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PROLOGO - ecaths1.s3.amazonaws.comecaths1.s3.amazonaws.com/literatura4jo/1423597012.leyendas urbanas.pdf · salieron a buscarlo y no tardaron en adivinar cual era el ... La arquitectura

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PROLOGO

La primera Guía Fantástica de Mar del Plata apare­ció en marzo de 1993.

Después se publicaron tres ediciones más, todas con alguna correción y ampliación de los relatos originales.

Esos miles de libros recorrieron muchos caminos: lle­garon a colegios y escuelas, bibliotecas públicas, univer­sidades, clubes de lectura, talleres de escritura y, por supuesto, a las casas de centenares de lectores. Tam­bién nos alegra saber que los relatos de la Guía se pu­blicaron en diarios y revistas, se grabaron en videos, se teatralizaron y hasta figuran en algún proyecto cinema­tográfico en desarrollo.

Pero ya se acaba el milenio y hace falta una nueva Guía Fantástica.

Más historias. Más leyendas. Más personajes. Más mitos.

Y más voces del pasado que nos cuentan lo que algu­na vez sucedió.

Carlos y Oscar Balmaceda Otoño de 1999

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El ombú de Chapadmalal: Símbolo del Festival del Cine

Aunque los botánicos suelen hacer alguna que otra observación, para la mayoría de los marplatenses Dios creó el ombú.

Lo que desconocen es porqué se eligió a la fabulosa herbácea como símbolo de los festivales internaciona­les de cine que cada año se realizan en la ciudad.

Sin embargo, al repasar el libro de quejas del des­aparecido Cine Regina, la copia del Registro de Veci­nos Suicidas, período 1930-70, que aún guarda una le­gendaria familia de la ciudad, cuyo apellido juré no dar a conocer, y los testimonios de varios acomodadores de la sala y un suboficial retirado de la policía, se llega a la conclusión de que los responsables de escoger tal em­blema sin duda estaban al tanto de la historia de Román Boccalandro.

Con esos elementos puede determinarse que el per­sonaje se ganaba la vida como aprendiz de tapicero de asientos de bicicleta, allá por el '37, en un pequeño ta­ller escondido en el barrio Don Bosco.

Apasionado por el cine, Boccalandro diseñaba y fa­bricaba todo tipo de fundas, a las que solía decorar con los rostros de las estrellas de las películas de la época.

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Los trabajos eran tan buenos que muy pronto pudo independizarse, tomar empleados y montar su propia factoría cerca del lugar donde aprendió el oficio.

El cambio de status le permitió dedicar más tiempo a su obsesión: ver al menos una cinta cada día.

Su figura se hizo habitual en las salas de la ciudad, pero fundamentalmente en el Regina, de San Martín al 2400, porque el encargado le reservaba, contra viento y marea, toda la primera fila de butacas. Además, le per­mitía guardar la bicicleta en un rincón de la boletería.

Boccalandro caía diariamente a la última función, excepto sábados y domingos que no se perdía ninguna.

Los días laborables su presencia no incomodaba a los demás espectadores, pero los fines de semana las que­jas se repetían porque Román saludaba con ovaciones la aparición de los actores, repetía en voz alta buena parte de los guiones, insultaba a los villanos y anticipa­ba los finales. Sin contar las recomendaciones que inva­riablemente le hacía a sus personajes favoritos: «¡Guar­da, Julio!», solía repetir cuando el mítico César ingresa­ba al senado romano y era rodeado por Bruto y sus cóm­plices.

«¡Gil, tu vieja se encama con tu tío!», gritaba cada vez que Hamlet aparecía en escena.

Al compás de estos arrebatos se iba llenando el libro de quejas del Regina, hasta que, hartos, los responsa­bles del biógrafo le prohibieron la entrada, decisión que fue imitada por todos sus colegas.

Desesperado, Boccalandro tejió su venganza. El Jue­ves Santo del '63 se coló en el cuarto de proyección de

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la sala y robó las latas que contenían Rey de Reyes, la monumental biografía de Jesucristo que se estrenaba ese día.

