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GRADO DE SOCIOLOGÍA Curso 2010-2011 ECOLOGÍA II: ECOLOGÍA HUMANA Jesús Ángel González de la Osa Apuntes de la asignatura de Ecología II: Ecología Humana Febrero / Mayo 2011

Apuntes 2010-11 EIIEH

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GRADO DE SOCIOLOGÍA Curso 2010-2011 ECOLOGÍA II: ECOLOGÍA HUMANA Jesús Ángel González de la Osa

Apuntes de la asignatura de Ecología II: Ecología Humana

Febrero / Mayo 2011

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TEMA 1. LAS CIENCIAS AMBIENTALES, LA SOCIOLOGÍA Y LA RELACIÓN ENTRE MEDIO AMBIENTE Y SOCIEDAD. 1. LA RELACIÓN ENTRE SOCIEDAD Y NATURALEZA: METÁFORAS Y DEFINICIONES. El acoplamiento entre los seres humanos y su medio ambiente puede representarse mediante dos metáforas. La primera de ellas es la imagen de la astronave Tierra, con un número determinado de tripulantes y pasajeros y una provisión de combustible y alimentos. Quien está al mando puede dirigir todo el conjunto de una forma eficiente. La segunda hace referencia a una de las situaciones de Alicia en su aventura en el País de las Maravillas: un partido de croquet que debía jugarse utilizando un flamenco como mallo, un erizo como pelota y unos arcos formados con sus propios cuerpos por los soldados de la Reina de Corazones. Ambas metáforas nos sugieren cosas importantes. La imagen del planeta como una esfera azulada moviéndose en un espacio ilimitado y casi vacío introduce la noción de límite, nos hace conscientes de la finitud del hogar de la humanidad en el universo. El intento de situarnos como practicantes de croquet nos sitúa ante la indeterminación que resulta de la relación entre dos sistemas complejos como son la sociedad y la biosfera. Ambas nociones, límite e indeterminación, son fundamentales en la construcción de las ciencias ambientales. Un sistema es una parte del universo delimitada por una frontera espacial y por una duración. Medio ambiente del sistema es el resto del universo. En lo que respecta a la frontera, los sistemas pueden ser: a) aislados: un sistema aislado es aquel cuya frontera no permite la transferencia ni de energía ni de materia, de modo que no tiene interacción alguna con su medio ambiente; b) cerrados: en los que la frontera permite sólo la transferencia de energía, pero no de materia; y c) abiertos: en los que la frontera permite el intercambio de materia y energía con el medio ambiente. Las sociedades humanas son sistemas abiertos. Obtienen de su medio ambiente energía y materiales y, tras procesarlos e incorporárselos en parte para mantener y modificar su organización interna, devuelven a su medio ambiente los residuos de todo tipo generados por dicho procesamiento. El medio ambiente de las sociedades humanas es, en principio, el resto del universo. Sin embargo, hasta ahora, para casi todos los asuntos prácticos, ha estado limitado al planeta Tierra y, más en concreto, a la parte de él que conocemos como biosfera, habiendo buenas razones para pensar que, en lo esencial, esa limitación se mantendrá en el futuro. La Tierra tiene las características de un sistema cerrado. Recibe energía del resto del universo (fundamentalmente radiación solar) y emite energía al espacio exterior (sobre todo calor). En cambio, el intercambio de masa es muy reducido (meteoritos sobre todo). La particularidad de la Tierra respecto de otros sistemas similares es que en ella existe vida. Las manifestaciones de la vida son comprendidas científicamente mediante la teoría de la evolución. Ésta establece que cualquier población de entidades con las propiedades de multiplicación, variación y herencia evolucionará. Así, la evolución en nuestro planeta ha tenido lugar porque los organismos vivos tienen esas tres propiedades. Las sociedades humanas pertenecen a la clase de los sistemas autoorganizados (o sistemas complejos adaptativos), capaces de pasar de un estado inicial a otro más complejo en cuanto al número y tipos de sus componentes y en cuanto a su organización y funcionamiento, incrementándose así la información que contienen. La autoorganización es posible porque se trata de sistemas abiertos capaces de absorber baja entropía (energía libre y materiales concentrados) de su medio ambiente y de encontrar en él depósitos donde liberarse de sus residuos de alta entropía (energía degradada, materiales desordenados). Todos los sistemas vivos se manifiestan de esta manera. Ahora bien, las sociedades son un caso particular en la serie de los sistemas vivientes, construidos a través de la agregación de células. Las sociedades humanas tienen componentes muy autónomos y se organizan en base al lenguaje y a la autonomía individual. El lenguaje modifica radicalmente el comportamiento humano, dando lugar a nuevas posibilidades de operación que experimentamos como conciencia. Las

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sociedades, entonces, son un tipo particular de sistema autoorganizador, caracterizado por la reflexividad, por la capacidad de condensar núcleos (instituciones) que acumulan información y capacidad de decisión (poder) en vistas a actuar de un modo consciente, guiado por un propósito. No existe algo parecido a la teoría de la evolución para dar cuenta de su organización y de los cambios en ella. Es posible, incluso, que no haya leyes generales que expliquen la organización y el cambio social, y que el conocimiento, entonces, no pueda ser teórico y deba limitarse a la comprensión. Podemos decir que el cambio de las sociedades responde a la evolución cultural en vez de a la evolución natural, aunque resulta preferible no hablar de evolución cultural sino de cambio social o simplemente de historia. Así, la relación entre sociedad y naturaleza consiste en sistemas históricos integrados en entornos evolutivos. La integración resulta problemática en muchos casos debido a las diferencias entre los respectivos principios del cambio. Suele decirse que el desarrollo de las sociedades humanas ha ido en dirección a una menor dependencia respecto a las restricciones naturales. Pero sería más exacto decir que se ha reducido, en todo caso, la dependencia respecto a las restricciones naturales impuestas por los ambientes locales. Las sociedades industriales han eludido los límites de sus entornos locales por la vía de movilizar energía exosomática para obtener recursos cada vez más lejanos, hasta hacerse dependientes de los servicios naturales del planeta entero. Es así como han podido hacerse la ilusión de que las restricciones naturales se habían esfumado. El conjunto de fenómenos al que nos referimos con la expresión “crisis ecológica” es, entre otras cosas, el fin de esa ilusión. Por otra parte, los sistemas vivos sólo pueden subsistir y evolucionar incrementando la entropía de su medio ambiente. Desde esta perspectiva, los sistemas autoorganizadores son también sistemas desorganizadores, pues no pueden subsistir a menos que estén en estrecho contacto y en interacción permanente con un medio ambiente poseedor de orden y energía accesibles, de tal manera que puedan arreglárselas de algún modo para vivir a costa de ese medio ambiente, al cual simplifican o degradan. La existencia de sistemas históricos en entornos evolutivos puede ser estudiada desde perspectivas muy diversas. Desde las ciencias ambientales, con su típica “orientación hacia problemas”, la cuestión es sobre todo la adecuación entre ambas partes de la relación, entre instituciones y ecosistemas. El problema de la adecuación aparece cuando se toma conciencia de que la congruencia entre las racionalidades del desarrollo industrial y de la sostenibilidad ecológica no está en modo alguno garantizada. Lo apuntado hasta ahora supone una restricción respecto a los usos tradicionales de la expresión “medio ambiente” en sociología, para la cual dicha expresión ha significado al menos tres cosas distintas:

1) algo más o menos equivalente a entorno social o contexto sociocultural; 2) el entorno físico artificial (medio ambiente construido); 3) el entorno natural de las sociedades humanas. Esta tercera acepción es la más

pertinente en el contexto de las ciencias ambientales, mientras que las otras dos deben considerarse componentes de la parte social en el sistema sociedad-medio ambiente.

La restricción establecida resulta problemática en diversos sentidos. Hay uno, sin embargo, que debe ser considerado de entrada. Las sociedades humanas contienen muchos tipos de grupos más pequeños (familias, ciudades, grupos de interés, partidos políticos, etc.), y para delimitarlas se suele recurrir a su autonomía, de forma tal que las sociedades serían grupos no sometidos a la autoridad o el control político de otros grupos más amplios. Desde esta perspectiva, lo que es externo a una sociedad determinada (su medio ambiente) incluye también otras sociedades con las que aquélla entra en contacto de una u otra forma. Y, entonces, la distinción aquí adoptada puede parecer demasiado restrictiva. Se trata de un problema real para la sociología medioambiental, en la que la determinación de la unidad de

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análisis requiere a menudo decisiones de escala y delimitaciones de frontera bastante insólitas. 2. MEDIACIONES SOCIALES ENTRE MENTE Y NATURALEZA. El campo de las ciencias ambientales se extiende desde la física hasta la ética, pasando por la biología o la sociología. Supone el reencuentro en un mismo ámbito de especialidades académicas que se separaron hace mucho tiempo y que desde entonces se han alejado cada vez más. La cuestión que se plantea entonces es la de si dicho reencuentro no implica más que una yuxtaposición justificada sólo por la aplicación de conocimientos diversos en contextos prácticos de gestión del medio ambiente o si, por el contrario, reclama una cierta reunificación de la ciencia. Cabe pensar, incluso, en la posibilidad de extender aún más ese impulso de aproximación y plantearse la construcción de puentes que atraviesen la brecha entre las dos culturas, entre la ciencia y las humanidades. En el contexto de las ciencias ambientales, la relación sociedad-medio ambiente se concreta sobre todo en la discusión respecto al concepto de sustentabilidad (o sostenibilidad). El problema de la sostenibilidad es el de la adecuación entre la mente guiada por un propósito y el medio natural en que se llevan a cabo las actividades humanas, de modo que la organización de éstas pueda prolongarse en el tiempo (resulte sostenible). Esa relación tiene diversas mediaciones correspondientes a diversos niveles de la organización social, aunque no puede entenderse sólo en términos de esta última. Sobre la cuestión relativa a la capacidad de carga para seres humanos (a la población sostenible), aunque ha de haber límites naturales al respecto, es claro que éstos pueden ser cambiantes según las características de las técnicas disponibles: en la especie humana, la biología no es independiente de la tecnología. Una consecuencia de esta última (la proliferación de artefactos irrevocablemente asociados a los cuerpos humanos) tiene una notable implicación: algunas personas pueden tener prolongaciones exosomáticas enormemente mayores que otras. Entran así en el análisis la desigualdad y el conflicto social: la biología no es separable de la tecnología ni de la sociología ni de la política. Por otra parte, la creencia en que la acción social puede frenar la crisis ecológica depende de la hipótesis de que la especie humana, a diferencia de cualquier otra, es capaz de encontrar en su medio fuentes de recursos sin explotarlas hasta el agotamiento, es decir, que la estructura de necesidades puede regularse por razones diferentes a la existencia o carencia de medios para satisfacerlas. Nos encontramos así en el terreno de la cultura.

Ni las ciencias naturales ni las sociales, con sus instrumentos y categorías actuales, están en condiciones de responder y explicar todas las facetas de las relaciones entre los sistemas sociales y los sistemas naturales. La alternativa más adecuada pasa por la formulación de análisis realizados desde diferentes perspectivas, con puntos de partida distintos, realizados de tal manera que intenten aproximarse a la compatibilidad mutua sin ser por ello respectivamente reductibles. Esto es algo más que un simple “asalto interdisciplinar”, pero también bastante menos que la reaparición de una ciencia unificada.

Los esquemas de mediaciones sociales en la relación mente-naturaleza tienen algunos precedentes teóricos acerca de las relaciones entre medio ambiente y sociedad, como el complejo ecológico de Duncan (1959) y sus reelaboraciones posteriores, la ecuación de impacto ambiental de Ehrlich y Holdren, y el centón coevolutivo de Norgaard. Estos modelos de interacción entre elementos sociales y naturaleza pretenden revelar lo que sería el núcleo de una sociología del medio ambiente.

La expansión ecológica en las fases de la evolución social influidas por el industrialismo puede ser caracterizada mediante una fórmula, cuyos cuatro términos han sido denominados el “complejo ecológico”: la acumulación tecnológica a una tasa acelerada; la explotación intensificada del medio ambiente; la transición demográfica; y la revolución organizativa. Desde el principio se estableció una distinción entre una versión más simple del complejo ecológico, en la que la organización es vista como el factor dependiente que es influido por los otros tres factores independientes, y una versión más elaborada que considera a la

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organización social recíprocamente relacionada con los otros tres factores. En ambos casos se trata de explicar la organización social en términos de respuesta adaptativa de una población humana a un ambiente constituido por elementos tanto naturales como tecnológicos, así como por otras poblaciones o comunidades humanas.

Bastante tiempo después, ya en el contexto de la sociología medioambiental, Dunlap observó la similitud existente entre la idea de complejo ecológico y la pseudoecuación del impacto ambiental que Ehrlich y Holdren habían propuesto en 1971. La idea de estos autores es que el impacto producido por las actividades sociales sobre el medio ambiente natural es el resultado de tres factores: la población, la riqueza y la tecnología. En ambos casos, los factores población y tecnología coinciden; el ambiente puede ser interpretado como ambiente natural y la riqueza es un aspecto de la organización social. La principal diferencia es que, en este caso, el ambiente es el factor dependiente.

Las versiones más recientes de este tipo de enfoque tienen en cuenta también las relaciones en sentido contrario, es decir, la influencia de los cambios ambientales sobre la sociedad, así como la necesidad de considerar otras dimensiones o niveles de la realidad social, en particular el sistema cultural. Así, se ha propuesto considerar la relación entre sociedad y naturaleza como un proceso de interacciones entre la organización social, la tecnología, el conocimiento, los valores y el medio ambiente, en el que todo está relacionado con todo lo demás, en el que nada es exógeno o independiente (centón coevolutivo). El problema surge al preguntarse por las leyes del movimiento de un proceso así, cuyos componentes son tan heterogéneos. En este sentido, Norgaard hace una propuesta basada fundamentalmente en el concepto de coevolución, algo que en principio es obvio, dado que las sociedades humanas son una parte de la biosfera. Norgaard sugiere en ocasiones una generalización del evolucionismo, afirmando que los rasgos culturales son seleccionados de forma muy similar a los rasgos genéticos. En otros momentos mantiene que las formas de conocer aspectos distintos del mundo son realmente diferentes entre sí y que es improbable que lleguen a converger en una comprensión coherente de la totalidad, de modo que el mismo proceso de conocimiento debe verse como un “centón coevolutivo de comunidades discursivas”. 3. ECOCENTRISMO Y ANTROPOCENTRISMO. Cuando emergen sistemas complejos altamente ordenados, éstos se desarrollan y crecen a costa de incrementar el desorden en los entornos que los incluyen, mostrando una tendencia inherente a aumentar su capacidad para disipar los gradientes de energía a su alcance. Las poblaciones de cualquier especie animal reaccionan a un eventual incremento de los recursos accesibles en su entorno con un más que proporcional incremento de su consumo de los mismos, es decir, con un más que proporcional aumento del número de sus miembros. La tentación de extrapolar es fuerte: dado que hay petróleo accesible, ¿podemos hacer otra cosa que quemarlo a tasas crecientes hasta que se agote para aumentar la población, el consumo y la intensidad y variedad de las interacciones sociales?, ¿acaso los principios que dan cuenta de esa tendencia al nivel de la organización social no se ven reforzados por la posibilidad de conectarlos con principios biológicos o físicos en una jerarquía de explicaciones? Pero ¿tiene entonces algún sentido invocar la posibilidad de una “elección”? En la sociología medioambiental, esas preguntas llevan mucho tiempo formuladas y, en lo fundamental, continúan abiertas. Se plantean, por ejemplo, cuando se insiste en el giro hacia una perspectiva ecocéntrica, opuesta al tradicional punto de vista antropocéntrico. Un punto de vista, este último, que suele conectarse con dos creencias que conviene distinguir:

1) El exencionalismo, que consiste en pensar que las leyes de la física y de la biología no condicionan la organización y el cambio de las sociedades, que dichas leyes dejan de regir cuando se trata de los asuntos humanos.

2) El excepcionalismo, que remite a la emergencia de novedades en la organización que no son observables en otros niveles de la realidad.

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Las formulaciones del ecocentrismo ignoran a veces esta distinción. La existencia social contiene numerosas excepciones; ninguna de ellas, sin embargo, nos exime de la ley de entropía ni de la programación genética de algunos comportamientos. Y son justamente esas excepciones las que resultan relevantes para dilucidar el alcance del reduccionismo. La última vuelta de tuerca al postulado reduccionista está en la tesis de que la propia creencia en la excepcionalidad de la cultura se seleccionó en fases tempranas de la evolución humana para favorecer las posibilidades de supervivencia frente a las dificultades de adaptación derivadas de un cerebro extremadamente flexible. El antropocentrismo, que nos lleva a interpretarlo todo en términos de experiencia y valores humanos, sería una manifestación del imperativo genético. Esta particular variante del reduccionismo no deja mucho lugar para elecciones. Su núcleo es que nuestra tenaz creencia en la invencibilidad humana nos lleva a sobrepoblar la Tierra, con la consiguiente destrucción, primero, del mundo no humano y, luego, de nuestro propio mundo. Sin embargo, el predominio de la cultura en la historia de las sociedades humanas es un verdadero fenómeno emergente, no una sofisticada tapadera para la operación de reglas epigenéticas. Ehrlich proporciona una sólida base para ese punto de vista; parte de la negación del dualismo mente-cuerpo y de las diferentes contraposiciones que son su persistente herencia: innato-adquirido, herencia-ambiente, etc. Para él, cualquier atributo de cualquier organismo es, de hecho, el producto de una interacción entre su dotación genética y su medio ambiente. Sin embargo, en la mayoría de los casos las contribuciones relativas de la herencia y el ambiente a los diversos atributos humanos son difíciles de especificar y varían considerablemente de unos atributos a otros. Una importante consecuencia de este punto de vista es que no puede hablarse de una naturaleza humana ni, tampoco, de que sea permanente e inmutable. Resulta preferible la utilización del plural: las naturalezas humanas son el producto de dotaciones heredadas similares que interactúan con diferentes ambientes biofísicos y culturales. Resulta ineludible la diversidad, que es sobre todo el producto de la cultura, del tipo de “evolución muy rápida” que es característica de la especie humana. El criterio básico de Ehrlich es el de predominio de la cultura. Este autor recurre a un criterio heurístico según el cual, en la mayoría de los casos, los genes no dictan el destino, sino que definen un rango de posibilidades en un ambiente determinado. El criterio heurístico de predominio de la cultura se apoya principalmente en tres consideraciones:

1) La “escasez de genes” (en relación con la sinapsis). Los genes humanos no pueden controlar más que los aspectos más generales del comportamiento humano.

2) Sería un sinsentido que la evolución hubiera seleccionado un instrumento tan extraordinariamente flexible para coordinar comportamientos como el cerebro humano y, al mismo tiempo, hubiera mantenido una rígida programación genética de esos comportamientos.

3) Si hubiera una única instrucción sobre el comportamiento grabada en el ADN humano sería el impulso de tener tantos hijos como sea posible, porque la tendencia a maximizar las contribuciones genéticas a las generaciones futuras es lo que hace que la evolución funcione; el hecho de que prácticamente ningún ser humano obedezca a este “imperativo” genético revela que los factores ambientales lo han anulado en buena medida. En definitiva, salvo en un número muy determinado de casos, los genes resultan más interesantes para aclarar lo que no podemos hacer que lo que sí podemos.

En general, en lo que respecta al comportamiento humano, a las formas de la organización social y a los cambios en ella, la explicación debe recurrir al examen detallado de las trayectorias históricas. Hay ciertamente algunos rasgos comunes entre la evolución y la historia: ambas están constreñidas por el pasado, influidas por el aislamiento y el intercambio y sujetas a terminación selectiva; en ambos casos, el curso futuro es muy difícil de predecir. Hay por otra parte algunas diferencias básicas: los genes pasan sólo a los parientes de la siguiente generación, mientras que las unidades culturales pasan tanto a parientes como a no

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parientes y no lo hacen sólo entre generaciones sino dentro de una misma generación; de ordinario, el cambio cultural no implica selección natural entre individuos, pero puede implicar supervivencia diferencial entre grupos mucho más a menudo que la selección biológica. 4. WILSON Y LA REFORMULACIÓN DEL PROGRAMA DE LA CIENCIA UNIFICADA. Los filósofos del Círculo de Viena concibieron un vasto programa de unificación del conocimiento empírico que, en términos generales, mostró una fuerte propensión a desarrollarse a lo largo de tres ejes: el reduccionismo, el análisis y el determinismo. Hay que recordar el estancamiento del programa de la ciencia unificada del positivismo lógico. Dicho programa se ha vuelto a proponer con mucha fuerza, conectándolo explícitamente con las ciencias ambientales y con la crisis ecológica, en un libro de Wilson. La idea clave de esta propuesta de reunificación de la ciencia es la palabra consiliencia, que alude a la coincidencia entre inducciones realizadas a partir de clases diferentes de hechos y a la tesis de que las explicaciones de fenómenos diferentes que pueden conectarse unas con otras y resultan mutuamente consistentes es más probable que sobrevivan. La necesidad de un principio así es particularmente visible en las ciencias ambientales, que exigen que cuatro ámbitos que hoy están académicamente separados (la biología, la ciencia social, la ética y la política ambiental), puedan conectarse de un modo sólido. La forma particular de producir un mapa sobre esta cuestión que propone Wilson discurre por los mismos tres ejes que el programa neopositivista. Hay, de todos modos, algunas diferencias. Neurath vio el conductismo como el modelo para desarrollar una sociología fisicalista; Wilson propone basarse en la psicología evolucionista. Wilson cree posible convertir la ética en una ciencia positiva, que entienda las normas morales como expresión codificada de elecciones que la sociedad tuvo que hacer en el pasado. Las diferencias, en cualquier caso, no son tan importantes como para que el hilo común señalado resulte discutible: es claro que Wilson ha reintroducido el punto de vista neopositivista en los debates sobre la ciencia actual. El debate sobre la reunificación en el campo de las ciencias naturales tiene algunos nudos difíciles de cortar. En el análisis de Wilson a este respecto, su principal conclusión es que las ciencias naturales han llegado ya hasta la frontera con las ciencias sociales. Lo que han encontrado al llegar a los límites de ese ámbito poblado por la antropología, la sociología, la economía y la ciencia política se describe con característico disgusto: enfrentamiento tribal, división, partidismo, rechazo a cualquier aproximación a la biología humana y la psicología. Wilson aboga por conectar las explicaciones sociológicas con la biología humana, aceptar que la unidad de análisis debe ser el individuo, examinar el comportamiento humano a partir de reglas epigenéticas (operaciones innatas del sistema sensorial y del cerebro que permiten a los organismos encontrar soluciones rápidas a problemas que se plantean en el ambiente). Wilson admite que, dada la inmensa variedad de manifestaciones de la cultura, la parte de éstas que es explicable mediante reducción a reglas epigenéticas es pequeña. Reconoce que los sociólogos están con frecuencia interesados en otras cosas. Pese a ello, insiste en que la pasión de las ciencias sociales por el “detalle menudo” no debería alejarlas de la voluntad de construir a partir de las zonas en que la reducción sí parece posible, pues sólo esas zonas ofrecen un fundamento sólido. No ignora los conflictos, pero los disuelve en una matizada profesión de fe en la dinámica acumulativa del conocimiento. En el caso de Wilson, la fe descansa en la más pura tradición positivista: en la tesis según la cual la peculiaridad de las ciencias sociales deriva sólo de que la sociedad es más compleja que los objetos estudiados por las ciencias de la naturaleza. La similitud con la ordenación de las ciencias en un orden lineal de generalidad decreciente y complejidad creciente que propuso Comte es del todo obvia. Buena parte del debate sobre el método de las ciencias sociales ha girado siempre en torno a las opciones planteadas en este punto. Si se trata tan sólo de que la sociedad es más compleja, entonces todo es una cuestión de grado, de más dificultad. Si, por el contrario, se trata de que la sociedad es inherentemente distinta,

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entonces la continuidad parece perder sentido y quien haga sociología no necesita saber más de ciencia natural que las gentes cuyas acciones pretende explicar. 5. EL ATAJO HOLÍSTICO. LA HIPÓTESIS DE LA COMPLEJIDAD. En muchos campos del conocimiento están apareciendo estudios sobre fenómenos complejos. En las ciencias sociales, dedicadas al estudio de fenómenos hipercomplejos, el término es tan obvio que casi resulta redundante. Como resultado, cuestiones muy diferentes abordadas desde enfoques no menos diversos remiten sin aparentes problemas a distintas acepciones de “complejidad”. Ante semejante proliferación hay básicamente dos posturas. Por una parte, están quienes señalan que la única característica común a los diversos enfoques es la dificultad para obtener un buen ajuste entre los modelos y las observaciones, y que esa similitud es demasiado vaga para justificar la pretensión de que es posible construir una teoría unificada de los sistemas con muchos componentes, pues la semejanza en el comportamiento no implica necesariamente que existan principios generales comunes a todos esos sistemas. Por otra parte, hay quienes perciben la coincidencia por todas partes de fenómenos en los que la apariencia de azar y caos no revela la ausencia de regularidades, sino más bien un funcionamiento natural que conduce según pautas básicamente idénticas a la emergencia de legalidades de orden superior. La más conocida (y aventurada) expresión del segundo de esos puntos de vista es la que uno de sus partidarios ha designado como “la conjetura de Santa Fe”: para los sistemas dinámicos no lineales con ricas redes de elementos interactuantes (esto es, complejos), hay un atractor que se encuentra entre una región de comportamiento caótico y otras que está “congelada” en un régimen ordenado, con poca actividad espontánea; cualquier sistema así tenderá a establecerse dinámicamente en esa zona al borde del caos. Kauffman destaca este segundo punto de vista porque es el que ha reivindicado como posible su extrapolación a las ciencias sociales y, a la vez, el que ha reclamado su relevancia para las ciencias ambientales en tanto que superación de la incapacidad de la visión mecanicista del mundo para tratar con los problemas de la crisis ecológica. Su hipótesis básica es que el destino en la biosfera de todos los sistemas complejos adaptativos es evolucionar hacia un estado natural entre el orden y el caos. A la pregunta ¿cómo aparece el orden?, Kauffman contesta señalando dos formas básicas: 1) la propia de los sistemas en equilibrio de baja energía; y 2) disipando una fuente constante de masa y/o energía para sustentar durante un tiempo la estructura ordenada lejos del equilibrio. Este segundo caso es que corresponde a los sistemas vivos. Según el paradigma neodarwiniano, la diversificación de los sistemas vivos depende de variación azarosa tamizada por la selección. La conjetura de Santa Fe, por el contrario, sostiene que el orden no es totalmente accidental, que hay otros principios del orden, que hay leyes de la complejidad que generan espontáneamente mucho del orden existente en el mundo natural y que la selección natural se limita a moldearlo y refinarlo. Kauffman explora la posibilidad de extrapolar sus ideas al estudio de la sociedad en dos ámbitos: el cambio tecnológico y el surgimiento de las civilizaciones. Señala el paralelismo entre la evolución de la vida y el desarrollo tecnológico en la fase de frenética proliferación “desde arriba” que sigue a la aparición de novedades importantes y en la fuerte selección posterior que conduce a la extinción de muchas de las formas iniciales. Kauffman aporta sólo algunas analogías intuitivas en apoyo de su idea; sin embargo, el modelo matemático que propone es lo bastante sugerente para merecer ser contrastado empíricamente de un modo más sistemático. La unidad de análisis en la perspectiva de la complejidad, dice Goodwin, es el organismo, no los genes. Ésta es la diferencia fundamental entre ese punto de vista y el neopositivista. Tomando un “atajo holístico” se confía en reducir la larga cadena de interconexiones entre los diferentes niveles de análisis. Así, el criterio de unificación reductiva se mantiene: las diferentes manifestaciones de la organización y el cambio en todos los sistemas complejos adaptativos podrían ser explicados en base a las mismas leyes de la emergencia y la autoorganización. El determinismo también se mantiene, aunque lo hace al

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precio de renunciar a la posibilidad de predicción en cuanto a los detalles, dada la extrema sensibilidad a variaciones mínimas en las condiciones iniciales. 6. LAS RAZONES DEL EXCEPCIONALISMO: LA SOCIOLOGÍA COMPRENSIVA Y LAS CIENCIAS AMBIENTALES. La crítica sociológica al reduccionismo ha consistido siempre en invocar que las sociedades son sistemas con propiedades emergentes, distintivas, y requieren en consecuencia formas particulares para que su estudio pueda ser abordado. El excepcionalismo se basa sobre todo en tres argumentos: el de la exigencia de sentido, el del residuo cualitativo y el de la omnipresencia del cambio. La acción intencional, el comportamiento guiado por propósito, es inherente a los fenómenos sociales. Sin el recurso al sentido, todo cuanto entra en el ámbito de lo social se vuelve incomprensible. Georgescu-Roegen es conocido por sus tesis acerca de las implicaciones de la segunda ley de la termodinámica para el estudio de los procesos económicos y por las reelaboraciones consiguientes de las teorías de la producción y del valor. La sociología ecológica podría definirse, de hecho, en términos de su interés por examinar las interconexiones entre las condiciones ambientales y el disfrute de la vida. En cuanto al argumento del “residuo cualitativo”, conceptos como justicia o vida placentera no parecen tener las propiedades métricas requeridas para poder describirlos con números. Georgescu-Roegen los denominó “dialécticos”, en contraposición a aquellos que se distinguen entre sí de forma discreta, como los números, a los que llamó “aritmomórficos”. Cuando pensamos formas y cualidades hemos de recurrir casi siempre a conceptos dialécticos. Y mucho de lo que nos interesa en ciencias sociales es relativo a formas y cualidades. Hay, por último, una estrecha relación entre conceptos dialécticos y cambio cualitativo. El cambio comporta la aparición o emergencia de novedades de un tipo especial. Hay, en general, tres clases de novedades que son relevantes para el conocimiento:

1) Las que pueden predecirse antes de haber sido observadas mediante operaciones deductivas dentro de una teoría que describe un determinado campo fenoménico mediante un número finito de elementos cualitativamente diferentes y un número finito de leyes que los relacionen entre sí.

