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"San Luis de Cariagua. Cuentos, mitos y leyendas." Neptalí Chirino Mestre

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Los sucesos paranormales habitan los cuentos de nuestros pueblos, la historia se cuela entre ellos para transmitir saberes y lecciones a las generaciones más jóvenes. Así es como esta narrativa popular transita entre la realidad y la ficción nutriéndose de las experiencias de los pobladores, quienes siempre tendrán una historia nueva qué contar, experiencias propias y de terceros, que nos acercan al imaginario de cada región.

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El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto editorial impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Editorial El Perro y La Rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores y Escritoras de Venezuela, tiene como objetivo fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. El sistema de imprentas funciona en todo el país con el objetivo de editar y publicar textos de autores que habitan en las regiones. Cada módulo está compuesto por una serie de equipos que facilitan la elaboración de libros. Además, cuenta con un Consejo Editorial conformado por representantes de la Red Nacional de Escritores y Escritoras de Venezuela capítulo estadal y del Gabinete de Cultura.

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San Luis de CariaguaCuentos, mitos y

leyendas

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© Neptalí Chirino Mestre, 2014.

© Fundación Editorial El Perro y La Rana, 2014.Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela, 1010.Teléfonos: (0212) 768.8300 / [email protected]@fepr.gob.vewww.elperroylarana.gob.ve

Sistema Nacional de Imprentas - FalcónCalle Falcón esquina con calle Hernández, #123 ,Sede del Instituto del Patrimonio Cultural. Coro - Falcó[email protected]

Red Nacional de Escritores Socialistas de Venezuela

Consejo Editorial Popular: María Elvira Gómez / Liwin Acosta / Rafaella Núñez / Ennio Tucci / Olimpio Galicia / Anakary Vásquez / Rosa Guevara.

Edición al cuidado de: Ennio Tucci

Impresión y acabado: Jeison Lugo

Ilustrador: “Chebetto” José Zambrano

Depósito Legal:lf-4022014800266ISBN 978-980-14-2760-5

Impreso en la República Bolivariana de Venezuela

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A Dios, por regalarme a mis hijas Hilda Nazareth y Nathaly Gabriela, en la fascinación que ellas tienen por las aventuras y los relatos fantásticos, allí está la inspiración de la presente obra...

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Presentación

La obra “San Luis de Cariagua. Cuentos, mitos y leyen-das” es una recopilación de 28 relatos fantásticos, propios de la Sierra Falconiana, desarrollados en un escenario rural, es-pecíficamente en la población de San Luis, en el municipio Bolívar del estado Falcón.

La Sierra del estado Falcón es rica en su tradición oral, desde tiempos inmemoriales el hombre ha permanecido en contacto con la naturaleza y sus fenómenos, muchos de los cuales constituyen mecanismos de control social al compor-tamiento del hombre, donde el miedo surge desde las pro-fundidades del ser para corregir conductas inapropiadas, tales como la de hombres mujeriegos que se mueven a altas horas de la noche, muchachos desobedientes que retan a sus padres y estudiantes difíciles que no asisten a la escuela.

Desde que los niños y niñas pisan por primera vez la escue-la, se hacen copartícipes de los cuentos, mitos y leyendas sobre espantos y aparecidos, relatos que por demás entusiasman a las pequeñas audiencias. Estos relatos van tomando forma en la adultez, para convertir los distintos escenarios serranos, en estaciones del terror. Allí, la imaginación reconstruye la tradi-ción oral, que de generación en generación engendra el folclor y la cultura popular de la región falconiana, en Venezuela.

El autor

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La piedra encadenada de San Luis

Desde lo alto de la montaña, enormes rocas rodaban destrozando todo a su paso. Los Cariagua, aborígenes que habitaban el valle con el mismo nombre, se desplazaban a zonas más seguras, pues con la entrada del periodo lluvioso, el gran Dios de las Rocas, había desatado su furia, debían refugiarse y esperar la sequía. Abandonaron la rivera del río, y conducidos por el cacique Cariagua se dirigieron al valle de Macuquita, allí no llegarían las enormes rocas. Otro ca-cique vecino, llamado Peregüey, junto a su tribu, rescataron a varios indígenas Cariaguas heridos, llevándolos a la cueva, allí los curaron de sus heridas, en agradecimiento por la so-lidaridad de la cosecha, ya que habitualmente practicaban el trueque de alimentos.

Desde el norte, el español Don Juan de la Colina, ascendía por las montañas con un centenar de hombres, se disponían a buscar la tierra prometida del Dorado.

Los Cariagua se destacaban en el arte de la guerra, pues pertenecían a la gran familia guerrera de los Jiraharas, distri-buidos a lo largo de las montañas, al sur de la naciente ciudad de Santa Ana de Coro. Los conquistadores cruzaron las densas montañas y establecieron el camino de los españoles que llega a Curimagua y baja al pueblo de San Luis.

Los Conquistadores entraron al valle de los Cariagua, y emprendieron una sangrienta batalla contra los aborígenes, logrando al final dominar el territorio. Los arcos y las flechas no pudieron contra la pólvora, sin embargo, los nativos mos-traron su infinita valentía.

Aun las rocas de la montaña seguían arrasando con todo a su paso, varios españoles que desconocían el lugar eran alcan-zados por las gigantescas piedras siendo lanzados a metros de distancia. Los aborígenes prisioneros pedían ser movilizados a la zona de Peregüey, se rumoreaba que el cacique Peregüey, luego de varias batallas, abandonó su territorio, presuntamen-te en busca de ayuda con los aborígenes del valle de Nagua-

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che. El cacique Cariagua había muerto en la batalla, luchó hasta el final en defensa de sus súbditos.

Pasaron las lluvias y se fundó un pueblo de doctrina, al que denominaron San Luis, en homenaje a San Luis, Rey de Francia, destacado luchador en la guerra de las cruzadas.

Los indígenas fueron adoctrinados en torno al cristianis-mo, conformando un asentamiento en el valle, lugar donde se construyó la iglesia. En cada periodo de lluvias el temor lle-gaba, la furia del Dios de las rocas seguía desatándose, esta vez contra los españoles, y precisamente, el “Dios Roca” como lo llamaban los aborígenes, estaba apuntando directamente al templo religioso.

El encargado de la expedición, Don Juan de la Colina, atemorizado se comunica con la Corona Española y descri-be las calamidades sufridas a causa de la Gran Piedra de la Montaña como dijera su misiva. En su comunicado pide a la Corona, le envíen unas cadenas para amarrar la piedra y de esta manera evitar más desastres en su encomienda. Trans-currieron los meses y por La Vela de Coro, descendieron las enormes cadenas traídas en las embarcaciones, desde España. Durante varios días los esclavos, cargaron las cadenas y al lle-gar al recién fundado pueblo de San Luis, descansaron, para al cabo de dos días proceder a llevarlas hasta lo alto de la monta-ña, al lugar donde estaba la gigantesca amenaza.

Los españoles junto a los aborígenes Cariagua, lograron encadenar a la poderosa piedra, sin embargo, el temor no des-aparecía, los Cariagua sabían que si cedían las cadenas, sería el final de San Luis de Cariagua. Hoy las cadenas desintegradas por los años, no cumplen su misión, en su lugar gruesas raíces de Matapalo, amarran al Dios de las Rocas, la Piedra Encade-nada de San Luis.

Tomado de la oralidad del colectivo popular del pueblo de San Luis.

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El guardián del Naguache

En aquellos días los manantiales acariciaban con sus cris-talinas aguas la naturaleza xerófita del Naguache, pues las lluvias de noviembre preñaron de vida las montañas, cuyos gritos se escuchaban como cantos de esperanza, brotados del misterio infinito de los haitones.

Ya la tarde madrugaba, pero encantados con el silencio del solitario camino que parte de la hacienda La Puente, la muchachería partió en fila india al mágico mundo de la tierra de los mangos.

Con aroma amarillo se veía a lo lejos el alboroto de aves multicolores, pues ya sabían de la pronta llegada de los fruto-fagos, que en desesperada cayapa remecerían los grandes co-losos vestidos de verde y amarillo.

