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Revista de Cultura Contemporánea
Número
10 lli
Madrid Casa Americana i o 4' 8
Ak, Meo Influencia de la Literatura Americana en Europa
desde la Guerra, por Geoffrey Moore 5 Televisión y Cultura de Masas, por Pedro Váz
quez de Castro 15 Cari Sandburg y el Mito de América, por Mario
Maurín 33 Whistler y Sarasate, por Guillermo Bergnes— 45 La Tercera Gran Revolución de la Humanidad,
por Charles Frankel 49 Una Pintora Norteamericana en España, por
Mariano Sánchez Palacios 61 La Comedia Musical Norteamericana, porIrving
Sablosky 69 El Legado de John Adams (II), por Clinton Ros-
siter 91 Cuaderno del Director .• 103 Libros: Alexis de Tocquevilfe: La democracia
en América (Camilo Barcia Trelles). David E. Li l ienthql: Creo en esto (F. D.). Philip Lindsay: £/ Poseso: Retrato de Edgar Alian Poe (M. Manent). James A. Miehener and Grove Day: Rascáis in Paradise (E. G. Da Cal) 105
¿Quiénes son? 119
INFLUENCIA DE LA LITERATURA AMERICANA EN EUROPA DESDE LA GUERRA
por Geoffrey Moore
A JL V. L calcular la influencia que la literatura norteamericana ha tenido en Europa desde que se desencadenó la Segunda Guerra Mundial, es preciso distinguir entre dos cosas. Tenemos, en primer lugar, la influencia que la literatura americana ha ejercido sobre el punto de vista europeo, sobre las costumbres y sobre el pensamiento en general, esto es, la influencia que haya podido tener sobre el público lector; y tenemos luego la influencia de la literatura americana sobre el estilo, la técnica y los temas de los autores europeos. No siempre es sencillo separar lo primero de lo segundo. Y aumentan las dificultades por el mero hecho de la.presencia física de los americanos y de sus mercancías, por la ubicuidad de sus películas y sus revistas, por las continuas discusiones acerca de América, suscitadas por su nueva y poderosa, situación en el mundo. Todas estas cosas influyen diariamente sobre los europeos y provocan en ellos prejuicios y entusiasmo y odios emotivos. Se ha dicho que si América no hubiera causado tan fuerte impresión sobre la mentalidad europea desde la Segunda Guerra Mundial, el entusiasmo perceptible. hoy por la literatura americana no hubiese alcanzado nunca tales proporciones. Esto es verdad hasta cierto punto, pero no tiene en
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cuenta que el interés por la novela norteamericana comenzó a poco de acabar la Primera Guerra Mundial, y al llegar 1939 ya era lo suficientemente fuerte para que Jean-Paul Sartre afirmara que el más notable suceso literario de Francia durante la década anterior había sido el descubrimiento de Faulkner, Dos Passos, Hemingway y Caldwell. La literatura americana, después de todo, ha ejercido una especie de fascinación sobre cierta clase de mentes europeas desde los días de Crevecoeur y Tocqueville, y según su nacionalidad y temperamento los europeos han mostrado algo más que un interés pasajero por escritores tan distintos como Irving, Cooper, Poe, Hawthome, Melville, Whitman, Longfellow, Twain, London y Dreiser. Más leídos aún fueron los libros populares americanos, desde La cabana del Tío Tom hasta Lo que el viento se llevó, y la concesión en 1930 del Premio Nobel a Sinclair Lewis fué clara indicación de que los autores americanos podrían acaso alcanzar no solamente la popularidad, sino las alturas, .
Mas el punto que tratamos de comentar no es que los libros americanos eran conocidos en Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, sino que después de ella fueron leídos, comentados e imitados en proporciones sin precedentes hasta esa coyuntura. Al buscar los motivos que pudieran explicar esto, será de utilidad establecer en la medida que sea posible diversas categorías de literatura americana, para tratar de descubrir nuevos aspectos de Europa y de América al determinar qué clase de autor americano atrae más lectores..
1 ODEMOS distinguir dos clases de escritores principales en los autores americanos del siglo XIX. Han sido llamados por el crítico americano Philip Rahv, con terminología no exenta de ironía, «rostros pálidos» y «pieles rojas». Los «rostros pálidos» son aquellos cuya forma, estilo y valores culturales pudiera decirse que, al menos superficialmente, tienen mucho en común con el espíritu de la literatura europea. En otras palabras, Irving, Cooper, Hawthorne, Melville, Poe y Henry James. Los «pieles rojas», por el contrario, son aquellos en
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quienes percibimos un vigor, una libertad de estilo y una falta de preocupación por él, que son extraños a la literatura europea, o sean, Whítman, Mark Twain, Frank Norris, Theodo-re Dreiser. Otra terminología empleada corrientemente para clasificar a estas dos importantes tendencias de la literatura americana divide a los autores en «pulidos» (genteel) y «vernáculos» o «fronterizos».
En términos muy generales, corresponden a la literatura de antes y después de la Guerra Civil, y se ha dicho muchas veces, y se ha rechazado la idea con no menor frecuencia, que durante el segundo período la literatura americana se libró de las convenciones restrictivas del estilo inglés para convertirse en auténticamente americana. El establecimiento exacto de los hechos exigiría todo un artículo dedicado a ello, pero parece posible que a todos sea aceptable el decir que la escuela «vernácula» puede ser reconocida como exclusivamente americana. Su personalidad típica, y casi simbólica, la hallamos en Mark Twain, de cuyo Huckleberry Finn ha dicho Lionel Trilling que es «central» en la historia de la novela norteamericana. Otro hecho importante de la literatura americana del siglo XIX debe ser subrayado, y es el empleo de alegorías y simbolismos.
^ E ha dicho también en años recientes (por Charles Feidel-son Jr.) que «cuando la literatura inglesa vivía del capital del romanticismo y se entregaba cada vez más a narrar sin ambigüedad y a meditar de manera ortodoxa, la literatura americana volvió los ojos hacia una nueva serie de problemas, nacidos de la atención despertada por el método simbólico». En otras palabras, la literatura americana fué simbolista antes que les symbolistes. Hay buenas razones para mostrarse acorde con esta hipótesis si al hacerlo dejamos sentado que este simbolismo americano está íntimamente entrelazado con la tendencia innata del puritanismo hacia la alegoría.
Aproximadamente a mediados del siglo XIX, la mente americana salvó de un salto la distancia que separaba la alegoría
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del símbolo, de tal manera que, si buscamos a quién comparar con Hawthorne, retrocede nuestra imaginación hacia Bunyan, mientras que en el caso de Melville avanza hacia Kafka. Si Poe* anuncia las teorías de Baudelaire, esto no disminuye en absoluto la importancia de su gesto inconsciente. Pudiéramos decir que los escritores americanos fueron empujados a la fuerza hacia el pensamiento simbólico —-hacia una consideración del hombre en relación con lo universal más que en relación con otros hombres— por las presiones peculiares a la sociedad y a la historia americanas. Es este aspecto universal de la literatura americana el que, proyectado al siglo XX, explica en parte el movimiento que en ella se advierte en nuestros días.
Al iniciarse el siglo XX en Norteamérica, advertimos, pues, una literatura en manos de algunos de quienes a ella se dedicaban, como Mark Twain, que es directa, recia y efusiva; y en manos de otros, como Hawthorne y Henry James, muy trabajada y simbólica.
Los novelistas americanos posteriores a 1900 pueden ser agrupados de manera conveniente de la siguiente forma. Las figuras polares del período anterior a la Primera Guerra Mundial son Henry James y Theodore Dreiser. El primero hace uso de la vida para crear novelas conscientemente artísticas, no superadas en ese sentido por ninguna que podamos hallar en la tradición anglosajona; el segundo no siente interés alguno por el arte, pero ahonda en la vida y nos conquista, a pesar de la ponderosidad elefantina de su forma y de su estilo.
Tenemos también en este período la contribución aristocrática de Edith Wharton, las narraciones cautivadoras, pero nada ambiguas de Jack London y las novelas propagandísticas de los llamados muckraskers —o rebuscadores en el cieno de la podredumbre pública—, de los cuales el más famoso es Upton Sinclair.
Poco hallaremos, sin embargo, que pueda ser llamado contemporáneo hasta que llegamos a la década que inicia el año 1920,i y entonces la lista se torna impresionante: Sherwood Anderson, Sinclair Lewis, Scott Fitzgerald y Ernest Heming-way. Si juntamos a éstos The Enormous Room (El cuarto
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enorme), del poeta E. E. Cummings, y las primeras novelas de Dos Passos y Faulkner (que de no nacerlo pueden ser más satisfactoriamente considerados como pertenecientes a la década siguiente) nos hallamos con un cuadro de la llamada «generación perdida». Este grupo de escritores conoció la guerra, pero no la conoció suficientemente; ni siquiera Hemingway. Alfred Kazin dijo lo mismo con singular sagacidad y gracejo al escribir que para muchos de su generación la guerra de Europa había sido un «viaje de Cook's».
Cumming, que sufrió prisión en lo que él llama «un campo de concentración francés», da la impresión de que lo que experimentó allí era buena primera materia literaria. De los escritores que pertenecen plenamente a esta década, únicamente Anderson y Hemingway tenían algo que ofrecer al europeo : Anderson, la honradez de su técnica psicológica para describir la vida del burgo pequeño, y Hemingway, su estilo. (Las palabras de Hemingway fueron bien descritas en cierta ocasión por Ford Madox Ford como pedrezuelas en un regato.) Un cierto aire de manejos dickensianos en Lewis y un roman
ticismo bastante histérico en Fitzgerald se mezclan en este período con un ambiente general, que pudiera llamarse de señorío residual. En Dreiser, q u e publicó Una tragedia americana por entonces, el señorío se trueca en afectación, lo que resulta paradójico si se tiene en cuenta la crudeza de sus temas, según la opinión de la época. Incluso las normas inspiradoras de Hemingway encajan en el cuadro.
1 \ | 0 hallaremos, sin embargo, ni trazas de refinamiento seño-
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nal en la siguiente generación de escritores, es decir, los que lograron renombre en la década de 1930: Dos Passos, Faulk-ner, Wolfe, Steinbeck, Caldwell, Farrell. Son éstos novelistas de la violencia callejera y de los estupros rurales, de los linchamientos y de la emigración de hordas de mendigos. Toda su obra respira fatalidad y desastre. No escriben acerca de los cultivados seres cosmopolitas de Hemingway y Fitzgerald, ni de los bondadosos burgueses de Lewis, sino acerca de los perdidos, los condenados, los vencidos. Sus héroes son idiotas, pervertidos y neuróticos.
Los escritores de la década de 1940 y de los primeros años de la de 1950 son nuevamente diferentes. En The Naked and the Dead (Desnudos y muertos), de Norman Mailer, y en The Young Lions (Cachorros ele león), de Irwin Shaw, y en From Here to Etemity (De aquí a la eternidad), de James Jones, advertimos una gran profusión de detalles naturalistas, que han caracterizado tan marcadamente la novela norteamericana desde los días de Frank Norris y Theodore Dreiser. Por otra parte, se percibe también un gran aumento de elegancia. Novelistas tales como Frederick Buechner y Gore Vidal exhiben una calidad femenina, jamesiana, que contradice la idea popular del geist norteamericano. No es Hemingway, sino Capote, quien parece representar la actitud y el estilo de la juventud americana. Pero éstos revelan solamente dos facetas de la novela americana contemporánea. Si Carson McCullers es un romancero gótico que se ha hecho realista, Robert Penn Warren se aproxima más que nada a un metafísico con toques de Hemingway, y J. B. Salinger es el heredero directo de Mark Twain teñido por el color de Manhattan. Si pudiera elegirse una calidad para diferenciar a la generación presente de la última, sería la depuración romántica. Su competencia técnica es excelente, pero en conjunto sus valores son más superficiales. Es más que probable que corresponda esto al hecho de que las colas de pan de 1930 han dejado el sitio a colas de hombres que visten pantalones de franela y que aguardan ante las ventanillas de la estación el momento de tomar su billete para regresar a casa luego de acabado el trabajo.
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£ , N el terreno de la poesía pueden establecerse brevemente unas diferencias. El verso «nuevo» comenzó antes que la novela «nueva»; alrededor de 1912, cuando Harriet Monroe comenzó a publicar Poetry, Chicago (Poesía, Chicago). Ezra Pound, T. S. Eliot, Wallace Stevens, Cari Sandburg, Vachel Lindsay y Edgar Lee Masters, todos comenzaron a publicar sus obras entonces, y Robert Frost no mucho tiempo después, en Inglaterra. Eliot y Frost fueron los dos poetas principales de la década de 1920, pero aquélla fué también la época de E. E. Cummings, John Crowe Ransom, Conrad Aiken, Edna St. Vincent Millay, y del Stevens de Harmonium (Harmonio), esto es, de gestos románticos y cierta cortesanía. Fueron figuras típicas de los años que siguieron al de 1930, Stephen Vincent Benet, Archibald MacLeish, Hart Grane, Alien Tate y Kenneth Fearing, poetas conscientes de lo social y lo moral. En los años siguentes a 1940, Delrnore Schwartz, Karl Shapi-ro y Randall Jarrell (quienes, en temperamento, están más cercanos de la década precedente) son sucedidos por los elegantes, los «caballeros» modernos americanos, quienes como ha dicho T. S. Eliot de los Poetas Carolinos, tienen «una marcada racionalidad debajo de su ligera gracia lírica» —Richard Wil-bur, James Merrill, John Frederick Nims.
Podemos ahora considerar cuál de estos grupos de escritores ha influido más sobre los europeos durante los últimos quince años. Hemos de establecer clara diferencia entre Inglaterra y el continente europeo, del cual podemos tomar como ejemplo a Francia. En Francia, como en otras partes del continente, los poetas americanos —con excepción de Eliot— y los dramaturgos —con la posible excepción de Ar-thur Miller y Tennessee Williams— son mucho menos bien conocidos. Lo que ha atraído el interés de los intelectuales y del público en general ha sido la novela americana moderna, con centrándose la atención sobre los llamados los cinq granas, o sean: Dos Passos, Hemingway, Faulkner, Caldwell y Steinbeck. Otro favorito es James Farrell. Se advertirá que todos estos escritores menos uno provienen de la generación de los años
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30 y que todos pertenecen a la categoría de «novelistas de la violencia». Si algún interés existe por la novela del siglo XIX, parece estar concentrado sobre Moby Dick, ya traducido, y sobre el inmarcesiblemente popular Poe. Mas éstos tienen poca influencia sobre los escritores, críticos y lectores contemporáneos, si los comparamos con les cinq granas. Tampoco la generación de los años veinte —Lewis y Fitzgerald— ni la de los cuarenta —Warren, Mailer o McCullers— ejercen igual atracción. ¿Por qué?
Pudiera la razón ser buscada desde los siguientes puntos de vista: tema, estilo, construcción técnica e implicaciones más vastas. Les cinq granas tratan de la situación del obrero, del inadaptado, y no de los intelectuales o de los burgueses. Sus libros respiran el ambiente de violencia y las condiciones de un país aún rudo, y sus personajes se preocupan poco por las sutilezas de la conducta civilizada. En esto parecen reflejar la opinión acerca de la vida que ha tenido el europeo desde el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial: que no hay que ahondar mucho para dar con la bestia humana.
JL,STOS hombres, y estas mujeres, de Faulkner, de Steinbeck y de Caldwell están, por sus circunstancias y su naturaleza, más cercanos a lo que revelaron los días fieros de la ocupación y de los campos de concentración de Europa que los protagonistas inteligentes y cultivados de tantas y tantas novelas europeas. Si consideramos- sus estilos, estos autores parecen deber poco a la literatura. Ese es el marchamo de su naturaleza de profesionales. Emplean la cadencia y el vocabulario del idioma hablado y muestran singular habilidad para crear una variedad de efectos dentro de los límites que ellos mismos se imponen. Surge de esto una poesía de situación, de sencillez, y una poesía en prosa popular,, una imagen auténticamente artística de una época democrática. Se trata de una especie de realismo lírico que capacita a estos autores para despertar el interés mediante el calor —muy semejante al de un establo— de las emociones de que escriben, y también para ate-
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rrar con la crudeza de las situaciones. Viene a nuestra memoria Lena en Light in August (Luz en agosto), Jeeter Lester en Qods Little Acre (La pequeña fanega divina), y el Tom Joad y el predicador de Steinbeck, y su Lennie, y el Studs, de Fa-rrell. Estos tipos palpitan y suenan a reales gracias a su densidad, a la autenticidad de la documentación y, no obstante, parecen vivir en un mundo distinto al de las realidades de la vida tal como lo entiende el europeo. También es importante la cuestión de la técnica. El reordenamiento de la vida llevado a cabo por Faulkner y Dos Passos ha suscitado el interés de las mentes conturbadas por el ocaso de las esperanzas liberales y la idea del progreso humano. Los americanos han suministrado una solución al problema de cómo presentar una impresión de movimiento e incertidumbre. Según Jean-Paul Sar-tre, Simone de Beauvoir nunca hubiera concebido la idea de ofrecer un orden personal en lugar de uno cronológico en Le Sang des Autres sin el ejemplo de Faulkner. Se ha dicho que la técnica de Dos Passos ha influido sobre Jules Romain y también sobre Sartre. Y gran número de autores franceses han atestiguado la influencia de ambos escritores americanos desde que Louis Rene de Foréts publicó Les Mendiants. Pudiéramos preguntarnos por qué estos escritores no se inspiraron en la tradición europea en lugar de ir a buscarla al extranjero. ¿Acaso Joyce y Virginia Woolf no ilustran suficientes experimentos de orden técnico para contentar al más ambicioso? ¿Es que el naturalismo francés y el alemán no ofrecen ejemplos al siglo XX?
L_, SAS preguntas no tienen en cuenta dos cosas. La primera, que los americanos no se limitaron a adaptar hábilmente a su propósito los' experimentos europeos, sino que al hacerlo alteraron radicalmente el original. Puede haber un fluir desordenado de pensamientos y recuerdos en Joyce y en Woolf y una cronología innovadora en Proust, pero ¡qué distintos son Ulus> ses, Mrs. Dalloway y A la recherche du Temps Perdu, de The Sound and the Fury (El sonido y la furia), As I Lay Dy-
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ing (Mientras yacía muriendo) y U. S. A.\ Los últimos son auténticamente contemporáneos, están vivos y son trampolines desde los que sç puede saltar al futuro; los primeros son ya ejemplares dignos de un museo. En segundo lugar, ha de tenerse en cuenta la novedad, la rareza sorprendente y el fulgor de la producción americana. Fenómeno paralelo lo encontraremos en Billy Graham. Cuando vino a evangelizar a Europa, no dijo nada nuevo, mas trajo consigo tal aura romántica de fascinación y competencia profesional que miles de personas que hacía años que no pisaban una iglesia fueron atraídas por el señuelo de este fascinador de muchedumbres de Carolina del Sur.
Empero, la atracción de la novela americana no reside exclusivamente en sus temas, su estilo y su técnica. Su fuerza reside en último término en algo más difícil de definir, que nace de la impresión que de ella se obtiene de grandes e incalculables fuerzas que operan en el aire en estado de fluidez y movimiento. La novela americana de la década de 1930 ha sido comparada con la tragedia griega por la sensación de fatalidad impersonal que rige en ella los destinos humanos.
(De «WESTERN WORLD», Bruselas.)
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TELEVISIÓN Y CULTURA DE MASAS
por Pedro Vázquez de Castro (Extracto de* ía conferencia pronunciada en la Casa Americana, el 8 de Ab r i l de ?958.)
F | .Nf una tarde de marzo de 1955 uno de cada dos ciudada
nos norteamericanos presenciaba la actuación de la artista Mary Martin en una dramatización de Peter Fan delante de las cámaras de la televisión. Nunca antes en la historia de la humanidad —dice Leo Bogart— una persona había sido vista y escuchada al mismo tiempo por tantas otras. La Edad de la Televisión había llegado y con ella la Edad de Oro de las comunicaciones en masa.
La televisión es ya en la sociedad americana —y no tardará en serlo en otros países, incluso en los que, como en España, tiene todavía un sentido pasajero de novedad y exclusividad minoritaria— el instrumento más importante de los que representan y coadyuvan a crear eso que se ha dado en llamar cultura de masas, dato esencial en la morfología social y cultural del presente, tema altamente controvertible y de la más candente actualidad. Articular la televisión en esta perspectiva cultural de masas dentro de la sociedad en que aquellos medios masivos han logrado la mayor difusión y empleo, es la muy concreta finalidad que me propongo en este trabajo.
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J \ CEPTANDO la definición de Sidney W. Head podemos decir que la comunicación en masa representa «el lanzamiento virtualmente simultáneo de mensajes idénticos a través de mecanismos de producción y distribución de gran velocidad y destinados a un número grande e indiferenciado de individuos».
Aun siendo un fenómeno universal, en ningún país ha logrado tal grado de intensidad y saturación como en los Estados Unidos. He aquí unas cifras. La circulación de periódicos diarios alcanza la de sesenta millones. La total de revistas por edición es del orden de los ciento setenta millones. En 1956 se vendieron más de trescientos millones de libros en ediciones populares. Cuarenta y cinco millones de espectadores frecuentaban semanalmente las salas cinematográficas^ Los programas de radio se captaban por ciento cincuenta millones de receptores y los de televisión por cuarenta y cinco millones de televisores. En las familias dotadas de aparato, la suma total de las horas-individuo empleadas diariamente ante la pantalla, se elevó promedialmente a once. La televisión es, después del trabajo y el sueño, la actividad que más tiempo ocupa a los americanos.
La irrupción violenta de la televisión ha acelerado la intensificación del proceso de las comunicaciones en masa y de sus efectos, debido a la gran versatilidad del nuevo medio y a su terrible eficacia movilizadora de la atención. Nos informa como la prensa, nos alecciona como la cátedra o el pulpito o nos ahorra acudir al «stadium» deportivo. El marco del receptor actúa a la vez de sala de conciertos o de tablado de v.ariedades o de ballet, es al tiempo anillo de circo, escena dramática y pantalla cinematográfica y, por si esto fuera poco, la fabulosa síntesis nos visita cortés y subrepticiamente a domicilio. La atracción subyugante de la televisión, causa de su fulminante ascensión, se explica sencillamente, porque la tenemos ahí y nos ofrece el mundo al alcance de la mano. Su rara virtualidad consiste en que no sólo ha removido los obstáculos espaciales que limitan el ejercicio natural de las facultades más nobles y decisivas para todo acto de comuníca
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ción, la vista y el oído, sino que además nos brinda síntesis audiovisuales que suponen una potenciación de dicho ejercicio natural. El fenómeno no es nuevo, ya que no otra es la finalidad del montaje cinematográfico. Pero advirtamos que el cine logra esa potenciación en un marco intemporal, o en conserva, figurado o relativo, y no absoluto. La televisión puede lograr esa síntesis en transmisión directa y vincularla a la fuerza tremendamente dramática del presente. Como ha dicho Sylvester Weaver, presidente que fué de la NBC: «Nosotros no somos como los dirigentes del cine —mercaderes de sueños, vendedores de evasión—. El objeto de nuestra actividad es, primariamente, la realidad.»
L^ A cultura de masas se presenta en todas partes como un cortejo inseparable de los desarrollos tecnológicos, de sus innovaciones e instrumentos y de la comercialización creciente de la vida.
La viabilidad de los nuevos instrumentos de comunicación y su efectuación social dependen, en grado considerable, de su apelación a la mayoría o masa del pueblo y a su creciente capacidad económica.
La gran tragedia de las formas de cultura específicas que han aportado al mundo los nuevos medios de comunicación deriva en gran medida del bajo nivel cultural —de que son reflejo— de grandes sectores humanos dotados de poder de compra en proporción cada vez más creciente, pero que en resumidas cuentas constituyen la gran masa de desheredados culturales de la Revolución Industrial. La situación dramática del momento actual sube de punto cuando se considera que esos mismos medios de comunicación encierran paradójicamente en sí mismos semillas de liberación y redención hasta ahora insoñadas.
Recapitulemos brevemente y demos paso a algunas observaciones y sugerencias:
—El nivel cultural, mayor o menor, de un pueblo en un momento histórico determinado, informará el tono general de
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sus comunicaciones en masa. Juzgados por los raseros de la cultura de minorías o alta cultura, dichos niveles, cualquiera que sea su elevación relativa, aparecerán siempre como muy bajos y provocarán la condena o la descalificación de la cultura de masas por los intelectuales de viejo cuño.
—La recíproca también es cierta. La radio, la televisión y demás instrumentos de comunicación masiva influyen y moldean los niveles culturales de sus destinatarios, influencia que se efectúa generalmente por medio del mecanismo del «feed-back» o «contracebamiento» y
que se define como el control de un sistema mediante la reinserción en el mismo del resultado de su operación. Podemos, pues, hablar de una dinámica específica en el proceso de creación de las formas culturales de masa.
—Existencia de mecanismos correctores, fuerzas sociales que emplean los nuevos medios de comunicación sin motivaciones económicas, antes bien, como instrumentos valiosísimos en la tarea de educar y elevar a las gentes. Sus agentes pueden ser el Estado, las instituciones culturales, las fundaciones filantrópicas, incluso la responsabilidad moral y social de los empresarios al sacrificar su incondicionada apetencia de lucro a motivaciones de orden superior.
—Por último, podemos afirmar que la cultura de masas, aun siendo predominante, no es el signo exclusivo de nuestro tiempo. A su lado perdura, resiste o coexiste la alta cultura tradicional o de minorías, por lo que resultaría interesante examinar los fenómenos de su interacción recíproca y las posibilidades de la última, que para los alarmistas está en trance de disolución. Uno de los problemas que tienen efectivamente
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planteados las sociedades modernas es la de crear los estímulos y las condiciones adecuadas para que ciertas minorías puedan continuar con independencia y sin asfixia su función auténticamente creadora.
