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Opus Habana 18 Leo Brouwer (La Habana, 1939). Al fondo: La fuen- te de Leo, relieve en bron- ce, obra conjunta de los artistas plásticos Nelson Domínguez y Alberto Les- cay. Galería Los Oficios, La Habana Vieja. La música, © ARCHIVO PERSONAL DE ISABELLE HERNÁNDEZ

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Leo Brouwer (La Habana, 1939). Al fondo: La fuen-te de Leo, relieve en bron-ce, obra conjunta de los artistas plásticos Nelson Domínguez y Alberto Les-cay. Galería Los Oficios, La Habana Vieja.

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ENTRE cubanos

«ROMÁNTICO DEL SIGLO XXI, LO QUE

EQUIVALE A CONTINUAR COMO POST-

MODERNO QUE NO ESCINDE SINO UNIFI-

CA», SE DEFINE ESTE HOMBRE DE IDEAS,

UNO DE LOS POCOS ARTISTAS CUBANOS

CON RENOMBRE UNIVERSAL EN VIDA.

APROVECHANDO EL CAUDAL ACÚSTICO

DE LA GUITARRA, SUPERÓ LOS TEXTOS

FILOSÓFICOS EN EL AFÁN DE TRANSMI-

TIR QUE TODO ES MOVIMIENTO, CAM-

BIO, PROCESO... INFINITUD EN FORMA

DE LA ESPIRAL ETERNA.

Y SI ALGUNA VEZ LE FALLARAN SUS MA-

NOS, NO IMPORTA, YA ÉL HA CONSEGUI-

DO CON SU MÚSICA LO MÁS DIFÍCIL: HA-

CERNOS CREER QUE EL TIEMPO ES UNA

PROPIEDAD HUMANA, LA DIMENSIÓN

PRIMARIA DE NUESTRA SENSIBILIDAD.

LEO BROUWER el infi nito y

por ARGEL CALCINES

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Según la interpretación teosófi ca de la leyenda de Orfeo y las refl exiones de Pitágoras —así como la más reciente teoría de las supercuerdas—, el

universo nació de una nota musical, y todo se interre-laciona mediante vibraciones, sonidos...

Así, científi cos han especulado que el sonido del «Big bang» empezó como un intervalo majestuoso de tercera mayor que ha disminuido a través de los años hacia una melancólica tercera menor. Recientemente, los astróno-mos afi rman haber descubierto que un agujero negro ha estado emitiendo la nota re bemol en un registro bastante grave desde hace alrededor de 2 500 millones de años.

Por otra parte, está demostrada la percepción de la música en el ambiente acústico uterino, al punto que, a los cinco meses de haber sido procreado, con los ojos todavía cerrados, el bebé ya puede identifi car las combinaciones de sonidos y sus signifi cados, lo que equivale a decir: «Escucha, luego existe».

¿Considera que, por su naturaleza genesíaca, la música es la primigenia de todas las artes?

La música está cerca de ser origen y causa. «Suma de Partenón», «inquietud vertebral», como dijera Le-zama Lima.

El recién nacido exhala un gemido o lloro más cercano al canto que a los códigos lingüísticos pos-teriores. A la vez, es hechizado por su propio sonido vocal y «canturrea».

Los sentidos fueron tomando un lugar con la sociedad inquisitorial, no muy lejana. Los sentidos «cercanos»: tacto, olfato y gusto, fueron tabuados por sus implicaciones sexuales. De los sentidos «a distan-cia», la vista —priorizado por las religiones— depen-de del oído omniaural (la vista es parcial, obviamente, no podemos verlo todo pero sí oírlo). Siempre que escuchamos algo lo buscamos con la vista.

Podríamos ser más sensoriales, ¿no crees?

¿Cuáles son sus primeros recuerdos sonoros y/o musicales? ¿Cuándo hizo conciencia de que tenía una capacidad inusual para sentir la música, crearla y transmitirla?

Mi madre me hacía repetir ritmos y melodías que yo imitaba, al parecer idénticos. Ese juego —que me encantaba— derivó en pequeños conciertos fami-liares. Yo tenía cuatro años. Pero siempre me atrajo una sonoridad anterior que relaciono con una cierta memoria ancestral.