En el lugar, todos trepamos, cuan herencia primate, y lle-nando sacos, fue cada quien partiendo de regreso, pues ya las sombras pasaban, anunciando que el Sol se ocultaba y se acercaba la noche.

Bajé del inmenso ser, cuyas poderosas ramas y troncos, impedían sujetarme con firmeza. Empecé a recoger los man-gos, cuando una melodía que surgía de las aguas del peque-ño riachuelo venido del Cariagua, orquestaba una canción al encontrarse con el Naguache. Era la música de cristales que chocan suavemente, para sumergirnos en el éxtasis de los en-cantos nunca descritos por el raciocinio, sino por aquellos que ven más allá de lo perceptible.

Al levantarme, un pequeño hombre encaramado en una inmensa piedra, extendía sus manos ofreciendo fru-tas, presuntamente cambures. A medida que se acercaba, su impecable vestido azul con franjas doradas, provocaba un arcoíris, con los pocos rayos de luz que aún penetraban por las ramas de las ceibas. Cerca vi por fin al Guardián del Naguache, sus ojos claros como el fuego y pelo blanco como nubes en días de verano, cubierto por un inmenso sombrero.

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Sus cortas piernas extrañamente volteadas hacia atrás, di-ficultaban su caminar, yo realmente quería correr, pero me encontraba paralizado ante la presencia de aquel magnífico ser. Allí estaba, justo a mí lado, su mirada profunda y serena, me tranquilizó para decirme con determinación: – ¡No mates los conejos, pájaros, ni bisures o cualquiera de mis animales y menos los dejes heridos, pues tendré que curarlos!

Solté el saco de mangos y corrí cerro arriba, indescripti-blemente creía no moverme y sus palabras se escuchan aun, como un eco que se escurría entre los matorrales espinosos del Naguache. El mensaje fue claro, alguien protege la natu-raleza.

Relato y vivencia del autor.

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La duenda del Chiquín

El reloj marcaba las ocho de la mañana, recién entraban las lluvias de Octubre y el Puente Linares de San Luis, impe-día el tránsito de los escolares hasta el Grupo Escolar Dimas Segovia, pues como decían los lugareños, había reventado el Chiquín, sus aguas sumergían los espacios peatonales y había que esperar la merma del caudal.

El río Cariagua por su parte, emergía turbulento de las entrañas de la gruta, para estremecer las colosales Ceibas y Jabillos, sometiendo al puente cuya estructura soportaba la dinámica prueba de la fuerza del agua mientras su estruen-do intimidaba a quienes observaban el magnífico poder de la naturaleza.

En la tarde ya el manantial brotado del Chiquín clarea-ba sus aguas, que los sanluiseños cargaban en tobos para su consumo y quehaceres del hogar. La muchachería retozaba en los alrededores, retando la cascada artificial formada en la Represa del Pueblo. Alfredo armó su tarantín con grandes la-tas de aceite Diana para sacar provecho a la turbidez del agua, y por encargos llevaba agua del Chiquín a quienes requerían del servicio.

Ya oscurecía y los últimos bañistas del Chiquín se reti-raban a sus casas procurando evitar las serpientes que caían desde los inmensos árboles. En la distancia, por el callejón del Chimborazo, descendía Juan apresurado. La tarde se retiraba sin tregua y mientras caminaba, oía el ruidoso torrente que a lo lejos despertaba los miedos atrapados en las tertulias noc-turnas de los imaginarios cuentistas.

Llegó Juan al mitológico lugar. Alguno que otro transeún-te cruzaba el puente y tiraba su mirada a las profundidades del turbulento Cariagua. Al entrar por el viejo portón de metal, se percató de la presencia de una mujer semidesnuda bañán-dose a las orillas. De estatura mediana, sus largas cabelleras blancas se deslizaban por las aguas, cuyos encantos paralizaron aquel hombre, quien quedó abismado con la mirada profunda

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de los ojos azules de aquel ser de gran feminidad, quizá traída por la lluvia de la infinita profundidad de Los Haitones.

– ¿Qué te pasa Juan? ¡Ten cuidado con la corriente! – gritó Al-fredo, que regresaba por otro encargo de agua y comenzando a sonar sus latas trajo a la realidad a Juan, que en actitud ner-viosa corrió despavorido de regreso a su casa, relatando que había visto la duenda del Chiquín. Desde ese día, Juan nunca más bajó solo a bañarse en el manantial de aguas siempre cris-talinas del Chiquín, en San Luis de Cariagua.

Historia contada por su protagonista, Juan Manrique (†).

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El Capa Negra de la curva de Pueblo Aparte

Eran las nueve de la noche, mucha gente regresaba de sus labores, por supuesto luego de las largas tertulias que se ge-neraban camino a casa, antes de pasar por la curva de Pueblo Aparte en San Luis, excelente lugar para el deleite paisajístico, donde la brisa nocturna escenifica el momento preciso de la traición del pensamiento, es decir, el miedo.

Culminaba el año escolar, era julio de 1986, una joven apresura su paso a las nueve de la noche, a esa hora veía habi-tualmente la telenovela. Ese día no se realizaron los ensayos de teatro del Grupo de Artes Escénicas Pablo Lucío, organi-zación a la cual pertenecía la señorita, y que preparaba para entonces la obra teatral el Apocalipsis.

Entre los matorrales, al otro lado del alambrado de púas, escuchó un tropel, alguien corría apresurado entre los espina-les. La joven se detiene, para nuevamente retomar su marcha, esta vez con mayor prisa. Los matorrales se mueven a medida que la joven se desplaza, cuando de repente, un individuo con una capa negra y el rostro completamente cubierto con una máscara, salta a la carretera, intenta tomar a la fuerza la mujer, pero ella grita y el misterioso hombre emprende la huida por el monte, rumbo a la desembocadura de la quebrada honda. Por varios meses, el Capa Negra, esperaba escondido y arre-metía contra las jovencitas que durante la noche pasaban por la curva de Pueblo Aparte, sin embargo nunca llegó a lasti-mar a nadie. Hay quienes especulaban que era un espanto de alguien que murió en un accidente de tránsito en ese lugar, otros se atrevían a señalar a un joven vecino conocedor de las artes escénicas, dedicado a jugar bromas a sus amigas, sin embargo, nadie supo quién era el Capa Negra de la curva de Pueblo Aparte.

Este relato tiene su origen en la oralidad del colectivo popular, recolectado en las tertulias de la esquina caliente de San Luis y el

grupo de Teatro Pablo Lucío.

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El espanto de La Limita

Subía gente de distintas partes, algunos subían desde Ma-cuca, otros venían de Macuare, también de más lejos, la En-crucijada; el camino que cruza por la hacienda La Puente, era transitado a toda hora. El pueblo de San Luis de Cariagua se constituía en mercado para la compra y venta de alimentos, medicinas e insumos para todos los pueblos vecinos. Cerca del puesto de policía funcionaba el Corpomercadeo, mientras en la calle de los Potes, los burros amarrados, perturbaban con sus rebuznos el sueño de los lugareños.

El sol de los vena’os anunciaba a los forasteros que pronto la noche tocaría la puerta al retorno, y apresurados cargaban las bestias con sacos de maíz y otras mercancías. Algunos se reunían en torno a largas tertulias, para partir a muy altas horas de la noche por el camino empedrado, cruzando por el cementerio de los perros.

José Luis, desamarra su burro mojino un tanto mañoso, y arranca cerro abajo rumbo al pueblo de Macuca, hasta la Hacienda San Francisco, donde se desempeñaba como caporal de hacienda.

La noche se apresuró y llegaron las dos de la madru-gada, el hombre de contextura delgada que había estado libando licor apura el paso a pesar de sus pesadas botas de montaña, cuando se aproxima al lugar llamado La Limita, toma una piedra para lanzarla al tumulto de rocas, en cuyo extremo está clavada una desgastada cruz de madera, pues se creía que el ánima allí caída le acompañaría hasta su ho-gar. Sigue caminando y cuando llega al montón de piedras, al frente de un árbol de cotoperís, observa a un hombre sentado a orillas del camino el cual no se deja ver el rostro, sin embargo, José Luis se detiene y le dirige unas palabras: – Epa amigo ¿cómo me le va, hacia dónde se dirige?

