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LAXITUD SUR GERMÁN AGUIRREZABALA

LIBRO-LAXITUD SUR

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Cuentos cortos.

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LAXITUD SUR GERMÁN AGUIRREZABALA

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Primera edición.

PORTADA: Paseo junto al mar, obra del pintor uruguayo Eduardo Díaz.

© 2007 Germán Aguirrezabala

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“Somos los cuentos que hacemos, para nosotros mismos y para los demás.”

Este libro está dedicado a todas aquellas personas en cuyos cuentos sobre sí mismos me incluyen a diario. Gracias, la inclusión es recíproca.

G.A.

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FLABARUS

La multitud desborda la razón y la plaza frente al alcázar. En medio de tanta

confusión, un hombre avanza decidido. Su cuerpo, envuelto en un abrigo, fluye con agilidad entre otros cuerpos. Su espíritu, sin embargo, no está con la muchedumbre: vuela entre las luces y las sombras del futuro que ellos ignoran. Al llegar a una porte-zuela al pie de la torre más alejada, golpea la madera áspera con sus nudillos huesudos; un ventanuco se abre para ver quién es.

—Flabarus —dice con voz profunda, descubriendo su rostro. El postigo se cierra y un ruido a herrajes antecede su acceso al edificio amurallado. Fuera, queda la locura popular; dentro, lo esperan otro tipo de enajenados. Luego de la derrota de los centurio-nes, que usurparon el gobierno de la isla por una década, los opositores al régimen se dividieron. Como había aprendido de los leñadores en las riberas de su provincia natal, una cosa es tirar de los troncos en contra de la corriente y otra empujarlos a favor de ella. Unidos por el “no” al pasado, ¿a qué futuro debían decirle que sí?

Los fragmentos en los cuales la realidad de la victoria rompió la respuesta a esa pregunta dan vueltas en la mente de Flabarus, sin llegar a fluir de manera coherente. Esta es la primera reunión después del vacío de poder provocado por la retirada de los centuriones a sus cuarteles. ¿Qué hacer? No son ni los primeros ni los últimos revolu-cionarios triunfantes en hacerse esa pregunta. Liberados del opresor, presos del miedo, ¿darían sus primeros pasos hacia una nueva forma de libertad o de terror?

Al llegar al Salón de los Consejos los ve sin ser visto. Discuten apasionadamente bajo la gran lámpara central. Prefiere recorrer el perímetro del recinto. No los mira. Bas-ta con escucharlos para saber que están equivocados. Pensarlo, es peligroso; decirlo, equivale a la muerte.

Al final de la historia, ¿serían ellos muy diferentes a los centuriones? En un rincón, entre dos portaestandartes, gira su cabeza para observarlos. Su

mandíbula es un ángulo de desaprobación. Sus ojos entornados quieren ver algo distin-to, pero no pueden.

—Malditos humanos —dice para sí—. Somos unos malditos humanos. Los observa. Muchos de ellos traspiran gotas de soberbia al calor del poder: se

enfrentaron a los centuriones por envidia, no por principios. Si no los detiene ahora, harán lo mismo otra vez. Suspira, y cierra los ojos por un momento. Deja la bomba jun-to al zócalo y se marcha.

¿Podía ser él tan distinto a los demás?

Si olvidamos lo que hicieron, corremos el riesgo de que vuelvan a hacerlo. Si no perdonamos lo que hicieron, corremos

el riesgo, esta vez, de hacerlo nosotros.

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MEGATHEON

—Y no nos queda otra, gurí —le dijo Antúnez a Sebastián, después de un largo suspiro que puso final a un más largo silencio—. Vamos a inventar un… ¿cómo me dijiste que se llamaba? —Un mito, Braulio, no es tan difícil —respondió en forma pausada, con los ojos entrecerrados, el más joven de los dos. —No será difícil para ti, Sebita, que fuiste a la Universidad —el veterano frun-ció las cejas, y más recuerdos que arrugas se hundieron en su rostro, curtido a sal y sol—. Ya te dije que yo, en La Paloma, apenas llegué a terminar la escuela. —Sí, me lo dijiste, Braulio. Veinte veces. Pero a mí no me engañás con eso. Sos más vivo que muchos de esos doctores del Yacht Club, que vos ya conocés —Sebastián se incorporó para poder mirarlo a los ojos—. Vamos a empezar por el principio… —Vamos, ya te dije que no nos queda otra —sin dejar de mirar el horizonte, se acomodó lo mejor que pudo para escuchar al muchacho. Lo apreciaba porque era bueno de corazón (y a calar corazones como sandías, pero sin lastimarlos, no le habían enseña-do en la escuela, lo había aprendido de sus padres, en un rancho que tenía por frente al océano y por fondo a la patria). También lo respetaba como profesional, no en vano había ganado esas dos medallas olímpicas de yótin, o como cuernos fuera que los grin-gos llamaran a eso de andar con los pies en un cascarón de nuez y con las manos aferra-das a un trapo hinchado por el viento. Y por si fuera poco, el mocoso estaba por recibir-se de arquitecto. La voz de Sebastián hizo que volviera a enfocar su vista en el horizon-te, al que había mirado sin ver por un segundo. —Y en el principio está la palabra —sentenció—. Un mito se basa en la palabra, que es como una cadena puesta en tensión: con un ancla en el pasado remoto y el otro extremo amarrado a una boya que la corriente del tiempo arrastra hacia el futuro eterno. —Botija, hoy sí que estás inspirado, ¿eh? —Entonces no me interrumpas, canario. ¿Te das cuenta? La palabra, el mito mismo, está en tensión permanente. Señala un rumbo, una conducta, da un ejemplo, mantiene viva una esperanza… —¡Eso sí que me interesa! —dijo Antúnez—. Vamos al grano. Vamos a inventar “el mito” que nos mantenga vivos. Supongo que habrá que tener algún personaje, yo qué sé, alguien como Hércules me imagino. —Exacto, ¡ves como no sos tan bruto!

Un mito es una forma narrativa de dar sentido a un mundo

que no lo tiene.

Dr. Rollo May (1909-1994)

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—Me acuerdo de Hércules porque llevé a mi nieta a ver la película de dibujos animados al cine. ¿Cómo vamos a llamar al nuestro? —Megatheon. —¡Me estás embromando! ¿Qué va a hacer? ¿Surgir del fondo del mar, donde debe estar en estos momentos, hecho pedazos, para salvarnos? Pensé que íbamos a cambiar de tema, chiquilín, para no volvernos locos. Además, me da risa como tú lo decís: Megazeon, Megazeon… ¡Se hundió, Sebastián! Punto. El maldito yate se hundió y nos dejó aquí, en esta balsita en el medio del Caribe. Maldigo la hora en que nos con-trató ese porteño para llevarlo desde Miami hasta Punta del Este… —¡Calma, Braulio! Calma. Tranquilo. Ya pasó —dijo Sebastián, mientras alzaba los brazos con las manos abiertas—. Es sólo un nombre, una palabra y… ¿ves la fuerza que tiene? Imaginate toda esa fuerza orientada en sentido positivo; es la única que nos queda, Braulio. El yate se hundió, pero Megatheon no. Volvamos de nuevo al principio, inventemos un mito y aferrémonos a él. —Tú porque no crees en Dios —Antúnez todavía estaba fastidiado, no en vano hacía 36 horas que flotaban a la deriva en medio de la nada. —Y eso qué tiene que ver, ¿qué diferencia hay entre el arca de Noé y la de Deu-calión? ¿Y entre el Sansón de tu Biblia y el Hércules de tu película? Es el Mediterráneo, ¿entendés? La cuna de la cultura. La cultura de cultivar, de plantar una semilla y cuidar-la para que crezca. Eso no sólo nos alimenta, le da un sentido, un propósito a nuestras vidas. Es como con el mito de Sísifo, la depresión no viene al caer la piedra, viene de no tener una piedra que levantar cada día. El mito, Braulio. Un mito. Eso es lo que necesi-tamos para sobrevivir. Por el poder de la palabra. Braulio no pudo más y se puso a reír de una manera tan incontrolable como con-tagiosa. Sebastián tardó poco en imitarlo y, de buena gana, el mar y el sol fueron testi-gos de sus carcajadas. —¡Qué honor! —dijo Antúnez al final, cuando pudo respirar—. Habiendo tanta gente con la que naufragar, es un verdadero honor que me haya tocado hacerlo contigo; moriré más sabio, Sebastián. —Pero no en esta oportunidad, Braulio. Tenemos que sobrevivir para contarlo. —¿Para contar qué? —¿Cómo para contar qué? Para contar el mito, canario. Nuestro mito. La leyen-da de cómo sobrevivimos por el poder de la palabra, aferrados a un héroe, Megatheon, que era mitad pagano y mitad cristiano… Y así pasaron horas, tejiendo durante la noche, al revés que Penélope, mil histo-rias sobre Megatheon, que los rayos del mediodía borraban a fuerza de hambre y de sed. “The power of the word” es la traducción que figura en la bitácora del buque tanque “Marathon”, al registrar lo que murmuraban los dos náufragos uruguayos, hallados ape-nas con vida en el Mar de las Antillas.

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EL TRUCO

“…en ese sentido, el voto del Senador por la Provincia de Tracamarca, Leandro Nahuel Kay, resulta decisivo para la aprobación del proyecto de concesión en el cual está tan interesada esta empresa multinacional. El Senador Kay pertenece a un partido provincial independiente y por lo tanto…” —Senador —irrumpió la voz de una mujer en el intercomunicador—, ya llega-ron los caballeros a los que usted les concedió una entrevista. —Hágalos pasar, Carmen —dijo el Senador Kay, mientras bajaba el volumen de su equipo de audio y sustituía las noticias por música folklórica—. Y recuerde lo que le pedí. Gracias. —Sí, Senador. La puerta frente a su escritorio se abrió y entraron dos hombres. Aunque vestían trajes caros y elegantes, su aspecto era desagradable. —Buenas tardes, Senador —dijo el más bajo y obeso—. Le agradecemos que nos haya recibido. Mi nombre es Bruno Ortolani —el Senador se incorporó para estre-charle la mano— … y aquí le presento a mi socio, Armando Jodal. —Mucho gusto —respondió Kay—. Por favor, tomen asiento. —Gracias, ¡ejem! —Ortolani se aclaró la garganta y luego se acomodó en su asiento—. Senador, a los efectos de no desperdiciar su tiempo ni el nuestro, vamos a ser breves. Como le adelantamos por teléfono, nuestros representados están interesados en que se apruebe el proyecto de concesión…

—Disculpe, Senador —la voz de la secretaria sonó de nuevo en el intercomuni-cador—, ¿desea que sirva el café?

—Sí, adelante Carmen —contestó el legislador, luego de consultar con una mi-rada a sus interlocutores.

La secretaria era una mujer bajita, de unos setenta años, con el pelo blanco reco-gido en un moño. En una bandeja, hecha con los azulejos típicos de Tracamarca, traía servidos dos cafés y un té para el Senador. Los invitados bebieron de sus pocillos mien-tras esperaban que Carmen abandonara la oficina. Cuando la puerta se cerró, Ortolani dejó el suyo sobre la mesa. Antes de hablar solía poner sus manos frente a la boca como si fuera a rezar, luego las movía alternada y pausadamente. Leandro Nahuel Kay per-manecía en silencio. Con ayuda de una cucharita, generaba remolinos dentro de su taza de té.

—¡Ejem! Senador, como le venía diciendo, su voto favorable es fundamental pa-ra los intereses de nuestros clientes. Nos consta que ellos le han hecho ofertas…, diga-

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mos que muy generosas, las cuales usted ha rechazado, una tras otra. Por eso han debido recurrir a nuestros servicios. Armando, ¡el sobre!

Jodal saltó como un resorte, abrió su maletín y extrajo de él un sobre manila que puso en el escritorio, al alcance del Senador. Kay miró su reloj y, sin romper su silencio, procedió a abrir el sobre. Ortolani reanudó su perorata:

—Como verá, hicimos un buen trabajo. Allí está todo. Su pasaje por ciertas or-ganizaciones estudiantiles radicalizadas, el consumo abusivo de drogas y alcohol antes de conseguir sus primeros trabajos como abogado y, más adelante, una serie de fotos que serán de gran interés para su esposa. Que, dicho sea de paso, es su puntal económi-co, ¿me entiende, no?

—Senador —Jodal trataba de ocultar una sonrisa sádica en su rostro; estaba an-sioso por saber si Kay era de los que llorisqueaban desde el principio o de los que nega-ban todo con insistencia hasta derrumbarse—, esta noche levante la mano por la positiva y nos olvidamos de todo esto. Es por su bien.

—En fin… —dijo Kay, mientras se pasaba una mano por la barbilla y miraba el reloj de pared colgado detrás de Jodal y Ortolani—, me ponen en un aprieto. Sin embar-go, las cosas con Claudia, mi esposa, ya no son lo que eran antes. Debo confesarles que ella se transformó en un obstáculo para mi carrera. Por eso decidí… eliminarla.

—Senador —otra vez la ajada voz de la secretaria sonaba en el intercomunica-dor—, llamaron los muchachos. Listo el pollo. De un momento a otro lo van a pasar en las noticias. ¿Los caballeros querrán otro café?

—No, Carmen. Con uno es suficiente. Gracias por el dato —dijo Kay, sereno. Mientras Ortolani y Jodal se miraban, la música de fondo dio paso a un locutor

con acento tracamarqueño. Kay subió el volumen de la radio. “… interrumpimos nuestra programación habitual para transmitir una trágica

noticia. La Señora Claudia Rocallena, hija del magnate petrolero Arturo Rocallena y esposa del Senador Leandro Nahuel Kay, falleció hace pocos minutos en un accidente automovilístico. El vehículo se desplazaba velozmente por la carretera cuando, por razones que se tratan de establecer…”

Kay bajó el volumen, puso las manos sobre el escritorio y se dirigió a los dos boquiabiertas que tenía delante de él.

—Señores, no sé si les conté que Carmen, mi secretaria, también es viuda. La policía nunca pudo demostrar que ella mató a su esposo. Y, ¿saben una cosa?, el secreto estaba en el café —los chantajistas miraron con incredulidad a Kay y a los dos pocillos vacíos, pero no atinaban a hacer nada, se sentían rígidos; Kay continuó hablando mien-tras pasaba el sobre manila con su contenido por la picadora de papeles—. Hay una cosa que les faltó incluir en su “dossier”. Cuando cumplía con el servicio militar obligatorio, hace ya muchos años, uno de mis amigos estaba jugando con una pistola 9mm y se le disparó un tiro. Por suerte, sólo me rozó el hombro derecho. El muchacho había queda-do tan angustiado que no sabía cómo pedirme perdón, así que tomé mi pistola y, antes de que él pudiera reaccionar, le disparé en su hombro derecho. Se calló la boca. Ya no estaba en deuda conmigo, ni yo le guardaba rencor. Nunca más se habló del tema. ¿En-tendieron?

Los miró fijo, pero ya estaban duros. Manipuló otra vez los controles del equipo de audio y retiró la cinta grabada que había sonado hasta el momento, conteniendo mú-sica folklórica y la voz del Cholo, el hijo del capataz de la estancia de los Rocallena, que estaba “pa lo que el Senador mande” en el Congreso. Kay apretó un botón del inter-comunicador.

—¡Carmen! —Ya voy, Senador.

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—Carmen, voy a Sala. Dígale al Cholo que espere a que termine la sesión y deje a estos dos, desnudos, en uno de los baños del primer piso… antes de que se les pase el efecto del nacareré que usted les puso en el café. ¡Ah!, y que no los viole…

—¡Senador, por favor! —Es una broma, Carmen —le dio un beso en la frente—. Avísele a Claudia que

todo salió bien y mándele flores por Internet, con el mismo mensaje de siempre: “Te ama. El Truco Kay”.

—Sí, Senador. Pero…, ¿hasta cuándo va a seguir dándole largas al asunto? —Y... —Kay le hizo una guiñada—, mientras se baraja no se pierde.

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DE SÍNDROMES DESIGUALES

Sonó el despertador y la mente de Hipólito comenzó con los chequeos de rutina. Antes de abrir los ojos, para verificar que no se hubiera quedado ciego durante la noche, se preguntó, como todos los días, si había dormido bien. En caso de una respuesta ne-gativa, y luego de levantarse —si la tan esperada parálisis nocturna, sobre la que había leído la semana pasada en una revista médica, no lograba impedírselo—, debía anotar (en la planilla que se encontraba colgada en una de las cuatro puertas del botiquín) la letra I de insomnio, tal como sucedía la mayoría de las veces. En caso afirmativo, y el día de hoy era una de esas raras excepciones, antes de abrir los ojos, debía razonar un poco más y hallar una explicación satisfactoria para esa anomalía. Por ejemplo: esa mosca, que ayer de noche estaba en la cocina, ¿no era parecida a la mosca tse-tsé? ¿No lo habría picado al intentar apartarla con desesperación de su postre dietético? Debía verificarlo. Si lograba levantarse, y un posible reuma no se lo imposibilitaba, al duchar-se revisaría (aun con más detenimiento que el habitual) toda su piel con ayuda de aque-lla lupa con luz ultravioleta que había comprado, durante su última licencia, en un hos-pital turístico de la isla de Saba, en las Antillas Holandesas. Pero eso sería luego. Quizás algo más grave surgiese del resto de su chequeo cotidiano. Abrió los ojos y vio, asom-brado, como la luz se filtraba por una rendija de la persiana de su dormitorio, iluminan-do el par de tubos de oxígeno que, en un rincón, siempre tenía “por cualquier cosa”. Quiso moverse pero no pudo. Un sudor frío recorrió su espalda. “Llegó el momento”, pensó. Luego se dio cuenta de que estaba tan agarrotado por los nervios que era raro que no le hubiera dado ningún calambre. Resignado, le ordenó al dedo gordo de su pie dere-cho que se moviera. Uno por uno sus músculos le fueron respondiendo. Sin embargo, al incorporarse sintió una pequeña, aunque mejor dicho y pensándolo bien, una importante molestia lumbar. Con un gesto de amargura se reprochó: “¡Me dejé estar, desde el lunes que no voy al médico y ya estoy sufriendo las consecuencias!”. Tomó el teléfono situa-do en la mesita de luz, con cuidado de no desordenar ninguno de los veintisiete frascos numerados, conteniendo diversas pastillas, gotas y pomadas, que allí se encontraban y se sentó en su silla de ruedas favorita, aquella que estaba en su propio dormitorio (las otras dos estaban en el living). Pulsó una de las la teclas de discado rápido y se puso en contacto con el centro asistencial al que tenía derecho por su trabajo, aunque también

Síndrome. (del griego: correr juntos) 1.Conjunto de signos que indican la existencia de una enfermedad u otra condición indeseable. 2.Patrón de com-portamiento distintivo o característico.

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estaba afiliado a otros dos y concurría con regularidad a tres clínicas privadas. “Buenos días serán para usted, señora”, le respondió a la funcionaria que tuvo la mala suerte de atenderlo. “Soy el afiliado N8348”, la mujer suspiró con amargura. “Necesito una con-sulta urgente para hoy, martes”, se sintió un cacareo. “¿Cómo con qué especialista?”, sin duda, la atención no era la misma que años atrás. “Dígame usted quiénes están dis-ponibles…, ajá…, no, el pediatra no…, el psiquiatra tampoco, no, no, no…, el gastroen-terólogo…, el gastroenterólogo está bien, ¿para qué hora?..., bueno” y colgó. “Después de todo, la región lumbar está cerca del aparato digestivo, ¿quién te dice que no tengas algo feo por allí? Antes de ir a la consulta debo pasar por la peluquería”. Esta vez, como todas las anteriores, tenía un mal presentimiento. Miró el reloj, era hora de orinar. Tomó un frasco esterilizado de la cómoda y se dirigió al baño. El inodoro era blanco y estaba graduado para poder referir con exactitud colores y volúmenes. El uso de una cámara digital le permitía completar las descripciones. Pero nada de eso podía sustituir una buena prosa, pletórica de adjetivos aromáticos y texturizadores seleccionados de manera precisa; los médicos quedaban encantados con sus reportes. Después de ducharse (e inspeccionarse) llamó a su esposa y a sus hijos para preguntarles si no estaban mal. Vi-vían en el mismo edificio, pero en otro apartamento, para evitar que se contagiaran entre sí. Ellos ya no se animaban a preguntarle a él cómo estaba… y eso le daba pena. Le da-ba pena no dar pena, no conseguir llamar la atención, no recibir afecto. Cuanto más co-nocía a alguien, menos se interesaba ese alguien en él, en su vida, en sus problemas. Había algo que los alejaba mientras él no hacía más que pedir ayuda. A su modo. Por eso sentía esa imperiosa necesidad de estar enfermo, de padecer, de sufrir. Nadie le po-dría negar ayuda a un enfermo. Y menos aun si un profesional lo certificaba por escrito. Disfrutaba descifrando, a su gusto, esos garabatos sublimes. Finalmente, en la tarde, luego de recorrer varias farmacias en busca de novedades, llegó a la clínica y el doctor lo hizo pasar al consultorio. El médico hojeó su expediente: placas radiográficas, eco-grafías, rectoscopias, tomografías, resonancias magnéticas, innumerables análisis de sangre y de orina junto con kilómetros de electrocardiogramas se comprimían en tres carpetas de plástico azul. Al alzar la vista, el gastroenterólogo lo vio, y con sorpresa le preguntó: “¿Usted no es el mismo que vino la semana pasada por un dolor en el pe-cho?”. “Sí, doctor”, le contestó Hipólito. “Disculpe, no lo reconocí, ¿qué se hizo en el pelo?”. “Me rapé, doctor. Por si usted me indicaba comenzar con la radioterapia”. El alivio momentáneo de un diagnóstico favorable (después de todo, él era humano), no puso fin a su angustia, tan interminable y única como este párrafo. De noche, vería en el cable un documental sobre enfermedades cardiovasculares, leería la posología de algu-nos remedios nuevos y buscaría en Internet una afección que el doctor le había mencio-nado al despedirse: el Síndrome de Münchhausen. ¿Qué tendría que ver ese Münchhau-sen con el pícaro Barón de los cuentos? Y hablando de cuentos, mañana se reuniría con sus ex compañeros de escuela. Hacía años que no los veía. Disfrutaría de su compañía, de su compasión…

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MINIMORUM

UN RESPIRO

—Jefe, ¿por qué es tan…, tan estricto con los plazos? —Es natural que los plazos expiren, ¿no? —Sí… —respondió el empleado tragándose un “obvio”. —Entonces también es natural que los plazos inspiren… ¿no le parece?

AUNQUE USTED…

Después de escuchar la invectiva inicial de su oponente, Pi Camont anotó depri-sa algo en un papel; luego, lo dobló en dos y lo puso debajo del vaso con agua que tenía enfrente. Cuando el moderador le cedió la palabra, miró a su adversario a los ojos y le dijo: “Tantas palabras, y tan pocos hechos, lo hacen a usted muy predecible”. “No lo crea”, le respondió el otro, con una sonrisa autosuficiente y superficial. Con lentitud, para dar tiempo a que los camarógrafos captaran sus movimientos, Pi Camont levantó el vaso, desdobló el papel e hizo visible su contenido: “NO LO CREA”, decía. El debate había terminado apenas al comenzar.

DIOSENSUEÑOS

Dormía; al dar media vuelta sobre la cama, susurró un gruñido. Eso fue todo. Soñaba; por una rendija de la realidad había logrado atisbar la única verdad. Luego, se imaginó iluminado e inflamado por ella al despertar, luchando por ella para conquistar el pedestal del universo, adorado por las multitudes que alababan su nombre hasta con-vertirlo en dios; inmensurablemente poderoso, solo, cansado y aburrido. Nada podía compararse con la emoción de aquel instante en el que tuvo que decidir entre vivir su sueño o recordarlo con una sonrisa. Al abrir los ojos, vio su cuarto en penumbras, sintió el calor de su esposa, la respiración tranquila de su hijo, el abismo de normalidad que debía vencer hoy… Había hecho la elección correcta. Sonrió y volvió a dormirse.

EL CICLO DE LAS PALABRAS

Cuando las palabras cansan, una nube negra se instala en la mente de los seres humanos y comienzan las precipitaciones que conducen a los atropellos. Luego, sale el sol y las palabras abandonan con timidez el paladar de sus cuevas para contar aquellas cosas que las dejaron mudas. Las lágrimas corren y se evaporan, transformándose en los cuentos que soplan las velas de nuestra imaginación. Entonces, las palabras se conside-ran diferentes a la realidad, le ofrecen un descanso; más tarde, se confunden con la ver-dad… y cansan.

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LA RANA Y EL ALACRÁN NUNCA MUEREN

Más creemos en lo que debería ser que en lo que es. Marqués de la Zadas

—Parece simpático, este conocido tuyo —le dijo su hija, mientras observaba al joven, con el cual se habían cruzado en la vereda, sonreír y alejarse.

—Lo es —afirmó el padre, antes de entrar al auto. —¿A qué se dedica? El hombre demoró un instante más de lo habitual en responderle. —Es… un profesional. A ella le llevó otro tanto darse cuenta de esa pequeña demora. —¿Un… profesional? — recordó las amenazas que había recibido su padre. —Me refiero a que es… un asesino profesional. —¡Un asesino! —quiso gritarlas, pero las dos palabras salieron casi sin aire de

su garganta; paralizada y pálida, se llevó una mano involuntaria a la boca. —Sí, lo contrataron para matarme. —Pero…, pero… —¿Por qué lo saludo? —Sí. —Para hacerle más difícil su tarea. El resto no depende de mí; si no es él será

otro o, si no se apuran, la propia naturaleza les ahorrará el trabajo. —Estás loco… Hay que avisar a la policía… ¿Cómo vas a…? —Tranquila. Yo ya hice lo que tenía que hacer, con este asunto y con mi vida.

Ahora, lo que más me preocupa es que tú no salgas lastimada. A eso apunta este ritual de conocerlo, presentarte y hacer que no sé cuáles son sus intenciones. En esta negocia-ción estoy poniendo toda mi experiencia en juego y lo voy a lograr.

La miró a los ojos, apoyó el canto de su mano en el hombro de ella, cerca de su cuello, y, con la yema del dedo pulgar, le secó una lágrima. Luego, el auto explotó.1

1 Según cuenta la fábula, el alacrán, asustado por una inundación, le pidió a la rana que lo llevara en su lomo hasta un lugar seguro. La rana, temiendo por su vida, se negó. Sin embargo, el alacrán insistió: “Si te mato me ahogo”, le dijo, y con eso la convenció. A medio camino, el alacrán le clavó su aguijón a la rana. Ésta, antes de que el veneno hiciera su efecto, le alcanzó a preguntar por qué lo había hecho y el arácnido, antes de hundirse, le contestó: “Porque ésa es mi naturaleza”.

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LAS COLONIAS

Nuestro reino, viejo y conquistador, tenía una serie de colonias, jóvenes y rebel-des. En un extremo de la Mar Galaxia, la monarquía gastaba con refinamiento lo que, en el otro, los colonos producían con rudeza. No me gusta decir que la historia siempre vuelve a repetirse y que, como tuve ocasión de leer en el antiguo Convento de Saint Neil de la Luna: “lo único nuevo es la historia que no conoces”. Sin embargo, mientras quienes escriban la historia sigan adelante sin leerla, debo resignarme.

—Boinvenodu a Naive Emiroke, Siñur Imbejedur —me dijo el hombre alto y vestido de negro, al recibirme en el espaciopuerto colonial de Nueva América.

—Muy amable, Padre Démesu. Buenos días —le respondí. —Bain doe, ¿astid intoindi naistru doelictu u prizose an tredactur?— el fornido

representante de los rebeldes insistía en utilizar el dialecto colonial. Un rombo de plata colgaba sobre su pecho.

—No gracias, Padre. Confío más en mis oídos que en esos aparatos —el dialecto colonial había surgido hacía varias décadas como una de las primeras manifestaciones de rebeldía entre los “croullus”, como se autodenominaban los nacidos en las colonias, pero no dejaba de ser una variante del idioma admitido por la Real Academia Solar, al cual se le permuta una vocal por la siguiente, manteniendo prácticamente iguales las consonantes. Así, por ejemplo, “hola” se transforma en “hule”, lo cual hace que los encuentros sean más elásticos, al menos para nuestro gusto.

—Cumu astid gasti, Ixcilinzoe —me miró sonriente mientras caminábamos has-ta el transbordador que nos llevaría al Palacio del Gobernador o Pelezou dil Gubirne-dur, que estaba en poder del ejército rebelde.

—¿Cómo se encuentra el Gobernador? —pregunté. —Il ix Gubirnedur, doci astid. Ye lu pudré vir cun sas prupous ujus, Don Joa-

quín —respondió, al ubicarse en su asiento. El bajel saltaba ya desde la estación artificial a la tierra natural. Demoraría unos

minutos en cruzar la atmósfera, los cuales pasamos en silencio. “Liberar al Gobernador (o ex Gobernador) me permitirá ganar tiempo… y espacio”, pensé, sin poder evitar una sonrisa. El Padre Démesu me miró a los ojos y alzó sus cejas. Un golpe suave, a nues-tros pies, nos indicó que habíamos llegado.

“Tengo la impresión de que somos como niños que recogen cantos rodados sobre

la costa de un océano sin límites…”

Ing. John Stevens (1853-1943) Constructor del Canal de Panamá

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El sol resaltaba la belleza del jardín. Al caminar desde el patio de aterrizaje hasta la entrada lateral del palacio, pude confirmar con satisfacción lo que decía Jambult en su “Tratado de Botánica Galáctica” con respecto a la pulsatilla bellúnica, la cual crecía esplendorosa de este lado de la Mar Galaxia. En mi castillo del Lotaral, sólo florecía la no tan hermosa pulsatilla simplex.

—Sa Ixcilinzoe, Don Joaquín de Unamunzaga, Imbejedur dil Rionu Suler — me anunció un ujier, con sus nuevos atuendos republicanos, en el momento de ingresar a la Sala del Consejo, ahora, Revolucionario.

Al fondo de la enorme habitación, un cuadro de gran tamaño se recostaba, dado vuelta, contra la pared. Con certeza, Su Majestad Emilio II miraba de cerca alguna fisu-ra del revoque, dándole la espalda a una larga mesa con cinco sillas detrás y una delante, tan alejada, que de hecho se encontraba en el medio de la sala. Una de las cinco sillas estaba desocupada. Hacia ella avanzó el Padre Démesu. Completaban el quinteto un hombre de nariz prominente, ojos serenos y chaqueta azul sin adornos, un miliciano de gesto hosco y un emperifollado comerciante se sentaban a su derecha, un anciano con aspecto de profesor universitario hacía lo propio a su izquierda, junto con el Padre Dé-mesu. El hombre del medio, con un suave ademán, me invitó a tomar asiento en la silla solitaria. Para no quedar como un pánfilo, me pareció oportuno cruzar las piernas.

—Nusustrus kairimus liberted y lacherimus pur ille heste le mairti, so is nicise-rou —comenzó diciendo Jusí di Mertón, luego de desprenderse el cuello de su chaqueta azul—. Naistru paiblu troanferé, nu tingue dade di illu, Siñur Imbejedur. Prifiromus le pez, piru il Riy nu nus dije utre upzoún ki le guirre. Ye nu sirimus ane culunoe nanke més. Sirimos an peós ondipindointi, cun naistres liyis y naistru guboirnu, cun naistrus ezoirtus y naistrus irruris. Isté prisinzoendo il nezomointu di ane naive nezoún. Il Rionu ki astid riprisinte is may voiju pere risostor tente nuvided.

—Como ustedes comprenderán, el Rey da pasos de gigante mientras que yo, su humilde servidor, procuro mantener atados los cordones de sus zapatos, para que no tropiece. Si Su Majestad cae, caballeros, el peso de la historia nos aplastará a todos, incluyendo a su “rivulazoún”. Por ello, como Embajador Plenipotenciario del Reino Solar, los invito a negociar una alternativa a la guerra. Bajo ciertas condiciones…

—Nu ecipterimus nongane cundozoún —comenzó a decir el miliciano, hasta que miró a di Mertón en busca de apoyo y encontró dos glaciares que apuntaban directo a sus ojos. El frío le impidió continuar.

—Bajo ciertas condiciones —retomé el hilo de mi exposición— es posible con-jugar el interés de ambas naciones. No deben sorprenderse, caballeros. A título perso-nal, les confieso que es hora de reconocer vuestra mayoría de edad. Sin embargo, mi posición dentro de la corte es difícil. Debo convencer a muchas águilas para que man-tengan sus garras alejadas de este asunto. No se trata de un divorcio. Los padres no pue-den dejar de ser padres. No podemos evitar que nuestros hijos crezcan, tampoco pode-mos evitar preocuparnos por ellos. Es un compromiso de por vida. En nombre del rom-bo, bajo el cual todos somos uno, recemos para que la madurez triunfe sobre la senilidad y la adolescencia.

…… Horas más tarde, luego de obtener la liberación del Gobernador y volver junto

con él a bordo de la fragata “Nuestra Señora de Marte”, me encontraba recostado en mi camarote releyendo viejos libros de papel. Apenas mencionaban un antecedente, un episodio similar al que me tocaba vivir. Sin duda, siglos atrás, ese canal de nombre tan sonoro tuvo la misma importancia que tendrá este pliegue en el espacio (¿y en el tiem-po?) cercano a Nueva América. Hoy, sólo yo sé de su existencia, gracias a la confesión

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de aquel náufrago moribundo, contrabandista de pulsatillas. Formar un nuevo país para poder beneficiarse de este fabuloso atajo no es tarea fácil para una persona… a no ser que la historia vuelva a repetirse. Bastaría, en ese caso, con esperar… y dar, de vez en cuando, un toque aquí y allá. Cerré los ojos y recordé la frase final del cuento “Las Co-lonias” escrito a principios del siglo XXI: “Ahora que América está próxima, la Nueva América será un continente de estrellas, con atmosféricas costas y puertos orbitales. Y, entre ellos y nosotros, entre lo que apenas desconocemos y lo que apenas conocemos, estará la Mar Galaxia”. Amén.

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ENERETH

—Para mí, usted es la imagen de la muerte —dijo la mujer, apoyando con deli-cada firmeza el índice y el pulgar sobre sus clavículas. Ella vestía su luto humildemente de gris. Él, de blanco hasta la barba, parecía Dios y creía serlo. Por lo demás, la relación de asimetría entre ambos se manifestaba de manera sutil: ella, un poco más delgada que alta, nunca olvidó lo que aquel hombre, bastante más alto que delgado, jamás pretendió recordar. Y así pasaron más de veinte años. —Para los demás, soy todo lo contrario —respondió el hombre; sólo sus cejas entrecanas, algo levantadas, ponían en evidencia su asombro ante tanta impertinencia: ella no lo había llamado “doctor”; un esfuerzo sobrehumano, es decir, a su altura, le permitió terminar la frase—, señora. El silencio recorrió la distancia y el tiempo que separaban los pensamientos de esos dos seres que tan sólo tenían un punto en común. Esta bien que, quizás por error, si así puede llamársele a un acto médico no tan exitoso como tantos otros que lo habían cubierto de prestigio, él había puesto fin, sin querer, por supuesto, a la vida del mucha-cho: “Sin embargo, eso no le da derecho a la madre a tratarme como algo menos de lo que soy”, pensó el hombre y olvidó por qué le había concedido esta entrevista. “Él mató a su propio hijo y no lo sabe”, pensó la mujer; y recordó aquella noche en Enereth.

En ese salón donde cuelgas tus trofeos, fíjate bien y hallarás una rendija por la cual se cuela el pasado, todo el pasado,

cada vez que abres la ventana del futuro.

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PRALINÉ

Un dominó de luces y sombras se precipita a lo largo de la cocina, en la casona

de Blaye donde está alojada la comitiva del Conde César de Plessis-Praslin, Duque de Choiseul, Mariscal y Embajador del Rey Sol de Francia. Al abrir la puerta, por los vi-drios rotos de una ventana, se cuela el viento frío de Diciembre: Clément Lassagne, offi-cier de bouche del Conde, no tiene un día fácil por delante. “¡Mon Dieu! Estos aires de fronda me van a matar”, piensa el cocinero. Su ceño fruncido se disuelve al sumergirse en este reino suyo, lleno de ollas, vegetales y cuchillos sobre las mesadas. Los cazado-res pronto llegarán con la carne; de inmediato, se dirige al fondo de la habitación para ver con sus propios ojos el fuego que arde en el hogar.

—¡Allez, allez! —unos mozalbetes, que corren con estrépito a una gallina, se cruzan en su camino.

Bordeaux está en poder de los rebeldes, y las fuerzas leales a Luis XIV se han establecido en esta villa, a orillas de La Gironde, con el objetivo de iniciar un acerca-miento. Por fortuna, las diferencias políticas no impiden que los adversarios se reúnan a cenar para zanjarlas, cosa que ocurrirá precisamente esta noche. Todo está listo… me-nos el postre. A pesar de estar cerca del fuego, un sudor frío recorre la espalda de Clé-ment: el Conde presentará su propuesta de paz a la hora del postre y éste, según palabras del propio César, no puede ser menos que magnifique. “Para ello cuento con Lassagne”, le dijeron que dijo el Conde, mesándose los bigotes.

—Mmm…¡Antoine! —tampoco puede olvidarse del pescado—. Antoine, queri-do, las primeras barcas de pescadores ya deben estar por pasar y no quiero que las mejo-res lampreas terminen en las cocinas bordelesas. Espéralos a orillas del río.

—Como usted diga, maese Clément —responde el aprendiz—. Las almendras, que usted pidió para la salsa de las aves, están cociéndose en esta olla. No sé si…

—Vete. Vete, que yo me hago cargo —con gesto desconfiado verifica que las almendras están peladas y vuelve a tapar la olla— ¡Pierre! Pierre, querido, prepárame un almíbar, que no puedo pensar en postres sin tener algo dulce en la boca.

Mientras repasa de memoria las recetas conocidas, y trata de imaginar otras nue-vas, un crujido le hace mirar hacia la puerta que da al patio del fondo: ésta se abre de golpe.

—¡Fuera! ¡Fuera, os digo! —grita mientras alcanza a darle una patada en el tras-te a uno de los pillastres, que pretenden arrojar una rana viva al agua hirviendo—. ¡Pe-queños monstruos! ¡Así no se hace! Primero debéis colocar la rana en agua tibia y luego calentarla a fuego lento…

—Sabias palabras, Lassagne —Clément casi se cae, al darse vuelta y hacerle la reverencia al Conde, todo en un mismo movimiento.

—¡Excelencia! Es un honor recibirlo en esta humilde cocina —le responde al re-cuperar el equilibrio.

Cést une confiserie faite d’une amande grillée et caramélisée, d’aspect

rocailleux irrégulier.

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—Sabes que me tientan las delicias que produces y que no puedo esperar hasta la cena para degustarlas —la prominente nariz del Conde se dilata al respirar, tratando de captar todos los aromas—. También sabes que hoy el postre debe ser superlativo.

—Así será, Excelencia —el delantal se arruga entre sus manos. —Así será, Lassagne —la capa le sirve de telón para su salida y, al pasar, le hace

una guiñada a la criada, que queda tan roja como los tomates que lava. Minutos después, Clément permanece petrificado en su posición reverente. Los

ayudantes no se atreven a mirarlo y continúan con sus tareas culinarias, tras el silencio impuesto por la presencia del Conde. Sólo Pierre se acerca con sigilo, mostrándole una pequeña cacerola en la cual prepara el almíbar.

—Usa ese fuego. Retira la olla con las almendras y déjala en el piso del hogar para que no se enfríe—murmura Lassagne mientras sus sueños, como el humo, se esca-pan de la cocina.

“¡Ah! La política”, piensa con desazón, “¿Por qué no se conforma cada uno con su lugar en el mundo? ¿Los nobles no se dan cuenta de que en Francia es necesario que brille el sol de día y no sus tenues luminarias de noche? ¿No será mejor dejar la cocina en su sitio, lejos de las mesas de negociación? ¡Mon Dieu! Antes, la vida era más senci-lla”. Da vuelta una clepsidra: si al cabo de una hora no encuentra el postre perfecto, hui-rá; usará el apellido de su padrastro, Jaluzot, y se perderá en América. Sin embargo, más que la aventura, lo que desea es retirarse a un lugar tranquilo, lejos de la corte y de los palacios, e instalar su propia maison de confiseries.

“Quizás algo en base a peras y vino pueda satisfacer al Conde”, especula al ver una canasta y una damajuana escondidas en un rincón, “…mmm, pero no sorprenderá a sus comensales”. Un extraño silencio, seguido por un pequeño temblor en el piso, lo pone en guardia. Los mozalbetes corren atrás de un chancho salvaje, que cruza como una exhalación delante del hogar, hacia el otro extremo de la cocina. Lassagne de nuevo les lanza un puntapié, con tan mala suerte, que hace caer la cacerola con el caramelo sobre las almendras.

—¡Merde! ¡Lo único que me faltaba es esto! —dice, al mismo tiempo que des-carga su ira, y el resto de sus puntapiés, contra una mesa.

Pierre corre a limpiar el revoltijo producido por el porcino y sus socios menores. Entre otras cosas, deja sobre el mueble castigado por el chef de cuisine la olla con las almendras y el caramelo mezclados. Cuando el dolor se hace tan intenso que aplaca su furia, Clément se detiene para observar el contenido del recipiente…

A la mañana siguiente, el sol se filtra por los altos ventanales del salón principal.

El Conde César de Plessis-Praslin, Duque de Choiseul, Mariscal y Embajador del Rey Sol de Francia, descansa en un sillón ubicado entre dos trapecios de luz. Clément está de pie ante él.

—¡Exquisitos, Lassagne! ¡Y exitosos! —exclama el Conde, señalando una ban-deja que parece llena de pequeños pedruscos de color marrón—. Gracias a tus dulces, la paz en Francia está asegurada. Al igual que tu fortuna, por supuesto: seré generoso con-tigo. Lassagne, ¿te imaginas el impacto que causaré en las damas de la corte? ¿Cómo se te ocurrió la receta? ¿Qué nombre tienen?

—Fue… un golpe de suerte, Excelencia. Aún no tienen nombre… —¡Perfecto! Ya que depende de mí, tendrán por nombre parte de mi apellido —

el noble simula vacilar por un momento—. No creo que al finado Cardenal Richelieu le hubiera gustado que el apelativo de los Plessis pasara dulcemente a la historia. Por lo tanto, los llamaremos… “praslines”.

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INMORTALES Había una vez una raza atrapada en la eternidad. Seres dedicados únicamente a pensar y luego sufrir el hastío de su existencia. Entre ellos, un filósofo, de tanto meditar, descubrió que la existencia podía tener fin. “¿Y después, qué?”, le preguntaron. “La muerte”, respondió eones más tarde un bardo acostumbrado a ponerle nombre a las co-sas; en este caso, al dejar de existir. “Entonces, nosotros, que no dejamos de existir, so-mos… inmortales”, dedujo una maestra de lógica. “Inmortalidad es el nombre de nues-tra desdicha”, cantó el bardo a los ocho diedros del universo. “Aquí está la solución”, dijo la más observadora de sus astrónomas, apuntando su caleidoscopio hacia un planeta de azules, verdes y blancos. “¡Eureka!”, para llegar a él, un ingenioso inventor había diseñado una especie de tobogán hecho con estrellas. Respiraron hondo: todos, excepto uno, se fueron deslizando a la vida, nombre que el bardo le había puesto a la existencia anterior a la no existencia. Arrojados en el cuerpo de aquellas bestias, por primera vez sonreían y temían al explorar sus límites. Y al final, todos, menos uno, murieron; no sin antes replicarse entre sus descendientes: una nueva forma de eternidad compartida. Sólo uno de ellos había quedado de guardia en el otro extremo del tobogán, por si algo salía mal. Luego de varias eras de esperar y mirar por el caleidoscopio, la soledad pudo más que la responsabilidad. Miró el vacío a sus espaldas, cerró los ojos y… treinta y tres años después murió.

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DE NUEVO INMORTALES

Decidí escribir el prólogo a mi libro definitivo sobre la humanidad. Escribo que hemos llegado a la última, a la más avanzada etapa de nuestra evolución. Lo hago sobre papel por el sólo placer de oír cómo la antigua pluma de plasma rasga esa superficie inmaculada de celulosa artificial. Mi letra es… Una pequeña mosca, al pasar, me distrae por un momento. Mi letra es grande, angulosa, con emes y enes en forma de guirnaldas. La humanidad, decía, ha superado todos sus defectos y acaricia con la yema de sus de-dos la tan ansiada inmortalidad. Agito mi mano para ahuyentar de nuevo a la mosca. La medicina, hoy en día obsoleta, eliminó todas las enfermedades; el aburrimiento es la única —y piadosa— causa de muerte; un pequeño porcentaje de nacimientos equilibra con exactitud el mismo número de defunciones. La… mosca se posa sobre la mesa. Sin envidia no hay violencia ni gobierno, los seres humanos vivimos en paz. ¡Plaf! Al no tener la imperiosa necesidad de progresar también vivimos en perfecta armonía con la naturaleza. Con el otro extremo de la pluma atomizo el cadáver de la mosca; es que… fuimos animales durante tanto tiempo.

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LAS AVENTURAS DE CERDINANDO Y TERNESTINA

“Son realmente extra-ordinarios”

TITULAR DE LA PRENSA

Llovía suave. El perfume del jazmín visitaba la pieza del fondo, donde, en una radio siempre encendida, cantaba Gardel.

Por uno de esos vericuetos de la política, él había llegado a ser electo Presidente de la República: sencillamente, es muy complicado explicar por qué pudo ocurrir algo así. Ella, por su parte, lo acompañaba como lo había acompañado siempre. Le sirvió un mate y puso más bizcochos en el plato de melamina verde.

Disfrutaban de un momento de paz. Era raro que no sonara el teléfono o que al-guien no tocara el timbre para pedirles algo. Hasta don Ángel, el policía que estaba de guardia en el zaguán, les había pedido con una guiñada “un puestito más arriba”. —La verdad, Ernestina, es que tengo miedo de equivocarme —dijo Ferdinando, apodado Cerdinando por los periodistas más insidiosos y populares, al verlo algo pasado de peso; eran los mismos periodistas que habían hecho renunciar a los demás, y ahora debían conformarse con éste, que no leía los diarios, no miraba los informativos y no se daba por aludido. —Y bueno, gordo, qué querés que te diga… —le contestó ella, paseando su mi-rada bovina por el mantel de hule lleno de migas y de marcas, con forma de herradura, dejadas por vasos apoyados quién sabe cuándo— Equivocate nomás, sin tener miedo.

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EL ÚLTIMO CANDADO

Perugia, 1495

Raffaello corrió hasta una de las ventanas que daban a la calle. Abrió apenas uno de los postigos para ver pasar el grupo de hombres armados que avanzaban rumbo a la plaza. ¿Cómo habrían hecho los Oddi para entrar a la ciudad de la que fueron exiliados por los Baglione? Perugino, su maestro, carraspeó. Debía volver a intentarlo. Cerró, sin ganas, la ventana. Concentrarse y pintar el tenue resplandor de una vela a la luz de otra no era tarea fácil para un muchacho de doce años. Troilo sostuvo con áspera firmeza las riendas de su corcel. Como capitán de los Oddi, estaba satisfecho. La saliva, en su boca, sabía a venganza. Había llegado hasta allí mediante el engaño y la traición. Distinguía con nitidez el hedor que producía el miedo en sus hombres. Con la excusa de mudar de campamento, aquella soldadesca que se resistía a atacar la ciudad, había salido de la cercana Corciano al atardecer. Próximos a Perugia, Troilo comenzó a colmarles la imaginación a través de sus oídos. Las promesas de riqueza y lujuria surtieron efecto y ahora las lanzas apuntaban, no exentas de cierto temblor, en la dirección apropiada. La luz de las antorchas rescataba de la oscuridad los detalles ocres de la muralla y de una de sus puertas de madera. Una hora antes, otras dos teas flameantes le habían anunciado que dicha puerta se abriría, desde el interior, en el momento oportuno. Hasta ahora todo era apropiado, oportuno… Sin embargo, su puño cerrado sobre las riendas comenzaba a tiritar. Niccolò se ajustó, algo nervioso, el cinto del cual pendía su espada. Caminaba al frente del grupo de infantería que debía abrirle paso a la caballería de Troilo. En cada esquina existía una gruesa cadena que cruzaba la calzada. Con ayuda de una maza, uno de sus hombres rompería el candado que las sostenía. Un golpe certero derribó la prime-ra. Los hombres avanzaron entre murmullos. Debían obrar con rapidez, pues el tiempo les corría en contra. Otro golpe, otra cadena caída. Otros centinelas, menos corruptos que los de la puerta, estarían por despertar a los Baglione. Cada vez más cerca de la plaza. Cada vez más temerosos de ser descubiertos antes de alcanzarla. Las cadenas caían mientras la retaguardia empujaba a los de adelante. Niccolò intentaba calmarlos. Sólo faltaba romper el último candado. Quadrato intentó alzar la maza pero no pudo moverse: los demás lo empujaban contra la cadena. Fastidiado, les gritó, arrugando su nariz contra la frente: “¡Atrás!”. Atrás… Atrás… Esa palabra se transmitió y se transformó con cada giro de cabeza. Los rezagados pensaron que los habían descubierto. Los de adelante, al verlos huir despavo-ridos, pensaron lo mismo y se arrojaron tras ellos. Raffaello corrió de nuevo hacia la ventana. Esta vez vio como un río de soldados y caballos intentaban escapar y se pisoteaban… Definitivamente, era en la cerda de los pinceles, en la trama de las telas y en el olor penetrante de los óleos, donde acechaba, para él, la fama.

