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Los Cuadernos de Asturias UNA IMAGEN LENA ,DE ALFONSO CAMIN Eduardo Haro Tecglen Aonso Camín (Caricatura por Viejo). 52 E 1 nmo callaba y miraba. Casi espiaba y, luego, ya solo, casi repetía los ges- tos, los ademanes, el énsis, la voz de aquellos hombres: los escritores. El to- no chirriante y agudo de Astrana Marín -rara voz de sordo- cuando contaba que tenía que traducir a Séneca en la cocina de su casa, por las noches, porque era la única habitación que conservaba un poco de calor -el de la via cocina de carbón-. La silueta elevada y desgarbada de Rael Cansinos Assens, que salía al atardecer de su viejo barrio: era el último judío de la Plaza de la Morería. El ceceo andaluz, la burla casi constante, de Manuel Machado; los silencios de su hermano Antonio, más misterioso que ninguno; la mirada estrábica de Emilio Carrere que siempre parecía eitado del día anterior (¿cómo lo conseguía?). La juven- tud eterna, un poco insolente, de Tomás Borrás. Quien sabe que otros, perdidos en el tiempo y en el olvido.· Aquellas figuras que ecuentaban su casa o que veía cuando iba con su padre a Vinces, en la orieta de Bilbao de Madrid, eran como un círculo mágico: los escritores. Aquellos a quienes había que imitar. Los niños no hacen nunca nada gratuito. Mientras sorbía su azucillo -todavía se encuentran azucarillos en Madrid: en «El Rio- jano» de la Calle Mayor- o escuchaba sus excla- maciones en los billares de la cle del Prado, silencioso y atento, estudiaba sus rmas externas para asimilarlas y llegar a ser, un día, uno de ellos. No sabía todavía que la imitación de formas ex- ternas solo conduce a la cursilería, quizá a la impostura y que, en el mejor de los casos, pro- duce un distinguido snob. No sabía, tampoco -no tardaría mucho en aprenderlo- que la brillantez, la algarabía, la magia de los escritores tiene siempre un sustrato de suimiento, de dolor: de tensión dramática. De entre toda aquella magia, una magia singu- lar, única: la de Alfonso Camín. Amplio y como sin rma bajo la capa espola, bajo el cham- bergo. Una voz que ahora, en el recuerdo, parecía como de trueno: y, debajo, la dulzura. Un bastón, casi un garrote, en la mano. Y, cuando se quitaba la capa y la americana para jugar al billar, aparecía un enorme pistolón traído de Mico. De Méjico tra relatos de aventuras y muchos poemas. Todo para él era poema, como su propia capa -«...he- cha para el amor y el desío que me cubrió de sal como una ola - y me ciñó como si era un río ...»-. Por una asociación de imágenes, o quizá por palabras de Camín, o por cualquier otro miste- rio, el niño asociaba a Alfonso Camín con el Wa- llace Beery de «Viva Villa» cuya ancha carcajada estaba por entonces (¿ 1935?) en las portadas de los cines (¿Palacio de la Música?). De tal forma se gudan estas cosas inútiles y probablemente l- sas en la ma memoria oculta que cuando, muchí- simos años después (¿ 1968?) en uno de los insom- nios de Manhattan encendió el televisor y apare- ció en la madrugada la vieja película, la manita

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Los Cuadernos de Asturias

UNA IMAGEN LEJANA ,DE ALFONSO CAMIN

Eduardo Haro Tecglen

Alfonso Camín (Caricatura por Viejo).

52

E1 nmo callaba y miraba. Casi espiaba y, luego, ya solo, casi repetía los ges­tos, los ademanes, el énfasis, la voz de aquellos hombres: los escritores. El to­

no chirriante y agudo de Astrana Marín -rara voz de sordo- cuando contaba que tenía que traducir a Séneca en la cocina de su casa, por las noches, porque era la única habitación que conservaba un poco de calor -el de la vieja cocina de carbón-. La silueta elevada y desgarbada de Rafael Cansinos Assens, que salía al atardecer de su viejo barrio: era el último judío de la Plaza de la Morería. El ceceo andaluz, la burla casi constante, de Manuel Machado; los silencios de su hermano Antonio, más misterioso que ninguno; la mirada estrábica de Emilio Carrere que siempre parecía afeitado del día anterior (¿cómo lo conseguía?). La juven­tud eterna, un poco insolente, de Tomás Borrás. Quien sabe que otros, perdidos en el tiempo y en el olvido.· Aquellas figuras que frecuentaban su casa o que veía cuando iba con su padre a Vinces, en la Glorieta de Bilbao de Madrid, eran como un círculo mágico: los escritores. Aquellos a quienes había que imitar. Los niños no hacen nunca nada gratuito. Mientras sorbía su azucarillo -todavía se encuentran azucarillos en Madrid: en «El Rio­jano» de la Calle Mayor- o escuchaba sus excla­maciones en los billares de la calle del Prado, silencioso y atento, estudiaba sus formas externas para asimilarlas y llegar a ser, un día, uno de ellos. No sabía todavía que la imitación de formas ex­ternas solo conduce a la cursilería, quizá a la impostura y que, en el mejor de los casos, pro­duce un distinguido snob. No sabía, tampoco -no tardaría mucho en aprenderlo- que la brillantez, la algarabía, la magia de los escritores tiene siempre un sustrato de sufrimiento, de dolor: de tensión dramática.

