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CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ

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Y ensayos sobre este texto legal

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Marco Antonio Aguilar CortésSecretario de Cultura

Paula Cristina Silva TorresSecretaria Técnica

María Catalina Patricia Díaz VegaDelegada Administrativa

Raúl Olmos TorresDirector de Promoción y Fomento Cultural

Argelia Martínez GutiérrezDirectora de Vinculación e Integración Cultural

Eréndira Herrejón RenteríaDirector de Formación y Educación

Jaime Bravo DéctorDirector de Producción Artística y Desarrollo Cultural

Héctor García MorenoDirector de Patrimonio, Protección y Conservación

de Monumentos y Sitios Históricos

Miguel Salmon Del RealDirector Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán

Héctor Borges PalaciosJefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura

Bismarck Izquierdo RodríguezSecretario Particular

Gobierno del Estado de Michoacán de Ocampo

Salvador Jara GuerreroGobernador de Michoacán

Alfonso Jesús Martínez AlcázarPresidente de la Mesa Directiva del Congreso del Estado de Michoacán

Juan Antonio Magaña de la MoraMagistrado Presidente del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de

Michoacán

Consejo Nacional Para la Cultura y las Artes

Rafael Tovar y de TeresaPresidente

Saúl Juárez VegaSecretario Cultural y Artístico

Francisco Cornejo RodríguezSecretario Ejecutivo

Ricardo Cayuela GallyDirector General de Publicaciones

Mario Antonio Vera CrestaniDirector de Vinculación Cultural

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Gobierno del Estado de Michoacán

Secretaría de Cultura

CONSTITUCIÓN

DE

CÁDIZ

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Constitución de Cádizy ensayos sobre este texto legal

Primera edición, 2014

dr © Secretaría de Cultura de Michoacán

Secretaría de Cultura de MichoacánIsidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,C.P. 58020, Morelia, MichoacánTels. (443) 322-89-00 www.cultura.michoacan.gob.mx

Coordinación editorial:Marco Antonio Aguilar Cortés

y José Herrera Peña

En portada:Pintura de Salvador Viniegra

Fotografía de Francisco Ramos Quiroz

Diseño editorial y formación:Jorge Arriola Padilla

ISBN:978-607-8201-69-3Impreso y hecho en México

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ÍndiCe

Presentación 9Fausto Vallejo Figueroa

Conceptos preliminares 11Marco antonio aguilar cortés

constitución de cádiz 14FotograFía en alta resolución de su texto original

La Constitución de Cádiz 129juan Manuel lópez ulla

Ipseidad jurídica en el engranaje histórico 149Marco antonio aguilar cortés

Carlos Marx y la Constitución de Cádiz 169ádáM anderle

La Constitución gaditana en Cuba: 1812-1823 183sergio guerra Vilaboy

La aplicación de la Constitución en México 199josé Herrera peña

La defensa de la Constitución de Cádiz y su recepciónen el constitucionalismo michoacano 243Francisco raMos Quiroz

Aniversarios, conmemoraciones, relecturas y olvidos:los bicentenarios y sus polémicas 279alberto gullón abao y Manuel andrés garcía

Índice de imágenes 318

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Presentación

Ha sido posible la edición de este libro gracias al es-fuerzo de quienes en él han intervenido. Sus nom-bres quedan registrados en la literalidad de la obra;

empero, CONACULTA ha tenido una gran solidaridad con nuestra política y empeño editorial, por lo que deseo reconocer en estas primeras líneas el valioso apoyo del Presidente de ese Consejo, licenciado Rafael Tovar y de Teresa, talentoso intelec-tual de sensible espíritu de servicio.

En el año 2012 se cumplió el bicentenario de la llamada Constitución de Cádiz, la que tuvo una especial influencia en los últimos tiempos de la Nueva España y en los primeros años de la vida independiente de México. Era necesario, por ende, con la visión de los estudiosos del siglo XXI, tanto mexicanos como españoles, reflexionar sobre aquellos hechos del 1812, en sus causas y en sus efectos.

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Hoy ponemos la obra en tus manos, estimado lector, señalando ante tu consideración que este libro forma parte de toda una serie de publicaciones motivadas por varios bicente-narios: el de los Elementos constitucionales de Ignacio Ló-pez Rayón, el de los Sentimientos de la Nación presentados por José María Morelos ante el Congreso de Anáhuac, el de la Constitución de Apatzingán, y el del Primer Supremo Tri-bunal de Justicia de la América Mexicana, que inició sus la-bores jurisdiccionales en Ario de Rosales, Michoacán.

Todas esas obras jurídico políticas tienen vasos comu-nicantes que es necesario reconocer y estudiarlos para com-prender mejor nuestro pasado, trabajar con mayor eficacia en nuestro presente, y construir un superior futuro para todos.

Satisfechos con nuestro trabajo editorial, he dado ins-trucciones para que lo sigamos perfeccionando, en bien del ni-vel cultural de todos los michoacanos.

Adelante en tu lectura.

FAUSTO VALLEJO FIGUEROA*

Gobernador Constitucionaldel Estado de Michoacán

* Michoacán es un Estado de instituciones. La edición de este libro fue iniciada durante la gobernatura de Fausto Vallejo Figueroa, y se concluyó dentro del ejercicio gubernativo de Salvador Jara Guerrero. Los michoacanos honramos el valor de las instituciones.

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Conceptos preliminares

Marco Antonio Aguilar Cortés

La producción artística de Francisco Goya (1746-1828) es, sin titubeos, la mejor historia plástica de la España y los españoles en los tiempos de Carlos IV, Fernando

VII, y los invasores franceses representados por Napoleón Bo-naparte y su hermano José I; éste, convertido en Rey de España por la fuerza de las armas invasoras.

Mientras Goya pinta por encargo, en sus inicios esté-ticos, sus cuadros son alegres, luminosos, y de sus pinceles se desprende la alegría de la luz y el color en las majas, en los aristócratas, los espectáculos, y en los paisajes.

Después, cuando decide pintar en pleno ejercicio de su libertad, sus obras reflejan enfermedad, guerra, violencia, an-tropofagia, fusilamientos, incendios, naufragios, asaltos, ahor-cados, vejez y muerte.

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En el inicio de esa última etapa, Goya tiene dos obras de maravilla: Corral de locos; e, Incendio, un fuego en la noche. Las dos son óleo sobre cinc. La primera se encuentra en Mea-dows Museum, en Dallas, Texas, mientras que la segunda se ubica en el acervo del Banco de Inversión-Agepasa, en Madrid.

Mi observación es que el corral de los locos puede re-presentar claramente a la aristocracia española de ese tiempo goyesco; en tanto que el incendio, un fuego en la noche, refleja los efectos sobre el pueblo de aquel confuso enredo tan lleno de sangre como de fuego.

En la primera de las pinturas destacan las gruesas pa-redes de un castillo que sirven de albergue a más de una de-cena de aristócratas en posiciones de todo tipo; sin embargo, desnudos y semidesnudos se aprecian por la falta de techo en la fortaleza palaciega, y todos acorralados en su propia locura tienen movimientos y gestos poco edificantes. Esta guarida de desequilibrados trasciende a sus propios ciclos.

En la segunda pintura citada, un arremolinado pueblo con humano dolor cuida de sus heridos y sus muertos; con todo decoro se conduelen y se abrazan en el centro de un enmarque nocturno que está siendo perforado por un incendio que no los quema, sino los ilumina, dando un toque de belleza y eternidad.

Evoco estas pinturas porque en este libro sobre la Constitución de Cádiz pretendemos, por instrucciones del

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Gobernador Fausto Vallejo Figueroa, precisar los claroscuros de aquellas generaciones, de esas épocas y de esa constitución, y sus efectos en la colonia de la Nueva España y en el inicio de la vida independiente de México.

El grito español de “¡Viva la Constitución de Cádiz!” o, “¡Viva la pepa!”, no se configuró como eco en América; inclu-so, aunque se entienden sus ventajas, éstas fueron valoradas de manera retroactiva y a distancia.

Ahora, con motivo de su bicentenario ya ido desde hace dos años, hemos encontrado el lapso pertinente para rea-lizar una nueva y mejor estimación histórico jurídica de tal constitución, y el resultado, en libro, lo tienes en tus manos y ante tu vista.

¡Adelante!

Morelia, ciudad de la cultura y las artes.

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La Constitución de Cádiz

el 19 de marzo de 1812, 185 diputados proclamaron en Cádiz la primera Constitución española. El documento conocido como “Estatuto de Bayona”,

aprobado en 1808, además de ser una Carta Otorgada, fue un acto de imposición forzosa de los franceses a los españoles. No podemos considerarla por tanto una Constitución, o al menos una Constitución de la nación española.

No es necesario señalar que a pesar del nombre con que es conocida, el texto ni era de Cádiz ni de los gaditanos. Sin embargo, como sus calles vieron pasear a sus protagonistas y sus edificios fueron testigos mudos de aquellas discusiones que cambiarían la historia de España, a menudo nos referi-mos a ella adjetivándola con su gentilicio, como si la ciudad le hubiese impreso su carácter. Se suma de esta manera Cádiz a un grupo selecto y muy reducido de ciudades conocidas por la importancia de las Constituciones que en ellas se promulgaron:

juan Manuel lópez ulla*

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Filadelfia en los Estados Unidos de América (1787), Querétaro en México (1917) y Weimar en Alemania (1919).

Desde un punto de vista estrictamente jurídico vaya por delante que la Constitución de Cádiz fracasó en vida. Su vigencia no fue lo dilatada que el Preámbulo prometía y cuando lo hizo su existencia estuvo plagada de sobresaltos e interrupciones, pues rigió intermitentemente de 1812 a 1814, entre 1820 y 1823 y por último durante los años 1836 y 1837. No recordaremos ahora el origen de tantos cortacircuitos pero “el vivan las caenas” con que recibieron los absolutistas a su monarca en mayo de 1814 y el “Trágala” de quienes habían reclamado antes las libertades abolidas al grito de “viva la Pepa”, lo explica prácticamente todo. Fue el “sino” del siglo diecinueve español. En interpretación no excesivamente rigurosa pero sí suficientemente ilustrativa, nacieron entonces esas dos Es-pañas a las que cantara Antonio Machado, que la Constitución de 1978 no sin esfuerzo ha conseguido reunir.