Recuerdo cuando, siendo un adolescente, asistí a su recital «De Bach a los Beatles» en la Cinemateca de Cuba, allá por los años 70. Tal vez por ello, al escuchar piezas suyas como Un día de noviembre y La Espiral Eterna —así como sus versiones guitarrísticas de las can-

ciones de los Beatles: She’s leaving home, The fool on the hill y Penny Lane— suela reconocerlas sin esfuerzo, así como los valses de Agustín Barrios Mangoré.

Con esos recitales, ¿cree haber abierto nuevos ho-rizontes de percepción estética al más amplio público, dentro del cual se incluían muchos jóvenes como yo, sorprendidos por la originalidad de aquel programa que rompía esquemas?

Mis primeros «guitarreos» fueron en 1955, con programas diseñados a la manera cronológica por mi profesor. Así se programan hoy en el siglo XXI el 90 por ciento de las temporadas sinfónicas, siguiendo la línea del menor esfuerzo.

Esto no me satisfi zo nunca; siempre realicé pro-gramas donde el público escuchase igualmente algo «nuevo» y la gran tradición con enfoques distintos, por ejemplo: variaciones a través de la Historia, los países y su música, etc.

Usted ha dicho que la guitarra no desaparecerá nunca pues es el único instrumento capaz de represen-tar a todos los estilos. ¿De ahí, entonces, la sensibili-dad especial de los guitarristas hacia la interpretación histórica de la música? El caso de Isaac Nicola —por ejemplo—, quien introdujo en el ámbito contemporá-neo cubano la ejecución de la vihuela.

¿Pudiera hablarnos de ése, su primer maestro?

La guitarra no desaparece, se transforma. Es el instrumento portátil más completo.

El arte popular es cultura de síntesis, arte funcio-nal. La guitarra clásica implica una «carrera de obs-táculos» histórico-técnicos, atrincherados en conser-vatorios con metodologías del siglo XIX.

No critico al gran arte del siglo romántico, sino a la pedagogía actual tan retrasada. Soy un clásico, por lo que mi elogio de la guitarra popular como síntesis no debe confundirse como superioridad de un género sobre otro.

Por otra parte, al retroceder tres o cuatro siglos, descubrimos una belleza que ilumina y embellece nuestra necesidad de conocimiento. Un oasis para el oído-frase hecha pero precisa.

Isaac Nicola, al mostrarme el Renacimiento, me abrió puertas y ventanas a un maravilloso paisaje de infi nitud y riquezas pasmosas. Nicola no sólo fue un patriarca para más de dos generaciones, signifi có un método, una disciplina, una calidad y rigor.1

Durante una entrevista concedida en 2003, Joa-quín Clerch recordó su primer encuentro con usted y su bondadoso gesto de haberle prestado por tres años una guitarra «buena» hasta que él pudo conseguirse la suya.

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Tras reconocer —además— que «fi nal-mente, a través de Leo Brouwer, y esto sí es importante, yo empecé a amar la música clásica», ese ex-alumno suyo aseveró:

«Hay que decir que Leo ha inventado el lenguaje de la guitarra moderna. O si no lo ha inventado, podríamos decir que lo ha terminado de inventar».

¿Qué sentimientos le infunden testimo-nios como éste? ¿Aceptaría que, al dejar continuadores como Clerch y otros reco-nocidos guitarristas, el liderazgo de su ma-gisterio se ha impuesto como una realidad inobjetable, aun cuando usted mismo haya desestimado que existiera conceptualmente una escuela cubana de guitarra?

Me es difícil hablar de mí mismo como «magíster» o algo similar. No creo ser un fundador. Lo fundacional tiene algo de inmovilidad reafi rmadora. El espíritu del fundador está anclado en grandes tradi-

ciones primigenias y hace falta detenerse en ellas (o reiterarlas) para que exista es-cuela.