Ciertos hechos, mientras sigan siendo históricos, pueden no ser verdaderos…

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CORRESPONDENCIA LITERARIA

Viena, 14 de Mayo de 1984

Señor Lazarus Vanhel, Luego de leer su crítica literaria en la columna “El Guardián del Cementerio”, de la revista Wortwörtlich, el jueves próximo pasado, considero oportuno hacerle saber que usted cometió un error al leer mis libros. Sin otro particular, lo saluda con la consideración que usted se merece,

Richard Burmeister

Viena, 15 de Mayo de 1984

Burmeister, Pedazo de un pedante, no satisfecho con ser un escritor de cuarta (camino a la quinta) categoría, ahora se siente capaz de juzgar a un crítico literario de mi jerarquía y trayectoria señalando que cometí un error al leer y comentar sus malditos y mediocres libros, ¡por favor! Sólo por curiosidad, y a los efectos de permitirme aumentar el des-precio que les dispenso a los payasos letrados de su calaña, podría usted decirme ¿cuál es el error que cometí? Todo lo que me diga le prometo que lo usaré en su contra hasta demoler, una por una, esas pirámides que hacen las librerías de barrio con sus libelos.

¡Puaj!

Lazarus Vanhel

Viena, 17 de Mayo de 1984

Señor Lazarus Vanhel, Con tristeza confirmo lo que me han dicho de usted: no sabe leer. El primer error que cometió es haber leído mis libros. Bastaba con leer atentamente mi misiva del 14 de Mayo para entenderlo. Ése fue su segundo error. El tercero es haber leído hasta aquí. Sin otro particular, lo saluda desde su papelera,

Richard Burmeister

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FACTOR “MAMA VIEJA” CERO

Estimado Nicklaus: Buenas noticias. Finalmente creo haber descubierto el “factor cero” que nos permitirá completar nuestra tesis doctoral. Se me presentó de una manera tan imprevista que su explicación merece ser demorada unas líneas más, no para generar suspenso (aunque sabés que me gusta hacerlo), sino para compartir contigo el proceso intuitivo que me llevó al hallazgo. El sábado pasado me invitaron al aniversario de casados de unos amigos de mis suegros. Ya sé que eso suena raro para tu cerebro escandinavo, pero aquí en Uruguay es común que estas cosas sucedan: cualquier excusa es buena para disfrutar de un asado. Allí fuimos, y al promediar la celebración, antes de los postres, se presentó una compar-sa lubola… Bueno, se me complica explicarte qué es una “comparsa lubola”, pero tené paciencia y aprovechá para enriquecer tu español leyendo el próximo párrafo.

Cuando uno dice “comparsa” se refiere a un conjunto formado por tamborileros y bailarines cuyo origen se remonta a los esclavos negros de la época colonial. Por otro lado, cuando uno dice “lubolo” se refiere a un blanco pintado de negro. ¿Entendés como viene la mano? Resultaba divertido incorporar la tradición africana a los festejos propios del carnaval montevideano, pero no había suficientes negros. Así que los blancos se pintaban la cara de negro para darle color al asunto.

Pues bien, los tamboriles suenan algo así como borocotó-borocotó-chas-chas, borocotó-borocotó-chas-chas, borocotó-borocotó-chas-chas, y así una y otra vez. Al compás del tamboril, como reza una canción muy popular por estos lugares, danzan una serie de personajes más o menos típicos: las vedettes (léase mulatas voluptuosas y se-midesnudas, conceptualmente importadas de Francia), los porta-estandartes (término autoexplicativo, si no fuera por el enorme tamaño de las banderas que portan), el escobi-llero (antiguo guerrero y bastonero venido a menos, que se conforma con hacer malaba-rismos con una escoba) y el gramillero (de gramilla, yuyos, en particular, los medicina-les; se trata del antiguo brujo de la tribu disfrazado de doctor) quien, con bastón temble-que, frac, galera y guantes, no se cansa de perseguir a la “mama vieja”…

Candombe, tam, tam, Oigo tu nombre, chas, chas,

¡Qué ritmo tiene!

Haiku Oriental, s. XXI

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Si llegaste hasta aquí —y no tenés más remedio que hacerlo si querés saber cuál es nuestro “factor cero”—, debés hacer gala de tu proverbial paciencia y frialdad ante la adversidad y leer con cuidado la siguiente descripción de “mama vieja”: anciana ama de llaves que imita a su patrona luciendo ropas prestadas por ésta. Al menos eso es lo que pude averiguar el lunes siguiente navegando en Internet. Sin embargo, mentiría si te dijera que sólo con esta definición podrías sacar alguna conclusión valedera; no, es ne-cesario que te describa con detalle a la “mama vieja” que en este caso particular me tocó observar, entre la colita de cuadril mechada con panceta y las tortas heladas rellenas con dulce de leche. Te aclaro que no era una gordita cuarentona envejecida de manera artifi-cial, como es habitual en las comparsas de hoy en día, era la resignación en persona; negra, pequeña, delgada y canosa, se movía con una lentitud reumática.

Al principio su presencia resultaba un poco chocante: ¿por qué no habrán traído sólo a los tamborileros?, ¿qué necesidad tiene esta señora de hacer papelones?, ¿por qué no se habrá quedado cuidando a sus nietos?, podía pensar uno (o más de uno, según sospecho) hasta que veía su mirada. Luego, la resignación se transformaba en sabiduría y la lentitud, en sutileza. Sin que ella cambiase un ápice su gesto o acelerase una décima sus movimientos, parecía que cada vez se adaptaba mejor al ritmo cambiante de los tamboriles. Entonces me acordé de una frase de Marcel Proust: “El verdadero descu-brimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en cambiar la mirada”. La “mama vieja” no había cambiado, permanecía inmutable como el problema de la tesis que no podíamos resolver, pero yo sí había cambiado… mirándola. Aunque no tan simplemente “mirándola”. ¿Qué había en esa mirada suya que no hay en las otras? Nada. Sólo eso: un gran porcentaje de nada, de esa nada en la que nos transformamos cuando hacemos las cosas que nos hacen felices, sin esperar ni desesperar demasiado. Así fue como se me ocurrió la idea del “factor cero”.

Los detalles técnicos y las ecuaciones correspondientes van en el archivo adjunto para que los revises. Misión cumplida.

Un abrazo,

Ruben

P.D.: Luego de que nos den el premio Nobel por este trabajo ;-) y nuestra corresponden-cia sea publicada algún día junto con nuestras biografías :-o, este correo electrónico será nuestro homenaje a esa mama vieja, tan infinita, sutil y llena de nada como el espacio que surcarán nuestras naves.

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MEETING POINT

Una torre en el medio del desierto es el punto de encuentro de un sinnúmero de fantasmas. Fantasmas ingleses con la soga al cuello. Fantasmas franceses sin cabeza. Fantasmas transilvanos que aún no se pueden sentar. Fantasmas americanos nerviosa-mente apoltronados en sus sillas eléctricas. Fantasmas de la ópera y hasta el mismísimo padre de Hamlet. Algunos vienen arrastrando sus cadenas; otros, saboreando el arsénico de su último bocado. Algunos abandonaron sus castillos inhabitables; otros, dejaron de visitar en los sueños a sus asesinos. Algunos no se veían desde hacía mucho tiempo; otros, no se vieron ni se verán jamás. Se contaban por decenas, centurias y milenios. Muy pocos se perderían este espectáculo. Es la primera vez en la Tierra que tienen la posibilidad de observar algo más aterrador que ellos mismos. Son las 05:29 del 16 de Julio de 19452.

2 Este texto fue encontrado en 1985 entre los papeles del científico Stephan Bathurst (Zagreb, 1909 – Chicago, 1984), quien participó en las últimas etapas del Proyecto Manhattan, logrando hacer explotar la primera bomba atómica a las 05:29:45 (hora local) del 16 de Julio de 1945 en Trinity Point, Alamogordo, Nuevo México, Estados Unidos. En el mismo papel manuscrito figura una versión de la anécdota en la cual el director científico del proyecto, el Dr. J. Robert Oppenheimer, una vez terminada la prueba, citó una frase del Bhagavad Gita (libro sagrado hindú): “Ahora me he convertido en la Muerte, en el Destruc-tor de Mundos”; ante lo cual el director de la prueba, Kenneth Bainbridge, le respondió: “Oppie, ahora todos nos hemos convertido en unos hijos de puta”.

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LETRANGO

Yo —y disculpame, che, si con acento de arrabal te hablo de prima— estoy hecho de tango y tengo alma de bandoneón. Nací esquinando con un cafetín al sur, en la calle en que un olvido me dejó. La luz de un farol alumbra el zaguán de refilón y, como una hemofílica herida que no quiere curarse, se resbala por el ala de mi chambergo la gota de un recuerdo. Entre glicinas, madreselvas y naranjos en flor, de purrete me trope-cé en el patio con la baldosa floja de alguna ilusión. La vieja, desde el piletón, me mira-ba con dulzura y compasión. También a ella se le pianta un lagrimón al evocar la figura de mi viejo, con su antiguo reloj de cobre, aquel que luego tuve que empeñar. Me dan risa esos giles que se ladean porque ando pato, y que se olvidan que pa llenar el plato, yo fui el primero que los ayudó. Como un cacho de mis años pegado en el corazón, me sale por mis ojos esta cálida emoción. La mente, grávida de oscuros apetitos, hacia una rubia percanta derivó. Su hermosura me llevó a la locura, mas luego me traicionó. Por su culpa, me refugié en el estaño de un malevo mostrador, donde le di al clarete como un pibe al chupete. Borracho, me llamaban los muchachos, porque decía la verdad. Al no querer perdonarla, hoy me mata el dolor y aunque mi rostro sonríe, estoy llorando de amor. En el conventillo de Polenta, allá por la pieza cuarenta, mis palabras flotan pri-sioneras de un ventarrón. Esta noche de capricho y de fandango, no sé, Antucho, qué me venís a hablar a mí de tango. El rebenque de la vida me ha golpeado sin cesar y ten-go el antojo de volar como un pájaro sin luz. Ya sé que estoy piantao, piantao y cayendo sin tener donde caer. Al final, una estrella al titilar me hará señales para ir por una luz de eternidad... ¡qué vas a hacer!

Melancólica Hiel y miel del oído,

Letra de tango. Haiku Oriental, sXXI

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NUAGE JEANNE

A las nubes no nos está permitido intervenir en los asuntos humanos. Sin embar-go, resulta tentador hacerlo; en especial, si tenemos en cuenta la privilegiada posición desde donde observamos a nuestros hermanos de agua. Cuando jóvenes, la tentación y la prohibición, en vez de contraponerse, orientan nuestro accionar en un mismo sentido: hacia el peligro. Como aquella vez, cuyo recuerdo, luego de tanto evaporar y condensar, he logrado cristalizar en esta cima alpina, helado refugio de mi vejez. Todo comenzó cuando, como nubecilla, crucé por primera vez las tierras de Francia. Nunca supe explicar por qué ellas despertaron en mí un encantamiento tan sutil y perdurable. Con simpleza, sucedió así. Sé de humanos a quienes les ha ocurrido lo mismo, incluso antes de que aprendieran a volar. Quizá, por eso, no somos tan diferen-tes. Vapor y carne constituyen nuestra parte visible. Son sólo vehículos a los cuales conducimos sin saber a dónde vamos. Hoy, ya casi nieve eterna, he aprendido —y espe-ro que aprender no sea sólo dejarse convencer— lo que siempre intuí: es preferible vivir a saber lo que es la vida.

Siendo así, no me detuve a pensar cuando aquel día sobre Lorraine, luego de llo-rar con amargura por aquella campiña de dulzura pisoteada, vi a esa joven campesina. Allí estaba ella, entre las flores de la verde pradera cercana al poblado de Domrèmy (el cual, junto a un imaginario Fassol L’Azi, hubiera completado una bella escala musical). Fue como encontrar a una hermana perdida. Yo de blanco rizado; ella, de lacio negro. Logré apartarme para que un rayo de sol se reflejara en su rostro… y me convencí. Aunque estaba prohibido, debía intervenir, cambiar de vehículo y liberar a Francia. Quería ver mi sombra ondular sobre sus campos en libertad.

El resto de la historia ya lo conocen quienes habitan este mundo, entorno al cual todos giramos. Si bien las flechas no nos hieren a las nubes encarnadas, sí lo hacen, al atardecer, la traición del cetro y la ambición del prelado. El Delfín, hecho rey, libertó a Francia pero nunca pudo redimir su conciencia, que, como una nube negra, me encargué de perseguir hasta Mehun-sur-Yèvre. El Obispo Cauchon, por unas letras, no pudo di-simular su verdadera condición de cerdo para los franceses y almohadón para los ingle-ses. Hoy, en la Catedral de Lisieux, una tumba perdida y vuelta a encontrar oculta sus restos temporales. Y tú Jeanne…, mi hermana humana; a ti te pido que me disculpes si con un suspiro encendí el fuego en tu corazón, luego ceniza que se llevó el río de la glo-ria franca. Por mi parte, oculta en el humo como una paloma blanca, me volví de nuevo vapor. Aun así, fue preferible haber sufrido el enojo de los nubarrones que pasear indi-ferente por un cielo compartido.

Las nubes lloran Sobre alas de fuego,

Juana de Arco.

Haiku Oriental, sXXI

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ALITERATI

Cuenta un cuento que contaba mi abuelo, que un cuento que mi padre le cuenta contento a mis hijos, yo también lo contaré, por contagio, con todo amor a mis nietos. Su contenido, siempre contemporáneo, contempla continuos contingentes contraerse y contorsionarse, sin contaminarse en contacto con tal contextura; y su continente, cons-tantemente contiguo a la contienda, contribuye, como contrapunto contundente, a la controversia sobre el control de su contorno. ¿Cuántos cuentistas contabilizan con traba-jo las cuentas del collar de sus cuentos, sin contar con tanto canto que cuanto tonto y contumaz que anda suelto contrata para contonearse y contrariar a sus contendientes? Contesto que, contigo, más de cincuenta.

Tu padre cuenta, Contaba mi abuelo,

Lo que contarás.

Haiku Oriental, s. XXI

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BAILA CON EL HUMO

Los dos hombres se miraron y, sin hablar, sonrieron al adivinar que pensaban lo mismo. Ésta era la cuarta vez que debían “dar el informe” en los quince años que traba-jaban juntos. Una vez cada cuatro años. Ése era uno de los motivos de las sonrisas: la estabilidad laboral de los servidores públicos no elegibles. La mesa de metal, en el am-plio salón de reuniones, los separaba. El otro motivo para sonreír era que, por cuarta vez, no les creerían. A pesar de sus intachables credenciales y antecedentes, lo que tení-an para decir era difícil de creer, no importaba cómo lo dijeran o con qué pruebas lo respaldaran.

—Es la primera vez que ocurre en enero —dijo el General Walter Pinetree. —Es la primera vez que no vamos a la Casa Blanca —dijo el Dr. Julius Cabot. Se miraron de nuevo y, sin hablar, asintieron al confirmar que, otra vez, pensa-

ban lo mismo. La tercera circunstancia que nunca se había dado antes, no era política-mente correcto comentarla, y no lo hicieron. Ambos movían sus cabezas de arriba hacia abajo y hacían muecas con sus bocas. Cincuenta metros sobre ellos, en la pista principal de Groom Lake, aterrizaba el avión presidencial.

Mary Sparks había asumido como Presidenta de los Estados Unidos hacía pocos

días. A esta reunión, obligatoria en la agenda secreta de todo presidente entrante, le dio máxima prioridad por motivos cien por ciento personales. Al bajar del Air Force One, aspiró el aire caliente del desierto. Estaba por cumplir uno de sus sueños. Para eso había luchado tanto, para hacer sus sueños realidad. Esa confesión, egoísta y sincera, fue la que le permitió inclinar la balanza electoral en su favor. De pequeña, se había criado en una granja al norte de Idaho. Allí, una noche clara de verano, junto con su hermano me-nor, vio aquellas luces danzar en el cielo. Fueron los cinco minutos más maravillosos de su vida. ¿Qué eran? ¿Cómo hacían para moverse así? ¿Existían seres capaces de dirigir-las? ¿Con qué objetivo? Ahora, por fin, conocería la verdad. Ése era su privilegio. Lue-go decidiría, junto con sus asesores, cómo y cuándo daría a conocer esa verdad a la ciu-dadanía. No la ocultaría al igual que ellos, los hombres que la antecedieron. Tenía con-fianza en que todo saldría bien. Tanto era así que, entre sus sueños más fantasiosos in-

Por muchos años, el fenómeno OVNI ha servido como un soporte para la imaginación humana, un escenario para la

tragedia humana, un tejido de sueños humanos…

Jacques Vallée - 1979

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cluía uno en el cual, luego de terminar su mandato, se imaginaba como la embajadora de la humanidad ante ese país desconocido, cuyas puertas se abrirían hoy para ella…

—Disculpe, Señora Presidenta —la interrumpió un edecán, señalando el vehícu-lo que los esperaba al pie de la escalerilla.

Un híbrido entre timbre y alarma anunció el descenso del montacargas hasta el

nivel inferior de las instalaciones subterráneas. Una vez abajo, al abrirse las puertas, el General Pinetree saludó a la Presidenta en posición de firmes, irguiendo al máximo su robusto metro sesenta. El Dr. Cabot, por su parte, se adelantó para darle la mano, encor-vando dos metros de flacura.

—Bienvenida al Área 51, Señora Presidenta —dijo Pinetree. —Yo prefiero llamarla Dreamland —dijo Cabot, haciendo un gesto abarcativo

mientras guiaba a la comitiva hacia uno de los corredores; la presidenta Sparks y su secretaria privada (Hellen Harp, 43 años, divorciada; según figuraba en el expediente de inteligencia, junto con una lista detallada de la basura arrojada por ella el día de ayer y una serie de recomendaciones para hacerla desaparecer en caso de ser necesario) lo si-guieron—. Pasen por aquí, si son tan amables.

Los cuatro se ubicaron dentro del salón de reuniones. Sobre la mesa gris había café y rosquillas para todos. La luz brotaba por igual de los paneles del techo y de las cuatro paredes laterales.

—Caballeros, vayamos al grano —dijo Sparks desde la cabecera de la mesa. —Bien…—Pinetree consultó con la mirada a Cabot. —Bien —dijo Cabot, “pasemos al plan B”—. Señora Presidenta, todas las inves-

tigaciones realizadas desde que el Proyecto DWS fue creado por el presidente Truman en 1945 hasta el día de hoy, nos permiten afirmar lo siguiente: primero, los objetos vo-ladores no identificados existen…; a pesar de toda nuestra tecnología y de todos nues-tros conocimientos científicos, un 1.5 por ciento de los avistamientos registrados no pueden ser explicados. Segundo, los seres extraterrestres no existen…; utilizando todos los recursos al alcance de nuestras fuerzas armadas y de nuestros servicios de inteligen-cia, no hemos podido hallar una sola evidencia que demuestre la presencia de alieníge-nas, ni en nuestro país ni en otra parte del planeta o del universo.

Por un momento, se escuchó el silencio que hay detrás de todos los sonidos. —¿Eso es… todo? —Mary Sparks estaba indignada. —Estamos a solas con nuestros miedos. Eso es todo, Señora Presidenta —afirmó

el General Pinetree; “es así, nadie nos cree cuando decimos la verdad”, pensó. —¿Para llegar a esas conclusiones gastan 36 billones de dólares al año? —No, Señora Presidenta —Cabot zarandeaba su cabeza—. Apenas utilizamos

un 10 por ciento de esa cifra. Un 85 por ciento retorna al gobierno federal a través de un fideicomiso creado sólo a tales efectos. El 5 por ciento restante, lo donamos a obras de caridad…, es parte del proyecto original. Está todo documentado y auditado, Señora Presidenta. Aquí tiene…

—No lo puedo creer… ¿por qué? —Sparks hojeó la carpeta azul con todas las cifras; al mirarlas, la indignación cedió ante el abatimiento.

—Bien… —esta vez, de un vistazo, Cabot le devolvió el fardo a Pinetree. —¡Ejem! —el militar se aclaró la garganta—. Señora Presidenta, cuanto mayor

es la cantidad de dinero invertida en un proyecto secreto, mayor es la especulación y el rumor en torno al mismo. Pero, para que usted comprenda por qué esto es necesario, debemos contarle la historia desde el principio…

—Adelante —Mary Sparks escuchaba sin ver, “aquella noche…, las luces”.

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—En setiembre de 1945, el presidente Truman recibió, casi de manera simultá-nea, dos informes en su despacho —Pinetree entrecerró los ojos y dejó fluir la historia entre sus labios—. Uno, proveniente de Europa, se refería a unas extrañas luces volado-ras reportadas por un número significativo de pilotos aliados y los posibles efectos sico-lógicos de esas visiones en los combatientes, quienes llegaban a afirmar la posible co-nexión de dichos “cazas de fuego” con “seres de otro planeta”. El otro, enviado desde Japón, reportaba con detalle los daños atroces sufridos por las ciudades y los ciudadanos de Hiroshima y Nagasaki. Dicho informe concluía diciendo que, con el uso de la bomba atómica, “la guerra había cambiado de manera cualitativa a escala planetaria”. Esto en-cendió la chispa en la mente de su honorable antecesor. Estaba claro que el uso de las armas atómicas en el futuro provocaría más daños que los necesarios militarmente y que los tolerables éticamente. Entonces ¿por qué no desarrollar las armas sicológicas a ese mismo nivel? ¿Por qué no crear un “Los Álamos” psíquico? En ese momento surgió la idea del simulacro de Roswell. Ése fue el origen del proyecto secreto DWS, Señora Pre-sidenta.

—Sin embargo, Truman también estaba preocupado por otro tema —Cabot tomó la posta—. Algo que sólo se atrevió a confesar a unos pocos. En ambos informes subra-yó la palabra “planeta”. ¿Y si en realidad existían seres de otro planeta? ¿Y si el cambio a escala planetaria provocado por las armas atómicas los amenazaba? ¿Cómo reacciona-rían ellos? ¿Cómo lo haríamos nosotros…? Ése fue el secreto dentro del proyecto secre-to DWS. La muerte de Truman, director honorario y vitalicio del proyecto, coincidió con el inicio del segundo mandato de Nixon. Este último, le dio un giro…, digamos, práctico al proyecto. Sus preguntas fueron otras. ¿Y si los americanos se aburren de un gobierno federal entrometido en sus vidas privadas y encubridor de la verdad? ¿Y si los demás, en el mundo, se cansan de los cowboys americanos? ¿Qué alternativa tendrán? ¿Hacia dónde mirarán en busca de consuelo? ¿Por qué no hacia el cielo? Pero no hacia un cielo lleno de ángeles rubicundos, no en esta era de la tecnología. Lo harán hacia un cielo lleno de naves extraterrestres, pilotadas por seres superiores, que traerán más tec-nología, más bondad y más sabiduría. Según la visión de Nixon, el proyecto “Dancing With Smoke” nos permitirá, en caso de extrema necesidad, continuar con la protección de nuestros intereses por otros medios…

—¡Basta! —Sparks sentía náuseas; salió de la sala, del complejo subterráneo, de la base aérea. El General Walter Pinetree y el doctor Julius Cabot se miraron y la mira-ron partir. Sonrieron como quien sonríe en un velorio.

Cuando llegó al Air Force One, la Presidenta pidió un vaso con agua fría, cerró los ojos para intentar dormir y volvió a recordar aquella noche en la granja: las luces descendieron detrás del granero; ella y su hermano, aún en pijamas, corrieron hasta allí y, lo que vieron, la hizo despertar.

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CARTAS DESDE TRES ISLAS

Corsica, 12 de Marzo de 1787

Ya sé que todo termina en nada. Sin embargo, debe haber algo más, entre el principio y el final, que valga la pena explorar y explotar al máximo. El problema está en conocer los límites. Quizás tenía razón aquel necio oficial de la academia militar de Brienne, cuando, luego de castigarme por tratarlo de ignorante, me dijo que, justamente, el poder se basa en la ignorancia. Cuanto más conocemos o deseamos conocer, menos hacemos o deseamos hacer. El general que pretende saber de antemano cuántos heridos y cuántos muertos habrá en una batalla, jamás la ganará. Vivir es arrojarse al vacío y arroparse con lo que nos depara el destino. En ese sentido, madre, estoy dispuesto a ig-norarlo todo.

Isola D’Elba, 23 de Febrero de 1815 No me han castigado, más bien lo considero un premio. El espectro de mi ambi-ción también incluye la derrota. ¿De qué otra manera podría llegar a conocerlo todo? Desde la fiebre revolucionaria hasta la palidez imperial; desde el calor del desierto egip-cio hasta el frío de las estepas rusas; desde la elegante ecuación de una parábola hasta el estruendo y el olor a carne desgarrada, provocados por la bala de un cañón; desde los soldados que al intentar desertar de mis filas me han ayudado a ganar batallas hasta los oficiales que en un acto de ciega lealtad me han colocado en posición de perderlas. To-do este espectáculo se ha puesto en escena gracias a la fuerza de mi voluntad. Por siglos, nadie más lo ha hecho y nadie más lo hará. Habrá hombres con el coraje de arrojarse al vacío. Habrá hombres con la suerte de arrebatarle una corona al destino. No lo dudo. Pero nadie ignorará las consecuencias de un modo tan absoluto como lo hago yo. Ni siquiera el pequeño rey de Roma. Volveré por más. Debo volver. Lo siento, madre, es inevitable.

St. Helena, 28 de Abril de 1821 Es el fin. La nada después de todo. De casi todo. Pues, en ese “casi” caben el continente americano, diez cuadernos de apuntes y la paz. Falta también Josefina. Aun así, ¡qué vida! Desde aquella carta sobre el poder de la ignorancia —que nunca te envié, como estas otras que pronto quemaré y en las cuales te hablo, como si no me escucha-ras, con palabras que no quedarán para la historia—, disfruté cada instante que de ti heredé al nacer. Ahora, a un paso de la muerte, mi última aventura, sólo pienso en mis hijos; como todo padre, les deseo futuro: nada más puedo hacer por ellos. En cuanto a ti, madre, espero que haya valido la pena llevarme de la mano y verme partir.

Textos extraídos de: Collection of Letters Never Found, Lord Sunex Archive,

Department of Documents, Imperial War Museum, London, UK.

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LA ROCA IGNOTA

“Navegar es necesario; vivir no es necesario.”

Pompeyo

Había una vez un barco que casi se hunde sin saberlo. Podemos decir que las almas de sus tripulantes y pasajeros se salvaron gracias a que ninguno supo lo cerca que pasó el casco de esas rocas, afiladas como cuchillos. No ignoran el sueño los dormilo-nes, la música los bailarines, las estrellas los navegantes, mas las rocas… Las rocas es-tán allí representando al Universo, que no es malo ni bueno mientras pasa a unos centí-metros de nosotros sin darnos cuenta.

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SAL Y SÍLICE

—Ella lo espera a él en la orilla del mar… —dijo Nacele. —¡No es nada original! —respondió Siodos. —Mejor dicho… Ella lo espera a él en la orilla de la arena. —¡Es lo mismo! —Parece, pero no lo es. Es… ¡Ay! —Nacele suspiró—. ¡Es tan romántico! —Me imagino… En fin, ¿cuál es la diferencia? —¡Ji! ¡Ji! ¡Ji! Es tan obvio, que ustedes nunca se dan cuenta… —¡No empieces otra vez con eso! —¿De qué lado de la orilla te imaginas que ella lo espera a él? —Del lado de la arena, obviamente —dijo Siodos con firmeza. —No —Nacele contuvo su risa marina. —¿No? —Del lado del mar… —¿Del lado del mar? —Sí… ¿No es original? —Entonces, ella es… —… una sirena. —¿Y él? —Un hombre rana, que al besarlo se convirtió en un hombre príncipe. De lejos parecían sólo sal y sílice, contándose cuentos a orillas del mar.

Allí donde hay amor, hay vida.

Mohandas Gandhi

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AGUA TURBIA

Una suave brisa mecía a la Nutshell, pequeña goleta de velacho surta en el puer-to de Villa Cisneros. Su capitán, Robert Crane, esperaba con ansiedad la provisión de agua dulce. La necesitaba para poder zarpar rumbo a Santa Cruz de Tenerife, primero, y Casablanca, después, siguiendo el destino de sus pasajeros. Nosotros conversábamos bajo la sombra seca que nos ofrecía la toldilla; todo lo demás, de una u otra forma, res-plandecía: el azul de las pequeñas olas, el exiguo verde de la costa, el blanco de las ca-sas quietas y de sus sábanas tendidas en movimiento. Más allá, el dorado sinfín del de-sierto y hasta el aire cimbreante sobre él, también brillaban; como la frente de Crane. Luego de confirmar que el bote del aguatero estaba largando amarras y se dirigía hacia nuestra posición, el capitán se ubicó junto a la rueda del timón, secándose el sudor con ayuda de un pañuelo. El diálogo había arribado a un silencio neutral y aguardábamos con cierta expectación que alguien dijera algo, algo que nos permitiera achicar el abu-rrimiento que inundaba esas horas. —Espero que el agua no esté turbia —dijo el marino estadounidense, en un cas-tellano claro y con acentos aislados—, como la última vez. —¿Turbia? —se preguntó Don Pedro Gaztea, mientras acariciaba su barbilla, extraviando la mirada en el interior de un recuerdo. Todos observamos al viejo comerciante de productos químicos, siempre vestido de blanco, excepto por su lazo negro; era un hombre de pocas historias, aunque copiosas y siempre bien recibidas. —Agua turbia —afirmó, devolviendo la mirada a los presentes—. Sí, eso fue lo primero que dijo aquel extraño náufrago del desierto… Lo encontramos con nuestra caravana justamente a dos leguas del oasis de Dakhla, en Egipto. “¡Agua turbia! ¡No quiero agua turbia!”, gritaba el pobre infeliz; a punto de morir deshidratado, rechazaba con inusitada energía la cantimplora que le ofrecía el guía. Éste me interrogó con la mi-rada: a él le sorprendía su actitud, a mí, que el hombre hablara castellano. Al final, con-vencí a uno y a otro para que la leche de camello fuera la solución de compromiso. Horas más tarde, una vez establecido el campamento para pasar la noche, pude escuchar su historia completa. Pero… Durante treinta segundos, Gaztea se miró las uñas y disfrutó de su mutismo. —¿Pero… pero qué, Don Pedro? —el capitán se había contagiado del horror al silencio que en ese momento nos dominaba— ¡What the hell! Perdón… Distraído por el cuento del comerciante, Crane se había olvidado del aguatero, hasta que el esquife de éste golpeó con suavidad el casco de nuestra nave para abarloar-se. El ruido de los remos, al caer sobre los bancos de la embarcación, se confundió con

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los gritos en bereber, al pasar los cabos por la borda. El capitán dio cuatro zancadas y saltó hacia la embarcación del proveedor. Luego de una breve discusión logró que el aguador abriera uno de los toneles; satisfecho, le pagó y dejó que su contramaestre, un indio navajo, subiera la carga con ayuda del tiravira. Toda esa transacción, que sucedió al silencio provocado por Gaztea, no fue más que un paliativo para el deseo colectivo de conocer la historia de aquel sediento que no quería beber agua. El capitán Crane volvió a ocupar su lugar en la toldilla, mientras el resto de la tripulación terminaba de alistar la nave. —Disculpe que haya interrumpido su silencio, Don Pedro —dijo el hombre de mar— Estamos a su merced… Todos sonreímos, incluso el narrador halagado. —Gracias, Bob —respondió el viejo comerciante—, pero… lo que yo quería deciros es que… la historia de este hombre no es apta para aquellos que tienen la certeza de no estar equivocados. Debe ser por eso que no la suelo contar. Sin embargo, también debo confesar que este calor y vuestra amable atención me embriagan, me invitan a con-tinuar, a pensar en que todo malentendido será abolido y que toda segunda intención será superada por la primera. Los seres humanos sólo diferimos en la manera en que llegamos a darnos cuenta de que somos iguales… ¡Bien! Habiéndome dado el gusto de deciros esto, os invito a volver a aquella tienda en el desierto. “En contraste con la noche, fría y silenciosa, el fuego atraía nuestras miradas e invitaba a tejer historias entre sus pequeños crujidos. El náufrago del desierto estaba acostado, abrazado a una pipa de leche de camello. Sus ojos nos miraban hablar, pero su lengua no respondía a nuestras indirectas. “—¡Vamos, hombre! —le dije al final— Es peor dejar todo eso dentro. Si cuen-tas tu historia mientras compartes este aguardiente con nosotros, nadie nos creerá si la repetimos. Y tú estarás más aliviado. “Hice oscilar ante sus ojos la botella, tan transparente como su contenido; él me miró fijamente y me la quitó de las manos. Tomó varios tragos en silencio; cada uno parecía abrir una llave del pesado portón que nos separaba de su pasado. Sólo le queda-ba vencer el óxido de los goznes y… por fin…, con un suspiro, lo hizo. “Nos contó que era un fugitivo, exiliado de su país natal en América del Sur, donde había alcanzado el puesto de Director de Aguas Corrientes y Cloacas del Estado, o algo parecido. Cierta vez, recibió una invitación para visitar a un dentista no muy fa-moso. Teniendo en cuenta que la misiva venía acompañada de un cheque por una im-portante cifra, no dudó en concurrir a su consultorio. Allí, el odontólogo lo convidó con un vaso de agua y lo convenció de que, discreta y desinteresadamente, le permitiera colocar en los reservorios de todo el país unas pastillas de color marrón. ‘El agua puede quedar algo turbia, pero no se preocupe: es para mejorar la dentición de nuestros niños’, le dijo el hombre.

“Años más tarde, el ‘sacamuelas’ —como lo llamaban aquellos pocos que no se habían convertido a su causa popular—, luego de ocupar la Alcaldía de la capital, fue electo Presidente. ¿Cómo seducía a los obreros y a los campesinos, vestido con su ele-gante levita, galera y guantes? Ninguno lo sabía. ¿Por qué la gente lo aplaudía cuando hacía lo mismo que antes criticaba? Nadie podía entenderlo. ‘Tiene ángel’, decían los creyentes, pues el nuevo presidente era muy devoto. ‘¡Es el nuevo nombre de la liber-tad!’, gritaban los anarquistas, mientras esperaban con paciencia que él saliera de una iglesia para quemarla. Luego, los militares cargaban sobre ellos; a caballo, sable en ma-no y dando vivas al presidente. Le resultaba fácil rodearse de personas que creían en su superioridad moral, en su ruptura con los males del pasado, en que la culpa era sólo de su antagonista de turno...

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“Pasado un tiempo, nuestro náufrago y fugitivo, siendo aún Director de Aguas Corrientes, tuvo que viajar al exterior para reponerse de una enfermedad. Allí, comenzó a ver la realidad, de nuevo. No tenía sentido que un dentista quisiera quedarse sin dien-tes que componer. Cuando una enfermera le acercó un vaso con agua y una pastilla, ocurrió la sinapsis fatal. Primero fueron los depósitos de agua en la capital… y la Alcal-día. Más tarde, los depósitos en el resto del país… y la Presidencia.

“Regresó, y desde ese momento se negó a tomar agua. Es más, intentó sabotear la dosificación de las pastillas, pero algo salió mal. Al caer la popularidad del presiden-te, sus esbirros quisieron corregir la situación e inundaron la ciudad de agua turbia. La situación era insostenible. Huyó por el río hacia el océano; luego, por la selva, la sabana y el desierto. Y aquí lo tenéis, oculto en esta historia.

Gaztea respiró hondo, disfrutó del mar y de nuestra curiosidad. Crane, con un gesto, le indicó al contramaestre que levara anclas. La quietud se ponía en movimiento.

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EL BARDOMANTE

Por el escozor de mis pulgares, Algo malo viene de esos lugares.

Macbeth, IV.i.44-45

William Shakespeare

Su vestimenta revelaba que era un hombre que había llegado a una buena posi-ción económica; un gesto típico, como si tuviera la bragueta abierta y dudara si eso de-bía preocuparle o no, pendía con insistencia de su rostro, ocupado por unas enormes gafas de aumento. Al acercarse a la puerta del edificio, titubeó entre tocar torpemente el timbre con su mano izquierda o dejar su portafolio de cuero en el piso y pulsar firme-mente el botón con la derecha. Luego de balancear el cuerpo por unos segundos, al rit-mo de su vacilar, el Prof. Alexander H. Threefoldgreat lo pensó mejor y se arriesgó con la zurda: “OPTOFASER LTD.”, decía la placa. El Dr. Alfio Tronn, dueño y director de la empresa Optofaser, no ocultó su an-siedad por conocer al tan esperado visitante. Seis meses atrás, les había hecho llegar por carta la solicitud de diseñar y construir un aparato, cuyos datos detallaba, junto con un cheque al portador por 60.000 euros. —Mucho gusto, profesor Threefoldgreat —le dijo, casi a la salida del ascen-sor—. Mi nombre es Tronn; Alfio Tronn, a sus órdenes. —Gracias… —le respondió el profesor, mientras sopesaba que hacer con la ma-no tendida de aquel pequeño y atildado hombre calvo; al final se decidió por apoyar el portafolio en el piso y, sin dejar de mirarlo de reojo, extender la diestra hacia su anfi-trión, quien la estrechó con demasiada efusión para su gusto. —Pase, por favor —Tronn señalaba la entrada a su despacho—. Por aquí, Profe-sor, si es tan amable… Tome asiento, por favor. Threefoldgreat parpadeaba agradecido cada vez que le sugerían una acción clara y conveniente para sus intereses; luego, como un péndulo, su cara volvía a mostrarse dubitativa. —¿Está listo? —preguntó el profesor, al cerrarse la puerta detrás de su silla. —¡Sí, Profesor! —contestó Tronn—. Aquí lo tiene… —Hummm… —Threefoldgreat se quitó sus enormes lentes para confirmar que no veía nada sin ellos; con rapidez, se los volvió a colocar para ver el monitor, en apa-riencia normal, de la computadora que tenía frente a él. Al recorrer con sus ojos el fondo de pantalla —la foto de una hermosa playa tropical—, observó cómo una delgada cruz blanca y negra señalaba con exactitud hacia donde dirigía su mirada. La cruz paseó por la arena, subió por el tronco de una palmera, se detuvo en un coco y luego se centró en el anaranjado disco solar a medio hundirse en un mar dorado. El optocaptor funcionaba…

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—¡Perfecto! —dijo Threefoldgreat; la cruz blanquinegra quedó colgada en uno de los bordes de la pantalla, al dirigir su mirada directo a los ojos de Tronn—. ¿Y las coordenadas? —Aquí están…—Tronn pulsó una serie de teclas. —¡Ah! —esta vez, al desplazar sus ojos por la pantalla con un fondo verde uni-forme, en otro monitor aparecían una serie de coordenadas, por ejemplo: R&J.IV.iv.4, LLL.III.i.141, MOV.II.vii.28, KRIII.I.iii.36 y así sucesivamente. —Ah… —repitió Threefoldgreat, era el trabajo de toda su vida; sólo faltaba… —Falta insertar su imagen, por supuesto —Tronn seguía sin poder ocultar su curiosidad—. Si usted gusta, podemos hacerlo ahora mismo… —¿Eh? —el Profesor atinó a cerrar la boca—. ¡Ejem! ¿Cómo? —Su imagen, Profesor. Si lo desea, podemos insertarla. Digo…, para poder completar el sistema, ¿no? —Sí… Bueno… —Threefoldgreat titubeaba y parpadeaba mientras Tronn ju-gueteaba con sus pulgares y lo miraba sin pestañar. Al final, el profesor decidió poner el maletín sobre sus rodillas: lo abrió, con la mano derecha apartó la pistola Mauser C96 de 7.63 mm que estaba en su interior y tomó un CD; un libro bastante ajado y un alfajor de chocolate completaban el contenido. In-clinó su cabeza hacia un costado y se detuvo a observar el estuche del CD. Lo había ido a buscar la semana pasada a la casa de un artista gráfico estadounidense que vivía en los suburbios de la ciudad. Recordaba las moscas, eran tantas que hasta se podían respirar. Luego, se percató de que Tronn aún estaba allí… No estaba seguro si a esa hora había más personas en la oficina o no. De todos modos, en esta oportunidad, debía encontrar una solución diferente. Por ejemplo… —Aquí tiene —Threefoldgreat sonrió.

Tronn hizo lo mismo al estirar su mano, sin percatarse del aspecto sórdido que, de manera fugaz, había adquirido la mirada de su interlocutor. Insertó el CD en la com-putadora y, con un rápido cliquear aquí y allá, logró que una de las imágenes conteni-das en el archivo cubriera por completo la pantalla del optocaptor.

—¡Oh! —Tronn se sorprendió al ver un “collage” tan bien ensamblado. Fotos, retratos, láminas, grabados, pinceladas de cuadros conocidos y descono-

cidos, en fin, cientos de figuras, pequeñas y nítidas, totalizaban un diseño agradable a la vista, que invitaba a perderse en los detalles. Tronn recorría el monitor y observaba: una corona de oro, una cabeza de burro, varios senadores romanos, dos amantes besándose, el mar embravecido, un espíritu alado, tres brujas, una daga ensangrentada, dos jinetes solitarios, un payaso, varias monedas de oro en una balanza, un campo de batalla, ma-pas, una bella dama, dos espadachines, un balcón…

El Profesor también estaba fascinado, había corrido su asiento para ver el rostro de Tronn y las coordenadas que cambiaban sin cesar en el otro monitor: KL.I.i.92, MND.III.i.88, JC.V.iii.101… Otra función del programa cronometraba el tiempo que demoraba la mirada en cada parte del mosaico y contabilizaba cuántas veces los ojos volvían sobre —o trataban de evitar— el mismo sector de la pantalla. Luego de un tiempo establecido, esta información se procesaba estadísticamente y permitía definir un entorno de coordenadas representativo de cada sesión. El difunto artista gráfico, si-guiendo las precisas instrucciones de Threefoldgreat, había diseñado varios de estos “collages”.

—Perdón, Profesor —dijo Tronn, haciendo un esfuerzo por despegar la pantalla de sus ojos—. ¿Para qué sirve esto…, esto… tan interesante?

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—Es el principio de la verdadera bardomancia —la voz del profesor, su actitud en general, reflejaban un cambio; hablaba con la firmeza propia de un docente, pero sus ojos vendían espejos de colores.

—Bardomancia… —Tronn movió los hombros hacia delante, su labio inferior avanzó un poco más, levantó las cejas y abrió su mano derecha, apoyada sobre el filo del escritorio.

—El sufijo mancia proviene del griego adivinar —Threefoldgreat aprovechó pa-ra limpiar sus anteojos con un pañuelo de papel; no era necesario ver a su interlocutor para saber lo que tenía que decir, ya lo había clasificado como un hombre predecible—. Por otro lado, si usted es una persona culta…, como parece serlo, sabrá que Bardo hay uno sólo: William Shakespeare.

El profesor se caló de nuevo las gafas, movió los hombros hacia delante, su labio inferior avanzó un poco más, levantó las cejas y abrió su mano derecha, apoyada sobre el filo opuesto del escritorio.

—¿Quiere decir que, con este equipo, usted pretende predecir el futuro utilizan-do el espíritu de William Shakespeare? —Tronn estaba algo desilusionado. “Por lo me-nos, pagó por adelantado”, pensó.

—No —primero lo miró fijo y luego sonrió—. No exactamente. El futuro no se puede predecir, sólo se puede presentir. Es algo que cada uno debe experimentar por sí mismo. Al principio, cuando comencé a investigar en la Universidad las distintas man-cias o artes adivinatorias, era escéptico. Pensaba que se trataba de charlatanería pura, algo que más bien había que estudiar desde el punto de vista de los crédulos. ¿Por qué hay gente que les cree a los vendedores de autos usados? ¿Y a los cartomantes? Una por una las fui descalificando a todas ellas; hasta que descubrí la esticomancia: un sistema rudimentario que consiste en actuar conforme a lo que indica una página de un libro cualquiera abierto al azar, algo parecido al respetable y milenario I Ching. En particular, si el libro en cuestión es la Biblia, se llama bibliomancia. Confieso que siento debilidad por los libros y eso me hace más proclive a creerles. De todos modos, coincidirá conmi-go en que es más grato leer un libro que estudiar las vísceras de los animales. Resultó natural, entonces, recurrir al más grande de los escritores de la Literatura Universal, ¿por qué no probar con sus obras completas? William Shakespeare fue un hombre sen-cillo, nacido en Stratford, con dos desbloqueos que nunca se dieron al mismo tiempo en una misma persona. Primero: fue capaz de ver a los seres humanos tal cual somos, no como debemos o podemos ser, tal cual somos. Del mismo modo que Colón descubrió un continente que ya existía y lo puso en la mente de los europeos, un siglo después, Shakespeare descubrió la condición humana y la puso en la mente de todos sus lectores de manera universal; claro que, ni todos los europeos se hicieron ricos con el descubri-miento de Colón, ni todos los lectores de Shakespeare se convirtieron en sabios con su lectura. Segundo: no tuvo inhibiciones a la hora de describir lo que veía, y lo hizo con combinaciones de palabras tan hermosas y perdurables que, cuatrocientos años después, es el autor con más películas de cine basadas en sus obras. Y eso, nos guste o no, signi-fica algo en el mundo de hoy. En fin, al intentar me di cuenta de que funcionaba; con imperfecciones, pero funcionaba. Podía presentir el futuro, pero necesitaba una interfase más cabal; nada de cerrar los ojos y pasar las páginas alocadamente… Dediqué los últi-mos diez años de mi vida a obtener esto que usted ve sobre su escritorio. ¿Quiere pro-bar?

—Bueno… —ahora, el que titubeaba era Tronn— Más que probar, yo diría ex-perimentar… No puedo renegar de mi condición de científico. Adelante.

—Bien, piense en lo que más le preocupa y observe el monitor con atención.

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Mientras Tronn entornaba los ojos buscando resonancias entre sus inquietudes y las ilustraciones del “collage” shakespiriano, Threefoldgreat observaba con cierta ansie-dad el monitor de las coordenadas.

—Suficiente… —el profesor pulsó ENTER y esperó el resultado, los dos hombres se miraron a los ojos— ¡Mmm! T.I.ii.79-87. Esto significa… ¡La Tempestad!

Threefoldgreat volvió a colocar su maletín sobre las rodillas, lo abrió, acarició con un dedo la pistola Mauser y extrajo el ajado libro de tapas azules.

—Son las obras completas —aclaró, mientras buscaba la página correspondiente al pasaje seleccionado—. Yo uso la versión de Oxford… Aquí está… “Una vez que hubo perfeccionado la manera de conceder investiduras y de negarlas, de saber a quién promover y a quién arrojar a la basura para poder escalar, creó a nuevo las criaturas que eran mías, eso digo, o los cambió, o si no, los formó de nuevo: teniendo ambas lla-ves, la del oficial y de la oficina, ajustó todos los corazones del estado a la melodía que placía a su oído; ya que ahora era la hiedra que había ocultado el tronco de mi princi-pado y extraía la savia de él”. No me está escuchando…

—Sí, lo escucho, pero no le encuentro sentido… Lo lamento, Profesor, pero de-bo atender otros asuntos —ambos se pusieron de pie, Tronn desconectó el optocaptor y lo guardó en una caja junto con el CD de instalación y el CD de las imágenes—. Aquí tiene, espero que le resulte útil.

—Gracias —Threefoldgreat abrió otra vez el maletín. Sonrió, el arma no sería necesaria. Acomodó la caja lo mejor que pudo, tratando

de no aplastar el alfajor de chocolate. Lo comería de regreso a casa. Con Tronn muerto, sólo él, Alexander H. Threefoldgreat, conocería el secreto de la bardomancia. De alguna manera, podía decir que a partir de hoy el futuro le pertenecía.