Aquel extraño ser, encaja su cabeza entre las rodillas y José Luis se inquieta e insiste en su pregunta: – Compa, ¿puedo ayudarlo en algo?

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Cuando José Luis intenta acercarse, el espectro se levanta, y muestra su rostro cadavérico he intenta agarrar al sorprendi-do caminante, quien atemorizado retrocede y tropieza con las piedras para caer al suelo, inmediatamente se levanta, le pega dos cabrestazos al burro y emprende una carrera por el cami-no que conduce a Macuca. Sin dar pausa llega a San Francisco y cuenta lo que muchas veces le advirtieron – ¡En la Limita, cerca de la bajada de los perros, un espanto espera a los caminantes y se lanza sobre ellos ¡Y ay de aquel a quien logre tomar!

Este relato tiene su origen en la oralidad del colectivo popular, fue contado al autor por Pedro “Talo” Chirino Oberto.

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El Cerro de los Zamuros

A orillas del camino los pájaros corosobos cantaban feste-jando el cese de la lluvia, o tal vez, una culebra estaba rondan-do por allí cerca. Nosotros, uno detrás del otro, lanzamos pie-dras alrededor de la desgastada cruz de madera en la carretera que conduce al pintoresco pueblo Macuca, pues la creencia indicaba que al hacerlo, el ánima del difunto allí fallecido nos protegería durante el camino por recorrer.

Nos dirigíamos al Cerro de los Zamuros con la firme convicción de que si lográbamos acercarnos con cautela, po-dríamos por fin ver al misterioso zamuro blanco, llamado también, el Rey de los Zamuros.

La abundante escorrentía de las recién caídas lluvias, ha-bían enzanjonado la vieja carretera de tierra. Los húmedos cadáveres de cuanto animal lanzaban a la Bajada de los Perros, nos obligaban a taparnos la nariz y correr en fila india hasta dejar a lo lejos los fétidos hedores.

Llegamos al lugar de los dos caminos, uno conduce a Ma-cuare, cruzando por el valle del Naguache y el otro a Guari-cure, tierra de los dulces mangos, ya estábamos bastante cerca de nuestro destino. Corrimos arrimados a los matorrales y en la esquina, un gran cerro de color rojizo anaranjado, cuya apariencia resbalosa, era indicativo del trajín de los zamuros reunidos en extraños rituales, quizás, festejando el insopor-table hedor transportado por el viento desde la Bajada de los Perros, pues alguna peste, o salud pública tal vez, barrieron con los perros callejeros del pueblo.

Lentamente nos fuimos asomando, y a la vaina, allí es-taba, el Rey de los Zamuros, su plumaje blanco impecable, contrastaba con su penosa misión de especie carroñera, un ave increíble, rodeada de sus súbditos vestidos de negro, quienes alrededor entonaban extraños cantos que realzaban la apa-riencia de aquella misteriosa ave.

Curiosamente, fuimos divisados por uno de los centi-nelas del Rey de los Zamuros, pero igualmente extasiados,

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logramos observar como despegaba en un vuelo armonioso, el misterioso animal, que en maniobras circulares se alejaba rumbo a las tierras del Naguache.

Este relato tiene su origen en la oralidad del colectivo popular, fue contado al autor por Pedro “Talo” Chirino Oberto.

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El duende de Peregüey

Sonó el timbre de entrada a la Escuela Dimas Segovia, y al frente, en la vieja casa abandonada, escondido entre los es-combros, Bardilio esperaba pasar desapercibido, hoy tampoco entró a clase.

Cantan el Gloria al Bravo Pueblo, para luego el señor Segundo, que se desempeñaba como el policía escolar, salir apresurado, pues, prometió a la maestra de aula que hoy sí traería al niño Bardilio.

El muchacho espera que el policía escolar, se pierda de vis-ta por el callejón de Atanasio, y es cuando echa a correr cerro arriba por la calle Santa Rosa, esta vez se escondería al Parque Peregüey. Cuando llega al sitio, salta la cerca de alambres de púas y se esconde entre los árboles de mangos, que por suerte pujaban con su cosecha.

Entre los matorrales se escuchan unas pisadas, trac, trac, trac, suenan las ramas secas caídas al suelo, Bardilio se escon-de, cree que es el señor Segundo buscándolo para llevarlo a la escuela. Para sorpresa, un hombre de muy baja estatura se acerca, le ofrece un mango, el muchacho accede y se dirige en dirección del pequeño ser, quien lo toma de un brazo, en ese instante su mente se nublo, y el muchacho, perdió el sentido.

Se acercaba la noche, y en San Luis todos empiezan a preocuparse, ya saben que Bardilio huyo para no asistir a la escuela, sin embargo ya es tarde, pronto oscurecerá; busca-ron en todos los alrededores y no habían señales del niño, es así que acuden al Sacerdote del pueblo, quien les sugiere que llamen a sus Padrinos, porque es muy probable que se lo haya llevado el Duende de Peregüey, y ellos, sus padrinos, son los únicos que pueden rescatarlo. Un grupo de gente baja junto a los Padrinos por el camino que conduce al pue-blo llamado las Masas y entre los montarrales, escuchan un llanto de niño, es Bardilio, se encuentra atrapado en medio de un espinal matas de pata de cabra.

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El Padrino Juan, aparta las ramas de espina, abraza al pe-queño niño, quien llora incontrolablemente, entonces le dice – ¡Dios te bendiga hijo, vamos a casa, no tengas miedo, estas con tus Padrinos!

Tomado de la oralidad del colectivo popular del pueblo de San Luis.

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El guindao de La Ceibita

Como un invitado vespertino, la neblina empezó a cu-brir las calles de San Luis, bajaba colándose por las montañas, descendiendo desde un lugar llamado el Jobo, sumergiendo el Parque Peregüey en una espesa oscurana, que apenas permitía la visibilidad a unos pocos metros de distancia. Pasaban las horas y un frio intenso penetraba en los huesos, por suerte, ese día no llovía.

Como de costumbre, Ramón cumplió su guardia en el Hospital Alfredo Soto de San Luis hasta altas horas de la no-che, exactamente el reloj marcaba las 11pm, apresurado presta informe al sujeto que lo reemplaza y sale rumbo a la Bodega de la señora Evangela, ubicada cerca del Puente Linares, pien-sa, que quizás, podía estar abierta. Una anciana lo atiende, compra una bolsa de pan Churuguarero y sale rumbo a la Urbanización Conopía, a su hogar.

El trajín consumió el tiempo a Ramón, eran las 12 de la madrugada, apresuraba el paso, la noche oscura y con un frio húmedo, revelaba un escenario aterrador, la curva de Cono-pía, escalofriante y fantasmal lugar, era antesala a las puertas del miedo. Sigue caminando el delgado hombre, pero al llegar a la Ceibita, desde los matorrales, bajando por la curva de la Uña, una ventolina estremece los árboles, las hojas secas se desprenden y forman remolinos en el aire.

Las colosales ceibas cantaban al acariciarlas el viento, como que si algo no muy bueno estaba por ocurrir; a las orillas del camino, en lo alto de la Ceibita, un sonido extraño llama la atención de Ramón, no era el sonido de los palos, era un trac, trac, trac, trac. Voltea la mirada y no ve nada, ahora en dirección de la copa del inmenso árbol; en el coropito una extraña figura cuelga por el cuello desde los grandes palos, es el Guindao de la Ceibita, la horrenda figura colgada en lo más alto, esta abre sus brazos y con un quejido aterrador llama a Ramón, el hombre asustado se santigua y echa a correr en di-rección de Conopía, cuando llega a su casa, llama a su esposa,

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a quien pide que recen durante toda la noche, porque acababa de ver al Gindao de la Ceibita.