El alfa y el omega de la teoría política es el problema del poder, nos recuerda Bobbio: cómo se conquista, cómo se conserva y cómo se pierde, cómo se ejercita, cómo se defiende y cómo nos defendemos de éste. Pero el mismo problema puede ser considerado desde dos puntos de vista distintos, o más bien opuestos: ex parte principis o ex parte populi. Maquiavelo o Rous-seau, por señalar dos símbolos; la teoría de la razón de Estado o la teoría de los derechos naturales y el constitucionalismo.

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La originalidad de la Constitución de Cádiz es que no modificó el estado de las cosas sino que fue más allá: creó una nueva realidad. Tan distinta que lo primero que hizo el Rey al volver de su cautiverio fue derogarla. Los principios que pro-clamaba y los derechos que reconocía terminaban con el Anti-guo Régimen para crear un edificio de nueva planta. La historia nos enseña que en buena medida esa voluntad quedó truncada pero que a la larga el esfuerzo no fue baldío. La fórmula política de la Constitución, las decisiones fundamentales que en ella se adoptaron, no fueron aceptadas ni por el monarca ni por los ab-solutistas pero sus predicados básicos con el tiempo terminaron imponiéndose. De ello somos testigos y herederos.

En Cádiz se sentaron las bases de una nueva forma de concebir el ejercicio del poder político. Los valores de los que partían sus autores hundían sus raíces en el iusnaturalismo ra-cionalista y los principios que en las condiciones más adversas se proclamaron abrieron no sin dificultad las puertas de la mo-dernidad. ¿Qué confiere a este documento la trascendencia que sin duda finalmente tuvo? ¿Qué ideas adquirieron en Cádiz carta de naturaleza constitucional por vez primera? ¿Qué re-percusión tuvo lo que se decidió en esta ciudad?

Nunca el liberalismo se expresó de una forma tan clara y contundente como en Cádiz se hizo. Los principios medulares de su filosofía política, la soberanía nacional y la división de

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poderes, establecieron las bases de un nuevo Régimen, un nuevo modelo de Estado que surge con el principal propósito de garantizar los derechos entonces considerados innatos a la persona. Cuando a esos postulados se les da carta de naturaleza jurídica nace el constitucionalismo, un movimiento que desde entonces siempre ha proclamado la libertad del ser humano.

Huelga decir que esta corriente no nace en Cádiz, pero Cádiz le dio un impulso inusitado. La proyección exterior de esta Constitución esta fuera de toda duda. Aprobada en el úl-timo rincón de un país asediado por la presión de un ejército invasor, fue sin embargo la que extendió su jurisdicción sobre los rincones más distantes del orbe: Asia, África, Europa y so-bre todo América la conocieron, al menos en teoría. Así se des-prende del artículo 10 de la Constitución: el territorio nacional se extiende por la península, sus islas y “las demás posesiones de África”, desde Canadá hasta la Patagonia, por las islas Fi-lipinas “y las que dependen de su gobierno”. Esto explica que el Título II conjugando el plural con el singular hablara “Del territorio de las Españas”.

Pero no sólo eso: amén de ser inmediatamente traducida y analizada por ingleses, franceses y alemanes esta Constitución llegó a regir en Italia cuando como tal aún no existía, a raíz del triunfo de la insurrección carbonaria en Nola, cerca de Nápoles, en julio de 1820, que obligó a Fernando I, rey de las

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Dos Sicilias, a jurar la Constitución española de 1812; la rebelión se extendió por toda la Península, consiguiendo en Piamonte, en marzo de 1821, imponer también la Constitución del Doce. Y en Oporto, en agosto de 1820, un pronunciamiento conseguiría instaurar en Portugal un régimen liberal que elaboraría en 1822 una Constitución según el modelo de la gaditana. Lo que se aprobó en el Oratorio de San Felipe Neri repercutió por tanto en cuatro de los cinco continentes. Ninguna Constitución llegó tan lejos como ésta.

Más aún: el documento que subrayara la soberanía y la independencia de la nación española, invadida por las tropas de la Francia napoleónica, sirvió al mismo tiempo para defender las aspiraciones independentistas de los territorios de ultramar, curiosa coincidencia. Las mismas ideas que inspiraron al código doceañista se utilizaron allende los mares para poner en marcha el proceso de emancipación. Si el artículo 2 de la Constitución gaditana proclamó la libertad y la independencia de la nación española subrayando que ésta no podía ser patrimonio de nin-guna familia ni persona, al objeto de deslegitimar la cesión de poderes que tuvo lugar en la ciudad francesa de Bayona y de reaccionar frente a la invasión napoleónica, éstos mismos prin-cipios fueron invocados por los libertadores americanos para separar sus territorios de la Corona. La historia constitucional iberoamericana, por tanto, no sólo nace con la española sino

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que paradójicamente la impulsó. Que la primera Constitución de México, la de Apatzingan de octubre de 1814, tomara como modelo la aprobada dos años antes en Cádiz, así lo manifiesta.

La Constitución de 1812 es muy extensa. Sus 384 ar-tículos regulan de manera sistemática la organización de los poderes fundamentales del Estado y, de manera dispersa, los derechos de los españoles. También contenía normas muy de-talladas sobre los mecanismos electorales, sobre el proceso de formación de las leyes, sobre la Administración de Justicia, y sobre la organización de Ayuntamientos y Diputaciones. Como se explica en el “Discurso preliminar” redactado por Agustín Argüelles, se pretendía que la Constitución fuese un sistema completo y bien ordenado.

El Texto es tributario de la filosofía liberal de la época. Una doctrina que hunde sus raíces al menos doscientos años antes. En primer lugar queremos recordar a Thomas Hobbes (1588-1679). Su obra es capital para la comprensión del Esta-do moderno1, y aunque la defensa del absolutismo monárquico constituye una parte muy superficial de su verdadera filosofía política (escrita sobre todo entre 1640 y 1651), en nuestra dis-ciplina recurrimos a él principalmente para señalarlo como uno de los teóricos del Antiguo Régimen.

1 Los elementos de la ley natural y política (1640), De cive (1642 y 1647) y Leviatán (1651).

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A juicio de Hobbes, la monarquía absoluta es la forma más estable de gobierno: con el propósito de evitar un estado permanente de guerra de todos contra todos (bellum omnium contra omnes), dada la natural condición egoísta del hombre (homo hominis lupus), advierte la necesidad de un gobierno que monopolice todo el poder en el seno de la comunidad política como fórmula idónea para garantizar la paz y la seguridad. Este poder soberano -supremo-, Hobbes lo residencia en manos del monarca ayudándose de la idea del contrato social, artificio co-nocido ya de antes al que recurre ahora cuidándose de excluir al gobernante de cualquier obligación2.

Desde entonces esta idea no se ha dejado de utilizar para legitimar el ejercicio del poder político. Pero mientras que para Hobbes este contrato era una figura alegórica que suponía para los imaginarios contrayentes la voluntaria aceptación de su condición de súbditos, renunciando a la libertad y a los de-rechos, o confiándolos a la voluntad del gobernante -que viene a ser lo mismo-, hoy la Constitución representa un contrato que el pueblo suscribe formalmente por escrito para garantizar

2 Hobbes describe este contrato como un pacto entre individuos por virtud del cual todos renuncian a tomarse la justicia por su mano y se someten a un soberano. Su fórmula es la siguiente: «Autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho a gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis al él vuestro derecho y autorizaréis todos sus actos de la misma manera (...). Esta es la generación de aquel gran Leviatán o más bien (...), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa» (Leviatán, cap. 17).

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igualmente la libertad y la seguridad pero a partir de una fór-mula radicalmente opuesta: el sometimiento de la autoridad a la Ley y al Derecho.

La teoría política más importante después de la de Hob-bes es la de John Locke (1632-1704), que abre con claridad las puertas de la filosofía política liberal. Sus postulados, expuestos sobre todo en sus Dos ensayos sobre el gobierno civil (1680), siguen hoy inspirando a nuestras constituciones: rechaza la legitimidad divina de los reyes, fundamenta en el consentimiento y la con-fianza de los gobernados el ejercicio del poder político, contribu-ye a la consagración teórica de los derechos humanos como lími-tes materiales que la dignidad humana impone al poder público y advierte que allí donde acaba la ley empieza la tiranía.

También Locke avanzó la idea de la separación de pode-res distinguiendo dos partes en el Estado, el Parlamento y el Rey, que se corresponden con dos funciones, la legislativa y la ejecu-tiva: el Poder legislativo emana del pueblo y tiene su representa-ción en el Parlamento y el Poder Ejecutivo queda delegado por el Parlamento en el Rey. Pero como el judicial lo residenciaba en una de las Cámaras del Parlamento, la de los Lores, es a Charles-Louis de Secondat, Barón de Montesquieu (1689-1755), a quien a menudo se le atribuye la paternidad de este principio, lo que no es del todo exacto, aunque sí lo sea que fue quien lo expresó con mayor contundencia en su obra más importante, Del espíritu

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de la leyes (1748): “Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pue-blo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre los particulares” (Libro XI, capítulo VI).

La división de poderes forma parte inexcusable de la arquitectura del Estado liberal de Derecho que, con transfor-maciones sucesivas, ha llegado hasta nuestros días, y que todavía hoy permite asegurar a los ciudadanos su libertad política. Sin el juego de las diversas reglas de la división de poderes no existe ni Estado de Derecho ni democracia. Se trata de un dogma del constitucionalismo: las tres funciones principales del Estado, la legislativa, la ejecutiva y la judicial deben estar atribuidas a órga-nos o poderes distintos, de manera que cada uno frene y limite a los otros en beneficio de la libertad individual. Esta doctri-na cristalizó en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional francesa el 26 de agosto de 1789, cuyo art. 16, quizá el precepto constitucional más conocido del mundo, reza de la siguiente manera: «Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de poderes establecida no tiene Constitución».

