132

Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Embed Size (px)

DESCRIPTION

 

Citation preview

Page 1: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958
Page 2: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958
Page 3: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Revista de Cultura Contemporánea

Número

10 lli

Madrid Casa Americana i o 4' 8

Page 4: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958
Page 5: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Ak, Meo Influencia de la Literatura Americana en Europa

desde la Guerra, por Geoffrey Moore 5 Televisión y Cultura de Masas, por Pedro Váz­

quez de Castro 15 Cari Sandburg y el Mito de América, por Mario

Maurín 33 Whistler y Sarasate, por Guillermo Bergnes— 45 La Tercera Gran Revolución de la Humanidad,

por Charles Frankel 49 Una Pintora Norteamericana en España, por

Mariano Sánchez Palacios 61 La Comedia Musical Norteamericana, porIrving

Sablosky 69 El Legado de John Adams (II), por Clinton Ros-

siter 91 Cuaderno del Director .• 103 Libros: Alexis de Tocquevilfe: La democracia

en América (Camilo Barcia Trelles). David E. Li l ienthql: Creo en esto (F. D.). Philip Lindsay: £/ Poseso: Retrato de Edgar Alian Poe (M. Manent). James A. Miehener and Grove Day: Rascáis in Paradise (E. G. Da Cal) 105

¿Quiénes son? 119

Page 6: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958
Page 7: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

INFLUENCIA DE LA LITERATURA AMERICANA EN EUROPA DESDE LA GUERRA

por Geoffrey Moore

A JL V. L calcular la influencia que la literatura norteameri­cana ha tenido en Europa desde que se desencadenó la Se­gunda Guerra Mundial, es preciso distinguir entre dos cosas. Tenemos, en primer lugar, la influencia que la literatura ame­ricana ha ejercido sobre el punto de vista europeo, sobre las costumbres y sobre el pensamiento en general, esto es, la in­fluencia que haya podido tener sobre el público lector; y te­nemos luego la influencia de la literatura americana sobre el estilo, la técnica y los temas de los autores europeos. No siem­pre es sencillo separar lo primero de lo segundo. Y aumentan las dificultades por el mero hecho de la.presencia física de los americanos y de sus mercancías, por la ubicuidad de sus pe­lículas y sus revistas, por las continuas discusiones acerca de América, suscitadas por su nueva y poderosa, situación en el mundo. Todas estas cosas influyen diariamente sobre los eu­ropeos y provocan en ellos prejuicios y entusiasmo y odios emotivos. Se ha dicho que si América no hubiera causado tan fuerte impresión sobre la mentalidad europea desde la Se­gunda Guerra Mundial, el entusiasmo perceptible. hoy por la literatura americana no hubiese alcanzado nunca tales pro­porciones. Esto es verdad hasta cierto punto, pero no tiene en

5

Page 8: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

cuenta que el interés por la novela norteamericana comenzó a poco de acabar la Primera Guerra Mundial, y al llegar 1939 ya era lo suficientemente fuerte para que Jean-Paul Sartre afir­mara que el más notable suceso literario de Francia durante la década anterior había sido el descubrimiento de Faulkner, Dos Passos, Hemingway y Caldwell. La literatura americana, después de todo, ha ejercido una especie de fascinación sobre cierta clase de mentes europeas desde los días de Crevecoeur y Tocqueville, y según su nacionalidad y temperamento los europeos han mostrado algo más que un interés pasajero por escritores tan distintos como Irving, Cooper, Poe, Hawthome, Melville, Whitman, Longfellow, Twain, London y Dreiser. Más leídos aún fueron los libros populares americanos, desde La cabana del Tío Tom hasta Lo que el viento se llevó, y la concesión en 1930 del Premio Nobel a Sinclair Lewis fué cla­ra indicación de que los autores americanos podrían acaso al­canzar no solamente la popularidad, sino las alturas, .

Mas el punto que tratamos de comentar no es que los li­bros americanos eran conocidos en Europa antes de la Segun­da Guerra Mundial, sino que después de ella fueron leídos, comentados e imitados en proporciones sin precedentes has­ta esa coyuntura. Al buscar los motivos que pudieran expli­car esto, será de utilidad establecer en la medida que sea posi­ble diversas categorías de literatura americana, para tratar de descubrir nuevos aspectos de Europa y de América al deter­minar qué clase de autor americano atrae más lectores..

1 ODEMOS distinguir dos clases de escritores principales en los autores americanos del siglo XIX. Han sido llamados por el crítico americano Philip Rahv, con terminología no exen­ta de ironía, «rostros pálidos» y «pieles rojas». Los «rostros pálidos» son aquellos cuya forma, estilo y valores culturales pudiera decirse que, al menos superficialmente, tienen mucho en común con el espíritu de la literatura europea. En otras palabras, Irving, Cooper, Hawthorne, Melville, Poe y Henry James. Los «pieles rojas», por el contrario, son aquellos en

6

Page 9: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

quienes percibimos un vigor, una libertad de estilo y una fal­ta de preocupación por él, que son extraños a la literatura eu­ropea, o sean, Whítman, Mark Twain, Frank Norris, Theodo-re Dreiser. Otra terminología empleada corrientemente para clasificar a estas dos importantes tendencias de la literatura americana divide a los autores en «pulidos» (genteel) y «ver­náculos» o «fronterizos».

En términos muy generales, corresponden a la literatura de antes y después de la Guerra Civil, y se ha dicho muchas veces, y se ha rechazado la idea con no menor frecuencia, que durante el segundo período la literatura americana se li­bró de las convenciones restrictivas del estilo inglés para con­vertirse en auténticamente americana. El establecimiento exacto de los hechos exigiría todo un artículo dedicado a ello, pero parece posible que a todos sea aceptable el decir que la escuela «vernácula» puede ser reconocida como exclusivamen­te americana. Su personalidad típica, y casi simbólica, la ha­llamos en Mark Twain, de cuyo Huckleberry Finn ha dicho Lionel Trilling que es «central» en la historia de la novela norteamericana. Otro hecho importante de la literatura ame­ricana del siglo XIX debe ser subrayado, y es el empleo de alegorías y simbolismos.

^ E ha dicho también en años recientes (por Charles Feidel-son Jr.) que «cuando la literatura inglesa vivía del capital del romanticismo y se entregaba cada vez más a narrar sin ambi­güedad y a meditar de manera ortodoxa, la literatura ameri­cana volvió los ojos hacia una nueva serie de problemas, na­cidos de la atención despertada por el método simbólico». En otras palabras, la literatura americana fué simbolista antes que les symbolistes. Hay buenas razones para mostrarse acorde con esta hipótesis si al hacerlo dejamos sentado que este sim­bolismo americano está íntimamente entrelazado con la ten­dencia innata del puritanismo hacia la alegoría.

Aproximadamente a mediados del siglo XIX, la mente ame­ricana salvó de un salto la distancia que separaba la alegoría

7

Page 10: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

del símbolo, de tal manera que, si buscamos a quién com­parar con Hawthorne, retrocede nuestra imaginación hacia Bunyan, mientras que en el caso de Melville avanza hacia Kafka. Si Poe* anuncia las teorías de Baudelaire, esto no dis­minuye en absoluto la importancia de su gesto inconsciente. Pudiéramos decir que los escritores americanos fueron empu­jados a la fuerza hacia el pensamiento simbólico —-hacia una consideración del hombre en relación con lo universal más que en relación con otros hombres— por las presiones pecu­liares a la sociedad y a la historia americanas. Es este aspec­to universal de la literatura americana el que, proyectado al siglo XX, explica en parte el movimiento que en ella se ad­vierte en nuestros días.

Al iniciarse el siglo XX en Norteamérica, advertimos, pues, una literatura en manos de algunos de quienes a ella se dedi­caban, como Mark Twain, que es directa, recia y efusiva; y en manos de otros, como Hawthorne y Henry James, muy tra­bajada y simbólica.

Los novelistas americanos posteriores a 1900 pueden ser agrupados de manera conveniente de la siguiente forma. Las figuras polares del período anterior a la Primera Guerra Mun­dial son Henry James y Theodore Dreiser. El primero hace uso de la vida para crear novelas conscientemente artísticas, no superadas en ese sentido por ninguna que podamos hallar en la tradición anglosajona; el segundo no siente interés al­guno por el arte, pero ahonda en la vida y nos conquista, a pesar de la ponderosidad elefantina de su forma y de su estilo.

Tenemos también en este período la contribución aristo­crática de Edith Wharton, las narraciones cautivadoras, pero nada ambiguas de Jack London y las novelas propagandísticas de los llamados muckraskers —o rebuscadores en el cieno de la podredumbre pública—, de los cuales el más famoso es Upton Sinclair.

Poco hallaremos, sin embargo, que pueda ser llamado con­temporáneo hasta que llegamos a la década que inicia el año 1920,i y entonces la lista se torna impresionante: Sherwood Anderson, Sinclair Lewis, Scott Fitzgerald y Ernest Heming-way. Si juntamos a éstos The Enormous Room (El cuarto

3

Page 11: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

enorme), del poeta E. E. Cummings, y las primeras novelas de Dos Passos y Faulkner (que de no nacerlo pueden ser más satisfactoriamente considerados como pertenecientes a la dé­cada siguiente) nos hallamos con un cuadro de la llamada «ge­neración perdida». Este grupo de escritores conoció la guerra, pero no la conoció suficientemente; ni siquiera Hemingway. Alfred Kazin dijo lo mismo con singular sagacidad y gracejo al escribir que para muchos de su generación la guerra de Euro­pa había sido un «viaje de Cook's».

Cumming, que sufrió prisión en lo que él llama «un cam­po de concentración francés», da la impresión de que lo que experimentó allí era buena primera materia literaria. De los escritores que pertenecen plenamente a esta década, única­mente Anderson y Hemingway tenían algo que ofrecer al eu­ropeo : Anderson, la honradez de su técnica psicológica para describir la vida del burgo pequeño, y Hemingway, su estilo. (Las palabras de Hemingway fueron bien descritas en cierta ocasión por Ford Madox Ford como pedrezuelas en un regato.) Un cierto aire de manejos dickensianos en Lewis y un roman­

ticismo bastante histérico en Fitzgerald se mezclan en este período con un ambiente gene­ral, que pudiera llamarse de señorío residual. En Dreiser, q u e publicó Una tragedia americana por entonces, el se­ñorío se trueca en afectación, lo que resulta paradójico si se tiene en cuenta la crudeza de sus temas, según la opinión de la época. Incluso las normas ins­piradoras de Hemingway en­cajan en el cuadro.

1 \ | 0 hallaremos, sin embargo, ni trazas de refinamiento seño-

9

Page 12: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

nal en la siguiente generación de escritores, es decir, los que lograron renombre en la década de 1930: Dos Passos, Faulk-ner, Wolfe, Steinbeck, Caldwell, Farrell. Son éstos novelistas de la violencia callejera y de los estupros rurales, de los lin­chamientos y de la emigración de hordas de mendigos. Toda su obra respira fatalidad y desastre. No escriben acerca de los cultivados seres cosmopolitas de Hemingway y Fitzgerald, ni de los bondadosos burgueses de Lewis, sino acerca de los per­didos, los condenados, los vencidos. Sus héroes son idiotas, pervertidos y neuróticos.

Los escritores de la década de 1940 y de los primeros años de la de 1950 son nuevamente diferentes. En The Naked and the Dead (Desnudos y muertos), de Norman Mailer, y en The Young Lions (Cachorros ele león), de Irwin Shaw, y en From Here to Etemity (De aquí a la eternidad), de James Jones, advertimos una gran profusión de detalles naturalistas, que han caracterizado tan marcadamente la novela norteame­ricana desde los días de Frank Norris y Theodore Dreiser. Por otra parte, se percibe también un gran aumento de elegancia. Novelistas tales como Frederick Buechner y Gore Vidal exhi­ben una calidad femenina, jamesiana, que contradice la idea popular del geist norteamericano. No es Hemingway, sino Ca­pote, quien parece representar la actitud y el estilo de la ju­ventud americana. Pero éstos revelan solamente dos facetas de la novela americana contemporánea. Si Carson McCullers es un romancero gótico que se ha hecho realista, Robert Penn Warren se aproxima más que nada a un metafísico con toques de Hemingway, y J. B. Salinger es el heredero directo de Mark Twain teñido por el color de Manhattan. Si pudiera elegirse una calidad para diferenciar a la generación presente de la última, sería la depuración romántica. Su competencia técnica es exce­lente, pero en conjunto sus valores son más superficiales. Es más que probable que corresponda esto al hecho de que las colas de pan de 1930 han dejado el sitio a colas de hombres que visten pantalones de franela y que aguardan ante las venta­nillas de la estación el momento de tomar su billete para re­gresar a casa luego de acabado el trabajo.

10

Page 13: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

£ , N el terreno de la poesía pueden establecerse brevemente unas diferencias. El verso «nuevo» comenzó antes que la no­vela «nueva»; alrededor de 1912, cuando Harriet Monroe co­menzó a publicar Poetry, Chicago (Poesía, Chicago). Ezra Pound, T. S. Eliot, Wallace Stevens, Cari Sandburg, Vachel Lindsay y Edgar Lee Masters, todos comenzaron a publicar sus obras entonces, y Robert Frost no mucho tiempo después, en Inglaterra. Eliot y Frost fueron los dos poetas principales de la década de 1920, pero aquélla fué también la época de E. E. Cummings, John Crowe Ransom, Conrad Aiken, Edna St. Vincent Millay, y del Stevens de Harmonium (Harmonio), esto es, de gestos románticos y cierta cortesanía. Fueron fi­guras típicas de los años que siguieron al de 1930, Stephen Vincent Benet, Archibald MacLeish, Hart Grane, Alien Tate y Kenneth Fearing, poetas conscientes de lo social y lo moral. En los años siguentes a 1940, Delrnore Schwartz, Karl Shapi-ro y Randall Jarrell (quienes, en temperamento, están más cer­canos de la década precedente) son sucedidos por los elegan­tes, los «caballeros» modernos americanos, quienes como ha dicho T. S. Eliot de los Poetas Carolinos, tienen «una marcada racionalidad debajo de su ligera gracia lírica» —Richard Wil-bur, James Merrill, John Frederick Nims.

Podemos ahora considerar cuál de estos grupos de escrito­res ha influido más sobre los europeos durante los últimos quince años. Hemos de establecer clara diferencia entre In­glaterra y el continente europeo, del cual podemos tomar como ejemplo a Francia. En Francia, como en otras partes del continente, los poetas americanos —con excepción de Eliot— y los dramaturgos —con la posible excepción de Ar-thur Miller y Tennessee Williams— son mucho menos bien co­nocidos. Lo que ha atraído el interés de los intelectuales y del público en general ha sido la novela americana moderna, con centrándose la atención sobre los llamados los cinq granas, o sean: Dos Passos, Hemingway, Faulkner, Caldwell y Steinbeck. Otro favorito es James Farrell. Se advertirá que todos estos escritores menos uno provienen de la generación de los años

11

Page 14: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

30 y que todos pertenecen a la categoría de «novelistas de la violencia». Si algún interés existe por la novela del siglo XIX, parece estar concentrado sobre Moby Dick, ya traducido, y sobre el inmarcesiblemente popular Poe. Mas éstos tienen poca influencia sobre los escritores, críticos y lectores contemporá­neos, si los comparamos con les cinq granas. Tampoco la ge­neración de los años veinte —Lewis y Fitzgerald— ni la de los cuarenta —Warren, Mailer o McCullers— ejercen igual atracción. ¿Por qué?

Pudiera la razón ser buscada desde los siguientes puntos de vista: tema, estilo, construcción técnica e implicaciones más vastas. Les cinq granas tratan de la situación del obrero, del inadaptado, y no de los intelectuales o de los burgueses. Sus libros respiran el ambiente de violencia y las condiciones de un país aún rudo, y sus personajes se preocupan poco por las sutilezas de la conducta civilizada. En esto parecen refle­jar la opinión acerca de la vida que ha tenido el europeo des­de el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial: que no hay que ahondar mucho para dar con la bestia humana.

JL,STOS hombres, y estas mujeres, de Faulkner, de Steinbeck y de Caldwell están, por sus circunstancias y su naturaleza, más cercanos a lo que revelaron los días fieros de la ocupación y de los campos de concentración de Europa que los protago­nistas inteligentes y cultivados de tantas y tantas novelas eu­ropeas. Si consideramos- sus estilos, estos autores parecen de­ber poco a la literatura. Ese es el marchamo de su naturaleza de profesionales. Emplean la cadencia y el vocabulario del idioma hablado y muestran singular habilidad para crear una variedad de efectos dentro de los límites que ellos mismos se imponen. Surge de esto una poesía de situación, de sencillez, y una poesía en prosa popular,, una imagen auténticamente artística de una época democrática. Se trata de una especie de realismo lírico que capacita a estos autores para despertar el interés mediante el calor —muy semejante al de un esta­blo— de las emociones de que escriben, y también para ate-

12

Page 15: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

rrar con la crudeza de las situaciones. Viene a nuestra memo­ria Lena en Light in August (Luz en agosto), Jeeter Lester en Qods Little Acre (La pequeña fanega divina), y el Tom Joad y el predicador de Steinbeck, y su Lennie, y el Studs, de Fa-rrell. Estos tipos palpitan y suenan a reales gracias a su den­sidad, a la autenticidad de la documentación y, no obstante, parecen vivir en un mundo distinto al de las realidades de la vida tal como lo entiende el europeo. También es importante la cuestión de la técnica. El reordenamiento de la vida lleva­do a cabo por Faulkner y Dos Passos ha suscitado el interés de las mentes conturbadas por el ocaso de las esperanzas libera­les y la idea del progreso humano. Los americanos han sumi­nistrado una solución al problema de cómo presentar una im­presión de movimiento e incertidumbre. Según Jean-Paul Sar-tre, Simone de Beauvoir nunca hubiera concebido la idea de ofrecer un orden personal en lugar de uno cronológico en Le Sang des Autres sin el ejemplo de Faulkner. Se ha dicho que la técnica de Dos Passos ha influido sobre Jules Romain y también sobre Sartre. Y gran número de autores franceses han atestiguado la influencia de ambos escritores americanos des­de que Louis Rene de Foréts publicó Les Mendiants. Pudiéra­mos preguntarnos por qué estos escritores no se inspiraron en la tradición europea en lugar de ir a buscarla al extranjero. ¿Acaso Joyce y Virginia Woolf no ilustran suficientes experi­mentos de orden técnico para contentar al más ambicioso? ¿Es que el naturalismo francés y el alemán no ofrecen ejem­plos al siglo XX?

L_, SAS preguntas no tienen en cuenta dos cosas. La primera, que los americanos no se limitaron a adaptar hábilmente a su propósito los' experimentos europeos, sino que al hacerlo alte­raron radicalmente el original. Puede haber un fluir desorde­nado de pensamientos y recuerdos en Joyce y en Woolf y una cronología innovadora en Proust, pero ¡qué distintos son Ulus> ses, Mrs. Dalloway y A la recherche du Temps Perdu, de The Sound and the Fury (El sonido y la furia), As I Lay Dy-

m

Page 16: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

ing (Mientras yacía muriendo) y U. S. A.\ Los últimos son auténticamente contemporáneos, están vivos y son trampoli­nes desde los que sç puede saltar al futuro; los primeros son ya ejemplares dignos de un museo. En segundo lugar, ha de tenerse en cuenta la novedad, la rareza sorprendente y el fulgor de la producción americana. Fenómeno paralelo lo en­contraremos en Billy Graham. Cuando vino a evangelizar a Europa, no dijo nada nuevo, mas trajo consigo tal aura ro­mántica de fascinación y competencia profesional que miles de personas que hacía años que no pisaban una iglesia fueron atraídas por el señuelo de este fascinador de muchedumbres de Carolina del Sur.

Empero, la atracción de la novela americana no reside ex­clusivamente en sus temas, su estilo y su técnica. Su fuerza reside en último término en algo más difícil de definir, que nace de la impresión que de ella se obtiene de grandes e in­calculables fuerzas que operan en el aire en estado de fluidez y movimiento. La novela americana de la década de 1930 ha sido comparada con la tragedia griega por la sensación de fa­talidad impersonal que rige en ella los destinos humanos.

(De «WESTERN WORLD», Bruselas.)

14

Page 17: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

TELEVISIÓN Y CULTURA DE MASAS

por Pedro Vázquez de Castro (Extracto de* ía conferencia pronunciada en la Casa Americana, el 8 de Ab r i l de ?958.)

F | .Nf una tarde de marzo de 1955 uno de cada dos ciudada­

nos norteamericanos presenciaba la actuación de la artista Mary Martin en una dramatización de Peter Fan delante de las cámaras de la televisión. Nunca antes en la historia de la humanidad —dice Leo Bogart— una persona había sido vista y escuchada al mismo tiempo por tantas otras. La Edad de la Televisión había llegado y con ella la Edad de Oro de las comunicaciones en masa.

La televisión es ya en la sociedad americana —y no tardará en serlo en otros países, incluso en los que, como en Espa­ña, tiene todavía un sentido pasajero de novedad y exclusivi­dad minoritaria— el instrumento más importante de los que representan y coadyuvan a crear eso que se ha dado en lla­mar cultura de masas, dato esencial en la morfología social y cultural del presente, tema altamente controvertible y de la más candente actualidad. Articular la televisión en esta pers­pectiva cultural de masas dentro de la sociedad en que aque­llos medios masivos han logrado la mayor difusión y empleo, es la muy concreta finalidad que me propongo en este trabajo.

15

Page 18: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

J \ CEPTANDO la definición de Sidney W. Head podemos decir que la comunicación en masa representa «el lanzamien­to virtualmente simultáneo de mensajes idénticos a través de mecanismos de producción y distribución de gran velocidad y destinados a un número grande e indiferenciado de indi­viduos».

Aun siendo un fenómeno universal, en ningún país ha lo­grado tal grado de intensidad y saturación como en los Esta­dos Unidos. He aquí unas cifras. La circulación de periódicos diarios alcanza la de sesenta millones. La total de revistas por edición es del orden de los ciento setenta millones. En 1956 se vendieron más de trescientos millones de libros en ediciones populares. Cuarenta y cinco millones de espectadores frecuen­taban semanalmente las salas cinematográficas^ Los programas de radio se captaban por ciento cincuenta millones de recep­tores y los de televisión por cuarenta y cinco millones de te­levisores. En las familias dotadas de aparato, la suma total de las horas-individuo empleadas diariamente ante la panta­lla, se elevó promedialmente a once. La televisión es, después del trabajo y el sueño, la actividad que más tiempo ocupa a los americanos.

La irrupción violenta de la televisión ha acelerado la in­tensificación del proceso de las comunicaciones en masa y de sus efectos, debido a la gran versatilidad del nuevo medio y a su terrible eficacia movilizadora de la atención. Nos infor­ma como la prensa, nos alecciona como la cátedra o el pul­pito o nos ahorra acudir al «stadium» deportivo. El marco del receptor actúa a la vez de sala de conciertos o de tablado de v.ariedades o de ballet, es al tiempo anillo de circo, escena dramática y pantalla cinematográfica y, por si esto fuera poco, la fabulosa síntesis nos visita cortés y subrepticiamente a do­micilio. La atracción subyugante de la televisión, causa de su fulminante ascensión, se explica sencillamente, porque la te­nemos ahí y nos ofrece el mundo al alcance de la mano. Su rara virtualidad consiste en que no sólo ha removido los obs­táculos espaciales que limitan el ejercicio natural de las fa­cultades más nobles y decisivas para todo acto de comuníca­

la

Page 19: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

ción, la vista y el oído, sino que además nos brinda síntesis audiovisuales que suponen una potenciación de dicho ejerci­cio natural. El fenómeno no es nuevo, ya que no otra es la finalidad del montaje cinematográfico. Pero advirtamos que el cine logra esa potenciación en un marco intemporal, o en con­serva, figurado o relativo, y no absoluto. La televisión puede lograr esa síntesis en transmisión directa y vincularla a la fuerza tremendamente dramática del presente. Como ha dicho Sylvester Weaver, presidente que fué de la NBC: «Nosotros no somos como los dirigentes del cine —mercaderes de sue­ños, vendedores de evasión—. El objeto de nuestra actividad es, primariamente, la realidad.»

L^ A cultura de masas se presenta en todas partes como un cortejo inseparable de los desarrollos tecnológicos, de sus in­novaciones e instrumentos y de la comercialización creciente de la vida.

La viabilidad de los nuevos instrumentos de comunicación y su efectuación social dependen, en grado considerable, de su apelación a la mayoría o masa del pueblo y a su creciente ca­pacidad económica.

La gran tragedia de las formas de cultura específicas que han aportado al mundo los nuevos medios de comunicación deriva en gran medida del bajo nivel cultural —de que son reflejo— de grandes sectores humanos dotados de poder de compra en proporción cada vez más creciente, pero que en resumidas cuentas constituyen la gran masa de desheredados culturales de la Revolución Industrial. La situación dramáti­ca del momento actual sube de punto cuando se considera que esos mismos medios de comunicación encierran paradó­jicamente en sí mismos semillas de liberación y redención has­ta ahora insoñadas.

Recapitulemos brevemente y demos paso a algunas obser­vaciones y sugerencias:

—El nivel cultural, mayor o menor, de un pueblo en un momento histórico determinado, informará el tono general de

17

Page 20: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

sus comunicaciones en masa. Juzgados por los raseros de la cultura de minorías o alta cul­tura, dichos niveles, cualquiera que sea su elevación relativa, aparecerán siempre como muy bajos y provocarán la condena o la descalificación de la cul­tura de masas por los intelec­tuales de viejo cuño.

—La recíproca también es cierta. La radio, la televisión y demás instrumentos de comuni­cación masiva influyen y mol­dean los niveles culturales de sus destinatarios, influencia que se efectúa generalmente por medio del mecanismo del «feed-back» o «contracebamiento» y

que se define como el control de un sistema mediante la rein­serción en el mismo del resultado de su operación. Podemos, pues, hablar de una dinámica específica en el proceso de creación de las formas culturales de masa.

—Existencia de mecanismos correctores, fuerzas sociales que emplean los nuevos medios de comunicación sin motiva­ciones económicas, antes bien, como instrumentos valiosísimos en la tarea de educar y elevar a las gentes. Sus agentes pue­den ser el Estado, las instituciones culturales, las fundaciones filantrópicas, incluso la responsabilidad moral y social de los empresarios al sacrificar su incondicionada apetencia de lu­cro a motivaciones de orden superior.

—Por último, podemos afirmar que la cultura de masas, aun siendo predominante, no es el signo exclusivo de nuestro tiempo. A su lado perdura, resiste o coexiste la alta cultura tradicional o de minorías, por lo que resultaría interesante exa­minar los fenómenos de su interacción recíproca y las posibi­lidades de la última, que para los alarmistas está en trance de disolución. Uno de los problemas que tienen efectivamente

18

Page 21: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

planteados las sociedades modernas es la de crear los estímu­los y las condiciones adecuadas para que ciertas minorías pue­dan continuar con independencia y sin asfixia su función au­ténticamente creadora.

