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--------------------------------------- UNA JORNADA DE TRABAJO EN EL ESTUDIO Lluís Permanyer E ra más bien madrugador, y no porque esperara la menor ayuda. De mañanita descendía con parsimonia unos escalones . que le conducen al taller. Día alto y azul. El ambiente es límpido. La gran y suave bahía mallorquina de Cala Mor se dibuja con precisión; sólo unas manchas blanquecinas navegan en la inmensidad de la mar, cuyo azul ya no puede ser más intenso. El horizonte no sólo e trazado hoy con tiralíneas, sino que en hábil trompe-!' oeil natural atmósra y agua se han n- dido sin solución de continuidad. El perro acude solícito a contonearse entre las piernas del amo. Teme que le haga dar un tras- piés: se detiene, le hace un ademán cariñoso y le conmina a la inmovilidad. El can reconoce la au- toridad al instante mismo en que le e dada la voz. De pronto, al dar unos pasos más allá, el erte sol mañanero le da en pleno rostro; hace un mohín, unce el ceño, entorna los párpados y coloca la palma de la mano como si era una visera. Haciendo gala de prudencia se llega hasta la puerta del estudio. A su vera, una rueda inmensa de madera y unos aperos del campo surgen recostados pero desa- fiantes sobre la pared seca: el muro que sólo los isleños saben levantar con piedras y rocas que . . . 46 encabalguen resistentemente, pero sin tierra ni ceménto. El edcio se lo levtó, allá por los 50, su íntimo Sert -arquitecto catalán del GATCPAC, del pabellón que acogió en París el aún esco «Gernika», del nunca terminado exilio en H- vard. Así ensayó en la realidad sus cavilaciones sobre el cuarto de esra corrida que permite ilu- minar la estancia con la misma intensidad y matiz de luz, que luego perfeccionará en la Fondation Maeght de Saint-Paul-de-Vence y por último en la Fundació Joan Miró de Barcelona. El taller de Miró es blanco. Las únicas pinceladas de color, en las puertas: el azul, el rojo, el verde y el amarillo puros que iluminan su obra. Saca la llave. Abre. Un buen día llegó a un acuerdo bien claro con su mer. Pilar mandaría arriba, en la vivienda; él mandaría abajo, en el estudio. Una escalera estrecha y empinada conduce de- rechita al altillo, en donde se extiende una mesa l ) enorme. Sobre el grueso y contundente tablero, montones de libros, de papeles, de carpetas; en lo alto de cada pila, un pedrusco escogido por propia mano en las ya lejanas idas y venidas por la playa a la rebusca de «puntos de partida». Se advierte una capa de polvillo levísima, pero el orden que reina es poco menos que per f ecto. Tanto aquí como justo abajo, en donde hay otra mesa y otros pilones, cantidad de botones, lápices, pinceles, brochas, cepillos, tarritos con pintura. Esto sí que apece luciente. Y cómo no iba a estarlo si él siempre tuvo a gala limpiar cada día todos los utensilios empleados, en especial los que ostentan un atado de pelos. Una pulcritud, un detalle, que, en fin, van acordes con el pintor: siempre impeca- ble, atildado, incluso en aquellos años mozos pari- sienses en que el hambre que padecía le producía unas alucinaciones que plasmó genialmente en tela mosa: «El carnaval del Arlequín». Por todas partes, objetos sorprendentes, casi siempre popu-

UNA JORNADA DE TRABAJO EN EL ESTUDIODe pronto, al dar unos pasos más allá, el fuerte sol mañanero le da en pleno rostro; hace un mohín, frunce el ceño, entorna los párpados y

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Page 1: UNA JORNADA DE TRABAJO EN EL ESTUDIODe pronto, al dar unos pasos más allá, el fuerte sol mañanero le da en pleno rostro; hace un mohín, frunce el ceño, entorna los párpados y

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UNA JORNADA DE TRABAJO EN EL ESTUDIO

Lluís Permanyer

Era más bien madrugador, y no porque esperara la menor ayuda. De mañanita descendía con parsimonia unos escalones

. que le conducen al taller.

Día alto y azul. El ambiente es límpido. La gran y suave bahía mallorquina de Cala Major se dibuja con precisión; sólo unas manchas blanquecinas navegan en la inmensidad de la mar, cuyo azul ya no puede ser más intenso. El horizonte no sólo fue trazado hoy con tiralíneas, sino que en hábil trompe-!' oeil natural atmósfera y agua se han fun­dido sin solución de continuidad.

El perro acude solícito a contonearse entre las piernas del amo. Teme que le haga dar un tras­piés: se detiene, le hace un ademán cariñoso y le conmina a la inmovilidad. El can reconoce la au­toridad al instante mismo en que le fue dada la voz.

De pronto, al dar unos pasos más allá, el fuerte sol mañanero le da en pleno rostro; hace un mohín, frunce el ceño, entorna los párpados y coloca la palma de la mano como si fuera una visera. Haciendo gala de prudencia se llega hasta la puerta del estudio.