2) Las que no pueden ser descritas antes de haber sido observadas, pero resultan ser permanentes.

3) Aquellas en las que la permanencia está ausente, en las que no puede predecirse el resultado incluso después de haberse observado la misma combinación muchas veces. En las clases segunda y tercera, la novedad está asociada con la incertidumbre, pero en la tercera hay una incertidumbre de segundo grado, debida al cambio cualitativo no permanente. A largo plazo, los procesos sociales están dominados por cambios de ese tipo.

Hay que resaltar la excepcionalidad de las ciencias sociales. Se trata de insistir en la irreductibilidad de muchos aspectos correspondientes a la parte social en el sistema medio ambiente-sociedad. Pero tal excepcionalidad no es completa. Y, en sí misma, tampoco es deseable. Si el conocimiento de algún fenómeno social puede ser conectado con leyes correspondientes a niveles más básicos, mejor. Si una parte del mismo puede ser formulada con números, mejor. Si algunos cambios pueden ser encajados en pautas previsibles, mejor. Si nuevos desarrollos permiten ensanchar el campo de los asuntos humanos que pueden ser examinados de acuerdo con alguno o todos de esos criterios, mejor. La tensión resultante no puede ser disuelta, aunque deba ser explorada. Las nociones de límite e indeterminación son cruciales en el estudio de las relaciones entre sociedad y medio ambiente. Esta conclusión no se modifica por el hecho de que los límites naturales ayuden a comprender lo que las sociedades no pueden ser con más claridad que la que aportan a la comprensión de cómo son. De hecho. No es sólo en las ciencias ambientales donde las proposiciones de imposibilidad ocupan una posición decisiva. Hay muchos rasgos excepcionales en la existencia social; sin

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embargo, ninguno de ellos nos exime de la ley de entropía, de ser organismos heterótrofos o de reconocer que la dureza de los martillos tiene algo que ver con el sentido de los mismos. TEMA 2. LA SOCIOLOGÍA ECOLÓGICA O MEDIOAMBIENTAL. 1. LOS ORÍGENES DE LA SOCIOLOGÍA MEDIOAMBIENTAL Y SU RELACIÓN CON LA TEORÍA CLÁSICA. Puede citarse 1972 como fecha de inicio de la preocupación académica que marca los orígenes de la sociología medioambiental. En él coinciden la conferencia de Estocolmo sobre desarrollo y medio ambiente y la publicación del primer informe al Club de Roma sobre límites al crecimiento (Informe Meadows). Ambos acontecimientos se vieron pronto seguidos por la crisis del petróleo y por las primeras manifestaciones masivas del movimiento ecologista y antinuclear, y en todo el mundo hubo intentos de respuesta desde la sociología. En Europa, la problemática medioambiental fue recibida como algo nuevo, difícil de integrar en los enfoques existentes. Varios de los trabajos más significativos consistieron en reelaboraciones conceptuales que trataban de integrar la problemática medioambiental en lo que se percibía como una situación generalizada de crisis social, incluso de crisis civilizatoria. Fueron menos abundantes las investigaciones con un contenido empírico, como las realizadas sobre el movimiento antinuclear o sobre el movimiento ecologista en su conjunto. En Estados Unidos, por el contrario, la sociología medioambiental se desarrolló al principio, sobre todo, a través de estudios empíricos sobre fenómenos de degradación urbana, contaminación en ambientes locales, opinión pública, movimientos sociales o gestión de recursos y de espacios protegidos. Las opciones teóricas se polarizaron en torno a visiones diferentes sobre la mayor o menor vinculación entre la sociología ecológica y la tradición sociológica, de forma que algunas propuestas se orientaron más hacia una fuerte discontinuidad entre ambas y una aproximación a la biología, y otras pusieron más el acento en la continuidad y en la elaboración a partir de la acción social y del conflicto. En España hubo también trabajos reseñables en los años que siguieron a 1972. Se discutieron los criterios desarrollistas de ordenación territorial y expansión económica desde una perspectiva sensible a sus costes ambientales, se cuestionó el significado del medio ambiente para la sociología, se apuntó la convergencia de capitalismo y socialismo hacia un modelo unificado de industrialismo expansivo enfrentado al Tercer Mundo, se analizó la posición de los dirigentes económicos y políticos del sector energético ante las alternativas y las iniciativas de planificación en este ámbito, se examinaron la relación entre el ecologismo y la lucha de clases y los problemas planteados por la crisis ecológica a la confianza marxista en la expansión ilimitada de las fuerzas productivas, se publicaron los primeros estudios sobre el movimiento ecologista y se revisaron los fundamentos de la relación entre sociedad y naturaleza. Las revistas sociológicas de la época se hicieron eco de la nueva problemática. En general, la primera fase de la sociología medioambiental estuvo caracterizada por diferentes intentos de tomar posición, de reaccionar ante los nuevos problemas. No hay duda de que la cuestión ambiental le llegó a la sociología desde fuera, que se trataba de algo que no estaba previsto en sus desarrollos modernos. Un núcleo de interés fue entonces el grado de continuidad o discontinuidad con los enfoques sociológicos existentes, y, dado que éstos están conectados de muchas maneras con la teoría clásica, la relevancia de ésta para tratar dicha cuestión. A grandes rasgos, pueden distinguirse tres tipos de respuesta:

1) Se ha afirmado que existe una ruptura o discontinuidad fundamental entre la sociología medioambiental y los diferentes enfoques que dominaron la sociología en la segunda mitad del siglo XX. Dicha ruptura se ha expresado en términos de un cambio de paradigma. Así, las diferentes escuelas sociológicas habrían sido propensas a exagerar sus mutuas diferencias, pese a que todas ellas habrían compartido y asumido sin discusión algunos presupuestos fundamentales. Para Catton y Dunlap, su

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diversidad aparente no es tan importante como el antropocentrismo fundamental que subyace a todas ellas. Estos autores asociaron al principio ese antropocentrismo con el excepcionalismo de la sociología, y hablaron del “paradigma del excepcionalismo humano”. Más tarde pasaron a referirse al “paradigma del exencionalismo humano”. Su idea, en cualquier caso, es que la conciencia de los límites ecológicos fundamenta una visión alternativa, ecocéntrica, en la que los seres humanos son reintegrados al mundo natural del que forman parte, refiriéndose a ella cono “nuevo paradigma ecológico”. En la elaboración de Catton y Dunlap, la discontinuidad fundamental es más de tipo histórico que filosófico. Se refiere sobre todo a la creencia en el progreso material característica de la cultura occidental en la era moderna, suponiendo que la no percepción de los límites naturales se deriva de esa creencia: “…la herencia de la abundancia ha hecho que, para la mayoría de los sociólogos, la posibilidad de una era de escasez no artificial sea difícil de percibir”. Para Ernest García, seguramente, al menos para aludir a la teoría clásica, la palabra “herencia” no es muy exacta. Fue más bien la perspectiva de la abundancia, la visión de un mundo lleno de riquezas naturales cuyo aprovechamiento aparecía limitado sólo por el atraso tecnológico y la imperfección organizativa, lo que en las primeras fases de la era industrial borró de la conciencia social los límites naturales.

2) Una segunda posición coincide con la anterior en cuanto a la existencia de una discontinuidad muy marcada entre la sociología ecológica y las perspectivas teóricas vigentes en el momento de su aparición. Sin embargo, considera que sí existen precedentes fuera de la “corriente principal”. Podemos llamar a este punto de vista la “hipótesis-Guadiana” de la sociología medioambiental, dado que la falta de conexión que hay a menudo entre esos precedentes hace inviable aludir a éstos como parte de una tradición o descubrir entre ellos una teoría clásica. La referencia a Malthus (quien, de haber alguno, sería el precursor más indiscutible de la sociología ecológica) ilustra bien las dificultades de este punto de vista. Es claro que Malthus situó la existencia de límites externos, biofísicos, en el centro de su reflexión: la provisión de medios de subsistencia depende de la superficie cultivable (que es finita) y de las características de los suelos (que limitan la productividad agraria). Las profecías más calamitosas derivadas de este punto de vista no se han cumplido porque el incremento de la productividad agrícola a lo largo de la era industrial y, sobre todo, en la segunda mitad del siglo XX ha sido muy grande. Tal incremento se ha debido fundamentalmente a una enorme subvención externa que ha convertido a la agricultura moderna en consumidora neta de energía, es decir, se ha debido a un factor de cambio tecnológico no previsto en la hipótesis malthusiana. En los términos en que las formuló, las ideas de Malthus sobre los límites a la producción de alimentos no han sido refutadas, y continúan siendo objeto de discusión en la actualidad. El problema con el enfoque de la corriente discontinua es que tiende a generar una proliferación casi ilimitada. Si no se especifican las ideas de referencia de un modo detallado, cualquier crítica del industrialismo o de la modernidad puede ser interpretada como una manifestación de protoecologismo. Y entonces la lista puede ser muy larga y heterogénea.

3) Una tercera posición ha mantenido que hay, aunque escasamente desarrollada, una sociología medioambiental clásica. Dice Buttel que “de los trabajos de los tres teóricos clásicos podría extraerse una ecosociología digna de interés”. Buttel ha alegado que la teoría clásica fue menos antiecológica que la sociología inmediatamente anterior a 1972. En los últimos años es visible una tendencia a la aproximación mutua entre las tres

visiones reseñadas de la relación entre la sociología ecológica y la tradición sociológica. Los puntos de convergencia son, por una parte, la aceptación de que hay una discontinuidad en cuanto a la perspectiva, tanto si se interpreta dicha discontinuidad en términos de un cambio de paradigma como si se interpreta de otras formas, y, por otra parte, la aceptación del

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pluralismo, del hecho de que muy diversos instrumentos conceptuales y metodológicos están siendo incorporados al trabajo dentro de esa nueva perspectiva. 2. ECOLOGÍA HUMANA, ECOLOGÍA HUMANA SOCIOLÓGICA Y SOCIOLOGÍA MEDIOAMBIENTAL. Conviene establecer una distinción respecto a los diferentes usos de la expresión “ecología humana”, pues en torno a ella pueden surgir algunos equívocos. Por una parte, dicha expresión se refiere a un capítulo particular de la antropología “física” que se ocupa de estudiar la adaptación de los seres humanos a sus diferentes ambientes, principalmente a partir de los conceptos de la teoría de la evolución. Desde esta perspectiva, la ecología humana es un ámbito esencialmente transdisciplinar, un lugar de encuentro entre la biología, la antropología, la paleontología y la prehistoria. Sus desarrollos más recientes dependen en una medida muy amplia de informaciones procedentes de las ciencias naturales. Por otra parte, “ecología humana” es también el nombre de una propuesta sociológica, que se ha ocupado de temas como las organizaciones formales, los barrios y suburbios, las regiones y, sobre todo, la ciudad, bajo el punto de vista de que estas y otras formas de la organización social pueden ser descritas y explicadas mediante un uso adecuado de conceptos y métodos más o menos tomados en préstamo de la ecología. Desde los años ochenta, este enfoque suele distinguirse del anteriormente comentado mediante la adición de un adjetivo, autodenominándose “ecología humana sociológica”. Su objeto de estudio son los sistemas sociales humanos, en lo que respecta sobre todo a su organización y a los cambios en ella. La ecología humana sociológica es un enfoque particular en ciencias sociales que no ha dedicado más atención que otros a la relación entre sociedad y naturaleza. De todos modos, algunas de sus características parecen prometedoras a la hora de abordar dicha relación. Es extraño, por tanto, que dicho enfoque haya tenido hasta ahora una presencia muy limitada en los desarrollos de la nueva sociología medioambiental o ecológica. La sociología medioambiental ha vuelto de nuevo la mirada hacia la ecología en un momento en que la ecología humana sociológica se alejaba cada vez más de ella. En la sociología medioambiental, la aportación que ha recogido en mayor medida la herencia de la ecología humana es la realizada por Catton y Dunlap. De hecho, algunos comentaristas se han referido a ella como una “nueva ecología humana”. Sin embargo, la insistencia de ambos autores en remarcar la discontinuidad entre su punto de vista y todas las escuelas sociológicas anteriores ha contribuido a oscurecer esa conexión. En cualquier caso, la influencia de la ecología humana sociológica en la actual sociología medioambiental, al menos de momento, ha sido más bien difusa. 3. LA ECONOMÍA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE: CONTINUIDADES Y RUPTURAS. Un numeroso grupo de propuestas en la sociología actual de problemas ambientales trata de conectarlos con los procesos de estructuración y los conflictos de intereses vistos desde la perspectiva de la producción, que podemos referir a la tradición del materialismo histórico. La sociología de inspiración marxista ha considerado el trabajo como la mediación principal entre los seres humanos y la naturaleza, lo que, en principio, la hacía susceptible de desarrollarse teniendo en cuenta los condicionantes impuestos por ésta. Sin embargo, la tesis de que el desarrollo de las fuerzas productivas no encuentra más freno que las relaciones de producción, tesis central en el marxismo, ha hecho que, en general, tales condicionantes fueran ignorados, derivando incluso hacia posiciones de exencionalismo extremo, como la idea de que el comunismo liberaría definitivamente a los humanos del reino animal. El desarrollo más sistemático del punto de vista marxista sobre la relación entre naturaleza y sociedad se encuentra en un manual de sociología publicado por Bujárin en 1921. Este autor afirma que, si estudiamos la sociedad como sistema, el medio en que ésta evoluciona es la naturaleza exterior, es decir, nuestro planeta con todas sus características naturales, de forma que es imposible imaginar una sociedad humana fuera de ese ambiente del que obtiene su energía material y que le proporciona sustento. Para Bujárin, los rasgos

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principales de la evolución de un sistema dependen de sus relaciones con su medio ambiente y, por lo tanto, es en los cambios en tales relaciones donde debe buscarse la causa de los cambios del sistema mismo. En el caso de los sistemas sociales, las relaciones cambian debido al trabajo. El éxito de la adaptación a la naturaleza, añade, depende de la cantidad de energía que la sociedad pueda extraer (y asimilar) de ella. Se ha sugerido que el prejuicio de Engels contribuyó a bloquear un desarrollo del materialismo histórico más sensible a consideraciones ecológicas. La celebración de la enorme capacidad expansiva del capitalismo, así como el convencimiento de que ésta se vería reforzada tras la transición al socialismo, han impregnado profundamente la evolución del materialismo histórico, minimizando la atención dedicada a cualquier tipo de límites naturales. Incluso después de 1972, algunos textos marxistas sobre el concepto de naturaleza seguían sin dedicar al asunto más que una atención del todo marginal, alegando que el desarrollo de las fuerzas productivas no tenía nada que ver con el crecimiento del producto nacional bruto. El impacto causado por la difusión del primer informe al Club de Roma sobre los límites al crecimiento, por la casi simultánea crisis del petróleo y por la aparición del movimiento ecologista marcó un punto de inflexión, pues despertó el interés por la relación entre marxismo y ecología. Encontramos diversos intentos de revisar el materialismo histórico desde un punto de vista “ecológico” que han tenido una presencia visible en los desarrollos recientes de la sociología medioambiental. Dickens ha extendido el concepto de alienación para dar cuenta de las dificultades existentes en la relación con la naturaleza. A partir de un recurrente motivo marxiano (la idea de que el capitalismo sólo puede subsistir minando las fuentes de las que mana toda riqueza: la tierra y el trabajador) se ha propuesto una explicación del desarrollo capitalista como una sucesión de “rupturas metabólicas” que no sólo demostraría que el marxismo clásico contenía ya una completa “teoría ecológica” sino que también superaría el “materialismo vulgar” de los ecologistas. O’Connor ha elaborado una hipótesis acerca de una “segunda contradicción del capitalismo”, referida al freno que la acumulación del capital encuentra en los costes crecientes que se requieren para mantener las condiciones naturales de la producción, que son la parte que corresponde a servicios de la naturaleza en la esfera externa al mercado. Como el suministro de las condiciones de producción tiene lugar fundamentalmente fuera del mercado, los conflictos y los movimientos sociales originados en esa esfera son directamente sociopolíticos, más que económicos. Wallerstein ha argumentado que la tendencia a la desruralización que caracteriza al desarrollo capitalista modifica las condiciones del ejército laboral de reserva y empuja hacia arriba los salarios, reforzándose entonces la tendencia a externalizar los costes sociales y ambientales para que no se reduzca la tasa de ganancia y no se vuelva más lento el crecimiento; ha añadido que la mundialización económica tiende a generalizar esa situación, haciendo menos atractivo el desplazamiento de los costes hacia la periferia. En no de los empeños más coherentes y constantes en la sociología medioambiental, Schnaiberg ha llamado “rueda de la producción” a un conjunto integrado de impulsos expansivos que llevan a las sociedades industriales a incrementar su presión sobre los ecosistemas y ha aplicado su teorización para dar cuenta, entre otras, cosas, de los insuficientes efectos de las políticas de medio ambiente, de los impactos redistributivos regresivos de las prácticas de reciclaje, de los frenos a la difusión de tecnologías “blandas” o intermedias o de la frustración de las iniciativas locales. Schnaiberg toma la producción como punto de partida del análisis, dedica mucha atención al conflicto entre clases definidas por su posición en cuanto a la propiedad y coincide con el materialismo histórico en muchos de los conceptos que emplea. Sin embargo, a diferencia de los otros autores comentados, no se refiere sólo a los límites que la provisión de servicios medioambientales pone al desarrollo de la sociedad capitalista y, sobre todo, no considera que esos límites sean más económicos que biofísicos. Esta última puntualización es relevante porque, por lo general, las propuestas de “marxismo ecológico” han reproducido hasta ahora el “desplazamiento de Bujárin”, es decir, la

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creencia en que la atención a los procesos de producción dispensa de tomar seriamente en cuenta los datos sobre el estado de los sistemas naturales. 4. LA EMERGENCIA DEL ECOFEMINISMO. Las primeras versiones del punto de vista que después fue denominado “ecofeminismo” se formularon en Europa en los años setenta, y señalaban dos procesos fundamentales en el origen del patriarcado: la apropiación masculina de la agricultura y de la reproducción, de la fertilidad y de la fecundidad, expropiando a las mujeres de su poder como cultivadoras y como madres. Ambos procesos, intensificados durante milenios, están también en el origen de la crisis ecológica, en forma de sobreexplotación de la tierra y de explosión demográfica. Otro componente inicial del ecofeminismo fue la identificación de postulados de dominio y violencia sobre las mujeres y sobre la naturaleza en los orígenes de la ciencia moderna, al señalar, por ejemplo, cómo Bacon encontró en los procesos por brujería analogías adecuadas para expresar su visión sobre los métodos que permitirían arrancar sus secretos al mundo natural. A finales de los ochenta se elaboraron algunos libros colectivos, tanto en Europa como en Estados Unidos, que intentaron ofrecer una panorámica de las diferentes propuestas relacionadas con este enfoque. En ese mismo periodo, varias de las fuentes mencionadas fueron integradas en la tesis de que el desarrollo según el modelo europeo avanza a costa de las mujeres, de los campesinos, de los pueblos indígenas y, en general, de las formas secularmente sostenibles de intercambio con la naturaleza. Vandana Shiva ha construido una síntesis que integra elementos del feminismo, de las enseñanzas de Gandhi, de la visión holística y antirreduccionista de la ciencia, y del ecologismo. La aplicó para explicar la elevada participación de las mujeres en los movimientos sociales que se oponen a la expansión de las explotaciones madereras con fines comerciales en las laderas del Himalaya. Analizó la forma en que los mismos procesos de desarrollo económico que generaban daños ecológicos implicaban para las mujeres de la zona condiciones de trabajo más duras, una dieta menos variada y nutritiva, pérdida de estatus y, en general, marginación respecto a las condiciones mercantiles y salariales del nuevo sector “moderno” que, supuestamente, había de traer bienestar para toda la población.

Junto a Maria Mies, Shiva ha desarrollado las implicaciones de sus estudios en el marco de los debates sobre la teoría feminista. Ambas autoras parten de la afirmación de que el patriarcado encuentra sus “últimas colonias”, los últimos ámbitos a ocupar, en los lugares de la capacidad regenerativa: el cuerpo de las mujeres y las semillas. Estos conflictos son las expresiones más recientes de un largo proceso histórico de “maldesarrollo”, en el que la demanda de recursos para la economía de mercado, dominada por fuerzas globales, ha socavado las bases de la supervivencia, es decir, la “economía de la naturaleza” y la economía de subsistencia de las mujeres. Esta versión del ecofeminismo ha sido criticada desde distintos puntos de vista. Se ha argumentado, por ejemplo, que el paralelismo entre el dominio sobre las mujeres y la explotación de la naturaleza refuerza la identificación entre lo femenino y lo natural, que es precisamente una de las características de la ideología patriarcal. Se ha afirmado que la reivindicación de las manifestaciones de un “principio femenino” en algunas culturas tradicionales empuja al feminismo en dirección de una mística contraria a la ciencia y al racionalismo. Para Ernest García, ambas objeciones son inexactas, al menos en lo que respecta a la obra de Shiva. En su planteamiento, el compromiso de las mujeres, en el contexto de la economía de subsistencia, con formas sostenibles de uso de la naturaleza, no deriva de ninguna proximidad esencial, sino de una determinada posición en la división social del trabajo y del intento de valorizarla y potenciarla. Su argumentación está apoyada en la elaboración de datos empíricos y en estadísticas, es decir, apoyada en procedimientos científicos típicos. Más complejas le parecen a García las implicaciones de una tercera objeción que también se ha formulado en algunas ocasiones. De acuerdo con ella, Shiva elude denunciar las formas precapitalistas del patriarcado existentes en las comunidades objeto de su estudio. La objeción

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tiene un punto equívoco, pues Shiva Dedica mucha atención a examinar cómo el desarrollo de mercados de fuerza de trabajo tipificados como masculinos, el acceso a través del salario de bienes de consumo no procedentes de las actividades de subsistencia, el agravamiento de la escasez de agua y otros recursos naturales básicos y, en general, el peso económico creciente de los sectores “modernos” suponen un empeoramiento relativo de la situación social de las mujeres y de las relaciones de poder entre los sexos en el interior de las comunidades. El principal dilema que el ecofeminismo plantea a las versiones más extendidas en el mundo contemporáneo sobre la eventual superación de la desigualdad entre los sexos codificada en términos de género y poder se deriva de la tesis según la cual el desarrollo de acuerdo con el modelo occidental no es generalizable y, por lo tanto, no puede ser auténticamente universal. Este punto de vista sobre el desarrollo encaja mal con la idea de que las cotas de relativa igualdad conseguidas en las sociedades occidentales son uno de los logros más indiscutibles de la modernidad. No, ciertamente, un logro que se haya producido espontáneamente, sino el resultado de largas luchas y duros conflictos. Luchas y conflictos, sin embargo, cuya dirección no es otra que la del programa ilustrado llevado a sus últimas consecuencias, la de una modernidad de verdad acabada. Mies y Shiva han presentado su punto de vista como una tercera vía en el debate feminista sobre la igualdad y la diferencia, como una alternativa tanto a las propuestas de equiparación en un mundo de valores masculinos como a las reivindicaciones postmodernas de la cultura femenina. Coinciden con otras propuestas de reconstrucción cultural a partir de “lo mejor de los dos mundos”, para las cuales, para resolver el problema de la desigualdad entre los sexos no basta con la noción clásica de igualdad, no basta con que las mujeres puedan acceder en igualdad de condiciones a los ámbitos tradicionalmente considerados masculinos: el reto que se plantea es la transformación del conjunto de normas sociales y la transformación de ambos géneros, hasta su desaparición, pero una desaparición no basada en la eliminación de uno de ellos sino en la fusión de ambos para convertirse simplemente en posibilidades humanas. Lo específico del planteamiento de Mies y Shiva es que el reino de los derechos universales se piensa en términos de necesidades básicas ligadas a la supervivencia. Y que la satisfacción de esa necesidades se percibe como amenazada por el desarrollo, no como posibilitada por él. En pocas palabras, el dilema planteado por el ecofeminismo sería el siguiente: la modernización según el modelo occidental no es generalizable, no es un futuro posible para toda la humanidad, porque sólo puede existir minando los servicios de la naturaleza y las economías de subsistencia; tampoco son generalizables, en consecuencia, las formas de superación de la desigualdad que sólo se hacen posibles en dicho contexto; por tanto, sólo podrían ser auténticamente universales las formas de superación de la desigualdad generadas en otro marco de referencia, en un contexto de “postdesarrollo”. 5. LA PROBLEMÁTICA MEDIOAMBIENTAL Y LAS INSTITUCIONES CONTEMPORÁNEAS: MODERNIZACIÓN Y RIESGO. Si 1972 (conferencia de Estocolmo) es el punto de partida de la sociología medioambiental, puede decirse que 1992, fecha de la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro, marca la consolidación de la subdisciplina. Dicha reunión significó el reconocimiento solemne de la importancia de la problemática del medio ambiente y el desarrollo por parte de gobiernos e instituciones de todo el mundo, con el consiguiente efecto de difusión tanto sobre el conocimiento como sobre las prácticas sociales. En la sociología medioambiental, la década de los noventa del siglo pasado, y sobre todo su segunda mitad, fue una etapa de proliferación de las publicaciones y programas de investigación, de multiplicación de cursos y actividades docentes, de frecuente convocatoria de congresos y conferencias… Esta dinámica ha sido tan aceleradamente expansiva que no tiene sentido intentar un registro exhaustivo de sus resultados. Pero la principal diferencia entre la sociología medioambiental de la fase inicial y la de la fase de consolidación no ha sido ni la productividad ni la institucionalización. Lo más

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característico del periodo reciente ha sido su relativamente mayor “densidad empírica”. Durante los primeros años, la sociología medioambiental se enfrentó a una doble dificultad. Por una parte, muchas de sus informaciones de referencia tenían un carácter prospectivo, es decir, apuntaban los efectos sociales que podría tener en el futuro la eventual prolongación de las tendencias existentes en la sociedad industrial. Por otra parte, muchas de las instancias sociales fundamentales reaccionaban a esas predicciones con incredulidad o incluso con hostilidad, de forma fundamentalmente reactiva. Para la sociología, superar esa doble dificultad constituía una tarea ardua. La situación actual no es enteramente diferente, pero hay algunas novedades lo bastante importantes como para poder hablar de un nuevo contexto:

1) Porque una parte al menos de lo que se anunciaba para el futuro ha llegado ya. 2) Porque conceptos como el desarrollo sostenible o el principio de precaución están

incorporados a procesos y prácticas sociales existentes en las que su impacto puede ser examinado en detalle.

