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Sere tus ojos [extracto]

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Autor: Álvaro J. Vizcaíno "En un lugar donde nunca pasa nada, un inesperado acontecimiento convulsiona a sus habitantes... un asesinato alterará el monótono pasar de los días, revolverá sus vidas y cambiará la de una familia para siempre." Novela: ciencia ficción histórica. ISBN: 97–88494387319 www.editorialsoldesol.com

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1.ª edición: julio 2015

© Álvaro J. Vizcaíno.

Edita: Editorial Soldesolwww.editorialsoldesol.com

Diseño de portada: Sol Ravassa

Imprenta: Escobar Impresoreswww.escobarimpresores.com

ISBN: 978-84-943873-1-9

Depósito legal: AL 623-2015

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía o el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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En memoria de mis abuelas Visitación y Mercedes

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Había finalizado la guerra pocos meses atrás y, como suele ocurrir en esos casos, había sido vencida la dicha y se proclamaba vencedora el hambre. Era un mes de noviembre y el frío azotaba a la ciudad con todos sus látigos cuando, el protagonista de nuestra historia salía, como todos los días, a trabajar en la fábrica donde permanecía sin descanso desde que amanecía hasta después de caer el sol, por cuatro perras gordas con las que alimentar a su mujer y a su hijo.

Aquella noche, al volver a casa, su mujer le alarmó. El pequeño, de cuatro años, había tenido fiebre durante todo el día. Tras escuchar atentamente a su afligida esposa, se acercó corriendo hasta él. Estaba en el rincón de la diminuta habitación donde debía dormir, acurrucado y temblando de frío.

—¿Lo ha visto el médico? —preguntó.—No he podido —se quejó ella, que estaba descom-

puesta—. Estoy todo el día sola y con este terrible frío...—Avisaré a uno —dijo, justo antes de salir corriendo.

Ver a su hijo del alma, tiritando, le descompuso. Cabizbajo, caminaba todo lo rápido que podía en la oscuridad de la noche dejando atrás, a cada paso, el vaho que desprendía al respirar. No tardó en volver. Abrió la puerta, no sin dificultad, alumbrado por un farol que aportaba la tenue luz que le sirviera para in tro ducir la llave en la cerradura. La casa no tenía más de treinta metros cuadrados. Se accedía a la misma por la sala de estar. A la izquierda un diminuto

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cuarto de baño y a continuación la cocina, también, como el anterior, de dimensiones más pensadas para los roedores que la habitaban que para las personas. El pequeño solía dormir con ellos. Atravesaron la sala de estar los dos hombres, sin mediar palabra, mientras el doctor examinaba todos los muebles que contenía; en concreto una mesa y cuatro sillas. También colgaba de la pared un cuadro con un paisaje de unos árboles en to na lidades grises y azules. Era tan triste como el salón, pensó el doctor, quizá serían así todos los cuadros de las casas pobres para mostrarles una realidad que podían permitirse y no avivar, con realidades imposibles, las esperanzas remotas de las almas más inquietas.

Solo dos pasos más y llegaron a la habitación. La señora se levantó y, con lágrimas en los ojos, dio paso al doctor denotando en su mirar que dejaba su vida en sus manos.

Desde la puerta, ella y su marido, observaron en silencio mientras el pulquérrimo doctor examinaba al niño. Cuando finalizó la exploración les dio su parecer.

—Pero doctor —protestó él—. Nosotros somos pobres...

—Es todo lo que puedo decir —respondió—. Por esta vez no les cobraré la visita pero les ruego que no me molesten más, no puedo hacer otra cosa... lo siento. No pierdan las esperanzas, si es suficientemente fuerte lo superará.

Cuando se quedaron a solas se abrazaron y rom­pieron a llorar. No se podían permitir la calefacción, ni las medicinas y la comida casi ni les llegaba para los tres.

—Conseguiré más dinero —aseguró él, abrazando a su amada esposa—. Te lo prometo.

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Al día siguiente llegó a la fábrica media hora antes de tiempo. Había pasado la noche en vela, con un ojo puesto en su hijo y el otro zozobrando por los nervios de tener que dirigirse a su inhumano jefe.