IvEVISTAS de circulación masiva, cine, radio, televisiór>, etcétera, etc., representan influencias poderosísimas en la fiso­nomía cultural de la América de hoy. La reacción que provo­ca dicho ambiente cultural en algunos círculos americanos dis­ta de ser, con mucho, una de absoluta complacencia. «A los intelectuales se les hace muy cuesta arriba —dice Bryson— aceptar medios de comunicación que tratan sus contenidos como si fueran esencialmente una mercancía, como el alimen­to o el vestido vendidos en el mercado público.» Mientras las muchedumbres expresan su tácita aprobación mediante el consumo que realizan de los artículos de la cultura popular, los intelectuales americanos se hallan divididos ante un tema de gran significación para nuestro tiempo. De un lado, los conservadores, aferrados a las formas de efectuación tradicio­nales del arte y la cultura, y de otro, los progresistas que, en una variada gama, dan mayores muestras de flexibilidad y adaptación a la hora presente.

En relación a los primeros, la cultura popular ha suscitado una gran riqueza de posiciones críticas y condenatorias y ha descargado innumerables tinteros literarios —Greenberg, Van den Haag, Tumin, Rosenberg, MacLuhan, Howe, etc., que adoptan actitudes afines a las sostenidas en Europa por Or­tega y Gasset y T. S. Eliot.— Contentémonos, pues, ante la im­posibilidad de abarcar tan frondosa copia literaria, con reco­ger algunos de los asertos fundamentales formulados por uno de los representantes más caracterizados de este radicalismo condenatorio, Dwight MacDonald en su ensayo «A Theory of Mass Culture» :

—Desde hace aproximadamente una centuria la cultura occidental está constituida realmente por dos culturas: la tra­dicional o alta cultura y la cultura de masas, manufacturada

i a

Page 22: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

al por mayor para el mercado. —Las causas de su advenimiento son: la democracia y

educación populares, que rompen el monopolio cultural de las clases altas; los avances tecnológicos y las enormes posibili­dades de mercado que los hombres de negocios encontraron en las necesidades culturales de las masas recién despertadas.

—El kitsch (término que se emplea para aludir a la cul­tura de masas y que en su acepción original alemana significa mamarracho, ramplonería, pastiche) surge como una excrecen­cia cancerosa y parasitaria de la alta cultura, cuya madurez, descubrimientos y adquisiciones explota para la consecución de sus fines propios. No obstante, a medida que el kitsch se desarrolla comienza a vivir a expensas de su propio pasado y a veces se distancia tanto de la alta cultura que aparece como totalmente desconectado de ella.

—La cultura de masas se nutre también del arte popular. Pero así como éste crece desde abajo y es la expresión autóc­tona y espontánea del genio del pueblo, la cultura de masas es impuesta desde arriba, fabricada por técnicos alquilados por hombres de negocios.

—Afirma MacDonald que el hecho fundamental en la di­námica cultural es el desplazamiento de la cultura tradicional por la masiva conforme a una ley de Gresham, que toma de la circulación monetaria: la moneda vil desplaza a la noble. La hora actual es la del magma cultural indiferenciado y presen­cia el surgir de una tibia, flaccida, cultura media, que amena­za encharcar todo con sus crecientes lodos.

El kitsch imposibilita una genuína experiencia estética o cultural. Sus productos no tienen el sello personal, la profun­didad ni la unidad de significación de las formas culturales consagradas. La unidad es esencial en el arte y ésta no pue­de ser conseguida por los expertos del assembly Une del entre­tenimiento, por muy expertos que sean.

—La cultura de masas prostituye y degrada el arte y la alta costura, a los que trivializa y quiere hacer accesibles y digeribles para todos. Frente a ella, a los intelectuales y a las minorías creadoras no les queda otra. escapatoria que la de refugiarse en el aislamiento.

20

Page 23: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

—Entre el kitsch y la masa, su destinatària, se establece una interacción —que MacDonald no acierta ni siquiera a explicar—, pero que se prosigue —afirma él— indefinidamen­te, en círculo vicioso, con nulas posibilidades de elevación. Concluye MacDonald presagiando para la alta cultura un futuro muy negro, para la cultura de masas un fin más negro todavía.

V_̂ OMO decíamos, existen muchos otros que, como MacDo­nald, han pretendido entenebrecer y cubrir con un sudario pesimista las artes de muchedumbres. La finura y agudeza literaria de sus pronunciamientos no es, en muchos casos, des­deñable. Su pedestal crítico es, sin embargo, rígido y pura­mente estético, lo que les impide contemplar con la amplitud de giro conveniente la vasta significación social de las artes públicas y lo que éstas representan como experiencia innova­dora de gran alcance. Muestra», por el contrario, una ceguera formidable que les oculta la verdadera naturaleza de los nue­vos instrumentos de comunicación y las limitaciones técnicas, económicas y sociales que condicionan su situación actual y su desenvolvimiento y perfección. Pasarlas por alto constituye descuido imperdonable.

«En los recuerdos nostálgicos de esos críticos —observa Manning WKite—< otros países y otras edades son siempre re­memorados en una forma que hace la vida y el arte sinónimos. Sin embargo, nunca hubo un a edad, nunca existió un país, en que los grandes pensamientos Qe 1» humanidad, las más no­bles obras de arte, literatura o música, fueran aceptados por todos los segmentos de la población, ya que sic*«Dre fueron patrimonio de una reducidísima minoría.» Si existe, avo.<¡0, un tiempo histórico en que alboree dicha posibilidad, es precisa­mente el nuestro.

3 1 la televisión, que es entre los medios de comunicación en

25.

Page 24: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

masa el que aquí directamente nos concierne, sólo persiguiera fines exclusivamente estéticos, si no tuviera limitaciones y ca­racterísticas singulares y propias —que hacen que no pueda ser juzgada por patrones artísticos ajenos—, si no cumpliera fines sociales distintos de los que representan los valores del arte minoritario o de la alta cultura, nos veríamos obligados a dar cierta medida de razón a sus detractores. Pero a conti­nuación veremos que no es así.

Como medio de comunicación, la televisión tiene una serie de limitaciones que podemos agrupar convencionalmente en limitaciones derivadas de las características propias del medio, limitaciones económicas y limitaciones sociales.

Comenzando por las primeras, observamos que la televi­sión es un medio de comunicación unidireccional y a distan^ cia, lo que priva a muchos contenidos televisados del sentido de participación social que acompaña y es esencial a algunas manifestaciones artísticas, como el teatro. En el momento ac­tual de la técnica, la televisión es incapaz de reproducir obras de arte con la fidelidad suficiente para hacer las reproduccio­nes ni siquiera aproximadas a los originales. La fugacidad misma de las imágenes no permite un tipo de control del mensaje como el que facilita, par ejemplo, un libro.

La extensión de los horarios de operación que deriva de la conceptuación del servicio de televisión como un servicio público' permanente o casi permanente, confieren al medio unas características de voracidad sorprendente. Esta es quizá una de las causas que más contribuyen a rebaja la calidad media de los programas. Nada da mejor irloa de la enorme voracidad de ésta que el hecho de <ïutí en varias ciudades americanas funcionan simultáneamente cinco o más canales comerciales con horario0 normales de operación que se extienden desde las siete «Je la mañana hasta medianoche, y aún, en algunos v,asos, más extensos todavía. En la actualidad la demanda de escritores, directores, productores y actores.es mayor que el número de personas dotadas efectivamente del genio o la pre­paración profesional necesarios para hacer de cada, programa televisado, a lo largo de una dilatada jornada, una obra irre­prochable en su género. En la práctica, grandes recursos de

m

Page 25: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

programación, son creados en masa, sin grandes preocupacio­nes en cuanto a sus valores intrínsecos, y a la zaga de las posibilidades que ofrece la existencia de extensos horarios de operación. Las repeticiones y los estereotipos resultan así casi inevitables.. Si a esto se añaden las restricciones y boicots çfue han dispensado, y siguen dispensando, aunque con menor in­tensidad, a la televisión las industrias afines del entretenimien­to, del deporte, del teatro y sobre todo del cinematógrafo, se comprenderá fácilmente la causa, comúnmente sobreseída, de lo añejo y pobre calidad del material televisado procedente de fuentes externas • de la propia televisión y el considerable grado de improvisación con que ésta se ha visto obligada a desenvolverse hasta el presente.

Limitaciones de índole económica restringen en múltiples sentidos la capacidad de expresión de la televisión. Por refe­rirnos a uno solo de estos posibles aspectos, observemos que los elevados costos operativos, técnicos y de producción, im­ponen la existencia de muy escasas fuentes de originación en un área determinada, las que, para sobrevivir comercialmente,

deberán, además, servir los gus­tos y necesidades de la mayo­ría, dándose así el caso de que en una ciudad donde haya dos o tres canales, la competencia entre ellos se Kçice por vía de imitación y no por via ¿le com-plementariedad. Las taras eco­nómicas son tan considerables, que la existencia de varios ca­nales comerciales no supone un enriquecimiento del total, sino más bien una multiplicación o repetición de los mismos forma­tos populares. Lo mismo suce­de, y quizá con mayor intensi­dad, al nivel de las networks. Por el momento, la cantera del popularismo parece inagotable.

2,3

Page 26: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Tenemos, por último, las limitaciones inherentes al marco de efectuación social, propio de la televisión.

George Simmel ha aludido agudamente al hecho de que una comunicación o conversación entre dos personas puede tocar temas altamente diferenciados e íntimos, T.an pronto como una tercera persona es añadida, con lo que teóricamente se inipia el fenómeno de sociedad, el proceso de comunicación queda automáticamente alterado y comprometido. A medida que el grupo crece, el compromiso y la convención crecen a su vez, los temas de la comunicación se empobrecen y tien­den a girar alrededor de áreas de interés común. Llegado el momento en que el grupo alcanza las dimensiones de un auditorio de masas, es de esperar que nada absolutamente sea de interés común o que lo que es de interés común no satisfaga plenamente a aquéllos que resulten tener en ello un interés más que superficial.

El esquema simmeliano es aplicable a las formas de co­municación en masa, ya que su operación concuerda sensi­blemente con él. Es un hecho cierto que los medios masivos de comunicación tienden a empobrecer la realidad que pre­tenden reflejar, a crear caracterizaciones manidas, a fomen­tar el conservadurismo, a eludir el tratamiento de temas con­trovertidos o impopulares, reforzando con ello el statu quo social y económico. Pero estas tendencias están, a nuestro jui­cio, ínsitas en su propia naturaleza, y como tales habremos de aceptarlas.

Entre las limitaciones de este tipo, las más importantes son las impuestas por la moral social establecida, reflejada en las prohibiciones gubernamentales y en las que se auto-impone la industria de la radio y la televisión, restricciones que están en consonancia no sólo con la amplia difusión social de estos medios, sino muy particularmente con el delicado ámbito familiar en que generalmente se opera la comunicación. Des­cubrimos así las severas interdicciones institucionales que pe­san sobre la libertad y riqueza de expresión de estos instru­mentos que los diferencian sustancialmente de otros géneros artísticos o de otras formas de comunicación más individua­lizadas.

24

Page 27: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

L^N lo que antecede, nos hemos detenido en perfilar algunas de las limitaciones inherentes a la televisión como medio de comunicación. Si éstas la diferencian de otras formas dé co­municación artística, en mayor grado todavía la distancian sus propias grandezas. Radican éstas en su enorme capacidad de impacto social y en la descomunal hetereogeneidad de con­tenido de que es susceptible. Examinando éste, vemos que se desgrana en una serie de géneros dispares cuyo único víncu­lo de conexión es el de prestarse a una transmisión audiovisual. Por encima de lo que la televisión haya podido concretamente innovar —que no es mucho—, o adaptar —que es lo más—, lo que la distingue fundamentalmente es su cualidad de cons­tituir un instrumento social de comunicación. Ello nos hace pensar si, en rigor, no estaremos, más que ante un arte exento y concreto, ante una forma, enteramente nueva, de expresión comunitaria.

«Es posible —'proclaman Paul Lazarsfeld y Robert K. Mer-ton— que las normas aplicables a las formas artísticas producidas por un pequeño número de talentos creadores para un pequeño círculo de personas selectas, no sean aplicables a las formas de arte producidas por una gran industria para una masa de población indiferenciada.»

La televisión se puede proponer ocasionalmente metas ar­tísticas elevadas, en cuyo caso deberá ser juzgada con arreglo a las correspondientes exigencias estéticas. Pero cumple otros fines sociales acaso más importantes y en los que el objetivo artístico no es en modo alguno primordial. Lo que hace que las críticas esgrimidas contra la televisión y otros medios de masa basándose en estrechos criterios esteticistas adolezcan de incongruencia fundamental. Ello nos excusa de rebatirlas.

1 N O se nos objetará si afirmamos que la meta social de la televisión es lograr, de acuerdo con su versatilidad de ex-

28

Page 28: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

presión, una síntesis recreativa-informativa-artística y educati­va, equilibrada y humanamente útil y constructiva. La tele­visión comercial persigue además un fin económico subsi­diario.

La experiencia ya habida con la televisión ha demostrado la total incapacidad de canales individuales o separados, ya sean comerciales, ya no, para efectuar por sí solos dicha sín­tesis que abarque las cuatro finalidades mencionadas. La te­levisión comercial pondrá, en el fin recreativo, un énfasis in­corregible. La no comercial o educativa, por su escasez relativa de medios económicos y por las técnicas y sentido especial de sus operaciones, se ha revelado inepta para producir' cier­tos tipos de entretenimiento, que son precisamente los que encuentran mayor aceptación en las multitudes. Los sistemas mixtos, o son ficticios, o, no siéndolo, derrotan la especialidad y eficacia que es deseable paia las finalidades que profesan ser­vir. La práctica ha revelado que para cumplir eficazmente las finalidades extremas, la recreativa y la educativa, se precisan canales de efectuación especializados que pongan en aquéllas el acento adecuado sin renunciar por ello a las restantes. A esta dualidad de operaciones y fines sociales preferentes res­ponden en América la televisión comercial y la televisión edu­cativa, las que por su extensión y perfección de sus desarrollos pueden considerarse como modelos de sus respectivos géneros en el mundo.

1 \J ADIÉ discute hoy el derecho de las multitudes al entre­tenimiento. A este respecto podemos afirmar resueltamente que el sistema de la televisión comercial americana (unas quinien­tas emisoras distribuidas a lo largo del país) ha rebasado ple­namente este objetivo, cumpliendo con ello una meta social de primer orden.

Dato particularmente interesante es la circunstancia de que entre los primeros adquirentes de receptores figuraban frecuentemente personas cuyo nivel cultural era aún más bajo que el que podía hacer suponer su modesto nivel de renta.

SIS

Page 29: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Muy especialmente para estos individuos la televisión se con­virtió en una fuente variada de entretenimientos y distraccio­nes a los que antes no habían podido tener acceso.

La radio y hoy, con todavía mayor ímpetu, la televisión, han posibilitado, por vez primera en la historia humana, el fenómeno de constituir en sí mismas una fuente social per­manente de entretenimiento para una gran mayoría.

En Estados Unidos, el 90 por 100 de los programas de las networks entran dentro de la categoría general o amplia de entretenimiento (drama, comedia, variedades, música y con­cursos). Al nivel local aquél representa un 75 por 100. Seme­jante plétora ha hecho pensar a algunos si en realidad no puede resultar perjudicial para la colectividad.

La televisión comercial americana refleja, a pesar de las limitaciones del medio, y quizá con mayor fidelidad que el cinematógrafo, el pathos social y cultural de los estratos más populares, que , si bien es específico, no difiere funda­mentalmente —<a nuestro entender— del europeo, no obstante la obstinación de algunos.

Resultan pueriles las sospechas de que la televisión co­mercial realiza una explotación económica y psicológica de las masas, a las que tratan de mantener en niveles culturales y críticos subnormales como precondición para el manteni­miento de esa explotación de una manera indefinida. No creemos que exista un solo dirigente de la industria que no estuviera dispuesto a substituir, digamos, a «Kit Carson» o a «Lone Ranger» por «Lucia de Lammermoor», si tuviera la seguridad de que el cambio habría de contar con un margen amplio de aceptación popular.

Gran parte de los programas televisados no pretenden más finalidad que la de constituir simples y puros pasatiempos po­pulares, y como tales habremos de juzgarlos, sin que nos deba extrañar demasiado que den lugar a los consabidos estereoti­pos y repeticiones. Pero al mismo tiempo, la televisión co­mercial ha demostrado su voluntad y su capacidad de elevación artística, especialmente en los campos dramático y musical. No es este el momento de hacer un recuento detallado de logros conseguidos en este aspecto. Bástenos decir que una televisión

"»;t

Page 30: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

comercial que se permite el lujo de ofrecer a sus auditorios platos tales como las versiones de Ricardo III (estrenada por la NBC y que, por cierto, le costó la bonita suma de $ 500.000 o Antígona, de Sófocles; que encarga a composi­tores de nota la creación de obras musicales que son ya clási­cas en los repertorios modernos como Amahl y los visitantes de noche, de Gian-Carlo Menotti; o que permite que surjan en su seno obras de indiscutible mérito dramático como Mar-ty, originalmente un guión de televisión, dista mucho de ser un sistema de sórdida opresión económica y de crudos gustos.

Parafraseando a Osear Wilde, podemos decir que los mo­tivos económicos son raramente puros y nunca simples. En ritmo cada vez más creciente, las grandes corporaciones co­merciales que rigen el negocio de la televisión en América dan nuevas y palpables muestras de una mayor responsabili­dad social en el empleo del instrumento que manejan: rescate del control de la programación de manos de las agencias pu­blicitarias; mayor decoro y depuración en las normas de gusto publicitario; aumento de donaciones de espacios para

fines de servicio público; cola­boración desinteresada con la televisión educativa para pro­yectos de esta índole, etc., etc.

V_4.NAS treinta emisoras edu­cativas que alcanzan potencial-mente a un tercio aproximado de la población de los Estados Unidos intentan construir en la actualidad i y en una escala hasta ahora desconocida en nin­guna otra parte un nuevo siste­ma de televisión. Es ésta una experiencia, social y cultural in­teresantísima que merece ser se­guida muy de cerca. (No nos

Page 31: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

referimos aquí a los innumerables ensayos educativos reali­zados en circuito cerrado.)

La finalidad de la televisión educativa o del «segundo ser­vicio» —como también se la denomina—-' es la de crear un sistema de televisión libre de las limitaciones que acompañan a la operación comercial de la misma.

El segundo servicio no se limita, sin embargo, a lo que pudiéramos llamar objetivo de la «educación formal». Sus metas o promesas pueden resumirse así: auxiliar y mejorar los procedimientos de enseñanza en las aulas escolares; pro­longar la enseñanza escolar con programas infantiles de tipo constructivo; ofrecer programas culturales para adultos; posi­bilitar mediante, cursos televisados y otros requisitos comple­mentarios la obtención de diversos diplomas académicos; fa­cilitar cursos de capacitación y adiestramiento para agricul­tores, obreros, amas de casa; operarios y empleados; explorar los diferentes usos creadores de que es susceptible la televisión; en general liberar a las gentes, de las cadenas de la ignorancia poniéndolas en condiciones adecuadas para alcanzar una mayor capacidad de expresión y logro personales.

Lo ambicioso del programa no deja lugar a dudas y mu­chos fueron los que, considerando la efectividad probada científicamente por métodos estadístico-psicotécrticos de los medios audiovisuales, se hicieron exageradas ilusiones ante lo que ellos creían era una herramienta social de fuerza in­igualada.

La red educativa estadounidense (red en el sentido pura­mente cooperativo de sus fuentes de programación, ya que no en el de su interconexión eléctrica), que cuenta a Ann Arbor, Michigan, como centro de operaciones, viene realizando un provechoso uso de las posibilidades inherentes a la televisión, y ello a través de un cúmulo de dificultades que hacen su la­bor más digna de elogio, en primer lugar la competencia, in­directa pero feroz, que le hace la televisión comercial.

Incluso la televisión educativa es un medio de masas al menos en el sentido de que su operación sólo puede justifi­carse cuando su costo por miembro del auditorio, siempre alto, sea igual o inferior al que representaría emplear medios más

ae

Page 32: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

convencionales (films, profesores ambulantes, radio, etc.) para la obtención de un resultado equivalente. Por razones muy diferentes a la de los empresarios comerciales los directores de los canales educativos deben justificar la operación de sus emisoras, ante las fundaciones, universidades o comunida­des que las patrocinan, en función del número de individuos cuyo interés logran movilizar, lo que les hace caer con fre­cuencia en los mismos trucos para la captación de auditorios que los que utilizan sus colegas comerciales.

Quizá no haya logrado la televisión educativa sus más am­biciosas aspiraciones, como es la de convertirse en un taller de experimentación de programas. Por el momento será bati­da en este terreno por la comercial, más ágil y flexible. Tam­poco parece haber alcanzado, salvo las obligadas excepciones, el grado de libertad y riqueza de expresión a las que aspira ni ha acabado con los estereotipos, ya que quizá éstos sean consustanciales en cierta medida a todo contenido radiodi­fundido.

Lo que sí realiza, día a día, esta cenicienta pobre y heroica de las imágenes, luchando, como digo, contra todo género de dificultades, es una labor pedagógica digna y callada y una tarea de vulgarización cultural de una valía inestimable.

1J .EMOS examinado en breve ojeada cómo se efectúa en América la síntesis de fines sociales a que está llamada nece­sariamente la televisión.

Esta cumple por encima de los fines artísticos, informati­vos y económicos, dos fines sociales preferentes.

La televisión es fuente social de entretenimiento. La televisión es instrumento de divulgación cultural. En ambas misiones que con signo de urgencia desempeña

hoy revela en seguida su carácter popular. Han sido numerosos los que se han detenido a escarbar

minuciosamente sus defectos, pero pocos los que desde la desdeñosa altura de sus olimpos intelectuales se han dignado bajar para hacer un balance razonable de sus beneficios,

m

Page 33: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Para un gran sector de la multitud que en épocas histó­ricas no alejadas consumían sus vidas, como norias humanas, en un ciclo ininterrumpido y embrutecedor de trabajo-sueño, sueño-trabajo, la radio y, sobre todo hoy, la televisión cons­tituyen fuente de solaz y esparcimiento, y por consiguiente, motivos indiscutibles de enriquecimiento personal. ¿A cuantí-simos no habrá ensanchado, y en qué manera, esta denigrada cultura de masas, sus perspectivas vitales y psicológicas? ¿Quién, que no sea un irresponsable, se atreverá a negar en un mundo cada vez más complejo la urgente necesidad de vulgarizar y hacer accesibles muchos contenidos culturales?

Ciertamente, el sentido preferentemente popular de los nuevos medios de comunicación ofrece muy poco a aquellos que han orientado sus vidas hacia altas cimas trascendentales o las conforman por profundas exigencias intelectuales o crí­ticas. Su desafección a la cultura popular es, en cierta mane­ra, comprensible si se considera que, en definitiva, no son los destinatarios de los fines sociales que con carácter de urgen­cia cumplen aquéllos en la actualidad. No obstante su des­pego, renunciarían a su condición de intelectuales para con­vertirse en simples tozudos del snobismo si su incomprensión les impidiera percatarse de su vasta significación social y de la enorme revolución que se está operando a su alrededor. •

«Las artes públicas —dice Gilbert Sel des— no pueden ser evitadas cerrando el interruptor de la radio o del receptor de televisión ni rehusando frecuentar las salas cinematográficas. Ni nuestra indiferencia ni nuestro desprecio nos dan inmu­nidad contra ellas.»

Algunos sospechan que la revolución tecnológica ha irrum­pido en el mundo en un momento en que las sociedades hu­manas no se hallaban culturalmente maduras y a la altura que merecían ciertos hallazgos y descubrimientos. Si así fuera, no es de extrañar que la tecnología entable su primer combate en la tarea social de nivelación comenzando por los estratos menos favorecidos. En esta primera función compensará el anticipo de sü llegada.

Tenemos motivos suficientes para creer que la televisión, incluso en los países en que ha alcanzado sus más felices des-

81

Page 34: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

arrollos, atraviesa una etapa provisional, de espectacular apa­riencia externa, pero de sustancial inmadurez. Los últimos hallazgos en la técnica de propagación y alcance de las ondas radioeléctricas, como el scattering ionosférico, el incremen­to en las conexiones internacionales, el intercambio generali­zado de los recursos de programación entre países, el empleo en grado conveniente del sistema de televisión pagada "o me-, diante suscripción, el descubrimiento de mecanismos para re­gistro magnético de señales audiovisuales, la creación, una vez pasada la etapa novedosa, de hábitos selectivos, etc., pro­meten a la televisión, en un día quizá no demasiado lejano, una mayor riqueza de contenidos y de expresión personal e individualizada. Concretamente, la invención de las cintas re­gistradoras de video, junto a la posibilidad de crear mecanis­mos de reproducción doméstica, accesible al público, añadi­rán a la televisión nuevas posibilidades, asemejando su uso al que se prestan medios más individualizados, como son los li­bros o los discos gramofónicos.

Pero ya hoy la realización práctica de la televisión en Amé­rica presenta características de una experiencia social que afecta a decenas de millones de individuos. En una experien­cia de tal envergadura, de hondas ramificaciones y erizadas dificultades,; hubiera sido milagroso que todo hubiera resulta­do perfecto e irreprochable como en un cromo. Las lacras de la televisión son exponente de las dificultades e inercias so­ciales que tiene que vencer.

«Lo que parece ser ün descenso de los niveles culturales —'afirma Víctor M. Ratner— acaso sea sólo la detención pau­latina de un tren para recoger a millones de nuevos pasaje­ros a los que finalmente conducirá a esas mesetas más eleva­das de la cultura, donde sólo una pequeña fracción de la raza humana se encontraba en tiempos pasados.»

Concuerda esto con el motivo fundamental que informa dicha experiencia: éste no es, ni más ni menos, que la creencia —central en el pensamiento de Occidente— de que la tecno­logía, la ciencia aplicada, liberará al hombre^ tarde o tem­prano de muchas de sus servidumbres.

32

Page 35: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

CARL SANDBURG Y EL MITO DE AMERICA

por Mario Maurin

F • | N un país cuya historia ha empezado hace apenas dos

siglos y cuya transformación se ha llevado a cabo con una rapidez sin igual, la longevidad está aureolada de respeto. Un anciano de nuestros días puede haber vivido casi la mitad de la historia de los Estados Unidos. Se comprende, por lo tanto, que la admiración colectiva se oriente hacia aquellos hombres cuya vida se confunde con el pasado de la nación.

En poesía, dos nombres se imponen en seguida: el de Robert Frost y el de Cari Sandburg.

Los dos son ancianos. El primero es octogenario; el se­gundo lo será pronto. Aunque los dos gozan de igual prestigio, cada uno de ellos tiene su público particular. Sus diferencias contribuyen precisamente a aproximarlos ante la afectuosa deferencia de que son objeto en su país. Se completan mara­villosamente. La obra de Frost está totalmente asociada a la Nueva Inglaterra, donde ha vivido casi toda su vida: región de pequeñas granjas, de cercas y vallados, de bosques de álamos y de árboles frutales, magníficos bajo la dorada capa del otoño y el blanco manto del invierno. El hombre trabaja allí su tierra por cuenta propia. Su vida está reglamentada por la rotación de las estaciones, y cada uno de sus movi-

33

Page 36: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

mientos adquiere significación y peso. Matizadas de indul­gente ironía, expresadas en una lengua simple y familia*, las meditaciones de Frost son las de un hombre que gusta de dar toda su resonancia a los gestos de convivencia diaria que la naturaleza exige de los agricultores y campesinos. De esta poesía que asciende apaciblemente en versos regulares brota r—y ahí radica su valor— una impresión de prudencia y de perdurabilidad.