3) Porque los gobiernos han definido políticas de medio ambiente y han creado las correspondientes administraciones, las empresas han incorporado algunos criterios de ecoeficiencia y líneas de productos “verdes”, los sindicatos y otros movimientos sociales han revisado su posición en relación a la crisis ecológica, parte del universo del consumo se ha articulado buscando la compatibilidad ambiental, muchas ciudades redefinen su planificación en busca de más sostenibilidad, los conflictos ecológico-sociales muestran la presencia de actores colectivos distintos de los sectores organizados del movimiento ambientalista, los impactos de la cuestión ambiental en la conciencia colectiva son más profundos y diversos, el medio ambiente ha aparecido como un componente significativo del debate sobre la globalización… En todas estas direcciones, la sociología medioambiental ha encontrado ámbitos de contrastación para sus hipótesis y campos de aplicación para su desarrollo.

En la sociología medioambiental de los noventa han tenido un papel relevante las aportaciones europeas. Este rasgo es muy visible en los desarrollos empíricos, para los que la política científica definida en el marco del Quinto Programa Comunitario, con sus insistencia en el estudio de los ejemplos de “buenas prácticas”, ha permitido dedicar atención a muchas de las novedades emergentes en ámbitos como el cambio climático, las deposiciones ácidas, la biodiversidad, la gestión de los recursos hídricos, el medio ambiente urbano, las zonas costeras y la gestión de residuos. Es visible también en las propuestas conceptuales, como las teorizaciones sobre modernización ecológica o sobre la sociedad del riesgo. La idea de un desarrollo sustentable se convirtió después de Río en un motivo recurrente de la política europea, y, en particular de la de algunos estados del centro y norte de la Unión Europea. Eso suscitó el interés por investigar en qué medida los procesos sociales y económicos en las sociedades industriales maduras contienen ya concreciones de dicha idea. La sociología de la “modernización ecológica” se articula precisamente en torno a este punto. Por una parte, sostiene que la fase anterior de la modernidad habría sido demasiado ingenua al creer que el suministro natural estaba dejando de ser un asunto del que preocuparse. Por otra parte, apunta que la solución al problema no pasaría por el rechazo o cuestionamiento de la modernidad, sino por una inflexión de la misma que la profundice o la intensifique. No es casual que muchas de las propuestas de modernización ecológica se presenten a sí mismas como prolongaciones de las teorizaciones más conocidas e influyentes sobre una “segunda modernización” o una “modernización reflexiva”. De forma paralela a las versiones más difundidas del desarrollo sustentable, la sociología de la modernización ecológica supone que más modernización es lo que hace falta para que se desarrolle una “esfera medioambiental” autónoma respecto a la esfera económica, capaz de moderar los excesos de ésta y de introducir así un equilibrio adicional en la dinámica histórica de racionalización. La idea de una modernización ecológica tiene dos lecturas: como programa político y como descripción del cambio social. En tanto que programa político, la modernización

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ecológica promete que el mismo modelo de desarrollo social que ha creado la crisis ecológica se encargará, mediante correcciones adecuadas de sus instituciones, de solucionarla. En tanto que teorización sobre el cambio social, sostiene que esas correcciones ya se han introducido o han comenzado a introducirse. Las instituciones de la modernidad (la tecnología moderna, el mercado capitalista, el industrialismo y el Estado-nación) están desempeñando un papel cada vez más significativo en la reforma medioambiental y transformándose a fin de cumplir mejor con ese papel progresivo “verde”. En muchos textos se admite que hasta hoy no se han producido las mejoras ambientales esperadas en la “fase postindustrial”. Sin embargo, suele estar presente la idea de que esas mejoras sólo se han aplazado, de que el avance de la modernización las incluye como algo espontáneo, casi “natural”. Las relaciones entre el proceso de modernización y el uso de energía y materiales han sido el principal ámbito de contrastación empírica de la hipótesis de la modernización ecológica. Ha habido también elaboraciones teóricas que han insistido en que el conflicto entre desarrollo y medio ambiente que se hizo patente hacia 1970 está lejos de poder ser considerado algo en vías de disolverse. En cualquier caso, el estudio del alcance real de la incorporación de criterios de calidad ambiental y de sostenibilidad a las prácticas políticas y económicas ha sido una de las novedades significativas en la sociología ecológica más reciente. Otra aportación que ha tenido una difusión apreciable en la última fase de la sociología medioambiental ha sido la idea de Ulrich Beck de una “sociedad del riesgo”. La hipótesis central de este punto de vista es que el desarrollo de la sociedad moderna la ha llevado a desembocar en una fase en que los riesgos sociales, políticos, económicos e individuales tienden cada vez más a ponerse fuera del alcance de las instituciones establecidas para su supervisión y control. En esa fase, la disputa en torno a la distribución de la riqueza va perdiendo importancia a medida que se generalizan unos niveles elevados de bienestar material y, en cambio, el enfrentamiento derivado de las diferentes respuestas sociales ante el riesgo tecnológico se torna más y más significativo como principio de estructuración. La reducción de las tensiones sociales al mínimo, conseguida gracias al crecimiento económico, se ve socavada por la intensificación de las tensiones derivadas de la dimensión creciente de los peligros. El principio organizador de la sociedad industrial fue la distribución de los bienes; el de la sociedad del riesgo es la distribución, prevención, control y legitimación de los peligros que acompañan a las megatecnologías nuclear y química, a la ingeniería genética, al deterioro del medio ambiente, a la supermilitarización y a la miseria creciente fuera del mundo industrializado. El nuevo contexto no significa menos, sino más modernidad: la sociología del riesgo implica también una intensificación de la modernización. Mientras que la primera fase de la misma transformó la sociedad tradicional, la actual implica transformar la sociedad industrial. La expresión elegida para referirse a esta nueva fase, “modernización reflexiva”, es un tanto equívoca, pues el adjetivo no alude en este caso a la reflexión, sino más bien a la autoconfrontación, al choque consigo misma de la sociedad industrial. La teorización de Beck tiene obvios puntos de contacto con los planteamientos de la modernización ecológica. Sin embargo, difiere de ella en algunos puntos sustanciales. La sociología de la modernización ecológica insiste en que las reformas de las instituciones tienden a asegurar la continuidad del proceso de racionalización; la visión de la sociedad del riesgo mantiene que ese proceso se trunca debido a que la capacidad de las opciones técnicas crece al mismo tiempo que lo hace la incalculabilidad de sus consecuencias. Beck es mucho más escéptico de lo que es habitual entre los proponentes de la modernización ecológica en cuanto a la capacidad de las instituciones de la sociedad industrial para responder adecuadamente a las nuevas situaciones de riesgo. También acentúa mucho la incertidumbre, no sólo en lo que respecta a los eventuales efectos del desarrollo tecnológico, sino también en cuanto a las posibles respuestas sociales e institucionales. Por último, su punto de vista se distingue también por la importancia atribuida a la dimensión política que alcanzan muchas cuestiones de la vida cotidiana.

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6. LA CUESTIÓN DEL CONSTRUCCIONISMO SOCIAL Y OTRAS PROPUESTAS. Algunas propuestas han tenido una incidencia significativa en los debates ideológicos y filosóficos pero han sido menos visibles en la sociología medioambiental. Es el caso, entre otros, de la contraposición entre ecología profunda y ecología social. El primero de esos puntos de vista propugna un cambio en la conciencia que, en lugar de pensar en la naturaleza como un recurso para ser usado en la satisfacción de las necesidades humanas, lleve a ver en ella un valor intrínseco e independiente de su utilidad. El segundo se pregunta por los cambios en la organización social que permitirían evitar los efectos negativos para los seres humanos del agotamiento de recursos, la contaminación y la alteración de los ecosistemas. Otro debate notorio en la sociología medioambiental de los últimos años del siglo XX es el planteado entre realismo y construccionismo. El punto de vista realista propone examinar la influencia mutua entre los procesos sociales y las alteraciones en el medio ambiente como un fenómeno objetivo, básicamente independiente de cómo sea socialmente percibido. El punto de vista construccionista se concentra en los procesos de interacción social que producen una determinada definición o percepción social de los problemas y, en algunas versiones extremas, sostiene que no hay nada que investigar más allá de esa percepción socialmente construida. TEMA 3. SOCIOLOGÍA, LÍMITES Y SOSTENIBILIDAD. 1. ESQUEMA GENERAL DE UNA SOCIOLOGÍA ECOLÓGICA. Los postulados más generales o proposiciones básicas de la sociología ecológica pueden formularse como sigue:

a) el objeto de estudio no es la sociedad sino el sistema formado por la sociedad y su medio ambiente;

b) las relaciones entre sociedad y medio ambiente dependen siempre de formas históricas concretas de la tecnología, la desigualdad social y el sistema de necesidades;

c) la expansión de la civilización industrial está siendo condicionada ya por los límites de la naturaleza para suministrar recursos y absorber residuos. La primera de esas proposiciones implica que el enfoque propuesto es ecológico. La

segunda implica que es sociológico. La tercera alude a su contexto histórico, apunta a las razones de su relevancia para el estudio de la sociedad contemporánea. La necesidad de tener en cuenta la interacción entre las sociedades y su entorno natural no es en absoluto una novedad, especialmente en lo que respecta a los enfoques macrosociológicos. Está presente en la tesis de que la organización social expresa la adaptación de una comunidad a su medio ambiente, en la visión marxista del trabajo como mediación entre la humanidad y la naturaleza, etc. Según Lenski y Nolan, las características de una determinada sociedad dependen de su propia historia pasada, así como de sus interacciones con la naturaleza humana, por una parte, y con los ambientes biofísicos y sociales, por otra. La cuestión es por qué ideas como éstas han tenido una escasa presencia en los desarrollos concretos de la sociología. Para dichos autores, los diferentes tipos de sociedades que han existido en la historia humana son definidas a partir de dos criterios básicos: las diferencias en sus tecnologías y las diferencias en sus ambientes. La tecnología es con diferencia el principal de los dos criterios, el que explica las transiciones y etapas fundamentales en el desarrollo. Las diferencias ambientales dan lugar a diferenciaciones secundarias, a subclases de sociedades dentro de etapas definidas por un nivel semejante de desarrollo tecnológico. Su influencia en la configuración de subtipos, por otra parte, desaparece con la llegada a la era industrial. De forma similar, su influencia en la configuración de rasgos de la organización social es secundaria o menor. Hay que añadir que la interacción entre la herencia genética y los diferentes ambientes, a través de las distintas mediaciones culturales, produce múltiples naturalezas

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humanas, lo que convierte en insuficiente (y a menudo en erróneo) el tratamiento de la influencia ejercida por esas naturalezas sobre las relaciones sociales como una constante. De forma similar, aceptar que las interacciones entre la organización social y el medio ambiente natural son de doble dirección implica aceptar que este último resulta continuamente alterado por la intervención humana, por lo que su influencia sobre las formas en que dicha intervención se produce no puede tampoco ser tratada como una constante. Éste es el punto de vista de la nueva historia ecológica y es también el de la sociología ecológica. Lo dicho hasta ahora corresponde en términos generales a un enfoque macro y estructural. A menudo se requiere atención al detalle y, sobre todo, se requiere no olvidar la omnipresencia en la vida social de la acción intencional, esto es, de la acción guiada por propósito en un determinado contexto de creencias. Las distinciones macro/micro y estructura/agencia son demasiado importantes para eludirlas. Ninguna de las opciones que pueden tomarse respecto de esas distinciones cubre todo el campo de la sociología medioambiental. La distinción entre macrosociología y microsociología se ha establecido en ocasiones en términos de que la primera se ocupa de las sociedades y la segunda de las partes y rasgos que las componen. Otras veces se ha visto sobre todo como una cuestión de escala espacio-temporal y del número de personas o situaciones implicadas. En otras ocasiones se ha remarcado la correspondencia entre las dualidades micro/macro y agencia/estructura. Las cuestiones de escala espacial y, sobre todo, temporal están asociadas con algunos de los problemas más difíciles de la sociología ecológica y, en general, de las ciencias ambientales. Con respecto a la delimitación espacial de las unidades de análisis conviene recordar que la contaminación no conoce fronteras. Las sociedades, las regiones, las ciudades, consumen recursos procedentes de lugares muy diversos y desplazan con frecuencia sus residuos fuera de sus límites administrativos. El espacio ambiental y el espacio político no suelen coincidir, y a menudo ese desajuste resulta difícil de controlar en contextos concretos de investigación. La escala temporal suscita dificultades aún mayores. El tempo de las alteraciones ambientales es en general más lento que el de las acciones sociales. El control de los residuos nucleares producidos en el presente seguirá siendo costoso dentro de mil años. El dióxido de carbono liberado por el petróleo quemado en el siglo XX provocará una subida del nivel del mar que inundará atolones y llanuras litorales cuando el siglo XXI esté bien avanzado. Pero las generaciones futuras no votan ni compran hoy en los mercados. La falta de concordancia temporal entre los procesos ambientales y los procesos sociales es un obstáculo muy serio cuando se trata de registrar los efectos sociales presentes de eventos ambientales previstos para el futuro y, sobre todo, cuando se intenta predecir los efectos sociales que dichos acontecimientos tendrán cuando se produzcan. La mezcla de fascinación e incomodidad que suscitó en muchas personas dedicadas a las ciencias sociales el informe al Club de Roma sobre los límites al crecimiento ilustra bien este punto. Esta cuestión se solapa, si bien no totalmente, con el recurso frecuente a razonamientos contrafácticos que se deriva del desajuste entre los criterios de sustentabilidad y los fenómenos sociales observables. Puede decirse que desarrollo sustentable es el que incrementa el servicio obtenido por cada unidad de energía-materia consumida, usa los recursos renovables dentro de la tasa natural de reposición y vacía los stocks no renovables al mismo ritmo que desarrolla para ellos sustitutos renovables. El objetivo de la sociología ecológica es examinar la compatibilidad y el conflicto entre dos racionalidades ideales, la del largo y la del corto plazo, la de la sostenibilidad y la de la expansión económica. Algunos de los enredos más costosos de desentrañar surgen cuando se conectan los problemas ecológicos con la perspectiva de la acción social. En la medida en que ésta depende no de cómo sea el mundo, sino de cómo los seres humanos que actúan creen que es, la conexión entre acción social y naturaleza puede parecer en última instancia irrelevante. Es decir, puede parecer que ya no importa si los límites naturales son o no un freno a la expansión de la sociedad industrial, que sólo importa lo que la gente crea al respecto. La conexión entre los enfoques de la estructura y de la acción social pasa por desligar a esta

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última de una ontología construccionista. Es decir, que la sociología medioambiental requiere alguna clase de modelo “realista” de integración de la estructura y la acción, pues sólo en un contexto así la conexión entre las acciones sociales y el estado de los ecosistemas continúa siendo relevante incluso si los agentes la ignoran por completo. El estudio de la construcción social de los significados puede ayudar, por ejemplo, a entender por qué ambos extremos de la relación pueden llegar a ser del todo incongruentes. La sociología medioambiental, en definitiva, puede ser abordada desde una perspectiva macro o desde una perspectiva micro. Las dimensiones estructurales resultan relevantes para la misma, así como la acción social. Un considerable pluralismo interno se desprende de esa pluralidad de opciones. 2. EXPLORANDO LOS LÍMITES: ¿CATÁSTROFE O CORNUCOPIA? Llamamos “recursos naturales” a los bienes, servicios o funciones útiles del medio ambiente biofísico que satisfacen necesidades humanas. Son recursos tanto las fuentes de energía libre y materiales ordenados como los sumideros (o vertederos) de energía disipada y materiales degradados, aunque es también habitual referirse con la palabra “recursos” a los servicios procedentes de fuentes y utilizar el término “residuos” para aludir a los desechos que son devueltos al ambiente. Los recursos son limitados, según criterios que dependen del hecho de que la Tierra es un sistema cerrado que intercambia energía con su entorno pero no materiales y, a la vez, un sistema en el que hay vida. Los recursos no renovables (o renovables sólo en tiempo geológico) están limitados por la cantidad total disponible. Los renovables no están limitados en cantidad si son usados sosteniblemente, pero sí lo están en la tasa de uso. El principal recurso renovable, la energía solar, no está limitado por la cantidad total ni tampoco por la tasa de uso, pero lo está en la concentración de su llegada a la superficie terrestre y por el hecho de que ésta es finita. Los recursos son cualitativamente heterogéneos, así que unos son más necesarios que otros o más fácilmente sustituibles o más abundantes. La escasez, por su parte, es relativa a las necesidades. La cuestión, entonces, es si el hecho de que los recursos sean limitados impone o no alguna restricción inminente a la expansión de la escala física de las sociedades humanas y a su prolongación en el tiempo, tomando como referencia la escala actual y teniendo en cuenta la diversidad de los recursos. El debate surge cuando se intentan concretar las respuestas a dicha cuestión. Los términos “catástrofe” y “cornucopia” han sido frecuentemente usados para referirse a dos puntos de vista opuestos acerca del alcance y las consecuencias concretas de la presión actualmente ejercida por las actividades humanas sobre los ecosistemas. El primero de esos puntos mantiene que hay límites naturales que no pueden ser sobrepasados sin provocar un colapso y que la escala física actual de la actividad humana excede ya esos límites o está próxima a hacerlo, de forma tal que está comprometiendo la capacidad de sustentación futura de la Tierra. El segundo tiende a negar que la existencia de límites naturales sea algo de interés práctico y a mantener que las capacidades humanas de innovación tecnológica y de adaptación social pueden superar cualquier escasez particular, de forma tal que los límites a la expansión humana, si acaso, serían socioeconómicos, no naturales. Quienes se alinean en la primera posición tienden a presentar el crecimiento demográfico, el aumento en el consumo de recursos y el grado de alteración de los sistemas naturales como evidencia de que la presión humana sobre la naturaleza es ya peligrosa. Quienes la rechazan tienden, por el contrario, a presentar la expansión demográfica y económica como prueba histórica del éxito en el dominio humano sobre la naturaleza. El debate tiene precedentes históricos, el más conocido de los cuales se produjo en torno a las predicciones de Malthus sobre crecimiento demográfico y producción de alimentos. En la forma estricta en que Malthus planteó la cuestión, la historia ha sido hasta hoy diferente de sus previsiones, pues el aumento de población ha ido en paralelo a incrementos muy grandes en la productividad agrícola. Sin embargo, las dimensiones alcanzadas por la población humana y sus actuales tendencias de expansión han conducido en las últimas décadas a una

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preocupación renovada por este punto, a la que se han sumado consideraciones relativas a la erosión, la expansión de los desiertos y otras formas de decadencia de los suelos. Otro de los precedentes significativos se centró en la provisión de recursos energéticos y materiales no renovables. En la fase reciente, el listado puntos conflictivos se ha ampliado a la contaminación del aire, el agua y los suelos, a la extinción de especies animales y vegetales, al cambio climático, a la rarefacción del ozono estratosférico, etc. En 1972, el primer informe al Club de Roma sobre límites al crecimiento presentó los resultados de una modelización realizada en ordenador, según la cual el crecimiento exponencial de la población y de la producción industrial sobrepasaría en menos de un siglo la capacidad del planeta para proporcionar alimentos y recursos no renovables y para absorber residuos. El impacto de este informe fue muy grande y pronto se originó una serie de réplicas y contrarréplicas. En los últimos años, la gravedad de la crisis ecológica ha sido argumentada por diferentes autores y ha tenido como referencia una continuada y persistente actualización de la información relevante. La postura que invita a no preocuparse en exceso del asunto ha tenido también diversos portavoces. Ha estado asimismo caracterizada por una periódica reformulación de datos y argumentos, y ha descansado en buena medida en el exencionalismo que caracteriza a buena parte de las ciencias sociales, en especial a la corriente principal de la economía. La sociología de la segunda mitad del siglo XX no ha sido pródiga en argumentaciones detalladas acerca de las eventuales tensiones de recursos y contaminación. Sí lo ha sido, en cambio, en cuanto a expresiones de la presencia del exencionalismo como telón de fondo, como una especie de postulado básico de la fe modernista. Nisbet, por ejemplo, señaló las cuestiones ecológicas como una de las fuentes de la crisis de la idea de progreso y expresó su desasosiego ante la posibilidad de que, incluso si las ideas pesimistas sobre el estado del medio ambiente resultaban finalmente ser falsas, su difusión social fuese lo suficientemente grande para impulsar una era de guerras por los recursos y otras crisis y conflictos políticos. Por su parte, Bell mantuvo que el informe de los Meadows se equivocaba al considerar la Tierra como un sistema cerrado, expresando al mismo tiempo una firme confianza en las señales enviadas por los precios y en la innovación tecnológica. Bell sostuvo que el problema de la superación de la escasez se mantenía sólo en términos del “juego entre personas” postindustrial, en relación con la información, la organización y la regulación. Y sugirió que, en la medida en que se podía hablar de límites, éstos eran sociales y morales, en particular los derivados del desajuste entre el subsistema económico y el subsistema cultural. Lo más frecuente hoy, tras la Cumbre de Río, es reconocer que la presión humana sobre el medio ambiente representa un problema real, no una falsa alarma. Por ese camino, el debate se ha desplazado o ha cambiado de forma, y se ha establecido a partir de los diferentes puntos de vista acerca de si las medidas económicas y políticas adoptadas para responder a dicho problema actúan o no en la dirección adecuada y tienen o no la intensidad requerida; se ha centrado, por tanto, en diferentes visiones acerca de si las tendencias destructivas podrán o no ser controladas antes de que sus efectos se manifiesten plenamente. Reconocer la existencia de límites ambientales se ha convertido en un rasgo común de lo que podríamos llamar “el paradigma post-Brundtland”. Como consecuencia, la discusión se produce ahora en términos parcialmente distintos de los de hace algunas décadas, con diferentes posiciones. Una de las posiciones, descrita como “confianza productivista”, tiende a sostener que la situación actual puede entenderse como la fase inicial de la transición a una expansión económica sostenible, transición que debe culminar antes de que la capacidad de sustentación de la Tierra se vea sobrepasada. La otra posición, “prevención ecologista”, tiende a pensar que si las tendencias existentes no se invierten de una manera sustancial, los efectos del sobrepasamiento se agravarán hasta el punto de causar graves conflictos de desorganización y descomposición social, más difíciles de afrontar a medida que la propia capacidad de sustentación vaya reduciéndose. El terreno común o punto de encuentro entre ambas posiciones se ha ido configurando en los últimos años en torno a la idea de un desarrollo

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sostenible, pero eso no impide la existencia de interpretaciones profundamente diferentes acerca del significado y las implicaciones de dicha idea. 3. LOS ARGUMENTOS DEL NEOMALTHUSIANISMO. Un elemento fundamental en las visiones acerca de los límites de la naturaleza es la idea de que la finitud de la Tierra ha de condicionar de alguna manera su capacidad de sustentación, su capacidad para suministrar recursos. Formulada en general, en abstracto, esa idea tiene hoy pocos detractores. Tratar de medirla, de hacerla operacional, es sin embargo algo muy distinto. Hay límites naturales, pero éstos parecen ser inherentemente indeterminados, sobre todo si la escala del análisis es muy grande. El concepto de capacidad de carga se refiere en ecología a la máxima población de una determinada especie que puede ser mantenida indefinidamente por un ecosistema. El término adquirió una significación precisa cuando Odum lo conectó con el modelo general de crecimiento de la población conocido como “ecuación logística”. Este modelo supone que debe haber un límite absoluto más allá del cual la expansión de una población se hace imposible y que la tasa de crecimiento, alta en circunstancias propicias, ha de disminuir en la proximidad de ese límite. El impacto ambiental de las actividades humanas es el resultado de tres factores: el número de individuos, la cantidad de recursos consumida en promedio por cada uno de ellos y el tipo de tecnologías utilizadas. Como consecuencia de las diferentes tecnologías y de los diferentes niveles de riqueza, la variabilidad interindividual en el consumo humano de energía es tan grande que no tiene parangón en ninguna otra especie. Debido a ese alto grado de variabilidad, cuando los tres factores de impacto son introducidos en el análisis, se produce a menudo un debate sobre la influencia relativa de cada uno de ellos que nunca llega a conclusiones satisfactorias. Ha habido muchos intentos de calcular la capacidad de carga de la Tierra para seres humanos. Dependiendo de hipótesis diferentes sobre tecnología y consumo, hay estimaciones muy divergentes (tan bajas como 1.000-3.000 millones y tan altas como 157.000 millones). Está aceptado que los problemas medioambientales están relacionados con el crecimiento de la población humana en una forma indirecta y a través de varios factores intermedios de naturaleza social, tecnológica, económica y política. Además de los ejercicios heurísticos sobre población máxima o población óptima, los intentos de ir explorando detalles más precisos se han centrado en la relación entre la evolución de la presión sobre los recursos y la disponibilidad de algunos recursos naturales básicos para la supervivencia y muy escasamente sustituibles. Ha sido el excepcional crecimiento demográfico registrado en la segunda mitad del siglo XX, unido a la tendencia expansiva que aún se manifiesta, lo que ha revitalizado en las últimas décadas las preocupaciones que se han descrito tradicionalmente como malthusianas. Hasta hoy, el motivo más clásico de dichas preocupaciones (la relación entre población y producción de alimentos) se ha visto minimizado por un incremento de la producción agrícola, ganadera y pesquera. La pregunta es hasta cuándo podrá mantenerse este innegable éxito en un contexto de demanda expansiva derivada del crecimiento demográfico y económico, de reducción de la disponibilidad por persona de superficie productiva y agua, y de deterioro de los sistemas naturales debido a la sobreexplotación o a la mala gestión de éstos. La producción de alimentos ha aumentado mucho debido al uso de fertilizantes sintéticos y de plaguicidas, a la mecanización, al incremento de la superficie irrigada y a la selección de variedades de alto rendimiento. Sin embargo, ulteriores aumentos derivados de la difusión aún mayor de estas técnicas y de otras innovaciones más recientes deberían conseguirse a partir de cantidades menores de suelo y de agua por persona. Habrían de tener lugar, asimismo, moderando o incluso invirtiendo los efectos de erosión y salinización de los suelos, agotamiento y pérdida de calidad de los acuíferos y alteración de los ciclos de nutrientes que han sido hasta hoy los costes ambientales más significativos de ese aumento de la producción. La preocupación nace, entonces, de la composición de dos procesos: el aumento de población y de renta que empuja hacia arriba la demanda, y la disponibilidad decreciente, en

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cantidad y calidad, de los recursos básicos para satisfacerla. Ambos procesos avanzan por la misma vía en sentido contrario. No es extraño, por tanto, que se haya renovado la preocupación por una eventual colisión. Lester Brown es quizás el proponente más conocido de la tesis según la cual la colisión entre la población y la base natural de recursos ya ha comenzado a manifestarse. Se basa para ello en una interpretación de la dinámica población-recursos en la segunda mitad del siglo XX. Brown concluye que ulteriores avances en la productividad agrícola serán cada vez más difíciles y que, en cualquier caso, las posibilidades existentes en ese sentido sólo podrían evitar la aparición de crisis alimentarias muy severas si el aumento de la población es sensiblemente inferior al previsto en las actuales proyecciones. Por su parte, Smil sostiene que una combinación adecuada de recetas económicas y técnicas bien conocidas y contrastadas, medidas de protección medioambiental, y ajustes en la composición de la dieta puede proporcionar una nutrición adecuada a la próxima y más amplia generación sin deteriorar irreparablemente los sistemas naturales de soporte de la vida. Esta conclusión relativamente optimista se basa en un minucioso argumento cuyos puntos principales son los siguientes:

1) A escala mundial, la disponibilidad de tierra cultivable no es todavía un factor limitante. Más apremiante es la situación relativa al uso del agua. El suministro de nitrógeno parece garantizado. La seguridad alimentaria puede verse amenazada por la extrema simplificación de los ecosistemas agrícolas que caracteriza a las técnicas modernas de cultivo, por lo que resulta necesario adoptar medidas que frenen la reducción de la diversidad de especies y la erosión genética intraespecífica.

