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literatura argentina

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EL CUERPO MÁRTIR

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Ningún derecho reservado. Alentamos la reproducción total o parcial de esta obra, mediante cualquier medio, consignando los créditos y

la fuente de la misma.

Coordinación general del proyectoAna Ojeda / Nicolás Correa /

Marcos Almada / Agustín [email protected]

Curador del volumen:Marcos Almada

Coordinación gráficaLaura Ojeda Bär

[email protected] cargocollective.com/laura-o

ProducciónMatías Reck

[email protected]

exposiciondelaactual

www.exposiciondelaac-tual.blogspot.com

ÍNdICE

La construcción ..................................... 9Comidas y fiestas ............................... 18Escritor favorito .................................. 26Más fantasías ....................................... 31Cuello, brazos, espalda ...................... 40Proyectos ............................................ 47Ghandi ................................................. 50Rosas rojas ........................................... 53Nieve .................................................... 56Presentacion ........................................ 66Norte .................................................... 74Matrimonio ......................................... 79Montevideo ......................................... 88

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LA CONSTRUCCIÓN

Sucumbir es adoptar costumbres. W. Pater

En medio de ese juego de palabras que se armó a la salida de la re-unión, a Sandro le tocó decir un

nombre que empezara con la letra E y aunque el primero que se le vino a la cabeza fue Esteban, por Esteban M., evitó decirlo y dijo Evaristo. Todos se rieron. Más tarde, ya en su casa, cuan-do se estaba bañando, pensó de nuevo en Esteban. Miró su ropa interior gasta-da, mientras la refregaba bajo la ducha, y se acordó que se la había comprado pensando en él aquella primavera por-

Acerca de mí ....................................... 99Arte de tapa ....................................... 100

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teña que ahora le parecía un sueño aje-no. Lo invadió un profundo desánimo. Lo gastados que estaban los calzonci-llos rojos indicaba que ya habían pasa-do años enteros desde aquél entonces. Sin querer suspiró ruidosamente. Todo empezó un día, así pasa siempre, pero ya no sabía si era parte de su mitología privada o si realmente fue el mismo día que lo conoció. O es posible que fuera el segundo, cuando vio su espalda in-clinada sobre la balaustrada de piedra de la galería del primer piso. Segura-mente Esteban, cuando Sandro todavía no sabía su nombre ni el de ninguno de sus compañeros, lo había seguido con la mirada mientras cruzaba el patio del antiguo colegio para subir las escale-ras y dirigirse al aula. Recordaba con precisión el saludo de cada uno de los alumnos que esperaban en la galería el segundo día del seminario. Sandro

preguntó al grupo cómo les había ido con el ejercicio que tenían de tarea y en esa parte de la evocación muchas veces agregaba una palmada ligera sobre la espalda encorvada de Esteban, un ges-to afectuoso, eligiendo al que estaba más a mano como un representante del grupo. Pero el enternecimiento que le causó esa imagen se cortó de golpe al recordar otro momento, años después, la tarde en la que los compañeros del equipo de investigación se estaban burlando de la libreta que Sandro lle-vaba a todas partes y que no dejaba que nadie leyera. de la nada, a Esteban –que ahora estaba en el equipo– se le ocurrió decir que la escondía porque en ella confesaba que estaba enamora-do de él. Nadie festejó el chiste como si en ese momento se hicieran los dis-traídos o como si no hubieran escucha-do y Sandro se sintió muy incómodo

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porque, como siempre, la libreta estaba en su bolsillo y lo único que había es-crito en ella eran cosas que simulaban ser poemas pero que, en realidad, no hacían más que repetir de mil formas: “Esteban, Esteban, Esteban, Esteban” como si todo fuera nada más que nom-brarlo. Y no solo lo que estaba en la li-breta, todo lo que Sandro escribía por ese entonces tenía que ver con Esteban de alguna manera más o menos direc-ta. Lo peor es que Sandro sabía que eso deterioraba su escritura, que era lo que más le importaba y que, antes de co-nocerlo, había empezado a ser tomada en serio por él mismo y por los demás. Ahora, todo lo que escribía parecía la misma cosa llana y obsesiva con la que se torturaba a diario y que se empeña-ba en elaborar y fijar como quien mur-mura, mientras sintetiza una ponzoña de alta precisión.

Esteban era la persona más difícil de descifrar del mundo. A veces era amo-roso con Sandro, entregado y posesivo a la vez, un compañero sin reservas, pero otras veces era frío, antipático y distante. No tenía problemas en re-conocerse como alguien muy difícil y estaba orgulloso de eso. Una vez le había dicho a Sandro: “es posible que yo sea la persona más difícil que hayas conocido”. Muchas veces Sandro se quedaba mirándolo y él solo le ofrecía un perfil imperturbable que podía sos-tener, por ejemplo, la hora entera que compartían en el colectivo. Una vez hizo la prueba de no hablarle en todo el viaje y Esteban tampoco lo hizo. En ocasiones decía cosas que ofendían a Sandro, como cuando se reían con Marquitos, el amigo de la infancia que lo pasaba a buscar para ir a la cancha, de unos tipos grandes que habían vis-

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to en el baño. Esteban aún no cumplía los treinta y Sandro ya tenía cuarenta. Sandro perdía cada vez más la noción de su apariencia. Algunos días o en ciertas fotos, según la luz y el ángulo, parecía más joven de lo que era pero lo cierto es que la mayoría de las veces, en la calle o en un negocio, lo llamaban “señor” y eso era una señal ineludible. Al sentir que perdía la noción, porque a él le seguía pareciendo que señores eran otros, perdía la seguridad sobre todo lo que decía o usaba, preguntán-dose muchas veces si no estaría ha-ciendo el ridículo con esas zapatillas, con esa remera de un grupo de rock o usando determinada expresión nueva. Tenía mucha más energía y ganas que muchos de los jóvenes que lo rodea-ban, de eso no tenía dudas, pero la apa-riencia empezaba a importarle. Nunca se había fijado antes de esa manera en

sí mismo ni en los otros pero Esteban, sí se fijaba, y siempre tenía algún co-mentario que hacer. Sin embargo, eso era parte de su observación general del mundo, podría decirse que juzgaba a los demás por su apariencia. Se inco-modaba ante la presencia de personas que tuvieran algún defecto físico o una dificultad para expresarse y desprecia-ba el más mínimo descuido personal como las uñas sucias o las manchas en la ropa.

Le llamaba la atención a Sandro que dijera que “tenía” que ir a comprar-se algo de ropa y que supiera preci-samente lo que necesitaba. Lo había acompañado un par de veces y daba muchas vueltas estudiando todo en las vidrieras o en los percheros antes de probarse cualquier cosa. Cuando lo hacía ya era para comprar, el mis-

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mo lo decía, tenía bien clara la mane-ra exacta en que debían quedarle las remeras y los jeans, se daba cuenta de inmediato si el talle estaba mal o si no le gustaba el corte. Sandro lo observa-ba y pensaba que el único hombre que podía gustarle de verdad a Esteban era él mismo o un hombre al que no le encontrara ningún defecto, una per-sona que respetara como respetaba sus propios gustos y decisiones, sin dudar. Sandro estaba dispuesto a convertirse en lo que fuera que a Esteban le gus-tara, aunque tenía miedo de no poder conseguirlo, de no terminar nunca de encajar en esa imagen. Además, ¿cuál era esa imagen? En una conversación con los compañeros de investigación alguien hizo un chiste relacionado con el olor en los vestuarios de fútbol. Es-teban cortó las risas diciendo que los jugadores son las personas más lim-

pias que existen, que decir que en los vestuarios hay olor a transpiración es un mito, que los futbolistas se duchan todo el tiempo y siempre usan talcos y desodorantes. Sandro vio entonces la imagen del ideal masculino de Esteban encarnada en un jugador de fútbol: ex-celente estado físico, duchas constan-tes y mucho desodorante.

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COMIdAS Y FIESTAS

El decirle a alguien una cosa que, ni siente, ni ha de comprender, no tiene finalidad ninguna.

O. Wilde, De profundis

Esteban sigue trabajando ahora en el depósito de importacio-nes chinas. Prepara los pedidos.

