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EL ESPÍRITU DE SUPLICA ANDREW MURRAY "Y derramaré sobre la casa de David.... espíritu de gracia y de oración" (Zacarías 12:10). "Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues que qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos" (Romanos8:26, 27). “... orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos" (Efesios 6:18). "... orando en el Espíritu Santo" (Judas 20). A TODO hijo de Dios se le ha dado el Espíritu Santo para que sea su vida. El Espíritu Santo mora en él, no como un ser separado que vive en una parte de su naturaleza, sino como su misma vida. Él es el poder divino, la energía mediante la cual su vida se mantiene y se fortalece. El Espíritu Santo puede y quiere obrar en el creyente todo aquello a que éste es llamado a ser o hacer. Si el individuo no conoce al Huésped divino, ni se entrega a él, el Espíritu Santo no puede obrar, y entonces la vida de dicho individuo está enferma, llena de fracaso y de pecado. Cuando el individuo se entrega, espera, y luego obedece la dirección del Espíritu Santo, Dios obra en él todo lo lo que es agradable delante de su presencia.

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EL ESPÍRITU DE SUPLICAANDREW  MURRAY

"Y derramaré sobre la casa de David.... espíritu de gracia y de oración" (Zacarías 12:10).

 

"Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues que qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, conforme a la voluntad de

Dios intercede por los santos" (Romanos8:26, 27).

 

“... orando en  todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y

súplica por todos los santos" (Efesios 6:18).

 

"... orando en el Espíritu Santo" (Judas 20).

 

A TODO hijo de Dios se le ha dado el Espíritu Santo para que sea su vida. El Espíritu Santo mora en él, no como un ser separado que vive en una parte de su naturaleza, sino como su misma vida. Él es el poder divino, la energía mediante la cual su vida se mantiene y se fortalece. El Espíritu Santo puede y quiere obrar en el creyente todo aquello a que éste es llamado a ser o hacer. Si el individuo no conoce al Huésped divino, ni se entrega a él, el Espíritu Santo no puede obrar, y entonces la vida de dicho individuo está enferma, llena de fracaso y de pecado. Cuando el individuo se entrega, espera, y luego obedece la dirección del Espíritu Santo, Dios obra en él todo lo lo que es agradable delante de su presencia.

 

Este Espíritu Santo, en primer lugar, es un espíritu de oración. El fue prometido como un "espíritu de gracia y de oración". Fue enviado a nuestros corazones como "el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!" El nos capacita para decir, con verdadera fe y creciente comprensión de su significado: “Padre nuestro que estás en los cielos”.

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El “conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos”.

 

Cuando oramos en el Espíritu, nuestra adoración es como Dios busca que sea: "en espíritu y en verdad". La oración es sencillamente el aliento del Espíritu Santo en nosotros; el poder para oración viene del poder del Espíritu que mora en nosotros, mientras esperamos y confiamos en él. El fracaso en la oración viene de la debilidad de la obra del Espíritu en nosotros. Nuestra oración es un instrumento que sirve para medir la obra del Espíritu Santo en nosotros. Para orar de la manera correcta, la vida del Espíritu tiene que estar correctamente en nosotros. Para hacer la oración del justo que es eficaz y puede mucho, todo depende de que estemos llenos del Espíritu Santo.

 

El creyente que quiere disfrutar de la bendición de que el Espíritu Santo lo enseñe a orar, tiene que saber cuatro lecciones sencillas:

 

Primera, creer que el Espíritu Santo mora en él (Efesios1:13). En lo más recóndito de su ser, escondido y sin que sienta, todo hijo de Dios tiene al poderoso Espíritu Santo de Dios que mora en él. Esto lo sabe el creyente por la fe. Al aceptar Palabra de Dios, él agarra aquello de lo cual no ve hasta ahora ninguna señal.

 

" .. a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu". Mientras nosotros midamos nuestro poder para orar persistentemente y de la manera correcta según lo que sintamos o pensemos que podemos lograr, nos desanimaremos al oír cuánto tenemos que orar. Pero cuando tranquilamente creemos que el Espíritu Santo como espíritu de súplica mora dentro de nosotros, en medio de nuestra consciente debilidad, con el propósito de capacitarnos para orar de tal manera y tal medida como Dios quiere que lo hagamos, nuestros corazones se llenan de esperanza. Seremos fortalecidos con la seguridad, que yace en la misma raíz de una vida cristiana y fructífera, de que Dios ha hecho abundante provisión para que nosotros seamos lo que él quiere que seamos. Comenzaremos a perder aquella conciencia de carga, temor y desánimo

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en cuanto a orar siempre de manera suficiente, por cuanto vemos que el mismo Espíritu Santo orará en nosotros, y ya está orando.

 

La segunda lección que el creyente debe aprender es que, debe tener el cuidado, por encima de todo, de no contristar al Espíritu Santo (Efesios 4:30). Si hace tal cosa, ¿cómo puede él producir en usted la tranquila, confiada y bendita conciencia de aquella  unión con Cristo que hace que sus oraciones sean agradables al Padre? Tenga el cuidado de no contristarlo por causa del pecado, de la incredulidad, del egoísmo, o de la infidelidad a la voz de él en su conciencia.

 

No piense que contristarlo es una necesidad. Esa idea corta los mismos tendones que le dan fuerza para obedecer el mandamiento. No considere imposible obedecer las palabras: "Y no contristéis al Espíritu Santo". Él es el mismo poder de Dios que hace que obedezca. Los pecados que se levantan contra su voluntad, una tendencia a la pereza, al orgullo, a la terquedad, o una pasión que se despierta en la carne, pueden ser rechazados de una vez por su voluntad con el poder del Espíritu Santo, y ser lanzados sobre Cristo y sobre su sangre. Entonces se restaura de inmediato su comunión con Dios.

 

Acepte cada día al Espíritu Santo como su líder, su vida y su fuerza; puede contar con que él hará en su corazón todo lo que debe hacerse allí. Él, a quien no vemos ni palpamos, pero a quien conocemos por la fe, da allí, sin ser visto ni palpado, el amor, la fe y el poder de obedecer que necesita. Él revela al Cristo invisible dentro de usted, como su vida y fortaleza. No entristezca al Espíritu Santo al desconfiar en él, por el sólo hecho de que no siente su presencia.

 

Especialmente en el tema de la oración, no contriste al Espíritu Santo. Cuando confíe en que Cristo lo llevará a una nueva y saludable vida de oración, no espere que de una vez podrá orar de manera fácil, regocijada y poderosa como quiere hacerlo. Estas cosas no pueden venir inmediatamente. Sólo inclínese tranquilamente delante de Dios con ignorancia y debilidad. La mejor oración

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verdadera consiste en que se coloque delante de Dios tal como es y cuente con que el Espíritu Santo ora en usted.

 

"... ¿qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos”.

La ignorancia, la dificultad, la lucha, caracterizan nuestra oración desde el principio. Pero "de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad". ¿Cómo? ". . . el mismo Espíritu -más profundo que nuestros pensamientos y sentimientos- intercede por nosotros con gemidos indecibles". Cuando no pueda hallar palabras, cuando sus palabras parezcan frías y débiles, simplemente crea: El Espíritu Santo está orando en mi.

 

Esté quieto delante de Dios y dé a él tiempo y oportunidad. A su debido tiempo, aprenderá a orar. Tenga el cuidado de no contristar al Espíritu de oración, al no honrarlo con una paciente y confiada entrega a la intercesión de él en usted.

 

En tercer lugar, usted debe aprender la lección: "sed llenos del Espíritu" (Efesios 5:18). Pienso que hemos comprendido el significado de la gran verdad: Sólo la vida espiritual saludable puede orar como debe. A todos se nos da el mandamiento: "Sed llenos del Espíritu". Eso implica que, aunque algunos se queden contentos con sólo el comienzo y con una pequeña medida de la obra del Espíritu Santo, Dios quiere que estemos llenos de él. Desde nuestro lado, eso significa que todo nuestro ser debe estar enteramente rendido al Espíritu Santo, debe estar poseído y controlado sólo por él. Desde el lado de Dios, podemos contar con que el Espíritu Santo tomará posesión de nosotros nos llenará, y esperar eso.

 

Nuestro fracaso en la oración se ha debido evidentemente a que no hemos aceptado el Espíritu de oración para que sea nuestra vida; a que no nos hemos entregado íntegramente a Aquel a quien el Padre nos dio como el Espíritu de su Hijo, para que él produzca su vida en nosotros. Estemos dispuestos a recibirlo, a rendirnos a Dios y a confiar en que él nos llena. No volvamos a contristar voluntariamente al Espíritu Santo, al declinar, descuidar o vacilar en tratar de tenerlo a él tan plenamente como

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él está dispuesto a dársenos. Si hemos visto que la oración es la gran necesidad de nuestra obra y de nuestra iglesia, si hemos deseado o decidido orar más, acudamos a la misma fuente de todo poder y bendición. Creamos que el Espíritu de oración, con toda su plenitud, es para nosotros.

 

Todos estamos de acuerdo en cuanto al lugar que el Padre y Hijo desempeñan en nuestra oración. Nosotros oramos al Padre y de él esperamos la respuesta. Confiamos en ser oídos por el mérito, por el nombre, y por la vida del Hijo, y mediante nuestra permanencia en él y la permanencia de él en nosotros. ¿Pero hemos entendido que las tres Personas de la Trinidad ocupan igual lugar en la oración? La fe en que el Espíritu Santo de intercesión ora en nosotros es tan indispensable como la fe en el Padre y en el Hijo. Esto se ve muy claramente en las siguientes palabras: “... porque por medio de él(Cristo) los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre”. Así como la oración tiene que hacerse al Padre y por medio del Hijo, así tiene que hacerse por el Espíritu.

 

Y el Espíritu ora al vivir en nosotros. Es sólo a medida que nos entregamos al Espíritu Santo que vive y ora en nosotros que podemos conocer en su poder, la gloria del Dios que oye la oración, y la bendita y más efectiva mediación del Hijo.

 

Finalmente, debemos aprender la lección de orar en el Espíritu por todos los santos (Efesios 6:18). El Espíritu, que es llamado Espíritu de oración, también se llama de manera especial Espíritu de intercesión. De él se dice: ". . el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles". “...intercede por los santos". Esta es la misma palabra que se usa con respecto a Cristo, "que también intercede por nosotros".

 

 

El pensamiento que hay en los versículos que acabo de citar, es esencialmente el de la mediación: Se refieren a una persona que ruega a favor de otra. Cuando el Espíritu de intercesión toma plena posesión de nosotros, desaparece todo egoísmo, aquella actitud de querer que él

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se aparte de la intercesión por otros y sólo interceda por nosotros, y es entonces cuando comenzamos a aprovechar del maravilloso privilegio de interceder por los hombres. Anhelamos la vida de Cristo, de consumirnos en sacrificio por otros. Nuestro corazón se entrega incesantemente a Dios con el fin de obtener su bendición para los que' nos rodean. Es entonces cuando la intercesión no llega a ser un incidente ni una parte ocasional de nuestras oraciones, sino el gran tema de ellas. Entonces, la oración a favor de nosotros mismos ocupa el verdadero lugar que le corresponde sencillamente como medio de prepararnos mejor de tal modo que seamos más eficaces en el ejercicio de nuestro ministerio de intercesión.

 

Humildemente le he pedido a Dios que me dé para yo poderle dar a usted, estimado lector, luz divina, para ayudarlo a abandonar la vida de fracaso en la oración, y a entrar de una vez en la vida de intercesión que el Espíritu Santo puede darle Mediante un sencillo acto de fe, reclame la plenitud del Espíritu, aquella medida plena que ante los ojos de Dios es capaz de recibir y que, por tanto, él está dispuesto a otorgarle.¿No quiere ahora mismo, recibir esto por la fe?

 

¿Qué es lo que ocurre cuando una persona se convierte? La mayoría de ustedes, los lectores, durante algún tiempo buscaron la paz por medio de esfuerzos para abandonar el pecado y complacer a Dios. Pero no la hallaron de ese modo.