Tomado de la oralidad del colectivo popular del pueblo de San Luis.

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La leyenda del Lucio

En la oscura noche, las gallinas alborotadas anunciaban el acecho del rabipelado, especie de marsupial característico de las montañas de San Luis. Esa noche el servicio eléctrico había fallado, lo que obligó a Pedro Ramón a encender la linterna para salir a la caza del indeseable gallinífero, que por varios días se había comido las gallinas, que dormían en los árboles de mango en el patio de la casa.

Pedro Ramón descendió sigilosamente al patio alumbran-do los árboles en busca del popular marsupial, sin embargo no llegó a divisarlo, pero las gallinas proseguían con su tormen-toso cacareo. Un ruido en la parte exterior, alerto al buen se-rrano, quien dirigió el foco luminoso al lugar. Detrás de unas matas de tártago se encontraba un hombre de apariencia ex-traña, su cuerpo brillaba al resplandor de la luz de la linterna, al parecer se había untado aceite o tal vez manteca, también había afeitando toda su cabeza.

– ¡Ey! ¿Quién es usted, qué hace en ese montarral? – dijo Pedro Ramón. Ante el llamado de atención, el misterioso hombre corrió saltando matorrales y partiendo ramas a su paso, mien-tras los vecinos que habían sido alertados lanzaban piedras procurando ahuyentar al atrevido invasor.

Todos regresaron a sus aposentos en procura del descanso, antes de escuchar al gallo anunciando el inspirador paso de la aurora. En la esquina del destacamento policial los lugareños hablaban del incidente, mientras algunos decían que se trataba del Lucio, un delincuente o tal vez un espanto que aparecía en las noches, en busca de mujeres para forzosamente abusar de ellas.

Bien temprano los agentes policiales recorrieron el Pueblo de San Luis preguntando si alguien podía dar una pista del paradero del aberrado hombre untado con aceite. Una dama decía despavorida – ese delincuente se llena de aceite el cuerpo, para asegurarse de no ser capturado y de esta manera tener éxito en sus fechorías.

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Varios días pasaron sin saber de aquel aberrado, hasta que una noche una joven que se desplazaba por la calle Canta Rana, fue atacada por el hombre o espanto tal vez, untado de aceite, por fortuna sus gritos alertaron a un grupo de hombres que se encontraban de guardia en el Hospital Alfredo Soto de San Luis, quienes apresurados corrieron en defensa de la dama. Aquellos lugareños solo lograron ver una extraña figu-ra desnuda y reluciente al reflejo de los faroles, que corría por las orillas del río Cariagua.

Pasaban los días y algunas personas tenían sospechas de quien podía ser el posible malhechor, un forastero que re-corría las calles cumpliendo su función de servidor público, todos lo miraban con malicia, pues era el sospechoso de en-carnar el aterrador Lucio, el espanto untado de aceite. Con el tiempo el atípico sujeto desapareció del pueblo y con él, la leyenda del Lucio en las noches oscuras de San Luis.

Tomado de la oralidad del colectivo popular del pueblo de San Luis.

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El pájaro gigante de la curva de Conópia

La noche penumbrosa se cobijada con la neblina brotada de las profundidades de la cueva de Peregüey, impidiendo dis-tinguir el camino y el destino próximo, que con suerte solo estaría aguardado por la piel brillante de un crótalos embos-cado entre las hojarascas caídas de las gigantescas ceibas. Cerca de allí, a una cuadra del hospital de San Luis, se encuentra la curva de Conopía, el límite con lo perceptible, espacio donde aguarda lo inexplicable.

En la proximidad de aquel lugar, Luis siente los latidos de su corazón, que con violencia retumba en sus oídos, avisando que algo está por suceder. En la piedra grande, se oye un aleteo y una ventolina tumba el sombrero del apurado Sanluiseño, quien con nerviosismo recupera su prenda, y hecha a correr, sobre él, un inmenso pájaro aletea sin cesar haciendo caer al suelo aquel hombre innumerables veces. Al llegar a las ceibas, en la toma de agua, el gigantesco animal retrocede retumban-do los árboles a su alrededor. Luis se levanta del suelo y corre sin parar; cuando llega a su casa cuenta la terrorífica historia a su familia y amigos. Nadie le creyó, pero todos sienten miedo al pasar en la curva de Conopía, al lado de la piedra grande, allí se siente una ventolina.

Este relato tiene su origen en la oralidad del colectivo popular y fue contado al autor por Manuel Acosta.

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El pelón del Caimito

El verdor de sus aguas se confundía con la vegetación boscosa de las montañas de San Luis, la Represa de Fere, un ecosistema acuático, en armonía con lo realmente humano, su enea, sus peces, sus profundidades inaccesibles, espejo para el Sol de los Venaos. Un hombre llamado Segundo, bajaba por la calle Santa Rosa, su aspecto de hombre tranquilo hacía presumir sobre su estable estado emocional, nada distinto al día anterior. Se detiene en la entrada al camino de piedras acomodadas que conduce desde el Caimito hasta el Calvario, por allí subía todas las tardes a visitar a su hermana mayor.

Un grupo de lugareños están reunidos comentando sobre la vida de todos los que por allí pasan, Segundo no será la ex-cepción. El tranquilo hombre se detiene y entre los presentes se escucha una voz, - Cámara, si sube para el Calvario, por el Camino empedrao, no baje tan tarde, que por allí sale un espanto que llaman el Pelón del Caimito.

Con una sonrisa que escondía la duda y el miedo, el san-luiseño prosigue su camino. Al llegar a su destino, su hermana le ofrece café y la tertulia no se hizo esperar.

Ya avanzada la noche, Segundo decide regresar por el soli-tario camino, de regreso a Santa Rosa. En medio de la noche oscura, a mitad de la angosta vereda, se percata de un bulto atravesado en el camino; se acerca y observa un hombre alto, su ropa andrajosa de color caqui, provocaba ilusiones lumino-sas, su cara era cadavérica, descarnada por el tiempo y carecía de cabellera. Segundo ante tal presencia, cae enrollado por el miedo en el suelo, su cuerpo temblaba incontroladamente, mientras por uno de sus lados, por la orilla del camino, apar-tando las ramas, pasaba un hombre terrorífico, sin cabellera, desprendiendo un olor putrefacto en evidente descomposi-ción, era el espanto del Pelón del Caimito.

Relato contado al autor por Padro “Talo” Chirino Oberto.

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El Pozo Azul y la serpiente gigante

Humo de leña seca salía del fogón de la Abuela Luz, desde temprano preparaba las arepas peladas para un buen número de personas que habitaban bajo su techo, me acercaba a su casa luego de salir de la escuela. En esta ocasión nos preparábamos para ir de pesca al Pozo Azul, el cual se rebozaba de agua, pro-ducto de las lluvias de Noviembre. El Pozo Azul se encuentra en la quebrada de Naguache y nutre sus profundidades de las aguas provenientes de lo alto de las montañas de San Luis.

La abuela Luz, antes de salir nos ofrece arepa con mante-quilla, y nos advierte que no salgamos al monte sin llegar un granito de sal, ya que es una defensa contra los Duendes que pretendan llevarnos, igual nos decía que nunca lanzáramos la sal en los ojos de agua, porque se secaban y sus aguas buscaban otros manantiales. Con la advertencia de la abuela Luz bien entendida, partimos cerró abajo, pasamos por el Mueble de Piedra y descendimos por el camino de los mangales.

Se escuchaba a lo lejos el caudal crecido del Naguache, cuando llegamos quedamos momentáneamente paralizados con la majestuosidad del Pozo Azul, a sus pies un gigantesco Matapalo, cuyas raíces penetras al fondo del hermoso espejo de agua. De sus ramas una increíble liana o bejuco, al cual acudimos en fila india, para reguindarnos como chucos y atravesar el pozo para caer en el otro extremo.