Sandburg, en cambio, representa la efervescencia, la me­tamorfosis. Su visión es panorámica, animada de un dina­mismo que no se eclipsa nunca. Su América es la de las gran­des ciudades, de los rascacielos, de las fábricas, de los altos hornos, de los obreros y empleados que en .ellos trabajan, al mismo tiempo que la de las vastas llanuras del Middíe West en donde transcurrió su juventud. Así, mientras Frost sugiere una continuidad, una oscura coherencia entre el hombre y los elementos, Sandburg es discontinuo, abrupto. Yuxtapone los detalles sin escoger ni ahondar. Es un testigo: su método es el reportaje. Y, sin embargo, lo que de su obra emerge, como un inmenso continente perfilándose en la bruma, no es otra cosa que la América entera, en la encrucijada del tiempo y del espacio. Leyéndolo, se piensa en las catedrales de Monet. De cerca, un caos de manchas y de toscas paletadas; de lejos, una fachada vibrante y cálida, chorreando soL con su pórtico, su roseta, su pueblo de estatuas y el impulso de sus torres. Bastaba para distinguirla con retroceder unos pasos.

V_4 ARL Sandburg nació en 1878 en Galesburg, estado de Illi­nois, en el seno de una familia de inmigrantes suecos. El pue­blo, fundado apenas cuarenta años antes al abrigo de tierras feraces, pasó a ser un centro ferroviario importante. El padre de Sandburg era herrero en los talleres de los ferrocarriles. Trabajaba diez horas diarias, seis dias a la semana. No sabía ni escribir su nombre, pero supo criar sin desmayo a su nume­rosa prole. Cari fué el mayor de los hijos varones. .

Creció en ese medio simple, rudo, luterano y trabajador.

M

Page 37: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

que ha resucitado admirablemente en la autobiografía de su juventud, Always the Young Strangers (1953). Las primeras tareas que recuerda eran simples: ir en busca de agua y de carbón. En invierno, la bomba se helaba en el huerto y le co­rrespondía a él regarla con agua hirviente hasta que funcio­naba de nuevo.

Durante cinco años, asistió a la escuela. Las epidemias se llevaron a un hermano y a una hermana, pero la familia se­guía siendo numerosa. Encontrándose el padre en difícil si­tuación económica, Cari abandonó la escuela y empezó a tra­bajar. Tenía once años: comenzaron entonces sus verdaderos años de aprendizaje. Repartió diarios; más tarde, distribuyó leche. Barrió oficinas y lavó escupideras. Trabajó en una fá­brica de ladrillos. Hizo de jardinero. Fué limpiabotas en una barbería.

Al mismo tiempo, leía vorazmente. Sus primeras lecturas fueron ruines biografías de hombres célebres, insertas como anuncios en los paquetes de cigarrillos. Luego, leyó los diarios y cuanto caía en sus manos. Se había hecho grave y reposado. Repetía las frases de las personas mayores, cuya conversación escuchaba atentamente. Le gustaban ya las expresiones popu­lares y llenas de colorido. Se instruía intensamente.

Cuando llegó a los dieciocho años, decidió marcharse de Galesburg y ver mundo. Viajó en vagones de mercancías, como los vagabundos, durmiendo a la intemperie, ajustándose cuan­do encontraba un trabajo de corta duración, con dificultad, a veces, de ganar el dinero para poder comer. Añadió nuevos oficios a su repertorio: aserró madera, fué buzo, cortó blo­ques de hielo en invierno, se dedicó' a las faenas de la recolec­ción en verano. Se rodeó de hombres de toda clase y proce­dencia : pobres, mendigos, obreros, campesinos, tenderos. Aprendía a conocer a América.

Volvió a su casa al cabo de un año y se hizo pintor de brocha gorda. Apenas había regresado a Galesburg cuando estalló la guerra hispano-americana (1898). Aunque no tenía veintiún años, se alistó. Cuando su unidad llegó a Cuba, des­pués de unas semanas de ejercicios, la guerra ya había termi­nado. Sandburg no disparó ni un solo tiro; pero la fatiga, la

?&

Page 38: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

suciedad y los mosquitos hicieron mella en él. Conservó, un mal recuerdo de su vida militar y se sintió feliz cuando se refugió de nuevo en Galesburg.

Ahora, en vez de buscar un nuevo empleo, logró que lo aceptara Lombard College, no obstante lo sumario de sus es­tudios. Para subvenir a sus necesidades, se convirtió al mismo tiempo en bombero. Cuando sonaba el timbre de alarma aban­donaba la clase para ponerse el casco y acudir con la mangue­ra al lugar del incendio.

Aquí es donde se detiene la autobiografía de Sandburg, como para significar que entonces se abre un segundo período de su existencia. De su lectura se desprende esto: en el mo­mento en que entra en la universidad no conoce más que la vida. Nada hasta entonces ha dejado prever lo que va a ser. Ni la menor huella de vocación. Se ha contentado con alma­cenar. Ha visto la miseria de cerca, y ha reflexionado tanto como ha podido. La política empieza a interesarle después del célebre proceso de los anarquistas de Chicago. Ahora bien, la instrucción que recibe ei> Lombard College le da precisa­mente los medios de lucha contra los abusos de que ha sido testigo y a veces víctima. De ahora en adelante sabrá expre­sar y exponer su pensamiento. Descubre que la lengua es una fuerza: su energía hará lo demás.

Terminados sus estudios, comienza en seguida a escribir artículos y folletos. Le gusta poner ideas en circulación. Pron­to va a arengar a los peatones en las esquinas de las calles. ¡Con qué entusiasmo evoca la libertad! Pero las palabras no bastan. Se convierte en organizador del partido socialista en Milwaukee. Durante dos años será el secretario del alcalde de la ciudad. Por fin, en 1917, entra de redactor en el Chicago Daily News, uno de los grandes diarios de los Estados Unidos. Permanecerá allí cerca de treinta años, sin que su actividad de periodista le impida viajar por el país, dando conferencias, cantando canciones folklóricas cosechadas en el curso de sus excursiones, acompañándolas él mismo con la guitarra, re­citando, en fin, sus poemas como los trovadores de antaño.

36

Page 39: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

^ U primera colección de poemas apareció en 1914. Sand-burg tiene entonces treinta y seis años. El trozo que abre los Chicago Poems obtiene el premio Levinson; quizá hubiera sido mejor que no lo recibiera. Dio el tono a los antologistas, que después se han contentado con espigar ahí cada vez que ha sido necesario dar un ejemplo de la manera del poeta. Esta invocación a «Chicago, salchichero del mundo», no carecía de vigor; pero tuvo el inconveniente de asombrar a los críticos y persuadirlos que la violencia era la única cuerda natural de Sandburg, cegándolos para otros aspectos de su talento.

Los Chicago Poems chocaron, desde el comienzo, a un gran número de críticos. Era poesía a puñetazos y a martillazos: reaparecía el hijo del herrero. Sandburg había recogido las voces de las ciudades y las máquinas, de los trabajos y los días. Sus preocupaciones sociales se exponían con candor e inquietante lozanía de expresión. Ya Whitman había pregun­tado : «¿ Creéis, por ventura, que las libertades y la muscula­tura de estos Estados no tienen que habérselas más que con

palabras delicadas para damas, palabras para acicalados caba­lleros enguantados?» Sandburg ponía en la puerta de la calle a doña Rima y doña Prosodia, y acogía a la jerga callejera. Pasaba simplemente a la apli­cación de lo que predicaba des­de 1907: «Me gusta el arte, pero yo decido por mí mismo qué es el arte.»

Esos poemas seguían la ins­piración de Walt Whitman, con la excepción de su egocentris­mo y de su optimismo imper­turbable. En cada una de sus páginas se traslucían la compa­sión y la facultad de captar Ios-menores ritmos de la actividad

37

Page 40: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

cotidiana. Sandburg no retrocedía ante ninguna descripción: las colas de los obreros sin trabajo, los huelguistas, los emplea­dos de los mataderos, la tubería de plomo de un rascacielos. Abría así a la poesía dominios hasta entonces desdeñados, y que casi inmediatamente parecieron trillados. Creaba en ver­dad una lengua poética independiente. En compañía de Ed­gar Lee Masters y de Vachel Lindsay, que comenzaron casi al mismo tiempo que él, consiguió colocar el Middle West en el mapa literario de los Estados Unidos. En efecto, gracias a él y a Poetry, la revista de Harriet Monroe, Chicago pudo parecer la capital de las letras norteamericanas.

En los Chicago Poems, Sandburg cantaba la ciudad. Las colecciones siguientes, Comhuskers, Smoke and Steel, celebra­ron la pradera y los trabajos de este interminable cinfurón dorado que cubre el centro de los Estados Unidos, y de nuevo la industria, los obreros y las fábricas. En 1935, por fin, The People, Yes afirmó sobre una escala aún más vasta esa para­doja y crisol que es América: afirmación desordenada, pero sagaz; cursiva, pero lírica; inmenso repertorio de temas tí­picamente norteamericanos, expresiones, bromas, incidencias, caracteres, tendencias y fuerzas del país. Es seguramente la obra más ambiciosa de Sandburg como poeta. Poco ha añadi­do después; pero sus poesías completas, un grueso volumen de'674 páginas, fueron finalmente reunidas en 1950 y permi­ten formular una apreciación general sobre el conjunto de su obra.

Lo que en primer lugar sorprende en ella es la ausencia de evolución. De 1914 a 1935, la voz del bardo ha seguido sien­do la misma. A lo sumo ha ganado en seguridad lo que ha perdido en frescor. Uno se pregunta si, a medida que ha adquirido conciencia de su estilo, Sandburg no ha sucumbido a la tentación de imitarlo y, por consiguiente, de extraer de él un sonido más acrisolado que el de sus. comienzos. Imposible poner en duda la autenticidad de su folklore. Pero en vez de quedar absorbida y fundida con el soplo de la poesía, la ins­piración popular se convierte cada vez más en programa. «¿Por qué mito reemplazaríais al pueblo?», pregunta agresi­vamente Sandburg. Ama la tierra. Ama el trabajo de los hom-

38

Page 41: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

bres. En su estilo rudo y místico, canta la paciencia de la humanidad obstinada en vivir, a pesar del sufrimiento y de la injusticia, confiando en que el tiempo mejorará su suerte. El pensamiento de Sandburg es fundamentalmente generoso. No evita siempre, sin embargo, los desfallecimientos expresi­vos. Como Whitman, tiene una fe total en su pueblo. Pero mientras Whitman es, sobre todo, un visionario, Sandburg si­gue siendo un testigo. Uno tiende a la profecía; el otro, a la historia. Sandburg no es casi nunca pomposo o pedante. Con­sigue evitar el simbolismo panorámico de Saint John Perse o la poesía relamida de MacLeish en sus Frescoes, y su Con­quistador.

Ahora bien, cuando sustituye la observación por la visión, se pierde, como todos los idealistas, en la vaguedad. Sus proce­dimientos son a veces ingenuos: la virtud se identifica inde­fectiblemente con los trabajadores; los ricos son inevitable­mente perversos. La voluntad de propaganda hace entonces cojear el poema.

El presente sigue siendo un caos hirviente de vida que el poeta trata de organizar. Smoke and Steel: en la poesía de Sandburg hay ciertamente acero; pero también la humareda del ensueño. Está completamente seguro de que la historia tiene un sentido. ¿Cuál? Es lo que trata de determinar sin lograrlo. Parece encaminarse hacia un juicio final, tras el cual el paraíso reinará en la tierra; pero cada vez está obli­gado a interrumpirse: el camino conduce al vacío, y los in­terrogantes subsisten. En Hugo, a quien recuerda a veces, una magnífica certidumbre en ese juicio asentaba sobre bases in­destructible el discurso poético. Sandburg no da esta impre­sión de solidez inquebrantable. ¿Es porque su nombre sig­nifica iicastillo de arena»? Da la impresión de reconstruir incansablemente lo que cada noche el viento amenaza destruir.

América del Norte es, en efecto, un vasto mar • de sar­gazos, un hormiguero de formas vivientes e irreconciliables. Así, la poesía de Sandburg. Su doctrina se esfuma cuando se intenta asirla. Se disuelve en movimientos tumultuosos, de los que únicamente se desprende la seguridad reiterada de que conducen hacia la sociedad utópica de mañana y hacia la

39

Page 42: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Nueva Jerusalén. Otro poeta norteamericano, Harl Grane, ha ensayado evocar asimismo el mito de América. Si, como Sand-burg, tampoco lo ha logrado, y murió de su fracaso, es de­bido quizá a que América es su propio mito. Tratar de sinte­tizarlo, es condenarse a una dispersión irremediable. Todo pensamiento y toda forma precisa quedan excluidos.

Con ello se explica la suelta prosodia de Sandburg. Mas-ters y él, rompiendo con la lengua poética tradicional, llegan, con perjuicio de la forma, a una especie de compromiso con la prosa. La realidad se identifica con lo incidental. Ya no hay integración ni análisis. Su significación es raramente lúcida, ajustada; es el lector quien debe penetrarlo. ¿No es curioso que Sandburg tenga entre sus familiares a uno de los fotógra­fos más famosos de los Estados Unidos? Pues la afinidad entre sus técnicas respectivas es indudable: loy poemas de Sand­burg se parecen a un álbum de excelentes fotografías reuni­das un poco al azar. Cada uno de los retrato? es un éxito; el parecido en los detalles es asombroso. Pero el conjunto ca­rece de composición. La materia prima no basta: el arte exige una purificación, una elección, una síntesis, a las que no se ha prestado el simple inventario de la nación

Los nombres propios, nombres de batallas o de ríos, de montañas o de ciudades, invocados como talismanes, ¿iban, pues, a fracasar, a confesarse impotentes de dar a Norteamé­rica conciencia de sí misma, en su doble realidad geográfica e histórica? En el momento en que Sandburg se encaraba con esta pregunta, era urgente contestarla. Convenía que se afir­mara un nuevo nacionalismo ante los sínt.omas cada vez más alarmantes de la crisis mundial. El propio gobierno, inquieto, terminó por organizar el Federal Writers Project, consagrando a todos los escritores disponibles al recuento de las riquezas de la nación. Pero Sandburg, que diera poco antes el ejemplo en esa dirección, ya había empezado a desbrozar un camino nuevo. Existía un nombre, cuyos sortilegios no se habían aún agotado, cuya eficacia de representación había quedado in­tacta, y quizás agrandada, el nombre más importante de la historia del país: el de Lincoln. Y Sandburg se volvió ha­cia él.

40

Page 43: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

^ A N D B U R G había crecido en Illinois, donde Lincoln pasó una gran parte de "su vida. Lo mismo que él, había empezado por el trabajo manual. El recuerdo del alto hombre flaco en traje negro seguía vivaz por doquier. En Galesburg se recor­daba el debate público entre Lincoln y su adversario político Douglas. El primer poema que el joven Cari se aprendió de memoria era el que le gustaba particularmente a Lincoln. A medida que pasaban los años, la llamada se fué haciendo cada vez más clara.

Se trataba para Sandburg de suscitar América, de hacerla consciente de sí misma, de subrayar su diversidad y, al mis­mo tiempo, de redescubrir su unidad. Para semejante tarea precisaba un centro, un símbolo de convergencia. Los tra­bajos de Helen Tarbell ayudaron, ciertamente, a la lenta cris­talización que se producía en Sandburg. Tras las investiga­ciones biográficas de los historiadores se perfilaba la vasta calma de la vida rural norteamericana y lo que ella podía contribuir en la formación de un hombre como Lincoln: co­raje, afán de independencia, sentido del humor, astucia, amor a la patria.

Sandburg se dio cuenta de que Lincoln era un «hombre representativo» por excelencia, el producto de la multiplicidad de influencias y tendencias que explican a los Estados Uni­dos. Comprendió que Lincoln había sido muy sensible a las palabras y a las costumbres de las gentes que le rodeaban. Por lo tanto, esas gentes, sus hogares, sus ocupaciones, sus can­ciones, proverbios, escuelas, iglesias, opiniones políticas debían ser descritos con la incesante sugestión de la transformación que acompaña sin descanso la vida de los pioneros. Ese fué el telón de fondo sobre el que se desarrolló, creció y se acabó la vida de Lincoln —vida que fué a la vez modeladora y modelada—. El retrato de un hombre iba, pues, a convertirse al mismo tiempo en retrato de una nación.

Sandburg puso manos a la obra. Seguía trabajando en el Chicago Daily News. Se reservó tres meses por año para

41

Page 44: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

hacer giras de conferencias o re­citales de canciones populares, y organizó sus itinerarios de modo que se encontrara cerca de todos los centros de docu­mentación posibles a propósito de Lincoln. Leyó cuanto se ha­bía escrito sobre una personali­dad cuyos comentaristas no son inferiores en número a los de Napoleón y Bismarck. Compró miles de libros. Cuando encon­traba páginas susceptibles de servirle, las arrancaba y amon­tonaba los esqueletos de esos volúmenes en el granero. Los amigos que iban a visitarle en verano, lo encontraban en el jardín, trabajando en pantalo­

nes cortos, sandalias y visera. Los dos volúmenes de Praírie Years (Años de la pradera)

aparecieron en 1926. Trece años después aparecieron otros cuatro volúmenes, los War Years (Años de guerm). En conjun­to, más de 3.000 páginas, la obra más importante que se haya consagrado a Lincoln.

Tristes especialistas se lamentaron: Sandburg había hecho más obra de poeta que de historiador: había acumulado tes­timonios sospechosos; se había servido de materiales cuya au­tenticidad no había comprobado; atribuía a Montesquieu una frase de Tocqueville; cometía otros varios errores de ese gé­nero; había demasiadas frases pegadas las unas a las otras mediante punto y coma; en una palabra, como siempre, el mineral no había sido extraído de su ganga.

La mayor parte, sin embargo, se rindió a la evidencia: era una obra monumental. Sandburg no la había escrito para los historiadores, sino para el gran público. Quería hacerle cono­cer los años de la Guerra Civil que habían marcado la crisis de crecimiento de la nación. En efecto, es toda una época

42

Page 45: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

la que resucita en esos interminables volúmenes, retumbantes de tumultos y de confusión, época braceada, empujada, pa­teada por los hombres que la habían vivido. En el centro de ella, Lincoln. No como lo había legado a. la nación una tradición ya acreditada, sino viviente, con toda su dignidad, su bondad, su humor, su paciencia cortada por brusquedades, sus vacilaciones y su gran obstinación, las dificultades, las respon­sabilidades, el aburrimiento y la terrible monotonía de su car­ga. Un hombre del terruño y del cielo azul, curvándose bajo el peso de su tarea, pero no abandonándola nunca.

Sandburg ha hecho de la vida de Lincoln una saga, a la manera de sus antepasados nórdicos. No ha olvidado que su héroe era el hijo de un carpintero, y que fué asesinado un Viernes Santo. Todo lo que ha oído durante su juventud èn Galesburg o recogido después viajando por el país, está pre­sente en su obra. Ni un solo eco, ni una anécdota son omi­tidos. El texto está dispuesto en secciones breves, a fin de facilitar la lectura. Hay en cada página expresiones revelado­ras, que iluminan de golpe al personaje. El método sigue sien­do el mismo: un impresionismo por acumulación. El con­junto brota de los detalles incansablemente superpuestos. Abundan las largas listas homéricas. Sandburg se deja arras­trar por la embriaguez de las cosas y de los hombres con la misma energía que en su poesía. Pero aquí la prosa robusta y sabrosa, la simplicidad de la presentación, la rapidez de un movimiento que triunfa sobre toda dilatación consiguen im­poner un estilo. Por eso ha podido decirse que el Lincoln de Sandburg es la primera epopeya americana.

Whitman había igualmente escrito y cantado para el pue­blo. Si, en su conjunto, ha sido más escuchado que su sucesor, a pesar de una doctrina tan vaga cómo la suya, es segura­mente porque su personalidad se ha proyectado en seguida sobre el primer plano, y porque su brillantez ha disimulado todas las imperfecciones de la obra. Su voz nos habla directa­mente, su mensaje se dirige a cada uno de nosotros. Tenemos así la impresión de participar en un poderoso diálogo y de ser el objeto de un interés particular que nos arrebata y nos colma.

•Và

Page 46: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Sandburg, más modesto, se ha eclipsado demasiado a sí mismo. El periodismo ha acentuado su tendencia al reportaje. Como resultado de ello, su poesía no ha obtenido el público que esperaba. Incluso entre las clases instruidas, ha encontra­do escasa resonancia. Los modelos del momento son distintos, reservados, aristocráticos, abstractos. Norteamérica se encuen­tra todavía en su período simbolista: la poesía demasiado «comprometida» no le interesa. Sandburg ha ejercido una con­siderable influencia literaria; pero es, sobre todo por su téc­nica del reportaje rápido, discontinuo, y por la generosa aco­gida que ha hecho en su obra al lenguaje palpitante y co­tidiano. Poetas, como MacLeish, Langston Hughes, quizá Ste-phan Vincent Benet y Kenneth Fearing, novelistas como Dos Passos, han sabido sacar partido del ejemplo que les había sido propuesto.

Whitman había escrito: «El pueblo de estos Estados, en la conversación, en los discursos y los escritos populares, ape­tece la soltura sin frenos, la grosería, el vigor, los epítetos hen­chidos de vida, los expletivos, las palabras de oprobio, de re­sistencia.» Sandburg ha respondido a ese llamamiento; y ha satisfecho ese apetito. Su poesía en mangas de camisa, brutal y humana a la vez, desfila interminablemente, como antaño los grandes rebaños de bisontes frente a los trenes inmo­vilizados.

Sería un error no ver en ella más que masa y repetición. Sandburg es también un poeta de brumas, de matices, con una paleta delicada y casi oriental. Su poesía, a menudo si­nuosa, fluida y cantante, sabe cuándo conviene ser gnómica y lapidaria. En los mejores momentos, brota de ella un fres­cor concentrado, una visión inocente y poderosa de la civili­zación o de la naturaleza. La influencia del misticismo nór­dico se conjuga con la vulgaridad visionaria y con el vigor juvenil de la era industrial americana. Y esta poesía que se busca a sí misma es quizá, más todavía de lo que ha sos­pechado Sandburg, la imagen fiel de un país que todavía no ha cobrado conciencia de su propio ser.

(De Cuadernos, sept.-oct. 1957.)

"A

Page 47: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

WHISTLER Y SARAS ATE

por Guillermo Bergnes

F I ...-[ N la exposición anual de la Sociedad de Artistas Bri­

tánicos de Londres, en el verano de 1885, el pintor norteame­ricano James McNeill Whistler contribuyó a la misma apor­tando entre varias obras suyas, como la más destacada y principal pieza, exponiéndolo por primera vez al público, el retrato del violinista español Pablo Sarasate.

Los biógrafos del pintor, entre ellos el artista también nor­teamericano, Joseph Pennell, que tanto contacto y amistad tuvo con Whistler, Mortimer .Menpes, discípulo del maestro y bió­grafo, como el crítico francés Théodore Duret (de quien Whis­tler hizo un importante retrato, arreglo en negro y color de carne, hoy en el Museo Metropolitano de New-York), nos di­cen bastante de tal obra whistleriana y de su presentación a la pública opinión.

Sarasate daba en Londres sus conciertos de violin en el Saint James' Hall, y la visión que ofrecía, visto desde el pú­blico, fué la de que Whistler trató de interpretar en su obra.

Un efecto pictórico, una figura de pie vestida de frac, si­tuada en una semioscuridad en la que destacarían como notas claras, pechera y puños de la camisa y los tonos de las carnes de cara y manos, figura que sostiene en sus manos un violin

45

Page 48: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

y su arco, en posición horizontal algo alzada a la derecha del espectador, dispuesto a tocar su músico instrumento.

Es el Sarasate' en la plenitud de su arte y de su fama, joven, ojos grandes, bigote y melenas negras, éstas desorde­nadas, con algunos mechones sobre la frente, con cierta se­mejanza a Whistler, quien siempre llevó su cabellera en des­orden, pero un desorden complicado, resultado de una rebus­ca efectista.

Tomamos por verídica la afirmación de varios comenta­ristas de que Whistler no se interesaba por la músicas que no entendía, admirando en Sarasate la agilidad de ejecutante y el dominio técnico del violin, que atentamente pudo observar durante las sesiones de pose para el retrato, en las que al­gunos ratos Sarasate tocaba para Whistler.

Y por cierto, también tenemos que Sarasate no se inte­resaba ni atendía la pintura, aunque Whistler le hubiese de­corado una habitación en su casa de París.

Lo mismo sobre el poco interés de Sarasate por la pintura e incluso por su propio retrato, nos lo dice Duret.

El amante de la pintura en el arte de Whistler, de quien tenía algunas obras, era el manager Goldschmidt, que segu­ramente jugaría su parte en la gestión diplomática para con­certar la ejecución del retrato.

En el año 1885, instalado Whistler en su estudio de Lon­dres,* en el N.° 13 de Tite Street, el artista Pennell relata en sus memorias que al recibirle Whistler en su primera visita le llevó a través de un oscuro pasadizo, al fondo de la sala, después de unos escalones, una sala o habitación iluminada, y allí, en su caballete, el retrato de un hombre de pequeña estatura eon un violin en la mano. El Sarasate que no creía hubiese sido visto nunca fuera del estudio.

Whistler se paró en el pasadizo, preguntándole su parecer sobre el cuadro enmarcado por la oscuridad.

«No recuerdo sus palabras como yo desearía —sigue di­ciendo—, pero quedé sobrecogido por la dignidad de la pin­tura y sin recordar más sobre lo que Whistler pudiera decirme.»

«Tengo mis dudas desde entonces, he tenido largas con­versaciones con otros artistas cuando el retrato fué colgado

46

Page 49: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

en la Exposición Memorial de Londres, junto al retrato de su madre y el de Carlyle, donde en cierto aspecto aparecía pe­queño y de menor importancia. Mas me he convencido de mi error.» «Solo, tal como lo vi en el estudio, o como puede apreciarse en una reproducción, es de la mayor dignidad.»

«Con el fin de conseguir su completo y propio efecto debería ser colocado solo, como lo son «Las Meninas» en Madrid.»

«Al,lado de la «Madre» y el «Carlyle», ambos pintados bajo la completa luz del estudio, necesariamente pierde algo. Lo que Whistler se propuso hacer y en lo que tuvo éxito fué pintar al hombre en la oscura plataforma del concierto, como el público le vería.»

Queda dicho ya que Sarasate tocaba algo durante las se­siones, lo que indudablemente ayudó a Whistler para inter­pretarlo con énfasis y fuerza.

Es conveniente recordar que el «Carlyle» y la «Madre» no son de tamaño natural en realidad. Lo parecen según fué el intento de Whistler.

El «Sarasate» tiene otro propósito. Intencionadamente debe parecer más pequeño^—también viene diciéndonos Pennell—, menos que de tamaño natural, como debería aparecer a la con­currencia a los conciertos al ser visto desde lejos en el escena­rio teatro del concierto.

Whistler, cogido del brazo de alguno de sus visitantes y llevándole al pie de los escalones del oscuro pasadizo, desde donde contemplar el retrato, les llamaba la atención sobre los efectos y calidades del cuadro, el empaque del retratado, a la firmeza de la pose, etc.

