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(O3URFHVRGH,QWHUYHQFLyQFOtQLFD 1 (O SURFHVR GH LQWHUYHQFLyQ FOtQLFD HQ PRGLILFDFLyQ GHFRQGXFWD De acuerdo con Fernández-Ballesteros (1981, 1994a,c,d) y Silva (1993), la evaluación tiene dos funciones fundamentales: en primer lugar, obtener todos los datos e información relevante que permitan diseñar un plan de tratamiento individual y, en segundo lugar, cuando se empieza a realizar la intervención, evaluar los resultados de ésta, tanto durante como al finalizar el proceso terapéutico y durante el seguimiento. Desde nuestra perspectiva, y de acuerdo con Escudero (1985), cualquier otra forma de actuación supone desvirtuar la modificación de conducta. La explicación del problema y el diseño del plan de tratamiento se hacen atendiendo a las variables que determinan la conducta en el momento actual; el pasado, la hipótesis sobre la génesis del problema, es relevante en la medida en que nos puede ayudar a entender cómo el comportamiento del cliente se ha desarrollado en la forma que lo hizo y cómo puede actuar éste a partir de ahora pero no tiene valor terapéutico en el sentido de que no vamos a manejar variables pasadas (Carrobles, Costa, del Ser y Bartolomé, 1986); sin embargo, al tener valor explicativo, pueden orientarnos en el diseño de la intervención (Fernández-Ballesteros, 1994c; Staats, 1996/1997; Wolpe y Turkat, 1986). Tal como señala Staats (1972) lo que la persona nos cuenta sobre lo que fue su vida, sus experiencias, su proceso de aprendizaje, es una información importante generada en torno a su experiencia pero, sin posibilidad de contrastación. Por otra parte, los sucesos, las experiencias que pudieron estar influyendo en el pasado, aún de haber ocurrido como las recuerda el cliente, no pueden manejarse, utilizarse en el programa de tratamiento. Tuvieron su importancia en un momento determinado, pero ahora no se pueden alterar salvo actuando sobre sus efectos actuales, es decir, sobre el comportamiento verbal que HQ HVH PRPHQWR presenta la persona. La expresión verbal de sus recuerdos nos informa de sus competencias y estilos de comportamiento y permite generar hipótesis de la génesis del problema. Un tratamiento psicológico tiene como objetivo resolver los problemas que plantea un individuo respecto a sus dificultades para adaptarse al medio en

Proceso Intervencion Clinica

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Proceso para hacer intervención psicológica clínica

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(O� SURFHVR� GH� LQWHUYHQFLyQ� FOtQLFD� HQ�PRGLILFDFLyQ�GH�FRQGXFWD�� De acuerdo con Fernández-Ballesteros (1981, 1994a,c,d) y Silva (1993), la evaluación tiene dos funciones fundamentales: en primer lugar, obtener todos los datos e información relevante que permitan diseñar un plan de tratamiento individual y, en segundo lugar, cuando se empieza a realizar la intervención, evaluar los resultados de ésta, tanto durante como al finalizar el proceso terapéutico y durante el seguimiento. Desde nuestra perspectiva, y de acuerdo con Escudero (1985), cualquier otra forma de actuación supone desvirtuar la modificación de conducta. La explicación del problema y el diseño del plan de tratamiento se hacen atendiendo a las variables que determinan la conducta en el momento actual; el pasado, la hipótesis sobre la génesis del problema, es relevante en la medida en que nos puede ayudar a entender cómo el comportamiento del cliente se ha desarrollado en la forma que lo hizo y cómo puede actuar éste a partir de ahora pero no tiene valor terapéutico en el sentido de que no vamos a manejar variables pasadas (Carrobles, Costa, del Ser y Bartolomé, 1986); sin embargo, al tener valor explicativo, pueden orientarnos en el diseño de la intervención (Fernández-Ballesteros, 1994c; Staats, 1996/1997; Wolpe y Turkat, 1986). Tal como señala Staats (1972) lo que la persona nos cuenta sobre lo que fue su vida, sus experiencias, su proceso de aprendizaje, es una información importante generada en torno a su experiencia pero, sin posibilidad de contrastación. Por otra parte, los sucesos, las experiencias que pudieron estar influyendo en el pasado, aún de haber ocurrido como las recuerda el cliente, no pueden manejarse, utilizarse en el programa de tratamiento. Tuvieron su importancia en un momento determinado, pero ahora no se pueden alterar salvo actuando sobre sus efectos actuales, es decir, sobre el comportamiento verbal que HQ� HVH� PRPHQWR presenta la persona. La expresión verbal de sus recuerdos nos informa de sus competencias y estilos de comportamiento y permite generar hipótesis de la génesis del problema. Un tratamiento psicológico tiene como objetivo resolver los problemas que plantea un individuo respecto a sus dificultades para adaptarse al medio en

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que vive (Froján y Santacreu, 1999). Siguiendo a Kanfer y Goldstein (1987), un problema psicológico se manifiesta cuando: 1. La persona padece una falta subjetiva de bienestar que no puede eliminar

por sí sola. 2. La persona manifesta déficits o excesos de conducta que interfieren en el

funcionamiento considerado adecuado por él mismo y/o por los demás. 3. La persona interviene en actividades que son cuestionables por aquellas

personas que la rodean y que dan lugar a consecuencias negativas que recaen sobre él mismo y en los demás.

4. La persona muestra desviaciones conductuales que dan como resultado sanciones sociales severas para aquellos que componen su entorno más cercano.

Desde esta perspectiva, la intervención psicológica se plantea como un proceso de aprendizaje cuyo objetivo general es la mejora del comportamiento de las personas que acuden al psicólogo buscando ayuda para sus problemas; se trata de que aprendan nuevas formas de comportamiento, pero también de que aprovechen al máximo los recursos propios y del medio en que viven, cambiando éste en la medida en que ello pueda favorecer su bienestar o modificando sus valores, actitudes y conductas para adaptarse a lo que no puede cambiarse (Carrobles, 1985; Hayes, Batter, Gifford, Wilson, Afari y McCurry, 1999; Maciá, Méndez y Olivares, 1993; Pérez, 1996b). Siguiendo a Kanfer (1985), el proceso terapéutico es una continua interrelación entre la información que se recoge, la formulación de los objetivos de tratamiento y la retroalimentación de cada uno de los pasos y el refinamiento de hipótesis sobre la elección óptima de objetivos. La intervención clínica puede ser entendida como un proceso de solución de problemas y de toma de decisiones (por parte del cliente y del terapeuta), en el que intervienen una serie de variables, además de los procesos de aprendizaje implantados, que es necesario controlar: competencias, habilidades y personalidad del cliente, atribuciones que se hace sobre la salud y la posibilidad de control, habilidades del terapeuta, expectativas de éxito de la intervención, etc. Vamos ahora a profundizar en cada una de las fases del proceso de

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modificación de conducta en la práctica clínica que, por otra parte, presentan algunas variaciones según los autores. Por ejemplo, Yates (1975/1977) considera cinco etapas, de las cuales la primera y la última serían totalmente evaluativas: 1. Evaluación del problema. 2. Selección de las conductas clave que se quieren modificar. 3. Selección de las técnicas de intervención pertinentes. 4. Aplicación del tratamiento. 5. Valoración de resultados. Fernández-Ballesteros y Carrobles (1981) por su parte, distinguen seis etapas en el proceso de evaluación y modificación de conducta:

1. Formulación y evaluación del problema. 2. Formulación de hipótesis (o análisis causal). 3. Selección de las conductas-clave y variables relevantes. 4. Tratamiento: recogida de datos pertinentes a las hipótesis. 5. Valoración de resultados. 6. Seguimiento. La propuesta de Muñoz (1993) reduce las fases a cuatro, pero incluye todos los elementos propuestos por los anteriores autores y describe de forma muy completa el procedimiento a seguir. 1. Análisis descriptivo o topográfico. 2. Análisis funcional (o análisis conductual, formulación de casos, etc.) 3. Diseño y aplicación de la intervención. 4. Seguimiento de la intervención. El esquema que propone el texto de Muñoz es el más difundido en la práctica clínica, quizás por su sencillez y facilidad para la realización en el terreno profesional, con los condicionantes que el trabajo aplicado conlleva. Independientemente de que luego los clínicos utilicen o no el análisis funcional, su conocimiento del mismo estaría reflejado en este esquema, a pesar de las deficiencias que pudiera presentar, sobre todo en lo que respecta a la fase evaluativa (Gavino, 1997).

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Hay otras muchas propuestas, como la de García y Vallejo (1993), Godoy (1991), Hayes y Follete (1992), Haynes (1978, 1980), Llavona (1984), Maciá, Méndez y Olivares (1993), Segura, Sánchez y Barbado (1991) o Shulte (1976), por citar sólo algunas que, en cualquier caso, de acuerdo con Echeburúa (1993), se podrían resumir en las siguientes cinco etapas: 1. Descripción de las conductas problemáticas e identificación de las

variables que las controlan. 2. Formulación de hipótesis sobre los trastornos de conductas. 3. Establecimiento de los objetivos de intervención. 4. Selección de los procedimientos terapéuticos y puesta en práctica del

programa de intervención. 5. Evaluación de los resultados. Estas etapas generales son aceptadas por la práctica totalidad de los autores y desarrolladas en profundidad, en cuanto a la evaluación, por Fernández-Ballesteros (1994d), que especifica finalmente ocho fases, con sus respectivos objetivos y tareas a realizar por el terapeuta y/o sus colaboradores: 1. Primera recogida de información: especificación de la demanda y del

problema. 2. Primera formulación de hipótesis y deducción de enunciados

verificables. 3. Contrastación inicial de hipótesis. 4. Resultados. 5. Formulación de hipótesis funcionales. 6. Recogida de datos pertinentes a las hipótesis y tratamiento. 7. Valoración de resultados. 8. Seguimiento. En la obra citada, Fernández-Ballesteros señala con sumo detalle cada una de las etapas y establece una auténtica guía de actuación a seguir en cada paso, fijando los objetivos a cumplir y cómo se pueden alcanzar, y resaltando la relevancia de seguir un proceso de evaluación lo más

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normativo posible. La diferencia fundamental de la propuesta de esta autora respecto a las anteriores radican, esencialmente, en la importancia que le da a las fases iniciales de recogida de información, las cuales se convierten en un proceso empírico de comprobación y verificación de la información obtenida en los primeros momentos (generalmente por medio de la entrevista), a través de la selección y diseño de procedimientos de evaluación DG�KRF. De esta manera, lo que otros autores denominan IDVH�GH�DQiOLVLV� WRSRJUiILFR, GHVFULSWLYD o PRUIROyJLFD, en esta propuesta se subdivide en cuatro etapas a lo largo de las cuales el psicólogo va comprobando las hipótesis iniciales sobre el caso. Las fases siguientes se corresponden con el procedimiento general de IRUPXODFLyQ� GHO� DQiOLVLV�IXQFLRQDO�� GLVHxR� GHO� WUDWDPLHQWR� \� HYDOXDFLyQ� GH� UHVXOWDGRV. Quizás las diferencias que acabamos de plantear entre la propuesta de Fernández-Ballesteros (1992, 1994d) y las otras que presentamos se deban al peso diferente que se le da a cada etapa del proceso desde especialidades distintas: la evaluación (como es la de la autora citada) o la terapia (Echeburúa, Maciá o Segura). Y hacemos esta distinción para hacer notar que, si los propios especialistas en modificación de conducta sugieren un proceso de evaluación menos laborioso que el propuesto por los evaluadores, los psicólogos clínicos profesionales tendrán todavía más dificultades en llevarlo a cabo. De hecho, en la práctica clínica, el proceso seguido dista mucho de ser el que propone la autora, debido fundamentalmente a que no se plantean objetivos de investigación. Un estudio realizado en 1983 con una muestra de psicólogos clínicos de la APA concluye que los terapeutas aprenden de su propia experiencia y raramente consultan investigaciones para guiarse en sus intervenciones, si bien parece que los terapeutas cognitivo-conductuales usaban más los resultados de las investigaciones que los psicodinámicos (Morrow-Bradley y Elliott, 1986). De acuerdo con Lazarus (1994), los clínicos creen que el conocimiento les va a venir de sus observaciones clínicas y no de lo que se hace en investigación y ello se debe a dos cuestiones:

a) Hay un largo trecho desde la exposición del procedimiento general de aprendizaje a la aplicación a un problema concreto en un sujeto con características determinadas. Dicho recorrido se ha de hacer con experiencia puesto que no existen protocolos de actuación

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suficientemente específicos para todos los casos y tipos de sujetos significativos en terapia.

b) Los informes de investigación no exponen con suficiente detalle las características de los casos ni los procedimientos técnicos. Así, en un caso de fobias, para mejorar la validez de las técnicas descritas no se modifican los procedimientos ante imprevistos (retraso por accidente en la carretera) que sin duda habría que atender y un clínico evidentemente lo haría.