Descansamos un buen rato, mientras preparábamos una olla de arroz aliñado, para posteriormente empezar a desviar el curso de las aguas, para secar el pozo y de esta manera sacar sardinas y cachones. Todo parecía marchar bien, cuando uno de muchachos observo un turbulento movimiento dentro del agua. En ese instante una inmensa serpiente de color verde saca su cabeza de las aguas y se dirige en dirección nuestra, era realmente gigantesca, podía medir unos veinte metros. Todos corrimos en diversas direcciones ante el intempestivo ataque del monstruoso reptil. Al pasar las horas y caer la noche, vol-vimos a encontrarnos en casa de la abuela Luz, quien dedujo

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que la gran serpiente verde del Pozo Azul, era el Guardián del Naguache, un Duende Milenario convertido en animal, dedicado a cuidar la naturaleza.

Relatado al autor por Luz Chirinos (†).

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La Cochina de Puente Linares

Un ir y venir a cada extremo de la calle Canta Rana, era el indicativo de que Jesús había estado libando licor buena parte de la noche, pues, recién el reloj marcaba las doce de la madrugada. Se detiene en la piscina y da un vistazo a las frías aguas del Cariagua, todavía remeciéndose por los bañistas que se lanzaron durante el día de lo más alto las casillas de vesti-dores.

El hombre continúa su recorrido a su casa en la solitaria calle, al llegar al Puente Linares, se percata de unas luces que bajan por el cerro enmontado desde la carretera que conduce al poblado Cabure, acelera el paso y atravesada obstruyendo el camino, una enorme Cochina, rodeada de siete Cochinitos. El animal lo mira fijamente, con sus ojos llenos de fuego, de repente emite un estruendo, escupiendo fuego por su hoci-co, por consiguiente los pequeños animales también hacen lo mismo. Jesús atemorizado intenta correr pero sus piernas no responden, y sin fuerzas cae desmayado.

Al día siguiente, un trabajador que se desplazaba muy temprano a su trabajo en la escuela, lo encuentra tirado en el suelo, en medio de la calle.

– Pero bueno Jesús – dice el transeúnte – ¿Te volviste loco, qué haces allí arrastrado?

El hombre despierta y empieza a temblar, mencionando insistentemente que había visto la Cochina del Puente Lina-res.

Relatado al autor por Pedro “Talo” Chirino Oberto.

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La piedra de La Llorona

Se aproximaba la Cuaresma, para algunas personas, días de reflexión, para los niños que escuchan historias de terror, gatos en celos, escenificando el fantasma de La Llorona. Algu-nos bromistas del pueblo San Luis se ponían de acuerdo, para a media noche entonar orquestadamente el escalofriante grito de La Llorona buscando a su hijo recién nacido, empezaban gritando en la Quebrada Honda y terminaban en el sector la Quinta; todos decían - ¡Pasó la llorona en el aire con el llanto encima!

Pero todo no era broma, un grito terrorífico se escuchaba en esos días en la montaña, al norte de San Luis, desde la calle Santa Rosa, se escurría en los matorrales el llanto de una mu-jer. Justo al frente de la emblemática calle, se divisaba aquel si-tio, mirando en dirección a la montaña, en un sendero angos-to que conduce al lugar llamado el Jobo, allí estaba la Piedra de La Llorona, ese es su lugar de dolor, nadie puede pasar por allí en esos días, en la cuaresma, ¡si lo hace se arrepentirá!

Relatado al autor por el colectivo estudiantil de la Escuela Dimas Segovia.

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La serpiente del Calvario

Son las tres de la madrugada y es la tercera vez que se es-tremecen las tierras en El Calvario, sus cimientos se mueven como aguas de Mar. Un Hombre con Sotana negra, se asoma por una ventana con el vidrio roto (fiesta para los zagaletones lanzadores de piedra), y con tono un tanto grave anuncia que una gigantesca serpiente se mueve debajo de la tierra en San Luis, que ella es la razón de los temblores. Sigue el intrigante hombre – Ese monstruoso reptil mide más de tres kilómetros de largo, su gran cabeza verde se asoma por los haitones, allí se puede sentir su respiración.

El hombre con sotana negra anuncia que es necesario bajar a la sima y exterminar esa serpiente, de lo contrario, el pueblo se hundirá. El hombre se marcho en medio de la oscuridad y nunca más volvió.

Relatado al autor por el colectivo estudiantil de la Escuela Dimas Segovia.

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Las bellas damas del más allá

Aquella noche, la Orquesta la Sonora Popular tocó el úl-timo set de la noche, eran las tres de la madrugada, la pista de baile el Cariagua se anotó un éxito en la celebración de los carnavales turísticos de San Luis. Esa noche, un grupo de jóvenes compartía con unas hermosas damas que se acercaron un poco tarde a la fiesta, ingerían cocui, pues no tenían sufi-ciente dinero para comprar cervezas.

Aquellas muchachas eran increíblemente hermosas y en-tre tertulias agradables pasaba el tiempo, sin embargo nunca mencionaron de donde venían. La gente se retiraba a sus ca-sas, y algunos enamorados permanecían en la plaza Monseñor Rivero, escenificando románticos encuentros.

Aquellas damas de cabellos negros lacio, confundidos con la penumbra al otro lado del Puente Linares, mantenían exta-siados a todos, una de ellas se dirigen al grupo y dice: – Amigos ya es tarde, tenemos prohibido amanecer, debemos regresar… An-tonio y Juan inmediatamente se ofrecen acompañarlas en su regreso, dejando al resto de los muchachos fuera de la jugada. Junto a las féminas se dirigen cerro arriba, por el cerro de la policía, pasan el comando de la Guardia Nacional, y se diri-gen camino a Pueblo Aparte, los besos no se dejan esperar.

En la curva de la Casa Amarilla, un frío insoportable pe-netraba los huesos, brisa que remecía el cuerpo de un lado a otro, las damas se despiden y los jóvenes les preguntan – Pero bueno, ¿a dónde van? Por allí no hay casas, esa es la vía del cemen-terio.

Las damas sonríen con una mirada de escalofríos y res-ponden: – ¡Algún día les explicamos! Y parten por el oscuro camino al cementerio, por el Piedralito.

Los muchachos asustados, regresan a sus casas, y siempre comentaban aquel agradable pero misterioso encuentro, lo cierto, es que nunca más volvieron a ver, las Bellas Damas del más allá.

Contado al autor por Ferecides “Fere” Franco (†).

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Los chupa sangre del Cadillac negro

Una anciana recoge hojas secas de Caimito y prepara un dulce guarapo para la gripe. En la habitación, Carmen ayuda a su nieto a vestirse, para luego llevarlo a la escuela Dimas Segovia de San Luis , el pequeño se resiste ante los rumores de los chupa sangre, llegando al pueblo a bordo de un lujoso Dodge Caliber negro, para llevarse a los niños, y robarles la sangre para venderla a personas adineradas.

Era junio de 1977, terminaba el año escolar, un grupo de niños cruzaba el Puente Linares procedentes de la escuela, en la entrada de la Gruta Virgen de Lourdes, un vehículo Cadillac negro se estaciona, descienden dos individuos con lentes oscuros, ante lo cual los niños emprenden la huida. Por fortuna, escaparon.

Relatado al autor por el colectivo estudiantil de la Escuela Dimas Segovia.

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El grito del Cuay

A orillas del abrevadero, un campesino amolaba el hacha y el machete, el compromiso era amontonar quinientos estan-tillos en la hacienda de Don Luis, se debían reponer los palos que quebró el ganado y hacer varios portillos para el paso de los becerros. El madrugador hombre se dispuso a coger el monte a cumplir su tarea, en su chamarra, una arepa pelada y un pote de sardinas, en la tapara de camuro, agua fresca para calmar la sed.

En medio del frondoso bosque, el buen hombre encuentra el sitio ideal para cortar los palos, era el camino que conduce al Jobo, partiendo de San Luis, en la carretera que lleva al pue-blo de Cabure; poderosos y longevos palos de vera, quizás de más de cincuenta años, una lástima para la naturaleza, la pre-tensión de llevarlos al suelo. Se detiene y saca el hacha, pero allá cerca, escucha que su perro ladra insistentemente:

– ¿Qué le pasa a este perro pendejo? – dijo, y se dirige al lugar, pero ya no está la canino, se la trago la tierra.

