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Cristo: Señor y Salvador Padre John Baptist Ku, O.P. V VERITAS

VERITAS - Knights of Columbus · - 5-INTRODUCCIÓN Porque en ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos (Hechos

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Cristo: Señor y Salvador

Padre John Baptist Ku, O.P.

VVERITAS

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La Serie Veritas está dedicada a Padre Michael J. McGivney (1852-1890), sacerdote de Jesucristo y fundador de los Caballeros de Colón.

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Cristo: Señor y Salvador

POR EL PADRE JOHN BAPTIST KU, O.P.

Caballeros de Colón presenta La Serie Veritas

“Proclamando la fe en el tercer milenio”

Editor General Padre Juan-Diego Brunetta, O.P. Servicio de Información Católica

Conejo Supremo de los Caballeros de Colón

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Nihil Obstat Censor Deputatus

Most Reverend Robert J. McManus, D.D., S.T.D.

Imprimatur Robert E. Mulvee, D.D., J.C.D.

Bispo de Providence El Nihil Obstat y el Imprimatur son declaraciones oficiales de que un libro o folleto está libre de error doctrinal o moral. No implica que quienes han concedido el Nihil Obstat e Imprimatur estén de acuerdo con el contenido, las opiniones o las declaraciones expresadas. Derechos reservados © 2010-2019 del Consejo Supremo de Caballeros de Colón. Todos los derechos reservados. Las citas del Catecismo de la Iglesia Católica están tomadas de la traducción al español del Catecismo de la Iglesia Católica, Segunda Edición: Modificaciones basadas en la Editio Typica, Derechos de Autor © 1997, United States Catholic Conference, Inc. - Librería Editrice Vaticana. Portada: Raphael (1483-1520), La transfiguración, Pinacoteca, Vatican Museums, Vatican City State © Scala/Art Resource, New York. Este folleto no puede ser reproducido o transmitido ni total ni parcialmente en ninguna forma ni en ningún medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias, grabaciones ni registrado por ningún sistema de recuperación de información sin la autorización escrita del editor. Escriba a:

Catholic Information Service Knights of Columbus Supreme Council

PO Box 1971 New Haven CT 06521-1971

www.kofc.org/sic

[email protected] 203-752-4267

800-735-4605 fax

Impreso en Estados Unidos de América

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CONTENIDO

INTRODUCCIÓN ......................................................................5 I. ¿QUIÉN ES JESUCRISTO? ...................................................6 Herejías y desarrollo de la doctrina ..................................7 Jesús revela al Padre y al Espíritu Santo.........................14 II. ¿CÓMO SABEMOS ACERCA DE JESUCRISTO? ...................18 Problem contra Mystery.................................................18 Testimonios de Cristo: La Escritura, la Tradición y la Iglesia.........................................20 La Iglesia que fundó Cristo............................................21 III. ¿CÓMO CONOCEMOS A JESUCRISTO? .............................23 El camino de la transformación en Cristo .....................25 La Iglesia visible.............................................................26 La Liturgia y los Sacramentos........................................27 La Sagrada Escritura......................................................29 La Caridad .....................................................................30 El Ascetismo ..................................................................32

“LA VERDAD LOS HARÁ LIBRES” ...........................................33

NOTAS ..................................................................................34

LECTURAS RECOMENDADAS.................................................37

ACERCA DEL AUTOR.............................................................38

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INTRODUCCIÓN

Porque en ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el

cual podamos salvarnos (Hechos 4,12)

La Iglesia Católica confiesa que Jesucristo, el hombre que nació hace 2000 años en Belén, es el mismo Hijo eterno de Dios y el único Salvador de la humanidad. Nuestra fe no depende de la investigación humana natural, sino de las propias palabras y promesas de Dios, la fe, que de una vez para siempre ha sido dada a los santos (Judas 1,3). Estas palabras, tomadas del Nuevo Testamento, expresan la solemne alabanza que brota en el corazón de todos aquellos que han estado en contacto con Cristo vivo y han sido liberados del pecado y de la muerte. Los cristianos claman: “¡Jesús es el Señor! ¡Rey de Reyes! ¡Señor de Señores! ¡El Hijo de Dios vivo!” ¿Qué entendemos por estos títulos y alabanzas? ¿Cómo puede un hombre, nacido en el tiempo, ser el Hijo eterno de Dios? En este libro reflexionaremos acerca de quién es Cristo, cómo lo conoce la Iglesia, y por qué hablamos de él como lo hacemos.

Este libro se divide en tres partes. En conjunto, sirven como introducción a la fe de la Iglesia Católica acerca de Jesucristo.

I. ¿QUIÉN ES JESUCRISTO? II. ¿CÓMO SABEMOS ACERCA DE JESUCRISTO? III. ¿CÓMO CONOCEMOS A JESUCRISTO?

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I. ¿QUIÉN ES JESUCRISTO?

Por la Biblia sabemos que la madre de Jesús fue la Virgen María y que su padre adoptivo fue José el carpintero (Mateo 1,18-20, 13,55, Lucas 1,26-35, 3,23). Jesús también fue carpintero (Marcos 6,3). Jacobo, José, Simón y Judas eran sus parientes cercanos, tal vez primos (Mateo 13,55).1 Jesús, hablante de arameo, podía leer el Antiguo Testamento en su hebreo original (Lucas 4,18).

El ministerio público de Jesús comenzó después de ser bautizado por su primo Juan el Bautista (Lucas 3,21-23, 36). Jesús enseñó en las sinagogas y en las calles, debatió con los escribas y con otros expertos de la Ley Judía (es decir, la religión y las palabras del Antiguo Testamento). Reunió a sus discípulos, hizo milagros, expulsó demonios, curó enfermos y anunció la llegada del reino de Dios. Jesús se relacionaba con los pecadores, lo que produjo gran desaprobación de escribas y fariseos.

Los Evangelios sugieren que el ministerio público de Jesús duró tres años. Puesto que cuando Jesús comenzó su ministerio tenía unos treinta años de edad (Lucas 3,23), los cristianos estiman que fue crucificado cerca de los treinta y tres años. Los escribas y los fariseos lo odiaban debido a su popularidad, por exponer la hipocresía de éstos y por expresar que era el Hijo de Dios; fue condenado a muerte cuando sus enemigos convencieron a Poncio Pilatos, gobernador romano de Judea, de que Jesús era una amenaza para la Imperio Romano.

Después de tres días en su sepulcro, Jesús resucitó de entre los muertos y se apareció primero a María Magdalena y después a sus apóstoles y discípulos (cf. Mateo 28,1-10, Marcos 1619-18, Juan 20,1-30, 1Corintios 15,5-8). Después de cuarenta días en que les impartió sus enseñanzas (Hechos 1:3), ascendió al cielo (cf. Mateo 28,16-20, Marcos 16,19, Lucas 24,51, Hechos 1,9-11).

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Herejías y desarrollo de la Doctrina

Los hechos sobre la vida de Jesús serían de poco interés si no fuera el Cristo, el Salvador del mundo, Dios mismo que aparece en carne humana.

La afirmación clave que nosotros los católicos hacemos acerca de Cristo es que Él es “verdaderamente Dios y verdaderamente hombre”. No es una mezcla de divinidad y humanidad, o “un poco divino” y “un poco humano”. Más bien, el único Hijo y Verbo de Dios, que es verdadera y completamente Dios desde toda la eternidad, se ha convertido en uno de nosotros: hombre verdadero, nacido de la Virgen María. Cristo es completo y perfecto en su divinidad como el Hijo Eterno del Padre, y es completo y perfecto en su humanidad que asumió por nosotros. La divinidad y la humanidad de Cristo están tan unidas que son inseparables, están perfectamente unidas y esta unión de la divinidad y la humanidad, es la causa de nuestra salvación.

Básicamente, hay dos maneras de equivocarse al hablar acerca de quién es Cristo: puede negarse su plena divinidad o puede negarse su plena humanidad. La forma más fácil de comprender lo que cree la Iglesia es rastreando la historia de las herejías que se han enfrentado durante siglos. Al luchar contra cuestionamientos y controversias, la Iglesia no ha dejado de aclarar su enseñanza y ha desarrollado formas muy precisas y cuidadosas de hablar sobre el misterio de la encarnación, es decir, acerca de cómo Jesús es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre.

