencia

simbólica para el nuevo gobierno revolucionario. Ya el 17 de mayo de

1811, con motivo del primer aniversario, se inauguró en la Plaza de la

Victoria (actualmente, de Mayo) el primer monumento

conmemorativo de la ciudad de Buenos Aires: la Pirámide de Mayo.

Efectuada por iniciativa del Cabildo, la obra denotaba la

trascendencia que el episodio del año anterior había adquirido para

sus contemporáneos, al menos en la ex capital virreinal. Su

realización estuvo a cargo del alarife y maestro de obras de la ciudad

Francisco Cañete quien decidió edificarla como una estructura hueca

de ladrillo y tierra Roma: sobre un zócalo escalonado seguido de un

pedestal erigió un obelisco rematado por una esfera. Así el

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monumento que en un principio iba a ser efímero se convirtió en un

hito fundante en el espacio local y en su desarrollo artístico. De

acuerdo a la sesión del Cabildo, en sus cuatro caras debían grabarse

inscripciones alusivas a los acontecimientos de Mayo y a la defensa

porteña contra las invasiones inglesas. Éstas últimas, sin embargo,

fueron rechazadas por la Junta Grande en tanto implicaban una

exaltación del rol de Buenos Aires en el proceso revolucionario por

sobre las provincias. Finalmente y debido a la rapidez con que debió

construirse, la decoración quedó limitada a una única inscripción en

letras de oro: “25 de Mayo de 1810”.

La inauguración de la Pirámide no constituyó un acontecimiento

aislado sino que formó parte de un festejo mayor, el del primer acto

de celebración del 25 de mayo en Buenos Aires. El historiador Juan

Carlos Garavaglia ha destacado en repetidas ocasiones la importancia

simbólica de la fiesta como rito cívico para consolidar un sistema

político y crear señas identitarias. Junto a la creación del sello de la

Asamblea del año XIII (modelo del futuro escudo), de la escarapela y

de la bandera, de la acuñación de nuevas monedas de oro y plata y

de la adopción de la marcha patriótica compuesta por Vicente López,

el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata estableció la

supresión de la ceremonia del Real Estandarte y su reemplazo por la

institución del “25 de Mayo” como fiesta oficial. No sólo sobre objetos

y marcas permanentes se fundaron las bases del nuevo poder sino

también sobre estas ceremonias efímeras en las cuales se construía

la tradición mediante la participación activa del pueblo. En 1811 la

fiesta se organizó como una celebración de la libertad contra el

despotismo. Recién en 1812, se la identificaría con la formación de la

Junta. Durante ese año se planificaron por primera vez las

disposiciones para el festejo y durante el siguiente la Asamblea fijó la

existencia de las denominadas Fiestas Mayas en todo el territorio de

las Provincias Unidas. El despliegue visual y de personas que ellas

alcanzaban en cada localidad transformaba transitoriamente la

vivencia del espacio y exaltaba los ánimos de los participantes.

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Leamos la descripción que Garavaglia recoge de la fiesta porteña de

1813:

Allí, los festejos se inician en la noche del 24, en la cual la ciudad iluminada vió los arcos triunfales y lo “monumentos” elevados en algunas esquinas que “el zelo de los alcaldes de barrio había dispuesto”. En esos lugares se “leían ingeniosas piezas poéticas… y por todas partes se escuchaban vivas y canciones patrióticas”. La Plaza Mayor estaba también iluminada y con adornos de ramas de olivos; la orquesta se hallaba ubicada en los balcones del Cabildo. A las ocho se encendieron los fuegos artificiales y en el teatro de presentó la tragedia de Julio César “dando lecciones de eterno rencor contra la tiranía”. En la mañana del 25 “un inmenso pueblo” reunido en la plaza, junto con las tropas, los “representantes”, las autoridades, y los “conciudadanos”, al eco de una salva de cañón se colocarían “todos el gorro de la libertad”. Así comenzaron los festejos porteños: poesías, representaciones teatrales contra la tiranía, ramas de olivos, ciudadanos y gorros frigios…4