Cuando Sandro lo conoció ya trabaja-ba en ese lugar. Casi no comía y no se sabe cómo sobrevivía a base de chicles, papas fritas y golosinas varias que de-voraba como un niño huérfano. Es que era huérfano, su padre había muerto cuando era chico. Sandro no se cansa-ba de aconsejarle que parara a almor-zar como se debe, pero esto ofuscaba

a Esteban que invariablemente le con-testaba tajante: “nadie para a comer, ni siquiera el dueño”. Había épocas en las que los malestares estomacales y dolores de cabeza le hacían tomar conciencia de sus desarreglos y por unos días se llevaba algo de la casa en un taper, pero lo comía parado en la cocinita del depósito. Sandro, en cam-bio, no podía parar de comer bien. A la hora del almuerzo y de la cena detenía todo para prepararse un plato elabo-rado y abundante. Pero encima, como trabajaba en su casa, entre comidas se hacía un enorme café con leche que acompañaba con panes con manteca o tostadas mientras leía y corregía lo que había escrito. Pero esta sobrecarga fue algo que empezó a instalarse cuando su ansiedad y frustración por el tema Esteban aumentaron de golpe. Una panza considerable, que cuando se

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sentaba sentía plegarse en tres, se ha-bía liberado del contorno habitual y lo atormentaba.

A pesar de sentirse tan poco atracti-vo, seguía pensando que se encontraba con Esteban y charlaban como si nada, uno parado, apoyado en un escritorio, y el otro sentado. Recorría mental-mente el espacio que el cinturón flojo dejaba entre la tela y la piel, esos dos canales que se forman yendo hacia las ingles. Pero después se deprimía tan-to que solía pasar varios días evitando cualquier pensamiento similar. Hacía un par de años fantasías como la de la charla casual y otras más avanzadas en las que Esteban lo veía desnudo, lo estimulaban a ir al gimnasio del club y cuidarse pero, ahora, totalmente per-dida la posibilidad de estar alguna vez con él, había desistido –dejó de pagar la cuota y cruza de vereda cuando

pasa por la sede–. Se fueron acaban-do las cremas importadas, los buenos champúes, los perfumes, todo lo que se compró en esa época dorada en la que no pretendía nada, solo quería es-tar bien para Esteban, aunque fuera en esas pocas horas compartidas mientras durara el grupo de investigación en los viajes de ida y vuelta en colectivo. No le pareció necesario reponer nada y simplemente se dejó estar mientras las fantasías se fueron tornando escenas en las que no se veían mucho los cuer-pos o los dos estaban vestidos, como en la del escritorio.

Varias cosas al mismo tiempo hicie-ron que Sandro empezara a pensar seriamente en sacarse a Esteban de la cabeza. Fue la época en la que Esteban iba con Marquitos a unas fiestas que estaban de moda en ese entonces. Sa-

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lían juntos como dos amigos solteros de levante. Sandro, que ya se había hecho bastante amigo de los dos, no era invitado y no entendía por qué. Es cierto que estaba casado pero to-dos sabían que la mitad de las noches se quedaba a dormir en el estudio de Boedo que compartía con algunos de los compañeros del equipo de inves-tigación. Por otro lado se decía que la mujer tenía un amante permanente, un ex novio de la adolescencia, en la zona oeste, donde vivían sus padres. Con respecto a las fiestas, “alguna vez podrían avisarme”, pensaba. Se jun-taban con otros muchachos en la casa de Marquitos y siempre alguien pro-tagonizaba una escena de descontrol como ponerse a cortar el pasto a las ocho de la mañana del domingo cuan-do volvían borrachos. Se reían entre ellos delante de Sandro al rememo-

rar algunos episodios, sobreactuando cierta discreción que le daba mucha bronca. Todo esto y la forma en la que creyó ver que Esteban miraba a Mar-qui –así lo llamaba–, lo hizo renunciar y empezar a tomarse las cosas de otra manera. Con qué entusiasmo le contó que se iría un fin de semana largo con él a la casa de veraneo que los padres de Marqui tenían en el Tigre. desde allá, le contaba lo bien que la estaban pasando; y en un descuido, una ma-drugada, le mandó un mensaje creyen-do que se lo mandaba a Marquitos. Se notaba que estaba un poco borracho y que andaban en algo. Sandro contestó con un “equivocado” y no pudo seguir durmiendo. Pero no fue solo eso, San-dro podía jurar que el quiebre exacto se produjo el día que, decidido a todo, presionó a Esteban en la parada del co-lectivo y le preguntó por el significado

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de la frase: “están hasta las manos”, algo en lo que Sandro pensaba mucho. Esteban hablaba siempre de Julia, una amiga a quien admiraba por su capaci-dad de análisis––siempre aclaraba que era socióloga–, con quien solía tener grandes charlas que, según él, le orde-naban pensamientos y emociones. Una vez, al principio de toda la historia, Es-teban le contó a Sandro que Julia le ha-bía dicho, refiriéndose a ellos: “ustedes dos están hasta las manos”. Sandro lo apuró, necesitaba saber cómo interpre-taba esa frase. Esteban contestó que Ju-lia quiso decir que tenían una relación muy difícil de entender para la mayo-ría de la gente, algo especial, y se calló con su habitual forma de dar por ter-minado un tema. Por más que Sandro intentara hacerle decir algo no consi-guió que soltara nada más. Esa noche se acostó casi tranquilo: nunca pasaría

nada entre ellos, esa fue la respuesta que le dejó la estéril conversación.

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ESCRITOR FAVORITO

Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté cómo

salir del otro lado de los talleres. “Siga por Rivadavia –me dijeron– hasta Cuzco, después cruce las vías.”

Como era previsible, allí no existe ninguna calle Márquez…

A. B. C.

Esteban podía ser irritante. Su hermetismo feroz, casi agresi-vo, por un lado y ese fastidio a

flor de piel por el otro. Vivía pendiente del anacrónico reloj que llevaba en la muñeca y con el que hacía continuos cálculos de tiempo y distancia. Odia-ba la más mínima impuntualidad y mientras estaba viendo una película o un espectáculo chequeaba dos o tres

veces la hora y cuánto faltaba para que termine. Era una persona al borde de la incapacidad para proponer algo por su cuenta y, al mismo tiempo, casi siempre encontraba defectos en las propuestas y decisiones de los demás. No emprendía ningún proyecto pro-pio aunque se podía sumar al de otro con mucha responsabilidad, tal vez porque no creía en nada. Parecía saber siempre lo que saldría mal, pero se ca-llaba, como si prefiriera ver cómo algo fracasaba antes que evitarlo, y cuando las cosas salían mal, era el primero en decir: “yo sabía que esto iba a pasar”.

Sentía a la vez fascinación por ciertas personas de quienes todo aceptaba y, lo que en otros le resultaba intolerable, en ellas lo encontraba encantador. Sandro no estaba en esa selección, al contrario, cualquier cosa –música, lecturas, pelí-culas, barrios, libros o personas– que

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le recomendara, jamás le interesaba. El rechazo era tajante y automático y en un comienzo a Sandro esto le hacía gracia –creía que lo estaba conocien-do–, hasta que se dio cuenta de que fuera lo que fuese, nunca conseguía su aprobación, salvo que se tratara de algo que el propio Esteban le hubiera señalado previamente como dentro de sus gustos ya establecidos. de los li-bros que le prestó, lo mejor que dijo de uno de ellos fue que estaba bien pero que no era nada excepcional, de otro comentó lo insólito que le parecía que le hubieran dado el Nobel a ese autor, de una novela de aventuras, como la protagonista era una mujer, dijo que era una “novela para mujeres” y has-ta llegó a decir, del último que le ha-bía prestado, que le molestaba que se mencionaran lugares de Buenos Aires en las ficciones. Sandro le marcó que

eso era contradictorio porque el escri-tor argentino a quien Esteban idola-traba (algo que estaba en relación con su padre fallecido) situó sus novelas más célebres en Buenos Aires. Barrios, calles y plazas con nombre y apellido aparecían continuamente en toda su obra. Uno de los mayores disgustos entre ellos estalló a propósito de ese escritor. Habían quedado en que lee-rían al mismo tiempo, cada uno con su ejemplar, una de sus novelas –que Sandro siempre había esquivado–. La propuesta, sería una de las pocas que haría Esteban con un inesperado en-tusiasmo casi romántico. Sandro había decidido darle una oportunidad pero la lectura del libro, aunque fácil, se le hizo penosa. No entendía porque Es-teban decía que algunos pasajes le ha-cían acordar a ellos dos, en particular a Sandro “cuando te ponés obsesivo”,

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le dijo. Resultó ser la historia de un amor trágico y absurdo, una cadena de lugares comunes. Cuando habla-ron por teléfono a medianoche para saludarse por el año nuevo, Sandro, un poco entonado, le dijo que ya había terminado la novela y lo que pensaba, de un modo que a Esteban le pareció una exageración, una afectación des-medida para comentar nada más que un libro. Según le reprochó después, cuando se ponía así, lo desconocía. Lo cierto es que a Sandro el libro le pare-ció malísimo, nunca se lo dijo de esa forma tan directa porque sabía el valor afectivo que tenía para Esteban, pero lo ofendía que comparara esa farsa li-teraria con la relación de ellos dos, con su realidad.