Este «Sarasate», que al tiempo de ser expuesto recibió no ciertos favorables comentarios, y de los que Whistler decía: «Me critican que he pintado a Sarasate en un almacén de carbón y otras estupideces por el estilo. Yo solamente sé que él aparecía como se ve en mi cuadro cuando le vi tocar en Saint James' Hall.»

Otro comentario suyo sobre el retrato solía ser: «Esperad a que el «Sarasate» sea tan viejo como la «Madre», con una su­perficie o capa de barniz que lo haya dulcificado, entonces usted lo llamará mi obra maestra.»

47

Page 50: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Agrupemos, pues, este retrato a los producidos en la época de sus grandes telas en este género y en la de su plenitud, como los ya citados de la «Madre» y el «Carlyle», aunque de ellos difiere en un aspecto.

Los ambos citados, los modelos aparecen siluetados en os­curo contra un fondo más claro, el Sarasate está representado en negro contra un fondo negro profundo de efecto lejano' y misterioso, aquellos fondos tan característicos de algunos de sus retratos que tanto amó pintar, llevando a una realización pictórica su teoría de que las figuras debían dar la sensación de moverse y estar «dentro del marco», «no salir del marco».

Tal fué el problema que Whistler se planteó y resolvió ple­namente. Técnicamente es de una ejecución apretada y ce­ñida, fuertemente construida y modelada la cabeza, en la que se advierte la enseñanza derivada de los antiguos clásicos españoles, Velázquez, que aunque Whistler en su proyectado viaje a España no pasara de Fuenterrabía y no viese, por lo tanto, a Velázquez en Madrid, por las otras obras del maestro sevillano que él conocía, vistas en Inglaterra, Francia, Italia, siempre lo consideró un gran maestro y frecuentemente hacía patente su admiración, sin que en el retrato del violinista aparezcan las influencias de gusto y arreglo composicional japonés, tan prominentes y característicos en muchos de los retratos e incluso composiciones y otras obras de toda su producción.

Pasado ya el «Sarasate» a los Estados Unidos figuró en una Exposición Memorial de Whistler en el Metropolitano de New York, causando fuerte impresión y recuerdo a competen­tes en pintura. Y hoy, después de los vaivenes y azares de la suerte que muchas obras de arte sufren, hasta hallar un fi­nal definitivo, brilla como joya en el Carnegie Institute de Pittsburg.

48

Page 51: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

LA TERCERA GRAN REVOLUCIÓN

DE LA HUMANIDAD

por f fiarles Frankel

E ' IS probable que ningún suceso de años recientes naya te­

nido efecto tan profundo sobre el estado de ánimo norteame­ricano como el éxito de la Unión Soviética en el lanzamiento de satélites artificiales. Los sputniks han suscitado preocupa­ciones justificadas acerca de la situación de América en la guerra fría y han dislocado algunas de nuestras más delicadas suposiciones relativas a nuestras circunstancias. Y aún más que esto, los sputniks -.—y ahora nuestros propios Explorers— han desatado algunas asombrosas predicciones acerca de lo por venir.

Viajes a la Luna y excursiones de veinte minutos a Moscú, se nos dice, son etapas previsibles para dentro de poco tiem­po en el «progreso» humano, aunque nadie ha dicho todavía de qué manera pudiera lograrse hacer de la Luna y de Moscú lugares más invitadores al aterrizaje. Y hasta se susurra que bien puede la humanidad perder uno de los más venerables temas de conversación, pues pudiera llegarse a gobernarse el tiempo climatológico.

Empero, si las predicciones acerca del futuro del hombre y su fortuna en el espacio exterior tienen un interés induda­ble, cabe sospechar que los satélites tienen también un sig-

m

Page 52: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

niñeado que atañe a asuntos más cercanos a la Tierra y a nuestros intereses humanos. Pues los satélites no son senci­llamente episodios de la carrera de armamentos o vaticinios de novelas científicas convertidos en realidades. Son símbolos de peculiar dramatismo correspondientes a sucesos desarro­llados entre bastidores, en Oriente y en Occidente, en los últimos quince años, de una súbita ampliación de los conoci­mientos científicos y de los recursos técnicos., de una plenitud que representa adelantamiento extraordinario de la inteligen­cia humana y del humano poderío. Y este adelantamiento de la mente humana tiene consecuencias sociales y morales, ade­más de tecnológicas. Los sputniks son señales sobre los cielos de que la escena humana habitual está cambiando algunas de sus características fundamentales y que estamos viviendo en medio de una revolución fundamental de los asuntos hú­manos.

Hace unos 25.000 años tuvo lugar una «Revolución Agrí­cola» que mudó al hombre de cazador nómada y comedor de frutos silvestres en cultivador tenaz de sus alimentos. En la segunda mitad del siglo dieciocho comenzó una «Revolución Industrial» con resultados que aún no hemos conseguido asi­milar por completo. Estas dos revoluciones se iniciaron como cambios introducidos en las ideas y en las herramientas em­pleadas anteriormente por el hombre para ajustarse a la na­turaleza. Acabaron por cambiar las relaciones de unos hom­bres con otros, sus puntos de vista morales y políticos y la misma sustancia de cuanto hasta entonces se juzgó estimable en esta vida. Es fácil dar importancia desmedida a sucesos que acaecen en nuestros días, pero la revolución que se ha desatado durante los últimos quince años debe ser colocada en compañía de las que he citado para poderla juzgar en ade­cuada perspectiva.

De hecho, teniendo en cuenta las fuerzas naturales a las que ha dado suelta, y la velocidad con que lo ha hecho, la actual mudanza en la relación del hombre con el medio am­biente empequeñece por comparación las consecuencias- de las otras dos revoluciones. Es posible creer que sus otras con­secuencias no llegarán a ser taii grandes al correr del tiempo.

50

Page 53: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Hoy, cuando ya hemos tenido tiempo de asimilar los efectos primeros de los sputniks, quizá valga la pena detenernos a reflexionar acerca de las consecuencias sociales de las que a largo plazo los sputniks son heraldos.

Ya podemos atisbar algunas de las consecuencias más evi­dentes. Por ejemplo, la guerra ha cambiado de carácter y ha perdido una de sus funciones tradicionales en los asuntos ane­jos a lo internacional. Dejando a un lado toda discusión mo­ral, la guerra en gran escala no puede ser ya empleada, como ha sido empleada algunas veces en la historia, como instru­mento eficaz incluso del egoísmo nacional. En tanto que el peligro de una guerra nuclear total no se haya disipado con­siderablemente, semejante guerra únicamente puede servir de instrumento a la desesperación total.

Parejamente, el problema suscitado por el aumento de la población del mundo amenaza hacerse más agudo como re­sultado de los progresos de la medicina y de la tecnología que pueden predecirse con seguridad casi total de no errar. A lo largo de la historia, la raza humana ha tenido que luchar para evitar la disminución de sus números. Hoy el problema es el del aumento de la población.

Pero la guerra y el crecimiento de la población del mundo son problemas que nos son relativamente bien conocidos, aunque el castigo previsible, si no acertamos con su solución, haya aumentado repentinamente en proporciones incalcula­bles. La actual revolución de los asuntos humanos es muy po­sible que acarree otros cambios a los que se ha dedicado me­nos estudio hasta ahora. No es uno de los menos importantes la posibilidad de posibles mudanzas en los métodos de orga­nizar el trabajo humano como consecuencia de nuevos proce­sos industriales tales como el trabajo automatizado.

Una de las consecuencias posibles de este proceso auto­matizado pudiera ser, por ejemplo, un rápidc aumento en la proporción de obreros especializados con relación a los no especializados. Significa esto la aparición de gran número de asuntos a los que los sindicatos industriales tendrán que pres­tar atención y de problemas nuevos, tanto para los dirigentes laborales como para los regidores de empresas industriales.

51

Page 54: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

De igual importancia puede ser el efecto que la fábrica auto­mática puede tener sobre la distribución de las horas de tra­bajo. Como ha indicado el in­geniero inglés Landon Good­man, el costo de montar estos procesos automáticos de fabri­cación pudiera resultar tan cre­cido que, en muchos casos, fue­ra contrario a la economía el trabajar en la fábrica solamen­te ocho horas diarias. Si son muchas las fábricas que en­cuentran necesario t r a b a j a r veinticuatro horas diarias, se se­guirán consecuencias claras de predecir, pues todo, desde la vida particular en el hogar has­

ta la organización de las ciudades, cambiará. Puede ocurrir que incluso la tradicional frase «del día a la. noche» pierda mucha de su fuerza anterior.

Las nuevas maneras en las que el trabajo pueda ser orga­nizado afectarán asimismo los puntos de vista de los hombres con relación a otros sectores de la vida. La mayor parte del trabajo que el hombre ha tenido que hacer a lo largo de la historia ha sido de naturaleza desagradable, y el ocio, o la mayor parte del ocio humano, ha sido prerrogativa de unos pocos. Este hecho ha influido sobre nuestra manera de pen­sar acerca de cómo se debe vivir la vida. Quienes propenden hacia la democracia han mirado con recelo todo cuanto es «inútil». Aquellos que se inclinan hacia la aristocracia juzga­ban lo útil como ligeramente matizado de ordinariez. Mas si el ocio se trueca en prerrogativa de todo el mundo y su pro­blema y los procedimientos industriales automáticos pueden ser empleados para hacer del trabajo humano ocupación me­nos rutinaria y para ofrecer a más trabajadores oportunidad de ejercer sus capacidades individuales y su discreción, la

52

Page 55: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

clara división entre trabajo y ocio llegará a significar todavía menos de lo que hoy significa. Los efectos se dejarán sentir, por ejemplo, y para citar uno nada más, sobre nuestros ideales de la educación «liberal», orientados hoy principalmente ha­cia el ocio, y sobre nuestros conceptos de la educación espe­cializada, la cual es ya anacrónica cuando opina sobre lo que la gente corriente precisa para «estar preparada para vivir».

Mas los nuevos procedimientos de fabricación industrial son parte de movimiento más vasto, el cual implica más hon­das consecuencias que le son peculiares. Durante la mayor parte de los tiempos idos, los progresos de la tecnología eran, en gran parte, independientes de la investigación científica pura. Hasta cierto punto, así ocurrió incluso durante el siglo diecinueve. Mas hoy la tecnología ha pasado a ser casi por completo la hija de la investigación teórica fundamental. Quie­re decir esto que podemos contar con que, en el porvenir, se desarrollarán las innovaciones tecnológicas a velocidad cre­ciente y continuada.

Y llegamos en este punto a la que será tal vez la conse­cuencia de mayor monta de es­ta revolución de los asuntos hu­manos. La alteración en la ve­locidad a la que ocurren los cambios. Pues nada tiene tan rápido y tan íntimo efecto so­bre la manera en que una so­ciedad ejecuta sus quehaceres como los cambios de índole tec­nológica.

Esta aceleración de las mu­danzas representa un reto sin precedentes a la capacidad hu­mana para llevar a cabo ajustes de naturaleza social. Tardó el hombre aproximadamente unos 475.000 años en llegar a la Re­volución Agrícola. Precisó otros 25.000 para alcanzar la Revolu-

Page 56: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

ción Industrial. Hemos llegado a la «Edad del Espacio» en 150 años, y si no podemos predecir a dónde iremos desde aquí, podemos pronosticar que nos moveremos a rauda mar­cha, sea nuestro destino el que sea. Nuestras suposiciones de que las cosas cambiarán y la capacidad de nuestros sistemas social y. nervioso para soportar el impacto de los cambios nacen de la larga experiencia humana. Mas esta experiencia, incluso la del siglo diecinueve, no ha bastado para aperci­birnos para la velocidad de los sucesos que nos aguardan.

Tan extraordinario cambio en el ritmo fundamental de la historia humana quiere decir que será menester que hagamos esfuerzos nuevos y denodados para gobernar el proceso de los cambios sociales. Como demuestran los últimos cien años de la historia de Occidente, los hombres pueden hoy aprender a cambiar a velocidad mucho mayor que antes. Pero, como también pudiera deducirse de estos pasados cien años, hay límites, y es difícil imaginar el día en que los hombres no necesitarán cierto tiempo para ajustarse a condiciones nuevas, para aprender nuevas técnicas y habituarse a nuevas costum­bres, para olvidar las nostalgias y los resquemores que nacen cuando cosas venerables y acostumbradas resultan derrocadas. Todo hombre lleva en la intimidad un conservador, y en el mundo en que vivimos va a tener que ajustarse a muchas co­sas y muchos cambios en proporción sin precedentes.

En consecuencia, si las cosas del pasado que amamos no han de ser destruidas alocadamente, y si las promesas del porvenir han de trocarse en la medida máxima en realidades, parece probable que necesitaremos organismos establecidos deliberadamente para planear socialmente a largo plazo. Por ejemplo, el continuado progreso de las innovaciones tecnoló­gicas bien puede resultar en crisis cíclicas de índole laboral en la esfera tecnológica. Para que esto no acontezca será ne­cesaria la existencia de organismos que prevean qué clase de habilidades y conocimientos se requerirán en el porvenir, que se hagan cargo de continuar la obra de reeducación pro­fesional del trabajador y que regulen el ritmo al que las nue­vas técnicas son aplicadas para que podamos llevar a cabo sensatamente los reajustes precisos. Dadas la velocidad y la

54

Page 57: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

magnitud de los cambios predecibles, no podemos confiar en que el mercado y el sistema de precios resuelvan sin ayuda esos problemas. Las innovaciones tecnológicas suponen cam­bios sociales; y no puede aducirse razón alguna para introdu­cir tales cambios, sean las consecuencias las que sean, como no existe justificación para lanzar al mercado un medicamen­to nuevo y potente sin antes someterlo a examen pericial y a regulación.

La necesidad de ejercer un gobierno más madurado sobre el proceso de los cambios sociales suscita, naturalmente, un punto fundamental. Se trata del conflicto entre la libertad y la regimentación, el conflicto entre la libertad personal y la iniciativa particular, de una parte, y, por otra parte, la nece­sidad, palmaria y creciente, de un más alto grado de organi­zación social. Esta ha sido la cuestión central debatida en la sociedad industrial desde hace más de un siglo. En el mundo que está formando la actual revolución será de igual impor­tancia. Pero los principios que hemos venido empleando ha-bitualmente para tratar de este tema y resolverlo es casi seguro que habrán de ser remozados.

Los peligros anejos a una más completa organización so­cial son evidentes. Puede resultar, por lo menos, en una mul­tiplicación de los estorbos que extenúan la energía individual (formularios oficiales que hemos de cumplimentar, comisiones incesantes, mezquinas tiranías burocráticas). Puede significar la concentración de la autoridad, hasta el punto que resulte imposible su fiscalización. Y acaso la peor de las consecuen­cias posibles sea el cambio de nuestros ideales y de nuestras opiniones.

Sometidos a la presión de una imperiosa necesidad de or­ganizamos, pudiéramos llegar, con lentitud, pero sin dolor, a preferir lo «normalizado» e impersonal y a preferir asimismo al hombre adaptable al sistema que al hombre rebelde al yugo. Si esto aconteciera, podemos perder libertades hoy bien­amadas y no advertir o deplorar nuestra pérdida.

No obstante, el individuo puede resultar aplastado con igual facilidad en la vorágine de la multitud agolpada ante un vagón de metro que, en una fábrica, por tos procedimientos

55

Page 58: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

de producción en serie. Al aumentar la densidad del tránsito callejero resulta necesaria una reglamentación más minuciosa. Y cuando impera la anarquía, o el sistema regulador fracasa, el individuo tiene menos libertad para ir al lugar apetecido y no más albedrío. El problema, en pocas palabras, no es si hemos o no hemos de disponer de una mayor proporción de organización social planeada, sino qué clase de organización hemos de tener. Puede ser centralizada o descentralizada; puede ser desmenuzada en pequeñas unidades o aplicarse úni­camente a las grandes; puede concentrar la autoridad en la cima o puede esparcirla en grado considerable en los niveles inferiores. Y, lo más importante de todo, puede perseguir de­liberadamente el cuidado amoroso de las diferencias indivi­duales y el fomento de los talentos personales. Los peligros de un mayor grado de organización social son claros. Pero la des­organización no ofrecerá coyunturas más propicias a la li­bertad.

Los problemas de la organización social y de ejercer cau­to dominio sobre las consecuencias de las innovaciones tecno­lógicas nos conducen, al cabo, al problema final. Se trata del problema del uso y del abuso de la ciencia, problema éste que se hará paulatinamente más apremiante, según nuestro mundo resulte ser más evidentemente la criatura de la ciencia. En los tiempos por venir, como en los pasados, el hombre se encontrará confrontado por dos posibilidades. La primera, alzar sobre un altar idólatra a la ciencia. La segunda, deni­grarla en importancia partiendo de principios morales y reli­giosos fijos.

Muestras de la tendencia de convertir la ciencia en ídolo han florecido repentinamente alrededor nuestro desde que los sputniks iniciaron sus cabriolas en el espacio. Con palabras esperanzadas que resultan amedrentadoras, tanto los hombres de ciencia como los legos han vaticinado, por ejemplo, que la ciencia pronto podrá cambiar las emociones humanas y los deseos del hombre por procedimientos bioquímicos. Otros han hablado del dominio predecible sobre los principios de «la dinámica de grupos» y de la capacidad de la ciencia para ha­cernos posible la elección de los gobernantes adecuados y

56

Page 59: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

para lograr que los hombres trabajen juntos en armonía. Tales vaticinios representan la resurrección del antiguo

sueño de Platón de que si los filósofos fueran reyes todos los problemas políticos y morales del hombre acabarían. Y des­cansan, precisamente, sobre la misma combinación de inocen­cia política y presunción moral. No existe, desgraciadamente, ninguna garantía de que quienes vayan a recetar esas pildo­ras que pretenden cambiar nuestros deseos y emociones ten­gan los deseos y las emociones que pudieran ser elogiados.

Pero sería grave error desechar la ciencia como inútil para resolver nuestros problemas políticos y sociales. E l ' conoci­miento objetivo de las condiciones y de las consecuencias de nuestros deseos individuales o de nuestras instituciones so­ciales es ayuda excelente para comprender la verdadera na­turaleza de los fines que elegimos perseguir, y de esa manera podemos, con frecuencia, llegar a elegir nuestros fines y nues­tros ideales de manera más inteligente.

Hoy aún más que antaño, el mundo que la actual revolu­ción está creando será uno en el que un proceso de pausado y repetido examen de las instituciones existentes será condi­ción para lograr no ya una vida decente, sino probablemente incluso la supervivencia. Quienes adopten una actitud inmuta­ble en semejante mundo, y quienes nieguen la utilidad del conocimiento científico para resolver dilemas morales y polí­ticos, no serán sino defensores de los dogmas nacidos de su intuición personal. No es razonable, y es ingrato, creer que la sociedad del porvenir deberá estar regida por una selecta mi­noría de sabios disfrazados de peritos en ética. No es menos desagradable imaginar que deberá estar gobernada, bajo dis­fraz semejante, por quienes erigen la ignorancia en diosa, y cuyas pretensiones de pureza ética están basadas en creerse superiores a los procesos de la investigación científica.

Los puntos de vista que la ciencia suscita nos indican, de hecho, cuál es el problema educativo fundamental que la ac­tual revolución nos presenta. Esta revolución es en el fondo el resultado de ideas y de maneras de pensar que han cons­tituido secretos desconocidos para la mayoría de los hombres y de las mujeres más cultos de nuestros días. Resulta de esto,

ñ'i

Page 60: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

en una época que se pretende que es la más «científica» de cuantas ha habido, que la ciencia tiene un matiz de magia para la mente popular. Pero aunque este problema es grave, no carece de solución.

Las dificultades de dar a conocer a los hombres y mujeres de educación universitaria los métodos fundamentales y los ideales de la ciencia contemporánea han sido exageradas des­mesuradamente. Precisan, claro está, el suministrar informa­ción imparcial acerca de los hechos; pero precisan, todavía más, el entrenamiento de la imaginación del lego en ciencias dotado de cultura para que pueda advertir la naturaleza ge­neral de los problemas científicos, aunque no comprenda sus detalles y pueda darse cuenta de la clase de victoria que la solución de esos problemas supone.

Este enfocado imaginativo de la ciencia, que permitiría a más elementos de la cultura moderna el participar, por delega­ción o en otra persona, en los logros más espléndidos de la civilización que comparten, les es posible a muchas más per­sonas de las que hoy lo hacen. Y por encima del problema

de entrenar a más científicos y más ingenieros, el problema descrito es el fundamental de la educación científica.

Al otear en lontananza para descubrir el nuevo mundo que está naciendo es posible, sin du­da alguna, sentirse abrumado por este problema educativo y por otros que el mundo nuevo nos presenta. Puede uno, evi­dentemente, escapar de lo des­conocido, sea riéndose de los satélites artificiales, motejándo­los de pelotas- de tennis sin im­portancia que giran en el espa­cio o concentrándose casi his­téricamente sobre un solo as­pecto inmediato de la cuestión

Page 61: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

(la lucha por la conquista del espacio exterior con miras mi­litares), para dejar caer en el olvido todas las otras cuestio­nes que los satélites artificiales ponen en evidencia con inmen­so vigor. Y puede uno asimismo adoptar una postura apocalíp­tica y suponer que este mundo ignoto que está naciendo va a ser imposible de reconocer. Sin embargo, tales cosas ñumanas como la envidia, la malicia y el egoísmo es muy probable que persistan junto a nosotros, a pe­sar de toda la farmacopea mo­ral que el boticario del porve­nir p u e d a almacenar en sus anaqueles. Y una vez que se disipe la emoción inicial de la novedad, es plausible opinar que la mayor parte de quienes estén ocupados en disfrutar de la luna de miel, preferirán ver la Luna en el firmamento a hollarla con los pies.

Si Utopía no nos espera a la vuelta de la esquina, tampoco es inevitable que los problemas que van apareciendo superen nuestra capacidad para resolverlos. En una época en la que los problemas son casi todos indicio de un incremento en la fuer­za de que dispone el hombre, resultaría extraño deducir seme jante cosa. Hoy el hombre perfila a su gusto su horóscopo y ha iniciado la estampación del sistema solar con su impronta. Si las estrellas que construye son todavía diminutas, y si el hom­bre aún no ha conquistado más que una parte minúscula del espacio, no obstante, lo conseguido, no es poco para un ser crea­do en propincuidad no discutible de la tierra. El mundo que amanece puede conservar nuestras alegrías de antes, y puede ofrecernos otras muchas. La imaginación científica del siglo veinte ha mostrado flexibilidad notable y audacia. No hay mo­tivo en la naturaleza de las cosas para que nuestra imaginación

50

Page 62: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

social no muestre iguales cualidades o para que rio pueda es­capar, como lo ha hecho la ciencia moderna, a conceptos dog­máticos y sin fundamento. Si esto hiciere, podria alcanzar co­sas de mucha mayor importancia que el lanzamiento de saté­lites al espacio.

(Tradución autorizada por el N E W YORK TIMES.)

60

Page 63: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

UNA PINTORA NORTEAMERICANA EN ESPAÑA:

GIOVANNELLA

por Mariano Sánchez de Palacios

\ > O es frecuente la incursión de los artistas extranjeros

en las salas expositivas de pintura de Madrid, Barcelona, Va­lencia, Sevilla, Bilbao y otras poblaciones importantes de Es­paña, aunque tampoco, sea raro encontrar de vez en cuando pintores de otros países, incluso de Oriente, en la vida artís­tica e intelectual de nuestro país. Sin embargo, no hace mucho, Madrid y más tarde Barcelona han podido admirar y establecer un juicio u opinión sobre la pintora Joan Markson, nacida en New York y conocida en el mundo del arte con el italianizado nombre de Giovannella, que puede justificarse por su larga permanencia en Italia cuando su concepto constructivo y de técnica, estilístico y estético, dirigido hacia un abstractismo en cierto modo esclavo y consecuente con eí cubismo lineal y geométrico hubo de hacer un sesgo para entrar de lleno y con arrolladora fuerza persuasiva en la eterna verdad del arte renacentista, deslumbrada por la magnificencia de Miguel Án­gel, de Rafael, del gran Leonardo, cuando no por la elegan­cia de color y bella concepción artística del divino Botticelli, que imprimen a su arte, todavía indeciso, y a sus sentimientos un concepto puramente formal. Era que lo que se pudiera de­nominar ideología artística, credo espiritual y político de su

61

Page 64: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

visión plástica no se había consolidado todavía y fué suficien­te la visión y contacto emocional con los que fueron grandes maestros de la pintura italiana en su gran época —también Italia tuvo sus siglos de oro— para que aquella tendencia avan­zada, modernista y en cierto modo revolucionaria —revolu­ción quiere decir perturbación— disconforme tal vez con su rígido y normalizado entendimiento estético, retrocediendo en el tiempo y en la forma viniera a preparar su ánimo a la ver­dadera inclinación temperamental y constructiva que había de surgir en ella más tarde. Porque es lo cierto que si Italia borra de su inquietud juvenil las preferencias hacia el des­equilibrio de la imagen, hacia una efemérides artística tran­sitoria más sujeta a una moda ambiental que a un estilo, para encaminarla con evidentes posibilidades de triunfo hacia la verdad eterna del arte de un ayer eficiente y constructivo; su viaje a España, y como consecuencia su conocimiento di­recto con la obra de Zurbarán, de Ribera, de Ribalta, del Greco, de Velázquez y, sobre todo, de Goya, harán de ella una apasionada vehementísima de la pintura de fibra y ner­vio, de coraje hispánico, como la que se trasluce al través de los muchos lienzos, que el autor de «Las majas» y de «La familia de Carlos IV» tiene en la soberbia pinacoteca del Prado. ¿Cómo es posible esta evolución tan meditada y sen­tida en la labor de la joven Giovannella? ¿A qué atribuir esta mudanza no sólo de su forma y manera de pintar, sino de sentir? Es lógica esta reacción, este volver en cierto modo a su punto de origen, este viaje de ida y vuelta, de lo abs­tracto a lo clásico, y de lo clásico al firme sentido revolucio­nario y precursivo de Goya, espíritu rebelde, tan filósofo como pintor, y tan artista como psicólogo de la humanidad de su tiempo, de la historia de su época. Goya está lejos, muy lejos, en espíritu y en tiempo a Rafael, a aquella elegancia melosa y dulzona, profundamente bella de una fase renacentista. Goya es el hombre que rompe con el pasado, aunque se halle sedu­cido por su antecesor Velázquez. Goya no es el pasado, ni si­quiera el presente, sino el futuro, como en su tiempo lo fué El Greco, y en nuestros días lo ha sido José Gutiérrez Solana. Goya pinta intuyendo el estilo que ha de nacer poco más tarde,

62

Page 65: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

y si vislumbra la amable sentimentalidad del romanticismo (Francia, 1830, y España, 1835) pone los cimientos para esa pintura efectista y sin detalle que se llama impresionista, y que había de ser el motivo, la fuente y consecuencia del verdadero y lógico sentido renovador y progresivo del arte. ¿Es el Goya de los cartones para la Real Fábrica de Tapices, el de los retratos con ciertas concesiones supeditativas el que emociona y deslumhra a la pintora norteamericana Giovannella? No. El Goya con el que ella se identifica es el que más firmemente hace resaltar su naturaleza española, el artista que lleva a las planchas, al aguafuerte, la famosa serie de «La Tauromaquia», o dibuja los «Proverbios», los «Desastres de la Guerra», los «Disparates» y las famosas pinturas negras, decoración de los muros de su residencia, vulgarmente llamada «Quinta del Sordo», en las cercanías del río Manzanares. Porque Giovan­nella, a^pesar de ese regusto, tal vez momentáneo, hacia el po­sitivismo realista del arte preciosista italiano, que, como he­mos dicho, orienta, o desorienta sus tendencias juveniles, acordes con el momento nativo de su arte en germen, había de volver en retardada evolución al espíritu primitivo, pero mo­derado de una transformación contundente y equilibrada, in­fluenciada por aquella orientación que Goya marcó de una manera ostensible en los años primeros del siglo XIX español. Es decir, que Giovannella es clásica y moderna a un mismo tiempo, pero este clasicismo —hay que llamar de alguna ma­nera la inclinación hacia sus inteligibles pinturas en esta épo­ca simbolista y de convencionales sugerencia1;— hay que su­peditarlo a lo ampuloso de las formas, al desdibujamiento del dibujo, al exceso de luz y colorido, a la abundancia impre­sionista del óleo, en una palabra, a un modo de pintar acorde con los años que corren y que no puede perjudicar, antes bien situar, la fuerte y vigorosa personalidad, artísticamente tan interesante, de la entusiasta pintora Giovannella.