2) Hay un relativo margen para frenar la degradación de los suelos por erosión, salinización y empobrecimiento biológico que resulta de la explotación agrícola intensiva, aunque el incremento de las concentraciones de ozono troposférico y, sobre todo, los efectos del calentamiento global pueden dificultar notablemente esta tarea.

3) Es posible mejorar significativamente la eficiencia en el uso del agua mediante sistemas descentralizados de captación, técnicas de riego más ahorrativas, cultivo en ciertos lugares de plantas más resistentes a la sal y otras medidas.

4) Es posible seguir consumiendo alimentos de origen animal, aunque ese consumo debería ajustarse a lo obtenido a partir de rumiantes que pastan en terrenos no aptos para el cultivo de plantas digeribles por los humanos y a partir de animales que pueden mantenerse con una variada combinación de residuos orgánicos; a ello podría sumarse lo producido mediante acuicultura, siempre que ésta tuviera en cuenta determinadas restricciones ecológicas.

5) Las pérdidas que se producen durante la cosecha y después de ella, así como las derivadas de la putrefacción del pescado, son muy elevadas, de modo que el margen para mejorar los aprovechamientos es significativo.

6) Los cálculos habituales sobre necesidades de energía y proteínas podrían tal vez ajustarse a la baja.

7) La composición de la dieta se ha descompensado durante la modernización, pero podría volver a reajustarse: aunque una corriente poderosa, animada por la agroindustria y por los servicios de comida rápida, empuja en el sentido de un desequilibrio todavía mayor, diversas reacciones sociales se mueven en sentido contrario.

4. DIFERENTES ACEPCIONES DE “INSOSTENIBILIDAD” Y EL PAPEL DE LAS CIENCIAS SOCIALES. Las palabras “sostenible” y “sostenibilidad” están siendo utilizadas en los más diversos contextos. Con frecuencia expresa el deseo de que “esto dure”. A veces indican los estadios iniciales de una reflexión crítica según la cual, para mantener las formas vigentes de producción y consumo, tendría que dedicarse más atención al medio ambiente. Con “insostenible” e “insostenibilidad”, las cosas son parecidas. Su uso más habitual significa simplemente “esto no puede durar”. En ciertas formulaciones se asocian a la convicción de

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que las formas vigentes de producción y consumo serían inviables a largo plazo incluso con reformas significativas. Sobre estas palabras distinguiremos cuatro de sus acepciones. Aunque esas acepciones son parcialmente alternativas, resulta preferible considerarlas complementarias, formas diferentes de percibir el mismo conjunto de hechos desde perspectivas diferentes. La acepción más próxima al paradigma mecanicista considera que insostenibilidad es la tendencia al colapso causada por sobrepasar los límites establecidos por la capacidad de carga de los ecosistemas. Está implícita en la habitual advertencia ecologista de que nada que tenga una dimensión material puede crecer indefinidamente en un medio finito. En este contexto, la sostenibilidad implica que la escala física del sistema social, es decir, la “sociomasa” y el flujo metabólico de energía y materiales necesario para reproducirla, han de mantenerse por debajo de la capacidad natural para suministrar recursos. La lógica del colapso derivado del exceso de carga está presente en diversas versiones del neomalthusianismo que asumen que la capacidad de carga para seres humanos es calculable. En algunas otras elaboraciones, insostenibilidad es sobre todo el resultado de un desequilibrio catastrófico en el proceso de coevolución. Si una de las especies en presencia recibe una subvención energética demasiado grande, entonces impone al ecosistema una simplificación radical, provocando una reducción drástica de la diversidad biológica (es lo que viene sucediendo con la especie humana). En este contexto, la sostenibilidad requiere que haya suficiente espacio y alimento para el resto de las criaturas. Esta acepción está implícita en un artículo de Vitousek y otros que tiene en cuenta que los seres humanos no son los únicos consumidores terrestres de la energía solar capturada mediante la fotosíntesis. El crecimiento demográfico y económico empuja hacia una apropiación aún mayor de los productos de la fotosíntesis. Los autores aportan un argumento poderoso en favor de las previsiones menos expansivas y, en consecuencia, del control demográfico. Los sistemas vivientes sólo pueden subsistir y evolucionar incrementando la entropía de su medio ambiente. Los sistemas autoorganizadores son necesariamente sistemas desorganizadores, que dependen de un contacto estrecho y una interacción permanente con un medio ambiente que contenga orden y energía disponibles, a costa del cual pueden arreglárselas para subsistir. Si el desorden introducido en el entorno es demasiado grande, entonces el sistema puede acceder a un nuevo nivel adaptativo consumiendo más energía (pero también incrementando aún más la degradación ambiental). La insostenibilidad puede verse también, por tanto, como el resultado del incremento de entropía generado por procesos de producción demasiado grandes o demasiado intensivos. Esta acepción está implícita en la afirmación de que nada dura eternamente, de que ningún proceso material puede prolongarse indefinidamente en un medio finito. En este contexto, sostenibilidad tiende a identificarse con conservación. Insostenibilidad, por último, puede significar bloqueo de los dispositivos sociales de aprendizaje, como consecuencia de una aceleración excesiva y de una conectividad demasiado alta. Se supone que los seres humanos son capaces de aprender por anticipación y, por tanto, de modificar su conducta por razones diferentes de la constricción física directa. Ahora bien, el aprendizaje consciente tiene algunas condiciones. Dos de ellas, muy importantes, son tener tiempo y disponer de márgenes de error. Ambas condiciones emanan del hecho básico de que el error es inevitable. En este contexto, la sostenibilidad consiste en mantener la flexibilidad, evitando una aceleración y una interconexión excesivas. Según esta acepción, una sociedad se torna insostenible cuando tiene más y más opciones en intervalos temporales más y más cortos. Cuando, por ejemplo, introduce cada año en la naturaleza miles de nuevas sustancias químicas, o cuando se dispone a hacer lo mismo con miles de organismos genéticamente manipulados. Esta acepción está implícita en algunas de las incorporaciones recientes a la lista de problemas medioambientales. Una vez reseñadas las cuatro acepciones, es preciso añadir que el espacio para contribuciones relevantes de la ciencia social es más amplio a medida que nos desplazamos de

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la primera a la cuarta de las acepciones indicadas. El enfoque de la escala física requiere dos elementos principales en su formulación: cálculos sobre la capacidad de sustentación (o de carga) y reglas prácticas de comportamiento. La perspectiva coevolutiva parece exigir un marco unificado para la evolución biológica y la cultural, con lo que la distinción básica entre sociedades y poblaciones de organismos se desvanece. El análisis que comienza con la ley de entropía ha de incorporar la noción de “disfrute de la vida” y ha de tener en cuenta la construcción social de las necesidades y otros procesos culturales. Las dimensiones sociológicas de la idea de insostenibilidad como bloqueo del aprendizaje parece, en principio, que han de ser abundantes.

Si los análisis de sostenibilidad basados en las perspectivas más próximas al paradigma mecanicista fuesen suficientes para describir adecuadamente todos los problemas planteados por la crisis ecológica, las ciencias sociales no tendrían un papel significativo en la comprensión de ésta; pero no es así. La sustitución de bosques genuinos por monocultivos de madera podría ser percibida como sostenible según la primera acepción, pero no sería compatible con la segunda. La combinación de una elevada tasa de reciclaje y extensas reservas naturales podría verse como sostenible desde el punto de vista del equilibrio biológico, pero no desde el punto de vista de la degradación entrópica. El cambio acelerado de entropía por información podría prolongarse en algunas partes del mundo bajo las condiciones generales del tercer enfoque, aunque sin satisfacer los requisitos para el aprendizaje del último. 5. EL MEDIO AMBIENTE COMO VARIABLE SOCIOLÓGICA. El estudio de la sociedad contemporánea no debe seguir considerando el medio ambiente como un fondo constante, inalterable por las acciones sociales, e irrelevante para seguir el curso de éstas. El asunto puede abordarse a dos niveles, que implican a su vez grados diferentes de dificultad. El primer nivel consiste en seleccionar los valores de las variables ambientales a partir de la “mejor información disponible” y examinar cómo esas variables influyen y son influidas por los procesos sociales con los que están conectadas. La mayor parte de la sociología medioambiental se ha movido hasta ahora en este nivel. El paso siguiente sería participar en la producción de los datos y en la discusión sobre si son o no adecuados y hasta qué punto, es decir, tratar las variables ambientales como auténticas variables. En algunos ámbitos las dificultades son muy grandes, de modo que lo más razonables es seguir la información especializada que vaya produciéndose. Hay otros, sin embargo, situados en general en el núcleo transdisciplinar de las ciencias ambientales, en los que ninguna perspectiva especializada particular puede considerarse privilegiada. TEMA 4. CAMBIO SOCIAL: DESARROLLO Y SUSTENTABILIDAD. 1. DESARROLLO Y SUSTENTABILIDAD: EL CAMPO SEMÁNTICO. La semántica de la expresión “desarrollo sustentable” es de gran complejidad. La noción de desarrollo se asocia ante todo a una dimensión económica. Se trata, así, de cómo se producen y se distribuyen los bienes que, productos del trabajo humano, satisfacen algunas necesidades humanas, de qué cantidades se han de producir, etc. Hay sobre esta cuestión diversas propuestas en circulación. La que más abunda es la que mantiene que el desarrollo implica crecimiento. Éste es el punto de vista de la propia Comisión Brundtland y de las autoridades de la UE. Es la opinión oficial de la ONU y también la de muchos expertos en economía medioambiental, para los cuales la simple intuición sugiere que el crecimiento sostenido es posible sin daños para el medio ambiente siempre que sea posible integrar sistemáticamente la consideración del impacto ambiental en las decisiones económicas. Hay también otras propuestas. La más conocida puede que sea la del estado estacionario o crecimiento cero, que admite toda clase de cambios cualitativos susceptibles de mejorar la vida de la gente pero no incrementos en la escala física de la economía, es decir, ni

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en la población ni en el stock de bienes ni en la cantidad de energía y materias primas incorporadas a la producción. Por ejemplo, la revisión en 1992 del Informe al Club de Roma sobre los límites al crecimiento ha mantenido la tesis de que existen para éste fronteras naturales absolutas y, al mismo tiempo, ha adoptado la jerga del desarrollo sostenible. Daly describe hoy como desarrollo sostenible el mismo conjunto de principios que hace unas décadas denominó “estado estacionario”. Por otra parte, las propuestas que podríamos llamar “bioeconómicas” insisten en que la irreversible degradación entrópica que implica cualquier actividad productiva y la incertidumbre inherente a la evolución social condicionan la eventual reintegración de las economías humanas en los ciclos naturales de la biosfera, problematizan la búsqueda de una relación armónica entre ésta y la tecnosfera y aconsejan la conservación, la parsimonia y el rechazo a la extravagancia como criterios principales de la sostenibilidad. Georgescu-Roegen dijo que la cháchara sobre el desarrollo sostenible adormece como una canción de cuna y que la conservación es el único programa ecológico válido, cosa que no es reconocida ampliamente porque no puede ser presentada como resultado de una analítica sofisticada. Desde esta perspectiva, la confianza en que es posible un control consciente del cambio social, implícita en la idea de un desarrollo sostenible, es autocontradictoria. Aunque la dimensión económica es fundamental en cualquier visión del desarrollo, han de contemplarse también otras esferas de la vida social. Por lo que respecta a la cultura, hay que mencionar dos categorías contrapuestas: la idea de que “más es mejor” y la de que “suficiente es mejor”, entendidas ambas como principios reguladores de dos formas de vida: la que se difunde en el contexto de la abundancia consumista y la que responde a orientaciones de necesidades básicas o de desarrollo humano. En cuanto a la política, se suelen resaltar los aspectos relacionados con el control y la equidad. Según que se considere el desarrollo como un proceso susceptible de ser dirigido y controlado o, por el contrario, como un proceso sometido a cambios básicamente impredecibles e incontrolables: la cuestión es si la conciencia permite o no a las sociedades humanas escapar de las azarosas alteraciones de estado características del resto de sistemas complejos autoorganizadores. Y según que la orientación esencial de dicho desarrollo señale hacia una menor desigualdad en la distribución de los recursos, la renta y la riqueza o, por el contrario, sea indiferente a la evolución de los hechos en este ámbito. Acentúan el aspecto de la dirección y el control quienes piensan que el desarrollo es un problema cuya solución depende de conocer las consecuencias futuras de las acciones humanas, de la existencia de una institución internacional que reciba esa información y del hecho de que esa institución tenga bastante poder y autoridad y pueda así imponer la política adecuada. En cambio, si se cree que el cambio social es un proceso irreductiblemente indeterminista, la cuestión radica en el mantenimiento de grados de libertad favorecedores de la adaptación al entorno y la autoorganización. Las posibles combinaciones de las opciones abiertas en las diversas líneas del análisis (económica, política, cultural…) producirían centenares de acepciones de “desarrollo sostenible”. Muchas carecerían de sentido hasta para las personas más excéntricas. Con todo, hay un buen montón en circulación. Algunos estudios incluyen revisiones más o menos exhaustivas, que pueden reducirse a tres sin pérdidas excesivas. Presentadas como construcciones ideales, serían las siguientes:

a) El desarrollo sostenible entendido como un crecimiento sostenido, manteniendo la expansión de la producción y el consumo, consolidando una cultura de acumulación de bienes materiales, supeditando la reducción de la desigualdad a la creación de más riqueza a repartir y reforzando la dependencia a escala mundial. La innovación tecnológica habría de asegurar la inocuidad de los eventuales episodios de escasez o deterioro de los recursos naturales.

b) El desarrollo sostenible entendido como mejora cualitativa sin incremento de la escala física, es decir, como evolución de una economía homeostática, en estado estacionario o de crecimiento cero. La intervención estatal habría de garantizar una satisfacción

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generalizada de las necesidades básicas en un contexto de creciente interdependencia global.

c) La sostenibilidad, siempre incierta y sujeta a la necesidad de una permanente adaptación a condiciones azarosas, solamente podría conseguirse a condición de abandonar el desarrollo, causa tanto de la pobreza como de la degradación del medio ambiente. Una economía más integrada en los ciclos naturales habría de permitir la satisfacción de las necesidades básicas, complementándose con una cultura de la suficiencia y con instituciones de igualitarismo comunitario.

2. RECURSOS ESCASOS Y CAMBIO TECNOLÓGICO EN EL DEBATE SOBRE DESARROLLO Y SUSTENTABILIDAD. En términos ecológicos, la noción de sostenibilidad apunta a la relación entre una población y la energía y los materiales existentes en su ecosistema. Un ecosistema está formado por individuos vivos discontinuos, junto con los materiales que resultan de su actividad y que van desde moléculas hasta grandes estructuras físicas, así como la matriz o entorno físico en que están inmersos y en que se desarrolla su actividad. Para una superficie determinada, el concepto de capacidad de carga indica la población de animales que las cadenas del ecosistema pueden mantener en un estado estable o, dicho de otra manera, la máxima población que puede ser sustentada al nivel del mínimo vital necesario para la supervivencia. Si hablamos de poblaciones humanas, el nivel de población óptimo no coincidirá con la capacidad de carga a menos que el nivel de vida mínimo para la supervivencia sea el deseable: a causa de la evolución cultural, incluso si consideramos solamente el consumo medio, el análisis ecológico es inaplicable sin una ampliación del marco. Un proceso de desarrollo social es ecológicamente sostenible si puede mantenerse dentro de la capacidad de carga de su ecosistema o medio ambiente, pero eso siempre para una determinada media de nivel de vida. Esta ampliación empieza a conducirnos más allá de la biología. Tener en cuenta el tiempo genera también dificultades especiales: un proceso material no puede sostenerse para siempre y por tanto la noción de sostenibilidad debe remitir a algún criterio de duración razonable. En rigor, la noción de sostenibilidad sólo puede concebirse de forma coherente como “cuasisostenibilidad”; o bien en términos relativos, como una noción comparativa: “más sostenible que”. La crítica ecológica ha dedicado mucha atención a consolidar la idea de que nada puede crecer eternamente en un medio finito, aunque se ha detenido menos en otro principio igualmente inevitable: nada puede durar eternamente en un medio finito. De hecho, el debate puede simplificarse considerablemente si lo abordamos tan sólo en términos de cantidad, volumen o escala física sostenible y hacemos abstracción del tiempo, de la duración y de la velocidad del proceso. Pero una simplificación así es inaceptable porque desvirtúa totalmente la naturaleza del problema. Como siempre que hablamos de evolución o de historia, hemos de introducir el tiempo, y eso complica mucho las cosas. Aparentemente, la pregunta “¿cuánta población puede sustentar el planeta?” es interesante, pero está mal planteada. Basta con limitarse a replantearla: ¿cuánta población durante cuánto tiempo?, para que nos demos cuenta de que seguramente no puede ser contestada. Con la ampliación mencionada y la consideración del tiempo, el análisis de la sostenibilidad de las sociedades humanas en términos solamente de la relación entre población y medio ambiente se vuelve inconcreto. Hay dos razones adicionales por los cuales se vuelve también decididamente insatisfactorio. La primera es que los cambios tecnológicos pueden hacer más (o menos) eficiente el uso de los recursos y pueden también hacer que se vuelvan útiles materiales o potenciales que antes no lo eran. La segunda es la extrema variabilidad en el consumo exosomático de energía y materiales entre individuos, grupos de población y países. Las necesidades humanas son satisfechas, por una parte, con bienes y servicios producidos por la sociedad, bien mediante la economía mercantil y las instituciones públicas, bien mediante relaciones interpersonales no remuneradas. Son satisfechas, por otra parte, con

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las funciones útiles de la naturaleza no producidas y, en general, no producibles. La segunda fuente de servicios no puede ser sustituida por la primera. Si llega a desaparecer, también desaparecerá la vida humana, por muy grande que se haya hecho la capacidad productiva de la economía o por mucho que se hayan extendido los valores altruistas y solidarios. Normalmente, a esas funciones útiles de la naturaleza se las denomina recursos. Los recursos son fuentes o vertederos: depósitos en donde lanzamos los residuos de la actividad económica, contaminándolos más o menos. Los recursos son limitados. Los no renovables están limitados en la cantidad total disponible. Los renovables no están limitados en cantidad en la medida en que se usen sosteniblemente. El principal recurso renovable, la energía solar, no está limitado ni por la cantidad total ni tampoco por la tasa de uso, pero lo está en la concentración de su llegada a la superficie terrestre y por el hecho de que ésta es finita. El éxito de la economía humana depende de no agotar las fuentes y no saturar los vertederos. El crecimiento de las economías industriales se ha basado en buena medida en una extraordinaria sobreexplotación de las funciones naturales útiles, partiéndose de la base de que eran muy abundantes. Sin embargo, la economía y el medio ambiente están interrelacionados, de manera que la primera crece a costa del segundo y éste no puede mejorar sin limitar la expansión de aquélla. Es claro, en consecuencia, que la escala física de las sociedades humanas no se puede incrementar indefinidamente. No obstante, la ideología que aún es dominante considera que los límites están todavía lejanos, que solamente hay escaseces parciales que pueden ser superadas si se dispone de capital suficiente y de tecnologías adecuadas y si se actúa con prudencia. La existencia de límites medioambientales a la expansión física de las sociedades humanas no puede ponerse en duda seriamente. La frontera puede ser indeterminada; la pregunta de segundo orden sobre su existencia no lo es: hay límites. La cuestión de si ya han sido traspasados, o de cuánto tiempo falta para hacerlo, seguramente no tienen respuesta aún, por los problemas derivados de la indeterminación de la escala. El debate sobre límites concretos, sobre puntos particulares de la frontera, acepta aproximaciones razonables. La conciencia de determinadas restricciones está en la base de la idea misma de desarrollo sostenible. Incluso si se considera que el crecimiento puede continuar, habría de hacerlo de forma tal que no se agotasen recursos medioambientales vitales: no sería necesario, en caso contrario, abundar en el tópico de que “es preciso hacer compatible el crecimiento con la protección del medio ambiente”. La hipótesis más obvia sobre cómo materializar este principio de compatibilidad consiste en la continuidad del crecimiento económico sin un incremento paralelo del volumen o escala física de la economía y sin aumentar el flujo metabólico de energía y materiales que mantiene la sociedad. La noción de crecimiento económico es propia de la crematística o economía monetaria. La noción de crecimiento discutida en el contexto de la sostenibilidad medioambiental es biogeofísica. Un uso más eficiente y ahorrador de los recursos naturales podría, en teoría, alimentar durante un tiempo el primer tipo de crecimiento suprimiendo el segundo, pero eso no es lo que ha sucedido hasta ahora. Según algunos cálculos, la reconciliación del crecimiento con la protección de la naturaleza supondría una reducción sustancial de la “intensidad ambiental”, es decir, del consumo de energía y materiales por unidad de producto. Un uso tan eficiente de los recursos naturales que limite de forma efectiva la expansión de la escala física no es lo que viene sucediendo, pero tal vez podría darse. No, sin embargo, con un margen infinito. La idea de una expansión económica progresivamente inmaterial es un contrasentido. La posibilidad de alterar los términos del intercambio entre la sociedad y la naturaleza mediante innovaciones tecnológicas no se reduce a la eficiencia. Una fuente de energía más abundante, por ejemplo, podría alejar los límites asociados a la escasez de combustibles fósiles y, junto a fuertes programas de reutilización, recuperación y reciclado de residuos, también alejaría los vinculados a la escasez de materiales. Quizás por esto la ideología del crecimiento va tan ligada a la esperanza en el próximo control de la fusión nuclear. Esta vía se enfrenta a

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una gran incertidumbre; de cualquier manera, caso de tener éxito, el resultado indefectible sería el desplazamiento de los límites desde el lado de las fuentes hasta el de los sumideros. Artefactos más grandes, más productivos y más consumidores de recursos implican más contaminación. Una nueva era de plétora energética implicaría un entorno más degradado. Si la fuente alternativa de energía fuese solar, se llevarían lejos también los límites asociados a la contaminación. Tenemos aquí también muchas incertidumbres, y, en cualquier caso, pese al idílico panorama que pintan algunos profetas de la era solar, parece claro que el retorno a una civilización de energías renovables, incluso si éstas pudiesen definir una tecnología viable que mantuviese una importante base industrial, implicaría la transición a formas de vida considerablemente más humildes que las experimentadas en la segunda mitad del siglo XX por los beneficiarios de la presente civilización. La expansión desenfrenada que ha caracterizado a la era industrial se explica por la acelerada oxidación de la necrosfera por una irreproducible bonanza mineral, no por las mágicas virtudes de la inventiva humana. La reintegración a los límites de la biosfera supondría también la renuncia definitiva a una expansión indefinida. Una fuente energética alternativa, incluso antes de evaluar su capacidad para mantener el conjunto de los procesos productivos, debe cumplir dos condiciones mínimas: la conversión cualitativa de un estado de energía a otro estado (utilizable) y la capacidad de autoalimentación. Hay un largo debate sobre si la energía solar puede satisfacerlas. La ausencia de procesos completos de producción industrial de base exclusivamente solar mantiene abierta una polémica iniciada hace mucho tiempo. Está claro que la especie humana podría volver a vivir solamente del Sol, como lo hizo a lo largo de milenios. Es evidente que un mayor uso de las fuentes renovables podría prolongar considerablemente la vida de la matriz tecnológica presente. No es evidente, en cambio, que pueda existir una civilización industrial sostenida exclusivamente por convertidores de la radiación solar. Y, en cualquier caso, es del todo improbable que una civilización así pueda tener alguna vez la impronta expansiva que ha caracterizado la era de los combustibles fósiles. Tal vez pueda darse una transición a las energías renovables: no es probable, sin embargo, que se logre sin traumas y sin tener como resultado una forma de vida notablemente más modesta y parsimoniosa que la actual. La fe en que “algo se nos ocurrirá” es la regla de oro del progreso moderno, la convicción preteórica de la racionalidad tecnológica y económica de la sociedad industrial. No obstante, casi toda la filosofía de la ciencia del siglo XX ha remarcado el hecho de que el descubrimiento no es programable. Nada garantiza el éxito, y menos cuando se trata de innovaciones tan fundamentales como una nueva matriz energética. Una vez más, a medida que los límites van haciéndose perceptibles, la incertidumbre y la indeterminación aumentan, se vuelven más densas, más opacas. El caso de las alternativas energéticas no es la única dificultad a que debe enfrentarse la innovación tecnológica en su intento de forzar los límites de la naturaleza. La expansión de la escala física, por ejemplo, se enfrenta al coste creciente del abastecimiento de las condiciones naturales de la producción. Los recursos se han de obtener de fuentes cada vez menos accesibles y menos ricas, a medida que las más asequibles y concentradas van agotándose. Las instalaciones necesarias para el tratamiento de contaminantes son cada vez más complejas. Las disposiciones de seguridad son más onerosas a medida que aumenta el riesgo derivado de las modalidades productivas. Cierto que todas estas actividades pueden configurar nuevos sectores económicos, pero es del todo plausible la afirmación de que eso solamente es posible al precio de más rigidez y más dificultades de acumulación en el resto de los sectores. La expresión “industria verde” se habría de reservar para las producciones basadas en una explotación sostenible de recursos renovables. Si la economía ocupa una parte demasiado grande de la Tierra, está continuamente en peligro de ahogarse en sus propios residuos; tiende a ganar rigidez y a perder dinamismo. No es exagerado decir que hay aquí un límite interno, socioeconómico, al crecimiento de la escala física, incluso si se mantiene la fe en la posibilidad tecnológica de superar cualquier escasez.