MÁS FANTASÍAS

La pasión más fuerte de mi vida.

Ha sido el miedo. Creo en la palabra

(dilo) Y tiemblo.

Mirta Rosenberg

Los amigos de siempre de Sandro no podían creer que le prestara tanta atención a esta persona re-

lativamente nueva en su vida, y no en-tendían cuál era la causa de esa especie de eterno malestar entre ellos. “Es la termita de tus horas”, le dijo una vez uno. Sandro, en una de las tantas char-las que tenían al principio hasta la ma-drugada, llamó amistad tormentosa a la

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relación. Esteban reaccionó muy mal, nunca supo Sandro por qué, como si lo hubiese considerado un insulto y cortó la conversación. Sandro empezó a sen-tir que todo lo que le pasaba de malo a Esteban –su falta de ganas, los dolores de cabeza, el mal dormir y la falta de apetito– estaba relacionado con él y, por supuesto, con los principios anoré-xicos que practicaba. desde el comien-zo tuvo la sensación de causarle tanto bien como daño. Releía los primeros mails y en ellos Esteban hablaba de alegría y de “motivación”, término un tanto deportivo que Sandro atribuía a un corto pasado futbolístico en un club muy chico.

En los últimos tiempos Sandro se veía de rodillas lavándole los pies a Esteban, como el Maestro a los discí-pulos del evangelio. Aumentaban este tipo de ideas como si fuera renuncian-

do cada vez más a una posible satis-facción carnal y se conformara con va-riantes en las que apenas se rozaban. Había pensado seriamente en alquilar por unas horas un estudio de teatro que había visto cerca del trabajo para citar a Esteban. Llegaría una hora an-tes y armaría una especie de escena con un sillón, una mesita, un aparato para pasar música, vasos con bebida –un licor sería lo ideal, sabía que le gus-taban los licores de esos que toman las abuelas–, la iluminaría bien, beberían, bailarían abrazados y por momentos permanecerían sentados simplemente tomados de la mano. dos veces estuvo a punto de proponérselo pero se arre-pintió.

Cuando Esteban entró al grupo de investigación fue por una invitación bastante forzada de Sandro –el gru-

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po ya estaba completo–, empecinado en conservarlo cerca. Esteban había terminado el seminario cuatrimestral que daba Sandro en la Universidad donde fue un alumno medianamente aplicado aunque no parecía del todo comprometido con los ejercicios. Para Sandro esto se debía a una falta de comprensión literaria más apropiada, como la que tenían otros alumnos, al escepticismo general que profesaba y a la falta de confianza en la propues-ta de Sandro. “¿decime de verdad, te sirvió el seminario?” le preguntaría años después y Esteban le contestaría con un gesto que parecía decir: “¿me estás cargando?”, confirmando que no había creído nunca en su método, ni en la propuesta general, aunque también podía significar que sus expectativas se colmaron. Jamás se enteraría cuál era la verdadera apreciación del otro,

incapaz de expresarlo clara y abierta-mente. Lo cierto es que faltó una sola vez. Fue tan descorazonador para Sandro el día que la clase transcurrió sin Esteban mirándolo y escuchándo-lo, y apenas llegó a su casa le escribió, quería saber qué le había pasado. A Esteban le pareció raro tanto interés pero agradeció la dedicación. Sandro le daba demasiada importancia a esas clases, se sobreexcitaba hablando y después le costaba bajar. Se quedaba ese día hasta tarde en la computadora. Hacía un seguimiento de cada alumno y leía todo lo que le mandaban –tareas y consultas– devolviendo observacio-nes llenas de ímpetu. Aún así, no supo por qué le mandó aquél mail ya que no solía reclamar la presencia de nadie.

El primer ejercicio escrito que pidió en clase, Esteban lo entregó enseguida. Se acercó al escritorio como si estuvie-

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ra en la primaria y le extendió las hojas orgulloso de haber terminado rápido pero también con cierto desdén. Se tra-taba de un texto un poco truculento. Tenían que trabajar sobre un asesina-to. La consigna había sido cumplida a medias, faltaba el despegue, parecía un cumplimiento formal que tampo-co le satisfacía al propio Esteban. No era uno de esos trabajos en los que se superan consigna y expectativa de res-puesta, pero aprobaba. Había utilizado los casos de un asesino serial de Esta-dos Unidos que sacó de Internet. No se había tomado el trabajo de buscar un caso apropiado ni de elegir con cuida-do el punto de vista del narrador. Es-taba en tercera persona como si lo hu-biese dejado tal cual como lo encontró. El asesino se encargaba de matar pros-titutas de la ruta de diferentes formas. Sandro percibió una intención adoles-

cente, tardía, de impresionar al lector con detalles “fuertes” como los pezo-nes de las víctimas cortados y cosas semejantes. Sintió una advertencia in-terna, como una sombra y la sugestión que esto le provocó levantó el puntaje de la evaluación. Miró el perfil filoso de Esteban al devolverle las hojas, su palidez, esa espalda un tanto encorva-da que le daba un aspecto de persona agazapada, los dedos largos y finos, el pelo tan corto dejando ver un crá-neo pequeño como el de un niño y las orejas chicas muy pegadas a la cabeza. No podía precisar con qué animal rela-cionaba esa fisonomía, un aire hiénico en la mandíbula y en la curva abierta de la sonrisa desplegada inesperada-mente. Sandro se sintió débil, como si el otro fuese capaz de cualquier cosa y él no, pero al mismo tiempo se daba cuenta que sentir eso era una decisión

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que tomaba. A cada paso se bifurcaba el camino y él elegía el que construyera más firme su obsesión.

Al finalizar el seminario todos tu-vieron que entregar una especie de tesis corta que sería evaluada como un final. El día anterior a la entrega, Esteban mandó un mail diciendo que la iba a escribir de un tirón esa misma noche y que no iba a corregir nada. Así fue. Y en ese trabajo arrebatado que parecía una carrera para cumplir y sacarse la obligación de encima, Sandro creyó ver un talento desapro-vechado por el propio descreimiento de su poseedor y por la falta de aten-ción recibida, ¿quién se había fijado antes en su escritura? Entonces, vícti-ma de sí mismo, se entregó a creer que sería la persona que le proporcionaría a Esteban esa atención y que le daría

todo el lugar y las oportunidades que estuvieran a su alcance.

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CUELLO, BRAZOS, ESPALdA

Sandro no había podido hablar con nadie acerca de la naturaleza de la influencia que ejercía esa persona

sobre él. Sin llegar a discernir exacta-mente de qué se trataba, sabía que es-taba relacionado con ciertas partes del cuerpo de Esteban, zonas que lo per-turbaban, que no podía dejar de mirar: su cuello y sus brazos principalmente. El cuello era largo y delgado y estaba cubierto por la misma piel transparen-te de los brazos, flacos como todo su cuerpo, pero fibrosos y firmes. Un par de veces los había rozado por descuido

y eran muy suaves, cálidos, y se podía sentir el torrente sanguíneo que reco-rría las venas oscuras poniéndolas en relieve. Sin embargo otra piel cubría su espalda, una vez lo había visto cuan-do se cambiaba la remera para ir a la cancha. Era una piel que parecía un muestrario de imperfecciones, marcas de acné, puntos negros y rugosidades varias. No le produjo rechazo sino que le dio lástima y cuando tuvieron más confianza le regaló un cepillo con man-go para que lo usara cuando se ducha-ba.

Sandro pensaba que la imposibili-dad de concretar sus fantasías estaba dada porque Esteban no gustaba de él aunque no descartaba que en realidad no quisiera estar con ningún hombre. Estas dos ideas constituían los dos po-los de un vaivén perpetuo: o no gusta-ba de él o no gustaba de los hombres

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en general. ¿Qué era peor? Que no le gustara ningún hombre, lo consolaba en los peores momentos pero al rato, la misma idea, aumentaba la profundi-dad de su decepción y le hacía pensar que el rechazo incluía, más allá de su individualidad, su irreversible forma masculina. Si pensaba que no era así, que Esteban había estado con otros hombres –tenía razones para creerlo, algo había pasado con Marcos o, a lo mejor con alguien en su época de fút-bol, lo intuía– entonces, las resistencias eran hacia él. Y por supuesto, esto tam-bién dolía. No iba a ser nunca uno de esos hermosos jugadores de fútbol de los vestuarios, atlético y limpio, prolijo como un soldado romano de película de los sesenta. Pero alguna vez algo podía llegar a cambiar. ¡Si tan solo con-siguiera ser mirado con la indulgencia del amor!