Soy un hombre de mi entorno. He pa-sado cincuenta años trabajando con el arte sonoro, iniciando proyectos, tocando, di-rigiendo. Conduje investigaciones, planes de creación, «grupos sonoros». Soy dado a hacer cosas nuevas o distintas y, en mis ratos libres, compongo música, cosa que hago ahora como quehacer fundamental.

Si algo he mostrado con la guitarra o la composición, no es un método unívo-co sino integrador. Un guitarrista que no sólo toca, sino compone, enseña… No propongo una ambigüedad abarcadora sino multiplicidad de signos comunes.

He dicho que el guitarrista cubano peca por exceso y no por defecto. Toca y toca todo, pero también compone, enseña. Se sustituye la falta de información con imaginar lo que está ocurriendo.

Leo Brouwer en los tiempos de La Espi-ral Eterna (1970).

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¿No hay repertorio? Se compone. ¿Será ésta la nervadura primigenia y columna vertebral de una «escuela cubana de guitarra»?

Me he preguntado siempre: ¿por qué dio por ter-minado su impresionante desempeño como intérprete en 1983?

Finales de los años 70. Salía a Nueva York para tocar en la famosa sala «Y»; ciclo «Grandes Virtuo-sos» (Segovia, Yepes, Lagoya y yo). Tuve un acci-dente en un dedo (mano derecha). Me alojé en casa de M. Barrueco, quien me auxilió inútilmente, por lo que cambié en un sola noche la técnica de veinte años, tocando con tres dedos.

Fue una de las mejores actuaciones de mi vida con todo el Nueva York guitarrístico de público. Mi error: seguí en tournée por Estados Unidos, México y Japón; al regresar a Cuba mi dedo estaba «atrofi ado» con un nódulo. (Hay en Bélgica y Cuba fi lmes con el estreno de mi Concierto de Lieja, donde se ve la mano claramente forzada).

Descubierta por René Descartes y profundamente estudiada por Jacobo Bernoulli, la espiral logarítmica fascina por su propiedad de autosemejanza, al punto de que este último la denominó Spira Mirabilis (Es-piral Maravillosa) e, inspirada en ella, escogió como epitafi o para su tumba la frase Eadem Mutata Resur-go («Aunque me cambien, volveré a aparecer de la misma forma»).

Cumplido su deseo, junto al epitafi o puede verse el dibujo de una espiral, sólo que no es la Spira Mirabilis, sino la espiral de Arquímedes, en lo que parece haber sido una desacertada improvisación del cantero que esculpió la lápida.

Si tomáramos como antecedente ese equívoco irre-versible, ¿cuáles consejos daría a un joven intérprete que se dispusiera a ejecutar su obra La Espiral Eterna? ¿A cuáles parámetros aleatorios le recomendaría atenerse durante la improvisación, de modo que no menoscabe la estructura de dicha obra?

La Espiral Eterna nació como ejercicio electro-acústico, pero la sentimos más efectiva en guitarra.

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Fue antecedida por El Asalto al Cielo, que Lui-gi Nono llevó a la Bienal de Venecia en 1970 y que compuse para la celebración de Lenin en Cuba, con gran escándalo del embajador soviético, quien veía a un Lenin sacralizado y no «vivo».

En La Espiral Eterna, el sonido pretende ser infi -nito: cada evento sonoro nace del silencio y vuelve al mismo. El astrónomo inglés Ross creó el telescopio más desarrollado para su siglo; entonces vio en el fi rmamento la famosa forma espiral en las nebulosas, forma esta presente en seres orgánicos de nuestro pla-neta. El modelo estructural de esta obra fue la «sec-ción áurea», tratada en el siglo XIII por su creador Fibonacci y por Da Vinci, Paccioli, Bach, Bartok, Messiaen y tantos otros.

Al comportarse esta obra como una nebulosa so-nora, ofrece al intérprete una infi nitud o indetermina-ción de ese continuo rumor, rara pulsación, «pacien-cia mineral» —dice García Márquez—; «respiración vegetal» —dice Lezama Lima—; «inquietud del grano de arena», diría yo fi nalmente. ¿Así se tocará...?