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3. SUSTENTABILIDAD Y EQUIDAD: EL CONCEPTO DE HUELLA ECOLÓGICA. Otro problema que complica el análisis de la relación entre el desarrollo y su viabilidad en el tiempo es la dificultad para elaborar de forma independiente criterios de sostenibilidad y de equidad. Turner ha propuesto tres reglas de conservación que habrían de permitir un uso sostenible de los recursos naturales:

1) Mantener su capacidad regenerativa, evitando una contaminación excesiva que ponga en peligro la capacidad de la biosfera para la asimilación de residuos.

2) Conducir el cambio tecnológico mediante una planificación indicativa encaminada a promover la sustitución de los no renovables por los renovables.

3) Utilizar la información científica sobre los procesos geológicos y geoquímicos con la finalidad de formular una política de etapas para el uso de los no renovables, según el criterio de ir pasando de los menos escasos a los que lo son más. Turner afirma que no tiene sentido la idea de un uso sostenible de los recursos no renovables: por grande que sea el esfuerzo de reciclaje y conservación, cualquier tasa positiva de explotación ha de llevare al agotamiento de un depósito finito.

Por su parte, Daly ha formulado también tres reglas muy semejantes: 1) Los recursos renovables han de ser explotados sobre la base de maximizar el beneficio

de un rendimiento sostenible y no se han de llevar a la extinción porque se volverán más importantes a medida que los no renovables se agoten; eso implica que las tasas de recolección no pueden exceder la capacidad renovable de asimilación del medio ambiente.

2) El progreso tecnológico debe incrementar la eficiencia en vez de incrementar el flujo metabólico de recursos.

3) Los recursos no renovables se han de explotar a una tasa igual a la de creación de sustitutos renovables.

La aplicación de estas reglas resulta, sin embargo, muy problemática en ámbitos geográficos en que los sistemas renovables estén ya sobrecargados. No se puede rehuir el problema distributivo implicado en la asignación de los espacios del planeta para usos alternativos si, como se desprende de mucha de la información disponible, vivimos ya en una situación generalizada de sobreexplotación de las fuentes y los colectores renovables. Si, como parece ser el caso, los únicos recursos renovables infrautilizados resultan ser la energía solar directa y la fuerza de trabajo humana, entonces el proyecto de reducir por esta vía nuestra dependencia de los minerales se torna sumamente equívoco. Complejas cuestiones de distribución y conflicto social, tanto en términos Norte-Sur como dentro de cada sociedad, aparecen entonces ligadas de modo inseparable a los criterios de sostenibilidad. No es sorprendente, pues, que los portavoces del ecologismo del Sur insistan en la imposibilidad de separar sustentabilidad y equidad. Es evidente que no son cuestiones socialmente independientes. Un hecho muy básico, el de que la superficie de la Tierra sea finita, hace que tampoco sean independientes en muchos contextos de análisis empírico. De hecho, los representantes más conspicuos del discurso de la sostenibilidad lo tienen en cuenta. En los últimos años se han desarrollado algunos conceptos orientados a permitir una medida de la escala física de la sociedad y, al mismo tiempo, una evaluación de sus implicaciones en términos de equidad. El más conocido es la huella ecológica, definida como la superficie de tierra (o mar) biológicamente productiva que sería necesaria para mantener indefinidamente una determinada población humana con una tecnología y un nivel de consumo material determinados. Planetoide personal es la huella ecológica per cápita. Capacidad accesible es la superficie biológicamente productiva local que puede ser utilizada por los habitantes del territorio analizado. El déficit ecológico expresa la medida en que la huella ecológica supera, si lo hace, la capacidad accesible. La justa porción de tierra es el territorio biológicamente productivo disponible per cápita en la Tierra. Capacidad apropiada (o sustraída) es la diferencia entre el planetoide personal y la justa porción de tierra.

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El planetoide personal o huella ecológica de cada individuo es la suma de seis componentes:

1) el área de suelo agrícola requerida para producir los cultivos que ese individuo consume;

2) el de pastos para producir animales; 3) el de bosque para papel y madera; 4) el de mar para pescado; 5) el de tierra para vivienda e infraestructuras; 6) el de bosque para absorber las emisiones de dióxido de carbono correspondientes a su

consumo de energía. Se mide en “unidades de superficie”, siendo una unidad de superficie equivalente a

una hectárea según la productividad media mundial. La huella ecológica conjunta de la humanidad ha aumentado en un 50% desde 1970 hasta 1996, y en ese año excedía en un 30% la capacidad accesible global, sobrecarga que de mantenerse conducirá a un agotamiento gradual del stock planetario de recursos naturales. Los datos de huella ecológica revelan también la desigualdad internacional en cuanto al acceso a los recursos biológicos del planeta, mostrando, por ejemplo, cómo muchas sociedades viven por encima de sus posibilidades y conectando así las cuestiones de sostenibilidad con las de equidad. 4. TRATANDO DE DETERMINAR LA ESCALA DE LA SOCIEDAD SOSTENIBLE. En principio, es conveniente distinguir entre escala máxima y óptima. La primera es relativa a los límites ecológicos más allá de los cuales un incremento del volumen físico de la sociedad comportaría la alteración catastrófica de los sistemas naturales que mantienen la vida humana, provocando un colapso de las formas sociales en que esta última se organiza. La segunda hace referencia a los límites económicos por encima de los cuales un incremento del volumen físico de la sociedad, aunque fuese ecológicamente posible, no supondría un aumento del bienestar sino una merma de éste. Es dudosa la posibilidad de una respuesta inequívoca a la pregunta de si puede establecerse teóricamente la escala máxima. La noción de sostenibilidad remite a la relación entre dos sistemas complejos autoorganizadores, el de las sociedades humanas y el de la biosfera. El establecimiento teórico de la escala máxima implicaría la determinación de la frontera entre los dos sistemas a partir de un número reducido de principios. Implicaría también la determinación de los efectos producidos en cada uso de los dos sistemas a consecuencia de los cambios producidos en el otro. Es poco probable que esa frontera tenga las propiedades métricas que pudieran hacerla susceptible de una tal descripción, y que los efectos respectivos de la interrelación sean determinables. En cuanto a la escala óptima, las dificultades son de otra índole. El punto de partida aquí es que el bienestar deriva de los servicios recibidos de dos fuentes: los productos de la actividad humana y las funciones naturales no producidas. Si las dos fuentes se interfieren, si el aumento de la primera comporta pérdidas en la segunda, ha de haber un punto de equilibrio más allá del cual un incremento marginal de la producción tenga como consecuencia una reducción más grande de la utilidad natural; un punto a partir del cual el crecimiento se volvería, literalmente, antieconómico. Así, este punto de equilibrio indicaría la escala óptima. En enfoque de la escala óptima encuentra dos obstáculos. En primer lugar, sería necesaria una medida común de valor para los productos de la economía y para los servicios de la naturaleza. El establecimiento de esta medida común es uno de los objetivos perseguidos en el ámbito de la economía ecológica; los resultados, sin embargo, distan hasta la fecha de ser definitivos. Las razones de que el éxito se resista son muy claras. El intento de una medida basada en el patrón monetario implica que ha de ponerse precio a la naturaleza, y los precios son a menudo extremadamente artificiales. Por otra parte, el intento de una medida fundamentada en patrones energéticos nos conduce a un atolladero. El contenido energético no es una condición suficiente ni posiblemente necesaria de la utilidad para el bienestar

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humano. En segundo lugar, el análisis de la escala óptima no es independiente del de la escala máxima. El punto óptimo de bienestar económico, obviamente, habría de estar por debajo de la capacidad de sustentación. Ahora bien, si la incertidumbre respecto a esta última es elevada, entonces la noción de bienestar óptimo socialmente construida a partir de una determinada estructura de necesidades podría situarse de forma persistente más allá del máximo ecológicamente soportado. De hecho, sería posible interpretar así la situación en que nos encontramos en la actualidad. Un equipo coordinado por Robert Costanza presenta una valoración de los servicios anuales de los ecosistemas globales. El estudio trata de poner de manifiesto que los servicios de los ecosistemas aportan una parte importante de la contribución total al bienestar humano. En particular, apunta una vía para tener en cuenta adecuadamente los costes ambientales en los análisis coste-beneficio de los proyectos económicos. Insiste también en que hay que esperar que el valor de los servicios ambientales aumente a medida que van volviéndose más escasos. Añade por último que sus conclusiones sólo resultan aplicables a variaciones marginales en el balance entre los dos tipos de servicios, los de la economía y los de la naturaleza, dado que ambos son sólo parcialmente sustituibles. Las dificultades de este enfoque son numerosas. Las más importantes se refieren, por una parte, a las limitaciones inherentes a las técnicas de valoración monetaria de servicios externos al mercado y, por otra, a la consideración de la biosfera, que es un sistema dinámico complejo, mediante una representación estática de ella. Como consecuencia de las diversas fuentes de incertidumbre, los propios autores del estudio reconocen que es posible que nunca lleguemos a contar con una estimación muy precisa del valor económico de los servicios de la naturaleza. Problemas similares afectan a la que es seguramente la más conocida e influyente de las propuestas de modificar los esquemas de la contabilidad nacional para tener en cuenta de forma adecuada los costes sociales y ambientales del crecimiento. Daly y Cobb parten de una crítica a la contabilidad económica corriente basada en que ésta no tiene en cuenta las contribuciones al bienestar humano del trabajo voluntario y del trabajo doméstico no remunerado, contabiliza como incremento de la riqueza los gastos destinados a compensar “males” y hace lo mismo con los procesos que reducen el patrimonio natural. La idea de estos autores es que, como consecuencia de las distorsiones mencionadas, el PIB no sólo es un indicador deficiente del bienestar, sino que puede resultar del todo engañoso en la medida en que, a partir de un determinado umbral, y como consecuencia del incremento no registrado de sus costes sociales y ambientales, más crecimiento puede no comportar más bienestar, sino menos. Más allá de ese umbral, el crecimiento se volvería literalmente antieconómico. Con la finalidad de hacer operacional su idea, elaboraron un indicador agregado, el Índice de Bienestar Económico Sostenible (IBES), cuya versión actualizada es denominada por sus proponentes Indicador de Progreso Genuino (IPG). El IPG se calcula a partir del componente de consumo personal del PIB corregido en función de la desigualdad en la distribución de la renta, sumándole un valor monetario imputado para el trabajo no remunerado y los servicios de las infraestructuras y los bienes duraderos y, por último, deduciendo los valores monetarios imputados de diversos costes sociales y ambientales. Las principales dificultades de esta propuesta estriban, en primer lugar, en las complicaciones para atribuir valores monetarios a servicios o daños externos al mercado, y, en segundo lugar, a la selección de los componentes, cuya importancia puede en algunos casos ser objeto de mucha discusión. 5. EN BUSCA DE UNA BRÚJULA: MIDIENDO SÓLO LA DIRECCIÓN. Además de las propuestas anteriormente comentadas, hay numerosos enfoques que se proponen un objetivo menos ambicioso, el de elaborar un conjunto de indicadores que, al menos, permita evaluar si las sociedades se encaminan en una dirección de más sustentabilidad o al contrario. Es decir, un sistema de señales que, dada una visión cualitativa y relativamente vaga de sociedad sostenible, permita detectar si el camino seguido se orienta en el sentido de esa visión o se aleja de ella. Los indicadores adecuados para esta finalidad han de

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cumplir diversas condiciones, como ser sencillos y direccionalmente seguros. Para ser sencillos deben ser limitados en número y calculables de forma transparente. Para ser direccionalmente seguros debe ser obvio que lo que indican es relevante para la sustentabilidad. Muchos de los sistemas existentes se basan en un modelo de Presión-Estado-Respuesta (modelo de la OCDE), es decir, en un modelo que intenta describir la presión ejercida por las actividades humanas sobre el medio ambiente, los cambios en los ecosistemas causados por esa presión y las respuestas sociales en términos de políticas medioambientales y otros ajustes institucionales. Un equipo de la organización Global Leaders of Tomorrow elaboró en 2001 una clasificación de 122 países atendiendo a los valores calculados para cada uno de ellos de un indicador agregado al que han llamado Índice de Sustentabilidad Medioambiental (ESI por sus siglas en inglés). Poco después, la revista The Ecologist publicó los resultados para los mismos países de un ESI corregido, elaborado por expertos de la revista y de Friends of the Earth-UK. A partir de los mismos datos, pero seleccionando de manera distinta las variables incorporadas al indicador agregado, ambos grupos obtuvieron resultados radicalmente diferentes. La causa de una discrepancia tan acusada reside, sin duda, en los criterios diferentes a la hora de seleccionar las variables que forman parte del indicador y, en última instancia, en visiones diferentes sobre el significado de “sustentabilidad”. Uno de los núcleos del debate es la “seguridad direccional”. Sin embargo, la ambigüedad es considerable. La respuesta correcta a la pregunta acerca de si contar con más ingenieros aumenta la sustentabilidad medioambiental de una sociedad es: depende. Depende, concretamente, de cuál sea la orientación predominante en el desarrollo del conocimiento y la tecnología. Una sociedad ignorante de los límites de la naturaleza pero tecnológicamente modesta puede dañar su propia base local de subsistencia y poco más; una sociedad igualmente ignorante pero dotada de una tecnología poderosa y capaz de un impacto global puede dañar a todo el mundo muy rápidamente. En definitiva: aunque muchas de las elaboraciones originadas desde la consideración de los distintos niveles relevantes son de gran interés e instruyen en gran medida sobre diversos aspectos de la relación entre mejora de la vida y sustentabilidad, la proliferación de resultados de signo muy divergente hace que, de momento, parezca improbable un consenso en este ámbito. 6. EL INCIERTO FUTURO DE UN CONCEPTO. En los años inmediatamente anteriores y posteriores a la Cumbre de Río hubo mucha discusión conceptual acerca del desarrollo sustentable. La compleja semántica de esta noción y la necesidad de tener en cuenta sus diferentes dimensiones, tanto ecológicas como económicas y sociales, llevaron el debate teórico a un cierto estancamiento. El debate no ha desaparecido, pero muestra una menor vitalidad. En el periodo más reciente, en cambio, ha habido una notable efervescencia del trabajo empírico. La hipótesis implícita en esa eclosión era que, definiendo y aplicando esquemas operacionales, se podrían clarificar indirectamente los supuestos conceptuales provisionalmente adoptados, siempre y cuando éstos se hicieran explícitos. Sin embargo, las concreciones empíricas del desarrollo sustentable han producido resultados tan difícilmente conciliables entre sí como las elaboraciones conceptuales que las precedieron. Una y otra vez, la solución al problema de cómo hacer compatibles el desarrollo y la sustentabilidad se escurre entre las manos de los analistas. Lentamente, se va percibiendo que la cuestión de cómo conjugar el bienestar con su mantenimiento a lo largo del tiempo no es exactamente un problema, sino más bien un dilema. En ese contexto, la idea de un desarrollo sustentable se reduce a la búsqueda de un equilibrio razonable entre la conservación de los sistemas naturales que soportan la existencia social y los procesos socioeconómicos que pugnan por mejorarla. Seguirá habiendo visiones discrepantes sobre la elasticidad de los sistemas naturales. Y habrá quienes entiendan que la mejora de la vida implica crecimiento del producto, quienes la interpreten en términos de desarrollo humano y quienes busquen caminos alternativos en el postdesarrollo. Así, la idea que quiso conquistar el mundo a principios de los noventa sobrevive debilitada, imprecisa e inasible.

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TEMA 5. CAMBIO SOCIAL: MODERNIZACIÓN Y MEDIO AMBIENTE. 1. DE LA MODERNIZACIÓN A LA MODERNIZACIÓN ECOLÓGICA. La sociología de la modernización se formuló y desarrolló en los años cincuenta y sesenta, coincidiendo en el tiempo con la difusión del desarrollo como objetivo para casi todas las sociedades del mundo. Desde entonces ha sido una referencia básica en los análisis sobre el cambio social, tanto para sus partidarios como para quienes la han criticado. Conoció una crisis en los setenta y hasta mediados de los ochenta, pero hacia el final de esa década experimentó un cierto renacimiento, acentuándose su vinculación con las teorías de la convergencia o de la sociedad industrial y con las del desarrollo. Incluso en el periodo más reciente, el núcleo básico de la concepción de la sociedad moderna ha sido el punto de referencia omnipresente en los debates sobre el cambio social. El concepto de modernización se construye comparando una sociedad tradicional y otra moderna, un estado social de tradición y otro de modernidad. Modernización es, pues, el proceso a través del cual se pasa de un estado a otro. Supone un antes y un después, una polaridad entre dos tipos básicos de organización social. La teoría, aunque puede diversificarse, tiende a sostener que hay en esencia un único modelo de modernidad, que todas las sociedades modernas tienden a homogeneizar sus rasgos estructurales. Entre los rasgos o características que suelen aducirse para establecer la condición o el grado de modernidad de una sociedad se encuentran los siguientes: a) Desarrollo de las comunicaciones: la sociedad moderna está altamente comunicada entre todos sus puntos; en ella, el espacio social tiene un bajo nivel de correlación con el espacio geográfico; la circulación de bienes, personas e información es extremadamente rápida. Sociedad moderna es también aquella en la cual hay medios técnicos de comunicación de masas. b) Hedonismo, consumismo, secularización: el habitante de la sociedad moderna es individualista, adicto a los derechos, libertades y consumos personales; cierto hedonismo impregna su comportamiento. El principio de la “autorrealización” en un contexto de relaciones competitivas tiende a convertirse en valor dominante. Este desarrollo individual aparece ligado al acceso abundante a bienes y servicios, bien por la vía del consumo privado, bien por la de los servicios públicos. Ambos aspectos se conectan con una tendencia a la secularización de los valores, lo que no implica la desaparición de la cultura religiosa, sino la pérdida del monopolio por parte de ésta. c) Preponderancia de los grupos asociativos: sin desaparecer, las formas comunitarias de agrupación van perdiendo funciones y significado en la vida de los individuos. Si bien la familia continúa siendo un ámbito primordial de relaciones humanas básicas, pierde importancia como espacio de la socialización y como unidad económica. Las formas asociativas o secundarias de agrupación pasan a ocupar un lugar preeminente. Los mecanismos de identificación emocional se desplazan a ámbitos más amplios, como la clase social o la nación. d) Autoridad legalista y racionalidad burocrática: las formas políticas de la modernidad se caracterizan por la consolidación del Estado, de la forma burocrática de administración del poder y de la referencia a la voluntad popular o nacional como principio de la legitimidad. e) Industrialización, urbanización: característica de la sociedad moderna es la preeminencia de las actividades económicas de industria y servicios frente a las del sector primario. Asimismo, suele considerarse que el proceso de industrialización comporta la concentración de la población en ciudades y también la configuración de estructuras sociales y formas de estratificación complejas, basadas en una sofisticada división del trabajo. Ligado a esta dimensión de la modernidad estaría un crecimiento económico sostenido, con una elevada producción por habitante a causa de la innovación tecnológica y de la racionalización. f) Institucionalización del conflicto y de los cambios en la estructura: los diversos grupos de intereses son reconocidos e institucionalizados, se establecen normas para dirimir los conflictos y mecanismos de arbitraje y conciliación; el Estado asume funciones de mediación

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entre los diversos agentes económicos y sociales. Los procesos de reproducción de las estructuras según atribuciones heredadas van dando paso a procesos basados en el logro, con estructuras de estratificación más abiertas. En el modelo de “antes y después” de la modernización hay que distinguir la estructura social anterior de las posterior mediante dos conjuntos de atributos dicotómicos (agrario/industrial, rural/urbano, cerrado/abierto, religioso/secular, familia extensa/familia nuclear, y otros), cada uno de los cuales constituye un sistema de variables interrelacionadas. De acuerdo con este modelo, las sociedades pueden ser clasificadas por referencia a los conjuntos de atributos definitorios de la tradición y la modernidad, quedando ordenadas según su relativa modernización en una escala continua. Las principales objeciones a que se ha enfrentado la visión del cambio social como modernización son:

1) la dificultad para establecer con aplicabilidad universal los conjuntos de atributos correspondientes a las sociedades tradicional y moderna: la idea de modernización tiene un aspecto etnocéntrico en la medida en que el modelo de sociedad moderna se construye por extrapolación de los rasgos propios de la sociedad industrial europea y norteamericana;

2) la vaguedad que puede aparecer en las clasificaciones a lo largo de una escala continua;

3) la dificultad de seleccionar factores determinantes, que sean condición necesaria y suficiente para que se ponga en marcha el proceso de cambio.

Ha habido una estrecha relación entre los conceptos de modernización y de desarrollo. Este último concepto apareció, en su forma contemporánea, como un programa de extensión universal de los beneficios del progreso científico y el bienestar material en el contexto internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial. Bajo la perspectiva del desarrollo, todas las sociedades del mundo aparecen moviéndose a lo largo de un único camino con un solo sentido. En la marcha, las posiciones de cabeza están ocupadas por las sociedades “avanzadas”, que señalan las metas para las “atrasadas”, “subdesarrolladas” o “en vías de desarrollo”. El imperativo universal es alcanzar a las sociedades de cabeza o “ponerse a la altura” de ellas. La visión convencional del desarrollo ha sido cuestionada por las teorías de la dependencia, que han puesto el acento en que los obstáculos al despegue no radican sólo en las resistencias tradicionales a la modernización dentro de cada sociedad, sino también en una estructura económica internacional adversa, marcada por relaciones de dominio y de intercambio desigual. Ha sido criticada también por centrarse de modo unilateral en los aspectos económicos, desatendiendo las dimensiones sociales o “humanas”. Para algunas de las proposiciones más recurrentes en el contexto de la visión convencional del desarrollo, éste es un proceso de carácter global, generalizable a todas las sociedades; las sociedades más “atrasadas” pasarán en el futuro por el estado actual de las más “avanzadas”; es un proceso sin final, de forma que no puede decirse que haya sociedades modernas sino tan sólo sociedades más o menos avanzadas en el camino de la modernización. Todas estas proposiciones resultan afectadas por anomalías conectadas con el análisis de los límites medioambientales, que revela la imposibilidad de extender a todo el mundo los niveles de consumo de recursos naturales propios de las sociedades más industrializadas. Daly afirmó en 1988 que un modelo de consumo de recursos minerales al estilo de Estados Unidos para un mundo de más de cinco mil millones de habitantes es imposible y, en caso de poder conseguirse, duraría muy poco. Argumentos similares pueden aplicarse a la alimentación: según Pimentel y Pimentel, no habría tierra suficiente si todo el mundo hubiera de alimentarse con la dieta y la tecnología estadounidenses. Exámenes paralelos en los que respecta al agua, a las alteraciones climáticas y a la contaminación implican limitaciones adicionales. Un indicador básico de la modernización ha sido el cambio en la composición sectorial de la población activa: en la sociología contemporánea es habitual referirse a la reducción porcentual del sector primario y la ampliación del secundario en primer lugar y luego del

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terciario como una señal inequívoca de la entrada de una sociedad en la modernidad. Podemos preguntarnos si los esquemas que han permitido el análisis de algunos procesos concretos de cambio son generalizables como modelos de evolución social global. Hay buenas razones para pensar en una respuesta negativa. La reducción de la población activa agraria solamente es posible si se incrementa la productividad por trabajador. La reducción a niveles equivalentes al de las sociedades más industrializadas implica formas equivalentes de uso de energía, maquinaria, fertilizantes y plaguicidas. El estrecho vínculo existente entre la producción agraria y la satisfacción de la demanda de alimentos obligaría a introducir la evaluación de otros factores. La generalización de los modelos de producción-población agraria de las zonas desarrolladas del mundo aparece como bastante problemática. En conjunto, el estudio de las limitaciones derivadas del uso de los recursos ha hecho aflorar una larga serie de anomalías para el paradigma de la modernización-desarrollo: resulta ya muy difícil ignorar la cuestión de si existe o no un límite a la expansión física de las sociedades y parece razonable la aseveración de que los países subdesarrollados no podrán pasar por el estado actual de las economías industriales. Uno de los resultados de ese balance ha sido una reformulación de las teorías de la dependencia o, más en general, de los puntos de vista que definen el subdesarrollo como un efecto de la forma en que los países industrializados obtienen su riqueza. En un contexto de límites a la expansión, el ordenamiento de las sociedades en un continuo evolutivo de más a menos avanzadas se rompe por completo. Y adquiere mayor sentido, en cambio, hablar de sociedades “superdesarrolladas” (que no pueden reproducir su forma de vida sin agotar la capacidad de sostenimiento de la biosfera) y sociedades “infradesarrolladas” (que podrían reproducir sosteniblemente niveles de producción y consumo superiores a los actuales). Otro de los resultados ha sido el intento de reformular la sociología de la modernización en los términos de “modernización ecológica”. La hipótesis básica de la modernización ecológica es que un curso de la innovación tecnológica inspirado por la ecoeficiencia podría incrementar la productividad de los recursos para hacer posible la obtención de un flujo más grande de valor a partir de un flujo de recursos inferior al actual. Esto generaría el espacio suficiente para que las sociedades menos industrializadas pudiesen acceder al desarrollo sin sobrepasar los límites naturales y, entonces, lo que tal vez podría generalizarse no sería la actual economía industrial norteamericana y europea, sino un sistema hoy desconocido, capaz de mantener los rasgos e instituciones de la modernidad pero materialmente mucho más ligero. Esta hipótesis implica, por una parte, aceptar que las versiones clásicas de la modernización resultan inadecuadas por no haber dedicado la necesaria atención a los límites naturales al desarrollo. Por otra parte, implica que un conjunto de correcciones o ajustes adecuados de las instituciones de la modernidad permitiría tanto su pervivencia como su universalización. Bajo este prisma, dicha hipótesis puede considerarse como un caso particular de las teorizaciones sobre una segunda modernización. La modernización ecológica tiene una dimensión normativa y una descriptiva. Formula, por una parte, una propuesta sobre las vías más adecuadas o más fácilmente practicables para aproximarse a un desarrollo sustentable. Por otra parte, interpreta determinados rasgos del cambio social en curso como señales de una efectiva orientación de las cosas en esa dirección. La parte normativa puede argumentarse a partir de la tesis de que el problema de la sustentabilidad se reduce a la búsqueda de un equilibrio razonable entre los tres factores de la pseudoecuación según la cual el impacto ambiental es función de la población, el consumo y las tecnologías. Si se acepta que la presión humana sobre los sistemas naturales o es ya excesiva o puede serlo pronto y que, por lo tanto, la viabilidad de la civilización industrial depende de reducir esa presión, entonces hay tres posibles líneas de actuación:

a) control demográfico, con el objetivo de disminuir la población; b) difusión de una cultura de la suficiencia, con la finalidad de reducir el consumo; c) mejoras en la ecoeficiencia, es decir, satisfacción de las necesidades con un uso menor

de recursos naturales.