A continuación, corrió hacia el kiosco de diarios de Santiago del Estero y San Martín al que había encade­nado su bicicleta dominguera. Acomodó el botín en el portaequipaje, montó el vistoso rodado y huyó en di­rección a las canteras de Chapadmalal.

El robo fue advertido minutos más tarde, cuando la encargada de la limpieza del Regina subió hasta el cuarto de proyección para apagar la luz.

Dos comisiones de la seccional primera de policía salieron a buscarlo y no tardaron en adivinar cual era el destino de Boccalandro a partir del alerta que dio un agente del puesto caminero de Batán, que lo vio mero­dear por el paraje.

A un paso de las canteras, el fugitivo descubrió que los policías estaban a punto de alcanzarlo. Acalambrado por el remordimiento —y por la furiosa pedaleada— abandonó el vehículo y con una de las latas de Rey de Reyes en sus manos se acercó al ombú que crecía junto al borde de la descomunal excavación.

«Judas, qué idea me diste», se dijo mientras desenro­llaba la cinta y ataba uno de los extremos a la rama más gruesa que tenía a su alcance.

Tras darle al resto varias vueltas alrededor de su cue­llo, se lanzó al vacío.

«Un final de película», apuntó con sorna el jefe de la patrulla al llegar al improvisado patíbulo.

Con menos escenas que la versión original, Rey de

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Reyes se estrenó recién el Sábado de Gloria. A la misma hora, alguien regaba con agua y sal el

ombú de Chapadmalal, convencido, tal vez, de que así se marchitaría también el recuerdo del suicida.

De nada sirvió la maña, pues al elegirse el distintivo del Festival de Cine marplatense, se rescató para siem­pre la odisea de Román Boccalandro.

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El chalet del Pino

Se sabe que el chalet del Pino fue construido en 1908, cuando la corriente pintoresquista era una moda irre­sistible para las familias más ricas de Mar del Plata. El chalet está en la esquina de Hipólito Yrigoyen y Balcarce, renovado y colorido como la mariposa que recién salió del capullo. Aún están las dos plantas origi­nales: en la de abajo se hacían reuniones sociales y fun­cionaban los servicios de las mucamas, cocineros y de­más sirvientes; en el piso de arriba estaban los dormito­rios y sectores privados, todos con vista al horizonte marino.

Pese a los años y al viento voraz del océano, el chalet aún conserva su estirpe altiva, la hermosa veranda de madera y chapa, pórtico con pilastras grandes, con balaustres. En el vistoso jardín crece una enorme araucaria centenaria en la que sólo anidan unos pocos pájaros atrevidos. También es cosa sabida por los viejos vecinos del barrio y por la misma naturaleza: algunos árboles siguen cumpliendo condenas que jamás recibi­rán indulto.

La arquitectura del chalet mezcla gestos ingleses con ademanes italianos, tal vez como una metáfora extra­vagante que ayuda a entender por qué Shakespeare soñó el amor trágico de Romeo y Julieta en Venecia y no en medio de los paisajes húmedos del Támesis.

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Y ya es tiempo de saberlo: el chalet del Pino fue el escenario de una historia de amor que nadie ha conta­do con todas las palabras.

En el chalet vivieron durante varias décadas los López Traverso. La más joven del clan era Luciana, veinteañera y bella como una diadema de esmeraldas pero capri­chosa y malvada igual que un mandril. Era hijastra de Alfonso López Traverso, poderoso empresario inmobi­liario y político de pésima fama en Mar del Plata. La madre de Luciana era Juana Lafalla Castex, viuda de Nicanor Zabaleta, quien al morir en un extraño acci­dente había dejado, como envidiable herencia, a su hija y varios millones de pesos en el banco Provincia de Bue­nos Aires.

Ahora en la trama debe aparecer un joven abogado, Francisco Beltrán, que era amigo del padre y estaba lo­camente enamorado de Luciana. Este Beltrán era amo­ral y cínico, petiso, con el pelo encrespado y la mirada de halcón siempre al acecho. Beltrán albergaba inhóspitos planes para cazar el corazón de su amada aunque con resultados abstractos: Luciana lo trataba con el mismo desdén que al pegajoso Pekinés de su madre.