Las herejías - desviaciones de la verdad de la fe católica - surgen no sólo por malicia o maldad. A menudo, las herejías comienzan con errores inocentes y juicios bien intencionados pero equivocados. Al examinar o empeñarse en una idea que al principio puede parecer del todo fiel y razonable, se puede desviar de la trayectoria de la fe sólida. Normalmente, las herejías surgen cuando los creyentes destacan sólo un aspecto de una enseñanza en detrimento de toda la verdad. En sentido estricto o formal, cometer un error inocente no es herejía, en el sentido

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estricto de la palabra, la herejía sólo tiene lugar cuando un cristiano se aferra obstinadamente a un error, a pesar de la corrección de la Iglesia y de la enseñanza de lo contrario.

En la cristología - el ámbito de la doctrina referente a Cristo - las herejías y varias ideas inadecuadas han dado a la Iglesia razón para expresar lo que cree acerca de Jesucristo de manera más concreta y clara.

Las principales preguntas acerca de la naturaleza humana y divina de Cristo surgieron durante los primeros 500 años de la historia cristiana. El debate fue más candente durante dos siglos, aproximadamente entre 275 y 475 AD. Durante este período, los papas y los obispos llevaron a cabo una serie de Concilios Ecuménicos (“Universales”) para resolver las controversias y defender la fe de la Iglesia contra el error.

Entre las primeras herejías se pueden reconocer toda una serie de errores que niegan la verdadera humanidad de Cristo.

Tal vez la forma más simple de esta serie de herejías fue el llamado docetismo, del griego “dokeo”, que significa “parecer”. Los docetas opinaban que Cristo sólo parecía tener un cuerpo, sólo parecía sufrir, y sólo parecía morir. En realidad, los docetas decían que Jesús era sólo una aparición o una ilusión, y no un ser físico. El docetismo estaba motivado por el deseo de afirmar la divinidad de Cristo. En efecto, los docetas temían que al admitir el cuerpo real y el sufrimiento real de Cristo, serían incapaces de sostener que es divino. Sin lugar a dudas, la Iglesia necesitaba sostener la fe en la divinidad de Cristo, pero reconocía que sería un gran error argumentar este punto negando su humanidad. Esta primera crisis llevó a la Iglesia a reconocer que debía afirmar al mismo tiempo, tanto la divinidad como la humanidad de Cristo.

Estrechamente relacionada con el docetismo, aunque más complicada (e influyente), se encontraba la herejía llamada gnosticismo. El gnosticismo adquiere su nombre de la palabra griega gnosis, que significa conocimiento. No todos los gnósticos estaban de acuerdo unos con otros, pero en general sí estaban de acuerdo en que la obra salvadora

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de Cristo fue principalmente una obra de iluminación, es decir, de impartición de un conocimiento secreto (gnosis). Se suponía que esta iluminación secreta purificaría y elevaría la mente a una vida divina. Sin embargo, el cuerpo debía ser despreciado y abandonado. Ahora bien, mientras que Dios nos ilumina con el conocimiento de sí mismo, el movimiento gnóstico negaba efectivamente la importancia de la humanidad física de Cristo (y la nuestra). Está claro, que el sufrimiento y la muerte de Cristo, no tenían un lugar útil en el esquema gnóstico. Por otra parte, el gnosticismo tendía a reinterpretar los sacramentos como “actos meramente simbólicas” (en lugar de realmente efectivos), para reducir la Iglesia a “los iluminados” (es decir, el círculo gnóstico), erigiendo a los obispos en una curiosa élite juzgada superior debido a su posesión de conocimientos secretos. Naturalmente, la Iglesia tenía poca paciencia con el gnosticismo; después de todo, Cristo no había venido para un grupo selecto de “privilegiados”, sino para todos. Por otra parte, no quería que sus seguidores mantuvieran en secreto sus enseñanzas, sino que las predicaran en los confines de la tierra. Por último, para la Iglesia era importante que se aferraran al hecho de que somos salvados por medio de la incorporación en Cristo, un cambio que implica la conversión y la transformación de toda la vida y el carácter. La salvación no es solamente el conocimiento.

Una tercera herejía de esta familia, de origen no cristiano, fue el maniqueísmo, llamado así debido a Mani, su fundador. Los maniqueos imaginaban que había dos dioses, uno bueno y otro malo. Pensaban que el dios del mal era el responsable de la creación de la materia y del “confinamiento” del alma dentro del cuerpo. Así, los maniqueos, entre muchos otros errores, rechazaban que Dios (el dios bueno) pudiera salvarnos enviando a Cristo en carne para sufrir y morir. Puesto que consideraban malos a la materia y al cuerpo, tenían poco interés en las doctrinas relacionadas con la humanidad real de Cristo, su muerte o su resurrección. Aunque los cristianos estimaban que el alma y las cosas espirituales son más importantes que las preocupaciones materiales,

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vieron que la solución maniquea sacrificaba toda la verdad otorgando demasiada importancia a un solo aspecto.

Ninguna de estas herejías demostró ser tan peligrosa o divisiva para la Iglesia como el arrianismo, la herejía creada por un sacerdote llamado Arrio (250 AD). Las enseñanzas de Arrio eran bastante sofisticadas. Afirmaba que Cristo era “divino”, pero no tan divino como Dios Padre. Enseñaba que el Hijo era una criatura que no era ni eterno ni el “Dios verdadero”. (Arrio exageraba aquí el punto de que el origen de Cristo era Dios Padre). Además de negar la divinidad verdadera y plena de Cristo, Arrio también afirmaba que Cristo no tenía alma humana; en cambio, argumentaba que el cuerpo humano de Cristo, aunque era real, estaba animado por un espíritu semidivino y que Cristo carecía de una mente humana y de voluntad. Sin embargo, el principio rector de Arrio, era que sólo el Padre era realmente Dios (ya que el Padre es el único que no “proviene de” nadie más).

En respuesta a la crisis arriana, se celebró en Nicea (actualmente el noroeste de Turquía), una reunión de obispos de toda la Iglesia en el año 325 AD. El primer Concilio Ecuménico afirmó que Cristo es verdadera y perfectamente divino, a pesar de que “proviene del Padre”, de hecho, precisamente porque “proviene del Padre”. En Nicea los obispos redactaron un credo, una expresión precisamente articulada de la fe de la Iglesia, que es la base del credo que todo católico aún canta o recita en la celebración de la Santa Eucaristía. El Credo de Nicea reconoce la fe en Dios Padre Todopoderoso y “en nuestro único Señor Jesucristo, el Hijo único de Dios, nacido del Padre Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado…”. Aquí podemos ver la clara afirmación de la igualdad del Hijo con el Padre; el Hijo no es un Dios menor o una criatura. Jesús, el Hijo es “de la misma sustancia que el Padre”. Jesús, el Hijo es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”. El Hijo no es menos que el Padre y no fue creado en el tiempo. El Hijo fue “engendrado, no creado”, es decir, se origina en el Padre, pero no es una criatura (separada de la sustancia del Padre).

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Después de que el Concilio de Nicea rechazara el arrianismo, un obispo llamado Apolinar (310-390 AD) cometió el error de negar la verdadera y perfecta humanidad de Cristo. Aunque Apolinar pensaba que Cristo debió haber tenido un “alma animal” para animar su cuerpo, sostenía que para que la encarnación tuviera lugar, el Hijo eterno de Dios debía haber tomado el lugar del alma humana de Jesús. El segundo Concilio Ecuménico, concretamente el Primer Concilio de Constantinopla, en el año 381 AD, rechazó el Apolinarismo como herético. En oposición a Apolinar, la Iglesia insistió en que el Hijo de Dios realmente se había convertido en un verdadero hombre; Cristo no era sólo Dios en un cuerpo.