Esta influencia españolista en la obra de Giovannella, que había de borrar las anteriores, la lleva a lo taurino, aunque no sea esa en realidad la temática que mejor definie la psicolo­gía actual del pueblo español. Es tan sólo una faceta costum­brista, pero sí, es cierto, con tanta fuerza que lo arrolla todo,

63

Page 66: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

que todo lo contagia con su dramatismo y con su aspecto he­roico y colorista. Claro está que en Giovannella lo taurino es un pretexto para buscar y encontrar la nota lírica, la poesía hecha. canto y música en la pintura. En Giovannella los cua­dros taurinos son verso y canción flamenca, folklore andaluz. Otra cosa, sin embargo, son sus dibujos o apuntes de lances, suertes o momentos de la lidia, porque el lápiz no captó la realidad de lo sucedido en el ruedo o enarenado redondel, sino que fantasiosa desnudó al torero para buscar la elegan­cia de las formas, el movimiento, el ritmo, el juego entre hom­bre y toro en una armonía estética que acaso nos recuerde aquella ya lejana supeditación admirativa por Miguel Ángel. Y es que Giovannella, en arte, se masculinizó; es decir, alejó de sí misma esa plácida representación pictórica de sus asun­tos triviales y eminentemente decorativos, se abstuvo de re­crear su pincel en los vulgares «bodegones» y en las «natu­ralezas muertas», único tema para los incapacitados o eter­namente fracasados de la pintura. El arte es algo más que un entretenimiento, que un afán distraitivo, que una vulgar me­canización de oficio. Es el reflejo de las emociones e impresio­nabilidad estética de una época, la patente espiritual y pro­gresiva de un pueblo durante un lapso más o menos largo, el proceso continuativo de la general historia de los estilos. Exis­te, por tanto, una responsabilidad moral y artística en el pintor al realizar su obra si ésta ha de quedar de guardia per­manente en el correr del tiempo. Lo malo, lo mediocre, es cier­to que quedará postergado, pero aún así y todo, puede hacer mucho perjuicio. Todos esos artistas de última hora, es decir, los que apenas nacen ya mueren o viven muriendo, son como una lepra del arte. Su propia dolencia estética los elimina, pero antes pueden producir el contagio; son dañinos. Respecto a los otros, a los permanentes, los pintores auténticamente pro­fesionales, que piensan, viven, trabajan y sienten en artista, la responsabilidad —ya se ha dicho— es suma, porque en ellos, en verdad, se encuentra toda la ciencia, el gusto, la au­téntica verdad del arte de sus días, el transcurrir fecundo y noble de un siglo. Ellos son intérpretes y escritores de la his­toria del arte de su tiempo, y a la vez, eslabón de la cadena

64

Page 67: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Sección Gráfica

GIOVANNELLA Y SU OBRA

Estudio en tierras

Page 68: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Una casada

Page 69: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Hombre con mandragora

Page 70: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

El. vencido

Page 71: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Torero

Page 72: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Cristo

Page 73: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Campesino

Page 74: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

El filósofo

Page 75: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

que une lo pasado con lo venidero, puente entre dos tenden­cias o estilos, que tendrán su significación e importancia no sólo en el presente, sino en el pasado y en el futuro, porque ese «hoy» será una consecuencia del ayer y a la vez una justificación del mañana.

Lo más curioso del arte de Giovannella es la libre ex­presión de su personalidad técnica, su autodidacta inclinación, su labor libre e independiente, la nota individualista, en la que si se advierten influencias, están en sí tan lejanas, tan distan­tes, que no han podido aún, a pesar de su fuerza expresiva, justificarse en el momento presente, Giovannella ha ido sola por la vida. En su carrera artística no puede incluirse el nom­bre de un maestro que haya dirigido y alentado sus inclina­ciones, porque nadie sino ella misma fomentó sus ansias pic­tóricas y dio forma, profesionalídad y humano sentir a una emoción creativa, que nació y morirá con ella El arte, el ver­dadero arte, es así. Forma parte de nuestro ser, de nuestra substancia orgánica y vegetativa. El arte es pensamiento y emoción, y estas dos facultades de nuestro yo físico, estas dos reacciones derivativas de cerebro y corazón, sosteniendo y equilibrando nuestro temperamento educativo, nuestros impul-sos_ y reacciones psíquicas, son a la larga las que dibujan y definen la verdadera personalidad.

Hemos hablado ya en otra ocasión de esa tendencia es­pacial en las pinturas de Giovannella; es decir, cierta inclina­ción a la pintura mural, a la decoración de paredes. Giovan­nella no puede supeditar su arte a estrechos límites de un cuadro de normales dimensiones. Necesita, como quien dice, salirse del marco, buscar nuevas perspectivas a sus retratos o figuras. De ahí, tal vez, que Giovannella no haya intentado, siquiera sea por curiosidad plástica, el ejercicio pictórico del paisaje.

Aún es pronto, sin embargo, para clasificar el estilo en el arte de Giovannella, puesto que es demasiado joven, y es además indudable que el medio ambiente influye en nuestro ánimo y sobre nuestro carácter, sobre nuestros gustos y pre­ferencias estéticos, y si fué una en Nueva York, otra en Italia, y distinta a la vez en España, es decir, que se aclimató a la

(¡S

Page 76: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

atmósfera de cada lugar geográfico vivido, ahora que ha re­gresado a los Estados Unidos es posible que una nueva co­rriente impulse su pintura. Pero no podemos aventurar jui­cios; sus cuadros de hoy son los que nos hablan de ella, y querer averiguar lo que será el porvenir es empresa que se sale de todos los conocimientos humanos. Lo que no tiene duda es que la influencia de Italia y de España, cunas del arte en la civilización y en la cultura de Occidente, han te­nido una gran fuerza emocional en su obra, tanta que de esta fusión italo-hispánica ha surgido su estilo personal, que la identifica y difiere de otros artistas contemporáneos.

No deja de ser curiosa esta dedicación de Giovannella al arte desde su niñez. Ello dice de la agudización de su sensibi­lidad y de su temperamento, de su nativa predisposición a todas las actividades creativas y del espíritu. ¿Qué impresión habrá dejado en Giovannella aquella su primera visión cons­ciente del mundo que le rodeaba? ¿Qué huellas, todavía per­durables, había dejado en su ánimo y en su corazón, su pri­mer contacto con el arte? Sus primeras demostraciones artís­ticas, ingenuas, inocentes y puramente infantiles, no son sino el encuentro con la realidad circundante, la primera mani­festación de su impresionabilidad y agudeza para ver lo su­gestivo y arráyente del paisaje espiritual y poético que se di­visa desde el gran ventanal de sus pocos años, por eso asombran e impresionan más esas pinturas blancas y negras de su ju­ventud —juventud hasta ahora que es toda su vida—, que bajo el imperio simbólico y pensativo de aglomeraciones de moti­vos —¿acaso un barroquismo novecentista?—• penetran en la órbita surrealista al amparo de modernas tendencias, de direc­trices estéticas, en realidad acordes con el momento en que Giovannella vive. Sería pueril a estas alturas reconocerse re­trógrado, y aunque nuestras preferencias y gustos se inclinen a lo pretérito, a la belleza realista de líneas y color, no pode­mos ni debemos substraernos a la obligada evolución y ritmo de los tiempos actuales, y no hay que olvidar, ello es muy im­portante, que Giovannella ha nacido en pleno desarrollo y floración de las tendencias modernas, que podrán ser discu­tidas y hasta atacadas, pero que indudablemente responden a

66

Page 77: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

una necesidad renovadora y si se quiere revolucionaria, al bo­rrón y cuenta nueva que es base de todos los movimientos estéticos. Creemos que el arte nuevo, arte de planos, geome­tría, de líneas, deshumanizado y frío, pasará como suelen pa­sar todas las fiebres o las epidemias, pero algo había de que­dar para las orientaciones futuras. El arte es movible, girato­rio, y esta continua rotación en torno de su eje, que es la emo­ción reproductiva, el afán de interpretar la visión subjetiva y panorámica del vivir del universo, no tendrá más remedio que adoptar en rigurosa medida selectiva, aquellas «ideas», que constituyeron una escuela o un estilo. El arte del mañana no sabemos cómo habrá de ser, porque ello depende de la sensibi­lidad y cultura de las generaciones que han de sucedemos, pero es indudable que esa estilización o esquematización será como el andamiaje sobre el que habrán de trabajar los artis­tas de los tiempos venideros. Por eso, la influencia de arte ac­tual en los Estados Unidos, arte expresivo, de rotundas afir­maciones íiovecentistas, sincopada modalidad de todas las armonías, y cosa rara, de todos las inarmonías también —en el color hay sonido y expresión orquestal—, tendrán que ejer­cer una influencia en el ánimo y en la conclusa formación es­tética de Giovannella, que, a pesar de todo, no podrá consi­derarse al margen de todas las posibles, por no decir seguras, innovaciones que exija el ambiente, los sucesos incluso polí­ticos, históricos y sociales a que está sujeto el mundo. No se olvide que no es el hombre quien hace a las circunstancias, sino éstas quienes hacen y dirigen casi siempre las actividades del hombre. Europa cambió sus costumbres tras la guerra de 1914-18, y se modificaron también, tras la segunda y última Gran Guerra. Ello quiere decir que la vida futura del mundo no depende de nosotros, sino de las circunstancias, de las efe­mérides y avatares que rijan y presidan la vida de los países que componen el bloque civilizado del globo terráqueo.

Las formas expresivas de la actual inquietud pictórica de los Estados Unidos, que no desdeña las enseñanzas cubistas, y todas las manifestaciones de su moderno y avanzado con­cepto de la vida, raramente podrán aislarse en la receptiva visión y comprensiva asimilación estilística de Giovannella.

67

Page 78: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Claro es que junto a los pintores avanzados, estéticamente li­berales e independientes, estarán también los modernos y conservadores, los que políticamente militan en el orden y en la serenidad, por lo menos aparente, de las ideas. Porque también —ya lo hemos señalado—• el arte tiene su política, pero no una política de acción en su verdadera acepción, sino una política en el orden técnico ejecutivo de la obra. Hay nombres que pesan mucho en la atmósfera artística de Norte­américa : Isabel Bishop, Paul Cadmus, La Lorraine Albright, Hodger Cahill, Joseph Pickett y Grant Wood, son elemen­tos más que suficientes, si no existiera un gran plantel, de artistas jóvenes conscientes de su alta misión creadora, para marcar una orientación y un camino, difícil de soslayar, por los que intenten avanzar hacia metas artísticas.

En principio, todo arte merece atención y respeto, y si es noble y honradamente concebido habrá que estudiarlo, ana­lizarlo en sus menores detalles hasta encontrar la obligada jus­tificación. Si, por el contrario, responde a una «postura» con­vencional y acomodaticia, interesada y mercantil, carente de ese juego divino de la inspiración y sentir humano, si no es otra cosa que el gesto rebelde y destructivo de un amargado o de un incapaz, también tendremos que estudiarlo para re­batir con sensatas aseveraciones, la fuerza demoledora y ne­gativa que lo hizo nacer. El arte, ya lo dijo Elbert Hubbard, no es una cosa, sino un camino, y para transitar por él hace falta el necesario salvoconducto. Giovañnella es ya una rea­lidad, pero al mismo tiempo es una incógnita en su futuro. Esperemos, confiemos en ella y en su arte, porque hasta ahora sus pinceles nos han dicho mucho sobre ella y sobre su sensi­bilidad y temperamento, nos han dicho que el arte en la mu­jer es algo más que un vulgar motivo de distracción o entre­tenimiento. El mundo está ya un poco cansado de esos men­sajes pictóricos al través de unas flores, de unos monótonos e insulsos bodegones, o de esas naturalezas muertas, tan muer­tas que ya no tienen cabida en ningún sitio.

60

Page 79: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

LA COMEDÍA MUSICAL NORTEAMERICANA

por Irving Sablosky

F i iL género teatral favorito de los Estados Unidos es indu­

dablemente la comedia musical, nacida en el Broadway neo­yorquino. Oklahoma] (nombre que no necesita traducción) es un buen ejemplo de la popularidad que puede conquistar una obra de ese tipo. Con música de Richard Rodgers y libro de Osear Hammerstein II, se representó ininterrumpidamen­te 2.248 veces en el Broadway durante seis años, a partir de 1943. Mientras seguía el éxito en Nueva York, se quiso dar a conocer Oklahomal al resto de la nación, y para ello se for­mó una compañía que pudiéramos llamar de la legua, la cual viajó durante ocho años, actuando ante unos siete millones de personas. Ya se ha llevado esa obra a la pantalla en una pelí­cula que se proyecta con gran 'éxito en todo el país.

El caso de Oklahomal es notable, pero no único. Entre las comedias musicales cuyo triunfo ha sido casi tan grande po­demos citar Show Boat (El teatro flotante), de Jerome Kern; Annie Get Your Gun (La reina del Oeste), de Irving Berlín; Kiss Me Kate (Dame un beso, Kate), de Colé Porter; Guys and Dolls (Muchachos y muñecas), de Frank Loesser, y South Pacific (Al sur del Pacífico), Carousel (Liliom) y The King and I (El Rey y yo), de Rodgers y Hammerstein. La mayor par-

69

Page 80: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

te de ellas han tenido una historia análoga: un estreno en un .teatro del Broadway neoyorquino; una larga serie de repre­sentaciones allí, mientras otra compañía daba a conocer la revista al resto del país, con tal éxito en algunos casos en ciu­dades como Chicago o Los Angeles que resultaba necesario formar una tercera compañía para que la obra se representa­ra en todas las principales ciudades de la nación; una versión cinematográfica, ampliamente difundida gracias a la buena organización de la industria del séptimo arte; y representa­ciones por compañías teatrales independientes, tanto profesio­nales como de aficionados, en toda la extensión del país.

Esas comedías musicales no se parecen del todo a las que se suelen representar en otras naciones. Contienen elementos del music hall inglés, de la ópera francesa, de la opereta vie­nesa, de las sátiras políticas alemanas, y hasta de la ópera italiana y del ballet. Esos elementos extranjeros se han mez­clado con el jazz, la ópera cómica, la farsa, la pantomima y las canciones de Norteamérica, para no mencionar la manera de hablar y las costumbres de ese país, creándose así un gé­nero de teatro musical tan singular como propio.

Al examinar el origen de la comedia musical norteameri­cana, no se debe pasar por alto el hecho de que su evolución no tenga paralelo en la historia cultural de Europa. En esta parte del mundo hubo desde un principio dos estilos opuestos en eJ teatro musical: el aristocrático y el popular. La ópera fué creada por los cortesanos. La ópera cómica nació a manera de protesta popular contra la "petulancia y el engreimiento en que se desarrollaba la ópera palaciega. En Inglaterra, por ejemplo, cuando la ópera italiana estaba en su apogeo, The Beggars Opera (La ópera del mendigo), de John Gay, se con­virtió en la sensación de Londres, hacia 1725 En ella se pu­sieron en solfa los espectáculos importados con una obra na­turalista y de lenguaje local acerca de los bajos fondos londir nenses; se lanzaron algunas pullas a los políticos de la épo­ca, y se creó el género de ópera a base de canciones, espectá­culo popular con música derivada de las copias en boga._

La ópera ligera y la comedia musical no son lo mismo, aun­que hayan influido una en otra. Según ha señalado Gilbert

70

Page 81: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Chase, los más famosos compositores norteamericanos de co­medias musicales han tenido una preparación musicat a base de la música popular de su patria, en tanto que los composito­res norteamericanos de óperas ligeras que han alcanzado ma­yor éxito se han educado en la música europea, por haber na­cido en Europa o por haber ido a esa parte del mundo para adquirir educación musical. Cecil Smith hace la siguiente dis­tinción: «La comedia musical se diferencia de la ópera cómi­ca y de las variedades (en el sentido clásico) por su directa y heterodoxa asimilación de las canciones, las costumbres y los bailes nacionales.» En otras palabras, la ópera cómica tiene sus raíces en la música artística, en la ópera misma, en tanto que la comedia musical tiene las suyas en la música popular y en las costumbres del común de las gentes.

Así, cuando La viuda alegre, de Franz Lehar, fué acogida con entusiasmo en Nueva York en 1907, revolucionó el con­cepto de la danza en las comedias musicales norteamericanas. Pero el resultado no fué que los compositores introdujeran valses vieneses en sus revistas. Hizo comprender a los crea­

dores de comedias musicales que los bailes populares norte­americanos podían tener gran aplicación en la escena, en lu­gar de los pasodobles, las con­tradanzas y las frivolas acroba­cias que hasta entonces habían servido rutinariamente para ocupar el lugar de la danza. De tal manera pasaron a formar parte de la revista musical el fox trot y el charleston, y con ellos bailarines como los Castle, los Astaire y los Champion.

Lo nacional tardó más en cristalizar en. la música que en la danza y en el diálogo. En las primeras revistas musicales nor­teamericanas se imitaba el es-

71

Page 82: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

tilo musical de las numerosas obras importadas de Inglate­rra en el siglo XIX, -y aquel estilo era tan poco natural, en comparación con el lenguaje y la manera de vivir populares de los norteamericanos, como el de la ópera ligera francesa o alemanas. Hasta.que el jazz ganó terreno y fué aceptado como idioma' musical netamente norteamericano, no pudo la comedia musical reunir todos los recursos de música, bailes y costumbres nacionales. El habla peculiar, rápida, espasmó-dica y chapurreada del norteamericano de las grandes ciuda­des, así como su soledad y nostalgia circunstanciales, encon­tró un perfecto ambiente musical en las frases y las inflexio­nes del jazz. Con el cultivo del estilo del jazz se aproximó a su madurez la comedia musical norteamericana, cuyo desarro­llo desde la primera década .del siglo XX ha consistido prin­cipalmente en la tarea de sazonar, pulir y unir sus recursos, ya del todo propios.

Esa fase de madurez empieza, casi con el siglo, en las re­vistas musicales de George M. Cohan. Acostumbrado desde pequeño al ambiente de las mismas (no en vano actuó de niño con sus padres y su hermana bajo el nombre de los Cua­tro Cohans), Cohan estaba convencido de que los Estados Unidos poseían talentos y disponían de fuentes para la. crea­ción de revistas musicales superiores a las que se importaban de Inglaterra y otras nac'ones europeas para satisfacer las ne­cesidades del público norteamericano. Después de fracasar un par de veces, puso en escena Little Johnny Jones (Jwanito Jones), obra musical acerca de un jockey norteamericano que va a Inglaterra a participar en el Derby Real Corría a la sa­zón el año 1904. Dos canciones de aquella revista, tituladas Yankee Doodle Boy (El muchacho del Yankee' Doodle) y Give My Regards to Broadway (Da recuerdos míos a Broad­way) han entrado a formar parte del folklore norteamericano.

Esas dos canciones simbolizan los afectos predominantes en Cohan: un patriotismo fervoroso y un cariño sentimental a Nueva York y al «negocio de revistas». Sus obras posterio­res, para las cuales no sólo escribió el libro y la música, sino también actuó como director y a veces como primer actor, lle­varon títulos tales como Forty Five Minutes from Broadway

72

Page 83: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

(A cuarenta y cinco minutos del Broadway), The Yankee Prin­ce (El príncipe yanqui), The American Idea (La idea norte­americana) y The Man Who Owns Broadway (Él dueño del Broadway). Después de figurar durante casi veinte años como rey sin rival de la escena musical, los temas de Cohan empeza­ron a cansar. Abandonó entonces las revistas musicales y se dedicó a escribir obras teatrales sin sensacionalismos. Poste­riormente apareció en películas cinematográficas y realizó dos interpretaciones memorables en el Broadway en obras de otros autores, como el director de un periódico de pueblo en la come­dia de Eugehe O'Neill Ah, Wüdernessl (\Ah, soledad]) (1933), y como el presidente Franklin D. Roosevelt en la sátira musi­cal de Rodgers y Hart I'd Raibher Be Right (Más me valdría obrar bien) (1937). Falleció en 1942, después de haber consa­grado cincuenta y seis de los sesenta y cuatro años' de su vida al teatro. Aunque se tilden sus revistas de superficiales y vul­gares, es innegable que dio a la comedia musical norteame­ricana un sabor, ímpetu, vigor y casticismo' propios que for­man desde entonces parte de su carácter.

Al madurar la comedia musical, el teatro musical norte­americano se desarrolló a lo largo de dos senderos, separados pero paralelos. Una de esas dos modalidades fué la revista propiamente dicha, descendiente cada vez más refinada de las variedades y de las obras musicales a base de canciones populares. Revistas inglesas importadas a los Estados Unidos, tales como The Gaiety Girl (La muchacha de la alegría) (1894) y Floradora (1900) se vieron superadas por las Ziegfield Fol­lies (Locuras de Ziegfield), las Coham Revues (Revistas de Cohan), los George White's Scandals (Escándalos de George White), las Earl Carroll's Vanities (Vanidades de Earl CarrolT), las Music Box Revues (Revistas de Caja de Música), las Green-wich Village Follies (Locuras de Greenwich Village) y las Little Shows (Revistillas). La mayor parte de esas obras se represen­taron durante varios años en ediciones sucesivas, y se compo­nían de números sueltos. De 1910 a 1930 fueron a base de lujo y belleza femenina, y los números (en que se presentaban canciones nuevas con un vestuario suntuoso) tenían decoracio­nes muy extravagantes y complicadas. De 1930 a 1940, la crisis

73

Page 84: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

económica impidió la continuación de aquella tendencia. Se hizo entonces hincapié en el talento y la originalidad. Revistas tales como The Band Wagón (La carreta de la orquesta) (con música de Arthur Schwartz), Face the Music (La música y tú) y As Thousands Cheer (Mientras aplauden millares) (de Ir-ving Berlín), y más tarde, Cali Me Mister (Llámeme señor) (Harold Rome), Lend An Ear (Presta oído) (Charles Gaynor) y Neto Faces of 1952 (Caras nuevas de 1952) (con partitura mixta) ofrecieron cuadros satíricos cada vez más impresionan­tes e inteligentes, conjuntos de excelentes actores y canciones que se siguen oyendo con agrado en muchos sitios.

Por su parte, la comedia musical, al desarrollarse a su ma­nera, no dejó de observar la evolución de la revista. La cre­ciente difusión de la sátira política y social, la renovación de la escenografía (debida en parte a los decorados de Jos'eph Urban para Florenz Ziegfield, en parte a Max Reinhardt y en parte al Ballet Ruso), y la habilidad cada vez mayor de los libretistas y autores de canciones, todo ello fué absorbido por la comedia musical en formación. La mayor parte de los com­positores más destacados de comedias musicales escribieron canciones para revistas antes de aventurarse en una obra mu­sical en gran escala. Tal fué el caso de Irving Berlín, Richard Rodgers, Colé Porter, George Gershwin y Jerome Kern, entre otrgs.

Después de haber realizado su aprendizaje., por decirlo así, escribiendo para revistas (en las cuales a menudo contenía una partitura canciones originales de diversos compositores), aque­llos compositores se dedicaron a la comedia musical, en la cual las partituras empezaban a no ser ya una serie de can­ciones engarzadas en un leve argumento, sino un conjunto ar­monioso de comedia y música. Hablando en términos genera­les, la comedia musical sigue estando compuesta de números, con diálogo hablado, que sirve de trama y une esos números. Pero cada vez se hacen esos empalmes, con mayor habilidad por los hombres de creciente preparación que tiene el teatro musical de hoy día. En las comedias musicales actuales -no se encuentran solamente canciones, sino también diálogos can­tados y hasta muy convincentes números de conjunto. En

74

Page 85: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Street Scene (Escena callejera) y Lost in the Stars (Perdido en las estrellas), Kurt Weill escribió una especie de versos me­lódicos continuos (versión moderna de los antiguos recitados y arias de las óperas), que redujeron al mínimo el diálogo ha­blado (según había procurado hacer Gershwin en Porgy and Bess (Porgy y Bess), y en The Golden Apple (La manzana dé oro) suprimió Jerome Mbrross por completo el diálogo habla­do, con lo que aquella comedia musical se cantó desde el principio hasta el fin. ,

Ese género de estrecha integración de la palabra y la mú­sica ha sido el objetivo perseguido por los compositores y los libretistas de las comedias musicales norteamericanas desde hace cuarenta años. Guy Bolton lo hizo ya observar en 1917, al hablar en un artículo de periódico acerca de Oh, Boy! (¡ Oh, muchacho!), obra para la cual él y P. G. Wodehouse habían escrito el libro, y Jerome Kern la música. «,En la antigua co­media musical», decía, «un príncipe de un novísimo país bal­cánico, disfrazado, está enamorado de una muchacha de hu­milde condición. Ella no sabe que él es un príncipe, pero tampoco él sabe que ella es hija de un creso albanès. En cada acto no hay más que una situación, y lo demás son lagunas, llenadas con escenas' de tiroteos, entradas, salidas y cafés.» Según Bolton, la obra Oh, Boy\ era una comedia sencilla y armoniosa, con adición de música. Todos los diálogos y can­ciones tenían la debida correspondencia con la acción. El hu­mor se basaba en las situaciones y no en la gracia de los in­térpretes. Y terminaba comentando: «Los norteamericanos quieren realismo hasta en las comedias musicales. Se ríen más naturalmente de un chistoso portero de hotel que de una prin­cesa caníbal.»

Todavía no se había realizado la integración de la palabra y la música, largo tiempo buscada. Hasta en las palabras de Bolton, escritas, según hemos dicho antes, en 1917, no se com­prende el problema por completo. «Con adición de música», decía el libretista, pero no se alcanzaría el ideal hasta que la obra se' escribiera para la música tanto como la música para la obra. La primera comedia musical- en que se realizó del todo ese concepto, con efectos revolucionarios, fué creada por

75

Page 86: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Jerome Kern, pero diez años después del estreno de Oh, Boy l Aquella obra fué Show Boat (El teatro flotante), con cuya partitura llegó a la mayo­ría de edad la comedia musical norteamericana. Además de ha­ber conservado su popularidad las canciones de Show Boat, como las tituladas Oíd Man Ri­ver (El viejo río), Make Belie-ve (Finge), Cant Help Lovin That Man (¿Qué culpa tengo yo de que me guste ese hom­bre?), My Bill (Guillermito mío) y Why Do I Love You? (¿Por qué te quiero?), ha sido rees-trenada la obra repetidas ve­ces, forma parte del repertorio

de numerosas compañías, se han hecho tres versiones cinema­tográficas diferentes de ella, y hasta ha sido representada por la compañía de ópera del Centro de Música y Declamación de Nueva York.

