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¿Quiere decir...? Elegimos la imagen con anterioridad a toda lectura sobre la obra, solo después de haber visto muchas fotos y haber conocido la vida de su autor; incluso, con cierta ingenuidad, la elegimos por suponerla una imagen poco típica: no tenía por objeto las damas de Boulogne, ni los automóviles o los aviones, ningún deporte, y mostraba apenas quizás el origen de toda tecnología humana: el juego, eso sí, algo que nos remitía al mito sobre Lartigue, el fotógrafo niño. Luego, sí, encontramos que se trataba de una imagen bastante recorrida por sus comentaristas, e la foto que elegimos estudiar con más profundidad conocemos dos comentarios que reproduciremos en arbitrario orden temporal. El primero, de 1984, convierte a esta fotografía prácticamente en una poética de la obra de Lartigue. En su prólogo a Le passé composé, Michel Frizot la describe así:

Pena Análisis de Una Imagen

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Sobre una foto de Lartigue.

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Page 1: Pena Análisis de Una Imagen

¿Quiere decir...?

Elegimos la imagen con anterioridad a toda lectura sobre la obra, solo después de haber visto

muchas fotos y haber conocido la vida de su autor; incluso, con cierta ingenuidad, la elegimos por

suponerla una imagen poco típica: no tenía por objeto las damas de Boulogne, ni los automóviles o

los aviones, ningún deporte, y mostraba apenas quizás el origen de toda tecnología humana: el

juego, eso sí, algo que nos remitía al mito sobre Lartigue, el fotógrafo niño.

Luego, sí, encontramos que se trataba de una imagen bastante recorrida por sus

comentaristas, e la foto que elegimos estudiar con más profundidad conocemos dos comentarios que

reproduciremos en arbitrario orden temporal. El primero, de 1984, convierte a esta fotografía

prácticamente en una poética de la obra de Lartigue. En su prólogo a Le passé composé, Michel

Frizot la describe así:

Una playa más, lugar favorito de las imágenes de Lartigue. En el contraluz de un sol que irradia detrás de una nube monstruosa, un niño se estira felizmente en un salto de cabra por encima de un rudimentario castillo de arena cuyos fosos la marea ascendente ya invade. Mientras que el niño celebra así el éxito de una obra de arte, otro niño, más pequeño, fijo en su dubitante espera al borde del arroyo, se maravilla de tanta temeridad, entre la admiración, la envidia y la ansiedad. En el centro del formato vertical, el saltador no parece en movimiento; más bien en suspensión, con la pose arrogante y afectada de un ángel de cúpula barroca, lazo natural entre dos mundos opuestos (espiritual y temporal): la deslumbrante claridad del cielo subrayada por una inquetante garra oscura, y la tenebrosa costa grabada con dos claras medialunas alrededor del montículo. El niño planea, a la altura de un horizonte de mar

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escalonado y lejano.¿De dónde viene que una imagen como esta sea la alegoría del inocente acceso a lo imposible? Todo había comenzado para el pequeño Lartigue, con la vida mimada de los hijos de buena familia, marcada por un padre caprichoso que le ofrece a los siete años su primera máquina fotográfica (1901) y lo inicia en los placeres discretos del cuarto oscuro: el olor de los productos, la municiosidad de las preparaciones, la fragilidad de las placas, las maravillas de la mecánica. Hábil para captar las gracias del gato, los juegos de toda la familia, saltos y piruetas, Lartigue fue reconocido sobre todo, muy tardíamente, por sus fotografías de niño y de adolescente, aquel que alegraba a las bellas Otero en las salidas a Boulogne, donde recogía al pasar la atronadora demostración de un bólido de carrera en 1912. A través de esas instantáneas cándidas del comienzo de siglo, se ha escrito mucho que Jacques-Henri Lartigue tenía la visión de un niño. Su ingenuidad en aventurarse imprudentemente en la captura de los movimientos más rápidos y los más desordenados, la pureza de su visión, en el sentido óptico, a la altura de los ojos de un niño, a veces incluso al ras del suelo y sin malicia, han hecho de él un fotógrafo niño en perpetuo estado de gracia, al acecho de los reflejos, sin más sombras en el cuadro. Era no tomar en cuenta el adulto que él ya era. Si Lartigue es un niño, él tiene el doble rostro de los dos mocosos de su fotografía. Él es aquel que salta de felicidad por un sí, por un no, por una pequeñez; “porque uno no puede hacer conservas de sus maravillas”. Pero él es también aquel que observa al saltador, conmovido, como con el resentimiento de no pertenecer verdaderamente a la misma acción. Justamente, mientras que captura esta escena, él anota al mismo tiempo en su diario (20 de agosto de 1926, Royan): “Mi egoísmo me consterna. Hay en mí un espectador que observa sin preocuparse por ninguna contingencia, sin saber si eso que ocurre es serio, triste, importante, extraño o no. Una especie de habitante de las estrellas llegado a la tierra solamente para disfrutar del espectáculo. El espectador para quien todo es marioneta, incluso -y sobre todo- yo mismo.”