Se despidieron con frialdad. Sin embargo, cuando el Dr. Alfio Tronn volvió a su despacho, estaba traspirando. Pensó en su ambicioso sobrino, sucesor y heredero, en los cuchicheos de éste con su nueva secretaria, en el gusto raro que tenía el café que ella le preparaba, en esos dolores de estómago inexplicables… De repente, le pareció como si alguien le hubiese robado el futuro.

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FIRST TIMERS —¡Esto es terrible! —dijo él, asustado, la primera vez que le pasó. —¡Ánimo! Terribles son sólo las primeras veces —respondió ella. “¡Por qué una mujer tan sabia se habrá casado conmigo!”, pensó él.

Y, luego de pensar un poco más, agregó: —Aunque…, en realidad, ¡ésta no es la primera vez! Algo así debe haberme su-

cedido hace setenta años, cuando era un bebé… Lo que sí es cierto, es que éstas son nuestras primeras nupcias, hace cincuenta años… “¿Por qué me habré casado con un hombre tan inteligente?”, pensó ella mientras hacía oscilar su cabeza y lo ayudaba a higienizarse.

Uno debe aceptar la creación interior exteriorizada3 de sus seres queridos. Maurice Trevissot, Aphorismes Nordiques,

Quebec, 1913. 3Kund Kvear, palabras que en un dialecto islandés, antiguo y olvidado, significan creación interior (kund) exteriorizada (kvear) y cuyo acrónimo confirmará sus sospechas.

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PRIMITRIVIA

Millones de personas escuchaban sus canciones o veían sus películas. Multitu-des, de diversas formas y colores, hacían centro en el punto en que su pluma garabatea-ba un autógrafo. De tanto volar, había comenzado a pensar que los aviones eran el único medio de transporte que estaba a su altura. El siguiente desliz fue creer que los periodis-tas eran la única (y fastidiosa) vía de comunicación con su público. Y allí radicaba su paradoja existencial: pretender que el público era suyo y que, a la vez, estaba formado por la simiente del nuevo hombre con el cual contribuía a soñar colectivamente. Sus representantes artísticos le caían bien: hacían lo mismo que otros empresarios, pero obligados, a disgusto. Ellos le aconsejaban, y le agradecían, ser y mostrarse como era, tal como lo habían hallado y conservado. En las conferencias de prensa, los reporteros —basándose en la información sobre su persona que se reproducía a diferentes esca-las— intentaban parecer originales y lograban reproducir las mismas preguntas de siempre, tan incisivas como insípidas. Con cada una de sus respuestas, sobre la maldad del sistema (el mismo que aseguraba su libertad de expresión y sus ganancias) o sobre lo bueno que resulta ser una víctima (aunque el sufrimiento mayor lo cause el fanatismo de sus vengadores), las compañías discográficas y los estudios respiraban y sonreían con placidez; como los depredadores de la selva al escuchar que su rey es el león… que vive en la sabana.

Brujo es quien, mediante el uso de la imaginación, adapta la realidad

de uno a la de todos.

Thierry Piensaud Études Africaines

1927

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ANTIPANÓPTICO

Siempre existía la posibilidad de que lo vieran. Siempre. Tal era el sencillo me-canismo por el cual el Poder se manifestaba y lo controlaba todo, sin la aparente necesi-dad de mover un dedo. Apenas un párpado entreabierto, la posibilidad de que ello ocu-rriera, bastaba para imponer disciplina. Primero fue Bentham: la idea. Luego Foucault: la teoría. Más tarde apareció Telekorp: los medios para ponerla en práctica. Y, por últi-mo, el Poder: único e impersonal usuario del mecanismo panóptico que lo controlaba todo. Idea, teoría, medios, fin y… otra idea. Era inevitable, el ciclo-circo de la vida de-bía continuar.

Cuando esa idea cruzó su mente, la primera reacción de Dorran fue ocultarla. Cerró por un momento sus ojos, temiendo que los vieran y, a través de ellos, su pensa-miento quedara expuesto al igual que él. Siempre existía esa posibilidad. ¿Siempre? Dudar no era nada original. No era el primero ni sería el último en hacerlo. Sin embar-go, las historias sobre la desaparición de quienes daban un paso más allá de la duda es-taban allí para replicarse, a lo largo del tiempo y a lo ancho de cada momento. Dorran mismo, cuando niño, fue testigo de la más reciente de esas historias, que ocurrió en su ciudad natal, tan triste y ordenada como las demás.

Azti era maestro en el centro educativo donde se formó Dorran. Un día, la duda germinó más allá de su cráneo y, brotándole por la boca, amenazó con envenenar el estanque, puro y tranquilo, que existía entre los oídos de sus alumnos. El mecanismo panóptico funcionó a la perfección. No hubo represores uniformados ni verdugos enca-puchados. Todos vistieron sus ropas de costumbre. Simplemente, nunca más lo miraron; por temor a ser vistos. Siempre existía esa posibilidad. Siempre. Tras una semana de vagar aparente-transparente por las calles de la ciudad, Azti desapareció. Es decir, ya no fue necesario dejar de mirarlo. Una brisa, suspiro del Poder ejercido, recorrió la región. Así de simples eran estas historias encargadas de hacer marchitar las dudas en las cabe-zas de los ciudadanos.

Desde la torre, Rodeada por las celdas,

Un guardia nos ve.

Haiku Oriental, s. XXI

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Pero no. No era ésa la idea de Dorran, ni era ésa su forma de ponerla en práctica.

Había aprendido bien la lección de su maestro: dejaría germinar la duda y, antes de que llegara al borde de su lengua, la podaría. Haría de ella un bonsái, como los que hacía su madre, con mirada indómita y boca censurada por una sonrisa. Sin duda estaba corrien-do un gran riesgo, pero luego de una noche sin dormir —recién en la madrugada se animó a abrir los ojos y dejar de aparentar que dormía— decidió seguir adelante. Un aspecto fundamental de su teoría se basaba en el hecho de no representar una amenaza para los demás. Si el mecanismo panóptico se ponía en marcha, esta vez no habría pú-blico presente. De ahora en adelante actuaría, con discreción, como si nadie lo viera. De ahora en adelante, ésa sería siempre una posibilidad. Su posibilidad. De romper, o mejor dicho, de disolver los lazos que limitaban con tanta rigidez su existencia, de producir una pequeña fisura en una sociedad que había optado por ser feliz sin alegría, en la cual un formulario cuadriculado daba tranquilidad y una hoja en blanco, pánico.

Primero visitó la biblioteca, que desde hacía años se llenaba de olvido, para completar la información que tenía y poder planificar sus próximos pasos. Lo que sus educadores no decían, aún estaba allí, sin ser visto, por miedo de ser vistos quienes lo quisieran ver. Abrió una libreta de apuntes y, mientras un sudor frío recorría su espalda al observar la primera hoja, tomó nota: “Bentham (Jeremy). Jurista y filósofo inglés (Londres, 1748 - id., 1832). Desarrolló la doctrina del utilitarismo. Según Bentham, la moralidad de las acciones está determinada por su utilidad, y el fin de toda legislación es proporcionar la mayor felicidad al mayor número de personas. Inventó el método de vigilancia denominado panóptico (ver)”. “Panóptico (del griego pan, todo, y optikos, visión) Dispositivo arquitectónico diseñado a fines del siglo XVIII por J. Bentham (ver), cuyo objetivo es permitir una vigilancia continua. Compuesto en la periferia por un edificio circular y en el centro una torre; ésta aparece atravesada por amplias ventanas que se abren sobre la cara interior del círculo. El edificio periférico está dividido en celdas, cada una de las cuales ocupa todo el espe-sor del edificio. Estas celdas tienen dos ventanas: una abierta hacia el interior que se corresponde con las ventanas de la torre; y otra, hacia el exterior, que deja pasar la luz de un lado al otro de la celda. Basta pues situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un alumno. Mediante el efecto de contra-luz se pueden captar desde la torre las siluetas prisioneras en las celdas de la periferia, proyectadas y recortadas en la luz. De este modo, el poder se torna visi-ble e inverificable. A fines del siglo XX, M. Foucault (ver) desarrolló este concepto hasta llegar al de poder disciplinario. El efecto mayor del panóptico es inducir en el ocupante de una celda un estado consciente y permanente de visibilidad, que garantiza el funcionamiento automático del poder. Por este medio se logra que la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción.” “Foucault (Michel). Filósofo francés (Poitiers, 1926-Paris, 1984). Sus teorías radicales acerca de la construcción de las ‘ciencias humanas’ y sus entrelazamientos con las rela-ciones de poder y las instituciones sociales han hecho de él uno de los pensadores más influyentes de fines del siglo XX. Según Foucault, las personas se comportan de la ma-nera que se espera de ellas, para evitar el castigo y otras acciones correctivas, si están conscientes de que la autoridad punitiva los observa. Por lo tanto, el poder disciplinario es una forma de poder internalizado. Su objetivo es producir personas dóciles, auto-

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disciplinadas. De esta manera, retoma el concepto del panóptico (ver) ideado por J. Bentham (ver) y lo considera como una tecnología del poder, capaz de resolver de ma-nera económica los problemas de la vigilancia mediante una mirada omnipresente.” “Telekorp. Fundada en 2063. Empresa pionera en el área de la bio-nano tecnología. Ba-sándose en las investigaciones de F. Döblin (ver) y S. Yumuri (ver), ha diseñado y cons-truido un sistema de vigilancia continua denominado Pananoptik, por su similitud con el dispositivo panóptico (ver) inventado por J. Bentham (ver) en el siglo XVIII. Consiste en una dosis de nano-emisores (que se inyectan en las personas vigiladas y se asocia de manera inmediata al ADN de las mismas) y un gel de nano-receptores (aplicado a todos los materiales que conforman el área vigilada). De esta manera toda la actividad de las personas bajo vigilancia es captada por su entorno y transmitida a la autoridad corres-pondiente, quien la procesa de acuerdo a sus requerimientos. Este sistema se ha utiliza-do con éxito en diversas cárceles de la Comunidad Europea; sin embargo, su potencial mal uso ha sido tema de debate, principalmente a partir de las observaciones efectuadas por P. Valdecour (ver). Sede: Ciudad de Ambasch, Región Alemana.” “Valdecour (Pedro). Periodista y político costarricense (Tortuguero, 2008 – Nueva York, 2066). Secretario General de las Naciones Unidas desde 2062 hasta 2066. Se des-tacó por su oposición al uso indiscriminado de la tecnología de Telekorp (ver) para combatir el terrorismo mediante la inyección masiva de nano-emisores a nivel mundial, utilizando las vacunas contra el cáncer y otras enfermedades. Alertó sobre el peligro que corría la humanidad ante ‘un poder impersonal, capaz de ejecutar en la plaza pública nuestra intimidad, último refugio de la libertad creadora del futuro, para construir con sus despojos un presente perenne’. Murió asesinado.”

Dorran subrayó la frase de Valdecour, pronunciada hacía más de cien años, y guardó su libreta de apuntes. No pudo evitar escrutar a su alrededor antes de retirarse. Nadie lo miró entonces y nadie lo hizo después, cuando abordó el transportador hacia Ambasch. El complejo de edificios de Telekorp, en las afueras de dicha ciudad, era en su mayor parte bajo y extenso, excepto la torre central que recordaba a una catedral neo-clásica. Hacia allí se dirigió Dorran. Obviamente no había guardias. ¿A quién se le ocu-rriría entrar sin ser visto? Tampoco había personal. ¿Para qué tenerlo, si los nano-emisores y nano-receptores se auto reproducían y expandían de manera permanente sin ser vistos, a su milmillonésima escala? La nave principal de la “catedral” aparentaba estar vacía. Sus paredes, cubiertas de pantallas, brillaban como vitrales que dejaban tras-lucir la sombra de miles de millones de personas.

—Te esperaba —le dijo Azti.

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MIGAS DE PAN

Mateo, 15.21-28

En un punto incierto del camino que une a las ciudades de Tiro y Sidón, una mujer libanesa lleva a su hija en brazos. La niña está enferma y su madre la consuela con manos plenas de ternura y firmeza. Mientras avanza, oculta su angustia con la de-terminación que sólo tienen las madres decididas a luchar hasta el final, por su vida y la de sus hijos. Los ojos de la mujer parecen dos calderos llenos de miel. Detrás de ellos arde la leña de un carácter inextinguible. En sentido contrario, marcha un grupo de hombres jóvenes. Todas sus miradas, cada una de sus palabras, la suma de sus gestos y actitudes, se orientan hacia uno de ellos, quien los atrae con el encanto que tienen los que se han desprendido de sí mismos. Él camina sereno, respondiendo las preguntas de los demás. Aún los asusta; da miedo ver tanta calma al dar los primeros pasos sobre una ola de eternidad. “¿Quién es?”, preguntó la mujer a un viejo mercader que pasaba junto a ella. “Él es quien dice ser el hijo del Dios de los judíos”, le contestó el hombre con una sonrisa paternal. “Y él, ¿puede curar a mi hija?”, insistió la mujer mientras su valentía se hacía más tenue, en espera de una respuesta afirmativa. “Sólo hay una forma de averiguarlo”, le respondió el anciano mirando a la niña y luego a ella. Su valor nuevamente se volvió sustancia. Sus piernas, sus ojos, su voz, se dirigieron a él. —¡Señor, atiende mi dolor! ¡Si está en ti hacerlo, sana a mi hija! ¡Te lo ruego! El joven barbado, víctima de su propia abstracción, la ignoró. Sus discípulos lo rodearon, berreando indignados: “Dile a esa mujer que deje de gritar”. “Sí, que no nos moleste”… Un ademán los hizo callar. —Mi padre me ha enviado sólo para atender a las ovejas perdidas del pueblo de Israel, no a ti mujer cananea. —¡Ayúdame, si eres quien dices ser! ¡Te lo ruego!— repitió la mujer. —No es justo quitarle el pan a los hijos para dárselo a los perros —sentenció el profeta, mientras sus alumnos asentían, y miró a la mujer a los ojos; la miel, en ellos, hervía. —Sí, Señor; pero hasta los perros comen las migas de pan que caen de la mesa de sus amos. —¡Mujer, qué grande es tu fe! Hágase como quieres. Tu hija sanará. La comitiva continuó su camino entre caras de asombro y pensamientos sobre futuros recuerdos. Madre e hija permanecieron estáticas, mirando hacia donde el maes-tro y su rebaño se dirigían. La mujer sintió una mano, liviana, en su hombro. Era el vie-jo mercader: —Ten —dijo el anciano, entregándole una bolsa con hojas secas—. En mis via-jes aprendí a curar y curarme con lo que nos da la tierra. Si la niña toma la tisana de estas hierbas, sanará. No hay milagros sin hombres y mujeres que los hagan realidad.

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EL REY FEAR

Había una vez un rey muy poderoso. Sin embargo, un día sintió miedo. “Es natu-ral”, le dijo el Sabio: “La fuerza es el miedo en acción, majestad. Hoy tu fuerza es enorme y, por lo tanto, así debe ser tu miedo. Tienes que aprender a convivir con él y dominarlo, pues, si no lo haces, reinará en tu lugar”. No contento con esa explicación, convocó a su Primer Ministro: “Graciosa majestad, no debéis preocuparos por nada”, fue la melosa respuesta de aquel hombre cargado de oro. “Vuestro reino no puede estar en mejores manos”. Como su miedo crecía, se lo confesó al Príncipe, quien le respon-dió: “Padre, te amo con mi amor más sincero y aprendo de ti cada día. Cuando faltes, sabré continuar tu labor”. Así fue aumentando su inquietud, hasta que un brillante Gene-ral le dijo lo que él quería escuchar: “Majestad, dadme la orden y haré de tu reino un lugar seguro”. Y el Rey, satisfecho, le dio la orden.

Pocos días después, el General le presentó al Rey pruebas contundentes sobre el manejo inescrupuloso de las finanzas del reino por parte del Primer Ministro. El Rey, entre apesadumbrado y sorprendido de ver justificados sus temores, hizo decapitar al corrupto funcionario. “Gracias a ti, hoy me siento más tranquilo”, le dijo al General, y lo nombró Primer Ministro. Estimulado por tal demostración de confianza, el General redobló sus esfuerzos para detectar traidores, conspiradores y otros malhechores cuya sombra acechara el trono de su majestad. Por supuesto, el Sabio y el Príncipe eran sus principales sospechosos.

Con el transcurso del tiempo, observó preocupado como tales esfuerzos no da-ban el resultado esperado. Un día, el Sabio se cruzó con él en una terraza del palacio y le preguntó por el origen de su aflicción. El General lo miró a los ojos y le contestó con sinceridad: “¡Oh, Sabio! Debo confesar que me encuentro en una encrucijada. Por un lado, si no presento al Rey más pruebas de la eficacia de mi labor, me despedirá y al-guien, más ambicioso y con menos escrúpulos que yo, ocupará este puesto. Por otro lado, puedo manipular la definición de traidor, conspirador o malhechor y adaptarla a cada uno de ustedes; en cuyo caso, el mayor peligro para el reino, paradójicamente, se-ría yo. ¿Qué debo hacer con el Rey, entonces? Por primera vez en mi vida, siento el miedo correr por mis venas”.

“Es natural”, le dijo el Sabio: “La fuerza es el miedo en acción, General. Hoy tu fuerza es enorme y, por lo tanto, así debe ser tu miedo. Tienes que aprender a convivir con él y dominarlo, pues, si no lo haces, reinarás en su lugar”.

Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las que no lo son.

Santa Teresa

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REFLEJO DE HORROR

Sentada, de espaldas a la puerta, la niñera escuchó un crujido en el corredor de la casa oscura y solitaria. Sintió de nuevo esa presencia repugnante, y un rápido movi-miento de sus pupilas le permitió ver lo que nunca debería haber visto: una figura esca-lofriante, reflejo de horror, en el pequeño espejo del alhajero. Quedó paralizada. Abrió la boca y con un mudo alarido pudo observar las fauces del mismo infierno. “¡Dios mío, los niños!”, pensó, y sus rodillas temblaron sin control: “¡El monstruo no quiere testigos!”. Lentamente extendió la mano y tomó el cuchillo que yacía junto a la bolsa donde había guardado las joyas robadas. Las sombras en nuestro interior son insonda-bles.

En el espejo, Un reflejo de horror

Abominable.

Haiku Oriental, sXXI

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PRIMERA FILA

—¡Ay!¡Qué tipo tan asqueroso! —dijo para sí la Señora Wanderley, mientras

observaba, a través de su ventana abierta, el diálogo que mantenía la pareja. Se apartó un momento para poner más agua a calentar en la cocina y, cuando volvió a verlos, Ana lo había escupido a él, Ricardo—. ¡Bien hecho! —afirmó, sujetando con fuerza la taza de té. —¿Por qué me escupes? —preguntó Ricardo, con extraña cortesía dada la situa-ción. “Ella lo acusa de haber matado a su esposo y el maldito todavía pregunta por qué lo escupe”, pensó la Señora Wanderley indignada. —¡Ojalá fuese un veneno mortal para ti! —fue la respuesta de Ana, mostrando más dolor que furia. “Chupáte esa mandarina”. —Jamás brotó veneno de un lugar tan dulce — “No le creas, muchacha”. —Jamás se derramó sobre un sapo tan inmundo. ¡Fuera de mi vista! Infectas mis ojos — “Sí, realmente es una inmundicia infecciosa”. —Tus ojos han infectado los míos — “¡Andá a lavártelos, malandrín!” —¡Ojalá fueran basiliscos para darte muerte! —“Hmmm… ¿Basiliscos…?” —Desearía que lo fueran, así podría morir de una vez, pues ahora me condenan a una muerte viviente. Esos ojos tuyos, de mí han extraído lágrimas saladas… —el sil-bato de la caldera sonó y la Señora Wanderley no tuvo más remedio que dirigirse a la cocina— … lo que esas penas no lograron, tu belleza lo ha hecho y mis ojos se ciegan de llanto. Nunca le he suplicado a un amigo o enemigo. Mi lengua jamás aprendió pa-labras dulces, suavizantes. Pero ahora, tu belleza se propone como mi gratificación. Mi orgulloso corazón suplica e impulsa a mi lengua a hablar —Ana lo miró con repul-sión—. No enseñes a tus labios tal desprecio, ya que fueron hechos para besar, no para menospreciar. ¡Si tu vengativo corazón no puede perdonar, aquí tienes un cuchillo de filo acerado, que, si tú deseas, puedes hundir en este pecho sincero y liberar el alma que te adora, te lo ofrezco abierto al golpe mortal y humildemente te pido la muerte de rodillas! —al ver el arma en las manos de Ana, la taza de té rodó por el piso—. No. No te detengas —se agachó con agilidad para recoger la taza de la alfombra— ¡Fui yo quien apuñaló al joven Eduardo! ¡Pero fue tu rostro celestial lo que me impulsó! ¡Alza el cuchillo o levántame a mí! —¡De pie, hipócrita! Aunque deseo tu muerte no seré tu verdugo —“Bien meti-da. Si no, después, tenés que limpiar la alfombra…, como yo”. Miró el teléfono, por si tenía que terminar llamando a la policía. —¡Entonces ordéname que me quite la vida yo mismo y lo haré! —“Mentira”. —Ya lo hice —“Me lo perdí”.

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—Eso fue en un ataque de furia. Dilo nuevamente y al compás de la palabra, esta mano, que por tu amor mató a tu amor, matará, por tu amor, un amante aun más verdadero. De ambas muertes tú serás cómplice —“¿Por qué no se habrá dedicado a vender autos usados, este muchacho?”. —Quisiera conocer tu corazón —“Oh, Oh”. —Está en la punta de mi lengua —“¡Que asco!” —Me temo que ambos son falsos —“Menos mal que no te tragaste la pastilla”. —Siendo así, nunca el hombre ha sido sincero —“¡Qué pesado!”. —Bien, bien; guarda el puñal —“Te tragaste la pastilla”. —Dices, entonces, que estoy en paz —“¡Sí! Salame zalamero”. —Eso lo sabrás más adelante —“Está bien, que sufra un poco más”. —Pero ¿puedo vivir en la esperanza? —“Sí, sí, dale nomás”. —Todos los humanos, espero, viven así —“Bueno: hora de ir al baño”. A su regreso, la Señora Wanderley pudo presenciar la despedida de Ana y Ri-cardo, sus nuevos vecinos. El apartamento de enfrente había estado vacío por varias semanas, y esta pareja resultaba mucho más entretenida que la anterior, tan dedicados al ejercicio físico que al final la dejaban agotada sólo de verlos. Lo peor de todo era que siempre conversaban en voz baja; nada que ver con estos dos, que hablan así de alto y de claro... —… me alegra mucho verte tan arrepentido —dijo ella, avergonzada. —Dime adiós —dijo él, con cierta dulzura. —Es más de lo que tú mereces, pero, ya que me has enseñado como halagarte, imagina que lo he dicho —Ana se alejó cabizbaja y, cuando la Señora Wanderley ter-minaba de secarse una lágrima con su pañuelo bordado, el rostro transfigurado de Ri-cardo, a través de la ventana, la miró a los ojos: —¿Fue alguna vez una mujer cortejada de este modo?¿Fue alguna vez una mu-jer conquistada de este modo? Será mía, pero no la conservaré por mucho tiempo. ¡Y qué! Yo, asesino de su esposo y de su padre, la tuve cuando el odio en su corazón era extremo, con maldiciones en su boca, lágrimas en sus ojos y el testimonio sangrante de su odio hacia mí…—la Señora Wanderley, paralizada, escuchaba gritar, con los ojos bien abiertos, a ese loco deforme, y no atinaba a nada; las palabras se perdían en el eco de su corazón acelerado— …¡Y aun así la pude conquistar!¡El universo contra la na-da!¡Ja!… — y se desmayó.

Texto traducido de la obra “Ricardo III”, Acto 1, Escena 2

William Shakespeare

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MALVÓLEA HERBÓREA

Sintió un crujido. Dio otro paso. Un nuevo crujido. El colchón de hojas y ramas secas alfombraba la tierra. Miró hacia la copa de los árboles. Vio un haz de luz. Otro paso y un nuevo haz de luz. El sol filtrado por el follaje iluminaba la arboleda. Desde allí observó en silencio como un pájaro batía las alas y volaba a otra rama. Cantó una, dos veces. La enredadera envolvía el árbol. Sus hojas verdirrojas parecían manos. Una de ellas tocó al pájaro y el pájaro murió. Sin haberse percatado del cómo, ella se acercó con curiosidad para averiguar el por qué. El extraño vegetal se puso en tensión. Uno de sus dedos alcanzó a rozarla. Un estertor. Una nueva víctima. Descansó; era su séptimo día en la Tierra. Aunque no era impaciente, pronto esperaba cubrirla por completo. Lo que no sabía era qué clase de ser había matado esta vez. Una especie que había evolu-cionado hasta llegar a dominar la tierra, el aire y el mar, no iba a rendirse con tanta faci-lidad. Sin percatarse de ello, atento a su crecimiento inevitable, el herbóreo invasor se alejó con lentitud. Junto al pájaro muerto yacía el cadáver de una cucaracha.

En homenaje a la Prof. Kuka R. Hacha. Como herborista hizo muchos descubrimientos,

pero el último no lo pudo contar.

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MICROFICCIONES

SOLILOQUIO DE UN ASTRONAUTA PERDIDO

A Marte, así como quien dice amarte, no. Pero amarte, así como quien dice a Marte, sí.

LA VERDAD ROBADA

—Siempre miento —declaró el ladrón—, ¿verdad que sí?

EL MULATO —Estás perdonada —le dijo Yagotelo a su china. Bajo su poncho ladino, el facón.

LA VUELTA AL DÍA EN 80 MUNDOS

—Esta vez debemos reconocer que perdimos la apuesta, Passepartout —dijo Phileas Fogg con flemática desilusión—. Al final de la jornada sólo pudimos recorrer 79 mundos diferentes.

—Te olvidas del mundo de quien está leyendo esta historia, querido —terció la bella y enigmática Aouda, mientras el caballero inglés y su criado partían raudos hacia el Reform Club.

Lo pequeño es hermoso.

E.F. Schumacher (1911-1977)

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ARCANOAS

Pasado el diluvio, y al observar la descendencia de sus deucaliones, se oyó una

voz de trueno que decía: “Hubiera sido mejor secar el planeta que inundarlo”.

TORRENTE EN CALMA

—Don, usted que sabe tanto, ¿me podría decir por qué esos dos mástiles están

pintados con colores diferentes, uno de rojo y otro de naranja? —le dijo Chaponetta al viejo pescador, señalando con sarcasmo la embarcación amarrada al muelle. —Porque la vida fluye caudalosa y sólo somos partículas de polvo arrastradas por un torrente; su cauce se puede llegar a predecir y guiar, pero su interior es un atado de torbellinos que mezclan y agitan los acontecimientos, sus causas y sus consecuen-cias. De ese modo, dos cosas que deberían ser iguales terminan siendo apenas parecidas. ¿Pica?

EL IMPERIO NOCTURNO

Hay un imperio que se disuelve con el sol y cristaliza con la luna. ¡Sueña con él!

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ROBERVOLL

La noticia corrió como una cabra, cuesta arriba, hasta el pequeño poblado en la cima. ¡Volvía Robervoll! Luego de tantos años de gobernar sin piedad el país, volvía como un ciudadano común, a morar junto con su hermana en aquella pequeña casa con el balcón de flores. Los antiguos vecinos ya se imaginaban viéndolo sentado de nuevo tras la angosta ventana de su habitación, con su alado sombrero negro, su gesto hosco, su mirada precipitándose hacia el valle y sus riquezas desperdiciadas, que una vez am-bicionó, obtuvo y abandonó. Desempolvaría alguno de sus libros, que, sin volverlos a leer, revivía con sólo palpar sus hojas. Lo colocaría con firmeza en su regazo y el mun-do dejaría de existir, allí donde no mirara. Años atrás, su mirada se había orientado en sentido contrario a su ambición: hacia abajo. En el mismo sentido del desfiladero para-lelo al torrente, que llegando al llano se transforma en río caudaloso. Como su causa, que bajó de la montaña bajo su sombrero negro, que descendió del cielo como viento purificador, que quemó con su fuego limpio tantas vanidades, que hizo de la justicia su espada y de la nación, sombra de su voluntad, tan personalmente impersonal, honesta, sin dobleces, brutal y seca. No le fue difícil hacerse del poder, que estaba en manos de prestidigitadores, representantes legítimos de un pueblo que en realidad los merecía así: cobardes, hipócritas, pensadores de sí mismos, prescindentes de todo lo demás. Más difícil le resultó abandonarlo. Desde su atalaya —aunque ilegítima, sincera y represen-tativa, no de lo que el pueblo quería, pero sí de una versión ajustada de lo que era nece-sario hacer—, apuntaba al sol que derretía el hielo de sus ideas con lenta perversión, como una clepsidra glaciar. Así fue que un día tomó callado su sombrero alado y volvió caminando a su te-rruño, que desde la Casa de Gobierno, ahora vacía, parecía verse esperándolo, colgado de una nube. Así fue que lo vieron llegar asombrados, con su cayado, dejando atrás el gobierno de esa casa que había hecho suya y ahora parecía despedirlo, pendiente de su recuerdo. Con mirada triste y la frente más arrugada, esperaba el reposo tras la ventana, sus libros, sus añoranzas. Mientras tanto, allí abajo, lo que él había sanado con fría ari-dez llegaría a corromperse, como es natural, con la tibia humedad de su ausencia. Sin embargo, para ese entonces… el libro ya habría caído de sus manos.

Para el que cree, no hay preguntas. Para el que no cree, no hay respuestas.

Wolfe de Zhitomir

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STRANGERS IN THE NIGHT

Hic et Nunc. Así se llamaba el lugar. El destello de las luces y el pulso ensorde-cedor de la música lo recibieron ni bien bajó las escaleras del local; tal contraste con el silencio y la penumbra mortecinos, típicos en la Ciudad Vieja a esa hora de la noche, lo anonadaron por un momento. Era el 15 de Noviembre de 2001.

“Mañana es viernes”, pensó intrigado mientras trataba de ubicarse en ese espacio ajeno que lo cercaba y en el tiempo que corría delante de él. “¿Cómo hará toda esta gen-te para ir a trabajar mañana?”, se preguntó al mismo tiempo que se animaba a dar un paso entre toda esa multitud, que se movía y hablaba en el medio del caos, caos, caos… que lo rodeaba.

Una camarera muy alta, con cola y aspecto de caballo, pasó cerca de él. —Perdone, señorita —le dijo, levantando su cabeza y su dedo índice con gesto de marioneta—. Quisiera hablar con el dueño.

La muchacha lo miró desde arriba, como si hubiera visto un sapo, pero en segui-da se repuso (después de todo, aquí y ahora, parecer normal era algo raro): le dijo que fuera hasta la barra y preguntara allí. Al avanzar hacia donde le habían señalado, lo hizo con su habitual poca plasticidad; parecía una botella, perdida entre un mar de gente, que necesitaba llegar a la orilla para entregar su mensaje. Bum-bum… lo rodeaba el bum-bum que vomitaban esas cajas negras que colgaban del techo.

“¿Qué te sirvo, morocho?”, le dijo el barman guiñándole un ojo al llegar a la ba-rra. El hombre, por llamarlo de alguna manera, con rasgos de fauno y ademanes de sire-na, vestía de negro y tenía perforada la nariz y las cejas; se quedó mirándolo fijo, espe-rando una respuesta, mientras fruncía los labios y con un gesto mimoso plegaba un re-pasador sobre el mostrador.

—Perdone —le respondió, algo nervioso, el recién llegado—, pero yo quisiera hablar con el dueño. —¡Ay! Hubieras empezado por ahí —le contestó en un ataque de frenético tem-blor—. No te vayas que ya vengo. Tomá asiento, bombón …

Ya las estrellas no son estrellas De cinco puntas recién cortadas.

Son otros mundos con otros sueños, Con otros duendes y otras hadas.

Esther María Osses

“El Niño Astronauta”

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—¡No! No, gracias. Prefiero estar de pie…— esta mañana había caído desde bastante altura y le dolía donde apoyarse. El barman partió, raudo y cimbreante, hacia otro extremo del local. Luego de eludir a una rara variedad de alma en pena, que se paseaba entre las mesas con una capi-ta de plástico, se puso a cuchichear con una rubia veterana, vestida discretamente de plateado. La mujer lo miró (con ese gesto de asombro reprimido por la costumbre de ver extravagancias) y caminó hacia él envuelta en una nube de humo. El infeliz de la capita le hizo una reverencia al pasar. —¡Hola! Me llamo Maruja Goldenblond y soy la erre erre pé pé de este pub, ¿en que te puedo ayudar…? —Mucho gusto, señora —detrás de ella, el pequeño fauno le hacía adiós con la mano—. Disculpe que la moleste, pero necesito hablar con el dueño. —¿Con cuál de ellos? —la pregunta le resultó tan inesperada como fatal; el in-terrogado sintió que todos los presentes lo estaban mirando. —No lo sé —confesó resignado—. Sólo conozco a uno, pero no recuerdo su nombre… —¿Por qué asunto es? —la rubia ya no sonreía. —Es un asunto personal, debo entregar un mensaje. —¿No se referirá al secretario del Diputado Tintulino Apituleo, no? El Diputado también es del interior…, como usted. —Puede ser.

—Está bien, comprendo su reserva —dijo la mujer dándose vuelta hacia el bar-man—. Hermes, llevá al caballero con Gerard, por favor.

—Gracias, muy amable, señora —dijo el visitante, y de inmediato se puso a re-visar sus bolsillos, como si hubiera perdido algo, para evitar que Hermes lo tomara de la mano mientras lo guiaba hasta un rincón apartado del ruido pero no del humo.

Transitaron otra vez entre las mesas rodeadas por paredes de piedras centenarias. Un enano pelado con dos trenzas los acompañó parte del camino mirándolos fijamente, luego se apartó tan misteriosamente como vino. Debajo de una tubería antigua pintada de verde inglés, se encontraba Gerard. Sin embargo, su aspecto era muy francés: tenía la barba y el bigote de D’Artagnan, la nariz de Cyrano de Bergerac y el cuerpo de Obelix. Fumaba un cigarro fino y llevaba su abrigo de piel de camello sobre los hombros. En ese momento se encontraba conversando con un tipo flaco, de camisa bordeaux con volados en el pecho y en las mangas; una secretaria parecida a Morticia tomaba notas en silencio: —Bien, esta parte del boliche seguirá llamándose Nunc, pero en la parte supe-rior, en torno a la terraza que da a la plaza, ubicaremos a Hic. Allí, como hablamos, crearemos un ambiente más tranquilo. Quiero que una música suave, que permita hablar sin pensar, flote en el aire; los colores serán suaves… ¡Ah! Y el día de la inauguración: fuegos artificiales… —Disculpá, Gerard —interrumpió Hermes—, Maruja me pidió que trajera a este guapetón hasta aquí… —Es por el asunto de Nueva Troya, señor —espetó el aludido, al reconocer al destinatario de su mensaje, quien lo miró en silencio por unos segundos; luego, con un gesto, hizo que sus empleados se retiraran en silencio. —Corneta Mayor Gamma Centauri reportándose, señor —continuó el mensaje-ro, en posición de firmes, cuando estuvieron solos. —¡Shh! ¡Con discreción, caramba! ¿Qué novedades tiene? —preguntó Gerard, moviendo sus manos hacia abajo, como si quisiera tapar con un manto invisible tanto su ansiedad como al visitante.

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—El Supremo Galactuán me pidió que le informara que la invasión a la Tierra se ha visto… demorada, señor —ambos hablaban en el lenguaje militar de su lejano mun-do natal —. Las compuertas de la nave nodriza están averiadas y no se pueden abrir; ya se pidieron repuestos a la base, pero demorarán unos quince años en llegar. Además, un meteorito golpeó la antena del equipo de comunicaciones y no sabemos si el mensaje ha llegado o no… —Entonces ¿cómo hizo usted para llegar hasta aquí? —preguntó Gerard entrece-rrando los ojos: “¡Quince años más en este planeta de locos!”, pensó. —Me lanzaron en un balón de aterrizaje, señor —dijo Gamma Centauri, mien-tras Gerard se compadecía de él reproduciendo un gesto de dolor—. Directo a la estan-cia La Aurora… —¿Por eso está vestido de gaucho, Centauri?— en estas circunstancias, Gerard prefería reír sin ganas a llorar: todos somos extraños en la noche.

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LA SEÑORITA ZÓLW

La señorita Zólw nació en Polonia en 1930. Ian Zólw, su padre, vendía maquina-ria agrícola en la región de Pomerania. Manuela Errondo, su madre, lo conoció en uno de sus viajes a España, para visitar una fábrica de arados. Los tres vivieron felices hasta el comienzo de la guerra. Cuando la señorita Zólw cumplió nueve años, huyeron a París. Luego, emigraron a Argentina. Se instalaron en una pequeña ciudad llamada Pehuajó. Ian continuó vendiendo maquinaria agrícola. Su hija conjugaba la tristeza en español con acento polaco. El exagerado apego a sus padres y a sus recuerdos infantiles la alejó de los normales avatares de la juventud. Ellos murieron. Quedó sola. Una tarde de primavera, en 1956, lo vio en una confitería. Carlos Tortoise la saludó a la distancia, quitándose el sombrero… Sonriente, así lo recordaba al mirar la estela blanca que dejaba el transatlántico en el mar. Volvía a Europa. “Nadie sabe bien por qué te vas”, le escribió su única amiga, la hija de aquel inglés que conoció su padre en el ferrocarril. “Para buscar la belleza que no encuentro en mí”, le respondió desde París, en una carta que nunca envió. María Elena, de todos modos, la entendería.

Sus ojos… Lo recordaba mirándola desde la puerta de la confitería. “¿Qué vio él en mí, que yo no en mi espejo?”, pensó. La esperaba, lo sabía. Después de tantos años debía volver. Pero, esta vez, al futuro. En Pehuajó comenzaría —ya era tiempo— la mejor mitad de su vida, con él. —Carlos Tortoise, ¿aceptas por esposa a Manuelita Zólw? —Sí —“así como es”, dijo al sonreírle con su mirada. —Manuelita Zólw, ¿aceptas por esposo a Carlos Tortoise? —Sí —una lágrima se llevó consigo el pasado.

¿Qué hay detrás de un cuento, sino otro cuento?

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LA TIERRA DE LOS HOMBRES JUSTOS

—Al final, me decidí a escribir una novela. —Muy interesante. Continúe, por favor. —Es una novela corta, casi un cuento. —¿Ah, sí? —La tierra de los hombres justos. —¿La tierra de los hombres justos? —Sí. Ese es el nombre de la obra. —Cuénteme algo más al respecto. —Se trata de un pobre náufrago que llega a esa tierra desconocida. —Me gustaría ayudarle. —Bueno, gracias… Pero aún no tiene nombre…, el personaje, digo. —¿Y eso le preocupa? —No, no. Es sólo una cuestión de tiempo encontrarle uno. —¿Está seguro? —Sí, por supuesto. En todo caso, llamémosle… Pepe. —Me alegra que tenga una actitud positiva. Prosiga, por favor. —Al llegar a la playa, los ve caminar por un sendero al borde del acantilado.

—¿Algo más? —Caminan en silencio. —¿Por qué caminan en silencio? —Para no precipitarse en sus juicios, supongo. —Mmm…Para no precipitarse en sus juicios. Qué interesante. —Eso mismo es lo que piensa Pepe y se queda a vivir con ellos. —Continúe, continúe. —Los hombres justos, como le decía, hablan poco. —Sí, lo recuerdo. —Por lo tanto, a Pepe, apenas le hablan. Nadie le dice que Ley hay que cumplir. —¿Nadie?

Es cosa fácil ser bueno: Lo difícil es ser justo.

Victor Hugo

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—Bueno…, tiene razón. Al llegar a la cima, hay un viejito que le dice: “Ni uno más, ni uno menos: somos los hombres justos”. Y se arroja al vacío. Entonces, Pepe comprende que él, ahora, es uno de ellos. ¿Qué le parece?

—Primero me gustaría escuchar su opinión. —El argumento es bueno. Pero no sé que será mejor, ¿una novela o un cuento? —¿De qué manera lo ayudaría una respuesta a esa pregunta? —En fin…, me gustaría saber su opinión. —No se preocupe por mí. Estamos hablando de usted. —Sí, pero… ¿no puede decirme nada? —¿Quiere hablar de otra cosa? —No. No es eso. —Negarlo no lo va a ayudar. —No estoy negando nada. Es sólo que… —¿Ha tratado de discutir este tema con otra persona? —Con usted, pero… —No estamos hablando acerca de mí, ¿recuerda? —Sí, ya me lo dijo. Pero me siento frustrado, decepcionado… —¿Por eso decidió escribir una novela? —¡Basta ya de impertinencias!

—¿Ah, sí? —dijo Eliza.4 —¡Sí! —respondió el escritor, cerrando con indignación el programa.

4 En 1966 el Prof. Joseph Weizembaum, del Instituto Tecnológico de Massachussets, escribió un progra-ma de computación, llamado Eliza, capaz de simular una sesión de terapia con el psicoanalista. Ante cualquier planteo del usuario, el programa responde siguiendo los preceptos de la escuela rogeriana. Es decir, lo hace preguntando más sobre el mismo tema sin dar ninguna definición, respuesta o solución a nada y sin plantear ningún problema distinto o nuevo. De esa manera, según Carl Rogers, “el cliente” tiene la oportunidad de poner en marcha su innata habilidad para superarse o “actualizarse”. Eliza utiliza una base de datos con palabras clave y respuestas acordes. Por ejemplo, si el interlocutor escribe Me sien-to mal, la palabra mal hace que Eliza le conteste automáticamente: Me gustaría ayudarle. Si el interlocu-tor no emplea ninguna de las palabras claves disponibles en su base de datos, Eliza tiene dos opciones: transformar las afirmaciones del interlocutor en preguntas (¿Por qué dice que el dinero no le alcanza?) o contestar con ambigüedades (¿Ah, si?). El nombre Eliza proviene del personaje principal de “My Fair Lady”, basada en la obra “Pigmalión” de George Bernard Shaw. Lo que comenzó como una simple diver-sión en el campo de la Inteligencia Artificial, luego se convirtió en un “programa de culto” con miles de usuarios adictos al mismo y decenas de versiones para todos los sistemas operativos. Una de las más recientes, llamada PC Therapist, ha logrado pasar el Test de Turing: un jurado, al “conversar” con dicho programa, lo confundió con un ser humano. También ha dado origen a otra serie de programas denomina-dos “chaterbot”, que, a la lejanía propia del “chateo”, le restan la presencia del interlocutor humano.

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SERIAL

Cruzó el semáforo con luz amarilla. Las reglas estaban para ser respetadas… por los demás. Le fastidiaba que no las cumplieran. Por un instante, la imagen de su padre llevándolo a la escuela surcó su mente: mientras conducía, el viejo le repetía una y otra vez “las reglas”, todo aquello que no debía hacer. Lo que le podía pasar si no las cum-plía no necesitaba explicarlo con palabras: bastaba con ver a su madre internada perió-dicamente para recuperarse de esos terribles “accidentes domésticos” que sufría con resignada frecuencia. Las luces rojas, propagándose desde el semáforo hasta el coche delante del suyo, lo volvieron al presente. Frenó. Sí, siempre las había cumplido. Pero, ahora, era el momento de imponerlas, de corregir el mal que había en el mundo, de ajus-tar esos apéndices de su ser en los que se habían convertido los demás. Sonrió. Antes de poner primera y volver a avanzar, le dio una ojeada al estuche que reposaba en el asien-to a su derecha. Era un estilete que había encontrado en una casa de antigüedades. Los detalles que le había proporcionado el anticuario, referentes a su uso en los campos de concentración, le habían fascinado. Al acelerar, su ritmo cardíaco se incrementó. Pensa-ba en su primera víctima. Era una vecina de la casa que había alquilado en las afueras de la ciudad. Sólo faltaban unos detalles para completar la escenografía de aquel sótano, el punto exacto en el cual alcanzaría, por un instante, la perfección. Todo quedaría regis-trado. Le divertía pensar qué harían los torpes policías con tantas pistas. Al final, debe-ría ayudarlos, pues únicamente él podía ponerle fin a lo que él —y solamente él— tenía el derecho y la obligación de hacer. Trató de adelantar a un camión y éste le tocó boci-na. No le importó. El pesado vehículo frenó para dejarlo pasar. Las palabrotas del ca-mionero se esfumaron en el aire. ¿Quién no ha querido matar a alguien alguna vez? “Sí, pero muy pocos se animan”, pensó. “La mayoría son hipócritas; gente que no tiene la honestidad y el valor de enfrentar la vida como lo que es: un paso hacia la muerte”. Él se la daría a los demás, y a sí mismo, en los lugares y momentos apropiados. Que lo hubieran rechazado no significaba que no tuviera las cosas bajo control. Es más, ahora lo veía todo con claridad: éste era el principio del camino. Pensó en la serie de víctimas, de objetos en su futura colección, y le dio vértigo. Por un momento, sólo por un mo-mento, no vio el paso a nivel. El tren partió su automóvil en dos. Nadie acudió a su en-tierro.

El azar es más fuerte…

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HISTORIA DE UN LADRÓN DE TIEMPO

Sed sabios hoy: toda

postergación es una locura.

Edward Young (1683-1765)

Comenzó con el robo de algunos segundos en la plaza mayor. Un ministro y su gran reloj de bolsillo lo denunciaron, y terminó encerrado en el campanario de la cate-dral. Allí conoció al viejo Orloge, con quien se perfeccionó en el arte de robar minutos. Entre campanada y campanada, con ayuda de un metrónomo y varios cronómetros, practicó junto con el viejo del mismo modo que los punguistas lo hacían con un maniquí lleno de cascabeles. Como suele suceder en estos casos, los alumnos nunca se preguntan por qué sus profesores, si son tan sabios, están confinados en el mismo lugar que ellos…, hasta que es demasiado tarde. Un día de primavera escapó de las prisas que lo encadenaban escondido en el timbre de un despertador. Esta vez, las calles más transita-das a las horas pico fueron testigos sordos de sus ruidosos hurtos. Unas horas por aquí y otras por allá le permitieron acumular el tiempo necesario para poder enquistarse en una oficina pública bien documentada. Sin duda, allí pasó los mejores años de su vida; ro-bados, por supuesto, a quienes debían realizar esos trámites absurdos y engorrosos que su maestro le había enseñado a demorar en provecho propio. Una reforma lo barrió de nuevo a la calle y luego, al campanario. Allí se enteró de que Orloge había pasado a formar parte de la eternidad. Hoy es él a quien los recién llegados llaman maestro. Esto, más que alegría le brinda consuelo, pues, como ha hecho ahora con usted, no es capaz de robar más de dos minutos a la vez.

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EL HADA HELADA

Cada vez que un niño dice: "No creo en las hadas"; en alguna parte una pequeña hada cae muerta.