A su vera, una rueda inmensa de madera y unos aperos del campo surgen recostados pero desa­fiantes sobre la pared seca: el muro que sólo los isleños saben levantar con piedras y rocas que

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encabalguen resistentemente, pero sin tierra ni ceménto. El edificio se lo levantó, allá por los 50, su íntimo Sert -arquitecto catalán del GATCPAC, del pabellón que acogió en París el aún fresco «Gernika», del nunca terminado exilio en Har­vard. Así ensayó en la realidad sus cavilaciones sobre el cuarto de esfera corrida que permite ilu­minar la estancia con la misma intensidad y matiz de luz, que luego perfeccionará en la Fondation Maeght de Saint-Paul-de-Vence y por último en la Fundació Joan Miró de Barcelona. El taller de Miró es blanco. Las únicas pinceladas de color, en las puertas: el azul, el rojo, el verde y el amarillo puros que iluminan su obra.

Saca la llave. Abre. Un buen día llegó a un acuerdo bien claro con

su mujer. Pilar mandaría arriba, en la vivienda; él mandaría abajo, en el estudio.

U na escalera estrecha y empinada conduce de­rechita al altillo, en donde se extiende una mesa

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enorme. Sobre el grueso y contundente tablero, montones de libros, de papeles, de carpetas; en lo alto de cada pila, un pedrusco escogido por propia mano en las ya lejanas idas y venidas por la playa a la rebusca de «puntos de partida». Se advierte una capa de polvillo levísima, pero el orden que reina es poco menos que perfecto. Tanto aquí como justo abajo, en donde hay otra mesa y otros pilones, cantidad de botones, lápices, pinceles, brochas, cepillos, tarritos con pintura. Esto sí que aparece luciente. Y cómo no iba a estarlo si él siempre tuvo a gala limpiar cada día todos los utensilios empleados, en especial los que ostentan un atado de pelos. Una pulcritud, un detalle, que, en fin, van acordes con el pintor: siempre impeca­ble, atildado, incluso en aquellos años mozos pari­sienses en que el hambre que padecía le producía unas alucinaciones que plasmó genialmente en tela famosa: «El carnaval del Arlequín». Por todas partes, objetos sorprendentes, casi siempre popu-

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lares, bien humildes, ingenuos, de culturas y civi­lizaciones muy diversas. Proliferan los «siurells», silbatos chiquitos en formas humanas o de jinete montado, blancos y con pinceladas de vivos colo­res, que por los siglos de los siglos han venido moldeando en Mallorca manos del pueblo. En lu­gar de honor, la foto de su viejo amigo, estimado pintor, Pablo, Pablo Picasso en su plenitud.

Del altillo sale una baranda corrida que discurre

a lo largo de dos costados y desde donde se divisa la estancia inmensa, sin una sola columna, que pronto se le quedó chica. Al pie del muro dos grandes telas, impresionantes, despiden el im­pacto de los colores que aún les está aplicando con potencia y descaro, encaramado a lo alto de una escalera, que no es la soñada escala de la libertad ni los peldaños de la evasión, que por vez primera plasmó en un óleo sugestivamente oní­rico: Perro ladrando a la Luna. Cabe estas obras gigantescas, una mesilla repleta de cuanto hace falta para embadurnarlas, la mecedora Thonet de risueña curva vienesa y sobre el pavimento una lona enorme que lo recibe todo. Dice que la tendrá ahí para que adquiera una pátina inimitable, enri­quecida por el azar con la transparencia del polvo y con la viveza de la mancha y con la difumina­ción del pateo constante, convirtiéndose así en un incitante «punto de partida».

Una ristra de telas de todas las medidas y pro­porciones se amontonan en hileras apoyadas sobre otro muro contiguo. Al dorso de cada una, siem­pre ha pintado en negro: título, fecha y forma. ¿Por qué en francés? Pues, porque en París se hizo pintor hecho y derecho a la vera de dadaístas y de surrealistas, que no de pintores sino de poe­tas. En la poesía, aunque agresiva y penetrante y hasta violenta, descubrió toda inspiración. No es de extrañar, pues, que bautizara sus pinturas de

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tal suerte y que a su modo eran también sincopa­dos poemas en prosa que en ocasiones se alarga­ban como una palmera -aquellas palmeras de la barcelonesa plaza Real cuyas ramas imitan los chorritos del surtidor que adorna el centro y que ambos se relacionan en su particular universo plástico con el sistema de bóvedas del gótico cata­lán-: «El ala de la alondra rodeada por el azul del oro alcanza el corazón de la amapola que duerme en la pradera adornada de diamantes»*.