Una herejía excepcionalmente importante que tuvo lugar en el siglo quinto, se denominaba nestorianismo, y adquirió su nombre de Nestorio, el Patriarca (obispo) de Constantinopla, quien fue su defensor más famoso. Nestorio deseaba afirmar que Cristo era tanto Dios como hombre, pero lo confundieron las cuestiones acerca de la unidad de estas dos naturalezas.

Los problemas comenzaron cuando Nestorio rechazó el título de Theotokos (portadora de Dios o Madre de Dios), que los cristianos tradicionalmente atribuyen a la Virgen María. Nestorio estaba dispuesto a admitir que Cristo es Dios, y que María es la madre de Cristo, pero se sentía incómodo con el título de Theotokos. Nestorio se resisitía porque pensaba que llamar a María “Madre de Dios”, sugería que el Hijo de Dios no existía antes de nacer de María, o que de alguna manera la existencia del Hijo eterno de Dios dependía de ella.

Como alternativa, Nestorio propuso el título de Christotokos, que significa “Madre de Cristo”, enfatizando que María sólo se convirtió en madre del Hijo en el tiempo, es decir, cuando el Hijo se hizo hombre. Lamentablemente, el enfoque nestoriano trata a “Cristo” y a “Dios el Hijo” como dos personas diferentes (uno nacido de María, y el otro no). Puesto que Cristo es verdaderamente Dios, es imposible decir que María dio a luz a Cristo sin dar a luz a Dios. Para evitar la confusión de

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Nestorio, sólo necesitamos recordar que Cristo es eternamente Dios, el Hijo del Padre, mientras que Él se convirtió en el hijo de María sólo en el tiempo. Puesto que Cristo es por siempre verdadero Dios y verdadero hombre, a María se le llama con toda justicia “Theotokos”, porque dio a luz al único, a la persona permanente, a Dios el Hijo, que se convirtió en hombre en su vientre. El nestorianismo fue condenado en el Concilio Ecuménico de Efeso (en la actual Turquía) en el año 431 AD. Fue el tercer concilio ecuménico de la historia de la Iglesia.

Pisándole los talones a Nestorio surgió otra opinión, comúnmente llamada monofisismo y asociada con el abad Eutiques, quien se negó a hablar de “dos naturalezas” en Cristo, aunque al mismo tiempo, parece haber querido afirmar que Cristo era verdadero Dios y verdadero hombre. Fueron condenados con Eutiques una serie de obispos que sostenían una fórmula doctrinal creada muchos años antes por San Cirilo de Alejandría. Señalados como “monofisitas” (¡nombre que no aceptaban!), estos obispos y teólogos sostenían que en la Encarnación se combinaron dos naturalezas, humana y divina, unidas de tal manera que ya no se podía hablar como si fueran dos. Así que hablaban de “una única naturaleza después de la Encarnación” (mia physis, en griego), la naturaleza única del Verbo Encarnado, y rechazaron el credo adoptado por la Iglesia en general.

El punto de vista de Eutiques y los “monofisitas” fue rechazado en el Consejo Ecuménico de Calcedonia en el año 451 AD.2 En este Consejo, esta Iglesia definió su amplia confesión de la fe sobre la realidad de la Encarnación.

Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, “en todo semejante a nosotros, excepto en el

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pecado”; nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad.

Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto (prosopon) y en una hipóstasis.3

Finalmente, después del Concilio de Calcedonia, en el año 553 AD se reunió el Concilio Ecuménico de Constantinopla y (entre otras cosas) intentó hacer las paces con las Iglesias “monofisitas”. Para enfatizar la realidad de la unión de la divinidad y la humanidad en Cristo, el Concilio de Constantinopla II confirmó expresamente que Jesucristo es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que no es solo la “encarnación” del Hijo Eterno. Como explica el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), esto significa que “todo en la humanidad de Jesucristo debe ser atribuido tanto a su persona divina como a su propio sujeto, no solamente los milagros sino también los sufrimientos y la misma muerte: ‘Él que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la Santísima Trinidad’”(CCC n. 468).

Los giros de los inicios de esta historia no son fáciles de seguir, sobre todo porque los lectores modernos podrían no ver la importancia de las sutilezas que debían enfrentar los Concilios Ecuménicos. Podemos resumir la importancia de esta historia destacando que:

Jesús es un hombre real, físico: no un ángel o una persona que solo pareció nacer, sufrir, morir y resucitar de entre los muertos. (¡No es docetismo!)

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Jesús nos salva en cuerpo y alma: la realidad física, la suya y la nuestra, son inseparables de la salvación “espiritual”. Así, la Iglesia, los sacramentos, la resurrección corporal, y todo lo relacionado con la vida terrenal, forman parte integral de la obra salvadora de Cristo. (¡No es gnosticismo, no es maniqueísmo!)

El Hijo de Dios es verdaderamente Dios, igual al Padre en la divinidad. (¡No es arrianismo!)

4. Jesús tiene un alma humana, no es sólo Dios en un cuerpo. (¡No es apolinarianismo!)

5. Cristo, nuestro Dios es una persona, verdadero Dios y verdadero hombre, el único “Jesús” es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; en la Encarnación la humanidad y la divinidad están realmente unidos, sin embargo, no se compromete la naturaleza. (¡No es nestorianismo ni monofisismo!)

Jesús revela al Padre y al Espíritu Santo

Sin la llegada de Jesucristo, no conoceríamos la Santísima Trinidad.

De todas las enseñanzas cristianas, la doctrina de la Trinidad es la más misteriosa y la más difícil de comprender. Como decía San Agustín, aunque no existe un tema más peligroso o difícil, tampoco hay un tema en el que el esclarecimiento de la verdad sea más valioso.4.

Jesús revela que Dios no es solitario. Por el contrario, la vida divina es una vida de tres personas divinas eternas que viven en comunión perfecta de amor, conocimiento y gloria. Estas tres personas son Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

Jesús se identifica a sí mismo como el Hijo eterno de Dios y, explica que proviene del Padre (Juan 16,28). Dice también que el Padre y el Hijo enviarán al Espíritu Santo (Juan 15,26).

Uno de los títulos más reveladores que se otorgan a Cristo en la Sagrada Escritura es el nombre de “Palabra o Verbo”: Al principio existía la

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Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.... Al principio estaba junto a Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. (Juan 1,1, 14). (Véase también Apocalipsis 19,13.

¿Por qué al Hijo de Dios se le llamó la Palabra o el Verbo? Está claro que una palabra es una expresión de algo en la mente de la persona que habla. Cuando nosotros, los seres humanos, hablamos, revelamos nuestra mente. Es muy satisfactorio cuando podemos expresarnos por completo y enérgicamente, en especial cuando expresamos con palabras un profundo sentimiento, de amor, ira o tristeza. Por el contrario, si no podemos hacer que se nos escuche, puede producirse una amarga frustración.

Después de reflexionar, podemos apreciar que cuando Dios Padre habla eternamente desde su propia profundidad, su “Palabra” es perfecta, completa y lo expresa absolutamente a Él mismo. Por eso el nombre de “Palabra” se aplica a la Segunda Persona de la Trinidad, es decir, a Dios el Hijo. El Hijo, que se hizo hombre, nuestro Señor Jesucristo, es la Imagen del Dios invisible (Colosenses 1,15, cf 2 Corintios 4,4), es el resplandor de la gloria de Dios y la impronta de su ser (Hebreos 1,3). Por eso, cuando el apóstol San Felipe pidió a Jesús que revelara a Dios Padre, Cristo le respondió: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre? (Juan 14,9).

Además de revelarnos al Padre (es decir, al revelar que el Dios de Israel es un Padre, y no sólo una persona solitaria), Jesús también nos dio a conocer a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, a saber, el Espíritu Santo.