~ Sir James Barrie ~ (autor de Peter Pan)

Blanco. Frío. Hielo. El cerebro de Scottson volvía a procesar la realidad. Frío. Hielo. Duro. Luego de caer y rodar al quebrarse el iceberg que exploraba. Hielo. Duro. Silencioso. Sus sentidos reproducían los fragmentos a su alrededor. Duro. Silencioso. Dolor. Alguno de sus huesos había seguido la suerte del iceberg. Silencioso. Dolor. Blanco. Abrumado por la presencia de la nada helada, se desmayó. Blanco. Frío. Hielo. El cerebro de Scottson volvía a procesar la realidad. Frío. Hielo. Duro. Luego de caer y rodar al quebrarse el iceberg que exploraba. Hielo. Duro. Silencioso. Sus sentidos producían los fragmentos a su alrededor. Duro. Silencioso. Amor. Ninguno de sus besos había seguido la suerte del iceberg. Silencioso. Amor. Blanco. Abrumado por la presencia de un hada helada, se desmayó. Blanco. Frío. Hielo. El cerebro de Scottson volvía a procesar la realidad. Frío. Hielo. Duro. Luego de caer y rodar al quebrarse el iceberg que exploraba. Hielo. Duro. Silencioso. Sus sentidos reproducían los fragmentos de su entorno. Duro. Silencioso. Dolor. ¡No! Uno de sus huesos había seguido la suerte del iceberg. Silencioso. Dolor. Blanco. ¡No! Las hadas no existen y menos heladas. Se desmayó. Blanco. Frío. Hielo. El cerebro de Scottson volvía a procesar la realidad. Frío. Hielo. Duro. Luego de caer y rodar al quebrarse el iceberg que exploraba. Hielo. Duro. Silencioso. Sus sentidos producían fragmentos a su alrededor. Duro. Silencioso. Candor. Uno de sus huesos podía haber seguido la suerte del iceberg. Silencioso. Candor. Blanco. ¿Un hada helada en medio de la nada? Se desmayó. Blanco. Frío. Hielo. El cerebro de Scottson volvía a procesar la realidad. Frío. Hielo. Duro. Luego de caer y rodar al quebrarse el iceberg que exploraba. Hielo. Duro. Silencioso. Sus sentidos reproducían los fragmentos a su alrededor. Duro. Silencioso. Dolor. ¡Ay! Uno de sus huesos había seguido la suerte del iceberg. Silencioso. Dolor. Blanco. ¡Sí! Allí estaba el hada helada en su esplendor. Se desmayó. Blanco. Frío. Cielo. El cerebro de Scottson volvía a procesar la realidad. Frío. Cielo. Duro. Luego de caer y rodar al quebrarse el iceberg que exploraba. Cielo. Duro. Ruidoso. Sus sentidos reproducían el giro de las aspas a su alrededor. Duro. Ruidoso. Dolor. Uno de sus huesos había seguido la suerte del iceberg. Ruidoso. Dolor. Blanco. Doctor… Doctor… ¿Qué ha sido del hada helada?5

5 “Me abrumaba lo poco que podía hacer para salvarme… Pensaba en mi esposa Mary… Recuerdo claramente un último y fugaz momento de lucidez en el cual lamenté amargamente haber dejado de creer en las hadas, ella siempre me lo reprochaba con dulzu-ra; no podía dejar de pensar que esa figura alada que veía a mi lado estaba construida a medias por el calor febril de mi imaginación y por el frío glaciar que me rodeaba. No fue si no hasta que un sueño mágico desplazó a ese razonamiento lógico que el helicóptero apareció.” My Life Among the Ices. Cap. Charles Scottson. 1971. Editorial Southern Stars.

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TRISTEZA AÇORIANA

Aquella quietud tiene un perfume único, que se extraña, sueña Nunes. Esta otra, sin embargo… La imagen duplicada de alguien cerrando la ventana de su cuarto, se le escapa entre la penumbra y los recuerdos claros de su niñez. Sobre ellos construye futu-ros que finge duraderos. Los muros de piedra, como sus brazos y sus piernas, lo limitan, le pesan más de lo que puede soportar. Aun así, navega hacia América, otra vez. Deja atrás su tierra de aromas rodeados por el mar. Ve surgir del horizonte el país prometido. Tras él, las fronteras borrosas de los que escuchan en portugués y hablan en castellano. Allí construye el rancho donde hoy llora. Palabras, le llegan mil a la boca, pero son po-cas las que puede balbucear. Cierra los ojos; se imagina que escribe estas líneas y que todo queda allí, entre la tinta y el papel. No es más que un recuerdo.

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LAS PALABRAS MÁS HERMOSAS DEL MUNDO

… había probado el amor, que mata el recuerdo, y el cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría.

Rudyard Kipling

Tío y sobrina vieron, desde el alero de la chacra, caer las primeras gotas. El so-nido de un trueno la había llevado hasta allí, pensando cómo iba a hacer con su vestido de novia. Otro relámpago desvió la mirada de él hacia los labios de ella. —No es justo, tío. Éste debería ser el día más feliz de mi vida. —No… te… preo… cu… pes…, prin… ce… sa... Las… tor… men… tas… Uno de los organizadores de la fiesta los interrumpió para hacer una consulta. —Perdón, tío. Estoy tan nerviosa… —No… de… bes… es… tar… lo…. Las… tor… men… tas… sue… len… Unos golpecitos en la ventana, detrás de ellos, hicieron que ella girara su cabeza. El tío miró a los ojos de su sobrina y luego hacia donde éstos apuntaban. Era el novio. Preocupado, la interrogaba con el pulgar señalando hacia adentro y con el índice hacia fuera: debían decidir dónde realizar la ceremonia. Tres horas después la lluvia era torrencial y el viento arrachado. Los invitados ya habían llegado con sus paraguas dados vuelta y ella había hecho su entrada triunfal. Danubio azul, azul, azul…Cuando al tío le tocó bailar el vals con su sobrina, la abrazó y la besó. Por momentos, mientras él se cuidaba de no pisarla, ella miraba hacia arriba: el toldo de la carpa se agitaba sobre las cerchas como si fuera una vela. —To… do… va … a… sa… lir… bien…, prin… ce… sa… Las… tor… men… tas… sue… len… pa… rir… Un pariente del novio, sonriente, le tocó suavemente el hombro. El tío, con un gesto amable, le cedió su lugar. Ella lo miró, alejándose, deseosa de saber el final de la frase. Él, con otro gesto, le hizo entender que ya llegaría el momento. La madrugada fue testigo del cambio: las nubes dejaron lugar a las estrellas y los vientos fuertes a una suave brisa.

¡Qué viva España! Luego de repartir globos, sombreros, pitos y matracas, los mozos invitaron a los presentes a salir a la terraza. ¡España, por favor!

Tío y sobrina se encontraron de nuevo bajo el alero. Él pasó su brazo sobre los hombros de ella; ella apoyó su cabeza en el hombro de él.

— Prin… ce… sa…, las… tor… men… tas… sue… len… pa… rir… Y el estruendo de los fuegos artificiales no impidió que ella escuchara las pala-

bras más hermosas del mundo.

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TSIM TSUM

Rondan las parras y el alma en aquel vino otoñal. Fragante, reposa en dos copas sobre la mesa anclada en el patio. Tras una pausa, perlada por segundos llenos de me-moria, paladearon la conversación que llegaba su fin y se despidieron.

—Hasta mañana, Abraham —dijo el viejo de piernas largas, orejas grandes, crá-neo de cro-magnon y mirada de águila bajo su txapela.

—Si Dios quiere, Patxi —respondió el viejo de baja estatura, con aspecto de ar-dilla calva y ojos alegres tras medios lentes de oro.

—Y si no quiere también —sonrió Patxi, mientras Abraham se alejaba—. Ya sa-bes que ser vasco es un acto de obstinación.

El judío, sin mirarlo, también sonrió. Patxi, aún sentado, levantó la cabeza para ver el cielo. Si bien no creía en Jaun-

goikoa —el señor de arriba—, doce años de educación jesuítica inculcaron en él ciertas costumbres que, aunque contradictorias, nunca tuvo deseos de cambiar. Luego, bajó la vista a la tierra, más segura, y apoyó su barbilla sobre las huesudas manos que descan-saban, a su vez, en el bastón de encina que siempre lo acompañaba.

Con los ojos cerrados, el rumor de hojas secas en el patio se transformó en el ruido de fondo de sus pensamientos; el diálogo volvió a vivir en ellos…

—Siempre me gustó jugar con las palabras —le había dicho Abraham. —Será por cábala —le respondió Patxi con media sonrisa. —¡Bravo! Además de cabeza dura tienes sentido del humor. Pero no se trata de

eso. Lo mío es más filosófico que místico. Por ejemplo, fíjate en la siguiente palabra que inventé y que, por eso, me gusta tanto: ‘almanaquel’… el alma es el almanaque y anaquel de nuestro ser. ¿Entiendes?

Patxi lo miró burlonamente y luego le espetó: —Tiempo y espacio. —¡Dios mío! Excelente, Patxi. En uno luchamos contra el otro. Confinados, es-

peramos que el tiempo nos libere…

Al retraerte, Sin perder tu esencia,

Nos dejas crecer.

Haiku Oriental, s. XXI

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—… y apremiados —agregó Patxi—, corremos, usamos el espacio para poner un pie en la puerta y la pelota debajo del brazo, todo por un minuto más, ¿no?

—¡Bravo! —¡Excelente! Así siguieron con su intercambio filosófico por unos minutos más, hasta que

Abraham mencionó esas dos sílabas tan sonoras y enigmáticas. —¿Tsim-tsum? Nunca había escuchado ese término, ¿es otro de tus inventos de

palabrero aficionado? —No, no, Patxi —respondió con cierta solemnidad Abraham—. Se trata de un

concepto que explica la existencia del universo como una contracción voluntaria de Dios mediante la cual deja espacio suficiente para permitir la creación de algo que no depende de él y sin embargo tiene su misma esencia.

—¡A la pipeta! —exclamó Patxi—. ¿Todo eso para algo que suena como pif-paf o chim-pum?

—En efecto, estimado amigo, ‘tsim-tsum’ significa ‘contracción’ o ‘retraimien-to’ en hebreo. Fue Isaac Luria, este sí un verdadero cabalista, quien tuvo esa visión tan …, tan singular sobre el origen del universo, en pleno siglo XVI, si no recuerdo mal. Escucha, si Dios está en todos lados y lo sabe todo, se preguntaba Luria, ¿cómo puede haber lugar para que existan otros objetos y otros seres o para que sea posible que sus criaturas exploren el universo entero con libertad? La respuesta es: ‘tsim-tsum’, con-traerse y, en un gesto de inmenso amor, hacer sitio para que crezca en libertad algo totalmente nuevo. Sin embargo, al retraerse, Dios deja en el espacio vacante su esen-cia, tal como un buen vino deja su fragancia en un tonel vacío. De esa manera, lo ‘nue-vo’ queda impregnado de su ser divino —Abraham hizo un gesto de entrecomillado con sus pequeñas manos al pronunciar ‘nuevo’, mientras Patxi lo miraba con seriedad.

—Abraham, me dejas sorprendido. Es la primera vez que, en mis setenta años de vida, escucho una explicación tan ingeniosa acerca del dios, en el cual yo no creo pero que tantas personas quieren o necesitan creer que existe. Así que…¡tsim-tsum! Por lo que tú me dices, también lo podemos trasladar a órbitas más bajas que las con-sideradas por Luria. Por ejemplo, es evidente su aplicación en la educación: los padres y los docentes debemos permitir que nuestros hijos y alumnos crezcan y ‘den un paso después de nuestra última huella’. También explica la grandeza de Artigas, prócer de esta tierra que nos adoptó y adoptamos, querido Abraham: una vez en Paraguay, nunca quiso volver; pensando que su ausencia le haría mejor a la patria que su presencia, siempre que no se perdiera la esencia de sus ideales. ¡Qué sabiduría la suya!

—Es más —dijo entusiasmado Abraham—, el concepto cabalístico de ‘tsim-tsum’ se complementa y se conjuga a la perfección con el de ‘big-bang’, que hoy utili-zan algunos científicos para explicar el origen del universo.

—Saber es darle un respiro a la duda. Brindemos por eso, Abraham. ¡Salud! —dijo Patxi, levantando su copa de vino.

—Brindemos también por la amistad, Patxi, que le da tregua a nuestras soleda-des. ¡Salud! —le había respondido Abraham.

Al abrir de nuevo los ojos, el patio se había vuelto oscuro. Despacio, Patxi se pu-

so de pie; tomó las dos copas con una mano y con la otra se apoyó en su bastón de enci-na. Mañana volvería a conversar con su amigo. Jaungoikoa no se lo podría impedir. Jamás.

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ESTADOS ALTERADOS

2195.03.18/12:30/NOTICIAS/Bienvenidos al informativo central del Canal Úni-co de Noticias. Son las 12:30 del 18 de Marzo de 2195. Crece la tensión entre los Pode-rosos Estados del Noreste y los Estados Libertinos del Sur. “Las negociaciones diplo-máticas están bloqueadas”, comentó brevemente nuestro Presidente, Rokko Marocco, al retirarse esta mañana del Palacio de Gobierno. /IMAGEN DE ARCHIVO/ “Queremos evitar la violencia y me consta que estamos haciendo los máximos esfuerzos para zanjar nuestras diferencias con los Estados del Sur de una manera pacífica”, agregó el manda-tario.

2195.03.19/12:30/NOTICIAS/Miles de manifestantes se concentraron ayer fren-te a las puertas de nuestra Embajada en los Estados del Sur, entonando cánticos a favor de la guerra y en contra de nuestra nación. /FLASH/ “El Presidente Marocco está muy disgustado con el giro que han tomado los acontecimientos y me pidió que convocara a nuestra población para elevar una plegaria por la paz”, declaró el Vicepresidente Timme Morodde. /CONFERENCIA DE PRENSA/ En una próxima edición daremos más deta-lles respecto a la ceremonia religiosa que se llevará a cabo mañana en la Catedral Pane-gírica de nuestra capital.

2195.03.20/10:16/NOTICIAS/Terribles son las imágenes que transmiten nues-tros cronistas desde el sitio del atentado. /EN VIVO/ “La explosión ocurrió pocos minu-tos antes de que llegaran las autoridades nacionales a la Catedral. Se calcula que hay más de cien muertos y miles de heridos. Adelante desde estudios.”

2195.03.21/19:30/NOTICIAS/El Presidente Rokko Marocco responsabiliza a los Estados del Sur por el atentado de ayer y amenaza con una “guerra total contra los liber-tinos”. A lo largo y ancho de los Poderosos Estados del Noreste se observan importantes preparativos bélicos. /IMÁGENES DE ARCHIVO/ Por su parte, la Senadora Leddi

El gobierno no es razón. El gobierno no es elocuencia. Es fuerza. Y, como el fuego, es un peligroso servidor y

un amo terrible.

George Washington

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Mabette encabeza un grupo de legisladores contrarios a la guerra. /ENTREVISTA/ “No debemos apresurarnos. Démosle una oportunidad a la paz”, dijo la Senadora Mabette, quien se ofreció a viajar a los Estados del Sur para “establecer un diálogo franco que permita aclarar lo sucedido y evitar la guerra”. Cabe destacar que el Presidente Marocco se opone terminante a cualquier contacto directo con los sureños.

2195.03.22/15:30/NOTICIAS/ Víspera de guerra. “O se rinden antes de 24 horas o los aplastamos”, declaró en forma terminante Rokko Marocco en su mensaje a la na-ción. /FLASH/ “Paz y libertad” piden los seguidores de Leddi Mabette, quien se en-cuentra detenida por actividades anti-estatales y será juzgada a la brevedad.

2195.03.23/16:35/NOTICIAS/Urgente. La guerra ha comenzado. Vemos decolar los poderosos bombardiers Bombom Uno y Bombom Dos con destino al sur. /EN VI-VO/ Nuestras tropas avanzan eliminando los focos de resistencia libertina.

2195.03.24/12:30/NOTICIAS/ La bandera de los Poderosos Estados del Noreste ondea en la capital de los Estados del Sur, recientemente emancipados de los libertinos por el aplastante éxito de nuestras fuerzas armadas. “¡Triunfamos!”, comentó a los pe-riodistas un sonriente Presidente Marocco.

El reloj de la pared marcó las 21 horas del 17 de Marzo de 2195. Rokko Maroc-

co resopló al cerrar la carpeta titulada “Sólo para los ojos del Presidente - Próximas Noticias”. Volvió a resoplar y movió su pesado cuerpo hacia adelante para firmar en el recuadro “Autorizado para transmitir”. Era agradable leer las noticias antes de que su-cedieran; y más aun, escribirlas.

Mientras acopiaba energía para ponerse de pie, con las manos en los posabrazos del sillón presidencial, observó el retrato de su familia sobre el escritorio. Todos estos años, lo habían acompañado en su carrera hacia el absolutismo y los amaba tanto como al poder. ¡Blam! En ese instante, sintió como la puerta de su despacho se derrumbaba y, petrificado, vio a Timme Morodde pisarla mientras blandía unos papeles con su mano izquierda. Un arma humeaba en su mano derecha.

—¡Maldito seas, Rokko! Me engañaste —dijo el Vicepresidente con el rostro desencajado por la furia—. ¡Los Estados del Sur, no existen! Aquí tengo las pruebas…

—Calma, Timme… —comenzó a decir Marocco, pero, cuando el humo se disi-pó detrás del hueco de la puerta y la vio, supo que estaba perdido—. ¡Ah! —le tembló la papada por última vez—. Detrás de un granuja siempre hay una gran bruja …

El disparo de Morodde lo volatilizó. Unos pasos más atrás, la Senadora Leddi Mabette sonreía con una frialdad triunfal.

2195.03.18/07:00/NOTICIAS/Este 18 de Marzo, la nación despierta en duelo

tras conocer que el Presidente Rokko Marocco fue asesinado anoche por el Vicepresi-dente Timme Morodde, quien a su vez resultó abatido por los disparos de los guardias de seguridad, en un confuso episodio. /IMÁGENES DE ARCHIVO/ “Queremos evitar la violencia y me consta que todos estamos haciendo los máximos esfuerzos para reali-zar el cambio de mando de una manera pacífica”, afirmó la ex Senadora Leddi Mabette, luego de asumir la presidencia de acuerdo a la línea sucesoria establecida por la Consti-tución de los Poderosos Estados del Noreste. /CONFERENCIA DE PRENSA/ “Invita-mos a todos los amigos y familiares del Presidente Marocco a elevar una plegaria en su nombre, el próximo día 20 a la hora 10 en la Catedral Panegírica de nuestra capital…”

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EL JARDÍN DE LOS PENSAMIENTOS

En el pueblo existe una plaza muy transitada, pero tan pequeña y bien cuidada, que to-dos la conocen como “el jardín”. Por el sendero de grava, viene caminando un niño. Con una mano, se aferra a su madre; con la otra, remolca un pequeño camión. Ella mar-cha con ritmo de volver pronto a casa. Él no deja de preguntar: “¿Por qué?”. Ambos pasan frente a un señor, debajo de cuyos espesos bigotes asoma una pipa. Al escuchar-los conversar, muerde con fuerza la boquilla de su instrumento favorito para fabricar humo e ideas: “Preguntar el por qué de algo es preguntar cómo se relaciona ese algo con lo que yo ya sé o doy por sabido. Las explicaciones sencillas requieren dejar definitiva-mente indefinidas aquellas cosas que no tienen definición. Es como intentar explicarle a una gota lo que es el mar”. Con una mirada quieta, entre pícara y tierna, compadeció a la pobre mujer; mientras se alejaba, le respondía con paciencia a su hijo: “Ya te lo ex-pliqué, mi amor”. Unos pasos más adelante, dos operarios municipales intentan reparar la fuente cuya húmeda melodía suele salpicar el aire que rodea el espacio sereno del jardín. A uno de ellos, por atropellado, ya es la tercera vez que se le caen las herramientas al agua. El otro no hace más que mirar unos planos. Un caballero muy elegante, sentado en su ban-co de piedra, al observarlos cavila: “En cada acto de nuestras vidas hay un momento para pensar y otro momento para hacer. Si en el momento de pensar hacemos, entonces la vida es un torbellino. Si en el momento de hacer pensamos, entonces la vida es agua estancada. Pensar y hacer: sólo así la vida fluye caudalosa”. Apenas arqueó una ceja cuando el atropellado rompió un caño y empapó a su pensativo compañero. El agua no llega a mojar al hombre de negocios; tomando un atajo, pisa con seguridad los adoquines centrales de la plaza. Entre los mismos, formando un dibujo concéntrico con la fuente, crece el césped bien cortado. Mientras avanza, impecablemente vestido, comenta por teléfono sus más recientes éxitos materiales. Al hacerlo, parece dirigirse

Ángel de piedra. Dormido en el jardín.

Rubor de musgo.

Haiku Oriental, sXXI

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con más interés al público presente que a su lejano interlocutor. Un viejo, con frío en el cuerpo, lo siente pasar a sus espaldas y piensa: “Vivimos en dos mundos paralelos, uno imaginario y otro real. El primero cubre al segundo, es superficial, aunque no por ello menos importante. Se sostiene gracias a que una parte de nuestra imaginación se dedica a hacer aparecer como real lo que emana de su complemento. En ese sentido, el mundo imaginario influye de manera notable sobre el real”. El viejo, ni siquiera se molestó en girar su cabeza para dirigirle una mirada al nuevo dueño del universo. Tampoco le prestan atención dos jóvenes enamorados; al pie de una estatua, se miran a los ojos. “Dime la verdad”, le pide Eva a Romeo. La figura sobre ambos, detenida por fuera, continúa soñando por dentro: “¡Ah! La verdad… Si luchamos por la verdad y, al mismo tiempo, reconocemos que no somos dueños de ella, entonces, necesitamos de nuestro contrario para alcanzarla. Si la mentira es como el lodo que humedece la lluvia, la verdad es como la arena que calienta el sol”. Los rayos dorados de la tarde iluminan con languidez el verde piedra del jardín tranqui-lo. En una posición privilegiada, se ve la imagen congelada en mármol de un anciano muy elegante, sentado en un banco, debajo cuyos espesos bigotes asoma una pipa. A su alrededor brotan flores de cinco pétalos y tres colores.

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CRÓNICAS DE NATAL

Natal ocupa un lugar extraordinario en el universo. Todos deberíamos visitarlo, por lo menos, una vez en la vida. El panorama que se ofrece ante nuestros ojos no tiene límites y, usando la imaginación, nos podemos desplazar con facilidad de un punto a otro, siempre que respetemos la linealidad del tiempo. Ninguna crónica de Natal estaría completa sin mencionar la festividad de Creamundo. Dicha celebración, a diferencia de otras, no tiene una fecha fija en el calendario. Puede ocurrir en cualquier momento, lo cual hace aún más interesante la estadía. Al principio, los viajeros pueden percibir en el ambiente una excitación fuera de lo normal. El tránsito parece acelerarse y miles de estrellas bailan en el cielo. En ese momento, recomendamos conseguir un buen lugar cerca de los dos domos ubicados fuera del bosque, en un extremo de la avenida que cru-za el extenso escenario.

Dentro de dichos domos —no se asuste el lector— hay más de quinientos millo-nes de jóvenes deportistas. Cada uno de ellos lleva un disco con una cinta de color blan-co. Ante una determinada señal, en el punto donde la avenida se hace más recta, esa masa viviente se lanza a correr rumbo al arco de triunfo que hay en el otro extremo, a la entrada de la zona arbolada. Una serie de obstáculos hace que sean pocos los corredores que pueden llegar al centro del bosque. Ahora los turistas deben tener paciencia, ya que no siempre la festividad de Creamundo termina de la manera espectacular que todos deseamos ver.

Desde dos edificios ovalados, localizados esta vez en la periferia detrás del arco de triunfo, surgen periódicamente unos carros alegóricos, de formas más bien redondea-das. Los mismos, comienzan a recorrer de manera torpe los laberintos que unen dichos edificios con el centro del bosque, en busca de los jóvenes portadores de discos. Es emocionante presenciar el momento en que se produce el encuentro, ya que, reiteramos, no siempre ocurre así. Sólo un atleta puede entrar al carro. Una vez dentro —pantalla gigante mediante— podemos observar lo que sucede cuando el joven retira la cinta

“El mundo es un libro; y quien no viaja, sólo lee una página.”

Anónimo

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blanca del disco y lo inserta en una computadora ubicada en el centro del vehículo. La creación, por más que se repita millones de veces, no deja de ser algo único.

El disco contiene la mitad de una lista de instrucciones y detalles constructivos. La otra mitad, se encuentra en el propio ordenador. Una vez que se completa la fusión de ambos códigos, empieza a ejecutarse el programa resultante. Mientras esto ocurre, el carro comienza a modificar su aspecto y se traslada con majestuosidad sobre un campo de flores hacia el final del camino. Allí lo espera un hangar construido con un material elástico, pequeño al principio, más grande después. A medida que las instrucciones se van cumpliendo, llegan allí los insumos solicitados, se procesan y pasan a formar parte del nuevo mundo.

Si el viajero nos ha acompañado hasta aquí, le sugerimos esperar nueve meses más y disfrutar del instante en el cual ese nuevo mundo está listo para ocupar su lugar —extraordinario— en el universo. Deberíamos visitarlo, por lo menos, una vez.

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ELBAR

No tiene nombre. El dueño anterior se lo llevó en 1950. “Con luminoso y todo”, según cuentan los que nunca lo vieron. Está en la punta de la lengua de aquellos que toman caña y se les nubla la mente cuando el vapor de un expreso les impone silencio. Ubicado en una esquina céntrica, invita a seguir de largo y mirar adentro. ¿Por qué alguien querría pisar ese escalón de mármol, agrisado por el escape de los autos y erosionado por generaciones de suelas? ¿Por qué internarse en esa cueva de paredes embotelladas y mostrador con veta de estaño? ¿Por qué sumergirse en ese estanque de tablas crujientes y mesas aisladas por arrecifes de sillas?

Quizás porque, en su sobria ebriedad, es un lugar propicio para encontrar mira-das perdidas, para festejar campeonatos vencidos, para opinar con certeza sobre el azar, para tramitar una pausa entre dos demoras, para contar la verdad acerca de alguna men-tira, para escribir desde la izquierda donde todo es posible hacia la derecha que nos obliga a cambiar de renglón, para decir que mañana sería mejor si hoy fuera como ayer, para hablar de aquella sin mencionarlo a Él, para esperar y ver si llueve, para saber… ¿cuál es el destino del 199?

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OPERACIÓN BLACK DOG

Luego de escuchar el discurso radial, Albert apagó la luz y trató de dormir. No pudo. Giraba sobre la cama. La sábana pretendía amortajarlo mientras él luchaba por liberarse. Media hora más tarde decidió poner fin al combate, declarando vencedor al insomnio. Resoplando, se levantó. Tomó un abrigo del ropero y salió a la noche sin lu-na. El fresco lo envolvió. Suspiró y disfrutó del silencio que puso fin a una serie de pe-queños ruidos que él mismo había generado: al abrir la puerta del fondo; al caminar a oscuras con sus viejas pantuflas sobre las baldosas húmedas del patio; al estirarse, con las manos sobre sus riñones, emitiendo un gruñido de alivio. Quedó con la cabeza mi-rando al cielo. Cerró los ojos. Respiró hondo y se sumergió en las fragancias nocturnas de la campiña inglesa. Lejos de la guerra. Lejos de las deudas y las enfermedades.

Un rumor a tela y ramas rotas le hizo abrir los ojos. Pestañeó. No estaba en su cama. Recordó que se había despertado. Volvieron el jardín, las noticias, los acreedores y las dolencias. Del cielo, una sombra robó por un momento las estrellas. “¡Paracaidis-tas!”, pensó, y se agachó al mismo tiempo. Así avanzó unos pasos, imprudente, hacia las formas difusas que ocultaban las hojas de los árboles. A menos de ochenta yardas, dos hombres disimulaban en la oscuridad el brillo empavonado de sus armas. Susurros ásperos confirmaron sus peores sospechas. Se pellizcó… y le dolió. Los alemanes, lue-go de desprenderse de sus paracaídas, miraron con precaución a su alrededor y comen-zaron a caminar, alejándose de él. Si volvía a casa, por su viejo rifle de la Gran Guerra, los perdería. “¡Maldición!”, pensó en lo ridículo de la situación y se detuvo. Dos espías nazis perseguidos por un veterano inglés en pijama y pantuflas jamás llegarían a formar parte de la historia. Sin embargo, podían intentar cambiarla.

Decidió continuar. Albert conocía el terreno a la perfección y avanzaba tras ellos sin hacer ruido. Los agentes se dirigían con precisión hacia la casa de campo de aquel dentista de Londres…, no podía recordar su nombre. Al dar un paso más, lo rodeó el silencio. Quedó congelado. Los espías ya no estaban a la vista. Buscó refugio con la

“Defenderemos nuestra isla cualquiera pueda ser el costo, pelearemos en las playas, pelearemos en las zonas de aterri-zaje, pelearemos en los campos y en las calles, pelearemos en las colinas. Jamás nos rendiremos.”

Winston Churchill Junio de 1940

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mirada. Un minuto después, desde el tronco hueco de un árbol, observó como los ale-manes volvían sobre sus pasos. A menos de una yarda de su escondrijo, se detuvieron para hablar entre ellos. “¡Wilfred Fish!”, ése era el nombre del dentista. En labios ene-migos, aún no sabía si tenía sabor a cómplice o a víctima. Esta vez dejó que se alejaran. Existía una forma de llegar a la casa antes que ellos.

En diez minutos llegó a la finca del doctor Fish, después de vadear una cañada con las pantuflas en su mano y de dejar el abrigo prendido a unos espinos. La casa pare-cía vacía. No se veía ningún vehículo en la cochera. Dio una vuelta al predio y se es-condió tras unos canteros de flores. Los alemanes no tardarían en llegar.

En efecto, uno de ellos, tras contornear la casa, forzó una ventana y entró. El otro… Sintió un frío metálico en su espalda. Tras unos segundos de silencio y sudor frío, se animó a girar con lentitud, primero la cabeza y luego el resto del cuerpo. Al ver que era amenazado por un tutor del rosedal, respiró. El otro espía, ahora sí lo pudo ver bien, se ocultó en un recodo del camino, en una posición ideal para observar los vehícu-los entrantes.

Albert volvió a dudar. Ya no dudaba sobre si debía dudar o no. El problema era que no sabía qué hacer. Con la mano abierta, se pasó el dedo mayor por la ceja y recitó en voz baja: “Y así los primitivos matices de resolución desmayan bajo los pálidos to-ques del pensamiento, y las empresas de mayor aliento e importancia, con esta conside-ración, tuercen su curso y dejan de tener nombre de acción… Pero, ¡silencio!”, no es la hermosa Ofelia la que se acerca. Se escucha el ruido de un motor. Mediante un inter-cambio de discretos silbidos los alemanes se ponen en guardia. El motor se detiene. Otro minuto de silencio. Albert se imagina a los espías intercambiando signos de inter-rogación en la oscuridad, allí donde él había encontrado, por fin, una respuesta.

Iría a ver. Tomó otro atajo, lejos de la vista y el oído de los nazis, que lo condujo a un sendero arbolado, paralelo al camino. A menos de una cuadra del recodo vigilado por los alemanes, observó la luz de una lámpara. Se acercó con cuidado. Entre el follaje vio un auto con el capó levantado. El chofer, con ayuda de una linterna, trataba de repa-rar la avería. Otros dos hombres, apenas visibles detrás de la brasa rojiza de sus cigarri-llos, caminaban en torno al vehículo. Albert se arriesgó a dar unos pasos más, para ave-riguar quiénes eran. Por un momento, se concentró en no pisar ninguna rama que delata-ra su presencia. Miró sus pantuflas manchadas de barro y sacudió la cabeza.

—Yo eztoy aquí rezpondiendo a un llamado de la naturaleza. Pero… ¿uzted? ¿Podría preguntarle qué ez lo que hace uzted aquí, a ezta hora?

Albert dio un respingo. La voz era conocida, pero había algo diferente en ella. Provenía de un hombre rechoncho con cara de bulldog, que terminaba de abrocharse el último botón de su pantalón.

—¡Señor Primer Ministro! —reaccionó—. ¡Está usted en peligro! —Ezo ez obvio —Winston Churchill se ajustó el chaleco del traje y lo miró di-

recto a los ojos—. Aún no rezpondió mi pregunta. —Mi nombre es Albert Smith, señor. Vi aterrizar a dos paracaidistas alemanes,

cerca de mi casa, y los seguí hasta la residencia del doctor Fish. Le han preparado una emboscada, señor.

—¡Impozible! Ni yo mismo zabía que iba a venir hoy aquí —con una mano se llevó el puro recién encendido a la boca, mientras, con la otra, le mostraba una prótesis dental cuyo paladar de oro estaba aplastado; sus ojos se entornaron—. ¡Zígame!

Al escuchar la conversación, los dos guardaespaldas del Primer Ministro se habían acercado con las armas desenfundadas.

—¡Thompzon! —ladró Churchill—. La caza de mi dentizta eztá en manoz del enemigo. ¡Maldita zea! ¡Necezito miz dientez… o el perro negro me alcanzará!

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Por un momento, el Primer Ministro miró el piso con el ceño fruncido. Mientras el detective Thompson interrogaba a Albert, Churchill se sentó en un tronco; su mirada se perdía en la oscuridad. Otro automóvil se acercó. Eran Wilfred Fish y su ayudante, que llegaban retrasados a la cita, fijada sobre la marcha, en un lugar supuestamente más seguro que su consultorio londinense. Thompson opinaba que lo más sensato era eva-cuar de inmediato al Primer Ministro del área; luego, los muchachos del MI5 y del Ejér-cito se encargarían de los supuestos espías nazis. Churchill dio su consentimiento con un gruñido y se dirigió al coche del dentista, presionando con firmeza su bastón al in-corporarse.

Albert se ofreció a guiar al segundo guardaespaldas hasta la casa, para mantener vigilados a los espías. Antes de partir, el gran bretón lo miró, esbozó una sonrisa entre sus mofletes tristes y le hizo la V de la victoria. Un haz de luz proyectó sobre la puerta del auto la sombra fugaz de su mano, dibujando la silueta de un perro: la sombra detrás de nuestras victorias, ¿o la victoria sobre nuestras sombras? El veterano, en pijama y pantuflas, se cuadró y le hizo la venia.

El día siguiente, Albert se despertó sobresaltado. Miró el reloj. Era muy tarde. Se sentó en la cama y, mientras se alisaba con lentitud el cabello, pensó que lo había soña-do todo. Sin embargo, al dirigir su mirada sobre la mesa de luz, aún estaban allí. La me-dalla, el puro y el sobre cerrado dirigido a él, eran reales. Luego de ducharse, tomó un café, encendió el puro, guardó la medalla en un cajón, junto a las otras, y se dispuso a leer la carta:

Estimado Señor Smith, No son pocas las oportunidades en que debo felicitar a alguien por haber hecho

algo sobresaliente. Sin embargo, en esta ocasión particular, debo felicitarme por algo que hizo a alguien sobresalir. Crecer sobre nuestras propias dudas nos forja. Como los golpes del martillo sobre el acero, las dificultades hacen de nuestra voluntad una espa-da. A diferencia de los que esperan con calma y luego entran en pánico cuando las co-sas suceden, usted tuvo miedo, pero en el momento apropiado: antes de que los dados rodaran. Después, mantuvo la calma. Siguió el curso de las olas sin luchar en vano contra ellas y cuando fue necesario dar una brazada vigorosa para llegar a la costa, lo hizo. Me considero un hombre afortunado, ya que, en mi largo camino por esta playa —cada vez más parecida al terciopelo negro— aparecen, literalmente, tesoros en la oscuridad. Personas como usted.

Para no abusar de su paciencia —y sin entrar en detalles que, como compren-derá, deben mantenerse ocultos a cal y canto—, trataré de describir en pocas palabras el escenario en el que le tocó actuar la pasada noche.

Primero debo confiarle un secreto a voces: toda mi vida he luchado contra la depresión. Tanto es así, que le he puesto un nombre, con el único fin de domesticarla: el perro negro. También debo confesarle que amo a mi voz. Es mi arma secreta. Aun con sus defectos, me gusta como suena. Dicen que los nietos se parecen a uno, yo digo que uno se parece a ellos, cada vez con menos pelo y menos dientes. De ahí la impor-tancia de mi prótesis. Contribuye a mantener mi voz tal cual es. Aleja al perro negro.

Conociendo mi particular e imperiosa necesidad de usar esa dentadura postiza, los hunos descubrieron un flanco débil en mi persona y decidieron apostar fuerte. Ate-rrizaron cerca de su casa con el objetivo de asesinar al Dr. Wilfred Fish, mi dentista, y quizás a su mecánico dental, el Sr. Cudlipp; de no haber sido por su intervención, tam-bién se habrían llevado, de manera inesperada, el premio mayor de la lotería.

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Junto con esta carta, el General Ismay le entregará una medalla. Sin pompas ni fanfarrias, usted sabrá lo que hacer con ella. Presumo que la guardará en un cajón, junto con las otras. Como puede ver, el MI5 hizo sus deberes completos. Nada puedo hacer para solucionar sus problemas económicos, pues, antes, debería aprender a re-solver los míos. Sin embargo, Lord Moran, mi médico personal, con gusto atenderá su caso.

¡Siga adelante! Ésa es la orden del día. Suyo sinceramente,

Winston S. Churchill La voz del Primer Ministro quedó suspendida en el aire denso del refugio subte-

rráneo. Mediante una seña apenas perceptible, le dio a entender a su secretaria que los dictados habían terminado. La mujer se retiró a pasar en silencio ésta y otras cartas. Churchill estaba satisfecho con su prótesis dental. A partir de hoy, el doctor Fish y su ayudante contarían con protección policial permanente. Nadie más entraría por el patio trasero para soltarle el collar a su perro negro. Instintivamente miró el cajón donde guardaba su otra dentadura de repuesto, es decir, su otra forma de mantener alejada la profunda depresión que le causaría su ausencia6.

6 El logo de la V de la victoria y el perro negro, representa al Black Dog Institute, de Australia. Esta insti-tución se dedica a atender casos de maníacos depresivos como Winston Churchill, quien superó esa en-fermedad con la dignidad y el ingenio que caracterizaron toda su vida pública y privada.

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COSMO(A)GONÍA

En el principio existió un ser infinito; más que eso, eterno. De sus pies surgió la tierra. Él se hizo más pequeño. Apenas una partícula más pequeño que el infinito. Tan sólo un instante menor que la eternidad. De su nariz brotó el aire respirable. En su calor estuvo la génesis del fuego; y en su sed, el origen del agua. Semi-infinito y semi-eterno. Sus ojos dieron a luz los colores, derramándolos sobre la tela negra del espacio. Sus oídos liberaron a los sonidos, presos en el vacío. Sus manos constituyeron todas las co-sas, suaves y rugosas. Así, se hizo menos inmenso; con cada creación, más efímero. De su boca nació el gusto por la verdad, y su ausencia; de su mente, esta agonía creadora. Ese ser, ahora reducido a lapso y segmento, tiene un nombre: Tú.7

7 El lector puede renunciar, si gusta, a ser el creador del mundo que lo rodea, ya que no es necesario un origen para poder continuar. Así nos lo enseña esta parábola budista: Ante la pregunta de un discípulo intrigado, referente a por qué Buda dejaba sin responder interrogantes tales como si el mundo es finito o infinito, limitado en el tiempo o eterno, el Maestro respondió: “Un hombre fue herido con una flecha envenenada. Sus amigos y familiares llamaron de inmediato a un mé-dico habilidoso. Pero ¿qué sucedería si el paciente le dijera al doctor que no quiere que le cure su herida sin antes saber quién disparó la flecha, cuál era su nombre y su rango, si era alto, bajo o de estatura mediana y qué clase de arma utilizó para asestarle este golpe? Seguramente, el hombre moriría. Del mismo modo Buda no enseña a sus alumnos si el mundo es finito o infinito, limitado en el tiempo o eterno y si una persona vive después de la muerte o no. Porque dicho conocimiento no conduce a ningún pro-greso, a ninguna paz o iluminación. Esto es lo que Buda nos enseña: la verdad acerca del sufrimiento y el camino que hay que seguir para eliminar el dolor. Lo que no ha sido revelado por mí, déjalo sin reve-lar, y lo que se ha revelado, deja que se revele”.

Pregunta uno: El origen del mundo,

Responden todos.

Haiku Oriental, sXXI

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MINIATURAS

EL MENSAJE DEL MESÍAS

…según Girard.

“¡Hey! ¡Hagan como yo, que no hago lo mismo que ustedes!”, eso les digo. Y así, eternamente, se mueven en círculos: cuando están en las tinieblas los atraigo con mi luz y cuando tanto albor los encandila es mi sombra la que los tienta.

COUP D’ÈTAT

...según Baudrillard. —Él hubiera preferido que lo golpearas de veras, así no hubiera quedado en evi-

dencia que su poder es imaginario.

EL VERDADERO DIOS Los nativos de las Islas Ferules adoran únicamente a Nomdor, que en su dialecto

significa “aquel que da nombre a las cosas” (1966. Joseph Mead-Strauss. “The Social Organization of the Ferulians”. Plethora Anthropologicae 45: 115-129.)

POR LAS RAMAS

Cuando los árboles son muy altos, las ramas piensan que sus raíces están en el aire. Más que olvidarse de ellas, se engañan; porque están allí, donde sólo la pala más sencilla cava el pozo más hondo. Del mismo modo, es el razonamiento más simple el que nos conduce al conocimiento más profundo.

TAO, ¿TA?

—El mundo es redondo— dijo Hwan Pu —Sí, como un cero —agregó Juan Pou

—El Ying y el Yang. —Eso, justamente, uno menos uno es igual a cero.

SALUDO ESPIRITUAL BAURURÚ

Que al nacer tengas futuro. Que al morir tengas pasado. Que al vivir tengas presente.

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EL INTERROGATORIO —Señora —dijo el primer agente—, somos de la policía. —¡Desapareció! —la madre de la víctima levantó la voz y la vista —Precisamente —dijo el segundo agente—, venimos a raíz de la denuncia. —Desapareció… —¿Sabe por qué? —le preguntó el primer agente, y miró al otro. —¿Desapareció? —Porque quiso saber la diferencia entre lo real y lo imaginario…, señora. Durante cinco minutos los policías observaron a la mujer envueltos en el mismo silencio con que ella respondía al resto de sus preguntas. Luego, se miraron a sus caras sin afeitar y, con un gesto, convinieron en dejar a la pobre madre fuera del siguiente diálogo. Despacio, se pusieron de pie. —¿Por qué no le preguntamos a…? —dijo el segundo agente, mientras se aco-modaba el pantalón y señala hacia usted con un movimiento discreto de sus cejas—. No nos conviene volver a la comisaría con las manos vacías, ¿no? —Tenés razón —le respondió el primer agente, mirando de reojo hacia esa ne-bulosa posición que ocupa el lector respecto a los personajes—. Pero… —Con probar no perdemos nada. Total, ya estamos dentro de su cabeza. —Bueno… —imagínese que ahora el primer agente lo mira a los ojos mientras usted lee este texto, que es tan real como la tinta desparramada en forma de letras sobre el papel que sostienen sus manos— ¡Alto! ¡Policía! Siga nuestras instrucciones y no tendrá problemas… Mueva lentamente sus pupilas de izquierda a derecha y justo ahora salte de renglón… ¡Bien hecho! Continúe así, mi compañero le hará unas preguntas. —Sabe por qué desapareció, ¿no? No me diga que no lo sabe porque sentí sus ojos sobre mis palabras, cuando se lo expliqué a… bueno ya sabe a quien. Lo que que-remos saber es dónde está… ¿Dónde está? ¿Entiende? ¡Pare de leer y responda, carajo! —Calma, calma, la violencia no conduce a nada —el primer agente le pone cara de bueno, aunque usted no le crea—. Siga, siga leyendo. No se preocupe por nosotros. Existen otros métodos, le daremos tiempo para que lo piense. Ya sabe, que el autor deje de escribir lo que le estamos diciendo no le quitará nuestro recuerdo de encima. Tardará en olvidarnos, se lo prometo. Y más aun, si llega a saber dónde está, no se preocupe en buscar una forma de contactarnos, nosotros lo haremos por usted: quizás la próxima vez que abra el diario, hojee una revista o lea un libro, nos encuentre…8

8 —¡Psst! ¡Psst! ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Aún están ahí…?

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TIEMPO ATRÁS

Los escombros, lentamente, vuelven a ser paredes; las cenizas se convierten de nuevo en impurezas de los materiales combustibles; el oxígeno retorna al aire y el car-bono a las telas, maderas y papeles; las ampollas se cicatrizan y las pinturas palidecen; el fuego se extingue; los tejidos encarnan, los huesos se sueldan, los miembros se unen. La onda que era expansiva ahora se contrae, se concentra en el interior de un automóvil que endereza sus metales retorcidos mientras sus cristales se rearman como un puzzle tridimensional. Se escucha un ¡MUB! y se invierten una serie de reacciones químicas en cadena hasta que reaparecen, molécula por molécula, cuarenta kilogramos de explosi-vos. El detonador se traga su chispa; una señal de radio viaja desde allí hacia un aparato con un botón; el botón rechaza el dedo pulgar de un hombre con la cara cubierta por una capucha. Otro hombre, dentro de la casa frente a la cual se encuentra estacionado el vehículo, le devuelve la piel a una pera con ayuda de un cuchillo que hace deslizar en sentido contrario a su filo; la mirada de este hombre se aparta de un reloj que hace tac-tic colgado en la pared, mientras se le va de la mente, una vez más, esa sensación de que lo han usado como chivo expiatorio los mismos que cometieron aquella barbarie. Tac-tic, las agujas siguen girando en sentido anti-horario. Venganza. El hombre de la cara cubierta piensa en el culpable, en lo que le han hecho a su familia; una lágrima sube cuesta arriba por su mejilla. Ojalá pudiera volver el tiempo atrás, pero eso sólo es posi-ble en un cuento.

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POBRE DIABLO

El diablo siempre aparece disfrazado, incluso, hasta de pobre diablo.

Ocurrió hace mucho tiempo y no en un callejón cualquiera. Era media noche entre la Facultad de Derecho y la Biblioteca Nacional, cuando una sombra —rojiza, por alguna luz de neón— se le cruzó y lo miró. Lo que vio esa sombra fue un ciruja de bar-ba blanca y amarillenta, con ropas grises y grasientas, empinando una petaca de color marrón. Él, por su parte, le devolvió la mirada. La sombra se hizo hombre delgado de rostro bien afeitado, pelo corto y orejas algo puntiagudas. —Soy el diablo —dijo la sombra. —¡Ah! —respondió el mendigo, pasándose una manga por el bigote—. ¿Sí? —¿No me crees? —Bueno…

—Si yo no existiera, nada existiría, porque no habría a qué oponerse. —En ese caso… —La música, la luz de la luna y los sueños son mis armas mágicas… —Dejáte de joder, bayano, que yo también leí ese librito9. Mientras el otro ocultaba las manos en su sobretodo y no le respondía, el linyera apuntó con el pico de la botella hacia el edificio que tenía enfrente. —Una vez por semana voy al merendero y me baño, ¿entendés? Y lo primero que hago, al otro día, es ir ahí para no olvidarme de que sé leer, ¿seguís sin entender? Sí, ¿qué vas a entender, pobre diablo, si no te lo explico? —se rascó la cabeza y vio con ojos chiquitos como el otro daba medio paso hacia atrás—. Terminé en la calle por cul-pa de un crápula que salió por esa otra puerta… ¿Entendés, ahora? ¿Entendés? Señaló hacia sus espaldas y los ojos se le llenaron de lágrimas; apoyó su cabeza en la pared y dejó caer los brazos hasta tocar con sus manos vacías la vereda sucia. Llo-raba ya sin tener consuelo, mientras éste se escapaba de la botella mojando el piso y sus pantalones. La sombra bien afeitada, dudó un momento, lo pensó mejor y se fue hacia el viejo cine de donde había salido. El pordiosero suspiró y al exhalar, con aliento a azufre, sonrió y pensó en voz alta otra vez lo mismo: —¡Ingrata humanidad!

Su imagen rojiza ya no se reflejaba en los charcos.

9 “La hora del diablo”, del escritor portugués Fernando Pessoa.

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ATRÁS, A TU IZQUIERDA

Caminaba solo, por un oscuro corredor de la fábrica abandonada. Escuchó algo, atrás a su izquierda. No esperaba encontrarlo allí. Tenso, llevó con rapidez su mano derecha a la cintura. Entre la chaqueta azul y su camisa blanca, sintió esa seguridad que dan los revólveres al sujetarlos con firmeza por sus cachas. Desenfundó. Delante de él, el vidrio roto de una oficina le devolvió el reflejo de una sombra en movimiento. Siem-pre atrás, a su izquierda. Presintiendo el filo del hacha que había decapitado a su com-pañero, tomó la decisión en ese instante: giró, apuntó y… ¡bang! El hacha se hundió en su cráneo. Los dos cayeron. Al día siguiente, la policía encontró al joven secuestrado herido de bala y a sus dos captores heridos de muerte.

Al estar solo, El filo de tus miedos

Te amenaza.

Haiku Oriental, s.XXI

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EL PRIMER DESAYUNO

Juan, 21.1-14

A esa altitud se podía ver la enorme circunferencia del horizonte, separando en toda su extensión al mar del cielo; uno apenas erizado, el otro a punto de ruborizarse. En el centro, un barco; y en él, un hombre que imagina todo esto.

Es la hora en la cual vuelven a caer el sol y sus esperanzas. Desde que una ola repentina, grande como un ogro de treinta metros de altura, se tragó al pequeño pesque-ro con toda su tripulación; desde que los escupió, milagrosamente, a él y al barco, hom-bre y metal. La manía de tener siempre cerradas las puertas y las escotillas, los salvó a los dos, uno dentro del otro; pero no al patrón de la embarcación, quien les recordaba de manera insistente a los tripulantes descuidados que sus madres y sus hermanas los es-peraban en tierra firme.

Sólo él no estaba afuera cuando ocurrió el impacto. De sus compañeros, apenas le quedó un recuerdo sin despedidas; una evocación que reaparecía cada vez que cami-naba por la cubierta, visitaba los camarotes vacíos, pasaba por el comedor y su cocina, escuchaba el goteo oscuro dentro de la sala de máquinas y volvía a salir por la proa para ver el mar y el cielo, para imaginarse como lo vería el piloto de un avión de rescate… si lo veía.