IvEVISTAS de circulación masiva, cine, radio, televisiór>, etcétera, etc., representan influencias poderosísimas en la fisonomía cultural de la América de hoy. La reacción que provoca dicho ambiente cultural en algunos círculos americanos dista de ser, con mucho, una de absoluta complacencia. «A los intelectuales se les hace muy cuesta arriba —dice Bryson— aceptar medios de comunicación que tratan sus contenidos como si fueran esencialmente una mercancía, como el alimento o el vestido vendidos en el mercado público.» Mientras las muchedumbres expresan su tácita aprobación mediante el consumo que realizan de los artículos de la cultura popular, los intelectuales americanos se hallan divididos ante un tema de gran significación para nuestro tiempo. De un lado, los conservadores, aferrados a las formas de efectuación tradicionales del arte y la cultura, y de otro, los progresistas que, en una variada gama, dan mayores muestras de flexibilidad y adaptación a la hora presente.
En relación a los primeros, la cultura popular ha suscitado una gran riqueza de posiciones críticas y condenatorias y ha descargado innumerables tinteros literarios —Greenberg, Van den Haag, Tumin, Rosenberg, MacLuhan, Howe, etc., que adoptan actitudes afines a las sostenidas en Europa por Ortega y Gasset y T. S. Eliot.— Contentémonos, pues, ante la imposibilidad de abarcar tan frondosa copia literaria, con recoger algunos de los asertos fundamentales formulados por uno de los representantes más caracterizados de este radicalismo condenatorio, Dwight MacDonald en su ensayo «A Theory of Mass Culture» :
—Desde hace aproximadamente una centuria la cultura occidental está constituida realmente por dos culturas: la tradicional o alta cultura y la cultura de masas, manufacturada
i a
al por mayor para el mercado. —Las causas de su advenimiento son: la democracia y
educación populares, que rompen el monopolio cultural de las clases altas; los avances tecnológicos y las enormes posibilidades de mercado que los hombres de negocios encontraron en las necesidades culturales de las masas recién despertadas.
—El kitsch (término que se emplea para aludir a la cultura de masas y que en su acepción original alemana significa mamarracho, ramplonería, pastiche) surge como una excrecencia cancerosa y parasitaria de la alta cultura, cuya madurez, descubrimientos y adquisiciones explota para la consecución de sus fines propios. No obstante, a medida que el kitsch se desarrolla comienza a vivir a expensas de su propio pasado y a veces se distancia tanto de la alta cultura que aparece como totalmente desconectado de ella.
—La cultura de masas se nutre también del arte popular. Pero así como éste crece desde abajo y es la expresión autóctona y espontánea del genio del pueblo, la cultura de masas es impuesta desde arriba, fabricada por técnicos alquilados por hombres de negocios.
—Afirma MacDonald que el hecho fundamental en la dinámica cultural es el desplazamiento de la cultura tradicional por la masiva conforme a una ley de Gresham, que toma de la circulación monetaria: la moneda vil desplaza a la noble. La hora actual es la del magma cultural indiferenciado y presencia el surgir de una tibia, flaccida, cultura media, que amenaza encharcar todo con sus crecientes lodos.
El kitsch imposibilita una genuína experiencia estética o cultural. Sus productos no tienen el sello personal, la profundidad ni la unidad de significación de las formas culturales consagradas. La unidad es esencial en el arte y ésta no puede ser conseguida por los expertos del assembly Une del entretenimiento, por muy expertos que sean.
—La cultura de masas prostituye y degrada el arte y la alta costura, a los que trivializa y quiere hacer accesibles y digeribles para todos. Frente a ella, a los intelectuales y a las minorías creadoras no les queda otra. escapatoria que la de refugiarse en el aislamiento.
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—Entre el kitsch y la masa, su destinatària, se establece una interacción —que MacDonald no acierta ni siquiera a explicar—, pero que se prosigue —afirma él— indefinidamente, en círculo vicioso, con nulas posibilidades de elevación. Concluye MacDonald presagiando para la alta cultura un futuro muy negro, para la cultura de masas un fin más negro todavía.
V_̂ OMO decíamos, existen muchos otros que, como MacDonald, han pretendido entenebrecer y cubrir con un sudario pesimista las artes de muchedumbres. La finura y agudeza literaria de sus pronunciamientos no es, en muchos casos, desdeñable. Su pedestal crítico es, sin embargo, rígido y puramente estético, lo que les impide contemplar con la amplitud de giro conveniente la vasta significación social de las artes públicas y lo que éstas representan como experiencia innovadora de gran alcance. Muestra», por el contrario, una ceguera formidable que les oculta la verdadera naturaleza de los nuevos instrumentos de comunicación y las limitaciones técnicas, económicas y sociales que condicionan su situación actual y su desenvolvimiento y perfección. Pasarlas por alto constituye descuido imperdonable.
«En los recuerdos nostálgicos de esos críticos —observa Manning WKite—< otros países y otras edades son siempre rememorados en una forma que hace la vida y el arte sinónimos. Sin embargo, nunca hubo un a edad, nunca existió un país, en que los grandes pensamientos Qe 1» humanidad, las más nobles obras de arte, literatura o música, fueran aceptados por todos los segmentos de la población, ya que sic*«Dre fueron patrimonio de una reducidísima minoría.» Si existe, avo.<¡0, un tiempo histórico en que alboree dicha posibilidad, es precisamente el nuestro.
3 1 la televisión, que es entre los medios de comunicación en
25.
masa el que aquí directamente nos concierne, sólo persiguiera fines exclusivamente estéticos, si no tuviera limitaciones y características singulares y propias —que hacen que no pueda ser juzgada por patrones artísticos ajenos—, si no cumpliera fines sociales distintos de los que representan los valores del arte minoritario o de la alta cultura, nos veríamos obligados a dar cierta medida de razón a sus detractores. Pero a continuación veremos que no es así.
Como medio de comunicación, la televisión tiene una serie de limitaciones que podemos agrupar convencionalmente en limitaciones derivadas de las características propias del medio, limitaciones económicas y limitaciones sociales.
Comenzando por las primeras, observamos que la televisión es un medio de comunicación unidireccional y a distan^ cia, lo que priva a muchos contenidos televisados del sentido de participación social que acompaña y es esencial a algunas manifestaciones artísticas, como el teatro. En el momento actual de la técnica, la televisión es incapaz de reproducir obras de arte con la fidelidad suficiente para hacer las reproducciones ni siquiera aproximadas a los originales. La fugacidad misma de las imágenes no permite un tipo de control del mensaje como el que facilita, par ejemplo, un libro.
La extensión de los horarios de operación que deriva de la conceptuación del servicio de televisión como un servicio público' permanente o casi permanente, confieren al medio unas características de voracidad sorprendente. Esta es quizá una de las causas que más contribuyen a rebaja la calidad media de los programas. Nada da mejor irloa de la enorme voracidad de ésta que el hecho de <ïutí en varias ciudades americanas funcionan simultáneamente cinco o más canales comerciales con horario0 normales de operación que se extienden desde las siete «Je la mañana hasta medianoche, y aún, en algunos v,asos, más extensos todavía. En la actualidad la demanda de escritores, directores, productores y actores.es mayor que el número de personas dotadas efectivamente del genio o la preparación profesional necesarios para hacer de cada, programa televisado, a lo largo de una dilatada jornada, una obra irreprochable en su género. En la práctica, grandes recursos de
m
programación, son creados en masa, sin grandes preocupaciones en cuanto a sus valores intrínsecos, y a la zaga de las posibilidades que ofrece la existencia de extensos horarios de operación. Las repeticiones y los estereotipos resultan así casi inevitables.. Si a esto se añaden las restricciones y boicots çfue han dispensado, y siguen dispensando, aunque con menor intensidad, a la televisión las industrias afines del entretenimiento, del deporte, del teatro y sobre todo del cinematógrafo, se comprenderá fácilmente la causa, comúnmente sobreseída, de lo añejo y pobre calidad del material televisado procedente de fuentes externas • de la propia televisión y el considerable grado de improvisación con que ésta se ha visto obligada a desenvolverse hasta el presente.
Limitaciones de índole económica restringen en múltiples sentidos la capacidad de expresión de la televisión. Por referirnos a uno solo de estos posibles aspectos, observemos que los elevados costos operativos, técnicos y de producción, imponen la existencia de muy escasas fuentes de originación en un área determinada, las que, para sobrevivir comercialmente,
deberán, además, servir los gustos y necesidades de la mayoría, dándose así el caso de que en una ciudad donde haya dos o tres canales, la competencia entre ellos se Kçice por vía de imitación y no por via ¿le com-plementariedad. Las taras económicas son tan considerables, que la existencia de varios canales comerciales no supone un enriquecimiento del total, sino más bien una multiplicación o repetición de los mismos formatos populares. Lo mismo sucede, y quizá con mayor intensidad, al nivel de las networks. Por el momento, la cantera del popularismo parece inagotable.
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Tenemos, por último, las limitaciones inherentes al marco de efectuación social, propio de la televisión.
George Simmel ha aludido agudamente al hecho de que una comunicación o conversación entre dos personas puede tocar temas altamente diferenciados e íntimos, T.an pronto como una tercera persona es añadida, con lo que teóricamente se inipia el fenómeno de sociedad, el proceso de comunicación queda automáticamente alterado y comprometido. A medida que el grupo crece, el compromiso y la convención crecen a su vez, los temas de la comunicación se empobrecen y tienden a girar alrededor de áreas de interés común. Llegado el momento en que el grupo alcanza las dimensiones de un auditorio de masas, es de esperar que nada absolutamente sea de interés común o que lo que es de interés común no satisfaga plenamente a aquéllos que resulten tener en ello un interés más que superficial.
El esquema simmeliano es aplicable a las formas de comunicación en masa, ya que su operación concuerda sensiblemente con él. Es un hecho cierto que los medios masivos de comunicación tienden a empobrecer la realidad que pretenden reflejar, a crear caracterizaciones manidas, a fomentar el conservadurismo, a eludir el tratamiento de temas controvertidos o impopulares, reforzando con ello el statu quo social y económico. Pero estas tendencias están, a nuestro juicio, ínsitas en su propia naturaleza, y como tales habremos de aceptarlas.
Entre las limitaciones de este tipo, las más importantes son las impuestas por la moral social establecida, reflejada en las prohibiciones gubernamentales y en las que se auto-impone la industria de la radio y la televisión, restricciones que están en consonancia no sólo con la amplia difusión social de estos medios, sino muy particularmente con el delicado ámbito familiar en que generalmente se opera la comunicación. Descubrimos así las severas interdicciones institucionales que pesan sobre la libertad y riqueza de expresión de estos instrumentos que los diferencian sustancialmente de otros géneros artísticos o de otras formas de comunicación más individualizadas.
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L^N lo que antecede, nos hemos detenido en perfilar algunas de las limitaciones inherentes a la televisión como medio de comunicación. Si éstas la diferencian de otras formas dé comunicación artística, en mayor grado todavía la distancian sus propias grandezas. Radican éstas en su enorme capacidad de impacto social y en la descomunal hetereogeneidad de contenido de que es susceptible. Examinando éste, vemos que se desgrana en una serie de géneros dispares cuyo único vínculo de conexión es el de prestarse a una transmisión audiovisual. Por encima de lo que la televisión haya podido concretamente innovar —que no es mucho—, o adaptar —que es lo más—, lo que la distingue fundamentalmente es su cualidad de constituir un instrumento social de comunicación. Ello nos hace pensar si, en rigor, no estaremos, más que ante un arte exento y concreto, ante una forma, enteramente nueva, de expresión comunitaria.
«Es posible —'proclaman Paul Lazarsfeld y Robert K. Mer-ton— que las normas aplicables a las formas artísticas producidas por un pequeño número de talentos creadores para un pequeño círculo de personas selectas, no sean aplicables a las formas de arte producidas por una gran industria para una masa de población indiferenciada.»
La televisión se puede proponer ocasionalmente metas artísticas elevadas, en cuyo caso deberá ser juzgada con arreglo a las correspondientes exigencias estéticas. Pero cumple otros fines sociales acaso más importantes y en los que el objetivo artístico no es en modo alguno primordial. Lo que hace que las críticas esgrimidas contra la televisión y otros medios de masa basándose en estrechos criterios esteticistas adolezcan de incongruencia fundamental. Ello nos excusa de rebatirlas.
1 N O se nos objetará si afirmamos que la meta social de la televisión es lograr, de acuerdo con su versatilidad de ex-
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presión, una síntesis recreativa-informativa-artística y educativa, equilibrada y humanamente útil y constructiva. La televisión comercial persigue además un fin económico subsidiario.
La experiencia ya habida con la televisión ha demostrado la total incapacidad de canales individuales o separados, ya sean comerciales, ya no, para efectuar por sí solos dicha síntesis que abarque las cuatro finalidades mencionadas. La televisión comercial pondrá, en el fin recreativo, un énfasis incorregible. La no comercial o educativa, por su escasez relativa de medios económicos y por las técnicas y sentido especial de sus operaciones, se ha revelado inepta para producir' ciertos tipos de entretenimiento, que son precisamente los que encuentran mayor aceptación en las multitudes. Los sistemas mixtos, o son ficticios, o, no siéndolo, derrotan la especialidad y eficacia que es deseable paia las finalidades que profesan servir. La práctica ha revelado que para cumplir eficazmente las finalidades extremas, la recreativa y la educativa, se precisan canales de efectuación especializados que pongan en aquéllas el acento adecuado sin renunciar por ello a las restantes. A esta dualidad de operaciones y fines sociales preferentes responden en América la televisión comercial y la televisión educativa, las que por su extensión y perfección de sus desarrollos pueden considerarse como modelos de sus respectivos géneros en el mundo.
1 \J ADIÉ discute hoy el derecho de las multitudes al entretenimiento. A este respecto podemos afirmar resueltamente que el sistema de la televisión comercial americana (unas quinientas emisoras distribuidas a lo largo del país) ha rebasado plenamente este objetivo, cumpliendo con ello una meta social de primer orden.
Dato particularmente interesante es la circunstancia de que entre los primeros adquirentes de receptores figuraban frecuentemente personas cuyo nivel cultural era aún más bajo que el que podía hacer suponer su modesto nivel de renta.
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Muy especialmente para estos individuos la televisión se convirtió en una fuente variada de entretenimientos y distracciones a los que antes no habían podido tener acceso.
La radio y hoy, con todavía mayor ímpetu, la televisión, han posibilitado, por vez primera en la historia humana, el fenómeno de constituir en sí mismas una fuente social permanente de entretenimiento para una gran mayoría.
En Estados Unidos, el 90 por 100 de los programas de las networks entran dentro de la categoría general o amplia de entretenimiento (drama, comedia, variedades, música y concursos). Al nivel local aquél representa un 75 por 100. Semejante plétora ha hecho pensar a algunos si en realidad no puede resultar perjudicial para la colectividad.
La televisión comercial americana refleja, a pesar de las limitaciones del medio, y quizá con mayor fidelidad que el cinematógrafo, el pathos social y cultural de los estratos más populares, que , si bien es específico, no difiere fundamentalmente —<a nuestro entender— del europeo, no obstante la obstinación de algunos.
Resultan pueriles las sospechas de que la televisión comercial realiza una explotación económica y psicológica de las masas, a las que tratan de mantener en niveles culturales y críticos subnormales como precondición para el mantenimiento de esa explotación de una manera indefinida. No creemos que exista un solo dirigente de la industria que no estuviera dispuesto a substituir, digamos, a «Kit Carson» o a «Lone Ranger» por «Lucia de Lammermoor», si tuviera la seguridad de que el cambio habría de contar con un margen amplio de aceptación popular.
Gran parte de los programas televisados no pretenden más finalidad que la de constituir simples y puros pasatiempos populares, y como tales habremos de juzgarlos, sin que nos deba extrañar demasiado que den lugar a los consabidos estereotipos y repeticiones. Pero al mismo tiempo, la televisión comercial ha demostrado su voluntad y su capacidad de elevación artística, especialmente en los campos dramático y musical. No es este el momento de hacer un recuento detallado de logros conseguidos en este aspecto. Bástenos decir que una televisión
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comercial que se permite el lujo de ofrecer a sus auditorios platos tales como las versiones de Ricardo III (estrenada por la NBC y que, por cierto, le costó la bonita suma de $ 500.000 o Antígona, de Sófocles; que encarga a compositores de nota la creación de obras musicales que son ya clásicas en los repertorios modernos como Amahl y los visitantes de noche, de Gian-Carlo Menotti; o que permite que surjan en su seno obras de indiscutible mérito dramático como Mar-ty, originalmente un guión de televisión, dista mucho de ser un sistema de sórdida opresión económica y de crudos gustos.
Parafraseando a Osear Wilde, podemos decir que los motivos económicos son raramente puros y nunca simples. En ritmo cada vez más creciente, las grandes corporaciones comerciales que rigen el negocio de la televisión en América dan nuevas y palpables muestras de una mayor responsabilidad social en el empleo del instrumento que manejan: rescate del control de la programación de manos de las agencias publicitarias; mayor decoro y depuración en las normas de gusto publicitario; aumento de donaciones de espacios para
fines de servicio público; colaboración desinteresada con la televisión educativa para proyectos de esta índole, etc., etc.
V_4.NAS treinta emisoras educativas que alcanzan potencial-mente a un tercio aproximado de la población de los Estados Unidos intentan construir en la actualidad i y en una escala hasta ahora desconocida en ninguna otra parte un nuevo sistema de televisión. Es ésta una experiencia, social y cultural interesantísima que merece ser seguida muy de cerca. (No nos
referimos aquí a los innumerables ensayos educativos realizados en circuito cerrado.)
La finalidad de la televisión educativa o del «segundo servicio» —como también se la denomina—-' es la de crear un sistema de televisión libre de las limitaciones que acompañan a la operación comercial de la misma.
El segundo servicio no se limita, sin embargo, a lo que pudiéramos llamar objetivo de la «educación formal». Sus metas o promesas pueden resumirse así: auxiliar y mejorar los procedimientos de enseñanza en las aulas escolares; prolongar la enseñanza escolar con programas infantiles de tipo constructivo; ofrecer programas culturales para adultos; posibilitar mediante, cursos televisados y otros requisitos complementarios la obtención de diversos diplomas académicos; facilitar cursos de capacitación y adiestramiento para agricultores, obreros, amas de casa; operarios y empleados; explorar los diferentes usos creadores de que es susceptible la televisión; en general liberar a las gentes, de las cadenas de la ignorancia poniéndolas en condiciones adecuadas para alcanzar una mayor capacidad de expresión y logro personales.
Lo ambicioso del programa no deja lugar a dudas y muchos fueron los que, considerando la efectividad probada científicamente por métodos estadístico-psicotécrticos de los medios audiovisuales, se hicieron exageradas ilusiones ante lo que ellos creían era una herramienta social de fuerza inigualada.
La red educativa estadounidense (red en el sentido puramente cooperativo de sus fuentes de programación, ya que no en el de su interconexión eléctrica), que cuenta a Ann Arbor, Michigan, como centro de operaciones, viene realizando un provechoso uso de las posibilidades inherentes a la televisión, y ello a través de un cúmulo de dificultades que hacen su labor más digna de elogio, en primer lugar la competencia, indirecta pero feroz, que le hace la televisión comercial.
Incluso la televisión educativa es un medio de masas al menos en el sentido de que su operación sólo puede justificarse cuando su costo por miembro del auditorio, siempre alto, sea igual o inferior al que representaría emplear medios más
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convencionales (films, profesores ambulantes, radio, etc.) para la obtención de un resultado equivalente. Por razones muy diferentes a la de los empresarios comerciales los directores de los canales educativos deben justificar la operación de sus emisoras, ante las fundaciones, universidades o comunidades que las patrocinan, en función del número de individuos cuyo interés logran movilizar, lo que les hace caer con frecuencia en los mismos trucos para la captación de auditorios que los que utilizan sus colegas comerciales.
Quizá no haya logrado la televisión educativa sus más ambiciosas aspiraciones, como es la de convertirse en un taller de experimentación de programas. Por el momento será batida en este terreno por la comercial, más ágil y flexible. Tampoco parece haber alcanzado, salvo las obligadas excepciones, el grado de libertad y riqueza de expresión a las que aspira ni ha acabado con los estereotipos, ya que quizá éstos sean consustanciales en cierta medida a todo contenido radiodifundido.
Lo que sí realiza, día a día, esta cenicienta pobre y heroica de las imágenes, luchando, como digo, contra todo género de dificultades, es una labor pedagógica digna y callada y una tarea de vulgarización cultural de una valía inestimable.
1J .EMOS examinado en breve ojeada cómo se efectúa en América la síntesis de fines sociales a que está llamada necesariamente la televisión.
Esta cumple por encima de los fines artísticos, informativos y económicos, dos fines sociales preferentes.
La televisión es fuente social de entretenimiento. La televisión es instrumento de divulgación cultural. En ambas misiones que con signo de urgencia desempeña
hoy revela en seguida su carácter popular. Han sido numerosos los que se han detenido a escarbar
minuciosamente sus defectos, pero pocos los que desde la desdeñosa altura de sus olimpos intelectuales se han dignado bajar para hacer un balance razonable de sus beneficios,
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Para un gran sector de la multitud que en épocas históricas no alejadas consumían sus vidas, como norias humanas, en un ciclo ininterrumpido y embrutecedor de trabajo-sueño, sueño-trabajo, la radio y, sobre todo hoy, la televisión constituyen fuente de solaz y esparcimiento, y por consiguiente, motivos indiscutibles de enriquecimiento personal. ¿A cuantí-simos no habrá ensanchado, y en qué manera, esta denigrada cultura de masas, sus perspectivas vitales y psicológicas? ¿Quién, que no sea un irresponsable, se atreverá a negar en un mundo cada vez más complejo la urgente necesidad de vulgarizar y hacer accesibles muchos contenidos culturales?
Ciertamente, el sentido preferentemente popular de los nuevos medios de comunicación ofrece muy poco a aquellos que han orientado sus vidas hacia altas cimas trascendentales o las conforman por profundas exigencias intelectuales o críticas. Su desafección a la cultura popular es, en cierta manera, comprensible si se considera que, en definitiva, no son los destinatarios de los fines sociales que con carácter de urgencia cumplen aquéllos en la actualidad. No obstante su despego, renunciarían a su condición de intelectuales para convertirse en simples tozudos del snobismo si su incomprensión les impidiera percatarse de su vasta significación social y de la enorme revolución que se está operando a su alrededor. •
«Las artes públicas —dice Gilbert Sel des— no pueden ser evitadas cerrando el interruptor de la radio o del receptor de televisión ni rehusando frecuentar las salas cinematográficas. Ni nuestra indiferencia ni nuestro desprecio nos dan inmunidad contra ellas.»
Algunos sospechan que la revolución tecnológica ha irrumpido en el mundo en un momento en que las sociedades humanas no se hallaban culturalmente maduras y a la altura que merecían ciertos hallazgos y descubrimientos. Si así fuera, no es de extrañar que la tecnología entable su primer combate en la tarea social de nivelación comenzando por los estratos menos favorecidos. En esta primera función compensará el anticipo de sü llegada.
Tenemos motivos suficientes para creer que la televisión, incluso en los países en que ha alcanzado sus más felices des-
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arrollos, atraviesa una etapa provisional, de espectacular apariencia externa, pero de sustancial inmadurez. Los últimos hallazgos en la técnica de propagación y alcance de las ondas radioeléctricas, como el scattering ionosférico, el incremento en las conexiones internacionales, el intercambio generalizado de los recursos de programación entre países, el empleo en grado conveniente del sistema de televisión pagada "o me-, diante suscripción, el descubrimiento de mecanismos para registro magnético de señales audiovisuales, la creación, una vez pasada la etapa novedosa, de hábitos selectivos, etc., prometen a la televisión, en un día quizá no demasiado lejano, una mayor riqueza de contenidos y de expresión personal e individualizada. Concretamente, la invención de las cintas registradoras de video, junto a la posibilidad de crear mecanismos de reproducción doméstica, accesible al público, añadirán a la televisión nuevas posibilidades, asemejando su uso al que se prestan medios más individualizados, como son los libros o los discos gramofónicos.
Pero ya hoy la realización práctica de la televisión en América presenta características de una experiencia social que afecta a decenas de millones de individuos. En una experiencia de tal envergadura, de hondas ramificaciones y erizadas dificultades,; hubiera sido milagroso que todo hubiera resultado perfecto e irreprochable como en un cromo. Las lacras de la televisión son exponente de las dificultades e inercias sociales que tiene que vencer.
«Lo que parece ser ün descenso de los niveles culturales —'afirma Víctor M. Ratner— acaso sea sólo la detención paulatina de un tren para recoger a millones de nuevos pasajeros a los que finalmente conducirá a esas mesetas más elevadas de la cultura, donde sólo una pequeña fracción de la raza humana se encontraba en tiempos pasados.»
Concuerda esto con el motivo fundamental que informa dicha experiencia: éste no es, ni más ni menos, que la creencia —central en el pensamiento de Occidente— de que la tecnología, la ciencia aplicada, liberará al hombre^ tarde o temprano de muchas de sus servidumbres.
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CARL SANDBURG Y EL MITO DE AMERICA
por Mario Maurin
F • | N un país cuya historia ha empezado hace apenas dos
siglos y cuya transformación se ha llevado a cabo con una rapidez sin igual, la longevidad está aureolada de respeto. Un anciano de nuestros días puede haber vivido casi la mitad de la historia de los Estados Unidos. Se comprende, por lo tanto, que la admiración colectiva se oriente hacia aquellos hombres cuya vida se confunde con el pasado de la nación.
En poesía, dos nombres se imponen en seguida: el de Robert Frost y el de Cari Sandburg.
Los dos son ancianos. El primero es octogenario; el segundo lo será pronto. Aunque los dos gozan de igual prestigio, cada uno de ellos tiene su público particular. Sus diferencias contribuyen precisamente a aproximarlos ante la afectuosa deferencia de que son objeto en su país. Se completan maravillosamente. La obra de Frost está totalmente asociada a la Nueva Inglaterra, donde ha vivido casi toda su vida: región de pequeñas granjas, de cercas y vallados, de bosques de álamos y de árboles frutales, magníficos bajo la dorada capa del otoño y el blanco manto del invierno. El hombre trabaja allí su tierra por cuenta propia. Su vida está reglamentada por la rotación de las estaciones, y cada uno de sus movi-
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mientos adquiere significación y peso. Matizadas de indulgente ironía, expresadas en una lengua simple y familia*, las meditaciones de Frost son las de un hombre que gusta de dar toda su resonancia a los gestos de convivencia diaria que la naturaleza exige de los agricultores y campesinos. De esta poesía que asciende apaciblemente en versos regulares brota r—y ahí radica su valor— una impresión de prudencia y de perdurabilidad.