Show Boat estableció de muchas maneras las normas para el desarrollo de la comedia musical en los Estados Unidos en los treinta años siguientes. Tomó su argumento de la literatura y el folklore norteamericanos, al igual que posteriormente lo hicieran Oklahoma!, Pal Joey (El camarada Joey), Guys and Dolls (Muchachos y muñecas), South Pacific [Al sur del Pací­fico), Annie Get Your Gun (La reina del Oeste), Street Scene (Escena callejera) y Wonderful Town (El pueblo maravilloso). Los números de baile eran de carácter popular estilizado, y tenían gran importancia en la obra, según se ve, por ejemplo, en OkL·homal, Brigadoon, High Button Shoes (Botas altas) y On the town (En el pueblo). Y en cuanto a la música, en lu­gar de ser obra de un rutinario autor de canciones, era com­puesta por un músico profesional, que había «vencido el miedo de no parecer respetable», según palabras de Gilbert Chase,

76

Page 87: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

miedo que había perseguido a muchos excelentes músicos nor­teamericanos en otros tiempos. Ese músico en cuestión, des­pués de dar de lado aquel prejuicio, había .consagrado su ta­lento y su buen gusto al teatro popular, en la convicción del auténtico valor de aquel medio de expresión y de su idioma musical.

. George Gershwin, Colé Porter, Richard Rodgers, Kurt Weill y Leonard Bernstein han sido, como Jerome Kern, mag­níficos compositores que consagraron su talento al desarrollo del,teatro musical en los Estados Unidos. Breves bosquejos de su vida y del argumento de algunas de sus obras contribui­rán tal vez a arrojar luz sobre el cuadro de la comedia mu­sical norteamericana actual.

Jerome Kern nació en la ciudad de Nueva York en 1885 y, después de cursar el bachillerato en Newark (New Jersey), ingresó en el Conservatorio de Música de Nueva York. Que­ría continuar sus estudios musicales en Europa, pero, en lugar de ello, se le persuadió a que se dedicara al negocio de su padre, ocupación para la cual tenía evidentemente pocas ap­titudes, ya que terminó por marcharse a Europa al cabo de un año. Transcurría entonces el año 1908. Viajó y estudió, y, finalmente, escaso de dinero, buscó trabajo y escribió can­ciones para un empresario londinense que ponía en escena revistas musicales. Cuando volvió' a los Estados Unidos, des­pués de pasar dos años en el extranjero, estaba decidido a consagrar sus esfuerzos a la música popular, y encontró un empleo tras otro en las casas neoyorquinas editoras de parti­turas de música de ese género. Consiguió • que se publicaran algunas canciones suyas, y en 1910 se le encargó por vez pri­mera que colaborase en una revista musical titulada Mr. Wix af Wickham (Él señor Wix de Wickharn). Esa obra se ha hundido en el olvido, pero la aportación de Kern llamó inme­diatamente la atención, y el compositor se encontró muy so­licitado. En 1912 escribió su primera partitura completa, The Red Petticoat (La falda roja), que merece recordarse, por tra­tarse de la primera comedia musical que tenía el Oeste como lugar de acción. Dos años más tarde tuvo su primer éxito auténtico con la obra The Girl From Utah (La muchacha de

77

Page 88: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Utah), de la que se recuerda todavía la canción They Didn't Believe Me (No me creyeron). Compositor de gran facilidad, Kern escribió dieciocho partituras en la década de 1910 a 1920, y otras trece en los diez años siguientes. En 1943 se fué a vivir a Hollywood para escribir partituras de películas mu­sicales. Además de su labor en la escena y la pantalla, es­cribió una obra para orquesta, basada en temas de Show Boat (El teatro flotante), a petición de Arthur Rodzinski, director de la Orquesta Sinfónica de Cleveland, y un Retrato de Mark Tivain, también para orquesta, por encargo de André Kos-telanetz, en 1942, Falleció en 1945.

La vida y la carrera de Irving Berlín han sido muy dife­rentes de las de Kern. Nacido en Rusia en 1888, con el nombre de Israel Baline, era todavía un niño cuando sus padres le llevaron a los Estados Unidos. Creció en Nueva York, en me­dio de la pobreza, y se escapó de su casa a ia edad de cator­ce años, ganándose la vida cantando en las calles de la ciudad y en las tabernas de Bowery. Escribió su primera canción (la letra nada más) mientras trabajaba como camarero cantor en una taberna del barrio chino. Sólo tocaba un poco el piano, de oído, y hubo de pasar algún tiempo antes de que descu­briera sus aptitudes para la melodía. Antes de tal hallazgo elegía los temas en el piano y buscaba a alguien para que los armonizara. Ya había proporcionado de vez en cuando le­tras para canciones a los editores neoyorquinos de obras mu­sicales. Consciente de sus posibilidades, empezó a escribir a la vez la letra y música de sus canciones. Después de al­gunos pequeños éxitos, escribió en 1911 la canción que ha sido tal vez el mayor triunfo de su vida. Nos referimos a Alexander's Ragtime Band (La orquesta de ragtime de Alexan-der). A partir de aquel momento, Berlín se convirtió en una figura destacada del mundo de la música popular. Ya había escrito algunas canciones para revistas, y su primera obra tea­tral fué una revista a base de ragtime, titulada Watch Your Step (Cuidado con los pies), estrenada en 1914 con Vernon e Irene Castle cómo intérpretes principales.

Annie Get Your Gun (La reina del Oeste), es probable­mente la mejor partitura de Berlín para una comedia musical,

78

Page 89: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

y tiene libro de Dorothy y Herbert Fields. Su argumento está tomado del folklore del Oeste norteamericano, pero no es tan serio como el de Show Boat (El teatro flotante). Es puramente frivolo, y tiende a proporcionar una especie de espectáculo vertiginoso que tiene algo del espíritu de la revista, aunque la forma sea la de la comedia musical.

En general, Berlin es un autor de canciones más bien que un compositor de comedias musicales. Muchas de sus me­jores canciones no se escribieron expresamente para el teatro. En cualquier caso, el autor de Alexander's Ragtime Band (La orquesta de ragtime de Alexander), A Pretty Giri is Like a Melody (Una linda muchacha es como una melodía), Blue Skies (Cielo azul), Remember (Recuerda), How Deep is the Ocean (¡ Qué profundo es el océano!), Easter Paraclise (Pa­raíso de Pascuas), Always (Siempre), Oh, How I Hate to Get Up in the Morning (¡ Oh, cómo odio levantarme por la maña­na !), White Christmas (Navidades Blancas), y It's a Lovely Day Tomorrow (Es un helio día el de mañana), ejerció gran influencia en un compositor que se destacó desde muy joven como uno de los mayores talentos de la comedia musical. Es­tamos hablando de George Gershwin.

Cuando era todavía un chiquillo, Gershwin trató de con­vencer a su profesora de piano del valor de la canción popu­lar, y tomó por modelo Alexander's Ragtime Band (La orques­ta de ragtime de Alexander). Posteriormente se dice que llamó a Berlin «el mejor compositor norteamericano de canciones», y hasta «el Franz Schubert norteamericano». Al igual que Ber­lín, Gershwin creció en Nueva York, pero había nacido allí en 1898. Aunque se sintió atraído desde muy temprano por la música, no entró en su casa un piano hasta que tuvo doce años. El chico se puso a estudiar, y su profesor, Charles Hambitzer, se dio cuenta del extraordinario talento de su dis­cípulo, y se decidió a inculcarle sólidos conocimientos de mú­sica clásica, a pesar del estusiasmo que sentía George por el ragtime y el jazz. Gershwin aprendió con el más profundo in­terés la música clásica, pero a la vez empezó a trabajar en lo relativo a la popular. Se colocó de pianista en una casa editorial de partituras musicales, en Nueva York; comenzó a

79

Page 90: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

escribir canciones al estilo de las de Berlín y Kern, y erí 1916 aportó una canción a una revista, The Passing Show (Espectácuh pasajero), con música de Sigmund Romberg. En 1918 escribió su primera partitura completa, una revista titu­lada Half Past Eight (Las ocho y media). Al año siguiente in­cluyó Al Jolson la canción Swanee, de Gershwin, en una revista titulada Simbad, cuyo compositor principal era tam­bién. Romberg, y el joven George se encontró de la noche a la mañana famoso en toda la nación.

Gershwin fué contratado como compositor para los George White's Scamdais (Escándalos, de George White), y en las ediciones de aquellas suntuosas revistas de 1920, 1921, 1922, 1923 y 1924, se consagró como uno de los primeros autores de canciones para el Broadway. En realidad, sólo una canción de aquellas revistas se ha popularizado, la titulada Somebody Loves Me (Alguien me ama), escrita para los Scandals, de 1924. Entre tanto, las inclinaciones de Gershwin habían tomado dos rumbos diferentes.

Por una parte, se había propuesto dignificar el jazz, lle­vándolo a las salas de conciertos. En 1923, J ïva Gauthier in­cluyó cuatro de las canciones de Gershwin en uno de sus recitales de canciones artísticas, en unión de canciones ori­ginales de Byrd, Purcell, Hindemith y Schoenberg. En 12 de febrero de 1924, la orquesta de Paul Whiteman (que había actuado en las funciones de los Scandals) presentó en el Aeolian Hall un «Experimento en música moderna», concierto de jazz. Fué entonces cuando se dio a conocer al público Rhapsody in Blue (Rapsodia en azul), de Gershwin, y los músicos norteamericanos, aferrados a lo clásico, vieron de repente el jazz en una nueva perspectiva, y se dieron cuenta d e ' que constituía la gran aportación de los Estados Unidos al lenguaje musical. Después de la Rapsodia escribió Gersh­win un Concierto en Fa, el poema sinfónico An American in Paris (Un americano en París), una segunda Rapsodia, una serie de preludios para piano orquestados posteriormente por Arnold Schoenberg) y, en 1935, su ópera Porgy and Bess (Porgy y Bess).

Pero, por otra parte, su interés por las salas de concier-

80

Page 91: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

tos y los teatros de ópera no fué motivo para que Gershwin abandonara el Broadway. Allí le atrajo la comedia musical. En 1924, además de Rhapsody in Blue (Rapsodia en azul), escribió la comedia musical Lady Be Good (Sea buena, seño­ra), con libro de Guy Bolton y Fred Thompson, y canciones de su hermano Ira Gershwin. Aquella comedia musical fué una de las primeras llevadas a la pantalla, en 1928, y de su partitura se siguen recordando las canciones de Gershwin tituladas Fascinatin Rhythm (Ritmo fascinador), O Lady Be Good (Oh, señora, sea buena) y The Man I Love (El hombre a quien quiero). Un éxito todavía mayor fué Oh, Kay!, en 1926, con canciones tales como May Be (Quizá), Someone to Watch Over Me (Alguien que me cuide) y Clap Yo' Hands (Aplaude). En 1927 produjo Funny Face (Rostro gracioso), obra en que figuraban las canciones 's Wonderful (Es mara­villoso) y My One and Only (Mía y única), y al año siguiente, en colaboración con Sigmund Romberg, Rosalie (Rosalía), en la que iba incluida la canción de Gershwin How Long Has This Been Goin'. On (¿Cuánto tiempo- llevamos así?)

En dos obras suyas estrena­das en 1930, Gershwin tocó dos importantes temas de la co­media musical: la sátira polí­tica en Strike Up the Band (Música, maestro), con la. in­mortal canción l've Got a Crush on You (Me has flechado) y la marcha del mismo título que la obra; y el Oeste en Girl Crazy (Loco por las chicas), con las canciones Bidin My Time (Es­perando el momento oportuno), Embraceable You (Abrazable), But Not For Me (Pero no para mí) y la clásica l've Got Rhythm (He cogido el ritmo). En esa última obra se presentaron las actrices Ethel Merman y Gin-

31

Page 92: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

ger Rogers en la escena musical. En vena de sátira política escribió Gershwin su más per­

fecta y duradera partitura para comedia musical, titulada Of Thee I Sing (De ti canto). Sus colaboradores fueron los mis­mos que en Strike Up the Bancl (Música, maestro), o sea, George S. Kaufman y Morrie Ryskind, además de Ira Gers-whin. La obra recibió el Premio Pulitzer de Teatro en 1931. Fué la primera vez que se concedía aquella recompensa a una comedia musical. Of Thee I Sing viene a ser una visión cari­caturesca de las costumbres electorales norteamericanas.

Después de Of Thee I Sing escribió Gershwin otras dos comedias musicales, pero había disminuido su interés por el Broadway. Comenzó a trabajar en Porgy and Bess (Porgy y Bess), y en 1936 trasladó su residencia a Hollywood para es­cribir para el cinematógrafo. Ya había escrito en 1931 una partitura para la película Delicious (Deliciosa). Después vi­nieron Shall We Dance (¿Bailamos?) con las canciones Let's Cali the Whole Thing Off (Desistamos ele todo eso) y They Cant Take That Away from Me (Que me quiten lo bailado); y The Goldwyn Follies (Locuras de Qoldioyn), para la cual había escrito las canciones Love Walked In (Entró el amor) y Lave is Here to Stay (Aquí se queda el amor) antes de sufrir un colapso y morir a la edad de 38 años, después de ser ope­rado para extirparle un tumor cerebral.

En contraste con los modestos principios de Berlin y Gersh­win, Colé Porter nació en el seno de una familia acomodada en la localidad de Perú (Indiana) en 1892. Cursó sus estudios universitarios en Yale, ingresó en la Facultad de Derecho de Harvard y se consagró después a la música, marchando a París, donde fué discípulo de Vincent d'Indy en la Sehola Cantorum. Mientras cursaba sus estudios clásicos, Porter di­vertía a sus amigos con canciones satíricas originales, para las cuales no sólo escribía la música, sino también la chis­peante y exquisita letra. Por último, abandonó por completo la música clásica y se consagró a la comedia musical con la partitura y las canciones de Fifty Million Frenchmen (Cin­cuenta millones de franceses) en 1929. Aquel mismo año aportó a Wake Up and Dream (Despiértate y sueña) una de sus can-

82

Page 93: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

ciones más duraderas y características, cual es What ís This Thing Called Love (¿Qué es esa cosa llamada amor?). A par­tir de entonces estrenó casi anualmente una obra hasta llegar a la que es tal vez la mejor de todas, Kiss Me Kate (Dame un beso, Kate), en 1948.

Kiss Me Kate caracteriza la imaginación musical de Por­ter y su estilo independiente, que se niega a verse atado pol­las normas corrientes de las canciones populares. El argumen­to de Kiss Me Kate se refiere a los tormentosos amores de dos cómicos, Fred Graham y Lilli Vanessi, cuya compañía está poniendo The Taming of the Shreiv (La fierecilla doma­da), de Shakespeare, en la ciudad norteamericana de Balti­more. Escenas entre la Katherina y el Petruchio de Shakes­peare, en Padua, se entremezclan con otras entre sus trasun­tos de hogaño en Baltimore. Así la música oscila entre can­ciones tan típicamente norteamericanas como Why Cant You Behave? (¿Por qué no puedes portarte bien?), Too Darn Hot (¡Vaya calor\) y Tm Always True to You Darling, In My Fas-hion (Siempre te soy fiel, querida, a mi manera) y romances imitados de los tiempos de Shakespeare, como Tve Come to Wive it Wealthily in Padua (He venido a casarme con una paduana rica), Where is the Life that Late I Led? (¿Dónde está L· vida que llevaba yo antes?), I Hate Men (Odio a los hombres) y I am Ashamed that Women are so Simple (Me avergüenza que sean tan candidas las mujeres). El coro We Open in Venice (Estrenamos en Venècia), el número de mú­sic hall, Brush Up Your Shakespeare (Repase usted sus cono­cimientos sobre Shakespeare) y el vals vienes Wunderbar (Ma­ravilloso) están tan estrechamente ligados a los personajes y situaciones de la obra que pierden sentido fuera de ésta. Por ese motivo, y también por lo ligero de sus canciones, aun las más populares, Porter no ha alcanzado nunca con su música la gran popularidad de Kern, Berlín o Rodgers. Pero su sen­tido del estilo y del carácter de sus personajes, así como su imaginación y exquisitez musicales, ha constituido una im­portante aportación a la comedia musical.

Richard Rodgers comparte muchos de esos atributos musi­cales. Nacido en Nueva York en 1902, no tardó en demostrar

83

Page 94: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

que era un músico precoz. A la edad de dieciséi's años se ma­triculó en la Universidad de Colúmbia, y allí conoció a Lo-renz Hart (siete ^años mayor que él), con quien empezó in­mediatamente a colaborar escribiendo canciones para las re­vistas que se ponían en escena en aquel establecimiento do­cente. A los dos años abandonó los estudios universitarios, decidido a ganarse la vida componiendo para el teatro musi­cal. Estudió composición en el Instituto de Arte Musical (aho­ra Escuela Juilliard) y a la vez trabajó con Hart en una serie de revistas de aficionados. En 1925 les pidió el Theater Guild que escribieran varias canciones para una revista satírica que iba a poner en escena el grupo juvenil de aquella asociación teatral para una función benéfica. La obra era la titulada Garrick Gaieties (Alegrías de Gmrick), que sólo se pensaba representar dos veces. Pero se representó otras dos y terminó por seguir poniéndose durante veinticinco semanas seguidas. ¡ Un verdadero • éxito! Así empezó una serie de 27 obras ori­ginales de Rodgers y Hart, estrenadas durante menos de vein­te años, y de las cuales sólo cuatro fracasaron. La más notable de ellas es Pal Joey (El camarada Joey).

Pal Joey, además de contener canciones tan escogidas co­mo Bewitched, Bothered and Bewildered (Fascinado, molesto y aturdido), I Could Write a Book (Podría escribir un libro) y Zip, llevó la comedia musical en la dirección del realismo más lejos de lo que se hubiera podido sospechar. El libro de Hart era tan áspero, incisivo y mordaz como lo exigía el ar­gumento, y Rodgers escribió una partitura, adecuada. El re­sultado era tan preciso y convincente, que Pal- Joey fué rees-trenada con gran éxito en 1952 con 50Ò representaciones en el Broadway y la consiguiente actuación en el resto del país de una compañía con aquella obra como único repertorio. Se está llevando ahora a la pantalla esa comedia musical.

Después de Pal Joey, Rodgers y Hart colaboraron en una obra más, By Júpiter (Por Júpiter), antes del fallecimiento del último, ocurrido en 1943. Un año antes, el Theater Guild les había pedido que hicieran una versión musical de la obra fol­klórica de Lynn Rigg Green Grow the. Lilacs [Florecen las li­las). A Hart no le interesó el trabajo, por lo que Rodgers en-

84

Page 95: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

contró un nuevo colaborador en Osear Hammerstein II. El resultado de su primera colaboración fué Oklahoma]

En Oklahomal confluyen varias corrientes de evolución de la comedia musical, tales como el fondo folklórico de Show Boat (en este caso, el tema fué el desarrollo del Oeste, con la lucha latente entre los labradores y los vaqueros); el realis­mo de Pal Joey (en el siniestro retrato del perverso y depra­vado vaquero, Jud Fry); y las danzas excelentemente intercala­das de On Your Toes (De puntillas) (aquí, las danzas populares y el ballet de ensueño coreografiado por Agnes de Mille tras el éxito alcanzado por los bailes rusos en su Rodeo). Oklaho­ma] hizo que la comedia musical alcanzara un grado de ma­durez desconocido desde Show Boat. Además, canciones tales como Oh, What a Beautiful Morning (¡Oh, qué hermosa ma­ñana]), The Surrey toith the Fringe on Top (El birlocho con cubierta guarnecida) y Oklahoma] tenían un sano sabor fol­klórico rural y una lozanía campestre que eran algo nuevo en los escenarios del Broadway.

Al unirse a Hammerstein, Rodgers abandonó el estilo ur­bano, refinado y frágil que había convenido a los libros de Lorenz Hart, y escribió música más sencilla, suave y gene­ral, y tal vez más sentimental. Rodgers y Hammerstein tra­bajaron con una sinceridad verdaderamente nueva. Quizá fué entonces cuando se dieron cuenta por primera vez de la mi­sión que tenían de hacer progresar la comedia musical nor­teamericana.

Su segunda colaboración fué una adaptación de la obra mística de Ferenc Molnar Liliom, poniéndole como lugar de la acción Nueva Inglaterra y como título Carousel. Después, una vez que hubieron' probado nuevos artificios escénicos en su obra original Allegro, dieron a luz South Pacific (Al sur del Pacífico), a base de novelas cortas de James Michener, con Ezio Pinza como intérprete.

Mientras Rodgers y Hammerstein daban nuevo impulso, a su manera, al teatro musical (el término comedia musical no parece ya adecuado), llegó al Broadway u» compositor ale­mán, Kurt Weill, con ideas propias. En la labor realizada en su patria, casi siempre con el comediógrafo Bert Brecht, Weill

Page 96: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

se había interesado profundamente por el medio de expresión representado por el jazz y el 'music hall. Su Three-Penny Ope­ra (Opera de tres peniques), versión en jazz de The Beggar's Opera (La Opera del'Mendigo), le había dado fama interna­cional. Consideraba el teatro musical como una forma de crí­tica social y como un arte popular.

Weill fijó su residencia en Nueva York en 1935, e inme­diatamente se puso a trabajar en Johnny Johnson, obra de Paul Green, puesta en escena por el Group Theater en 1936, con canciones de Weill como parte íntegra del argumento-. Si­guió en 1938 Knickerbocker Holiday (Vacaciones en Nueva York), con el libro de Maxwell Anderson. En aquella obra cantaba Walter Huston la canción que ha quedado como la más memorable de las escrituras por Weill. Nos referimos a September Song (Canción de septiembre).

Ya acreditado Weill como compositor en el Broadway, tra­bajó cada vez con mayor libertad en Lady in the Dark (La dama en las tinieblas). El argumento de esa comedia de Moss Hart, con letras de canción de Ira Gershwin, gira alrededor

del psicoanálisis de la elegante directora de una revista de mo­das (encarnada por Gertrude Lawrence en el estreno, en 1941), y su extenso encadena­miento de sueños proporcionó a Weill la oportunidad de es­cribir música con toda libertad, sin atenerse a las normas de las canciones populares. Des­pués de colaborar en una co­media musical más ortodoxa, One Touch of Venus (Un ras­go de Venus), con libro de Og-den Nash y la canción Speak Low (Habla bajo), Weill se acercó más a la ópera que cual­quier otro c o m p o s i t o r del Broadway desde el estreno de

Page 97: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Porgy and Bess. con su partitu­ra de Street Scene (Escena ca­llejera), de Elmer Rice, con le­tras de canción de Langston Hughes, puesta en escena en 1947.

Street Scene fué fuy elogia­da y admirada, pero no atrajo a la gran masa del público. Weill volvió a la comedia mu­sical con Love Life (Vida de amor), y después compuso en 1949 Lost in the Stars (Perdi­do en las estrellas), basada en la novela de Alan Patón Cry, the BelovecJ Country (Llora,' patria querida), según adapta­ción de Maxwell Anderson. De­nominada por sus autores «tra­

gedia musical», Lost in the Stars, al igual que Street Scene, fué un intento para introducir en Broadway un género de «ópe­ra popular», forma de revista musical que no consideraba ya la canción popular como su fundamento, sino que utiliza­ba el medio de expresión de la música popular en una estruc­tura libre y continuamente perfeccionada, adaptada a las ne­cesidades psicológicas y teatrales de la obra. Lost in the Stars fué mejor acogida que Street Scene, y Weill se sintió alenta­do para progresar en la dirección que había escogido, confian­do que, con el tiempo, Street Scene sería reconocida como aportación permanente. Su fallecimiento en 1950, a la edad de cincuenta años, le impidió llevar a cabo sus proyectos.

Una de las características de Weill en la revista musical (diferenciada de la ópera ligera) fué la habilidad sin prece­dentes en el arte de la composición musical. Hasta composito­res tan bien preparados como Kern, Porter y Rodgers se preo­cupaban principalmente de escribir números de música, de­jando la orquestación y el acoplamiento a adaptadores profe­sionales, tales como Robert Russell Bennett, Don Walker o

87

Page 98: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Hershy Kay. Así, por ejemplo, la continuidad musical de una obra como South Pacific (Al sur del Pacífico) era sólo en parte original de Rodgers, y se debía sobre todo a Bennett, que había ampliado el material escrito por Rodgers. Weill tuvo a la vez la habilidad y el deseo de componer sus obras musicales desde el principio hasta el fin. Sólo admitía adap­tadores para la parte rutinaria de la instrumentación,. y los rechazaba para cualquier trabajo de composición. Tal es el motivo de que las partituras de Weill muestren una unidad poco corriente en las comedias musicales.

Igual ocurre con Leonard Bernstein, que posee una facili­dad técnica muy rara en el campo de la música seria, y mu­cho más en el de la comedia musical. Nacido en Nueva York en 1918, Bernstein ha llevado una vida musical de tres face­tas diferentes, como compositor de sinfonías y ballets, como pianista y director en conciertos, y como autor de obras para el Broadway, donde On The Town (En el pueblo) (1944) y Wonderful Town (El pueblo maravilloso) (1953) dejaron cons­tancia de una manera tan lozana y exquisita como brillante de abordar la comedia musical. Al igual que Weill, Bernstein parece aspirar a implantar la ópera como nuevo género en el Broadway, y su empleo de los' idiotismos populares tiene a veces un sabor de parodia. Su tendencia fué evidente en Candide (1956), versión de la sátira Cándido de Voltaire, por Lillian Hellman. Esa obra fué vehículo de brillantes paro­dias de Bernstein en muchos estilos, y en ella se encuentran canciones, duetos, tríos, cuartetos y coros (que había explota7

do Weill con notable éxito), escrito todo ello con una fluidez y una imaginación sorprendentes.

La distancia que separa los teatros del Broadway de los de ópera parece disminuir cada vez más a medida que evo­lucionan las comedias musicales con obras tan completas como Mu Fair Lady (Mi bella dama), basada en Pygnvalion, de Bernard Shaw, con música de Frederik Loewe y libro de Alan Jay Lerner; y The Most Happy Fella (El hombre mds% feliz), basada en They Knew What They Wanted (Sabían lo que querían), de Sidney Howard, con música y libro de Frank Loesser. Los críticos han comenzado ya a preguntarse si la

88

Page 99: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

comedia musical se va a convertir en una nueva forma de ópera popular. Aunque algunos de ellos ven una respuesta afirmativa, no parece haber motivos para suponer que se acer­que a su fin la historia de la comedia musical. Según ha escri­to Cecil Smith, una comedia musical no tiene los mismos motivos de existencia que una ópera, ni emplea música o ar­gumentos comparables.