En apoyo de la pregunta anterior, reproduzco estas palabras de John Williams: «El sentido improvisado en el concierto se trabaja dentro de una estructura que está claramente establecida por Leo. El elemento aleatorio o de improvisación viene de comprender el efecto que él quiere».

Fueron dichas en 1977 cuando él acababa de grabar —con la London Sinfonietta— el Concierto No. 1 para guitarra y pequeña orquesta, obra que había escuchado previamente gracias a que usted le envió una cinta con su propia ejecución.

«Una vez más, [Leo] fue muy diferente de sus ano-taciones en la partitura, las pausas, las cajas de notas que duran una determinada cantidad de tiempo (…)», afi rmó entonces el virtuoso australiano.

¿Quedó usted satisfecho con la interpretación que Williams hizo de esa obra suya? ¿Cómo se estableció y desarrolló esa empatía entre ambos?

Te recuerdo que John Williams, junto a Segovia y Bream, forma el trío de los más grandes guitarristas europeos del siglo XX. Amigo por más de treinta años, realizó la grabación de mi Primer Concierto para Guitarra de manera impecable en Columbia Records. Sus tres o cuatro CDs con mi música son excepcionales.

Hemos trabajado juntos en innumerables ocasio-nes y países, pero fue su admiración por la Revolu-ción cubana y por China lo determinante para nuestra amistad desde aquella época a inicios de los 70.

En 1972 coincidió en Francia con otras dos grandes personalidades de la cultura cubana: Alejo Carpen-

tier y Wifredo Lam. Ha quedado una foto de ese en-cuentro, con usted en el centro sosteniendo partituras y guitarra. ¿Pudiera evocar ese instante cuando tres cubanos universales quedaron fi jados en el tiempo? ¿Cuánta admiración le inspiran las obras respectivas de Carpentier y Lam?

Ésos fueron momentos de magia, en París. París fue y es arte. Tuve como público en uno de mis con-ciertos del Teatro de la Ville a [Agustín] Cárdenas, Lam y Carpentier, además de compositores como Tansman, o pintores como Guido Llinás; Atahualpa Yupanqui, el cantor, o el cineasta Michelangelo An-tonioni, quien me hizo una caricatura extraordinaria que conservo aún.

Mi amistad con Alejo fue privilegio insospechado e inapreciable para mí. Fue una relación discontinua que se magnifi có con la invitación a verle en su casa-hotel de París cuando escribía Concierto barroco, mostrán-dome el facsímile de Vivaldi que tenía sobre el piano.

También conocí la obra de Cárdenas y Lam en sus respectivos estudios en París. Artistas de pulso cons-tante a quienes conocí de niño de la mano de Bola de Nieve y Ñico Rojas, los que me llevaron a casa de «Felito» Ayón, quien tenía obras del Lam joven, junto a la otra gran pintura cubana: Portocarrero, Consuegra, Mariano, Amelia Peláez y un largo etc.

El cine sobre Lam comienza en el 68 con el do-cumental Lam de Manuel Lamar (Lillo), y continúa con Wifredo Lam de [Humberto] Solás, en 1979. Para ambos hice la música.

Pero Alejo Carpentier es y seguirá siendo el mo-tivo fundamental de muchas de mis obras (El reino de este mundo, Viaje a la semilla, La ciudad de las columnas, El arpa y la sombra). A éstas se suma el lar-gometraje El recurso del método, de Miguel Littín.

Necesitaría un libro entero para refl ejar los puntos de contacto de «lo real maravilloso» carpenteriano y las sonoridades que han caracterizado mi música. Con mis apenas treinta años, Carpentier reseñó mi trabajo cuando se refería a la vanguardia. Tengo ese privilegio y honor.

Desde 1994, conforme a la sensibilidad con que se restaura el Centro Histórico de La Habana, el patri-monio edifi cado ha sido espiritualizado con manifes-taciones de la llamada «música antigua», que en el caso cubano es básicamente «música sacra» de estilo barroco, y, en especial, la obra de Esteban Salas.