Y el último protagonista que falta en esta historia es Alejandro Burgos, un sacerdote progresista que se opo­nía a los proyectos políticos de López Traverso y sus amigos conservadores. El cura tenía poco más de trein­ta años, era vehemente y carismático y desde el pulpito los denunciaba cada vez que daba un sermón en la igle­sia de Santa Cecilia.

En la noche que ya evocamos, una noche cálida de

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un sábado de diciembre, una noche que por cierto pare­ce perdida en el tiempo, hubo una fiesta en el chalet del Pino. ¿El motivo?: celebrar que el Gobierno militar de Buenos Aires había nombrado a López Traverso Comi­sionado Municipal. Para muchos marplatenses la noti­cia fue trágica. Alfonso era prepotente, déspota, libidi­noso y sospechoso de varios crímenes impunes. Incluso no faltaban quienes le cargaran en su cuenta macabra la muerte accidental de Nicanor Zabaleta.

Saltemnos un día hacia atrás: la tarde del viernes en que la noticia de la designación de López Traverso co­rrió por el pueblo como el viento de la tragedia, Alejan­dro Burgos aprovechó la misa del crepúsculo para ha­blar desde su pulpito, una vez más, ante una multitud de fieles. En el sermón le pidió a Dios que cuidara a sus fieles de la terca maldad de Alfonso, a quien describió como un hombre contaminado por los siete pecados capitales. Fue un acto temerario.

Terminó la misa en Santa Cecilia y una hora después, gracias a los alcachuetes del pueblo, Alfonso supo lo que el cura había dicho. Le contaron cada palabra y cada gesto del sermón. El flamante Comisionado mandó con urgencia a un grupo de sus sicarios a que detuvieran al cura y lo encerraran en un calabozo de la policía. Y en­seguida firmó un decreto que Beltrán escribió prolija y velozmente. La acusación era muy grave: traición a la patria, sedición y complot. Y también se decretó el es­tado de sitio en Mar del Plata.

El comisario cumplió con las diligencias antes de la medianoche. Sería un fin de semana apacible y sin pro-

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testas, calculó el Comisionado regondeándose como un molusco en su propia tinta.

De nuevo el sábado a la noche y ya estamos en el chalet del Pino, durante la fiesta, cuando sucede algo curioso, extravagante. En medio de la algarabía que despierta el champagne francés que beben a mares los invitados, el tarotista Roberto despliega sus cartas so­bre la mesa principal y con tono ceremonioso predice una desgracia: sus cartas le dicen que el amor ciego de una mujer causará una desgracia en la famila. Alfonso lo mira con dedén, tiene una copa alzada en su mano, y le dice con voz la voz ronca por el éxtasis que no sea imbécil, que en medio de las fiestas jamás hay que ha­cer anuncios oscuros. Roberto recoge sus cartas de Marsella y en un segundo desaparece de la escena.

Pero la ausencia del tarotista no debe hacernos per­der el sentido de sus palabras: ¿acaso no habló de amor? En el living del chalet, recostado en un sillón de dos cuerpos, muy cerca del lugar que ocupa el nuevo Comi­sionado, está Francisco Beltrán. Acaba de ser nombra­do funcionario del nuevo gobierno y ya tuvo ocasión de mostrar sus virtudes con la redacción de los primeros decretos. Su amigo Alfonso le prometió poder y rique­zas como nunca ha vuisto antes. Pero esta noche el abo­gado no piensa en nada de eso; tan sólo sueña enfermizamente con un premio aún mayor: quiere a Luciana en cuerpo y alma. La mira con los ojos turbios, llenos de deseo, con la sangre enferma. Pero ella, como ya sabemos, lo ignora sin pudor ni piedad.