Teatro, luces, danzas, fuegos de artificio, poesía, colores, olivos,

música; los festejos eran una puesta en escena donde se

congregaban las artes en pos de la exaltación cívica y de la

construcción de una memoria histórica de gloria. Al igual que en la

capital, Corrientes, Montevideo, Maldonado, Córdoba, Tucumán,

Potosí, Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra, Jujuy y Salta tuvieron

sus propias fiestas. En cada lugar, las celebraciones adquirieron

características propias de acuerdo a la mayor o menor presencia del

pasado colonial, la situación actual en el marco de las guerras

revolucionarias, la relación con Buenos Aires, la estructura social y los

rasgos culturales de las regiones. Si en la sede del gobierno resultaba

evidente la impronta de la tradición francesa (en los gorros frigios, la

iconografía o la alusión al Ser Supremo), en ciudades como Salta se

volvían más manifiestas las marcas de las fiesta barroca, la presencia

indígena y la imaginería católica junto a los nuevos símbolos. Por las

calles salteñas la Virgen de las Mercedes era conducida portando al

bastón de oro y plata y la medalla remitida por Belgrano al

ayuntamiento de la ciudad. Una vez más comprobamos que en

ningún momento la desacralización de las artes y de la sociedad

4 Garavaglia, Juan Carlos, “Buenos Aires y Salta en rito cívico: La Revolución y las fiestas mayas”, Andes, Salta, Universidad Nacional de Salta, n° 13, 2002, p. 15.

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constituyó un corte abrupto que diferenció manera tajante la época

colonial del período revolucionario. Como en todo proceso las

hibridaciones y resignificaciones matizaron los cambios insertándolos

en el continuo de la historia.

La representación de sí: el arte de los retratos

Junto a las escenas de costumbres, los paisajes y los cuadros

históricos, otro género pictórico comenzaría a desarrollarse de

manera notable en el medio rioplatense posrevolucionario: el retrato.

Con ello no queremos decir que apareciera tan sólo después de la

Revolución sino recalcar que fue partir de entonces que alcanzó un

crecimiento inédito de manos de productores de la región. Durante la

época colonial, los retratos originales de los sucesivos monarcas

españoles y sus reproducciones locales recorrieron el territorio de las

Provincias Unidas y ocuparon las salas de las instituciones

americanas. Incluso, en 1808, ante la renuncia de Carlos IV y la

asunción de su hijo Fernando VII, el Cabildo de Buenos Aires encargó

a Ángel de Camponesqui una pintura del joven rey que iría a colocar

en una de las habitaciones capitulares. Otros magistrados civiles y

religiosos del virreinato fueron retratados con mayor o menor

exactitud durante los siglos XVII, XVIII y principios del XIX. Entre ellos

el gobernador José de Andonaegui; los virreyes Juan de Vértiz y

Salcedo, Nicolás del Campo, Pedro de Melo de Portugal y Villena y

Antonio Olaguer Feliz; los obispos Pedro Carranza, Manuel Moscoso y

Peralta y Cristóbal de Aresti, de José de Peralta Barnuevo, Rocha y

Benavides y de José Antonio Basurco y Herrera, para mencionar sólo

algunos.

Si las imágenes de las autoridades proliferaron durante el período

virreinal no sucedió lo mismo con las efigies de los particulares que

habitaban en las localidades rioplatenses. Habría que esperar hasta

fines del siglo XVIII para que las paredes de los hogares más

prominentes ostentaran pinturas de los dueños de casa aunque fuera

en su carácter de donantes de obras piadosas (una iglesia, un

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convento, una figura religiosa). En el convento de Santa Catalina de

Siena (Córdoba) ha quedado uno de los pocos retratos familiares de

este orden que se conservan: se trata de una pintura de la familia

Ceballos con Santa Catalina realizada en un taller cuzqueño de la

época. La imagen, descripta por Andea Jáuregui y Marta Penhos,

representaba la ordenación de las tres muchachas de la familia bajo

la mirada de sus padres y guiadas por Santa Catalina. Como bien

señalan las autoras, los atributos de los personajes pretendían

plasmar su condición económica, social y moral más que sus

cualidades físicas. La exigencia de la semejanza no aparecería en el

horizonte pictórico sino hasta ya iniciado el siglo XIX donde el avance

de las ideas liberales supondría, también, un interés por la exhibición

de sí y por la exaltación del individuo.