 

La paz y el perdón de Dios les vino por fe, al confiar en lo que dice la Palabra de Dios con respecto a Cristo y a su salvación. Habían oído acerca de Cristo como el Don del amor de Dios, sabían que él era también para ustedes y habían sentido los movimientos y tirones de su gracia. Pero nunca, hasta cuando por fe en la Palabra de Dios, aceptaron a Cristo como el Don de Dios, experimentaron la paz y el gozo que él puede dar. El hecho de Creer en él y en su amor salvador estableció toda la diferencia y Cambió su relación con él, de uno que siempre lo había ofendido a uno que ahora lo amaba y le servía. Sin embargo, se han admirado mil veces del hecho de que lo aman y le sirven mucho menos de lo que él merece.

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Cuando se convirtió, sabía poco acerca del Espíritu Santo. Posteriormente, oyó que el Espíritu mora en usted y que es el poder de Dios para todo lo que el Padre quiere que sea. A pesar de eso, el hecho de que él vive y obra en su ser ha sido algo vago e indefinido, a duras penas una fuente de gozo o poder. Cuando se convirtió, no tenía conciencia de que lo necesitaba, y mucho menos de lo que podía esperar de él. Pero los fracasos suyos le han enseñado eso. Ahora comienza a comprender que ha estado contristandolo al no confiar en él ni seguirlo, al no permitirle obrar en todo lo que a Dios le agrada.

 

Todo esto puede cambiar. Después que buscó a Cristo, y oró a él, y sin éxito trató de servirle, halló descanso al aceptarlo por la fe. Del mismo modo ahora puede entregarse a la plena dirección del Espíritu Santo, y reclamar que él obre lo que Dios quiere, y aceptar su obra. ¿Quiere hacerlo? Acéptelo por fe como el Don de Cristo para que sea el Espíritu de toda su vida, incluso su vida de oración. Puede contar con que él se encargará de todo.

Sin Importar que se sienta muy débil e incapaz para orar bien, inclínese en silencio delante de Dios, con la seguridad de que él le enseñará a orar.

 

Así, como, mediante una fe consciente, aceptó el perdón de Cristo, ahora puede conscientemente recibir por fe al Espíritu Santo que Cristo da para que haga su obra. “ Cristo nos redimió...a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu Santo”. Arrodíllese ahora y simplemente crea que el Señor Jesucristo, quien bautiza con el Espíritu Santo, ahora mismo comenzará en respuesta a su fe, la bendita vida en que se manifieste una plena experiencia de poder del Espíritu Santo que mora en usted.

 

Dependa de la manera más confiada en que él, aparte de cualquier sentimiento o experiencia, como el Espíritu de oración e intercesión, hará su obra. Renueve ese acto de fe  cada mañana, cada vez que ore. Confíe en que él, en contra de  todas las apariencias, obrará; tenga la confianza de que él está obrando, y él le manifestará el gozo del Espíritu Santo como e l  poder de su vida.

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"... derramaré ... espíritu de gracia y de oración". El ministerio de la oración es el ministerio de la morada divina en nosotros. Desde el cielo, Dios envía el Espíritu Santo a nuestros corazones para que sea allí el Poder divino que ora en nosotros y nos eleve hacia Dios. Dios es Espíritu, y nada que no sea una vida igual y del Espíritu en nosotros puede tener comunión con él.

 

El hombre fue creado para tener comunión con Dios, para que él morara y obrara en el hombre y fuera la vida de su vida. Pero esta morada de Dios en el hombre fue lo que éste perdió por causa del pecado. Esto fue lo que Cristo vino a exhibir en su vida, a fin de volverlo a ganar, por medio de su muerte, para nosotros, y luego impartírnoslo, al volver a descender del cielo a través del Espíritu Santo a morar en nosotros, sus discípulos. Sólo esta morada de Dios en nosotros por medio de su Espíritu Santo puede explicarnos las maravillosas promesas que se dieron para la oración, y capacitarnos para apropiárnoslas. Dios también da el Espíritu Santo como un Espíritu de oración, a fin de mantener su vida divina dentro de nosotros como una vida de la cual continuamente se eleva a él.

 

Sin el Espíritu Santo, ningún hombre puede llamar a Jesús, Señor, ni clamar: "Abba, Padre". Sin él, ningún hombre puede adorar en espíritu y en verdad, ni orar sin cesar. El Espíritu Santo se da al creyente para que sea y-haga en él todo lo que Dios quiere que él sea o haga. Le es dado especialmente como el Espíritu de oración y súplica. Queda claro que en la oración todo depende de que confiemos que el Espíritu Santo hará su obra en nuestros corazones, de que nos rindamos a su dirección y dependamos única y exclusivamente en él.

 

Leemos que Esteban fue "un varón lleno de fe y del Espíritu Santo". La fe y el Espíritu Santo siempre andan juntos, en proporción exactamente igual. Cuando nuestra fe comprende y confía en que el Espíritu Santo que está en nosotros ora y espera en él, hará su obra. Lo que el Padre busca es el deseo anhelante, la súplica intensa, la fe definida. Conozcámoslo y con la fe en que Cristo nos

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lo da incesantemente, cultivemos la firme confianza de que podemos aprender a orar como el Padre quiere que oremos.

Andrew Murray, el notable predicador y escritor sudafricano, autor de más de 250 libros, es uno de los grandes maestros dados por Dios a la Iglesia. Su

vasta obra es una continua fuente de inspiración para cristianos de diversas generaciones.

Una pluma inspiradaAndrew Murray nació en Sudáfrica el 9 de mayo de 1828, en el seno de una familia escocesa. Su padre era un pastor vinculado a la Iglesia Presbiteriana de Escocia y a la Iglesia Reformada Holandesa, lo cual fue decisivo en la formación del fervoroso espíritu holandés de Murray.

Fue enviado por su padre a Escocia a los diez años de edad, para recibir una completa formación académica. En ese tiempo, un gran avivamiento espiritual estaba sacudiendo ese país. El hombre que Dios usó para llevarlo a cabo fue el joven ministro William C. Burns, quien llegó a tener una gran influencia sobre Andrew, ya que con él compartía largas veladas en casa del tío John Murray. Seis años más tarde, Andrew viajó a Holanda para completar sus estudios. Estando en Utrecht experimentó el nuevo nacimiento, a los 16 años de edad.

Tras diez años de ausencia, Andrew retornó a Sudáfrica como pastor y evangelista. Su disposición juvenil y juguetona era tan sobresaliente, que cautivó el corazón de sus hermanos pequeños, los cuales solían decir: “Nuestro hermano Andrew ¿es realmente un pastor? ¡Parece exactamente como uno de nosotros!”.

Cuando Murray tenía 28 años de edad contrajo matrimonio con Emma Rutherford, la hija menor de un pastor inglés de la Ciudad de El Cabo. Tuvieron 10 hijos. La ayuda de Emma fue vital en su ministerio, especialmente en su labor como escritor.

En 1860 vino un gran avivamiento sobre Sudáfrica, tal como un par de años antes había venido sobre Estados Unidos y Europa. Murray fue testigo de este avivamiento mientras pastoreaba en Worcester. En un comienzo, temiendo que se tratara de una simple oleada de emoción, Murray trató de detener su fuerza entre los jóvenes de su congregación, pero hubo de rendirse ante los sólidos frutos que comenzó a ver en la vida de muchos cristianos.

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Sin duda, esta fue una experiencia que influyó por el resto de su vida y que lo sumergió en las profundidades del caminar en el Espíritu que había anhelado y por el cual tanto había orado. Desde entonces la predicación de Murray adquirió una calidad intangible tan sobrenatural que de verdad puede decirse que ministraba “en el poder del Espíritu”.

Sin embargo, Murray era poseído permanentemente por un sentimiento de insatisfacción respecto de su propio ministerio. Al mirar el estado espiritual de sus ovejas se echaba sobre sí la responsabilidad de su falta de edificación. A veces hasta llegaba a desanimarse. De ahí surgió la visión de enseñar acerca de cómo permanecer en Cristo para una vida espiritual más profunda. “Hay que conducir a los hijos de Dios al secreto de tener la posibilidad de una comunión ininterrumpida con Jesús de una manera personal” – decía.

En 1877, viajó por primera vez a los Estados Unidos y participó de muchas conferencias de santidad allí y en Europa. Su teología era conservadora, y se oponía francamente al liberalismo.

En la escuela del dolor

Andrew Murray aprendió sus más preciosas lecciones espirituales por medio de la “escuela del dolor”, principalmente después de que en 1879 lo aquejara una seria enfermedad a la garganta que lo dejó sin voz por casi dos años. Después de buscar al Señor en oración incesante, fue sanado en el Hogar “Bethshan”, en Londres, fundado por W.E. Boardman, autor del libro “El Señor tu Sanador”. Su sanidad fue tan completa que nunca más tuvo ningún problema con su garganta. A pesar del gran esfuerzo a que la sometía permanentemente, su voz mantuvo tal fuerza y musicalidad que asombraba a todos. Como resultado de esa experiencia, Murray vino a creer que los dones milagrosos del Espíritu Santo no se limitaban a la iglesia primitiva.

Su hija menor, Annie, quien fuera por largos años su secretaria privada, testificó así después de la enfermedad de su padre: “Fue después del ‘tiempo de silencio’ que Dios se acercó tanto a mi padre y que él vio más claramente el significado de una vida de completa entrega y de fe sencilla. Entonces empezó a mostrar en todas sus relaciones esa permanente ternura, esa serena benevolencia y esa consideración sin egoísmo hacia los demás. Todo esto fue lo que caracterizó su vida cada vez más y más. Poco a poco también se fue desarrollando en él esa maravillosa, sobria y bella humildad que nunca hubiera podido fingir, sino que solamente podía ser la obra del Espíritu que moraba en él, y que podían sentir inmediatamente todos los que llegaron a tener contacto con él”.

Otras experiencias dolorosas para Andrés Murray fueron dos accidentes que tuvo mientras viajaba en carro cuando realizaba sendas giras evangelísticas Como producto de la primera se fracturó un brazo, y en la segunda recibió una seria lesión en una pierna y en su columna vertebral. Las secuelas de estos accidentes fueron duraderas, pues desde entonces Murray cojeó al caminar. Para él, éste fue su Peniel, porque a partir de estas experiencias Murray se convirtió en un príncipe que persuadía a Dios en una forma mayor a través de la oración. Fue conducido hacia una vida de oración aún más profunda y aprendió lo que era realmente el poder de la intercesión. “Sus extraordinarios libros sobre la oración –escribió Annie– fueron todos escritos después de ese último accidente, y la influencia que han tenido no puede ser medida por hombre alguno. Dios se glorificó a sí mismo en su servidor, y a pesar de su cojera, vivió hasta completar una buena vejez.”

Keswick

En 1895, Andrew Murray fue invitado a la Convención de Keswick, en Inglaterra. Esta Convención, que se realizaba todos los años, era conocida en todo el mundo cristiano por promover una mayor intensidad espiritual. La enseñanza de Keswick enfatizaba la necesidad de que cada hijo de Dios fuera lleno y guiado permanentemente por el Espíritu Santo, lo cual lo capacitaría para vivir aquí en la tierra una vida agradable a Dios. También enfatizaba la limpieza completa de los pecados mediante la sangre preciosa de Jesús y la necesidad de una entrega más completa al Señor. Murray sintió desde el principio mucha afinidad con esta enseñanza, pues la había estado predicando desde antes de conocer el movimiento de Keswick. En aquella oportunidad, los mensajes de Murray estuvieron llenos de poder, a pesar de que su aspecto físico era débil. “Uno siente la presencia de Cristo todas las veces que uno está con él”, era el comentario corriente.