Esteban estaba siempre solo con excepción de los amigos como Mar-quitos, los compañeros del depósito con los que almorzaba los sábados, el portero del edificio de la hermana, el cuñado y el diariero con los que juga-ba a las cartas. Cuando se conocieron, Esteban estaba en los estertores de un noviazgo con una chica muy jo-ven, Laura, con quien nunca lo llegó a ver. Según contaba el propio Esteban tenían problemas porque ella se rebe-laba un poco ante el seguimiento de las nuevas amistades que él le hacía. Parece que la chica tenía la costumbre de hablar con alguien por Internet y al poco tiempo ya quería encontrarse personalmente. A veces se tomaba un tren y se iba a cualquier parte del co-nurbano. Eso enojaba a Esteban, des-confiado por naturaleza. A él nunca le había pasado nada malo pero creía ver

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en mucha gente, que a Sandro le pa-recían personas inofensivas, posibles ladrones o individuos peligrosos. La chica se arriesgaba demasiado siendo tan sociable y aventurera. Sandro to-maba partido por ella cuando escucha-ba esos comentarios, diciendo que era muy joven y era lógico que fuese así mientras Esteban negaba con la cabe-za y repetía: “No tenés idea”. Estaba orgulloso de haberla rescatado de un grupo de gente que cultivaba los ex-cesos vacíos. “Conmigo conoció otra vida”, decía. Pero una tarde cortaron por la computadora. Ella había cono-cido a “alguien” y había estado “con-fundida”. Sandro recibió la noticia con una mezcla de celos y alegría. Esteban le preguntó a Sandro si estaba dispues-to a dejar que le contara sin interrum-pirlo. Sandro estaba en un cyber esa tarde. Contenido en el cubículo de su

computadora, leyó las líneas que iban apareciendo y a medida que lo hacía, empezó a odiar a la tal Laura, la odió por haberlo tenido y por haberlo per-dido, por todo. Se daba cuenta de que Esteban estaba dolido, casi como si la hubiese amado; pero cuando escribió: “mal que mal, era mi novia”, le pareció que se trataba más de una cuestión de amor propio herido y de formalidades. “dudo que pueda olvidarse fácilmente de mí”, agregó con la soberbia del des-pechado. Sandro sonrió solo.

Un año después, mientras esperaban un colectivo en una parada fría, oscura y ventosa (Sandro deseaba desespe-radamente ser abrazado por Esteban pero nada estaba más lejos de sus in-tenciones), Esteban le dijo en voz baja: “Ahí está Laura, es esa que está delan-te de todo en la fila, mirá disimulada-mente”. Esteban miró con curiosidad y

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vio una chica de baja estatura, un poco ancha de caderas, pelo corto y un ros-tro de esos que pasan desapercibidos, que fumaba con nerviosa intensidad. Pero al minuto siguiente Esteban miró mejor y dijo que se había confundido, que Laura sostenía de la misma forma el cigarrillo pero que no era ella. San-dro estaba aliviado de ver que, en todo caso, si se parecía a esa mujer, era una chica cualquiera, a tal punto que era posible que él la confundiera con otra.

PROYECTOS

Cuanto más nos acercamos a un objeto o a los recursos intocables del aire, derivaremos con más

grotesca precisión que es un imposible, una ruptura sin nemósine de lo anterior.

José Lezama Lima

Pasado el furor de los días de salida con Marqui, quien se había pues-to de novio y mudado a la costa,

empezaron a trabajar los dos en un pro-yecto de Sandro. Era un libro con ilus-traciones hechas por un artista amigo, algunas ya estaban listas y se necesitaba alguien que hiciera toda la adaptación de tamaño y armado general. Además, faltaban un par de capítulos, un espacio que Esteban podría aprovechar con algo

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suyo. Quería alentarlo con delicadeza. Esteban aceptó lo primero ya que había cursado unas materias de diseño y tenía habilidad con el programa que se usaba, sobre lo otro dijo que estaba “por verse”. Empezaron a trabajar y Esteban resultó un excelente armador, rápido y eficien-te y cuando Sandro menos lo esperaba mandó algo escrito para los capítulos que seguían en blanco. Eran dos cuentos cortos que entraban en la historia como unidades independientes. Era genial co-mo Esteban había resuelto el cambio de estilo, todo. Las dos breves historias eran citadas por los personajes principales para explicar lo que les pasaba y hacer una especie de advertencia. Sandro se emocionó mucho al leerlos, les corrigió algún detalle gramatical y lo felicitó. Es-teban parecía conforme con todo lo que iba pasando:

Martes, 25 de Enero 01:00:12 a.m.Asunto: ***me siento bien, y la gente que me conoce en serio, me dijo que me ve muy bien, se ve que es como que renací o me desperté de algo que no estaba bueno. 0.50, no tengo mucho sueño pero tengo que descansar, por mi salud, tengo tanto que decir, como que nunca voy a termi-nar de decirte todo, una vez me dijiste que después de un tiempo de trabajar juntos aparecen otros aspectos de las personas y surgen los problemas…no sé que pensarás de mí en ese sentido, yo ya me he dado cuenta la clase de persona que sos, no me hace falta conocerte mucho más, creo.en todo caso que las historias que escribi-mos hablen por nosotros. un beso, un abrazo, te quiere,

Esteban

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GHANdI

Mientras volvían en colectivo cada uno a su casa, Sandro le comentó una vez a Esteban

que tenía intenciones de retomar con todo el ejercicio físico. Inesperadamen-te Esteban respondió “Tampoco quiero que seas como Madonna”. A Sandro se le aceleró el pulso. Esa apropiación, ese “no quiero que seas”, era como una declaración. A las personas que quería Esteban las trataba así, como parte de sus dominios. Pensó también, con cierta decepción, que jamás lograría ser como Madonna pero al menos se

lo podría poner como objetivo y, por qué no, arrimarse todo lo posible. Para eso iba a tener que combinar pesas con danza, algo así. Pero cuando Esteban le dijo: “lo que vos tenés que hacer es yoga y pilates”, no le gustó nada. Le pareció que se lo decía como conside-rándolo un viejo que se tiene cuidar y hacer ese tipo de ejercicios “más tran-quilos”. Y esto mismo, en un primer momento, lo empujó a proponerse una rutina muy estricta de ejercicios recios, y hasta pensó en hacer acrobacia pero después, a medida que el tiempo pa-saba y no hacía más que unas exten-siones de brazos en su casa de vez en cuando, el recuerdo de aquella conver-sación y los propósitos abandonados lo deprimían desalentándolo más y pensaba que lo mejor en todo caso se-ría hacer una huelga de hambre, que al mismo tiempo de adelgazar iba a fun-

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cionar como un acto de protesta. Había visto de nuevo la película Ghandi, eso había influido, y se emocionó mucho con la imagen de Gandhi, muy débil, caminando, sostenido por sus mujeres. Y también resultaría como un auto-castigo, algo que maltratara su cuerpo para expulsar ese deseo sin cauce.

ROSAS ROJAS

[…] no empalidecerá mi amor, hasta la muerte;

oh, rojo encendido, se te parecerá.

Karoline Von Günderrode

Se instaló la primavera por cuar-ta vez desde que se conocieron y Sandro le preguntó a Esteban si

no tenía ganas de acompañarlo al pue-blo de la provincia de Buenos Aires al que tenía que ir a dar una charla. Era relativamente cerca y como Sandro sa-bía que no iba a querer hacer nada sin ningún justificativo, inventó una ocu-pación para él y le encargó el anuncio del futuro libro del equipo de investi-

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gación para el final de la charla. Viaja-ron en un auto con chofer que manda-ron de la Intendencia del pueblo. A la ida, Esteban se quejaba del reflejo bri-llante que producía el sol de octubre en la ruta. Sandro sentía que todo era per-fecto, eran las cuatro de la tarde y esta-ba fresco y soleado. La plaza del pue-blo tenía los rosales florecidos. Esteban dijo que él viviría en un pueblo como ese, que le gustaba que fuera tan chico y tranquilo y que estuviera todo lim-pio y ordenado. Sandro le sacó fotos entre las rosas rojas y frente a la iglesia. Todo salió fuera de foco. La gente ha-bía sido muy amable y los despidieron con tortas caseras y bebidas para todos en medio de la calle. Emprendieron el regreso cayendo la noche. Bajó más la temperatura, el chofer encendió la ca-lefacción y se sentaron más cerca uno del otro, el cielo estaba lleno de estre-

llas, cruzaron el campo por un camino de tierra. Sandro no pudo resistirse y tomó una mano de Esteban entre las suyas, la examinó, y como Esteban lo dejaba hacer, también le acarició el bra-zo. Esteban echó la cabeza hacia atrás y la apoyó sobre el respaldo del auto, se miraron en la penumbra, era una si-tuación para besarse pero no sucedió eso, llegaron a la Capital y en el cruce de dos avenidas apenas se alcanzaron a despedir porque Esteban se bajó co-rriendo para alcanzar su colectivo en la parada. No se quería retrasar, todas las noches la madre lo esperaba con la cena. “Mi única comida como la gen-te”, decía Esteban, mientras le manda-ba el infaltable mensaje con el cálculo de hora de llegada. Sandro también empezó a recibir su mensaje todas las noches: “Me duermo, besos”.