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2. SOCIEDAD “POSTINDUSTRIAL” Y FLUJOS MATERIALES: DESACOPLAMIENTO SIN DESMATERIALIZACIÓN. Las cuentas del uso de materiales son significativas para evaluar la sostenibilidad porque las sociedades humanas dependen de un entorno natural del cual obtienen recursos y al cual devuelven desechos. Ese intercambio con la naturaleza permite a las sociedades reproducirse y cambiar. Hay en él dos dimensiones de escala física a considerar: la sociomasa, compuesta por los cuerpos humanos y los artefactos a ellos asociados, y el flujo metabólico, los materiales que entran en el sistema social y son procesados por las actividades económicas, incorporándose en parte a la sociomasa y devolviéndose en parte al entorno como residuos. En el caso de la sociomasa, la sustentabilidad está asociada a que el peso de la sociedad sobre el planeta no sea ni demasiado grande ni demasiado pequeño (una sociedad con poca población y poca sofisticación tecnológica resulta también vulnerable). En cuanto al flujo metabólico, dados una población y un nivel de vida determinados, cuanto menor sea la cantidad de energía no renovable y de materiales necesaria para reproducirlos, mejor. La idea de sustentabilidad tiene que ver con cuatro cuestiones interrelacionadas pero parcialmente independientes: el mantenimiento de la escala física de la sociedad dentro de la capacidad de carga del planeta, la conservación de la diversidad biológica que evite una simplificación catastrófica de la biosfera, la reserva frente a la intensificación innecesaria de la degradación entrópica que acompaña a toda actividad productiva, y el mantenimiento de las condiciones de espacio y tiempo del aprendizaje social. El recuento de flujos materiales concierne sobre todo a la primera de esas cuestiones, de modo que permite una aproximación que, aunque relevante, es sólo parcial. Pese a ello, en la última década del siglo XX, una vez que la protección del medio ambiente se convirtió en un objetivo aceptable para los gobiernos y las empresas, el debate sobre la sustentabilidad ha tendido a centrarse cada vez más en la cuestión de la escala física, y ésta a su vez en el metabolismo. Obtener más con menos, duplicar el bienestar con la mitad de los recursos naturales, o incluso reducirlos a una décima parte, se propone ahora como la regla operacional por excelencia del desarrollo sustentable. Se afirma a veces que el proceso de desarrollo sostenible ha comenzado ya como resultado de un giro en la dinámica de la modernización, un giro que se habría iniciado con la transición a estructuras postindustriales y la puesta en práctica de políticas de medio ambiente por parte de gobiernos y empresas. Se estaría entrando así en una nueva fase de la sociedad moderna en la que se disolvería la contraposición entre economía y ecología y se abriría paso una sociedad a la vez más rica y más desmaterializada. Como señal más visible de esa esperanza suele traerse a colación el desacoplamiento entre crecimiento económico y uso de recursos naturales. Mediante esa palabra, “desacoplamiento”, se alude a un proceso en que la producción económica medida en términos monetarios se separa o desconecta del uso de materiales y los niveles de contaminación, aumentando más deprisa que estos últimos. Las cuentas de flujos materiales permiten evaluar el alcance de ese proceso y, de esa manera, contrastar si la supuesta modernización ecológica está teniendo lugar o no. En términos generales, desde la década de los setenta, el consumo de recursos por unidad de producto monetario ha descendido significativamente en el mundo. La curva que describe el crecimiento económico se ha elevado más deprisa que las correspondientes a los materiales utilizados. Ese relativo desacoplamiento ha inducido a algunos a pensar que podría haberse entrado en el camino de una verdadera desmaterialización, es decir, de una disminución en términos absolutos de la masa de recursos minerales y biológicos mediante la que se sustenta la civilización industrial. Sin embargo, nada indica por ahora que las cosas vayan en esa dirección: el uso de combustibles fósiles, metales y madera ha seguido aumentando. La expansión en las últimas décadas y la tendencia creciente del uso total de materiales por parte de la economía mundial parecen también indudables, a pesar de la fragmentación de los datos disponibles. En su conjunto, lo que ha venido ocurriendo puede describirse como desacoplamiento sin desmaterialización.

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El desacoplamiento es un rasgo visible en la evolución de muchas economías contemporáneas. No obstante, las incógnitas son grandes si se da por supuesto que dicho rasgo es un efecto de la modernización y, sobre todo, que tiende a intensificarse en función del grado de modernidad estructural de las sociedades. Aparentemente, las sociedades más ecoeficientes no son precisamente las más desarrolladas. Ello implica una seria objeción a la tesis de que la eficiencia energética se correlaciona positivamente con el nivel de modernización. La evidencia sugiere que la relación entre innovación tecnológica y eficiencia energética es mucho más compleja de lo que se supone. Mueve a reflexión igualmente el hecho de que el grado de desacoplamiento no difiera mucho entre sociedades industriales maduras y sociedades con un sector de economía moderna importante pero mucho menos desarrolladas, como China o la India. El concepto de desacoplamiento, en definitiva, resulta muy confuso si es considerado prueba de una tendencia general a más ecoeficiencia como resultado de la innovación. En más de un sentido, parece enredarse sin remedio en las pertinaces dificultades que han frustrado hasta hoy todos los intentos de integrar medidas monetarias y medidas físicas. Lo más prudente es no confundir desacoplamiento con verdadera ecoeficiencia, reservando esta palabra sólo para el análisis de dimensiones físicas, es decir, para aludir a eventuales efectos de desmaterialización, de reducción total o parcial del flujo metabólico y/o la sociomasa. El término “desmaterialización” fue introducido por referencia a la cantidad de materiales incorporada a los productos industriales. La expansión del consumo, la pérdida de calidad que reduce la durabilidad de los productos, las características de los residuos y otros fenómenos relacionados pueden determinar que las mejoras ambientales asociadas con la masa menor de cada producto individual sean más que neutralizadas en el resultado total. Por ello, la desmaterialización por unidad de producto es sumamente engañosa como indicador de mejora medioambiental. Los críticos han insistido sobre todo en cuatro argumentos:

1) Que no se trata de un fenómeno nuevo, sino de un rasgo persistente en la historia del capitalismo, debido a que éste prospera al reducir costes de producción.

2) Que las estimaciones optimistas se basan en la experiencia de sectores emergentes, en los servicios o la información, infravalorando a menudo sus requerimientos materiales y olvidando que, aunque disminuya la tasa de ganancia en los viejos sectores, su escala física no lo hace.

3) Que, en muchos casos, el descenso en la contribución de las industrias de materias primas al producto medido en términos monetarios, se confunde con un descenso en la cantidad total de energía y materiales introducida en la economía, que no se ha producido en absoluto.

4) Que los cambios en la intensidad de uso de energía y materiales en algunos de los países más ricos no son independientes de la reestructuración espacial hacia países más pobres de las industrias más sucias y más material-intensivas.

Según todo esto, la desmaterialización no se ha producido ni está a la vista, tanto en el mundo considerado en su conjunto como en los países más desarrollados. En las últimas décadas, el uso de energías no renovables ha seguido en aumento en todo el mundo, y ha crecido más en las sociedades desarrolladas que en el resto del planeta. Los países de la OCDE, en dichas décadas, no se han desmaterializado en relación al resto del mundo, sino más bien ligeramente al contrario. La evidencia de que la desmaterialización no es un resultado espontáneo del desarrollo no cuestiona sólo la visión general del cambio social derivada de la idea de una modernización ecológica, sino también los intentos más concretos de formular previsiones al respecto. Es el caso de las llamadas “curvas medioambientales de Kuznets”. Esta expresión se refiere a un modelo que examina la relación entre crecimiento económico e impacto ambiental bajo la hipótesis de que el impacto crecería al mismo ritmo que el PIB hasta que éste alcanzara un determinado nivel y, a partir de ese punto, los niveles de impacto comenzarían a descender.

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Los estudios existentes ofrecen un cuadro que, en su mayor parte, desmiente las previsiones asociadas al modelo. La constatación de que el crecimiento económico no conduce por sí mismo a aliviar la presión sobre el medio ambiente ha llevado a pensar que sería necesaria una intervención consciente, orientada a introducir reformas inspiradas por la búsqueda de ecoeficiencia. Esa búsqueda está guiando el despliegue de un nuevo campo de investigación, la ecología industrial, que se ocupa de contabilizar en términos físicos los requerimientos materiales de los diferentes procesos de producción, a fin de detectar las oportunidades para aumentar la productividad de los recursos naturales. En buena medida, la ecología industrial procede a través de análisis parciales. Sin embargo, también se está explorando la aplicación de sus conceptos al cálculo de requerimientos materiales agregados, lo que está dando lugar a la definición de indicadores sintéticos de sustentabilidad. En los últimos años se han definido algunos indicadores sintéticos de contabilidad nacional en términos físicos y se han calculado para un grupo de países industrializados, así como para el conjunto de la Unión Europea. El objetivo común de esos trabajos es aproximarse a un cómputo del uso total de materiales y de la emisión total de residuos por parte de una sociedad. El Requerimiento Total de Materiales (RTM) mide el peso total de los recursos naturales requeridos por la actividad económica en una sociedad determinada. Parte del RTM corresponde a flujos ocultos (FO). La Entrada Material Directa (EMD) es el indicador que resulta de restar del RTM esa parte oculta. La Balanza Comercial Física (BCF) mide la diferencia entre las importaciones y las exportaciones de recursos. Residuo Procesado Interno (RPI) es el peso total de los materiales que han sido usados en la economía y luego depositados en el medio ambiente. Flujo Oculto Interno (FOI) es el peso total de los flujos ocultos en el ámbito territorial considerado. La suma RPI + FOI representa la cantidad total de residuos materiales causada directa o indirectamente por la actividad económica en un ámbito territorial determinado. Con respecto a la evolución de la sociomasa, el indicador denominado Adiciones Netas al Stock (ANS) corresponde a la cantidad de materiales añadida al stock de edificios e infraestructuras o incorporada a nuevos bienes duraderos.

Resumiendo: el balance del uso de materiales en la “fase postindustrial” de la sociedad moderna revela serias tensiones en cuanto a la presión sobre los sistemas naturales. Las posibilidades de un curso social orientado a menos insostenibilidad, abiertas en apariencia a causa del desacoplamiento entre crecimiento económico y consumo de recursos, no se han traducido hasta hoy en una reducción de los flujos metabólicos ni de la sociomasa. La información existente indica que, en las últimas décadas, la cantidad de materiales procesados y desechados por las sociedades modernas ha aumentado, aunque, en comparación, el producto económico lo ha hecho bastante más, o, dicho de otra forma, que esas sociedades se han vuelto algo más sucias y bastante más ricas. Indica, también, que se han vuelto sensiblemente más gruesas o pesadas; menos adecuadas, pues, para caminar ligeramente sobre la Tierra. Desde esta perspectiva, no puede decirse que la transición a un desarrollo sustentable se haya iniciado ya. 3. MODERNIZACIÓN ECOLÓGICA Y TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN. Como se ha indicado, en el último cuarto del siglo XX, en la fase del postindustrialismo ha habido desacoplamiento pero no desmaterialización; en consecuencia, el proceso de modernización no ha apuntado a más sustentabilidad medioambiental, sino a menos. Desde hace unos pocos años, sin embargo, el auge de las tecnologías de la información y las comunicaciones está dando lugar a una segunda versión del mismo debate. La nueva economía digital, se empieza a decir, permitirá un tipo diferente de crecimiento económico, mucho menos devorador de energía y materiales que el tradicional. Se predice una expansión económica basada casi en exclusiva en actividades cinco veces menos intensivas en energía que el conjunto de la economía actual. Se especula con la posibilidad de que todo ello, mediante una gestión adecuada, abra la vía a una “sociedad de la información sostenible”,

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mucho más material-eficiente y capaz de evitar el efecto rebote que se produce cuando una mayor eficiencia se ve neutralizada por el aumento del consumo. El argumento se apoya sobre todo en la construcción de “escenarios de sustitución”. La sociedad de la información, se dice, no sólo se expande en sectores poco material-intensivos, sino que acelera la contracción de algunos que lo son mucho: el transporte, la construcción... Esto es, de momento, bastante especulativo. Por lo ocurrido hasta ahora, no puede decirse que la sociedad de la información contenga en sí misma una garantía de menos insostenibilidad medioambiental. La información sobre los costes ambientales durante la utilización de las nuevas máquinas de la “era digital” es muy fragmentaria y está además bastante contaminada por intereses comerciales y tomas de partido políticas. El suministro de electricidad requerido para el mantenimiento y expansión de la red ha sido un asunto discutido en el debate sobre la ratificación de los compromisos sobre reducción de las emisiones de gases de invernadero adoptados en Kyoto. La conflictividad económico-política explica la existencia de estimaciones muy divergentes. La gestión de los residuos generados durante la producción de los aparatos de la era de la información y cuando éstos son desechados está siendo un motivo de preocupación creciente. Centenares de millones de equipos informáticos o de telecomunicación están acabando en vertederos o incinerados. En resumen: los primeros balances empíricos han enfriado notablemente la euforia de las promesas iniciales. La difusión de las tecnologías de la información y las comunicaciones se está sumando al consumo de recursos y energía y también al peso y toxicidad de los residuos, tanto directamente como a través de su influencia indirecta en los estilos de vida. De todos modos, es demasiado pronto para que el balance material de la “fase de la información” pueda establecerse con una claridad comparable a la que ya es posible para la “fase postindustrial”. Es previsible, en cualquier caso, que las aproximaciones al mencionado balance constituyan en los próximos años un elemento significativo en el debate paralelo sobre la existencia (o inexistencia) y las posibilidades de una modernización ecológica. 4. EL IMPACTO AMBIENTAL DEL CONSUMO DE LOS HOGARES. El proceso de modernización ha tenido como resultado un modelo de consumo muy homogéneo en los ámbitos sociales modernizados, que indica el estilo de vida de casi todos los grupos sociales en los países industrializados y de las minorías de clase media en los países en vías de desarrollo. Determinados consumos constituyen “signos de distinción”, señalan las diferencias entre los distintos grupos de estatus. Los consumos posicionales o de distinción suelen ser una buena guía para examinar las tendencias generales: a medida que la capacidad de gasto aumenta, los grupos sociales y los países menos favorecidos tienden a imitar los comportamientos observados en los grupos y países más favorecidos. Muchos de los consumos posicionales están asociados a un impacto ambiental elevado. Es el caso de la carne y de los alimentos exóticos de la dieta, del coche, de la casa separada del fragor urbano, del papel, del ritmo rápido de sustitución de equipamientos domésticos, etc. El impacto ambiental de la dieta tiende a aumentar en función de tres factores:

1) La proporción de productos que suponen comer más arriba en la cadena trófica: en general, las dietas con más proteína animal (sobre todo en el caso de las carnes rojas) son ambientalmente más costosas que las más vegetarianas.

2) La distancia recorrida por los alimentos desde el lugar en que son producidos hasta el punto de su consumo final: a medida que esa distancia aumenta, lo hacen también la energía usada en el transporte y los requerimientos de conservación y envasado.

3) El grado de procesamiento previo al consumo final: el consumo de alimentos frescos suele ser ambientalmente más benigno que el de los preparados.

El impacto ambiental del transporte aumenta a medida que lo hacen la distancia recorrida y la velocidad requerida para llegar al punto de destino. También cuanto más intensivos en energía y materiales son los medios utilizados. Dada la gran complejidad de la vivienda, hay muchos factores que influyen en la eficiencia ecológica de la forma de residencia:

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materiales y procesos de construcción, proximidad o lejanía entre los diseños y las condiciones bioclimáticas, durabilidad o ritmo de sustitución de los elementos duraderos, magnitud de los flujos de energía y materia, distancia entre el lugar de residencia y los destinos cotidianos, etc. La expansión económica ha tenido como consecuencia un incremento en la capacidad de gasto para el consumo. El incremento del gasto se ha traducido en un mayor consumo de bienes asociados a un impacto ambiental más elevado (coches y gasolina, carne, papel). Tanto la dinámica posicional de imitación/emulación como las exigencias básicas del desarrollo humano empujan en grados diferentes en esa dirección. En el periodo más reciente, el consumo de varios de los productos con mayor impacto ambiental ha seguido en aumento en todo el mundo, haciéndolo más rápidamente en aquellas sociedades en las que el punto de partida era más bajo.

En general, los consumos ambientalmente más agresivos han venido aumentando a un ritmo relativamente más rápido que el de la capacidad de gasto considerada en su conjunto, tanto en las sociedades industrializadas como en las que están en vías de industrialización. La globalización de los estilos de vida más modernos está incrementando la presión sobre los sistemas naturales de soporte de la vida más de lo que correspondería linealmente al crecimiento demográfico; la contribución relativa a ese efecto de las minorías de clase media de las sociedades en vías de desarrollo es significativa. La introducción de productos ambientalmente más costosos viene a menudo de la mano de los grupos sociales con mayores ingresos, con niveles de educación más altos y más urbanos. Estos grupos suelen ser los primeros en acceder a las novedades aparecidas en los mercados y son la referencia a imitar por otros estratos sociales, convirtiéndose así en difusores de los requerimientos ambientales en aumento y en agentes más bien involuntarios de una “modernización antiecológica”.

En el periodo más reciente, algunos segmentos de esos grupos más insertos en la modernidad son también la clientela preferente de los nuevos mercados de alimentos orgánicos y otros productos verdes, nutriendo también las filas de quienes experimentan con una sencillez voluntaria más o menos distinguida. Este hecho ha dado pie a especular con la posibilidad de que el sesgo posicional ayude también a la ulterior difusión de tales productos y los estilos de vida a ellos asociados. Sin embargo, la novedad del fenómeno y su limitado alcance dificultan por el momento evaluar sus efectos.

El estudio del consumo no puede hacer abstracción de la desigualdad que existe en cuanto al acceso a los recursos. Alan T. Durning considera que la dieta, la movilidad y la generación de residuos son tres ámbitos significativos. Durning divide la población del mundo en tres “clases de consumo”:

1) Una clase alta (1/5 de la población), que se mueve en vehículos privados movidos por un motor de combustión, sigue la dieta con una fuerte proporción de proteína de origen animal y produce una gran cantidad de residuos.

2) Una clase media (3/5 de la población), que se mueve en bicicleta o en transporte público, tiene una alimentación básicamente vegetariana pero suficiente y saludable y desecha relativamente poco.

3) Una clase baja (1/5 de la población), que se desplaza a pie o a lomos de animales domésticos, no come lo suficiente ni tiene garantizado el acceso a agua potable en condiciones y prácticamente no produce residuos. Considerar las cosas bajo este prisma desvela los dilemas de la modernización una vez

que el impacto de ésta ha llegado a ser mundial. Los niveles de consumo de recursos existentes en los países industrializados no son generalizables. En esas condiciones, la reproducción ampliada de la clase alta durningiana (mediante el consumo incrementado de quienes ya pertenecen a ella y mediante su apertura a nuevos segmentos de población en países del Tercer Mundo) parece implicar un doble efecto de más polarización social y más deterioro ecológico. Los consumidores tienden a aumentar la presión sobre los recursos naturales globales. Los excluidos se ven empujados a sobreexplotar su cada vez más restringida base local de subsistencia.

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5. EL PROGRAMA 21 Y LA SUSTENTABILIDAD LOCAL. La Agenda o Programa 21, aprobada en la Cumbre de Río en 1992, recomienda establecer programas 21 locales dirigidos a mejorar las condiciones de viabilidad, durabilidad o sustentabilidad de los asentamientos humanos. Ese llamamiento se ha extendido ampliamente por todo el mundo y ha dado lugar, en muchos pueblos y ciudades, a experimentos constructivos e interesantes. Ha estimulado también dinámicas institucionales más o menos coordinadas, como la abierta en Europa por la Carta de Aalborg de 1994. En su formulación normativa, la elaboración del Programa 21 local exige identificar en cada población los problemas medioambientales más acuciantes, desarrollar planes de actuación con la participación de los actores sociales locales, crear foros de debate ciudadano y establecer dispositivos de control, así como documentar el estado y los cambios de las estructuras sociales y del medio físico desde el punto de vista de la sustentabilidad. Cada día en el mundo unas 160.000 personas se trasladan desde las zonas rurales hacia las ciudades. En los países más industrializados el crecimiento de la población urbana es mucho más lento, pero el desplazamiento desde centros urbanos concentrados hacia extensas regiones metropolitanas y hacia ciudades intermedias aumenta también muy intensamente la presión sobre el territorio. Aunque la concentración de personas en las ciudades posibilita economías de escala en los costes de transporte, producción y oferta de servicios y, en ocasiones, proporciona más oportunidades de abastecimiento de agua potable y de un saneamiento eficaz, un ritmo de crecimiento y una escala muy grande tienden a hacer difícilmente gestionable la provisión de agua en cantidades suficientes y con la calidad necesaria, a acentuar la insuficiencia de las redes de saneamiento, a superar la capacidad de creación de empleo, a agravar la congestión, la contaminación del aire y la acumulación de residuos, a aumentar los requerimientos de energía y a incrementar las presiones sobre las zonas no urbanas. La posibilidad de una relación viable entre la sociedad y la naturaleza pasa pues por la búsqueda de vías hacia menos insostenibilidad de las ciudades. La relación entre las ciudades actuales y la crisis ecológica puede percibirse a escalas diferentes. Por ejemplo: las ciudades del mundo concentran la mayoría de la población y de la actividad económica y, en consecuencia, son un factor principal del incremento en la emisión de gases de invernadero y del consiguiente cambio climático global. Vistos los problemas a una escala local, los datos indican dificultades en el suministro de energía o de agua potable, congestión del tráfico, mala calidad del aire, desaparición bajo el asfalto de espacios naturales y de buenas tierras agrícolas, saturación de los sistemas de gestión de residuos… La cuestión de la sostenibilidad local se refiere a las formas de mejorar esos problemas sin esquilmar las áreas no urbanas y sin socavar la viabilidad económica y cultural. Los principios reguladores de una eventual transición hacia asentamientos humanos menos insostenibles son conocidos, y su formulación es relativamente sencilla. El modelo de ciudad compacta y limitada en su expansión es más eficiente desde el punto de vista medioambiental que la dispersión suburbana. La relocalización de determinados procesos productivos básicos es aconsejable. La conservación de los espacios ecológica o agrícolamente productivos que aún existen dentro de los límites urbanos o en su entorno inmediato resulta crucial. La rehabilitación del espacio construido y deteriorado se torna preferible a la urbanización de nuevos espacios. La pacificación de las calles y el fomento de la proximidad aparecen como la única alternativa viable a la congestión, la contaminación y el ruido producidos por la motorización privada. La minimización del volumen y la toxicidad de los residuos (reducción, reutilización, recuperación, reciclaje) tiende lentamente a percibirse como alternativas frente a sistemas de tratamiento costosos, contaminantes y crecientemente rechazados por las poblaciones afectadas. Los principios mencionados son interdependientes, de forma tal que su sentido depende en buena medida de que sean aplicados conjuntamente. La dimensión ecológica de la sustentabilidad urbana puede resumirse como sigue. Al igual que cualquier otro sistema vivo, una comunidad humana sólo puede subsistir y

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evolucionar si consigue obtener energía y materiales útiles de su entorno o medio ambiente y si encuentra en él sumideros para los residuos que produce. Pero, a medida que se añaden órdenes de complejidad, los requerimientos materiales del sistema aumentan. La civilización es energéticamente costosa y siempre lo será. La viabilidad de las ciudades, entonces, no puede analizarse sólo en términos de su organización interna, sino que hay que examinar también sus relaciones con el mundo natural exterior. La dimensión material de esas relaciones puede describirse como metabolismo. Hablamos entonces del “metabolismo” de las ciudades. Las entradas son procesadas para reproducir la población y los artefactos asociados a ella; a su vez, ese procesamiento genera residuos a los que hay que dar salida. Es característico de las ciudades modernas el hecho de que su metabolismo ha tendido a volverse más grande y más lineal, lo que implica más presión sobre el territorio. Aunque la dependencia de los servicios naturales proporcionados por el medio no urbano es algo inherente al concepto mismo de ciudad, las ciudades de la era industrial han eludido los límites de su entorno inmediato obteniendo recursos de lugares cada vez más distantes, hasta hacerse dependientes de los servicios naturales del planeta entero. Como consecuencia, su “espacio medioambiental” o huella ecológica excede en mucho a la superficie de su demarcación administrativa. En resumen: la viabilidad o sustentabilidad medioambiental de las ciudades puede aumentarse en la medida en que su metabolismo y su huella ecológica se reduzcan. Las ideas de sustentabilidad local han dado lugar a una situación paradójica, pues son tan ampliamente aceptadas como poco practicadas. En su devenir, la ciudad moderna no ha encontrado otra fórmula salvo la segregación para mantener la diversidad, no ha sabido facilitar el acceso a los destinos cotidianos sin aumentar el consumo de combustible, no ha encontrado más fórmula para el éxito económico que el crecimiento ilimitado. En las lógicas urbanísticas del siglo XX, complejidad cultural y moderación ecológica han resultado incompatibles. El proceso político implicado en el marco de las propuestas de Agenda 21 local se ha visto como el elemento de modernización destinado a mediar en esa incompatibilidad. En los noventa, los gobiernos locales combinaban la transición desde la modernización de sus estructuras administrativas internas hasta el desarrollo de formas gestión estratégica con una redefinición de sus conexiones con la política, la sociedad y la economía. La incorporación a ese contexto de las cuestiones de sustentabilidad local arroja un resultado ambiguo. En algunos casos, se ha establecido una dialéctica real entre las tendencias dominantes de la modernización urbana y los foros que impulsan las propuestas de sustentabilidad local. En muchos otros casos, éstas se han visto confinadas a un espacio puramente marginal, sin capacidad de incidencia efectiva en los procesos políticos y económicos. TEMA 6. MEDIO AMBIENTE, ESTRUCTURA Y CONFLICTO SOCIAL. 1. EL MEDIO AMBIENTE COMO “SEGUNDO CONFLICTO” DE LA SOCIEDAD INDUSTRIAL. Las formas y grados diferentes de acceso a los recursos y reparto de los residuos ocasionan relaciones relativamente estables entre grupos sociales distintos, es decir, dan lugar a articulaciones estructurales. A menudo, esas articulaciones son conflictivas. El tipo de conflicto que surge en esos contextos puede denominarse “ecológico-social”. Un conflicto ecológico-social se produce cuando hay grupos, organizaciones u otros agentes sociales que consideran que determinada actividad económica implica una explotación excesiva de recursos naturales o una contaminación excesiva. La percepción del exceso puede darse bien en términos absolutos, bien en términos relativos; en ambos casos se produce una contraposición entre dos principios de la acción social como ecologismo y productivismo. El ecologismo tiende a un uso parsimonioso de las fuentes naturales de energía y materiales, a evitar alteraciones catastróficas de los equilibrios ecológicos que mantienen la vida y a regular equitativamente la distribución entre los humanos y los demás seres vivos. El productivismo tiende a considerar que las funciones naturales valiosas para el bienestar son siempre