Al describir el efecto que Murray ejerció sobre los que le escucharon en Keswick, Evan H. Hopkins, el timonel de esa Convención, dijo: “Sus mensajes tocaron la cuerda sensible en muchas personas,

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con un poder poco común … parecía como si nadie fuera capaz de escapar, como si nadie pudiera escoger otra cosa que no fuera dejar que Cristo mismo, en el poder de Su Espíritu vivo, fuera el Único en vivir en nosotros, aunque el costo fuera que nos tocara morir por causa de él … Al tratar el Sr. Murray esto, profundizando cada vez a medida que transcurrían los días, algunos de nosotros recordamos los primeros días de Keswick, cuando un temor reverente hacia Dios descendió sobre toda la asamblea, en una forma tal que el autor no ha vuelto a ver otra cosa igual …”.

Durante los últimos 28 años de su vida, Murray fue considerado el padre del Movimiento Keswick en Sudáfrica. Los resultados de las conferencias anuales en Sudáfrica fueron perdurables en las iglesias de la región. Muchos de los obreros que sobresalieron en las distintas iglesias y misiones, recibieron su inspiración y entrenamiento espiritual en estas reuniones.

Una de las características más sobresalientes de estas reuniones fue el gran número de personas que participaron en la experiencia específica de alcanzar la victoria y poder sobre el pecado.

El mensaje de Murray siempre era sencillo: “Venga a Jesús; permanezca en él; trabaje a través de él”. Repetidamente él hacía énfasis en la palabrita central “en”. “Las dos partes de la promesa: ‘Permaneced en mí y yo en vosotros’ encuentran su unión en esta palabrita tan significativa. No hay palabra más profunda en todas las Escrituras” – declaraba él.

Una noble vejez

A medida que Murray envejecía, su presencia causaba una fuerte impresión en todos quienes le conocían: “Como el árbol que produce más frutos se dobla cada vez más y casi se parte bajo el mismo peso, así entre más santo se volvía y entre más famoso se hacía, más humilde parecía y más se iluminaba su rostro con la gloria que estaba dentro de él.”

Cierta vez su hija le preguntó: “¿Qué haces ahí tan tranquilo, tomando el sol, padre?”. “Estoy pidiéndole a Dios que me muestre la necesidad de la iglesia y que me dé un mensaje para suplir esa necesidad” – contestó él.

Un amigo escribió: “Lo vi cinco meses antes de su muerte, y su venerable rostro brillaba como las montañas de los Alpes, que brillan con brillo del ocaso: tan radiante, tan benigno, con una pureza que salía de su interior”.

en su último cumpleaños se le preguntó si se sentía desilusionado porque Dios había permitido que su cojera y su sordera le impidieran llevar una vida más activa. “Es una decisión bondadosa de mi Padre –contestó tranquilamente–. Dios me ha excluido de la vida de actividad incesante en que yo me encontraba en los años anteriores, y me ha encerrado en una mayor quietud, en la que puedo dedicarle más tiempo a la meditación y a la oración. En la soledad y en el silencio, el Señor me da mensajes preciosos que trato de transmitir a los demás a través de mis escritos.”

Su exhortación a los que le acompañaron en su último cumpleaños –el número 88– fue: “Hijos de Dios, dejen que su Padre los conduzca. No piensen en lo que ustedes pueden hacer, sino en lo que Dios puede hacer en ustedes y a través de ustedes.”

Un generoso legado

Por creer en lo que Dios puede hacer por medio de la literatura, Andrew Murray escribió más de 250 libros e innumerables artículos. Su obra tocó y toca a la Iglesia en el mundo entero por medio de profundos escritos, entre los que destacan “El Espíritu de Cristo”, “El más Santo de todos”, “Con Cristo en la Escuela de la Oración”, “permaneced en Cristo”, “Criando sus Hijos para Cristo” y “Humildad”. Sus libros son considerados clásicos de la literatura cristiana. Sin embargo, pese a escribir tantos libros, nunca quiso escribir su autobiografía.

Murió el 18 de enero de 1917, tal como lo había anunciado: en su cama y rodeado de sus hijos. Su esposa había muerto doce años antes.

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Sanidad DivinaUna Serie de Discursos y un Testimonio Personal

por

Dr. Andrew Murray 

Capítulo I

Perdón y Sanidad

"Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar pecados, (dice entonces

al paralítico): Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa”, Mateo 9:6.

En el hombre dos naturalezas están combinadas. Él es al mismo tiempo espíritu y materia, cielo y tierra, alma y cuerpo. Por esta razón, por un lado él es un hijo de Dios, y por otro lado, él es condenado a la destrucción a causa de la Caída; pecado en su alma y enfermedad en su cuerpo testifican el derecho que la muerte tiene sobre él. Es la doble naturaleza que ha sido redimida por la gracia divina. Cuando el Salmista invita a todo lo que hay dentro de él para bendecir al Señor por Sus beneficios, él clama:“Bendice, alma mía, al SEÑOR, y no olvides ninguno

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de sus beneficios: el que perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus enfermedades” (Salmos 103:2-3).

Cuando Isaías profetizó la liberación de su pueblo, el añadió: “No dirá el morador: Estoy enfermo; el pueblo que morare en ella, será absuelto de pecado.” (Isaías 33:24).

La predicción fue realizada además de toda expectativa cuando Jesús, el Redentor, descendió a esta tierra. ¡Cuán numerosas fueron las sanidades operadas por Él, que vino para establecer bajo la tierra el reino del cielo! Sea por Sus propios hechos o más tarde por los mandamientos que Él dejó a sus discípulos, ¿no nos muestra claramente que la predicación del Evangelio y la sanidad de los enfermos anduvieron juntas en la salvación que Él vino a traer? Ambas fueron pruebas evidentes de Su misión como el Mesías:

“Los ciegos ven, y los cojos andan; los leprosos son limpiados, y los sordos oyen; los muertos son resucitados, y el evangelio es predicado a los pobres. ” (Mateus 11:5).

Jesús, que tomó bajo Sí el alma y el cuerpo del hombre, libera ambas en igual medida de las consecuencias del pecado. Esta verdad no es en ninguna parte más evidente o mejor demostrada que en la historia del paralítico. El Señor Jesús comienza diciéndole: “Perdonados son tus pecados” (Mateo 9:5), a lo que después añade: “Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa”. El perdón del pecado y la sanidad de la enfermedad completa o al otro, porque a los ojos de Dios, que ve nuestra naturaleza completa, pecado y enfermedad están íntimamente unidos como el cuerpo y el alma. De acuerdo con las Escrituras, nuestro Señor Jesús consideró el pecado y la enfermedad en otra luz de la que tenemos.

Con nosotros, el pecado pertenece al dominio espiritual; nosotros reconocemos que él está bajo el justo desprecio de Dios, justamente condenado por Él, mientras que la enfermedad, por el contrario, vemos solamente como una parte de la presente condición de nuestra naturaleza, y no teniendo nada que ver con la condena de Dios y Su justicia. Algunos van más lejos al decir que la enfermedad es una prueba del amor y gracia de Dios.

Pero ni las Escrituras y ni aún el propio Jesucristo jamás hablaron de enfermedad en esta luz, ni jamás presentaron la enfermedad como una bendición, como una prueba del amor de Dios que debe ser soportada con paciencia. El Señor habló a los discípulos de diversos sufrimientos que ellos

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deberían soportar, pero cuando Él habla de enfermedad, siempre es como un mal causado por el pecado y Satanás, y de lo cual debemos ser libres. Muy solemnemente Él declaró que cada discípulo de él debería cargar su cruz (Mateo 16:24), pero Él nunca enseñó a una persona enferma a aceptar ser enfermo. Por todas las partes que Jesús sanó a los enfermos, siempre trató de la sanidad como una de las gracias pertenecientes al reino de los cielos. Tanto el pecado en el alma, como la enfermedad en el cuerpo testifican el poder de Satanás, y "el Hijo de Dios se manifestó: para destruir las obras del Diablo” (1 Juan 3:8).

Jesús vino para liberar a los hombres del pecado y de la enfermedad para que Él pudiera hacer conocido el amor del Padre. En Sus acciones, en Sus enseñanzas a los discípulos, en los hechos de los apóstoles, perdón y sanidad son siempre encontrados juntos. Uno u otro puede aparecer, sin dudas, en un mayor realce, de acuerdo con el desarrollo o fe de aquellos para quien ellos hablaron. A veces fue la sanidad que preparó el camino para la aceptación del perdón; algunas veces fue el perdón que precedió a la sanidad, que, viniendo más tarde, se hizo un sello para el perdón. En la parte inicial de Su ministerio, Jesús sanó a muchos de los enfermos, encontrándolos listos para creer en la posibilidad de la sanidad de ellos. De este modo, buscó influenciar sus corazones para RECIBIRLE como Aquel que era capaz de perdonar pecado. Cuando Él vio que el paralítico podía recibir perdón inmediatamente, Él comenzó por aquello que era de mayor importancia; después vino la sanidad, que puso un sello en el perdón que había sido concedido a él.

Nosotros vemos, por los relatos dados en los Evangelios, que era más difícil para los Judíos de aquel tiempo creer en el perdón de los pecados que en la sanidad divina. Hoy, es decir justamente lo contrario. La Iglesia Cristiana ha oído tanto de la predicación del perdón de los pecados que el alma sedienta fácilmente recibe este mensaje de la gracia; pero, no es lo mismo con la sanidad divina; que es raramente hablada; no son muchos los creyentes que la han experimentado.

Es verdad que la sanidad divina no es dada hoy como en aquellos tiempos, a las multitudes que Cristo sanó sin ninguna conversión precedente. Para recibirla, es necesario comenzar por la confesión de pecado y el propósito de vivir una vida santa. Esta es sin duda una

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razón porque las personas encuentran mayor dificultad en creer en la sanidad que en el perdón; y esta es también la causa por la cual aquellos que reciben la sanidad al mismo tiempo que la nueva bendición espiritual, se sienten más íntimamente unidos al Señor Jesús, y aprenden a Amarlo y a servirlo mejor. La incredulidad puede intentar separar estos dos dones, pero ellos siempre están unidos en Cristo. Él es siempre el mismo Salvador, tanto del alma como del cuerpo, igualmente pronto para conceder perdón y sanidad. El redimido puede siempre clamar:

 “Bendice, alma mía, al SEÑOR, y no olvides ninguno de sus beneficios: el que perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus enfermedades” (Salmos 103:2-3).

 

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 Capítulo II

Por Causa de vuestra poca Fe

 

" Entonces, llegándose los discípulos a Jesús, aparte, dijeron: ¿Por qué nosotros no lo pudimos echar fuera? Y Jesús les dijo: Por vuestra infidelidad; porque de cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá; y se pasará; y nada os será imposible.” (Mateo 17:19-20).

Cuando el Señor Jesús envió a Sus discípulos para diferentes partes de Palestina, Él les revistió con un doble poder: el de expulsar los espíritus inmundos y el de sanar todas las dolencias y enfermedades (Mateo 10:1). Él hizo lo mismo con los setentas que volvieron para Él con alegría, diciendo: "Señor, en tu nombre, hasta los demonios se nos someten" (Lucas 10:17). El día de la Transfiguración, mientras el Señor aún estaba bajo el monte, un padre trajo a su hijo que era poseído por un demonio, para Sus discípulos, rogándoles que expulsara el espíritu malo, pero ellos no pudieron. Cuando, después de Jesús haber sanado al niño, los discípulos le preguntaron porque no pudieron expulsarlo como en los otros casos, Él les respondió: "A causa de vuestra poca fe". Fue, entonces, la incredulidad de ellos, y no la voluntad de Dios que había sido la causa del fracaso de ellos.

En nuestros días, la sanidad divina es poquísima creída, porque ella casi ha desaparecido enteramente de la Iglesia Cristiana. Alguien puede pedir la razón, y aquí son dos las respuestas que deben ser dadas. La gran mayoría piensa que los milagros, incluyendo el don de sanidad, fueron limitados al tiempo de la Iglesia primitiva, que su objetivo era establecer el primer fundamento del Cristianismo, pero de aquel para este tiempo las circunstancias fueron alteradas. Otros creyentes dicen sin duda que si la Iglesia perdió estos dones, esto fue por su propia falta; es porque ella se ha hecho mundana y que el Espíritu actúa débilmente en ella; es porque él no ha permanecido en directa y habitual relación con el poder del mundo invisible; pero que, si ella fuera vista nuevamente llena de hombres y mujeres que vivan la vida de la fe y de Espíritu Santo, enteramente consagrados a Dios, ella vería nuevamente la manifestación de los mismos dones como en los tiempos antiguos.