Gilbert Chase ha resumido así la cuestión: «La comedia musical norteamericana, en sus manifestaciones más ambicio­sas, se ha aproximado ligeramente a la ópera. Y la ópera nor­teamericana, en sus manifestaciones más populares, ha adop­tado algunas de las características de la comedia musical. Al­gunos críticos creen que nacerá la ópera norteamericana del futuro cuando converjan ambas tendencias. Otros opinan que la ópera y el teatro popular deben evolucionar por separado, con objeto de que el resultado no sea un producto híbrido inaceptable. Cualquiera que sea la consecuencia final, no cabe duda de que habrá un intercambio de influencias entre los diversos géneros del teatro norteamericano. Cualquier cosa que ocurra, éste será variado, polifacético, cambiante y Heno de iniciativa.

Page 100: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958
Page 101: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

EL LEGADO DE JOHN ADAMS*

íí

A _/ J L D A M S era, a la vez, un conservador escéptico, que dudaba de que ninguna agencia humana lograse llevar las cosas a buen término, y un estudioso pensador político pro­fundamente enamorado de su materia. En la mayor parte de sus escritos el amor prevalece sobre las dudas. No existe nin­gún pensador político americano que haya mostrado tan gran respeto por los usos de la autoridad política; ningún conser­vador de ningún país mostró jamás tan gran delicia en el es­tudio y en el ejercicio del arte de gobernar a los hombres. Le repelían las mañas políticas, pero adoraba en la ciencia política, sobre todo cuando podía aplicar sus teorías a los he­chos al ejercer su profesión preferida de autor de constitu­ciones.

No debemos equivocarnos acerca de la importancia que daba al gobierno. El gobierno servía para todos los propósitos que los hombres de su época le atribuían: aseguraba el de­recho y protegía los bienes de los hombres, los guardaba de la violencia que mutuamente pudieran hacerse y llenaba el cometido de ser símbolo de unidad y suministrador de justi­cia. Mas servía asimismo otras muchas finalidades: separaba las virtudes humanas de los vicios, premiando las primeras y.

* La primera parte de este artículo apareció en el número 9 (marzo, 1958) de Atlántico.

81

Page 102: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

desanimando los segundos; guiaba la pasión por el encum­bramiento y el poder hacia metas sanas; uncía a la aristocra­cia natural para que arrastrase el arado del progreso, y fo­mentaba el bienestar y la felicidad de la comunidad dando con energía directrices éticas y culturales. Adams no quería saber nada de quienes insistían, como Paine, en que «el gobierno, en el mejor de los casos, es un mal necesario». Antes al con­trario, el gobierno está «fundado sobre lo natural y lo razona­ble» y «las bendiciones de la sociedad» dependían «entera­mente de la constitución del gobierno».

Para entender las preferencias de Adams en lo relativo a la constitución del gobierno, hemos de recordar primero lo que dijo acerca de la aristocracia, y luego examinar lo que dijo sobre la democracia. En el adecuado equilibrio constitucional de estas dos grandes fuerzas reside la felicidad y la prosperi­dad de un país.

Sin aristocracia, no puede existir una nación; y sin aristo­cracia entregada al servicio del país, éste no puede prosperar. De estas dos afirmaciones nunca se apartó Adams. Pero tam­poco se desdijo de su teoría de que los aristócratas son hom­bres y por ello sujetos a los vicios, las pasiones y las tentacio­nes de los demás hombres. Se mostró conforme, sin reservas, con Taylor en que los aristócratas de todos los tiempos, con rarísimas excepciones, «han luchado eternamente contra los derechos comunes del hombre». Al mismo tiempo, «los nobles han sido instrumentos esenciales para la conservación de la libertad allí en donde han existido». Por tanto, la mitad del problema de gobierno era descubrir un procedimiento consti­tucional que pudiera frenar sin matar las ambiciones de la aristocracia.

La otra mitad era hacer cosa muy semejante con el resto de los hombres: lograr que no pudieran hollar y pisotear los derechos y los privilegios de la aristocracia y darles a la par oportunidad de llevar vidas útiles y respetuosas para con la ley. Suele citarse a Adams como crítico señalado de la demo­cracia que' descuella entre todos, pero han sido demasiados los historiadores que le han tildado de hereje sin tener en cuenta dos hechos de importancia primordial: primero, se

92

Page 103: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

mostró tan duro con la aristocracia como con la democracia, pues no encontró nunca a hombres que pudieran independi­zarse de la naturaleza humana: «Mi opinión es, y siempre ha sido, que el poder absoluto intoxica por igual a los déspotas, los monarcas, los aristócratas y los demócratas y jacobinos y sans culoites.»

Y, segundo, él definió la democracia casi exclusivamente en términos constitucionales, como método de gobierno en el cual toda la autoridad está centrada, sin diluir y sin corta­pisas, en una asamblea del pueblo o de sus representantes inmediatos. Es, pues, por completo erróneo y es vituperio ma­licioso decir de este incondicional defensor á& la libertad que Adams era contrario a toda clase de gobierno popular. Es exacto, y constituye un cumplido que Adams agradecería, de­cir que fué enconado enemigo de lo que en sus días se lla­maba «jacobismo» y en los nuestros es conocido por «demo­cracia del pueblo».

Fué, sin duda, despierto crítico de las flaquezas de la masa de los hombres. Su pluma, carente de tacto, describió la pre­ferencia del pueblo' por los aduladores, los belitres y los de­magogos ; su inconstancia y su inclinación a la violencia para resolver sus problemas, su poca preocupación por la justicia y su desprecio por la sabiduría; y, con frases extrañamente proféticas, su peculiar debilidad por el lujo, por «la ligereza, las fiestas, la inconstancia, la vida relajada, la destemplanza, la crápula y la inmoralidad». En cuanto a la llamada sabiduría de las masas:

«Podemos acudir a cualquiera de las páginas de la historia que ya hemos vuelto para encontrar pruebas irrefutables de que el pueblo, cuando ha actuado desgobernado, se ha mos­trado tan injusto, tiránico, brutal, salvaje y cruel como cual­quier rey, o senado, poseedor de un poder sin limitación. La mayoría siempre, sin excepción, ha hollado los derechos de la minoría.»

Mas después de escribir esto, Adams expresa con toda cla­ridad que el pueblo tiene un lugar, aunque no todo el lugar, en cualquier sistema sano de gobierno.

Y,no se trataba solamente de sobornar al pueblo para que

93

Page 104: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

se condujera sensatamente, ofreciéndole una cierta medida de autonomía. Sino de que ningún estado puede despreciar el talento y la sabiduría esparcidos en todas las esferas del pueblo.

UAL sería, entonces, la solución de este doble proble­ma? ¿Cómo gobernar a la aristocracia y atemperar la demo­cracia? La respuesta, en una palabra —la palabra preferida de Adams—, es equilibrio. Los tres tomos de su Defensa de las Constituciones, su obra principal, están destinados a des­cribir una forma de gobierno en la que la masa del pueblo está representada en una asamblea y la nobleza en un senado, y en la que el equilibrio entre estos participantes de la auto­ridad soberana se logra mediante la actuación del poder eje­cutivo. Adams sostenía que tal forma de gobierno tiene virtu­des que se nos antojan exageradas: únicamente mediante este gobierno se podrían recoger los frutos de la aristocracia y gobernar los desmanes de la democracia; él solamente po­día garantizar la estabilidad y proteger la propiedad; él úni­camente era consistentemente favorable a la libertad, a la cul­tura, a la sencillez, al mérito y a toda clase de virtudes.

Insistía Adams especialmente que los intereses sustancia­les de la sociedad estuvieran representados en un senado y en él circunscritos.

Al otro lado de esta balanza en equilibrio estaba la asam­blea popular, basada firmemente sobre una rígida igualdad de representación.

«Una constitución en la cual el pueblo se reserva el go­bierno absoluto de sus bolsillos, un brazo legislativo esencial, así como la investigación de los agravios y de los crímenes contra el estado, siempre resultará en patriotismo, valor, sen­cillez y cultura.»

Entre ambas cámaras, el guardián de la Constitución, el poder ejecutivo, fuerte, independiente, vigilante y, sobre to­do, desinteresado:

«Ni los ricos ni los pobres pueden ser defendidos por sus

¿c

94

Page 105: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

respectivos guardianes de la constitución sin un poder eje­cutivo dotado de un veto, igual a los dos. que mantenga el equilibrio entre ellos y decida cuando no puedan llegar a un acuerdo.»

Si «la esencia del gobierno libre consiste en el regimiento eficaz de las rivalidades», algún poder ha de alzarse calmo y se­reno sobre todo partido y fac­ción. Adams no aclaró nunca en qué manera el jefe del go­bierno, fuera electivo o heredi­tario, sería purgado de toda sangre y bilis política, pero ja­más dudó de que tal poder eje­cutivo era e] pivote del gobier­

no libre. Sin él no podía haber «ni gobierno ni seguridad pa­ra la vida, para la libertad o la propiedad». En su corres­pondencia de los últimos años de su vida, con Taylor y con otros, insistió que el defecto principal de la Presidencia ame­ricana era que no tenía bastante influencia ni disfrutaba de independencia suficiente.

Lo que Adams parece que tenía en la mente la mayor par­te del tiempo era un equilibrio de las fuerzas de la sociedad más bien que una separación de poderes gubernamentales. Tenía preferencia típicamente conservadora por el equilibrio social, aunque tuviera opiniones bien poco conservadoras al expresar su confianza en la capacidad de la técnica consti­tucional para conservarlo. Aunque el equilibrio entre el se­nado, la asamblea y el ejecutivo era esencial para la libertad, la mejor constitución prevería mutuas prerrogativas adiciona­les. El sistema más perfecto sería un complejo organismo de autoridad pluralizada y equilibradora. En una carta de 1814 dirigida a Taylor expresó peregrino encanto en descubrir ocho distintos «equilibrios» o poderes compensadores en la Cons-

95

Page 106: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

títución de los Estados Unidos, desde el equilibrio entre Se­nado y Cámara Baja hasta el existente entre los Estados y la Nación.

Al final, Adams, como la mayor parte de los teóricos del arte político, combinó el equilibrio de las fuerzas sociales y la separación de poderes políticos en un vasto sistema. Estos dos conceptos interligados los unió en una solemne promesa a Phl· lip Mazzei en 1787:

«Defender la separación de los poderes legislativos, ejecu­tivo y judicial entre sí, y la división del legislativo en .tres ramas de los ataques de las comisiones de los Condados, de las asambleas desmandadas y de filósofos y estadistas mal in­formados será el tema central de mi canto... Tal distribución de autoridad me parece el unum- necessarium. de la libertad, seguridad y el orden deseable.»

Y con tanto placer entonó Adams el «canto» del equilibrio durante los cuarenta años siguientes, que sé desentendió de otros temas de teoría política y constitucional, en los cuales debió emplear toda su voz. No obstante, podemos aludir a él como recio amigo del republicanismo, aunque esta prefe­rencia quedara algunas veces sujeta a la atracción de la Cons­titución inglesa, que francamente admiraba. Y defensor de la supremacía civil y de la independencia dej poder judicial, uno de los «equilibrios» esenciales de la organización ameri­cana. Se mostró, nú obstante, callado de manera extraña en lo referente al principio de la autoridad del poder judicial para rechazar una ley por anticonstitucional. Aunque juzgaba obli­gación de todo ciudadano, y en especial de todo hombre de pro, el acudir a la llamada de la nación para, prestar servicio, insistió en que estos servicios fueran decentemente remunera­dos por el pueblo. «Nunca será el hombre feliz ni estarán se­guras sus libertades», escribió, «en tanto que el pueblo no establezca como regla fundamental que el sostener y el pre­miar a quienes sirven en puestos públicos es cosa de justicia y no de agradecimiento».

Su principal obra maestra fué la Defensa de la Constitu­ción, ponderosa, machacona, llena de erudición mal digerida y cinco veces más larga de lo que debiera ser, pero, sin em-

06

Page 107: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

bargo, una obra maestra. Debemos acabar estas consideracio­nes acerca de las teorías de Adams sobre e] gobierno, resu­miendo su tema central: que el poder sin cortapisas, que el poder concentrado en un organismo, es la puerta abierta pol­la que penetra la tiranía, y que el .poder limitado, el poder distribuido entre multitud de organismos, es el camino directo a la libertad. Su fórmula para lograr hombres libres y go­bierno libre era sencilla: «El poder opóngase al poder; a la fuerza, la fuerza; al interés, el interés, y también a la razón, la razón; a la.elocuencia, la elocuencia, y a la pasión, la pa­sión. »

i ^ L lugar del hombre en la sociedad y bajo el gobierno es un problema que Adams, como todos los conservadores autén­ticos, se negó a resolver doctrinariamente. Fué. campeón elo­cuente de los derechos del individuo y de las necesidades de la sociedad, sin mostrar favoritismo consciente por ninguno de los dos. No era un libertario, como Paine, ni un autoritario acerado y autocráticó, como Hamilton. Creía que la milagrosa alquimia de la naturaleza y la razón, ayudada por la influen­cia benigna de una constitución heterogénea lograría estable­cer reajustes adecuados a cada sociedad. En la mejor de las sociedades el equilibrio perduraría, y los roces dolorosos en­tre ciudadano y estado serían soportables gracias a lo que Burke llamó «pequeños destacamentos». Adams defendió siem­pre todas las formas naturales y sensatas de asociación huma­na, desde la familia a la milicia, pasando por la congregación religiosa.

Sus pensamientos acerca de la libertad son singularmente mordientes. Pero siempre distinguió muy claramente entre la libertad abstracta, don poseído por todos los hombres como hijos de Dios, y la libertad de hecho, la cual no tenían todos los hombres en la sociedad. «El amor a la libertad», le escri­bió Samuel Adams en 1790, «está íntimamente ligada con el alma del hombre». Y él respondió: «Y, según La Fontaine, también con la del lobo; y dudo si es mucho más racional,

97

Page 108: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

generosa y social en el uno que en el otro, al menos hasta que el hombre no es iluminado por la experiencia, la reflexión y la cultura.»

Es decir, la verdadera libertad pertenecía a aquellos hom­bres que se someten con paciencia a la dura disciplina del conocimiento. Y no era mucho .menor la importancia de' la autodisciplina en la virtud. «La felicidad del hombre», decía, «así como su dignidad, dependen de su virtud». Nada era más fatal para la libertad que el lujo, la avaricia, la corrupción, los tratos con fraude, y nada más favorable a ella que el ejer­cicio de las viejas virtudes, la reina de las cuales, en opinión de este conservador; era la prudencia.

Adams,, como la mayoría de los hombres de su época, in­cluía la propiedad en la definición de la libertad. Nunca espe­cificó con claridad si la juzgaba primordialmente un derecho natural o uno social. Esta distinción no parecía importarle gran cosa. Tenían los hombres derecho a aplicar su trabajo a la tierra y a disfrutar del rendimiento logrado, pero era preciso que reconocieran que su propiedad era «criatura de la con­vención, que nacía de las leyes sociales" y de un orden artifi­cial». Sin la protección de la comunidad no podían disfrutar de su propiedad con serenidad de ánimo; y sin su guía era muy probable que la utilizasen erróneamente. En cualquier caso la necesidad de la propiedad era esencial al hombre, y una sociedad bien organizada reconocería el derecho a la pro­piedad como derechp esencial a la felicidad.

En los escritos de Adams-la propiedad se nos presenta co­mo algo más que un derecho personal. Es la base de todo gobierno estable y los redactores de Constituciones deberían tener bien en cuenta este hecho y dar a la propiedad repre­sentación especial en una de las cámaras legislativas e inclu­yendo en. el censo electoral únicamente a quienes poseyeran algunos bienes. Adams nunca se sintió tranquilo al considerar el principio de que los hombres sin ninguna propiedad debían ser totalmente excluidos de cualquier actividad política. Tanto es así que llegó a confesar a Madison que era una cuestión «difícil». Al final, conservador a macha martillo que era, y harto cumplidor de sus obligaciones para con su época, no

98

Page 109: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

pudo deshacerse de la idea heredada de que un hombre debe poseer algunos medios visibles de fortuna e intereses inverti­dos en la sociedad para tener derecho a votar y para tener capacidad de hacerlo con juicio. No obstante, también opina­ba, pensando tanto en el orden como en la libertad, que las leyes debían «facilitar a todo miembro de la sociedad la ad­quisición de tierras... para que el pueblo pueda ser propietario de heredades». Su constitución modelo era un fuero de una democracia de propietarios.

I ,A parte más valiosa del legado de Adams a América son sus teorías políticas. En lo relativo a ideas políticas nadie le superó, y yo diría que nadie le igualó, entre los forjadores de la Nación. Según volvemos con mayor frecuencia nuestra vista hacia aquella edad de oro del pensamiento político en busca de inspiración, observando y estudiando a aquellos hombres, hemos de descubrir cada vez más claramente lo mucho que le debemos a Adams.

La deuda que para con él tiene el conservadurismo ame­ricano es especialmente cuantiosa, pues Adams es nuestro gran conservador en igual medida que Jefferson es nuestro gran progresista. Suelen nombrarse como sus posibles rivales para el. primer puesto a Hamilton, Calhoun, Washington y Lincoln, pero ninguno sale de nuestro detenido examen tan brillantemente como Adams. Hamilton maduraba excesivas fantasías plutocráticas para mudar a América. Calhoun se nos muestra excesivamente entregado a intereses especiales. Wash­ington y Lincoln, que son, después de todo, propiedad de todos los americanos, no pensaron con suficiente tesón sobre el asunto ni escribieron lo suficiente. Al reaccionar instintiva­mente contra la «vil abominación» de la Revolución Francesa, Adams demostró ser conservador por temperamento y por in­clinación. Al advertirnos de los peligros de las herejías de una perfección sin límites, de un progreso infinito y de un poder, sin restricciones, demostró ser conservador por convicción. Y al ofrecer a su época un sistema que podía ser una alter­

os

Page 110: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

nativa y que estaba cimentado en el realismo, así como en la buena voluntad, forjó una teoría con su fe, una de las cosas más difíciles que un conservador puede hacer.

Hay quienes proclaman a Edmund Burke como padre del conservadurismo americano, pero el propio Burke declinaría tal honor muy contento de hacerlo. No hay ningún hombre, diría él, capaz de hablar con claridad salvando las fronteras del orgullo nacional y de la tradición. Los americanos han de buscar en América sus héroes, tanto ideológicos como de ac­ción. Yo asentiría a esto con vigor, y recordaría a los partida­rios de Burke de la marca verdaderamente característica de un sistema ideológico auténticamente conservador: ser una defensa de un sistema específico de un orden ya establecido que pierde mucho de su carácter cuando lo separamos de su base institucional. La base del pensamiento de Burke eran la monarquía, los pares, los estados y la iglesia de la vieja Inglaterra. La base del sistema de Adams eran las asambleas ciudadanas, las escuelas, las casas de labor y las iglesias de Nueva Inglaterra. Su pensamiento político era absolutamente americano, y nunca de manera más pronunciada que cuando, como todos los demás gigantes de la época, evocaba en mag­nífica visión el cometido de América: «Siempre pienso en la colonización de América con reverencia y asombro y como la escena primera de un gran proyecto de la Providencia para la iluminación de los ignorantes y para la emancipación de los seres humanos esclavizados de todo el mundo.»

También el progresivismo americano debe algo a Adams, y esa deuda aumentará según más y más de sus correligiona­rios batan retirada hacia las sólidas posiciones del «liberalis­mo de firme propósito», que ya ocupan hombres como Rein-hold Niebuhr y George Kennan. Adams habla hoy a todos los americanos, y su lenguaje nos llega en dos partes.

Nos indica, ante todo, en palabras claras las condiciones indispensables para preservar la democracia en los Estados Unidos:

No puede existir la democracia separada del espíritu y las formas constitucionales, pues la esencia de la libertad po­lítica es un acuerdo de gobernar y ser gobernado por medio

100

Page 111: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

de métodos seguros, sensatos y predecibles. No puede existir la democracia a no ser que el saber, la

virtud y la propiedad estén muy difundidos entre el pueblo; pues la sabiduría es esencial para decidir con sensatez, la vir­tud lo es para lograr obediencia no coaccionada, y la propie­dad para alcanzar la independencia personal y el progreso social.

La segunda parte del mensaje de Adams es de índole más personal, y es un aviso contra las blandengues esperanzas li­berales y la áspera desesperación de la reacción. La voz de Adams es la voz del conservadurismo verdadero, algo confu­sa, pero que nos ofrece una regla áurea al otear las posibili­dades del futuro de la humanidad. Por una parte: «El frío seguirá helando y nunca cesará de quemar el fuego; las en­fermedades y los vicios continuarán provocando el desorden y la muerte, aterrando a los hombres.» Por otra: «Creo en la posibilidad de mejorar y en la mejora, y la posibilidad de perfeccionar, y en el perfeccionamiento de los asuntos hu­manos. »

Una cosa es segura: si hemos de avanzar lenta y penosa­mente hacia un mundo mejor, habremos de seguir las sendas que nos marcaron nuestros maestros del pasado:

«Sin desear helar el ardor de la curiosidad, o influir so­bre la libertad de investigación, me atrevo a hacer una pro­fecía : que tras las más detenidas investigaciones llevadas a cabo imparcialmente, aquellos de vosotros que viváis más años no hallaréis principios, instituciones o sistemas de edu­cación mejores para transmitir a vuestros descendientes que aquellos que habéis recibido de vuestros antepasados.»

El legado de John Adams es «agua fría y gachas frías», lo cual explicará la poca popularidad de que disfruta y la. atrac­ción que debiera tener para los americanos del siglo XX. Vier­te agua helada sobre nuestras esperanzas que aún parece que puedan ser salvadas en este mundo; ofrece «gachas frías» a apetitos que son harto voraces para que nada bueno nos pro­nostiquen y que únicamente parecen capaces de aumentar su voracidad en nuestro actual régimen de lujo, sagacidad y po­der. No querría él ahogarnos ni matarnos de hambre; nos

101

Page 112: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

pediría tan sólo que apuntásemos hacia lo posible más bien que hacia lo deseable, y que nos impusiéramos la disciplina que nos librara de la «avaricia», que es todavía «el enemigo más terrible y alarmante contra el cual tiene América que con­tender». Y al cerrar su testamento en favor de nuestra gene­ración, Adams nos diría lo que dijo a su amigo James Ma-dison:

«Ojalá vivas hasta edad más avanzada que yo y puedas morir contemplando horizontes más propicios para tu especie que lo que será la suerte de tu amigo

JOHN ADAMS.»

102

Page 113: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Cuaderno del Director

Entre las cartas que recibimos en la Casa Americana, he leído una, desgraciadamente sin firmar, que me ha interesado especialmente. El autor revela una duda o un temor que tal vez asedie a otros lectores de Atlántico cuando se enfrentan con la presencia física y espiritual de los Estados Unidos en Europa. En breves palabras este temor puede resumir así:

Que esa nación pujante y joven trate de anular los valores culturales de una España milenaria, sustituyendo normas téc­nicas, cinematográficas y esencialmente falsas para derribar la antigua estructura.

Que en la convivencia militar y económica de ías dos na­ciones se pierda la personalidad valiosísima de la vida española.

Nos toca a los norteamericanos contestar en plan de sin­ceridad; hagamos escuetamente nuestras declaraciones de principios:

1. No queremos intervenir en la vida tradicional de Es­paña, ni podríamos, excepto para ayudar a garantizar que esa tradición fuera un baluarte contra el enemigo común de la civilización cristiana y occidental.

2. Creemos que nuestros ideales y nuestra cultura se de­rivan de esa tradición cristiana, y que la única esperanza que nos protege del peligro comunista es la comunidad de estos ideales dentro de las naciones de Europa y América.

103

Page 114: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

La verdad es que los honrados antecesores de la gran ma­yoría de los norteamericanos de hoy eran europeos —muchos de ellos españoles, y sus bisnietos hemos heredado el bagaje cultural de las madres patrias. También es cierto que en nues­tro desarrollo nacional se han evidenciado algunas caracterís­ticas que se pueden llamar norteamericanas. Nuestro deseo es que estas características se comprendan, no que sean ni en­salzadas ni denigradas.

3. En el campo cultural es estúpido e insensato hacer comparaciones de valor entre los componentes de la familia occidental. España, así como los Estados Unidos —en el reino encantado del arte, de la música y de la filosofía—, ha contri­buido con una gran aportación al tesoro común. Reco­nozcámoslo.

Y lo importante es conocer y saber. Sepamos lo que hemos hecho en esos campos de la cultura España y . los Estados Unidos. Así no habrá «comparaciones odiosas».

* * *

Estas serán las últimas notas que escribo para el «Cuader­no» de Atlántico. Al despedirme cariñosamente de mis amigos lectores quiero manifestar que los diez números de esta revis­ta que yo he tenido el íntimo placer de dirigir, me han pro­porcionado una excelente y apreciada oportunidad de conocer a muchas destacadas figuras de la vida intelectual española que han colaborado en estas páginas con honrada amistad.

Aprovecho.la ocasión para darles las gracias personalmente y en nombre de la Casa Americana. Espero sinceramente que sigan aportando a Atlántico los frutos de su experiencia y meditación.

JOHN T. REÍD

104

Page 115: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

LIBROS

Alexis de Tocqueville: La democracia en América. Prefacio de J. P. Mayer. Introducción de Enrique González Pedrero. Traducción de Luis R. Cuéllar. Fondo de Cultura Econó­mica. México-Buenos Aires, 1957. XXXIII.—877 páginas. (Título original de la obra De L· democratie en Amerique.)

¿Qué interés puede encerrar un libro publicado hace 123 años; que además encara un problema, a la sazón de palpi­tante actualidad? El tiempo transcurrido a partir de la apa­rición de unas páginas, a lo largo de las cuales se aspira a ofrecer una exegesis europea de lo que se creía constituir la experiencia norteamericana, ¿no habrá actuado como elemen­to desactualizador de las citadas apreciaciones? Una respues­ta, fácil y pronta, parece estar a nuestro alcance, si pensamos que un competente Profesor español y reputado sociólogo nos ofrecía no ha mucho un trabajo," que lleva por título un rótulo de evidente valor simbólico: «Actualidad de Tocque­ville» (1). En esa mención va implícita una tesis, habida cuen­ta de que cuando se alude al valor actual de un libro, apare-

(1) Luis Legaz y Lacambra. Detecho y Libertad. Librería Jurídica. Buenos Aires, 1952. Capítulo titulado «Actualidad de Tocqueville», pá­ginas 87-108.

105

Page 116: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

cido hace más de una centuria, parece lógico suponer que las páginas de Tocqueville, al sucederse el tiempo sobre las mis­mas, lejos de confinarlas a un irremediable anacronismo, las ha destinado a convertirse en posible fuente de inspiración para valorar de modo adecuado un fenómeno complejo, que, por serlo, no se presta a una fácil interpretación. Esperemos que las consideraciones precedentes servirán de justificación a esta referencia a Tocqueville, que hoy, en forma de recen­sión, ofrecemos a los lectores de Atlántico.