Esta corriente de pensamiento fluía por Cádiz poco después: las Cortes la proclamaron en el Decreto de 24 de sep-tiembre de 1810 y luego la recogieron en los artículos 15 a 17

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de la Constitución que atribuía la potestad de hacer las leyes a las Cortes con el Rey, la potestad ejecutiva al Rey y la potestad judicial a los Tribunales. La concentración del poder había pa-sado del monarca absoluto a la nación que los transmitía repar-tidos a los distintos órganos constitucionales. La decisión de que las Cortes fueran unicamerales se tomó con la intención de asegurar el éxito del proyecto, privando a los estamentos más adeptos al Antiguo Régimen (nobleza y clero) del instrumento idóneo para obstaculizar la renovación política, social y econó-mica que se pretendía operar: la Cámara Alta.

El principio de la soberanía nacional se convirtió en el valor político por excelencia de la Constitución. Las sesiones de 28 y 29 de agosto de 1811 en torno a la redacción del artícu-lo 3 fueron de las más intensas: “La soberanía reside esencial-mente en la Nación” sentenciaron las Cortes en aquel precepto, subrayando con el adverbio la idea de que la soberanía es un derecho inherente a la nación, una cualidad de la que no se puede desprender. A partir de esta declaración los poderes del monarca quedaron como nunca recortados y realistas y consti-tucionalistas para siempre enfrentados.

Con todo, sabido es que esta Constitución elaborada sin la participación del Rey en absoluto fue una Constitución contra el Monarca, por cuya libertad combatía la nación. En sus orígenes no fue una Constitución impuesta. Fueron

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las circunstancias históricas las que le dieron tal condición: primero cuando en 1820, después del levantamiento de Riego, Fernando VII se vio obligado a aceptarla y luego en 1836 tras el motín de La Granja cuando la Regente María Cristina de Borbón se vio obligada a restablecerla.

Cádiz también terminó con la sociedad estamental: las Cortes no estuvieron compuestas por estamentos ni era el Congreso una suma de representaciones territoriales o geo-gráficas. Los diputados institucionalizaban un colectivo más amplio, el conjunto de ciudadanos o la nación entera, ejer-ciendo sus funciones representativas con plenas facultades, esto es sin vinculación a mandato alguno. Hoy ésto se da por sentado pero por aquel entonces supuso una novedad de ex-traordinarias consecuencias.

Así es, en el Antiguo Régimen los diputados representaban a los estamentos -clero, nobleza, burguesía- a que pertenecían. Eran designados por ellos y quedaban obligados por las instrucciones que de ellos recibían, es decir estaban sujetos a un mandato imperativo que les convertía en meros portavoces de sus electores y representados. El representante únicamente podía operar dentro de los límites que el mandato le confería y que venían puntualmente establecidos en los “cuadernos de instrucciones”; hasta tal punto que se obligaba personalmente con sus propios bienes a reparar los perjuicios

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causados si sobrepasaban los límites del mandato, además de producirse, en ese caso, la revocación del mismo.

La revolución francesa disolvió los estamentos en el seno de la unidad de la nación. A partir de ese momento la representación ya no se construye sobre los esquemas jurídicos del derecho privado, propios de los contratos de comisión o de mandato, ni el representante opera sólo en nombre de los gru-pos o personas que lo eligen, ni el mandato se circunscribe a lo establecido en los cuadernos de instrucciones ni existe la figura de la revocación. Ya no habría ni mandatarios ni mandantes: los diputados representarían a la nación.

Aunque con anterioridad en Inglaterra, Blacksto-ne (1723-1780) y Burke (1729-1797) ya habían constatado la plena independencia del diputado, explicándola en función de la circunstancia de que los representantes no representaban sólo a sus electores sino a la totalidad del reino3, en Francia fue el concepto de soberanía nacional que formulara Siéyès (1748-1836) el que condujo al régimen representativo: la soberanía no recae en los sujetos que componen la colectividad aisladamente considerados, sino en la nación en su conjunto; como la nación es un ente abstracto que no puede decidir por sí misma y actúa a través de representantes, los representantes operarán libre-mente la voluntad de la nación.

3 BLACKSTONE, W.: Commentaries of the Laws of England, Londres, 1783.

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La Constitución de 1812 recoge este nuevo sentido de la representación en el artículo 27 al disponer que las Cortes son la reunión de todos los Diputados que representen a la Nación; y el artículo 100 dispone que a los Diputados electos de cada provincia se les otorgarían “poderes amplios a todos juntos y a cada uno de por sí para cumplir y desempeñar las augustas funciones de su encargo y para que con los demás Di-putados de Cortes, como representantes de la Nación española, puedan acordar y resolver cuanto entendieren conducente al bien general de ella”.

Se suele afirmar que el modelo democrático de Esta-do que hoy disfrutamos parte de las bases que estableciera la Constitución de 1812. No hay duda de que sin la nueva técnica del mandato representativo ello no hubiera sido posible. Pero hay que advertir que lo que hoy denominamos democracia re-presentativa tiene sus orígenes en un sistema de instituciones que en sus inicios no se consideraba forma de democracia o de gobierno del pueblo. Tanto es así que Madison y Siéyés, parti-darios de la representación a un lado y otro del Atlántico, no lo eran de la democracia:

Madison (1741-1836), uno de los padres de la Cons-titución norteamericana y cuarto presidente de los Estados Unidos, no justifica la representación por la imposibilidad de que todo el pueblo pueda intervenir en el proceso de

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toma de decisiones sino que considera la representación como un sistema político diferente y superior al gobierno por el pueblo. Para Madison el gobierno representativo es un sistema que «depura y amplía las opiniones del pueblo pasándolas por el filtro de un órgano electo de ciudadanos» cuya sabiduría discerniría mejor los verdaderos intereses del país.

Siéyès también recalca la enorme diferencia entre la democracia, en la que son los propios ciudadanos quienes ha-cen las leyes, y el sistema representativo de gobierno, en el que se confía el ejercicio del poder a representantes electos. Ahora bien, a diferencia de Madison, para Siéyès la superioridad del sistema representativo no estriba tanto en el hecho de que produzca decisiones menos parciales y menos apasionadas, sino en que constituye la forma de gobierno más apropiada para las condiciones de las «sociedades comerciales» moder-nas, en las que los individuos se ocupan ante todo de la pro-ducción y el intercambio económico, y no gozan ya de tanto tiempo libre como requiere la constante atención de los asun-tos públicos. En este sentido, Siéyès consideraba sobre todo la representación como la aplicación en el ámbito político de la división del trabajo. «El interés común, la mejora misma del estado de la sociedad clama que hagamos del gobierno una profesión especializada».

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Así pues, tanto para Siéyès como para Madison, el go-bierno representativo no es un tipo de democracia sino más bien una forma de gobierno diferente y preferible. Si bien hoy entendemos que un sistema de gobierno representativo es con-sustancial con la democracia, en el siglo XVIII no lo era4.

La Constitución gaditana no tiene un catálogo de dere-chos así calificado en un Título o Capítulo pero esto no significa que no lo tuviera o que fuera una Constitución meramente orgá-nica como lo fue en sus orígenes la Constitución nortemaericana de 1787. Los derechos se encuentran dispersos a lo largo de todo el articulado.

Como venimos recordando, el Documento bebe de la filosofía liberal, una doctrina que parte del origen preestatal de los derechos de las personas. Éstos no son fruto de ninguna concesión graciosa. El Estado los reconoce, no los otorga ni concede. Pertenecen a la persona porque derivan de su natura-leza, porque participan de su esencia de la misma manera que la soberanía se concibe como un derecho inherente a la nación. Por eso hay que garantizarlos.

Pero no sólo eso. Es la preservación de estos derechos lo que justifica la existencia misma del poder político: “La

4 Al respecto, DE VEGA, Pedro: “Significado constitucional de la representación política”, Revista de Estudios Políticos, núm. 44, 1985, pp. 25 a 43; Bernard MANIN, Los principios del gobierno representativo, Alianza, Madrid, 1998; HELD, David: Modelos de democracia, Alianza Universidad, Madrid, 1991.

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nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad, y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”, rezaba el artículo 4 de la Constitución; “el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad po-lítica no es otro que el bienestar de los individuos que la com-ponen”, sentenciaba el artículo 13. Estas proclamas recuerdan las realizadas poco antes en la Declaración de Virginia de 12 de junio de 1776, en la Declaración de Independencia nor-teamericana de 4 de julio del mismo año, o en la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789. Llegaba de esta manera a España y de su mano a todos los rincones del planeta señalados en el artículo 10, una forma inédita hasta entonces de concebir el ejercicio del poder político.

Entre los derechos reconocidos, y sin ánimo exhaustivo, encontramos el derecho de participación política de los ciudada-nos por medio del sufragio (su carácter censitario evidentemente privaba a este derecho del alcance que tiene en nuestros días), la abolición de la Inquisición, la prohibición de la tortura, el reco-nocimiento de la inviolabilidad del domicilio, el derecho a ser juzgado por el juez predeterminado por la ley, o la inamovilidad de jueces y magistrados.

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El artículo 259 creó al Tribunal Supremo que hoy conocemos, al que entre otras competencias se le atribuyó la facultad para “oír las dudas de los demás tribunales sobre la inteligen cia de alguna ley, y consultar sobre ellas al Rey con los funda mentos que hubiere, para que (éste) prom(oviera) la conveniente declaración (a) las Cortes”. Esto es, la prime-ra de nuestras constituciones al menos previó el problema de la constitucionalidad de las leyes. Lo hizo, desde luego, con escaso resultado pues el art. 372 residenció la actividad controladora en las Cortes, esto es en el órgano del que pro-cedían las normas objeto de control; y ya se sabe que el auto-control rara vez es efectivo. Valórese con todo que cuando la soberanía se residenciaba en el Parlamento, nuestra primera Carta ya se planteara la posibilidad de controlar la constitu-cionalidad de una Ley, una operación que en Europa sólo fue posible hasta 1920.