Este nombre, “Espíritu Santo”, en sí no es especialmente revelador, ya que tanto el Padre como el Hijo son sin duda santos y espirituales. Sin embargo, es apropiado que el nombre de esta persona sea, por así decirlo, discreto, porque la Tercera Persona de la Trinidad no llama la

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atención sobre sí misma, sino que es el don otorgado para dar a conocer la Palabra de Dios. Como enseña el Catecismo:

Pues bien, el Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que “habló por los profetas” nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos “desvela” a Cristo “no habla de sí mismo” {Juan 16,13}. Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué “el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce”, mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos (Juan 14, 17). Tal modestia divina explica por qué “el mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce”, mientras que aquellos que creen en Cristo conocen al Espíritu porque permanece con ellos {Juan 14,17}.5

En la Escritura, aprendemos que el Espíritu Santo trajo consigo la concepción de Jesús en el vientre de la Virgen María (cf. Mateo 1,20, Lucas 1,35). Así también, el Espíritu es enviado para hacer presente a Cristo en nosotros y para incorporarnos en el cuerpo viviente de Cristo, la Iglesia. Sólo mediante el acto de poder del Espíritu Santo podemos creer, orar, y entrar en la comunión de la Trinidad. Como dijo San Basilio el Grande:

Por la comunión con Él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios “Padre” y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamados hijos de la luz y de tener parte en la gloria eterna.6

Jesucristo no nos reveló por completo el Espíritu Santo hasta el día de Pentecostés, cuando — después de su muerte y resurrección – infundió el Espíritu a los Apóstoles reunidos en oración con la Virgen María (ver Hechos 1,14 - 2,4). De acuerdo con la promesa de Cristo, el Espíritu

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Santo, enviado a nosotros por el Padre a causa de Cristo, confirma a la Iglesia en su conocimiento de la verdad (cf. Juan 14,16-17, 25-26) y nos enriquece con todos los dones espirituales (cf. Gálatas 5,22-23, Isaías 11,1-2).

“Dios es amor” y el amor es el primer don, y contiene todos los demás. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se ha dado a nosotros”.7

Debido a que este amor divino es un don, y no algo que podamos adquirir por nuestra cuenta, confesamos nuestra necesidad de recibirlo de Dios Todopoderoso. De hecho, la buena noticia del Evangelio es que Dios mismo quiere infundirnos el Espíritu a nosotros, y llevarnos a la comunión eterna de su propia vida divina. Todo aquello que el Hijo Eterno disfruta por naturaleza — la perfección de la vida y el amor en la comunión con el Padre—estamos llamados a disfrutarlo por la gracia. Es la razón por la que Cristo vino, murió, resucitó e infundió el Espíritu.

Difícilmente puede exagerarse el hecho de que sólo el cristianismo, entre todas las grandes religiones y filosofías, afirma que Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera compartir la vida de Dios. Debido a Cristo, el cristianismo promete de manera permanente, personal, “cara a cara” la comunión con el Dios uno y trino. Incluso las grandes religiones monoteístas del judaísmo y el Islam no hacen una promesa tan plena como la comunión personal con Dios, y mucho menos las religiones orientales del budismo y el hinduismo. Así, mientras los cristianos reconocen que el poder salvador de Dios se puede extender a aquellos que son ignorantes de Cristo, debemos afirmar que solo a través de Cristo se gana y se otorga el don de la salvación. Porque como dice la Escritura, no existe otro Nombre por el cual podamos salvarnos (cf. Hechos 4,12), y como ninguna otra religión ofrece tal salvación, no debería sorprendernos que los cristianos reconozcan a Jesús como el único salvador.

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Hay una sola economía de la salvación de Dios, Uno y Trino, que se realiza en el misterio de la encarnación, la muerte y la resurrección del Hijo de Dios, que se actualiza con la cooperación del Espíritu Santo, y se extiende en su valor de salvación a toda la humanidad y a todo el universo: “Por lo tanto, nadie puede entrar en comunión con Dios, si no es a través de Cristo, por obra del Espíritu Santo”.8

Si bien puede haber muchos profesores de religión en el mundo, y muchas ideas sobre el propósito de la religión, aquellos que creen que el hombre está hecho para la comunión eterna y personal con Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo), confiesan que sólo Dios puede otorgarnos este don. Decir lo anterior no es prejuzgar a aquellos que no han recibido el Evangelio, o negar que el poder de Cristo esté en obra en toda la familia del hombre, y de hecho en todo el cosmos. Más bien, nuestra principal preocupación es confesar que Jesús es verdaderamente el único Señor y Salvador. No es un líder religioso “más” entre muchos otros, ni tampoco es la religión católica una fe “entre otras”. Admitir a Cristo es admitirlo en sus propios términos, como el exclusivo camino, la verdad y la vida (Juan 14,6).

II. ¿CÓMO SABEMOS ACERCA DE JESUCRISTO?

Problema contra misterio

Al pensar en Jesucristo, es fundamental apreciar la diferencia entre un misterio y un problema. Los problemas son dificultades que se deben resolver, los misterios, son verdades que deben aceptarse con amorosa contemplación.

Un problema describe una situación no resuelta que puede resolverse mediante mayor investigación. Los problemas siguen sin resolverse debido a su complejidad, no porque sean intrínsecamente insolubles. Podrían resolverse si tuviéramos el tiempo, la inteligencia y la información suficientes. Por ejemplo, si su auto o su computadora no

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arrancan o no funcionan correctamente, se trata de un problema que debe resolverse, ¡no de un misterio que deba contemplarse! Incluso si los mejores técnicos no pueden ofrecer una solución satisfactoria, lo que enfrentamos es un problema sin resolver.

Por el contrario, los misterios, no pueden resolverse, y no se espera que se resuelvan.9 Superan los poderes humanos de descubrimiento y descripción, y no están sujetos a la experimentación o al escrutinio empírico del hombre. Debido a que la llegada del Hijo de Dios como hombre es un misterio, la Iglesia no espera que llegue un brillante teólogo y lo explique. Este misterio, al igual que el misterio de la Santísima Trinidad, es algo que podemos contemplar y apreciar, pero no es algo que podamos explicar en términos de todas sus causas y efectos. A diferencia de los motores de combustión interna y diversos fenómenos físicos, los misterios no ceden al desmontarlos, al demostrarlos o ante la descripción matemática.

Si los misterios de la razón desafían la comprensión racional, no es que sean ilógicos o contradictorios en sí mismos. Para nosotros, los misterios son más bien oscuros porque nuestra mente está limitada por naturaleza (y por la oscuridad y la confusión introducidas por el pecado). Un misterio de la fe, en sí mismo, es simplemente demasiado grande y demasiado brillante para ser captado por nuestra limitada visión mental. Como lo planteó Santo Tomás de Aquino, cuando observamos los misterios de Dios, somos como búhos nocturnos mirando el sol: nuestra vista no falla a causa de la oscuridad, sino porque la luz es más brillante de lo que podemos soportar.

En este sentido, no debería sorprendernos que las enseñanzas cristianas acerca de Cristo sean misterios. De hecho, sería más sospechoso si se afirmara tener demostraciones y pruebas positivas de la vida interior y los planes de Dios Todopoderoso. Para la razón humana es posible descubrir que Dios existe, pero saber que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, o que Jesucristo es el Hijo Eterno y nuestro Salvador, es algo que sólo podemos aprender de Dios mismo.

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Testimonios de Cristo: La Escritura, la Tradición y la Iglesia

Nuestro conocimiento acerca de Cristo no proviene ni de experimentos ni de proyectos de biografías históricas. En cambio, sabemos de Cristo mediante testimonios. Después del mismo Espíritu Santo, el testimonio principal de Cristo es su esposa, la Iglesia Católica.

A nuestra cultura escéptica le incomoda mucho confiar en el testimonio de los testigos, al menos cuando nos damos cuenta que lo estamos haciendo. Con demasiada frecuencia, este escepticismo conduce a una exigencia profundamente irracional de pruebas. Detrás de esta exigencia se encuentra una suposición tácita de que lo que no puede probarse no debe ser verdad. Pero esta misma suposición es falsa.

Creemos con frecuencia y mucha facilidad en los médicos, los científicos, los comunicadores de noticias y en los expertos de todo tipo. En efecto, si tuviéramos que suspender por completo nuestra confianza, estaríamos paralizados. ¿Podemos confiar en nuestros propios ojos? ¿Podemos confiar en que nuestro desayuno no ha sido envenenado? ¿Podemos confiar en que no estamos dormidos y soñando todo el tiempo? Se puede entrar en un juego de dudas infinito, pero este juego estéril no brinda ninguna ventaja en la búsqueda de la verdad o el aprendizaje de la sabiduría.