Tocqueville cuenta veinticinco años cuando se traslada de Francia a los Estados Unidos; constituye motivo aparente de su desplazamiento,. él estudio del sistema penitenciario nor­teamericano; la realidad es que Tocqueville, perteneciente a la. generación francesa de 1830, ha visto declinar un Imperio, reaparecer una monarquía, que por significación restaurado­ra, parece portar en sus entrañas la mácula de un irremediable ocaso y asistir a la reencarnación de otro soberano, más in­clinado a no padecer la nostalgia de un régimen político, ba­rrido por el huracán de la Revolución. Ese joven aristócrata francés, que se considera desplazado, desembarca en las cos­tas de Nueva Inglaterra, portando en su espíritu una inclina­ción romántica, pero sin que' en su alma aniden plenamente, ni el sentido pesimista, ni la total desesperanza.

Se encara con un período político cambiante y complejo y aspira a liberarse de la perplejidad que tal mutación im­plica, tratando de indagar si esas alteraciones políticas son fruto de la veleidad de los hombres o si, por el contrario, obe­decen a la presión insoslayable de auténticas constantes his­tóricas; si esto último resulta ser demostrable, habremos car­gado nuestras alforjas dialécticas con elementos adecuados para mirar, sin estupor, hacia el futuro,

Nueve meses dura la estancia de Tocqueville en una parte de Norteamérica (virtualmente la limitada por el gran río qué arrastra sus aguas, con el explicable orgullo de quien es pa­dre de 57 afluentes, que acuden a la cita para ofrecerle, con su cooperación, una inigualable prestancia). Resulta difícil­mente explicable comprender cómo en tan corto espacio de tiempo este joven aristócrata francés pudo ver tanto y ofren-

106

Page 117: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

dar una versión tan acertada de lo contemplado,. pero lo que especialmente sorprende es su increíble capacidad de antici­pación, a cuya envidiable virtud se refiere e] Profesor Legaz Lacambra cuando escribe: «Pero, en general, Tocqueville acertó y vio que la clave de todo radicaba en un problema que sigue siendo nuestro problema y que incluso en la polí­tica internacional de nuestros días tiene sus símbolos. Toc­queville previo genialmente en 1835 el enfrentamiento de Ru­sia y Norteamérica, o sea, del mundo igualitario y uniformi­zado, el mundo de la socialización total y el mundo de la per­sonalidad y de la libertad» (1).

Para completar lo 'que precede, nada mejor que reproducir las propias expresiones de Tocqueville: «Llegará, pues, un tiempo en que se puedan ver en América del Norte 150 mi­llones de hombres,, iguales entre sí, que pertenezcan todos a la misma familia, que tengan el mismo punto de partida, la misma civilización, la misma lengua, la misma religión, los mismos hábitos, las mismas costumbres y a través de los cua­les el pensamiento circulará bajo la misma forma y se pintará con los mismos colores. Todo lo demás es dudoso, pero esto es cierto. Ahora bien, es éste un hecho completamente nuevo, cuyo alcance no podría abarcar la imaginación misma. Hay actualmente sobre la tierra dos grandes pueblos, que, partien­do de puntos diferentes, parecen adelantarse hacia la misma meta: son los rusos y los angloamericanos. Los dos crecieron en la oscuridad y, en tanto que las miradas de los hombres estaban ocupadas en otra parte, ellos se colocaron en el pri­mer rango de las naciones y el mundo conoció casi al mismo tiempo su nacimiento y su grandeza. Todos los demás pue­blos parecen haber alcanzado poco más o menos los límites trazados por la naturaleza y no tener sino que conservarlos; pero ellos están en período de crecimiento; todos los demás están detenidos o no adelantan sino con mil esfuerzos; sólo ellos marchan con paso fáeil y rápido en una carrera cuyo lí­mite no puede todavía alcanzar la mirada.»

«El norteamericano lucha contra los obstáculos que le opo-

(1) Obra citada.

107

Page 118: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

ne la naturaleza; el ruso está en pugna con los hombres. El uno combate el desierto y la barbarie; el otro la civilización revestida de todas sus armas; así, las conquistas del norte­americano se hacen con la reja del labrador y las del ruso con la espada del soldado. Para alcanzar su objeto, el primero des­cansa en el interés personal y deja obrar, sin dirigirlas, las fuerzas y la razón de los individuos. El segundo concentra, en cierto modo, en un hombre todo el poder de la sociedad. El uno tiene por principal medio de acción la libertad; el otro la servidumbre. Su punto de vista es diferente; sus caminos son diversos; sin embargo, cada uno de ellos parece llamado por un designio secreto a sostener un día en sus manos los destinos de la mitad del mundo» (1).

Esta versión de Tocqueville podría signarla todo pensador que haya centrado su atención en el estudio de lo que signi­fica la actual política internacional posbélica, y en realidad no es otra la interpretación que nos brindan dos reputados comentadores de la política internacional norteamericana, co­rrespondiente al actual período posbélico (James Burnham y George F. Kennan); uno y otro parten del contraste Wash­ington-Moscú, interpretación tal vez acertada y que no encie­rra acentuado riesgo; los que ya sí puede incluirse en el área de la peligrosidad es el aseverar, como lo hace Burnham, que «para los Estados Unidos la política internacional significa su posición respecto del comunismo mundial y de la Unión So­viética», ya que tal política internacional (de apaciguamiento, de contención o de liberación) equivaldría a sostener que la acción norteamericana debe concebirse y practicarse en fun­ción de las iniciativas rusas; así nos retrotraeríamos a lejanos tiempos de la historia, cuando Demóstenes reprochaba a los atenienses su carencia de iniciativa y su invariable inclinación a reaccionar al dictado de Filipo de Macedònia; se llegó in­cluso a sostener que reemplazando al padre de Alejandro Magno por Rusia y a los atenienses por los norteamericanos, no haríamos otra cosa que el asistir nuevamente a una expe­riencia histórica, reiterada al cabo del tiempo.

(1) A. de Tocqueville. La democracia en América; pp. 421 y 422.

108

Page 119: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Tocqueville pronunciaría que Rusia y los Estados Uni­dos sostendrán «en sus manos los destinos de la mitad del mundo», profecía que en modo alguno puede considerar­se como referencia a un epílogo, por cuanto no es posible con­cebir que, sea quien fuere, el que logre retener en sus manos un poder extendido a la mitad del mundo, se resigne con esta adquisición y no propenda irremediablemente a transformar en ecuménica esa conquista pronosticada, y si cada parte del mundo recae respectivamente en las manos de Rusia y Norte­américa, el drama potencial está a la vista y el choque deter­minado por yuxtaponer la soberanía del país favorecido a los cinco mundos sería fatal.

No se ofrecen signos evidentes de que los Estados Unidos hayan logrado "hasta el presente adaptarse a esa incómoda po­sición en que los ha situado la alteración registrada, a partir de 1945, en lo que atañe al reparto del poder en el mundo posbélico. Acaso el lector de Atlántico se pregunte, con dis­culpable extrañeza, cómo un libro cual el de Tocqueville, del cual, entre 1838 y 1948 se han hecho cerca de 40 ediciones en Norteamérica y que ha merecido tantas glosas y colecta­do tan abundantes juicios críticos y en el que se formulan con tanta fortuna las predicciones a que nos referimos ante­riormente, no haya servido como elemento aleccionador, sus­ceptible de evitar a los Estados Unidos sufrir la perplejidad que hoy padecen, cuando consideran llegada la hora de ca­racterizar su política internacional norteamericana. Quisiéra­mos hacernos eco de tal posible extrañeza y referirnos especí­ficamente a lo que pudiera significar esa expectación.

Los Estados Unidos, desde que George Washington, en su histórico «Manifiesto de Adiós», nos legara sus prudentes con­sejos, venían ofreciéndonos reiteradas muestras de su hostili­dad respecto de una constante histórica que sirviera de inspi­ración al viejo mundo, desde la aparición del Príncipe de Maquiavelo hasta 1919, años que registró el irremediable ocaso del sistema de la Balance of Power. Tal visible ani­madversión hacia el sistema del Equilibrio Político, se explica, pero no se justifica y la explicación podemos referirla a dos motivos: 1.°, habida cuenta de que la técnica del Equilibrio

109

Page 120: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Político, en el caso de ser trans­portada al Nuevo Mundo, co­mo lo había maquinado la San­ta Alianza, en trance preagó-nico, irremediablemente se hu­biese malogrado la doctrina místico-política del «destino manifiesto», punto de apoyo sobre el cual fué dable consti­tuir la hegemonía norteamerica­na respecto del Hemisferio Oc­cidental; 2.°, el Equilibrio Po­lítico precisó, como insustitui­ble artilugio instrumental, el sistema de las alianzas más o menos duraderas, y es bien sa­bido cómo esa técnica alian-

cista mereció duros reproches por parte de George Washington. Pero —y aquí sospechamos haber establecido contacto con el auténtico drama hoy vivido por los Estados Unidos— ha sido la acentuación del desequilibrio, a partir de 1945, lo que ha implicado la imposición de una enorme responsabilidad a los Estados Unidos, al encarnar irremediablemente lo que hoy se denomina liderato y a cuyo fenómeno histórico asignamos nosotros la denominación, que juzgamos más acertada, de pro­tagonismo, encarnación que implica la terrible responsabilidad que supone el constituirse en mentor intransferible de un mundo opuesto a que su absorción por el sedicente monolí­tico soviético llegue a constituir una realidad.

El desdén que inspira a no pocos exégetas norteamericanos el principio del Equilibrio Político, dimana, a nuestro enten­der, de no encuadrar adecuadamente el problema de la Ba­lance of Power, ya que la significación y eficacia de tal sis­tema varía en función de la finalidad que se le asigne; tra-dicionalmente construido a impulsos de consideraciones emer­gentes,' requería tal imposibilidad de diferimiento, incluir ele­mentos heterogéneos en las coaliciones, circunstancia que con­vertía a éstas en inevitablemente episódicas; en el actual pe­llo

Page 121: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

ríodo posbélico se tiende a integrar esas coaliciones, median­te la acción concorde de elementos afines, característica que permite la prórroga de las alianzas inspiradas en un designio de perdurabilidad. Tal exigencia explica que los Estados Uni­dos sean hoy.signatarios de una alianza (el Pacto del Atlánti­co) perteneciente al tipo de coaliciones que George Washington repudiaba en su «Manifiesto de Adiós». Así, el Pacto del At­lántico se nos aparece como un acuerdo tendiente a lograr la atenuación del desequilibrio registrado a partir de 1945 y que tan ostensiblemente favorece a Rusia. Esta versión fué por'nosotros sustentada en otro lugar (1).

Las consideraciones que anteceden han sido inspiradas en la visión profètica, a cargo de Alexis de Tocqueville, cuando el pensador francés anuncia lo que él consideraba como antí­tesis potencial e inevitable, generada por la coetaneidad de dos sistemas políticos (el ruso y el norteamericano) respecto de los cuales, más adecuado que pensar en su posible acopla­miento, parece oportuno referirse a la aparición de una antíte­sis, a la cual es preciso hacer frente, si no preferimos dejarnos adormecer por el canto de sirena del coexistencialismo, que sólo resultaría, en el supuesto de que corriese a cargo de Ru­sia, la fijación de su contenido y la determinación de su al­cance. El hecho de que los pensamientos de Alexis de Toc­queville nos hayan llevado a establecer contacto con proble­mas internacionales tan palpitantes, parece justificar el título con que el Profesor Legaz y Lacambra encabeza su ensayo «Actualidad de Tocqueville».

CAMILO BARCIA TRELLES

(1) Camilo Barcia Trelles. El Pacto del Atlántico, Editorial Ins­tituto de Estudios Políticos. Madrid, 1950.—685 páginas. Véase espe­cialmente el capítulo IX, titulado «El Pacto del Atlántico y el equilibrio político», páginas 281 a 307.

111.

Page 122: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

David E. Lilienthal. Creo en esto. Traducción de C. Díaz An­drés. Barcelona. Editorial Hispano-Europea.—187 pági­nas. Título original This I do believe.

Su tema no puede ser ni más transcendente ni más oportuno. Si el descubrimiento de la pólvora en el siglo XIV, por

Bertoldo Schwarz, motivó el ocaso del feudalismo y el naci­miento de la Edad Moderna en la historia de la humanidad, es natural que el autor tema las consecuencias que para la so­ciedad occidental y cristiana pueda tener e] descubrimiento de la energía atómica, «tan fundamental para la vida como la del sol, la fuerza de la gravedad y las del magnetismo».

«Nadie puede profetizar los cambios que semejantes des­cubrimientos pueden reportarnos», según palabras del autor. En su libro analiza valientemente y, sobre todo, con toda hon­radez de conciencia, las consecuencias que podrían producirse en el seno de una sociedad libre y esencialmente democráti­ca como la norteamericana, si ésta se dejase llevar por lo que muy acertadamente califica como el «gran mito de la bomba atómica».

A los grandes problemas internacionales que tiene hoy plan­teados el mundo ha venido a sumarse el de este transcendental descubrimiento, al que las circunstancias hicieron nacer como arma y rodeado de todos los naturales secretos que las mis­mas exigieron.

Pero el tiempo ha pasado, y es necesario vei en la liberación de la energía latente en el núcleo atómico el nacimiento de una nueva era. Pero no aherrojada por el histerismo del mie­do a la destrucción, sino vivificada por la más esperanzado-ra. perspectiva de un progreso colmado de beneficios y ven­tajas para la humanidad.

En los .importantísimos capítulos que constituyen el im­portante trabajo del señor Lilienthal, se .tratan con la clari­dad y el sentido práctico del espíritu norteamericano: la nece­sidad de que la política pase a ser una auténtica preocupación del pueblo; que esté servida por los mejores, y que el pue­blo esté debidamente informado de sus posibilidades y cons­ciente del valor de su colaboración. Sólo así podrá prevalecer

112

Page 123: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

y superarse el espíritu democrático frente al totalitarismo ar­mado del comunismo.

Por encima del «mito de la bomba atómica» el hombre no debe olvidar que el fundamento de su sistema de vida es «una profunda creencia en el Dios Creador, Padre de todos los hom­bres». Si también esta creencia se perdiera, creemos con el autor, la civilización occidental estaría perdida por muy ar­mada que pudiera estar —aun de armas atómicas.—F. D.

Philip Lindsay. El Poseso: Retrato de Edgar Alian Poe. Bue­nos Aires, Editorial Sur, 1956. 296 páginas. (El título de la obra original es The Haunted Man: A Portrait of Ed­gar Alian Poe.)

El autor de esta biografía no ha pretendido descubrir nue­vos datos acerca de Poe, sino interpretar los ya existentes y confrontar críticamente las conclusiones de los demás biógra­fos. Con razón afirma que la investigación sólo puede rendir en este campo escasos frutos, pues durante la larga pugna en­tre los amigos y los adversarios de Poe ya logró reunirse una documentación amplísima.

Lindsay ve en la vida de Edgar Alian Poe la misma fata­lidad trágica que hallamos en su obra. «Casi desde su naci­miento —dice—' su vida bien pudo haber sido el fruto de su imaginación, ajustándose a un desarrollo similar al de sus re­latos.» Es cierto que, ya desde su infancia, conoció terribles amarguras. La muerte de seres queridos ensombreció pronto su corazón; soportó privaciones y humillaciones que habían de ser más dolorosas para quien poseía la susceptible altivez de las gentes del Sur, pero es una simplificación excesiva afir­mar que «el fracaso acompañó a todos sus esfuerzos». Aun­que Poe tuvo muchos contratiempos, conoció también períodos de felicidad y saboreó la gloria. ídolo de su época, se pavo­neó por los salones con su levita azul, su cuello de cadete y su negra corbata. Como dice Lindsay, «fué famoso, respetado y contemplado con azoramiento por las delicadas damas».

:U.:J

Page 124: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

En realidad, la vida de Poe, aunque predomine en ella el elemento sombrío, fué una tragicomedia. Sus galanteos tienen a menudo un perfil de acusada comicidad, son una extraña mezcla de idealismo romántico y de frío cálculo. La época tendía a una sentimentalidad que bordeaba a veces el ridícu­lo, y ese matiz se refleja también en los ademanes teatrales y las apasionadas cartas de Poe. «Os deteníais —escribió a la señora Whitman— apoyando una mano en el respaldo de la silla, mientras el estremecimiento natural producido por el contacto se transmitía por la madera hasta mi corazón.» Pala­bras con marcadísimo sabor de época, muy adecuadas para conmover a la atolondrada dama, que parecía flotar en sueños más que caminar, con el espíritu dulcemente enturbiado por el frecuente uso del éter.

Pero, como afirma el biógrafo, tras la conducta melodra­mática de Poe a veces se escondía también la verdad. En oca­siones su ampulosa teatralidad tuvo un desenlace cómico, co­mo ocurrió con el duelo frustrado entre el autor de The Ra-oen y John M. Daniel, cuando «pronto se disipó el virginia-no honor de Poe» al ver dos enormes pistolas en la mesa del ofensor. Pero el elemento trágico fué otras veces real y la más­cara y el rostro llegaron a confundirse. Al recibir de la señora Whitman una carta desalentadora, «tras una interminable y horrible noche de Desesperación» —como escribió a Annie Richmond—, Poe decidió suicidarse; y lo cierto es que su idea no quedó en simple proyecto, pues ingirió una tremenda dosis de láudano. Así, con elementos discordes, se tejió la tragicomedia del poeta a quien Lindsay llama «trágico bu­fón del destino». Pero su vida nos deja una impresión final de piedad. Veamos a Poe como un personaje inerme, abatido por «esa fiebre llamada vida», a pesar de su orgullo byronia-no y de sus desaforadas jactancias, que adquirieron al fin el hiperbólico perfil de la megalomanía. Este aspecto casi se nos olvida y, vemos a Edgar Alian Poe tal como lo describió la señora Oake Smith, con «esa expresión interrogativa propia de los niños, con un matiz de ansiedad, de pavor y tristeza en sus grandes ojos claros».

Según Lindsay, el atormentado anhelo que precipitó a Poe

114

Page 125: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

hacia la muerte fué también la fuente principal de su genia­lidad. Una anécdota de cuando estaba en el cuartel indica claramente que ya entonces sentía Poe ese placer de lo ma­cabro, horrible y brutal que daría a su obra una extraña gran­deza. Lindsay opina que la bebida y los estupefacientes sir­vieron . de válvula de escape al atormentado escritor: al ali­gerar la insoportable presión de su espíritu hicieron posible esa alucinante creación literaria. La dipsomanía era, pues, se­gún Lindsay, sólo una defensa contra formas más temibles de desequilibrio mental. Pero los psiquíatras dirían quizá que vino a agravarlas.

Algunos biógrafos de Poe tienden a confundir la geniali­dad con la dolencia, y uno de ellos pudo escribir en 1911: «Le génie, ici c'est la maladie; la forcé de Poe c'est son mal.» Pero no debería hablarse de identidad, sino de relación pro­funda. «Con el material de su infierno creó un puñado de obras maestras», dice Lindsay resumiendo su equilibrada va­loración crítica. En rigor, el talento literario de Poe se afir­ma precisamente al modelar esa ardiente materia de su an­gustia, de sus impulsos necrófilos y de su sadismo. Como dijo el mismo Lauvrière, el mérito de Poe estriba en haber descrito con arte extremadamente lúcido —dirigiéndose a quienes sólo han conocido sendas trilladas de la existencia— ciertos inacce­sibles confines de la humanidad enferma y angustiada.—M. MANENT.

James A. Michener, and A. Grove Day. Rascah in Paradise. New York, Random House, Inc., 1957. •

Una parte de la historia del Océano Pacífico la constituyen una serie -de fascinantes aventuras, relacionadas" con el eterno sueño del hombre de la vuelta al Paraíso —el mito utópico de encontrar nuevamente, sobre la faz de la tierra, un lugar donde recuperar la vida edénica, con su deliciosa e inactiva irresponsabilidad, su estado de libertad primigenia. Este sue­ño ha sido una constante obsesión humana —desde aquel in-

115

Page 126: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

cidente dramático y doloroso para la especie, que con tan punzante eficacia nos relata el Cap. III del Génesis. Y esa ilusión del retorno a lo paradisíaco se ha concretado en la imaginación del hombre con la idea geográfica de la isla. Toda la historia de la cultura occidental, desde la Odisea hasta nuestros días, está traspasada por la utopía de la isla perfecta, la quimera insular. Y el Pacífico —cuyas islas, con el atractivo de su distancia de la civilización, el encanto de su clima exuberante, y la vida aparentemente edénica de sus habitantes, parecían ofrecer hecha a la medida la realidad de ese ensueño— ha sido un lugar favorito de los buscadores del Paraíso perdido. Ahora, dos escritores norteamericanos han hecho la crónica de. esa búsqueda: uno de ellos, el nove­lista James Michener, el autor de los famosos Cuentos del Pacífico del Sur, y el otro, Grove Day, un profesor que es una autoridad sobre la literatura que trata de esa zona geo­gráfica. El libro, encantador, se titula Rascáis in Paradise (Bribones en el Paraíso), y nos ofrece una absorbente cons­telación de relatos históricos, centrados en un número de personalidades aventureras que persiguieron ese desvariado anhelo. Hay allí de todo: pillos, piratas, artistas explorado­res de todas nacionalidades. E invariablemente., los avatares de todos ellos acaban en desventura, destrucción y muerte. Uno de los protagonistas de esas infaustas crónicas es la mujer española, gallega, por más señas: Doña Isabel Barreto de Mendaña de Neira. Doña Isabel era la esposa de un ex­plorador, un noble gallego, don Alvaro Mendaña de Neira, sobrino del Virrey del Perú, que en 1567, a los veintiséis años, y al frente de una expedición, había descubierto las Islas Salomón —llamadas así por creerse que allí era el país de Ofir, del cual el sabio Rey de Judea traía el oro—. El precioso metal, sin embargo, brilló por su ausencia en esas islas hasta 300 años más tarde. En cambio, la presencia de caníbales y otros contratiempos hicieron de la expedición un magnífico fracaso. Y el regreso fué triste: un puñado de hombres, con las manos vacías, maltratados y exhaustos por las tormentas y el escorbuto, dados ya por muertos en la co­lonia. Don Alvaro, sin embargo, no cejó. En 1595, veintiséis

118

Page 127: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

años más tarde, ya casado y canoso, acuciado por su mujer, la ambiciosa doña Isabel, quiso volver a las Salomón en busca pertinaz del oro. Y parte nuevamente la expedición, man­dada por don Alvaro, pilotada por el lusitano Fdez. Quirós. En ella va también doña Isabel, con una hueste de parientes, en cuatro barcos, llenos de hombres, mujeres y niños: 387 almas en total, en busca de El Dorado, para colonizar y ex­plorar las fabulosas islas. Mandaña estaba ahora viejo y en­fermo, y conminado por doña Rabel, que con sus deudos, trata de imponerse despóticamente a bordo, sobre todo en ri­validad con el jefe militar de la expedición, un Pedro Me­rino, un viejo soldado, violento e irascible. El relato de la empresa, hecho por el piloto Quirós, y recontado ahora por Michener y Grove Day, es terrible. Buscando el archipiélago salomónico, descubren las Marquesas. Estos primeros contactos del hombre blanco con los apacibles polinesios distaron de ser prometedoras: sangre vertida por ambos lados. Empieza a faltar el agua, se multiplican las discordias. Uno de los bar­cos arde y desaparece para siempre. Nuevas islas: Santa Cruz Y Graciosa, nuevos choques con los indígenas, oscuros mela-nesios ahora. Y las doradas islas no aparecen. Las intrigas de doña Isabel y sus deudos provocan abiertas luchas entre los expedicionarios, y Pedro Merino es asesinado, con un grupo de seguidores, como traidor, en nombre de Su Majestad. Men-daña, debilitado, muere y queda enterrado en Santa Cruz. Y ahora doña Isabel pasa a ser jefe oficial de la empresa, investida de la autoridad real. Y se revela completamente su carácter» voluntarioso, capaz de dominio y ferozmente inhu­mano. Al hambre y la sed se añade el mal estado de los barcos. Y la expedición vaga meses por el vasto mar ignoto en busca del áureo sueño, mientras las epidemias y las pri­vaciones van rápidamente diezmando a los argonautas, que se ven obligados a comer cuerdas y cucarachas y a morir de sed, mientras doña Isabel atesora los víveree y usa el agua para lavar su fina ropa interior. Y la más leve murmuración es castigada con azotes mortales o ejecuciones sumarias. Al fin, doña Isabel se decide a abandonar la empresa y a bus­car el regreso. Después de horribles peripecias arriban a las

117

Page 128: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

Filipinas dos barcos tripulados por unos sobrevivientes es­pectrales, y al frente doña Isabel, rozagante y elegante, cul­pando a aquellas pobres sombras de su fracase y de la pérdida de su inversión. Poco después se casó en Manila con un joven hidalgo y trató de fletar una nueva expedición; pero el Rey, con muy buen juicio, no la autorizó. Finalmente, re­gresó al Perú y después a Galicia, y vivió el resto de sus días en su casa solariega. Las Islas Salomón quedaron per­didas hasta que las redescubrió el explorador inglés Carteret, en 1767. Esta es la narración que, basada en la crónica, nos ofrece, entre otras, esta fascinante colección de relatos del Pacífico.—E. G. DA CAL.

118

Page 129: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

¿Quiénes son? Geoffrey Moore.—Profesor de Literatura Americana en la Universidad de Manchester. Ha pasado varios años en los Estados Unidos.

Pedro Vázquez d e Castro.—Pertenece al Cuerpo de Técni­cos de Información del Estado. Dirige los programas en len­gua inglesa de Radio Nacional de España. Invitado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos y bajo los auspicios de la Universidad de Boston, de la que es diploma­do, efectuó recientemente un curso de especialización técnica de televisión y actividades con ésta relacionadas.

Mario Maurín.—Cursó estudios de Filosofía y Letras en Nueva York. -Es profesor de Literaturas Hispánicas en el Bryn Mawr College de los Estados Unidos. Como ensayista y crí­tico literario, colabora en Lettres Nouvelles, Preuves, Cuader­nos y otras importantes publicaciones francesas e hispano­americanas.

Guillermo Bergnes.—Pintor español nacido en Sitges y for­mado pictóricamente en Nueva York, bajo la dirección del famoso Robert Henri, director y fundador de la Henri Sohool of Art. Sus acuarelas y sus retratos son mundialmente famosos, Sus obras han sido expuestas en Philadelphia, Nueva York, Pa­rís y Barcelona. (En el núm. 6 de ATLÁNTICO se publicó un estudio sobre su obra: Guillermo Bergnes, pintor español que se formó en América, por Joaquín Folch y Torres.)

Charles Frankel.—Destacado publicista norteamericano, asi­duo colaborador del New York Times, de Nueva York,

Mariano Sánchez Palacios.—Escritor y crítico de arte, miembro de varias Academias y sociedades culturales. Crítico

3.19

Page 130: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958

de arte de las revistas Ruedo y Letras. Colaborador de A B C, revista Textil y revista Cisneros, entre otros. Destacado confe­renciante sobre temas de sus especialidades artística y lite-i'íívia.

Irving Sablosky.—Licenciado en Música por la Universidad de Indiana. Crítico Musical del Chicago Daily News, del 1947 al 1957. Actualmente forma parte de los Servicios de Informa­ciones de los Estados Unidos en Washington.

Clinton Rossiter.—Presidente del Departamento de Adminis­tración de la Universidad de Corneli. Entre sus libros más co­nocidos : Sementera, republicana, El conservadurismo en Nor­teamérica, La presidencia americana.

Ilustraciones de M. ECHEVARRÍA

\'M)

Page 131: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958
Page 132: Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 10 1958