Abolida por el rey en mayo de 1814, la Constitución volvería a ser rescatada a raíz del pronunciamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan, población limítrofe con la provin-cia de Cádiz. En esta segunda etapa rigió desde 1820 a 1823, periodo conocido con el nombre del “trienio liberal”. Si hasta entonces la Constitución gaditana había sido motivo de aten-ción y simpatía, a partir de entonces el joven liberalismo euro-peo hizo de la Constitución española su inmediata referencia.

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Son muchos los autores que afirman que con toda propiedad el constitucionalismo liberal del siglo XIX comienza en Cádiz.

--------------------No puede dudarse sobre la importancia de la Consti-

tución de Cádiz como caja de resonancia de la filosofía política liberal, ejerciendo de paradigma especialmente en los procesos de emancipación iberoamericanos. Pero hay que reconocer que sus postulados no fueron originales, que el liberalismo no se inventó en Cádiz. Sus redactores bebieron de las ideas que des-de el siglo XVII se venían abriendo camino, y tomaron sobre todo como referencia los textos aprobados en Estados Unidos (1787) y Francia (1789/1791).

Al volver la mirada a Cádiz descubrimos que no po-cos de los principios de aquel joven liberalismo aún nos siguen iluminando y que algunas de sus ideas revolucionarias aún si-guen pendientes. Que los gobiernos son instituidos para servir al pueblo (art. 13)5, propósito ya señalado en la Declaración de Independencia norteamericana (4 de julio de 1776), no debe dejar de ser un objetivo irrenunciable.

Entre los españoles la Constitución no ha sido nunca un factor de unión sino más bien de discordia política. Pero de entre todas, la gaditana despertó mayor entusiasmo. El profesor

5 Artículo 13.- “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bien estar de los individuos que la componen”.

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Tomás y Valiente le atribuyó la “triple dimensión de origen, modelo y mito”, y es que, efectivamente, rompió con el Antiguo Régimen sentando las bases de una nueva forma de concebir la libertad.

* juan Manuel lópez ulla es Doctor en Derecho por la Universidad de Cádiz, España; Profesor Titular de Derecho Constitucional en dicha Universidad, Director del Centro Universitario de Estudios Superiores de Algeciras, Coordinador de la Red Iberoamericana de Estudios Jurídicos 1812 y autor de varios estudios monográficos, entre ellos, La cuestión de inconstitucionalidad en el Derecho español  (Marcial Pons, 2000),  Orígenes del control judicial de las leyes  (Tecnos, 1999),  Libertad de informar y derecho a expresarse  (Universidad de Cádiz, 1994), así como director de las siguientes obras: La justicia constitucional en Iberoamérica (Universidad de Cádiz, 2011) y Derechos humanos y orden constitucional en Iberoamérica (Civitas&Thomson-Reuters, 2011).

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ipseidad jurídica en el engranaje histórico

Por la vía de la física y de la matemática, el judío alemán Albert Einstein (1879-1955) abrió la Caja de Pandora para el mundo científico. Sus aportaciones repercutie-

ron en todo el amplio espectro de la vida humana.Independientemente del origen mitológico helénico que

conlleva la Caja de Pandora, hoy en día por esa expresión en-tendemos, cuando decimos que "abrió esa caja", la conducta de un ser humano al descubrir para todos los demás un algo que se encontraba encerrado y que, al liberarse, acarrea consecuencias de importancia y de largo alcance, a veces buenas.

Y es el caso que Einstein, quien postuló entre otras cosas de trascendencia la relatividad del espacio y del tiempo que condujo a la física cuántica tan llena de incertidumbre y de azar, se sintió con la responsabilidad de echar marcha atrás a la mitad de su vida, pasando de revolucionario a conservador dubitativo aun bajo el disfraz de inconformista, para asegurar

Marco antonio aguilar cortés

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en sus años postreros: "Algunos físicos, entre ellos yo mismo, no podemos creer que debamos aceptar la visión de que los sucesos de la naturaleza son análogos a un juego de azar", en su obra Los fundamentos de la teoría física.

Claro que Einstein tuvo antecesores que lo inspiraron, como Max Planck, (1858-1947) y sucesores que lo superaron como el danés Niels Bohr; (1885-1962) éste, al escuchar que Einstein afirmaba que "Dios no juega a los dados", le respon-dió: "¡Einstein, deje de decirle a Dios lo que tiene que hacer!; no nos corresponde a nosotros decirle a Dios cómo ha de go-bernar el mundo". (Actas del Congreso de Solvay de 1927)

El viejo Einstein postulaba la existencia de un mundo objetivo, sujeto a leyes, con causas y efectos, de tipo determinis-ta; por el contrario, Bohr adoptó las explicaciones del Einstein revolucionario, en el sentido de que "en el reino de la mecánica cuántica la naturaleza se rige por probabilidades e incertidum-bres, en donde un electrón expuesto a radiación salta o no en cualquier momento, con la dirección que parece dispuesta por sí mismo, sin responder a leyes preestablecidas..." (Carta de Einstein a Max Born, 29 de abril de 1924)

Si las dos posiciones anteriores, de tipo físico, las trasla-damos al mundo de los hechos históricos nos daremos cuenta de que no son antagónicas y que, por ende, no se excluyen entre sí, antes bien, se complementan.

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En una gran franja de los fenómenos históricos encon-tramos operantes de leyes de la causalidad, mientras en otras porciones de este fenómeno se observan presentes las incer-tidumbres y las probabilidades, al menos mientras no seamos capaces de encontrarles sus mecanismos de causas efectos. Y es que el hombre, querámoslo o no, forma parte de la naturaleza y, en esta dimensión, está sujeto a sus fenómenos.

Claro que en base a esos fenómenos naturales ha formu-lado leyes para explicarlos, y participar en su manejo y transfor-mación en la medida de sus posibilidades y desarrollos; al mis-mo tiempo que desenvuelve y posibilita sus fenómenos sociales en verdadera hazaña evolutiva, con su libertad, y la conciencia de que es libre dentro de su situación precisa y concreta.

Expresado lo anterior para tenerlo de paisaje y referen-cia genérica, describiré en escorzo, breve y sintético, hechos his-tóricos relacionados con la Constitución de Cádiz, como causas unos, y otros como efectos, en su orden, y en ese gran engranaje sociopolítico y legislativo que corresponde a la vida humana, en donde también se localizan elementos de la incertidumbre.

Comencemos.Eran las seis de la tarde del 14 de julio de 1789. El pue-

blo de París había descubierto en sí elementos insospechables, hasta conformar enorme muchedumbre. Cerca de 60,000 fran-ceses se agolpaban animados, de las orillas al centro de París.

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Gritaban, injuriaban, reían, lloraban, ebrios de triunfo. El sastre Quignon había clavado en una bayoneta el

reglamento de La Bastilla. Las llaves macizas de esta fortaleza eran arrojadas al aire, cayendo con la constancia dócil de un objeto sin vida sobre la piedra ensombrecida de las calles.

Al cortejo vencedor se sumaban, incrédulos aún, los únicos siete detenidos en la prisión asaltada: cuatro falsifica-dores, un homosexual, y dos locos. Y como máximo trofeo de la victoria, un zapatero maltrecho portaba orgulloso sobre una pica la cabeza sangrante, por golpes y cuchilladas, del gober-nador De Launay.

La Bastilla había sido tomada por el pueblo de Francia.A esa hora, el Rey Luis XVI, acobardado y débil mo-

narca que desbordaba sus condiciones personales, heredero de un absolutismo decadente, estaba dormitando en la recáma-ra real cuando el Duque Liancourt le comunicó los recientes acontecimientos.

"Entonces es un alzamiento", preguntó el Rey."No, Señor, es una revolución", contestó el informante.El anterior hecho histórico tuvo muchas causas, y no

pocas incertidumbres, las que para el efecto de este trabajo quedarán fuera de análisis.

Ese mismo hecho histórico tuvo infinidad de efectos. Algunos de ellos los señalaré de manera sintética:

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Esa revolución, la francesa, encabezada por la incipien-te burguesía, tuvo logros importantes y trascendentes, pero se enredó desde el inicio en sus propias contradicciones; impuso la libertad, la igualdad, y la fraternidad, para toda Francia y para todas sus posesiones, dando marcha atrás muy pronto, sobre todo en sus colonias, al darse cuenta de su demagógica impru-dencia: cortó la cabeza de Luis XVI y la de María Antonieta más de tres años y medio después de derrocarlos; estableció a los Estados Generales, para darle posteriormente el poder total al llamado Tercer Estado, formado por la burguesía, constitu-yéndole posteriormente en Asamblea Nacional en donde im-peró un asambleísmo retórico que produjo discursos llamativos e incendiarios, y en contrapartida generó graves afectaciones socioeconómicas y, en algunas partes de estas etapas, imperó el reinado del terror. A falta de aristócratas para seguir utilizando la guillotina empezaron a descabezarse los líderes revoluciona-rios entre sí. El gobierno tuvo que reorganizarse en un Directo-rio para convertirse en Juntas y después pasar al Proconsulado, y el 9 de noviembre de 1799 advino un golpe de estado que se denominó el 18 Brumario (ejemplo de otros 18 brumarios) para instalar el Consulado, con tres cónsules en donde el Pri-mer Cónsul fue el general Napoleón Bonaparte, y de aquí se pasó, en 1802, al Senadoconsulto vitalicio a favor del propio Napoleón, con derecho a nombrar su sucesor; empero, hasta el

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18 de mayo de 1804, (28 de floreal del año XII) el mismo Se-nadoconsulto se designa Emperador de Francia, auto coronán-dose el 2 de diciembre de ese mismo año en Notre Dame ante el Papa Pío VII, decretando previamente la extinción de la Pri-mera República y la constitución del Primer Imperio Francés.