Hasta ese momento, el retrato individual de orden civil se

desarrollaría fundamentalmente mediante el arte de la miniatura en

medallones, polveras, pastilleros, alhajeros y otros objetos de uso

cotidiano. La primera miniatura porteña fue la efigie de Francisca

Silveira de Ibarrola realizada por el pintor Martín de Petris en 1794.

Allí, la madre del coronel Amadeo Ibarrola, estaba sentada y con su

brazo izquierdo apoyado sobre la mesa. Sus cabellos ondulados caían

sobre el pronunciado escote mientras su mano derecha descansaba

amablemente sobre el regazo. El cortinado, la silla, el tocado, el traje

y la mesa cubierta de objetos sindicaban la posición socioeconómica

acomodada de la diminuta figura y creaban una atmósfera propia de

la época. La pequeñez de la superficie obligaba a los pintores a

desarrollar con pericia y delicadeza su técnica que consistía en la

aplicación de pigmentos en minúsculos puntos o rayas sobre el marfil

previamente tratado con goma arábiga. El auge de estos objetos

crecería sin cesar durante la primera mitad del siglo XIX y hasta la

aparición del daguerrotipo que iba a asegurar la reproducción

fidedigna de la figura humana. Varios artistas extranjeros y algunos

locales se dedicaron, hasta entonces, a la factura de miniaturas para

satisfacer una demanda en constante crecimiento. Adolfo Luis Ribera

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menciona entre estos artistas al ya mentado Camponesqui, a

Simplicio Juan Rodrigues de Sa, al francés Carlos Durand, a Juan

Felipe Goulu, a Antonia Brunet de Annat y a Andrea Macaire de Bacle,

esposa del conocido litógrafo. A ellos llegaban los encargos de

militares, políticos, grandes comerciantes y damas de alta sociedad

que pretendían ver plasmados sus rostros cada vez con mayor

verosimilitud. En efecto, a diferencia que lo que sucedía en años

anteriores, la relación de semejanza se convirtió en una exigencia

permanente de los comitentes hacia sus retratistas. Vale la pena citar

alguno de los reclamos que estos clientes implacables realizaban a

los pintores para comprender la importancia que había adquirido el

parecido físico como criterio de calidad de los productos:

Le devuelvo el retrato para que me haga el favor de ponerle pechos, pues varios amigos de mi marido le han dicho que parezco santo. También me achica la boca que no me agrada tan grande y me pone un poco más de colores en la cara porque estoy muy pálida. También tiene que ponerle un lacito al cordón y un palito para abajo a la flor. También dicen que podía hacerme un poco más ancha de hombros, como un geme más, así no parezco tan flaca. También me hará el favor de agrandar la joya del collar para que luzca más…5

Esta preocupación por la apariencia física era relativamente reciente

entre los comitentes. Es evidente que con ella se afirmaba la

autonomía del retrato como género a la par que se conformaba una

burguesía local y se afianzaba el proceso de secularización ya

descripto. Las figuras más reconocidas del ámbito porteño fueron

plasmadas mediante esta técnica: Gregorio Funes, Hipólito Vieytes y

Domingo de Azucenaza por Simplicio Rodrigues; Remedios Escalada

de San Martín y Juan Martín de Pueyrredón por Carlos Durand;

Viamonte, Julia Fernández, Marcelino Rodríguez, Dominga Rivadavia,

Dominga Bouchard de Balcarce, Mercedes Balcarce y San Martín,

entre otros, por Juan Felipe Goulu; José Ignacio Correa de Saa,

Celedonio Roig de la Torre por Antonia Annat; Belgrano, Rivadavia,

5 Carta de una señora retratada al pintor Amadeo Gras (1839-40), citada en Ribera, Adolfo Luis, El retrato en Buenos Aires, 1580-1870, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1982, p. 132.

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Vicente López, Saavedra, etc. por Andrea Bacle para ser reproducidos

en la imprenta de su marido.