Fue como atravesar una pared de ladrillos con una motocicleta. El mar lo había saqueado todo. Excepto un receptor de radio con las baterías gastadas, a bordo, ningún otro sistema funcionaba. Se acercaba la hora de cenar, y únicamente tenía comida para esa noche; por eso prestó atención a la voz gangosa que, entre las descargas estáticas del pequeño parlante, decía:

“Mucho has escuchado —y demasiado se ha dicho— respecto a la última cena;

sin embargo, no sucede lo mismo con el primer desayuno. A diferencia de la última cena, que ocurre en la ciudad, el primer desayuno tiene lugar a orillas de un lago, sin manteles ni vino; un grupo de pescadores comen pan y pescado sentados alrededor del fuego. ¡Qué sencillez! …les preguntó: ¿no han pescado nada? Ellos… Echen la red por estribor, y pescarán…”

Con un largo soplido, la radio se despidió del mundo de los aparatos operativos.

Él la miró, primero con enojo y luego con resignación. Al final, la apagó con ternura; como quien cierra los ojos de alguien que falleció después de haber hecho lo que tenía que hacer de este lado del infinito. Sin pensarlo, la arrojó al mar junto con sus temores.

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SUB ROSA

—Buenos días. Instituto de Investigaciones Termocromáticas. Habla Imelda, ¿en

qué puedo ayudarle? —mientras se terminaba de pintar las uñas, la mujer, de unos cua-renta y cinco años, acurrucó el tubo telefónico entre el mentón y su hombro.

—¡Hola Ime!... Rosi habla, ¿cómo andás? —dijo la voz, algo cascada, de la otra mujer. Se conocían solamente de hablar por teléfono.

—Bien, ¿y tú Rosi, qué contás? —cerró el frasco de pintura para uñas. —Aquí vamos. Ya no puedo más de la curiosidad, te llamo por lo que te pregun-

té el otro día, ¿tenés alguna novedad? —No, Rosi, calma. Aún no pude averiguar nada. El doctor Serre es tan discreto

que se me hace muy difícil saber algo sobre su vida privada. Si te interesa, te puedo contar lo que está haciendo aquí en el laboratorio —con delicadeza arregló el ramo de rosas que estaba sobre su escritorio, obsequio del día de las secretarias.

—Ime, querida, cualquier cosa es buena. Desde que lo ví en aquel congreso, no puedo dejar de pensar en él.

—Bueno —“Rosi está loca”, pensó—, desde el mes pasado está dedicado a un proyecto que se llama “Aplicación de las Ondas Infrarrojas en la Cría de Porcinos” —jugaba con una lapicera entre sus dedos—, es decir, calefacción de corrales para chan-chos, viste. Nada del otro mundo, hasta que ayer —la lapicera cayó, justo debajo del ramo de rosas; al agacharse para recogerla cambió de parecer, no le diría a Rosi lo que había pasado—, hasta que ayer… —cuando se levantó vio al doctor Serre, parado frente a su escritorio.

—¡Hasta que ayer qué, mujer! —le increpó Rosi, desde el otro lado de la línea. —Nada. Te tengo que dejar. Chau —colgó y miró al Dr. Serre con sorpresa—.

Buen día, doctor. No lo oí llegar. Disculpe. —Buenos días, señorita Imelda. ¿Hay algún recado para mí? —le dijo en un su-

surro. Vestía un traje gris claro. Su corte de pelo (aunque era casi calvo), su tez bien

Todo lo dicho Debajo de la rosa

Es un secreto.

Haiku Oriental, sXXI

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afeitada y sus lentes de armazón liviana, ponían en evidencia la extrema pulcritud del doctor. Aunque difícil de calcular, su edad rondaba los cuarenta años.

—No, doctor. Nada en particular. Aunque, ahora que me acuerdo, el Director me preguntó si tenía alguna novedad con respecto a los experimentos de ayer.

—Correcto. He tomado nota de su mensaje y me dirijo al laboratorio. Cuando haya algo que informar lo haré completando la planilla correspondiente. Gracias.

—Hasta luego, doctor —“Sí, definitivamente, Rosi está mal de la cabeza”. Caminando por el largo corredor hacia su lugar de trabajo, el doctor Serre repasó

los hechos ocurridos en la jornada anterior: “Los experimentos comenzaron, como de costumbre, a primera hora de la mañana. Mi asistente, André, me había solicitado auto-rización para utilizar, durante la noche, el equipo del laboratorio a los efectos de prepa-rar su tesis sobre el electromagnetismo animal. Como contrapartida, él debía dejar todo preparado para que yo pudiera comenzar con la serie de ensayos N°6.23, sin mayores demoras. En esta oportunidad volvería a utilizar el generador direccional de ondas infra-rrojas GEDIONDI que había diseñado, con tan poco éxito, el año pasado. Dicho equipo merecía una segunda oportunidad. Al conectarlo y calibrar los sensores, observé que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo. De alguna manera, a partir de las ondas infra-rrojas emitidas por el aparato, se generaba energía. Fluctuante y misteriosa en su origen, daba lugar a la formación de un tenue halo de luz rosada en torno a la supuesta trayecto-ria de las ondas infrarrojas. Cuando me dirigí al tablero principal, para resetear los equipos, me percaté con asombro e indignación que André, por descuido, había dejado establecido, dentro del área de pruebas del laboratorio, un campo electromagnético de cierta intensidad. Antes de desactivarlo, primó mi curiosidad científica y comencé a rotar el equipo GEDIONDI en sentido horario. De esa manera, descubrí que, cuando la dirección del haz infrarrojo formaba 224.5 grados con respecto al campo electromagné-tico existente, el halo de luz rosada se intensificaba de tal manera que parecía materiali-zarse en el espacio. En ese momento, André llegó corriendo; se había percatado de su omisión y venía dispuesto a corregirla. No pude evitar que viera el halo rosado. Sin con-testar a las preguntas de André, contuve mi ansiedad por saber más acerca de este fenó-meno y proseguí con la serie de experimentos tal cual estaba programado. Seguramente fue el bocafloja de mi asistente quien le contó a la secretaria (y ella, al Director) acerca de esta anomalía. Ya nadie es capaz de guardar un secreto”.

Al llegar a la puerta del laboratorio, se detuvo, miró su mano en el pestillo y re-cordó como era que el Director se refería a los secretos: “Sub rosa… ‘Éste es un asunto que debe mantenerse sub rosa…’ Le encantaban las expresiones en latín. Sub rosa… ¡Qué curioso! En fin. Veremos qué nos depara el día de hoy”, suspiró y entró. Las lla-ves se le cayeron de la mano al ver a André acostado debajo del halo rosado.

—¡Hombre, qué hace allí tirado! —se tranquilizó al ver que su asistente primero movía los ojos y luego se incorporaba con agilidad.

—Lo siento, doctor. No puedo decirle. Es un secreto —le respondió André, con absoluta seriedad.

—¡Me está tomando el pelo! —Serre se arrepintió en el mismo momento que le-vantó la voz—. Quiero decir, ¿se está usted burlando de mí? —“Ahora está mejor”, pensó, al susurrar de nuevo.

—¡No, doctor! De ninguna manera. Usted sabe el aprecio que le tengo. Pero… No puedo. No sé lo que me pasa —sin duda, el joven estaba trastornado—. Con su per-miso, doctor —inclinó la cabeza en señal de respeto y se marchó.

Serre, con esa rigidez que deja el asombro, lo vio salir. Recogió las llaves, dejó su portafolio sobre el escritorio y se sentó. Mientras observaba el halo rosado, con el dedo índice recorría su labio superior, apenas habitado por un escueto bigote. “¡Basta!”,

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se dijo unos minutos después, y comenzó a redactar un memorándum para el Director. Pero, cuando llegó al punto en el cual relataba su encuentro con André tirado en el piso, se detuvo. Volvió a mirar el halo rosado y se dirigió hacia él. “¡Ay, la curiosidad cientí-fica! ¿Por qué debemos encontrarle una explicación a todo?”. En el momento en que su cabeza pasó por debajo del haz, sintió un leve mareo, una extraña vibración que apenas duró un segundo.

Una vez recuperado de esa sensación, algo le había quedado totalmente claro: no podía revelar lo que él sabía que era un secreto. No se trataba de un impedimento ético. Era su cuerpo, el que lo impedía. “¡El efecto sub rosa!”, pensó, al recordar una vez más la expresión del Director. Debía ponerlo a prueba. Se ubicó de nuevo frente a su compu-tadora. Terminó de redactar el informe, incluyendo los últimos detalles. Lo adjuntó al correo electrónico del Director y… no pudo mover el mouse para seleccionar ENVIAR. Toda orden que partía de su cerebro, tendiente a revelar lo que él sabía que era un secre-to, no era ejecutada. Mientras traspiraba por el esfuerzo, su mano se agarrotaba y un nudo se formaba en su garganta. Desistió. Ya no quiso revelar el secreto. Movió con rapidez el puntero sobre la pantalla. Seleccionó ELIMINAR y, con el “clic” del botón de-recho, la tensión disminuyó. Respiró hondo. “¡Ufff!” Su mente no descansaba. Ideó otra prueba. Tomó el teléfono:

—Señorita Imelda, venga a mi laboratorio, por favor. Sí… Es urgente, deseo contarle un secreto —“Un secreto que no se generó bajo la influencia del efecto sub rosa”, pensó sonriente.

Imelda, no demoró mucho en llegar. Tan apresurada, que incluso trajo consigo el libro que estaba leyendo. De todos modos, el doctor Serre había tenido tiempo para mo-ver el campo electromagnético y el equipo GEDIONDI a nivel del techo, siempre a 224.5 grados uno respecto al otro. Hizo pasar a la secretaria al área de pruebas y, una vez ubicados debajo del halo rosado, le dijo:

—Estoy enamorado de usted —la mujer lo miraba con ojos desorbitados—. Pero no se lo diga a nadie. Es un secreto. Puede retirarse.

Cuando Imelda salió del laboratorio, las piernas le temblaban. El doctor Serre la siguió desde su monitor, conectado a las cámaras de seguridad del edificio. Ella se cruzó con la limpiadora, con quien solía intercambiar variada información sobre todo el per-sonal del Instituto, y ésta se la quedó mirando; cuando la secretaria le quería hablar, se atoraba. Al llegar a su escritorio, Imelda estaba pálida. La limpiadora no tardó en alcan-zarle un vaso con agua. El doctor Serre se desconectó del circuito cerrado y tomó nota de lo sucedido: “Un secreto proclamado bajo el efecto sub rosa no se puede repetir. Otro, originado fuera de dicha anomalía, sí se puede revelar. ¡A lo que me han conduci-do los chanchos!”. Sub rosa… Entró en su buscador favorito de Internet y tecleó [+ “sub rosa”]. Buscó una página que pareciese seria y leyó:

“Sub rosa significa literalmente bajo la rosa en latín. Adverbio que se puede uti-lizar como sinónimo de ‘en confianza’ o ‘secretamente’. La rosa se ha asociado a lo secreto desde los tiempos antiguos. La leyenda cuenta que Cupido, el dios del amor, le regaló una rosa a Harpócrates, el dios del silencio, para comprometerlo a no revelar las aventuras, algo indiscretas, de su madre, Venus. De esa manera, la rosa se transformó en un símbolo de confidencialidad. Los techos de muchos salones de fiesta se decoraban con rosas para recordar a los comensales que todo lo que se decía bajo la influencia del alcohol (sub vino) también era confidencial (sub rosa). A partir de la Edad Media, sue-len verse rosas, talladas en madera, sobre los confesionarios”.

Satisfecho, se desconectó. Sorprendido, vio el libro que Imelda, su amor secreto, había traído. Reposaba, olvidado, sobre una mesa del laboratorio. Al tomarlo entre sus manos, primero lo olió, con los ojos cerrados, tratando de percibir su perfume. Luego lo

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hojeó: Introducción al Feng Shui y a la Arquitectura China. “Que interesante…”. En una de las páginas figuraba una rosa de los vientos y, en cada punto cardinal, el color que le correspondía. “¡Caramba! ¿Y esto?”. En el sudoeste, es decir, a 225 grados res-pecto al Norte, el color correspondiente era… el rosa. “Rosa. Sub rosa. La peste rosa. Lo único que me falta es participar en una marcha del Poder Rosa. Ahora sí. ¡Basta por hoy!”. Volvió a colocar el libro donde lo había encontrado. Apagó su computadora. Desconectó los equipos y se retiró. Imelda ya no estaba. Suspiró. “Hoy no ha sido un gran día para la ciencia…, ortodoxa al menos”.

Al llegar al estacionamiento, sin que él se diera cuenta, una mujer, desde una camioneta con los vidrios oscuros, le sacaba fotos con un teleobjetivo. La agente Rosi Ubach, del Servicio de Contraespionaje Industrial, no sabía que jamás sabría nada. Nin-gún método que ella conociese, podría revelar el secreto de la calefacción de corrales para chanchos.

Nota: Para los lectores curiosos hay dos aspectos que aclarar. Uno relacionado con la razón y otro con el corazón. Con respecto al primero, en un artículo escrito por el doctor Serre (y destruido por él, luego de revisarlo) se aclara por qué el “efecto sub rosa” no se produce también a los 135.5 grados res-pecto al campo electromagnético. La causa de ello es un defecto en el equipo GEDIONDI, el cual intro-duce una leve pero significativa asimetría en el planteo del problema. En cuanto al segundo aspecto, la-mentablemente, no podemos confirmar si Serre e Imelda son felices en su matrimonio ya que han jurado mantenerlo en secreto.

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LAS IDEOLOGÍAS DEL AMANECER

En la biblioteca no sólo entraba la luz del sol, cuyo brillo encandilaba la visión del mar que tenían los estudiantes; otras ondas, provenientes de esas cunas del conoci-miento que llamamos estantes, inundaban la sala de lectura; había quienes se ahogaban en ellas y quienes apenas las traspiraban en un examen. También la vibración de la vida política y gremial, que provenía de los corredores de la Facultad, agitaba aquellos cam-pos mentales cultivados de ideas. Quizás fue en ese entorno que, pensando en las ideo-logías e interesado en como describirlas, se me ocurrió la siguiente comparación: Un día, el venerable Señor X, sinceramente preocupado por la situación de los aborígenes de la Zona Alejada, decidió crear allí un hospital, una escuela y una bibliote-ca. Su Idea Básica era lograr que los habitantes de la Zona Alejada se transformaran en seres sanos, armoniosamente relacionados entre sí y con la naturaleza. Dispuesto a llevar a cabo su proyecto, se lo comentó a sus amigos. Éstos no se convencieron de las bondades del mismo, pero, de todos modos, fueron a despedirlo y desearle buena suerte cuando él zarpó hacia la Zona Alejada. A los pocos días que el Señor X arribó a su destino, se dio cuenta de que la reali-zación de su proyecto era una tarea imposible. No sólo por lo gigantesco del esfuerzo, sino por la mayor aun incomprensión de los nativos. Se percató, entonces, de que ese universo que veía a través de sus lentes como algo trágico, tenía su propia dinámica, y dedicó el resto de su vida a integrarse al mismo y comunicar sus experiencias a aquel otro mundo que lo vio partir hacia la Zona Alejada. Porque en ella el Señor X se sintió parte de un amanecer.

“Una idea es algo que tenemos. Una ideolo-gía es algo que nos tiene a nosotros”.

Morris Berman

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Volvamos ahora al instante en que el Señor X trata de convencer a sus amigos y optemos por otra “línea del tiempo”: Dispuesto a llevar a cabo su proyecto, se lo comentó a sus amigos. Éstos, con-vencidos de sus bondades, se dedicaron a conseguir financiación para el mismo. Se compraron libros, remedios y materiales de construcción. Se fundó una oficina y se con-trató personal; todos estaban compenetrados con la idea de fundar un hospital, una es-cuela y una biblioteca en la Zona Alejada. Los preparativos llevaron tiempo y la vida se fue llevando al Señor X y sus ami-gos. Todo quedó en manos de los Encargados, como estaba meticulosamente previsto. La esencia de la Idea Básica del Señor X era comprendida en mayor o menor grado se-gún se conociese la intimidad de su pensamiento. Sus amigos en gran medida la habían captado. Por su parte, los Encargados pensaban únicamente en el hospital, la escuela, la biblioteca y los preparativos. La Idea Básica era sólo un trabalenguas aprendido de memoria. El final de esta historia es fácil de imaginar. Los Encargados desembarcaron un día en la Zona Alejada. Los nativos no comprendieron sus propósitos y los Encargados no recordaban que el Señor X hubiera dicho algo al respecto. Como el hospital, la escue-la y la biblioteca debían instalarse para mejorar la situación de tan desdichada pobla-ción, poco les importó lo que los nativos opinaran, y utilizaron la fuerza. “Es por su propio bien”, dijeron. Había llegado el ocaso a la Zona Alejada. Entonces ¿a cuál denominamos ideología de la Idea Básica o del Señor X? ¿A aquella que muere con su inventor y sólo vive mientras sea éste quien pretenda plasmar-la o a aquella otra en la cual importa más para sus seguidores hacer realidad la solución que meditar sobre los motivos y los pensamientos que condujeron a ella? Sería conveniente, por lo tanto, diferenciar una de otra: a la primera la podría-mos llamar ideología del amanecer y a la segunda ideología del ocaso. Son las ideolo-gías del ocaso las que en la actualidad, deseamos, tiendan a desaparecer. Son las ideo-logías del amanecer las que, soñamos, comiencen a crecer y multiplicarse como antor-chas individuales que ojalá, algún día, nos iluminen a todos. Es la sumatoria de todas estas ideologías del amanecer, que buscan dialogar entre sí para encontrar en cada instante el camino mejor, la esencia de nuestro utópico porvenir.

“Un argumento a favor de utopías que parez-can irrealizables es que la organización social actual parece una utopía; de absurdo, de su-frimiento, de desigualdad, tan irracional e in-verosímil; y sin embargo ¡hasta eso ha podido

realizarse!”

Carlos Vaz Ferreira

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THE “WHY, WILL?” LETTER ¿Por qué, Will? ¿Por qué has decidido ocultar tu vida al futuro? ¿Por qué has preferido confundir a la posteridad? Te conozco mejor que nadie y sólo yo sé lo que estás tramando. Vanidoso, presumido, estás tan seguro de la trascendencia de tu obra, que has resuelto convertirte en un personaje histórico. No has resistido la tentación de escribir tu obra maestra: William Shakespeare por William Shakespeare. Por supuesto, ella trata sobre ti, pero tú no estarás allí para representarla. Serás el protagonista eterna-mente ausente, del cual todos hablan pero al cual nadie ve. El mundo, más que El Glo-bo, será tu escenario póstumo; y personajes de los cuales todavía no han nacido sus abuelos, dirán que tú no eres tú, que eres tal o cual persona que ahora no me atrevo ni siquiera a mencionar. Entre tanto, sonreirás, allí donde el viento lleve el polvo de lo que fuiste, feliz de escuchar una vez más lo que has escrito para la humanidad por ti inven-tada. Todo eso lo sé, esposo mío, y aun así no logro comprender por qué lo haces. ¿Por qué, Will? ¿Por qué no dejar que alguien me descubra junto a ti, de la mano, frente al fuego?10

10 Trozo de una carta firmada por Anne Hathaway y quemada cuatro siglos más tarde en la chimenea de un oxfordiano, es decir, de alguien que afirma que fue Edward de Vere, décimo séptimo Conde de Ox-ford, y no el hijo de un fabricante de guantes en Stratford, quien escribió las obras atribuidas a William Shakespeare.

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AL MARGEN

Luego de leer aquel graffiti, en una pared a medio derrumbar entre su villa de miseria invasora y la ciudad que la rodeaba de riqueza invadida, el Choba detuvo por un momento esa maquinita de vivir al instante en la cual se había convertido, para dejar de conjugar el presente como el único tiempo posible. Recordó, entonces, las horas pasadas en los semáforos, pretendiendo limpiar parabrisas y exigiendo por ello una moneda que le permitiera jugarse a cara o cruz una vez más. También se vio, en esos últimos días, practicando con el Rengo el arte de hacerse atropellar en algún desvío poco transitado de la ciudad, para sacarle plata a los ricotontos que se le cruzaran en el camino. Estaba preparado para arrojarse sobre su primera víctima, cuando una idea (mejor o peor, según se vea) pasó de manera fugaz por su mente; mientras trataba de volverla a capturar usando su cabeza como si fuera un calderín, el automóvil gris plomo pasó cerca de él sin producirse el tan esperado debut. El Rengo y los otros le gritaban, insultándolo, des-de la esquina. De todos modos, ahora tenía algo que ellos aún no sabían que él tenía: futuro. Por primera vez en varios años sonrió.

...... El profesor Darnell, estacionó su automóvil color gris plomo dentro del recinto de la Univerciudad. Todavía no podía sacarse esa imagen de la cabeza: en el último desvío, antes de acceder a la autopista, casi atropella a uno de esos kamikazes margina-les. Por suerte, algo había hecho que el muchacho, de unos 18 años de edad, se detuvie-ra antes de dar el paso fatal, evitando el accidente y sus recónditas consecuencias. Al bajar del coche miró su reloj: los alumnos lo esperaban para escuchar su conferencia sobre marginalidad y sociedad. “Debo volver y hablar con ese muchacho”, pensó mien-tras caminaba hacia el auditorio.

…… Laralalá-larala… El Choba pateaba una botella de plástico y tarareaba esa cum-bia que no podía salir de su cabeza. Caminaba solo por una vereda rota, entre las lejanas luces de la publicidad y las sombras que arrojaban sobre el baldío. En su interior se había roto un dique, que ahora dejaba fluir a raudales recuerdos largamente contenidos,

En una sociedad que ha suprimido la aventura, la única aventura es suprimir la sociedad.

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dejando al descubierto un afán de futuro arrollador. El conventillo, los pocos años de escuela, su padre preso, un motín en la cárcel, el tiroteo de sus hermanos con la policía (transmitido en vivo y en directo por la televisión), su madre cayendo en avalancha des-de la tribuna de la barra brava del Fundacional y las casas de cartón, en Villa Banlié, consumidas por el fuego que se había llevado lo que más quería y dejado en suspenso su futuro, se mezclaban con las simientes de destrucción que pensaba plantar, al retomar entre sus manos las riendas de ese futuro interrumpido. Pero antes, debía prepararse. De alguna manera había descubierto que uno desea lo que no puede obtener, porque, si fue-ra posible obtenerlo, en vez de un deseo tendría un plan para conseguirlo. Laralalá-larala… La aventura apenas estaba por comenzar.

…… El aula magna reflejaba en el azul de sus paredes la luz acristalada del cielo. El profesor Darnell, se sentía observado por cientos de ojos, levantó la vista y, antes de que los nervios lo sacudieran, su voz comenzó a vibrar en los altoparlantes: “Favelas, cante-griles, villas miseria, son todos nombres que asociamos con aquellos depósitos urbanos en los cuales se acumulan las personas que no son útiles para la vida económica y polí-tica de la sociedad. Pero… me refiero a nuestra sociedad: la de ellos, es otra. Lo que no son o no tienen, desde nuestro punto de vista, es lo único que los une, que los define. Por ejemplo: no son pobres; porque los pobres somos nosotros cuando no tenemos dine-ro. Tampoco son una clase social, como pueden pretender algunos, porque no luchan en este ring, de este lado de las cuerdas. Están al margen, no comparten nuestros mismos valores, no habitan nuestro mismo edificio social…, ni quieren hacerlo. Sin embargo, forman una sociedad: otra sociedad. Los miramos como si fueran extraterrestres caídos en desgracia. Ellos, por su parte, nos miran como si los hubiéramos secuestrado, deján-dolos encerrados sin pedir rescate. No quieren ser como nosotros, una especie en vías de extinción. Sólo falta quien, entre ellos, tenga el valor de tener temor; pues eso es lo que provoca el dejar de vivir el presente, el comenzar a preocuparse por el futuro, en defini-tiva, el empezar a parecerse a lo que una vez fuimos y dejamos de ser…”

…… ¿Por qué a nadie se le había ocurrido antes?, pensó el Choba, meses más tarde. Mientras escuchaba explotar las botellas dentro de las cuales habían colocado pequeños trozos de hielo seco, él caminaba tranquilo, con una antorcha en la mano. Todo a su alrededor giraba y quedaba hecho jirones. Junto con los banlienitas había colocado la primera de una serie de bombas de perplejidad: sacudirían los cimientos de esta socie-dad que, hasta ahora, ocupaba el centro de las páginas en los libros de historia. Se trata-ba simplemente de hacer realidad, sin forma definida, las pesadillas de quienes soñaban con reprimirlos. “Por fin hemos logrado que los caballos de los cosacos beban en las fuentes de la Plaza de la Concordia”, le había dicho de manera enigmática Darnell. Qué es lo que quería su mentor con todo esto, no lo sabía, pero, por la sola experiencia de hacerlo, bien valía la pena arriesgarse a tener un futuro.

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THE ADAM ROOM

Orbiterra, año 2263.

Malcolm Mac Dharn subió sin prisa por el amplio corredor en espiral que conec-ta todos los niveles del Lloyd’s Spacebuilding. El enorme edificio, con forma de cilin-dro hueco, flota luminosamente en torno a la Tierra. Junto con otros cientos de estructu-ras, de variada geometría, constituyen la primera ciudad orbital de la humanidad. Desde los ventanales interiores, Mac Dharn observó, con más atención que la habitual, la pequeña estructura prismática suspendida en el eje del edificio, hacia la cual se dirigía. Al llegar a la compuerta estanca rotulada “G3-Adam Room”, se detuvo el tiempo necesario para abrirla mediante su clave personal, no sin antes verificar que la luz verde sobre la misma estuviera encendida. De esta manera pudo acceder a uno de los cuatro gravilinks que conectan el “jarro” con el “terrón de azúcar”, según la jerga utili-zada por los empleados del Lloyd’s. Basándose en el diseño de los viejos funiculares terrestres, Mac Dharn había concebido la idea de vincular el cuerpo principal del edificio con el Adam Room me-diante estas barquillas, en las cuales los silenciosos haces de luz coherente y los desvia-dores de gravedad, reemplazaban a los chirriantes cables de acero y sus poleas.

Cada vez que se acercaba a la aislada habitación flotante, Mac Dharn no podía resistir la tentación de espiar por sus ventanas: el contraste era fascinante. No en vano, el último número de la revista Space Architecture & Design le había dedicado cinco de sus valiosas páginas.

Una vez establecido el contacto, la luz roja dio paso a la verde y la compuerta estanca, opuesta a la que había entrado, se abrió. Frente a él apareció una puerta de cao-ba estilo Jorge III, con seis paneles por lado tallados a mano. El mismísimo presidente del Consejo del Lloyd’s, Lord Monte-Staunton, lo había convocado para esta reunión. Mac Dharn consultó su reloj y, al comprobar su puntualidad, entró.

—Con su permiso, milord. —Adelante, Mac Dharn —Monte-Staunton estaba solo dentro de la enorme sala

de reuniones del Consejo, diseñada originalmente en 1763 por el arquitecto escocés Robert Adam como comedor de la Bowood House del segundo Conde de Shelbourne en Wiltshire. Cuando dicha mansión debió ser demolida parcialmente en 1956, el Lloyd’s of London adquirió la habitación (junto con sus muebles y decorados) en un remate. Desde ese momento, el Adam Room estuvo en el interior de cada edificio que ocupó la institución. Ésta era la cuarta y más espectacular de sus mudanzas.

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—Gracias, milord —Mac Dharn se acercó a pocos metros del presidente, que miraba hacia el espacio por uno de los grandes ventanales. La vista, debido a la excelen-te ubicación del edificio, era magnífica: por un lado el globo terrestre parecía un cristal azul envuelto en algodones blancos; por el otro, la Plaza Mir balizaba el centro del cora-zón financiero de Orbiterra. Más allá, en los muelles, un carguero comenzaba a desple-gar con lentitud sus velas fotónicas, preparándose para partir.

—Mac Dharn…, una habitación como ésta… —Monte-Staunton le hablaba a su reflejo en el cristal—, ¿puede tener alma?

—¿Disculpe, milord? —lo que más le sorprendió a Mac Dharn no fue la pregun-ta, sino la ausencia de la breve historia del Lloyd’s con la cual el presidente iniciaba todas sus conversaciones: “Verá, Fulano, a fines del siglo diecisiete…”

—Creo que es una pregunta que usted está en condiciones de ayudarme a res-ponder, Mac Dharn —se dio vuelta para mirarlo y sus cejas sobresalieron un instante por encima las anticuadas gafas—. El uso del espacio y del espíritu no le deben resultar ajenos a un arquitecto graduado en la Universidad de Loyola-en-Orbiterra, ¿no es así?

—Con respecto al uso del espacio, no lo discuto, milord… —Tome asiento, por favor —Monte-Staunton se ubicó en uno de los extremos

redondeados de la gran mesa de caoba estilo Regencia, de once metros de largo, cons-truida por Gillows cerca de 1800. Mac Dharn, feliz de disponer de unos segundos más para pensar una respuesta coherente y tratar de eludir la cuestión espiritual vinculada a su formación jesuítica, se sentó a la derecha del viejo.

—Verá, Mac Dharn —el presidente volvió a la carga mirándolo a los ojos—, a fines de siglo diecisiete la cafetería de Edward Lloyd se había convertido en el punto de encuentro obligatorio para todos los interesados en el comercio marítimo. Una taza de café costaba un penique; las plumas, el papel y la tinta corrían por cuenta de la casa, al igual que la información que traían y llevaban, desde y hacia los cercanos muelles del Támesis, los mensajeros rentados por Lloyd. Así nació el negocio de los seguros marí-timos: un armador cualquiera anotaba en un pedazo de papel el nombre de su barco, su ruta, los puertos que tocaría, el valor del buque y de la carga así como el monto que es-taba dispuesto a pagar por asegurarlos; luego, otros bebedores de café, distribuidos entre las mesas y los bancos del local, firmaban, o no, ese papel, anotando qué parte del ries-go de la aventura marítima estaban dispuestos a cubrir por esa prima. Hoy, por supues-to, todo es más complicado: cientos de miles de inversores, o Nombres como los lla-mamos, agrupados en cientos de Sindicatos cubren todo tipo de seguros desde Venus hasta las lunas de Júpiter, respaldados por una burocracia tan sólida como las mesas de aquella cafetería y un servicio de inteligencia tan ágil como sus antiguos mensajeros.

Lord Monte-Staunton hizo una pausa, acariciando un portafolio negro ubicado sobre la mesa. Luego, en un tono más coloquial, continuó:

—Sin embargo, ayer, leyendo por casualidad la placa ubicada en G1, me di cuenta de que esta habitación fue construida exactamente hace quinientos años. ¡Qui-nientos años, Mac Dharn! ¿Así de sencillo? ¿En un mundo tan complicado? ¿Entiende, ahora, el sentido de mi pregunta?

Otra pausa. Los dos hombres se miraron. Monte-Staunton cruzó las manos y las apoyó en su mentón, dispuesto a escuchar. Mac Dharn respiró hondo.

—A diferencia de los espejos, milord —dijo, señalando dos de ellos con marco de madera dorada a la hoja, obsequiados al Lloyd’s en 1986 por sus representantes en Nueva York—, las habitaciones que ayudamos a crear nos devuelven una imagen no tan directa de nosotros mismos. En ese sentido, nos dan más tiempo para procesar, y acep-tar, esa información. Es decir, para vernos y sentirnos mejor. En definitiva, contestando

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su pregunta, milord: el alma a la que usted se refiere, no está en la habitación, está en quienes la crean y se recrean con ella.

—Entonces, en un mundo sin alma como el de los seguros, ¿qué sentido tiene conservar el Adam Room intacto por tanto tiempo?

—No tan intacto, milord. Le recuerdo, por ejemplo, que esta mesa fue ampliada por Hammond en 1962 y restaurada a nuevo por Revenel en 2108…

—¡Pamplinas, Mac Dharn! Es como con el barco de Teseo: ¿a partir de qué tabla cambiada por quienes querían preservarlo dejó de ser el buque que era?, se preguntan los filósofos. ¡En ningún momento!, respondo yo. Las cosas son como son: si usted le pregunta a cualquier entendido dónde está el verdadero Adam Room, su dedo apuntará en esta dirección, Mac Dharn. Se lo aseguro.

—También hay que tener en cuenta el principio de recursividad, milord: si la habitación ha sobrevivido equis años, manteniendo su identidad como usted dice, ¿por qué no hacer que sobreviva equis más uno? Y así sucesivamente. Hoy, equis es igual a quinientos…

El comunicador personal de Monte-Staunton interrumpió la conversación. —Ajá. Ya voy, gracias —dijo el presidente, luego de haber escuchado con aten-

ción al aparato—. Disculpe, Mac Dharn, debo ausentarme por unos minutos. Espéreme aquí, por favor.

Monte-Staunton se puso de pie. El arquitecto lo imitó, acompañándolo con la mirada hasta que desapareció por la puerta correspondiente a G1. Una vez solo, Mac Dharn aprovechó para recorrer la habitación. Eran pocas las oportunidades que tenía de ver con detalle las marinas de Van der Welde, Condy, Whitcombe y otros; los decora-dos clásicos del cielo raso, fruto de la estadía de Adam en Italia; la hermosa chimenea en mármol blanco de Carrara, diseñada por el propio Robert Adam; las resplandecientes arañas del siglo diecinueve, que pertenecieron a la Reina Madre en el White Lodge de Richmond Park; o la alfombra de catorce por siete metros tejida en una sola pieza por James Templeton de Glasgow en 1957, con sus motivos florales entrelazados sobre un fondo gris.

Esta vez fue su propio comunicador personal el que sonó. Acercándose a uno de los ventanales coronados por las cortinas de seda a tono con la alfombra, Mac Dharn se dispuso a contestar la llamada mientras observaba la Tierra.

—¡Hola! —¡Mac Dharn! —era la voz del presidente. —Sí, milord —“¡Qué extraño!”, pensó Mac Dharn. —¿Vio el maletín negro que está sobre la mesa? —Sí, milord. —Ábralo, por favor. —Un momento, milord… —“¡Qué pesado!”— ¡Es una bomba! —Correcto. —¡Está loco!— Mac Dharn corrió hacia una de la puertas. —No. Están cerradas. Mac Dharn cortó la comunicación y tiró el aparato al piso, abrió la primera puer-

ta de caoba, observó que la compuerta estanca estaba en rojo, pulsó el botón de llamada para el gravilink y la pantalla de control le respondió que estaba fuera de servicio. El comunicador, tirado en el piso, sonaba de nuevo. Sin prestarle atención, Mac Dharn recorrió las otras tres salidas con el mismo resultado.

—¡Hijo de puta! —gritó mientras pateaba la última compuerta; se dirigió al co-municador, que seguía sonando y lo atendió—. ¡Hijo de puta! ¿Qué es lo que quiere?

—Aún no ha respondido de manera satisfactoria a mi pregunta, Mac Dharn.

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—Porque su pregunta es estúpida, milord. —Lo dudo. No soy yo quien está encerrado en un cuarto con quinientos años de

antigüedad que va a explotar en… unos treinta minutos, Mac Dharn. Ese es el tiempo que dispone para responderme si esa habitación puede o no puede tener alma.

—¡No puede arriesgarse a volar todo el edificio! —Una explosión en el terrón, seguida de una descompresión, lo único que puede

traer aparejado es una limpieza extra de las ventanas interiores del jarro, Mac Dharn. —De todos modos, no va a explotar… —¿Por qué, Mac Dharn? —¿Cómo se lo explicaría a los inversionistas? —Un accidente. Un atentado. Un arquitecto loco. Algo se nos va a ocurrir, Mac

Dharn. Desde que logramos sobrevivir al escándalo del amianto a fines del siglo veinte, nos hemos perfeccionado en hacer realidad nuestra apariencia.

—No va a explotar… —¿Cómo lo sabe, Mac Dharn? —Porque… Porque… en una hora se firma el acuerdo con Bloom & Epstein. —Correcto. Ese acuerdo será uno de los más importantes que se firmen en este

siglo; por eso lo conservamos en absoluto secreto, Mac Dharn… Fue usted quien diseño e instaló un sistema de espionaje industrial en el Adam Room, ¿no es así? Aprovechó su posición como Senior Architect del Lloyd’s para disponer de un medio que le permi-tiera vender información al mejor postor. Sin embargo, se olvidó de un detalle, Mac Dharn: esta habitación, en efecto, parece tener alma. En 1988 uno de nuestros Jefes de Seguridad, bastante supersticioso por cierto, hizo fotografiar el “aura” del espacio ocu-pado por ella. Desde entonces, esta costumbre tan… esotérica, se ha mantenido y ha dado resultados comparables hasta esta última creación suya. A partir de ese hallazgo, una investigación más exhaustiva detectó su dispositivo de espionaje, que hasta hace pocos días había pasado desapercibido. ¿Qué opina, Mac Dharn?

Mac Dharn no contestó, y apenas se movió cuando entraron los guardias de se-guridad a buscarlo. Horas más tarde, los ecos de la reunión con los representantes de Bloom & Epstein se habían apagado, al igual que el brillo de las arañas centenarias. Un suspiro, quizás debido a un ajuste en el sistema de aire acondicionado, recorrió la habi-tación. La luz reflejada por la Tierra llenaba de encanto y misterio el espacio interior del Adam Room.

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UN RAPTO DE LOCURA

Su dedo índice acariciaba el gatillo, luego de cada temblor, mientras una serie de fantasmas arrastraban las cadenas de su mente hacia un abismo. Debía esperar, aún no había llegado el momento de cruzar la última frontera. No sin antes… Con el otro puño secó el sudor de su frente; sin embargo, sentía frío. La suma de todas sus partes, se fragmentaba. Lo sentía. Sentía la pérdida de continuidad, la sensación a retazos unidos por hilachas. Los temblores eran cada vez mayores. El dedo en el gatillo quedaba cada vez más lejos. Cerró los ojos y los abrió. Hizo un esfuerzo por recuperar sus sentidos. El haz de luz proveniente del acceso a la alcantarilla le pareció más sólido. Escuchó con más nitidez las pequeñas goteras en el interior de la cloaca; diferentes del rumor de la calle, arriba, llena de gente. Tan lejos, tan cerca… ¡Allí estaba! Un chapoteo, una som-bra en la corriente. Disparó, disparó, disparó… y cayó. Simplemente, fue algo más que el caudal recolectó y arrastró. Sin razón, le resultó más fácil aceptar los olores y los gus-tos con que la humedad en marcha lo envolvía. Rendido, por fin en paz, se dejó llevar…

No temas ya el calor del sol, Ni las furiosas cóleras del invierno;

Has cumplido con tu tarea en este mundo, Marchado a casa y recogido tu recompensa. Aun los niños y las niñas de oro, todos ellos,

Como el deshollinador, al polvo deben volver.

No temas ya el ceño fruncido de los grandes, Te encuentras lejos del tirano y su castigo: No te preocupes más de vestirte y de comer;

Para ti el junco es como un roble; El rey, el sabio y el doctor, todos ellos,

te deben seguir y al polvo retornar.

No temas ya la luz del relámpago, Ni el tronar de las piedras que a todos asusta.

No temas la calumnia, ni la censura apresurada. Tú has terminado con la alegría y el llanto.

Todos los jóvenes amantes, los amantes todos, deben consignarse a ti y al polvo volver.11

Veía sólo una luz brillante, un azul profundo y la sombra de un aro que flotaba entre esa luz hacia donde estiraba los brazos y aquella profundidad de la cual se aleja-ban con desesperación sus piernas. “¡Uahhh!”, respiró. ¡Respiraba! El salvavidas estaba allí, al alcance de sus manos. Al nadar hacia él, recordó los abismos, la oración fúnebre y el inmenso frío del mar azul. Lo alcanzó y, al abrazarlo, cerró el paréntesis entre dos sueños. Abrió los ojos. Ella estaba allí. Aún lloraba por él. Luego se percató de la luz, de la sirena, de la ambulancia. La abrazó. No tuvo miedo. Ya no había más monstruos en la alcantarilla. Todo volvía a empezar.

11 Cymbeline, Act IV, Scene II, 258-275, William Shakespeare.

“No hay noches sin luz, ni días sin sombra”

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PARAJE DELTA TE CHICA

Fabricio manejaba. La camioneta dejaba una estela de polvo al avanzar. Rosana

estudiaba el mapa. Estaban perdidos. Mariana repasaba el contenido de su mochila. Pensaban acampar al atardecer. Rafael dormía. Viajar los había cansado a todos. Al doblar y empezar una bajada, Rosana observó un cartel a la derecha. “OJO”, le pareció leer, “∆t ABRUPTOS”. Cuando le avisó a Fabricio, y éste frenó, una nube de tierra suelta los envolvió. Rafael se despertó, y junto con Mariana se asomaron detrás del conductor y su acompañante para ver por el parabrisas. Estaban frente al mismo cartel. Se miraron y lo miraron. “Debe ser otro”, dijo Fabri. “Es el mismo”, afirmó Ro-sa. “¿De qué están hablando?”, preguntó María. “¡Sigamos!”, sugirió Rafa.

La camioneta se puso en marcha. Al acelerar volvieron a ser adolescentes. Juga-ban con la vida como si no tuviera final… hasta llegar a una curva. Al poner el pie en el freno, maduraban. Preferían disfrutar del paisaje, resistirse a dejar pasar cualquier opor-tunidad. Un suave declive en punto muerto, volvió las cosas a su lugar. Llegaron a un rancho abandonado.

Bajaron en silencio. Caminaron unos pasos en distintas direcciones. Fa se detuvo para escucharse y observar como Ra desaparecía en la luz del sol, al doblar una esquina. Luego giró y lo vio de nuevo, a unos quinientos metros, siguiendo las vías del tren. Se dio vuelta para mirar el rancho con nostalgia. Dentro, Ma se recostó contra una pared. Estaba embarazada. Ro la miró desde la ventana y respiró hondo. De su nombre ya no quedaba más que una letra.

El viento envuelve al polvo con suaves remolinos. Una bisagra delata el vaivén de su puerta. La nada se oculta detrás de todo.

No hay tiempo sin movimiento. No hay movimiento sin espacio. No hay espacio sin nombre. No hay nombre sin ti...

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PURA VIDA

El salón parecía amplio; la recepción, amena. Se habían evitado mutuamente durante toda la velada. Las mesas resplandecientes y las terrazas en sombra fueron el escenario de su distancia. Fuera, el murmullo sordo de la guerra contrastaba con las ri-sas mudas en el interior de la sede diplomática. Por un minuto se perdieron de vista y, al siguiente, chocaron, sin querer, sus espaldas. Al darse vuelta para pedir disculpas no pudieron eludir la formalidad de un saludo. Cada uno apuntó su mirada hacia los ojos bien abiertos del otro. —Me pregunto, Profesor, ¿por qué usted, siendo uno de nuestros científicos más distinguidos y un ejemplo de nuestra supremacía, no cree en la pureza de la raza aria? —dijo el hombre de las cruces gamadas sobre el uniforme gris. —Es obvio, General —le respondió el hombre de frac, al aceptar una copa de champaña con el mismo gesto desgarbado con que había recibido el premio Nobel de Química unos años atrás—. Porque lo puro es frágil12.

12 Se basa, seguramente, en los conceptos cardinales del alquimista Eurasio de Tala, cuyo “Tratado sobre la Fragilidad y la Pureza” se perdió entre las cenizas de la Biblioteca de Alejandría.

Hay un momento en que el miedo y los sueños deben chocar.

Cirque du Soleil

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LA PROPUESTA DE LANOS

—Nunca creí que sirviera para algo —murmuró Lanos, con la mirada perdida en uno de los cuadros de la Sala de Reuniones del Consejo de Ministros.

Desafortunadamente, había elegido un mal momento para pensar en voz alta: el silencio que se produjo a su alrededor lo hizo volver a la realidad, parpadeando. —¿Cómo dice? —el Presidente de la República lo miraba mientras una vena crecía y palpitaba, a modo de amenaza, sobre su frente despejada. —Perdón —Lanos había terminado de sonrojarse—, me refería a una teoría que leí hace años y que nos puede ser útil en esta crisis, Señor Presidente. —Explíquese, por favor —la vena presidencial volvía a disimularse en su cuero cabelludo, dando la oportunidad a que los demás integrantes del Consejo respirasen. —Quiero decir que, en realidad, la realidad es… la menos ilusoria de las ilusio-nes, Señor Presidente —Lanos volvió a mirar el cuadro.

Como Ministro de Ganadería y hombre de campo deseaba perderse, callado, en las verdes pasturas representadas sobre la tela y pasar el resto de la vida con su familia en aquel rancho de adobe pintado al óleo; como aficionado al espectáculo del poder también deseaba estar allí, personaje creado por el pincel, mirando la Sala de Reuniones desde el interior de ese marco dorado a la hoja. Sin embargo, estaba aquí, diciendo lo que había dicho: una mariposa más volando alrededor de esa llama. “Las alas son nues-tros deseos,” pensó, “la luz y el calor, la tentadora capacidad de satisfacerlos”.

—¿Y? —el humor del presidente había cambiado… para peor, ahora lucía una sonrisa tan melosa como peligrosa.

—Bueno —Lanos miró al presidente directo a los ojos, era momento de concen-

trarse—, hay una realidad que no nos gusta: la oposición lo acusa de corrupción, tiene pruebas y apunta a un juicio político, ¿no? Sin embargo, todos sabemos que ésa no es la realidad, nuestra realidad, al menos. ¡Ejem! Primero: usted no es corrupto; tendrá otros defectos, Señor Presidente, pero corrupto no es. Segundo: las pruebas que tienen en su contra son circunstanciales y se basan principalmente en la falta de cuidado de ciertos asesores suyos; recordemos que no basta con ser honesto, también hay que parecerlo. Y, tercero: la oposición no apunta a la ética política, sino, a pesar de lo que quiere hacer creer, a la política electoral. En nueve meses hay elecciones nacionales. Ése es el plazo de que disponemos para crear una tercera realidad, que cubra a la que han creado nues-tros adversarios y que esté en forma absoluta bajo nuestro control; que nos sirva de te-lón para que, en el momento oportuno, podamos poner al descubierto que su realidad es imaginaria y que la nuestra es real.

¿El aleteo de una mariposa en Brasil puede originar un tornado en Texas?

Edward Lorenz

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Lanos se detuvo un momento para tomar agua y observar cómo el presidente en-tornaba los ojos, quizás imaginando un futuro mejor. Dejó el vaso sobre la mesa; su mirada seguía perdida en el cuadro.

—En definitiva, debemos crear evidencia en su contra, Señor Presidente; de tal

manera que le permita suponer a la oposición que lo puede acusar de algo aun más gra-ve, con pruebas aun más contundentes. Luego de sembrar estas pruebas donde las pue-dan encontrar buscando más información para la primera acusación, no le deberíamos dar tiempo para pensar, es decir, para verificarlas. Los tiempos electorales en este caso jugarían a nuestro favor: un chisme por aquí y un desmentido oficial por allá, los dejarí-an envueltos en su propia vorágine. El candidato a sucederlo, en este caso, el Vicepresi-dente, tomaría distancia de usted y pediría de manera pública la mayor celeridad a la comisión investigadora, dando las máximas garantías para un juicio justo. Otros dirigen-tes, más cercanos a usted, intentaríamos darle largas al asunto, siempre desmintiendo las segundas acusaciones, supuestamente más graves, para dejar en un segundo plano a las primeras. Y aquí viene lo más interesante: todos conocemos los puntos flacos de nues-tros adversarios, pequeños trapos sucios que, en una situación normal, no sería correcto sacar a la luz. No obstante, en este caso, el sistema de pruebas que debemos crear en contra suya, Señor Presidente, debería estar ingeniosa y disimuladamente vinculado a esos flancos débiles. En el momento más oportuno para nuestros intereses, pondríamos en evidencia esa conexión como una jugarreta de la oposición, haciendo implotar ese sistema de pruebas falsas, las cuales se derrumbarían junto con las que se suponen ver-daderas. Estoy seguro de que, en torno a esta mesa, hay gente con capacidad suficiente para encargarse de todos los detalles necesarios para implementar este plan, Señor Pre-sidente. Al final, una vez en reposo la polvareda levantada por todo este episodio, que-daría en pie nuestra realidad: un presidente honesto atacado injustamente; un vicepresi-dente, y candidato a sucederlo, dispuesto a averiguar la verdad sin importar las conse-cuencias; una oposición desacreditada y… los pastos verdes.