Sandburg, en cambio, representa la efervescencia, la metamorfosis. Su visión es panorámica, animada de un dinamismo que no se eclipsa nunca. Su América es la de las grandes ciudades, de los rascacielos, de las fábricas, de los altos hornos, de los obreros y empleados que en .ellos trabajan, al mismo tiempo que la de las vastas llanuras del Middíe West en donde transcurrió su juventud. Así, mientras Frost sugiere una continuidad, una oscura coherencia entre el hombre y los elementos, Sandburg es discontinuo, abrupto. Yuxtapone los detalles sin escoger ni ahondar. Es un testigo: su método es el reportaje. Y, sin embargo, lo que de su obra emerge, como un inmenso continente perfilándose en la bruma, no es otra cosa que la América entera, en la encrucijada del tiempo y del espacio. Leyéndolo, se piensa en las catedrales de Monet. De cerca, un caos de manchas y de toscas paletadas; de lejos, una fachada vibrante y cálida, chorreando soL con su pórtico, su roseta, su pueblo de estatuas y el impulso de sus torres. Bastaba para distinguirla con retroceder unos pasos.
V_4 ARL Sandburg nació en 1878 en Galesburg, estado de Illinois, en el seno de una familia de inmigrantes suecos. El pueblo, fundado apenas cuarenta años antes al abrigo de tierras feraces, pasó a ser un centro ferroviario importante. El padre de Sandburg era herrero en los talleres de los ferrocarriles. Trabajaba diez horas diarias, seis dias a la semana. No sabía ni escribir su nombre, pero supo criar sin desmayo a su numerosa prole. Cari fué el mayor de los hijos varones. .
Creció en ese medio simple, rudo, luterano y trabajador.
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que ha resucitado admirablemente en la autobiografía de su juventud, Always the Young Strangers (1953). Las primeras tareas que recuerda eran simples: ir en busca de agua y de carbón. En invierno, la bomba se helaba en el huerto y le correspondía a él regarla con agua hirviente hasta que funcionaba de nuevo.
Durante cinco años, asistió a la escuela. Las epidemias se llevaron a un hermano y a una hermana, pero la familia seguía siendo numerosa. Encontrándose el padre en difícil situación económica, Cari abandonó la escuela y empezó a trabajar. Tenía once años: comenzaron entonces sus verdaderos años de aprendizaje. Repartió diarios; más tarde, distribuyó leche. Barrió oficinas y lavó escupideras. Trabajó en una fábrica de ladrillos. Hizo de jardinero. Fué limpiabotas en una barbería.
Al mismo tiempo, leía vorazmente. Sus primeras lecturas fueron ruines biografías de hombres célebres, insertas como anuncios en los paquetes de cigarrillos. Luego, leyó los diarios y cuanto caía en sus manos. Se había hecho grave y reposado. Repetía las frases de las personas mayores, cuya conversación escuchaba atentamente. Le gustaban ya las expresiones populares y llenas de colorido. Se instruía intensamente.
Cuando llegó a los dieciocho años, decidió marcharse de Galesburg y ver mundo. Viajó en vagones de mercancías, como los vagabundos, durmiendo a la intemperie, ajustándose cuando encontraba un trabajo de corta duración, con dificultad, a veces, de ganar el dinero para poder comer. Añadió nuevos oficios a su repertorio: aserró madera, fué buzo, cortó bloques de hielo en invierno, se dedicó' a las faenas de la recolección en verano. Se rodeó de hombres de toda clase y procedencia : pobres, mendigos, obreros, campesinos, tenderos. Aprendía a conocer a América.
Volvió a su casa al cabo de un año y se hizo pintor de brocha gorda. Apenas había regresado a Galesburg cuando estalló la guerra hispano-americana (1898). Aunque no tenía veintiún años, se alistó. Cuando su unidad llegó a Cuba, después de unas semanas de ejercicios, la guerra ya había terminado. Sandburg no disparó ni un solo tiro; pero la fatiga, la
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suciedad y los mosquitos hicieron mella en él. Conservó, un mal recuerdo de su vida militar y se sintió feliz cuando se refugió de nuevo en Galesburg.
Ahora, en vez de buscar un nuevo empleo, logró que lo aceptara Lombard College, no obstante lo sumario de sus estudios. Para subvenir a sus necesidades, se convirtió al mismo tiempo en bombero. Cuando sonaba el timbre de alarma abandonaba la clase para ponerse el casco y acudir con la manguera al lugar del incendio.
Aquí es donde se detiene la autobiografía de Sandburg, como para significar que entonces se abre un segundo período de su existencia. De su lectura se desprende esto: en el momento en que entra en la universidad no conoce más que la vida. Nada hasta entonces ha dejado prever lo que va a ser. Ni la menor huella de vocación. Se ha contentado con almacenar. Ha visto la miseria de cerca, y ha reflexionado tanto como ha podido. La política empieza a interesarle después del célebre proceso de los anarquistas de Chicago. Ahora bien, la instrucción que recibe ei> Lombard College le da precisamente los medios de lucha contra los abusos de que ha sido testigo y a veces víctima. De ahora en adelante sabrá expresar y exponer su pensamiento. Descubre que la lengua es una fuerza: su energía hará lo demás.
Terminados sus estudios, comienza en seguida a escribir artículos y folletos. Le gusta poner ideas en circulación. Pronto va a arengar a los peatones en las esquinas de las calles. ¡Con qué entusiasmo evoca la libertad! Pero las palabras no bastan. Se convierte en organizador del partido socialista en Milwaukee. Durante dos años será el secretario del alcalde de la ciudad. Por fin, en 1917, entra de redactor en el Chicago Daily News, uno de los grandes diarios de los Estados Unidos. Permanecerá allí cerca de treinta años, sin que su actividad de periodista le impida viajar por el país, dando conferencias, cantando canciones folklóricas cosechadas en el curso de sus excursiones, acompañándolas él mismo con la guitarra, recitando, en fin, sus poemas como los trovadores de antaño.
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^ U primera colección de poemas apareció en 1914. Sand-burg tiene entonces treinta y seis años. El trozo que abre los Chicago Poems obtiene el premio Levinson; quizá hubiera sido mejor que no lo recibiera. Dio el tono a los antologistas, que después se han contentado con espigar ahí cada vez que ha sido necesario dar un ejemplo de la manera del poeta. Esta invocación a «Chicago, salchichero del mundo», no carecía de vigor; pero tuvo el inconveniente de asombrar a los críticos y persuadirlos que la violencia era la única cuerda natural de Sandburg, cegándolos para otros aspectos de su talento.
Los Chicago Poems chocaron, desde el comienzo, a un gran número de críticos. Era poesía a puñetazos y a martillazos: reaparecía el hijo del herrero. Sandburg había recogido las voces de las ciudades y las máquinas, de los trabajos y los días. Sus preocupaciones sociales se exponían con candor e inquietante lozanía de expresión. Ya Whitman había preguntado : «¿ Creéis, por ventura, que las libertades y la musculatura de estos Estados no tienen que habérselas más que con
palabras delicadas para damas, palabras para acicalados caballeros enguantados?» Sandburg ponía en la puerta de la calle a doña Rima y doña Prosodia, y acogía a la jerga callejera. Pasaba simplemente a la aplicación de lo que predicaba desde 1907: «Me gusta el arte, pero yo decido por mí mismo qué es el arte.»
Esos poemas seguían la inspiración de Walt Whitman, con la excepción de su egocentrismo y de su optimismo imperturbable. En cada una de sus páginas se traslucían la compasión y la facultad de captar Ios-menores ritmos de la actividad
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cotidiana. Sandburg no retrocedía ante ninguna descripción: las colas de los obreros sin trabajo, los huelguistas, los empleados de los mataderos, la tubería de plomo de un rascacielos. Abría así a la poesía dominios hasta entonces desdeñados, y que casi inmediatamente parecieron trillados. Creaba en verdad una lengua poética independiente. En compañía de Edgar Lee Masters y de Vachel Lindsay, que comenzaron casi al mismo tiempo que él, consiguió colocar el Middle West en el mapa literario de los Estados Unidos. En efecto, gracias a él y a Poetry, la revista de Harriet Monroe, Chicago pudo parecer la capital de las letras norteamericanas.
En los Chicago Poems, Sandburg cantaba la ciudad. Las colecciones siguientes, Comhuskers, Smoke and Steel, celebraron la pradera y los trabajos de este interminable cinfurón dorado que cubre el centro de los Estados Unidos, y de nuevo la industria, los obreros y las fábricas. En 1935, por fin, The People, Yes afirmó sobre una escala aún más vasta esa paradoja y crisol que es América: afirmación desordenada, pero sagaz; cursiva, pero lírica; inmenso repertorio de temas típicamente norteamericanos, expresiones, bromas, incidencias, caracteres, tendencias y fuerzas del país. Es seguramente la obra más ambiciosa de Sandburg como poeta. Poco ha añadido después; pero sus poesías completas, un grueso volumen de'674 páginas, fueron finalmente reunidas en 1950 y permiten formular una apreciación general sobre el conjunto de su obra.
Lo que en primer lugar sorprende en ella es la ausencia de evolución. De 1914 a 1935, la voz del bardo ha seguido siendo la misma. A lo sumo ha ganado en seguridad lo que ha perdido en frescor. Uno se pregunta si, a medida que ha adquirido conciencia de su estilo, Sandburg no ha sucumbido a la tentación de imitarlo y, por consiguiente, de extraer de él un sonido más acrisolado que el de sus. comienzos. Imposible poner en duda la autenticidad de su folklore. Pero en vez de quedar absorbida y fundida con el soplo de la poesía, la inspiración popular se convierte cada vez más en programa. «¿Por qué mito reemplazaríais al pueblo?», pregunta agresivamente Sandburg. Ama la tierra. Ama el trabajo de los hom-
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bres. En su estilo rudo y místico, canta la paciencia de la humanidad obstinada en vivir, a pesar del sufrimiento y de la injusticia, confiando en que el tiempo mejorará su suerte. El pensamiento de Sandburg es fundamentalmente generoso. No evita siempre, sin embargo, los desfallecimientos expresivos. Como Whitman, tiene una fe total en su pueblo. Pero mientras Whitman es, sobre todo, un visionario, Sandburg sigue siendo un testigo. Uno tiende a la profecía; el otro, a la historia. Sandburg no es casi nunca pomposo o pedante. Consigue evitar el simbolismo panorámico de Saint John Perse o la poesía relamida de MacLeish en sus Frescoes, y su Conquistador.
Ahora bien, cuando sustituye la observación por la visión, se pierde, como todos los idealistas, en la vaguedad. Sus procedimientos son a veces ingenuos: la virtud se identifica indefectiblemente con los trabajadores; los ricos son inevitablemente perversos. La voluntad de propaganda hace entonces cojear el poema.
El presente sigue siendo un caos hirviente de vida que el poeta trata de organizar. Smoke and Steel: en la poesía de Sandburg hay ciertamente acero; pero también la humareda del ensueño. Está completamente seguro de que la historia tiene un sentido. ¿Cuál? Es lo que trata de determinar sin lograrlo. Parece encaminarse hacia un juicio final, tras el cual el paraíso reinará en la tierra; pero cada vez está obligado a interrumpirse: el camino conduce al vacío, y los interrogantes subsisten. En Hugo, a quien recuerda a veces, una magnífica certidumbre en ese juicio asentaba sobre bases indestructible el discurso poético. Sandburg no da esta impresión de solidez inquebrantable. ¿Es porque su nombre significa iicastillo de arena»? Da la impresión de reconstruir incansablemente lo que cada noche el viento amenaza destruir.
América del Norte es, en efecto, un vasto mar • de sargazos, un hormiguero de formas vivientes e irreconciliables. Así, la poesía de Sandburg. Su doctrina se esfuma cuando se intenta asirla. Se disuelve en movimientos tumultuosos, de los que únicamente se desprende la seguridad reiterada de que conducen hacia la sociedad utópica de mañana y hacia la
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Nueva Jerusalén. Otro poeta norteamericano, Harl Grane, ha ensayado evocar asimismo el mito de América. Si, como Sand-burg, tampoco lo ha logrado, y murió de su fracaso, es debido quizá a que América es su propio mito. Tratar de sintetizarlo, es condenarse a una dispersión irremediable. Todo pensamiento y toda forma precisa quedan excluidos.
Con ello se explica la suelta prosodia de Sandburg. Mas-ters y él, rompiendo con la lengua poética tradicional, llegan, con perjuicio de la forma, a una especie de compromiso con la prosa. La realidad se identifica con lo incidental. Ya no hay integración ni análisis. Su significación es raramente lúcida, ajustada; es el lector quien debe penetrarlo. ¿No es curioso que Sandburg tenga entre sus familiares a uno de los fotógrafos más famosos de los Estados Unidos? Pues la afinidad entre sus técnicas respectivas es indudable: loy poemas de Sandburg se parecen a un álbum de excelentes fotografías reunidas un poco al azar. Cada uno de los retrato? es un éxito; el parecido en los detalles es asombroso. Pero el conjunto carece de composición. La materia prima no basta: el arte exige una purificación, una elección, una síntesis, a las que no se ha prestado el simple inventario de la nación
Los nombres propios, nombres de batallas o de ríos, de montañas o de ciudades, invocados como talismanes, ¿iban, pues, a fracasar, a confesarse impotentes de dar a Norteamérica conciencia de sí misma, en su doble realidad geográfica e histórica? En el momento en que Sandburg se encaraba con esta pregunta, era urgente contestarla. Convenía que se afirmara un nuevo nacionalismo ante los sínt.omas cada vez más alarmantes de la crisis mundial. El propio gobierno, inquieto, terminó por organizar el Federal Writers Project, consagrando a todos los escritores disponibles al recuento de las riquezas de la nación. Pero Sandburg, que diera poco antes el ejemplo en esa dirección, ya había empezado a desbrozar un camino nuevo. Existía un nombre, cuyos sortilegios no se habían aún agotado, cuya eficacia de representación había quedado intacta, y quizás agrandada, el nombre más importante de la historia del país: el de Lincoln. Y Sandburg se volvió hacia él.
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^ A N D B U R G había crecido en Illinois, donde Lincoln pasó una gran parte de "su vida. Lo mismo que él, había empezado por el trabajo manual. El recuerdo del alto hombre flaco en traje negro seguía vivaz por doquier. En Galesburg se recordaba el debate público entre Lincoln y su adversario político Douglas. El primer poema que el joven Cari se aprendió de memoria era el que le gustaba particularmente a Lincoln. A medida que pasaban los años, la llamada se fué haciendo cada vez más clara.
Se trataba para Sandburg de suscitar América, de hacerla consciente de sí misma, de subrayar su diversidad y, al mismo tiempo, de redescubrir su unidad. Para semejante tarea precisaba un centro, un símbolo de convergencia. Los trabajos de Helen Tarbell ayudaron, ciertamente, a la lenta cristalización que se producía en Sandburg. Tras las investigaciones biográficas de los historiadores se perfilaba la vasta calma de la vida rural norteamericana y lo que ella podía contribuir en la formación de un hombre como Lincoln: coraje, afán de independencia, sentido del humor, astucia, amor a la patria.
Sandburg se dio cuenta de que Lincoln era un «hombre representativo» por excelencia, el producto de la multiplicidad de influencias y tendencias que explican a los Estados Unidos. Comprendió que Lincoln había sido muy sensible a las palabras y a las costumbres de las gentes que le rodeaban. Por lo tanto, esas gentes, sus hogares, sus ocupaciones, sus canciones, proverbios, escuelas, iglesias, opiniones políticas debían ser descritos con la incesante sugestión de la transformación que acompaña sin descanso la vida de los pioneros. Ese fué el telón de fondo sobre el que se desarrolló, creció y se acabó la vida de Lincoln —vida que fué a la vez modeladora y modelada—. El retrato de un hombre iba, pues, a convertirse al mismo tiempo en retrato de una nación.
Sandburg puso manos a la obra. Seguía trabajando en el Chicago Daily News. Se reservó tres meses por año para
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hacer giras de conferencias o recitales de canciones populares, y organizó sus itinerarios de modo que se encontrara cerca de todos los centros de documentación posibles a propósito de Lincoln. Leyó cuanto se había escrito sobre una personalidad cuyos comentaristas no son inferiores en número a los de Napoleón y Bismarck. Compró miles de libros. Cuando encontraba páginas susceptibles de servirle, las arrancaba y amontonaba los esqueletos de esos volúmenes en el granero. Los amigos que iban a visitarle en verano, lo encontraban en el jardín, trabajando en pantalo
nes cortos, sandalias y visera. Los dos volúmenes de Praírie Years (Años de la pradera)
aparecieron en 1926. Trece años después aparecieron otros cuatro volúmenes, los War Years (Años de guerm). En conjunto, más de 3.000 páginas, la obra más importante que se haya consagrado a Lincoln.
Tristes especialistas se lamentaron: Sandburg había hecho más obra de poeta que de historiador: había acumulado testimonios sospechosos; se había servido de materiales cuya autenticidad no había comprobado; atribuía a Montesquieu una frase de Tocqueville; cometía otros varios errores de ese género; había demasiadas frases pegadas las unas a las otras mediante punto y coma; en una palabra, como siempre, el mineral no había sido extraído de su ganga.
La mayor parte, sin embargo, se rindió a la evidencia: era una obra monumental. Sandburg no la había escrito para los historiadores, sino para el gran público. Quería hacerle conocer los años de la Guerra Civil que habían marcado la crisis de crecimiento de la nación. En efecto, es toda una época
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la que resucita en esos interminables volúmenes, retumbantes de tumultos y de confusión, época braceada, empujada, pateada por los hombres que la habían vivido. En el centro de ella, Lincoln. No como lo había legado a. la nación una tradición ya acreditada, sino viviente, con toda su dignidad, su bondad, su humor, su paciencia cortada por brusquedades, sus vacilaciones y su gran obstinación, las dificultades, las responsabilidades, el aburrimiento y la terrible monotonía de su carga. Un hombre del terruño y del cielo azul, curvándose bajo el peso de su tarea, pero no abandonándola nunca.
Sandburg ha hecho de la vida de Lincoln una saga, a la manera de sus antepasados nórdicos. No ha olvidado que su héroe era el hijo de un carpintero, y que fué asesinado un Viernes Santo. Todo lo que ha oído durante su juventud èn Galesburg o recogido después viajando por el país, está presente en su obra. Ni un solo eco, ni una anécdota son omitidos. El texto está dispuesto en secciones breves, a fin de facilitar la lectura. Hay en cada página expresiones reveladoras, que iluminan de golpe al personaje. El método sigue siendo el mismo: un impresionismo por acumulación. El conjunto brota de los detalles incansablemente superpuestos. Abundan las largas listas homéricas. Sandburg se deja arrastrar por la embriaguez de las cosas y de los hombres con la misma energía que en su poesía. Pero aquí la prosa robusta y sabrosa, la simplicidad de la presentación, la rapidez de un movimiento que triunfa sobre toda dilatación consiguen imponer un estilo. Por eso ha podido decirse que el Lincoln de Sandburg es la primera epopeya americana.
Whitman había igualmente escrito y cantado para el pueblo. Si, en su conjunto, ha sido más escuchado que su sucesor, a pesar de una doctrina tan vaga cómo la suya, es seguramente porque su personalidad se ha proyectado en seguida sobre el primer plano, y porque su brillantez ha disimulado todas las imperfecciones de la obra. Su voz nos habla directamente, su mensaje se dirige a cada uno de nosotros. Tenemos así la impresión de participar en un poderoso diálogo y de ser el objeto de un interés particular que nos arrebata y nos colma.
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Sandburg, más modesto, se ha eclipsado demasiado a sí mismo. El periodismo ha acentuado su tendencia al reportaje. Como resultado de ello, su poesía no ha obtenido el público que esperaba. Incluso entre las clases instruidas, ha encontrado escasa resonancia. Los modelos del momento son distintos, reservados, aristocráticos, abstractos. Norteamérica se encuentra todavía en su período simbolista: la poesía demasiado «comprometida» no le interesa. Sandburg ha ejercido una considerable influencia literaria; pero es, sobre todo por su técnica del reportaje rápido, discontinuo, y por la generosa acogida que ha hecho en su obra al lenguaje palpitante y cotidiano. Poetas, como MacLeish, Langston Hughes, quizá Ste-phan Vincent Benet y Kenneth Fearing, novelistas como Dos Passos, han sabido sacar partido del ejemplo que les había sido propuesto.
Whitman había escrito: «El pueblo de estos Estados, en la conversación, en los discursos y los escritos populares, apetece la soltura sin frenos, la grosería, el vigor, los epítetos henchidos de vida, los expletivos, las palabras de oprobio, de resistencia.» Sandburg ha respondido a ese llamamiento; y ha satisfecho ese apetito. Su poesía en mangas de camisa, brutal y humana a la vez, desfila interminablemente, como antaño los grandes rebaños de bisontes frente a los trenes inmovilizados.
Sería un error no ver en ella más que masa y repetición. Sandburg es también un poeta de brumas, de matices, con una paleta delicada y casi oriental. Su poesía, a menudo sinuosa, fluida y cantante, sabe cuándo conviene ser gnómica y lapidaria. En los mejores momentos, brota de ella un frescor concentrado, una visión inocente y poderosa de la civilización o de la naturaleza. La influencia del misticismo nórdico se conjuga con la vulgaridad visionaria y con el vigor juvenil de la era industrial americana. Y esta poesía que se busca a sí misma es quizá, más todavía de lo que ha sospechado Sandburg, la imagen fiel de un país que todavía no ha cobrado conciencia de su propio ser.
(De Cuadernos, sept.-oct. 1957.)
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WHISTLER Y SARAS ATE
por Guillermo Bergnes
F I ...-[ N la exposición anual de la Sociedad de Artistas Bri
tánicos de Londres, en el verano de 1885, el pintor norteamericano James McNeill Whistler contribuyó a la misma aportando entre varias obras suyas, como la más destacada y principal pieza, exponiéndolo por primera vez al público, el retrato del violinista español Pablo Sarasate.
Los biógrafos del pintor, entre ellos el artista también norteamericano, Joseph Pennell, que tanto contacto y amistad tuvo con Whistler, Mortimer .Menpes, discípulo del maestro y biógrafo, como el crítico francés Théodore Duret (de quien Whistler hizo un importante retrato, arreglo en negro y color de carne, hoy en el Museo Metropolitano de New-York), nos dicen bastante de tal obra whistleriana y de su presentación a la pública opinión.
Sarasate daba en Londres sus conciertos de violin en el Saint James' Hall, y la visión que ofrecía, visto desde el público, fué la de que Whistler trató de interpretar en su obra.
Un efecto pictórico, una figura de pie vestida de frac, situada en una semioscuridad en la que destacarían como notas claras, pechera y puños de la camisa y los tonos de las carnes de cara y manos, figura que sostiene en sus manos un violin
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y su arco, en posición horizontal algo alzada a la derecha del espectador, dispuesto a tocar su músico instrumento.
Es el Sarasate' en la plenitud de su arte y de su fama, joven, ojos grandes, bigote y melenas negras, éstas desordenadas, con algunos mechones sobre la frente, con cierta semejanza a Whistler, quien siempre llevó su cabellera en desorden, pero un desorden complicado, resultado de una rebusca efectista.
Tomamos por verídica la afirmación de varios comentaristas de que Whistler no se interesaba por la músicas que no entendía, admirando en Sarasate la agilidad de ejecutante y el dominio técnico del violin, que atentamente pudo observar durante las sesiones de pose para el retrato, en las que algunos ratos Sarasate tocaba para Whistler.
Y por cierto, también tenemos que Sarasate no se interesaba ni atendía la pintura, aunque Whistler le hubiese decorado una habitación en su casa de París.
Lo mismo sobre el poco interés de Sarasate por la pintura e incluso por su propio retrato, nos lo dice Duret.
El amante de la pintura en el arte de Whistler, de quien tenía algunas obras, era el manager Goldschmidt, que seguramente jugaría su parte en la gestión diplomática para concertar la ejecución del retrato.
En el año 1885, instalado Whistler en su estudio de Londres,* en el N.° 13 de Tite Street, el artista Pennell relata en sus memorias que al recibirle Whistler en su primera visita le llevó a través de un oscuro pasadizo, al fondo de la sala, después de unos escalones, una sala o habitación iluminada, y allí, en su caballete, el retrato de un hombre de pequeña estatura eon un violin en la mano. El Sarasate que no creía hubiese sido visto nunca fuera del estudio.
Whistler se paró en el pasadizo, preguntándole su parecer sobre el cuadro enmarcado por la oscuridad.
«No recuerdo sus palabras como yo desearía —sigue diciendo—, pero quedé sobrecogido por la dignidad de la pintura y sin recordar más sobre lo que Whistler pudiera decirme.»
«Tengo mis dudas desde entonces, he tenido largas conversaciones con otros artistas cuando el retrato fué colgado
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en la Exposición Memorial de Londres, junto al retrato de su madre y el de Carlyle, donde en cierto aspecto aparecía pequeño y de menor importancia. Mas me he convencido de mi error.» «Solo, tal como lo vi en el estudio, o como puede apreciarse en una reproducción, es de la mayor dignidad.»
«Con el fin de conseguir su completo y propio efecto debería ser colocado solo, como lo son «Las Meninas» en Madrid.»
«Al,lado de la «Madre» y el «Carlyle», ambos pintados bajo la completa luz del estudio, necesariamente pierde algo. Lo que Whistler se propuso hacer y en lo que tuvo éxito fué pintar al hombre en la oscura plataforma del concierto, como el público le vería.»
Queda dicho ya que Sarasate tocaba algo durante las sesiones, lo que indudablemente ayudó a Whistler para interpretarlo con énfasis y fuerza.
Es conveniente recordar que el «Carlyle» y la «Madre» no son de tamaño natural en realidad. Lo parecen según fué el intento de Whistler.
El «Sarasate» tiene otro propósito. Intencionadamente debe parecer más pequeño^—también viene diciéndonos Pennell—, menos que de tamaño natural, como debería aparecer a la concurrencia a los conciertos al ser visto desde lejos en el escenario teatro del concierto.