Por su parte, Olivares, Méndez y Rosa (1997) recogen las sugerencias de Fernández-Ballesteros respecto a las fases del análisis descriptivo (enfoque observacional-correlacional) y, con el mismo grado de detalle, describen las fases y objetivos de la parte experimental (interventivo-evaluativa) del proceso de modificación de conducta. Vamos a ver las distintas fases y la actuación en cada una de ellas, sin olvidar que esta diferenciación obedece a un criterio expositivo más que a uno teórico, ya que, por una parte, desde el primer contacto con el cliente surge una primera hipótesis y, por la otra, también desde ese mismo momento se inicia la función terapéutica; a partir de entonces, evaluación y tratamiento irán indisolublemente unidos. Fernández-Ballesteros (1994d) y Olivares, Méndez y Rosa (1997) señalan dos momentos esenciales en el proceso de evaluación conductual: primero, previo al tratamiento, en el cual se establecen las conductas objetivo y se formulan hipótesis sobre el caso, mediante pruebas observacionales y correlacionales. Segundo, partiendo de los resultados obtenidos en este primer momento, se formulan las relaciones funcionales hipotéticas entre la conducta problema y las variables que la mantienen; dichas relaciones serán las que guíen el tratamiento y su contrastación se hará mediante pruebas experimentales dentro del proceso de evaluación inicial, durante el tratamiento y en la fase final mediante la valoración del mismo.

/D�HYDOXDFLyQ�FOtQLFD�GHO�FDVR��DQiOLVLV�GHVFULSWLYR�R�WRSRJUiILFR� El proceso de evaluación conductual es un proceso de obtención de información que permite tomar decisiones sobre la producción de un

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cambio en la conducta y la valoración de ese cambio. Ya hemos hablado en otros momentos de la evaluación conductual como disciplina psicológica, íntimamente relacionada con la modificación de conducta, y tratada ampliamente en numerosas obras (Ciminero, Calhoun y Adams, 1986; Cone y Hawkins, 1977; Fernández-Ballesteros, 1994, 1995; Haynes, 1978; Nelson y Hayes, 1986a; Nelson, 1983) . Ahora vamos a referirnos aquí a la aplicación de la evaluación conductual al proceso clínico. El primer objetivo que se plantea el psicólogo en esta fase inicial, también llamada de SUHWUDWDPLHQWR y que se correspondería con los cuatro primeros pasos del esquema de Fernández-Ballesteros (1994d), es recoger información específica de la demanda y del problema. Hay una práctica unanimidad entre los autores respecto a las características y tipo de información que hay que obtener en los momentos iniciales de la evaluación (Maciá, Méndez y Olivares, 1993; Muñoz, 1993; Pérez y Borda, 1997; Sloan y Mizes, 1999). En cuanto a las características, son dos fundamentalmente: que sea descriptiva y que sea relevante para el caso. Respecto al tipo de información, interesa, sobre todo, la descripción del comportamiento problema en el momento actual y las variables potencialmente relacionadas (ambientales, personales y biológicas) y, a continuación, información sobre la evolución del mismo (historia del problema) y otros aspectos del pasado que pudieran ser de interés. Tal como hemos señalado en otro momento, conjuntamente con el ambiente presente Staats (1996/1997), considera que hay que identificar aquellos UHSHUWRULRV�EiVLFRV�GH�FRQGXFWD� (RBCs), que pudieran ejercer sus efectos sobre los comportamientos presentes del individuo y, en particular, sobre el problema motivo de consulta. En opinión de Godoy (1991), no menos importante que la descripción objetiva de los problemas en términos de interacciones entre la conducta del sujeto y su ambiente, es atender al motivo expresado verbalmente de la consulta, es decir, hacer una descripción completa de cuáles son las quejas del cliente (aquello que va mal en su vida) y las demandas (aquello que quiere conseguir) en relación al contexto en el que vive, como paso previo a la definición conductual de las mismas. Este análisis del motivo de la consulta, según el autor citado, es la tarea menos estudiada del proceder en

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la clínica psicológica desde la perspectiva del enfoque conductual. Kanfer y Saslow (1965, 1969) proporcionaron una de las descripciones más explícitas del proceso de recogida de información, a lo largo de siete pasos: 1. $QiOLVLV� LQLFLDO� GH� OD� VLWXDFLyQ� SUREOHPiWLFD, en el que se especifican

detenidamente las conductas del cliente. 2. &ODULILFDFLyQ�GH�OD�VLWXDFLyQ�SUREOHPiWLFD, en el que se especifican las

variables ambientales antecedentes del comportamiento. 3. $QiOLVLV�PRWLYDFLRQDO, para identificar los posibles estímulos reforzantes

y castigos. 4. $QiOLVLV� HYROXWLYR, en el que se identifican los cambios biológicos,

sociológicos y conductuales que se han producido durante la historia del individuo y tienen una posible relevancia en el tratamiento.

5. $QiOLVLV�GHO�DXWRFRQWURO, para identificar las situaciones y conductas que el individuo puede controlar.

6. $QiOLVLV�GH� ODV�VLWXDFLRQHV�VRFLDOHV, mediante el que se especifican las relaciones del individuo con otras personas de su ambiente, y sus cualidades aversivas o reforzantes.

7. $QiOLVLV� GHO� DPELHQWH� ItVLFR�VRFLDO�FXOWXUDO, en el que se evalúan los criterios normativos de conducta del cliente y las facilidades y limitaciones con que se encuentra para llevarlos a cabo.

Este proceso LQLFLDO de recogida de información se hace principalmente, pero no con exclusividad (puede utilizarse algún tipo de autoinforme), por medio de la entrevista clínica, de la que hablaremos posteriormente, junto con los otros métodos de evaluación. La descripción del comportamiento se hará en los tres niveles de respuestas (Lang, 1971), cognitivo, motor y fisiológico, siendo esta diferenciación una característica esencial de la evaluación conductual, teniendo en cuenta que toda ella procede de informes del sujeto expresados verbalmente (Haynes, 1992). Dicha descripción ha de ser precisa, reduciendo al máximo las interpretaciones o inferencias sobre la misma, independientemente de la ambigüedad o imprecisión con que el cliente la facilite, utilizando las técnicas propias de la entrevista para la obtención de información válida y fiable (Maciá, Méndez y Olivares, 1993; Márquez, Rubio y Hernández, 1987).

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Una vez que se ha descrito y operativizado el problema (esto es, definido en términos de las operaciones que permiten su medición), se deben señalar los parámetros que lo definen, concretamente, frecuencia, intensidad y duración de manera que esté expresado por las conductas realizadas por el sujeto relacionadas con los estímulos del contexto en el que ocurren (Kanfer y Saslow, 1969). Con esta información estamos en condiciones de formular las hipótesis iniciales que puedas ser contrastadas y verificadas a nivel observacional y correlacional (Fernández-Ballesteros, 1981, 1994d). Se trata de establecer una “teoría sobre el caso” que guiará tanto la evaluación como el tratamiento posterior. Para ello, habrá que seleccionar procedimientos de recogida de información sobre el problema, las variables que pudieran controlarlo en la actualidad y las variables personales y biológicas potencialmente relacionadas con el mismo. Una vez realizadas estas tareas, se podrá proceder a la recogida de información y, en el caso de que se verifiquen las hipótesis de partida, se pasará a la formulación de las hipótesis funcionales. Los métodos de evaluación pueden ser indirectos (inferencias a partir de la información verbal) y directos (inferencias a partir de la observación directa del psicólogo, de otros profesionales o del propio cliente, en situaciones naturales y en el contexto clínico). Dentro de los primeros están los informes de archivo, la entrevista y los autoinformes y entre los segundos la observación y los registros automáticos. Los métodos directos son clásicos en el enfoque conductual; son recomendables en todo caso, a pesar del coste de los mismos, puesto que permiten observar y registrar la conducta durante su ocurrencia o inmediatamente después; permiten identificar relaciones entre estímulos del contexto y conductas del sujeto de las que el sujeto no nos había informado previamente o no había percibido. La observación en situaciones naturales, en el contexto clínico y en los ensayos de conducta; la autoobservación (aunque algunos autores, como Martin y Pear (1996/1999), la consideran un método indirecto porque no es el especialista quien observa) y los registros automáticos de respuestas voluntarias o autonómicas (volumen de la voz, curvatura de la espalda, pasos, tos, carraspeo, tasa cardíaca, tensión muscular, etc).

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Las técnicas de evaluación se seleccionan en función de criterios de utilidad, de calidad y económicos (Muñoz, 1993; Silva, 1988) y, atendiendo a estos criterios, los métodos directos no siempre se pueden llevar a cabo. Precisamente su dificultad ha motivado en gran parte lo que Nelson (1983) ha denominado la GHVLOXVLyQ con la evaluación conductual. Dicha autora señala tres fuentes de insatisfacción: la imperfección de las técnicas utilizadas (por ejemplo, los problemas relativos a la observación natural de la conducta manifiesta), la impractibilidad de las técnicas de evaluación (que se reducen prácticamente a la entrevista) y la falta de progreso en la estandarización de las técnicas conductuales. Efectivamente, en la evaluación, un clínico experto en un problema determinado suele ser tan eficaz y mucho más eficiente que un investigador exhaustivo. Consideramos que, hoy por hoy, llevar a cabo una UDGLRJUDItD�SVLFROyJLFD no es posible y exigiría demasiado tiempo, sin embargo los protocolos de autorregistro al igual que los autoinformes que miden competencias son muy eficientes. Probablemente, los niveles de autoexigencia en evaluación son función de la probabilidad de éxito estimada por el terapeuta en un caso o trastorno particular, de manera que cuanto mayor es la probabilidad de éxito menos exigente es el terapeuta1. En cualquier caso, la bibliografía sobre métodos de recogida de información es extremadamente amplia, con lo cual nos limitaremos a señalar algunas referencias fundamentales: Maloney y Ward, 1976; Ciminero, Calhoun y Adams, 1986; Cone y Hawkins, 1977; Edelstein y Yoma, 1991; Haynes, 1978; Fernández-Ballesteros y Carrobles, 1981; Llavona, 1984; Bellack y Hersen, 1988; Fernández-Ballesteros 1992, 1994; Labrador, Cruzado y Muñoz, 1993). Un aspecto que tenemos que tener en cuenta en la entrevista es que, en esencia, es un proceso de interacción entre personas; por ello, independientemente de que el objetivo de la misma sea evaluativo, no podemos olvidar el posible efecto terapéutico que esté produciendo sobre el cliente. En este sentido, el enfoque contextual es radical, al señalar que la interacción personal entre cliente y terapeuta y lo que ocurre dentro de la situación clínica constituyen la esencia de la terapia (Kohlenberg y Tsai, 1987, 1995; Hayes y Wilson, 1994; Pérez, 1996a). Por ello, cuidar y

1 Se supone que al intentar ser más eficiente, el terapeuta es menos exigente cuanto más se parece el análisis funcional del caso al análisis típico del problema en cuestión.