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sustituibles y a maximizar su explotación. Esas categorías definen una tensión interna muy visible en la actual civilización. Ahora bien, si se mantiene que cualquier conflicto ecológico-social puede ser descrito únicamente en base a la dialéctica entre ecologismo y productivismo, se tropieza de inmediato con dificultades, pues el nivel de abstracción es demasiado alto. Para introducir un poco más de complejidad y de concreción hay que examinar la conexión entre la distribución de los recursos naturales y otras dimensiones de la estructura social. Algunas propuestas mantienen que los procesos de estructuración y los fenómenos de conflicto con un componente medioambiental se añaden a los que tienen lugar en torno al control de los procesos de producción y a la distribución del producto, haciéndolo en general como un elemento subordinado o complementario de estos últimos. Es decir, entienden que la producción económica es el factor fundamental a la hora de explicar tanto la estructura como el conflicto social y que la dimensión social de las cuestiones ecológicas puede ser comprendida desde esa perspectiva. Podemos referirnos a los planteamientos de este tipo con la expresión “economía política del medio ambiente” o “ecosocialismo”. Se ha señalado en este sentido que la relación entre sociedad y medio ambiente es conflictiva debido a la condición inherentemente expansiva de la producción en la sociedad industrial capitalista. La degradación ambiental tiende a aumentar porque todos los factores que la causan se ven empujados hacia valores más altos por la “rueda” de la producción. La intensificación y la persistencia del conflicto entre la sociedad y el medio ambiente se explican por la generalización y profundización de sus causas: la acumulación de capital requiere el uso de recursos naturales para expandir la producción y los beneficios, la asalarización hace a los trabajadores más dependientes del crecimiento para incrementar el salario y las oportunidades de empleo, el desarrollo tecnológico eleva la productividad del trabajo reemplazándolo por energía y capital físico, los gobiernos empujan en la misma dirección para asegurar la “riqueza nacional” y la “seguridad social”… Incluso muchas de las inversiones hechas por los gobiernos en “protección del medio ambiente” responden a la misma lógica. Todo ello aumenta la extracción de recursos y la emisión de residuos e intensifica la desorganización ecológica ante la que, al final, la sociedad se vuelve más y más vulnerable. Aunque el compromiso con el aumento de la presión ambiental difiere según las partes implicadas, siendo más activo y agresivo en el caso de los inversores y más pasivo y defensivo en el de los trabajadores, el resultado apunta en ambos casos en la misma dirección. Lo mismo ocurre con las principales instituciones. En el sistema educativo se han difundido tanto la educación ambiental en las escuelas como la investigación en ciencias ambientales en las universidades; sin embargo, tanto la orientación profesional en los planes de estudio como el grueso del esfuerzo investigador van en el sentido de potenciar el crecimiento. La familia es el ámbito en que se recibe la publicidad televisiva y en que se potencian las expectativas y modelos de vida competitivo-consumistas. Etc., etc. El problema central para la economía política del medio ambiente o ecosocialismo es conectar el conflicto relativo a la distribución del excedente con el que se deriva de la presión creciente que la expansión de este último ejerce sobre los sistemas naturales. A menudo, los representantes de este punto de vista tienden a reprochar a los ecologistas la poca atención dedicada a este asunto. Vienen a decir que el movimiento ecologista, al ocuparse de los cambios en el medio ambiente y no de la distribución de los costes y beneficios de los cambios económicos necesarios para introducir medidas de protección medioambiental, se sitúa en discordancia con los requerimientos de una redistribución positiva de los recursos económicos, sin la cual no puede conseguir el apoyo social necesario para alcanzar los objetivos ecológicos. Los exponentes de esta visión suelen mantener que el movimiento ecologista ha fracasado hasta el momento en su intento de refrenar las tendencias expansivas de la economía porque ha sido incapaz de ligar sus propuestas ambientales con las necesidades económicas de los trabajadores, las minorías y los pobres. Suelen sostener asimismo que los comportamientos individuales están condenados a ser minoritarios e irrelevantes si no se conectan a los conflictos básicos de la sociedad industrial, pues sólo en el marco de éstos podrían llegar a

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moderarse las tendencias de expansión. El ecosocialismo postula así un proceso político muy diferente del de la modernización ecológica, un proceso saturado de conflictos prolongados, de vigilancia permanente, movilización continua, negociaciones penosas y lucha sostenida con las instituciones dominantes en la política y la economía y sus representantes. Otra variante de la economía política del medio ambiente, para la cual los conflictos ambientales se añaden a los relativos a las relaciones de producción en lugar de derivarse de ellos, mantiene que la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción, que de acuerdo con la teoría marxista clásica lleva a crisis de sobreproducción, se ve acompañada por otra, establecida entre las fuerzas y relaciones de producción capitalistas y las condiciones de producción, que da lugar a crisis de infraproducción de capital. La relación entre sociedad y naturaleza se establece, para este punto de vista, a partir de la noción de “condiciones de la producción” y se establece como una relación conflictiva debido al coste creciente de la aportación de las condiciones naturales de la producción. Hay tres categorías o tipos de condiciones de la producción: las condiciones físicas externas o condiciones naturales, la fuerza de trabajo y las condiciones comunitarias. Las primeras remiten hoy al estado de los ecosistemas, las segundas a la educación y la atención a la salud, y las terceras a infraestructuras, sistemas de comunicación, etc. Así, el estado, la familia y el medio ambiente natural son el ámbito de conflictos en torno al suministro de esas condiciones, el ámbito en el que tiene lugar el proceso material de reproducción de las mismas, un ámbito externo a las relaciones de producción. Los actores colectivos que operan en ese espacio de la reproducción social actúan directamente en una esfera sociopolítica, en relación con el estado, constituyéndose en “barreras sociales” a la expansión del capital. El suministro de las condiciones de producción está politizado porque el estado es normalmente el intermediario en la provisión de las mismas. Y es conflictivo porque el capitalismo crea sus propios límites o barreras, socavando los fundamentos de ese suministro y dando lugar así a que los costes de su reproducción sean crecientes. El coste creciente del suministro de las condiciones de producción tiene un doble efecto. Por una parte, actúa como un freno a la acumulación de capital o, si se descarga sobre los presupuestos públicos, como un acelerador de la crisis fiscal del estado. Por otra parte, amplifica el conflicto que se deriva del hecho de que la provisión de las condiciones de producción sea social mientras que la producción misma es privada. Ambos efectos actúan como un límite interno, socioeconómico, a la acumulación. No hay, sin embargo, en esta doctrina un lugar para la percepción de límites naturales. De hecho, se describe la escasez ecológica como una deformación ideológica. De esta manera, el ecosocialismo mantiene su vinculación con la interpretación de la estructura y el conflicto social que es propia del materialismo histórico al precio de vaciar de significado sustantivo al prefijo “eco”. Ofrece una explicación de por qué las fuerzas que empujan a la sobreexplotación de la naturaleza son poderosas y persistentes, pero no permite entender la existencia de movimientos ecologistas. El ecologismo aparece pues como una “anomalía cultural”, de la que la teoría no puede dar cuenta. Y esta clase de anomalías es muy abundante: hay una gran cantidad de conflictos sociales que no parece que puedan ser reducidos a manifestaciones del conflicto de clases. 2. ESTRUCTURA SOCIAL Y RIESGO TECNOLÓGICO. Los enfoques anteriormente comentados ven los conflictos ecológicos como expresiones de una “segunda contradicción”, que complementa o se suma a los planteados en el terreno económico. Otros enfoques mantienen más bien que los conflictos ecológicos tienden a sustituir a los económicos, a convertirse en la “primera contradicción”, debido al peso creciente de los problemas relacionados con la “distribución de los males” en las sociedades industriales maduras y, en particular, a las formas que adquiere en ellas el riesgo tecnológico. En las últimas décadas se han desarrollado diferentes técnicas para evaluar el riesgo asociado a la adopción de una determinada tecnología. Esas técnicas asumen la posibilidad de establecer con cierta precisión el rango de indeterminación y la posibilidad de

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delimitar con exactitud tanto las causas como el alcance de los posibles efectos no deseados, haciendo así concebible una elección racional en un contexto de coste-riesgo-beneficio. Ulrich Beck ha tratado los riesgos derivados de diversas tecnologías desarrolladas en las últimas décadas con sus características de elevada incertidumbre y grandes peligros, como el rasgo definitorio de la sociedad contemporánea, que conduce a la sociedad industrial a ponerse en cuestión a sí misma y se convierte en ella en principio básico de la estructuración social. Aunque la idea de una sociedad del riesgo no se refiere exclusivamente a los problemas medioambientales, éstos se encuentran profusamente representados en los ámbitos a los que se aplica con más propiedad esa idea. Según Beck, los peligros de la civilización tecnológicamente avanzada se diferencian de los de la sociedad industrial clásica por varias razones:

1) No pueden ser delimitados espacial, temporal o socialmente. 2) Fallan las reglas establecidas de atribución causal y de responsabilidad o culpa. 3) Los peligros no pueden ser del todo controlados por medios tecnológicos, sólo

minimizados. 4) La ausencia de planes contra la catástrofe muestra el error de tratar los nuevos riesgos

con los medios antiguos. En resumen, el concepto de sociedad del riesgo describe una fase del desarrollo de la sociedad moderna en la que los peligros sociales, políticos, ecológicos e individuales creados por el impulso de innovación escapan cada vez más a las instituciones de control y protección de la sociedad industrial. Por ello, los riesgos a gran escala pueden ser interpretados como una especie de revolución que las condiciones de la sociedad moderna han fomentado contra sí mismas. Tras tipificar como radicalmente nuevos los riesgos derivados de las tecnologías más recientes, Beck insiste en la centralidad de los conflictos planteados en torno a los mismos que, a su juicio, se han convertido en la forma básica del conflicto social en las sociedades industriales maduras, debido al desajuste entre las características de dichos riesgos y las reglas y criterios a que responden las instituciones de esas sociedades. Esta dinámica de direcciones incompatibles es el caldo de cultivo de una irresponsabilidad organizada. Con este concepto, Beck se refiere a los efectos que se desprenden del intento de tratar los nuevos peligros mediante un sistema de normas basado en la causalidad, la culpa, las normativas de seguridad y la distribución desigual de la carga de la prueba. En el nuevo contexto este sistema es autodestructivo, porque la causalidad es difusa y por tanto la responsabilidad nunca puede ser atribuida, porque las nociones de riesgo residual se aplican mal a situaciones de extrema incertidumbre y daño extremo y, por último, porque la carga de la prueba permite experimentos que tienen como escenario al planeta entero y cuyos conejillos de Indias somos todos. Los debates públicos acerca de las formas de tratar los residuos, de las propiedades de los materiales utilizados, de los procesos de producción, etc., son vistos todavía por el mundo industrial como una anomalía, destinada a desaparecer con las urgencias de la próxima recesión. Pero las cosas no son así. Esos debates reflejan, por una parte, una democracia más madura, en que la conciencia cívica rechaza ser excluida en la toma de decisiones. Por otra parte, responden a la naturaleza de los riesgos, que se proyectan más allá de las puertas de las fábricas y afectan incluso a las personas que aún no han nacido. La primera de esas connotaciones sitúa a Beck al lado de una serie de propuestas que defienden una participación más democrática en la evaluación y gestión de los riesgos, y permite interpretar su punto de vista como una variante de la tesis de la modernización ecológica; una variante algo más crítica de lo habitual en el sentido de que no requeriría sólo ajustes tecnológicos e institucionales, sino también formas más intensas de intervención del público y formas más maduras de la conciencia social en el contexto de una “modernización reflexiva”. La segunda connotación, en cambio, le aleja de las visiones de modernización ecológica en tanto que el conflicto sobre el riesgo contiene nuevas líneas de estructuración de la sociedad, poniendo en cuestión la continuidad de sus formas presentes.

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Beck se ha mostrado consciente de esa ambivalencia, aunque considera que aún no es posible una definición tajante al respecto. Parte de la tesis de que las estructuras de la sociedad industrial se han configurado a partir de la distribución del producto económico entre el capital y el trabajo, y que el conflicto resultante se ha regulado y suavizado gracias al crecimiento económico, que ha permitido que el pastel a repartir sea cada vez más grande. Comienza entonces un conflicto por la distribución de los costes ambientales, que no es un conflicto adicional o secundario, sino que cambia la lógica, la estructura, la forma de expresión y las lealtades establecidas en el conflicto industrial. ¿Lleva esto a una estructura social diferente, a una nueva entidad histórica? Beck sugiere una respuesta afirmativa. Por eso insiste en que está produciéndose un desplazamiento desde una situación en que las relaciones de producción son centrales hacia otra situación en que son cada vez más importantes las que llama “relaciones de definición”, expresión con la que alude a los procesos a través de los cuales se determinan los niveles de toxicidad y las responsabilidades, se establece a quién corresponde la carga de la prueba, se regula el papel de la ciencia en todo ello, etc. Aunque tanto las relaciones de producción como las de definición son relaciones de poder, las según das no están ligadas a la propiedad, sino a la ley, el conocimiento o los márgenes de participación ciudadana y, por lo tanto, difieren significativamente de las primeras. En la misma dirección apunta también la afirmación de que la seguridad está sustituyendo a la igualdad como principio de la acción. Los procesos de estructuración social impulsados por la distribución de los riesgos difieren de los impulsados por la distribución de la riqueza. La diferencia depende sobre todo del hecho de que la dinámica histórica de apaciguamiento del conflicto mediante el crecimiento económico se ve socavada por el aumento de las tensiones en torno a los peligros tecnológicos. La divisoria entre los que ganan y los que pierden en el terreno económico se ve profundamente alterada. Algunos sectores empresariales se benefician con los riesgos, mientras que otros se hunden. Los trabajadores se dividen también: su definición unitaria a partir de la no propiedad de los medios de producción estalla en una escisión entre quienes tienen empleo en los sectores que ganan con los riesgos y quienes lo tienen en los sectores que pierden. Se genera, asimismo, una división geográfica entre regiones tóxicas y regiones limpias, en cuyo contexto los grupos no se dividen por su posición en la jerarquía social, sino por su localización espacial en un medio ambiente expoliado. Resumiendo, la teorización de Beck parte de la afirmación de que los riesgos derivados de las tecnologías química, nuclear y genética son sustancialmente diferentes de los conocidos en fases anteriores de la sociedad industrial. Mantiene además que las instituciones establecidas son inadecuadas para tratar con esos riesgos nuevos, lo que da lugar a un conflicto creciente. Finalmente, sugiere que ese conflicto está definiendo nuevas líneas de estructuración de las sociedades y planteando la necesidad de nuevas instituciones y nuevas formas de articulación en los ámbitos de la participación, la representación y el conocimiento. La idea de naturaleza en Beck oscila entre la representación imaginada de un mundo prístino y la catástrofe final. No es extraño, entonces, que haya sido criticado tanto por ser muy poco culturalista como por serlo en exceso. Algunos le han acusado0 de no reconocer en toda su extensión la autonomía de la cultura; de construir, por tanto, su teoría de la sociedad del riesgo sobre la base de presuntas características objetivas de las nuevas tecnologías y, en particular, de su elevada capacidad de destrucción; de ceder a un determinismo tecnológico que, supuestamente, funciona al margen de la mediación de los marcos culturales. Igualmente, se le ha criticado por mantener una concepción todavía demasiado objetivista de la ciencia, como una forma de conocimiento no dependiente del contexto cultural, así como de mantener una división en exceso tajante entre conocimiento experto y conocimiento común. Desde el punto de vista opuesto, se ha criticado a Beck por haber dedicado poca atención a la investigación empírica relevante para varios aspectos que son centrales en su teorización: la investigación acerca de la percepción del riesgo y sus condicionantes sociales o acerca de la influencia de los medios de comunicación, los estudios que han analizado casos concretos de

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accidentes que ya se han producido, lo elementos de continuidad entre las nuevas tecnologías y las formas clásicas del riesgo en el lugar de trabajo, etc. 3. MEDIO AMBIENTE, ESTRUCTURA Y CONFLICTO EN LOS PAÍSES EN DESARROLLO. El intento de comprender la estructura de las sociedades industriales a partir de las formas de acceso a los recursos naturales parece enfrentarse a dificultades muy grandes. Empíricamente, la estructura de clases de las sociedades industriales maduras aparece según una articulación básica clase media/clase trabajadora que abarca en conjunto tres cuartas partes o más de la población y cuyos componentes se distribuyen en proporciones más o menos equivalentes. Por encima hay lo que podría llamarse una superclase, y por debajo una infraclase de marginados que engloba diferentes situaciones. La razón de que las consideraciones ecológicas resulten poco interesantes en ese contexto es bastante obvia: en esas sociedades, la gran mayoría de la población pertenece a la clase durningiana de los consumidores; la forma de acceso a los recursos naturales es básicamente homogénea y, por lo tanto, no parece que pueda conducir al establecimiento de distinciones relevantes. La situación es distinta en aquellas sociedades en que se reproduce internamente la estructura de distribución mundial, como ocurre en muchos países del Tercer Mundo en los que hay un sector económico moderno superpuesto a una amplia base de economía de subsistencia. En este caso, el acceso diferencial a los recursos naturales puede usarse como criterio básico de la estructuración social. Se ha propuesto una teorización de este tipo, por ejemplo, para la India. El punto de partida es una definición del desarrollo económico como “el crecimiento de lo artificial a costa de lo natural” (Gadgil y Guha). Con esta frase se alude a la expansión de estructuras, tanto materiales como organizativas, alimentada por un flujo de recursos captado mucho más allá del entorno local. Los diferentes grupos sociales integrados en esas estructuras son entonces caracterizados como formando parte de una categoría de “omnívoros”, en tanto consumen recursos de todo tipo procedentes de todas partes. La parte desarrollada de la sociedad descansa sobre una amplia base preindustrial, de economía de subsistencia, cuyos integrantes son denominados “gente del ecosistema”, por que la reproducción de su existencia depende del uso de los recursos naturales locales. En la medida en que el desarrollo sustrae una parte de esos recursos para desviarlos al sector moderno, segmentos de la economía de subsistencia se hacen inviables y quienes forman parte de ellos se ven desplazados y convertidos en “refugiados ecológicos”. El proceso que estructura este sistema y da lugar a la forma básica del conflicto social en él es el drenaje de recursos desde el sector de subsistencia hacia los omnívoros, canalizado a través de diferentes expresiones del desarrollo. Basándose en los conceptos arriba resumidos, Gadgil y Guha han elaborado una descripción cuantitativa de la estructura social de la India, según la cual las gentes del ecosistema, que viven de los recursos locales, constituyen la mitad de la población. Estos autores consideran conveniente reforzar los poderes locales, democratizando el uso de los recursos naturales e incorporando los costes ambientales en los precios, a fin de moderar el ritmo de explotación de los ecosistemas y de reequilibrar la relación entre el sector moderno y el de subsistencia. Otra línea desarrollada por Gadgil y Guha tiene que ver con la comprensión del significado social del movimiento ecologista; observan que muchos de los conflictos con un referente ambiental están relacionados con el desvío de recursos de las gentes del ecosistema a los omnívoros. Y afirman sobre los movimientos sociales surgidos en ese contexto: “… en la gran mayoría de los casos tienden a integrar a un pequeño grupo de omnívoros socialmente conscientes que trabaja al lado de un número más grande de gentes del ecosistema o refugiados ecológicos”. Los movimientos de este tipo, concluyen, pueden denominarse “ecologismo de los pobres”. Guha ha elaborado este concepto, en colaboración con Martínez Alier, oponiendo a la idea de un ecologismo de “estómagos llenos” que es frecuente en el Norte la tesis de que en el Sur es más probable que se genere un ecologismo de “tripas vacías”.

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4. CONFLICTOS ECOLÓGICO-SOCIALES Y DISTRIBUCIÓN INTERGENERACIONAL. Diferentes propuestas teóricas abren nuevas vías para una comprensión más compleja de las sociedades contemporáneas y contribuyen a explicar distintos aspectos de la incidencia de los problemas medioambientales en su estructuración y en los conflictos que en ellas se producen. Pero ninguna de ellas alcanza a dar cuenta de todas las formas en que esos conflictos se manifiestan. No siempre cabe explicar la acción de las partes por los efectos que una normativa o un impacto ambiental determinados tienen en la distribución del producto económico. No siempre se trata de enfrentamientos de pobres contra ricos. A veces, el uso de un recurso escaso genera tensiones entre pobres y ricos o entre ricos y ricos. A veces, la conservación es apoyada por los sectores más acomodados y contestada por los más desfavorecidos. En ocasiones, ninguna de las partes está movida por objetivos de mayor sostenibilidad. En otras ocasiones, incluso, se oponen propuestas diferentes pero inspiradas todas ellas por la búsqueda de mayor sostenibilidad. No siempre puede caracterizarse la variable ambiental relevante en términos de riesgo: con frecuencia, lo que origina la confrontación es el acceso a un recurso o la regulación de usos alternativos de una función del ecosistema. Los conflictos ecológico-sociales tienen muchas caras, son de muchos tipos. Es conveniente que los estudios de caso dediquen atención a tres aspectos:

1) Determinación de cuáles son las variables medioambientales relevantes y de cómo evolucionan sus valores.

2) Examen de cómo el factor medioambiental altera o modifica las relaciones entre los actores implicados, limitando el acceso de todos o algunos de ellos a un servicio natural determinado.

3) Análisis de las percepciones y actuaciones de los actores que recoja en la medida de lo posible su diversidad. Los tres aspectos, medioambiental, estructural y actoral, han de ser puestos en conexión para conseguir aproximarse a una comprensión del conflicto. Con frecuencia han de tenerse también en cuenta cuestiones relativas a la distribución intergeneracional.

La distribución intergeneracional es uno de los problemas centrales de las ciencias ambientales. Recordar esto es la principal virtud de la famosa referencia del Informe Brundtland al desarrollo sustentable como aquel que satisface las necesidades de la actual generación sin comprometer las oportunidades al alcance de las generaciones futuras. El asunto es objeto de las reflexiones de la ética ambiental y un capítulo habitual de la economía de los recursos naturales y de la economía ecológica, pero mucho más infrecuente en sociología porque cuesta imaginar que algunos rasgos de la sociedad actual puedan ser explicados por la posibilidad de cargar sobre el futuro los costes de las acciones presentes. Aunque el fenómeno es un efecto bastante obvio de la continuidad histórica, las sociedades modernas han experimentado más bien la sensación contraria: la de estar construyendo un futuro mejor. La fe en el progreso ha ayudado a generalizar la práctica de resolver los problemas a corto plazo aun a riesgo de generar otros más graves mañana. Por ello, los costes, las incertidumbres y los riesgos son cada vez mayores. La incertidumbre es una buena razón para que la sociología medioambiental haya evitado hasta ahora arriesgarse con la mediación intertemporal. El asunto, sin embargo, podría hacer su entrada por una vía menos especulativa, pues el futuro tiene una propiedad: llega. Las sociedades actuales comienzan a experimentar algunos de los efectos de los costes ambientales diferidos. La relación entre costes actuales y decisiones pasadas podría dar contenido empírico al análisis de las mediaciones intergeneracionales. La proposición central en el estudio de la relación entre el medio ambiente natural y la estructura y el conflicto sociales puede formularse así: en las sociedades industriales, estabilizar las formas de organización y mitigar los niveles de conflicto ha sido posible, entre otras cosas, gracias a una presión creciente sobre los sistemas naturales y a la externalización de los costes de esa presión, descargándolos tanto sobre el mundo preindustrial como sobre las generaciones futuras. Con el paso del tiempo, los dispositivos de externalización están

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encontrando sus límites y, como consecuencia, también en las sociedades industriales aparecen nuevos conflictos ligados a la distribución de costes ambientales que ya no pueden ser desplazados ni diferidos. Los conflictos ecológico-sociales adquieren formas muy diversas, sin que ninguna de las interpretaciones existentes pueda dar cuenta de todas ellas. Es necesario comenzar a tener en cuenta la distribución intergeneracional. Todo sumado compone un desafío al que la teoría sociológica apenas ha comenzado a dar respuesta. TEMA 7. PERCEPCIÓN SOCIAL DE LOS PROBLEMAS MEDIOAMBIENTALES Y CAMBIO CULTURAL. 1. LA PERCEPCIÓN SOCIAL DE LOS PROBLEMAS MEDIOAMBIENTALES: CREENCIAS Y ACTITUDES. El estado del medio ambiente ocupa desde hace años un lugar visible en la lista de asuntos de interés para la opinión pública. Las cuestiones medioambientales han dejado de ser materia de preocupación casi exclusiva de grupos minoritarios (los ecologistas) para convertirse en problemas de importancia general. La opinión pública tiende a reflejar la articulación de las políticas que se ha establecido en las últimas décadas. Muchas de las encuestas realizadas muestran una preocupación por el medio ambiente sólo subordinada al desempleo y al orden público, en niveles similares a la desigualdad social. En las sociedades contemporáneas, la protección del medio ambiente se ha convertido en un valor, en una referencia positiva y deseable. Los estudios sociológicos acostumbran a examinar tres dimensiones en la percepción social de los problemas medioambientales:

1) la preocupación, referida sobre todo al ámbito de las creencias; 2) la disposición a actuar, referida sobre todo a las actitudes; 3) el significado, referido sobre todo a la imbricación de la protección del medio

ambiente con otros valores. La complejidad del análisis aumenta a medida que pasamos de una a otra dimensión. En cuanto a la opinión sobre los problemas ecológicos, las conclusiones de los estudios

son las siguientes: 1) la mayoría de las personas se declara interesa o preocupada por dichos problemas; 2) el estado del medio ambiente en general, así como los problemas medioambientales

más conocidos, se consideran asuntos graves o muy graves; 3) el movimiento ecologista tiene un alto grado de aceptación, aprobación y credibilidad.

La actitud es una disposición declarada a la acción. Sólo una minoría de la población declara que el medio ambiente no constituye un problema o que tiene cosas más urgentes de las que ocuparse. Para la mayoría, el medio ambiente es algo de lo que vale la pena informarse, algo que despierta interés, curiosidad o preocupación. Es también algo que comienza a traducirse en comportamientos en el ámbito del consumo. La disposición a actuar en forma medioambientalmente benigna es máxima cuando se trata de opciones que no implican cambios sustanciales en la forma de vida. No lo es tanto cuando implican cambios significativos. Y es más minoritaria cuando implica un compromiso personal significativo. Diversos estudios en diferentes sociedades han identificado una minoría muy reticente y opuesta al ecologismo, así como otra minoría muy favorable al mismo. La mayoría restante, aunque se declara preocupada por el estado del medio ambiente y favorable en general a medidas encaminadas a protegerlo, mantiene posiciones mucho más contradictorias en temas concretos y es poco o nada activa en la práctica. Algunos rasgos característicos del discurso sobre el medio ambiente de esa mayoría o núcleo central son los siguientes:

a) La dislocación: La percepción de los problemas ecológicos aparece vinculada al conjunto de procesos económicos, políticos y culturales que suelen designarse con el término “globalización”. En parte porque algunos de esos problemas no conocen fronteras. En parte porque adquieren sentido en un contexto mundial. Y también,

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sobre todo, porque contribuyen a una generalizada sensación de pérdida de la capacidad de influir sobre el entorno inmediato de la existencia. Es a esta sensación de estar sometidos a los efectos de fuerzas incontrolables, externas al propio lugar y a la propia cultura, a la que llamamos “dislocación”.

b) La contaminación: La palabra “contaminación” es muy utilizada en el discurso mayoritario para referirse a una serie de nuevas preocupaciones de muy diversa índole; con ella se significan, al menos, dos tipos de problemas, cuyo origen se atribuye ya a trastornos en la naturaleza, ya al contacto con quienes padecen los efectos de dichos trastornos; esta vaga categoría suele ser el vehículo mediante el que se subraya la condición incontrolable de los riesgos descritos. La dislocación, la incapacidad para dominar el contexto inmediato de la propia vida, nos expone al riesgo de ser contaminados. Por esta vía, los problemas medioambientales aparecen conectados en el imaginario social con amenazas muy diversas a la seguridad y a la salud.

c) La culpa: Otro tópico muy difundido en el discurso sobre el medio ambiente es el de la autoinculpación. La población de las sociedades industriales evalúa su propia situación como relativamente privilegiada y, en relación con ello, se siente parcialmente responsable del deterioro social y medioambiental. La mala conciencia es perceptible: en esta parte del planeta todos somos contaminadores contaminados, simultáneamente víctimas y cómplices.