Whistler, cogido del brazo de alguno de sus visitantes y llevándole al pie de los escalones del oscuro pasadizo, desde donde contemplar el retrato, les llamaba la atención sobre los efectos y calidades del cuadro, el empaque del retratado, a la firmeza de la pose, etc.
Este «Sarasate», que al tiempo de ser expuesto recibió no ciertos favorables comentarios, y de los que Whistler decía: «Me critican que he pintado a Sarasate en un almacén de carbón y otras estupideces por el estilo. Yo solamente sé que él aparecía como se ve en mi cuadro cuando le vi tocar en Saint James' Hall.»
Otro comentario suyo sobre el retrato solía ser: «Esperad a que el «Sarasate» sea tan viejo como la «Madre», con una superficie o capa de barniz que lo haya dulcificado, entonces usted lo llamará mi obra maestra.»
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Agrupemos, pues, este retrato a los producidos en la época de sus grandes telas en este género y en la de su plenitud, como los ya citados de la «Madre» y el «Carlyle», aunque de ellos difiere en un aspecto.
Los ambos citados, los modelos aparecen siluetados en oscuro contra un fondo más claro, el Sarasate está representado en negro contra un fondo negro profundo de efecto lejano' y misterioso, aquellos fondos tan característicos de algunos de sus retratos que tanto amó pintar, llevando a una realización pictórica su teoría de que las figuras debían dar la sensación de moverse y estar «dentro del marco», «no salir del marco».
Tal fué el problema que Whistler se planteó y resolvió plenamente. Técnicamente es de una ejecución apretada y ceñida, fuertemente construida y modelada la cabeza, en la que se advierte la enseñanza derivada de los antiguos clásicos españoles, Velázquez, que aunque Whistler en su proyectado viaje a España no pasara de Fuenterrabía y no viese, por lo tanto, a Velázquez en Madrid, por las otras obras del maestro sevillano que él conocía, vistas en Inglaterra, Francia, Italia, siempre lo consideró un gran maestro y frecuentemente hacía patente su admiración, sin que en el retrato del violinista aparezcan las influencias de gusto y arreglo composicional japonés, tan prominentes y característicos en muchos de los retratos e incluso composiciones y otras obras de toda su producción.
Pasado ya el «Sarasate» a los Estados Unidos figuró en una Exposición Memorial de Whistler en el Metropolitano de New York, causando fuerte impresión y recuerdo a competentes en pintura. Y hoy, después de los vaivenes y azares de la suerte que muchas obras de arte sufren, hasta hallar un final definitivo, brilla como joya en el Carnegie Institute de Pittsburg.
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LA TERCERA GRAN REVOLUCIÓN
DE LA HUMANIDAD
por f fiarles Frankel
E ' IS probable que ningún suceso de años recientes naya te
nido efecto tan profundo sobre el estado de ánimo norteamericano como el éxito de la Unión Soviética en el lanzamiento de satélites artificiales. Los sputniks han suscitado preocupaciones justificadas acerca de la situación de América en la guerra fría y han dislocado algunas de nuestras más delicadas suposiciones relativas a nuestras circunstancias. Y aún más que esto, los sputniks -.—y ahora nuestros propios Explorers— han desatado algunas asombrosas predicciones acerca de lo por venir.
Viajes a la Luna y excursiones de veinte minutos a Moscú, se nos dice, son etapas previsibles para dentro de poco tiempo en el «progreso» humano, aunque nadie ha dicho todavía de qué manera pudiera lograrse hacer de la Luna y de Moscú lugares más invitadores al aterrizaje. Y hasta se susurra que bien puede la humanidad perder uno de los más venerables temas de conversación, pues pudiera llegarse a gobernarse el tiempo climatológico.
Empero, si las predicciones acerca del futuro del hombre y su fortuna en el espacio exterior tienen un interés indudable, cabe sospechar que los satélites tienen también un sig-
m
niñeado que atañe a asuntos más cercanos a la Tierra y a nuestros intereses humanos. Pues los satélites no son sencillamente episodios de la carrera de armamentos o vaticinios de novelas científicas convertidos en realidades. Son símbolos de peculiar dramatismo correspondientes a sucesos desarrollados entre bastidores, en Oriente y en Occidente, en los últimos quince años, de una súbita ampliación de los conocimientos científicos y de los recursos técnicos., de una plenitud que representa adelantamiento extraordinario de la inteligencia humana y del humano poderío. Y este adelantamiento de la mente humana tiene consecuencias sociales y morales, además de tecnológicas. Los sputniks son señales sobre los cielos de que la escena humana habitual está cambiando algunas de sus características fundamentales y que estamos viviendo en medio de una revolución fundamental de los asuntos húmanos.
Hace unos 25.000 años tuvo lugar una «Revolución Agrícola» que mudó al hombre de cazador nómada y comedor de frutos silvestres en cultivador tenaz de sus alimentos. En la segunda mitad del siglo dieciocho comenzó una «Revolución Industrial» con resultados que aún no hemos conseguido asimilar por completo. Estas dos revoluciones se iniciaron como cambios introducidos en las ideas y en las herramientas empleadas anteriormente por el hombre para ajustarse a la naturaleza. Acabaron por cambiar las relaciones de unos hombres con otros, sus puntos de vista morales y políticos y la misma sustancia de cuanto hasta entonces se juzgó estimable en esta vida. Es fácil dar importancia desmedida a sucesos que acaecen en nuestros días, pero la revolución que se ha desatado durante los últimos quince años debe ser colocada en compañía de las que he citado para poderla juzgar en adecuada perspectiva.
De hecho, teniendo en cuenta las fuerzas naturales a las que ha dado suelta, y la velocidad con que lo ha hecho, la actual mudanza en la relación del hombre con el medio ambiente empequeñece por comparación las consecuencias- de las otras dos revoluciones. Es posible creer que sus otras consecuencias no llegarán a ser taii grandes al correr del tiempo.
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Hoy, cuando ya hemos tenido tiempo de asimilar los efectos primeros de los sputniks, quizá valga la pena detenernos a reflexionar acerca de las consecuencias sociales de las que a largo plazo los sputniks son heraldos.
Ya podemos atisbar algunas de las consecuencias más evidentes. Por ejemplo, la guerra ha cambiado de carácter y ha perdido una de sus funciones tradicionales en los asuntos anejos a lo internacional. Dejando a un lado toda discusión moral, la guerra en gran escala no puede ser ya empleada, como ha sido empleada algunas veces en la historia, como instrumento eficaz incluso del egoísmo nacional. En tanto que el peligro de una guerra nuclear total no se haya disipado considerablemente, semejante guerra únicamente puede servir de instrumento a la desesperación total.
Parejamente, el problema suscitado por el aumento de la población del mundo amenaza hacerse más agudo como resultado de los progresos de la medicina y de la tecnología que pueden predecirse con seguridad casi total de no errar. A lo largo de la historia, la raza humana ha tenido que luchar para evitar la disminución de sus números. Hoy el problema es el del aumento de la población.
Pero la guerra y el crecimiento de la población del mundo son problemas que nos son relativamente bien conocidos, aunque el castigo previsible, si no acertamos con su solución, haya aumentado repentinamente en proporciones incalculables. La actual revolución de los asuntos humanos es muy posible que acarree otros cambios a los que se ha dedicado menos estudio hasta ahora. No es uno de los menos importantes la posibilidad de posibles mudanzas en los métodos de organizar el trabajo humano como consecuencia de nuevos procesos industriales tales como el trabajo automatizado.
Una de las consecuencias posibles de este proceso automatizado pudiera ser, por ejemplo, un rápidc aumento en la proporción de obreros especializados con relación a los no especializados. Significa esto la aparición de gran número de asuntos a los que los sindicatos industriales tendrán que prestar atención y de problemas nuevos, tanto para los dirigentes laborales como para los regidores de empresas industriales.
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De igual importancia puede ser el efecto que la fábrica automática puede tener sobre la distribución de las horas de trabajo. Como ha indicado el ingeniero inglés Landon Goodman, el costo de montar estos procesos automáticos de fabricación pudiera resultar tan crecido que, en muchos casos, fuera contrario a la economía el trabajar en la fábrica solamente ocho horas diarias. Si son muchas las fábricas que encuentran necesario t r a b a j a r veinticuatro horas diarias, se seguirán consecuencias claras de predecir, pues todo, desde la vida particular en el hogar has
ta la organización de las ciudades, cambiará. Puede ocurrir que incluso la tradicional frase «del día a la. noche» pierda mucha de su fuerza anterior.
Las nuevas maneras en las que el trabajo pueda ser organizado afectarán asimismo los puntos de vista de los hombres con relación a otros sectores de la vida. La mayor parte del trabajo que el hombre ha tenido que hacer a lo largo de la historia ha sido de naturaleza desagradable, y el ocio, o la mayor parte del ocio humano, ha sido prerrogativa de unos pocos. Este hecho ha influido sobre nuestra manera de pensar acerca de cómo se debe vivir la vida. Quienes propenden hacia la democracia han mirado con recelo todo cuanto es «inútil». Aquellos que se inclinan hacia la aristocracia juzgaban lo útil como ligeramente matizado de ordinariez. Mas si el ocio se trueca en prerrogativa de todo el mundo y su problema y los procedimientos industriales automáticos pueden ser empleados para hacer del trabajo humano ocupación menos rutinaria y para ofrecer a más trabajadores oportunidad de ejercer sus capacidades individuales y su discreción, la
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clara división entre trabajo y ocio llegará a significar todavía menos de lo que hoy significa. Los efectos se dejarán sentir, por ejemplo, y para citar uno nada más, sobre nuestros ideales de la educación «liberal», orientados hoy principalmente hacia el ocio, y sobre nuestros conceptos de la educación especializada, la cual es ya anacrónica cuando opina sobre lo que la gente corriente precisa para «estar preparada para vivir».
Mas los nuevos procedimientos de fabricación industrial son parte de movimiento más vasto, el cual implica más hondas consecuencias que le son peculiares. Durante la mayor parte de los tiempos idos, los progresos de la tecnología eran, en gran parte, independientes de la investigación científica pura. Hasta cierto punto, así ocurrió incluso durante el siglo diecinueve. Mas hoy la tecnología ha pasado a ser casi por completo la hija de la investigación teórica fundamental. Quiere decir esto que podemos contar con que, en el porvenir, se desarrollarán las innovaciones tecnológicas a velocidad creciente y continuada.
Y llegamos en este punto a la que será tal vez la consecuencia de mayor monta de esta revolución de los asuntos humanos. La alteración en la velocidad a la que ocurren los cambios. Pues nada tiene tan rápido y tan íntimo efecto sobre la manera en que una sociedad ejecuta sus quehaceres como los cambios de índole tecnológica.
Esta aceleración de las mudanzas representa un reto sin precedentes a la capacidad humana para llevar a cabo ajustes de naturaleza social. Tardó el hombre aproximadamente unos 475.000 años en llegar a la Revolución Agrícola. Precisó otros 25.000 para alcanzar la Revolu-
ción Industrial. Hemos llegado a la «Edad del Espacio» en 150 años, y si no podemos predecir a dónde iremos desde aquí, podemos pronosticar que nos moveremos a rauda marcha, sea nuestro destino el que sea. Nuestras suposiciones de que las cosas cambiarán y la capacidad de nuestros sistemas social y. nervioso para soportar el impacto de los cambios nacen de la larga experiencia humana. Mas esta experiencia, incluso la del siglo diecinueve, no ha bastado para apercibirnos para la velocidad de los sucesos que nos aguardan.
Tan extraordinario cambio en el ritmo fundamental de la historia humana quiere decir que será menester que hagamos esfuerzos nuevos y denodados para gobernar el proceso de los cambios sociales. Como demuestran los últimos cien años de la historia de Occidente, los hombres pueden hoy aprender a cambiar a velocidad mucho mayor que antes. Pero, como también pudiera deducirse de estos pasados cien años, hay límites, y es difícil imaginar el día en que los hombres no necesitarán cierto tiempo para ajustarse a condiciones nuevas, para aprender nuevas técnicas y habituarse a nuevas costumbres, para olvidar las nostalgias y los resquemores que nacen cuando cosas venerables y acostumbradas resultan derrocadas. Todo hombre lleva en la intimidad un conservador, y en el mundo en que vivimos va a tener que ajustarse a muchas cosas y muchos cambios en proporción sin precedentes.
En consecuencia, si las cosas del pasado que amamos no han de ser destruidas alocadamente, y si las promesas del porvenir han de trocarse en la medida máxima en realidades, parece probable que necesitaremos organismos establecidos deliberadamente para planear socialmente a largo plazo. Por ejemplo, el continuado progreso de las innovaciones tecnológicas bien puede resultar en crisis cíclicas de índole laboral en la esfera tecnológica. Para que esto no acontezca será necesaria la existencia de organismos que prevean qué clase de habilidades y conocimientos se requerirán en el porvenir, que se hagan cargo de continuar la obra de reeducación profesional del trabajador y que regulen el ritmo al que las nuevas técnicas son aplicadas para que podamos llevar a cabo sensatamente los reajustes precisos. Dadas la velocidad y la
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magnitud de los cambios predecibles, no podemos confiar en que el mercado y el sistema de precios resuelvan sin ayuda esos problemas. Las innovaciones tecnológicas suponen cambios sociales; y no puede aducirse razón alguna para introducir tales cambios, sean las consecuencias las que sean, como no existe justificación para lanzar al mercado un medicamento nuevo y potente sin antes someterlo a examen pericial y a regulación.
La necesidad de ejercer un gobierno más madurado sobre el proceso de los cambios sociales suscita, naturalmente, un punto fundamental. Se trata del conflicto entre la libertad y la regimentación, el conflicto entre la libertad personal y la iniciativa particular, de una parte, y, por otra parte, la necesidad, palmaria y creciente, de un más alto grado de organización social. Esta ha sido la cuestión central debatida en la sociedad industrial desde hace más de un siglo. En el mundo que está formando la actual revolución será de igual importancia. Pero los principios que hemos venido empleando ha-bitualmente para tratar de este tema y resolverlo es casi seguro que habrán de ser remozados.
Los peligros anejos a una más completa organización social son evidentes. Puede resultar, por lo menos, en una multiplicación de los estorbos que extenúan la energía individual (formularios oficiales que hemos de cumplimentar, comisiones incesantes, mezquinas tiranías burocráticas). Puede significar la concentración de la autoridad, hasta el punto que resulte imposible su fiscalización. Y acaso la peor de las consecuencias posibles sea el cambio de nuestros ideales y de nuestras opiniones.
Sometidos a la presión de una imperiosa necesidad de organizamos, pudiéramos llegar, con lentitud, pero sin dolor, a preferir lo «normalizado» e impersonal y a preferir asimismo al hombre adaptable al sistema que al hombre rebelde al yugo. Si esto aconteciera, podemos perder libertades hoy bienamadas y no advertir o deplorar nuestra pérdida.
No obstante, el individuo puede resultar aplastado con igual facilidad en la vorágine de la multitud agolpada ante un vagón de metro que, en una fábrica, por tos procedimientos
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de producción en serie. Al aumentar la densidad del tránsito callejero resulta necesaria una reglamentación más minuciosa. Y cuando impera la anarquía, o el sistema regulador fracasa, el individuo tiene menos libertad para ir al lugar apetecido y no más albedrío. El problema, en pocas palabras, no es si hemos o no hemos de disponer de una mayor proporción de organización social planeada, sino qué clase de organización hemos de tener. Puede ser centralizada o descentralizada; puede ser desmenuzada en pequeñas unidades o aplicarse únicamente a las grandes; puede concentrar la autoridad en la cima o puede esparcirla en grado considerable en los niveles inferiores. Y, lo más importante de todo, puede perseguir deliberadamente el cuidado amoroso de las diferencias individuales y el fomento de los talentos personales. Los peligros de un mayor grado de organización social son claros. Pero la desorganización no ofrecerá coyunturas más propicias a la libertad.
Los problemas de la organización social y de ejercer cauto dominio sobre las consecuencias de las innovaciones tecnológicas nos conducen, al cabo, al problema final. Se trata del problema del uso y del abuso de la ciencia, problema éste que se hará paulatinamente más apremiante, según nuestro mundo resulte ser más evidentemente la criatura de la ciencia. En los tiempos por venir, como en los pasados, el hombre se encontrará confrontado por dos posibilidades. La primera, alzar sobre un altar idólatra a la ciencia. La segunda, denigrarla en importancia partiendo de principios morales y religiosos fijos.
Muestras de la tendencia de convertir la ciencia en ídolo han florecido repentinamente alrededor nuestro desde que los sputniks iniciaron sus cabriolas en el espacio. Con palabras esperanzadas que resultan amedrentadoras, tanto los hombres de ciencia como los legos han vaticinado, por ejemplo, que la ciencia pronto podrá cambiar las emociones humanas y los deseos del hombre por procedimientos bioquímicos. Otros han hablado del dominio predecible sobre los principios de «la dinámica de grupos» y de la capacidad de la ciencia para hacernos posible la elección de los gobernantes adecuados y
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para lograr que los hombres trabajen juntos en armonía. Tales vaticinios representan la resurrección del antiguo
sueño de Platón de que si los filósofos fueran reyes todos los problemas políticos y morales del hombre acabarían. Y descansan, precisamente, sobre la misma combinación de inocencia política y presunción moral. No existe, desgraciadamente, ninguna garantía de que quienes vayan a recetar esas pildoras que pretenden cambiar nuestros deseos y emociones tengan los deseos y las emociones que pudieran ser elogiados.
Pero sería grave error desechar la ciencia como inútil para resolver nuestros problemas políticos y sociales. E l ' conocimiento objetivo de las condiciones y de las consecuencias de nuestros deseos individuales o de nuestras instituciones sociales es ayuda excelente para comprender la verdadera naturaleza de los fines que elegimos perseguir, y de esa manera podemos, con frecuencia, llegar a elegir nuestros fines y nuestros ideales de manera más inteligente.
Hoy aún más que antaño, el mundo que la actual revolución está creando será uno en el que un proceso de pausado y repetido examen de las instituciones existentes será condición para lograr no ya una vida decente, sino probablemente incluso la supervivencia. Quienes adopten una actitud inmutable en semejante mundo, y quienes nieguen la utilidad del conocimiento científico para resolver dilemas morales y políticos, no serán sino defensores de los dogmas nacidos de su intuición personal. No es razonable, y es ingrato, creer que la sociedad del porvenir deberá estar regida por una selecta minoría de sabios disfrazados de peritos en ética. No es menos desagradable imaginar que deberá estar gobernada, bajo disfraz semejante, por quienes erigen la ignorancia en diosa, y cuyas pretensiones de pureza ética están basadas en creerse superiores a los procesos de la investigación científica.
Los puntos de vista que la ciencia suscita nos indican, de hecho, cuál es el problema educativo fundamental que la actual revolución nos presenta. Esta revolución es en el fondo el resultado de ideas y de maneras de pensar que han constituido secretos desconocidos para la mayoría de los hombres y de las mujeres más cultos de nuestros días. Resulta de esto,
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en una época que se pretende que es la más «científica» de cuantas ha habido, que la ciencia tiene un matiz de magia para la mente popular. Pero aunque este problema es grave, no carece de solución.
Las dificultades de dar a conocer a los hombres y mujeres de educación universitaria los métodos fundamentales y los ideales de la ciencia contemporánea han sido exageradas desmesuradamente. Precisan, claro está, el suministrar información imparcial acerca de los hechos; pero precisan, todavía más, el entrenamiento de la imaginación del lego en ciencias dotado de cultura para que pueda advertir la naturaleza general de los problemas científicos, aunque no comprenda sus detalles y pueda darse cuenta de la clase de victoria que la solución de esos problemas supone.
Este enfocado imaginativo de la ciencia, que permitiría a más elementos de la cultura moderna el participar, por delegación o en otra persona, en los logros más espléndidos de la civilización que comparten, les es posible a muchas más personas de las que hoy lo hacen. Y por encima del problema
de entrenar a más científicos y más ingenieros, el problema descrito es el fundamental de la educación científica.
Al otear en lontananza para descubrir el nuevo mundo que está naciendo es posible, sin duda alguna, sentirse abrumado por este problema educativo y por otros que el mundo nuevo nos presenta. Puede uno, evidentemente, escapar de lo desconocido, sea riéndose de los satélites artificiales, motejándolos de pelotas- de tennis sin importancia que giran en el espacio o concentrándose casi histéricamente sobre un solo aspecto inmediato de la cuestión
(la lucha por la conquista del espacio exterior con miras militares), para dejar caer en el olvido todas las otras cuestiones que los satélites artificiales ponen en evidencia con inmenso vigor. Y puede uno asimismo adoptar una postura apocalíptica y suponer que este mundo ignoto que está naciendo va a ser imposible de reconocer. Sin embargo, tales cosas ñumanas como la envidia, la malicia y el egoísmo es muy probable que persistan junto a nosotros, a pesar de toda la farmacopea moral que el boticario del porvenir p u e d a almacenar en sus anaqueles. Y una vez que se disipe la emoción inicial de la novedad, es plausible opinar que la mayor parte de quienes estén ocupados en disfrutar de la luna de miel, preferirán ver la Luna en el firmamento a hollarla con los pies.
Si Utopía no nos espera a la vuelta de la esquina, tampoco es inevitable que los problemas que van apareciendo superen nuestra capacidad para resolverlos. En una época en la que los problemas son casi todos indicio de un incremento en la fuerza de que dispone el hombre, resultaría extraño deducir seme jante cosa. Hoy el hombre perfila a su gusto su horóscopo y ha iniciado la estampación del sistema solar con su impronta. Si las estrellas que construye son todavía diminutas, y si el hombre aún no ha conquistado más que una parte minúscula del espacio, no obstante, lo conseguido, no es poco para un ser creado en propincuidad no discutible de la tierra. El mundo que amanece puede conservar nuestras alegrías de antes, y puede ofrecernos otras muchas. La imaginación científica del siglo veinte ha mostrado flexibilidad notable y audacia. No hay motivo en la naturaleza de las cosas para que nuestra imaginación
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social no muestre iguales cualidades o para que rio pueda escapar, como lo ha hecho la ciencia moderna, a conceptos dogmáticos y sin fundamento. Si esto hiciere, podria alcanzar cosas de mucha mayor importancia que el lanzamiento de satélites al espacio.
(Tradución autorizada por el N E W YORK TIMES.)
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UNA PINTORA NORTEAMERICANA EN ESPAÑA:
GIOVANNELLA
por Mariano Sánchez de Palacios
\ > O es frecuente la incursión de los artistas extranjeros
en las salas expositivas de pintura de Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Bilbao y otras poblaciones importantes de España, aunque tampoco, sea raro encontrar de vez en cuando pintores de otros países, incluso de Oriente, en la vida artística e intelectual de nuestro país. Sin embargo, no hace mucho, Madrid y más tarde Barcelona han podido admirar y establecer un juicio u opinión sobre la pintora Joan Markson, nacida en New York y conocida en el mundo del arte con el italianizado nombre de Giovannella, que puede justificarse por su larga permanencia en Italia cuando su concepto constructivo y de técnica, estilístico y estético, dirigido hacia un abstractismo en cierto modo esclavo y consecuente con eí cubismo lineal y geométrico hubo de hacer un sesgo para entrar de lleno y con arrolladora fuerza persuasiva en la eterna verdad del arte renacentista, deslumbrada por la magnificencia de Miguel Ángel, de Rafael, del gran Leonardo, cuando no por la elegancia de color y bella concepción artística del divino Botticelli, que imprimen a su arte, todavía indeciso, y a sus sentimientos un concepto puramente formal. Era que lo que se pudiera denominar ideología artística, credo espiritual y político de su
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visión plástica no se había consolidado todavía y fué suficiente la visión y contacto emocional con los que fueron grandes maestros de la pintura italiana en su gran época —también Italia tuvo sus siglos de oro— para que aquella tendencia avanzada, modernista y en cierto modo revolucionaria —revolución quiere decir perturbación— disconforme tal vez con su rígido y normalizado entendimiento estético, retrocediendo en el tiempo y en la forma viniera a preparar su ánimo a la verdadera inclinación temperamental y constructiva que había de surgir en ella más tarde. Porque es lo cierto que si Italia borra de su inquietud juvenil las preferencias hacia el desequilibrio de la imagen, hacia una efemérides artística transitoria más sujeta a una moda ambiental que a un estilo, para encaminarla con evidentes posibilidades de triunfo hacia la verdad eterna del arte de un ayer eficiente y constructivo; su viaje a España, y como consecuencia su conocimiento directo con la obra de Zurbarán, de Ribera, de Ribalta, del Greco, de Velázquez y, sobre todo, de Goya, harán de ella una apasionada vehementísima de la pintura de fibra y nervio, de coraje hispánico, como la que se trasluce al través de los muchos lienzos, que el autor de «Las majas» y de «La familia de Carlos IV» tiene en la soberbia pinacoteca del Prado. ¿Cómo es posible esta evolución tan meditada y sentida en la labor de la joven Giovannella? ¿A qué atribuir esta mudanza no sólo de su forma y manera de pintar, sino de sentir? Es lógica esta reacción, este volver en cierto modo a su punto de origen, este viaje de ida y vuelta, de lo abstracto a lo clásico, y de lo clásico al firme sentido revolucionario y precursivo de Goya, espíritu rebelde, tan filósofo como pintor, y tan artista como psicólogo de la humanidad de su tiempo, de la historia de su época. Goya está lejos, muy lejos, en espíritu y en tiempo a Rafael, a aquella elegancia melosa y dulzona, profundamente bella de una fase renacentista. Goya es el hombre que rompe con el pasado, aunque se halle seducido por su antecesor Velázquez. Goya no es el pasado, ni siquiera el presente, sino el futuro, como en su tiempo lo fué El Greco, y en nuestros días lo ha sido José Gutiérrez Solana. Goya pinta intuyendo el estilo que ha de nacer poco más tarde,
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y si vislumbra la amable sentimentalidad del romanticismo (Francia, 1830, y España, 1835) pone los cimientos para esa pintura efectista y sin detalle que se llama impresionista, y que había de ser el motivo, la fuente y consecuencia del verdadero y lógico sentido renovador y progresivo del arte. ¿Es el Goya de los cartones para la Real Fábrica de Tapices, el de los retratos con ciertas concesiones supeditativas el que emociona y deslumhra a la pintora norteamericana Giovannella? No. El Goya con el que ella se identifica es el que más firmemente hace resaltar su naturaleza española, el artista que lleva a las planchas, al aguafuerte, la famosa serie de «La Tauromaquia», o dibuja los «Proverbios», los «Desastres de la Guerra», los «Disparates» y las famosas pinturas negras, decoración de los muros de su residencia, vulgarmente llamada «Quinta del Sordo», en las cercanías del río Manzanares. Porque Giovannella, a^pesar de ese regusto, tal vez momentáneo, hacia el positivismo realista del arte preciosista italiano, que, como hemos dicho, orienta, o desorienta sus tendencias juveniles, acordes con el momento nativo de su arte en germen, había de volver en retardada evolución al espíritu primitivo, pero moderado de una transformación contundente y equilibrada, influenciada por aquella orientación que Goya marcó de una manera ostensible en los años primeros del siglo XIX español. Es decir, que Giovannella es clásica y moderna a un mismo tiempo, pero este clasicismo —hay que llamar de alguna manera la inclinación hacia sus inteligibles pinturas en esta época simbolista y de convencionales sugerencia1;— hay que supeditarlo a lo ampuloso de las formas, al desdibujamiento del dibujo, al exceso de luz y colorido, a la abundancia impresionista del óleo, en una palabra, a un modo de pintar acorde con los años que corren y que no puede perjudicar, antes bien situar, la fuerte y vigorosa personalidad, artísticamente tan interesante, de la entusiasta pintora Giovannella.