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¿Cuáles de estas dos opiniones coinciden más con la Palabra de Dios? ¿Es por la voluntad de Dios que los "dones de sanidad" [1 Corintios 12:9] han sido suprimidos, o es el hombre quien es responsable por esto? ¿Es la voluntad de Dios que los milagros no acontezcan? En consecuencia de esto, ¿ya no dará Él la fe que produce tales milagros? ¿O nuevamente es la Iglesia que ha sido culpada de falta de fe?

¿Qué es lo que las Escrituras dicen?

La Biblia no nos autoriza, por las palabras del Señor ni de sus apóstoles, a creer que los dones de sanidad fueron concedidos solamente a los tiempos primitivos de la Iglesia; por el contrario, las promesas que Jesús hizo a los apóstoles cuando Él les dio instrucciones concernientes a la misión de ellos, inmediatamente antes de Su ascenso, se nos muestran aplicables a todos los tiempos (Mateo 16:15-18).

Marcos 16

15  Y les dijo: Id por todo el mundo; y predicad el Evangelio a toda criatura.

16  El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.

17  Y estas señales seguirán a los que creyeren: En mi Nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas;

18  quitarán serpientes; y si bebieren cosa mortífera, no les dañará; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.

 

Pablo coloca el don de sanidad entre las operaciones del Espíritu Santo.

 

1 Coríntios 12

9 A otro, fe por el mismo Espíritu, y a otro, dones de sanidades por el mismo Espíritu;

 

Santiago da un mandamiento preciso sobre este asunto sin ninguna restricción de tiempo.

 

Santiago 5

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13 ¿Está alguno entre vosotros afligido? Haga oración. ¿Está alguno alegre? Cante.

14  ¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la Iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el Nombre del Señor;

15  y la oración de fe hará salvo al enfermo, y el Señor lo aliviará; y si estuviere en pecados, le serán perdonados.

16  Confesaos vuestras faltas unos a otros, y rogad los unos por los otros, para que seáis sanos. Porque la oración eficaz del justo, es muy poderoso.

 

Toda las Escrituras declaran que estas gracias serán concedidas de acuerdo con la medida del Espíritu y de la fe.

Es también alegado que en el inicio de cada nueva dispensación Dios opera milagros, que este es Su curso ordinario de acción; pero esto no tiene nada que ver. Piensen en el pueblo de Dios de la dispensación anterior, en el tiempo de Abraham, durante toda la vida de Moisés, en el éxodo de Egipto, bajo Josué, en el tiempo de los Jueces y de Samuel, bajo el reinado de David y de otros reyes piadosos del tiempo de Daniel; durante más de mil años los milagros acontecieron.

Pero, es dicho, los milagros fueron más necesarios los días del Cristianismo primitivo que más tarde. Pero, ¿qué decir sobre el poder del paganismo mismo estos días, dondequiera que el Evangelio busque combatir? Es imposible admitir que los milagros hayan sido más necesarios para los paganos de Éfeso (Hechos 19:11,12) de lo que para los paganos de África los días de hoy.

 

Hechos 19

11 Y hacía Dios singulares maravillas por manos de Pablo,

12 de tal manera que aun se llevaban sobre los enfermos los sudarios y los pañuelos de su cuerpo, y las enfermedades se iban de ellos, y los malos espíritus salían de ellos.

Y si pensamos sobre la ignorancia e incredulidad que reina en medio de las naciones Cristianas, ¿no seremos inducidos a concluir que hay una necesidad de manifestar hechos del poder de Dios para sostener el testimonio de los creyentes

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y para probar que Dios anda con ellos? Además, entre los propios creyentes, ¡cuanta duda hay, cuanta flaqueza! ¡Cómo la fe de ellos necesita ser despertada y estimulada por algunas pruebas evidentes de la presencia del Señor en medio de ellos! Una parte de nuestro ser consiste de carne y sangre; entonces, es en la carne y en la sangre que Dios quiere manifestar Su presencia.

A fin de probar que es la incredulidad de la Iglesia que ha hecho el don de sanidad desaparecer, veamos lo que la Biblia dice sobre él. ¿No debe esto en colocarnos frecuentemente en prevención contra la incredulidad, contra todo lo que pueda alejarnos o desviarnos de nuestro Dios? ¿No nos muestra la historia de la Iglesia, la necesidad de esas advertencias? ¿No nos suministra con numerosos ejemplos de adelantos retrógrados, de placeres mundanos, los cuáles la fe enflaqueció en la exacta medida en que el espíritu del mundo tomó supremacía? Tal fe es solamente posible para quien vive en el mundo invisible.

 

2 Coríntios 5

7 (porque por fe andamos, no por vista);

 

Hasta el tercer siglo las sanidades por la fe en Cristo eran numerosas, pero los siglos siguientes ellas se hicieron más infrecuentes. ¿No sabemos por la Biblia que siempre es la incredulidad que impide los poderosos hechos de Dios?

¡Oh, que podamos aprender a creer en las promesas de Dios! Dios no volvió atrás de Sus promesas; Jesús aún es Aquel que sana tanto el alma como el cuerpo; la salvación nos ofrece ahora, sanidad y santidad, y el Espíritu Santo está siempre pronto para darnos algunas manifestaciones de Su poder. Hasta cuando preguntamos porque este divino poder ya no es frecuentemente visto, Él nos responde: "A causa de vuestra poca fe". Mientras más nos demos a nosotros mismos para experimentar personalmente la santificación por la fe, más experimentaremos también la sanidad por la fe. Esas dos doctrinas andan codo con codo. Mientras más el Espíritu de Dios vive y actúa en el alma de los creyentes, más los milagros se multiplicarán por los cuáles Él obra en el cuerpo. A través de eso, el mundo puede reconocer lo que la redención significa.

 

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 Capítulo III

Jesús y los Doctores

 

" Y una mujer que estaba con flujo de sangre doce años hacía, y había sufrido mucho de muchos médicos, y había gastado todo lo que tenía, y nada había aprovechado, antes le iba peor, cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la multitud, y tocó su vestido. Porque decía: Si tocare tan solamente su vestido, seré salva. Luego la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que era sana de aquel azote. Y luego Jesús, conociendo en sí mismo la virtud que había salido de él, volviéndose a la multitud, dijo: ¿Quién ha tocado mis vestidos? Le dijeron sus discípulos: Ves que la multitud te aprieta, y dices: ¿Quién me ha tocado? Y él miraba alrededor para ver a la que había hecho esto. Entonces la mujer, temiendo y temblando, sabiendo lo que en sí había sido hecho, vino y se postró delante de él, y le dijo toda la verdad. Él le dijo: Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote” (Marcos 5:25-34).

 

Podemos dar gracias a Dios porque nos da los doctores. La vocación de ellos es una de las más nobles porque un gran número de ellos buscan verdaderamente hacer, con amor y compasión, todo lo que ellos son capaces para aliviar los males y sufrimientos que afligen a la humanidad como resultado del pecado. Hay hasta algunos que son celosos siervos de Jesucristo, y que buscan también el bien del alma de sus pacientes. Sin embargo, es el Propio Jesús que es siempre el principal, el mejor, el mayor Médico.

Jesús sana enfermedades que los médicos terrestres no pueden curar, porque el Padre le dio este poder cuando Él le encargó con la obra de nuestra redención. Jesús, tomando bajo Sí nuestro cuerpo humano, lo liberó del dominio del pecado y de Satanás; ¡Él hizo de nuestros cuerpos templos del Espíritu Santo y miembros de Su propio cuerpo (1 Corintios 6:15,19), y hasta en nuestros días, cuantos de los casos que han sido determinados por los doctores como incurables - cuántos casos de tuberculosis, de gangrena, de parálisis, de edema, de ceguera y de sordera - han sido curados por Él! ¿No es sorprendente entonces que un tan pequeño número de enfermos se acerque a Él?

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El método de Jesús es totalmente diferente de aquel de los médicos terrestres. Ellos buscan servir a Dios haciendo uso de remedios que son encontrados en el mundo natural, y Dios hace uso de esos remedios de acuerdo con la ley natural, de acuerdo con las propiedades naturales de cada uno, mientras la sanidad que procede de Jesús es de un orden totalmente diferente; es por el poder divino, el poder del Espíritu Santo, que Jesús sana. Entonces, la diferencia entre estos dos métodos de sanidad es absolutamente significante. Para que podamos entender mejor, tomemos un ejemplo; aquí está un médico que es un incrédulo, pero extremadamente hábil en su profesión; muchas personas enfermas deben su sanidad a él. Dios da estos resultados por los medios de remedios prescritos, y los médicos tienen conocimiento de ellos. Aquí está otro médico que es un creyente, y que ora por la bendición de Dios en los remedios que él utiliza.

En este caso, un gran número de personas son sanadas también, pero no en este caso y no en el otro la sanidad fue traída con alguna bendición espiritual. Ellos estaban preocupados, incluso creyendo entre ellos, con los remedios que ellos usan, mucho más que con lo que el Señor podría hacer con ellos, y en tal caso su sanidad será más perjudicial que benéfica. Por el contrario, cuando es en Jesús solamente que la persona enferma se apoya para la sanidad, él aprende a no contar mucho con remedios, pero en colocarse a sí mismo en directa relación con Su amor y Su Omnipotencia. A fin de obtener tal sanidad, él debe comenzar confesando y renunciando a sus pecados, y ejerciendo una viva fe. Entonces la sanidad vendrá directamente del Señor, que toma posesión del cuerpo enfermo, y esto entonces se hace una bendición para el alma tanto como para el cuerpo.

Pero, ¿no es Dios quien da los remedios al hombre? Es preguntado. El poder de ellos ¿no viene de él? Sin duda; pero por otro lado, ¿no fue Dios quién nos dio a Su Hijo con todo el poder para sanar? Nosotros seguiremos el camino de la ley natural con aquellos que aún no conocen a Cristo, y también con aquellos de Sus hijos cuya fe es aún tan débil para que se entreguen a su Omnipotencia; o antes ¿escogeremos el camino de la fe, recibiendo sanidad del Señor y del Espíritu Santo, viendo en esto el resultado y la prueba de nuestra redención?

La sanidad que es operada por nuestro Señor trae con ella mayor bendición real que la sanidad que es obtenida a

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través de médicos. La sanidad ha sido más una desgracia para muchas personas que una bendición. ¡En una cama de enfermedades, serios pensamientos toman posesión, pero en el tiempo de su sanidad cuán frecuentemente el hombre enfermo ha sido encontrado nuevamente lejos del Señor! No es así cuando es Jesús quien sana. La sanidad es concedida después de la confesión de pecado; por lo tanto, ella trae el sufrimiento más cerca de Jesús, y establece un nuevo eslabón entre él y el Señor, le hace experimentar Su amor y poder, comienza dentro de él una nueva vida de fe y santidad. Cuando la mujer tocó la orilla del vestido de Cristo, ella sintió que había sido sanada, ella aprendió algo del significado de aquel divino amor. Ella fue aunque con las palabras: "Hija, tu fe te salvó; vete en paz" (Marcos 5:34).

Oh, tú que estás sufriendo de alguna enfermedad, sabe que Jesús, el soberano Médico, aún está en nuestro medio. Él está cerca de nosotros, y Él está dando nuevamente para Su Iglesia pruebas manifestadoras de Su presencia. ¿Usted está listo para separarse del mundo, para entregar a sí mismo para Él con fe y confidencia? Entonces, no temas, acuérdate que la sanidad divina es una parte de la vida de la fe. Si nadie a su alrededor puede ayudarte en oración, si ningún presbítero está cerca para orar la oración de la fe, no temas de ir tu mismo al Señor en el silencio de la soledad, como la mujer que tocó la orilla de Su vestido. Entrega a Él los cuidados de tu cuerpo. Acércate quieto delante de él y como aquella pobre mujer dile: yo quiero ser sanado. Tal vez pueda tardar algún tiempo para que se quiebren las corrientes de su incredulidad, pero ciertamente nadie que espera en él será avergonzado. "No será avergonzado ninguno de los que en ti esperan" (Salmos 25:3).