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NIEVE

Si no querés que muera, Por qué decís entonces que me vas a matar?

–Creés demasiado en las palabras. Beatriz Vignoli

Una lectura en una ciudad del sur sumergió a Sandro en un viaje solitario y silencioso en

medio del invierno. Cuando lo invita-ron se alegró, hacía tiempo que tenía ganas de ir, pero el día que tuvo que tomar el avión tuvo que luchar con-tra una melancolía a la que no quería darle lugar. Un pequeño grupo de per-sonas desembarcó rápido y con el can-sancio propio de los que cumplen una rutina. En el hotel todavía estaban sir-viendo el desayuno. La mayoría eran

hombres solos vestidos de traje. Una sola familia con un bebé que lloraba y dos parejas le parecieron pocos para la temporada alta, después se dio cuenta de que los esquiadores habían salido para el cerro mucho más temprano. Quiso aprovechar la mañana así que después de un par de cafés y unas tos-tadas llevó al correo unas postales que compró en un kiosco del centro y subió por una calle hasta ver la ciudad desde lo más alto que pudo llegar, más allá el camino se volvía un sendero que se in-ternaba en un barrio irregular y apre-tado. Antes de bajar se sacó una foto en la que se veían su cabeza, la bajada y algunos techos. La ansiedad le hacía sentir que sus pasos eran pesados y sin sentido como una coreografía pensa-da por otro, tenía que esforzarse para poder vivir cada momento, sentía que miraba sin ver nada o como si ya cono-

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ciera demasiado todo aunque no había estado antes en ese lugar. después de caminar otro rato volvió al hotel don-de ya estaba arreglado que almorzaría solo, el organizador estaba muy en-fermo así que lo recibió cuando bajó del avión, lo llevó al hotel, le explicó dónde era la charla y desapareció dis-culpándose. El almuerzo era algo inco-loro y desabrido. El salón era enorme y estaba vacío, era temprano todavía. dejó casi todo. El mozo le preguntó si no estaba con hambre, a lo que contes-tó que la porción era demasiado abun-dante. La habitación tenía una cama de dos plazas. Había pedido que lo cam-biaran porque primero lo mandaron a una habitación chiquita con una vista interna deprimente y con mucho olor a humedad. Lo destinaron entonces a otra más grande, con vista al frente y bien calefaccionada por lo que pudo

desvestirse cómodamente y deslizarse dentro de la cama con la intención de descansar, pero la excitación y el sueño le produjeron una especie de congoja, entonces quiso prender la tele pero el control no andaba. Se preparó un baño de inmersión para ver si eso lo relaja-ba pero al salir ya era tarde para dor-mir así que decidió irse a tomar el té con alguna rica torta a una confitería. Tenía tiempo y no había tocado el di-nero de los viáticos. Era la hora en la que los turistas empezaban a volver de las pistas de esquí a los hoteles. Ahí es-taban, ajenos al paisaje, a la gente del lugar, bajando de sus autos alquilados con sus ropas de abrigo caras, agota-dos, hambrientos, con los tonos de voz también ajenos. Los miraba desde la confitería comiendo una porción de torta que no era nada especial. En una maniobra recuperatoria reconstruyó

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el sabor de la frambuesa, la crema y el bizcochuelo de tortas mejores y lo su-perpuso sobre esa realidad mediocre. “Alguna vez vamos a tomar té con tor-ta en el sur, juntos”, le escribía mien-tras tanto Esteban en mensajes que le llegaban uno detrás de otro y Sandro trataba de controlar la angustia –como tantas otras veces cuando estaban lejos y mensajes como esos llegaban como dardos–, mientras hojeaba el diario de la región donde la noticia principal era la intensa nevada de las últimas horas. La nieve se fue ensuciando en las calles y las veredas se volvieron resbalosas, hasta que llegó la hora de la charla. Habló y contestó las preguntas como si estuviera programado, no conseguía conectar con nada del todo pero nadie pareció darse cuenta, aplaudieron y se acercaron a felicitarlo. Tomó un taxi hasta la terminal, se acercó a retirar los

pasajes a la ventanilla pero no figuraba entre los pasajeros de la empresa que le habían indicado. Finalmente el asunto se arregló solo después de una zozobra real muy profunda que logró distraer-lo de lo otro, de lo único que le pasaba todo el tiempo: creer que todo sería mejor con Esteban al lado y saber que tenerlo al lado era sentirse rechazado o aceptado solamente como adorador incondicional sin reciprocidad alguna. Pensó que ojalá le pasaran más cosas como esas, preocupaciones reales y concretas, que le hicieran cambiar de pensamientos. Casi al instante sintió miedo de haber pensado algo así, a ver si eran oídas sus estúpidas plegarias y le empezaban a pasar cosas malas, desgracias inesperadas. Subió al mi-cro, tomaron la ruta y en las grandes extensiones de nieve se podían ver las huellas del viento como zarpazos. Cru-

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zaron ríos congelados. Aparecieron unas enormes torres de electricidad. El sol radiante reverberaba en el brillo de sal de los cristales y desaparecía en su opacidad de azúcar impalpable cuan-do la luz cambiaba de golpe. desiertos nevados, espolvoreadas lomas suaves. Era como ir en medio de los postres gigantes de una repostería vasta e in-accesible.

Sandro iba en la cápsula del micro, hostigado por un audio equivocado para semejantes visiones: el volumen demasiado alto de una película de aventuras; pero no podía hacer nada, los pasajeros estaban como secuestra-dos por los hombres de la cabina, sin opción de rechazar nada de lo que les dieran o les impusieran. El resto de los pasajeros, ¿lo sufriría igual que él? Es posible que prefirieran mirar lo que sucedía en la pantalla si ese paisaje era

lo habitual para ellos. Sandro pensó que él nunca se cansaría de mirar para afuera, aunque hiciera ese camino to-dos los días. Al doblar en una curva pronunciada tres hombres a caballo saludaron de lejos al conductor con los brazos en alto. Rebenques, ponchos y sombreros. Las patas de los animales enterradas hasta la mitad se esforza-ban por dar el paso siguiente levantan-do copitos secos. Sandro iba inmovili-zado, con la frente contra el vidrio para evitar el reflejo y escaparse del adentro en el afuera, imaginando como los me-tros de nieve asordinaban la atmósfe-ra. En algunos tramos el asfalto tenía una capa de hielo y eso provocaba cier-ta tensión entre los pasajeros que deja-ban de mirar la película un rato y no respiraban, oteando la ruta. de pronto, la marcha aminoró y el camino se hun-dió a los pocos metros en una cortina

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incierta, blanca, gris, la nada. Anotó en su libreta: “Me disuelvo como sal en un mar privado con una voracidad de entrega que no quiere nada a cambio”.

Los mensajes que le llegaban de Es-teban siempre eran amorosos y crue-les, había llegado a decirle más de una vez “Si estuvieras conmigo…” y le enumeraba cosas, le hacía desear lo que no iba a poder darle nunca. Que le llevaría el desayuno a la cama, que nunca lo dejaría trabajar de más, que le compraría ropa… No eran promesas, era un juego desalmado que consistía en contarle lo que tenía para ofrecer a otro, no a él. Le gustaba igual que le dijera esas cosas, al menos tenían lu-gar en el ámbito de las palabras escri-tas. Un verano, por ejemplo, le escribió que lo llevaría en el caño de la bicicle-ta. ¿Qué bicicleta? ¿Cuándo? ¿dónde? Entendía que era una estampa impo-

sible. ¡Sandro tenía tantas de esas! Igual de improbables o más. También le había dicho, ese mismo verano, que lo iba a matar, por amor. Se lo dijo por escrito, Sandro se quedó mirando la pantalla estremecido. No fue nada más que un dicho, algo parecido a un chis-te. Tardó en reaccionar, soltó una risa de reacción física, como si le hicieran cosquillas estando atado. Ese era el tipo de cosas que Sandro tomaba como sustitutos de expresiones de amor.