Esta influencia españolista en la obra de Giovannella, que había de borrar las anteriores, la lleva a lo taurino, aunque no sea esa en realidad la temática que mejor definie la psicología actual del pueblo español. Es tan sólo una faceta costumbrista, pero sí, es cierto, con tanta fuerza que lo arrolla todo,
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que todo lo contagia con su dramatismo y con su aspecto heroico y colorista. Claro está que en Giovannella lo taurino es un pretexto para buscar y encontrar la nota lírica, la poesía hecha. canto y música en la pintura. En Giovannella los cuadros taurinos son verso y canción flamenca, folklore andaluz. Otra cosa, sin embargo, son sus dibujos o apuntes de lances, suertes o momentos de la lidia, porque el lápiz no captó la realidad de lo sucedido en el ruedo o enarenado redondel, sino que fantasiosa desnudó al torero para buscar la elegancia de las formas, el movimiento, el ritmo, el juego entre hombre y toro en una armonía estética que acaso nos recuerde aquella ya lejana supeditación admirativa por Miguel Ángel. Y es que Giovannella, en arte, se masculinizó; es decir, alejó de sí misma esa plácida representación pictórica de sus asuntos triviales y eminentemente decorativos, se abstuvo de recrear su pincel en los vulgares «bodegones» y en las «naturalezas muertas», único tema para los incapacitados o eternamente fracasados de la pintura. El arte es algo más que un entretenimiento, que un afán distraitivo, que una vulgar mecanización de oficio. Es el reflejo de las emociones e impresionabilidad estética de una época, la patente espiritual y progresiva de un pueblo durante un lapso más o menos largo, el proceso continuativo de la general historia de los estilos. Existe, por tanto, una responsabilidad moral y artística en el pintor al realizar su obra si ésta ha de quedar de guardia permanente en el correr del tiempo. Lo malo, lo mediocre, es cierto que quedará postergado, pero aún así y todo, puede hacer mucho perjuicio. Todos esos artistas de última hora, es decir, los que apenas nacen ya mueren o viven muriendo, son como una lepra del arte. Su propia dolencia estética los elimina, pero antes pueden producir el contagio; son dañinos. Respecto a los otros, a los permanentes, los pintores auténticamente profesionales, que piensan, viven, trabajan y sienten en artista, la responsabilidad —ya se ha dicho— es suma, porque en ellos, en verdad, se encuentra toda la ciencia, el gusto, la auténtica verdad del arte de sus días, el transcurrir fecundo y noble de un siglo. Ellos son intérpretes y escritores de la historia del arte de su tiempo, y a la vez, eslabón de la cadena
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Sección Gráfica
GIOVANNELLA Y SU OBRA
Estudio en tierras
Una casada
Hombre con mandragora
El. vencido
Torero
Cristo
Campesino
El filósofo
que une lo pasado con lo venidero, puente entre dos tendencias o estilos, que tendrán su significación e importancia no sólo en el presente, sino en el pasado y en el futuro, porque ese «hoy» será una consecuencia del ayer y a la vez una justificación del mañana.
Lo más curioso del arte de Giovannella es la libre expresión de su personalidad técnica, su autodidacta inclinación, su labor libre e independiente, la nota individualista, en la que si se advierten influencias, están en sí tan lejanas, tan distantes, que no han podido aún, a pesar de su fuerza expresiva, justificarse en el momento presente, Giovannella ha ido sola por la vida. En su carrera artística no puede incluirse el nombre de un maestro que haya dirigido y alentado sus inclinaciones, porque nadie sino ella misma fomentó sus ansias pictóricas y dio forma, profesionalídad y humano sentir a una emoción creativa, que nació y morirá con ella El arte, el verdadero arte, es así. Forma parte de nuestro ser, de nuestra substancia orgánica y vegetativa. El arte es pensamiento y emoción, y estas dos facultades de nuestro yo físico, estas dos reacciones derivativas de cerebro y corazón, sosteniendo y equilibrando nuestro temperamento educativo, nuestros impul-sos_ y reacciones psíquicas, son a la larga las que dibujan y definen la verdadera personalidad.
Hemos hablado ya en otra ocasión de esa tendencia espacial en las pinturas de Giovannella; es decir, cierta inclinación a la pintura mural, a la decoración de paredes. Giovannella no puede supeditar su arte a estrechos límites de un cuadro de normales dimensiones. Necesita, como quien dice, salirse del marco, buscar nuevas perspectivas a sus retratos o figuras. De ahí, tal vez, que Giovannella no haya intentado, siquiera sea por curiosidad plástica, el ejercicio pictórico del paisaje.
Aún es pronto, sin embargo, para clasificar el estilo en el arte de Giovannella, puesto que es demasiado joven, y es además indudable que el medio ambiente influye en nuestro ánimo y sobre nuestro carácter, sobre nuestros gustos y preferencias estéticos, y si fué una en Nueva York, otra en Italia, y distinta a la vez en España, es decir, que se aclimató a la
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atmósfera de cada lugar geográfico vivido, ahora que ha regresado a los Estados Unidos es posible que una nueva corriente impulse su pintura. Pero no podemos aventurar juicios; sus cuadros de hoy son los que nos hablan de ella, y querer averiguar lo que será el porvenir es empresa que se sale de todos los conocimientos humanos. Lo que no tiene duda es que la influencia de Italia y de España, cunas del arte en la civilización y en la cultura de Occidente, han tenido una gran fuerza emocional en su obra, tanta que de esta fusión italo-hispánica ha surgido su estilo personal, que la identifica y difiere de otros artistas contemporáneos.
No deja de ser curiosa esta dedicación de Giovannella al arte desde su niñez. Ello dice de la agudización de su sensibilidad y de su temperamento, de su nativa predisposición a todas las actividades creativas y del espíritu. ¿Qué impresión habrá dejado en Giovannella aquella su primera visión consciente del mundo que le rodeaba? ¿Qué huellas, todavía perdurables, había dejado en su ánimo y en su corazón, su primer contacto con el arte? Sus primeras demostraciones artísticas, ingenuas, inocentes y puramente infantiles, no son sino el encuentro con la realidad circundante, la primera manifestación de su impresionabilidad y agudeza para ver lo sugestivo y arráyente del paisaje espiritual y poético que se divisa desde el gran ventanal de sus pocos años, por eso asombran e impresionan más esas pinturas blancas y negras de su juventud —juventud hasta ahora que es toda su vida—, que bajo el imperio simbólico y pensativo de aglomeraciones de motivos —¿acaso un barroquismo novecentista?—• penetran en la órbita surrealista al amparo de modernas tendencias, de directrices estéticas, en realidad acordes con el momento en que Giovannella vive. Sería pueril a estas alturas reconocerse retrógrado, y aunque nuestras preferencias y gustos se inclinen a lo pretérito, a la belleza realista de líneas y color, no podemos ni debemos substraernos a la obligada evolución y ritmo de los tiempos actuales, y no hay que olvidar, ello es muy importante, que Giovannella ha nacido en pleno desarrollo y floración de las tendencias modernas, que podrán ser discutidas y hasta atacadas, pero que indudablemente responden a
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una necesidad renovadora y si se quiere revolucionaria, al borrón y cuenta nueva que es base de todos los movimientos estéticos. Creemos que el arte nuevo, arte de planos, geometría, de líneas, deshumanizado y frío, pasará como suelen pasar todas las fiebres o las epidemias, pero algo había de quedar para las orientaciones futuras. El arte es movible, giratorio, y esta continua rotación en torno de su eje, que es la emoción reproductiva, el afán de interpretar la visión subjetiva y panorámica del vivir del universo, no tendrá más remedio que adoptar en rigurosa medida selectiva, aquellas «ideas», que constituyeron una escuela o un estilo. El arte del mañana no sabemos cómo habrá de ser, porque ello depende de la sensibilidad y cultura de las generaciones que han de sucedemos, pero es indudable que esa estilización o esquematización será como el andamiaje sobre el que habrán de trabajar los artistas de los tiempos venideros. Por eso, la influencia de arte actual en los Estados Unidos, arte expresivo, de rotundas afirmaciones íiovecentistas, sincopada modalidad de todas las armonías, y cosa rara, de todos las inarmonías también —en el color hay sonido y expresión orquestal—, tendrán que ejercer una influencia en el ánimo y en la conclusa formación estética de Giovannella, que, a pesar de todo, no podrá considerarse al margen de todas las posibles, por no decir seguras, innovaciones que exija el ambiente, los sucesos incluso políticos, históricos y sociales a que está sujeto el mundo. No se olvide que no es el hombre quien hace a las circunstancias, sino éstas quienes hacen y dirigen casi siempre las actividades del hombre. Europa cambió sus costumbres tras la guerra de 1914-18, y se modificaron también, tras la segunda y última Gran Guerra. Ello quiere decir que la vida futura del mundo no depende de nosotros, sino de las circunstancias, de las efemérides y avatares que rijan y presidan la vida de los países que componen el bloque civilizado del globo terráqueo.
Las formas expresivas de la actual inquietud pictórica de los Estados Unidos, que no desdeña las enseñanzas cubistas, y todas las manifestaciones de su moderno y avanzado concepto de la vida, raramente podrán aislarse en la receptiva visión y comprensiva asimilación estilística de Giovannella.
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Claro es que junto a los pintores avanzados, estéticamente liberales e independientes, estarán también los modernos y conservadores, los que políticamente militan en el orden y en la serenidad, por lo menos aparente, de las ideas. Porque también —ya lo hemos señalado—• el arte tiene su política, pero no una política de acción en su verdadera acepción, sino una política en el orden técnico ejecutivo de la obra. Hay nombres que pesan mucho en la atmósfera artística de Norteamérica : Isabel Bishop, Paul Cadmus, La Lorraine Albright, Hodger Cahill, Joseph Pickett y Grant Wood, son elementos más que suficientes, si no existiera un gran plantel, de artistas jóvenes conscientes de su alta misión creadora, para marcar una orientación y un camino, difícil de soslayar, por los que intenten avanzar hacia metas artísticas.
En principio, todo arte merece atención y respeto, y si es noble y honradamente concebido habrá que estudiarlo, analizarlo en sus menores detalles hasta encontrar la obligada justificación. Si, por el contrario, responde a una «postura» convencional y acomodaticia, interesada y mercantil, carente de ese juego divino de la inspiración y sentir humano, si no es otra cosa que el gesto rebelde y destructivo de un amargado o de un incapaz, también tendremos que estudiarlo para rebatir con sensatas aseveraciones, la fuerza demoledora y negativa que lo hizo nacer. El arte, ya lo dijo Elbert Hubbard, no es una cosa, sino un camino, y para transitar por él hace falta el necesario salvoconducto. Giovañnella es ya una realidad, pero al mismo tiempo es una incógnita en su futuro. Esperemos, confiemos en ella y en su arte, porque hasta ahora sus pinceles nos han dicho mucho sobre ella y sobre su sensibilidad y temperamento, nos han dicho que el arte en la mujer es algo más que un vulgar motivo de distracción o entretenimiento. El mundo está ya un poco cansado de esos mensajes pictóricos al través de unas flores, de unos monótonos e insulsos bodegones, o de esas naturalezas muertas, tan muertas que ya no tienen cabida en ningún sitio.
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LA COMEDÍA MUSICAL NORTEAMERICANA
por Irving Sablosky
F i iL género teatral favorito de los Estados Unidos es indu
dablemente la comedia musical, nacida en el Broadway neoyorquino. Oklahoma] (nombre que no necesita traducción) es un buen ejemplo de la popularidad que puede conquistar una obra de ese tipo. Con música de Richard Rodgers y libro de Osear Hammerstein II, se representó ininterrumpidamente 2.248 veces en el Broadway durante seis años, a partir de 1943. Mientras seguía el éxito en Nueva York, se quiso dar a conocer Oklahomal al resto de la nación, y para ello se formó una compañía que pudiéramos llamar de la legua, la cual viajó durante ocho años, actuando ante unos siete millones de personas. Ya se ha llevado esa obra a la pantalla en una película que se proyecta con gran 'éxito en todo el país.
El caso de Oklahomal es notable, pero no único. Entre las comedias musicales cuyo triunfo ha sido casi tan grande podemos citar Show Boat (El teatro flotante), de Jerome Kern; Annie Get Your Gun (La reina del Oeste), de Irving Berlín; Kiss Me Kate (Dame un beso, Kate), de Colé Porter; Guys and Dolls (Muchachos y muñecas), de Frank Loesser, y South Pacific (Al sur del Pacífico), Carousel (Liliom) y The King and I (El Rey y yo), de Rodgers y Hammerstein. La mayor par-
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te de ellas han tenido una historia análoga: un estreno en un .teatro del Broadway neoyorquino; una larga serie de representaciones allí, mientras otra compañía daba a conocer la revista al resto del país, con tal éxito en algunos casos en ciudades como Chicago o Los Angeles que resultaba necesario formar una tercera compañía para que la obra se representara en todas las principales ciudades de la nación; una versión cinematográfica, ampliamente difundida gracias a la buena organización de la industria del séptimo arte; y representaciones por compañías teatrales independientes, tanto profesionales como de aficionados, en toda la extensión del país.
Esas comedías musicales no se parecen del todo a las que se suelen representar en otras naciones. Contienen elementos del music hall inglés, de la ópera francesa, de la opereta vienesa, de las sátiras políticas alemanas, y hasta de la ópera italiana y del ballet. Esos elementos extranjeros se han mezclado con el jazz, la ópera cómica, la farsa, la pantomima y las canciones de Norteamérica, para no mencionar la manera de hablar y las costumbres de ese país, creándose así un género de teatro musical tan singular como propio.
Al examinar el origen de la comedia musical norteamericana, no se debe pasar por alto el hecho de que su evolución no tenga paralelo en la historia cultural de Europa. En esta parte del mundo hubo desde un principio dos estilos opuestos en eJ teatro musical: el aristocrático y el popular. La ópera fué creada por los cortesanos. La ópera cómica nació a manera de protesta popular contra la "petulancia y el engreimiento en que se desarrollaba la ópera palaciega. En Inglaterra, por ejemplo, cuando la ópera italiana estaba en su apogeo, The Beggars Opera (La ópera del mendigo), de John Gay, se convirtió en la sensación de Londres, hacia 1725 En ella se pusieron en solfa los espectáculos importados con una obra naturalista y de lenguaje local acerca de los bajos fondos londir nenses; se lanzaron algunas pullas a los políticos de la época, y se creó el género de ópera a base de canciones, espectáculo popular con música derivada de las copias en boga._
La ópera ligera y la comedia musical no son lo mismo, aunque hayan influido una en otra. Según ha señalado Gilbert
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Chase, los más famosos compositores norteamericanos de comedias musicales han tenido una preparación musicat a base de la música popular de su patria, en tanto que los compositores norteamericanos de óperas ligeras que han alcanzado mayor éxito se han educado en la música europea, por haber nacido en Europa o por haber ido a esa parte del mundo para adquirir educación musical. Cecil Smith hace la siguiente distinción: «La comedia musical se diferencia de la ópera cómica y de las variedades (en el sentido clásico) por su directa y heterodoxa asimilación de las canciones, las costumbres y los bailes nacionales.» En otras palabras, la ópera cómica tiene sus raíces en la música artística, en la ópera misma, en tanto que la comedia musical tiene las suyas en la música popular y en las costumbres del común de las gentes.
Así, cuando La viuda alegre, de Franz Lehar, fué acogida con entusiasmo en Nueva York en 1907, revolucionó el concepto de la danza en las comedias musicales norteamericanas. Pero el resultado no fué que los compositores introdujeran valses vieneses en sus revistas. Hizo comprender a los crea
dores de comedias musicales que los bailes populares norteamericanos podían tener gran aplicación en la escena, en lugar de los pasodobles, las contradanzas y las frivolas acrobacias que hasta entonces habían servido rutinariamente para ocupar el lugar de la danza. De tal manera pasaron a formar parte de la revista musical el fox trot y el charleston, y con ellos bailarines como los Castle, los Astaire y los Champion.
Lo nacional tardó más en cristalizar en. la música que en la danza y en el diálogo. En las primeras revistas musicales norteamericanas se imitaba el es-
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tilo musical de las numerosas obras importadas de Inglaterra en el siglo XIX, -y aquel estilo era tan poco natural, en comparación con el lenguaje y la manera de vivir populares de los norteamericanos, como el de la ópera ligera francesa o alemanas. Hasta.que el jazz ganó terreno y fué aceptado como idioma' musical netamente norteamericano, no pudo la comedia musical reunir todos los recursos de música, bailes y costumbres nacionales. El habla peculiar, rápida, espasmó-dica y chapurreada del norteamericano de las grandes ciudades, así como su soledad y nostalgia circunstanciales, encontró un perfecto ambiente musical en las frases y las inflexiones del jazz. Con el cultivo del estilo del jazz se aproximó a su madurez la comedia musical norteamericana, cuyo desarrollo desde la primera década .del siglo XX ha consistido principalmente en la tarea de sazonar, pulir y unir sus recursos, ya del todo propios.
Esa fase de madurez empieza, casi con el siglo, en las revistas musicales de George M. Cohan. Acostumbrado desde pequeño al ambiente de las mismas (no en vano actuó de niño con sus padres y su hermana bajo el nombre de los Cuatro Cohans), Cohan estaba convencido de que los Estados Unidos poseían talentos y disponían de fuentes para la. creación de revistas musicales superiores a las que se importaban de Inglaterra y otras nac'ones europeas para satisfacer las necesidades del público norteamericano. Después de fracasar un par de veces, puso en escena Little Johnny Jones (Jwanito Jones), obra musical acerca de un jockey norteamericano que va a Inglaterra a participar en el Derby Real Corría a la sazón el año 1904. Dos canciones de aquella revista, tituladas Yankee Doodle Boy (El muchacho del Yankee' Doodle) y Give My Regards to Broadway (Da recuerdos míos a Broadway) han entrado a formar parte del folklore norteamericano.
Esas dos canciones simbolizan los afectos predominantes en Cohan: un patriotismo fervoroso y un cariño sentimental a Nueva York y al «negocio de revistas». Sus obras posteriores, para las cuales no sólo escribió el libro y la música, sino también actuó como director y a veces como primer actor, llevaron títulos tales como Forty Five Minutes from Broadway
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(A cuarenta y cinco minutos del Broadway), The Yankee Prince (El príncipe yanqui), The American Idea (La idea norteamericana) y The Man Who Owns Broadway (Él dueño del Broadway). Después de figurar durante casi veinte años como rey sin rival de la escena musical, los temas de Cohan empezaron a cansar. Abandonó entonces las revistas musicales y se dedicó a escribir obras teatrales sin sensacionalismos. Posteriormente apareció en películas cinematográficas y realizó dos interpretaciones memorables en el Broadway en obras de otros autores, como el director de un periódico de pueblo en la comedia de Eugehe O'Neill Ah, Wüdernessl (\Ah, soledad]) (1933), y como el presidente Franklin D. Roosevelt en la sátira musical de Rodgers y Hart I'd Raibher Be Right (Más me valdría obrar bien) (1937). Falleció en 1942, después de haber consagrado cincuenta y seis de los sesenta y cuatro años' de su vida al teatro. Aunque se tilden sus revistas de superficiales y vulgares, es innegable que dio a la comedia musical norteamericana un sabor, ímpetu, vigor y casticismo' propios que forman desde entonces parte de su carácter.
Al madurar la comedia musical, el teatro musical norteamericano se desarrolló a lo largo de dos senderos, separados pero paralelos. Una de esas dos modalidades fué la revista propiamente dicha, descendiente cada vez más refinada de las variedades y de las obras musicales a base de canciones populares. Revistas inglesas importadas a los Estados Unidos, tales como The Gaiety Girl (La muchacha de la alegría) (1894) y Floradora (1900) se vieron superadas por las Ziegfield Follies (Locuras de Ziegfield), las Coham Revues (Revistas de Cohan), los George White's Scandals (Escándalos de George White), las Earl Carroll's Vanities (Vanidades de Earl CarrolT), las Music Box Revues (Revistas de Caja de Música), las Green-wich Village Follies (Locuras de Greenwich Village) y las Little Shows (Revistillas). La mayor parte de esas obras se representaron durante varios años en ediciones sucesivas, y se componían de números sueltos. De 1910 a 1930 fueron a base de lujo y belleza femenina, y los números (en que se presentaban canciones nuevas con un vestuario suntuoso) tenían decoraciones muy extravagantes y complicadas. De 1930 a 1940, la crisis
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económica impidió la continuación de aquella tendencia. Se hizo entonces hincapié en el talento y la originalidad. Revistas tales como The Band Wagón (La carreta de la orquesta) (con música de Arthur Schwartz), Face the Music (La música y tú) y As Thousands Cheer (Mientras aplauden millares) (de Ir-ving Berlín), y más tarde, Cali Me Mister (Llámeme señor) (Harold Rome), Lend An Ear (Presta oído) (Charles Gaynor) y Neto Faces of 1952 (Caras nuevas de 1952) (con partitura mixta) ofrecieron cuadros satíricos cada vez más impresionantes e inteligentes, conjuntos de excelentes actores y canciones que se siguen oyendo con agrado en muchos sitios.
Por su parte, la comedia musical, al desarrollarse a su manera, no dejó de observar la evolución de la revista. La creciente difusión de la sátira política y social, la renovación de la escenografía (debida en parte a los decorados de Jos'eph Urban para Florenz Ziegfield, en parte a Max Reinhardt y en parte al Ballet Ruso), y la habilidad cada vez mayor de los libretistas y autores de canciones, todo ello fué absorbido por la comedia musical en formación. La mayor parte de los compositores más destacados de comedias musicales escribieron canciones para revistas antes de aventurarse en una obra musical en gran escala. Tal fué el caso de Irving Berlín, Richard Rodgers, Colé Porter, George Gershwin y Jerome Kern, entre otrgs.
Después de haber realizado su aprendizaje., por decirlo así, escribiendo para revistas (en las cuales a menudo contenía una partitura canciones originales de diversos compositores), aquellos compositores se dedicaron a la comedia musical, en la cual las partituras empezaban a no ser ya una serie de canciones engarzadas en un leve argumento, sino un conjunto armonioso de comedia y música. Hablando en términos generales, la comedia musical sigue estando compuesta de números, con diálogo hablado, que sirve de trama y une esos números. Pero cada vez se hacen esos empalmes, con mayor habilidad por los hombres de creciente preparación que tiene el teatro musical de hoy día. En las comedias musicales actuales -no se encuentran solamente canciones, sino también diálogos cantados y hasta muy convincentes números de conjunto. En
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Street Scene (Escena callejera) y Lost in the Stars (Perdido en las estrellas), Kurt Weill escribió una especie de versos melódicos continuos (versión moderna de los antiguos recitados y arias de las óperas), que redujeron al mínimo el diálogo hablado (según había procurado hacer Gershwin en Porgy and Bess (Porgy y Bess), y en The Golden Apple (La manzana dé oro) suprimió Jerome Mbrross por completo el diálogo hablado, con lo que aquella comedia musical se cantó desde el principio hasta el fin. ,
Ese género de estrecha integración de la palabra y la música ha sido el objetivo perseguido por los compositores y los libretistas de las comedias musicales norteamericanas desde hace cuarenta años. Guy Bolton lo hizo ya observar en 1917, al hablar en un artículo de periódico acerca de Oh, Boy! (¡ Oh, muchacho!), obra para la cual él y P. G. Wodehouse habían escrito el libro, y Jerome Kern la música. «,En la antigua comedia musical», decía, «un príncipe de un novísimo país balcánico, disfrazado, está enamorado de una muchacha de humilde condición. Ella no sabe que él es un príncipe, pero tampoco él sabe que ella es hija de un creso albanès. En cada acto no hay más que una situación, y lo demás son lagunas, llenadas con escenas' de tiroteos, entradas, salidas y cafés.» Según Bolton, la obra Oh, Boy\ era una comedia sencilla y armoniosa, con adición de música. Todos los diálogos y canciones tenían la debida correspondencia con la acción. El humor se basaba en las situaciones y no en la gracia de los intérpretes. Y terminaba comentando: «Los norteamericanos quieren realismo hasta en las comedias musicales. Se ríen más naturalmente de un chistoso portero de hotel que de una princesa caníbal.»
Todavía no se había realizado la integración de la palabra y la música, largo tiempo buscada. Hasta en las palabras de Bolton, escritas, según hemos dicho antes, en 1917, no se comprende el problema por completo. «Con adición de música», decía el libretista, pero no se alcanzaría el ideal hasta que la obra se' escribiera para la música tanto como la música para la obra. La primera comedia musical- en que se realizó del todo ese concepto, con efectos revolucionarios, fué creada por
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Jerome Kern, pero diez años después del estreno de Oh, Boy l Aquella obra fué Show Boat (El teatro flotante), con cuya partitura llegó a la mayoría de edad la comedia musical norteamericana. Además de haber conservado su popularidad las canciones de Show Boat, como las tituladas Oíd Man River (El viejo río), Make Belie-ve (Finge), Cant Help Lovin That Man (¿Qué culpa tengo yo de que me guste ese hombre?), My Bill (Guillermito mío) y Why Do I Love You? (¿Por qué te quiero?), ha sido rees-trenada la obra repetidas veces, forma parte del repertorio
de numerosas compañías, se han hecho tres versiones cinematográficas diferentes de ella, y hasta ha sido representada por la compañía de ópera del Centro de Música y Declamación de Nueva York.