Si la miniatura atrajo la atención del público rioplatense como

modo de portar la propia imagen y la ajena, el grabado permitió la

difusión más generalizada de los hombres de Mayo y de las guerras

de la independencia a fin de consolidar la naciente iconografía

heroico-civil. Tal como indicamos párrafos anteriores, fue Manuel

Pablo Núnez de Ibarra quien grabó en metal las efigies ecuestres de

San Martín y Belgrano por encargo oficial en 1818 y 1819. Tres años

después reprodujo también la imagen de Bernardino Rivadavia que

dedicó a la Academia de Medicina por él inaugurada. Brown, Alvear,

Mansilla y Balcarce debería esperar hasta fines de la década del

ochocientos veinte para que la Litografía de Douville et Laboissière –

luego continuada por César Hipólito Bacle – retratara sus rostros con

la máquina litográfica recientemente arribada a la ciudad. La

impresión de varias ediciones y de muchos ejemplares de cada una

de estas imágenes y su venta al público a un precio sumamente

accesible, contribuyó, por un lado, a la configuración de lo que sería

el panteón de próceres patrióticos y, por el otro, a aumentar de

manera considerable la circulación visual en el territorio bonaerense

anticipando lo que a fines del siglo XIX sería la irrupción masiva de la

imagen impresa.

Esta expansión inusitada de miniaturas y estampas no tendría su

correlato en los retratos al óleo y de gran tamaño sino hasta décadas

posteriores. Si bien el francés Goulu, arribado a Buenos Aires en

1824, desempeñó sus servicios en este arte realizando, incluso, el

primer autorretrato rioplatense, habría que esperar a la llegada de

Carlos Pellegrini, Fernando García del Molino, Prilidiano Pueyerredón y

Auguste Monvoisin para que este género alcanzara el desarrollo de

sus predecesores más pequeños. Las transformaciones, sin embargo,

ya se habían iniciado de la mano de los cambios ideológicos, políticos,

sociales y económicos que lentamente comenzaron a introducir los

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valores de la modernidad occidental en el territorio de las Provincias

Unidas.

De la mirada de los otros a las manos de nosotros

Sustentados en una concepción europea de arte, durante años los

historiadores ligaron los orígenes del arte argentino a la llegada de

viajeros del Viejo continente que se abocaron –con mayor o menor

presteza– a plasmar los paisajes y costumbres de los habitantes del

Río de la Plata. De acuerdo a esta mirada eurocéntrica, eran estos

Maestros procedentes de tierras europeas [quienes] enseñan a los neófitos y ofrecen al público profano el contacto con obras importantes y el conocimiento de variadas técnicas. Ellos introducen paulatinamente los movimientos estéticos originados en Europa occidental, que hallan respuesta pronta en una sociedad culturalmente permeable, donde surgen los primeros artistas nativos.6 [el resaltado es nuestro]

Esta mirada sobre la producción estética local se hizo carne en

nuestro propios artistas y teóricos que continuaron reproduciendo el

mito de los “precursores”, esos primeros visitantes que intervinieron

sobre la tabula rasa de un “desierto” cultural.7 Ellos serían los

responsables de iniciar la formación artística en la región y de

devolvernos las primeras representaciones de nosotros mismos como

país independiente (en efecto, recién en 1816 llegaría el primero de

estos eméritos forasteros). Los paisajes y las vistas de Buenos Aires

que el inglés Emeric Essex Vidal o el escocés Richard Adams

plasmaron en imágenes forjaron nuestra propia identidad a partir de

la mirada ajena. ¿Cómo nos veían desde el exterior?, era la pregunta

que, como bien señala Alicia Dujovne Ortiz, venían a responder estas

estampas; ¿cómo dar cuenta de estas tierras?, era la que parecía

6 Susana Fabrici, “Las artes plásticas”, en AA.VV., Nueva historia de la Nación Argentina. 6. La configuración de la República independiente (1810-c.1914), Buenos Aires, Editorial Planeta, 2001, t. 6, p. 349.7 Cabe señalar que, en verdad, éstos no fueron los primeros visitantes en llegar a nuestro territorio sino los primeros en plasmar visualmente el paisaje porteño decimonónico. Durante el siglo XVIII, otros viajeros habían recorrido y representado regiones más alejadas de los que hoy constituye la república Argentina. Véase Marta Penhos, Ver, conocer, dominar. Imágenes de Sudamérica a fines del siglo XVIII, Buenos Aires, Siglo veintiuno editores, 2005.

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orientar a los pintores extranjeros en cuya curiosidad se ocultaba, sin

dudas, un afán de inteligibilidad y orden sobre la naturaleza infinita e

indómita.