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PRESENTACION

Por fin el libro con las ilustraciones que habían hecho juntos estuvo listo. Corría la quinta primavera

desde que se conocieron. Era la primera vez que Esteban publicaba algo y San-dro estaba contento por eso. Apenas lle-garon los libros a su casa, desenfundó el primero y le mandó un mensaje. “Me alegro por vos”, fue la respuesta que recibió. Esteban se ponía al margen del resultado, sin que Sandro entendiera por qué. después le criticaría decenas de detalles, nunca le habían gustado las ilustraciones ni como salieron impresas,

aborrecía el diseño final y le caía mal la gente de la editorial. Esto dio lugar a un intercambio áspero y prolongado de mensajes que derivó en cancelar la pre-sentación del día siguiente donde am-bos iban a estar. Era en un centro cultu-ral del barrio de Esteban y el encargado de programar las actividades era uno de sus mejores amigos. Fue una idea de Sandro hacerla en ese barrio para que pudiera ir su familia y su gente –se su-ponía que irían la madre, la hermana y su novio, el tío y los primos–. “Llamá y suspendé vos, yo no voy a hacer nada”, dijo Sandro y agregó que directamente no iría y que se cayera el mundo, que no le importaba. Urgido por la respon-sabilidad con el lugar, Esteban hizo lo que muy pocas veces hacía, llamó a Sandro para hablar, y después de una larga charla decidieron calmar los áni-mos y hacer lo planeado.

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El pequeño lugar se llenó de gente, hubo aplausos y después de la lectu-ra firmaron ejemplares. Un escritor amigo se refirió a ellos como “un dúo en conflicto permanente”. Había sido un día agotador para los dos. Al final, mientras guardaban los libros sobran-tes, se quedaron un momento a solas en la oficina del centro cultural mien-tras quedaban unos pocos hablando en el patio. Esteban tenía dolor de cabeza como casi siempre. Sandro empezó a provocarlo, le decía que a lo mejor les vendría bien agarrarse a trompadas para liberar las tensiones acumuladas. Esteban lo miraba serio, apoyado en uno de los escritorios, manteniendo los brazos cruzados, preguntándose adónde quería el otro llegar. Sandro lo empezó a empujar, Sandro se man-tenía en el lugar, poniendo rígidos los músculos hasta que le pegó una piña

más fuerte, entonces Esteban reaccionó y lo inmovilizó torciéndole el brazo, lo atrajo hacia sí y lo besó. Sandro estaba sorprendido, no lo esperaba, sintió los labios del otro de repente sobre los su-yos, eran suaves como los había ima-ginado y los ojos tan conocidos mirán-dolo de cerca le parecieron los de un pájaro. desde el interior del cuerpo as-cendía un hálito ligeramente ácido que Sandro atribuyó a las horas sin comer. En cualquier momento podía entrar alguien pero nadie lo hizo. Cuando se separaron golpearon la puerta, era un chico que venía a pedir una firma en el libro que había comprado para un amigo. Sandro lo hizo pasar y le firmaron ambos. El muchacho estaba en auto y se ofreció a llevar a Sandro hasta su casa. Era tarde y estaba lejos, Esteban lo miró y le dijo: “Andá”, dán-dole a entender que la noche se termi-

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naba ahí, por el bien de los dos, así que aceptó el ofrecimiento, pero quedaron demasiadas cosas por decir. Estaban estremecidos de la cabeza a los pies y así se tuvieron que despedir.

En la semana se encontraron en el microcentro, en la plaza interna de un convento donde funcionaba un mu-seo. Estuvieron sentados en un banco de piedra del jardín hasta que alguien vino a decir que ya cerraban. Se levan-tó viento, el cielo se veía entre las copas de los árboles que empezaban a brotar y sonaron las campanas de algunas de las tantas iglesias antiguas del centro. Esteban le contó a Sandro que en ese mismo lugar había estado una vez con Laura y que los habían termina-do echando porque se estaban besan-do. Sandro sintió una ráfaga de celos perforándole el estómago, creyó que lo había citado en un lugar especial, des-

conocido para el otro. El nunca había estado en ese lugar con nadie más, y las últimas veces que había pasado, desde que lo conocía, solo había pen-sado en volver alguna vez con él. Ca-minaron por las calles del microcentro, Esteban agarraba firmemente a Sandro por el cuello con una mano, sus dedos eran tan largos que casi podía cerrarla si apretaba más fuerte. Fueron a un bar y tomaron algo caliente, la primavera todavía era demasiado fresca. Esteban sacó la cartuchera que siempre llevaba e hizo un dibujo en su libreta para re-cordar ese momento de besos nuevos. Esteban se burlaba de él, le decía que los marcadores eran cosa de chicos y parecía no entender el momento de di-bujo. A Esteban le pareció que una de las veces que subió el mozo los miró con mala cara, escuchaban música con un auricular cada uno. Era la despe-

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dida porque Sandro se iba de viaje a Europa por varias semanas. Mientras estuvo afuera no dejaron ni un solo día de escribirse para decirse lo mucho que se extrañaban y qué lindo hubiera sido estar juntos allá. Esteban le había reprochado que no le avisara con más tiempo porque podría haberse sacado el pasaporte y no hubiera tenido pro-blemas en pagarse el viaje para ir con él. Cuando se volvieron a ver el calor ya se había instalado en Buenos Aires. Se encontraron para arreglar los de-talles del viaje al norte, programado hacía mucho, para llevar el libro y pre-sentarlo en la feria anual. El encuentro fue en la casa de Esteban. Esa tarde la abuela y la madre charlaban en la co-cina. Mientras tanto Esteban y Sandro se besaban en la habitación. Esteban le metió una mano adentro del pantalón preguntándole si podía bajar más. San-

dro no podía ni hablar. La pregunta era una extraña mezcla de respeto antiguo y de algo más que a Sandro le resulta-ba extraño y fascinante. Cuando San-dro volvía en el colectivo recibió un mensaje: “En Jujuy te mato”.

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NORTE

despegar fue emocionante, el comienzo de algo, era la pri-mera vez que Esteban viajaba

en avión y Sandro lo filmó subiendo y acomodándose en su asiento. Sandro cerró los ojos y se durmió como si al fin estuviera en paz. Pero al llegar se ente-raron que no iban a estar en el mismo hotel por un problema de organización, varios contingentes coincidieron ese fin de semana en la ciudad. El hotel de Esteban era de menor categoría que el de Sandro y Esteban estaba desencan-tado. Por suerte todo pudo arreglarse

consiguiendo que pusieran otra cama en la habitación de Sandro. Recupera-ron el entusiasmo. Sandro se había pre-parado y había hecho su valija como si se tratara de un viaje de luna de miel: el vestuario y hasta los productos para el baño, todo cuidadosamente elegido. Pensaba que sus cosas y sus modos serían vistos y juzgados por Esteban, muy estricto en cuestiones de olores, pelos, marcas, horas, temperaturas. La primera vez que estuvieron solos en la habitación, cada uno en su cama, se miraron un rato y se rieron hasta que Esteban abrió su cama y le hizo un gesto como si llamara a un perro gol-peando el colchón al lado suyo. Sandro no se hizo rogar, de un salto se insta-ló a su lado y se abrazaron, los dos en calzoncillos. Había algo fraternal en el abrazo, era un abrazo de dos amigos, se estrecharon con fuerza cuerpo con-

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tra cuerpo desde la punta de los pies, sintiendo los empeines, las rodillas, los muslos, las pelvis, los abdómenes, los pechos, y las cabezas entrelazadas, la de Sandro ahogándose un poco en la almohada. Sandro quiso besarle cada centímetro de piel. Notó que no había erección pero no le dio importancia, después de hacerle todo lo que pudo se acostó a su lado y se sacudió hasta acabar enseguida. Se quedaron dormi-dos en el sopor de la habitación y lo último que escuchó fue una queja de Esteban, tenía frío, le pedía que lo ta-para. Las campanas de la iglesia de al lado no dejaron de sonar cada media hora durante toda la noche.

Los dos días Esteban no hacía más que cumplir como un soldado acom-pañando a Sandro a todas partes y escuchando charlas que no le intere-saban. Tenía sus ideas sobre las polí-

ticas culturales. Opinaba que era un gasto innecesario llevar gente de todo el país hasta ese lugar, para qué, para un encuentro de ediciones indepen-dientes y autores, algo que no significa nada para un ciudadano común que es quien termina pagando todo eso. San-dro lo escuchaba atónito la última ma-ñana en el hotel, rodeados por las me-sas en las que desayunaban los otros escritores y editores. Esteban se daba cuenta lo poco que valoraba el trabajo artístico en general, o lo ignorante que era, o las dos cosas. Todos esos escri-tores y editores, desconocidos para él, eran invalidados de movida. Sandro se escuchó a sí mismo explicándole la im-portancia de ese tipo de encuentros y por qué era necesario contar con dine-ro estatal, que ni siquiera se pagaban honorarios, que no era tanto gasto en realidad. Se detuvo porque nada sona-

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ba convincente ante la indiferencia de Esteban que lo escuchaba como pre-guntando: “¿vos te creés lo que estás diciendo?” Sandro quiso pensar que era una cuestión ideológica, pero lo cierto es que Esteban no aprobaba esos “gastos innecesarios” desde la mirada más liberal y reaccionaria, no desde al-gún tipo de creencia en la independen-cia absoluta o en el anarquismo.