—Señor, le prometo que se lo devolveré —le suplicó tras la primera negativa—. Puedo echar más horas... solo necesito un pequeño adelanto para pagar las me­dicinas y algo de tiempo para devolvérselo. —Su jefe lo miró y soltó una carcajada.

—¿Más horas? ¿Te has visto? ¡Pero si casi puedo ver a través de tu cuerpo! ¡Lárgate de aquí antes de que me arrepienta y te eche a patadas! —le gritó—. ¡La calle está llena de jóvenes más fuertes y dispuestos que tú y que no me dan problemas ni quebraderos de cabeza!

No pudo volver a su casa hasta la noche. No había comido nada desde el desayuno para llevarle a su hijo la ración que le correspondía en la fábrica. Un potaje que machacaron con un tenedor para poder dárselo pero que no pudieron calentar y consecuentemente estaba tan frío como aquellas paredes llenas de desconchones por las humedades.

El siguiente día fue peor, el pequeño gastó las pocas fuerzas que tenía en llorar en lugar de en comer, y su desdichado padre llegó a la fábrica arrastrando las piernas, sin ingerir nada más que agua y sin echar ni una cabezada. Al regresar, el frío arreciaba en las calles y nada podían hacer contra él las distintas capas que conformaban las fachadas de aquellas casas contrahechas. Fue derecho a ver a su hijo y el alma se le cayó a los pies. Respiraba con dificultad haciendo, con cada inhalación, un sonido similar al de una gata en celo, como si el hecho de respirar fuera para él, por sí

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solo, un sacrificio descomunal. Al soltar el aire, que con dificultad retenía, parecía recuperar las fuerzas que necesitaba para la siguiente aspiración. Tras observarlo unos minutos decidió que tenía que actuar. No pudo soportarlo más y cogió de la cocina varios cuchillos con los que poder traer a casa las medicinas necesarias, por las buenas o por las malas. Pero no salió al final. Su señora se tiró a sus pies y le rogó que no lo hiciera.

—¿Qué pretendes hacer? —le dijo. —¡Lo que haga falta!—¿Qué significa lo que haga falta? ¿Dónde vas con

esos cuchillos?—¿Crees que me voy a quedar de brazos cruzados

viendo cómo muere nuestro hijo?—¡Recemos! —le pidió ella—. ¡Pero no te vayas!

Te lo ruego... ¿En qué te quieres convertir? ¿Qué le dirás a tu hijo? —Él la miró y se cubrió el cuello con una bufanda.

—Si te vas no regreses —amenazó, apoyando la cabeza en el suelo y llorando a borbotones. Entonces él se apostó junto a ella y dejó todo lo que había cogido.

—Lo siento —le susurró, mientras la abrazaba fuertemente. Iré otra vez a buscar al médico.

Tardó más de dos horas en volver. El médico no era de los que había hecho de su devoción su profesión y no se dejó achantar ni por las súplicas ni por las amenazas. Había prometido no moverse de su puerta si no le facilitaba las medicinas que necesitaba para hacer remitir la fiebre de su hijo pero, hacía tanto rato que apagaran las luces de la casa y que dejara de percibir la sensación de congelación en sus pies, que abandonó su puesto de guardia y regresó a su hogar.

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El día siguiente fue un auténtico calvario en la fá­brica. Hasta en dos veces perdió la visión a punto de caer desfallecido. Decidió chupar el hueso del caldo que recibió como recompensa a varias horas de trabajo, como si fuera un perro, y dejó el fundamento que contenía el alimento para su hijo. Le pidió ayuda a los compañeros pero, como ya ocurriera en ocasiones anteriores, no la recibió de ninguno. Después de la jornada de trabajo emprendió el camino de vuelta a casa.

Sus pensamientos corrían más rápido que él y es ta ban ya junto a su hijo y su señora. Sus cansadas piernas, sin embargo, celebraban cada paso que daban, y que le permitía superar al anterior, acercándole otro poco más a casa. Cuando llegó a la puerta estaba exhausto.

Abrió lentamente y se sorprendió de no percibir la tenue luz que aportaba la vela que siempre tenían encendida y que daba un aspecto tan lúgubre a la estancia. Llamó a su señora pero no halló respuesta. Sin hacer ruido y palpando las paredes se fue acercando hacia la puerta que daba a la cocina para coger un fósforo con el que encender otra vela pero no alcanzó a tal fin. Algo frenó sus intenciones. Sintió tropezar su pie con una pierna e impulsivamente se tiró de rodillas al suelo. La sintió y se abrazó a ella.