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asegurar que el proceso de comunicación sea efectivo es un aspecto fundamental para que la evaluación sea posible. Este efecto ocurre en cualquier proceso de comunicación pero en el caso del psicólogo clínico todavía más relevante, ya que la colaboración del cliente es indispensable para el desarrollo del proceso de modificación de conducta. No nos referimos exclusivamente al periodo previo de evaluación, donde es el cliente quien tiene que proporcionar la información sobre el problema que el psicólogo, con sus conocimientos sobre evaluación, aprendizaje, psicopatología, etc., valorará como relevante y analizará funcionalmente para establecer la hipótesis explicativa. La labor del cliente va más allá todavía: una vez elaborado y consensuado el plan de tratamiento, será el cliente quien tenga que ejecutarlo. Por muy bien hecho que esté el plan, por muy útiles que hayan demostrado ser las técnicas seleccionadas, si el cliente no lo aplica, si no se expone a las situaciones de aprendizaje diseñadas para que pueda cambiar la conducta objetivo y aprender otra alternativa, la intervención no tendrá efecto.2 El psicólogo sólo realiza algunas operaciones que permiten el aprendizaje y, en consecuencia, el cambio de conducta (Pérez Alvarez, 1996b). Y aún hay algo más que caracteriza la actuación en clínica y, sobre todo, en lo que respecta a las enfermedades crónicas (como diabetes o asma). Así como tomarse una aspirina o ponerse una inyección es algo puntual, momentáneo que no exige esfuerzo y dedicación por parte de quien lo hace, los tratamientos psicológicos y también determinados tratamientos médicos, requieren la colaboración y el trabajo del individuo durante periodos de tiempo más o menos prolongados y, en ocasiones, durante toda la vida. Es decir, cuando el tratamiento incluye aspectos comportamentales, se necesita que el cliente esté dispuesto a realizar las tareas prescritas para la solución del problema que sea; por esto, la comunicación y el entendimiento entre el profesional y el cliente han de ser máximos. En este sentido, las habilidades del primero para proporcionar información, ofrecer confianza, manifestar

2 Sería como tener un dolor de cabeza terrible y sentarnos delante de una caja de analgésicos, esperando sentir el alivio. Esta necesidad de actuación de la persona ocurre en todos los casos en que el objetivo es aprender, ya sea informática, un idioma o nuevas habilidades personales. Únicamente el enfoque contextual considera que lo que ocurre en el contexto clínico es suficiente para modificar la conducta problema del cliente (si bien no excluye que la generalización implica la ejecución fuera de la sesión de tratamiento).

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comprensión y capacidad de entendimiento, manejar operantes y, en definitiva, reunir una serie de habilidades técnicas y sociales (lo que se ha denominado KDELOLGDGHV� GHO� WHUDSHXWD) son fundamentales para el desarrollo de cualquier terapia psicológica (Linehan, 1980; Kanfer y Schefft, 1988; Ruiz y Villalobos, 1994). Con esto no queremos en absoluto apoyar la posición de aquellos autores que reducen la esencia de la terapia a la relación interpersonal (como Lambert o Berguin (1978) o algunas posiciones constructivistas, en la línea de Safran y Segal (1991/1994) tal como se ha señalado en el anterior capítulo), sino simplemente destacar que, desde el momento en que terapia implica interacción con el terapeuta, ciertos componentes de una relación interpersonal adquieren una indudable relevancia. Los procedimientos de autoinforme en formato de preguntas cerradas, típico de los test tradicionales, engloban todos aquellas pruebas estructuradas, generalmente de papel y lápiz (aunque en la actualidad existen algunos informatizados), mediante las cuales el sujeto proporciona información sobre su comportamiento en circunstancias determinadas (Miguel-Tobal, 1993). Los autoinformes realizados desde una perspectiva conductual han tratado de identificar comportamientos relevantes en relación a la demanda planteada. Los ítems tratan de ser descripciones precisas de una conducta en un contexto determinado, tratando de identificar conductas susceptibles de cambio en la fase de tratamiento. Las respuestas que da un individuo, son entendidas como una PXHVWUD de su comportamiento y nunca como signo de algún elemento interno que se puede conocer a través de tales respuestas. Los cuestionarios DKRUUDQ tiempo al psicólogo en el sentido de que le permiten detectar con cierta rapidez en qué áreas pueden aparecer problemas, para luego evaluar más detenidamente los comportamientos concretos que se dan en dichas áreas. Por otro lado, algunos autores han tratado de medir la gravedad de un trastorno por la puntuación obtenida en el test, como fórmula para igualar muestras en los tratamientos de grupo o para comparar resultados de diferentes estudios. El problema es que no es nada fácil encontrar instrumentos de este tipo estandarizados con valores aceptables de fiabilidad y validez, probablemente por que los trastornos psicológicos no son consistentes, como no lo es el aprendizaje de una conducta (tener miedo a las ratas no correlaciona con tener miedo a

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conducir). Sin embargo, abandonando la filosofía de los tests conductuales, cada vez es mayor la utilización de pruebas tradicionales para medir los estilos interactivos o la personalidad, incorporados como RBC´s (Staats, 1963; 1996/1997). Los WHVWV�GH�SHUVRQDOLGDG en evaluación conductual, han sido rechazados durante mucho tiempo como herramienta diagnóstica; sin embargo, hay autores que sugieren la potencial utilidad de los tests, si efectivamente acotaran su campo de actuación, fijando parámetros estimulares, de respuesta y del sujeto que eficientemente, permitieran predicciones útiles para el tratamiento al mismo tiempo que mostraran fiabilidad y validez (Pelechano, 1989; Botella; 1989; Tous, 1989; Pelechano, 1996). En este sentido, la evaluación conductual y tradicional podrían complementarse (Silva y Martorell, 1991; Staats, 1996/1997) Sin duda si conseguimos test que midan a través del comportamiento (hacer) los estilos de comportamiento del sujeto, con los mismos niveles de fiabilidad y validez que hasta ahora se han conseguido para lo que el sujeto autoinforma, posiblemente sea más sencillo incorporar las variables de personalidad a la intervención clínica (Cattell, 1957; Ribes, 1990). La alternativa a la REVHUYDFLyQ natural, en la práctica clínica, es la DXWRREVHUYDFLyQ� es decir, la observación del cliente de su propia conducta (y el consiguiente registro de la misma), tal como se produce durante su vida cotidiana. Los motivos son la mayor eficiencia de la auto-observación por reducción de costes y su utilidad para evaluar lo que el sujeto piensa o cree en un momento o situación determinada a partir de sus respuestas verbales. Para desarrollar un método de autoobservación, Puente, Labrador y Arce (1993) sugieren los siguientes pasos: 1. Presentación de la técnica al cliente. 2. Definición de la conducta objetivo. 3. Entrenar al sujeto para que preste atención a la aparición de la respuesta

problema. 4. Selección del método de medición y del instrumento de registro.

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5. Enseñar al cliente a representar gráficamente lo anotado. 6. Entrenar y ensayar la secuencia de registro 7. Asegurarse la cooperación del cliente. Este procedimiento es utilizado en prácticamente todos los casos que se atienden en la clínica con excepciones, relacionadas con problemas que aumentan en frecuencia o intensidad cuando el individuo se observa a sí mismo (por ejemplo, en los trastornos obsesivo-compulsivos (Marks, 1987/1991), o si se trata de niños pequeños. La auto-observación tiene múltiples ventajas: es barata, se puede llevar a cabo en cualquier situación, ya que, evidentemente, jamás habrá una en la que se produzca el problema sin la presencia del cliente, elimina la posible reactividad producida por un observador externo y permite registrar cualquier tipo de conducta, aunque no sea objetivamente observable. En este sentido es muy útil para obtener datos acerca de variables cognitivas o manifestaciones fisiológicas. Y, por último, no interfiere en la vida cotidiana del sujeto, pudiendo realizarse incluso sobre aquellas conductas más íntimas o privadas (este sería el caso de la evaluación de los vómitos autoprovocados por un cliente con un problema de bulimia). En cualquier caso presenta problemas metodológicos, tales como la reactividad (en función de la motivación del sujeto, la valoración de la conducta problema, la naturaleza de la respuesta, el momento en que se registra, etc.) o la posible falta de precisión al registrar el comportamiento (Pérez, 1994). Por último, dentro de las estrategias directas de evaluación se encuentran los registros automáticos de respuestas incluidos tradicionalmente en el registro de respuestas psicofisiológicas (García y Roa, 1993; Vila, 1994; 1996). La evaluación psicofisiológica es un procedimiento de observación dirigido a la obtención de datos sobre determinadas respuestas biológicas del cliente que pueden estar afectadas por los estímulos del contexto así como por otras conductas del sujeto. Algunas de ellas requieren un aparataje complejo estático y generalmente costoso, si bien en la evaluación y tratamiento de algunos trastornos se hace indispensable, aunque ahora cada vez están más disponibles sistemas portátiles.

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

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Al final de este proceso habremos de tener una serie de datos relativos a la conducta o conductas problema actuales y a las variables del medio potencialmente relevantes (variables ambientales, conductas de otros) agrupadas según el esquema A-R-C. (figura 2.1) Además las conductas del sujeto se pueden agrupar en tres categorías: lo que HO�VXMHWR�KDFH (respuestas operantes observables que conocemos, bien porque nos lo haya dicho o

porque lo hayamos observado, lo que el sujeto piensa, cree, se dice a sí mismo o siente (en términos de expresiones verbales) y las respuestas biológicas, habitualmente obtenidas mediante registros fisiológicos (figura 2.2). En todo caso la identificación como conductas de estudio implica su relación con los antecedentes y consecuentes. Además de las conductas clave actuales tendremos identificadas una serie de variables del sujeto que actúan como factores disposicionales del problema y que, de acuerdo con el modelo que venimos manejando probabilizan (caso de las variables de personalidad) o posibilitan (competencias o habilidades), la aparición de la conducta problema y su posible tratamiento3. Sin duda, en este mismo plano, también tendremos identificadas una serie de variables biológicas (históricas y actuales) que pudieran estar relacionadas con el problema, recogidas habitualmente en la

3 Nos referimos aquí a la evaluación que podríamos haber hecho de las habilidades interpersonales en un caso de depresión o a la evaluación de la inteligencia en un caso de fracaso académico.

(VTXHPD�$�5�&� Figura 2.1 Esquema de agrupamiento de datos de conductas clave fijando antecedentes y consecuentes. S = sujeto)

&RQGXFWDV�GH�2WURV�(VWtPXORV�DPELHQWDOHV�Otras conductas del 6

&RPSRUWDPLHQWR�FODYH�(comportamiento

problema u objeto de estudio)

$�����������������������������������5�����������������������������������&�&RQGXFWDV�GH�2WURV�(VWtPXORV�DPELHQWDOHV�Otras conductas del 6

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

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historia clínica (problemas de desarrollo, enfermedades crónicas, limitaciones motrices o perceptivas etc.).