Detengámonos un instante para recordar quiénes fueron estos

hombres y su obra. Emeric Essex Vidal, nacido en la británica

Brentford en 1791, llegó al Río de la Plata en 1816 como integrante

de la Marina Real inglesa que custodiaba el intercambio comercial en

la entrada del puerto de Buenos Aires. Dibujante y acuarelista,

aprovechó su estadía en la zona para documentar gráficamente los

paisajes y costumbres de esta ciudad y de Montevideo. Los dibujos

de, por ejemplo, la Recova y del Cabildo, la Plaza central (más tarde,

de Mayo), el Matadero Sur, el Mercado, la Iglesia de San Isidro, el

carro aguatero y la viñatera ilustraban un espacio y una vida

cotidiana sin dudas pintorescos para la mirada de Vidal. A su regreso

a Inglaterra, 24 de sus más de 70 dibujos fueron reproducidos en

aguatinta por el editor Rudolf Ackermann y publicados en Londres

bajo el título Pintoresque Illustration of Buenos Aires and Monte Video

(1820). Richard Adams Schmith (Edimburgo, 1791 – Buenos Aires,

1835), por su parte, arribó a la costa porteña en 1825 para instalar

una colonia agrícola en las áreas aledañas. Ante el fracaso de tal

proyecto, Adams permaneció en la ciudad donde se desempeñó como

arquitecto y pintor. Sus vistas al óleo ofrecían un testimonio detallado

del aspecto de Buenos Aires para la mirada de los recién llegados. La

Vista de Buenos Aires de 1832 reproducía precisamente esta primera

impresión de quienes se acercaban a las costas porteñas y que Alicia

Dujovne Ortiz ha descripto como “un vasto lodazal […] donde se

estiran, bajo un inmenso cielo, agua y tierra abrazadas, sin fronteras

precisas, con carros navegantes y embarcaciones que parecen hendir

el barro”.8 Detrás las torres, las cúpulas y las construcciones sugerían

el centro urbano en crecimiento. En Córdoba Robert Fernyhought,

8 Alicia Dujovne Ortiz, “La mirada de afuera”, en Dujovne Ortiz, Alicia, Iparraguirre, Sylvia y Laura Malosetti Costa, Pintura argentina. Precursores I, Buenos Aires, Banco Velox, Colección Panorama del período 1810-2000-Serie Libros de Arte, n° 1, 2001, p. 6.

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otro británico que había sido hecho prisionero en las invasiones

inglesas de 1806, sería el primero en retratar la naturaleza de las

Sierras. “Valle de Calamuchita” y “Valle de los cóndores”

constituyeron así los dos dibujos más lejanos de la iconografía del

paisaje cordobés que recorrieron las tierras europeas gracias a su

publicación en el libro Military Memoirs of Four Brothers (1828).

Otros viajeros estaban ya asentados en el ex Virreinato y otros

vendrían para quedarse en años posteriores. Desde el siglo XVI y XVII

pintores peninsulares, franceses, italianos, flamencos, alemanes,

portugueses e, incluso, daneses, circulaban por el territorio

sudamericano alternando su lugar de residencia entre Buenos Aires,

Córdoba, Tucumán, el Alto Perú, Santa Fe, Jujuy y las Misiones, por

mencionar sólo algunos destinos. En el siglo XVIII, los nombres de

pintores, escultores y arquitectos se multiplicaron de manera

considerable: Miguel Ausell, Francisco Pimentel, José de Salas, Martín

de Petris, Ángel María Camponeschi, Andrés de Ribera, Antonio de

Ribera y Ramos, Juan Antonio Gaspar Hernández y Elías Ribero de

Ribas, se contaban entre ellos. Ya a principios del siglo XIX se

sumaron a este contingente retratistas y miniaturistas franceses

como Pierre Benoit, Charles Durand, Arthur Onslow y Louis Lasney y

artistas suizos como Joseph Guth y Jean-Philippe Goulu. La actividad

artística de estos extranjeros se complementó con una intensa labor

docente en las noveles instituciones rioplatenses. La primera de ellas,

la Escuela de Dibujo del Consulado creada por Manuel Belgrano y el

tallista Juan Antonio Gaspar Hernández en 1799, tuvo una vida

efímera que encontró continuidad en 1816 bajo la dirección de

Francisco de Padua Castañeda y, luego, de Joseph Guth. Este colegió

actuó hasta 1821, momento de la fundación de la Universidad de

Buenos Aires y la cátedra de Dibujo dependiente del Departamento

de Ciencias Exactas y dirigida por el mismo Guth. También fuera de

Buenos Aires, funcionaban otros espacios de formación artística: en

Mendoza en el Colegio de la Santísima Trinidad desde 1817; en Santa

Fe en la capilla del padre Castañeda; en Córdoba en la escuela de

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primeras letras inaugurada por el ingeniero Carlos O’Donell y en la

cátedra de dibujo de la Universidad a cargo de Jean-Constantin

Roquet.