Show Boat estableció de muchas maneras las normas para el desarrollo de la comedia musical en los Estados Unidos en los treinta años siguientes. Tomó su argumento de la literatura y el folklore norteamericanos, al igual que posteriormente lo hicieran Oklahoma!, Pal Joey (El camarada Joey), Guys and Dolls (Muchachos y muñecas), South Pacific [Al sur del Pacífico), Annie Get Your Gun (La reina del Oeste), Street Scene (Escena callejera) y Wonderful Town (El pueblo maravilloso). Los números de baile eran de carácter popular estilizado, y tenían gran importancia en la obra, según se ve, por ejemplo, en OkL·homal, Brigadoon, High Button Shoes (Botas altas) y On the town (En el pueblo). Y en cuanto a la música, en lugar de ser obra de un rutinario autor de canciones, era compuesta por un músico profesional, que había «vencido el miedo de no parecer respetable», según palabras de Gilbert Chase,
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miedo que había perseguido a muchos excelentes músicos norteamericanos en otros tiempos. Ese músico en cuestión, después de dar de lado aquel prejuicio, había .consagrado su talento y su buen gusto al teatro popular, en la convicción del auténtico valor de aquel medio de expresión y de su idioma musical.
. George Gershwin, Colé Porter, Richard Rodgers, Kurt Weill y Leonard Bernstein han sido, como Jerome Kern, magníficos compositores que consagraron su talento al desarrollo del,teatro musical en los Estados Unidos. Breves bosquejos de su vida y del argumento de algunas de sus obras contribuirán tal vez a arrojar luz sobre el cuadro de la comedia musical norteamericana actual.
Jerome Kern nació en la ciudad de Nueva York en 1885 y, después de cursar el bachillerato en Newark (New Jersey), ingresó en el Conservatorio de Música de Nueva York. Quería continuar sus estudios musicales en Europa, pero, en lugar de ello, se le persuadió a que se dedicara al negocio de su padre, ocupación para la cual tenía evidentemente pocas aptitudes, ya que terminó por marcharse a Europa al cabo de un año. Transcurría entonces el año 1908. Viajó y estudió, y, finalmente, escaso de dinero, buscó trabajo y escribió canciones para un empresario londinense que ponía en escena revistas musicales. Cuando volvió' a los Estados Unidos, después de pasar dos años en el extranjero, estaba decidido a consagrar sus esfuerzos a la música popular, y encontró un empleo tras otro en las casas neoyorquinas editoras de partituras de música de ese género. Consiguió • que se publicaran algunas canciones suyas, y en 1910 se le encargó por vez primera que colaborase en una revista musical titulada Mr. Wix af Wickham (Él señor Wix de Wickharn). Esa obra se ha hundido en el olvido, pero la aportación de Kern llamó inmediatamente la atención, y el compositor se encontró muy solicitado. En 1912 escribió su primera partitura completa, The Red Petticoat (La falda roja), que merece recordarse, por tratarse de la primera comedia musical que tenía el Oeste como lugar de acción. Dos años más tarde tuvo su primer éxito auténtico con la obra The Girl From Utah (La muchacha de
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Utah), de la que se recuerda todavía la canción They Didn't Believe Me (No me creyeron). Compositor de gran facilidad, Kern escribió dieciocho partituras en la década de 1910 a 1920, y otras trece en los diez años siguientes. En 1943 se fué a vivir a Hollywood para escribir partituras de películas musicales. Además de su labor en la escena y la pantalla, escribió una obra para orquesta, basada en temas de Show Boat (El teatro flotante), a petición de Arthur Rodzinski, director de la Orquesta Sinfónica de Cleveland, y un Retrato de Mark Tivain, también para orquesta, por encargo de André Kos-telanetz, en 1942, Falleció en 1945.
La vida y la carrera de Irving Berlín han sido muy diferentes de las de Kern. Nacido en Rusia en 1888, con el nombre de Israel Baline, era todavía un niño cuando sus padres le llevaron a los Estados Unidos. Creció en Nueva York, en medio de la pobreza, y se escapó de su casa a ia edad de catorce años, ganándose la vida cantando en las calles de la ciudad y en las tabernas de Bowery. Escribió su primera canción (la letra nada más) mientras trabajaba como camarero cantor en una taberna del barrio chino. Sólo tocaba un poco el piano, de oído, y hubo de pasar algún tiempo antes de que descubriera sus aptitudes para la melodía. Antes de tal hallazgo elegía los temas en el piano y buscaba a alguien para que los armonizara. Ya había proporcionado de vez en cuando letras para canciones a los editores neoyorquinos de obras musicales. Consciente de sus posibilidades, empezó a escribir a la vez la letra y música de sus canciones. Después de algunos pequeños éxitos, escribió en 1911 la canción que ha sido tal vez el mayor triunfo de su vida. Nos referimos a Alexander's Ragtime Band (La orquesta de ragtime de Alexan-der). A partir de aquel momento, Berlín se convirtió en una figura destacada del mundo de la música popular. Ya había escrito algunas canciones para revistas, y su primera obra teatral fué una revista a base de ragtime, titulada Watch Your Step (Cuidado con los pies), estrenada en 1914 con Vernon e Irene Castle cómo intérpretes principales.
Annie Get Your Gun (La reina del Oeste), es probablemente la mejor partitura de Berlín para una comedia musical,
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y tiene libro de Dorothy y Herbert Fields. Su argumento está tomado del folklore del Oeste norteamericano, pero no es tan serio como el de Show Boat (El teatro flotante). Es puramente frivolo, y tiende a proporcionar una especie de espectáculo vertiginoso que tiene algo del espíritu de la revista, aunque la forma sea la de la comedia musical.
En general, Berlin es un autor de canciones más bien que un compositor de comedias musicales. Muchas de sus mejores canciones no se escribieron expresamente para el teatro. En cualquier caso, el autor de Alexander's Ragtime Band (La orquesta de ragtime de Alexander), A Pretty Giri is Like a Melody (Una linda muchacha es como una melodía), Blue Skies (Cielo azul), Remember (Recuerda), How Deep is the Ocean (¡ Qué profundo es el océano!), Easter Paraclise (Paraíso de Pascuas), Always (Siempre), Oh, How I Hate to Get Up in the Morning (¡ Oh, cómo odio levantarme por la mañana !), White Christmas (Navidades Blancas), y It's a Lovely Day Tomorrow (Es un helio día el de mañana), ejerció gran influencia en un compositor que se destacó desde muy joven como uno de los mayores talentos de la comedia musical. Estamos hablando de George Gershwin.
Cuando era todavía un chiquillo, Gershwin trató de convencer a su profesora de piano del valor de la canción popular, y tomó por modelo Alexander's Ragtime Band (La orquesta de ragtime de Alexander). Posteriormente se dice que llamó a Berlin «el mejor compositor norteamericano de canciones», y hasta «el Franz Schubert norteamericano». Al igual que Berlín, Gershwin creció en Nueva York, pero había nacido allí en 1898. Aunque se sintió atraído desde muy temprano por la música, no entró en su casa un piano hasta que tuvo doce años. El chico se puso a estudiar, y su profesor, Charles Hambitzer, se dio cuenta del extraordinario talento de su discípulo, y se decidió a inculcarle sólidos conocimientos de música clásica, a pesar del estusiasmo que sentía George por el ragtime y el jazz. Gershwin aprendió con el más profundo interés la música clásica, pero a la vez empezó a trabajar en lo relativo a la popular. Se colocó de pianista en una casa editorial de partituras musicales, en Nueva York; comenzó a
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escribir canciones al estilo de las de Berlín y Kern, y erí 1916 aportó una canción a una revista, The Passing Show (Espectácuh pasajero), con música de Sigmund Romberg. En 1918 escribió su primera partitura completa, una revista titulada Half Past Eight (Las ocho y media). Al año siguiente incluyó Al Jolson la canción Swanee, de Gershwin, en una revista titulada Simbad, cuyo compositor principal era también. Romberg, y el joven George se encontró de la noche a la mañana famoso en toda la nación.
Gershwin fué contratado como compositor para los George White's Scamdais (Escándalos, de George White), y en las ediciones de aquellas suntuosas revistas de 1920, 1921, 1922, 1923 y 1924, se consagró como uno de los primeros autores de canciones para el Broadway. En realidad, sólo una canción de aquellas revistas se ha popularizado, la titulada Somebody Loves Me (Alguien me ama), escrita para los Scandals, de 1924. Entre tanto, las inclinaciones de Gershwin habían tomado dos rumbos diferentes.
Por una parte, se había propuesto dignificar el jazz, llevándolo a las salas de conciertos. En 1923, J ïva Gauthier incluyó cuatro de las canciones de Gershwin en uno de sus recitales de canciones artísticas, en unión de canciones originales de Byrd, Purcell, Hindemith y Schoenberg. En 12 de febrero de 1924, la orquesta de Paul Whiteman (que había actuado en las funciones de los Scandals) presentó en el Aeolian Hall un «Experimento en música moderna», concierto de jazz. Fué entonces cuando se dio a conocer al público Rhapsody in Blue (Rapsodia en azul), de Gershwin, y los músicos norteamericanos, aferrados a lo clásico, vieron de repente el jazz en una nueva perspectiva, y se dieron cuenta d e ' que constituía la gran aportación de los Estados Unidos al lenguaje musical. Después de la Rapsodia escribió Gershwin un Concierto en Fa, el poema sinfónico An American in Paris (Un americano en París), una segunda Rapsodia, una serie de preludios para piano orquestados posteriormente por Arnold Schoenberg) y, en 1935, su ópera Porgy and Bess (Porgy y Bess).
Pero, por otra parte, su interés por las salas de concier-
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tos y los teatros de ópera no fué motivo para que Gershwin abandonara el Broadway. Allí le atrajo la comedia musical. En 1924, además de Rhapsody in Blue (Rapsodia en azul), escribió la comedia musical Lady Be Good (Sea buena, señora), con libro de Guy Bolton y Fred Thompson, y canciones de su hermano Ira Gershwin. Aquella comedia musical fué una de las primeras llevadas a la pantalla, en 1928, y de su partitura se siguen recordando las canciones de Gershwin tituladas Fascinatin Rhythm (Ritmo fascinador), O Lady Be Good (Oh, señora, sea buena) y The Man I Love (El hombre a quien quiero). Un éxito todavía mayor fué Oh, Kay!, en 1926, con canciones tales como May Be (Quizá), Someone to Watch Over Me (Alguien que me cuide) y Clap Yo' Hands (Aplaude). En 1927 produjo Funny Face (Rostro gracioso), obra en que figuraban las canciones 's Wonderful (Es maravilloso) y My One and Only (Mía y única), y al año siguiente, en colaboración con Sigmund Romberg, Rosalie (Rosalía), en la que iba incluida la canción de Gershwin How Long Has This Been Goin'. On (¿Cuánto tiempo- llevamos así?)
En dos obras suyas estrenadas en 1930, Gershwin tocó dos importantes temas de la comedia musical: la sátira política en Strike Up the Band (Música, maestro), con la. inmortal canción l've Got a Crush on You (Me has flechado) y la marcha del mismo título que la obra; y el Oeste en Girl Crazy (Loco por las chicas), con las canciones Bidin My Time (Esperando el momento oportuno), Embraceable You (Abrazable), But Not For Me (Pero no para mí) y la clásica l've Got Rhythm (He cogido el ritmo). En esa última obra se presentaron las actrices Ethel Merman y Gin-
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ger Rogers en la escena musical. En vena de sátira política escribió Gershwin su más per
fecta y duradera partitura para comedia musical, titulada Of Thee I Sing (De ti canto). Sus colaboradores fueron los mismos que en Strike Up the Bancl (Música, maestro), o sea, George S. Kaufman y Morrie Ryskind, además de Ira Gers-whin. La obra recibió el Premio Pulitzer de Teatro en 1931. Fué la primera vez que se concedía aquella recompensa a una comedia musical. Of Thee I Sing viene a ser una visión caricaturesca de las costumbres electorales norteamericanas.
Después de Of Thee I Sing escribió Gershwin otras dos comedias musicales, pero había disminuido su interés por el Broadway. Comenzó a trabajar en Porgy and Bess (Porgy y Bess), y en 1936 trasladó su residencia a Hollywood para escribir para el cinematógrafo. Ya había escrito en 1931 una partitura para la película Delicious (Deliciosa). Después vinieron Shall We Dance (¿Bailamos?) con las canciones Let's Cali the Whole Thing Off (Desistamos ele todo eso) y They Cant Take That Away from Me (Que me quiten lo bailado); y The Goldwyn Follies (Locuras de Qoldioyn), para la cual había escrito las canciones Love Walked In (Entró el amor) y Lave is Here to Stay (Aquí se queda el amor) antes de sufrir un colapso y morir a la edad de 38 años, después de ser operado para extirparle un tumor cerebral.
En contraste con los modestos principios de Berlin y Gershwin, Colé Porter nació en el seno de una familia acomodada en la localidad de Perú (Indiana) en 1892. Cursó sus estudios universitarios en Yale, ingresó en la Facultad de Derecho de Harvard y se consagró después a la música, marchando a París, donde fué discípulo de Vincent d'Indy en la Sehola Cantorum. Mientras cursaba sus estudios clásicos, Porter divertía a sus amigos con canciones satíricas originales, para las cuales no sólo escribía la música, sino también la chispeante y exquisita letra. Por último, abandonó por completo la música clásica y se consagró a la comedia musical con la partitura y las canciones de Fifty Million Frenchmen (Cincuenta millones de franceses) en 1929. Aquel mismo año aportó a Wake Up and Dream (Despiértate y sueña) una de sus can-
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ciones más duraderas y características, cual es What ís This Thing Called Love (¿Qué es esa cosa llamada amor?). A partir de entonces estrenó casi anualmente una obra hasta llegar a la que es tal vez la mejor de todas, Kiss Me Kate (Dame un beso, Kate), en 1948.
Kiss Me Kate caracteriza la imaginación musical de Porter y su estilo independiente, que se niega a verse atado pollas normas corrientes de las canciones populares. El argumento de Kiss Me Kate se refiere a los tormentosos amores de dos cómicos, Fred Graham y Lilli Vanessi, cuya compañía está poniendo The Taming of the Shreiv (La fierecilla domada), de Shakespeare, en la ciudad norteamericana de Baltimore. Escenas entre la Katherina y el Petruchio de Shakespeare, en Padua, se entremezclan con otras entre sus trasuntos de hogaño en Baltimore. Así la música oscila entre canciones tan típicamente norteamericanas como Why Cant You Behave? (¿Por qué no puedes portarte bien?), Too Darn Hot (¡Vaya calor\) y Tm Always True to You Darling, In My Fas-hion (Siempre te soy fiel, querida, a mi manera) y romances imitados de los tiempos de Shakespeare, como Tve Come to Wive it Wealthily in Padua (He venido a casarme con una paduana rica), Where is the Life that Late I Led? (¿Dónde está L· vida que llevaba yo antes?), I Hate Men (Odio a los hombres) y I am Ashamed that Women are so Simple (Me avergüenza que sean tan candidas las mujeres). El coro We Open in Venice (Estrenamos en Venècia), el número de músic hall, Brush Up Your Shakespeare (Repase usted sus conocimientos sobre Shakespeare) y el vals vienes Wunderbar (Maravilloso) están tan estrechamente ligados a los personajes y situaciones de la obra que pierden sentido fuera de ésta. Por ese motivo, y también por lo ligero de sus canciones, aun las más populares, Porter no ha alcanzado nunca con su música la gran popularidad de Kern, Berlín o Rodgers. Pero su sentido del estilo y del carácter de sus personajes, así como su imaginación y exquisitez musicales, ha constituido una importante aportación a la comedia musical.
Richard Rodgers comparte muchos de esos atributos musicales. Nacido en Nueva York en 1902, no tardó en demostrar
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que era un músico precoz. A la edad de dieciséi's años se matriculó en la Universidad de Colúmbia, y allí conoció a Lo-renz Hart (siete ^años mayor que él), con quien empezó inmediatamente a colaborar escribiendo canciones para las revistas que se ponían en escena en aquel establecimiento docente. A los dos años abandonó los estudios universitarios, decidido a ganarse la vida componiendo para el teatro musical. Estudió composición en el Instituto de Arte Musical (ahora Escuela Juilliard) y a la vez trabajó con Hart en una serie de revistas de aficionados. En 1925 les pidió el Theater Guild que escribieran varias canciones para una revista satírica que iba a poner en escena el grupo juvenil de aquella asociación teatral para una función benéfica. La obra era la titulada Garrick Gaieties (Alegrías de Gmrick), que sólo se pensaba representar dos veces. Pero se representó otras dos y terminó por seguir poniéndose durante veinticinco semanas seguidas. ¡ Un verdadero • éxito! Así empezó una serie de 27 obras originales de Rodgers y Hart, estrenadas durante menos de veinte años, y de las cuales sólo cuatro fracasaron. La más notable de ellas es Pal Joey (El camarada Joey).
Pal Joey, además de contener canciones tan escogidas como Bewitched, Bothered and Bewildered (Fascinado, molesto y aturdido), I Could Write a Book (Podría escribir un libro) y Zip, llevó la comedia musical en la dirección del realismo más lejos de lo que se hubiera podido sospechar. El libro de Hart era tan áspero, incisivo y mordaz como lo exigía el argumento, y Rodgers escribió una partitura, adecuada. El resultado era tan preciso y convincente, que Pal- Joey fué rees-trenada con gran éxito en 1952 con 50Ò representaciones en el Broadway y la consiguiente actuación en el resto del país de una compañía con aquella obra como único repertorio. Se está llevando ahora a la pantalla esa comedia musical.
Después de Pal Joey, Rodgers y Hart colaboraron en una obra más, By Júpiter (Por Júpiter), antes del fallecimiento del último, ocurrido en 1943. Un año antes, el Theater Guild les había pedido que hicieran una versión musical de la obra folklórica de Lynn Rigg Green Grow the. Lilacs [Florecen las lilas). A Hart no le interesó el trabajo, por lo que Rodgers en-
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contró un nuevo colaborador en Osear Hammerstein II. El resultado de su primera colaboración fué Oklahoma]
En Oklahomal confluyen varias corrientes de evolución de la comedia musical, tales como el fondo folklórico de Show Boat (en este caso, el tema fué el desarrollo del Oeste, con la lucha latente entre los labradores y los vaqueros); el realismo de Pal Joey (en el siniestro retrato del perverso y depravado vaquero, Jud Fry); y las danzas excelentemente intercaladas de On Your Toes (De puntillas) (aquí, las danzas populares y el ballet de ensueño coreografiado por Agnes de Mille tras el éxito alcanzado por los bailes rusos en su Rodeo). Oklahoma] hizo que la comedia musical alcanzara un grado de madurez desconocido desde Show Boat. Además, canciones tales como Oh, What a Beautiful Morning (¡Oh, qué hermosa mañana]), The Surrey toith the Fringe on Top (El birlocho con cubierta guarnecida) y Oklahoma] tenían un sano sabor folklórico rural y una lozanía campestre que eran algo nuevo en los escenarios del Broadway.
Al unirse a Hammerstein, Rodgers abandonó el estilo urbano, refinado y frágil que había convenido a los libros de Lorenz Hart, y escribió música más sencilla, suave y general, y tal vez más sentimental. Rodgers y Hammerstein trabajaron con una sinceridad verdaderamente nueva. Quizá fué entonces cuando se dieron cuenta por primera vez de la misión que tenían de hacer progresar la comedia musical norteamericana.
Su segunda colaboración fué una adaptación de la obra mística de Ferenc Molnar Liliom, poniéndole como lugar de la acción Nueva Inglaterra y como título Carousel. Después, una vez que hubieron' probado nuevos artificios escénicos en su obra original Allegro, dieron a luz South Pacific (Al sur del Pacífico), a base de novelas cortas de James Michener, con Ezio Pinza como intérprete.
Mientras Rodgers y Hammerstein daban nuevo impulso, a su manera, al teatro musical (el término comedia musical no parece ya adecuado), llegó al Broadway u» compositor alemán, Kurt Weill, con ideas propias. En la labor realizada en su patria, casi siempre con el comediógrafo Bert Brecht, Weill
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se había interesado profundamente por el medio de expresión representado por el jazz y el 'music hall. Su Three-Penny Opera (Opera de tres peniques), versión en jazz de The Beggar's Opera (La Opera del'Mendigo), le había dado fama internacional. Consideraba el teatro musical como una forma de crítica social y como un arte popular.
Weill fijó su residencia en Nueva York en 1935, e inmediatamente se puso a trabajar en Johnny Johnson, obra de Paul Green, puesta en escena por el Group Theater en 1936, con canciones de Weill como parte íntegra del argumento-. Siguió en 1938 Knickerbocker Holiday (Vacaciones en Nueva York), con el libro de Maxwell Anderson. En aquella obra cantaba Walter Huston la canción que ha quedado como la más memorable de las escrituras por Weill. Nos referimos a September Song (Canción de septiembre).
Ya acreditado Weill como compositor en el Broadway, trabajó cada vez con mayor libertad en Lady in the Dark (La dama en las tinieblas). El argumento de esa comedia de Moss Hart, con letras de canción de Ira Gershwin, gira alrededor
del psicoanálisis de la elegante directora de una revista de modas (encarnada por Gertrude Lawrence en el estreno, en 1941), y su extenso encadenamiento de sueños proporcionó a Weill la oportunidad de escribir música con toda libertad, sin atenerse a las normas de las canciones populares. Después de colaborar en una comedia musical más ortodoxa, One Touch of Venus (Un rasgo de Venus), con libro de Og-den Nash y la canción Speak Low (Habla bajo), Weill se acercó más a la ópera que cualquier otro c o m p o s i t o r del Broadway desde el estreno de
Porgy and Bess. con su partitura de Street Scene (Escena callejera), de Elmer Rice, con letras de canción de Langston Hughes, puesta en escena en 1947.
Street Scene fué fuy elogiada y admirada, pero no atrajo a la gran masa del público. Weill volvió a la comedia musical con Love Life (Vida de amor), y después compuso en 1949 Lost in the Stars (Perdido en las estrellas), basada en la novela de Alan Patón Cry, the BelovecJ Country (Llora,' patria querida), según adaptación de Maxwell Anderson. Denominada por sus autores «tra
gedia musical», Lost in the Stars, al igual que Street Scene, fué un intento para introducir en Broadway un género de «ópera popular», forma de revista musical que no consideraba ya la canción popular como su fundamento, sino que utilizaba el medio de expresión de la música popular en una estructura libre y continuamente perfeccionada, adaptada a las necesidades psicológicas y teatrales de la obra. Lost in the Stars fué mejor acogida que Street Scene, y Weill se sintió alentado para progresar en la dirección que había escogido, confiando que, con el tiempo, Street Scene sería reconocida como aportación permanente. Su fallecimiento en 1950, a la edad de cincuenta años, le impidió llevar a cabo sus proyectos.
Una de las características de Weill en la revista musical (diferenciada de la ópera ligera) fué la habilidad sin precedentes en el arte de la composición musical. Hasta compositores tan bien preparados como Kern, Porter y Rodgers se preocupaban principalmente de escribir números de música, dejando la orquestación y el acoplamiento a adaptadores profesionales, tales como Robert Russell Bennett, Don Walker o
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Hershy Kay. Así, por ejemplo, la continuidad musical de una obra como South Pacific (Al sur del Pacífico) era sólo en parte original de Rodgers, y se debía sobre todo a Bennett, que había ampliado el material escrito por Rodgers. Weill tuvo a la vez la habilidad y el deseo de componer sus obras musicales desde el principio hasta el fin. Sólo admitía adaptadores para la parte rutinaria de la instrumentación,. y los rechazaba para cualquier trabajo de composición. Tal es el motivo de que las partituras de Weill muestren una unidad poco corriente en las comedias musicales.
Igual ocurre con Leonard Bernstein, que posee una facilidad técnica muy rara en el campo de la música seria, y mucho más en el de la comedia musical. Nacido en Nueva York en 1918, Bernstein ha llevado una vida musical de tres facetas diferentes, como compositor de sinfonías y ballets, como pianista y director en conciertos, y como autor de obras para el Broadway, donde On The Town (En el pueblo) (1944) y Wonderful Town (El pueblo maravilloso) (1953) dejaron constancia de una manera tan lozana y exquisita como brillante de abordar la comedia musical. Al igual que Weill, Bernstein parece aspirar a implantar la ópera como nuevo género en el Broadway, y su empleo de los' idiotismos populares tiene a veces un sabor de parodia. Su tendencia fué evidente en Candide (1956), versión de la sátira Cándido de Voltaire, por Lillian Hellman. Esa obra fué vehículo de brillantes parodias de Bernstein en muchos estilos, y en ella se encuentran canciones, duetos, tríos, cuartetos y coros (que había explota7
do Weill con notable éxito), escrito todo ello con una fluidez y una imaginación sorprendentes.
La distancia que separa los teatros del Broadway de los de ópera parece disminuir cada vez más a medida que evolucionan las comedias musicales con obras tan completas como Mu Fair Lady (Mi bella dama), basada en Pygnvalion, de Bernard Shaw, con música de Frederik Loewe y libro de Alan Jay Lerner; y The Most Happy Fella (El hombre mds% feliz), basada en They Knew What They Wanted (Sabían lo que querían), de Sidney Howard, con música y libro de Frank Loesser. Los críticos han comenzado ya a preguntarse si la
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comedia musical se va a convertir en una nueva forma de ópera popular. Aunque algunos de ellos ven una respuesta afirmativa, no parece haber motivos para suponer que se acerque a su fin la historia de la comedia musical. Según ha escrito Cecil Smith, una comedia musical no tiene los mismos motivos de existencia que una ópera, ni emplea música o argumentos comparables.