Finalmente de la historia del problema contada por el propio paciente podrá deducirse en su caso la génesis del problema y, en cualquier caso, figurarán datos del momento de aparición, persistencia y evolución del mismo, otros intentos de solución, y la incapacitación y malestar que produce el problema. En términos generales las variables responsables de la génesis del problema no están relacionadas con el mantenimiento del mismo como es el caso de la tartamudez o el consumo de heroína, pero algunas variables que actualmente influyen, como lo que el sujeto se dice a sí mismo, son fruto de la expresión de atribuciones causales respecto al origen del problema o expectativas de éxito ante el tratamiento generadas antes de la propia consulta psicológica (Santacreu, 1985). Existe discrepancia entre los distintos autores sobre cuáles son las variables

2%6(59$&,Ï1�(1�(/�&217(;72�&/Ë1,&2�<�1$785$/��,QWHUDFFLyQ�HQWUH�HO�HYDOXDGRU�\�HO�FOLHQWH�

��)LJXUD������/D�UHVSXHVWD�HVWXGLDGD��WLSRV�\�VLVWHPDV�GH�REWHQFLyQ�GH�LQIRUPDFLyQ�

68-(72��GLFH�\�KDFH��♦ 5HVSXHVWDV�2SHUDQWHV�♦ 5HVSXHVWDV�FRQGLFLRQDGDV�

(autonómicas)�♦ &RSLDV�(imitaciones de operantes

y condicionadas)��♦ 5HVSXHVWDV�YHUEDOHV�

� 3HWLFLRQHV�(mandos).�� 'HVFULSFLRQHV�(de su

conducta y el entorno).�� 3HQVDPLHQWRV�(deseos,

esperanzas, creencias, reglas.�

36,&Ï/2*2�$1$/,=$��2EVHUYDFLyQ�GLUHFWD��PHGLDQWH�UHJLVWURV�DXWRPiWLFRV�R�PHGLDGRV�SRU�XQR�PLVPR�X�RWURV����2EVHUYDFLyQ�GH�UHVSXHVWDV�YHUEDOHV��5HIHUHQFLDV�VXVWLWXWLYDV�GH�FRQGXFWDV�KDFHU�R�GHFLU��,QGLUHFWD. (cuestionarios, autoregistros, informes orales del sujeto u otros)�

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

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relevantes para el desarrollo de una explicación causal del problema. Desde los modelos estrictamente ambientalistas del conductismo radical (Baer, Wolf y Risley, 1968; Skinner, 1957) a la propuesta diacrónica del conductismo psicológico de Staats (Staats, 1996/1997) se han sucedido diversos modelos que ponen su énfasis en unos u otros aspectos de la secuencia conductual. En el apartado siguiente comentaremos las propuestas más relevantes y sus aportaciones a esta etapa del proceso de modificación de conducta. �(O� HVWDEOHFLPLHQWR� GHO� DQiOLVLV� IXQFLRQDO� \� OD� VHOHFFLyQ� GH� ODV�LQWHUDFFLRQHV�D�PRGLILFDU�� A partir de la información precedente se procede a la formulación de hipótesis funcionales que van a ser contrastadas a través de un diseño experimental. Es una de las fases más complejas del proceso de modificación de conducta y la que exige un amplio conocimiento de todas las disciplinas relacionadas con el cambio psicológico (aprendizaje, psicopatología, evaluación, etc.). En este momento, el psicólogo dispone de una serie de datos relevantes que podrá utilizar para responder a la pregunta esencial: ¿cómo y por qué se mantienen los problemas de conducta en el caso concreto que se está analizando? Ribes (1980) considera que el análisis funcional describe en términos mensurables y cuantificables la conducta y relaciona con los estímulos (previos y consecuentes), pero no es suficiente describir la relación mediante observaciones sino que el análisis funcional ha de consistir siempre en una manipulación activa de los estímulos y conductas comprendidas en dicha relación; de esta forma la respuesta a la pregunta anterior permitirá contestar la siguiente, esencial en el proceso de modificación: ¿qué podemos hacer para cambiarla?. Esto quiere decir que después del establecimiento de las relaciones funcionales por observación hay que seleccionar las técnicas de medición de las variables que las conforman y manipular las variables independientes (técnicas de tratamiento) de manera que tengamos una mínima evidencia experimental de lo adecuado de las hipótesis formuladas. Otros autores consideran que la comprobación del análisis funcional se puede hacer sin la manipulación experimental de variables, formulando las hipótesis y comprobando en

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

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subsiguientes evaluaciones la bondad de las mismas (Fernández Ballesteros y Carrobles, 1981; Fernández Ballesteros, 1994). Conocer las interacciones actuales nos va a dar la clave del pronóstico de comportamientos futuros que están mantenidos por tales relaciones. La génesis del problema y el estudio de los elementos que contribuyen a que actualmente se mantenga son los dos elementos que permiten diseñar el programa de intervención (Gavino, 1997; Maciá y Méndez, 1988; Martin y Pear, 1996/1999). Sin embargo como ya hemos comentado, el estudio de las interacciones actuales es lo que nos guía en el tratamiento, mientras que el estudio del origen del problema, nos puede ayudar, indirectamente, a evitar las recaídas, en cuanto que facilita el estudio de los factores disposicionales relacionados con el problema. El análisis funcional es multicausal y supone relaciones interactivas, continuas en el tiempo, entre variables; pero, de cara a la modificación de una conducta es necesario seleccionar una secuencia sobre la que se va a actuar, realizar un FRUWH en el desarrollo secuencial del comportamiento, generalmente de menos de un día y como máximo una semana, considerándose unas variables como dependientes (conducta problema) y otras como independientes y explicativas del problema (los estímulos del contexto) dado que lo que se pretende explicar es la conducta y no la aparición del consecuente. Si bien hasta este momento apenas hay discrepancias entre los distintos autores respecto al procedimiento a seguir en la evaluación de la conducta clínica, sí las hay al tratar de definir el análisis funcional y los elementos esenciales que lo integran. Llavona (1984), Maciá, Méndez y Olivares (1993), Martin y Pear, (1996/ 1999), Pérez y Borda (1997) o Segura, Sánchez y Barbado (1991), entre otros, entienden por análisis funcional la identificación de las variables antecedentes y consecuentes que controlan una conducta y el establecimiento de las relaciones entre esas variables y dicha conducta. Defienden un modelo de análisis sincrónico, donde las variables consideradas se refieren únicamente a las variables actuales, presentes en el momento del análisis y, por tanto, potencialmente manejables durante la intervención. Las variables pueden ser externas (conductas manifiestas o

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

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estímulos ambientales) y, en el enfoque cognitivo, internas (conductas encubiertas, consideradas como respuestas o como estímulos antecedentes o consecuentes). Por su parte, Haynes y O´Brien (1990) definen el análisis funcional como la identificación de relaciones funcionales causales, importantes y controlables, aplicables a un conjunto específico de conductas de un determinado cliente. Desde su perspectiva, no es necesaria la reducción de la explicación conductual a las variables ambientales actuales puesto que, afirman, puede considerarse cualquier variable que, hipotéticamente, esté funcionalmente asociada con el problema que se pretende explicar. Se puede conferir a las variables personales un valor explicativo, siempre y cuando podamos conocer cómo se han aprendido y se puedan reducir a conductas. En este sentido, Fernández-Ballesteros (1994c,d) y Staats (1995, 1996/1997) defienden un tipo de análisis diacrónico, en el que se integren variables ambientales actuales junto con variables históricas, personales y biológicas, que contribuyen de manera importante a la explicación del problema. Desde nuestra perspectiva, el modelo explicativo propuesto por el conductismo psicológico representa un avance en el sentido de que integra la hipótesis de génesis (histórica) del problema y la hipótesis de mantenimiento en una única formulación que permite la comprensión del caso de una manera sustancialmente más amplia. Sin embargo, consideramos que para la manipulación de las variables independientes, esto es, para el diseño y aplicación del tratamiento, se necesita un análisis sincrónico, actual, de los determinantes del problema, ya que éstos son los únicos que podrán ser manejados experimentalmente para producir el cambio deseado. Las variables históricas como ya hemos comentado en capítulos anteriores son variables del sujeto, incorporados a su historia que actúan como factores disposicionales en el presente, pero no como factores causales. Por otra parte, tal como veremos cuando desarrollemos el modelo explicativo propuesto desde el conductismo psicológico, no consideramos necesaria la reducción de las variables controladoras, antecedentes y consecuentes, a variables externas. En este sentido, los estímulos internos pueden ser considerados como estímulos VXVWLWXWRV como propone el

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

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modelo interconductual, es decir expresiones verbales implícitas de un estímulo externo (Segura, Sánchez y Barbado, 1991). Los esquemas que marcan las pautas a seguir en la realización del análisis funcional se podrían clasificar, siguiendo a Fernández-Ballesteros (1994b), en VLQFUyQLFRV (la conducta objeto de estudio puede ser explicada a través de las condiciones actuales) y GLDFUyQLFRV (postulan, junto a los elementos actuales, condiciones históricas).Son modelos sincrónicos y secuenciales el HVTXHPD�(�5�&�. de Linsley (1964), el (�2�5�.�& de Kanfer y Phillips (1970), donde O son variables genéticas, fisiológicas, neurológicas, bioquímicas y mecánicas o el modelo (�2�5�&� de Goldfried y Sprafkin (1974), donde O son autoinstrucciones o pensamientos, autovaloraciones y sentimientos, variables genéticas, fisiológicas, neurológicas y bioquímicas. Por otra parte, el modelo de Bandura de 1978 no es secuencial pero es sincrónico, donde P representa los factores internos personales (concepciones, creencias, expectativas, etc.), C la conducta y S el ambiente o estímulos, aunque sin duda se pueden ver como una serie de triángulos en el que la “C” de cada uno de ellos remite aun triángulo previo (Hernández, 2000; Fierrro, 1996) (figura 2.3)

El esquema (�2�5�&�es uno de los esquemas más sencillos y�sigue siendo en la actualidad el más utilizado en la práctica clínica, propuesto

mayoritariamente por los distintos manuales de modificación de conducta, al menos, como esquema base de otros más complejos (Carrobles, Costa,

P S C

Figura 2.3

(�����2�����5�����&��

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

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del Ser y Bartolomé, 1986; Carrobles, 1985; Labrador, Cruzado y Muñoz, 1993; Mayor y Labrador, 1984; Fernández Ballesteros, 1994; Caballo, 1991, 1997). Vamos a ver brevemente cómo se definen cada uno de los elementos que lo integran: �� (VWtPXORV�DQWHFHGHQWHV� estímulos que ocurren antes de la conducta y que guardan una relación funcional comprobable con la respuesta; es decir, su presencia, ausencia o variación implica presencia, ausencia o variación en la conducta problemática. Son tanto externos como estímulos producidos por el propio sujeto (provienen de las respuestas, fisiológicas, cognitivas y motoras que emite el propio organismo). ��� (O� RUJDQLVPR� durante mucho tiempo ha sido relegado del análisis funcional, por su condición de variable histórica que no tiene una relación causal con respecto al comportamiento, dado que como toda variable biológica se considera condición necesaria para que ocurra el comportamiento. Su inclusión estuvo motivada por la limitación que suponía explicar el comportamiento humano atendiendo únicamente a las variables externas actuales (Haynes y Nelson, 1979). La cuestión se planteó en torno a las diferencias individuales al tratar de explicar las diferencias de comportamiento bajo las mismas circunstancias ambientales; representó el SHUPLVR para introducir en el análisis funcional todos aquellos elementos que no tenían cabida en otro sitio, de forma que, a pesar de los intentos de delimitar las variables que lo conformaban, acabó por ser un elemento confuso, lleno de variables mal definidas y constructos hipotéticos. Dentro de la O se incluyen: ♦ 'HWHUPLQDQWHV�ELROyJLFRV�DQWHULRUHV: factores hereditarios, prenatales

y postnatales. ♦ 'HWHUPLQDQWHV�ELROyJLFRV�DFWXDOHV: enfermedades transitorias, estados

de deprivación, ingestión de medicamentos o drogas que influyen o alteran el efecto de la estimulación antecedente y/o consecuente.

♦ 5HSHUWRULRV�GH�FRQGXFWDV: habilidades, conjuntos de conductas de que dispone un organismo.

♦ +LVWRULD�GH�DSUHQGL]DMH: proporciona información sobre el proceso por el cual esas conductas-problema están bajo control de unas determinadas

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

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variables antecedentes y consecuentes así como del tipo de estimulación antecedente o consecuente que puede ser utilizada en la intervención terapéutica.