—¡Mi vida! ¡Mi amor! —gimió desesperada-mente—. ¡Ya estoy aquí! —Pero no recibió respuesta. La zarandeó y le dio unas palmadas en las mejillas. —¡Responde por Dios! —insistía, cuando sintió que sus manos se humedecieron. Supo enseguida que era sangre por su tacto y se estremeció todo su ser.

Se levantó como pudo en la más absoluta oscuridad y, sin miedo ya a despertar a su esposa, gritó el nombre

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de su hijo. Pero tampoco hubo respuesta... ni llantos. Luchó contra sí mismo y contra sus nervios para acertar con los movimientos y tardó una eternidad en encender la dichosa vela que no encontraba. Sus dientes tintineaban y sus sollozos se ahogaban en su interior sin fuerzas para salir. Corrió como pudo protegiendo la vela y llegó hasta el cuarto.

—¡Hijo! —sollozó desliándolo de la manta—. Ya estoy aquí, soy tu padre... ¡mi niño! —Y se lo pegó al cuerpo con todas sus fuerzas... pero ya era tarde, estaba frio como la noche y dejó su corazón helado, como si estuviera hecho de trozos de iceberg.

No se sabe cuánto tiempo estuvo llorando sin parar, pero sí que amaneció sin pegar ojo y, esa sería su cuarta noche consecutiva sin dormir como Dios manda.

Cuando empezó a clarear colocó a su mujer en la cama. «Está preciosa». Pensó. La observó unos minutos. Se había pintado los labios antes de cortarse las venas para dejarle de recuerdo un beso en una hoja en blanco. Pensó que sería su forma de despedirse puesto que no sabía escribir. Después besó en la frente a su hijo. Parecía dormidito y sintió el consuelo de no verlo sufrir aunque le había arrancado de cuajo las ganas de vivir. Al cerrar tras de él la puerta de la habitación supo que no volvería a abrirla nunca más.

El agua salía por el grifo hiriéndole toda la piel como si fueran cuchillas, pero se afeitó y se aseó. Después, se colocó el traje de tres cuartos con el que se casara años ha, y que con aquellas hechuras tan sobrantes de tela parecía querer recordarle, cada vez que se miraba al espejo, lo que no era necesario recordar; que había vivido tiempos mejores, que le faltaban carnes para rellenar

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tanto pellejo y que los años no pasan en balde ni el tiempo los perdona. Se colocó los botines que guardaba junto al traje para las ocasiones muy especiales; cubrió su cabeza con el sombrero que le regaló su señora en el primer aniversario de boda, se ciñó el cinturón con los cuchillos y machetes que encontró en la cocina, armó de valor su débil temperamento y salió a la calle cerrando tras de sí la puerta del olvido.

La mañana era gris, como siempre, en aquel maldito lugar. Tan monótona como la vida ruin de un pobre y tan carente de vida que solo invitaba a dejarse ver desde el lado de la ventana calentado por el fuego de una buena chimenea pero, para los que tal extremo era un lujo tan lejano como el más distante astro estelar, ya estaba preparado el viento helado para despertar de su semblante los más profundos quejidos a base de ráfagas de dolor.

Anduvo con paso firme el espacio que le llevó hasta la plaza que debía atravesar, como cada día, en su caminar hacia la fábrica. Allí vería a su jefe. Después iría a ver al ocupado doctor.

No sentía el cansancio de los días anteriores y su mirada, fija en el infinito, mostraba seguridad. Las personas que se cruzaban en su camino le eran tan indiferentes como las baldosas que pisaba, sin el menor aprecio, y el peso de los cuchillos que escondía entre sus ropas era una carga mucho más liviana que los pensamientos que tuvo que arrastrar los días pasados. Así como iba, con la mente en blanco y con el corazón teñido de negro, vino a reventar la sosegada paz de sus tímpanos la voz de un hombre que le habló.

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—Señor, ¡por favor! —escuchó. Después giró la cabeza y vio a dos mendigos. Uno de ellos fue el que se dirigió a él, pero no se detuvo.