Con ese advenimiento imperial se cierra un capítulo histórico de la Revolución Francesa, la que se inició en 1789 contra las casas reinantes productoras de aristócratas, y de reyes, terminando por crear su propio Rey de reyes en 1804, con una nueva y perteneciente casa reinante: la de los Bonaparte, pero sosteniendo los básicos valores burgueses de tipo constitucional.

Así que la Revolución Francesa nació, entre otras ra-zones, para destruir a las casas reinantes, aristócratas, reyes y emperadores; pero terminó creando una nueva casa reinante con nuevos aristócratas, nuevos reyes, y a su nuevo Emperador Napoleón Bonaparte.

Este último efecto de la Revolución Francesa va a ser una de las causas de la Constitución de Cádiz.

Veamos el porqué. Ese primer imperio francés y su emperador Napoleón I,

portaban la guerra dentro de su naturaleza. La revolución sir-vió de ensayo belicoso para sus proyectos imperiales, y la fuerza de ese imperio, en contrapartida, sirvió de medio difusor y po-linizador de ideas revolucionarias.

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La burguesía francesa triunfante con esa revolución, en el fondo, haciendo suya la representación popular, pero con ropaje de nueva aristocracia, deseaba tomar el poder en toda Europa, primero, y en todo el mundo después.

Y uno de los primeros países a encandilar fue España.Una de las injerencias iniciales del Emperador Napo-

león I en España fue imponerle una alianza. La Corona Espa-ñola, al igual que todas las naciones europeas, estuvo aterro-rizada desde el inicio de la Revolución Francesa. A partir de la toma de la Bastilla le entra un pavor a toda la aristocracia europea respecto a Francia; miedo que fue creciendo hasta lo-grar su máximo clímax con la presencia imponente y exitosa del Emperador Napoleón.

¿Quién podría negarle al Emperador Napoleón I, en ese entonces, la solicitud de un pacto amistoso?

Y eso fue lo que hizo desde 1804 el nuevo emperador: imponerle a España una alianza en contra del imperio inglés que eran superiores a los franceses en el mar, mientras éstos dominaban a aquéllos en la tierra.

Napoleón ideó una trampa para los británicos: dirigir la flota franco española hacia las colonias inglesas en la Antillas, para hacer que la armada inglesa, dirigida por el vicealmiran-te Horatio Nelson, se encaminara rumbo a América dejando abierto y despejado el Canal de la Mancha.

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Ese plan se echó a andar y, una vez puestos en mar-cha los dos contingentes enemigos, la flota comandada por el vicealmirante francés Pierre Villeneuve y el teniente general del mar Federico Gravina, estos aliados dieron vuelta con el ánimo de dirigirse a la Gran Bretaña, pero Nelson, con mayor velocidad y mejor técnica, viró también para atacarlos con dos columnas de sus barcos, los que como flechas atacaron a los aliados, venciéndoles con gran facilidad, pues los buques es-pañoles no estaban en condiciones para semejante combate, y gran parte de sus tripulantes eran ancianos, pordioseros, y gen-te inexperta para la guerra. Esa Batalla de Trafalgar, cerca de un cabo cercano a Cádiz, fue un episodio analizado por la historia, y ampliamente manejado por la literatura.

Así que esa alianza franco española tuvo su propio de-sarrollo; proceso en el que no entraré en detalles, pero desde ese momento, con actos prácticos, Napoleón I se apoderó de España. Primero permitiendo los reacomodos del poder de la Corona Española entre Carlos IV y su hijo Fernando VII y, segundo, manejándoles como marionetas en todo escenario.

Carlos IV (1748-1819), hijo de Carlos III (1716-1788) iniciador del despotismo ilustrado, no tuvo las cualidades polí-ticas y administrativas de su padre.

El apodo de Carlos III correspondía a una de sus ha-bilidades: "el político", le llamaba la gente. Desde pequeño se

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ejercitó en la administración, teniendo el don de mando en el ejercicio del poder. De espíritu reformista, fue un eficaz moder-nizador de España y sus colonias, entre ellas la Nueva España.

Con poder absoluto, expulsó a los jesuitas de todo su territorio real. Señalaba que "no es posible tolerar que siendo el clero el 2% de la población, tenga en propiedad la sexta parte de la riqueza de todos los territorios de la Corona Española".

Fue uno de los eficaces promotores externos de la inde-pendencia de las 13 colonias americanas respecto a la Corona Inglesa, participando a través de su representante en el Tratado de París, en donde se reconoce el nacimiento de los Estados Unidos de América.

Sus reformas educativas iban desde la "instrucción en oficios" hasta "un nuevo plan de estudios para la Universidad de Salamanca". En su escudo de armas se lee todavía: "Desde la salida del sol hasta el ocaso".

Pues bien, su hijo Carlos IV no tuvo esas agallas ni esa visión ni ese desempeño. Después de la muerte de su padre fue coronado, comenzando su mandato el 14 de diciembre de 1788. Siete meses más tarde estallaba la Revolución Francesa, la que fue un referente amenazador durante todo su reinado, y ante la cual siempre sintió una gran turbación.

Su falta de carácter y energía personal marcaron su vida y su reinado. La que mandaba en la alcoba y en el trono era su

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esposa: María Luisa de Parma; y ésta tuvo un preferido en el joven Manuel Godoy, a quien hizo primer ministro y, cierto o no, se le presuponía amasiato con la reina.

Antes de Godoy el cargo fue de Floridablanca, heren-cia de Carlos III. Después, durante algunos meses, el primer ministro fue el conde de Aranda, quien lo entrega a Manuel Godoy el 15 de noviembre de 1792, joven de 25 años a quien en una carrera meteórica lo llenan de nombramientos, títulos y honores, dando lugar a los maliciosos chismes de la corte que generaron desprestigio en la persona del Rey.

Las primeras decisiones formales de Carlos IV tuvie-ron intenciones reformistas, pero llevaban en contra equívocos en los procedimientos y tiempos de turbulencias, lo que afectó a la economía y produjo desbarajuste en la administración, al tiempo que la Revolución Francesa se exhibía como seductora alternativa a seguir.

Por miedo y falta de visión, Carlos IV, en un viraje de 180 grados, dio marcha atrás a su reformismo, sustituyéndolo por actitudes conservadoras y represivas.

Lo quisiera Carlos IV o no, lo deseara Godoy o no, la Revolución Francesa y Napoleón Bonaparte condicionaron en altísimo grado la política española.

Guillotinado Luis XVI por la revolución, las potencias europeas declararon la guerra a Francia. Y en esa Guerra de la

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Convención participó activamente España sin tener ninguna capacidad guerrera frente a Francia. Así que su derrota fue desas-trosa, teniendo que firmar el Tratado de Paz de Basilea en 1795, convirtiéndose en una ridícula aliada de la Revolución Francesa, y agudizando su tradicional enemistad con la Gran Bretaña.

La llegada al poder de Napoleón Bonaparte y su poste-rior coronación como emperador radicalizó la presencia fran-cesa en España; así que desde 1799 Napoleón mandaba en las tierras del Cid Campeador, y Carlos IV era una figura grotesca.

Por ello, después de la derrota en la Batalla de Trafalgar, Napoleón recurrió al bloqueo continental en contra de Gran Bretaña, lo que de alguna manera tuvo cierto éxito. Pero para España ocasionó una tremenda crisis económica, puesto que gastaba excesivamente en una guerra ajena, en donde las ga-nancias hacendarias eran para Francia.

Mientras, el pueblo español empezaba a resentir la cada vez mayor presencia de los soldados franceses en su territorio, con todas las consecuencias negativas que esto acarreaba. El entreguismo a Napoleón por parte del Rey y su primer minis-tro ya resultaba insoportable.

Todo eso motivó que a finales del año 1807 se des-cubriera la llamada conjura de El Escorial, formalmente en-cabezada por el príncipe Fernando con el fin de enjuiciar al ministro Godoy y derrocar a su padre como rey; pero era tan

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débil y tan cobarde, Fernando, que él mismo delató a todos los conjurados, mostrando su incapacidad para gobernar.

Esa falta de gobernabilidad en España dio lugar a que el emperador Napoleón Bonaparte tomara personalmente el poder en esa occidental península europea, e impusiera como Rey de España a su hermano José, nombrándole José I.

Manuel Godoy, ya con cierta experiencia política, vio venir la invasión napoleónica, por lo que aconsejó a la familia real abandonar España y dirigirse a la Nueva España para desde este lado del Océano Atlántico salvar algo de la digni-dad de la corona.

El miedo extremo paralizó a todos los miembros de esa familia real. El motín de Aranjuez, con la fuerza de un le-vantamiento popular, sorprendió al hacer prisionero al primer ministro Manuel Godoy, ante lo que el Rey Carlos IV aterro-rizado abdicó en favor de su hijo Fernando, quien desde ese momento toma el nombre de Rey Fernando VII.

El Emperador Napoleón viendo a la familia real española como un rebaño de tontos, los citó a todos en Bayona, Francia. Fernando VII, como un chiquillo tontuelo de 24 años, devuelve la corona y Carlos IV la cede al Emperador Bonaparte, no sin antes humillarse todos ante el francés poderoso. Lloriqueando, hincados, peleándose unos contra otros; no había duda, la familia real fue un enredo

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de personajes burlescos, sin dignidad y sin decoro. Ninguno de ellos merecía ser rey del pueblo español, pueblo que se insurreccionó en busca de su destino, huérfano de monarca, pero de gran valor y especial decoro.

María Luisa de Parma tuvo 14 hijos y 10 abortos, e in-finidad de enemigos, dentro de los cuales se encontraba uno de sus clérigos confesores, indiscreto y perverso, a quien es mejor no recordar ni de nombre.

Después de coronar a su hermano José I como Rey de España el 6 de junio de 1808, el Emperador Napoleón Bonaparte siguió su internacionalista tarea bélica de tipo re-volucionario. Tras su virtual partida de España, el pueblo es-pañol se insurreccionó, recibiendo el lógico apoyo de la Gran Bretaña, y optando por una lucha de guerrillas de bajos costos militares, pero de un gran desgaste militar y económico para el imperio francés.