Y sobre el final del ensayo, concluye:

Y uno sueña ese diálogo desabusado de Lao Tse: “-¿Por qué tiene Ud. el vacío en tan gran estima?/ -El vacío no puede sino provocar estima. (….) Por el silencio o el vacío, uno alcanza sus residencias.” Los vacíos de Lartigue están rodeados de amistades febriles, para ser pegadas en las páginas de los álbumes, y las sombras resuenan con “su reflejo de aquello que allá había resplandecido en su plenitud” (Y. Bonnefoy). Como el niño de su fotografía, suspendido entre el cielo y la tierra, Jacques-Henri Lartigue se encontró con un camino indeciso en las apariencias, entre la sombra y el reflejo.

El diálogo entre la sombra y el reflejo lo toma Frizot de una de las notas de Lartigue en

su álbum a otra foto mítica: la de la sombrilla-ostra, como Frizot mismo la llama

felizmente. Sombra que resguarda, que nos devuelve al cuerpo que somos, felices de

comprobar nuestra presencia en esta tierra, la tierra ludíca y ensombrecida de la foto de

los niños. Reflejo, luz que vuelve rechazada, que no encuentra su lugar, que rebota

desordenadamente, y nos hace el don de la sombra.

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El segundo, es de Michel Braudeau1, de su prólogo “Umbral” a Rivages (Paris: Contrejour,

Donation Lartigue.1990).

Entre el cielo y el mar el niño vuela por encima de su castillo. No es viejo, Gérard Willemetz2, en este año de 1926, y Dani3 que lo mira, menos todavía. Han cruzado el foso de su fortaleza en la arena de Royan, donde yo tanto trabajé, con una predilección por la otra playa, más bella, más llana, la de Pontillac. Uno quisiera que no volviera a caer nunca el pequeño Gérard. Que quede en el aire. Va a volver a la tierra en un cuarto de segundo y va a crecer. Los problemas van a comenzar para él.

Así, este comentario, por vía de la interpretación en función del tema del umbral, de aquello que

separa y comunica a un mismo tiempo, y que el título de la obra justifica, nos señala algunos

elementos de esta imagen a tener en cuenta: el cuadro estilizado divido en dos campos: el de la luz

celestial (tachada de nubarrón) y el de la terrena oscuridad, donde se juega; colores que los dos

niños han puesto en circulación, en el reino de los matices, tallando ese ombligo irónicamente

egótico -nos atrae, nos convoca como el lugar seguro, y nos mueve afuera con su pendiente, su

canal, su salida al mar- en la mitad de la imagen. Esta es una imagen de Lartigue, ¿es decir que

estamos en la mitad de la representación-Lartigue? porque es él el que (se) mira y (se) habla allí,

pero afuera, y entregado, salido para afuera, su intimidad exorcisada. (Y nada que digamos de él

aquí lo posee, sino a nosotros.) Problema de identidad de mirones, que el primer comentario nos

dejó como interrogación.

El niño que salta nos arroja a la imagen, por él somo paridos a ella, para recorrerla y por el

mar llegar al ojo nublado, enceguecido. Desde allí recaemos en Dani, en su diversión, que es la

nuestra, la del que mira, el que mira el ombligo del reino, para volver al amigo, volver al salto,

salvar la distancia del tiempo, alegrarnos de verlo, de no estar solos. Asegurados afuera, como Dani,

disfrutar la frescura de la espuma, la aspereza de la arena, que no vamos a caer. La imagen nos

ofrece triángulos que nos hacen rebotar y descentrarnos, identificados con el que se arroja, con el

que mira a resguardo, con el que (se) imagina en la escena, Lartigue.

1 Cronista literario en el diario Le Monde y escritor. 2 Gérard Willemetz se convertirá luego en guionista, traductor y escritor de algún reconocimiento (trabajó con Alain

Resnais, uno de los más grandes directores del cine francés). Desde ese conocimiento se habla así de él acá. N. d. T.3 Dani es el hijo de J. H. Lartigue. N. d. T.