Gilbert Chase ha resumido así la cuestión: «La comedia musical norteamericana, en sus manifestaciones más ambiciosas, se ha aproximado ligeramente a la ópera. Y la ópera norteamericana, en sus manifestaciones más populares, ha adoptado algunas de las características de la comedia musical. Algunos críticos creen que nacerá la ópera norteamericana del futuro cuando converjan ambas tendencias. Otros opinan que la ópera y el teatro popular deben evolucionar por separado, con objeto de que el resultado no sea un producto híbrido inaceptable. Cualquiera que sea la consecuencia final, no cabe duda de que habrá un intercambio de influencias entre los diversos géneros del teatro norteamericano. Cualquier cosa que ocurra, éste será variado, polifacético, cambiante y Heno de iniciativa.
EL LEGADO DE JOHN ADAMS*
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A _/ J L D A M S era, a la vez, un conservador escéptico, que dudaba de que ninguna agencia humana lograse llevar las cosas a buen término, y un estudioso pensador político profundamente enamorado de su materia. En la mayor parte de sus escritos el amor prevalece sobre las dudas. No existe ningún pensador político americano que haya mostrado tan gran respeto por los usos de la autoridad política; ningún conservador de ningún país mostró jamás tan gran delicia en el estudio y en el ejercicio del arte de gobernar a los hombres. Le repelían las mañas políticas, pero adoraba en la ciencia política, sobre todo cuando podía aplicar sus teorías a los hechos al ejercer su profesión preferida de autor de constituciones.
No debemos equivocarnos acerca de la importancia que daba al gobierno. El gobierno servía para todos los propósitos que los hombres de su época le atribuían: aseguraba el derecho y protegía los bienes de los hombres, los guardaba de la violencia que mutuamente pudieran hacerse y llenaba el cometido de ser símbolo de unidad y suministrador de justicia. Mas servía asimismo otras muchas finalidades: separaba las virtudes humanas de los vicios, premiando las primeras y.
* La primera parte de este artículo apareció en el número 9 (marzo, 1958) de Atlántico.
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desanimando los segundos; guiaba la pasión por el encumbramiento y el poder hacia metas sanas; uncía a la aristocracia natural para que arrastrase el arado del progreso, y fomentaba el bienestar y la felicidad de la comunidad dando con energía directrices éticas y culturales. Adams no quería saber nada de quienes insistían, como Paine, en que «el gobierno, en el mejor de los casos, es un mal necesario». Antes al contrario, el gobierno está «fundado sobre lo natural y lo razonable» y «las bendiciones de la sociedad» dependían «enteramente de la constitución del gobierno».
Para entender las preferencias de Adams en lo relativo a la constitución del gobierno, hemos de recordar primero lo que dijo acerca de la aristocracia, y luego examinar lo que dijo sobre la democracia. En el adecuado equilibrio constitucional de estas dos grandes fuerzas reside la felicidad y la prosperidad de un país.
Sin aristocracia, no puede existir una nación; y sin aristocracia entregada al servicio del país, éste no puede prosperar. De estas dos afirmaciones nunca se apartó Adams. Pero tampoco se desdijo de su teoría de que los aristócratas son hombres y por ello sujetos a los vicios, las pasiones y las tentaciones de los demás hombres. Se mostró conforme, sin reservas, con Taylor en que los aristócratas de todos los tiempos, con rarísimas excepciones, «han luchado eternamente contra los derechos comunes del hombre». Al mismo tiempo, «los nobles han sido instrumentos esenciales para la conservación de la libertad allí en donde han existido». Por tanto, la mitad del problema de gobierno era descubrir un procedimiento constitucional que pudiera frenar sin matar las ambiciones de la aristocracia.
La otra mitad era hacer cosa muy semejante con el resto de los hombres: lograr que no pudieran hollar y pisotear los derechos y los privilegios de la aristocracia y darles a la par oportunidad de llevar vidas útiles y respetuosas para con la ley. Suele citarse a Adams como crítico señalado de la democracia que' descuella entre todos, pero han sido demasiados los historiadores que le han tildado de hereje sin tener en cuenta dos hechos de importancia primordial: primero, se
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mostró tan duro con la aristocracia como con la democracia, pues no encontró nunca a hombres que pudieran independizarse de la naturaleza humana: «Mi opinión es, y siempre ha sido, que el poder absoluto intoxica por igual a los déspotas, los monarcas, los aristócratas y los demócratas y jacobinos y sans culoites.»
Y, segundo, él definió la democracia casi exclusivamente en términos constitucionales, como método de gobierno en el cual toda la autoridad está centrada, sin diluir y sin cortapisas, en una asamblea del pueblo o de sus representantes inmediatos. Es, pues, por completo erróneo y es vituperio malicioso decir de este incondicional defensor á& la libertad que Adams era contrario a toda clase de gobierno popular. Es exacto, y constituye un cumplido que Adams agradecería, decir que fué enconado enemigo de lo que en sus días se llamaba «jacobismo» y en los nuestros es conocido por «democracia del pueblo».
Fué, sin duda, despierto crítico de las flaquezas de la masa de los hombres. Su pluma, carente de tacto, describió la preferencia del pueblo' por los aduladores, los belitres y los demagogos ; su inconstancia y su inclinación a la violencia para resolver sus problemas, su poca preocupación por la justicia y su desprecio por la sabiduría; y, con frases extrañamente proféticas, su peculiar debilidad por el lujo, por «la ligereza, las fiestas, la inconstancia, la vida relajada, la destemplanza, la crápula y la inmoralidad». En cuanto a la llamada sabiduría de las masas:
«Podemos acudir a cualquiera de las páginas de la historia que ya hemos vuelto para encontrar pruebas irrefutables de que el pueblo, cuando ha actuado desgobernado, se ha mostrado tan injusto, tiránico, brutal, salvaje y cruel como cualquier rey, o senado, poseedor de un poder sin limitación. La mayoría siempre, sin excepción, ha hollado los derechos de la minoría.»
Mas después de escribir esto, Adams expresa con toda claridad que el pueblo tiene un lugar, aunque no todo el lugar, en cualquier sistema sano de gobierno.
Y,no se trataba solamente de sobornar al pueblo para que
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se condujera sensatamente, ofreciéndole una cierta medida de autonomía. Sino de que ningún estado puede despreciar el talento y la sabiduría esparcidos en todas las esferas del pueblo.
UAL sería, entonces, la solución de este doble problema? ¿Cómo gobernar a la aristocracia y atemperar la democracia? La respuesta, en una palabra —la palabra preferida de Adams—, es equilibrio. Los tres tomos de su Defensa de las Constituciones, su obra principal, están destinados a describir una forma de gobierno en la que la masa del pueblo está representada en una asamblea y la nobleza en un senado, y en la que el equilibrio entre estos participantes de la autoridad soberana se logra mediante la actuación del poder ejecutivo. Adams sostenía que tal forma de gobierno tiene virtudes que se nos antojan exageradas: únicamente mediante este gobierno se podrían recoger los frutos de la aristocracia y gobernar los desmanes de la democracia; él solamente podía garantizar la estabilidad y proteger la propiedad; él únicamente era consistentemente favorable a la libertad, a la cultura, a la sencillez, al mérito y a toda clase de virtudes.
Insistía Adams especialmente que los intereses sustanciales de la sociedad estuvieran representados en un senado y en él circunscritos.
Al otro lado de esta balanza en equilibrio estaba la asamblea popular, basada firmemente sobre una rígida igualdad de representación.
«Una constitución en la cual el pueblo se reserva el gobierno absoluto de sus bolsillos, un brazo legislativo esencial, así como la investigación de los agravios y de los crímenes contra el estado, siempre resultará en patriotismo, valor, sencillez y cultura.»
Entre ambas cámaras, el guardián de la Constitución, el poder ejecutivo, fuerte, independiente, vigilante y, sobre todo, desinteresado:
«Ni los ricos ni los pobres pueden ser defendidos por sus
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respectivos guardianes de la constitución sin un poder ejecutivo dotado de un veto, igual a los dos. que mantenga el equilibrio entre ellos y decida cuando no puedan llegar a un acuerdo.»
Si «la esencia del gobierno libre consiste en el regimiento eficaz de las rivalidades», algún poder ha de alzarse calmo y sereno sobre todo partido y facción. Adams no aclaró nunca en qué manera el jefe del gobierno, fuera electivo o hereditario, sería purgado de toda sangre y bilis política, pero jamás dudó de que tal poder ejecutivo era e] pivote del gobier
no libre. Sin él no podía haber «ni gobierno ni seguridad para la vida, para la libertad o la propiedad». En su correspondencia de los últimos años de su vida, con Taylor y con otros, insistió que el defecto principal de la Presidencia americana era que no tenía bastante influencia ni disfrutaba de independencia suficiente.
Lo que Adams parece que tenía en la mente la mayor parte del tiempo era un equilibrio de las fuerzas de la sociedad más bien que una separación de poderes gubernamentales. Tenía preferencia típicamente conservadora por el equilibrio social, aunque tuviera opiniones bien poco conservadoras al expresar su confianza en la capacidad de la técnica constitucional para conservarlo. Aunque el equilibrio entre el senado, la asamblea y el ejecutivo era esencial para la libertad, la mejor constitución prevería mutuas prerrogativas adicionales. El sistema más perfecto sería un complejo organismo de autoridad pluralizada y equilibradora. En una carta de 1814 dirigida a Taylor expresó peregrino encanto en descubrir ocho distintos «equilibrios» o poderes compensadores en la Cons-
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títución de los Estados Unidos, desde el equilibrio entre Senado y Cámara Baja hasta el existente entre los Estados y la Nación.
Al final, Adams, como la mayor parte de los teóricos del arte político, combinó el equilibrio de las fuerzas sociales y la separación de poderes políticos en un vasto sistema. Estos dos conceptos interligados los unió en una solemne promesa a Phl· lip Mazzei en 1787:
«Defender la separación de los poderes legislativos, ejecutivo y judicial entre sí, y la división del legislativo en .tres ramas de los ataques de las comisiones de los Condados, de las asambleas desmandadas y de filósofos y estadistas mal informados será el tema central de mi canto... Tal distribución de autoridad me parece el unum- necessarium. de la libertad, seguridad y el orden deseable.»
Y con tanto placer entonó Adams el «canto» del equilibrio durante los cuarenta años siguientes, que sé desentendió de otros temas de teoría política y constitucional, en los cuales debió emplear toda su voz. No obstante, podemos aludir a él como recio amigo del republicanismo, aunque esta preferencia quedara algunas veces sujeta a la atracción de la Constitución inglesa, que francamente admiraba. Y defensor de la supremacía civil y de la independencia dej poder judicial, uno de los «equilibrios» esenciales de la organización americana. Se mostró, nú obstante, callado de manera extraña en lo referente al principio de la autoridad del poder judicial para rechazar una ley por anticonstitucional. Aunque juzgaba obligación de todo ciudadano, y en especial de todo hombre de pro, el acudir a la llamada de la nación para, prestar servicio, insistió en que estos servicios fueran decentemente remunerados por el pueblo. «Nunca será el hombre feliz ni estarán seguras sus libertades», escribió, «en tanto que el pueblo no establezca como regla fundamental que el sostener y el premiar a quienes sirven en puestos públicos es cosa de justicia y no de agradecimiento».
Su principal obra maestra fué la Defensa de la Constitución, ponderosa, machacona, llena de erudición mal digerida y cinco veces más larga de lo que debiera ser, pero, sin em-
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bargo, una obra maestra. Debemos acabar estas consideraciones acerca de las teorías de Adams sobre e] gobierno, resumiendo su tema central: que el poder sin cortapisas, que el poder concentrado en un organismo, es la puerta abierta polla que penetra la tiranía, y que el .poder limitado, el poder distribuido entre multitud de organismos, es el camino directo a la libertad. Su fórmula para lograr hombres libres y gobierno libre era sencilla: «El poder opóngase al poder; a la fuerza, la fuerza; al interés, el interés, y también a la razón, la razón; a la.elocuencia, la elocuencia, y a la pasión, la pasión. »
i ^ L lugar del hombre en la sociedad y bajo el gobierno es un problema que Adams, como todos los conservadores auténticos, se negó a resolver doctrinariamente. Fué. campeón elocuente de los derechos del individuo y de las necesidades de la sociedad, sin mostrar favoritismo consciente por ninguno de los dos. No era un libertario, como Paine, ni un autoritario acerado y autocráticó, como Hamilton. Creía que la milagrosa alquimia de la naturaleza y la razón, ayudada por la influencia benigna de una constitución heterogénea lograría establecer reajustes adecuados a cada sociedad. En la mejor de las sociedades el equilibrio perduraría, y los roces dolorosos entre ciudadano y estado serían soportables gracias a lo que Burke llamó «pequeños destacamentos». Adams defendió siempre todas las formas naturales y sensatas de asociación humana, desde la familia a la milicia, pasando por la congregación religiosa.
Sus pensamientos acerca de la libertad son singularmente mordientes. Pero siempre distinguió muy claramente entre la libertad abstracta, don poseído por todos los hombres como hijos de Dios, y la libertad de hecho, la cual no tenían todos los hombres en la sociedad. «El amor a la libertad», le escribió Samuel Adams en 1790, «está íntimamente ligada con el alma del hombre». Y él respondió: «Y, según La Fontaine, también con la del lobo; y dudo si es mucho más racional,
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generosa y social en el uno que en el otro, al menos hasta que el hombre no es iluminado por la experiencia, la reflexión y la cultura.»
Es decir, la verdadera libertad pertenecía a aquellos hombres que se someten con paciencia a la dura disciplina del conocimiento. Y no era mucho .menor la importancia de' la autodisciplina en la virtud. «La felicidad del hombre», decía, «así como su dignidad, dependen de su virtud». Nada era más fatal para la libertad que el lujo, la avaricia, la corrupción, los tratos con fraude, y nada más favorable a ella que el ejercicio de las viejas virtudes, la reina de las cuales, en opinión de este conservador; era la prudencia.
Adams,, como la mayoría de los hombres de su época, incluía la propiedad en la definición de la libertad. Nunca especificó con claridad si la juzgaba primordialmente un derecho natural o uno social. Esta distinción no parecía importarle gran cosa. Tenían los hombres derecho a aplicar su trabajo a la tierra y a disfrutar del rendimiento logrado, pero era preciso que reconocieran que su propiedad era «criatura de la convención, que nacía de las leyes sociales" y de un orden artificial». Sin la protección de la comunidad no podían disfrutar de su propiedad con serenidad de ánimo; y sin su guía era muy probable que la utilizasen erróneamente. En cualquier caso la necesidad de la propiedad era esencial al hombre, y una sociedad bien organizada reconocería el derecho a la propiedad como derechp esencial a la felicidad.
En los escritos de Adams-la propiedad se nos presenta como algo más que un derecho personal. Es la base de todo gobierno estable y los redactores de Constituciones deberían tener bien en cuenta este hecho y dar a la propiedad representación especial en una de las cámaras legislativas e incluyendo en. el censo electoral únicamente a quienes poseyeran algunos bienes. Adams nunca se sintió tranquilo al considerar el principio de que los hombres sin ninguna propiedad debían ser totalmente excluidos de cualquier actividad política. Tanto es así que llegó a confesar a Madison que era una cuestión «difícil». Al final, conservador a macha martillo que era, y harto cumplidor de sus obligaciones para con su época, no
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pudo deshacerse de la idea heredada de que un hombre debe poseer algunos medios visibles de fortuna e intereses invertidos en la sociedad para tener derecho a votar y para tener capacidad de hacerlo con juicio. No obstante, también opinaba, pensando tanto en el orden como en la libertad, que las leyes debían «facilitar a todo miembro de la sociedad la adquisición de tierras... para que el pueblo pueda ser propietario de heredades». Su constitución modelo era un fuero de una democracia de propietarios.
I ,A parte más valiosa del legado de Adams a América son sus teorías políticas. En lo relativo a ideas políticas nadie le superó, y yo diría que nadie le igualó, entre los forjadores de la Nación. Según volvemos con mayor frecuencia nuestra vista hacia aquella edad de oro del pensamiento político en busca de inspiración, observando y estudiando a aquellos hombres, hemos de descubrir cada vez más claramente lo mucho que le debemos a Adams.
La deuda que para con él tiene el conservadurismo americano es especialmente cuantiosa, pues Adams es nuestro gran conservador en igual medida que Jefferson es nuestro gran progresista. Suelen nombrarse como sus posibles rivales para el. primer puesto a Hamilton, Calhoun, Washington y Lincoln, pero ninguno sale de nuestro detenido examen tan brillantemente como Adams. Hamilton maduraba excesivas fantasías plutocráticas para mudar a América. Calhoun se nos muestra excesivamente entregado a intereses especiales. Washington y Lincoln, que son, después de todo, propiedad de todos los americanos, no pensaron con suficiente tesón sobre el asunto ni escribieron lo suficiente. Al reaccionar instintivamente contra la «vil abominación» de la Revolución Francesa, Adams demostró ser conservador por temperamento y por inclinación. Al advertirnos de los peligros de las herejías de una perfección sin límites, de un progreso infinito y de un poder, sin restricciones, demostró ser conservador por convicción. Y al ofrecer a su época un sistema que podía ser una alter
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nativa y que estaba cimentado en el realismo, así como en la buena voluntad, forjó una teoría con su fe, una de las cosas más difíciles que un conservador puede hacer.
Hay quienes proclaman a Edmund Burke como padre del conservadurismo americano, pero el propio Burke declinaría tal honor muy contento de hacerlo. No hay ningún hombre, diría él, capaz de hablar con claridad salvando las fronteras del orgullo nacional y de la tradición. Los americanos han de buscar en América sus héroes, tanto ideológicos como de acción. Yo asentiría a esto con vigor, y recordaría a los partidarios de Burke de la marca verdaderamente característica de un sistema ideológico auténticamente conservador: ser una defensa de un sistema específico de un orden ya establecido que pierde mucho de su carácter cuando lo separamos de su base institucional. La base del pensamiento de Burke eran la monarquía, los pares, los estados y la iglesia de la vieja Inglaterra. La base del sistema de Adams eran las asambleas ciudadanas, las escuelas, las casas de labor y las iglesias de Nueva Inglaterra. Su pensamiento político era absolutamente americano, y nunca de manera más pronunciada que cuando, como todos los demás gigantes de la época, evocaba en magnífica visión el cometido de América: «Siempre pienso en la colonización de América con reverencia y asombro y como la escena primera de un gran proyecto de la Providencia para la iluminación de los ignorantes y para la emancipación de los seres humanos esclavizados de todo el mundo.»
También el progresivismo americano debe algo a Adams, y esa deuda aumentará según más y más de sus correligionarios batan retirada hacia las sólidas posiciones del «liberalismo de firme propósito», que ya ocupan hombres como Rein-hold Niebuhr y George Kennan. Adams habla hoy a todos los americanos, y su lenguaje nos llega en dos partes.
Nos indica, ante todo, en palabras claras las condiciones indispensables para preservar la democracia en los Estados Unidos:
No puede existir la democracia separada del espíritu y las formas constitucionales, pues la esencia de la libertad política es un acuerdo de gobernar y ser gobernado por medio
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de métodos seguros, sensatos y predecibles. No puede existir la democracia a no ser que el saber, la
virtud y la propiedad estén muy difundidos entre el pueblo; pues la sabiduría es esencial para decidir con sensatez, la virtud lo es para lograr obediencia no coaccionada, y la propiedad para alcanzar la independencia personal y el progreso social.
La segunda parte del mensaje de Adams es de índole más personal, y es un aviso contra las blandengues esperanzas liberales y la áspera desesperación de la reacción. La voz de Adams es la voz del conservadurismo verdadero, algo confusa, pero que nos ofrece una regla áurea al otear las posibilidades del futuro de la humanidad. Por una parte: «El frío seguirá helando y nunca cesará de quemar el fuego; las enfermedades y los vicios continuarán provocando el desorden y la muerte, aterrando a los hombres.» Por otra: «Creo en la posibilidad de mejorar y en la mejora, y la posibilidad de perfeccionar, y en el perfeccionamiento de los asuntos humanos. »
Una cosa es segura: si hemos de avanzar lenta y penosamente hacia un mundo mejor, habremos de seguir las sendas que nos marcaron nuestros maestros del pasado:
«Sin desear helar el ardor de la curiosidad, o influir sobre la libertad de investigación, me atrevo a hacer una profecía : que tras las más detenidas investigaciones llevadas a cabo imparcialmente, aquellos de vosotros que viváis más años no hallaréis principios, instituciones o sistemas de educación mejores para transmitir a vuestros descendientes que aquellos que habéis recibido de vuestros antepasados.»
El legado de John Adams es «agua fría y gachas frías», lo cual explicará la poca popularidad de que disfruta y la. atracción que debiera tener para los americanos del siglo XX. Vierte agua helada sobre nuestras esperanzas que aún parece que puedan ser salvadas en este mundo; ofrece «gachas frías» a apetitos que son harto voraces para que nada bueno nos pronostiquen y que únicamente parecen capaces de aumentar su voracidad en nuestro actual régimen de lujo, sagacidad y poder. No querría él ahogarnos ni matarnos de hambre; nos
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pediría tan sólo que apuntásemos hacia lo posible más bien que hacia lo deseable, y que nos impusiéramos la disciplina que nos librara de la «avaricia», que es todavía «el enemigo más terrible y alarmante contra el cual tiene América que contender». Y al cerrar su testamento en favor de nuestra generación, Adams nos diría lo que dijo a su amigo James Ma-dison:
«Ojalá vivas hasta edad más avanzada que yo y puedas morir contemplando horizontes más propicios para tu especie que lo que será la suerte de tu amigo
JOHN ADAMS.»
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Cuaderno del Director
Entre las cartas que recibimos en la Casa Americana, he leído una, desgraciadamente sin firmar, que me ha interesado especialmente. El autor revela una duda o un temor que tal vez asedie a otros lectores de Atlántico cuando se enfrentan con la presencia física y espiritual de los Estados Unidos en Europa. En breves palabras este temor puede resumir así:
Que esa nación pujante y joven trate de anular los valores culturales de una España milenaria, sustituyendo normas técnicas, cinematográficas y esencialmente falsas para derribar la antigua estructura.
Que en la convivencia militar y económica de ías dos naciones se pierda la personalidad valiosísima de la vida española.
Nos toca a los norteamericanos contestar en plan de sinceridad; hagamos escuetamente nuestras declaraciones de principios:
1. No queremos intervenir en la vida tradicional de España, ni podríamos, excepto para ayudar a garantizar que esa tradición fuera un baluarte contra el enemigo común de la civilización cristiana y occidental.
2. Creemos que nuestros ideales y nuestra cultura se derivan de esa tradición cristiana, y que la única esperanza que nos protege del peligro comunista es la comunidad de estos ideales dentro de las naciones de Europa y América.
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La verdad es que los honrados antecesores de la gran mayoría de los norteamericanos de hoy eran europeos —muchos de ellos españoles, y sus bisnietos hemos heredado el bagaje cultural de las madres patrias. También es cierto que en nuestro desarrollo nacional se han evidenciado algunas características que se pueden llamar norteamericanas. Nuestro deseo es que estas características se comprendan, no que sean ni ensalzadas ni denigradas.
3. En el campo cultural es estúpido e insensato hacer comparaciones de valor entre los componentes de la familia occidental. España, así como los Estados Unidos —en el reino encantado del arte, de la música y de la filosofía—, ha contribuido con una gran aportación al tesoro común. Reconozcámoslo.
Y lo importante es conocer y saber. Sepamos lo que hemos hecho en esos campos de la cultura España y . los Estados Unidos. Así no habrá «comparaciones odiosas».
* * *
Estas serán las últimas notas que escribo para el «Cuaderno» de Atlántico. Al despedirme cariñosamente de mis amigos lectores quiero manifestar que los diez números de esta revista que yo he tenido el íntimo placer de dirigir, me han proporcionado una excelente y apreciada oportunidad de conocer a muchas destacadas figuras de la vida intelectual española que han colaborado en estas páginas con honrada amistad.
Aprovecho.la ocasión para darles las gracias personalmente y en nombre de la Casa Americana. Espero sinceramente que sigan aportando a Atlántico los frutos de su experiencia y meditación.
JOHN T. REÍD
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LIBROS
Alexis de Tocqueville: La democracia en América. Prefacio de J. P. Mayer. Introducción de Enrique González Pedrero. Traducción de Luis R. Cuéllar. Fondo de Cultura Económica. México-Buenos Aires, 1957. XXXIII.—877 páginas. (Título original de la obra De L· democratie en Amerique.)
¿Qué interés puede encerrar un libro publicado hace 123 años; que además encara un problema, a la sazón de palpitante actualidad? El tiempo transcurrido a partir de la aparición de unas páginas, a lo largo de las cuales se aspira a ofrecer una exegesis europea de lo que se creía constituir la experiencia norteamericana, ¿no habrá actuado como elemento desactualizador de las citadas apreciaciones? Una respuesta, fácil y pronta, parece estar a nuestro alcance, si pensamos que un competente Profesor español y reputado sociólogo nos ofrecía no ha mucho un trabajo," que lleva por título un rótulo de evidente valor simbólico: «Actualidad de Tocqueville» (1). En esa mención va implícita una tesis, habida cuenta de que cuando se alude al valor actual de un libro, apare-
(1) Luis Legaz y Lacambra. Detecho y Libertad. Librería Jurídica. Buenos Aires, 1952. Capítulo titulado «Actualidad de Tocqueville», páginas 87-108.
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cido hace más de una centuria, parece lógico suponer que las páginas de Tocqueville, al sucederse el tiempo sobre las mismas, lejos de confinarlas a un irremediable anacronismo, las ha destinado a convertirse en posible fuente de inspiración para valorar de modo adecuado un fenómeno complejo, que, por serlo, no se presta a una fácil interpretación. Esperemos que las consideraciones precedentes servirán de justificación a esta referencia a Tocqueville, que hoy, en forma de recensión, ofrecemos a los lectores de Atlántico.