Evidentemente el arte en el Río de la Plata, e incluso en su capital,

no se generó a partir de la nada. Es cierto: la mayor parte del trabajo

–aunque no la totalidad– de los primeros artistas extranjeros

asentados en nuestra región estaba dedicado a la producción de

imágenes devocionales y religiosas. Pero ello no resulta suficiente

para excluirlos de la historia del arte local. Si era la funcionalidad de

su obra la que los apartaba del mundo del arte, deberíamos también

relativizar la pertenencia de los paisajes de Vidal y Adams a dicha

categoría. ¿Cuánto de autonomía artística existía en las acuarelas de

ambos y cuánto de afán documental y de registro? Si la exclusión, en

cambio, se fundamentaba en su actuación en los márgenes de lo que

luego sería la institucionalidad artística, su participación en las

primeras escuelas de dibujo y en la formación de las generaciones

posteriores refuta este argumento y los ubica como verdaderos

promotores del florecimiento de las artes. Me pregunto, entonces,

¿hasta dónde es posible hablar de “precursores” para referirnos a

estos viajeros?, ¿hasta dónde este concepto da cuenta más de un

determinado relato de la Historiografía del Arte que del desarrollo

efectivo de una historia de las imágenes en nuestro país?

Tal vez fuera la visión de la naturaleza más evidentemente

permeada por el pensamiento científico lo que diferenciara a estas

nuevas imágenes de las anteriores. La voluntad de domesticar la

tierra americana mediante el acopio de información y la construcción

de representaciones discursivas y visuales que tornaran aprehensible

lo desconocido. La historiadora del arte Marta Penhos, al examinar las

expediciones españolas de Matorras, Azara y Malaspina a fines del

siglo XVIII, postula esta asociación entre modos de visualidad, saber y

dominio político articuladas a partir de los viajes de reconocimiento y

conquista de España a sus dominio coloniales sudamericanos. El

modelo baconiano, fundamento de la ciencia moderna, fue

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desplazando poco a poco los intereses de los exploradores desde lo

religioso y lo militar hacia lo científico. Saber es poder nos recuerda

Michel Foucault; y no es casual, entonces, que los viajes y sus

respectivos registros documentales posteriores a la Revolución fueran

encabezados por miembros del imperio Británico y no ya por los de la

antigua metrópolis española.

A diferencia de Essex Vidal y de otros visitantes, hacia fines de la

década de 1820, algunos artistas llegarían para quedarse en el la

ciudad: César Hipólito Bacle (Ginebra, 1794 – Buenos Aires, 1838) y

Carlos Enrique Pellegrini (Saboya, 1800 – Buenos Aires, 1875). Con

ellos se iniciaría un nuevo período del desarrollo plástico porteño. El

suizo impondría desde su establecimiento “Bacle & Cía. Litografía del

Estado” esta innovadora técnica de reproducción gráfica mediante la

cual continuó ilustrando los hábitos y la cotidianeidad bonaerense. Su

serie de estampas Trages y costumbres de la Ciudad de Buenos

Ayres publicada en cuadernillos temáticos durante 1834 reproducía

con perspicacia y humor las modas vestimentarias (entre ellas el uso

de los desmesurados peinetones que incluyó en Extravangancias de

1834), los vendedores ambulantes y los tipos populares de la

campaña.9 Carlos Pellegrini, por su parte, fue convocado por el

gobierno de Bernardino Rivadavia para realizar trabajos técnicos en el

ámbito de la hidráulica. Debido al fracaso del proyecto y a la falta de

iniciativa oficial como consecuencia de la inestabilidad política de los

años 20, Pellegrini debió abocarse a la pintura como medio de

subsistencia. Sus obras pertenecen, sin embargo, a una nueva etapa

marcada en lo político por la figura de Juan Manuel de Rosas y en lo

artístico por el predominio de retrato de filiación romántica y la

pintura histórica y de costumbres.