La necesidad de confianza es más clara si tenemos en cuenta la posibilidad de una revelación que viene de Dios Todopoderoso. Cuando Dios se revela, debemos esperar que esta revelación supere nuestra capacidad de prueba y demostración. Por lo tanto, nuestra posición natural en relación con Dios requiere cierto grado de confianza: si se revela, debemos estar dispuestos a creerle.

El testimonio visible que acredita la verdad sobre Jesucristo es su Iglesia. La Iglesia es la que proclama a Cristo en el mundo, la Iglesia es el custodio e intérprete de las Escrituras, la Iglesia es la que tiene en las manos la enseñanza y la autoridad de los apóstoles de Cristo, la Iglesia es guiada en la verdad y es animada por el Espíritu Santo, la

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Iglesia vive en unión constante con Cristo resucitado a través de la gracia y los Sacramentos.

La Iglesia que fundó Cristo

Es sencillamente imposible hablar de Jesús y de su revelación sin hablar de la Iglesia que fundó y de los apóstoles que comisionó. Lo que sabemos acerca de Jesús, nuestra manera de orar y celebrar su Eucaristía, y de hecho todas las verdades de la religión cristiana, llegan a nosotros a través de la Escritura y la Tradición, protegidas por los obispos de la iglesia, que son los sucesores de los doce apóstoles que el mismo Jesús eligió para anunciar y defender la verdadera fe.

En la Biblia Jesús deja claro que llamó a doce apóstoles y los comisionó para que actuaran en su nombre (cf. Mateo 10,2, Marcos 6,7, Lucas 9,01, Hechos 5,12, etc.) Ellos bautizaban, sanaban, perdonaban los pecados y expulsaban demonios. Misteriosamente, Jesús otorgó a los hombres sólo una parte de su propio ministerio, del mismo modo que Dios otorgó a Adán y Eva solo una parte de su propio poder creativo para dar a luz a nueva vida.

Las enseñanzas de Cristo se conservan en la Escritura y la Tradición, y se transmitieron fielmente a través de la predicación de la Iglesia. La “Escritura” es la Biblia: el Antiguo y Nuevo Testamento. La Iglesia venera la Biblia porque está inspirada por el Espíritu Santo. En otras palabras, Dios es el principal autor de la Escritura.10

La “Tradición”, se refiere a la práctica viviente de la fe, y en cierto sentido incluye a las veneradas Escrituras, especialmente en su contexto litúrgico (es decir, la Biblia tal y como se lee y se proclama en el culto divino). La tradición se representa en las oraciones y los credos de la Iglesia, en las enseñanzas del Papa y los obispos (especialmente en los concilios locales y ecuménicos, pero también en la predicación y la enseñanza ordinarias), en la sabiduría de los santos, y - en mayor o menor grado - en las costumbres y ceremonias que constituyen la vida

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católica. A veces hay que distinguir entre la simple tradición y la “Sagrada Tradición” (es decir, la herencia de la verdad que se transmitió de generación en generación), pero en general, basta reconocer que Dios ha elegido comunicarnos las verdades de la revelación a través de la comunidad de la fe, la Iglesia, que enseña y vive a través de los siglos.

Para algunos cristianos no católicos, resulta incómodo hablar de la Tradición, ya que aceptar la tradición significa confiar en que Dios obra a través de su Iglesia y por medio de maestros que no todos son santos. Sin embargo, es ilógico y poco realista suponer que la revelación cristiana se transmite solo mediante la Biblia (cf. Juan 21,25). Después de todo, la Biblia misma no fue compilada excepto por la Iglesia, y el Nuevo Testamento no se escribió hasta que la Iglesia ya estaba viva y enseñando.

Después de que Cristo subió al cielo, pasaron unos veinte años antes de que se escribiera la primera carta de San Pablo, y por lo menos treinta años antes de que se concluyera el primer Evangelio. Pasaron unos setenta años antes de que se redactaran todos los libros del Nuevo Testamento. Durante el primer siglo, se celebró Misa, se veneró a Jesús, se sanó a enfermos y se expulsaron demonios; los Hechos de los Apóstoles registran estos primeros años de vida de la Iglesia. Sin embargo, pasaron otros 200 años antes de que se reunieran en forma definitiva todos los libros de la Biblia. Y fue la Iglesia Católica, su Papa y obispos, guiados por el Espíritu Santo, quienes decidieron cuáles escritos fueron inspirados por Dios y cuáles no lo fueron.

El mismo Nuevo Testamento da testimonio de la importancia de la Sagrada Tradición, pues está claro que San Pablo no imagina que toda la doctrina cristiana esté escrita en la Biblia. Así, dice, los felicito porque siempre se acuerdan de mí y guardan las tradiciones tal como yo se las he transmitido (1 Corintios 11,2), y nuevamente, por lo tanto, hermanos, manténganse firmes y conserven fielmente las tradiciones que aprendieron de nosotros, sea oralmente o por carta (2 Tesalonicenses 2,15).

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III. ¿CÓMO CONOCEMOS A JESUCRISTO?

La vida cristiana no es simplemente aprender acerca de Cristo o la doctrina de la Iglesia. Más bien, nuestro propósito es la vida eterna: Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo. (Juan 17,3). Este conocimiento personal de Cristo y de Dios Padre en Él no es un objetivo que se ubique en un futuro lejano. Por el contrario, si bien es cierto que sólo veremos a Dios cara a cara en el cielo, Cristo vino precisamente para que nosotros fuéramos amigos de Dios aquí y ahora. La vida eterna comienza aquí en la tierra.

Para apreciar el don de la vida eterna, debemos reconocer que existen dos grandes brechas que debemos salvar antes de poder llegar a Dios.

En primer lugar, existe el abismo provocado por el pecado, nuestras ofensas personales (el pecado real) y el estado general del pecado original provocado por el pecado de nuestros primeros padres humanos, Adán y Eva.

En segundo lugar, existe el abismo que, naturalmente, se encuentra entre el Creador y todas las criaturas. Los únicos partícipes “naturales” de la vida divina son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, sólo las Personas de la Santísima Trinidad son amigos íntimos naturales entre ellos. Sin embargo, las personas divinas han deseado compartir su vida con personas creadas, con seres naturales totalmente inferiores a ellos. Para que nosotros (y los ángeles) podamos participar en la vida divina, Dios deberá tener algunos medios prácticos para acomodarse a nuestra naturaleza y para elevarnos a una condición sobrenatural.

En Jesucristo, y sólo en Él, Dios vence dos obstáculos para nuestra participación en la vida divina.

Su poder divino, en efecto, nos ha garantizado todo lo necesario para la vida y la santidad, haciéndonos conocer a aquel que nos llamó por la fuerza de su propia gloria. Gracias a ella, se nos han concedido las más grandes y valiosas promesas, a fin de que ustedes lleguen a participar de la naturaleza divina,

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sustrayéndose a la corrupción que reina en el mundo a causa de los malos deseos (2 Pedro 1,3-4).

La muerte sacrificial de Cristo venció el obstáculo del pecado. En primer lugar, el bautismo lava todo pecado (original y personal): Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva. (Romanos 6,4, cf. 2 Corintios 5,17, Gálatas 6,15, Colosenses 2,12). En segundo lugar, los pecados cometidos después del bautismo son perdonados por el poder que Cristo dio a sus apóstoles después de la resurrección cuando dijo: Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan (Juan 20, 22-23; cf. Mateo 16,19).

Ahora, mientras la misericordia de Dios es, podríamos decir, el comienzo de nuestra salvación en Cristo, debemos recordar que entrar en la vida divina implica más que ser liberados del pecado. Una vez más, puesto que la intimidad y la amistad con Dios son algo “natural” sólo para las personas de la Trinidad, el hombre debe recibir los dones de la elevación y la transformación de Dios con el fin de participar en esa comunión celestial. Y al igual que Cristo nuestro salvador se hizo hombre y nació de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, también nosotros dependemos del poder activo del Espíritu para nuestra nueva vida (cf. Juan 3,3-5).