—¡Amigo! —gritó de nuevo—. Tenga un momento de bondad. Entonces detuvo sus pasos y lo miró sorprendido. Llevaba meses haciendo ese recorrido y nunca antes le habían dirigido la palabra. Precisamente tenía que ser aquel día.

—Lo siento —dijo al fin—. No se deje guiar por mi traje, no tengo nada para darle.

—¿Le puedo limpiar los botines? —Le digo que no tengo dinero, lo siento. —No le cobraré —contestó ante su sorpresa—. Son

unos botines espléndidos y va usted tan elegante que es una pena que no reluzcan. —Nuestro protagonista se quedó atónito pero no pudo por menos que darle la razón y se acercó a él.

—No le miento, soy pobre —insistió—. Tengo una visita importante que hacer y quería ir elegante... no me fijé en los botines.

—No tengo otra cosa que hacer —fueron sus palabras—, y me encantará hacerlos brillar. Son los botines más bonitos que he visto nunca.

Había un pequeño poyete que usó de asiento mientras el extraño hombre se sentaba en el suelo, a sus pies, y sacaba, de una bolsa negra como el tizón, los enseres que necesitaba el trabajo. Desde su posición podía observar todas las heridas y manchas de su despoblada cabeza que solo se salvaba por la melena que partía desde la nuca y que llegaba hasta la mitad de su encorvada espalda.

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«Era un hombre de unos cuarenta y tantos años». Calculó. Tenía las manos impregnadas en tintes que parecían constituir capas de su piel y al igual que en sus harapientas ropas se podían vislumbrar dramáticas historias de sufrimiento y dolor. En las botas, además, se veían tantos agujeros que, sin duda, podrían servir para protegerle las plantas de los pies de las rocas del camino pero no a estos de los fríos del invierno.

Junto a él, un joven harapiento no dejaba de mirarlo. Tendría unos dieciocho o diecinueve años y permanecía en silencio tumbado en una especie de hamaca fabricada con unos palos y una red. En otras circunstancias a lo mejor le habría inquietado pero, en aquel momento, lo único que le vino a la memoria fue el día de su boda y al hijo que acaba de dejar, abrazado, sobre el pecho de su madre.

Tenía los ojos cubiertos por una fina capa hecha de lágrimas cuando le llamó la atención el cuidado con el que trataba el betunero a sus botines. Acariciaba el cuero como si fuera porcelana y cuando una mota se interponía entre este y su paño, se envolvía la tupida tela en su dedo índice con sumo cuidado y la hacía desprender de su preciado tesoro.

Tras observarlo un rato en silencio, fue tal la curiosidad que despertó en él que se decidió a preguntarle.

—¿De dónde es usted, amigo?—De ningún lugar —respondió. —¿Cómo es eso?—Vagamos sin rumbo fijo, señor.—¿Y quién es aquel que le acompaña?—Es mi hijo.

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—Habla poco, parece... —añadió. Pero el hombre no le contestó y siguió al asunto que tenía entre manos. Entonces se dirigió al chaval.

—¿También te ganas la vida como limpiabotas? —Pero este apartó la mirada. Hubo unos segundos de silencio, después el hombre prosiguió.

—Mi hijo no puede mover las piernas. —«El mío tampoco». Pensó nuestro protagonista, pero no lo dijo.

—Lo siento no sabía...—Fueron, en su lugar, sus palabras. Luego se echó las manos a la cara y hubo otro paréntesis, en el que solo se escuchó el viento que seguía recordándoles, intermitentemente, que solo él tenía la potestad de decidir cuándo daría permiso al sol para calentar sus cuerpos.

—Hace muchos años ya de aquello —explicó, finalmente, el betunero—. Lo llevé conmigo al campo de labranza cuando aún era un niño. Se cayó del mulo, una mala caída... y no hay mucho más que contar. Lo eché a mis espaldas y le juré que le llevaría a conocer todo el mundo... desde entonces viajamos sin dete­nernos en ningún lugar y así haré mientras lo permitan mis piernas.

Se quedaron después los dos en silencio y no vol­vieron a cruzarse más palabras hasta que terminó de pulir las botas.