En realidad, Luciana está enamorada del padre Ale-

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j andró Burgos. Y ese amor es una lanza filosa, una daga. Hay algo que Alfonso y Beltrán no saben: esa misma

mañana, apenas se enteró de que el sacerdote había sido enjaulado por orden de su padrastro, Luciana se arre­gló con esmero de princesa y fue a visitarlo a la comisa­ría. Los cancerberos la dejaron pasar, tuvieron miedo de contrariarla. Alejandro estaba en una celda mugrienta y lúgubre, al final de un pasillo angosto y oscuro. Abrie­ron la puerta de rejas y ella entró, envuelta por un per­fume de anémonas francesas. Alejandro la miró en si­lencio, sorprendido. Los dos estaban de pie, frente a frente, y recién cuando el policía cerró la puerta y se alejó ella se arrodilló con delicadeza y le dijo que de­seaba confesarse. El cura la miró fijamente a los ojos, apenas sonrió y tomó su crucifijo de madera con las manos. Dijo unas pocas palabras en latín y comenzó a escuchar.

Luciana le habló de su amor, de la forma en que le temblaban los labios cuando pronunciaba su nombre en la noche, de la manera en que su corazón palpitaba cada vez que soñaba con él. Alejandro la interrumpió con suavidad, su voz brotaba en susurros, y le dijo que esa confesión era muy bella pero que él jamás podría res­ponder a su amor. Le dijo que para él sólo existía una pasión posible: la del servicio a Dios. Con voz fraternal dijo que jamás podría quererla, ni aunque pasaran mil años.

Pero Luciana no tenía la sangre mezclada con agua. Le juró que si él no la aceptaba jamás lograría salvarle la vida. ¿Salvarme la vida?, preguntó Alejandro. Ella

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respondió con la voz firme y cruda de un verdugo: su vida pendía de un hilo delgado como una telaraña debi­do al inmenso poder de su padre. El cura la escuchó en silencio, consternado, y con el rostro endurecido le ad­virtió que no le temía a nada ni a nadie, salvo al poder infinito de Dios.

Envuelta por las tenues sombras de la celda, todavía arrodillada ante el cura, Luciana estalló de furia. Capri­chosa como una tormenta de verano, se levantó y comienzo a insultarlo. Jamás admitirá que la despre­cien, gritó. Y en un segundo, la pasión que le provocaba Alejandro se convirtió en un odio violento y feroz, en la peor sed de venganza que alguien pudiera imaginar. Antes de marcharse del calabozo, Luciana le juró al cura que jamás saldría vivo de esa celda maloliente.

De vuelta en el chalet del Pino, Luciana imagina un plan simple pero eficaz. Cuando ya pasó la medianoche y el champagne aligeró los sentidos y la prudencia de los invitados, comienza a hurgar con descaro en la figu­ra de Francisco Beltrán. De pronto lo seduce con los ojos, le sonríe, y al fin logra que el abogado la invite a bailar. Inflamado como una antorcha, el pobre descu­bre que la vida es un manantial de sorpresas y emocio­nes. Entre risas y sospechas, embriagado por la música y la pasión, Francisco la toma de la mano y ambos salen al jardín. Se sientan bajo la enorme araucaria y él trata de besarla. Pera Luciana lo esquiva con una sonrisa leve. Le dice que aún es prematuro, que no está segura de amarlo y entregarse a él. Francisco estalla como un pe­tardo y le promete cualquier cosa Con tal de que ella lo

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acepte. Luciana lo empuja hacia el abismo: «¿Cualquier cosa?», pregunta. «Sí, lo que vos quieras», contesta él, desprevenido. Luciana habla sin vueltas y le pide que mate a un traidor al nuevo gobierno. La voz de Beltrán suena ingenua: «¿Un traidor? ¿A quién?» Y ella que sigue jugando con sarcasmo: «A uno que ya tienen pre­so». El enamorado se envalentona sin medir distancias ni consecuencias: Decime su nombre y esta misma no­che será un cadáver más en la morgue. Viviana pega la estocada final: «quiero que maten al cura Alejandro Burgos».