“Por eso les aseguro que nadie, movido por el Espíritu de Dios, puede decir: ‘Maldito sea Jesús’” [1 Corintios 12,3]. “Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Gálatas 4, 6-8). Este conocimiento de la fe sólo es posible en el Espíritu Santo: para estar en contacto con Cristo, primero debe tocarnos el Espíritu Santo. Él sale a nuestro encuentro y enciende la fe en nosotros. En virtud de nuestro bautismo, el primer sacramento de la fe, el Espíritu Santo en la Iglesia nos comunica íntima y

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personalmente, la vida que se origina en el Padre y se nos ofrece en el Hijo.11

“Para estar en contacto con Cristo, primero debemos haber sido tocados por el Espíritu Santo”. Para algunos, ser tocado por el Espíritu Santo significa un momento dramático que provoca un cambio total en el estilo de vida. Es especialmente el caso cuando una persona ha vivido en pecado grave. Para otros, el ser tocado por el Espíritu Santo se manifiesta en su vida de manera más silenciosa, impulsándolo a hacer el bien y dándole el valor de confesar sus pecados y arrepentirse de ellos. Cuando el pecador deja de desear el mal y empieza a desear el bien, es una señal de gracia. En efecto, el Espíritu Santo obra hora tras hora, atrayendo e invitando incluso a aquellos que desprecian a Dios para que regresen a Él y se salven.

La respuesta que se requiere de nosotros es la fidelidad, es decir, la aceptación voluntaria de los dones de Dios de luz o conocimiento, y de los impulsos del Espíritu hacia la bondad, el amor y la santidad de la vida.

El camino de la transformación en Cristo

Llegar a conocer a Jesucristo significa transformarse en Él mediante el poder del Espíritu Santo y ser santificado. Ésta es necesariamente una obra de Dios, no está en nuestro poder humano llevarla a cabo. Sin embargo, la gracia de Dios es tal que nos perfecciona y nos eleva, de manera que nuestras obras humanas se transforman en los diseños y los logros de Dios. Él obra a través de nosotros y en nosotros. Así, Dios nos permite hacer lo que está fuera de nuestro poder natural: conocerlo y amarlo de una manera verdaderamente adecuada a nuestra naturaleza como hombres y a su naturaleza como Dios.

Para llegar a conocer y amar a Dios en Cristo, no es necesario ver a Jesús físicamente. De hecho, muchas personas que vieron a Cristo durante su vida terrenal no lo reconocieron (cf. Lucas 23,39-43, Juan 18,28-19,22,

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1 Corintios 2,8). Como ya hemos dicho, nuestro conocimiento depende de la obra invisible del Espíritu. A pesar de todo, en su sabiduría, Dios ha decidido emplear muchos medios visibles, materiales, con el propósito de enseñarnos y comunicarnos la vida de la gracia. Nuestra fidelidad al Señor implica una fidelidad a estos medios prácticos establecidos para nuestra salvación.

De estos medios prácticos, hay que destacar la Iglesia visible, la liturgia y los sacramentos, las Escrituras, la caridad (especialmente el amor a los pobres y a aquellos que sufren), así como el ascetismo.

La Iglesia visible

Dios Todopoderoso, con el deseo de llevar a cada uno de nosotros a la comunión consigo mismo y con los demás en Él, no estaba dispuesto a abandonarnos a nuestra suerte en esta vida. Por el contrario, el Señor ha adoptado un grupo visible de gente - primero Israel, después la Iglesia - como señal e instrumento de su propia vida. Como afirmó el Concilio Vaticano II:

En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia. Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo…el Nuevo Testamento en su, lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu. 12

Este nuevo pueblo está unido en un cuerpo y Él es también la Cabeza del Cuerpo (cf. Colosenses 1,18). Este cuerpo, es decir, la Iglesia,

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también es llamada la esposa de Cristo debido al amor que tiene por ella y porque Cristo, con la nueva vida, hace a la Iglesia fructífera (cf. Mateo 22,1—14, 25,1—13; Marcos 2,19; 1 Corintios 6,15—17; 2 Corintios 11,2, Efesios 1,4 , 5,25—32; apocalipsis 22,17). Finalmente, el cuerpo de Cristo y su esposa, la Iglesia, son también el templo o la morada del Espíritu Santo: “A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros”.13

Mediante el don y el designio de Dios, la Iglesia tiene la misión de predicar el Evangelio de Cristo en todo el mundo. La obra de enseñar, santificar y gobernar el Pueblo de Dios fue confiada por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores, de modo que a lo largo de los siglos los cristianos puedan recibir el Evangelio y la gracia de Cristo como Dios ha tenido a bien entregarlos.

La Liturgia y los Sacramentos

En el centro de la vida de la Iglesia está Cristo, presente en sus misterios, es decir, en los sacramentos que Jesús mismo instituyó. “Los misterios de la vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros de su Iglesia, Cristo dispensa en los sacramentos, porque ‘lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios’”14

La vida de oración pública de la Iglesia gira en torno a los misterios sacramentales, especialmente de la Sagrada Eucaristía.15 Aquí, en los sacramentos, actúa Cristo mismo y a través de la Iglesia, para santificar a su pueblo, para unirlo en sí mismo, y para glorificar a su Padre.

En total, hay siete sacramentos instituidos por Cristo: El Bautismo (mediante el que somos liberados del pecado y renacemos en Cristo), la Confirmación (que fortalece al bautizado con una efusión especial del

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Espíritu Santo), la Sagrada Eucaristía (el sacramento supremo, en el que somos alimentados con el verdadero Cuerpo y la Sangre de Cristo y verdaderamente unidos con él en su perfecto acto de veneración), la Penitencia (mediante la que somos liberados de los pecados cometidos después del Bautismo), la Unción de los Enfermos (mediante la que los enfermos y los moribundos se fortalecen y se unen a Cristo), las Órdenes Sagradas (mediante las que obispos, sacerdotes y diáconos son ordenados en sus diferentes niveles de participación en la labor de enseñar, gobernar y santificar que Cristo dio a sus Apóstoles), y el Matrimonio (mediante el que los esposos cristianos quedan unidos hasta la muerte).

Los sacramentos se celebran en el ámbito litúrgico de la vida de la Iglesia, es decir, en torno al culto público diario, semanal, estacional y anual. Además de la Sagrada Eucaristía y los ritos sacramentales, la Iglesia en todo el mundo celebra cada día a través de la Liturgia de las Horas, oraciones distintivas por la mañana, por la noche, y otras “horas” fijas a lo largo del día. Estas horas consisten principalmente en salmos, himnos y lecturas de la Biblia y otras fuentes tradicionales, como los escritos de los santos. “La Liturgia de las Horas, que es como una prolongación de la celebración eucarística que santifica el día entero a través de su constante retorno a la oración sacerdotal de Cristo”. 16

La liturgia es la actividad más santa y eficaz en la que participan los cristianos. En el culto público de la Iglesia, donde toda persona está espiritualmente unida con Cristo, con toda la Iglesia en la tierra, y con todos los ángeles y santos, se ofrece el sacrificio perfecto de Cristo a Dios Padre. Incluso cuando una persona celebra la liturgia sin que los demás estén presentes de manera visible, Cristo y toda la Iglesia oran juntos.

Con razón se considera la liturgia como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico

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de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público. Por ello, toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia.17

Hay que señalar que el encuentro con Jesucristo y ser transformados por Él a través de la liturgia y los sacramentos no significa que se tenga una experiencia emocional especial cada vez que participamos en el culto de la Iglesia. Es posible que nuestra “experiencia” personal de la liturgia no sea nada extraordinario, que sea seca, o incluso aburrida. La realidad velada de la liturgia no depende esencialmente de nuestra “experiencia” por su valor o poder. Aún así, también es cierto que normalmente nos beneficiaremos más de la participación en la liturgia cuando dejamos a un lado las distracciones y prestamos toda nuestra atención, escuchando con devoción. Y la excelente música y la predicación en una comunidad que vive el Evangelio es verdaderamente estimulante para el espíritu. A menudo, el fruto de nuestra participación regular en la liturgia se detecta después de un largo período de tiempo, y es sólo después cuando se ve, en retrospectiva, algo de cómo Cristo se acercó tanto a nosotros.