Cuando en tan temprana fecha como 1973, usted compuso para once instrumentos de cuerdas Esteban Sa-las, ha venido —con subtítulo Lachrimae antiquae no-vae—, apenas se habían grabado unos pocos villancicos y una misa de ese maestro de capilla del siglo XVIII.

¿Qué lo motivó a utilizar los temas de Salas?

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¿Considera que puedan existir atisbos de cubanía en la obra de ese autor, sobre todo en su repertorio no litúrgico: villancicos, cantadas y pequeños motetes?

La Música en Cuba de Carpentier —una vez más Alejo— me descubrió a Esteban Salas, pero mi acer-camiento a su música fue anterior, cuando Benjamin Britten me invita a dirigir un concierto de mis obras en Aldeburgh, su maravilloso Festival de Artes, en 1970. Eventos delirantes anticiparon mi encuentro con el genio inglés. Cambié, para Britten, el mono-gráfi co de mi música por un «Panorama de la Música Cubana». De Salas a Brouwer, pasando por Saumell, Roldán y Fariñas.

Llegué a Santiago de Cuba. «Las Cantadas de Salas están perdidas hace cinco o seis años» —dice Miguel García, director de Música y del Coro Madrigalista en Santiago. A los tres días hallé la obra casi completa de Salas en un polvoriento desván del Ministerio de la Construcción, adonde llego después de rastrear las huellas de aquella última exposición realizada por la Catedral y el MICONS con los manuscritos del mencionado compositor.

Realicé la cantada Resuenen Armoniosos, devol-viendo orgullosamente aquel tesoro a Miguel García y, despojándome del espíritu de Sherlock Holmes, regresé a La Habana.2

Lo álgido de tu pregunta está en lo referente a la cubanía de Esteban Salas. Como siempre, Martí lo ha pensado y dicho todo: «Las ramas de lo cubano se insertan en el tronco de nuestra América».

Salas conjuntó contenidos y funciones con todo lo que su época le daba; también voces e instrumen-tos mestizos. Desde el órgano portátil reconstruido hasta los tamboriles de origen negro, como algunos de sus músicos. Lo cubano en Salas está en una sín-tesis, economía esencial, discurso directo en nada barroco,3 giros melódicos y cadencias más cercanas a Haydn (o a la escuela de Manheim) y a los roman-ces populares.

El tema «nacionalismo», «identidad», «cubanía», no puede reducirse bajo una visión superfi cial. Al igual que se habla de la «España de pandereta y castañue-las», nos referimos a la «Cuba de maracas y bongó».

Lo cubano hondo ha sido violado por la visión turística. Las «imágenes estereotipo» repetidas ad in-fi nitum, llegan a convertirse en mentiras-verdades. Los estilemas de lo popular cubano encontrarán su auténtica signifi cación en su función originaria. La danza para bailar, la canción para decir, lo instru-mental para escuchar y no pasar el tiempo.

Salas no usaría el tambor como ritmo; en todo caso sería pulsación de sus cantadas o villancicos, sin alterar signifi cados.

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¿Cuál es su opinión sobre la rehabilitación de La Habana Vieja y su signifi cado para la cultura cubana?

El restauro de la Habana Vieja no es sólo rescatar su belleza y dignidad históricas. La obra descomunal de Eusebio Leal va más allá. Desde insertar a la ge-neración actual en el entorno, amar y respetar —de nuevo— esa Habana, hasta recuperar un modo de vida activo y cotidiano del hombre común y del creador en ese contexto.4 Todo esto y más es la cultura con mayúscula, que en silencio ha hecho nacer nuestro his-toriador Leal. Cuidémosle. Es un polinizador cuyo ojo exaltado se ilumina frente a su «nueva» Habana Vieja, fulgurante, creciendo y completándose a sí misma.

Afanándose en lograr la correspondencia visual de diferentes composiciones musicales, el pintor checo Frântiçec Kupka creó imágenes que —basadas en su percepción de las variaciones polifónicas y fugales— se asemejan a las recientes representaciones matemáticas de la teoría del caos determinista. Así, se considera que su obra Amorfa, fuga en dos colores (1910) antece-dió en casi 70 años al grafi cado computacional que de los conjuntos de Julia y demás iteraciones complejas hizo el matemático Benoit Mandelbrot, quien en 1982 enunció sus postulados sobre la geometría fractal de la naturaleza.