Un silencio profundo se apodera del monte, no se escu-chan los pájaros, se detuvo la brisa, ya no caían las hojas secas, el campesino lo invade el miedo y retrocede a buscar sus he-rramientas, en el matorral escucha un grito aterrador que lo lanza al suelo, se levanta, y al frente una figura de hombre de baja estatura, de cuerpo robusto y cubierto con hojas verdes, su rostro evidenciaba ira, grita nuevamente, dejando al leña-dor aturdido, este se levanta y corre despavorido abriéndose camino entre las ramas. El aturdido hombre producto de los gritos aterradores de aquella extraña criatura, se pierde, no encuentra el camino, en ese momento mira su perro, quien corriendo lo guía a su casa, cuando entra a su casa, sus fami-liares y vecinos lo abrazan y le dicen: – Amigo pensamos que ya estabas muerto, hasta aquí llegaron los gritos del Cuay, la criatura que protege los bosques. ¡Te salvaste de vaina!

Relatado al autor por Armindo “Mindo” Bello(†).

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Noche de Mojigangas

Noche fría, minúscula llovizna que por largas horas, tuer-cen las ramas de los pinos Caribe, que frente a la iglesia de San Luis, entonan melodías terroríficas. Nos reagrupamos como chivos en la gigantesca puerta del templo, allí como de costum-bre iniciamos nuestros relatos sobre espantos y apariciones.

En la esquina caliente, frente al abasto de Luis, se obser-va como corren los lugareños para protegerse de la incesante lluvia, los faroles reflejan un arcoíris, cuya hipnosis alcahuetea con historias del miedo. Es 27 de Diciembre, antesala al día de los inocentes, noche de Mojigangas.

Unas niñas corren para refugiarse en sus casas, no es por la lluvia; gritos y risas se confunden y a lo lejos aparece una figura andrajosa, su cara cubierta por trapos agujereados, dan-do brincos, fingiendo bailar al son del tamboreo, en su mano sujeta un largo garrote que lanza en todas direcciones, en clara insinuación de ofensiva.

Esperamos se acerque la figura con vestido de mujer, in-tentando descubrir quien se esconde detrás de los trapos ro-tos multicolores, nos paraliza el miedo, cuando de repente se abalanza sobre la curiosa muchachería, el espanto de la mo-jiganga, lanzando garrotazos. Todos corrimos en diferentes direcciones.

Como un vendaval empujo la puerta de madera de mi casa, para apresuradamente lanzarla de regreso; por la ren-dija miro como pasa gente corriendo de un lado a otro y en la carretera de piedra de la calle de los potes, se detiene un tamboreo, es la Mojiganga bailando arrítmicamente. La fea figura extiende sus manos entrampadas, como pidiendo algo, mi padre absurdamente sonríe y mete su mano en el bolsillo y saca una moneda que lanza desde lejos, quizás cuidándose del ligero garrote. Bailan y luego prosiguen por el camino de tierra, el resto de la noche dialogue con el trasnocho.

Relato y vivencia del autor.

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Perro azul salvaje

Se abre lentamente la puerta, son mis niñas, con su sonrisa iluminan la habitación, se sientan en el hombrillo de la cama y dicen la frase mágica, ¡Papá, cuéntanos una historia sobre tu niñez! Bueno, como negarme ante la mirada de alegría de mis pequeñas, saben que estábamos a punto de iniciar un viaje al mundo de lo imaginario.

Prepárense mis amores, partimos y estamos a punto de llegar a la tierra imaginaria. Nos encontramos en casa, San Luis, observamos que mi Madre me sirvió el almuerzo, acabo de llegar del primer turno de la escuela, estudio sexto grado en el Dimas Segovia de San Luis. Almuerzo un tanto apresu-rado, pues se oyen silbidos, indicando que es hora de partir a la mágica tierra del Naguache; nos reunimos en El Cují, en el llanito, lugar obligado para los encuentros de la muchachería de la calle de los Potes, en ocasiones llegaban amigos de la calle Canta Rana.

Eran las 12 Meridian, debíamos regresar al segundo turno en la escuela, a la 1:00pm, sin embargo partimos al sur, rum-bo a tierras del Naguache, territorio mítico, donde la aridez contrasta con la vegetación a la rivera de las aguas que bajan por la quebrada honda.

Camino de piedras acomodadas, árboles gigantescos que fungen como testigos centenarios de largas caminatas en bus-ca de nada, solo el placer de ser niños. Cruzamos la Bocaina, donde abundan los cotoperís, frutas silvestres, dulce almíbar, bolsas llenas para novias que no existen. Bajamos por la Ca-tarata de Tarzán, un barranco infinito, de lianas fatigadas por el chuqueo de los muchachos maromeros. Allí abajo, el gran llano, el valle del Naguache, caminamos por las trillas dejadas por los chivos y llegamos a la quebrada.

Los muchachos deciden continuar su caminata por la ca-rretera vieja que conduce a Macuare, bueno, ya no es carre-tera, es multitud de colosales piedras, que sonríen ante su do-minante presencia que obliga a esquivar el entorno, adornado

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por guasábaras que brincan con la respiración de los pequeños invasores. Ante la decisión tomada por el grupo, yo decido re-gresarme, son las 12 y 45 de la tarde, pronto tocaran el timbre de entrada a la escuela, volteo la mirada al norte y muy a lo lejos se observa la iglesia del pueblo, encajada en la montaña.

Empiezo mi carrera en solitario, subo por la Catarata de Tarzán, pierdo el aliento, no tengo fuerzas para seguir, no consigo el camino de regreso a mí casa. Sigo caminando y al frente, luces multicolores, canción de cristales que chocan suavemente, la misma melodía que un día me encantó en los mángales del Naguache, ¿acaso es nuevamente el Guardián? Trato de correr pero tengo mucha sed, me duele el estómago, tengo mucho miedo.

Me perdí, en instantes vienen a mi mente historias de en-cantamientos, de seres extraños, vigilantes de la naturaleza que raptan niños para que cooperen con ellos en el salvamen-to y la recuperación de los animales salvajes heridos.

Justo al frente de mí, un extraño animal cruza el angosto camino, sendero de suaves yerbas, se detiene, me mira, parece un perro, pero de color azul, jamás había visto algo igual en mi recién inaugurada vida. Su pelaje brillaba, como escarchas, era realmente hermoso; mágicamente sentí la necesidad de seguirlo y en efecto, lo hice. Cada cierto tramo volteaba el animal y me miraba, cuando de repente nos divide un alam-bre de púas, el animal corre y cruza la carretera que conduce a Macuca, encantador animal, me trajiste nuevamente a la civilización. Corrí a mi casa para ir a la escuela, pero ya estaba cayendo la noche, ya no importaba, pues llegue a casa, gracias perro azul salvaje.

Relato y vivencia del autor.

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Pompilio y el muerto

En un viejo mostrador de madera color verde, Pompilio afincaba sus codos para sostener su mandíbula, en una estática pose de pensador, su pelo era blanco, sus ojos azules sostenían una mirada perdida, perfecta para su avanzada edad, pues en su mano sostenía una novela vaquera de minúsculas letras, unos estantes del mismo material y color, alojaban unos potes de sardina, jugos de pera en lata y algunas chicas de lata polly; al fondo unas galletas de soda marca la Reina y unas papeletas de café Imperial.

Aquella bodega de paredes de bahareque y techo de cinc, siempre pintada de blanco con cal, y con puertas de madera color verde, estaba en la calle de los Potes de San Luis, en la intercepción con el callejón con el mismo nombre. Detrás un enorme cují daba sombra en un reducido patio. Esta casa tenía un dormitorio con una minúscula ventana, este se alumbraba con una vela que no se perturbaba por el viento, al otro lado atravesando la estantería, estaba la cocina, cuya puerta daba al fondo del patio.