Como dijimos antes, hablar de arte en el territorio del Río de la

Plata nos remite en los relatos tradicionales a estas experiencias de

9 Véase Marcelo Marino, “Fragata de alto bordo. Los peinetones de Bacle por las calles de Buenos Aires”, en Laura Malosetti Costa y Marcela Gené (comp.), Imágenes porteñas. Imagen y palabra en la historia cultural de Buenos Aires, Buenos Aires, Edhasa, 2009, pp. 21-46.

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viajeros a partir de las cuales el desarrollo plástico de Buenos Aires

parece entroncarse con el europeo. Sin embargo, ya vimos que

muchas de estas imágenes no fueron creadas con una preocupación

meramente estética sino que otros intereses y finalidades

intervinieron en su elaboración. Y si esta distinción entre formas

puras y funcionales se diluye, ¿cómo no incluir en el panorama visual

del período aquellos objetos de uso con un alto valor estético

agregado que producían los pueblos originarios en regiones más o

menos alejadas? ¿Cómo no considerar lo que producían nuestras

propias manos junto a lo generado a partir de la mirada de los otros?

María Alba Bovisio, historiadora del arte precolombino de la

Universidad de Buenos Aires, ha cuestionado el término artesanía con

que se pretende diferenciar las realizaciones del arte occidental

proveniente de Europa y luego desarrollado en nuestro territorio por

impulso de las elites dominantes de la producción plástica indígena,

relegada a una posición subalterna vinculada a “lo popular” y a la

falta de especialización. No es éste momento de desplegar los

contundentes argumentos de Bovisio, pero sí de recoger sus

implicancias concretas. Elegimos, de la multiplicidad de parcialidades

que poblaban nuestra tierra, ocuparnos al menos brevemente de

cultura mapuche y su impronta sobre la región pampeano-patagónica

en la cual se encuentra Bahía Blanca.

Desde el siglo XVII y, en especial, a principios del XIX, esta zona

había sufrido lo que los historiadores denominaron “proceso de

araucanización”:10 es decir, la difusión de elementos culturales de los

pueblos allende la cordillera y, más tarde, la instalación de grupos

mapuches de este mismo origen. Los tránsitos culturales y

demográficos terminaron por conformar una unidad lingüística y

cultural en ambos márgenes de los Andes en permanente contacto

más o menos conflictivo con los asentamientos de los blancos. La

10 Recordemos que la palabra “araucano” no existe para los mapuches a los que pretende designar. “Araucano” es el gentilicio español dado a los habitantes del actual sur de Chile denominado Arauco. Aquí adoptaremos el término mapuche (“Gente de la tierra”) en tanto es el utilizado por el pueblo aludido.

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producción simbólica y material mapuche contaba con una

complejidad y riqueza que aún hoy podemos apreciar en sus

descendientes. El tejido, la platería, las fiestas, el trabajo en cuero y,

en menor medida, la cerámica, revelan la dimensión artística que

atravesaba su vida cotidiana y sus prácticas rituales al igual que en

las sociedades europeas. La ceremonia del ngillatun – festividad ritual

anual dedicada a pedir a Nguenechén protección, bienestar y

fertilidad para todos los seres vivos – testimonia la importancia de la

dimensión estética para el pueblo mapuche en las distintas instancias

de la celebración donde se enlazaban la danza, las música y las

pruebas de destrezas físicas con el lujo de vestidos, tocados y joyas.

La madera y el cuero fueron dos materias primas esenciales en la

confección de utensilios, vestimentas y, sobre todo, en la producción

talabartera (lazos, riendas, rebenques, alforjas, aperos) cuya calidad y

atractivo la convertía en objeto de intercambio con los cristianos.

La manufactura textil era, sin dudas, una de las actividades

fundamentales en la economía, la vida diaria y el arte indígena. Las

piezas de excepcional belleza eran utilizadas tanto para el comercio

como para el uso personal. Las técnicas empleadas eran de origen

andino y permitían confeccionar tramas múltiples de ricos sentidos

simbólicos que eran transmitidas por las tejedoras de madres a hijas.