2. EL CONSENSO AMBIENTALISTA Y LA POSICIÓN SOCIAL. El consenso ambientalista es transversal, está presente de forma muy similar en todos los grupos sociales que pueden definirse según determinadas variables: edad, sexo, nivel de instrucción y posición socioprofesional. Algunas encuestas han detectado que las opiniones proambientalistas están ligeramente más presentes entre los integrantes de las llamadas “nuevas clases medias”, personas relativamente jóvenes, urbanas y consumidoras de mucha instrucción escolar. Hay que señalar, sin embargo, que no todos los estudios de opinión apuntan en esa dirección. Por otra parte, cuando se han estudiado los comportamientos en lugar de las opiniones, los matices son a veces de signo contrario: en los estilos de consumo, por ejemplo, las nuevas clases medias parecen ser ligeramente más adictas a las prácticas ambientalmente más costosas que los otros grupos sociales. Continúa siendo habitual en nuestra sociedad la consideración del ecologismo como una ideología preponderantemente juvenil. Sin embargo, decir que el ecologismo es “cosa de jóvenes” sería sencillamente falso. La percepción de los problemas del medio ambiente como serios y preocupantes está difundida entre todos los grupos de edad. Pero cuando se analizan las actitudes y los comportamientos hay algunas modulaciones de interés. La educación ambiental llega más a las generaciones más jóvenes, puesto que éstas son las principales consumidoras de educación en todos los campos. El nivel de activismo en los sectores comprometidos es quizás más alto, lo que también es una característica juvenil en general, presente en diversos movimientos sociales. Sin embargo, como consecuencia de la expansión de la sociedad de consumo, los estilos de vida más agresivos para el medio ambiente están más presentes a medida que la edad se reduce. Todo ello no modifica la afirmación fundamental al respecto: la edad no suele aparecer en este ámbito como una variable con mucho poder explicativo. En resumen: frente al tópico que identifica ecologismo y juventud, los datos disponibles nos sitúan ante un cuadro mucho más complejo. Las investigaciones no suelen reflejar diferencias sustanciales entre hombres y mujeres en cuanto a sus declaraciones sobre el medio ambiente. Hay, sin embargo, un matiz reseñable que tiene que ver con la vigencia que conservan los códigos de género asociados con la división sexual del trabajo. La regulación patriarcal reserva para los varones la esfera pública o de la producción y confina a las mujeres en la esfera privada o de la reproducción. Aunque esta división ya no es excluyente, la regulación patriarcal subsiste en forma atenuada a través de normas sociales que atribuyen a las mujeres una responsabilidad especial en la esfera privada

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y continúan orientando a los varones hacia la consideración como propia de la esfera pública. Las huellas de esta situación son perceptibles en los estudios de opinión. En el caso de las mujeres, la actitud favorable hacia los comportamientos ecológicamente responsables en la esfera del consumo o de actividades cotidianas en la vivienda se expresa con algo más de fuerza. Por el contrario, los varones se declaran ligeramente más predispuestos a cosas como, por ejemplo, la participación en manifestaciones o campañas ambientalistas o la afiliación a asociaciones ecologistas. Las mujeres tienden algo más a buscar la coherencia ecológica en la esfera privada y los varones algo más a buscarla en la esfera pública. En cualquier caso, la permanencia de normas patriarcales bloquea el camino hacia una sociedad menos insostenible: ninguna política de medio ambiente seria podría imponerse a una forma de vida dominada por el dinero, la competición y la prisa; ningún esfuerzo orientado a una cotidianeidad más humana podría por sí solo superar los obstáculos institucionales impuestos por el modelo productivista. El viejo dilema del movimiento ecologista sobre si lo prioritario es cambiar la vida o cambiar el mundo es un falso dilema: ni una ni otra de las alternativas es autosuficiente. Es decir, la forma en que las sociedades actuales resuelvan la alternativa a la regulación patriarcal en crisis será también relevante para la relación de éstas con la naturaleza. Las consecuencias ecológicas no serán las mismas si el patriarcado se disuelve en la igualdad de los dos sexos en el mundo masculino que si da paso a una nueva cultura que incorpore lo mejor de los “dos mundos”. Los resultados de los estudios sobre la opinión acerca de los problemas medioambientales señalan que ésta parece distribuirse en los diversos estratos o clases sociales de una forma que es también básicamente homogénea. En algunos casos, los estratos medios se muestran ligeramente más favorables a proteger el medio ambiente que los más altos y los más bajos. En los extremos de la pirámide social aparecen algunos matices significativos. Los estratos más altos se muestran algo más favorables que el resto de la población a aceptar la degradación del medio ambiente como precio a pagar por la expansión económica, siempre que eso no afecte al propio lugar de residencia. Los estratos inferiores se muestran algo más favorables que el resto de la población a aceptar la degradación del medio ambiente local como precio a pagar por más oportunidades accesibles de trabajo e ingresos. Tampoco la ocupación, la pertenencia a grupos socioprofesionales diferentes, comporta diferencias sustanciales. En algunos sondeos, los grupos de empresarios y profesionales liberales se declaran ligeramente más a favor de priorizar el crecimiento económico. Según algunos autores, los agentes económicos y los dirigentes políticos y técnicos tienden a mostrarse más comprometidos con el productivismo que el resto de la población. Sin embargo, las características del mercado de trabajo parecen tener cierta influencia. La posición favorable a la protección del medio ambiente se ve erosionada si la proporción de empleos eventuales o temporales es muy alta: la precariedad laboral se asocia con frecuencia a prácticas económicas medioambientalmente costosas. Numerosos estudios han detectado una relación significativa entre el nivel de estudios y las opiniones favorables a la protección del medio ambiente. Sin embargo, tampoco esta variable implica diferencias sustanciales en cuanto al grado de preocupación por los problemas medioambientales. Hay que señalar, además, que las cualificaciones académicas se relacionan con algunas contradicciones relevantes. Diversos estudios han detectado una mayor presencia de actitudes ambientalistas entre personas con ocupaciones técnicas y profesionales que en otros grupos ocupacionales. Igualmente, se ha constatado la relativamente alta participación de técnicos y profesionales en las organizaciones y actividades del movimiento conservacionista y ecologista. Y, sin embargo, con mucha frecuencia, quienes forman parte de ese grupo social oponen una fuerte resistencia a la adopción de medidas orientadas a la protección medioambiental. La paradoja es sólo aparente, Aunque las nuevas clases medias que han consumido mucha instrucción escolar constituyen el grupo relativamente mejor informado, la mayoría de sus miembros están entrenados en conceptos y soluciones, en recetas profesionales, que no tienen en cuenta los costes ambientales. La inercia de esos

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conceptos y soluciones es muy poderosa y empuja a que todo lo que se aparta de ellos tienda a ser percibido como prematuro, arriesgado, poco contrastado y, en definitiva, impracticable. La disociación entre una opinión favorable a la protección de la naturaleza y una práctica que la agrede es particularmente aguda en este grupo social. 3. LAS OPINIONES SOBRE EL MEDIO AMBIENTE EN RELACIÓN CON OTROS PROBLEMAS SOCIALES. Otra forma de estudiar las opiniones sobre los problemas ambientales es considerando el contexto ideológico de las mismas, esto es, su relación con las opiniones y actitudes hacia otros problemas con los que los problemas ecológicos está asociados. Para ello se consideran tres campos especialmente conflictivos: el crecimiento demográfico, los impactos de las nuevas tecnologías biológicas y los costes del crecimiento.

La opinión pública sobre el crecimiento demográfico y sus efectos puede ser considerada como un buen indicador de la sensibilidad ambiental o conciencia ecológica, suponiendo que una posición ambientalista debería implicar una posición contraria al crecimiento poblacional y a favor de la estabilidad demográfica, dado los límites del planeta y el impacto ambiental de la población. Pero la opinión pública se encuentra dividida entre deseos contrapuestos y contradictorios, pues si por una parte se piensa que se vive en un mundo sobrepoblado y que la dinámica demográfica de las últimas décadas no puede continuar, por otra se temen las consecuencias económicas y sociales de una baja tasa de fecundidad y del envejecimiento. El problema es que los tres objetivos (una demografía estable o estacionaria, una población mayoritariamente joven y una larga esperanza de vida) no pueden alcanzarse simultáneamente.

Otro indicador de las opiniones sobre el medio ambiente es la opinión ante la ciencia y la tecnología y ante sus diferentes aplicaciones, ya que el optimismo científico-tecnológico suele ir asociado a posiciones menos preocupadas por los problemas ambientales, menos ecológicas. Y aquí también la opinión pública parece expresar profundos dilemas culturales, actitudes ambivalentes que se mueven entre la esperanza y el miedo, como en el caso de las alternativas energéticas, la energía nuclear o la ingeniería genética, pero que también afecta a la ciencia y a la tecnología en general, manifestándose cierta erosión de la confianza del público hacia ellas. Pero estos dilemas se manifiestan también entre la opinión “informada” (científicos y expertos), dado el aumento de la incertidumbre y de la complejidad. Y es que la potencialidad y calidad epistemológica de la ciencia (base de la esperanza) se ve contrapesada por la conciencia de la enorme potencialidad de los eventuales y graves errores de la misma, pues a más conocimiento se puede decir que más conciencia de la complejidad y de la incertidumbre inherente a ésta. Los casos de la energía nuclear o de las nuevas biotecnologías muestran claramente las razones de esta ambivalencia. Dadas las implicaciones epistemológicas pero también morales, sociales y económicas de las nuevas ciencias y tecnologías, se están cuestionando muchos de los atributos de la ciencia normal, de los fundamentos de su certeza y neutralidad valorativa. Por ello se dice que muchas de las cuestiones medioambientales son propias de una ciencia “postnormal”. Todo ello está afectando a las relaciones entre ciencia y sociedad.

Y un tercer campo para analizar las opiniones y actitudes de la gente hacia el medio ambiente es su posición ante el dilema entre crecimiento económico y la protección del medio ambiente. También en este tema se observa una alta preferencia abstracta por la protección del medio ambiente frente al crecimiento económico, con unas prácticas sociales que parecen mostrar lo contrario. Por eso, cuando el crecimiento económico se asocia a cosas más concretas como el empleo, la distribución de las respuestas tiende a equilibrarse. De todo lo dicho se deduce que el consenso ambientalista goza de un gran arraigo pero ello no sirve para explicar las preferencias efectivas en contextos claramente alternativos, es decir, no hay una relación directa entre las opiniones y actitudes expresadas en abstracto y en situaciones más concretas donde hay que elegir claramente entre alternativas, y, por otro lado, entre el ámbito

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de la opinión y la actitud y el ámbito de la acción. Si la satisfacción de las necesidades humanas depende de dos fuentes (la economía humana y los servicios de la naturaleza) la opinión de amplios segmentos del público parece percibir que la primera parece más o menos asegurada pero que los segundos están perdiéndose aceleradamente: de ahí el amplio consenso ambientalista. Pero cabe preguntarse cómo de grande sería ese consenso si a la vez se vieran amenazados el crecimiento o la estabilidad de la economía humana. Parece que la opinión pública percibe todavía que el conflicto entre ambos es accidental y superable, de ahí el éxito del concepto genérico y poco definido de desarrollo sustentable. 4. LAS FUENTES DEL CAMBIO CULTURAL.

Otra forma de estudiar las opiniones y actitudes hacia el medio ambiente es analizar su origen y evolución y las causas sociales que influyen en esa evolución, o, dicho de otro modo, analizando las razones en las que surge el cambio social caracterizado por la difusión de comportamientos individuales y colectivos más orientados hacia la defensa del medio ambiente, es decir, las fuentes del cambio cultural manifestado en una mayor sensibilidad hacia el medio ambiente. En este sentido se distinguen dos líneas explicativas. Una línea sitúa el origen del ambientalismo en un cambio cultural (de valores, de un nuevo paradigma ecológico), el cual sería el punto de partida para la difusión de creencias, prácticas, relaciones y cambios institucionales orientados en este sentido. Otra línea sitúa el origen de estos en los conflictos sociales derivados del acceso desigual a los recursos y servicios naturales, y la desigual exposición a los riesgos ambientales.

De la primera línea explicativa se pueden mostrar dos ejemplos, los cuales tienen en común que consideran que ciertos acontecimientos culturales son la causa, a través de complejas mediaciones, de la difusión de nuevos comportamientos más favorables a la protección del medio ambiente. Una línea de análisis es la abierta por Dunlap y la emergencia de un Nuevo Paradigma Ecológico (NEP), que estaría sustituyendo a la vieja visión del mundo característica de la era industrial. Este paradigma ecológico estaría originado por la difusión de conocimiento científico proporcionado por la ecología, de la que el NEP sería la versión popular. Desde otro punto de vista, la creciente difusión de la preocupación por el medio ambiente es consecuencia de una nueva cultura postmaterialista, desarrollada allí donde se ha alcanzado cierta cota de bienestar y de satisfacción de las necesidades humanas básicas. De este modo, la gente empieza a preocuparse y a mostrar mayor interés por la calidad de vida y la autorrealización, de la que forma parte la calidad del medio ambiente, que por la provisión material: es la tesis de Inglehart. Pero ambas teorizaciones no se han visto avaladas con una clara evidencia empírica y han sido objeto de fuertes críticas, especialmente la teoría de Inglehart en sus sucesivas reelaboraciones.

Frente a estas teorizaciones, otra línea de análisis insiste en conectar esas actitudes y comportamientos, no con factores culturales como los casos expuestos anteriormente, sino con las condiciones objetivas en las que se desenvuelve la vida de la gente, las cuales generan aspiraciones o necesidades y conductas coherentes con ellas, que terminan conectándose con determinadas ideas o valores. Es decir, serían lo conflictos sociales de origen ambiental los que provocarían esas orientaciones ecologistas. Como ejemplo de esta línea de análisis se mencionan el movimiento norteamericano de justicia ambiental y el ecologismo espontáneo de los pobres de Martínez Alier. 5. DE LA PREOCUPACIÓN A LA ACCIÓN: LA FRAGILIDAD PRÁCTICA DEL CONSENSO AMBIENTALISTA. La opinión favorable al ecologismo parece ir en todo el mundo muy por delante de la práctica consecuente. Mucha gente, basándose en la discrepancia observada entre opiniones y comportamientos, ha visto fragilidad e inconsistencia en el consenso ambientalista de la sociedad contemporánea. Sin duda hay mucho de esto, pero debemos comprender por qué es así. Valores, creencias, normas y comportamientos son categorías diferentes y cada una de

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ellas tiene su propia lógica. En caso de discrepancia, el punto de vista más idealista postulará que el cambio de valores y creencias suele ir por delante del cambio de comportamientos y que, por tanto, la amplia difusión del ambientalismo en la esfera de la opinión y los valores anuncia su implantación práctica y la precede. El punto de vista más materialista sugerirá lo contrario: que los comportamientos más asentados socialmente arrastran tras de sí un cambio de creencias y valores y que, a medida que el egoísmo adquisitivo característico de la sociedad de consumo de masas se generaliza, los valores favorables a la sostenibilidad se ven más y más erosionados. Ambos puntos de vista son demasiado esquemáticos: los conflictos de valores se dirimen en entramados institucionales y estructuras sociales específicos, que han de ser tenidos en cuenta en el análisis. Los elementos psicosociales del asunto pueden examinarse a partir de una propuesta que pone en conexión la estructura general del sistema de valores con las creencias propias del ambientalismo para dar cuenta de diferentes formas de apoyo a éste, tratando así de integrar la idea del nuevo paradigma ecológico en una teoría general de la relación entre valores y comportamientos. Los pasos del argumento serían los siguientes (Stern y otros):

a) Diferentes orientaciones de valor influyen de forma diferente en la configuración de normas personales que inciden directamente en los comportamientos.

b) Las orientaciones de valor se relacionan con las creencias básicas del nuevo paradigma ecológico, favoreciendo o dificultando la adopción de dichas creencias.

c) La conciencia de las consecuencias, a su vez, depende en mayor o menor grado de la visión del mundo. Las personas que hacen suyas las creencias del nuevo paradigma ecológico tenderán también a atribuir mayor gravedad al deterioro del medio ambiente.

d) Otra mediación importante es la creencia de que las acciones emprendidas por uno mismo pueden ayudar a reducir la amenaza y a restaurar los valores amenazados.

e) Los pasos anteriores ayudan a explicar la aparición de normas personales. La constitución de dichas normas es la explicación más directa de los comportamientos de apoyo al ecologismo y a otros movimientos sociales.

f) Normas del tipo de las anteriores son la influencia más directa en la difusión social de comportamientos de apoyo a los objetivos del ecologismo, especialmente en tres ámbitos que pueden distinguirse con claridad: la ciudadanía proecologista, el apoyo político y ciertos comportamientos en la esfera privada.

En resumen, Stern y sus colegas sostienen que el apoyo social al movimiento ecologista descansa sobre una conjunción de valores, creencias y normas personales que impulsa a los individuos a actuar en formas que constituyen una ayuda a los objetivos del movimiento. Los individuos que aceptan los valores básicos del movimiento ecologista tienden a experimentar la obligación de actuar de alguna manera, dependiendo de sus propias capacidades y limitaciones. Este análisis puede ayudar a comprender los comportamientos y los diferentes puntos en que la cadena mental que los conecta con los valores puede romperse. Sin embargo, hace abstracción del contexto social, no tienen en cuenta las relaciones estructurales, los conflictos y presiones que pueden activar o reprimir el proceso individual descrito. Resulta necesario, por tanto, complementarlo en ese sentido. Los conflictos en torno al medio ambiente comportan tensiones entre valores e intereses distintos y son con frecuencia difíciles de definir y gestionar debido a la influencia de uno o varios factores. Hay al menos tres factores que contribuyen a explicar que la preocupación por el estado del medio ambiente no conduzca de forma fácil, rápida y generalizada a una práctica coherente: la tendencia a descontar (devaluar) la preocupación, el conflicto entre valores-normas de signo contradictorio y la inadecuación de las estructuras institucionales. Descontar un acontecimiento es devaluarlo respecto al valor que tendría si ocurriera ahora, aquí, si me afectara a mí, si lo percibiera con todos mis sentidos. Las dimensiones de los principios de descuento son: tiempo, incertidumbre, distancia, desconexión personal e incapacidad para la sensación directa y física. Descuento del tiempo es la disminución de la

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importancia presente de un acontecimiento a medida que está más alejado en el futuro. Disminución de la incertidumbre es la reducción del valor atribuido a un determinado suceso en función de la inseguridad de si dicho suceso se producirá o no. Descuento de la distancia es la disminución de la importancia atribuida a un acontecimiento a medida que éste se produce más lejos de los lugares de nuestra existencia habitual. La noción de descuento interpersonal se refiere a que el nivel de preocupación tiende a ser más elevado si el peligro afecta o puede afectar a personas con las que se está personal o culturalmente identificado. Con el descuento sensorial tendemos a minimizar los peligros que no podemos sentir fácilmente. En muchas ocasiones dos objetivos prácticos pueden resultar incompatibles entre sí, incluso si las normas que empujan a perseguirlos están relativamente consolidadas en la mente individual. Un caso particular de especial interés corresponde a las situaciones en que se plantea un “dilema de concreción”. Éste se produce cuando se considera deseable un determinado objetivo pero todos los medios disponibles para conseguirlo son indeseables. Si se considera que el impacto ambiental de las actividades humanas es ya demasiado grande hay que actuar sobre alguno de los tres factores que producen ese impacto: la población, el consumo y la tecnología: Mejorar las perspectivas de sustentabilidad implica reducir la población, moderar el consumo o cambiar a tecnologías más blandas o más ecoeficientes. Ninguna de las tres vías resulta fácilmente aceptable. Así, muchas de las opciones posibles para un comportamiento ecológicamente benigno aparecen como poco deseables. Se trata de situaciones que son experimentadas como un doble vínculo. Una estructura de doble vínculo es el resultado de la vigencia de dos mandamientos contradictorios. La imposibilidad de seguir negando la gravedad de la crisis ecológica en las sociedades industriales somete a las poblaciones a una estructura así. La distancia entre la opinión y el comportamiento no es tan sólo un fenómeno psicológico, ni se deriva siempre del choque entre preferencias difíciles de conciliar. Muchas veces puede ser el resultado de las condiciones sociales en que se desenvuelve la vida de la gente. Es evidente, por ejemplo, que la disposición favorable de la población a la recogida selectiva de residuos no puede traducirse en la práctica si las ciudades no implantan un sistema adecuado de contenedores y de gestión. De la misma manera, aunque se comprenda que son preferibles los envases retornables, la gente poco puede hacer cuando éstos han desaparecido por completo de los comercios. La declaración de que se estaría dispuesto a usar menos el coche puede ser sincera, aunque su traslado a la práctica puede verse dificultado por una organización social del tiempo y el espacio que lo convierte en una necesidad. No es fácil que las energías renovables se difundan sin subvenciones equivalentes al menos a las recibidas por las energías fósil y nuclear. No hay razón para suponer que la gente no dice lo que piensa cuando declara que preferiría que las inversiones públicas se reorientaran hacia infraestructuras menos agresivas: la única forma de comprobarlo sería una efectiva reorientación en ese sentido. Hay muchas circunstancias en las que la información no es la cuestión: aunque la gente esté bien informada y preocupada por los problemas, es el contexto institucional o relacional el que determinará en primer lugar su respuesta. De hecho, una parte significativa de la distancia que existe entre las palabras de la población sobre la crisis ecológica y sus hechos debe ser atribuida a condiciones institucionales inadecuadas, que constituyen obstáculos reales para un comportamiento más coherente. 6. LA CULTURA DE LA SUFICIENCIA: EN BUSCA DEL SENTIDO. Si la sostenibilidad despierta interés es porque se ha difundido la convicción de que la presión ejercida por la sociedad contemporánea sobre los sistemas naturales que mantienen la vida es excesiva. Dicha presión depende de tres factores: la población, las tecnologías utilizadas y el consumo. En consecuencia, reducirla exige:

a) estabilizar o disminuir la población (control demográfico); b) sustituir las tecnologías actuales por otras más ahorradoras de recursos y menos

contaminantes (ecoeficiencia);

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c) Limitar el consumo, generando una norma cultural (suficiencia) que regule la satisfacción de las necesidades por lo que es bastante, no por la expansión ilimitada. Más sostenibilidad, entonces, implica alguna forma de equilibrio razonable entre

control demográfico, ecoeficiencia y suficiencia, de forma tal que tanto la escala como la intensidad de la actividad económica se mantengan lo bastante alejadas de los límites naturales como para proporcionar flexibilidad al cambio social. En ese contexto, llamamos “cultura de la suficiencia” al sistema de valores, normas y estilos de vida capaz de regular la forma de equilibrio mencionada y de construir significado para ella. Algunos principios que identifican los elementos que apuntan en esa dirección son los siguientes:

A) La cultura de la suficiencia introduce en la práctica reproductiva de los seres humanos la pregunta: ¿por qué no hijos únicos? Y considera que el hecho de que muchas personas tengan una vida larga y saludable no es un problema insoportable, pese a la forma en que muchas veces se presenta, sino un signo de verdadero progreso y de auténtica riqueza de las naciones. Una hipotética transición hacia más sostenibilidad comportaría que el número de seres humanos se ajuste de forma tal que no sea necesario esquilmar el capital natural. Una transición demográfica así sólo sería posible sin traumas enormes a través de una profunda reelaboración cultural del significado de la reproducción, el envejecimiento y la muerte.

B) La cultura de la suficiencia no acepta que algo deba hacerse sólo porque técnicamente sea posible. La experiencia de la segunda mitad del siglo XX enseña que, a medida que el proyecto moderno de forzar a la naturaleza ha ido más y más adelante, los riesgos y la incertidumbre han aumentado. Mucha gente, en consecuencia, se hace nuevas preguntas, que no implican un rechazo de la ciencia y la técnica pero sí indagan sobre sus límites y reclaman para los proyectos tecnológicos una “escala humana”. El debate en curso sobre las nuevas biotecnologías ejemplifica con mucha intensidad este rasgo.

C) La cultura de la suficiencia fluye y genera sus efectos, fundamentalmente, fuera del mercado y del Estado. Tiende a renunciar a los incrementos de bienestar conseguidos a partir de la posesión y consumo de bienes y servicios producidos y a obtener, en cambio, más satisfacción a partir de las funciones útiles del medio ambiente y de los intercambios no mercantiles con otros seres humanos. La conducta correspondiente a esta actitud nace de la convicción o de la vivencia de que, por encima de un determinado techo, más consumo no conduce a mayor felicidad.

D) La cultura de la suficiencia tiende a percibir los problemas actuales como manifestación de una orientación básicamente mal dirigida del progreso, más que como el resultado de insuficiencias, desviaciones o imperfecciones de un progreso auténtico. El punto de coincidencia entre las múltiples y diversas expresiones de este rasgo no es tanto una nostalgia de retorno como la punzante percepción de que una implacable destructividad va acoplada al progreso industrial como las dos caras de una misma moneda. Comparten la misma desconfianza hacia la idea de que las enfermedades sociales pueden combatirse con dosis mayores de la misma medicina que las ha provocado.

E) La cultura de la suficiencia rechaza el autoritarismo, valora la participación y la solidaridad y se cuestiona cómo adecuar la democracia política a la sostenibilidad. Aunque ciertos esquemas ecoautoritarios podrían ser coherentes con las versiones más tecnocráticas del discurso sobre el medio ambiente, lo más frecuente es que ideas de esa naturaleza resulten completamente extrañas a la mayor parte de las personas que forman parte del movimiento ecologista, más proclives a posiciones libertarias o de democracia de base. Ahora bien, esta misma opción genera algunas cuestiones sobre la democracia política. La pregunta por una “democracia sostenible” es un elemento central de la cultura de la suficiencia.

F) La cultura de la suficiencia necesita de un cierto grado de descentralización y diversidad cultural. La centralización del poder y la unificación cultural excesivas se

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perciben como inherentemente antiecológicas en la medida en que menosprecian la impredecibilidad e irrevocabilidad de los fenómenos emergentes en la evolución. La pluralidad de líneas de la evolución social es la única garantía ante el eventual fracaso de alguna de ellas. Aparece en esa perspectiva una tensión entre lo local y lo global que tiende a reivindicar el cultivo tenaz de la diversidad todavía existente.

G) La cultura de la suficiencia no cree que, si algo es bueno, más de lo mismo sea necesariamente mejor. Por el contrario, considera que el exceso y la desmesura pueden ser contraproductivos: hay bastante en el mundo para satisfacer las necesidades de todos, pero no para saciar la codicia de unos pocos, decía Gandhi. La lección esencial de este punto de vista está presente en la sabiduría de muchas culturas y, aunque aparentemente el impacto de esa lección ha desaparecido en el mundo moderno, es plausible la tesis de que la imposibilidad de obtener satisfacción que caracteriza al capitalismo de consumo ha de afectar a zonas psicológicas muy profundas.

*** La segunda ley de la termodinámica

El segundo principio de la termodinámica o segunda ley de la termodinámica, expresa que: La cantidad de entropía del universo tiende a incrementarse en el tiempo. La definición formal del segundo principio de la termodinámica establece que: En un estado de equilibrio, los valores que toman los parámetros característicos de un sistema termodinámico cerrado son tales que maximizan el valor de una cierta magnitud que está en función de dichos parámetros, llamada entropía. La entropía de un sistema es una magnitud física abstracta que la mecánica estadística identifica con el grado de desorden molecular interno de un sistema físico.

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Jesús Ángel González de la Osa Febrero/Mayo de 2011