 

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 Capítulo IV

Salud y Salvación por el Nombre de Jesús

 

"Y en la fe de su nombre, a éste que vosotros veis y conocéis, ha confirmado su Nombre; y la fe que por éles , ha dado a éste esta sanidad en presencia de todos vosotros... sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el Nombre de Jesús el Cristo, el Nazareno, el que vosotros Colgasteis en un madero, y Dios le resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano. Y en ningún otro hay salud; porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” (Hechos 3:16; 4:10,12).

 

Cuando después del Pentecostés, el paralítico fue sanado a través de Pedro y Juan en la puerta del templo, fue "en Nombre de Jesucristo de Nazaret" que ellos le dijeron: "Levántate y anda" (Hechos 3:6), y tan inmediatamente el pueblo en su espanto corrieron juntos a ellos, Pedro declaró que fue el nombre de Jesús que había sanado completamente al hombre.

Como resultado de este milagro y del discurso de Pedro, muchas personas que oyeron la Palabra creyeron (Hechos 4:4).

Hechos 4:4 " Pero muchos de los que habían oído la palabra, creyeron; y fue el número de los varones como cinco mil.".

 

Y al día siguiente, Pedro repitió estas palabras delante del Sanedrín: "En nombre de Jesucristo, Nazareno...en nombre de ese es que este está sano delante de vosotros;" y entonces él añadió: " Y en ningún otro hay salvación, porque también bajo el cielo ningún otro nombre hay, dado entre los hombres, por el cual debamos ser salvos”. Esta afirmación de Pedro nos declara que el nombre de Jesús tanto sana como salva. Nosotros tenemos aquí una enseñanza de la más alta importancia sobre la sanidad divina.

Nosotros vemos que la sanidad y la salud forman una parte de la salvación de Cristo. No declaró Pedro claramente esto en su discurso en el Sanedrín, ¿donde, habiendo hablado de la sanidad, él inmediatamente habla de

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salvación por Cristo? (Hechos 4:10,12). En el cielo, hasta nuestros cuerpos tendrán su parte en la salvación; la salvación no será completa para nosotros hasta que nuestros cuerpos disfruten de la completa redención de Cristo. ¿Por qué, entonces, no creemos en esta obra de la redención aquí debajo? Incluso aquí en la tierra, la sanidad de nuestros cuerpos es un fruto de la salvación que Jesús adquirió para nosotros.

Nosotros vemos también que la salud, así como la salvación, es obtenida por la fe. La tendencia del hombre por naturaleza es trabajar por su salvación por sus obras, y es solamente con dificultad que él viene a recibirla por la fe; pero cuando esto es una cuestión de sanidad del cuerpo, él tiene aún más dificultad en apoderarse de esto. Con relación a la salvación, él acaba aceptándola porque por ningún otro medio puede él abrir la puerta del cielo; mientras que para el cuerpo, él hace uso de remedios bien conocidos. ¿Porque, entonces, él busca por sanidad divina? Feliz es aquel que viene a entender que esta es la voluntad de Dios; que Dios quiere manifestar el poder de Jesús, y también revelarnos Su amor Paternal; para ejercitar y confirmar nuestra fe, y en darnos  prueba de la redención en el cuerpo, así como en el alma. El cuerpo es parte de nuestro ser; hasta el cuerpo fue salvo por Cristo; por lo tanto, es en nuestro cuerpo que el Padre quiere manifestar el poder de la redención, y permitir que los hombres vean que Jesús vive. ¡Oh, creamos en el nombre de Jesús!

¿No fue en el nombre de Jesús que perfecta salud fue dada al hombre impotente? ¿Y no fueron estas palabras: Tu fe te salvó, pronunciadas cuando el cuerpo fue curado? ¿Busquemos, entonces, para obtener la sanidad divina.

Dondequiera que el Espíritu actúe con poder, allí Él realiza sanidades divinas. No es notorio que si los milagros fueran realmente superfluos, ellos fueron en el Pentecostés, ¿porque entonces la palabra de los apóstoles trabajó poderosamente, y el derramamiento del Espíritu fue abundante? Bien, es precisamente porque el Espíritu actúa poderosamente que Su obra necesita ser visible en el cuerpo. Si la sanidad divina es vista sino raramente en nuestros días, podemos atribuir esto a ninguna otra causa que el Espíritu no está actuando con poder. La incredulidad de los mundanos y la falta de celo entre los creyentes impiden Su obra. Las sanidades que Dios está dando aquí y allí, son las señales de réplica consecuentes

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de todas las gracias espirituales que son prometidas a nosotros, y solamente el Espíritu Santo revela la Omnipotencia del nombre de Jesús para operar tales sanidades.

Oremos ardientemente por el Espíritu Santo, coloquémonos a nosotros mismos sin reservas bajo Su dirección, y busquemos ser firmes en nuestra fe en el nombre de Jesús, quiere para predicación de la salvación o para la obra de sanidad.

Dios concede sanidad para glorificar el nombre de Jesús. Busquemos ser sanados por Jesús para que Su nombre pueda ser glorificado. Es triste ver cuán poco el poder de Su nombre es reconocido, cuán poco él [el poder de Su nombre] es el fin de la predicación y de la oración. Tesoros de la gracia divina, de los cuáles los Cristianos se privan a sí mismos por su falta de fe y celo, están escondidos en el nombre de Jesús.

Es la voluntad de Dios glorificar a Su Hijo en la Iglesia; y Él hará esto dondequiera que Él encuentre fe. Quiere entre los creyentes, o quiere entre los gentiles, Él está listo para con virtud despertar conciencias, y traer corazones a la obediencia. Dios está listo para manifestar todo el poder de Su Hijo, y para hacer esto de una manera admirable tanto en el cuerpo, así como en el alma. Creamos en esto para nosotros mismos, creamos en esto para los otros, para el círculo de creyentes alrededor de nosotros, y también para la Iglesia en todo el mundo. Démonos a nosotros mismos a creer con firme fe en el poder del nombre de Jesús, pidamos grandes cosas en Su nombre, contando en Su promesa, y nosotros veremos a Dios hasta hacer maravillas por el nombre de Su santo Hijo.

 

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Una exposición acerca de la vida cristiana más profunda, basada en la figura del hermano del hijo pródigo.

Los privilegios del hijoAndrew Murray (1828-1917)

“Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas” (Lc.31)

Las palabras de este texto son familiares a todos nosotros. El hijo mayor se había quejado y había dicho que aunque su padre hizo un banquete e hizo matar el becerro gordo para el hijo pródigo, a él nunca le había dado ni un cabrito para disfrutar con sus amigos. La respuesta del padre fue: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas». Uno no puede tener una revelación más maravillosa del corazón de nuestro Padre celestial que lo que nos ilustra esto. A menudo hablamos de la maravillosa revelación del corazón del padre en su bienvenida al hijo pródigo, y en lo que hizo para él. Pero aquí tenemos una revelación mucho más maravillosa del amor del padre en lo que él dice al hijo mayor.

Si vamos a experimentar una profundización de la vida espiritual, queremos, por un lado, descubrir claramente cuál es la vida espiritual que Dios quiere que vivamos; y por otro, preguntarnos si estamos viviendo esa vida; y si no, qué nos impide vivirla plenamente.

Este tema se divide naturalmente en tres partes: 1. El alto privilegio de cada hijo de Dios. 2. La baja experiencia de muchos creyentes. 3. La causa de la discrepancia; y el camino a la restauración del privilegio.

1. El alto privilegio de los hijos de Dios.

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Tenemos aquí dos cosas que describen el privilegio: Primero, «Hijo, tú siempre estás conmigo» – la comunión constante con su Padre es su porción; y segundo, «Todas mis cosas son tuyas” –  todo lo que Dios puede conceder a Sus hijos es de ellos.

«Tú siempre estás conmigo»; “Yo estoy siempre cerca de ti; tú puedes morar cada hora de tu vida en Mi presencia, y todo lo que tengo es para ti. Soy un padre, con el corazón de un padre amoroso. No quitaré ninguna buena cosa de ti.” En estas promesas tenemos el rico privilegio de la herencia de Dios. En primer lugar, tenemos una continua comunión con Él. Un padre nunca envía a su hijo lejos sin recordarle que lo ama. El padre anhela que su hijo sepa que tiene la luz de su rostro sobre él todo el día; que, si él despide al hijo a la escuela, o a los lugares que la necesidad obliga, ello es con un sentido de sacrificio de los sentimientos paternos. Si esto es así con un padre terrenal, ¿cuánto más Dios? ¿Acaso él no quiere que cada hijo Suyo sepa que constantemente vive en la luz de Su rostro? En esto está el significado de aquella palabra: «Hijo, tú siempre estás conmigo».

Este era el privilegio del pueblo de Dios en los tiempos del  Antiguo Testamento. Como la Palabra nos dice,«Enoc caminó con Dios». La promesa de Dios a Jacob era: “He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho”. Y la promesa de Dios a Israel por medio de Moisés fue: «Mi presencia irá contigo, y te daré descanso”. Y en la respuesta de Moisés a la promesa, él dice: «¿Y en qué se conocerá aquí que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en que tú andes con nosotros, y que yo y tu pueblo seamos apartados de todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra?”. La presencia de Dios con Israel era la señal de su separación de otros pueblos. Esta es la verdad enseñada en todo el Antiguo Testamento; y si es así, ¿cuánto más podemos buscarlo en el Nuevo Testamento? Así, encontramos a nuestro Salvador que promete a los que le aman y a quienes guardan Su palabra, que el Padre también los amará, y que el Padre y el Hijo vendrán y harán morada con ellos.

Deje este pensamiento entrar en su corazón, que el hijo de Dios está llamado a este bendito privilegio: vivir cada momento de su vida en comunión con Dios. Él está llamado a disfrutar de la luz plena de Su rostro. Hay muchos cristianos –supongo que la mayoría–  que parecen considerar

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toda la obra del Espíritu como limitada a la convicción y a la conversión – no tanto a que Él haya venido para morar en nuestros corazones, y allí revelarnos a Dios. Él no vino a morar cerca de nosotros, sino en nosotros, para que nosotros estemos llenos interiormente. La Palabra nos manda ser «llenos del Espíritu», entonces el Espíritu Santo nos hará manifiesta la presencia de Dios. Esta es la enseñanza de toda la epístola a los Hebreos: el velo está rasgado en dos, y tenemos acceso al Lugar Santísimo por medio de la sangre de Jesús. Entramos en la presencia misma de Dios para que podamos vivir todo el día con esa presencia descansando sobre nosotros. Aquella presencia está con nosotros dondequiera que vamos; y en todas las clases de problemas tenemos el reposo tranquilo y la paz. «Hijo, tú siempre estás conmigo”.

Hay alguna gente que parece pensar que Dios, por alguna soberanía ininteligible, aparta Su rostro. Pero yo sé que Dios ama demasiado a su pueblo como para retirar Su comunión de ellos por cualquier razón. La verdadera razón de la ausencia de Dios de nosotros debe buscarse en nuestro pecado e incredulidad, y no en una supuesta soberanía suya. Si el hijo de Dios anda en la fe y la obediencia, la presencia Divina será disfrutada en una comunión ininterrumpida.

Entonces está el siguiente bendito privilegio: «Todas mis cosas son tuyas». Gracias a  Dios, Él nos ha dado a Su propio Hijo; y en su dádiva, Él nos ha dado todas las cosas que están en Él. Él nos ha dado la vida de Cristo, Su amor, Su Espíritu, Su gloria. «Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios.» Todas las riquezas de Su Hijo, el Rey eterno, el Padre las concede a cada uno de Sus hijos. «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas». ¿No es eso el significado de todas esas maravillosas promesas dadas en conexión con la oración: “Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará”? Sí, ese es. Esta es la vida de los hijos de Dios, tal como Él mismo nos la ha presentado a nosotros.