Aparentemente un hombre solitario, pero en la noche en-tra una mujer, que luego sale sigilosamente a altas horas de la noche, cuando no se observan transeúntes en aquella calle, solo el ladrido de los perros callejeros. El encorvado hombre cierra la puerta, coloca una tranca para asegurar la misma y se sienta en una silleta a sostener su habitual lectura de pistoleros del lejano oeste.

El noctámbulo lector es dominado por el sueño y tal vez por la edad, coloca en el mostrador la novela vaquera y se diri-ge al cálido cuarto dormitorio, coloca en una silla de cocuiza su sombrero pelo de guamo color azul oscuro y se recuesta en una pequeña cama de hierro. Dormitado ya, escucha en la cocina un traste en las ollas de aluminio; pasan las horas y el misterioso ruido persiste. Pompilio intenta levantarse pero es dominado por el cansancio, observa una luz resplandeciente en la Bodega; en ese instante se percata de la presencia de una

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figura, que se acerca y le dice -oye Pompo, en el patio hay un entierro lleno de cobre, busca la luz y lo sacas. Pompilio se levanta rápidamente de la cama y le responde al espectro: – ¡Depende!

Con el tiempo, cada vez que alguien hacia una propuesta un tanto confusa, inmediatamente el interlocutor respondía con la famosa frase:

¡Depende le dijo, Pompilio al muerto!

Relatado al autor por Pompilio “Pompo” Mestre (†).

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El ceretón de la quinta

Un hombre sale con mucha prisa de su residencia, algo le inquieta, dirige su mirada en todas las direcciones, y cruza apresurado un alambre de púas, mientras sus pies se sumer-gen en la húmeda tierra del Parque Peregüey. Se abre camino entre los matorrales y llega a un lugar solitario; al frente, un longevo árbol de mango, cuyo inmenso tronco, semeja un gigantesco coloso protector de los misterios de la naturaleza.

El individuo de alta estatura, contextura delgada y con cabello lacio blanco, se despoja de su vestimenta e inicia un extraño ritual, lee un curioso libro de portada negra, con franjas rojas, invoca frases terroríficas. En medio de aquella escenografía del miedo, el hombre desaparece, para conver-tirse en un gato de color negro azabache, sus ojos brillaban, contrastando con sus afilados blancos dientes.

El extraño animal todavía con algunas características hu-manas, como sus largos dedos de manos y pies, se desplaza en-tre los árboles, rumbo a la urbanización las Casitas, al este de San Luis. Cerca ya de su destino, mira en dirección al patio de una casa pintada de color naranja, y caminando entre las flores del jardín, una bella joven con vestido estampado con rosas multicolores. La bella dama ingresa al interior de la vivienda, en atención del llamado de su madre, quien la invita a cenar.

El espantoso hombre, mitad felino, cruza la empalizada de madera del patio y sube al techo de la casa naranja. Sentadas ya en la mesa para degustar de la cena, empiezan a caer desde el techo porquerías y heces fecales, obligando a las damas a correr hasta la calle, miran con evidente desesperación sobre el techo y horrorizadas se percatan de la presencia del ma-léfico hombre-animal. Gritan desesperadamente llamando a los vecinos, quienes llegan con palos y piedras para enfrentar aquella bestia, que con largos saltos emprende su huida rumbo a los matorrales del Parque Peregüey.

Varios hombres y mujeres calman a la joven y su madre, y en los alrededores murmuran unas señoras – Ese animal es el

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Ceretón de la Quinta, que de seguro está enamorado de Margarita y como no le corresponde.

En medio del alboroto, un hombre de nombre José Gre-gorio dice a los presentes: – Corramos, busquemos donde dejó la ropa ese monstruo y se la quemamos, con eso se envaina, porque dicen que se queda como el mismo animal desandando.

Con la intención de llegar primero al sitio donde dejo su ropa el hombre convertido en Ceretón, todos corrieron en busca del árbol del maleficio, un inmenso árbol de mango en el parque Peregüey.

Lanzando gritos y amenazas los vecinos corrían por el matorral, pero ya era tarde, el desquiciado hombre tomaba su ropa y emprendía su huida, el Ceretón de la Quinta, vol-vió a molestar las muchachas del pueblo, esta vez no lograron atraparlo.

Tomado de la oralidad del colectivo popular del pueblo de San Luis.

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El viejo carro negro

Eran cerca de las doce de la noche, los vecinos esperaban el recorrido del viejo carro negro. Aunque su modelo databa de los años sesenta, su reluciente brillo deslumbraba a quienes lograban verlo en las oscuras noches de San Luis. Nadie sabía quién lo conducía, nadie sabía donde llegaría, solo con segu-ridad, pasaba a las doce, a media noche.

Su potente motor se escuchaba venir por la calle principal de San Luis, para cruzar en la Esquina Caliente, subiendo por la carretera, rumbo al pueblo de Cabure, al cual nunca llega-ba; dicen se desaparecía en un lugar llamado la Curva de la Uña, hasta su próximo recorrido, a la media noche.

Tomado de la oralidad del colectivo popular del pueblo de San Luis.

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Una apuesta que nadie quiso ganar

Definitivamente un lugar estupendo para contar historias de terror durante la noche, quizás porque allí, como zagaleto-nes, nos sentíamos protegidos al ser un lugar santo, o tal vez, porque al arreciar el frío, todos corríamos a cobijarnos bajo sus gigantescas puertas calentadas por el sol durante el día. Des-de allí se puede observar la histórica iglesia de San Luis y los restos del Presbítero Francisco Lisandro Rivero Reyes están sepultados en uno de sus espacios. Sobre sus paredes sorpren-dentemente grandes, en una oportunidad el difunto cronista, Diego Nicolás Chirinos, dijo parado al frente de este monu-mento: – ¡Pariente quisiera ser una hormiga! Y entre los presentes alguien preguntó: – ¿Por qué pariente? Y el elocuente cronista de San Luis, respondió – ¡Para trepar por las blancas paredes de la iglesia mi pariente, que belleza!

Bueno, lo cierto es que en ese lugar nos abrazó la oscura noche, de tantas historias, de seguro muchos de los presentes no dormiríamos con tranquilidad.

Una de las historias se refirió a los misteriosos encuentros de los espíritus en la iglesia, esto sucede después de la media noche, allí se reunían, cuentan que se escuchan ruidos, voces y risas que producían escalofríos. Algunos comentaron que los fallecidos bajaban del cementerio a pedir perdón por sus peca-dos, también que era el único lugar en el cual se les permitía reencontrarse.

Se escuchó una voz y todos brincamos del susto, -¡Aquí veremos quién es valiente! Dijo Antonio, -¿quién de ustedes se queda una noche a dormir en la iglesia?

Todos nos miramos las caras, y unísonamente respondi-mos: – ¡Ni locos, aquí salen más espantos que en el cementerio! Todos corrimos despavoridos ante tan osada propuesta. Defi-nitivamente una apuesta que nadie quiso ganar.

Relato y vivencia del autor.

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La mujer de negro de los domingos al amanecer

Siempre estaba allí los domingos en la madrugada, a par-tir de media noche, al lado de la vieja cama de metal, nunca faltaba, era una joven mujer, tenía facciones asiáticas, pestañas largas, su vestimenta negra contrastaba con su rostro excesi-vamente blanco. En verdad, temía dormirme, pues sabía que llegaría, y con sus suaves manos con uñas largas, apretaría mi garganta hasta el amanecer.

Un gallo anuncia la llegada de la alborada, terminara la tortura dominical nocturna, siento que afloja sus dedos, pron-to se marchará; un dolor insoportable en la cabeza me agobia, pero ya se marchara, hasta el próximo domingo.