Algunos de los elementos de la O, si se definen adecuadamente, podrían tener su lugar en los otros elementos del esquema. En este sentido, Llavona (1984) sugiere que la propuesta de Goldfried y Sprafkin (1974) de incluir como variables del organismo las automanifestaciones, las expectativas o los sentimientos puede modificarse conceptualizando tales automanifestaciones como respuestas cognitivas que pueden funcionar como estímulo antecedente, respuesta o consecuente; las expectativas como estímulos discriminativos y los sentimientos como respuestas psicofisiológicas o respuestas cognitivas, pero respuestas en cualquier caso. ��� (VWtPXORV� FRQVHFXHQWHV� estímulos que siguen a la emisión de la conducta-problema y que inciden sobre ella, haciendo que la probabilidad de su aparición aumente o disminuya. Pueden ser externos (cambios en el medio) u otras respuestas del propio organismo. Fernández-Ballesteros (1994b) considera que estos modelos sincrónicos son reduccionistas y afirma que la superación de la crisis de la evaluación conductual pasa necesariamente por la sustitución de tales modelos por otros diacrónicos que incluyan variables personales y biológicas, debidamente definidas, como fuentes explicativas de la conducta, dentro de una teoría general del comportamiento. Para Staats (1996/1997), el análisis de los trastornos psicológicos en términos conductuales debe incluir la especificación de cómo se aprenden, cómo se configuran y cómo ejercen sus efectos los RBCs (repertorios básicos de conducta) en la conducta presente que estamos analizando conjuntamente con los estímulos del ambiente. De esta manera, el psicodiagnóstico consistiría en evaluar los RBCs del sujeto y analizar los déficit e inadecuaciones de los mismos en las condiciones de la vida actual. En este sentido, el modelo propuesto por Staats supondría un análisis diacrónico del comportamiento, en función de cuatro grupos de variables (Figura 2.4; Staats, 1988; Fernández-Ballesteros y Staats, 1992):

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1. &RQGLFLRQHV�DPELHQWDOHV�SDVDGDV�R�(�, que forman parte de la historia

de aprendizaje del sujeto. 2. 5HSHUWRULRV� EiVLFRV� GH� FRQGXFWD� R� SHUVRQDOLGDG�� conformados a lo

largo de la historia de aprendizaje del individuo. 3. &RQGLFLRQHV� DPELHQWDOHV� DFWXDOHV� R�(�, que son las que controlan o

provocan la conducta. 4. &RQGLFLRQHV� ELROyJLFDV� 2��� 2�� \� 2�� que han contribuido en alguna

medida a la formación de los RBCs (O1), que los afectan (O2) o que afectan a la recepción de las condiciones ambientales actuales (O3).

5. &RQGXFWD�SUREOHPD�R�&, que constituye el objeto de análisis. El modelo del FRQGXFWLVPR�SVLFROyJLFR integra dos niveles de análisis, el diacrónico, a través de la historia de aprendizaje del sujeto, y el sincrónico, de las variables ambientales actuales que controlan la conducta. La inclusión de las variables personales en el esquema explicativo será posible, a juicio de estos autores, siempre que se cumplan ciertos requisitos que garanticen una psicología conductual metodológicamente coherente, a saber: • Una definición operativa que permita su medición. • Pruebas experimentales y observacionales sobre cómo se han adquirido. • Técnicas para su manipulación. • Pruebas empíricas respecto a la asociación entre los RBCs y la conducta. Desde nuestra perspectiva, este modelo añade claridad al planteamiento

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)LJXUD�����(VTXHPD�GH�6WDDWV��

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anterior, diferenciando las variables biológicas de las variables personales, que en los modelos previos se analizan conjuntamente dentro de O aunque creemos que no resulta práctico el análisis diacrónico para la intervención terapéutica. Un último esquema de análisis funcional (o FRQWLQJHQFLDO) que vamos a presentar es el propuesto desde el modelo interconductal (Kantor, 1959/1978; Ribes, 1990). Para la psicología interconductual y su modelo de campo (Kantor, 1959/1978), el estímulo es tan importante como la respuesta, lo cual supone una formulación E ⇔ R. El evento psicológico no se localiza en el organismo sino en el campo, ya que el objeto de estudio es la interacción. La interacción es un fenómeno de naturaleza continua, para cuyo estudio es necesario hacer un corte convencional que sirva como unidad de estudio al que denominan VHJPHQWR� FRQGXFWXDO. Los componentes de dicho segmento conductual, que habría que analizar para explicar la conducta son los siguientes: 1. /D�IXQFLyQ�GH�UHVSXHVWD��Es la interacción (R-E) o efecto inmediato de

la respuesta sobre la situación estimular; puede ser un efecto de DFFLyQ (operante), o de SUHSDUDFLyQ o��respondiente).

2. /D� IXQFLyQ� GH� HVWtPXOR. Fracción del entorno de un individuo que interactúa de forma significativa con una respuesta y es funcional respecto a la misma. Puede ser externa (ambiental) o interna (hechos biológicos, respuestas previamente condicionadas o estímulos sustitutos), antecedente o consecuente. La función de estímulo puede ser de refuerzo o de castigo.

3. /D� KLVWRULD� LQWHUFRQGXFWXDO, o experiencia de contacto entre un estímulo y una respuesta, que es única para cada individuo, a través de la cual se va moldeando todo el comportamiento.

4. /RV� IDFWRUHV�GLVSRVLFLRQDOHV, que son las variables o condiciones que facilitan o interfieren con el establecimiento de una función de estímulo y/o respuesta (Ribes, 1990). No tienen un valor funcional pero si pueden afectar a la respuesta. Pueden ser del entorno o del individuo.

5. (O� PHGLR� GH� FRQWDFWR, o las condiciones que hacen posible la interacción, sin tener un valor funcional ni disposicional.

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

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En este modelo, la O de Goldfried y Sprafkin (1974) se considera de tres maneras distintas: como estructura del organismo, que le permite una determinada relación con su medio (reaacciones biológicas); como factores disposicionales, competencias y estilos interactivos y, finalmente, condiciones temporales (motivación) que afectan a la interacción (por ejemplo, la fatiga o la saciación). Este modo de análisis considera posible la existencia de interconductas en las que exista una separación temporal en el tiempo y el espacio entre un organismo y un objeto-estímulo, lo cual ocurre cuando la persona está interactuando con un objeto estímulo que no está presente, a través de un estímulo sustituto (Kantor, 1959/1978; Segura, Sánchez y Barbado, 1991). Es decir, los estímulos antecedentes y consecuentes pueden ser sucesos u objetos estímulo (eventos que están presentes en el momento de la interacción) o sucesos mediados (estímulos sustitutos). Se denominan VXVWLWXWRV porque un estímulo actual llega a VXVWLWXLU, es decir, a tener la misma función elicitadora de respuestas, que otro que no está físicamente presente pero que es traído imaginaria o verbalmente al momento actual. Con ello, se definiría un estímulo sustituto como aquel formado por la suma de un estímulo externo y un pensamiento o imagen que “trae” al presente situaciones alejadas en el espacio y/o en el tiempo. El análisis de las microcontingencias (relaciones inmediatas) de manera separada de las macrocontingencias (relaciones más amplias fruto del contexto sociocultural) es un forma útil de tener en cuenta los diversos efectos de la respuesta sobre el contexto. En definitiva, la propuesta del análisis contingencial, desde nuestra perspectiva, no representa una novedad respecto al esquema tradicional de Goldfried y Sprafkin (1974), excepto que supone una definición más precisa y, consideramos, más acertada de los elementos que contiene; por ejemplo, la conceptualización de las variables cognitivas que pueden actuar como antecedentes o consecuentes explicándolas como estímulos sustitutos. Como podemos ver, las propuestas del interconductismo y del conductismo psicológico MXVWLILFDQ�la utilización explicativa de variables no observables directamente si se pueden relacionar con un estímulo ambiental. Por lo que se refiere a la conceptualización de las demás variables, es similar a la de

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los modelos vistos previamente; la consideración de que un estímulo o una respuesta son relevantes para la explicación de un comportamiento en la medida en que tengan una IXQFLyQ (y no por su mera existencia) no supone ninguna novedad, toda vez que cuando un elemento se incorpora al análisis funcional (después de un análisis previo descriptivo o topográfico), se está presuponiendo su relación funcional con el comportamiento, y no su simple existencia en el entorno del individuo. En este sentido, la aportación del modelo de análisis contingencial supone una mayor clarificación de los términos utilizados, y una cierta innovación conceptual. Así, podemos destacar el extremo detalle y precisión con el que especifican los pasos a realizar en el desarrollo del análisis funcional también (por ejemplo, Camacho (en prensa) o Segura, Sánchez y Barbado (1991), el análisis de los elementos estimulares según el contexto y el grado de contigüidad temporal o la consideración de factores disposicionales tanto en el sujeto como en el contexto que, en cierto modo recuerda los análisis de Lewinsohn sobre la depresión en relación a los refuerzos disponibles. Independientemente del modelo que se siga, el resultado del análisis funcional será una hipótesis explicativa del comportamiento problema de la que se derivará la actuación posterior. En este punto cabría preguntarse dónde quedan entonces las clasificaciones o diagnósticos psiquiátricos, cada vez más valorados por los psicólogos conductuales. Hoy en día, clasificaciones como la del DSM IV están totalmente aceptadas como un sistema de comunicación entre profesionales en cuanto que supone una descripción sucinta y relativamente exacta de la gravedad del caso (Frances, First y Pincus, 1995/1997). Por otra parte, podrían tener cierta utilidad como un listado descriptivo de conductas sin ninguna atribución sindrómica (Fernández-Ballesteros, 1994a). Sin embargo, para el terapeuta psicológico no pueden tener ningún otro valor que el proveer de un lenguaje común y proporcionar conceptos de desórdenes clínicos que ayuden en la investigación clínica y, en ningún caso, un valor como guía en la planificación del tratamiento. A pesar de ello, como ya hemos comentado, es frecuente encontrar estudios que consideran útil la elección del tratamiento a partir de una categorización sintomática previa, partiendo de un sistema de clasificación como el DSM-IV (Nelson y Hayes, 1986b). En la línea planteada recientemente por Sloan y Mizes (1999) y retomando los

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

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argumentos tantas veces esgrimidos desde el DQiOLVLV� DSOLFDGR� GH� OD�FRQGXFWD, estos sistemas de clasificación actual siguen teniendo las limitaciones originales, en cuanto a la etiquetación, fiabilidad y validez y presentan las siguientes diferencias respecto a la evaluación conductual: 1. Aproximación nomotética YHUVXV idiográfica. 2. Conjunto de síntomas (síndromes) sin especificar las conductas

importantes o los factores ambientales YHUVXV conductas clave en relación a las condiciones que las producen.

3. Análisis estructural, descriptivo YHUVXV análisis funcional, explicativo. 4. Síntomas de problemas YHUVXV problemas en sí mismos. Entendemos, de acuerdo con la posición de Sloan y Mizes (1999), que en ningún caso la adjudicación de una etiqueta a un comportamiento puede significar nada más que una forma (aproximada) de entenderse entre los profesionales. Igualmente, no se puede concluir a partir de la misma qué tipo de intervención sería la adecuada para el tratamiento del problema. En cualquier caso, el desarrollo del plan terapéutico tal como lo estamos planteando en estas páginas, fruto de la evaluación sistemática de las interacciones que constituyen la conducta problema sería imposible a partir de una caso diagnosticado e identificado con una etiqueta psiquiátrica. En un caso clínico concreto, dado el numeroso conjunto de conductas que describen y constituyen el problema relacionadas con los estímulos del contexto, se plantea cuáles son los criterios de selección de las conductas clave a modificar, dados los factores disposicionales del sujeto y el contexto. Tal como los señalan entre otros muchos autores Carrobles, Costa, del Ser y Bartolomé (1986) y Muñoz (1993) se pueden reseñar los siguientes: 1. &ULWHULRV� LQWUtQVHFRV, que se desprenden del propio análisis funcional.

Por ejemplo, como afirman Nelson y Hayes (1986b), se puede iniciar el cambio en la primera conducta de una cadena comportamental; modificando algunos factores disposicionales como entrenar una habilidad básica imprescindible.

2. &ULWHULRV�WHyULFRV, en función de lo que dicen los estudios previos sobre

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el tema. 3. &ULWHULRV� SUiFWLFRV, teniendo en cuenta que los cambios rápidos son

más reforzantes; así elegiremos la conducta más fácil de modificar (O’Leary, 1972) o la que produzca la máxima generalización de los efectos terapéuticos (Hay, Hay y Nelson, 1977).

4. &ULWHULRV�GH�DMXVWH�VRFLDO, intentando conseguir antes los objetivos que favorezcan su adaptación, eliminando cualquier riesgo para la persona o su entorno.