Para usted, que ha refl exionado constantemente sobre la relación entre la música y la pintura, ¿cuán significativas pudieron haber sido las experiencias sinestésicas (la audición cromática, por ejemplo) en pintores como Kupka, Kandinsky, Klee…, quienes se atrevieron a visualizar imágenes sonoras y, de esta manera, contribuyeron a que ambas expresiones ar-tísticas se entrelazaran en la aprehensión sensorial del universo, anticipando en sus obras el paradigma de la complejidad?

El fl uir actual ha tenido esos ramalazos de integra-ción entre las artes diversas. Como naves colaterales de una inmensa catedral (que es la cultura), pintura, música y arquitectura se comunican. Todo aislamien-to rechaza nutrientes y enfl aquece. Toda ventana ce-rrada es una aproximación a la ceguera.

Casi niño unía yo a las diversas artes como un rompecabezas. Basta decir que he enseñado compo-sición musical con los diseños del Bauhaus. ¿Pobreza de los métodos de composición musical? No. Rique-za de las analogías con música o poesía.

¿En qué consiste el hechizo del séptimo arte? El cine es suma y, por ello, riqueza. Música, pintura, li-teratura tienen componentes similares: fondos, temas, ritmo, dramaturgia, color, armonía, contrapunto... Esta terminología es la misma en todas estas artes intercambiables.

Las vibraciones en la pintura de Kupka —a quien cito junto a Klee— se anticipan al «grafi smo» de las músicas aleatorias de los años 60. De la misma forma, Xenakis, el compositor griego, puso música a los planos de Le Corbusier, el gran arquitecto francés. Mc Laren «pintaba» a mano la película fílmica creando sonidos de una abstracción radical. Haubenstock-Ramati «compu-so» cuadros coloreados con indicaciones de ejecución musical, menos costosos que un Kandinsky.

Entre los 60 y 70 agoté la necesidad de componer mis partituras gráfi cas, de las cuales Conmutaciones (1966) es relevante por unir junto al fenómeno sonoro una actitud lúdica de los ejecutantes; pero lo impor-tante es que se entendió la necesidad de esa cópula entre lo visual y lo sonoro intercambiando deslum-bramientos y calidades.

Pintores y músicos sentimos nuestro completa-miento raigal en el otro, las cabezas trocadas del tú y yo en el nosotros.

En 1967, usted compuso La tradición se rompe… pero cuesta trabajo, obra que —según sus propias pa-labras— no sabía entonces cómo clasifi car, pues «no se manejaba el término «posmodernismo» o, mejor dicho, tal concepto no existía en música».

¿Cómo explicaría que, en tan lejana fecha, haya logrado una obra semejante?

Si partiéramos de que la condición posmoderna —al menos en su dimensión estética— ya comienza a ser «ofi cializada, reordenada y, por tanto, pierde su papel provocador, refrescante y entra en los museos e institutos», ¿cuál intuye puede ser el derrotero de las vanguardias artísticas en los tiempos venideros?

¿Entrevé signos de una necesidad de romanticismo —la aparición de una suerte de neorromanticismo, por emplear un término— que revalorice el «yo» en su re-pliegue a la intimidad subjetiva y parcial, reclamando el valor de cada cual a tener su interpretación del mun-do, aunque sea utópica, idealista, enajenada, ilusoria, ingenua, sentimental… e, incluso, hasta nacionalista?

En síntesis, ¿se considera usted un hombre de tem-peramento romántico a pesar de haber vivido y creado en la postmodernidad?

La tradición se rompe…pero cuesta trabajo del 67 (revisada en el 69) con vista a su ejecución pública, sin cambio alguno, opone sonoridades «contempo-ráneas» de la vanguardia a citas de los grandes clá-sicos. Esta obra —que cumple cuarenta años aho-ra— plantea con mucha anticipación «la convivencia de culturas sonoras aparentemente contradictorias», como defi ní al postmodernismo en un encuentro en la Academia de Artes de Berlín.