Algunas de las pinturas que están en proceso de creación llevan un papelito clavado al lateral del bastidor con una chincheta. Se trata de esbozos más o menos minuciosos de lo que tiene que llegar a ser la tela; de hecho es un recordatorio de la inspiración que tuvo en su momento. Cuando le sobreviene la idea se la apunta enseguida en la agenda o en un cuadernillo. Un día que a primera hora de una tarde veraniega le visité en la habita­ción del barcelonés Hotel Colón, va y me muestra unas páginas del carné de bolsillo: había una serie de dibujos a lápiz; tambien me enseña lo mismo, pero hecho encima de una servilleta de papel y a bolígrafo, y a renglón seguido pasa a explicarme que poco antes se había recostado en cama para sestear: por la ventana entreabierta se colaba un rayo de luz que lanzaba sobre el techo el reflejo sombreado de la cambiante realidad que discurría en el exterior, en la Plaza de la Catedral. Aquel juego de formas y de colores pálidamente fantasmagóri­cos le había sencillamente fascinado y le sugirió el «punto de partida». Esas notas prendidas tanto pueden ser recientes como añejas; da igual, por­que, repito, el punto mágico del proceso creador es siempre ese «punto de partida». En efecto, un Miró que jamás necesitó ni drogarse ni beber ni fumar para desencadenar la inspiración, siempre precisó sentirse motivado. La provocación exte­rior le resulta en todo momento esencial. Se trata de un estímulo que bien puede ser una sensación, una idea, aunque en los últimos tiempos era tre-

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mendamente sensible a los desafios plásticos. Y si se trataba de productos de la casualidad, mejor que mejor: una mancha sobre un papel sin mácula, el goterón de un bote de pintura, las líneas que aparecen en una plancha para grabar que no haya sido bien pulida. Hace años pintó sobre unas lá­minas en las que el haberse ói-inado encima dejó unos sombreados que le atrajeron poderosamente. Si bien es cierto que desde la época en que fue extremadamente sensible al automatismo, a dejar la mano en libertad -me recuerda que el pincel de Fra Angelico era guiado por la mano de un ángel, y al replicarle yo que para pintar bien se necesita fe en algo, asiente al punto con entusiasmo, por­que hace ya tiempo que viene magnificando el azar tan querido para él: «El déu atzar!» (¡El dios azar!). El podría de tal suerte parodiar a Newton y desafiante, exclamar: «¡Dadme un punto de par­tida y conmoveré el mundo!».

A medida que acumulaba abriles en vez de edulcorarse, se radicalizaba: se tornaba más vio­lento, más simple, más directo, más elemental, más potente. Y eso se explica en razón de su afán intransigente de ir hasta las mismas raíces. Para él había que tornar a los orígenes. Idea que le venía de lejos. Para inspirarse a la hora de realizar los muros cerámicos para la UNESCO -estamos a mediados de los años 50-, rindió viaje a Altamira. Siempre despreció a rajatabla el intelectualismo, le carga el poder de la razón; cambiaría todas las meditaciones, todas las ideas sesudas, por una pincelada fruto de un impulso, hija del más puro instinto. Había que verle los ojillos iluminados por el transporte, que encima le ruborizaba hasta las mejillas, al relatarme la lección inolvidable del gran Hokusai: ante el emperador del Japón exhi­bió el automatismo supremo de las huellas rojas dejadas por un gallo deambulando por encima de una superficie recién espolvoreada de azul, y to-

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dos los presentes reconocieron al punto una genial evocación del famoso río de los poetas sobre el que flotan las hojas coloradas de los arces. Es un �iró rabiosamente antiintelectual, pero más poé­tico que nunca, el que se vale esencialmente del estallido de color directo y no de la forma. La vigilia en pleno sueño, el duermevela inspirador -Saint Pol-Roux cuando descabezaba un sueñe­cito, colgaba en la puerta el rótulo con la adver­tencia inmortal de «Le poete travaille»- de losaños parisienses cedieron paso después a la esti-11!-ulación visual. Su homenaje litográfico impre­s10nante a los rupestres, de finales de los años 70, fue la culminación de ese proceso de vuelta a las fuerzas plásticas más elementales.

El pintor, salvo una interrupción para el al­muerzo y una breve siesta, por la tarde también permaneció encerrado en el estudio, hasta la caída suave de la anochecida. Me comentaba, entonces, que se había ganado bien a pulso el jornal. La verdad es que, hasta que a sus 89 años le falló la salud de acero, permaneció siempre entregado única y exclusivamente a la elaboración apasio­nada, obsesiva, de su obra. Recuerdo el día en que me confesó que el día de- mañana le gustaría ser tenido por un catalán que trabajó mucho y con honradez absoluta. Pues bien, se me antoja que ningún otro concepto resumiría mejor la esencia de lo que ha sido su vida. Y es que, en verdad, nada más le interesó al margen de eso.

Si Picasso supuso una genial y espectacular culminación de toda una manera de concebir la pintura que nació hace más de cinco siglos allá en Florencia, Joan Miró, amén de una colosal apor­tación colorística, supone el principio de una nueva concepción artística que abrió de �par en par un futuro esperanzador de ab- e soluta libertad creadora. �

* Título de una pintura de grandes dimensiones realizadaen 1967, traducido del francés.