5. ,QWHUpV� GHO� FOLHQWH, en el caso de que no haya ningún criterio que lo contradiga.

Además de seleccionar las conductas clave a modificar hay que seleccionar los instrumentos que medirán el cambio así como los criterios del mismo (Haynes y Wai’Alae, 1994; Arnau, 1994). Con el cambio se pretenden conseguir unos objetivos o metas, definidas de forma rigurosa, especificando qué conductas han de “desaparecer” ante qué estímulos o con qué frecuencia, intensidad y duración y ante qué estímulos se han de emitir. Es conveniente plantear objetivos intermedios, graduados de tal forma que cada uno haya de superarse para llegar al siguiente, hasta llegar al objetivo final. De esta forma se facilitará al sujeto la tarea, ya que al graduarla se alcanzará el objetivo sin gran esfuerzo y se proporcionará información sistemática al cliente de los progresos realizados (Kanfer y Phillips, 1970/76; Llavona, 1984; Santacreu, 1985). Según la clasificación de Rosen y Proctor (1981), es conveniente distinguir: a) PHWDV�~OWLPDV�R�UHVXOWDGRV�ILQDOHV, correspondientes a los criterios utilizados para considerar el tratamiento como un éxito (teniendo en cuenta la validez clínica y social); b) ODV�FRQGXFWDV�REMHWLYR�R�UHVXOWDGRV�LQVWUXPHQWDOHV, que son aquellos que permiten alcanzar ciertos resultados que por sí mismos son relevantes clínicamente (por ejemplo, hablar con alguien de autoridad en un entrenamiento en habilidades sociales); y c) los UHVXOWDGRV�LQWHUPHGLRV�GHO�WUDWDPLHQWR, aquéllos que facilitan la aplicación o constituyen un paso de la aplicación de las técnicas de intervención (por ejemplo, el entrenamiento en relajación antes de iniciar las exposiciones al estímulo fóbico). Las metas que se han de lograr en la clínica han de ser planteadas por el psicólogo GH� DFXHUGR con el cliente sin olvidar que, en la clínica, los

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

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objetivos de cambio de un cliente siempre han de ser relativos a su propio comportamiento, no pudiéndose aceptar como parte de los objetivos terapéuticos el cambio de comportamiento de otros. Ésta es una cuestión muy importante de la situación clínica, en cuanto que restringe el campo de los objetivos terapéuticos a los cambios en cualquier tipo de comportamiento del propio cliente. No es aceptable una demanda directa de cambio del comportamiento de otros. Hemos de reparar en la paradoja que supone señalar que el comportamiento de un sujeto es función de los estímulos antecedentes y consecuentes, algunos de los más importantes son los comportamientos de otras personas (por ejemplo, el comportamiento del profesor en el aula) y señalar la restricción de los objetivos terapéuticos mas arriba mencionada. Sin embargo, si nos acogemos al análisis interconductual, en el que se señalan la interacción R-E como el estudio de las covariaciones entre ambos, se entiende muy bien lo que GH�IDFWR hace el terapeuta para cambiar la conducta del cliente, para sorpresa de los propios psicólogos conductistas: el psicólogo no siempre modifica las contingencias estimulares del comportamiento clave o relevante sino que, simplemente, exige al sujeto un cambio en la frecuencia del comportamiento mediante XQD�LQVWUXFFLyQ�YHUEDO. Así, como ya señalábamos en el capítulo cuarto, el terapeuta en la situación clínica realiza al menos tres tipos de acciones: 1. 3LGH�PHGLDQWH�XQD�LQVWUXFFLyQ�TXH�XQ�VXMHWR�FDPELH�GLUHFWDPHQWH�VX�

FRPSRUWDPLHQWR. Por ejemplo��“Reduzca el número de cigarrillos de 29 a 25 la próxima semana”.

2. 3LGH� TXH� HO� VXMHWR� KDJD� FRQWLQJHQWH� GHWHUPLQDGDV� FRQGXFWDV� FRQ�GHWHUPLQDGRV� HVWtPXORV. Por ejemplo: “No fume mientras conduce, si quiere fumar puede parar, bajarse del coche y fumar”.

3. 0RGLILFD� ODV� FRQWLQJHQFLDV� GH� OD� FRQGXFWD� GHO� FOLHQWH� HQ� OD� VHVLyQ�FOtQLFD�PRGLILFDQGR�VX�SURSLD�FRQGXFWD� Por ejemplo diciendo después de comprobar una reducción de la ingesta y de la grasa abdominal: ”Te veo más atractivo ¿has perdido peso?”.

Por otra parte, a la hora de planificar cualquiera de los objetivos, no se puede olvidar que el sujeto ha aprendido y ha desarrollado a lo largo de su vida unas determinadas competencias o habilidades que le pueden ser útiles para resolver su problema; o, por el contrario, puede ser que tenga déficits en ciertas competencias que impiden en parte su resolución. Del mismo

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

30

modo puede que el sujeto tenga conformada una forma consistente de comportarse evaluable a través de variables de personalidad o estilos interactivos que faciliten la consecución de los objetivos de tratamiento. De todas estas competencias, habilidades o estilos de comportamiento que el sujeto ha ido desarrollando, el psicólogo tendrá que valorar cuáles de ellas se constituyen en factores disposicionales para que el problema se mantenga o desaparezca, facilitando en su caso entrenamiento especifico previo a la modificación de las conductas clínicamente relevantes o en la medida en que tales formas de comportamiento sean estables, considerar la posibilidad de distintas estrategias de aprendizaje. Como ya hemos dicho, también hay factores disposicionales del contexto que condicionan las posibilidades de determinadas conductas del sujeto y, en consecuencia, pueden facilitar unas u otras alternativas terapéuticas. En este sentido son ejemplares las recomendaciones de Lewinsohn (1974) para el tratamiento de la depresión. (VWUDWHJLD�GH�OD�LQWHUYHQFLyQ�� Una vez establecidas la o las hipótesis explicativas sobre el problema, la parte central de la intervención consiste en diseñar y aplicar un plan de entrenamiento específico para ese FRPSRUWDPLHQWR�SUREOHPD�FRQFUHWR y esa SHUVRQD� FRQFUHWD, con el fin de desmontar las relaciones funcionales existentes actualmente entre estímulos y respuestas, estableciendo un acuerdo con el cliente respecto a los objetivos finales a los que se quiere llegar. La estrategia terapéutica o de aprendizaje ha de respetar los factores disposicionales del contexto y del sujeto ya mencionados y con ello recuperar no sólo las competencias básicas sino también el tema de la personalidad para la práctica clínica como demandan Staats (1996/1997) y muchos otros autores diferencialistas (p.e.Colom, 1998). Los criterios en la selección de las técnicas de tratamiento son muy variados. Como comentan Cohen, Sargent y Sechrest, (1986) y ratifican Elliot et al (1996) los clínicos seleccionarán aquéllas técnicas que�SHUVRQDOPHQWH�FRQRFHQ con precisión, en función de su experiencia clínica, hayan sido usadas por sus colegas y hayan demostrado mayor eficacia en estudios anteriores. En modificación de conducta no tiene justificación la utilización de tratamientos estándar, si bien existen SDTXHWHV�GH�WUDWDPLHQWR�

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

31

FRQGXFWXDOHV diseñados para adaptarse al análisis funcional concreto de cada cliente (Clark, 1986; Salkovskis, 1997). Se ha comprobado que para el tratamiento de problemas topográficamente iguales se utilizan técnicas distintas y que una misma técnica se puede utilizar con problemas topográficamente distintos (Kazdin y Wilson, 1978; Martin y Pear, 1996/1999). A partir del análisis funcional, es posible que podamos elegir entre diversos procedimientos y tipos de aprendizaje y, naturalmente, entre diversas técnicas relativas al mismo tipo de aprendizaje que, en principio, pueden ser igual de efectivas para el tratamiento del problema en cuestión. El criterio en este punto podría ser doble. Por una parte cuál es el tipo de aprendizaje mediante el cual se aprendió o se mantiene la conducta clínicamente relevante y, en consecuencia, qué tipo de aprendizaje utilizar en el tratamiento y, por otra, qué técnica utilizar acorde con un determinado tipo de aprendizaje4. Por ello, habremos de considerar otros factores, como muy bien señalan Cautela y Upper (1975): la QDWXUDOH]D� GHO� SUREOHPD (gravedad, tipo de respuestas implicadas), las FDUDFWHUtVWLFDV� GHO� FOLHQWH (edad, nivel socio-cultural, competencias, personalidad, otros tratamientos), del PHGLR donde se va a llevar a cabo (colaboración de personas relevantes, contexto en el que vive, ocupación laboral, recursos económicos,) y de YDULDEOHV� GHO�WHUDSHXWD (cualificación profesional, características de personalidad, aspectos éticos). Este último criterio ha sido descuidado por cuanto que se consideraba que lo único aceptable era un terapeuta perfecto, conocedor sobrado de todas las técnicas, incapaz de mostrar sus propias características de personalidad en la sesión. Estas “ propiedades” del psicólogo no parecen aplicables a ningún sujeto real por varias razones: 1. No es cierto que todas las técnicas que tienen éxito estén descritas con

suficiente precisión como para ser reproducidas por un lector inteligente en un nuevo caso.

2. La mayoría de las técnicas muestran realmente los detalles que la hacen potente cuando se puede observar a un colega aplicándola y se discute sobre las reglas de aplicación.

3. Los psicólogos no tienen conocimientos exhautivos de todas las posibles

4 Hemos de tener en cuenta que, en ocasiones, las técnicas de modificación de conducta descritas recurren no sólo a distintos procesos sino también a distintos tipos de aprendizaje.

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

32

técnicas de aprendizaje en todos los momentos de su vida profesional. 4. Los psicólogos como cualquier persona evolucionan en sus estilos de

comportamiento conforme tienen mas experiencia clínica fijando como pautas de conducta estables aquellas asociadas con el éxito en el tratamiento.

5. Distintos valores éticos y morales aceptados ampliamente por nuestra sociedad puede determinar la aplicación de unas u otras técnicas.

En resumen, como hemos señalado ampliamente, en la formación de los psicólogos clínicos, la mejor técnica a aplicar en un caso por un clínico (discípulo) no es siempre la que al ser aplicada por el H[SHUWR (maestro) resulta más eficaz y eficiente. Un clínico ha de elegir siempre la técnica más segura para él en un caso, aunque sea menos eficiente para asegurarse sobradamente el buen fin del tratamiento porque, de otro modo no sólo constituye un fracaso para ambos, terapeuta y cliente sino que constituye una dificultad más para el tratamiento con un nuevo psicólogo (véase esquema de la figura 2.5) Tal como afirmábamos al inicio de este capítulo, en la actualidad, el análisis funcional no es la única estrategia existente en modificación de conducta para elegir el tratamiento. De acuerdo con Nelson y Hayes (1986b), dicha elección se puede hacer siguiendo diversos procedimientos: 1. (VWUDWHJLD� GHO� DQiOLVLV� IXQFLRQDO, a partir de las relaciones E-R

señaladas en el mismo, tal como se ha visto en el apartado anterior. Los autores señalan que el análisis funcional es una estrategia incompleta si se limita a destacar las relaciones operantes.

��� (VWUDWHJLD� GH� ODV� FRQGXFWDV� FODYH, complementaria al análisis funcional, con la cual se identifican relaciones R-R5, de manera que el cambio en una conducta implica la modificación de otra/s relacionada/s (Evans, 1985; 1986).�

3. (VWUDWHJLD�GLDJQyVWLFD, según la cual se elige un tratamiento que se ha mostrado efectivo para un trastorno determinado, diagnosticado a partir de las características topográficas de la conducta. Esta estrategia ha sido rechazada tradicionalmente por los psicólogos conductuales, pero cada

5 Las relaciones R-R son un tipo particular de relaciones E-R, donde una de las respuestas actúa en esa secuencia como estímulo antecedente o consecuente. Por eso consideramos que esta distinción como estrategia distinta del análisis funcional es innecesaria.