Pero Francisco duda. Matar a Burgos puede resultar demasiado peligroso. Es un sacerdote muy popular, la Iglesia es muy poderosa. Esa muerte puede convertirse en una trampa. El enamorado se levanta, camina ner­vioso, enciende un cigarrillo, se rasca la cabeza, intuye con angustia que una espada filosa lo empuja hacia la pared. Luciana se pone de pie, da uno o dos pasos, gira y lo enfrenta con árida crueldad: «Vos sos un cobarde, y a mí me gustan los hombres bien hombres». Da media vuelta y comienza a caminar hacia el chalet. Entonces Francisco, que tiene la soga alrededor del cuello, se des­espera y en un segundo reacciona. La toma de los hom­bros y arriesga la promesa que ella quiere escuchar: «dalo por muerto». Con una sonrisa nacarada, Luciana le pega el último empujón: «mi padre y yo jamás deja­remos de agradecértelo».

Regresan a la fiesta. Francisco llama disimuladamente a uno de sus asistentes de confianza. Le habla al oído y le da la orden fatal. «Que parezca un suicido», dice al

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final de la sentencia. Luego enciende otro cigarrillo, bebe champagne, brinda con Alfonso por enésima vez. Se relame. Siente que su corazón estalla en lo profundo del pecho. Apenas si puede esperar las noticias para cobrar el premio. Mientras tanto, Luciana, junto a su padrastro, lo mira con ojos cargados de promesas.

Pasa una hora, y luego otra. La fiesta está cada vez más animada. Don Alfonso está medio ebrio por el vino burbujeante y el poder. Francisco es un manojo de ner­vios. En un rincón, junto a su madre, Luciana aguarda las noticias que tardan en llegar. De pronto aparece el jefe de la policía y se acerca al dictador. Le dice algo en voz muy baja y ambos abandonan el salón con premura. Francisco los sigue. Luciana, que no se pierde detalle, también sale tras ellos. En el jardín se enteran: Alejan­dro Burgos fue muerto a balazos cuando trataba de es­capar. Don Alfonso suspira con asombro. «¿Está segu­ro?», pregunta incrédulo. El comisario mete las manos en uno de sus bolsillos y saca un pañuelo. Lo abre y aparece la cruz del cura, ensangrentada. «Creo que us­ted sabe bien a quién le pertenece», dice. Don Alfonos vuelve a suspirar y asiente con la cabeza. Enseguida despide al comisario y vuelve a la fiesta.

Francisco sonríe satisfecho junto a Luciana, que tie­ne la vista perdida en algún punto de la noche. Cuando se quedan solos, él trata de tomarla de la cintura para besarla y ella lo rechaza con un desprecio brutal. «¡Im­bécil, ¿cómo podes pensar que voy a entregarme a vos a cambio de un crimen?! Jamás vuelvas a tocarme o mi padre sabrá lo que hiciste», le dice cargada de hiél.

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Francisco queda mudo, estupefacto. Un relámpago acaba de atravesarlo de lado a lado: de pronto descubre que jamás podrá conquistarla. Desesperado, camina hacia la araucaria y escribe lo sucedido en un papel que guarda en un bolsillo del saco. Entre sollozos se cuelga de una gruesa rama. A l amanecer lo encuentran bam­boleante y miserablemente ahorcado.

Don Alfonso se levantó y enseguida se le llenó el cuer­po de recelos pegajosos: dos muertes juntas eran el peor presagio para su nuevo gobierno. Y para colmo le en­tregaron el papel que escribió Francisco antes de ahor­carse, así que la cabeza se le llenó de misterios negros que no podía quitarse de encima. Fue hacia el dormito­rio de Luciana y golpeó la puerta. Pero no hubo res­puesta. Entonces abrió y entró. La vio sentada en el piso, desnuda, llorando sin consuelo, con los ojos extravia­dos para siempre, rezando una plegaria indescifrable y repitiendo un nombre con la voz entrecortada: «Ale­jandro... Alejandro...»

Cuentan que jamás volvió a salir de la casa, que des­de entonces estuvo encerrada en el cuarto, sin hablar con nadie, doblada en el piso como una muñeca descuartizada. También cuentan que don Alfonso llevó a decenas de médicos y curanderos para que la vieran, pero que no sirvió de nada: los misterios del amor son más grandes que los de la vida misma.

Dicen que murió de vieja, en su cuarto del chalet del Pino, y que cuando soplan vientos del mar se puede oir su voz lamentándose.

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