Pasa el tiempo y llega la cuaresma, mañana es domingo. Han pasado las horas y pronto debo dormir. Allí está otra vez, se acerca a mi cama, estoy profundamente dormido, me mira y dice – ¡He venido a despedirme! En ese instante, alguien toca la ventana del patio, tun, tun, tun, trato de despertar, pero es difícil, sé que es domingo, y ella está cerca, vuelve a sonar la ventana, ahora más fuerte, esta vez sí despierto. Me levanto de la cama, presiento que me miran, todos mis huesos rechinan, y mis sentidos se afinan ante el terror. Camino hacia la puerta, la abro, me dirijo al otro anexo de la casa, al cruzar el garaje un escalofrío invade mi cuerpo, corro apresurado y entro. He decidido llamar a mis padres, quienes inmediatamente se levan-tan. – ¿Qué pasa, hay algún problema? – dicen.

Tratamos de encender las luces del garaje pero no hay ser-vicio eléctrico, mi padre toma la linterna pero no funciona, corre al vehículo y enciende las luces, en ese instante suena el viejo reloj de pared de la sala, tan, tan, tan, tan, tan, tan, tan, tan, tan, tan, tan, tan, son las doce de la noche. Esa noche no dormí en mi habitación, también desde esa noche, nunca más regresó la mujer de negro de los domingos al amanecer, esa noche se despidió.

Relato y vivencia del autor.

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Cementerio de perros

Camino de tierra y piedras acomodadas, sobre el cual, va quedando la huella del cadáver de un perro arrastrado por su dueño, quien además arrastra la vergüenza de no haber dado un adecuado trato al mejor amigo del hombre.

La calle de los Potes funge como primera parada, ante la duda sobre el camino a la bajada de los perros, pues a quien puede interesarle semejante lugar.

Una anciana se tapa la nariz e indica al patético indivi-duo, el camino que conduce al misterioso lugar, donde según cuentan, retozan durante las noches los animales que se supo-ne, murieron en tiempos pasados.

Tras cruzar la Hacienda La Puente, la hediondez y el ri-dículo casi provocan el abandono del maltratado cadáver gol-peado por las piedras del camino, pero por fortuna, a pocos metros, la bajada de los perros y en los alrededores danzando en solitario, los zamuros.

En un último ritual de despedida, el cadáver de perro es lanzado al abismo, a un montón de huesos descarnados por el tiempo y recordados solo por el olvido, quien además finge no conocer la bajada de los perros, en el camino a Guaricure.

Relatado al autor por Catalina “Catana” Acosta (†).

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Ahí viene el Zorongo

Se encontraba parado en la esquina que intercepta la calle de los Potes, con el callejón de Beto. Sin discusión alguna era el Zorongo, el mismo que la noche anterior había perturbado sus sueños, no dejaba de mirarlo con sus hondos ojos, bordea-dos con el negro profundo de sus ojeras, su barba descuida-da y su cabello largo y sucio. Por su aspecto, tampoco había dormido, se burlaba de lo que hacía, casi siempre entraba en sus sueños para perseguirlo hasta el cansancio, ya era imposi-ble huir de él, era la creación de su imaginación, su perverso vigilante.

–¡Ahí viene el Zorongo! – se escuchó desde la cocina. Al parecer quien gritó semejante expresión, no sabía que aquel horrible ser de aspecto andrajoso, que raptaba niños y niñas para llevárselos en un viejo saco, se materializaba todos los días, escondido entre las esquinas del tranquilo pueblo de San Luis.

Se escurría entre los sueños y la realidad, se alimentaba con el miedo y se escudaba en la desobediencia. Siempre es-tuvo parado en aquellas esquinas, convirtiéndolas en estacio-nes de pesadillas, cuya parada obligaba al inevitable encuentro con el terror. El niño creció y el Zorongo buscó otra esquina, buscó a alguien con imaginación, un niño o una niña con miedo, alguien a quien esperar en las solitarias calles para rap-tarlo y llevárselo en su viejo saco, allá en un pueblo llamado San Luis.

Relatado al autor por Daniel “Nel” Chirinos.

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San Luis de Cariagua. Cuentos, mitos y leyendas

El cuarto del esqueleto

Un día común y corriente en la Escuela Dimas Segovia de San Luis, recibíamos lecciones de lectura en el libro Coquito, algunas cuentas de matemáticas y por supuesto las infaltables clases de historia de Venezuela. A esa edad es natural el bo-chinche, algunos siempre exageraban, aunque después el cas-tigo: un jalón de oreja o como decían le jalaban el colmillo. El crucial momento era la revisión de las tareas, su incumpli-miento conllevaba a permanecer parado de espalda a los com-pañeros durante toda la clase, o más cruel aún, permanecer arrodillado con chapas de refresco.

Una tranquila mañana, la maestra se ausenta un momento en busca de tizas para iniciar sus labores académicas. En el salón de clase se enciende el bochinche, en el segundo grado “A”. Una niña retoza entre gritos y saltos, en ese momento se percatan de la presencia de la directora –¡Dios, nos frega-mos!– Todos corren y tropiezan unos con otros. La niña cae sobre un antiguo florero azul, adornado con trozos de vidrio, quedando aquel reguerón en el pasillo central, tierra negra y pedazos de florero por todas partes.

– Lleven a esa niña a la dirección. ¿Dónde está la maestra? - dijo la enfurecida directora. Ahora venía lo peor, sentada en un viejo mueble de madera, forrado con semicuero de color rojo, la niña esperaba su castigo. Pasa una hora y se acerca la maes-tra para decirle – ¿Ves esa puerta?, allí está el Cuarto del Esqueleto, es donde van los alumnos que se portan mal en la escuela.

Durante toda la mañana, pensamientos de terror fluían de la asustada niña. Pensamientos que recorrían los pasillos para entrar en los salones de clase y gritar aterrorizada. El miedo espantaba al resto de los niños, mientras comentaban unos con otros: – Se embromó la amiguita, quién sabe si soporta el encierro en el Cuarto del Esqueleto.

Ralatado al autor por Emni Chirinos y el colectivo estudiantil de la Escuala Dimas Segocia.

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Índice

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9La piedra encadenada de San Luis . . . . . . . . . . . . . . . 11El guardián del Naguache . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13La duenda del Chiquín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15El Capa Negra de la curva de Pueblo Aparte . . . . . . 17El espanto de La Limita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18El cerro de los zamuros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20El duende de Peregüey . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22El guindao de La Ceibita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24La leyenda del Lucio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26El pájaro gigante de la curva de Conópia . . . . . . . . . 28El pelón del Caimito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29El pozo azul y la serpiente gigante . . . . . . . . . . . . . . 30La cochina de Puente Linares . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32La piedra de La Llorona . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33La serpiente del Calvario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34Las bellas damas del más allá . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35Los chupasangre del Cadillac negro . . . . . . . . . . . . . 36El grito del Cuay . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37Noche de Mojigangas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38Perro azul salvaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39Pompilio y el muerto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41El ceretón de la quinta… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43El viejo carro negro… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45Una apuesta que nadie quiso ganar . . . . . . . . . . . . . . 46La mujer de negro de los domingos al amanecer . . . . 47Cementerio de perros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48Ahí viene el Zorongo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49El cuarto del esqueleto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50

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San Luis de Cariagua. Cuentos, mitos y leyendas se terminó de imprimir en enero de 2014

en el Sistema Nacional de Imprentas en Coro, estado Falcón.

República Bolivariana de Venezuelason 300 ejemplares.

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Neptalí Chirino MestreNace el 15 de junio de 1967 en San

Luis, Municipio Bolívar del estado Fal-cón. Es Ingeniero Agrónomo egresado de la Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda. Actualmente se desempeña como técnico de campo de la Gobernación del estado Falcón. San Luis de Cariagua. Cuentos, mitos y leyendas es su primer libro de cuentos compilados entre el año 1988 y el 2011.

Los sucesos paranormales habi-tan los cuentos de nuestros pueblos, la historia se cuela entre ellos para transmitir saberes y lecciones a las ge-neraciones más jóvenes. Así es como esta narrativa popular transita entre la realidad y la ficción nutriéndose de las experiencias de los pobladores, quienes siempre tendrán una historia nueva qué contar, experiencias pro-pias y de terceros, que nos acercan al imaginario de cada región.