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

33

vez está cobrando más peso. 4. (VWUDWHJLD�GH�OD�JXtD�WHyULFD, sugerida por Godoy (1991), según la cual

el tratamiento se elige a partir de las teorías y conocimientos científicos

existentes sobre un tema (el análisis funcional sería un caso particular de ésta).

Desde nuestra perspectiva consideramos, tal como se ha ido manteniendo a lo largo de este trabajo, que el análisis funcional ha de ser la base de

6(/(&&,Ï1�'(�7e&1,&$6�'(�02',),&$&,Ï1�'(/�&203257$0,(172��� )LJXUD���� Selección de las técnicas que conforman el plan de tratamiento.

)DFWRUHV�ELROyJLFRV�GHO�VXMHWR��Factores hereditarios pre y postnatales. Traumatismos, enfermedades y deterioro general

&DUDFWHUtVWLFDV�GHO�WHUDSHXWD�Experiencia personal en el caso, tipo de personas y técnicas. Conocimientos y personalidad. Valores éticos.�

)DFWRUHV�GLVSRVLFLRQDOHV�68-(72��competencias, habilidades, personalidad, cultura, ... &217(;72��ubicación, personas, situación laboral,��7RSRJUDItD�de las conductas relevantes�

$QiOLVLV�IXQFLRQDO�Análisis de las interacciones E y R. Tipos de aprendizaje implicados. Génesis y mantenimiento de las conductas relevantes clínicamente.

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

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cualquier intervención terapéutica conductual, sin que ello implique reducir el tratamiento a la modificación de las relaciones operantes que se establezcan entre los distintos elementos que lo conforman. El análisis funcional debe estar dirigido a explicar, en términos de aprendizaje (operante, clásico, imitación de modelos, instruccional o de cualquier otro tipo que la psicología científica defina como tal), el comportamiento que ejecuta una persona, y su modificación pasará necesariamente por la alteración de las relaciones funcionales que lo mantienen. Para el establecimiento de tales relaciones es necesario conocer las diferentes teorías desarrolladas sobre el tema que estemos tratando, lo que implica conocer las limitaciones que impone lo biológico así como los factores disposicionales del sujeto y el contexto e incluyendo la topografía del comportamiento, pero siempre teniendo como último objetivo la consideración de las relaciones funcionales entre los elementos analizados. El GLVHxR� GHO� SODQ� GH� WUDWDPLHQWR� se ha de hacer considerando que el terapeuta es un clínico que planea un diseño experimental en cada caso (Shapiro, 1961; Yates, 1970/1975). El problema que se le plantea al clínico es que, en la mayoría de los casos, no puede controlar la situación terapéutica como sería deseable para garantizar la aplicación del tratamiento tal como ha sido diseñado. Una de las cuestiones esenciales es la relativa al control de posibles variables contaminadoras del tratamiento, es decir sucesos de los que no se puede determinar su ocurrencia ni el momento de la misma e incluso en ocasiones no tenemos constancia de su propia ocurrencia. No estar alerta a la ocurrencia de estas variables y/o estar preparado para controlarlas puede influir muy negativamente en la intervención, en la medida en que no podemos explicar los cambios de la conducta del sujeto que estamos estudiando. Muy pocas veces se puede llevar a cabo un programa de modificación de conducta en un ambiente totalmente controlado aún cuando en instituciones cerradas es más fácil (en un aula, en un hospital) y mucho menos en la clínica ambulatoria, en la que la ejecución del tratamiento plantea múltiples problemas que se han intentado resolver de formas diversas, dadas las posibilidades de tratamiento ya enunciadas anteriormente: manejo de contingencias en el contexto clínico o seguimiento de reglas en el contexto natural de acuerdo

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

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con las instrucciones del terapeuta. (véase figura 2.6) Atendiendo a esta cuestión, para llevar a cabo el control de las variables que afectan al tratamiento de aquellas conductas que, habitualmente, no ocurren en la situación clínica, el contextualismo ha UHVXHOWR el problema entendiendo que las conductas sobre la que el psicólogo tiene que actuar, son aquellas que ocurren en la sesión: las FRQGXFWDV�FOtQLFDPHQWH�UHOHYDQWHV específicamente la conducta verbal, OR�TXH�HO�VXMHWR�GLFH. Pero la mayoría de los clínicos que se adhieren, en mayor o menor medida, a un enfoque cognitivo-conductual WUDGLFLRQDO, consideran que la conducta a modificar se da, en la mayoría de los casos, fuera de la situación clínica y por ello es difícilmente controlable, es decir, no es importante FRQWURODU como cuenta el sujeto en sesión un episodio de pánico sino controlar el episodio mismo en el ambiente natural. No vamos a recordar aquí los argumentos contextualistas, ya descritos con cierta amplitud en capítulos precedentes, pero sí vamos a dejar constancia de que desde este enfoque no tiene sentido el control de los sucesos del ambiente natural. Veamos pues, desde la perspectiva cognitivo-conductual qué estrategias se han utilizado para superar el problema del control en el contexto natural. Realmente, una vez diseñado el programa de tratamiento, lo que el psicólogo hace durante la sesión es una mínima parte del programa en sí. Aunque la clínica es el lugar donde se presentan los problemas, se habla de ellos y se analizan, no es el lugar donde ocurren de forma habitual a menos que hagamos una simulación o dispongamos la presencia de determinados estímulos como se hace en el laboratorio (presentar estímulos fóbicos o al hablar por teléfono, tartamudear). ¿Cómo se pueden controlar estos comportamientos que sólo ocurren en determinadas situaciones y momentos, que evolucionan en su intensidad y que en ocasiones no se manifiestan en presencia del terapeuta, en la propia situación clínica? Probablemente, con independencia de la metodología empleada, sólo se puede hacer a través del informe del sujeto. Hemos de volver a insistir en que una técnica de modificación de conducta no es más que una disposición de elementos que permiten que una persona aprenda. Esta disposición de elementos puede tener lugar en la propia

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

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clínica o puede ocurrir fuera, cuando el psicólogo instruye al cliente para que lo haga. En este sentido, no es necesario que el comportamiento

(675$7(*,$�'(�,17(59(1&,Ï1������������������������������������������������������������������������������������������������������12������������������������������������6,� )LJXUD���� Estrategia de tratamiento según que la estrategia sea modificar lo que dice o lo que hace el sujeto; según sus manifestaciones en sesión o fuera de ella y según los procedimientos de evaluación y control (observación o autorregistro).

4Xp�WLSR�GH�WUDWDPLHQWR�SDUD�HO�SUREOHPD�GHVFULWR�HQ�OD�FOtQLFD��

(O�SUREOHPD�VH�PDQLILHVWD�HQ�HO�FRQWH[WR�FOtQLFR�

7UDWDPLHQWR�HQ�VHVLyQ�FOtQLFD. &RQWURO�GH�FRQWLQJHQFLDV� Observación *HQHUDOL]DFLyQ�D�DPELHQWH�QDWXUDO� Autorregistro $XWRFRQWURO��Autorregistro. 6HJXLPLHQWR��Autorregistro.

75$7$0,(172�&2*1,7,92�&21'8&78$/�

75$7$0,(172�&217(;78$/�

7UDWDPLHQWR�HQ�FRQWH[WR�QDWXUDO�,QVWUXFFLRQHV��Autorregistro. $SUHQGL]DMH�GH�FRPSHWHQFLDV�HQ�VHVLyQ�FOtQLFD� Observación. 6HJXLPLHQWR��Autorregistro.

7UDWDPLHQWR�HQ�VHVLyQ�FOtQLFD. &RQWURO�GH�FRQWLQJHQFLDV�GH�&��9HUEDO��Observación. 6HJXLPLHQWR�. Observación

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

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problema se manifieste en la sesión para que tengamos ocasión de modificarlo, extinguiéndolo como tampoco es necesario que se ejecuten allí las conductas alternativas que queremos implantar, por mucho que en la sesión clínica dispongamos situaciones estimulares parecidas a aquellas en las que se produce el problema para tratar de generalizar después los logros conseguidos. A medida que avanzan las sesiones de tratamiento y en la medida que el cliente va consiguiendo los objetivos de intervención, el trabajo del psicólogo durante la sesión se reduce a supervisar la actuación del cliente, de forma que el único procedimiento de control son las informaciones verbales del cliente, bien sea directamente en sesión o mediante autorregistro. El clínico introduce las modificaciones necesarias para solucionar eventuales problemas pero, en el mejor de los casos, cuando todo marcha según el plan previsto, el trabajo dentro de la sesión terapéutica consiste en lograr el objetivo final: el autocontrol de la conducta problema por sus propios medios, sin ayuda profesional. El objetivo en este momento es que el cliente sea lo más autónomo posible, enseñándole estrategias que le permitan resolver por sí mismo problemas similares a los que le han llevado a pedir ayuda. En este sentido, los tratamientos en modificación de conducta tienen un importante componente preventivo. La generalización del estímulo (el cliente lleva a cabo la conducta aprendida en la sesión en lugares diferentes a aquéllos donde se le ha enseñado), la generalización de la respuesta (el cliente lleva a cabo conductas similares a la que ha aprendido durante el tratamiento) y el mantenimiento constituyen los resultados deseados en la mayoría de los programas de tratamiento (Milan y Mitchell, 1991). De manera general, podríamos hablar de cinco estrategias para la generalización y el mantenimiento de las conductas aprendidas en la clínica psicológica: 1. $WHQXDFLyQ�GH�ODV�FRQVHFXHQFLDV�UHIRU]DQWHV (cambios del reforzamiento

continuo al intermitente). 2. (QWUHQDPLHQWR� GH� DJHQWHV� QDWXUDOHV para el cambio (generalización)

desde la clínica al ambiente natural. 3. Utilización la técnica de FRQWURO� GH� HVWtPXOR como estímulos

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

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discriminativos eficaces: la presencia de personas significativas, la presencia de ciertos objetos o estímulos tangibles o la colocación de señales visuales en lugares prominentes.

4. Inducción de DXWRFRQWURO� transferencia gradual del control de la conducta clínicamente relevante al propio sujeto.

��� (QWUHQDPLHQWR�HQ�SUHYHQFLyQ�GH�UHFDtGDV�� De forma más específica, Stokes y Baer (1977) señalan nueve procedimientos para mejorar el mantenimiento y la generalización de las conductas relevantes, que constituyen variaciones de procedimientos de control del estímulo antecedente y consecuente (Martin y Pear, 1996/1999):

a) ³(QWUHQDU�\�HVSHUDU´� no se emplean procedimientos especiales para fomentar el mantenimiento ni la generalización. Dado que la conducta en ocasiones se mantiene y generaliza; esto puede serdebido a que obtiene reforzadores naturales consistentes y potentes o a que las conductas son íntrinsecamente reforzantes.

b) 0RGLILFDFLyQ�VHFXHQFLDO: los procedimientos de tratamiento se repiten en las circunstancias o en los lugares en los que se tiene que dar la generalización.

c) 3URJUDPDU�HVWtPXORV�FRPXQHV: los estímulos más importantes están presentes en los lugares de entrenamiento y en los de generalización.

d) *HQHUDOL]DFLyQ� PHGLDGD: enseñar una conducta mediadora para aumentar la probabilidad de que los clientes pongan en práctica la conducta objetivo de tratamiento, en la variedad de situaciones en que se requiere dicha conducta.

e) (QWUHQDPLHQWR� HQ� JHQHUDOL]DFLyQ: entrenar directamente la generalización del estímulo (la generalización es como cualquier otra clase de respuesta operante y, por consiguiente, se puede reforzar por ejecutarla).

f) (QWUHQDU�PXHVWUDV�VXILFLHQWHV: enseñar tantos ejemplos de una clase de respuestas como sean necesarios para que ocurran otros ejemplos no entrenados de dicha clase de respuesta.

g) (QWUHQDU�GH�IRUPD�QR�HVWUXFWXUDGD: se programan variaciones en las situaciones o circunstancias en las que tiene que responder el cliente, reforzando la variabilidad (dentro de unos límites).