—¡Bueno ya está! —celebró, al terminar con el segundo botín—. ¡Ahora sí va usted perfecto!

Se miró entonces los pies, el elegante caballero, y vio que sus botines relucían como si fueran nuevos. Pero no pudo soportarlo y, sin pensarlo dos veces, se descalzó.

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—Tome amigo, creo que usted los necesita más que yo.—No puedo aceptarlos —le rechazó humildemente.—Insisto, a dónde voy no los necesito. —Y sin darle

alternativa los aplastó contra su pecho y se dio la vuelta camino de la fábrica. Entonces, el pobre limosnero, que los abrazaba con los antebrazos para que no cayesen al suelo, se arrodilló y comenzó a llorar de alegría.

—¡Dios le bendiga! ¡Es usted un ángel! ¡Has visto hijo mío! ¿Te acuerdas que te lo prometí? ¿Recuerdas que te dije que algún día tendrías unos botines maravillosos? ¡Mira qué botines! ¡Toma, cógelos! —Nuestro héroe, mientras tanto, se había dado la vuelta, abandonando a padre e hijo y emprendiendo de nuevo su camino, pero sin comprender aún que algo había cambiado en él... Comenzó a percibir sensaciones que minutos antes le pasaran desapercibidas: sintió el frio en sus pies y sintió como suyo el de las gentes que a prisa caminaban a sus trabajos exhalando soplos de helor; escuchó el sonido de las piedras que, aplastadas por los carromatos, como si fuesen terrones de azúcar, se hacían añicos de tierra; los de las chaparras que, empujadas por el viento, lo mismo rodaban que salían volando haciendo de sus ramajes con forma de repollo arbustos vivientes y esferas saltarinas y así, mientras se alejaba lentamente, no pudo evitar escuchar al padre que todavía emocionado le decía a su hijo: —¡Has visto! ¡Se va descalzo para que vista tus pies con los botines de un rey! ¡Porque tú eres un rey! ¿Lo sabías? Y él... ¡Él es la caridad encarnada! —Y entonces los sollozos de alegría se convirtieron en gritos desesperados. —¡Se ha movido! ¡Amigo! —le gritó haciéndole volverse—. ¡Se ha movido! ¡Ha

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movido un pie! —Entonces sus miradas se cruzaron, y nuestro caballero se quedó inmóvil y asombrado, pues no podía creer lo que veía y escuchaba. El hijo yacía sobre la hamaca con los relucientes botines en sus pies. ¡Había colocado los botines nuevos a su hijo inválido, mientras los suyos, destrozados del esfuerzo y llenos de agujeros, cubrían unos pies repletos de llagas!... Y, así, mientras los veía abrazados envueltos en lágrimas, su corazón que estaba segundos antes duro como una roca se ablandó, hinchado por el orgullo de su acción, al ver la ternura del padre con el hijo y las lágrimas, que de alegría, caían por su rostro.

—¡Te pondrás bueno! ¡Te lo prometo mi hijo! ¡Ya lo verás! ¡Te pondrás bien...! —Entonces, el betunero, levantó la vista. Tenían, padre e hijo, las cabezas juntas y sus mejillas regadas de lágrimas. Vio entonces que el caballero, que los miraba de lejos, cambiaba de dirección y aprovechó ese instante para hacerle una reverencia con la cabeza que recibió una sonrisa de aprobación.

Pensó el betunero, cuando lo perdió de vista, que un ángel de Dios había sido puesto en su camino como respuesta a sus plegarias. Lo que nunca sabría es que el ángel era él, pues había salvado un alma de una condena eterna. Un alma que renacía del más miserable dolor. Un alma que reviviría de nuevo, pues había regado con sus lágrimas la semilla de la compasión redimiéndole del sentimiento de culpabilidad que le atormentaba y, aunque aún no fuera consciente el caballero, crecían con fuerza en su interior las raíces que, en pocos años, sustentarían al tallo del que brotarían como brazos protectores las ramas del amor; y lo que tampoco

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comprendería, nunca, es que su bondad dibujó un nuevo camino bajo los pies de un desesperado. Camino que lo llevaría de vuelta a casa para enterrar, como es debido, a las criaturas que yacían en su alcoba. Una sangre de su sangre, la otra sangre de su vida y razón de su existir.

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