MATRIMONIO

Los siguientes encuentros sexua-les tuvieron a un Esteban más participativo. Sandro se imagi-

naba estar en el lugar del otro y trataba de hacer lo que sería lo más placentero del mundo, algo que nunca más nadie pudiera hacer tan bien como él para que Esteban no lo olvide cuando ya no estuvieran juntos, trabajaba para la posteridad. Tirado a su lado, un poco avergonzado por su entrega tan evi-dente y absoluta escuchó a Esteban decirle “Qué loco que estás”. La frase, como otras, lo arrancó de su éxtasis

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personal y a medida que la procesaba, más hiriente le resultaba, sintió que en ese estado de extrema vulnerabilidad era desubicado un comentario así, que excluye y desmonta cualquier compli-cidad. Se sintió solo en esa casa ajena, con esa gente, metido en medio de esa pareja de madre e hijo. Cuando se lo reprochó, Esteban le contestó, cómo solía suceder: “estás equivocado”, ar-gumentando que solo era una expre-sión más, que exageraba. Sandro tuvo que admitir que tal vez había drama-tizado. Afuera llovía torrencialmente y las calles se inundaban muy rápido. Todo fue el mismo día. Sandro charla-ba más tarde con la madre de Esteban en la cocina, en una especie de conver-sación de sordos, porque tenían muy diferente sintonía, lo que incomodaba tremendamente a Esteban que no par-ticipaba en absoluto y los escuchaba

desde el cuarto con la puerta abierta. La madre hablaba de su manera de hacer las compras, decía que era muy “marquera”, que prefería no comprar-se una crema para la cara pero que, en la comida y en los productos para la casa, solo elegía primeras marcas y calidad. Se dio cuenta Sandro que ese olor que asociaba con Esteban como “su olor” era, en un ochenta por cien-to, el del jabón de “primera marca” con el que le lavaban la ropa. En eso estaba cuando la madre abrió la hela-dera y sacó un trozo de asado que ha-bía comprado con el precio pegado en el paquete, y cuando dijo: “esto, por ejemplo, es solamente para Esteban y yo” Sandro tuvo la fuerte impresión de que se estaba ante un matrimonio inseparable. Cuando Sandro iba a la casa de visita o a preparar un trabajo era la hora en que madre e hijo volvían

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de trabajar. Ella solía instalarse en la cocina a preparar galletitas o a hacer manualidades de las que Esteban pa-recía avergonzarse cuando insistía en mostrárselas a Sandro. Los fines de se-mana, al pasar por la puerta abierta de su cuarto, rumbo al de su hijo, Sandro había visto sus piernas delgadas, depi-ladas, sin várices ni celulitis, estiradas sobre la cama. Era apenas diez años más grande que él. Se preguntaba si tendría algún amante.

Empezó a ir seguido a lo de Esteban para preparar un pedido de subsidio para un proyecto internacional, algo con textos e ilustraciones otra vez, pero que reunía a escritores y artistas visua-les de muchas ciudades de América. Hacía mucho calor. Esteban mantenía cerrada la persiana que daba al patio del fondo y prendía la luz y el ventila-dor a todo lo que da, lo que le secaba los

ojos a Sandro y volaba los papeles de trabajo. Solían terminar en la cama, que era la cama de la infancia de Esteban, una camita pequeña a la que lo único que le faltaba eran sábanas infantiles, rodeada de estantes con colecciones de miniaturas de las que vienen de premio con las golosinas. Por pedido de San-dro, Esteban prendía el velador en vez de la luz deprimente del techo, y eso más el ventilador, más el abandono que sentía en esa cama, lo hacían quedarse dormido. Muchas veces aprovechaban el momento en que la madre se bañaba para hacer algo. Sandro escuchaba a la madre cantando en la ducha, cantaba muy bien, su canto se escuchaba per-fecto en la habitación, además Esteban abría un poco la puerta para cerciorarse de que ella estuviera en el baño ocupa-da, escuchando el sonido del agua y controlando que la voz no se detuviera.

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Esteban se había inscripto en el semi-nario con la idea de hacer algo. Hasta ese momento todo lo que escribía lo rompía, no lo terminaba o lo dejaba en el olvido. Leyó en alguna parte que Sandro, a quién conocía por uno de sus libros de cuentos que le había regalado Laura, daría clases esa segunda mitad del año y se anotó. Al poco tiempo de conocerse, le contó que tenía guarda-do unos cuantos recortes de diarios y revistas donde lo entrevistaban y que había presenciado una mesa de escri-tores donde Sandro habló en la feria del libro. A Sandro lo conmovió pen-sar que tal vez lo había visto sin saber quien era. Hacía un esfuerzo tratando de evocar la gente de ese día. Esteban le contó que hubo un momento en la vereda en el que estuvieron muy cerca uno del otro. Sandro hablaba con otras personas y no se atrevió a saludarlo.

Una tarde, Esteban bajó de la parte alta del placard una bolsa llena de diarios y le mostró la prueba. Era mucho más de lo que Sandro se imaginaba, era un verdadero seguimiento de sus apari-ciones en la prensa, pero no le prestó mucha atención, por modestia o pudor y no quiso seguir mirando, además ya conocía de memoria esas notas, esas fotos. ¿Quién había buscado a quién, entonces?, se preguntó Sandro. ¿Quién era el primer deseado? Justo entró la madre y atestiguó que Esteban guar-daba eso desde hacía mucho tiempo y que lo había recolectado con esmero.

A los pocos días Sandro salió de via-je, el viaje más largo que había hecho últimamente, por un trabajo en la Uni-versidad de Venezuela, en Caracas. Le había propuesto a Esteban que lo acompañase pero Esteban lo consideró una locura. Le dolió la reacción negati-

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va porque no la esperaba –“¿te saltó la térmica?” fue todo lo que obtuvo por respuesta–, y no le insistió ni una vez más.

Estando lejos, Sandro lo extrañó como nunca pero también agradeció que no viajara con él. El trabajo era ar-duo, muchas horas por día y los alum-nos eran adultos, jóvenes y niños de distintas clases sociales. Esteban hubie-ra estado perdido y habría visto “gas-tos inútiles” por todos lados, además de personas “sospechosas” en cada esquina y en cada rincón y Sandro no hubiera podido caminar por las calles tranquilo, comer en cualquier parte lo que se le antojara, charlar con cual-quiera, ni meterse en los barrios como lo hizo. de todas maneras no dejaron un solo día de escribirse y Esteban era cariñoso como nunca en los en los mails y en los mensajes que intercam-

biaban a lo largo del día. Al terminar el trabajo se encontrarían en Montevi-deo para un congreso editorial al que Sandro estaba invitado como todos los años. Esteban creyó que él también estaba invitado pero la verdad es que Sandro pagó el pasaje y la diferencia por alojamiento y comidas. No se lo dijo, Sandro se habría enojado mucho y no hubiera querido ir.

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MONTEVIdEO

Ya no me abrazarás nunca como esa noche, nunca. No volveré a tocarte. No te veré morir.

Idea Vilariño

Lo esperaba en la habitación con el televisor encendido. La señal era muy mala y se veía como si

estuviera codificado. El techo era muy alto y el baño estaba insertado como una cabina en la habitación. Una puer-ta que daba al cuarto de al lado estaba clausurada por una especie de ropero grande que después comprobaron que estaba cerrado con llave. También ha-bía una vieja heladera desconectada. Sandro estaba muy cargado porque ve-

nía de estar dos meses afuera. Alguien del hotel lo ayudó a subir todo por una angosta escalera. Cuando entró en la habitación tuvo que dejar primero las cosas y acomodarlas mínimamente an-tes de que pudieran saludarse. Al fin se abrazaron y Sandro sintió el cuerpo de Esteban apretado contra el suyo con el tamaño y la temperatura tal como lo recordaba y extrañaba. Besó su cuello. “Cómo te creció el pelo” fue lo primero que le dijo Esteban y le mostró la fra-zada de acrílico que cubría la cama con un estampado de alces, era el mismo que habían visto en la foto cuando el organizador del encuentro en Monte-video le aseguró a Sandro que le da-rían la mejor habitación. En todo el ho-tel había un olor extraño entre comida con curry y basura que le hizo acordar a Berlín y a Nueva York. Esteban se tiró en la cama del lado izquierdo, del