—¿Y? —preguntó de nuevo el presidente, algo impaciente por la demora; espe-

raba que su Ministro de Ganadería dejara de mirar el cuadro y aportara alguna solución a la crisis, con eso de la realidad y las ilusiones.

—Disculpe, Señor Presidente, era sólo una idea…, nada concreto —dijo Lanos, alegrándose de no haber dicho todo lo que pensaba.

El murmullo volvió a apoderarse de la sala; el cuadro, de él. “¿Por qué no?”, pensó: “Al batir sus alas, las mariposas pueden apagar el fuego que las atrae para devo-rarlas”.

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X’SLAVITUR

Tras una puerta, en cuya mitad superior figura el nombre “Klasbee Films” escri-to sobre el vidrio esmerilado, se escuchan las voces de tres hombres. —Esta vez, el jefe quiere una película de ciencia ficción —aclaró Salvattore Sacrobosco, con voz ronca, tras toser varias veces sin dejar de morder su cigarro Mon-tecristo N°4. Si en lugar de producir películas se dedicara a actuar en ellas, haría siem-pre de capo mafioso: veterano, gordo, de nariz achatada, ojos pequeños y peinado hacia atrás a la gomina. Siempre vestía trajes oscuros con camisas al tono y corbatas de colo-res claros. —¿Como cuál, Sal? —preguntó Omar, el más joven e intelectual de los tres. Luego de estudiar Literatura en la universidad, prefirió el Séptimo Arte a la vida aca-démica. Todos los libretos del viejo Klasbee pasaban por sus manos. —¡Yo que sé! —replicó Salvattore, encogiéndose de hombros y moviendo con vehemencia las manos—. Me pidió que pensáramos en algo siniestro: una cosa esclavi-za a la humanidad pero nadie se da cuenta hasta que es demasiado tarde. Más o menos ésa es la línea a seguir. Nada de finales felices. No está de humor para eso. Quiere un final abierto, ¿capicci? —miró a Omar, le guiñó un ojo y sonrió. Luego se dirigió a su asistente—. ¿Tú qué opinas, Jack?

—Ustedes saben que a mí me gusta empezar por el título, ¿no? —contestó el ter-cer hombre, flaco y largo, con cara divertida y medios lentes en la punta de la nariz.

—¡Ay, qué paciencia hay que tener! —murmuró Omar, mirando el techo, bas-tante oscuro, de la oficina.

—¡No seas malo, Ommy! A veces funciona —rezongó Salvattore—, ¿qué se te ocurre, Jack?

—¿Qué tal algo que recuerde a Espartaco? Por lo de la esclavitud, ¿no? —contestó Jack, sin dejar de sonreír.

—Al jefe siempre le gustó Excalibur —comentó Salvattore. Con un gesto detuvo a Omar, quien, poniendo cara de “y eso, ¿qué tiene que ver?”, se agitaba en su silla, amenazando con interrumpir el proceso mediante el cual Jack transformaba los dispara-

La gallina no es más que un instrumento usado por el huevo

para fabricar otro huevo.

Samuel Butler (1835-1902)

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tes de los demás en aciertos. Sólo había que tener paciencia… y esperar. Esperaron. Omar decidió mirar el piso. Salvattore, fabricar anillos de humo.

—X’Slavitur —dijo Jack finalmente, Omar y Salvattore lo miraban sonreír en si-lencio—, con equis, ¿no?

—¡Bellísimo! —exclamó Salvattore, al pensar en X’Slavitur Dos, X’Slavitur Tres, etc.—. ¡Bellísimo!

—Está bien…, me gusta —reconoció Omar—. Ahora, con respecto a la “cosa” que esclaviza a la humanidad, la semana pasada leí un artículo en una revista. Era algo relativo a los genes.

—Mmmm, interesante —comentó Salvattore, mientras tamborileaba con sus de-dos sobre el escritorio; luego, detuvo su cabalgata digital y miró a Omar a los ojos—, pero quiero más información al respecto, ¿capicci? Puede ser tu gran oportunidad para progresar, Ommy.

—Alienta, ¡oh! César, las vanas ilusiones de tus súbditos, mas ten presente que una mueca del destino las puede tornar realidad —sentenció Omar mientras se ponía de pie con una sonrisa burlona—. Voy a buscar la revista.

—Gracias —tos, tos—, ¡ejem!, recuerda esa frase para nuestra próxima película de romanos —respondió Salvattore, tomando una batuta que se hallaba sobre la mesa; luego cambió el ángulo de su mirada—. Y tú Jack, atento a ponerle ritmo y armonía a la melodía que nos va a cantar Omar —dijo, apuntándole con la varilla.

El flaco desgarbado asintió con su cabeza. Se paró y caminó unos pasos, desapa-reciendo en la oscuridad. Salvattore dibujaba ochos en el aire. El mentón del italiano apuntaba al infinito, en donde se perdía el humo de su cigarro. Jack volvió de las som-bras y se sentó de nuevo en su taburete. Tras él, reapareció Omar. Silbando bajito, ocu-pó una silla frente al escritorio. Salvattore, al verlo llegar, acomodó su cuerpo en el si-llón, que crujió debido al esfuerzo. Con un movimiento circular de la batuta, invitó al joven a desarrollar su argumento.

—Bien, el artículo plantea lo siguiente: en un principio la tierra estaba deshabi-tada —Salvattore, sin dejar de mirar a Omar, lanzó una estocada hacia Jack y éste escri-bió en su libreta: “Desierto, paneo general, breves ráfagas de viento hacen resaltar el silencio, ¡Ah, la soledad…no debe durar menos de tres minutos ni más de cinco!”, el libretista continuaba hablando—, y en una especie de caldo marino se concentran ciertas sustancias, las cuales, energía solar mediante, forman moléculas cada vez más grandes y complejas —“Charco entre las rocas, líquido verde burbujeante, primer plano, acer-camiento, imágenes computarizadas de átomos coloridos uniéndose entre sí…, vamos bien”—. En determinado momento, se produce por accidente una molécula notable, el replicador, capaz de crear copias de sí misma usando las sustancias que la rodean —“Entra en escena el villano, no usa capa negra ni tiene una voz cavernosa, tampoco huele a azufre ni tiene cuernos o mandíbulas babeantes, simplemente es una molécula (roja) que se reproduce hasta teñir toda la pantalla, la cual hacemos girar cada vez más rápido…”—. Pero hay un problema, el proceso de copia no es perfecto y aparecen diferentes versiones del replicador —“¡Bravo! Un ejército de mutantes…”—. Todas ellas luchan de manera despiadada para reproducirse, usando las mismas sustancias, cada vez más escasas, que pueblan el caldo primario —Salvattore parecía estar dirigien-do un ‘allegro molto vivace’, Jack garabateó: “Sexo y violencia, ¡la película se está poniendo buena!”—. Sólo sobreviven las más fuertes, es decir, las moléculas más lon-gevas, fecundas y fieles en su replicación. La competencia es feroz —“Grrr…, flip, flap, bang, bang, ¡tomá!”—, y a partir de ella surge el perfeccionamiento, la evolución. Hasta el punto en que algunos replicadores dejan de flotar con libertad en el mar y co-mienzan a construir recipientes, una especie de máquinas en las cuales alojarse para

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sobrevivir. Ahora, cuatro mil millones de años después, los llamamos genes y descu-brimos que somos sus esclavos, que la única razón de nuestra existencia es su preserva-ción.

—Deprimente —dijo Salvattore, su varita mágica reposaba sobre el escritorio; Jack, rasgueó con languidez una última frase: “Ah, la soledad…, esta vez nos llega por dentro, infilmable”.

— No se desesperen —retomó Omar, con vivacidad, el hilo de su argumento—, todavía no llegamos al meridiano fílmico. El creador de esta teoría, es decir, el Profesor Richard Dawkins —un movimiento enérgico de la batuta puso de nuevo en marcha el lápiz de Jack: “¡Ojo con los derechos de autor, consultar al picapleitos!”—, también ha sembrado una semilla de esperanza en esta tierra árida, poblada de genes egoístas. Al evolucionar, los replicadores llegan a construir máquinas tan perfeccionadas que incluso son capaces de descubrir las cadenas que las atan, de forma implacable, a sus minúscu-los amos y señores. Lo que hace diferente al ser humano con respecto a las otras má-quinas de supervivencia es… “la cultura”. Y ¡oh, casualidad! la cultura también se transmite y evoluciona de manera similar a los genes. Pero, en lugar de genes, a los re-plicadores culturales los llamamos “memes” —la batuta de Salvattore lo animaba a se-guir; Jack, por primera vez, no sabía que anotar—. Los memes son patrones de informa-ción cultural contagiosa que saltan de una mente a otra por imitación. Por ejemplo, una tonada pegadiza es un meme —Jack reaccionó y garabateó: “Banda sonora, contactar a los Jingle Brothers”—. Las modas son memes —“¿Quién fue el primero en usar una gorra de béisbol con la visera hacia atrás?”—, los chistes, las cadenas —“Si no trans-mite de inmediato este texto a otras diez personas, sufrirá un ataque de tontoplejia”—, el simple hecho de saber como encender un fuego o el invento de la rueda fueron me-mes primitivos, incluso las religiones son complejos sistemas de memes transmitidos de padres a hijos —“…o arderás en el infierno”—. Así llegamos a un final abierto, Sal, como quería el jefe: ¿quiénes triunfarán en definitiva, los genes, hechos de átomos que llegaron a fabricar seres humanos, o los memes, hechos de ideas que llegaron a fabricar dioses?

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LETROPICAL

Hay un son, cadencioso y dulzón, que licencioso danza y avanza directo a tu co-razón. ¡Ay, hermano! Te toma la mano, te sacude los pies, te desarma y alude, te arma al revés. Con el manicero, cum-ban, cum-ban, cum-ban-chero, se pasea en las guaguas por el malecón, agitando las mangas de su colorido blusón. ¡Azúcar! Chévere prepara un sabroso merengue, deseando con fe que ojalá le llueva café; también quisiera ser un pez que no se achata en su pecera, mientras canta esta bachata de amor y de Guerra. Ritmo antillano de mestizambo anteayer, baila el mambo número ocho al amanecer. De inmediato y sin contradicción, ahora vives del vallenato y su acordeón. Así como el bolero, que un día él sacó del ropero, la cumbia y la rumba (yambú, guaguancó o co-lumbia) invaden el mundo entero. ¡Oye, chico!, a las maracas y sus alharacas, al tim-tam del timbal tropical y al bom-bom de ese trombón bien bembón. Pachanga. ¡Cómo lloraba la abuela de Colón, cuando su nieto salía a navegar! Pero fueron él y la afro-transfusión que al Caribe le pusieron sazón; este ritmo caliente que le gusta a la gente y que por Celia cruza en la balsa bailando salsa. ¡Sacuda! Pues la conga de Jaruco ya vie-ne caminando, mamacita, a plena, timba, toque y bomba la bamba ¡ya! Cha-cha-chá. Son horas de sonora, son claves de son montuno, son, como lo ves, de todos y cada uno. Guajira, guajira Guantanamera, se escucha al Combo Camaguey rumbo a Siboney. A gozar, a gozar…

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NADIE DEBERÍA VER A DIOS LLORAR EN UN CONFÍN DEL UNIVERSO

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza…?

Ajedrez, Jorge Luis Borges

—Murió —afirmó Dios Primero. —Fue un malentendido —se defendió Dios Tercero—. Culpa de los ángeles. —A mí no me miren —sonrió Dios Segundo. —Es un tecnicismo… —afirmó Dios Cuarto—. Me refiero a la muerte. —¡Murió! —tronó Dios Primero, agitando la blancura de su manto. —Yo sólo quería ponerle una prueba —alegó Dios Tercero. —Me hubieras llamado —dijo Dios Segundo—, tonto. —Ningún documento creíble nos involucra —dijo Dios Cuarto. —¡Nosotros celebramos la vida, no la muerte! —Dios Primero estaba alterado. —Es que el nivel de los ángeles ha caído mucho —se quejó Dios Tercero. —¿No me digas? —Dios Segundo sabía más por viejo que por ser quien era. —Es sólo... un hombre —recordó Dios Cuarto, graduado en New Heaven. —Pero es mi hijo… —Dios Primero lloró, y todos los demás se sorprendieron. Dios Cero abrió sus ojos rasgados y, en una lágrima, los otros cuatro rodaron por

su mejilla. “En esta verdad ocultas aquella mentira”, pensó. Y así, volvió a ser nada; Dios Infinito lo envolvió todo con su presencia, pero ni siquiera se prestó atención a sí mismo: simple causa y consecuencia del espacio y el movimiento.

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DECLARACIÓN DE AMOR

El siguiente es un espacio contratado.

¡Ay, señora! Si usted supiera qué pueden llegar a declarar los expertos y los tes-tigos que contratamos, no le diría que ese amigo mío, dueño una agencia matrimonial, piensa que somos el uno para el otro; en coincidencia con aquel comentario, en aparien-cia casual, de la florista al mozo del bar, cuando pasamos del brazo por la esquina. Si usted supiera cuál es la técnica del chivo expiatorio, yo no podría atribuirle a su soltería la raíz de todos sus sufrimientos. Si usted supiera cómo se utiliza el efecto de arrastre, yo no reflotaría el recuerdo de sus amigas felizmente casadas, hundiendo a los otros estereotipos en un abismo de olvido; ni le pediría que se imagine, por un instante, más envidiada que ellas. Si usted supiera cuántas veces hay que repetir una mentira para que se crea verdadera, yo no insistiría tanto en decirle que la quiero. Si usted supiera por qué es conveniente simular escasez, yo no conseguiría, con sutiles mohines y silencios, hacerle saber que es muy difícil que aparezca otro… En fin, si usted supiera dónde se esconden los mensajes que ocultamos entre las imágenes y las palabras emitidas a diario por los medios, si usted lo supiera, este humilde publicista no se habría animado a pedir-le matrimonio a tan rica estanciera.

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EL SIRRAJERO

—En efecto —le dijo el albino, luego de invitarlo a pasar, con aquel tono suave que usaba para cuidar su voz, al igual que un ciego cuida su oído y la yema de sus de-dos—, obtener un sí es como abrir una puerta. Si hay confianza, la puerta siempre está abierta. En otros casos, basta con usar la llave o la combinación apropiada. Los proble-mas aparecen cuando la llave no está disponible o no se conoce la combinación —sonreía, y su sonrisa parecía un iceberg—. Peor aun es cuando existe una traba interior: la mayoría de las personas, en esas ocasiones, tienden a usar la violencia —chasqueó su lengua varias veces, mientras movía la cabeza de izquierda a derecha—. Pero eso no está bien, ¿no? No. ¡Claro que no! Para eso estamos nosotros… Observe cómo los pa-dres logran convencer a sus pequeños hijos para que hagan algo que, en principio, no quieren hacer. No digo que los engañan. No, de ninguna manera. Ésa sería otra forma de violencia. Lo nuestro es algo parecido. Más bien buscamos una…, ¿cómo decirlo? Una resonancia. ¡Eso es! Una resonancia, es algo que ocurre naturalmente, aunque no todos saben como provocarla. Firme aquí, por favor… Gracias. Así compramos a los mejores vendedores aquellos productos que no son los mejores y así elegimos a los que mejor corren hacia sus puestos y no a los que mejor se pueden desempeñar en ellos. Es el arte de obtener un sí… ¡resonante! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Ahora, descríbame la puerta que quiere abrir y deje que me encargue del resto.

Hay ciertos oficios nunca se nombran; será porque sólo existen en la imaginación

de quienes los necesitan.

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TODOS Y UNO

…historia extraída de “Dits i fets ancienes”, texto del siglo XIII atribuido a Albertón I de Albardonia.

Siendo allegado al rey Justo, abusó un día de su confianza en un asunto de me-nor importancia. Al descubrir la falta, el soberano lo citó en el patio mayor, junto con sus amigos y enemigos, para castigarlo. “Toma una escoba y barre los establos”, le dijo el Rey. Los amigos apenas ocultaron su indignación; los enemigos, su regocijo. El hombre vaciló un momento mientras recordaba lo que el mismo rey Justo le había dicho una vez: “Son muchos los defectos que nos pueden hacer caer en el error, pero hay sólo uno que nos impide levantarnos: el orgullo”. Mientras esperaba una respuesta, el Rey no soltaba la empuñadura de su espada: lo mataría sin pestañar ante el menor desafío. Fi-nalmente, el hombre cerró los ojos y le hizo una reverencia, tomó una escoba y se diri-gió a las caballerizas. El rey Justo fue tras él sin quitarle la vista de encima, dejando a su paso una estela de rumores. No hay justicia sin enseñanza y no hay enseñanza sin ejem-plos. Al llegar a la puerta de los corrales, el Rey se detuvo por un instante, junto con los murmullos. Tomó otra escoba, se dio vuelta y le dijo a sus súbditos: “Haríamos bien en ayudarle”. Aunque de forma habitual lo olvidamos, hay momentos que se prestan para recordarlo: todos y uno somos lo mismo.

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DE MÍNIMA TEXTURA

¡QUE LLUEVA SIN CESAR! —¡Qué lo parió, Casio! —dijo uno de los caudillos, recién llegado a la capital—.

¡Qué sequía hay en el campo! Estamos en pleno Marzo y no ha caído una sola gota. En fin… Respecto al otro temita, queríamos saber si ya hablaste con… el bruto ese.

—No se preocupen —respondió el jefe de los traidores, luego de dirigirles una mirada tan viscosa como la saliva que había usado para terminar de armarse un chala—. A partir de mañana lloverá sin César.

PANTA RHEI

—Es asombroso como dirige usted todo esto, a distancia, desde su silla de rue-das, por teléfono, mirando por una ventana —dijo el corresponsal extranjero.

—Mientras pude moverme, observé —respondió el magnate—. Ahora que no puedo nadar, sólo me dejo llevar por la corriente. Lo asombroso es que nadie se haya dado cuenta de que el río, tarde o temprano, me dejará varado en la orilla de un recodo.

LAS INVASIONES CULTAS

—Ellos tienen su propia literatura, Pestier. Eso es obvio. Dejémoslo así. No an-teponga tanto la estética a la estática, si no, se nos va a caer este castillo de papel delante de nuestros propios ojos, o peor aun…

EL OPORTUNISTA

Le bastaba una exposición, un concierto, una obra teatral o un film cualquiera para deslizar un comentario aparentemente fresco y original que, como un veneno, roía los sesos de sus víctimas. Lograr que estuviese en el lugar (foyer, hall, butaca, boletería) y en el momento (vernissage, ensayo, re-estreno, premier) oportunos era responsabili-dad de sus clientes. Luego, usando su lengua como cuerda y su cerebro como arco, lan-zaba su pérfida saeta (invisible, apenas audible) hacia el oído que, como una diana espi-ralada, se le había fijado como objetivo.

UNA ESCALERA AL DESEO

—¡Es mío! —¡No! ¡Es mío! —¡Yo lo vi primero!

—¡Yo fui quien primero vio que lo deseabas! —¡Te odio! ¡No lo soporto más! ¡Tengo envidia de tus celos!

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L’ESPÍA

Fa. #Do. Sol. #Mi. #Do. “¡Hola! ¿Anét? Habla Briyít. ¿Te enteraste de lo que le pasó a Edít?” Click. Si. #Re. Sol. #Mi. #Mi. “Buenas tardes, Fransuá. Te llamo porque hubo un problema con la entrega.” Record. Play. “¿No me digas? ¿Qué pasó?” “¡Pinchó la moto!” Stop. Click. Sol. Fa. Re. Re. Sol. “¡Le dije que no me llamara!” “Lo sé, doctor, pero es urgente. Se trata del plan…” Record. Play. “¡Por teléfono no, idiota! Nos pueden escuchar…” “Pero, el plan…” “Voy a colgar. Encuéntreme en la Plas Elisé a las cinco.” Click. Stop. Alén Galarín parpadeó; por un instante se quedó mirando la consola ubicada en

el sótano del edificio de la Telepol, en la Ri Dufón. Con un gesto mecánico tomó la cin-ta y la guardó en una caja de cartón blanca con renglones azules. Anotó la fecha, la hora y un código: doré. Luego introdujo la caja en un sobre manila dirigido a su jefe, el Ins-pector Morís Satián. Se levantó de su silla y aprovechó para estirar los músculos de su físico esmirriado. Tomó el sobre y lo empujó hacia la bandeja de salida. Tenía hambre. Tiró de la bandeja de entrada: había un café y una medialuna. Los colocó con cuidado sobre la consola. Hacía años que sólo veía la luz de dos lámparas; de día, de noche, no había diferencia. Y escuchaba esas voces, esas conversaciones que le eran tan ajenas como las consecuencias de su trabajo. De manera esporádica tenía noticias de su familia por terceros, al escuchar alguna llamada en la que los nombraban. Ellos, en cambio, no sabían nada de él. Añoraba sus clases de música.

La. #Do. Do. Fa. #Do. “Es sólo un experimento que salió mal, Ministro Fushé.” “Entonces no gastemos más dinero de la República Imperial en él, Morís.” “Pero el agente a cargo nos ha sido fiel, Ministro Fushé. ¿Qué haremos con él?” “Intérnalo en la Tur Desfolís y no hablemos más del asunto.” “Tiene razón, Ministro Fushé. Alguien podría escucharnos. ¡Ja, ja, ja!” “¡Ja, ja, ja! Me gusta tu sentido del humor, Morís. ¡Ja, ja, ja!” Click. Alén Galarín parpadeó, y por muchos años recordó aquella conversación, mien-

tras añoraba sus clases de música y el sótano de la Ri Dufón.

En la pública luz de las batallas otros dan su vida a la patria y los recuerda el mármol.

Jorge Luis Borges

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CRUZADOS

El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría.

William Blake

El joven y sombrío caballero entró en el templo de la luz, casi sin pensarlo. Una vez dentro dio un paso al costado y, con su mano derecha en el puño de la espada, ob-servó el interior del edificio desde un rincón. Blanco. Por todas partes el color blanco cubría las superficies. Tanta luz le hizo vacilar. Era cierto que ya lo perseguían dema-siados enemigos, pero aún no tenía claro por qué había decidido ocultarse allí. Treinta metros más adelante, de espaldas a la puerta y cerca del altar, un viejo sacerdote oraba con firmeza y devoción, manteniendo los ojos cerrados. El vestigio de una corriente de aire, apenas perceptible, le hizo abrir uno de sus párpados. Una guiña-da, eso era la vida ante la eternidad. En el espejo de un relicario vio una sombra mover-se con sigilo detrás de las columnas. —Tú también comenzaste como soldado —el clérigo extendió poco a poco los brazos desplegando su hábito lleno de luz y sus recuerdos llenos de sombras, luego giró con mansedumbre—. ¿No es así? Por un segundo sus miradas se cruzaron y cada uno deseó el deseo del otro. Ser joven. Ser sabio. Volver a empezar. Terminar de una vez.

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CUANDO LOLA VOLVIÓ DE LA LICENCIA

Sólo somos niños cuando tenemos tiempo; luego, él nos tiene a nosotros.

Había un tiempo en el que el tiempo no era oro, antes de que el rey Midas lo to-cara con su reloj de arena; en el que ver volar más de cien pájaros de la mano, no tenía comparación; en el que bastaba quererlo del color del cielo para tenerlo y tener fama no era puro cuento, sino, más bien, sinónimo de insomnio; en el que los hornos siempre estaban a punto para los bollos y en ningún lugar se cocían habas; en el que, al madru-gar, amanecía más temprano; en el que del dicho al hecho bastaba con subirse a una mula, pues la distancia era nula; en el que, por más que el tuerto se esforzara, no podía saber lo que era no ver y en el país de los ciegos sólo un ciego podía ser rey; en el que no se encontraban mejores sillas que en Sevilla y todos hacían árboles de la leñas caí-das; en el que no había pito que no llegara a corneta, ni profeta que estuviera fuera de su maceta. ¡Qué monas quedaban, en esos tiempos, las monas que se vestían de seda! Fue cuando a Hortensia se le terminó la suplencia.

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EL DICTAMEN

Llegó. Se sentó frente a su escritorio, como todos los días. Vio las montañas de papeles que requerían su firma. Los teléfonos comenzaron a sonar. Dejó que sus secre-tarios los atendieran. Pidió un té. Al hacer lugar para la taza, lo encontró. Se rascó una oreja. El expediente perdido desde hace un mes estaba allí. Un caso difícil. Debía dictar sentencia. Ése era su trabajo.

... Un día era igual al otro. Sin luz. Una piedra era igual a la otra. Sin fisuras. Un barrote era igual al otro. Sin escapatoria. Con todo, el suyo era un caso diferente. Por eso estaba aislado de los otros reclusos, de sus olores e historias. El verdugo lo consola-ba diciéndole que pronto se le dictaría sentencia. Ése era su destino.

… “Bien”, pensó. “Veamos”. Entre sorbo y sorbo comenzó a pasar las páginas foliadas. “Ajá”. Una por una. “Mmm”. Un pequeño escándalo distrajo su atención. Dos archivistas comenzaron a insultarse. Uno acusaba al otro de haber confundido la ce con la ese. Al percatarse de que él los estaba mirando con asombro e indignación, bajaron el tono de voz y se retiraron. “Increíble”. Volvió a fijar sus ojos en el expediente. —Con su permiso, Señor Dictador —el conserje estaba frente a su despacho, con la gorra arrugada entre sus manos. —¿Sí? —miró al techo en busca de paciencia y vio una humedad— ¡Qué es eso! —Justamente venía a hablarle de eso, Señor Dictador. El palacio tiene sus años y debemos arreglar una cañería en el piso superior… Es necesaria su firma para autorizar el gasto, Señor Dictador… Si usted está de acuerdo, por supuesto. De mala gana firmó el papel que el hombre le alcanzó. Por un momento cerró los ojos y deseó que al abrirlos no hubiera nadie allí para molestarlo. —Disculpe, Señor Dictador —lo interrumpió la telefonista—. Hay un caballero de la prensa extranjera que quiere hablar con usted, por la línea uno. —Bueno —gruño—. ¡Hola! ¿Sí? No. Yo no soy quien gobierna el país, sólo dicto sentencias… Sí… En ese caso debería comunicarse con… —amagó a incorporar-se— el Tirano —volvió a sentarse—. ¿Una entrevista? ¿A mí? Bueno, si usted lo dice... ¿Un caso importante…? Déjeme pensarlo… Llámeme mañana… Gracias. “En fin, lo cortés no quita lo valiente. ¿En qué estaba…? Ah, sí. Mmm…”. El té estaba frío. Llamó al ujier para quejarse.

También el jugador es prisionero (la sentencia es de Omar) de otro tablero de negras noches y de blancos días.

Jorge Luis Borges

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En su mente existía un tablero de ajedrez imaginario. Comenzó a repasar las jugadas. Una por una. Su estómago, al rugir, lo interrumpió. Sólo los peones y un alfil se habían movido. Tenía hambre. El caldo estaba frío. No había a quien reclamarle.

… “¡Qué día!”. Los vapores del té volvieron a elevarse frente a él. Recorrió con la mirada su entorno. Todo parecía tranquilo. “Volvamos a foja cero”. No podía dictar sentencia sin estudiar el expediente completo. Más aún en este caso, en el cual se había hallado al acusado culpable de una falta gravísima, “en contra del avanzado estado de tiranía que sufría la nación”. Sonrió. Pensarlo era una cosa, dejarlo por escrito en una sentencia, era otra. ¿Qué podía hacer él para cambiar las cosas? Hacía apenas un mes y medio que ocupaba el cargo de Dictador Nacional y éste era un caso realmente difícil. Quizás recibiera una señal… En el pasado, cuando era un simple Dictador Cantonal, había funcionado: la mera presencia de un pajarito o de una cucaracha había sellado el destino de más de un culpable. “La acusación… aquí está, las pruebas… irrefutables, la culpabilidad..., a ver la culpabilidad…, página 208. Y esto, ¿qué es?”. A modo de marcador había un boleto de la décima carrera correspondiente a la reunión hípica del día de ayer. El turf le apasionaba. “Si no estoy equivocado…”. Miró el diario que estaba en su escritorio. “¡Asombroso!” . Se trataba de una apuesta ganadora… sin cobrar, y por un monto más que interesante. Miró de nuevo hacia los costados. Todo parecía normal. Sin embargo, algo fuera de lo común estaba sucediendo. —Con su permiso, Señor Dictador. Ha llegado esto para usted —el ujier dejó el sobre en el escritorio y se retiró luego de agachar la cabeza. “¿Y ahora?”. Rasgó el envoltorio y descubrió un ejemplar de LA ATALAYA, revista editada por los Testigos de Jehová. El artículo principal se refería al exilio de los judíos en Babilonia. “Lo único que me faltaba…”, pensó, antes de lanzarla al cesto de la basura. “¡Un momento!”. Cuando se estaba por arrojar a la papelera para rescatar la revista, sonó el timbre de su teléfono particular.

… El hambre lo había hecho desfallecer. Al abrir los ojos, los muros aún estaban allí. Debía tener paciencia. Luego de respirar hondo, hizo un esfuerzo por concentrarse. El tablero volvió a aparecer en su mente. El caballo y la torre se habían movido. Ahora le tocaba el turno a la reina.

—Sí, querida —ahora todo encajaba—, lo tendré en cuenta. Dictar sentencia en contra de una persona que era a la vez su antecesor, un ex compañero de estudios de su esposa y el aspirante más firme a derrocar al Tirano, sin duda era un caso difícil. Estampó el sello de EXILIO en la carátula del expediente, junto con su firma. Ya había recibido suficientes señales por el día de hoy. Sólo esperaba que su sucesor fuera tan benevolente como él.

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LENGUAJE CIUDADANO

Los ministros estaban de acuerdo. El Califa asintió con la cabeza. Todos miraron al nuevo escriba. Al anterior le había costado la cabeza un decreto mal interpretado por la población. El hombre, en vez de comenzar a escribir, cerró los ojos. Su rostro tranqui-lo contrastaba con la impaciencia de los poderosos. El Califa, que prefería los gestos ambiguos a las palabras claras, se molestó al hablarle: —Escriba, ¿qué esperas para redactar lo que hemos resuelto? ¿Azotes? —No, mi señor —respondió el hombre—. Es que primero leo con los ojos del lector lo que voy a escribir.

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LETRA CHICA

Quizás yo tenga un secreto; quizás el tuyo sea que lo sabes y no lo dices.

DEMASIADA ESTRATEGIA —No. Aún no es el momento apropiado para atacar. —Pero, Majestad, esperar nos desmoraliza. Y el enemigo… —El enemigo sabe que perderá si nos ataca. —Entonces, Majestad, resuelva el conflicto; haga un pacto con ellos… —No es necesario. —Majestad, no debe haber espera o no debe haber batalla —insistió el general. —Basta. No me fastidies con tanta estrategia —el soberano miró por la venta-

na—. Pero dime, ¿de quién son estos soldados que entran a palacio?

DOS TRIBUS

En un valle perdido entre dos galaxias viven ambas tribus: los Hacensoles y los Abrillantalunas. Los Hacensoles son toscos; trabajan directamente sobre lo que hace a las cosas, es decir, sobre esa sustancia, infinita y eterna, que al vibrar da origen a la ma-teria. Los Abrillantalunas lo encuentran todo hecho, son simpáticos, les basta exponer lo que quieren a la luz del sol más oportuno; es decir, trabajan sobre esa sustancia, infinita y eterna, que al resonar da origen a los deseos.

UN LUGAR NO LLAMADO PLOUGHFORD

No. No se moleste en buscarlo. No está ni en la Nueva ni en la Vieja Inglaterra. Tampoco está al este de West Ploughford. Ni lejos de New Ploughford. No se trata de Ploughford-upon-River pues no existe ningún río con ese nombre, o existen muchos. Del mismo modo, nadie jamás vio un cañón en Fort Ploughford y nunca hubo un muelle en Port Ploughford. ¿Ploughford? ¿Quién dijo Ploughford?

EL PECIO DE LA FAMA

La Fama yacía coqueta, algo escorada a hacia su estupor, luego de encallar en un fondo de rocosas verdades. Ninguna de ellas figuraba en las cartas náuticas de sus admi-radores. Había creído, como tantas otras, que su pleamar duraría más de quince minutos. Ya lejos de las brisas, a las que se había acostumbrado, permanecerá hundida, muy cer-ca del Glamour, entre los rumores que provocan las Holas olvidadas en una peluquería.

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EN VEZ DE LA LUNA — ¡Padre, voy a la guerra! —dijo el joven, de orgullo uniformado. — Muerto estás… —respondió el viejo mirando hacia otro lado. — ¿Por qué dice eso, padre? — Porque todos los que van a la guerra están muertos. — Pero usted fue a la guerra y… —Y resucité —el viejo lo miró a los ojos—, sin haber matado a nadie. — ¿Cómo dice?

— Yo sólo apuntaba mi rifle a la cabeza de otro muerto y disparaba, el muerto caía y su carne ya no se movía más. Pero la mía sí, una y otra vez, sin alma, continuó haciéndolo. Éramos carne contra carne, hueso contra metal. ¿Cómo, si no, puede un hombre que no es un verdugo derribar a otro hombre que no es un asesino?

ENTREVISTO —Hoy, ¿existen diferencias entre la izquierda y la derecha?

—Tales diferencias no existen —respondió Pi Camont—, sólo son necesarias. —¿Qué balance hace de este gobierno? —Ha manejado el pasado con oportuna impertinencia, el presente con riesgosa

cautela y el futuro con real ilusionismo. —¿Cómo ve la relación del Poder Ejecutivo con el Legislativo? —Tratar de quedar bien con el parlamento es como intentar congraciarse con

una hidra regalándole un sombrero. Gracias.

EXIMIOS

—¡Qué extraños son! —comentó el mono, mirando a los seres humanos del otro lado de la reja—. Cada uno se saca sus propios piojos. —Si se los sacan —aclaró la mona, y se fueron a mirar otra jaula.

LÁGRIMAS NATURALES Pez, ¿quién notará tus lágrimas cuando estés triste?

Sauce, no será difícil ocultar una lágrima entre tus hojas. Cocodrilo, la tuya puede ser la lágrima que salve al río de secarse.

¿DÓNDE?

Está Dios “el que explica”, es el que está lejos. También está Dios “el que casti-ga y recompensa”, es el que viene y se va. Por último, está Dios “el que hace la vida”; es el que come en tu mesa; el que se acuesta en tu cama; el que camina por las mismas calles que tú; el que eres, sin darte cuenta, cuando no piensas en Él.

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LA PALOMA DE KANT

Estas tierras, al pisarlas, emanan una tranquilidad que me envenena, que me ata

a este destino contra el cual debería luchar pero no puedo. En lo profundo, no pertenez-co a este lugar. Así lo siento. Sin embargo, su superficie, humedecida por todo aquello que fluye en mí, me pertenece más que ninguna otra cosa en el mundo. Y pienso: si con esta leve melancolía puedo vislumbrar la felicidad…13

13 El filósofo alemán Immanuel Kant imaginó una metáfora en la cual una paloma piensa que si vuela bien en el aire ligero volará mejor en el vacío; la paloma ignora que el mismo aire que se resiste a su avance es el que sustenta su vuelo.

El azul del sencillo cielo agrario, Promete a la buena voluntad las alturas. Pasa todavía un jinete solitario… Y hay mozas calladas en las puertas oscuras.

Luna Campestre, Leopoldo Lugones

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AL ABRIR LOS OJOS Despertó y los vio. Vestían de blanco. En un susurro mencionaron su nombre. No lo miraban con buenas intenciones. “Me van a matar”, pensó. De inmediato se puso en guardia. Observó a su alrededor. Estaba sobre una camilla, entre dos mamparas. De su boca salían tubos. Apoyó la barbilla en su pecho: estaba lleno de electrodos y cables. Volvió a apoyar la nuca sobre la almohada. Luego, giró los ojos y miró detrás de él. No pudo ver los instrumentos, pero estaban allí. “¡Cuidado! Uno de ellos se acerca... Debo hacerme el dormido”. Entrecerró los ojos. La sombra de una mujer se acercó al pie de la camilla. “Si se acerca más, la golpeo... ¡Puta! No puedo. Hay una maldita sonda en mi brazo”. Se movió sin querer. “Tranquilo”, le dijo la mujer antes de retirarse, “ya nos encargaremos de usted”. Se le heló la sangre. Cuando la mujer estuvo fuera del cubícu-lo, abrió los ojos. Buscaba una salida. “Allí está. Detrás de esa mampara de vidrio hay una puerta”. Despacio cruzó un brazo sobre el abdomen y comenzó a quitarse la sonda... “¿Qué está haciendo?”, gritó el hombre de mayor altura. Otros dos, más bajos y fornidos, se abalanzaron sobre él. “Ya lo tenemos, doctor...”, alcanzó a decir el de la derecha, antes de recibir un codazo en el pecho. La mampara, detrás de él, tambaleó. “Ahora o nunca”, pensó el paciente y se incorporó con violencia. Sintió que los electro-dos saltaban de su pecho. El tirón en la boca lo detuvo un instante fatal. Desesperado, observó como los tres hombres lo dominaban. Luchaba. Las garras del doctor no solta-ban sus piernas. Se retorcía. Los enfermeros lo maniataban. Abría los ojos. La enferme-ra avanzaba con una jeringa en la mano. “¡Naaa!”, fue el grito que salió de su garganta entubada... Sonó un celular. La tensión cedió un instante. El tiempo fluyó con más lentitud. “Ajá”, se escuchó. Un hombre bajo, de barba y traje gris, con una mano en la cintura y otra sosteniendo el teléfono, surgió detrás de la mampara. Al señalar la jeringa, ordenó: “Ésa no... Dale... un... tran... qui... li... zan... te... no... más...”. Todo giraba a su alrede-dor. La luz y los movimientos se amortiguaron... Despertó otra vez y vio a su esposa. Estaba en una habitación llena de luz. Un rato más tarde, en tono de broma, ella le reprochó: “Sos un loco, Pancho. El doctor me contó lo que hiciste a la salida del quirófano. ¡Recién operado del corazón y a los golpes con los enfermeros! ‘No se preocupe, señora, las anestesias pueden producir esos efec-tos’, me dijo…”. Ella seguía hablando y él necesitaba descansar. Reclinó su cabeza hacia la luz. Miró por la ventana. Del otro lado del pozo de aire había más ventanas que daban a un corredor. Allí vio a un hombre bajo, de barba y traje gris, con una mano en la cintura y otra sosteniendo el celular. No pudo leer los labios que decían: “Es increí-ble. No era él. Era el hermano gemelo…”.

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NANO

Para mi hijo, cuando sea padre.

¡Hola! Estoy aquí. ¡Aquí, debajo del tilde de la i! Pero no de esta i, que no tiene tilde, de la otra, al final de la segunda oración. ¡Aquí!¡Aquí! Digo, ¡allí!, ¡allí! En la i de aquí. ¿Puedes verme? ¡Hola! No te alejes de mí. ¡Ya voy! No me pierdas de vista. ¡Uf! Ahora estoy aquí, justo en esta i, a tu izquierda, el tilde es mi gorrito. ¿Me ves, no? ¿No me ves…? Qué pena; es la historia de mi vida. Aunque debería estar acostumbrado, a veces lo lamento. Soy Nano, el más pequeño de los dioses griegos. ¡Ejem!, ¿ahora te interesa, no? Esta vez, estimado lector, si quieres verme… ¡presta atención! Me situaré aquí… No, mejor me quito el sombrerito, así me hago desear (después de todo soy un dios) y te aviso, te anuncio con bombos y platillos, que me voy a colocar en esa palabra que representa mi hogar, más exactamente en el punto que se encuentra sobre la vocal que está después de la letra ele y antes de la eme, ya sabes a qué me refiero: al Olimpo. Ahora sí, ¿me ves? Aquí en la tercera letra de Olimpo, o mejor dicho allí, en la palabra, en la tinta aplicada sobre el papel, cerca de tus manos. ¿Quieres que te haga cosquillas? ¿No las sientes? ¡Ay, soy tan pequeño! Pero no te preocupes, siempre he intentado que me vean y, aunque nunca lo he logrado, seguiré intentándolo, pues no soy invisible co-mo Hades, sólo soy pequeño, muy pequeño. No importa. Si tú estás de acuerdo, saltaré de punto en punto (me gustan los puntos porque son tiernos y redonditos) y acompañaré el movimiento de tus pupilas (que también son tiernas y redonditas). Por ejemplo, ahora acabo de saltar desde esa jota hasta ésta. No voy a insistir preguntándote si me ves o no, pero, si logras hacerlo… ¡avísame enseguida! Te decía que, mientras salto de un punto a otro, si te interesa, te puedo contar, si no te aburre…, ¿no me ves, no? En fin, la cues-tión es que, como nadie me ve, piensan que lo que hago yo en realidad no lo hago yo, lo hace algún otro dios más poderoso, más conocido, en dos palabras: más visible. Por eso me gustaría contarte mi historia. Así que, si estabas hincado ante mí (como corresponde ante un verdadero dios), levántate y prepárate para escucharla; si no, no me acuerdo lo que pasaría si no lo haces (en realidad, me acuerdo; pero como soy tan bueno como chiquito, te perdono). Para que mi padre Cronos no me comiera al nacer, mi abuela Gea condensó el infinito en un punto y me ocultó allí. Cuando papá, que en ese momento estaba peleado con ella porque no le preparaba los sándwiches como antes, se dio cuen-ta de la triquiñuela, redujo lo eterno a un instante y me condenó a vivir en él para siem-pre, ¿cosa rara, no? Muchos escultores clásicos quisieron cincelar mi apuesta figura con la punta de un alfiler sobre un grano de arena. Sin embargo, mis rasgos quedaban tan grotescos que de inmediato mandaba destruir las esculturas (¿les dije que soy muy po-deroso, no?). Y así pasé desapercibido durante mucho tiempo, hasta que un día, mien-tras tejía como Penélope quimeras de grandeza con el hilo de Ariadna (para encontrar el camino en éste, mi minúsculo laberinto), alguien me compuso una canción: “el repara-dor de sueños”. Pues eso es lo que humildemente soy: un reparador de sueños. A veces rotos, a veces desgastados, a veces con agujeritos, todos nuestros sueños merecen una segunda oportunidad para transformarse en realidad; ya que, si soñamos con un mundo mejor, algún día despertaremos en él. Entonces ya me conoces: Nano, el pequeño gran reparador de sueños. Hablando de mí, ¿has intentado verme con una lupa? Tu última oportunidad, dulce amor, puede estar en estos puntos suspensivos… ¡Psst! ¡Shh! Prue-ba en cerrar los ojos y me verás.

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CANCIÓN DE CUNA

¡Oh, por una voz como el trueno y una lengua capaz de aho-

gar la garganta de la guerra! La luz de un relámpago ilumina el campo de batalla; tres helicópteros en vuelo rasante cabalgan hacia su objetivo. Dentro, el ruido aísla a los soldados en sí mismos; ansiosos por rasgar el velo que les oculta el futuro, callan gritos de victorias perdidas en el pasado. Cuando los sentidos son sacudidos y el alma es conducida a la locura, ¿quién

puede resistir? Uno de los aparatos tiembla en el aire; luego, convertido en llamarada, cae girando entre retazos de sueños, carne y metal. Los sobrevi-vientes cierran los ojos: tras un yelmo de piel endurecida, ven agitarse las as-pas de sus propios espíritus enajenados por la guerra. Cuando las almas de los oprimidos luchan en el agitado aire que arde, ¿quién puede re-

sistir? Debajo, en una brecha entre los matorrales, un muchacho uniformado con harapos se protege del humo caliente. Con una sonrisa en su rostro cetri-no, mira hacia donde se oculta su compañero y agita, en señal de triunfo, el cilindro verde oscuro de donde partió la muerte para los infieles. No le respon-derá jamás; cadáver de ojos abiertos, atravesado por una esquirla del pájaro derribado, vuela ahora hacia el paraíso de los guerreros. Cuando el remolino de furia desciende del Trono de Dios; cuando el ceño de su sem-

blante arrastra las naciones enteras, ¿quién puede resistir? Más harapientos salen de sus escondites y en nombre de Mahdi, “el Salvador”, arro-jan metralla hacia donde aterrizan los helicópteros. La caballería alada les res-ponde con ráfagas de plomo, transmutado en sangre que traga la tierra que deben conquistar para dar cumplimiento a su Destino Manifiesto. Cuando el pecado bate sus amplias alas sobre el campo de batalla y navega regocijándose en una marea de muerte; cuando las almas son arrancadas hacia el fuego eterno y los demonios del infierno disfru-

tan de la carnicería, ¡oh!, ¿quién puede resistir? Lejos, en su tienda de nómada, un hombre iluminado por las llamas que encienden sus ojos, pro-paga el fuego de la fe con sólo mirar el horizonte. Más lejos aun, otro hombre, sentado en la penumbra de una oficina sin rincones, hace girar con la punta de su bota un globo terráqueo, y piensa en las urnas y en el poder que de Dios ha tomado. Ambos, a su modo, son víctimas de otros; como nosotros, que apenas logramos hacer dormir nuestras pequeñas violencias cotidianas. ¡Oh! ¿Quién ha causado esto? ¡Oh! ¿Quién puede responder ante el Trono de Dios? ¡Los Reyes y Nobles de la Tierra lo han hecho! No escuches, Cielo, ¡tus Ministros lo han hecho!

Poema de William Blake (1757-1827)

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EL TAPIZ DE HILDEGARD

Bingen, 17 de Setiembre de 1179

—¡Ah! —la anciana abrió los ojos. Estaba rodeada por una luz, totalmente blanca, que partía de cada punto del espacio. O clarissima Mater sanctae medicinae… Desde que era niña, esas visiones la acom-pañaron y la hicieron especial. Tu unguenta per sanctum Filium tuum infundisti in plangentia vulnera mortis, qua Eva aedificavit in tormenta animarum... Vio caer una estrella del cielo; tras ella, muchas otras tam-bién cayeron y se apagaron en el mar: sus padres, sus hermanos, sus hermanas, Jutta, Volmar… Tu destruxisti mortem aedificando vitam… Un último deseo escapó de sus labios, dejando la paz con arrugas dibu-jadas en su sonrisa. Ora pro nobis ad tuum Natum, stella maris, Ma-ria…El coro calló junto con las estrellas.

……

—¡Que sea una niña! —Bien, como gustes. —¡Hildegard! Se llamará Hildegard —dijo el tejedor frente al telar. —No tengo objeción —respondió la tejedora, del otro lado de la urdimbre. —¡Que sea feliz! —Mmm… Eso es más… ¿Cómo decirlo…? —¡Difícil! Ya lo sé… —el hombre miró el inicio del entramado— Es que… —No depende enteramente de nosotros. —¡Pero podemos ayudar! —Podemos, claro que podemos. —¿Qué se te ocurre? —Un dolor de cabeza. —¡No me refería a ti! —Ya lo sé. —¿Que a ella le duela la cabeza? —Sí. Mucho. —¿Mucho? —Sí, eso. —Y eso, ¿cómo nos…, la ayuda a ser feliz? —Depende de ella. —¡Me lo imaginaba! Ya lo probamos antes, y… no funcionó. —Observa —dijo la mujer señalando una rueca—. Estos hilos son diferentes... —¡Sí! Parecen las cuerdas de un instrumento musical… —Y lo son.

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—¿Entonces? — La jaqueca… —¡Produce visiones! —Correcto —las manos de la tejedora movían la lanzadera con precisión. —Y las visones, música. Y la música… —Quizás… —¡Felicidad! —…felicidad. Sin embargo… —¡Ya verás! —… como todos, querrá conocer la urdimbre sobre la que tramamos su destino. —¡Y lo hará sin intermediarios! No te preocupes por eso. ¡Sigamos! —Bien… Aquí haremos un nudo con este hilo nazareno tan solitario… —¡Es Jutta! La recuerdo. —Jutta, la anacoreta. —¡Nunca hicimos nada por mejorar su situación! Esa soledad, es tan… —Y ahora, ¿qué estamos haciendo, querido? —¡Perdón! Es que…, este tapiz me entusiasma tanto que… —De esta manera, si de niña, los dolores de cabeza son muy grandes…

—¡Jutta puede llegar a ser su institutriz! ¡Bravo! —Y luego… —¡Claro! Hagamos pasar cerca todas estas lanillas de colores. —Bien. Si tú lo dices… Terminarán formando un convento. —¡Me gusta! —Sin embargo… —¿Otra vez?