La composición de formas, diseños y coloridos constituían un lenguaje

mediante el cual se contaban historias o se indicaba la posición social

de su portador. Así, por ejemplo, el color negro estaba reservado

principalmente para los nobles; el rojo era símbolo de poder y como

tal era utilizado en las fajas masculinas; o la capa de las mujeres

(ikülla) contaba con una franja tricolor en azul, púrpura y verde que

las identificaba como adultas. A pesar de corresponderse con

determinados significados culturales, esta combinación de elementos

en mantas, vestidos y ponchos dependía en gran medida de la

creatividad femenina que excedía la mera aplicación práctica de los

conocimientos técnicos. Cada artesana seleccionaba la técnica a

utilizar y creaba un modelo mental de la trama que le servía de

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referente en la ejecución de las distintas etapas del trabajo: la

obtención y preparación de las materias primas, el hilado, el teñido

de las lanas y la etapa final de tejido. En otras regiones del país el

arte del tejido alcanzó también un despliegue técnico y artístico

excepcional ligado a sus historias particulares y a los tránsitos de

prácticas y materiales de zonas aledañas. No nos vamos a ocupar

aquí de cada una de estas manifestaciones locales, pero sí queremos

recordar el desarrollo que presentó en el Noroeste bajo el influjo del

altiplano boliviano y el norte chileno, en la región chaqueña, en el

Noreste, en Cuyo y en la zona del Centro (Córdoba y Santiago del

Estero).

Mención aparte merece la platería mapuche que, al igual que los

tejidos y la talabartería, puede encontrarse aún hoy en ferias y

comercios. Tal era el prestigio que el trabajo de la plata tenía entre

los indígenas que varios caciques lo practicaron adoptando, incluso, el

apodo de “platero” como denominación. Espuelas, estribos, aros,

pulseras, prendedores, sortijas, yesqueros, eran objetos habituales en

la vida social y religiosa de los mapuches. Las técnicas de fundición y

laminación por percusión y el metal utilizados provenían del territorio

actual de Chile y sólo podían ser trabajados por los miembros

masculinos del grupo. La posesión de estas piezas era símbolo de

riqueza, estatus y autoridad y por ello eran atesorados con celo y

obsequiados en ocasiones especiales. Al igual que en la manufactura

textil, cada una de las ellas poseían un valor mágico que trascendía lo

meramente ornamental: por ejemplo, la kaskavilla era un instrumento

que usaba la machi para alejar a los malos espíritus, el cintillo de

plata permitía el vínculo con los dioses y los sükill y los trapelakucha

(colgantes pectorales) aluden a la división del espacio vertical entre el

mundo etéreo superior (wenu mapu) y el mundo físico horizontal

(mapu). La platería y la orfebrería indígenas florecieron con otras

formas y sentidos en los talleres de las misiones jesuíticas durante la

época colonial e incluso después de la expulsión de la orden de los

territorios españoles. Algunos de los artistas alcanzaron cierta

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notoriedad dentro y fuera de las misiones y sus nombres perduran

hasta la actualidad (Eduardo Aracuyu, Pedro Guiray, Antonio Potí,

etc.)

*

En los parágrafos anteriores intentamos construir una historia del

proceso revolucionario que contemplara, en la medida de lo posible,

las divergencias regionales, la diversidad cultural y complejidad

histórica del territorio rioplatense desde una acepción amplia del

concepto de arte. Quisimos también aprovechar esta ocasión del

Bicentenario para reflexionar sobre el relato tradicional de nuestro

pasado artístico para cuestionar la mirada centralista o anacrónica

que aún se perfila en algunas de sus vertientes. De esta manera

relativizamos la pertinencia de ciertas nociones – como la dupla

arte/artesanía o la existencia de un arte argentino desde el momento

mismo de la Revolución – a fin de ofrecer un panorama más inclusivo

de nuestra producción visual y de promover una mirada estética

sobre los objetos cotidianos generalmente despreciados por su

carácter funcional. Las imágenes nos rodean y rodeaban también a

los hombres y mujeres de Mayo. Tan sólo se necesita mirar con

atención para disfrutarlas.

Para esta segunda conmemoración de la Revolución pretendimos,

entonces, instalar una perspectiva crítica, pluralista e inclusiva que, a

través del arte, nos permita repensar nuestra historia y proyectar un

futuro con más justicia y equidad.

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