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lado de la ventana. Parecía contento. Sandro se tiró a su lado, acariciaron el peluche del cubrecama de alces. Es-teban se reía y cambiaba la voz como cuando se ablandaba. Sandro abrió la valija, se quiso cambiar, había poco tiempo, un auto pasaría a buscarlos enseguida para ir a la inauguración del Congreso. Le quería mostrar a Esteban la ropa que se había comprado en Ve-nezuela, pensando en él, claro. Quería tanto gustarle, solo a él, pero de pronto tuvo la certeza de que era imposible. Ya salían de la habitación cuando Es-teban le señaló el tercer botón de la ca-misa desabrochado, como un descuido desagradable y tampoco le gustó el cinturón que tenía puesto, “¿y esos nú-meros?”, le preguntó desaprobando, el cinturón tenía labrados unos números imperceptibles que Sandro no había visto bien, creyó que eran dibujos abs-

tractos. En el auto Esteban le miró las manos cuando le tocó la pierna, San-dro tenía las uñas arregladas de mani-cura, en ese momento, sobre la rodilla huesuda de Esteban el propio Sandro se las vio grotescas. ¿Está mal? le pre-guntó. Esteban hizo un mohín como de indiferencia.

después de las actividades de la jor-nada cenaron con todos y volvieron tarde al hotel. Se bañaron y se pusie-ron a ver una película que Esteban había llevado. Era una película fran-cesa, donde chicas muy jóvenes eran torturadas hasta quedar desfiguradas, les arrancaban la piel en un sótano. Le preguntó si le daba miedo. A San-dro no le daba miedo, ya había visto el año anterior una parecida, pero no le gustaba tampoco ver esas imágenes la noche del reencuentro. Hubiera pre-ferido charlar, besarse, drogarse, acari-

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ciarse, escuchar música, leerse cosas, cualquier cosa menos ver las caras de esfuerzo de las actrices representando el dolor intenso. Esteban ya la había visto y estaba muy interesado en que la vieran juntos. Quiso complacerlo. Había algo que lo halagaba. Esteban le comentó que la eligió entre otras que descartó por considerarlas demasiado “blandas”. No se acuerda Sandro si en un momento se cansó y le pidió que la apagara o si lo decidieron juntos, pero no la terminaron. Sin la compu-tadora, la oscuridad del cuarto apenas era cortada por la luz que entraba de la calle por la ventana. Esteban entró en un sueño profundo. Sandro esta-ba inquieto. La cena pesada se albo-rotaba en su estómago y las escenas violentas de la película reverberando en el fondo de sus ojos le impedían dormirse. El cuerpo casi desnudo de

Esteban a su lado, algo de frío en los pies, los típicos ruidos de sábado a la noche muy cerca, en la calle: gente que se reía, botellas que se golpeaban y se rompían, un saxo estridente, sinuoso y repetitivo, que era lo único que se distinguía de una música odiosa, todo lo perturbaba confusamente. Se sintió muy solo, abrazó a Esteban por la es-palda, respiraba como alguien dormi-do, lo llamó un par de veces pero no contestó. Sandro no sabía qué hacer, fue al baño, se lavó la cara, se vistió y quiso salir del cuarto, pero la puerta estaba cerrada con llave y la llave no estaba puesta. No vio en qué momen-to Esteban la había cerrado. Pero era la costumbre que tenía, cerrar con llave y sacar la llave de la cerradura “por se-guridad”. No quiso pedírsela para no tener que dar explicaciones de adónde iba. Hubiera salido al pasillo, cami-

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nado hasta la sala, tal vez se hubiese sentado en la computadora del hotel y se hubiese puesto a escribir mails o a ver algún video mientras fumaba con alguien que estuviera por ahí dando vueltas como él. Le parecía tan extra-ño estar con Esteban en la misma cama después de tanto tiempo de haberse extrañado mutuamente, haberse dicho por escrito tantas cosas amorosas y de pronto esa película y tener que dormir-se así, sin más. ¿Qué tenía que hacer? ¿Tomarlo o esperar que él lo hiciera cuando tuviera ganas, a lo mejor por la mañana? y si nunca lo hacía, ¿tenía que respetarlo? Le había pagado todo el viaje para tenerlo, para estar juntos. Era evidente que Esteban no sentía deseos. No servía de mucho seguir pensando por qué. Entonces volvió a la cama y se dejó llevar. Fue como ha-cerlo con un muerto porque mantuvo

los ojos cerrados todo el tiempo, ¿esta-ba dormido o no quería mirarlo?, no se movió mientras Sandro le lamió la es-palda. Le pareció sentir unos gemidos débiles, única señal de una respuesta de placer que fue suficiente para ex-citarlo más hasta no poder retenerse, casi sin tocarse. Siempre era mejor esa soledad con un cuerpo amado a la vis-ta, al alcance, que la ausencia comple-ta. Al menos no tenía que trabajar en la creación de una escena imaginaria que cada vez le costaba más sostener cuan-do la evocación nítida se le escapaba, se difuminaba y los elementos no se aglutinaban. Mientras se normalizaba el ritmo de su respiración, lo último que escuchó antes de dormirse fue la música del bar de abajo que se detenía de golpe. Horas más tarde, casi al ama-necer, se despertó, estaba excitado de nuevo, lo empezó a acariciar y como

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le pareció que estaba un poco frío, lo tapó. Tenía muchas ganas así que lo tomó con decisión sin que el otro opu-siera resistencia. Ya otras veces había pasado que estaba como dormido, a veces cruzaba un brazo sobre los ojos y decía que así se concentraba mejor. Sandro vio la imagen en el espejo, nun-ca la olvidaría. Hubiera querido estar así durante horas y que no terminara nunca ese momento, volvió a mirar el espejo y le pareció verse solo, la cara de Esteban se hundía en la almohada y la penumbra de la habitación, que em-pezaba a disiparse por sectores con las primeras luces, escondía a uno y reve-laba al otro. Se excitó más y acabó con un estertor tan placentero, el desaho-go que tanto necesitaba, que se sintió morir y le dijo: “mi amor, mi amor”, estremecido, y feliz como nunca antes se había sentido con él. Tenían unas

pocas horas para dormir antes de ir al aeropuerto. Se desmayó.

La alarma empezó a sonar, primero la de Esteban y después la de Sandro. Ahí estaba, desnudo a su lado, hermoso y pálido, la luz del amanecer se filtraba por las cortinas y lo iluminaba como si fuese una luna fría. Apagó las dos alar-mas. Con él se entregaría a cualquier cosa, podría soportar cualquier condi-ción. Lo amaba, era eso, solo el amor podía mantenerlo empecinado sin re-nunciar a pesar de sostener una rela-ción que sentía injusta, desigual. Llegó a pensar que si no era amor era algo realmente maligno, pero aún así, iría hasta el final, costase lo que costase. Lo demás fue un vértigo artificial, una caída detenida por falta de atmósfera: romper a patadas la puerta para salir de la habitación, las palabras elegidas para pedir ayuda, la sirena de la am-

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bulancia que se llevó el cuerpo, los in-terrogatorios, los papeles, la embajada, el argentino y su muerte súbita, anun-ciada en los diarios de las dos orillas. El llanto sin fin había comenzado.

ACERCA dE MÍ

Nací en Mar del Plata la víspera de la navidad del 65. Soy hija única. A los 5 mi familia se fue

a vivir a Bariloche y a los 11 nos mu-damos a Buenos Aires. desde siempre canto las canciones que hago. durante diez años mi primera banda de rock fue Suárez, durante otros diez tuve bandas como solista y ahora tengo una banda nueva, que se llama Sué Mon Mont. Grabé discos con todas las can-ciones y las bandas. Actúo de vez en cuando en películas. Siempre escribo.

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ARTE dE TAPA

Diego AtuchaSin título (de la serie “Pelusas”). Escaneo. 100 x 140 cms. 2012.

Nací el 8 de marzo de 1985 en Buenos Aires, Argentina. Es-tudié arte en la Escuela de

Proyectos con Horacio Zabala y Au-gusto Zanela. En 2012 formé parte de proyecto PAC, donde tuve clínica de obra con Carlos Herrera, Eduardo Stu-pía, Rodrigo Alonso, Gabriel Valansi y Andres Waissman. En 2013 fui selec-cionado para participar del programa de artistas de la Universidad Torcuato di Tella. Ese año también hice clínica

de obra con Alberto Goldenstein. Mos-tré mi trabajo en Zavaleta Lab, Arte x Arte, Cecilia Caballero, Gachi Prieto, Universiad Torcuato di Tella, UAdE y La Fábrica entre otros lugares. Además sé silbar, pero no chiflar, y cada día es-toy más cerca de hacer un paro de ca-beza sin la ayuda de la pared.

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Que los árboles muertos en este papel

vuelvan a crecer árbolescuando mujeres y hombres

hayan saciado su sed de conocimiento.

Se terminó de imprimir enTecno Offset, José Joaquín Araujo 3293, CABA,

en abril de 2014.

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