—Aquí hay un hilo… —la mujer señalaba uno color rubí— Pero no me animo. —¡Ajá! —el tejedor sonrió—. Lo llamaremos Volmar: varón, su misma edad… —Pero… —No depende enteramente de nosotros, ¿no es eso lo que dijiste? —Sí. —¿Y? —El será monje —la tejedora miraba el espejo ubicado frente al telar. —¡Y ella monja! —¿Entiendes? —Si no puede ser… Será el preboste de su convento, su secretario, su… —Nada más. —En fin… ¿Has visto cómo nos acercamos a esos hilos dorados? —Sí. Papas y emperadores… —¡Oirán hablar de ella! ¡Vaya que sí! —Usaré lino, para que también se acerque a la naturaleza… —¡Pasarán mil años y este tapiz aún estará en las paredes de la Memoria! —Ya casi llegamos al final, ¿quieres un té? —Sí, gracias —el hombre encontró su mirada en el aire.

—Y… ¿su último deseo? —ella lo vio suspirar antes de responderle. —Que tú seas Hildegard —sonrió. —Y tú, Volmar —sonrieron, y las arrugas en el tapiz no significaron nada.

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SOPA DE CAMÁNDULAS

La pantalla del televisor mostró la elegante figura del pastor Glenn Glassview; subía con agilidad los escalones que le permitían acceder al escenario. Una vez allí, las cámaras se concentraron en su sonrisa, que inevitablemente atraía la atención de todos los espectadores. Un primer plano de su rostro registró las lágrimas de emoción que comenzaban a brotar de sus ojos. Despacio, se quitó los lentes y los colocó en el púlpito, junto a un ajado ejemplar de la Biblia con decenas de papelitos a modo de marcadores. La música y el griterío cesaron cuando los dedos índice y pulgar de su mano derecha se apretaron sobre el fino caballete de su nariz, muy cerca de sus lagrimeantes ojos cerra-dos. Con gesto trágico y ceño fruncido, comenzó a agitar su mano izquierda, como si ahuyentara a una mosca pecadora. Así comenzaba su sermón… —Tengo ganas de ir al baño, Clarisse —dijo la anciana, al bajar el volumen del televisor, en su tercer intento, luego de haber hecho aparecer un extraño menú en la pan-talla, mientras distorsionaba los colores y apretaba con saña los botones equivocados del control remoto. “Que aparato tan horrible”, pensó. —¿Tiene que ser justo ahora, Ethel? —le dijo la enfermera “culo de hormiga”, como la llamaban sus compañeras del residencial, por lo desproporcionado de su tras-ero—. ¡Justo ahora que el pastor comienza con el sermón! —insistió con su gesto frun-cido. —Sí, Clarisse —le contestó Ethel, con paciencia de docente—. Tú sabes que a los ochenta y siete años ya no controlo mi vejiga como cuando era joven. A ti te pasa algo similar con tu boca, querida. Al retornar del baño, ambas mujeres, sin hablar, volvieron a ubicarse frente al televisor. Clarisse, con ansiedad, manipuló el control remoto hasta sintonizar de nuevo el canal que transmitía las ceremonias religiosas. En ese momento, una voz — capaz de vender desde un quitamanchas hasta un aparato de gimnasia— ofrecía los videos “de sanación y salvación del alma”, grabados por el pastor Glassview en el preciso momen-to en que “Dios apretó el botón ‘record’ con su dedo creador”. Contrariada, porque el sermón ya había terminado, Clarisse apagó el televisor y observó a Ethel, que dormitaba en su sofá. —¡Ethel! —gritó con picardía la enfermera “culo de hormiga”—. Ethel, ya es hora de acostarse —la anciana reaccionó con resignación, abrió los ojos y se incorporó con lentitud—. Ethel, querida, mañana viene el pastor Glassview a la ciudad. Te haría

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bien ir a verlo, te traería paz y alegría. No estarías tan amargada y pendiente de los deta-lles. Si quieres, puedes acompañarme… —Nunca creí en esas cosas, Clarisse —le respondió Ethel con serenidad, mien-tras se ponía el camisón—. Pero, de todos modos, si mañana me siento bien, iremos. ¿Hay lugar dónde sentarse, no? Digo, por tu co… comodidad.

El local, antes ocupado por un cine, ahora estaba lleno de cruces estilizadas y fotos de Glenn Glassview que reflejaban sus gestos más típicos. A la entrada, en una especie de quiosco, se vendían desde crucifijos hasta los famosos videos del “dedo de Dios”. Clarisse había conseguido dos asientos en la primera fila. Ethel lucía sus mejores ropas, pulcras y discretas como siempre. Sonaba una música repetitiva, seleccionada por los asesores de “luz y sonido” de Glassview debido a su poder hipnótico. Era la misma en todas las ceremonias. De ese modo, facilitaba la entrada en trance de los feligreses habituales. Ya algunos de ellos, Clarisse incluida, mostraban signos de alteración en su conciencia: relajación, ojos bien abiertos y un balanceo rítmico en sus cuerpos.

Como en la televisión, Glenn Glassview hizo su espectacular entrada en escena. Detrás de él, las chicas del coro entonaban canciones de paz y de amor. Todas ellas habían sido “poseídas” por el “espíritu santo” de Glassview. Eso sí, revestido de una fina capa de látex, para evitar el advenimiento de nuevos e inesperados mesías. Luego del silencio expectante, vino el sermón. El pastor, al hablar, hacía que cada sílaba sonara como una gota que horadaba las barreras emocionales de sus oyentes. Excepto las de Ethel, que dormitaba y de a ratos miraba con curiosidad a su alrededor. Escuchaba tér-minos tales como “satanás”, “pecadores”, “los jinetes del apocalipsis” y se volvía a dormir; hasta que Clarisse la tocaba con el codo o con el culo al bambolearse, totalmen-te concentrada. “Dad al Señor”, “Dad al Señor”, comenzaron a gritar al finalizar el ser-món, y un revoloteo de carteras, bolsillos y billetes llenó la sala.

Vino luego el momento de los testimonios y de las curaciones milagrosas. El ambiente se llenó de excitación. Los “amén” y los “Jesús sana” parecían brotar de todos los labios. En determinado instante, Ethel —algo atontada por tanto ruido—, se vio con-ducida por Clarisse al escenario:

—¿Cómo te llamas, abuela? —le preguntó el pastor con su sonrisa reluciente, luego de que la anciana se hubiera sentado y acomodado el viso debajo de su falda.

—Mi nombre es Ethel —respondió, algo fastidiada— y durante muchos años fui profesora de Literatura.

—Dios te bendiga , Ethel, ¿cómo te encuentras de salud? —preguntó Glassview. —Gracias a Dios, bastante bien, para mis ochenta y tantos —un estruendoso

“aleluya” surgió desde la platea—. Mamá viene todas las semanas a visitarme y se pre-ocupa por mi salud. Por suerte, ella está muy bien de su cabeza— dijo, refiriéndose a su hija.

—¡Ja, ja, ja! Ya veo, el Señor te ha bendecido con un fabuloso sentido del humor, hermana Ethel. Clarisse me dice que es tu primera concurrencia a este humilde templo de Dios, ¿qué te ha parecido, hermana?

—Una verdadera sopa de camándulas. —¿De qué, hermana? —atinó a decir Glassview, temiendo lo peor. —De camándulas, de hipocresías como la suya —dijo Ethel, mirando con curio-

sidad a un puntito rojo que había en ese aparato tan extraño, sostenido por un muchacho en su hombro—. ¡Clarisse! —ordenó con dulce rigor —. Volvamos a casa, por favor.

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LA CARRETERA

Era una tarde de otoño que abrigaba un paisaje de campos verdes y ondulados, de cielo azul soleado. Sobre aquéllos y bajo éste, corría la carretera. Uniendo puntos remotos, dividiendo superficies cercanas, subía y bajaba siguiendo el ritmo del terreno. La vemos desde lo alto, y en ella imaginamos un escenario fijo sobre el cual se mueven los actores. Es necesario prestar atención …

La camioneta pick-up roja que se aleja de nosotros es conducida por Juan Terra. Como ingeniero vial estaba satisfecho de haber dirigido la construcción de esta carretera en particular. Le traía buenos recuerdos. Repasaba en su memoria cada problema en-frentado, cada solución encontrada con ingenio o sacrificio, y, en efecto, hallaba en ellos buenos recuerdos. Los últimos, quizás. Desde que la obra había terminado, hace un año, más exactamente el día de su cumpleaños número cuarenta y cuatro, comenzó a sentirse fuera de lugar en el mundo. “Es natural”, le decían sus colegas, “cuando una obra grande termina, cuesta volver a la rutina”. Sin embargo, algo no ajustaba.

Había piezas en el puzzle de su vida que faltaban o ya no coincidían con los agu-jeros vacíos. El divorcio, una etapa que consideraba superada hace muchos años, rebro-taba como una semilla amarga en su memoria. La adolescencia de sus hijos aún no la aceptaba y le costaba tender puentes hacia ellos. “Son más sencillos los de hormigón armado”, pensó, con la boca mitad sonrisa mitad mueca, al cruzar un arroyo.

Pero el punto de inflexión, el origen último y primero de este hallarse ajeno a sí mismo, fue el día en que aparecieron esos pequeños bultos debajo de sus axilas. Los primeros meses se auto-engañó, ahuyentando con tanta avidez el recuerdo de su padre, que logró olvidarlos. Hasta que se percató que aún estaban allí, un poco más grandes. De la desidia pasó al pánico, y cuando su péndulo emocional se estabilizó, habló con su primo, que era médico. Él lo escuchó, lo insultó como correspondía y le recomendó una clínica para que se hiciera los primeros análisis.

El sobre cerrado con los resultados de dichos análisis yacía, como al descuido, junto a él en el asiento delantero de la camioneta. Al salir de la clínica con el sobre en la mano, sonó el celular; era su capataz de mayor confianza: “Ingeniero, hay un problemita con el mantenimiento de las señalizaciones que me gustaría que usted viera personal-

Este camino Une mundos ajenos,

No tan lejanos.

Haiku Oriental , s. XXI

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mente, lo espero en el obrador”, le dijo el hombre con parquedad. Miró su reloj, miró el sobre que no se animaba a abrir, subió a la camioneta y se lanzó al ritual de devorar kilómetros por la carretera.

En sentido contrario vemos a Américo Vespa que se acerca pistoneando con su cachila. El veterano chacarero disfruta de una vida sin prisa, pero sin pausa. “Para con-servar esta joyita intacta, trate que la agujita no pase de las cuarenta millas por hora”, fue el consejo que le dio el vendedor de autos usados, cosa que Américo respetaba a rajatabla, como si formara parte de un contrato.

Volvía de almorzar —y por qué no, de “tomar unos vinos”— con su vecino, el viudo Avelindo, quien quería comprarle la faja de terreno que había quedado de este lado de la carretera, víctima de la expropiación. Casildo, el peón de su chacra, lo llamó poco después de la una para avisarle que, como esta mañana había llegado más tarde, hoy se retiraría más temprano. “Dale nomás”, le contestó Américo, “ya salgo para allá”.

Mientras manejaba de vuelta a su casa, pensaba en el negocio propuesto por Avelindo: el pago con Bonos del Tesoro africanos no parecía muy seguro. Era obvio que se trataba de otro pícaro estafador, como el vendedor de autos usados o el propio Casildo, que le robaba leche y hortalizas; pero después de cuarenta años en la mafia, cuando uno “se retira” no quiere problemas. Y Américo suspiró al meditar sobre su nueva identidad. La memoria a veces se parece a un espejo retrovisor, se le ocurrió al tomar una curva, nos muestra lo que hay detrás de nosotros pero no siempre refleja el camino por donde pasamos.

Unos kilómetros detrás de él, “Loki” Cooper viene pisando el acelerador de su nueva cuatro por cuatro. Desde que cumplió los dieciocho años de edad, éste era el cuarto auto que su padre le regalaba. Uno tras otro los había chocado. “Un choque por año no es tanta cosa, viejo” y el viejo puso de nuevo los pesos sobre la mesa.

“Esta vez será diferente”, fue la promesa que hizo, en apariencia falsa, en reali-dad verdadera. De manera sutil, algo había cambiado en él sin que él mismo aún lo su-piera: se había enamorado. La vio en una fiesta y la historia comenzó como otras tantas. Sin embargo, existía en ella, debajo de su piel bronceada y suave, un principio de auto-ridad y firmeza que ningún ser querido —por llamar así a su familia— le demostró ja-más en su vida. Era lo que él pedía a gritos enmudecidos por su falta de respeto a quie-nes no lo comprendían.

Ahora ella era el eje tutor de su existencia. Manejaba y pensaba “cupido con su mano de hierro me ha …”. Opa. Un zorrillo. “Casi lo piso”. El incidente aclaró su men-te. Cumpliría con lo que su amor le pedía —una locura como tantas otras cometidas en el pasado— y luego la vería. Deseaba verla y, para mitigar su ansiedad, recordaba sus palabras perfumadas de acento: “Es sólo un mensaje, lo harás bien, por mí”. El peso de su pie derecho se hizo sentir como un rugido.

Cada uno en su mundo y los tres con la delgada faja blanca discontinua que mar-ca el centro de la carretera a su izquierda. Convergiendo, todos ellos, hacia una misma cima …

Terra no otea el horizonte, como hace siempre, para ver si vienen coches en sen-tido contrario, ya que se pasa mirando de reojo el sobre. “Soy un cobarde”, piensa antes de subir la próxima cuesta. Del otro lado de la misma, viene Américo y detrás Loki, quien acelera cruzando la línea amarilla para adelantar a la cachila. Américo, que sí había visto la camioneta roja a lo lejos, lo observa y alcanza a murmurar un “maledet-

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to”, mientras prende el señalero izquierdo para avisarle al imprudente sobre la presencia de un vehículo en la otra senda y él se aprieta contra la derecha. Entonces Loki la ve, una camioneta roja con sus luces bajas encendidas, y cierra los ojos… Terra, que segun-dos antes había decidido parar en la banquina para leer, finalmente, el contenido del sobre, ve pasar una flecha rodante a centímetros por su izquierda.

Al abrir de nuevo los ojos, Loki se encontró sorprendido de estar vivo y de ver una curva difícil de enderezar delante de él. Como resultado, terminó en la cuneta. Vio como el conductor de la camioneta roja corría hacia él preguntándole a gritos si estaba bien, pero no le prestó atención. Su objetivo, la cachila del italiano, pasó despacio por su carril, es decir, sin haberla podido descarrilar. Una mirada bastó para transmitir y recibir el mensaje.

Un telón de luna y estrellas se está por cerrar sobre nuestro escenario. Vemos a

los actores quitarse, poco a poco, el maquillaje, desvaneciéndose en este último párrafo. Juan Terra, luego de llamar al servicio de emergencia, se volvió a sentar en la camione-ta, recogió el sobre del piso, miró el horizonte de fuego rosado, suspiró y abrió el so-bre… Esa noche festejó estar sano junto con sus compañeros de trabajo, quienes le habían organizado una fiesta de cumpleaños sorpresa en el obrador, al cual lo atrajeron con la llamada lacónica de su capataz. Américo Vespa, por su parte, apenas frunció el ceño cuando se alejó del lugar del accidente: debía volar de nuevo, sin prisa y sin pausa. “Loki” Cooper jamás volvió a ver a su amor.

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MINIATURISMOS

Para cuando no hay tiempo, ni siquiera, para tener prisa.

EL MIEDO DE AMOXTLÁN

Cuentan que, cuando todos sus seguidores se pusieron de acuerdo, Amoxtlán

sintió miedo, y los aniquiló.

SUBVERTIR LA VERDAD

Hacer objetivo lo subjetivo (si te odio, hago que parezca que estoy castigando una traición) mientras se vuelve subjetivo lo objetivo (si descubriste que estoy mintien-do, lo presento como que es el resultado de tu envidia).

ROSTROS DE PAPEL —No me quedo con sus personalidades; mucho menos, con sus personas. Sólo me quedo con lo que trasuntan —decía Drunn, el gran escritor landés, cuando recorría las calles de su ciudad natal en busca de personajes.

AMBICIÓN A MEDIDA Si quiere ser el Jefe, tenga paciencia, piense lógicamente y trate de ponerse en el lugar de los demás; si quiere ser el Gran Jefe, haga todo lo contrario.

ASIMETRÍAS Yo dudo de que usted tenga razón —le respondió Pi Camont al fundamentalis-

ta—, pero usted tiene la certeza de que yo estoy equivocado.

CAMPANADAS

Hay quienes oyen una campana y se imaginan toda una sinfonía, en particular,

aquella que más les gusta. Es preferible oír más campanas y quedarse con sus tañidos disonantes; la verdad no suele ser agradable de escuchar.

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EL SUEÑO DE MELONIO

Melonio, recién nacido, movía sus bracitos y piernitas. Su padre sonrió, lo ob-servó y pensó: “Lo veo como mi padre me vio a mí. Me veo moviendo mis bracitos y piernitas mientras mi padre sonríe, me observa y piensa”. Así comenzamos y así pode-mos continuar, pasando las hojas del árbol-libro de las generaciones, como si nuestra mano derecha sujetara firmemente su lomo y el pulgar de la izquierda se deslizara, rau-do, haciendo presión en el lado expuesto al vuelo de tales hojas. Abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, todos ellos unidos por una larga cadena de pequeños momentos y por un ritual de sonreír, observar y pensar. Ritual éste que no se hereda, sino que tiene sus raí-ces en el más remoto de los futuros posibles y, como una flecha tensada por la cuerda del presente, disparamos con el arco del porvenir hacia el pasado. Por supuesto que hay grietas en el continuo temporal que debe atravesar dicha saeta en su camino: no todos los padres vieron nacer a sus hijos. Sin embargo, como un tren que no se detiene ante las pequeñas discontinuidades de la vía, una inercia vertiginosa hace efectivo su avance, retrocediendo e inflamando de novedad aquellos pequeños momentos que se creían ob-soletos. Hasta el punto, inevitable, por ser parte del ayer, en el cual el pulgar se queda sin hojas; y la flecha, sin aire para continuar. En ese momento, tenemos que decidir si el abuelo de todos los abuelos es un mono o es un dios…¿Quién o qué sonrió, nos observó y pensó en esa primera página vital teñida de alba? Con esto soñaba su sueño sin forma Melonio cuando lo despertaron para darle a luz.

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UNA NOCHE ESTRELLADA

19 de Junio de 2003

—Sire, mientras buscaba información sobre lo que usted me pidió, encontré otra cosa… interesante —dijo el agente Fox, luego de pensar con detenimiento lo que iba a decir; su jefe no era una persona fácil de tratar. —Bien —el hombre sonreía; le encantaba que le dijeran Sire, su única concesión a la vanidad—, adelante.

—Se trata de este buque, Sire —dijo el agente, al señalar la pantalla de su com-putadora portátil—. Fue botado en 1966, en los astilleros Ganz de Budapest, con el nombre de “Astrid”. Se trata de un buque de carga general. Tiene 74 metros de eslora y 11 metros de manga, aproximadamente. Primero navegó con bandera soviética y luego, hasta el 18 de Julio de 2001, con bandera ucraniana. En esa fecha lo compra una empre-sa denominada Bureau Barilla of Shipping Ltd., con sede en Estambul, Turquía. Cambia de nombre y pasa a llamarse “Sea Courier”, con bandera camboyana. En Enero de 2003 es arrestado por quinta vez, en esta oportunidad en el puerto de Seaham, Reino Unido, debido a su mal estado general. Se le encuentran 47 faltas graves. En conclusión, las autoridades marítimas británicas lo rematan en 22.000 libras esterlinas, para poder co-brar las multas. Lo compra la empresa Unicrow Ltd., de Sligo, Irlanda. Dicha empresa es propiedad de los Mac Nolly, con fama de verdaderos piratas en la industria naval y posibles vinculaciones con el IRA. El nombre actual del buque es “Starry Night” —Fox hizo una pausa—. Pocas semanas después, Unicrow lo vende a Beta Shipping Ltd., una de sus empresas subsidiarias ubicada en las Islas Marshall, la cual, a su vez, lo arrienda a Aegis Navigation Ltd., de Chipre. También le cambia la bandera para la de las Islas Comores. En este caso, no se trata de una bandera de conveniencia común, es decir, que cobra poco y exige menos, además pone mucho énfasis en su carácter islámico. Tan es así, que la sede de la autoridad marítima de las Islas Comores no está en las Islas Como-res, está en Sharjah, en los Emiratos Árabes Unidos. En Marzo, el buque de nuevo es arrestado en Seaham al hallársele agujereada la cubierta de la sala de máquinas. Luego de reparar esta avería, zarpa hacia el puerto de Durres en Albania. Una vez allí, Kasar Shipping & Trading Ltd, de Estambul, pone un aviso en la red ofreciendo los servicios del buque al mejor postor, “para viajes cortos o largos”. Dicha compañía, es otra de las empresas fantasma de los Mac Nolly. El 22 de Abril alguien responde al anuncio y el 27 suelta amarras nuevamente, esta vez hacia Túnez, con más exactitud hacia el puerto de Gabes. Y aquí viene lo más interesante…

¿Saben que tuve otro sueño, en el que veía que el sol, la luna y once estrellas

me hacían reverencias?

José, Génesis 37:9

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—La carga —interrumpió el jefe; el agente respiró aliviado al observar que aún mantenía el interés en el asunto. —Así es, Sire. Se trata de 680 toneladas de explosivos tipo ANFO, nitrato de amonio para ser más específicos, y 8000 detonadores, todos ellos fabricados por la So-cieté Tunisienne d’Explosifs et Munitions para una empresa en Sudán, llamada Rokami-la Company for Chemicals and Development Inc. Luego de terminar la carga, el 13 de Mayo, zarpó, supuestamente hacia el puerto de Khartoum, en Sudán. Sin embargo, en vez de dirigirse al Canal de Suez, el buque cruzó los Dardanelos el 21 de Mayo y entró en Estambul el día siguiente. Allí, cambió de tripulación: embarcó seis ucranianos, in-cluido el capitán, y dos azeríes o azerbaijanos, como quiera llamarlos. El 5 de Junio cruzó otra vez el Bósforo y ahora se encuentra dando vueltas entre Grecia y Turquía, en el Mar Egeo. Por lo que pudimos averiguar, toda esta demora se debe a que los Mac Nolly están chantajeando a la fábrica de explosivos tunecina para cobrarle 35.000 dóla-res más de lo acordado por entregar esta mercadería a sus compradores en Sudán. —¿Y la OTAN? —preguntó el jefe. —Desde Octubre del año pasado, luego del atentado de las Torres Gemelas, los aliados pusieron en marcha la Operación “Active Endeavur” destinada a detectar y abordar todo barco sospechoso que navegue en el Mediterráneo. Es curioso, pero el “Starry Night” todavía no está en esa categoría. —Bien —el jefe entrecerró los ojos; era algo extraño de verdad, su agente había hecho un buen trabajo—. En cuanto al operativo, ya saben, esperen mis órdenes. —Así se hará, Sire —Fox se puso de pie, saludó inclinando levemente la cabeza y se dirigió hacia un helicóptero que lo esperaba en la azotea del edificio.

El hombre más poderoso del mundo miró por la ventana y vio la sombra del apa-rato proyectarse sobre la ciudad de San Pablo, mientras se alejaba. ¿Por qué la OTAN no ha detectado aún a este barco cargado de explosivos y vinculaciones terroristas? Le haría esta pregunta a otro de sus agentes. Tomó el teléfono. —Con el presidente de los Estados Unidos, por favor…

21 de Junio de 2003 —Es hermoso —dijo el más joven de los dos, mirando el cuadro que colgaba de la pared, en el depósito de seguridad del Museum of Fine Arts de Houston, Texas—. Pero, por más que me esfuerzo, debo confesar que no logro entender por qué. —Gabriel, hay obras de arte que nos muestran las cosas como son —respondió el más veterano, sin apartar la vista de esos trazos en forma de torrentes azules y grises que rodeaban a los torbellinos de luz amarilla y blanca—, otras nos las muestran como nos gustaría que fueran; pero las más interesantes, de las cuales más aprendemos, son las restantes, aquellas que nos muestran las cosas simplemente como una posibilidad, tan irreal e inesperada como el tiempo que aún no pasó. —¡La teoría del arte según Sebasten Izar! —los dos hombres se dieron vuelta para ver al curador del museo, que estaba parado en la puerta de la bóveda—. No te dejes convencer con tanta facilidad, Gabriel. Aprenderás más si manifiestas una leve oposición a tus maestros. —Buenas tardes, Arthur —dijo Izar, tendiéndole la mano—. Sólo pretendo ser un buen observador y compartir lo que siento. Nada más. —Hablando de ver, ¿cuántas veces lo has visto, así de cerca? —dijo el curador, al señalar la tela rectangular de 74 por 92 centímetros dentro de la cual una aldea de

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óleo duerme de manera apacible y un ciprés, con hojas como llamas, se alza hacia el cielo que cubre el paisaje de insomnio y alucinación. —La primera vez fue en 1955 en París —dijo Izar—, luego volví a verlo recién en 1986 en Nueva York y cuatro años más tarde en Amsterdam. Más recientemente pude verlo en las exhibiciones de Atlanta y Chicago. —¿En 1955? —preguntó Gabriel, el joven encargado de relaciones públicas del museo—. ¿Qué edad tenía? —Seis años —Sebasten sonrió y cerró los ojos por un momento—. Mi padre era diplomático y en aquella época vivíamos en Francia… Fue una hermosa experiencia. —Como habrás observado —dijo Arthur, mirando el catálogo de la próxima muestra, que Izar tenía en la mano: “The Heroic Century: The Museum of Modern Art's Masterpieces, 200 Paintings and Sculptures”—, incluimos tu frase favorita.

—Me pregunto por qué los puntos brillantes del cielo no pueden ser como los puntos negros del mapa de Francia —Sebasten repetía textualmente las palabras de Van Gogh—. Del mismo modo que tomamos el tren para ir a Tarascón o Rouen, podríamos elegir la muerte para ir a una estrella…

—No en vano lo pintó en el asilo de Saint Rémy— murmuró Gabriel. —Diez de las estrellas que figuran en el cuadro corresponden a la constelación

de Aries, tal como se la veía desde Saint-Rémy en Junio de 1889, junto con Venus, la onceava estrella, aquí, en el centro, a la derecha del ciprés —Izar miró a Gabriel a los ojos—. Como verás no era un loco cualquiera.

—Además —agregó Arthur, con una guiñada—, Vincent nació un 30 de Marzo. —Aries —volvió a murmurar Gabriel, esta vez con los ojos bien abiertos. Los tres hicieron reposar sus miradas sobre aquella noche estrellada. Unos minutos más tarde, el museo cerró las puertas al público. El guardia del es-

tacionamiento los saludó al ver el auto de Gabriel cruzar la barrera; Arthur iba junto a él y Sebasten en el asiento trasero. Al doblar la esquina, rumbo a la zona de los restauran-tes, el Volvo gris plateado se cruzó con una camioneta del color de la noche. Sebasten Izar la miró pasar y consultó su teléfono celular en busca de nuevos mensajes.

22 de Junio de 2003

Fox tenía órdenes de esperar dentro de la camioneta hasta que la oscuridad fuera total. A la hora señalada, él y sus hombres bajaron por una escalerilla y subieron al bote inflable que los estaba esperando. El objetivo estaba a menos de cien metros. Remaron en silencio. Una vez en posición, bastó una mirada para que sincronizaran el resto de los movimientos. Lanzaron hacia arriba las cuerdas con garfios, al igual que los viejos pira-tas. Tenían cinco minutos para entrar, diez minutos para cumplir con su misión y otros cinco para retirarse sin dejar rastro. Y así lo hicieron.

24 de Junio de 2003

Starry starry night, paint your pallet blue and grey… El hombre más poderoso del mundo se quitó los auriculares y miró el reloj. Faltaban cinco minutos para las ocho de la mañana. Se acomodó lo mejor que pudo para poder mirar hacia arriba, escorando levemente el pequeño bote de chapa en el cual se encontraba. En la oscuridad de la bó-veda brillaban miles de pequeñas estrellas. Aún disponía de cuatro minutos… Look out on a summer’s day with eyes that know the darkness in my soul. Suspiró.

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Fox estacionó el coche de alquiler en el estacionamiento ubicado frente a las cuevas de Waitomo. El viaje de dos horas y media desde Auckland lo había cansado más que el vuelo intercontinental hasta Nueva Zelanda. Sin duda, se estaba poniendo viejo. Necesitaba dormir.

Un vigilante maorí lo interceptó. —Buen día, señor. Las cuevas están abiertas al público a partir de las nueve… —Buen día. El jefe me espera. —Disculpe, señor, pase por aquí —el hombre lo guió entre las estalactitas y es-

talagmitas hasta un pequeño muelle a orillas del lago subterráneo. Fox subió al bote de chapa y tiró de una cuerda para propulsarlo hacia el centro

de la gruta. Cuando se dio vuelta para ver el muelle, el maorí había desaparecido. Luego de cada tirón, el agua quieta le respondía con un suave murmullo. Varios

metros más adelante logró distinguir la sombra metálica de otro bote. Se detuvo; la acústica era tan perfecta que podía oír la música proveniente de los auriculares del jefe. Tiró una vez más de la cuerda para acercarse.

—Buen día, Fox. —Buenos días, Sire —de pie, con las piernas separadas para no perder el equili-

brio, el agente observaba los miles y miles de puntos luminosos. —Aracnocampa luminosa —dijo Sebasten Izar sin dejar de mirar hacia arriba. —Perdón, Sire. —Aracnocampa luminosa —repitió el jefe—, es el nombre del insecto, parecido

al mosquito, cuya larva luminiscente atrae a otros insectos para alimentarse. Debajo de cada una de ellas cuelga un hilo de baba en donde quedan pegadas las víctimas atraídas por su luz.

—Interesante… —Espero que tus noticias también sean interesantes. —Así es, Sire. El original ya está en su casa de Donostia y la copia con la cual lo

suplantamos será exhibida por el museo en setiembre. Nadie se dará cuenta. —¿Qué tal el viaje por las cloacas de Houston? —Nada que ver con esto, Sire. Se lo aseguro. Con respecto al buque… —Un comando de las Fuerzas Especiales griegas lo abordó hace dos días. Ahora

se encuentra arrestado junto con la tripulación en el puerto de Platis Yalos. —¿Alguna instrucción al respecto, Sire? —Sí —Sebasten hizo una mueca con sus labios—. Elimina a los Mac Nolly, me

tienen cansado. Que algún ex del IRA se encargue. Págales un buen abogado a los tripu-lantes. Luego procura comprar el barco y cambiarle de nombre, lo hundiremos donde no moleste. Averigua que es lo mejor que podemos hacer con el seguro.

—Sí, Sire —al ver que su jefe se volvía a colocar los auriculares, Fox miró bre-vemente hacia arriba y jaló de la cuerda hacia la salida.

Sebasten Izar consultó otra vez su reloj. Le quedaban menos de cincuenta minu-tos antes de que la gruta comenzara a llenarse de turistas. Suspiró. La Noche Estrellada era suya. Debía pensar en algo nuevo. ¿Que tal el Santo Grial?... But I could have told you, Vincent. This world was never meant for one as beautiful as you14.

14 “Vincent”, canción escrita por Don McLean en 1971 en homenaje a Van Gogh.

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MIL ÁNFORAS

¿Quién soy? O, mejor dicho, ¿quién he sido hoy? Recién ahora me lo pregunto, luego de que, como todos los días, el silencio se apodera de mi hogar, palacio o caja de cartón. ¿Quién seré? Cierro los ojos y me duermo. Muy pronto me olvido de esas pre-guntas y sus respuestas. Vivir es ignorar sin saberlo. ¿Para qué buscamos respuestas si al encontrarlas se nos cierran los ojos de aburrimiento? ¿No es mejor escapar de la duda que alcanzar la certeza? ¿No es más natural contradecirse que repetirse cuando todo cambia? ¿No es esta paradoja la tensión que nos arroja, hasta el final, de un momento al siguiente? Si así fuera, encontraríamos más de mil ánforas en el mar: llenas de imagina-ción, el sol y el azul de cada día las despertarían en un nuevo mundo y, al igual que las palabras, las vacilaciones de quienes las hicieron serían las mismas que las nuestras.

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BREVEDADES

DIEZ REINOS

Eran diez reinos cuando el de Shu comenzó a crecer a partir de los otros nueve. Al quedar siete, el poderoso reino de Min se enfrentó al reino de Shu por el control de los restantes cinco. De esa larga contienda, únicamente sobrevivieron cuatro: Chin, Chu, Lon y… Shu. El reino de Chin luchó, sin resignarse jamás, hasta desaparecer. El reino de Chu, por su parte, prefirió la paz hegemónica a la guerra desigual. Al final, el peque-ño y distante reino de Lon venció, sin que nadie se diera cuenta, al exultante reino de Shu, formulándole una sola pregunta: ¿Qué será de ti cuando todos seamos tú?

De esa manera, el imperio Shu se consolidó bajo la dinastía Lon.

UNA (PER)VERSIÓN DEL TEXTO DE NIEMOELLER Primero vinieron por los comunistas; pero como yo ya no era comunista, no dije

nada. Luego vinieron por los socialistas y los sindicalistas; pero como yo ya no era ni lo uno ni lo otro, no dije nada. Más tarde vinieron por los judíos; pero como yo ya no era judío, tampoco dije nada. Al final vinieron por mí; pero como yo ya no era más un es-pía, les dije a mis camaradas que trajeran mi uniforme gris con las cruces gamadas. No mucho tiempo después vinieron por ellos; pero como yo ya no era nazi, les dije a los aliados todo lo que sabía. Hoy, sólo espero convertirme en lo que no seré mañana; si cierro los ojos veo el hueco que hay en mí.

¡NO TE ENOJES!

Uno no se enoja con los mapas que le muestran los escollos, simplemente trata de evitarlos (a los escollos, no a los mapas) y, si no es posible, de sobrevivirlos. Leí una vez, en un hermoso libro de Mauricio Rosencoff, que si uno cuenta los naufragios es porque los ha sobrevivido. De allí este cuento.

EFÍMERA ASPIRACIÓN Al entrar al que era su cuarto, sentí el perfume que aún permanecía encerrado en

él. Luego de un rato, con tristeza, me percaté de que debía salir lo antes posible de allí: el olfato es el más perezoso de los sentidos. Podía acostumbrarse y dejar de notar la sutil diferencia que, al respirar, me hacía feliz. Volver se convertiría en mi efímera aspira-ción.

Si la brevedad es el alma del ingenio…

William Shakespeare

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BREVE HISTORIA DE UN HÉROE SEMIÓTICO

SINTAGMA

Alguien le pide algo para aquél. Uno lo ayuda. Otro trata de impedirlo. Él logra entregarlo. Fin.

PARADIGMA

Él puede ser alguien; alguien puede ser algo; algo puede ser aquél; aquél puede ser uno; uno puede ser otro; otro puede ser él…

¿QUÉ PIENSA SOBRE LOS POLÍTICOS?

—Si acertara a decir la verdad sobre lo que hacen los políticos, a muchos de ellos les darían nauseas y dejarían de hacerlo; el resto simplemente buscaría otra forma de hacer lo mismo. Esto, como usted comprenderá, provocaría el colapso de nuestra sociedad… Ya que alguien tiene que hacer ese trabajo, es preferible que lo hagan ellos, que ya saben lo que nosotros por fortuna desconocemos. Eso es lo que opino.

AQUEL ARRE

“¡Arre! ¡Arre, caballito!”. Corría hacia el galpón de Las Brujas sobre un palo de escoba con cabeza de caballo. Jamás pudo olvidar o comprender lo que vio y vivió esa noche, después de aquel último arre.

EL QUE SABE, SABE

—¿Nota algo diferente en mí? —dijo el Rey, mirando con una sonrisa abrumada por la nostalgia aquel retrato, de su época de play boy, que hacía años no veía.

—Una mirada más sabia, mi señor —respondió el viejo mayordomo, mirándolo a los ojos, del mismo modo que lo había visto nacer—. Pero no como la de un monje, no, mi señor; como la de un gran chef, que cada día prueba de la vida un nuevo sabor.

SI DEPENDE…

… de qué es una cuestión artística. … de quién es una cuestión política.

… de cómo es una cuestión científica. … de por qué es una cuestión religiosa. … de cuánto es una cuestión económica.

… de cuándo y dónde es pura suerte.

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TINTA FRESCA

Este es un epígrafe…

Anónimo

¡Cuidado! La tinta de este texto aún está fresca. Sostenga la presente página con precaución. En caso contrario, sus dedos podrían mancharse o, peor aun, el contenido de este texto podría llegar borronearse. En el primer caso, no quiero asustarlo, los pigmen-tos, al igual que ciertos pimientos que conozco, pueden ser venenosos. Algo diferente ocurre con el segundo caso, allí el damnificado no sería usted, podría ser el próximo lector, quizás la próxima víctima… De los pigmentos, claro. Se lo digo en serio. Es de-cir, no se lo digo porque, en realidad, no le estoy hablando: usted lee y parece como si conversara con migo. ¿Cómo…? Un momento. ¡Entre usted y el autor van a volver loco a este pobre narrador! “Conmigo” va todo junto, es cierto. Disculpen ambos. Repito: no se lo digo porque, en realidad, no le estoy hablando: usted lee y parece como si conver-sara conmigo. ¿Está bien? ¿Sí? ¿Le parece? ¿Qué le parece? ¿Extraño? Pasemos al si-guiente párrafo. Gracias, póngase cómodo. Así que todo esto le parece extraño, ¿no? ¡Cuidado! No se olvide de que la tinta aún está fresca; es más, si fuera por mí, creo que nunca de-bería secarse. Según dicen, el arte consiste en ocultar el arte. En este texto quizás ocurra todo lo contrario. Uno cree en una película mientras no llega a ver un micrófono col-gando en el borde superior de la pantalla. Uno cree en una obra de teatro mientras los actores no se detienen en la mitad de un diálogo para ir a leer el libreto. Uno cree en una escultura o pintura mientras el artista no haya dejado, por olvido, incrustado el cincel o el pincel en su obra. Finalmente, y disculpe la reiteración, uno cree en un texto mientras no lo mencionen a uno… o al autor y sus triquiñuelas. Esas cosas no facilitan la supre-sión voluntaria del descreimiento. ¡Ejem! Por ejemplo: es un buen momento para inser-tar una nota al pie de la página, con el objetivo aclarar el origen de esa supresión volun-taria del descreimiento15.

En general leemos una novela o un cuento para “ver” lo que les pasa a los demás y luego decidimos si eso que les pasa a los demás nos podría llegar a pasar a nosotros y, en ese caso, lo incorporamos a nuestra “cultura”. Allí está, estimado lector, la metáfo-ra de la tinta fresca, si sustituimos el tacto por la vista, la tinta por el contenido del texto y el veneno o la mancha por lo que queda incorporado a nosotros o transmitimos, mu-chas veces sin querer, con una simple lectura.

15 Expresión acuñada por el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) para describir el estado mental que suelen tener quienes desean observar (y disfrutar) una representación artística cualquiera: el hecho de estar dispuestos a creer todo lo que aparece en esa representación, aunque sea por un momento.

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EL CASO G

Post tenebras spero lucem. Sus lentes. Fue lo primero que vi al observar el escritorio. Estaban allí como una prolongación de su mano ausente. La imaginé, alejándose por última vez, suspendida a unos centímetros de ellos. Esa mano que ahora, aunque parecía imposible, colgaba, iner-te, del costado de la cama. “A efecto de poder encontrar algún antecedente que pudiera dar indicio de la actitud asumida, en el caso que se tratara de un suicidio, el señor Juez (que comparece a las 23 y 40) conjuntamente con el autorizante proceden a efectuar una revisión en los papeles, documentos y libros que se encuentran en el escritorio del extinto, no habién-dose encontrado nada que pudiera justificar tal actitud”. Constancia efectuada por el Juez de Instrucción de 2° Turno, citada en el expediente judicial. Sin querer, apretujé la carta en mi bolsillo. Todo había sucedido tan rápido que no era conciente de haber estado allí un rato antes. De todos los presentes sólo yo sabía la verdad, pero mi turbación era tal que lo disimulaba a la perfección. Él estaba casi igual a como lo había dejado. Yo, en cambio, debía actuar diferente, cumplir el rol que todos, y en especial la justicia, esperaban de mí. “Aún vestida, se sentó al borde de la cama, del lado izquierdo de donde él esta-ba acostado y conversaron largo rato sin que ella le notara absolutamente nada anor-mal. Cuando haría más o menos una hora y cuarto que conversaba con él, le dijo que se fuera a vestir para acostarse, cosa que ella se dispuso a hacer… Al oír el disparo le pareció imposible que el estampido hubiera ocurrido en su cuarto. Luego, recordando que su esposo guardaba en la mesa de luz su revólver, pensó que hubiera caído el cajón y se hubiera escapado el tiro o de cualquier otra forma, pero en ningún momento pensó en que se hubiera suicidado”. Testimonio de la esposa de G, citado en el expediente judicial. Él regresó del Senado próximo a las 20 y 30. Antes de que subiera al dormitorio, a las 9 y 45, yo ya había entrado en forma sigilosa y retirado el revólver de su mesa de luz. Pasadas las 10 y 30, aproveché que había cerrado los ojos, me acerqué y le disparé. Primero, el fogonazo: todo se detuvo por un instante. Luego, el estampido y mi reac-ción: oculté el arma entre la ropa de cama, lo tomé del cuello y corrí la almohada para buscar la carta. Al sentir pasos, volví por donde había venido. La sirvienta llegó ense-guida; sin embargo, ni el primero en llegar a la casa, un amigo de la familia, ni el médi-co de la Asistencia Pública, llamado de inmediato por la Presidencia de la República para que concurriera al lugar de los hechos, se habían percatado de la presencia o, mejor dicho, de la ausencia del arma. El primero en verla fue… “El comisario de la sección (que se constituye a las 23 y 5, en el domicilio del extinto) declara que, sobre la cobija, a la altura del abdomen, encuentra un revólver marca Colt, calibre 38, niquelado y con cachas de madera”. Declaración citada en el expediente judicial. “Que se remita el arma empleada a la Oficina Dactiloscópica a fin que se de-termine si existen impresiones digitales y en su caso a quién pertenecen”. Diligencia dispuesta por el Juez de Instrucción de 2° Turno, citada en el expediente judicial.

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“Del estudio y del examen efectuado pudo comprobarse la presencia de un ras-tro papilar que resultó pertenecer al pulgar derecho del Juez de Instrucción de 2° Tur-no”. Peritaje citado en el expediente judicial.

Recién cuando el médico solicitó autorización para mover el cuerpo me percaté de que la almohada había quedado corrida y que yo le había disparado desde su izquier-da, cuando era conocido que el Senador no era zurdo. Por un momento, transpiré; pensé que todo estaba perdido. Luego, me di cuenta de que, si tenía fe en lo que había hecho, nada podía salir mal. Esos errores sólo hicieron que el caso pareciera aun más misterio-so de lo que era.

“A la altura del ángulo inferior del omóplato derecho existe un orificio de sali-da donde se ha producido abundante hemorragia. La bala se alojó finalmente en el colchón, debajo de la almohada, pero sin atravesar ni rozar a ésta en su trayecto”. Informe médico legal incluido en el expediente judicial.

G nunca debió haber escrito esa carta, por más feliz que se sintiera al hacerlo. Reconozco que ésa no es una causa que justifique la muerte de un hombre. Pero ¿qué causa puede hacerlo? Todo lo malo que les hacemos a los demás, nos vuelve; si no es con la misma violencia, con mayor amargura. No pretendo justificar lo que hice, sólo intento explicar por qué. Hoy pienso que las hojas de esa carta fueron como las aspas de un molino que confundí con un gigante, pero ya es tarde. No matarás, es un manda-miento útil; no deberías haber matado, es un arrepentimiento inútil.

“Hace tres o cuatro meses, en medio de una conversación que desbordaba op-timismo, le manifestó que el día que considerase que había alcanzado el máximo de felicidad se eliminaría”. Testimonio referido al Juez de Instrucción de 2° Turno por una persona muy vinculada a G16. Comencé a redactar esta confesión muchos años después, con arrugas en las ma-nos y cosquillas en los pies. Muchos otros años estuvo guardada en un cajón y, luego de una larga internación, al regresar a casa, la volví a leer. En medio de tanto dolor, me dio risa pensar que, si le hacía algunas correcciones, quien la examinara podía confundirme con otra persona. Con el ánimo renovado por ese hallazgo, volví a pasar el texto a má-quina, despersonalizándolo. Luego, lo puse dentro de un sobre con remitente falso, diri-gido a una dirección inexistente en Nueva York, con una nota en inglés solicitando que, en caso de no poder entregar la carta, la devolvieran a la redacción del diario que hoy publica esta historia. Era como jugar a la ruleta rusa con un boomerang: para cuando volviera la carta, si volvía, yo ya estaría en el cementerio. Así que, si usted está leyendo este texto, no sabe quién soy. No sabe ni siquiera si soy hombre o mujer. Por lo que pude averiguar, la otra persona pasó por avatares similares a los que yo pasé y describo en este párrafo. Por lo tanto, si se molesta en realizar alguna investigación, es probable que siga sin saber cuál de los dos lo hizo o, quizás, descubra que fue la otra persona la que escribió esta confesión en mi nombre.

16

Los textos en cursiva se basan en los expedientes judiciales citados por Ricardo Paseyro, periodista del diario El País, que en 1937 investigó el supuesto suicidio de Francisco Ghigliani (mano derecha del dictador Gabriel Terra), ocurrido el 10 de Noviembre de 1936, en Montevideo, Uruguay. El resto es ficción.

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LA MULTITUD

—¡Míralos! —le dijo el hombre poderoso a su fiel servidor, señalando desde su torre las calles llenas de gente—. Abrigados por los demás, sueñan que no están solos. “¡Mírate!”, pensó el asistente, mientras le servía una bebida caliente. “Desnudo de afectos, te crees único: no serás multitud en el espacio que hoy ocupas pero sí eres multitud en el tiempo, pues no haces más que cumplir con tu parte de este libreto sin principio ni final, como tantos lo han hecho antes y otros tantos lo harán después”. Tras dejar la bandeja junto al sillón, inclinó levemente su cabeza. Luego, al girar y levantar de nuevo la vista, observó la imagen de ambos reflejada en el espejo del salón. Mírense, parecía decir, tú deseas estar allí sentado y él, perdido entre la gente.

—Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira el cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador.

Ariel, José Enrique Rodó

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FUTUROS ATENTADOS

Sólo se puede predecir el futuro que no se puede corregir.

El agente federal Adan Macanan desembarcó en el espaciopuerto de Beeteel. “Nos preocupamos por su futuro”, decían unos amables carteles de bienvenida. Observó al resto de los viajeros y caminó junto con ellos tal como su experiencia y entrenamien-to lo condicionaban. Su vestimenta, seleccionada con cuidado para parecerse al prome-dio, llamaba la atención en un mundo tan polarizado. Los beeteelianos, todos ellos de rasgos hipopotamoides, se dividían en universales y tradicionales. Los primeros llama-ban a los segundos “antiguos” y seguían con fervor la última moda universal; los se-gundos llamaban a los primeros “galactizados” y vestían aun con más discreción de lo que aconsejaba la tradición. Para una persona como Macanan, más preocupado por ver que por no ser visto, era obvio que tales diferencias no terminaban allí. —Bienvenido… —escuchó que le decía una voz a sus espaldas, y se detuvo. —… señor Macanan —le dijo otra voz; dio media vuelta y vio a dos beeteelia-nos que sonreían y sostenían, cada uno, un cartel con la mitad de su nombre. —Gracias —atinó a decir, repartiendo su mirada entre ambos.

—Por aquí… —dijo el anfitrión vestido con un traje ajustado y fluorescente. —… por favor —continuó el otro, cubierto por una túnica de fibra natural. —¿Y ustedes son…? —inquirió el agente, deseando cumplir con el protocolo. —Discúlpenos —dijo el primero—. Él se llama Doos… —… y él, Trees —dijo el segundo. Los dos, siempre sonrientes, le mostraron sus idecards; Macanan los acompañó

hasta un transportador oficial que los condujo hacia la sede central del gobierno beetee-liano. Como representante de las Estrellas Unidas de la Galaxia, su misión era coordinar la lucha contra el terrorismo medialúnico en varios planetas de segundo y tercer orden del cuarto cuadrante. Entre ellos se encontraba Beeteel, un mundo amable, lleno de en-cantos naturales y pintorescos videntes de todo tipo, muy visitado por los turistas estre-llaunidenses aficionados a las artes adivinatorias. Mientras caminaba por los amplios corredores del edificio, rumbo a las oficinas de Doos y Trees, él también se animó a sonreír: “coordinar” era un eufemismo utilizado para no decir “imponer”. Lo que no obtuviera con los buenos modales lo obtendría por la fuerza de la economía, la fuerza de la fuerza no sería necesaria con estos gorditos bonachones.