Incluso, los grandes clásicos, al simultanear sus voces, se transforman en un «magma» sonoro con-

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De izquierda a derecha: Agustín

Cárdenas, Alejo Car-pentier, Leo Brouwer y Wifredo Lam. Esta foto fue tomada en

1972, en París, luego de un concierto de Leo en el Teatro de

la Ville.

temporáneo. Finalmente la obra termina con un acorde medioeval, neutro (en re-poso), sin modo mayor o menor, que per-mite, por leyes físicas del sonido, insertar todas las disonancias del cromatismo.5

La explicación que tengo para justifi -car un paso o un salto de apertura hacia otros lenguajes no es teórico, sino senso-rial. La vanguardia de los 60 me gustaba, excepto su falta de «reposo» o, más bien, de equilibrio entre movimiento y reposo. Esta conciliación de contrarios es parte de toda mi música, pero hay algo más que considero uno de los grandes retos del pensamiento artístico en contradicción al historicismo fi losófi co.

Nuestros siglos XIX y XX nos vendie-ron lo moderno como idea del progreso lineal ascendente y acumulativo. Esta vi-sión lineal puso etiquetas a las diferencias y buscó «unidad», desembocando en la fi losofía del «destino manifi esto», justi-ficando el expansionismo (norteameri-cano, por supuesto) en términos socio-económicos con la afi rmación de que el desarrollo tecnológico es el único camino y representa una mejora con respecto al pasado, abogando por la imposición de «ese» único camino.

El postmodernismo —por el contra-rio— es multicultural, usa la belleza de la disonancia, la cultura popular, relaciones pasado-presente, intertextualidad. En suma, una visión no excluyente e integra-dora arte-espectador.6

Es cierto que el postmodernismo está a punto de ser asimilado por grandes po-derosos y que dejará de ser contestatario, como pasó con el hip-hop, el rap, la salsa y otras formas de cultura popular.

El futuro estéticamente se comportará como siempre: en espiral ascendente, y llegaremos a la revalorización del «sim-bolismo» romántico en vez del neobarro-co o neoclásico que ya ocurrieron. Pero como siempre digo: «copiar no es crear». El «préstamo» directo de Lecuona o Cer-vantes sin trascenderlos es sólo pastiche y no lo considero arte.

Para contestar tu última pregunta, diré que soy también romántico. Romántico del siglo XXI, lo que equivale a continuar como postmoderno que no escinde sino unifi ca.

1 Isaac Nicola fue descendiente directo de Tárre-ga, el creador de la escuela moderna de la guitarra en el siglo XIX (Tárrega-Pujol-Nicola).2 Esa cantada fue espléndidamente interpretada por los ingleses en el Festival de Britten.3 Siempre nuestro pasado cultural tuvo un retraso estético de veinte a cuarenta años con respecto a la matriz generadora, en este caso, Europa. Por lo que el «estar al día» de Salas, en cuanto a estilo, debe analizarse en otro contexto y no el de la simple infl uencia.4 Los niños vecinos al entorno reciben su apren-dizaje primero en palacios de los siglos XVIII y XIX. Pintores con talento y obra, como Nelson Domínguez, Choco, Zaida del Río, Rancaño y otros, tienen sus estudios en esa vieja Habana.5 Algún día escribiré acerca de la relación entre la historia del sonido y la interválica con énfasis en la serie de armónicos y en la sección áurea. ¡En éstas se dan cosas prodigiosas!6 Desde 1972, Susan Sontag, Lyotard (1980), Aro-nowitz (1991) y otros se entusiasman ante la mul-tiplicidad, el multiculturalismo o la movilidad de los happenings, instalaciones, el Pop Art e, inclu-so, los graffi ti callejeros (por hablar de pintura) frente al estatismo estandarizado de la vanguardia modernista y su «tajante separación» del público (Efl and, Stuhr, etc.).

ARGEL CALCINES, editor general de Opus Habana.

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