Tocqueville cuenta veinticinco años cuando se traslada de Francia a los Estados Unidos; constituye motivo aparente de su desplazamiento,. él estudio del sistema penitenciario norteamericano; la realidad es que Tocqueville, perteneciente a la. generación francesa de 1830, ha visto declinar un Imperio, reaparecer una monarquía, que por significación restauradora, parece portar en sus entrañas la mácula de un irremediable ocaso y asistir a la reencarnación de otro soberano, más inclinado a no padecer la nostalgia de un régimen político, barrido por el huracán de la Revolución. Ese joven aristócrata francés, que se considera desplazado, desembarca en las costas de Nueva Inglaterra, portando en su espíritu una inclinación romántica, pero sin que' en su alma aniden plenamente, ni el sentido pesimista, ni la total desesperanza.
Se encara con un período político cambiante y complejo y aspira a liberarse de la perplejidad que tal mutación implica, tratando de indagar si esas alteraciones políticas son fruto de la veleidad de los hombres o si, por el contrario, obedecen a la presión insoslayable de auténticas constantes históricas; si esto último resulta ser demostrable, habremos cargado nuestras alforjas dialécticas con elementos adecuados para mirar, sin estupor, hacia el futuro,
Nueve meses dura la estancia de Tocqueville en una parte de Norteamérica (virtualmente la limitada por el gran río qué arrastra sus aguas, con el explicable orgullo de quien es padre de 57 afluentes, que acuden a la cita para ofrecerle, con su cooperación, una inigualable prestancia). Resulta difícilmente explicable comprender cómo en tan corto espacio de tiempo este joven aristócrata francés pudo ver tanto y ofren-
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dar una versión tan acertada de lo contemplado,. pero lo que especialmente sorprende es su increíble capacidad de anticipación, a cuya envidiable virtud se refiere e] Profesor Legaz Lacambra cuando escribe: «Pero, en general, Tocqueville acertó y vio que la clave de todo radicaba en un problema que sigue siendo nuestro problema y que incluso en la política internacional de nuestros días tiene sus símbolos. Tocqueville previo genialmente en 1835 el enfrentamiento de Rusia y Norteamérica, o sea, del mundo igualitario y uniformizado, el mundo de la socialización total y el mundo de la personalidad y de la libertad» (1).
Para completar lo 'que precede, nada mejor que reproducir las propias expresiones de Tocqueville: «Llegará, pues, un tiempo en que se puedan ver en América del Norte 150 millones de hombres,, iguales entre sí, que pertenezcan todos a la misma familia, que tengan el mismo punto de partida, la misma civilización, la misma lengua, la misma religión, los mismos hábitos, las mismas costumbres y a través de los cuales el pensamiento circulará bajo la misma forma y se pintará con los mismos colores. Todo lo demás es dudoso, pero esto es cierto. Ahora bien, es éste un hecho completamente nuevo, cuyo alcance no podría abarcar la imaginación misma. Hay actualmente sobre la tierra dos grandes pueblos, que, partiendo de puntos diferentes, parecen adelantarse hacia la misma meta: son los rusos y los angloamericanos. Los dos crecieron en la oscuridad y, en tanto que las miradas de los hombres estaban ocupadas en otra parte, ellos se colocaron en el primer rango de las naciones y el mundo conoció casi al mismo tiempo su nacimiento y su grandeza. Todos los demás pueblos parecen haber alcanzado poco más o menos los límites trazados por la naturaleza y no tener sino que conservarlos; pero ellos están en período de crecimiento; todos los demás están detenidos o no adelantan sino con mil esfuerzos; sólo ellos marchan con paso fáeil y rápido en una carrera cuyo límite no puede todavía alcanzar la mirada.»
«El norteamericano lucha contra los obstáculos que le opo-
(1) Obra citada.
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ne la naturaleza; el ruso está en pugna con los hombres. El uno combate el desierto y la barbarie; el otro la civilización revestida de todas sus armas; así, las conquistas del norteamericano se hacen con la reja del labrador y las del ruso con la espada del soldado. Para alcanzar su objeto, el primero descansa en el interés personal y deja obrar, sin dirigirlas, las fuerzas y la razón de los individuos. El segundo concentra, en cierto modo, en un hombre todo el poder de la sociedad. El uno tiene por principal medio de acción la libertad; el otro la servidumbre. Su punto de vista es diferente; sus caminos son diversos; sin embargo, cada uno de ellos parece llamado por un designio secreto a sostener un día en sus manos los destinos de la mitad del mundo» (1).
Esta versión de Tocqueville podría signarla todo pensador que haya centrado su atención en el estudio de lo que significa la actual política internacional posbélica, y en realidad no es otra la interpretación que nos brindan dos reputados comentadores de la política internacional norteamericana, correspondiente al actual período posbélico (James Burnham y George F. Kennan); uno y otro parten del contraste Washington-Moscú, interpretación tal vez acertada y que no encierra acentuado riesgo; los que ya sí puede incluirse en el área de la peligrosidad es el aseverar, como lo hace Burnham, que «para los Estados Unidos la política internacional significa su posición respecto del comunismo mundial y de la Unión Soviética», ya que tal política internacional (de apaciguamiento, de contención o de liberación) equivaldría a sostener que la acción norteamericana debe concebirse y practicarse en función de las iniciativas rusas; así nos retrotraeríamos a lejanos tiempos de la historia, cuando Demóstenes reprochaba a los atenienses su carencia de iniciativa y su invariable inclinación a reaccionar al dictado de Filipo de Macedònia; se llegó incluso a sostener que reemplazando al padre de Alejandro Magno por Rusia y a los atenienses por los norteamericanos, no haríamos otra cosa que el asistir nuevamente a una experiencia histórica, reiterada al cabo del tiempo.
(1) A. de Tocqueville. La democracia en América; pp. 421 y 422.
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Tocqueville pronunciaría que Rusia y los Estados Unidos sostendrán «en sus manos los destinos de la mitad del mundo», profecía que en modo alguno puede considerarse como referencia a un epílogo, por cuanto no es posible concebir que, sea quien fuere, el que logre retener en sus manos un poder extendido a la mitad del mundo, se resigne con esta adquisición y no propenda irremediablemente a transformar en ecuménica esa conquista pronosticada, y si cada parte del mundo recae respectivamente en las manos de Rusia y Norteamérica, el drama potencial está a la vista y el choque determinado por yuxtaponer la soberanía del país favorecido a los cinco mundos sería fatal.
No se ofrecen signos evidentes de que los Estados Unidos hayan logrado "hasta el presente adaptarse a esa incómoda posición en que los ha situado la alteración registrada, a partir de 1945, en lo que atañe al reparto del poder en el mundo posbélico. Acaso el lector de Atlántico se pregunte, con disculpable extrañeza, cómo un libro cual el de Tocqueville, del cual, entre 1838 y 1948 se han hecho cerca de 40 ediciones en Norteamérica y que ha merecido tantas glosas y colectado tan abundantes juicios críticos y en el que se formulan con tanta fortuna las predicciones a que nos referimos anteriormente, no haya servido como elemento aleccionador, susceptible de evitar a los Estados Unidos sufrir la perplejidad que hoy padecen, cuando consideran llegada la hora de caracterizar su política internacional norteamericana. Quisiéramos hacernos eco de tal posible extrañeza y referirnos específicamente a lo que pudiera significar esa expectación.
Los Estados Unidos, desde que George Washington, en su histórico «Manifiesto de Adiós», nos legara sus prudentes consejos, venían ofreciéndonos reiteradas muestras de su hostilidad respecto de una constante histórica que sirviera de inspiración al viejo mundo, desde la aparición del Príncipe de Maquiavelo hasta 1919, años que registró el irremediable ocaso del sistema de la Balance of Power. Tal visible animadversión hacia el sistema del Equilibrio Político, se explica, pero no se justifica y la explicación podemos referirla a dos motivos: 1.°, habida cuenta de que la técnica del Equilibrio
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Político, en el caso de ser transportada al Nuevo Mundo, como lo había maquinado la Santa Alianza, en trance preagó-nico, irremediablemente se hubiese malogrado la doctrina místico-política del «destino manifiesto», punto de apoyo sobre el cual fué dable constituir la hegemonía norteamericana respecto del Hemisferio Occidental; 2.°, el Equilibrio Político precisó, como insustituible artilugio instrumental, el sistema de las alianzas más o menos duraderas, y es bien sabido cómo esa técnica alian-
cista mereció duros reproches por parte de George Washington. Pero —y aquí sospechamos haber establecido contacto con el auténtico drama hoy vivido por los Estados Unidos— ha sido la acentuación del desequilibrio, a partir de 1945, lo que ha implicado la imposición de una enorme responsabilidad a los Estados Unidos, al encarnar irremediablemente lo que hoy se denomina liderato y a cuyo fenómeno histórico asignamos nosotros la denominación, que juzgamos más acertada, de protagonismo, encarnación que implica la terrible responsabilidad que supone el constituirse en mentor intransferible de un mundo opuesto a que su absorción por el sedicente monolítico soviético llegue a constituir una realidad.
El desdén que inspira a no pocos exégetas norteamericanos el principio del Equilibrio Político, dimana, a nuestro entender, de no encuadrar adecuadamente el problema de la Balance of Power, ya que la significación y eficacia de tal sistema varía en función de la finalidad que se le asigne; tra-dicionalmente construido a impulsos de consideraciones emergentes,' requería tal imposibilidad de diferimiento, incluir elementos heterogéneos en las coaliciones, circunstancia que convertía a éstas en inevitablemente episódicas; en el actual pello
ríodo posbélico se tiende a integrar esas coaliciones, mediante la acción concorde de elementos afines, característica que permite la prórroga de las alianzas inspiradas en un designio de perdurabilidad. Tal exigencia explica que los Estados Unidos sean hoy.signatarios de una alianza (el Pacto del Atlántico) perteneciente al tipo de coaliciones que George Washington repudiaba en su «Manifiesto de Adiós». Así, el Pacto del Atlántico se nos aparece como un acuerdo tendiente a lograr la atenuación del desequilibrio registrado a partir de 1945 y que tan ostensiblemente favorece a Rusia. Esta versión fué por'nosotros sustentada en otro lugar (1).
Las consideraciones que anteceden han sido inspiradas en la visión profètica, a cargo de Alexis de Tocqueville, cuando el pensador francés anuncia lo que él consideraba como antítesis potencial e inevitable, generada por la coetaneidad de dos sistemas políticos (el ruso y el norteamericano) respecto de los cuales, más adecuado que pensar en su posible acoplamiento, parece oportuno referirse a la aparición de una antítesis, a la cual es preciso hacer frente, si no preferimos dejarnos adormecer por el canto de sirena del coexistencialismo, que sólo resultaría, en el supuesto de que corriese a cargo de Rusia, la fijación de su contenido y la determinación de su alcance. El hecho de que los pensamientos de Alexis de Tocqueville nos hayan llevado a establecer contacto con problemas internacionales tan palpitantes, parece justificar el título con que el Profesor Legaz y Lacambra encabeza su ensayo «Actualidad de Tocqueville».
CAMILO BARCIA TRELLES
(1) Camilo Barcia Trelles. El Pacto del Atlántico, Editorial Instituto de Estudios Políticos. Madrid, 1950.—685 páginas. Véase especialmente el capítulo IX, titulado «El Pacto del Atlántico y el equilibrio político», páginas 281 a 307.
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David E. Lilienthal. Creo en esto. Traducción de C. Díaz Andrés. Barcelona. Editorial Hispano-Europea.—187 páginas. Título original This I do believe.
Su tema no puede ser ni más transcendente ni más oportuno. Si el descubrimiento de la pólvora en el siglo XIV, por
Bertoldo Schwarz, motivó el ocaso del feudalismo y el nacimiento de la Edad Moderna en la historia de la humanidad, es natural que el autor tema las consecuencias que para la sociedad occidental y cristiana pueda tener e] descubrimiento de la energía atómica, «tan fundamental para la vida como la del sol, la fuerza de la gravedad y las del magnetismo».
«Nadie puede profetizar los cambios que semejantes descubrimientos pueden reportarnos», según palabras del autor. En su libro analiza valientemente y, sobre todo, con toda honradez de conciencia, las consecuencias que podrían producirse en el seno de una sociedad libre y esencialmente democrática como la norteamericana, si ésta se dejase llevar por lo que muy acertadamente califica como el «gran mito de la bomba atómica».
A los grandes problemas internacionales que tiene hoy planteados el mundo ha venido a sumarse el de este transcendental descubrimiento, al que las circunstancias hicieron nacer como arma y rodeado de todos los naturales secretos que las mismas exigieron.
Pero el tiempo ha pasado, y es necesario vei en la liberación de la energía latente en el núcleo atómico el nacimiento de una nueva era. Pero no aherrojada por el histerismo del miedo a la destrucción, sino vivificada por la más esperanzado-ra. perspectiva de un progreso colmado de beneficios y ventajas para la humanidad.
En los .importantísimos capítulos que constituyen el importante trabajo del señor Lilienthal, se .tratan con la claridad y el sentido práctico del espíritu norteamericano: la necesidad de que la política pase a ser una auténtica preocupación del pueblo; que esté servida por los mejores, y que el pueblo esté debidamente informado de sus posibilidades y consciente del valor de su colaboración. Sólo así podrá prevalecer
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y superarse el espíritu democrático frente al totalitarismo armado del comunismo.
Por encima del «mito de la bomba atómica» el hombre no debe olvidar que el fundamento de su sistema de vida es «una profunda creencia en el Dios Creador, Padre de todos los hombres». Si también esta creencia se perdiera, creemos con el autor, la civilización occidental estaría perdida por muy armada que pudiera estar —aun de armas atómicas.—F. D.
Philip Lindsay. El Poseso: Retrato de Edgar Alian Poe. Buenos Aires, Editorial Sur, 1956. 296 páginas. (El título de la obra original es The Haunted Man: A Portrait of Edgar Alian Poe.)
El autor de esta biografía no ha pretendido descubrir nuevos datos acerca de Poe, sino interpretar los ya existentes y confrontar críticamente las conclusiones de los demás biógrafos. Con razón afirma que la investigación sólo puede rendir en este campo escasos frutos, pues durante la larga pugna entre los amigos y los adversarios de Poe ya logró reunirse una documentación amplísima.
Lindsay ve en la vida de Edgar Alian Poe la misma fatalidad trágica que hallamos en su obra. «Casi desde su nacimiento —dice—' su vida bien pudo haber sido el fruto de su imaginación, ajustándose a un desarrollo similar al de sus relatos.» Es cierto que, ya desde su infancia, conoció terribles amarguras. La muerte de seres queridos ensombreció pronto su corazón; soportó privaciones y humillaciones que habían de ser más dolorosas para quien poseía la susceptible altivez de las gentes del Sur, pero es una simplificación excesiva afirmar que «el fracaso acompañó a todos sus esfuerzos». Aunque Poe tuvo muchos contratiempos, conoció también períodos de felicidad y saboreó la gloria. ídolo de su época, se pavoneó por los salones con su levita azul, su cuello de cadete y su negra corbata. Como dice Lindsay, «fué famoso, respetado y contemplado con azoramiento por las delicadas damas».
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En realidad, la vida de Poe, aunque predomine en ella el elemento sombrío, fué una tragicomedia. Sus galanteos tienen a menudo un perfil de acusada comicidad, son una extraña mezcla de idealismo romántico y de frío cálculo. La época tendía a una sentimentalidad que bordeaba a veces el ridículo, y ese matiz se refleja también en los ademanes teatrales y las apasionadas cartas de Poe. «Os deteníais —escribió a la señora Whitman— apoyando una mano en el respaldo de la silla, mientras el estremecimiento natural producido por el contacto se transmitía por la madera hasta mi corazón.» Palabras con marcadísimo sabor de época, muy adecuadas para conmover a la atolondrada dama, que parecía flotar en sueños más que caminar, con el espíritu dulcemente enturbiado por el frecuente uso del éter.
Pero, como afirma el biógrafo, tras la conducta melodramática de Poe a veces se escondía también la verdad. En ocasiones su ampulosa teatralidad tuvo un desenlace cómico, como ocurrió con el duelo frustrado entre el autor de The Ra-oen y John M. Daniel, cuando «pronto se disipó el virginia-no honor de Poe» al ver dos enormes pistolas en la mesa del ofensor. Pero el elemento trágico fué otras veces real y la máscara y el rostro llegaron a confundirse. Al recibir de la señora Whitman una carta desalentadora, «tras una interminable y horrible noche de Desesperación» —como escribió a Annie Richmond—, Poe decidió suicidarse; y lo cierto es que su idea no quedó en simple proyecto, pues ingirió una tremenda dosis de láudano. Así, con elementos discordes, se tejió la tragicomedia del poeta a quien Lindsay llama «trágico bufón del destino». Pero su vida nos deja una impresión final de piedad. Veamos a Poe como un personaje inerme, abatido por «esa fiebre llamada vida», a pesar de su orgullo byronia-no y de sus desaforadas jactancias, que adquirieron al fin el hiperbólico perfil de la megalomanía. Este aspecto casi se nos olvida y, vemos a Edgar Alian Poe tal como lo describió la señora Oake Smith, con «esa expresión interrogativa propia de los niños, con un matiz de ansiedad, de pavor y tristeza en sus grandes ojos claros».
Según Lindsay, el atormentado anhelo que precipitó a Poe
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hacia la muerte fué también la fuente principal de su genialidad. Una anécdota de cuando estaba en el cuartel indica claramente que ya entonces sentía Poe ese placer de lo macabro, horrible y brutal que daría a su obra una extraña grandeza. Lindsay opina que la bebida y los estupefacientes sirvieron . de válvula de escape al atormentado escritor: al aligerar la insoportable presión de su espíritu hicieron posible esa alucinante creación literaria. La dipsomanía era, pues, según Lindsay, sólo una defensa contra formas más temibles de desequilibrio mental. Pero los psiquíatras dirían quizá que vino a agravarlas.
Algunos biógrafos de Poe tienden a confundir la genialidad con la dolencia, y uno de ellos pudo escribir en 1911: «Le génie, ici c'est la maladie; la forcé de Poe c'est son mal.» Pero no debería hablarse de identidad, sino de relación profunda. «Con el material de su infierno creó un puñado de obras maestras», dice Lindsay resumiendo su equilibrada valoración crítica. En rigor, el talento literario de Poe se afirma precisamente al modelar esa ardiente materia de su angustia, de sus impulsos necrófilos y de su sadismo. Como dijo el mismo Lauvrière, el mérito de Poe estriba en haber descrito con arte extremadamente lúcido —dirigiéndose a quienes sólo han conocido sendas trilladas de la existencia— ciertos inaccesibles confines de la humanidad enferma y angustiada.—M. MANENT.
James A. Michener, and A. Grove Day. Rascah in Paradise. New York, Random House, Inc., 1957. •
Una parte de la historia del Océano Pacífico la constituyen una serie -de fascinantes aventuras, relacionadas" con el eterno sueño del hombre de la vuelta al Paraíso —el mito utópico de encontrar nuevamente, sobre la faz de la tierra, un lugar donde recuperar la vida edénica, con su deliciosa e inactiva irresponsabilidad, su estado de libertad primigenia. Este sueño ha sido una constante obsesión humana —desde aquel in-
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cidente dramático y doloroso para la especie, que con tan punzante eficacia nos relata el Cap. III del Génesis. Y esa ilusión del retorno a lo paradisíaco se ha concretado en la imaginación del hombre con la idea geográfica de la isla. Toda la historia de la cultura occidental, desde la Odisea hasta nuestros días, está traspasada por la utopía de la isla perfecta, la quimera insular. Y el Pacífico —cuyas islas, con el atractivo de su distancia de la civilización, el encanto de su clima exuberante, y la vida aparentemente edénica de sus habitantes, parecían ofrecer hecha a la medida la realidad de ese ensueño— ha sido un lugar favorito de los buscadores del Paraíso perdido. Ahora, dos escritores norteamericanos han hecho la crónica de. esa búsqueda: uno de ellos, el novelista James Michener, el autor de los famosos Cuentos del Pacífico del Sur, y el otro, Grove Day, un profesor que es una autoridad sobre la literatura que trata de esa zona geográfica. El libro, encantador, se titula Rascáis in Paradise (Bribones en el Paraíso), y nos ofrece una absorbente constelación de relatos históricos, centrados en un número de personalidades aventureras que persiguieron ese desvariado anhelo. Hay allí de todo: pillos, piratas, artistas exploradores de todas nacionalidades. E invariablemente., los avatares de todos ellos acaban en desventura, destrucción y muerte. Uno de los protagonistas de esas infaustas crónicas es la mujer española, gallega, por más señas: Doña Isabel Barreto de Mendaña de Neira. Doña Isabel era la esposa de un explorador, un noble gallego, don Alvaro Mendaña de Neira, sobrino del Virrey del Perú, que en 1567, a los veintiséis años, y al frente de una expedición, había descubierto las Islas Salomón —llamadas así por creerse que allí era el país de Ofir, del cual el sabio Rey de Judea traía el oro—. El precioso metal, sin embargo, brilló por su ausencia en esas islas hasta 300 años más tarde. En cambio, la presencia de caníbales y otros contratiempos hicieron de la expedición un magnífico fracaso. Y el regreso fué triste: un puñado de hombres, con las manos vacías, maltratados y exhaustos por las tormentas y el escorbuto, dados ya por muertos en la colonia. Don Alvaro, sin embargo, no cejó. En 1595, veintiséis
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años más tarde, ya casado y canoso, acuciado por su mujer, la ambiciosa doña Isabel, quiso volver a las Salomón en busca pertinaz del oro. Y parte nuevamente la expedición, mandada por don Alvaro, pilotada por el lusitano Fdez. Quirós. En ella va también doña Isabel, con una hueste de parientes, en cuatro barcos, llenos de hombres, mujeres y niños: 387 almas en total, en busca de El Dorado, para colonizar y explorar las fabulosas islas. Mandaña estaba ahora viejo y enfermo, y conminado por doña Rabel, que con sus deudos, trata de imponerse despóticamente a bordo, sobre todo en rivalidad con el jefe militar de la expedición, un Pedro Merino, un viejo soldado, violento e irascible. El relato de la empresa, hecho por el piloto Quirós, y recontado ahora por Michener y Grove Day, es terrible. Buscando el archipiélago salomónico, descubren las Marquesas. Estos primeros contactos del hombre blanco con los apacibles polinesios distaron de ser prometedoras: sangre vertida por ambos lados. Empieza a faltar el agua, se multiplican las discordias. Uno de los barcos arde y desaparece para siempre. Nuevas islas: Santa Cruz Y Graciosa, nuevos choques con los indígenas, oscuros mela-nesios ahora. Y las doradas islas no aparecen. Las intrigas de doña Isabel y sus deudos provocan abiertas luchas entre los expedicionarios, y Pedro Merino es asesinado, con un grupo de seguidores, como traidor, en nombre de Su Majestad. Men-daña, debilitado, muere y queda enterrado en Santa Cruz. Y ahora doña Isabel pasa a ser jefe oficial de la empresa, investida de la autoridad real. Y se revela completamente su carácter» voluntarioso, capaz de dominio y ferozmente inhumano. Al hambre y la sed se añade el mal estado de los barcos. Y la expedición vaga meses por el vasto mar ignoto en busca del áureo sueño, mientras las epidemias y las privaciones van rápidamente diezmando a los argonautas, que se ven obligados a comer cuerdas y cucarachas y a morir de sed, mientras doña Isabel atesora los víveree y usa el agua para lavar su fina ropa interior. Y la más leve murmuración es castigada con azotes mortales o ejecuciones sumarias. Al fin, doña Isabel se decide a abandonar la empresa y a buscar el regreso. Después de horribles peripecias arriban a las
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Filipinas dos barcos tripulados por unos sobrevivientes espectrales, y al frente doña Isabel, rozagante y elegante, culpando a aquellas pobres sombras de su fracase y de la pérdida de su inversión. Poco después se casó en Manila con un joven hidalgo y trató de fletar una nueva expedición; pero el Rey, con muy buen juicio, no la autorizó. Finalmente, regresó al Perú y después a Galicia, y vivió el resto de sus días en su casa solariega. Las Islas Salomón quedaron perdidas hasta que las redescubrió el explorador inglés Carteret, en 1767. Esta es la narración que, basada en la crónica, nos ofrece, entre otras, esta fascinante colección de relatos del Pacífico.—E. G. DA CAL.
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¿Quiénes son? Geoffrey Moore.—Profesor de Literatura Americana en la Universidad de Manchester. Ha pasado varios años en los Estados Unidos.
Pedro Vázquez d e Castro.—Pertenece al Cuerpo de Técnicos de Información del Estado. Dirige los programas en lengua inglesa de Radio Nacional de España. Invitado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos y bajo los auspicios de la Universidad de Boston, de la que es diplomado, efectuó recientemente un curso de especialización técnica de televisión y actividades con ésta relacionadas.
Mario Maurín.—Cursó estudios de Filosofía y Letras en Nueva York. -Es profesor de Literaturas Hispánicas en el Bryn Mawr College de los Estados Unidos. Como ensayista y crítico literario, colabora en Lettres Nouvelles, Preuves, Cuadernos y otras importantes publicaciones francesas e hispanoamericanas.
Guillermo Bergnes.—Pintor español nacido en Sitges y formado pictóricamente en Nueva York, bajo la dirección del famoso Robert Henri, director y fundador de la Henri Sohool of Art. Sus acuarelas y sus retratos son mundialmente famosos, Sus obras han sido expuestas en Philadelphia, Nueva York, París y Barcelona. (En el núm. 6 de ATLÁNTICO se publicó un estudio sobre su obra: Guillermo Bergnes, pintor español que se formó en América, por Joaquín Folch y Torres.)
Charles Frankel.—Destacado publicista norteamericano, asiduo colaborador del New York Times, de Nueva York,
Mariano Sánchez Palacios.—Escritor y crítico de arte, miembro de varias Academias y sociedades culturales. Crítico
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de arte de las revistas Ruedo y Letras. Colaborador de A B C, revista Textil y revista Cisneros, entre otros. Destacado conferenciante sobre temas de sus especialidades artística y lite-i'íívia.
Irving Sablosky.—Licenciado en Música por la Universidad de Indiana. Crítico Musical del Chicago Daily News, del 1947 al 1957. Actualmente forma parte de los Servicios de Informaciones de los Estados Unidos en Washington.
Clinton Rossiter.—Presidente del Departamento de Administración de la Universidad de Corneli. Entre sus libros más conocidos : Sementera, republicana, El conservadurismo en Norteamérica, La presidencia americana.
Ilustraciones de M. ECHEVARRÍA
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