Con mayores recursos el imperio francés promulga, después de un rápido proceso, la Constitución de Bayona el 8 de julio de 1808; en la que desde territorio francés se organi-zaba a España como una monarquía hereditaria con un eje de tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial para darle un toque moderno, instituyendo los derechos y libertades ciudadanos que la burguesía, como nueva clase, apreciaba y también, como algo novedoso y atrayente, disponía:

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"Título X DE LO REINOS Y PROVINCIAS ESPAÑOLAS DE AMÉRICA Y ASIA.- Artículo 87. Los reinos y provincias españolas de América... gozarán de los mismos derechos que la metrópoli... Artículo 91. Cada reino y provincia tendrá constantemente cerca del Gobierno diputados encargados de promover sus intereses y de ser sus representantes en las Cortes.- Artículo 92. Estos diputados serán en número de 22, a saber: Dos de Nueva España... Uno de Yucatán. Uno de Guadalajara. Uno de las provincias internas occidentales de Nueva España. Y uno de las provincias orientales.- Artículo 93. Estos diputados serán nombrados por los Ayuntamientos de los pueblos, que designen los virreyes o capitanes generales, en sus respectivos territorios. Para ser nombrados deberán ser propietarios de bienes raíces y naturales de las respectivas provincias. Cada Ayuntamiento elegirá, a pluralidad de votos, un individuo, y el acto de los nombramientos se remitirá al virrey o capitán general. Será diputado el que reúna mayor número de votos entre los individuos elegidos en los Ayuntamientos. En caso de igualdad decidirá la suerte.- Artículo 94. Los diputados ejercerán sus funciones por el término de ocho años. Si al concluirse el término no hubiesen sido remplazados, continuarán en el ejercicio de sus funciones hasta la llegada de sus sucesores.- Artículo 95. Seis diputados nombrados

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por el Rey, entre los individuos de la diputación de los reinos y provincias españolas de América y Asia, serán adjuntos en el Consejo de Estado y Sección de Indias. Tendrán voz consultiva en todos los negocios tocantes a los reinos y provincias españolas de América y Asia."

Si de esa manera el imperio francés organizaba con agilidad y espíritu revolucionario a una España medieval y en-vejecida, el pueblo español insurreccionado tenía que emular ese modernismo en su lucha en contra del invasor napoleónico.

Y, curiosamente, las simpatías de los grupos de avanzada de la Nueva España, aun recibiendo mayores prerrogativas de esa Constitución de Bayona tan afrancesada, fueron para España, ya para un imaginario Fernando VII o para un pueblo español en insurgencia. Cualquiera de estas posturas, tarde o temprano, conduciría a la independencia de la Corona Española.

El movimiento emancipador español tuvo su desarro-llo. Requirió protegerse geográficamente al sur de la península hispánica. Cádiz fue su refugio principal. Y ahí le fue fácil a la flota británica darle la protección a esta insurgencia española en contra de los invasores franceses.

Si la insurgencia española no hubiese contado con este poderoso aliado, su lucha habría tenido otro destino.

Con el respaldo de la armada inglesa, esa ameritada insurgencia logró oponer a la Constitución de Bayona, una

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constitución de especial avanzada: la Constitución de Cádiz. De otra manera lo expresaré para remarcar el vínculo de causa efecto en el hecho histórico que trato: de no haberse dado la invasión napoleónica en España y la imposición como rey de José I de la casa Bonaparte, no hubiera habido la insurgencia española como se perfiló en Cádiz.

Por igual, de no haberse promulgado la Constitución de Bayona por parte de los franceses invasores para ser aplicada en España, no se hubiera aprobado la Constitución de Cádiz como hoy la conocemos y la analizamos.

La ley de la causalidad aquí se refleja, como en ciertos aspectos de esos hechos histórico jurídicos se aprecia la ley de la incertidumbre.

La Constitución de Bayona fue producto del imperio na-poleónico, redactada por el poder monárquico francés, y en Fran-cia, para ser aplicada a la vida del pueblo español. La Constitu-ción de Cádiz fue aprobada por representantes populares desde la insurgencia, y en territorio español, para regir su propia vida.

La Constitución de Bayona contiene elementos jurí-dicos de avanzada al tomar las estructuras de Estado que la burguesía propugnaba para la formación de un sistema capi-talista, incipiente y en sus inicios revolucionario, puesto que se trataba de suplir con ventaja las ruinas del feudalismo. La Constitución de Cádiz toma algunos de esos elementos jurídi-

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cos de avanzada de la incipiente burguesía y propone otros más, pero se opone a la actitud invasora del imperio napoleónico y a sus efectos en la península hispánica, teniendo que defender sus ruinas monárquicas que, con todo y su decadencia, era lo único que les quedaba.

Primero la de Bayona, después la de Cádiz consideran vigente la igualdad de los seres humanos, españoles y america-nos. Esto tuvo efectos trascendentes, tanto en la simple repre-sentación popular para la integración de Las Cortes, como en las estructuras esclavistas y de castas que sobre todo pervivían en las colonias, entre ellas en la Nueva España.

Nosotros la seguimos denominando la Constitución de Cádiz, pero oficialmente en aquel tiempo se le nominó Cons-titución Política de la Monarquía Española. Fue promulgada en Cádiz, España, el 19 de marzo del 1812 y popularmente se le llamó la pepa, sin haberse precisado el origen de ese nombre, pero provocando muy diversas, encontradas y hasta simpáticas explicaciones.

Al margen de su nombre, su fuente formal por las cor-tes convocadas, su procedimiento legislativo y su contenido normativo, la Constitución de Cádiz y sus vigencias, incumpli-mientos, abrogaciones, reformas y adiciones y demás inciden-cias tuvieron efectos dentro de la Nueva España, tanto en los grupos realistas como en los insurgentes, incluso fue una de las

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causas que operaron para la consumación de la Independencia de la Nueva España y la Constitución de México a partir del 27 de septiembre de 1821.

Agregaré que sus efectos perduraron en los inicios de nuestra vida independiente.

Leer, analizar, interpretar, comparar, los textos de Los elementos constitucionales del grupo insurgente encabeza-do por Ignacio López Rayón, los Sentimientos de la Nación presentados por José María Morelos y Pavón ante el Congreso de Anáhuac, la Constitución de Apatzingán y la Constitu-ción de Cádiz, es darnos la oportunidad de constatar los hilos de ipseidad que existen en todas estas obras jurídicas, y en los humanos que en ellas intervinieron; todo ello sujeto, tanto a la causalidad como a la incertidumbre en eso de la identidad de pensamientos, expresiones, y haceres.

Y esa es la experiencia que deseamos provocar con esta edición en su vínculo con los demás libros referidos a esas constituciones y sentimientos, publicados por el Gobierno de Michoacán a través de la Secretaría de Cultura.

Morelia, ciudad de la cultura y las artes.

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Carlos Marx y la Constitución de Cádiz

en 1850 Carlos Marx prestó una gran atención en sus escritos a los acontecimientos de España. En la pri-mera parte del siglo XIX, el país ibérico vivía en con-

tinuas turbulencias políticas. La invasión de Napoleón (1808), la guerra de independencia (1808-1813), los años crueles del absolutismo nuevo de Fernando VII, el trienio liberal (1820-1823), y las posteriores conspiraciones, los pronunciamientos, las guerras carlistas, etcétera, señalaron este proceso.

La actividad rebelde del ejército español recibió tam-bién gran atención en la opinión pública tanto europea como americana. Y, Carlos Marx, como corresponsal europeo de New York Daily Tribune, informó con sus artículos a sus lec-tores norteamericanos lo que estaba ocurriendo en la Penín-sula Ibérica.1

1 En las citas de los artículos de Marx he utilizado la edición húngara; por eso en las notas al pie de página hago referencia a las páginas de esta edición, pero el texto español está en Internet. La versión húngara es la siguiente: Forradalmi Spanyolország

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La mayoría de sus escritos corresponden a 1854-1856. El pensador alemán quería entender las causas y las raíces de los acontecimientos contemporáneos de España. Por tanto, analizó con más cuidado los aspectos históricos de la época moderna. En esta búsqueda, Marx “regresó” hasta la época de Carlos V del siglo XVI.2

Las causas del retraso y de la decadencia de España, Marx las encontró en las características “turcas” del absolutis-mo español, cuando las libertades medievales se anularon, las Cortes perdieron su peso anterior, así como las ciudades y mu-nicipios. La Inquisición llegó a ser el poder dominante en la vida pública. Y, mientras “en otros grandes Estados de Europa, la monarquía absoluta se presenta como factor civilizador”, en Espa-ña fue al contrario, “la libertad española desapareció en medio del fragor de las armas, de las cascadas del oro americano y las terribles iluminaciones de los autos de fe”.3

Pero importantes sectores de la sociedad salvaron su autonomía y energía vital, y la hicieron resurgir después de la

(España revolucionaria), Marx-Engels Művei (MEM), Budapest, 1965, pp. 421-469. Los textos en español están en La España revolucionaria http://www.eroj.org/biblio/espanya/espanya.htm. 12. 12. 04. 2012.

2 Marian Kovács: Marx sobre la Historia de España, Trienio (Madrid) No. 6. (noviembre de 1986) pp. 5-32.

3 MEM, p. 429. Véase Tibor Wittman: Sobre el presunto carácter “turco” del Absolutismo español del Siglo de Oro, en Anuario del Instituto de Investigaciones Históricas, t. 7, Rosario (Argentina), 1964, pp. 303-320.