2. La baja experiencia de muchos de nosotros

En contraste con este alto privilegio de los creyentes, observa la baja experiencia de muchos de nosotros.

El hijo mayor vivía con su padre y le había servido esos “tantos años”; pero él se queja de que su padre nunca le dio un cabrito, mientras le dio el becerro gordo a su hermano pródigo. ¿Por qué fue así? Simplemente porque él no

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lo pidió. Él no creyó que lo obtendría, y por lo tanto, nunca lo pidió, y nunca disfrutó de ello. Él siguió viviendo así en murmuración e insatisfacción permanente; y la nota clave de toda esta vida desgraciada se resume en lo que él dijo. Su padre le dio todo, pero nunca disfrutó de ello; y él echa la culpa entera sobre su amoroso y bondadoso padre. Oh, amados, ¿no es ésta la vida de muchos creyentes? ¿No hablan y actúan muchos de este modo? Cada creyente tiene la promesa de comunión ininterrumpida con Dios, pero dice: «No he disfrutado de ello; me he esforzado y he hecho todo lo posible; he orado por la bendición, pero supongo que Dios no me considera apto para concedérmela.» Pero ¿por qué no? Uno dice, es la soberanía de Dios que retiene la bendición. El padre no retuvo, en su soberanía, sus dones al hermano mayor; ni tampoco nuestro Padre celestial retiene ninguna cosa buena para aquellos que le aman. Él no hace tales diferencias entre Sus hijos. «Poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia” era la promesa hecha a todos igualmente en la iglesia en Corinto.

Algunos piensan que estas ricas bendiciones no son para ellos, sino para aquellos que tienen más tiempo para dedicar a la religión y la oración; o piensan que sus circunstancias son tan difíciles, tan especiales, que no podemos ni tener idea de sus muchos obstáculos. ¿Pero usted piensa que si Dios los ha puesto en esas circunstancias no puede hacer abundar Su gracia en proporción a ellas? Ellos admiten que Él podría hacerlo, si obrara un milagro, pero ellos apenas pueden esperar ese milagro. De algún modo, ellos, como el hijo mayor, le echan la culpa a Dios.

¡Así dicen muchos, cuando les he preguntado si disfrutan de la comunión permanente con Dios: «¡Ay, no! No he sido capaz de alcanzar tal altura; esto es demasiado para mí. Conozco de algunos que lo tienen, y leí sobre ello; pero Dios, por alguna razón, no me lo ha dado.” Pero ¿por qué no? Usted piensa, quizás, que no tiene la misma capacidad para la bendición espiritual que otros tienen. La Biblia habla de un gozo que es «inefable y glorioso» como fruto del creer; de un «amor de Dios (que) ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado”. ¿Lo deseamos, verdad? ¿Por qué no conseguirlo? ¿Lo hemos pedido? Pensamos que no somos dignos de tal bendición – no somos bastante buenos, y por lo tanto, Dios no nos lo ha dado. ¡Hay entre nosotros muchos más de lo que pensamos –o de los que están dispuestos a admitir– que echan sobre Dios

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la culpa de su ceguera y alejamiento! ¡Tenga cuidado! ¡Tenga cuidado! ¡Tenga cuidado!

¿Y qué de esa otra promesa? El Padre dice: “Todo el que tengo es tuyo”. ¿Usted se está regocijando en las riquezas de Cristo? ¿Usted está consciente de tener un suministro abundante para todas sus necesidades espirituales de cada día? Dios tiene todas las riquezas en abundancia para usted. “¡Usted nunca me dio un cabrito!”. La respuesta es: «Todo lo que tengo es tuyo. Te lo di en Cristo.”

Querido lector, tenemos pensamientos muy incorrectos acerca de Dios. ¿Cómo es Dios? No conozco ninguna imagen más hermosa e instructiva que la imagen del sol. El sol nunca está cansado de brillar, de derramar sus rayos benéficos sobre los justos y los impíos. Usted podría cerrar las ventanas con persianas o ladrillos, y el sol brillaría sobre ellos igual; aunque nosotros pudiéramos sentarnos en la oscuridad –en la oscuridad completa– el brillo sería exactamente el mismo. El sol de Dios brilla sobre cada hoja; sobre cada flor; sobre cada brizna de hierba; sobre todo lo que brota de la tierra. Todos reciben la riqueza de la luz del sol hasta que ellos lleguen a la perfección y den fruto. ¿El que hizo el sol estará menos dispuesto a derramar Su amor y vida en mí? ¡El sol, cuánta belleza él crea! Y mi Dios, ¿no se deleitará en producir belleza y fructificación también en mí, tal como Él ha prometido hacer? Y aún unos dicen, cuando se les pregunta acerca de por qué ellos no viven en comunión permanente con Dios: «Dios no me lo da, no sé por qué; esta es la única razón que yo puedo darle. Él no me lo ha dado.” ¿Usted recuerda la parábola de aquél que dijo, «Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste”, que pides y exiges lo que no has dado? ¡Oh! Déjenos examinar y preguntar por qué será que el creyente vive una experiencia tan baja.

3. La causa de la discrepancia entre los regalos de Dios y nuestra baja experiencia

El creyente se queja de que Dios nunca le ha dado un cabrito. O bien, si Dios le ha dado alguna bendición, nunca le ha dado una bendición plena. Dios nunca lo ha llenado de Su Espíritu. «Yo nunca –dice– he tenido mi corazón como una fuente, manando los ríos de agua viva prometidos en Juan 7:38”. ¿Cuál es la causa? El hijo mayor pensó que él había servido fielmente esos «tantos años « en la casa de su padre, pero estaba en un espíritu de esclavitud y no en el espíritu de un hijo, entonces su incredulidad lo cegó a la

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realidad del amor y la bondad del padre, y todo ese tiempo él fue incapaz para ver que su padre estaba dispuesto, no sólo para darle un cabrito, sino cien, o mil cabritos, si él los hubiera pedido. Él simplemente estuvo viviendo en incredulidad, en ignorancia, en ceguera, privándose de privilegios que el padre tenía para él. Si hay una discrepancia entre nuestra vida y el cumplimiento y disfrute de todas las promesas de Dios, es por alguna falla nuestra. Si nuestra experiencia no es lo que Dios quiere que sea, ello es debido a nuestra incredulidad en el amor de Dios, en el poder de Dios, y en la realidad de las promesas de Dios.

La palabra de Dios nos enseña, en la historia de los israelitas, que la incredulidad de ellos era la causa de sus problemas, y no alguna limitación o restricción de parte de Dios. Como el Salmo 78 dice: “Hendió las peñas en el desierto, y les dio a beber como de grandes abismos, pues sacó de la peña corrientes, e hizo descender aguas como ríos.” Aún ellos pecaron dudando de su poder de proporcionarles carne. “Hablaron contra Dios, diciendo: ¿Podrá poner mesa en el desierto?”. Más adelante leemos, en el versículo 41: «Y volvían, y tentaban a Dios, y provocaban al Santo de Israel”. Ellos siguieron desconfiando de Él de vez en cuando.

Cuando llegaron a Cades-Barnea y Dios les dijo que entraran en la tierra que fluye leche y miel donde hallarían descanso, abundancia y victoria, sólo dos hombres dijeron: «Sí; podemos tomar posesión, porque Dios puede darnos la victoria.» Sin embargo, los diez espías, y los seiscientos mil hombres contestaron: «No; nunca podremos tomar la tierra; los enemigos son demasiado fuertes para nosotros.» Fue simplemente la incredulidad lo que les impidió entrar en la tierra prometida.

Si ha de haber alguna profundización en nuestra vida espiritual, debemos descubrir y reconocer la incredulidad que hay en nuestros corazones. Dios nos concede que obtengamos socorro y que lleguemos a ver que es nuestra incredulidad la que ha impedido a Dios hacer su obra en nosotros. La incredulidad es la madre de la desobediencia, y de todos mis pecados y fracasos – mi ira, mi orgullo, mi falta de amor, mi mundanalidad, mis pecados de toda clase. Aunque éstos se diferencien en la naturaleza y la forma, aún así todos ellos vienen de una misma raíz, que es no creer en la libertad y la plenitud del don Divino del

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Espíritu Santo para morar en nosotros, fortalecernos y llenarnos de la vida y la gracia de Dios todo el día.

Observa, te ruego, al hijo mayor, y pregunta cuál fue la causa de aquella diferencia terrible entre el corazón del padre y la experiencia del hijo. No puede haber ninguna otra respuesta, excepto que fue la incredulidad pecaminosa lo que cegó completamente al hijo a la realidad del amor de su padre.

Querido creyente, quiero decirle que si usted no está viviendo en el gozo de la salvación de Dios, la única causa es su incredulidad. Usted no cree en el poder de Dios todopoderoso, y no cree que Él esté dispuesto, por Su Espíritu Santo, para producir un cambio completo en su vida y capacitarle para vivir en plena consagración a Él. Dios está dispuesto a que usted viva así; pero usted no lo cree. ¡Si los hombres realmente creyeran en el amor infinito de Dios, qué cambio ello produciría! ¿Qué es el amor? Es el deseo de entregarse por el bien del objeto amado – lo contrario del egoísmo, como leemos en 1ª Cor.13: «El amor no busca lo suyo.» La madre está dispuesta a sacrificarse por el bien de su hijo. Así también Dios, en Su amor, está siempre dispuesto a impartir bendición; y Él es omnipotente en Su amor. Esto es verdadero, mis amigos: Dios es omnipotente en amor, y Él está haciendo todo lo posible por llenar cada corazón.

«Pero si Dios está realmente dispuesto, y si Él es Todopoderoso, ¿por qué Él no lo hace ahora?” Usted debe recordar que Dios le ha dado una voluntad, y por el ejercicio de ella usted puede obstaculizar a Dios, y permanecer conforme, como el hijo mayor, con una vida baja de incredulidad.

Veamos ahora la causa de la diferencia entre la alta y abundante provisión de Dios para Sus hijos, y la experiencia baja y triste de muchos de nosotros en la incredulidad que desconfía y entristece.

El camino de la restauración, ¿cómo se realiza?

Todos conocemos la parábola del hijo pródigo, y sabemos que muchos sermones han sido predicados sobre el arrepentimiento en aquella parábola. Nos dicen que «volviendo en sí, dijo: Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. En la predicación, hablamos de esto como el primer paso de una vida cambiada – conversión, arrepentimiento, confesión, y retorno a Dios. Pero, así como éste es el primer paso para

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el hijo pródigo, debemos recordar que éste es también el paso a seguir por Sus otros hijos que yerran – por aquellos noventa y nueve «que no necesitan arrepentimiento», o que, por lo menos, así lo piensan. Aquellos cristianos que no entienden cuán mala es su baja vida religiosa deben ser enseñados que esto es pecado – incredulidad, y que es necesario que ellos sean traídos al arrepentimiento tal como el hijo pródigo.

Ustedes han oído mucho acerca del arrepentimiento que se predica al inconverso; pero quiero ahora intentar predicarlo a los hijos de Dios. Tenemos un cuadro de muchos hijos de Dios en ese hijo mayor. Lo que el padre le dijo para representarle su amor, un amor no inferior al que sentía por el pródigo, es lo mismo que nos dice a nosotros, que nos conformamos con una vida tan baja: «Tú debes arrepentirte y creer que yo te amo, y que todo lo que tengo es tuyo». Él dice: «Por tu incredulidad tú me has deshonrado, viviendo por diez, veinte, o treinta años, sin creer lo que es vivir en la bienaventuranza de mi amor. Tú debes confesar que me has ofendido en esto, y debes llegar a ser verdaderamente quebrantado, en una contrición de corazón tal como mi hijo pródigo.»