De entre toda aquella magia, una magia singu­lar, única: la de Alfonso Camín. Amplio y como sin forma bajo la capa española, bajo el cham­bergo. Una voz que ahora, en el recuerdo, parecía como de trueno: y, debajo, la dulzura. Un bastón, casi un garrote, en la mano. Y, cuando se quitaba la capa y la americana para jugar al billar, aparecía un enorme pistolón traído de Méjico. De Méjico traía relatos de aventuras y muchos poemas. Todo para él era poema, como su propia capa -« ... he­cha para el amor y el desafío que me cubrió de sal como una ola - y me ciñó como si fuera un río ... »-. Por una asociación de imágenes, o quizá por palabras de Camín, o por cualquier otro miste­rio, el niño asociaba a Alfonso Camín con el Wa­llace Beery de «Viva Villa» cuya ancha carcajada estaba por entonces (¿ 1935?) en las portadas de los cines (¿Palacio de la Música?). De tal forma se guardan estas cosas inútiles y probablemente fal­sas en la mala memoria oculta que cuando, muchí­simos años después (¿ 1968?) en uno de los insom­nios de Manhattan encendió el televisor y apare­ció en la madrugada la vieja película, la manita

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del doctor Freud extrajo del subconsciente, con su tonto mecanismo, el nombre de Alfonso Camín.

Como no podrá nunca dejar de asociarlo al de Emilio Carrere. ¿Qué misteriosa ofensa, qué des­dén o qué frase hiriente, qué crítica o qué des­plante habría hecho Carrere a Camín para que le persiguiera implacablemente? Allá donde Alfonso Camín veía a Carrere, esgrimía contra él inmedia­tamente su gran bastón. Y Carrere, menudo y débil, de la línea de los intelectuales sin músculo a la que indudablemente no pertenecía Camín, huía velozmente. En el pequeño Madrid literario de entonces, los encuentros eran inevitables, y la es­cena se reproducía siempre ... Ya no están los testigos que podrían esclarecer aquella pequeña guerra pé:frticular. .. Ya no quedan libros, cuader­nos, apuntes. Poco después llegaba la guerra civil: y los saqueos, las purgas, los libros quemados en la posguerra. Y las muertes.

Quizá Camín lo recuerde todavía. Los periódi­cos de Gijón publicaron en agosto la noticia y los elogios al hombre que cumplía en ese momento los noventa años en la ciudad en que nació des­pués de haber dejado «una sombra de aguilucho en el mapa». Pero, ¿son de verdad noventa años? ¿Son más, son menos? Sáinz de Robles dice que Camín nació en 1883; José Bergua, que en 1892, pero añade una imaginaria fecha de su muerte: 1952. ¿Qué le pasó a Alfonso Camín en 1952 para que Bergua, entonces también en el exilio, le diera por muerto? Y qué olvido, qué español olvido, el que sufre Camín, para que en la edición de 1976 de «Las mil mejores poesías de la lengua cas­tellana» se le siga dando por muerto. Curioso país donde si la memoria es mala, los datos son peores.

Pero el olvido no es sólo de Camín, sino de todos los hombres de su mundo. De todo el mo­dernismo español, con las excepciones históricas sabidas. Viejo país de la muerte en vida, de pe­queñas cabezas donde para que entre un nombre nuevo -si entra- tienen que salir tres, porque to­dos no caben. Y, de cuando en cuando, una gue­rra, una censura, unos aduaneros de lo que se puede y no se puede, de lo que es obligatorio y de lo que es prohibido, pasan su mano sobre el cés­ped y destruyen las flores que han tratado de sobrevivir

. . . Y no queda nadie de aquel círculo mágico. La sombra de aquella capa, las alas de chambergo de aquel aguilucho; y el recuerdo quizá totalmente falseado -lo peor probablemente no es olvidar, sino mezclar la imaginación a los recuer-dos, seleccionarlos imperfectamente- de � un niño que miraba, escuchaba, trataba �� de aprender creyendo que trataba de � imitar.

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