La Sagrada Escritura

Ya sea en la liturgia o en la lectura privada, los cristianos también escuchan a Jesucristo y se encuentran con Él en la Biblia. De hecho, nuestro eterno interés en la Biblia surge del hecho de que es un libro acerca de Cristo escrito por Dios.

Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, “porque toda la Escritura divina habla de Cristo, y toda la Escritura divina se cumple en Cristo”. 18

Obviamente, Dios se valió de escritores y lenguajes humanos para escribir las Escrituras. (Por eso es útil saber acerca de la vida en el

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mundo antiguo, para apreciar las lenguas originales de la Biblia, y para trabajar en la comprensión de lo que los escritores humanos inspirados tenían en mente. Y puesto que los textos de la Biblia fueron dictados durante muchas generaciones, también es útil estudiar el desarrollo y la transmisión de los textos). Sin embargo, para interpretar la Escritura correctamente y comprender lo que Dios, su principal autor, quiere mostrarnos, debemos obedecer tres criterios prácticos, entre otros.

En primer lugar, debemos tomar la Biblia como un todo y no interpretar los pasajes de manera aislada. En segundo lugar, debemos leer la Biblia a su propia luz, es decir, a la luz de la tradición viva de la Iglesia, lo que significa que no podemos esperar comprender la Biblia aparte de la Iglesia para quien fue escrita. En tercer lugar, debemos recordar cómo está integrada toda la fe cristiana evitando dar prioridad a un punto en detrimento del conjunto armónico del Evangelio.19

Al recibir la Biblia de esta manera, vemos a través de las páginas escritas de la Escritura a la persona, Cristo, a quien la Biblia revela. Esta revelación no es “automática” o el producto del esfuerzo intelectual meramente humano, por el contrario, es algo que Dios realiza por medio de las Escrituras cuando se leen con fe. Por esta razón, es cierto que

la fe cristiana no es una “religión del Libro”. El cristianismo es la religión de la “Palabra” de Dios, “no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”. Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas”.20

La Caridad

Puesto que el plan de Dios para salvarnos incluye que nos unamos a Él y con todos los demás en Él, no debería sorprendernos que conocer a Cristo requiera amor por otras personas. A pesar de que este amor está presente en la oración y la buena voluntad por sí sola (de hecho, si uno

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está gravemente enfermo o perdido en una isla desierta, puede haber algunas otras formas de amar), normalmente es eficaz practicar la bondad y la misericordia hacia la gente que nos rodea. Y aunque “la caridad empieza en casa”, Cristo nos dice que debemos esforzarnos por amar a los pecadores y a los necesitados.

Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y Él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a la izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver”. Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?”. Y el Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. Luego dirá a los de la izquierda: “Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron”. Estos, a su vez, le preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?”. Y él les responderá: “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo”. (Mateo 25,31-45)

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El Ascetismo

El vocablo “ascetismo” se deriva de ascesis, es decir, “ejercicio” o “entrenamiento”, como la disciplina diaria de atletas, soldados, y todos aquellos que se dedican a trabajos exigentes (véase 2 Timoteo 2,4-7). Mientras que la intimidad con Cristo no requiere ninguna destreza física fuera de lo común, sí es necesario obtener, mediante la práctica y la gracia de Dios, un autodominio de santidad. Gracias al pecado y a la fragilidad humana, todos poseemos apetitos y deseos desaforados que, si no se controlan, nos alejan constantemente de una vida de oración y santidad.

La Escritura y la tradición recomiendan numerosas formas de ascetismo, a veces como penitencias (practicadas por la aflicción por el pecado), pero siempre como un medio para permanecer atentos a Dios. El Nuevo Testamento, en particular, brinda ejemplos de ayunos, vigilias (por ejemplo, pasar la noche orando o la oración muy temprano por la mañana), el celibato, la ropa de penitencia y diversas privaciones.21

Aún más importante que las privaciones voluntarias, es la aceptación de las penurias y dificultades que llegan sin buscarlas, por obra de la Divina Providencia.22 Al aceptar y soportar todo lo que Dios pueda pedirnos que suframos, seguimos el propio ejemplo y las instrucciones de Cristo, y así nos purificamos y desprendemos de las cosas de esta vida.

El mejor ascetismo, por supuesto, es renunciar a la propia vida en el momento de la muerte, especialmente cuando el amor o la fidelidad a la voluntad de Dios están en juego. Si bien debemos rezar por librarnos del mal, al mismo tiempo debemos estar dispuestos a decir con Jesús: “Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mateo 26,39).

Piensen en aquel que sufrió semejante hostilidad por parte de los pecadores, y así no se dejarán abatir por el desaliento. Después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han

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resistido todavía hasta derramar su sangre. Si ustedes tienen que sufrir es para su corrección; porque Dios los trata como a hijos, y ¿hay algún hijo que no sea corregido por su padre?...Es verdad que toda corrección, en el momento de recibirla, es motivo de tristeza y no de alegría; pero más tarde, produce frutos de paz y de justicia en los que han sido adiestrados por ella. Por eso, que recobren su vigor las manos que desfallecen y las rodillas que flaquean. Busquen la paz con todos y la santificación, porque sin ella nadie verá al Señor. Estén atentos para que nadie sea privado de la gracia de Dios, y para que no brote ninguna raíz venenosa capaz de perturbar y contaminar a la comunidad. Que no haya ningún impúdico ni profanador, como Esaú, que vendió su derecho a la primogenitura por un plato de comida (Hebreos 12, 3-16).

“LA VERDAD LOS HARÁ LIBRES”

“Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Juan 8,31-32).

Es indispensable conocer la verdad acerca de Cristo para conocer a Cristo que es el Camino, la Verdad y la Vida (Juan 14,6). En esta vida, no tenemos de dicha de ver a Jesucristo frente a frente. Sin embargo en su Iglesia, lo escuchamos predicar, estamos unidos a Él en los sacramentos - especialmente en la Santísima Eucaristía, en la que Cristo nos alimenta con su propio Cuerpo y Sangre verdaderos - y aprendemos el tipo de vida que nos lleva a la visión del amor infinito. Por ahora, conocemos y amamos a Cristo de manera incompleta, esperando el día en que el don de Dios y los sacramentos serán reemplazados por la visión de Dios mismo: “Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara” (1 Corintios 13,12).

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NOTAS 1 In most English translations, James and the others are called the “brothers” or “brethren” of Jesus. The Greek word adelphoi does not denote only “full blood brothers,” but is like our word “relatives” or “kinsfolk”—Christ’s brethren belonged to his family in a broad sense. 1 En la mayoría de las Traducciones al inglés, a Santiago y a los demás se les llama “hermanos” de Jesús. El vocablo griego adelphoi no denota únicamente “hermanos de sangre”, sino que se refiere a nuestro vocablo “familiares” o “parientes”; los hermanos de Cristo pertenecían a su familia en el más amplio sentido. 2 De modo trágico, el resultado fue un cisma (una división en la Iglesia) que continúa hasta la actualidad. Los “ortodoxos orientales” u “ortodoxos no calcedonianos” - aquellos que se negaban a aceptar el juicio del Concilio de Calcedonia - fueron separados del resto de la Iglesia. En tiempos modernos, los obispos católicos, ortodoxos orientales y teólogos, incluyendo al Papa Juan Pablo II, acordaron que este antiguo acuerdo es más un asunto de costumbre doctrinal o estilo de expresión que de cualquier diferencia sustancial en la fe. La Iglesia Ortodoxa Oriental incluye a las iglesias cóptica, etíope, armenia, siria y malankara india, todas las cuales continúan en la tradición apostólica pero no en completa unión con la Iglesia Católica. 3 Concilio de Calcedonia, 301-2 DS. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, párrafo 467. La cita escritural del primer párrafo corresponde a Hebreos 4,15. El vocablo “hipóstasis” es un poco ambiguo y aquí debería entenderse como “individuo” (más que como “sustancia”). 4 Cf. San Agustín, Sobre la Trinidad, Libro I, Capítulo V. En el presente libro, no puede ofrecerse un punto de vista detallado sobre la doctrina de la Trinidad, sin embargo, se requiere un breve resumen de esta enseñanza para comprender quién es Cristo. 5 Catecismo de la Iglesia Católica, No. 687. 6 San Basilio, Sobre el Espíritu Santo 15.36. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, No. 736.