Hay muchos hijos de Dios que necesitan confesar que, aunque ellos son Sus hijos, nunca han creído que las promesas de Dios son verdaderas o que Él esté dispuesto a llenar sus corazones todo el día con Su presencia bendita. ¿Usted ha creído esto? Si no es así, toda nuestra enseñanza no tendrá ningún provecho para usted. ¿No dirá: “Con el socorro de Dios, comenzaré ahora una nueva vida de fe, y no descansaré hasta saber lo que significa una vida así. Creeré que estoy en la presencia del Padre en cada momento, y que todo lo que Él tiene es mío?”

Que el Señor nuestro Dios produzca esta convicción en los corazones de todos los creyentes fríos. ¿Alguna vez usted ha escuchado la expresión: “una convicción para la santificación”? Usted sabe, el hombre inconverso necesita una convicción antes de su conversión. Así también el cristiano que tiene su entendimiento cegado necesita convicción antes y para la santificación, antes de que él venga a una percepción real de la bienaventuranza espiritual. Él debe ser convencido, por segunda vez, de su vida pecaminosa de dudas, de su carácter iracundo, y de su falta de amor. Él debe ser quebrantado bajo esa convicción; sólo entonces hay esperanza para él. ¡Que el Padre de misericordia conceda tal contrición profunda, para que

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ellos puedan ser conducidos a la bienaventuranza de Su presencia, y disfrutar de la plenitud de Su poder y amor!

La Palabra y la oración Por Andrew Murray

    "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho" -- Juan

15:7.

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   La conexión vital entre la Palabra y la oración, es una de las más simples y de las primeras lecciones de la vida cristiana. Como lo expresó un pagano recientemente convertido al cristianismo: "Yo oro —yo le hablo a mi Padre. Yo leo —mi Padre me habla a mí". Antes de la oración está la Palabra de Dios que me prepara para ella, revelándome lo que el Padre me manda pedir. En la oración, la Palabra de Dios es la que me fortalece, concediéndole a mi fe autorización y su petición. Y después de la oración, la Palabra de Dios es la que me trae la respuesta, pues en ella el Espíritu me hace escuchar la voz del Padre.

    La oración no es un monólogo sino diálogo. La voz de Dios en respuesta a la mía, es su parte esencial. Escuchar la voz de Dios, es el secreto de la seguridad de que Él escuchará la mía. "Inclina…tu oído…y oye"(Daniel 9:18); "Escucha…mi oración" (Salmo 55:1); "Oye, pueblo mío" (Salmo 81:8), son palabras que Dios dirige al hombre tanto como el hombre a Dios. Si Él nos escucha depende de si nosotros lo escuchamos; la entrada que sus palabras descubran en mí, será la medida de la potencia de mis palabras hacia Él. Lo que son las palabras de Dios para mí, es la prueba, la manifestación de lo que Él mismo es para mí, y así también de la rectitud de mi deseo hacia Él en la oración.

    La conexión entre su Palabra y nuestra oración, es la que Jesús señala cuando dice: "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho". La profunda importancia de esta verdad, se pone claramente de manifiesto si observamos la otra expresión cuyo lugar ha sido ocupado por ésta que citamos hoy. Más de una vez, Jesús había dicho: "Permaneced en mí y yo en vosotros". Permanecer en nosotros fue el cumplimiento y la coronación de nuestra permanencia en Él. Pero aquí, en lugar de decir: "Vosotros en mí y yo en vosotros", dice "Vosotros en mí y mis palabras en vosotros". La permanencia de sus palabras, son el equivalente de la permanencia de Él.

    Qué vista se nos presenta aquí del lugar que las Palabras de Dios en Cristo tienen que ocupar en nuestra vida espiritual, y especialmente en nuestra oración. En las palabras que pronuncia un hombre, se revela él mismo. En sus promesas se entrega a sí mismo, se vincula al que las recibe. En sus mandatos, pone de manifiesto su voluntad, procura ser el maestro de aquellos cuya obediencia reclama, para guiarlos y usarlos como si fueran una parte de sí mismo. Es por medio de nuestras palabras que el espíritu mantiene comunión con el espíritu; que el espíritu de un hombre traspasa y se

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transfiere a otro. Es por medio de las palabras de un hombre, escuchadas y aceptadas, luego retenidas y obedecidas, que puede impartirse a otro. Pero todo esto es en un sentido muy relativo y limitado.

    Pero cuando Dios, el Ser infinito, en Quien todo es vida y poder, espíritu y verdad —en el más profundo significado de las palabras— cuando Él se proclama en sus propias palabras, en verdad se da a sí mismo, da su amor y su vida, su voluntad y su poder, a los que reciben esas palabras, y lo hace con una realidad que trasciende toda comprensión. En toda promesa, se pone a nuestro alcance para recibirle y poseerle. En todo mandamiento se pone a nuestro alcance para que participemos con Él en su voluntad, su santidad y su perfección. En su Palabra, Dios se da a nosotros. Su palabra es nada menos que el Hijo eterno, Cristo Jesús. Y así todas las palabras de Cristo son palabras de Dios, llenas de una vida y un poder divino y vivificante."Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida" (Juan 6:63).

    Los que han estudiado a los sordos y a los mudos, nos dicen cuánto depende el hablar del oir, y como a la pérdida de la facultad de oir en los niños le sigue la pérdida de la facultad de hablar también. En un sentido más vasto, también esto es exacto: según oímos, hablamos. Esto es cierto, en el sentido más alto, de nuestra comunicación con Dios. Ofrecer una oración —dar expresión a ciertos deseos y apelar a determinadas promesas— es asunto fácil y el hombre lo puede aprender mediante la sabiduría humana. Pero suplicar en el Espíritu, decir palabras que alcanzan y tocan a Dios, que afectan y ejercen influencia sobre los poderes del mundo invisible —el orar así, el hablar así— depende del todo de que oigamos nosotros la voz de Dios. En la misma proporción en que escuchamos la voz y el lenguaje en que Dios nos habla, —y en las palabras de Dios, recibimos sus pensamientos, su mente, su vida en nuestro corazón— en esa proporción aprenderemos a hablar en la voz y en el lenguaje que Dios oye. El oído del que aprende, cada mañana despertado de nuevo, es el que prepara la"lengua de sabios" (Isaías 50:4) para hablar debidamente tanto a Dios como a los hombres.

    Escuchar la voz de Dios, es algo más que el estudio meditado de la Palabra. Puede haber un estudio y un conocimiento de la Palabra y poca comunión real con el Dios viviente. Pero también existe la lectura de la Palabra, ante la misma presencia del Padre, y bajo la dirección del Espíritu, en el cual la Palabra viene a nosotros en potencia viva de Dios. Para nosotros es la voz del Padre, una comunión

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real y personal con Él. La voz viva de Dios es la que penetra al corazón, la que trae bendición y poder, y despierta la respuesta de una fe viva, que a su vez llega otra vez al corazón de Dios.

    Del oir esta voz, depende el poder tanto para obedecer como para creer. Lo principal no es saber lo que Dios ha dicho que tenemos que hacer, sino saber que es Dios quien nos lo dice. No es la ley, no es el libro, no es el conocimiento de lo recto, lo que obra la obediencia, sino la influencia personal de Dios y su compañerismo vivo. Y así también, no es el conocimiento de lo que Dios ha prometido, sino la presencia de Dios como el Prometedor, lo que despierta la fe y la confianza en la oración. Sólo en la completa presencia de Dios la desobediencia y la incredulidad llegan a ser imposibles.

    "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho".Vemos lo que significa esto en las palabras del propio Salvador. Tenemos que tener sus palabras dentro de nosotros, recibidas en nuestra voluntad y en nuestra vida, reproducidas en nuestra disposición y en nuestra conducta. Tenemos que tenerlas permaneciendo en nosotros. Toda nuestra vida debe ser una continua exposición de las palabras que moran allí dentro, llenándonos. Esas palabras revelan a Cristo dentro de nosotros, y nuestra vida revela a Cristo fuera de nosotros. En la proporción en que las palabras de Cristo entran en nuestro corazón, y llegan a ser nuestra vida ejerciendo su influencia sobre ella, es que nuestras palabras entrarán en el corazón de Él y ejercerán influencia sobre Él. Mi oración dependerá de mi vida: lo que las palabras de Dios son para mí y en mí, mis palabras serán para Dios y en Dios. Si yo hago lo que Dios dice, Dios hará lo que yo digo.

    ¡Cuán bien comprendieron los santos del Antiguo Testamento la conexión entre las palabras de Dios y las nuestras, y cuán real para ellos la oración, fue la respuesta amorosa a lo que Dios les había dicho! Si la palabra fuera una promesa, ellos dependían de Dios para cumplir según había dicho. "Haz conforme a lo que has dicho" (2 Samuel 7:25). "Tú, Jehová Dios, lo has dicho" (2 Samuel 7:29). "Conforme a tu palabra" (Salmo 119:169). Con tales expresiones ellos demostraban que lo que Dios decía en promesa, era la raíz y la vida de lo que ellos decían en oración. Si la palabra era un mandato, sencillamente hicieron lo que el Señor les había dicho. "Y se fue Abram, como Jehová le dijo" (Génesis 12:4). La vida de ellos fue una comunión

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con Dios, el intercambio de palabra y pensamiento. Lo que Dios decía, ellos lo oían y hacían. Lo que ellos decían, Dios lo oía y hacía. En cada palabra que nos dirige, el Cristo entero y completo se entrega a sí mismo para cumplir esa palabra. Y para cada palabra, Él no pide nada menos que esto: que consagremos todo nuestro humano ser para guardar esa palabra y para recibir su cumplimiento.

    "Si mis palabras permanecen en vosotros". La condición es sencilla y clara. En sus palabras se revela su voluntad. Si sus palabras permanecen en mí, su voluntad me gobierna. Mi voluntad se convierte en el cántaro vacío que su voluntad llena, en el instrumento voluntario que su voluntad maneja. Él llena todo mi ser interior. En el ejercicio de la obediencia y la fe, mi voluntad sigue fortaleciéndose siempre, y se desarrolla en una armonía interior más profunda con Él. Él se puede fiar absolutamente de mi voluntad, en el sentido de no desear nada, salvo lo que Él desea. Él no teme dar la promesa: "Si…mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho". Para todos los que la creen, y obran de acuerdo a ella, Él hará que esa declaración llegue a ser literalmente verdadera.

    Discípulos de Cristo, ¿no se vuelve cada vez más y más claramente visible que mientras hemos estado excusando nuestras oraciones no contestadas, nuestra impotencia en la oración, con una imaginada sumisión a la sabiduría y la voluntad de Dios, la razón real es que nuestra propia vida débil y floja ha sido la causa de la pobreza de nuestras oraciones? Nada podrá hacer que los hombres sean fuertes, sino la palabra que viene a nosotros de la boca de Dios. Por ella tenemos que vivir. Es la palabra de Cristo, amada, viva, permaneciendo en nosotros, la que llega a ser por medio de la obediencia y la acción, una parte de nuestro ser, que nos hace uno con Cristo, que nos habilita espiritualmente para ponernos en contacto con Dios, y para asirnos de Él. "Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre" (1 Juan 2:17). ¡Oh, entreguemos corazón y vida a las palabras de Cristo, a las palabras en que Él siempre se da a sí mismo, como el Salvador personal y vivo, y su promesa será nuestra rica experiencia: "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho".

"¡Señor, enséñanos a orar!"

    Bendito Señor, tú lección de este día me ha revelado otra vez mi propia insensatez. Veo la razón del por qué mi oración no ha sido de más fe y más prevaleciente. Estuve más ocupado

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en hablarte a ti que de tu hablarme a mí. No comprendí que el secreto de la fe consiste en esto: puede haber solamente tanta fe como hay Palabra viviente morando en el alma.

    Y tu Palabra me ha enseñado con tanta claridad: "Todo hombre sea pronto para oir, tardo para hablar"(Santiago 1:19). "No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios"(Eclesiastés 5: 2). Señor, enséñame que es sólo con tu palabra recibida en mi vida, que mis palabras pueden ser recibidas en tu corazón; que tu palabra, si fuera una potencia viva dentro de mí, será una potencia viva contigo. Lo que tu boca ha declarado, tu mano lo cumplirá.