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destrucción del estado absolutista español llevada a cabo por la Francia napoleónica. ”Así ocurrió que Napoleón, quien considera-ba, como todos sus contemporáneos, que España era un cadáver exá-nime, recibió una sorpresa fatal al descubrir que, si bien el Estado español estaba muerto, la sociedad española estaba llena de vida y repleta, en todas sus partes, de fuerza, de resistencia y de energía”.4

Como consecuencia de lo anterior, por iniciativa de los pueblos de España –como si hubiera sido una explosión social–, se inició la guerra de independencia contra los invasores franceses.5 Guerra que para Marx significó al mismo tiempo una revolución, ”un gran movimiento popular”.6

Sin embargo, Marx encontró agudas contradicciones en este movimiento, ya que, por una parte, era patriótico, y por otra, no sólo sostenía una dinastía decadente, sino también era contrarrevolucionario, muchas veces supersticioso y fanático. Estos rasgos contradictorios, dice Marx, se ven “en todas las gue-rras por la independencia sostenidas contra Francia, que tienen en común el sello de regeneración, unido al sello reaccionario”.7

4 Ibídem. p. 430.

5 Sobre la guerra de independencia véase E. Fernández de Pinedo-A. Gil Novale -A. Dérozier: Centralismo, Ilustración y Agonía del Antiguo Régimen. Historia de España, dirigida por Manuel Tunón de Lara, t. VII, Ed. Labor, Barcelona, 1984, 2a ed. pp. 265-284.

6 MEM, p. 431.

7 Ibídem p. 433.

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Al mismo tiempo, agrega Marx, “en la insurrección española de los elementos nacionales y religiosos, existió en los dos primeros años, una muy resuelta tendencia hacia las reformas sociales y políticas”.8 En otras palabras, en esta corriente amplia y popular, Marx en-contró una minoría revolucionaria, “activa e influyente, para la cual el alzamiento popular contra la invasión francesa, era la señal de la regeneración política y social de España. Componían esta minoría los habitantes de los puertos, de las ciudades comerciales y una parte de las capitales de provincia, donde… se habían desarrollado hasta cierto punto las condiciones materiales de la sociedad moderna”, a los que se agregaban los estudiantes y la juventud de las clases medias.9

En estas circunstancias, es decir, en esta guerra de in-dependencia y en esta atmósfera de rebeldía, se organizaron las Cortes de la nación sublevada:

“Las Cortes se vieron situadas en condiciones diametral-mente opuestas. Acorraladas en un punto lejano de la Península y separadas durante dos años del núcleo fundamental del reino, por el asedio del ejército francés, representaban una España ideal, en tanto que la España real, ya conquistada, seguía combatiendo. En la época de las Cortes, España se encontró dividida en dos partes. En la isla de León, ideas sin acción, en el resto de España, acción sin ideas”.10

8 Ibídem p. 442.

9 Ibídem, p. 434.

10 Ibídem.

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Las sesiones de las Cortes se celebraron en Cádiz, “que era lo más revolucionario de España en aquella época”. Por fin “las Cortes extraordinarias se reunieron en la isla de León (hoy San Fernando) el 24 de septiembre de 1810; el 20 de febrero de 1811 se trasladaron a Cádiz y el 19 de marzo de 1812 promulgaron la Constitución”, informa Marx a sus lectores en su artículo del 30 de octubre de 1854.11

El congreso constitucional “no tiene precedente en la historia”, agrega Marx; los diputados, entre ellos 63 america-nos12, actuaron “con la tarea de echar los cimientos de una España nueva”.13 La Constitución de 384 artículos tiene diez títulos, que tratan de la nación, el territorio español y sus ciudadanos, las Cortes, el rey, las instituciones de justicia, las legislaciones civil y criminal, la administración interior, los impuestos, las fuerzas armadas, la instrucción pública, la dignidad de la cons-titución y el procedimiento para modificarla.14

En sus artículos periodísticos, Carlos Marx acentúa los más importantes elementos de la Constitución: división de poderes, li-mitaciones y controles a la actividad del Rey y de su corte, libertad de prensa política y expresión libre, elecciones libres, etcétera.

11 Ibídem, p.450.

12 Antonio Annino y Marcela Ternavasio (coords.), El laboratorio constitucional iberoamericano: 1807/1808-1830, Madrid, 2012, Colección Estudios AHILA.

13 Ibídem, p. 450.

14 Ibídem, p. 451.

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Llama la atención una gran novedad, observa Marx: las Cortes “están formadas por una sola Cámara”.

La Constitución arregló y limitó las actividades de los diputados fuera de las Cortes. Además, las provincias y los mu-nicipios recibieron de nuevo su autonomía. Es decir, en España nació una monarquía constitucional y democrática.

Marx llama la atención de que, durante sus sesiones, las Cortes dictaron también una serie de decretos importantes.15 Por ejemplo, abolieron los diezmos y la Inquisición, suprimie-ron las jurisdicciones señoriales y los privilegios feudales, in-trodujeron el impuesto progresivo y sus decretos, y prepararon una reforma radical en la tenencia de la tierra. En América abolieron el repartimiento y la mita, y prohibieron el comercio de los esclavos: los primeros en Europa, informa Marx.16

En su época, la Constitución de Cádiz recibió muchas críticas, tanto en España como en el resto de Europa. Por un lado, fue valorada como una simple copia de la Constitución francesa de 1791, y por otro, los artículos de Cádiz se interpre-taron como copias de los fueros medievales españoles.17

15 Colección de Decretos y Ordenes de las Cortes de Cádiz, t. I-II, Madrid, 1987, Ed. Cortes Generales.

16 Ibídem, pp. 454-455.

17 Federico de Montalvo Jaaskelainen: Valoración de la Constitución de Cádiz en la Europa del siglo XIX (en especial, Alemania, Inglaterra y Francia), www.acoes./congresox/m1-com.html.

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Marx tiene una opinión diferente, original, que en reali-dad es una síntesis entre las dos interpretaciones mencionadas:

“Lo cierto es que la Constitución de 1812 es una reproduc-ción de los fueros antiguos, pero leídos a la luz de la revolución fran-cesa y adaptados a las exigencias de la sociedad moderna”; en otras palabras, “las Cortes de Cádiz no hicieron más que transferir las atribuciones de las castas privilegiadas a la representación nacio-nal… y restablecer el antiguo sistema municipal, aunque despoján-dolo de su carácter medieval”.18

Por eso escribe Marx que “llegamos a la conclusión de que, lejos de ser una imitación servil de la Constitución francesa de 1791, fue un producto original de la vida intelectual española, que resucitó las antiguas instituciones nacionales, reclamadas abierta-mente por los escritores y estadistas más eminentes del siglo XVIII, e hizo inevitables concesiones a los prejuicios populares”.

Para explicar estas últimas palabras (o sea los “prejui-cios populares”), Marx menciona como ejemplo el artículo 12 sobre la religión, según el cual “la religión del pueblo español es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana que es la única religión verdadera”.19

Al observador de esa época le parecerá extraña la rapi-dez de la desaparición de la Constitución de Cádiz. El mismo Marx también registra este problema:

18 MEM, pp. 456-457.

19 Ibídem, p. 458.

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“Habiendo expuesto ya descrito las circunstancias que expli-can el origen y las características de la Constitución de 1812, queda por resolver el problema de su repentina y fácil desaparición al re-torno de Fernando VII…” 20

Su explicación es la siguiente: “Las Cortes… encontraron a la sociedad fatigada, exhausta, dolorida, consecuencia natural de una guerra tan prolongada, sostenida enteramente en el suelo espa-ñol…, en tanto que la efusión de sangre no cesó un sólo día durante cerca de seis años en toda la superficie de España, de Cádiz a Pam-plona y de Granada a Salamanca”. Y –añade– “no cabía esperar que una sociedad semejante fuera sensible a las bellezas abstractas de una Constitución política cualesquiera”.

Las masas, que esperaban “la súbita desaparición de sus sufrimientos sociales, cuando descubrieron que la Constitución no estaba dotada de tan milagrosas facultades, las mismas exagera-das esperanzas que la festejaron a su llegada, se convirtieron en desengaño…” 21

Según Marx, Fernando VII, junto con la jerarquía ca-tólica y la aristocracia utilizaron estas desilusiones para anular la Constitución liberal y los decretos de Cádiz, restaurar el ab-solutismo, y legalizar de nuevo la Inquisición. Es decir, vinieron los años crueles de un Termidor español.

20 Ibídem, p. 460.

21 Ibídem, pp. 460-461.

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La atmósfera política, sin embargo, cambió rápida-mente como reacción a la dura política absolutista. Marx cita la obra de un francés que describe en 1831 el reinado de Fernan-do VII con pocas palabras clave. Martignac señala que dichas palabras son “desorden, impuestos altos, situación financiera deplo-rable, ejército sin recibir sueldo, corrupción, descontento popular”, y, acentúa Marx, descontento no sólo de las masas populares, sino también de las grandes ciudades, de las clases comerciales e in-dustriales, de los profesionales libres y del ejército, que también deseaban un nuevo sistema constitucional.22

Por otra parte, Marx, en su artículo del 1 de diciembre de 1854, escribe sobre las demostraciones populares y conspi-raciones militares organizadas para restablecer la Constitución gaditana en 1820. El descontento popular –el cual, por cierto, siguió hasta la época de Marx– presenta este período como un ciclo de turbulencias, conspiraciones, levantamientos, pronun-ciamientos y guerras civiles.

Tomando como base el artículo de Marx, se puede recons-truir un breve catálogo de dramáticos movimientos de 1811 a 1820, que estallaron principalmente en las regiones periféricas: Galicia, Valencia, Asturias, Zaragoza, Barcelona, Mallorca, Pamplona.