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7 Catecismo de la Iglesia Católica, No. 733, Cf. 1 Juan 4,8, 16; Romanos 5,5. 8 Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración “Dominus lesus”, Sobre la Unicidad y la Universalidad Salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, No. 12 (cf. Papa Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio nn. 28-29). 9 Aquí hablamos de misterios divinos, por ejemplo, cosas que comprendemos gracias a que Dios comparte con nosotros su propio conocimiento a través de la revelación. Así, “misterio” no significa acertijo. 10 Se dice que Dios es el principal autor de la Escritura, y Mateo, Marcos, Lucas y Juan son su causa instrumental (secundaria), del mismo modo que se dice que yo soy el autor principal y la pluma la causa instrumental cuando escribo una carta. Mateo, Marcos, Lucas y Juan no entraron en trance y escribieron indoctamente. Pero Dios es tan grande que puede valerse de agentes racionales libres con sus propias limitaciones personales como instrumentos para su propio mensaje. 11 Catecismo de la Iglesia Católica, No. 683. 12 Concilio Vaticano Segundo, Constitución Dogmática, Lumen gentium N. 9; cf. Hechos 10,35, 1 Corintios 11,25. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, No. 836 13 Papa Pío XII, Encíclica Mystici Corporis Christi. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica. No. 244. 14 Catecismo de la Iglesia Católica, No. 1115, Cf. San León el Grande, Sermón, 74,2. 15 Ver Catecismo de la Iglesia Católica, No. 1113. 16 Catecismo de la Iglesia Católica, No. 1178. 17 Concilio Vaticano Segundo, Constitución Sacrosanctum concilium, 7 § 2-3. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica. No. 1070.

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18 Catecismo de la Iglesia Católica. No. 134. Cf. Hugo de San Víctor, De area Noe 2, 8-9. 19 Ver Concilio Vaticano Segundo, Constitución Dei Verbum 12, y el Catecismo de la Iglesia Católica. Nos. 112-114. 20 Catecismo de la Iglesia Católica. No. 108. Cf. San Bernardo de Clairvaux, S. missus est horn. 4,11; Lucas 24,45. 21 Ejemplos que incluyen a Cristo (cf. Mateo 4,2, 21,17; Marcos 1,35; Lucas 6,12, 21,37), San Juan el Bautista (cf. Mateo 3,1-4; Marcos 1,4-6), Ana la Profetisa (Lucas 2,26-37), y San Pablo (Hechos13,1-3,14,23,16,25;1Corintios 9,27, 1 Tesalonicenses 3,10). Ver también Mateo 10,9-10, 26,41; Marcos 6,8-9, 13,37; Lucas 14,33, 21,36; Hebreos ll,37b-38; 1 Pedro 4,7, etc. 22 Cf. Mateo 5,38-41, 2 Corintios 6,4-5, Hebreos ll,35b-37a, etc.

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LECTURAS RECOMENDADAS St. Athanasius. On the Incarnation. Crestwood, NY: St. Vladimir

Seminary Press, 1977.

G. K. Chesterton. The Everlasting Man. San Francisco: Ignatius Press, 1993.

St. Athanasius. On the Incarnation. Crestwood, NY: St. Vladimir Seminary Press, 1977.

G.K. Chesterton. El Hombre Eterno., Editorial Andrés Bello, 2007.

Guardini, Romano. El Señor: Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo (2a. ed.), Ediciones Cristiandad, 2005

Ratzinger, Joseph. Behold the Pierced One. San Francisco: Ignatius Press, 1987.

Sheed, Frank J. Conocer a Jesucristo. Ediciones Palabra, S.A. (Esteban Perruca, Joaquín, Traductor), Colección Arcaduz, 12, 2003.

Sheen, Fulton J. La vida de Cristo, Herder Editorial, 1985.

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A C E R C A D E L A U T O R

Padre John Baptist Ku nació en Manhattan y creció en Fairfax, Virginia. Después de graduarse en la Universidad de Virginia, trabajó en AT&T durante cinco años antes de ingresar a la Orden de Predicadores (Dominicos) en 1992. Es Caballero de Colón del Tercer Grado. Después de servir durante tres años como sacerdote en la parroquia de la Iglesia Saint Pius en Providence, Rhode Island, inició estudios de doctorado sobre teología dogmática en la Universidad de Fribourg en Suiza.

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“La Fe es un regalo de Dios que nos permite conocerlo y amarlo. La Fe es una forma de conocimiento, lo mismo que la razón. Pero no es posible vivir en la fe a menos que lo hagamos en forma activa. Por la ayuda del Espíritu Santo somos capaces de tomar una decisión para responder a la divina Revelación y seguirla viviendo nuestra respuesta”.

Catecismo Católico de los Estados Unidos para los Adultos, 38. Acerca del Servicio de Información Católica Los Caballeros de Colón, desde su fundación, han participado en la evangelización. En 1948, los Caballeros iniciaron el Servicio de Información Católica (SIC) para ofrecer publicaciones católicas a bajo costo al público en general, lo mismo que a las parroquias, escuelas, casas de retiro, instalaciones militares, dependencias penales, legislaturas, a la comunidad médica, o a personas particulares que las soliciten. Por más de 70 años, el SIC ha impreso y distribuido millones de folletos y miles de personas han tomado nuestros cursos de catequesis. El SIC ofrece los siguientes servicios para ayudarle a conocer mejor a Dios: Folletos Individuales Contacte al SIC para obtener una lista completa de todos los folletos y para ordenar los que quiera. Curso para Estudiar en Casa El SIC ofrece un curso gratuito para estudiar en casa por correo. En diez rigurosas lecciones obtendrá una visión general de la enseñaza católica. Cursos en Línea El SIC ofrece dos cursos gratuitos en línea. Para inscribirse visite el sitio www.kofc.org/ciscourses.

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SERVICIO DE INFORMACIÓN CATÓLICA Verdadera información católica y no simples opiniones. En relación con la nuevas generaciones, los fieles laicos deben ofrecer una preciosa contribución, más necesaria que nunca, a una sistemática labor de catequesis. Los Padres sinodales han acogido con gratitud el trabajo de los catequistas, reconociendo que éstos “tienen una tarea de gran peso en la animación de las comunidades eclesiales”. Los padres cristianos son, desde luego, los primeros e insustituibles catequistas de sus hijos... pero, todos debemos estar conscientes del “derecho” que todo bautizado tiene de ser instruido, educado, acompañado en la fe y en la vida cristiana.

Papa Juan Pablo II, Christifideles Laici, 34 Exhortación Apostólica sobre la Vocación y Misión

de los Laicos en la Iglesia y en el Mundo. Acerca de los Caballeros de Colón Los Caballeros de Colón, una sociedad de beneficios fraternales fundada en 1882 en New Haven, Connecticut por el Venerable Siervo de Dios el Padre Michael J. McGivney, es la organización más grande de laicos católicos, con más de 1.9 millones de miembros en América, Europa y Asia. Los Caballeros ayudan a su comunidad y a las demás comunidades, y cada año contribuyen con millones de horas de servicio voluntario a causas caritativas. Los Caballeros fueron los primeros en brindar apoyo financiero a las familias de los policías y del personal del departamento de bomberos que fallecieron en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y trabajan muy de cerca con los obispos católicos para proteger la vida humana inocente y el matrimonio tradicional. Para buscar más acerca de los Caballeros de Colón visita el sitio www.kofc.org. Si tiene preguntas especificas o desea obtener un conocimiento más amplio y profundo de la fe católica, el SIC le puede ayudar. Póngase en contacto con nosotros en:

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Proclamando la Fe En el Tercer Milenio