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

39

h) ,QWURGXFFLyQ� D� ODV� FRQWLQJHQFLDV� VRFLDOHV� GH� PDQWHQLPLHQWR: se asegura que la conducta es apropiada para las contingencias del ambiente natural del cliente.

i) &RQWLQJHQFLDV� QR� GLVFULPLQDEOHV: hacer que las contingencias de reforzamiento en las situaciones de entrenamiento y generalización o mantenimiento sean tan poco discriminables como se pueda lograr (por ejemplo, un programa de refuerzo intermitente).

Para evaluar los resultados de un tratamiento tendremos que tener en cuenta la adecuación del cambio; esto quiere decir que no sólo evaluaremos el grado de cambio respecto a la línea base sino también la valoración que hagan del mismo el cliente y su entorno. En este sentido, una misma magnitud de cambio de comportamiento objetivo en una dirección determinada puede tener valoraciones distintas según el ajuste entre los objetivos terapéuticos y los del propio cliente. Por ello es tan importante acordar y objetivar las metas terapéuticas, una vez reorganizada la demanda, que originalmente puede no ser clara y conocido el análisis funcional del problema. Cuando los logros alcanzados no colman las expectativas del cliente y, en consecuencia, este valora deficientemente los cambios producidos, podemos interpretar los resultados comparando el estado actual con el de línea base (análisis de las ganancias) para compararlos con las metas últimas del tratamiento previamente fijadas (análisis de lo que resta hasta el nivel óptimo). La valoración de un tratamiento no se realiza al finalizar el mismo sino de manera continua desde el mismo momento en que se inicia el proceso de evaluación de resultados. En cualquier caso, puede haber al final del tratamiento discrepancias no sobre el cambio conductual producido sino sobre su valoración. Si las quejas del paciente se mantienen la solución puede ser o bien proporcionar más tratamiento en la misma línea o la definición de un nuevo tratamiento con un nuevo análisis funcional y nuevas metas sobre lo que el cliente quiere cambiar respecto a lo que dice y hace. El problema más complicado se plantea cuando el terapeuta considera que no se han alcanzado los logros conductuales planteados en los objetivos en contra de la opinión del cliente y/o cuando considera en esta misma línea que aún cuando los logros han colmado las expectativas iniciales su valoración es que el problema no está totalmente resuelto y serán prácticamente seguras

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

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las recaídas (véase el esquema de la figura 2.7). Siguiendo a Llavona (1984) podemos considerar tres subfases: SULPHUD� la

evaluación mientras se está desarrollando el tratamiento; la pregunta a responder es si se están alcanzando los objetivos intermedios propuestos para, en caso contrario, someter el proceso terapéutico a revisión. Durante

9$/25$&,Ï1�'(/�e;,72�'(/�75$7$0,(172��325�(/�7(5$3(87$�<�(/�&/,(17(�

�����������������������������������������������������������������������0HWDV�\�ORJURV�GH�FDPELR�GH�FRQGXFWD����������������������������������������������������������������������������������6,���������������������������������12�

+ _ ¾�Cuanto mayor acuerdo hay entre TERAPEUTA y CLIENTE en conducta e

informe verbal, mejor VH�SXHGH�YDORUDU�HO�p[LWR�GH�OD�WHUDSLD. ¾�Cuando hay acuerdo entre cambio conductual e informe verbal, la YDORUDFLyQ�VH�KDFH�VREUH�OD�HVWUDWHJLD�\�ODV�WpFQLFDV�WHUDSpXWLFDV�(1 y 4).

¾�En la posición (1) se alcanzan los objetivos conductuales y el TERAPEUTA y

el CLIENTE lo valoran positivamente:�p[LWR�FRPSOHWR. En la posición 4: IUDFDVR� ¾�La posición 3 indica un SUREOHPD�GH�DQiOLVLV�IXQFLRQDO�\�R�HVSHFLILFDFLyQ�GH�REMHWLYRV��

�¾�El acuerdo del cliente con la posición 2, cuando el terapeuta está de acuerdo con

la posición 4, tiene DOWR�ULHVJR�GH�UHFDtGDV. Figura 2.7 Análisis de las valoraciones entre el terapeuta y el cliente respecto a los cambios conductuales y sus informes verbales.

&DPELR�GH�FRPSRUWDPLHQWR��9DORUDFLyQ�SRVLWLYD.

0DQLIHVWDFLRQHV�YHUEDOHV��9DORUDFLyQ�GHO�WUDWDPLHQWR��

&RPSRUWDPLHQWR�QR�DOFDQ]D�ODV�PHWDV�9DORUDFLyQ��SRVLWLYD

&DPELR�GH�FRPSRUWDPLHQWR��9DORUDFLyQ�QHJDWLYD�

&RPSRUWDPLHQWR�QR�DOFDQ]D�ODV�PHWDV�9DORUDFLyQ�QHJDWLYD

�(O�3URFHVR�GH�,QWHUYHQFLyQ�FOtQLFD�

41

el tratamiento se llevan a cabo evaluaciones sucesivas. La VHJXQGD subfase tiene lugar al finalizar el tratamiento; en este momento evaluamos el éxito midiendo el grado de consecución de los objetivos finales y comparando las conductas iniciales con las que en ese momento presenta el individuo. La WHUFHUD subfase corresponde a la evaluación de seguimiento, durante un periodo de tiempo posterior a la terminación del tratamiento (generalmente 1, 2, 6 y 12 meses), con el objetivo de comprobar si se mantienen los cambios y si se han generalizado al medio habitual del individuo. Este es el planteamiento clásico de la modificación de conducta en el que el objetivo planteado es la conducta: lo que el sujeto hace. Se pueden utilizar dos criterios para valorar los resultados de una intervención modificadora (Maciá, Méndez y Olivares, 1993; Olivares, Méndez y Rosa, 1997): el clínico, que estima si el cambio conductual operado en el funcionamiento diario del cliente es relevante en el contexto social en que se mueve y el experimental, que evalúa si ha habido algún cambio comportamental directamente imputable a la aplicación del tratamiento. Desde el enfoque conductual el criterio que se adopta conjuga el logro de las modificaciones prefijadas por medio de las operaciones experimentales propuestas para alcanzarlas y la consecución de cambios que tienen como resultado un funcionamiento más efectivo del sujeto (Yates, 1970/1973). Los cambios obtenidos han de ser relevantes para el cliente, en el sentido de que haya vuelto a sus niveles normales de funcionamiento y lo perciba como tal; por esta razón, cualquier cambio terapéutico ha de ir más allá de la significación estadística obtenida en un estudio experimental. Desde esta postura se concibe la VLJQLILFDFLyQ�FOtQLFD como el cambio objetivo del comportamiento de acuerdo con las metas de tratamiento junto al reconocimiento del cliente de que el cambio logrado y refrendado por su informe verbal le permite vivir en su entorno con un grado de bienestar razonable. Se supone que en la clínica psicológica puede haber DEDQGRQRV� GH� OD�WHUDSLD por parte del cliente antes de conseguir los objetivos terapéuticos propuestos, al igual que ocurre en otras profesiones que ofrecen servicios sociales o sanitarios a la comunidad. El fenómeno está poco estudiado y se supone que el abandono se produce por un fallo en la aplicación del

7pFQLFDV�GH�LQWHUYHQFLyQ�SVLFROyJLFD±�-RVp�6DQWDFUHX��0�;��)URMiQ�

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correcto procedimiento terapéutico, basado en la idea de que el sujeto discrepa del terapeuta, considera que pierde su tiempo o dinero, que los logros no son los esperados o que juzga como incapaz al terapeuta para ayudarle ya que, de otro modo se supone que el cliente permanecerá en terapia hasta la finalización del proceso de acuerdo con las instrucciones del clínico. La explicación del abandono es difícil de clarificar debido a que, tal como señala Chorpita (1995), no se publican suficientes casos sin finalizar, interrumpidos voluntariamente por el cliente, que permitan el estudio del fenómeno (con la excepción del libro de Mays y Franks, (1985) y el de Foa y Emmelkamp (1983). Lambert y Berguin (1983) señalan que existen diversos factores (referidos al terapeuta, al cliente, a la evaluación y a las técnicas terapéuticas) que pueden provocar un efecto negativo en el cliente y favorecer el abandono terapéutico:

a) El terapeuta actúa inadecuadamente porque tiene unas habilidades terapéuticas deficitarias, su entrenamiento es escaso, no sabe crear un clima de confianza y de comunicación con el paciente.

b) El paciente está afectado de ciertos factores externos que imposibilitan la intervención planteada.

c) El terapeuta realiza una evaluación deficiente, incompleta o incorrecta. d) Las técnicas disponibles presentan algunas deficiencias o se están

aplicando incorrectamente. Los factores que aumentan la posibilidad de abandono terapéutico, afirman Gavino y Godoy (1993), se suceden a lo largo del proceso de evaluación e intervención; así, en la primera fase de recogida de información, no atender a las quejas y demandas del cliente (es decir, no evaluar lo que él o ella GHVHDQ cambiar de su situación actual y a donde quieren llegar en el futuro) es un factor potencial de abandono, tanto más si va unido a un olvido de la evaluación de los valores y creencias que han de influir en la elección de las técnicas y objetivos de tratamiento. En una segunda fase del proceso, la posibilidad de abandono aumenta cuando se hace una conceptualización incompleta, poco plausible o inaceptable del problema para la forma de pensar del cliente o los valores de su entorno. Por último, los abandonos en la fase de evaluación del resultado del tratamiento, cuando realmente ha habido un cambio, una potencial mejoría, respecto a la línea base, suelen estar relacionados con la no coincidencia en el grado de consecución de los

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objetivos o en la relevancia de los mismos entre cliente y terapeuta. Así pues, al analizar los ULHVJRV�GH�DEDQGRQR� parece, de acuerdo con estos autores, que el procedimiento general para minimizar el mismo radica, en primer lugar, en evaluar dando información y corrigiendo continuamente las discrepancias entre las concepciones del cliente y el terapeuta como está prescrito en todo proceso de intervención en modificación de conducta; y en segundo lugar, conceptualizar el proceso como un trabajo de colaboración entre cliente y terapeuta, donde las decisiones se toman conjuntamente y los resultados son responsabilidad de ambos. Sin embargo, el abandono terapéutico ni puede ser considerado únicamente como resultado de una serie de errores del terapeuta ni ha de ser considerado, necesariamente, un perjuicio para el cliente, especialmente, cuando se produce en los primeros estadios del tratamiento. Hay que tener en cuenta que aunque el sujeto manifiesta quejas, incapacidad para afrontar los problemas que dice tener y motivación para el cambio, no siempre valora el coste de respuesta que ello conlleva ni los cambios en el entorno que, sin duda, su cambio de comportamiento inducirá. Como ya hemos señalado en otro lugar, algunos pacientes encuentran, a medida que avanza el tratamiento, que el comportamiento considerado inicialmente inadecuado (comportarse con cobardía, agresivamente o tartamudeando) resultaba muy beneficioso en relación a las nuevas conductas implantadas mediante tratamiento o, simplemente, que el aprendizaje de nuevos comportamientos o el logro de ciertos objetivos es lento y exige un esfuerzo que tales pacientes no están dispuestos a sufrir (Santacreu 1985). En el siguiente apartado trataremos los aspectos metodológicos del diseño de los tratamientos y del proceso de valoración de los mismos teniendo en cuenta, como hemos visto, que el tratamiento es un proceso complejo con numerosos componentes que entran en liza secuencial o simultáneamente afectando a lo que el sujeto hace o dice y al ambiente que lo rodea. Frente a los modelos tradicionales de psicoterapia, la modificación de conducta se ha caracterizado por el énfasis puesto en la evaluación experimental del tratamiento (Maciá, Méndez y Olivares, 1993). En este sentido, revisaremos los estudios de caso único, característicos de la investigación en esta disciplina y, desde luego, los más factibles en la clínica (donde, tal como

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hemos dicho, cada caso ha de ser tratado como un experimento), así como las diversas propuestas existentes en cuanto a la valoración de los tratamientos, atendiendo especialmente a las sugeridas por Kazdin (Kazdin, 1982b). �