—Esta es… —dijo Trees al abrir una puerta. —… nuestra oficina —remató Doos, invitándolo a pasar con un gesto. Antes de entrar, Macanan intentó leer la inscripción que había sobre la puerta,

pero como estaba escrita en autóctono, no la pudo comprender… del todo. Aún tenía el ceño fruncido por la duda cuando comenzó su presentación: frases políticas tales como “nuestro común enemigo”, frases técnicas del estilo “los detonadores se accionan al ingresar a la atmósfera” e incluso algunas un poco antipáticas como “o están con noso-tros o están con el terrorismo” comenzaron a brotar de sus labios. Los beeteelianos se-guían con atención su discurso mientras comían vegetales aderezados y tomaban jugos de frutas que se encontraban sobre los escritorios. Cuando el agente terminó sin inte-rrupciones su exposición, lo invitaron con el menú de la casa; más que en una oficina, a Macanan le parecía que estaba en uno de esos restoranes dietéticos de la avenida “N” en Nova City, su ciudad natal.

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—Gracias —respondió el agente, luego de probar un jugo de naranzana azul—, este es el borrador del acuerdo marco que firmaremos entre ambas agencias para com-batir el terrorismo y evitar los atentados.

Doos y Trees habían observado a Macanan con la atención que se le presta a un noticiero cuando no hay otra cosa que hacer… además de comer.

—Muy interesante… —cada uno tomó una servilleta. —… señor Macanan —los dos se limpiaron la boca, mientras hojeaban la nota. —Me recuerda… —… a su desayuno favorito. —¿Cómo dice, digo, dicen? —el estrellaunidense recobró la desconfianza que

había perdido al escuchar el mantra de su propio discurso. —¡Claro! Huevos con … —… jamón, ¿no? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —Trees parecía hacer gárgaras al reírse. —Prefieren que sus socios se involucren como los chanchos…—dijo Doos. —… y no participen como las gallinas —Trees se sonó las narinas. —¡Ah! —reaccionó Macanan, pensando que, después de todo, estos gorditos no

eran tan estúpidos como le habían dicho; no tenía otra opción que seguirles la corrien-te—. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ahora entiendo!

—No creo… —…que nos entienda. Si hubieran dejado de sonreír, Adan Macanan se habría sentido muy solo. Se su-

ponía que éste no era un planeta hostil, de lo contrario otro agente, o un escuadrón ente-ro, estaría a su lado. Sólo atinó a pestañear.

—Permítanos… —…explicarle. —Es como con el huevo… —… y la gallina. Uno es consecuencia… —…del otro, no importa cuál… —… haya sido el primero. —A nosotros no nos importan… —… las causas, ni los causantes, de los… —… atentados, nos importan sus consecuencias. —Verá, cualquiera puede ser el autor… —… del próximo atentado. Tal vez sean los medialúnicos… —… tratando de socavar el dilatado poder… —… de las Estrellas Unidas. También pueden ser … —… los propios estrellaunidenses, tratando de justificar… —… entre otras cosas, el sueldo de funcionarios estatales… —… como usted. O puede ser… —Doos miró a Trees. —… uno de nuestros “toques”… —dijo Trees guiñando un ojo. —… para escuchar los ecos del futuro. Por eso… —… las causas son irrelevantes. A nuestros videntes sólo… —… les interesa el futuro “sin atentar” y nosotros… —… nos dedicamos a despejarles el camino. —De allí el nombre… —dijo Doos, mirando el reloj: el agente debía salir. —… de nuestra oficina —terminó Trees, la nave y los explosivos estaban listos. —¿Que es…? —Macanan se permitió satisfacer una última curiosidad antes de

caer dormido, su detector de drogas no estaba calibrado para líquidos azules. —Futuros… —…atentados.

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EL MISTERIOSO, ANTIGUO Y HONORABLE JUEGO DE LAS ESQUINAS MONTEVIDEANAS

—¿Cuál es su secreto? —le preguntó el periodista, tras una pausa intrigante.

—Ahora que me lo pregunta —respondió el hombre, famoso por su ponderación en los momentos difíciles—, recuerdo aquella tarde en la que aprendí cuál era el secreto de todos los secretos… y de todos sus secretarios. Fue en un bar, a través de un chiste o de un juego, como quiera llamarle, tan sencillo y tan complejo, a la vez, como la vida misma. No es de esos que hacen reír a carcajadas por unos minutos inolvidables, no; es de los que hacen más liviano nuestro pensamiento, para siempre, aunque no siempre los tengamos presentes. Contarlo, de alguna manera, es traicionarlo. Prefiero invitarlo a ese bar, como me invitaron una vez a mí, para que se lo cuenten de primera mano. Después de todo, el secreto de los secretos, es sólo para iniciados…

---o---

Con una mano, mi tío abrió la puerta del bar; con la otra, apoyada cerca de mi cuello, me hizo pasar. Era una tarde de sol y de invierno; nos sacamos los abrigos y ca-minamos hasta unas mesas ubicadas en el fondo, más pobladas que las restantes. Luego de saludar al dueño del local y al mozo, uno a cada lado de la caja regis-tradora, mi tío le dio la mano y me presentó a cada una de sus amistades. Todos los sá-bados se reunían allí para jugar al más misterioso, antiguo y honorable juego que se puede jugar en Montevideo: el juego de las esquinas. Mezclados entre el público, estaban los cuatro jugadores (en esta oportunidad: Malfione, Galerno, Fatán y Álvarez, en ese orden) y el Gran Árbitro de la partida, el famoso, según los cuentos de mi tío, Señor de Tévenis. Éste, en determinado momento, golpeó varias veces con su lápiz de punta mocha sobre la cármica gris de una mesa. —¡Señoras y señores, silencio, por favor! —dijo con voz chillona—. Según la tradición, me corresponde recordarles que este es un juego sagrado, que hunde sus raí-ces en el pasado más remoto; traído a nuestra ciudad por los primeros inmigrantes cana-rios y heredado por éstos directamente de los atlantes. Ya todos conocen las reglas, cuyo compendio único, en setenta tomos, guarda de manera muy celosa nuestra secretaria, la incognoscible señorita Fraschini, en la Biblioteca Nacional.

—Gana el primero en llegar a 18 y Ejido —dijo mi tío hablándome al oído. Yo estaba fascinado: los atlantes, setenta tomos de reglas y la misteriosa señorita

Fraschini me habían hecho volar la imaginación. —Muy bien —dijo el Gran Árbitro, luego de acomodarse la dentadura postiza y

tomar un sorbo de té con limón—, ¡que comience la primera ronda!

Entre Das Glasperlenspiel y Mornington Crescent.

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El bar quedó en silencio. Todo el mundo miraba a Malfione, un hombre de pocas palabras, con la cara picada por la viruela y el pelo negro peinado a la gomina. Según mi tío, no había ninguna regla que le impidiera a un jugador comenzar (y ganar) dicien-do “18 y Ejido”. Sin embargo, era algo que casi nunca ocurría. Excepto, quizás…

—Dieciocho de Mayo y Elías Regules —dijo Malfione mirando al piso. Un murmullo de aprobación y sorpresa recorrió las mesas. El propio de Tévenis

tomó nota de la jugada para el libro que estaba escribiendo sobre las aperturas, y que los más jóvenes ya usaban como referencia irrefutable sin haberlo visto jamás. Según mi tío, era una apertura “cuasi Propios no invertida”.

—Puede parecer demasiado conservadora al principio, pero a la larga… —opinó un muchacho que estaba a nuestro lado, dejando trunca la frase al oír que Galerno co-menzaba a carraspear.

—¡Ejem! —el jugador apuró su copa de grapa miel y trató de peinar su pelo en-rulado—. Antes que nada, quería felicitar al amigo Malfione por empezar la ronda con una apertura tan bien pensada. Por mi parte, podría intentar un “escape barrial”, prote-gido por los apotegmas de Zorowloski y Abuchián, sin embargo, opto por una “inyec-ción arterial en doble mano” y digo: 18 de Mayo y José Batlle y Ordoñez.

—No le quedaba otra —murmuró mi tío, y yo asentí con la cabeza. —¡Bueno, ahora me toca a mí! —Fatán estaba ansioso por intervenir—. ¡Propios

y General Flores! ¡Digo, José Batlle y Ordoñez y General Flores, perdón! —¡Descalificado! —gritó uno del público, que no le tenía mucha simpatía. —¡¿Que qué?! —cacareó Fatán—. De ninguna manera… Se desató el caos: la mayoría de los presentes tenía algo que decir y quería decir-

lo al mismo tiempo que los demás. De reojo, observé que mi tío sonreía. —¡Calma, señoras y señores! —intervino el Gran Árbitro, mientras golpeteaba

la mesa con su lapicito—. ¡Calma! —Según el corolario de Stilmer a la regla de “respetemos el nomenclátor”, la co-

rrección fue hecha en tiempo y forma —dijo con dulzura una señora mayor, al amparo del silencio impuesto a los otros, y continuó tejiendo lo que parecía ser una bufanda.

—Ya escucharon a Nelly —sentenció de Tévenis—. La jugada se anota como válida, ¡que siga la ronda!

Una carcajada generalizada precedió la intervención de Álvarez, cuando Fatán casi se pincha un ojo con las agujas, al intentar besarle la mano a Doña Nelly. El Profe-sor Álvarez esperó con paciencia canosa, fumando siempre su último cigarro de caoba, hasta que los murmullos cesaron.

—Gracias —comenzó diciendo—. Un movimiento periférico, algo elíptico hacia el Este, sólo alargaría la agonía de esta ronda. Por eso me inclino por un “centro a la olla”: General Flores y Avenida de las Leyes.

Los comentarios a favor y en contra volvieron a dispararse. Malfione, ajeno a todo ese barullo, pasaba un dedo por el borde de la mesa y luego se fijaba si había pelu-sitas acumuladas en su yema. Tenía que circunvalar el Palacio Legislativo; su mente repasaba, en el sentido contrario a las agujas del reloj, las distintas alternativas. Por úl-timo sonrió y todos contuvieron el aliento.

—Rotonda —declaró, y de nuevo el bar se llenó de comentarios alborotados. —Según el Primer Edicto de Zabala —mi tío tuvo que alzar la voz para poder

explicarme—, un jugador puede declarar “rotonda” y volver, como si se tratara de una maniobra Williamson, a la esquina desde donde partió. Y eso no es lo peor…

—¡Rotonda! —dijo también Galerno, dejando el juego estacionado en General Flores y la Avenida de las Leyes.

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Fue como echar leña al fuego. Algunos se levantaron indignados y, con esa ex-cusa, aprovecharon para ir al baño o pedir otro cortado. Doña Nelly movía la cabeza de un lado a otro. Mi tío le pidió un té y a mí me trajo un submarino. Luego golpeó con fuerza sus manos: tres veces, que sonaron como tres disparos. Se hizo silencio.

—Damas y caballeros —dijo en voz alta—, invoco el principio de Troy. Yo abrí los ojos bien grandes, una porque el chocolate estaba muy caliente, y

otra, porque Troy era el nombre de la nueva perrita del barrio, ésa que nuestro vecino le presentó a mi tío cuando pasó a buscarme para venir al bar. Él me hizo una guiñada.

—¡Apoyado! —gritaron varios. —¿Escuchó, Fatán? —de Tévenis apuntó con su lápiz al próximo jugador. —Sí, sí —el hombre, menudo y nervioso, pasó un pañuelo por su frente—. Di-

go: Avenida de las Leyes y... Tierno Galván. —¡Valiente, el oriental! —gritó de nuevo el que no le tenía simpatía. Sin embargo, en el aire, prosperaron los suspiros de alivio. El mozo llegó con

una bandeja de sándwiches y, por un momento, el juego pasó a segundo plano. Fatán se acercó a mi tío y le puso una mano sobre el antebrazo.

—¿Así que el principio de Troy, no? —le dijo. —Eso mismo —le respondió mi tío, dándole unas palmadas sobre la mano. —Bueno —de Tévenis tenía la boca llena—. ¡Bueno!¡Ejem!¡Que siga la ronda! Álvarez dejó la mitad de su sándwich en el plato. La gracia estaba en quedar

exactamente a cuatro movimientos de 18 y Ejido. Si quedaba a menos, corría el riesgo de beneficiar a sus contrincantes; si quedaba a más, el juego se hacía más largo. Él, en particular, tenía dos opciones: bajar hasta Venezuela por Tierno Galván o seguir dándo-le vueltas al Palacio Legislativo; a General Flores no podía volver si quería salir ileso del bar, y todas las demás opciones le dejaban el plato servido a Fatán…, todas excepto una.

—Humildemente, les presento el que se conocerá como Gambito Álvarez —dijo al final—. Avenida de las Leyes y Agraciada.

—Es verdad, los números cierran… —opinó el estudiante de topología que esta-ba sentado a mi izquierda.

—Les aclaro a los participantes —dijo el Gran Árbitro—, que si no hay una ju-gada clara de acercamiento en la próxima ronda, de acuerdo a la Instrucción N°13 de Artigas, puedo declarar irritante y nulo este juego. ¡Que comience la próxima ronda!

—Agraciada y General César Díaz —dijo Malfione. —General César Díaz y Cuareim —continuó Galerno. —Cuareim y… Colonia —Fatán cerró los ojos. —¡Miserable! —le gritó otra vez su detractor, que resultó ser uno de sus primos. —Colonia y Yaguarón —dijo Álvarez, algo molesto. Cuando le pregunté a mi tío si Colonia no estaba flechada para el otro lado, me

contestó que de acuerdo a la Regla del Once, los movimientos imaginarios se hacían a pie. La proximidad de la meta había generado un silencio expectante. Malfione tenía el ceño fruncido; nadie esperaba que dijera Yaguarón y 18.

—Yaguarón y San José —San José y Ejido —retrucó Galerno, mirando a Fatán. —Ejido… Ejido y Colonia —Fatán suspiró al enmendar su mezquindad anterior. —18 y Ejido —dijo Álvarez en voz baja y triunfal. Luego de los aplausos vinieron los abrazos y la despedida con masitas secas. —Espero que hayas aprendido algo —me dijo mi tío al salir. Y eso que aprendí, como una carga de profundidad psicológica, se hundió y tar-

dó en explotar dentro de mi cerebro.

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CHINCHÍN DE LOS MACACHINES

Revista “Show Cultural” Diciembre de 2054

Sus grandes y pequeños admiradores bien sabían que no era Jim de la Selva, a quien localmente intentaba recrear, ni —mucho menos— Tarzán de los Monos, a quien universalmente pretendía rendir homenaje. Aun así tuvo éxito, quizás por ser un héroe más selvático que mediático: fue el último en lidiar con malandrines que no sabían lo que era una computadora, en luchar a brazo partido con animales cuyo aliento no era holográfico, en entrar a la caverna detrás del salto de agua sin necesidad de utilizar un rayo láser. Como ser humano, Chinchín, no ignoraba que era gordo y pelado, también sabía que los demás veían en él no lo que era, sino lo que proyectaba ser. Así, algunos se preguntaban: ¿Quién se cree que es? Eran los menos engañados por las apariencias, quizás los que se creían más cercanos a la perfección. Pero luego ellos mismos decían: ¿Qué ven en él los demás? Y éstos, sus cómplices —que no eran perfectos ni querían o creían serlo y sólo aspiraban, como él, a aparentarlo— fueron su mayoría personal, su garantía de éxito sin mayores explicaciones.

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LAZOS DE SOMBRA

—¿Dónde…? —el pelo gris se despeinaba sobre sus ropas negras—. ¿Dónde estás…? —respiraba con dificultad—. Que te busco y no te puedo encontrar —lo que antes eran grandes espacios llenos de luz, ahora cabían en la llama de una vela—. ¿Dónde…? —su propia casa se había transformado en un laberinto—. ¿Ahí…? ¿¡Allí!? Ah… No… — al girar bruscamente casi apaga su único candil— Ven, ven, ven. Te ne-cesito para poder encontrarte —apoyó la espalda contra una pared llena de libros y se dejó caer hasta quedar sentado en el piso—. Ven, por favor. Te necesito, te extraño; no puedo vivir sin ti —tras un chasquido hueco, una puerta se abrió delante de él y su aba-nico de luz lo encandiló; una niña vestida de blanco le ofreció una flor y él la aceptó: ya no tenía razón para rechazarla.

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CUESTIÓN DE ESCALA

La virtud sin límites es perversa. Jean B. Elshtain

Según nuestros corresponsales en Kolchonia, es común ver a los soldados del ejército de ocupación disparar sus armas por sobre los hombros de niños, mujeres y viejos que son arrancados de sus casas para ser usados como escudos humanos… —¡Qué horrible! —comentó el hombre que manejaba su automóvil rumbo al trabajo, mientras escuchaba el noticiero por la radio. —Será horrible, querido —le respondió su esposa—, pero es algo parecido a lo hiciste hace un minuto. —¡Qué! ¿Cómo? —Claro…, cuando pasaste delante de ese camión sin respetar el cartel de pare; fue porque aprovechaste que un peatón arriesgado se tiró a cruzar la cebra, ¿no? —Sí… ¡Ja!¡Ja!¡Ja! —¿De qué te reís? —Escuchá, escuchá —dijo él, subiendo el volumen de la radio.

… se confirmó la renuncia del Ministro de Comunicaciones tras el escándalo denunciado en el Parlamento referente a los sobornos recibidos por este alto jerarca del gobierno… —¡Qué vergüenza! —dijo ella. —Sin duda, pero es parecido a lo que tú hiciste el fin de semana pasado. —¿Qué? —¡Obvio! ¿No te acordás cuando te conversaste a aquel inspector de tránsito que te paró por exceso de velocidad?

—Touché, mon amour. —Gracias, querida. —Pero, hablando en serio, hay una cuestión de escala, ¿no? —¿De escala? ¡Por supuesto! También el ex Ministro de Comunicaciones podría

estar diciendo: “yo no soy el tipo que más ha robado” o “por lo menos, yo no uso seres humanos como escudo para las balas”. Y tendría razón.

—¿Entonces? —La cuestión de la escala es sólo una excusa. Hagamos lo que hagamos mal,

podemos alegar que no somos, fuimos o seremos, los peores. En el fondo, se trata de una cuestión ética, o, mejor dicho, de tres.

—¿Tres? —¿Cumplimos o no cumplimos con las normas? —No. —¿Cuáles fueron las consecuencias de nuestros actos? —Irrelevantes…, en este caso. —¿Qué clase de personas queremos ser? —la miró de reojo—. ¿Dónde te dejo? —Dejáme pensarlo y dejáme en la esquina, por favor —la mujer sonrió y giró

para darle un beso—. Te quiero. —Y yo a ti.

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PUNTOS CARDINALES

Cada vez, el Sur queda más al Norte. Constatación de Nueva Orleans

Había una vez un tiempo vagabundo en el que no había Norte ni Sur. Luego vi-nieron los exploradores y los descubrieron, junto con el Este y el Oeste. Lo que no sabí-an era cuán lejos podía estar un extremo del otro. Para averiguarlo, caminaron, cabalga-ron y navegaron por la parte más ancha del mundo, hasta que un marino de Getaria hizo que la serpiente que los tentaba con la manzana del conocimiento se mordiera la cola. Otros, necesariamente más abrigados, llegaron hasta los puntos simbólicos donde todo giro se detiene.

A los cartógrafos que venían tras los descubridores (y, sobre todo, a sus valedo-res) les pareció natural que, para denotar el allá, se fijase el aquí cerca de donde ellos habían nacido. Así, el aquí creció desde las costas del Mediterráneo hasta las del Atlán-tico Norte. Así, los puntos cardinales comenzaron a connotar: desde el arriba y abajo de los mapas hasta el Ariel y Calibán de la Literatura, pasando por conquistadores y con-quistados. Unos añorando ser los otros y otros orgullosos de ser falsos indígenas, por haber nacido en el mismo lugar donde sus ancestros pisotearon a los verdaderos. Domi-nantes que ignoran lo que dominan. Dominados a los que les gustaría más ser dominan-tes que terminar con los dominios.

Al oxidarse por falta de libertad la cortina de hierro, los malos del este (y la hoz) pasaron a ser los del oriente (y la media luna). Desde la cabeza del Norte, la globaliza-ción también tiende a cubrir al Sur con su camisa: visto desde sus pies, es como si el cinturón ecuatorial cayese hasta a las rodillas tropicales del mundo. Se trata de una hegemonía llena de poros por los cuales el Sur capilar, colándose entre los intersticios del poder, ahoga al Norte con el color de su propia pobreza; hasta convertirlo, otra vez, en un punto simbólico de ese globo en el cual todos jugamos a no ser uno. Y así se es-cribe la historia: lo que hoy es trama, mañana será urdimbre.

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DRAMÍNIMOS

POSESIÓN

—Tengo miedo, papá —dijo la niña, conteniendo un sollozo, mientras un en-fermero le curaba su piernita lastimada. —¡Ah! —respondió el padre, sonriéndole con sus ojos llenos de sueños—. Eso es bueno, mi amor… Lo malo sería que el miedo te tuviese a ti.

RECUERDOS

—Te amo. —Y yo a ti. —¿Nos encontramos en Blaise a las siete en punto? —Sí, ya ha pasado mucho tiempo… Y Blaise, justo a esa hora, se detuvo; olvidó por un momento a su esposa, a sus

hijos, a sus nietos… y recordó a sus padres dándose un beso.

ALERTA

—Yo no liberaría a este hombre, señor Juez —dijo el Comisario. —Es muy vengativo, ¿no? —Eso no es lo peor; además, es mal fisonomista.

CORREVEIDILE

—¿Y él? —preguntó la maquilladora. —Fue vestido con las dudas de Hamlet, pero, al final… terminó haciendo de Romeo —cuchicheó el vestuarista. —¿Y ella? —Jamás se quitó el vestido de Lady Macbeth.

MALDICHOS

“No hay tamarisco sin borde ni redondo sin cuartillada”. Así suenan las palabras sabias cuando no se entienden.

TODO TIEMPO PASADO…

—¡Esto está peor que antes! —Sí. Sobre todo porque está ocurriendo ahora.

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IMPRESCINDIBLE

“Es una lástima que la antena de la televisión del hall no funcione”, dijo enojado el conserje del hotel. Si él no interviene, todo queda sin hacer: el service no repara la antena, los de mantenimiento no colocan los aparatos de aire acondicionado y las mu-camas tampoco ventilan los cuartos. Subió hasta el octavo piso por ascensor y, por esca-lera, hasta la azotea. Como no estaba en forma, llegó cansado, sin ganas de razonar; allí sólo tenía una cosa que hacer para dejar que los demás no hicieran nada. La antena esta-ba alta, para alcanzarla se trepó a la barandilla, la barandilla cedió y él cayó. Por un momento quedó sorprendido y prendido del pretil con toda la fuerza de sus manos. Mientras cavilaba por qué había dicho, allá abajo, que era una lástima que la antena no funcionara, transpiró. Sus manos se humedecieron y volvió a resbalar por el contrafrente del edificio, rozando el revoque con su barbilla. “Allá abajo…”, se repetía. Y añoraba, si eso era posible, volver a bajar por la escalera arrepintiéndose de todo esto, que no tenía sentido. “¡Morir así!”, recapacitó un piso más abajo y, sorpresivamente, sus pies se apoyaron en la carcasa de un equipo de aire acondicionado. Buscó desesperado de dón-de agarrarse con las manos… pero, cuando pensó en que no quería caer de espaldas, lo hizo. Su cabeza apuntó hacia el patio de la casa del vecino, al que nunca había saludado. Una sensación de angustia subió desde la base de su garganta y le hizo preguntarse có-mo lo recibiría el hombre. Llegó a ponerse en posición horizontal; al pasar por el tercer piso le pareció ver a una de las mucamas abriendo la ventana de un cuarto. Unas parras idas en vicio amortiguaron su llegada del Cielo a la Tierra. El hecho de imaginarse en-yesado y magullado, recibiendo visitas no deseadas y contando mil veces la misma his-toria, lo afectó más que la caída. Cuando llegó el vecino a su lado, había vuelto a la planta baja de su personalidad: “Si no fuera por mí, usted jamás hubiera podado esta parra”, le dijo.

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ENTRE ILUSOS Y FANÁTICOS

Somos como partículas que arrastra una corriente muy poderosa; lo único que podemos elegir es lo que nos atrae y lo que rechazamos.

Los ilusos nacen, crecen y se prenden a la primera ilusión que pasa cerca de

ellos. La desilusión no es más que una transición entre dos ilusiones; no importa cuál sea el espejismo: desde un cuento del tío hasta las escrituras sagradas, desde un panfleto partidario hasta una declaración de amor. Los verdaderos ilusos jamás mueren.

Los fanáticos, por su parte, también nacen sin defensas y crecen a la pesca del primer extremismo que los contagie. No tienen preferencias; cualquiera que sea el dog-ma, como un virus, los usa y los consume, dejándolos para siempre anclados en la ado-lescencia. De viejos, siempre exagerados, pueden pasar de un extremo al otro del espec-tro, sin sentirse incómodos. Admiran a los dictadores populares, a los santos pecadores, a los amores odiosos, a los equipos individualizados y a las revelaciones veladas. Sólo mueren a paradojasos.

El resto, es decir, la minoría, somos nosotros: las personas normales.

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UN COMENTARIO SOBRE OTRO

Los primeros actúan, juegan, deciden. Los segundos están expectantes, se divier-ten y sufren. Los terceros, incapaces de actuar, jugar o decidir como los primeros, criti-can, comentan y opinan, supuestamente, para el oído de los segundos; pero en su fuero íntimo no están expectantes, ni se divierten, ni sufren por las mismas cosas que ellos. Si existieran los cuartos, que actuaran, jugaran y decidieran comentando los comentarios de los terceros, y fueran escuchados por los segundos, ¡cómo estarían de expectantes, cómo se divertirían y cómo sufrirían los primeros!

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EN UN PLASMA AZUL

Una nueva temporada en Punta del Este. La gente. El ruido. La playa. No los disfrutaba por sí mismos, pero la distraían. Dadas las circunstancias de la vida, eso bas-taba para que tuvieran un encanto especial. Sabía que la falta de estudios era consecuen-cia de su falta de voluntad, la falta de trabajo era porque le sobraban carencias. Aceptó esa conclusión como válida luego de asistir a un curso de superación personal. Recordó con cierta amargura la efímera felicidad que le proporcionaron esas clases, pues, al poco tiempo se dio cuenta del engaño: si se había superado a sí misma, ¿no había sido ella, también, la derrotada? Pero no todas eran pálidas: más por instinto que por otra cosa, luego de haber probado todos los vicios, ninguno se quedó con ella; salió desembaraza-da de varias situaciones dudosas y evitó que la cazaran esos patanes pretendientes suyos (aún mantenía húmeda la esperanza de que un hombre, el hombre de sus sueños, estaba esperándola por ahí… mientras ella estaba aquí, dormida). El pelo se le secaba rápido y existían los celulares, allí terminaba su lista de las cosas buenas de la vida. El invierno era un infierno, sin nada que hacer en Punta, entraba y salía de la casa de su padre en Canelones, del apartamento de su madre en Montevideo y del loft de su hermana mayor en Buenos Aires. Pelearse con uno y reconciliarse con otro, parecía ser el modo habitual de esperar la llegada del verano. Y ahora que el verano estaba aquí, tenía que tener una idea, algo que le permitiera sobrevivir un año más. Había probado en hacer fuerza desde el centro de su cabeza hacia afuera, sin ningún resultado agradable. Luego, optó por abrirse al mundo como una antena, y una noche, en un ciber café, conoció lo que tenía para ofrecer Pierre de Cannes. “¿Por qué no?”, se preguntó antes de saltar a las tapas de revista y a las notas especiales de los programas en onda. “Si el choclo funcionó, el plasma azul, aunque sea más difícil de ver y de envasar, también tiene que funcionar…”

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DEL TEDIO AL TEIDE

Confesiones de un náufrago

en las Islas Afortunadas.

Esto no puede seguir así. Tiene que cambiar. De un momento a otro, tiene que cambiar. Es inminente, lo siento. Entonces ¿por qué no adelantarme, por un instante, a los acontecimientos? Sólo por un momento. Y comenzar a mirar esta rutina insostenible como si estuviera condenada a muerte. ¿Por qué no intentarlo? Sólo mientras espero que ocurra lo inevitable, lo voy a hacer. ¡Está decidido! Será como bajarse caminando de un tren que va rumbo a un precipicio, y sentarse en un lugar cómodo a ver qué sucede.

Ya han pasado dos o tres semanas, quizás algo más, y la realidad sigue corriendo ciegamente hacia adelante, tan campante, como si no fuera a sucederle nada. ¡Pobre ilusa! Ni siquiera sabe que la ignoro en mis decisiones, que simplemente la observo, por curiosidad, casi con lástima. Quizás no se dé cuenta, distraída en intentar aburrirme y fastidiarme como de costumbre, pero le falta tan poco para desaparecer que ya no puede hacerme daño.

Había que esperar y esperé. Luego de un tiempo prudencial, me acostumbré a es-

ta nueva forma de ver las cosas y la adopté como definitiva. El mundo, debo confesar, sigue igual que siempre: a todo vapor rumbo al horizonte de su propia catástrofe. Sin embargo, mi universo, mi visión única del mundo, cambió. No es poca cosa haber deja-do de ocuparme —y lo que es mejor, de preocuparme— por aquello que está fuera de mi control. Con humildad, lo acepto o lo rechazo. El resto es silencio.

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YA PASÓ

Estimado Fredo,

Recibí tu carta este lunes. ¡Qué inmensa alegría! Ver tu nombre en el sobre, abrirlo usando aquel viejo cortaplumas que Chadel nos regaló cuando vino a la asunción (¡te acordás…!), tratar de descifrar tu letra, encontrar en esas palabras una excusa para seguir adelante, para levantarme y responderte… todo eso despejó la niebla del presente y me permitió ver de nuevo el pasado. Me imagino tu cara al leer estas líneas. Siempre te causó gracia el palabrerío con el que lleno las hojas en blanco, una tras otra. Vos sos más ejecutivo: un correo electrónico con cuatro frases, y a otra cosa mariposa. Siempre al grano. Únicamente a un viejo compañero como yo le escribís una carta. Gracias. Una y mil veces, gracias. Ya sabés que tu amigo no sabe ni siquiera prender una computado-ra. “¡Y vos sos progresista!”, me decían los de la oposición. ¡Bah! Los que eran de la oposición, ahora volvieron de nuevo al gobierno. Ya ves, hierba mala nunca muere.

Lo nuestro, ya fue. Fuimos hierba buena. Sólo así nos pudieron ver con otros ojos y darnos la oportunidad que desaprovechamos. De eso quiero escribirte, de lo que fue, de lo que se nos fue de las manos. Aunque te fastidie un poco recordar, es necesa-rio. Al menos para mí. A esta edad el presente es tedioso sin ese pasado que se revuelca detrás de nosotros como una sombra con vida propia. ¡Otra vez te imagino sonriendo! No te olvides de lo que decía aquél: “Las palabras son la morada del poder”. El tuyo fue siempre un poder flaco, nervioso. El mío, sin duda, era un poco más pesado. Ahora que lo pienso, de aquel Consejo de Ministros, sólo nosotros dos —y el Naso, en parte— sabíamos lo que hacíamos. El resto estaba para otra cosa… inclusive el innombrable, que en paz descanse. ¿Me entendés, ahora, por qué quiero escribirte de estas cosas? Vos me dirás que no conviene, que lo pueden usar en nuestra contra; siempre a la defensiva, igual que nuestro cuadrito —que después termina perdiendo uno a cero, como ayer. A mí no me importa. No a esta altura de la vida.

Y en tren de recordar, empiezo por la campaña electoral, la victoriosa. ¡Las co-sas que decíamos! ¡Los discursos que cambiábamos! Para poder ganar, para ganar po-der. Pero lo peor de todo era lo que no decíamos. Hoy ese silencio me resulta pesado, insoportable. Terminamos no sólo haciendo, sino, siendo lo que los otros partidos fue-ron tradicionalmente. Y, justo cuando ellos mejoraron un poco (por mero instinto de supervivencia), llegamos nosotros, fresquitos, para repetir la historia de la que nos habíamos apropiado. Ni más ni menos, querido… Mirta me trae un té, e intuyo en sus ojos que leen sobre mis hombros acariciados, que te manda un afectuoso saludo. La miro y sonrío: es como decir que vos también la querés, a pesar de la distancia.

Volviendo a lo nuestro: teníamos la maquinita de fabricar quejas, lista para ser apagada cuando nosotros llegáramos a tomar las decisiones (equivocadas) que toma todo gobernante. Lo mismo que hicimos en la universidad y en la capital. No podía fa-llar. ¡Mirá que éramos inocentes! Por no decir nabos, o algo peor, como lo haría el hombre de las flores (verbales y de las otras). Vos sabés que a mí no me gustan las ma-

Te escribo, no para conjurar el pasado,

sino, para conjugarlo.

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las palabras, así que no voy a repetir las que dijo cuando tuvimos que decidirnos entre hacer lo que queríamos y hacer lo que podíamos.

Al innombrable estas cosas no le interesaban. Ya tenía la banda cruzada sobre el pecho y a cada uno le decía que sí con firmeza… hasta que se encontraba con el si-guiente. Sólo en público hablaba sin afirmar nada. Pero lo hacía con tanta autoridad que incluso a los milicos les empezó a gustar. Se sentían reverdecer, por decirlo de alguna forma. ¿Qué es lo que quería? ¿Para qué quería el poder? Son preguntas cuyas respues-tas se las llevó al Panteón Nacional. Como el famoso tema de las privatizaciones: que sí, que no, que otra vez que sí, que otra vez que no… Nos agarró el año electoral diciendo que sí, que con nosotros iba a ser diferente, y ahora son otros los que aprovechan los resultados.

Yo creo, y repito lo que ya te dije una vez, que quiso explorar alguna variante de la Paradoja de Constant, aquella que descubrí leyendo el libro de Ferraro sobre el poder: “La libertad nos llena de preocupaciones particulares que nos distraen de la actividad pública necesaria para preservarla”. A mi entender, él nos llenó de ilusiones particulares para distraernos de la actividad pública necesaria para hacerlas realidad. A todos sus colaboradores nos puso tapones en los oídos. Pero, a diferencia de Ulises, no quiso atar-se al mástil de la nave gubernamental y, cuando las sirenas del poder comenzaron a can-tar, ya era demasiado tarde: se entregó a ellas con tanta devoción como futilidad.

El resto es historia que cuentan los diarios. De un encuentro amplio y mayorita-rio, hoy nos reducimos a dos minorías desencontradas: moderados y radicales. Modera-dos ellos a la hora de frenar sus sueños desbocados, confundiendo ajusticiar con justicia. Radicales nosotros al no dejar de nutrir el tronco de la libertad para alcanzar la luz ce-gadora de una utopía. La culpa fue nuestra. Nos dejamos engañar, como buenos amos amaestrados por sus propias mascotas. ¡Bien de intelectuales! Me hace recordar a cuan-do conocí a Mirta: yo sacaba a pasear mi perro con el fin de tener una excusa para poder hablar con ella y resulta que al final me vengo a enterar, luego de tantos años, que ella hablaba conmigo como excusa para que su perra tuviera cachorritos con el mío, que era de raza. ¡Cosas de la vida, Fredo, que se nos acaba! Como esta carta.

Pensarás, con una de esas sonrisas tuyas, tan tajantes, que ya no lleno papeles y papeles con la baba entintada de mi verborrea, como antes. Es cierto. También es cierto que nuestra amistad es de esas a prueba del tiempo, que lo erosiona todo menos aquellos accidentes de la geografía humana, como este abrazo, que nos unen a lo lejos.

Siempre tuyo,

Beto

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ENTRE AZULEJOS Y VERDECERCAS

UNA DE COWBOYS Justo cuando se le terminaron las balas, y el jefe indio sonrió sediento de ven-

ganza, oyó las trompetas de la caballería. Eran blancos los equinos y aun más pálidos sus escuálidos jinetes. En ese último instante, comprendió por qué había sido bueno creer en ellos; no sintió nada más.

MARINA

Los barcos al centro. El cielo detrás. La costa delante. El práctico embarca. La nave avanza. Los remolcadores esperan. La mar, destellos. Los nubarrones, rosas. El humo, cenizas. Los detalles despiertan. El reloj apremia. La marea sube. El caballete desarmado. La tela terminada. Los óleos guardados. La vista, sueños. Los pasos, prisa. El camino, piedras.

GRAFFITI EN LAS NUBES

Saberlo todo me deja satisfecho. Dios. …y nuestra sabiduría es Tu provecho. El Diablo. Ser todo bondad es dejar la maldad fuera. Dios. …fuera de control. El Diablo. Todo lo puedo. Dios. … el resto, lo hacemos los demás. El Diablo.

SUEÑO DEMÓCRATA

El pobre y el rico se quedaron dormidos en el mismo banco de la plaza: como el

rico no tenía en que gastar su dinero soñó que podía ser pobre; y el pobre, como nada necesitaba, soñó que podía ser rico.

EL EMPLEADO PERFECTO Mentía por la empresa, traicionaba por la empresa, corrompía por la empresa; y

lo hacía tan bien que luego le mentía a la empresa, traicionaba a la empresa, corrompía a la empresa. Lo perfecto es enemigo de lo bueno.

PSICÓPATA —¿Los ataca sin remordimientos? —No, comisario. Clínicamente, le aseguro que tiene remordimientos. —¿Cómo es eso, doctor? —Los muerde dos o más veces… —respondió el médico dueño del perro.

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A LA CARTA

El mozo se acercó a la mesa que, por una falla de quienes organizaron la cena,

ocupaban, entre otros, Pi Camont y su peor enemigo. —¿Qué cava se van a servir los caballeros? —preguntó. —Yo la prefiero dulce, como la venganza —se adelantó a responder el enemigo. —Para mí seca, como la justicia —le sonrió Pi Camont.

EL TEATRO DEL PODER

En el teatro un rey ve como otro rey hace y dice cosas propias de su alta investi-dura. Hay conspiraciones e intrigas, pero, ¿cuál es el verdadero rey? ¿Dónde está el es-cenario y dónde está el público? ¿Quién mira a quién? El poder del teatro.

DECLARACIONES HISTÓRICAS “Los reporteros siempre exageran: era sólo un gusano”, declararon Adán y Eva. “Fue él quien me inspiró”, confesó Cervantes, refiriéndose a un tintorero, com-

pañero de cárcel en Argel, caído en desgracia por no haberle podido quitar una mancha al ropaje del Sultán, ubicada en un lugar de cuyo nombre no quería acordarse.

“Lo único que hice fue ordenarles que me esperaran hasta el final”, les dijo Her-

nán Cortés a los cronistas, mientras observaba cómo ardían las velas de sus naves.

GANGSTERS IN THE YARD

Hay dos mafiosos en el patio, recién salidos de una canción; un super-héroe vue-la hacia ellos pero aún no los alcanza: sólo lo detiene mi imaginación.

SIN NECESIDAD DE TÍTULO

El verdadero amor es el que sobrevive a su propia ilusión, al vacío que dejan los sueños cumplidos, a las dudas que nacen y renacen con él, a las impurezas que lo hacen único, a los defectos que inicialmente ignora, a los errores cometidos por querer perfec-cionarlo, a la nostalgia de sí mismo, a los números, la rutina y los cambios, a tu cuerpo y al mío.

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CROMM WENDELL

WENDELL (Cromm). Revolucionario y dictador landés. Tomó parte en la gue-rra civil entre la nobleza y la burguesía, alcanzando el grado de comandante general en este último bando. Derrotado el ejército aristocrático, ejecutó al monarca Carll I, instauró la República y se proclamó Protector de Landd. Gobernó el país con mano firme y reprimió con dureza toda oposición al nuevo régimen. Impuso la paz a los paí-ses vecinos y fundó numerosas colonias. En todas sus campañas militares fue cruel e implacable, tal como lo demuestra la tristemente célebre matanza de Darhgodd. Murió, alcanzado por un rayo, en su casa de campo de East Cornfiell, donde pasó sus últimos años en la más absoluta soledad. Poco tiempo después de su fallecimiento, se restauró la monarquía. Texto extraído de la última edición de la “Enciclopedia Lándica”.

Un sábado de tarde tormentosa Cromm Wendell se sentó frente al pequeño escri-torio de su casa de campo. El papel en blanco que allí reposaba lo invitaba a escribir y, tras vacilar un instante, lo hizo: “La historia me juzgará, pero llegará tarde. Día tras día, mi familia y mis amigos lo han hecho. El veredicto insobornable de su mirada, de sus besos, de sus abrazos, de sus manos apretadas a las mías, me ha absuelto”. Se detuvo para mirar por la ventana. Las gotas golpeaban haciendo el mismo ruido que las uñas sobre el cristal. Ann jugaba junto con sus nietos en el jardín: corrían de un árbol a otro, refugiándose de la lluvia. Cerró los ojos por un instante. Al volver a abrirlos, prosiguió: “… y también me ha condenado a sobrevivir prisionero de más de una mirada esquiva, de un beso helado, de un abrazo efímero, de unas manos huidizas, de la pena capital que provoca un alejamiento. Pero aun en esos casos, al apelar, el reencuentro finalmente me fue concedido. Sin ese rigor familiar, sin ese miedo a decepcionar a los amigos, sin ellos, no habría podido hacer, como hice, lo necesario en lugar de lo correcto”. Un true-no lo obligó a mirar de nuevo por la ventana, los vio mientras jugaban debajo de la ar-boleda y fue hacia ellos…

“La historia me juzgará, pero llegará tarde. Día tras día, mi familia y mis amigos lo han hecho. El vere-dicto insobornable de su mirada, de sus besos, de sus abrazos, de sus manos apretadas a las mías, me ha absuelto…”

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EL CUADRO

Pasó y, sin querer, miró el cuadro. Una vez más, intentó desviar la mirada deján-

dola deslizar por la pared. No pudo. Sus ojos volvieron al cuadro. Intentó que sus pies lo alejaran de la habitación. Tropezó. No miraba hacia donde caminaba. Miraba el cuadro. Se detuvo, otra vez prisionero. Osciló. Sus pies, pegados al piso, recibían de manera alternativa el peso de su cuerpo. Izquierdo. Derecho. Izquierdo… Decidió sentarse, una vez más, en ese sillón. Primero, rígido, separado del respaldo. Luego, abatido; hundido entre sus bien conocidos almohadones y pensamientos. Nuevamente, atento, erguido, buscando dentro y fuera de él las causas y consecuencias de ese cuadro. Respiró hondo. Era evidente la perfección de sus trazos. ¡Qué maravilla! Sin embargo, los colores… ¡Qué mamarracho! Con todo, la imagen estaba bien lograda; valía la pena tenerlo en casa. A pesar de la tela y el marco: ordinarios. ¿Acaso él, justo él, no tenía nada mejor que colgar en la pared? Recordó con satisfacción la envidia y el asombro de los demás, cuando se lo ganó en el sorteo: un cuadro así no era para cualquiera. Aunque su vecino, ¡ese sí que tiene cuadros buenos! No como éste, salido de la paleta de un amateur. ¡Maldito atrevido! Se acordó de aquel crítico de arte que, al verlo, murmuró: “Sí, es un cuadrito”. Hijo de la madre… Ahora está enfermo, pobre. Pensándolo mejor, no es tan mala persona; y como crítico, sabe lo que dice. Por algo es tan elogiado. Pero, hay que decir la verdad, la gente también elogia a cualquier tonto; bien lo sabía por experiencia propia. El cuadro no es bueno. No es malo. Era suyo. Estaba llegando al final de su tor-menta interior. ¡Para qué se le habría ocurrido pintarlo!

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LAXITUD SUR

Miré hacia la playa y la vi caminar por ella. Tenía el pelo recogido, como cuan-do nos casamos. Habían pasado los años y nuestra felicidad continuaba siendo tan sen-cilla como al principio. No había remedio ni queríamos encontrarlo: nos habíamos ena-morado para siempre, cada día. La brisa era un suave masaje con olor a sal y madera, un puente entre la energía del sol y la sombra de la casa junto al mar.

Hay momentos en los que uno se siente causa y consecuencia de todo. Éste era uno de ellos. Mi mente quedó en blanco por un instante, y luego aterrizó con suavidad en las hojas del libro abierto entre mis manos.

—Mmm… —murmuré. —No tenemos mucho tiempo, ¿verdad? —No. Nunca lo tenemos —dije, al verla jugar con los niños—. Por suerte. —¿Cómo “por suerte”? —“No mucho” significa “algo” y “algo” es mejor que “nada”. —“No mucho” significa “poco”… —Es cierto —repliqué—. De allí la brevedad de los cuentos. —Sí, ya sé: el resto es trabajo y amor. —Es más que eso. Es la familia, que es como un yo más grande. —Lo mío son los cuentos. Tus cuentos. —Lo sé —por un momento recordé la carpeta roja donde los guardo y sonreí. —¿De qué te reís? —De la paciencia que debe tener ese yo más grande para leer mis cuentos. —¡Alguien tiene que hacerlo! Yo no cuento, porque soy como si fueras tú. —En fin… Ya que tenemos poco tiempo, ¿por qué no hablamos de brevedades? —¿Desde el punto de vista literario? —Sí. Y latino, preferentemente… —Bien, en ese caso podemos empezar por la crónica más breve de la historia:

Vine. Vi. Vencí. —De Julio César, por supuesto… Aunque no me refería a esa clase de latinos.

—Un relato muy completo, con introducción, desarrollo y desenlace. —Hay un cuento del mejicano Sergio Golwarz que se llama “Dios” y dice así:

Dios.

—¡Breve! Digo… ¡Bravo! Es el cuento más breve que conozco. —Y con el significado más extenso que te puedas imaginar. —Es verdad. Luego viene “El dinosaurio” de Augusto Monterroso:

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

—Un verdadero clásico, como el “Cuento de Horror” de Juan José Arreola:

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

—Creo que es más un cuento de amor que de horror, ¿no?

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—Puede ser. Pero no todos son tan serios… —Cierto. El más pícaro es el de Guillermo Cabrera Infante, “Canción Cubana”:

—¡Ay, José, así no se puede!

—¡Ay, José, así no sé! —¡Ay, José, así no!

—¡Ay, José, así! —¡Ay, José!

—¡Ay!

—¡Epa, chiquito! —dije mirando de reojo por la ventana. —¡Shh! Si esto saliera de tu cabeza alguien podría pensar que bajamos el nivel. —No… Como dice un amigo, no hay cosas mal dichas, sino mal interpretadas. —Es verdad. Probemos con Julio Cortázar y su “Patio de tarde”:

A Toby le gusta ver pasar a la muchacha rubia por el patio. Levanta la cabeza y re-mueve un poco la cola, pero después se queda muy quieto, siguiendo con los ojos la fina sombra que a su vez va siguiendo a la muchacha rubia por las baldosas del patio. En la habitación hace fresco, y Toby detesta el sol de la siesta; ni siquiera le gusta que la gente ande levantada a esa hora, y la única excepción es la muchacha rubia. Para Toby la muchacha rubia puede hacer lo que se le antoje. Remueve otra vez la cola, sa-tisfecho de haberla visto, y suspira. Es simplemente feliz, la muchacha rubia ha pasado por el patio, él la ha visto un instante, ha seguido con sus grandes ojos avellana la sombra en las baldosas. Tal vez la muchacha rubia vuelva a pasar. Toby suspira de nuevo, sacude un momento la cabeza como para espantar una mosca, mete el pincel en el tarro, y sigue aplicando la cola a la madera terciada.

—Bueno, ya en estos textículos, como los llamaba Cortázar, hay más palabras. —Pero igual son breves. Poco se demora en leerlos y mucho en olvidarlos. —Ahí está la gracia. Por ejemplo, “Le regret d’Héraclite” de Borges: Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía Ma-tilde Urbach. GASPAR CAMERARIUS, en Deliciae Poetarum Borussiae, VII, 16. —¡Un maestro! ¿Por qué nunca le dieron el Premio Nobel? —Porque nunca escribió una novela, según dicen. —¡Pamplinas! Carl Lewis obtuvo el oro olímpico y nunca ganó una maratón. —Vaya uno a saber. Otro maestro de la mini-ficción fue Marco Denevi:

VERITAS ODIUM PARIT

—Traedme el caballo más veloz —pidió el hombre honrado—. Acabo de decirle la verdad al rey. (Leopoldo Garnerius: Aphorismata, Rotterdam, 1720.) —¡Mamaderas y pañales! —¿Qué? —entonces oí las risas y los gritos de mi yo más grande, al acercarse corriendo desde la playa—. ¡Hola mis amores! El libro quedó sobre el sillón, a la espera de otro de esos momentos afortunada-mente escasos. Ví sus ojos llenos de luz y le dije una vez más que la amaba. Gracias.