    Señor, sálvame del oído no circuncidado. Dame el oído abierto del que aprende, despertado cada mañana para oir la voz del Padre. Así como tú sólo hablabas lo que oías, sea mi hablar el eco de tu hablar conmigo. "Y cuando entraba Moisés en el tabernáculo de reunión, para hablar con Dios, oía la voz que le hablaba de encima del propiciatorio" (Números 7:89). Señor, que sea así en mi experiencia, también. Sean mi vida y carácter, una vida y carácter que lleven sobre sí esta sola señal, que tus palabras permanezcan y sean vistas en ella, y sea esta la preparación para toda la plenitud de esa bendición: "Pedid todo lo que queréis, y os será hecho".

    —Amén.

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Testimonio personal de Andrew MurrayDado en la Convención de Keswick, en 1895

Encontramos las siguientes palabras en el Salmo 78:34: “Si los hacía morir, entonces buscaban a Dios”. Cuando me pidieron que diera mi testimonio, yo dije que tenía dudas en cuanto a su conveniencia. Todos sabemos cuán útil es el testimonio de un hombre que pueda decir: “Allí estaba yo; me arrodillé y Dios me ayudó y así entré a una vida mejor”. Sin embargo, yo no puedo decir tal cosa, aunque sé cuánta bendición me han traído con frecuencia tales testimonios para el fortalecimiento de mi propia fe. Quienes deseaban que yo hablase, me dieron esta respuesta: “Tal vez existan muchos en Keswick para quienes un testimonio acerca de una vida de grandes luchas y dificultades sea útil.” Yo respondí: “Si fuere así, déjenme contar, para la gloria de Dios, cómo él me ha conducido.”

Algunos de ustedes habrán oído cómo he hecho énfasis en las dos etapas de la vida cristiana, y del paso de una a la otra. Los primeros diez años de mi vida espiritual los pasé abiertamente en la etapa inferior. Yo era un ministro muy celoso, serio y feliz como ningún otro, en lo tocante al amor por el trabajo. Sin embargo, mi corazón ardía con una insatisfacción e inquietud inexpresables. ¿Por qué? Yo nunca había aprendido, a pesar de mi teología, que la obediencia era posible. Mi justificación por la fe era tan clara como la luz del día. Yo sabía la hora en que recibí de Dios la alegría del perdón.

Recuerdo que en mi pequeño cuarto en Bloemfontein, yo acostumbraba a sentarme y pensar: “¿Cuál es el problema? Aquí estoy yo, consciente de que Dios me justificó en la sangre de Cristo, pero no tengo poder para el servicio”. Mis pensamientos, mis palabras, mis acciones, mi infidelidad – todo me preocupaba. Aunque a mi alrededor todos pensaban que yo era uno de los hombres más

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consagrados, mi vida estaba llena de la más profunda insatisfacción. Yo luchaba y oraba lo mejor que podía.

Cierto día estaba conversando con un misionero. No creo que él mismo supiese mucho sobre el poder de la santificación – él lo habría admitido. Cuando estábamos conversando, al notar mi sinceridad, él dijo: “Hermano, recuerde que cuando Dios pone un deseo en el corazón, él lo cumple”. Eso me ayudó; pensé en esas palabras más de cien veces. Quiero decirles lo mismo a ustedes que están arrastrándose y luchando en el pantano del desamparo y la duda. El deseo que Dios ponga en sus corazones, él lo cumplirá.

Dios le mostrará su lugar

Yo fui grandemente ayudado en esa época leyendo un libro titulado “Parábolas de la naturaleza”. Una de esas parábolas muestra que después de la creación de la tierra, un cierto día se encontraron un grupo de grillos. Uno de ellos comenzó a decir: “Oh, me siento tan feliz. Durante algún tiempo estuve saltando en busca de un lugar donde morar, pero no encontraba nada que me sirviese. Finalmente me metí dentro de la corteza de un viejo árbol y concluí que ése era el lugar ideal para mí.” Otro dijo: “Yo estuve allá un tiempo, pero no me gustó (era un grillo de campo). Finalmente, me subí a una alta mata de hierba y cuando estaba agarrado a ella y balanceándome al viento, sentí que aquél era el lugar para mí”. Entonces un tercer grillo declaró: “Bien, yo probé con la corteza del viejo árbol y también con la mata de hierba, pero siento que Dios no hizo un lugar para mí y me siento infeliz.”

Entonces la anciana mamá-grillo habló: “Mi hijo: no hable así. Su Creador nunca hizo a alguien sin preparar un lugar para él. Espere y usted lo hallará a su debido tiempo.” Algún tiempo después los mismos grillos se encontraron de nuevo y comenzaron a conversar. La anciana madre dijo: “Ahora hijo mío, ¿qué cuenta usted?”. El grillo respondió: “Lo que la señora dijo aquella vez era verdad. ¿Se acuerdan ustedes de aquellas personas extrañas que estaban aquí? Construyeron una casa e hicieron su hogar, y ¿saben qué? cuando me introduje allí, cerca del fuego, me sentí calentito y descubrí que ese era el lugar que Dios había hecho para mí”.

Esa pequeña parábola me ayudó muchísimo. Si alguien está diciendo que Dios no tiene un lugar para él, confíe en el Señor y espere; Él le ayudará y le mostrará su lugar. Usted sabe cómo Dios guió a Israel durante los cuarenta años en

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el desierto; así también fue mi tiempo por el desierto. Yo estaba sirviendo al Señor de todo corazón; sin embargo, frecuentemente todo oscurecía y mi corazón clamaba: “Estoy pecando contra el Dios que me ama tanto”.

Así el Señor me guió hasta completar once o doce años en Bloem-fontein. Después me llevó a otra congregación, en Worcester, más o menos en la época en que el Espíritu Santo de Dios estaba siendo derramado en América, Escocia e Irlanda. En 1860, cuando yo completaba seis meses en esa congregación, Dios derramó su Espíritu en respuesta a mi predicación, especialmente cuando yo viajaba de un lado a otro del país, y recibí una bendición indescriptible. La primera edición holandesa de mi libro “Permaneced en Cristo” fue escrita en aquella época. Sería bueno mencionar que un ministro o autor cristiano puede frecuentemente ser llevado a decir más de lo que ha experimentado.

En ese entonces yo no había experimentado todo lo que escribí. No puedo decir que lo he experimentado todo perfectamente, ni siquiera ahora mismo. Pero si fuéremos sinceros al buscar, confiando en Dios en todas las circunstancias y recibiendo siempre la verdad, Él hará que ella permanezca en nuestros corazones. Pero permítanme advertirles a no hallar mucha satisfacción en sus propios pensamientos o en los pensamientos de otros. Los más profundos y más hermosos pensamientos no pueden alimentar el alma, a menos que usted vaya a Dios y deje que Él le conceda realidad y fe.

Buscando y recibiendo

Dios me ayudó, y durante siete u ocho años seguí adelante, siempre investigando y buscando, pero también siempre recibiendo. Lo que queremos es confiar más en Dios. Él me ayudó a confiar en él, en las tinieblas y en la luz. Después, en 1870, vino el gran Movimiento de Santidad. Las cartas que aparecieron en la revista “El Despertar Espiritual” me tocaron profundamente, y estuve en comunión íntima con lo que sucedió en Oxford y Brighton, y todo eso me ayudó.

Si he de hablar sobre mi consagración, tal vez pudiese contar sobre una noche en mi escritorio en Ciudad de El Cabo. Sin embargo, no puedo decir que eso fuera mi liberación, porque yo todavía estaba luchando. Yo diría que lo que nosotros necesitamos es la obediencia completa. No seamos como Saúl, que después de haber sido ungido, falló

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en el caso de Agag, en aceptar el juicio máximo de Dios contra el pecado.

Más tarde, mi mente se concentró mucho en el bautismo del Espíritu Santo, y me entregué a Dios tan completamente como pude, para recibir este bautismo del Espíritu. Pero todavía me sentía un fracasado; que Dios me perdone por eso. De alguna forma, era como si yo no pudiese conseguir lo que quería. A través de todos estos tropiezos, Dios me condujo, sin ninguna experiencia especial que pueda mencionar. Pero ahora, cuando miro hacia atrás, creo que Él me estaba dando más y más de su bendito Espíritu, si lo hubiese yo sabido mejor.

Últimas enseñanzas

Tal vez mi ayuda a ustedes sea mayor si yo no hablase de alguna experiencia en especial, sino de lo que Dios me ha dado ahora en contraste con los diez primeros años de mi vida cristiana.

En primer lugar, he aprendido a presentarme delante de Dios cada día, como un vaso listo para ser llenado de su Espíritu Santo. Él me ha llenado de la bendita seguridad de que, como eterno Dios, ha asegurado su propia obra en mí. Si existe una lección que estoy aprendiendo día a día es ésta: que Dios es quien obra todo en todos. ¡Oh, si yo pudiese ayudar a cada hermano o hermana a comprender eso! Voy a decirles dónde ustedes probablemente están fallando: Todavía no creen de todo corazón que Él está desarrollando su salvación en ustedes. Ustedes pueden dar fe de que si un pintor comienza una pintura, él debe saber cómo va cada tonalidad y cada toque en el lienzo. Asimismo, ustedes dan fe que si un carpintero fabrica una mesa o un banco, él sabe cómo hacer su trabajo. Pero ustedes no creen que el Dios eterno esté formando la imagen de su Hijo en ustedes, como cualquier hermana aquí haría una labor de fantasía o adorno siguiendo el modelo en cada detalle.

Piense en esto: “¿No podrá Dios obrar en mí el objeto de su amor?”. Esta labor debe ser perfecta, cada punto necesita estar en su lugar. Así que, recuerde: ningún minuto de su vida debe pasar sin Dios. No creemos en eso; más bien queremos que Dios aparezca de vez en cuando – por ejemplo, por la mañana; y después pasamos dos o tres horas por nuestra cuenta, y entonces Él puede aparecer de nuevo. ¡No! Dios debe ser, en cada momento, aquel que trabaja en su alma.

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Una vez estaba predicando, y vino una señora a hablar conmigo. Era una mujer muy religiosa, y yo le pregunté: “¿Cómo le va?”. Su respuesta fue: “Ay, como siempre, a veces luz, a veces tinieblas”. “Mi querida hermana, ¿dónde encontramos eso en la Biblia?”. Ella dijo: “Tenemos el día y la noche en la naturaleza, y así exactamente ocurre con nuestras almas”. “¡No, no! En la Biblia nosotros leemos: ‘Tu sol no se pondrá jamás’. Déjeme creer que soy hijo de Dios, y que el Padre, en Cristo, a través del Espíritu Santo, puso su amor en mí y puedo habitar en su presencia, no sólo esporádicamente, sino permanentemente. El velo fue rasgado; el lugar Santísimo fue abierto. Por la gracia de mi Dios, debo hacer de ese lugar mi habitación, y allí mi Dios me va a enseñar lo que yo nunca podría haber aprendido mientras estuve al lado de afuera. Mi hogar es siempre el amor constante del Padre que está en los cielos.

Sólo el comienzo

Ustedes me preguntarán: “¿Usted está satisfecho? ¿Consiguió todo lo que quería?”. ¡Dios no permita tal cosa! Con el sentimiento más profundo de mi alma puedo decir que estoy satisfecho con Jesús ahora, pero existe también la conciencia de cuánto más plena puede ser la revelación de la excelente grandeza de Su gracia. Nunca dudemos en decir: “Esto es sólo el comienzo”. cuando somos llevados para adentro del lugar Santísimo, estamos apenas comenzando a ocupar nuestra posición correcta con el Padre.

Que Dios nos muestre nuestra propia insignificancia y nos transforme a la imagen de su Hijo, ayudándonos para salir y ser una bendición para nuestros semejantes. Confiemos en Él y alabémoslo, aun estando conscientes de nuestra completa indignidad, conociendo nuestro fracaso y nuestra tendencia pecaminosa. De todas maneras, creamos que nuestro Dios se complace en habitar en nosotros y esperemos incesantemente Su gracia aún más abundante.

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