“En 1811, Mina intentó una sublevación en Navarra, dio la primera señal para la resistencia con un llamamiento a las armas

22 Ibídem, p. 468.

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y penetró en la fortaleza de Pamplona. Desconfiando de él sus pro-pios partidarios, huyó a Francia. En 1815, el general Porlier, uno de los guerrilleros de la guerra de independencia, proclamó la Cons-titución en la Coruña. Fue ejecutado. En 1816 Richard intentó apoderarse del rey en Madrid. Fue ahorcado. En 1817, el abogado Navarro y cuatro de sus cómplices perecieron en el cadalso en Va-lencia por haber proclamado la Constitución de 1812. En el mismo año, el intrépido general Lacy fue fusilado en Mallorca, acusado del mismo crimen. En 1818 el coronel Vidal, el capitán Sola y otros que habían proclamado la Constitución en Valencia, fueron vencidos y ejecutados. La conspiración de la isla de León no fue, pues, más que el primer eslabón de una larga cadena formada con las cabezas san-grantes de tantos hombres valerosos de 1808 a 1814”.23

Finalmente, Marx señala el movimiento militar de 1819, la epopeya heroica de Rafael Riego, quien restauró la Constitución de 1812 por tres años, periodo llamado “el trienio liberal” (1820-1823), y que fue una respuesta no sólo a la nos-talgia popular sino también al fuerte anhelo por convertir un estado anacrónico en un estado constitucional.24

Esto hizo escribir al mismo pensador alemán, con cierta poesía, que la Constitución, “para la mayoría del pueblo

23 Ibídem, p. 468.

24 Alberto Gil Novales: Prisión y Muerte de Riego, Trienio, No. 27, mayo de 1996, pp. 27-54.

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español, era como el dios desconocido que adoraban los antiguos atenienses”.25

La Constitución liberal de Cádiz ejerció gran influen-cia en el siglo XIX. Algunos países –Noruega (1814), Portugal (1822) o las Dos Sicilias, Nápoles y Piamonte– reprodujeron muchos de sus artículos. La Constitución fue traducida muy tempranamente al alemán (1814) y al inglés (1818). En Francia, en un libro de 1824, ya se realizaba el análisis de su contenido.26

La Constitución gaditana de 1812 formó parte de un amplio debate constitucional en toda Europa. Gracias a su Constitución, España se convirtió en símbolo del liberalismo, de la modernidad liberal. La burguesía europea simpatizaba con las ideas de Cádiz. La visión tradicional antiespañola, “la leyenda negra”, perdió en esos años mucho de su peso ancestral.27

Naturalmente, las ideas de Cádiz estuvieron vivas en España en las décadas siguientes. En 1837 influyó directamen-te, en 1931 indirectamente y, durante la dictadura de Franco, sirvió como ejemplo democrático y liberal.

En su libro titulado “España del siglo XIX” (1964), Ma-nuel Tuñón de Lara escribió que “los términos de la Constitución de Cádiz constituyeron el programa de la parte más avanzada de

25 MEM, p. 467.

26 Montalvo, op.cit.

27 José María Montoto, La Constitución de Cádiz. Bicentenario de Pepa.

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la sociedad española de la época. No es extraño, pues, que duran-te largos años hayan seguido siendo la bandera de combate de los liberales”.28

Y, citando un párrafo de Marx, el mismo Tuñón de Lara concluye: “Esas ideas habrían de ejercer más tarde su influencia en los actos, al hacerse dueñas de la conciencia de un extenso sector de la opinión española”.29

Por eso Manuel Moreno Alonso ha podido decir en 2011 que “Cádiz es la más grande utopía de la historia moderna de España… utopía que creó un estado imaginario que reunió todas las perfecciones…. ”.30

28 Manuel Tuñón de Lara, España del siglo XIX, Barcelona, edición 13a, t.I, p. 39.

29 Ibídem, p. 47.

30 Manuel Moreno Alonso, La Constitución de Cádiz. Una mirada crítica, Sevilla, 2011, Ed. Alfar, p. 33.

* ádáM anderle es Doctor de la Academia de Ciencias de Hungría; Catedrático y Director del Programa de Doctorado de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Szeged, Hungría; miembro del Comité Ejecutivo de la Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos (AHILA) de la que fue Presidente de 1987 a 1993; Premio Casa de las Américas (La Habana, 1980); Orden Isabel La Católica, Encomienda de Número (Madrid, 2008); Doctor Honoris Causa Pro Scientia, Medalla de Oro (Budapest, 2011), y autor o coautor de 28 libros sobre la Historia de España y de América Latina.

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La Constitución gaditana en Cuba:1812-1823

el 13 de julio de 1812 atracó en la bahía de La Habana la goleta Concordia procedente de España. Cuando se le preguntó a su tripulación que traía a bordo contestó:

¡Constitución! Unas semanas después, el 8 de agosto, el recién nombrado capitán general de Cuba, Juan Ruíz de Apodaca y las demás autoridades de la colonia juraban la carta magna ga-ditana. La vigencia de la Constitución de 1812 se prolongó en la isla, en esta primera oportunidad, hasta el 25 de julio de 1814, cuando fue dado a conocer el decreto de Fernando VII que restablecía el antiguo régimen absolutista.1

1 Además de los dos periodos constitucionales tratados en este texto, la carta magna de 1812 también estuvo vigente en Cuba, por tercera vez, en 1836-1837. Los diputados cubanos Andrés de Jáuregui y el cura Juan Bernardo O´Gavan Guerra, llegados a Cádiz a principios de 1812, remplazaron a Juan Clemente Núñez del Castillo, marqués de San Felipe y Santiago, y a Joaquín Beltrán de Santa Cruz. Jáuregui y O´Gavan estuvieron entre los firmantes de la Constitución de 1812 y, tras el restablecimiento del absolutismo, regresaron tranquilamente a Cuba. Véase Elías Entralgo: Los diputados por Cuba en las cortes de España durante los tres periodos constitucionales, La Habana, Imprenta El Siglo XX, 1945.

sergio guerra Vilaboy*

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El primer periodo liberal coincidió con la expansión en el occidente de Cuba de la economía de plantación azucarera, estimulada por la apertura del mercado de Estados Unidos y la casi simultánea ruina de Saint Domingue, como resultado de la revolución haitiana (1790-1804). La salida de la antigua co-lonia francesa de los mercados internacionales elevó los precios y alentó la economía cubana, convertida en poco tiempo en el tercer productor mundial del dulce. Este auge se fundamentó en el extraordinario aumento de la fuerza de trabajo esclava, que pasó de 84 mil personas en 1792 a 225 mil en 1817.2

En estas condiciones, los debates y leyes de las Cortes, pri-mero, así como la aprobación de la Constitución de 1812, después, alarmaron a los ricos plantadores de La Habana y Matanzas, pues dejaban insatisfechas sus demandas autonómicas y restringían muchas de sus tradicionales prerrogativas. Además, las Cortes –donde no se consideraban representados de manera apropiada- permitían el debate de la legislación antiesclavista del sacerdote y diputado novohispano José Miguel Guridi y Alcocer -presentada el 26 de marzo de 1811-, respaldada por varios delegados espa-ñoles. La sola discusión de esta propuesta en Cádiz, asustó a los grandes hacendados y traficantes de esclavos, que llegaron incluso a valorar, por primera vez, la anexión a Estados Unidos.

2 Roland T. Ely: Cuando reinaba su Majestad el Azúcar, La Habana, Imagen Contemporánea, 2001, pp. 73 y ss.

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En respuesta al proyecto abolicionista del representan-te mexicano en Cádiz, la elite habanera envió el documento titulado Representación de la Ciudad de La Habana a las Cor-tes Españolas,3 preparado por Francisco Arango y Parreño, en defensa de “nuestras vidas, de toda nuestra fortuna y de la de nuestros descendientes.” 4 Fechado el 20 de julio de 1811 y firmado por el ayuntamiento de la capital cubana, el texto tam-bién abogaba por una mayor autonomía para la isla, la que ya se había solicitado el año anterior en una Exposición a Cortes, donde se condenaba la legislación emanada de las “hediondas heces de la Revolución Francesa”.5 Por otro lado, la libertad de imprenta permitía que la aristocracia habanera fuera objeto de frecuentes ataques en varios de los nuevos periódicos que ahora circulaban libremente por la capital cubana. Las críticas eran promovidas por los comerciantes monopolistas y grandes propietarios españoles, resentidos por las concesiones hechas a los ricos plantadores cubanos del occidente de la isla.

Eso explica que la elite criolla de La Habana y Matanzas se sintiera aliviada con la restauración del absolutismo en 1814, que puso fin a los denuestos que recibía de la prensa

3 El texto en Hortensia Pichardo: Documentos para la Historia de Cuba, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1969, t. I, pp. 217-252.

4 Ibídem, t. I, p. 210.

5 Véase Sigfrido Vázquez Cienfuegos: Tan difíciles tiempos para Cuba. El gobierno del Marqués de Someruelos (1799-1812), Sevilla, Universidad de Sevilla, 2008.

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liberal española de la isla y a las agresivas manifestaciones públicas en su contra. Para el historiador Julio Le Riverend: “La criollez propietaria y aristocrática comenzó a ver el proceso constitucionalista como un peligro múltiple, porque el radicalismo de los demagogos y de los soldados así como la frecuencia de los disturbios ponían en peligro la organización esclavista.”6

En forma sorpresiva se conoció en La Habana, el 14 de abril de 1820, el restablecimiento de la Constitución de 1812, información de que era portador el bergantín Monserrate. La noticia fue recibida con mucho entusiasmo por los liberales españoles, en particular los comerciantes y una parte del ejército. Dos días después, los regimientos de Málaga y Cataluña se volcaron a las calles habaneras y confluyeron en la Plaza de Armas, donde obligaron al anciano capitán general, Juan Manuel Cajigal, a aceptar la carta magna, a pesar de la resistencia del regimiento de Tarragona. Según recoge la historiografía: “Los comerciantes peninsulares de la calle Muralla, principales promotores de los sucesos del 16 de marzo, celebraron durante tres días el acontecimiento, con un júbilo que excedió al de todos los demás elementos de la población.”7 El poderoso intendente

6 Julio Le Riverend Brusone: La Habana (Biografía de una provincia), La Habana, Academia de la Historia, 1960, p. 368.

7 En Historia de la Nación Cubana, publicada bajo la dirección de Ramiro Guerra y Sánchez, José M. Pérez Cabrera, Juan J. Remos y Emeterio S. Santovenia, La Habana,

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de Hacienda Alejandro Ramírez, en carta a la Secretaría de Guerra, describió así los sucesos de ese caldeado día:

Toda la ciudad estaba igualmente colgada e iluminada, aunque no como la calle de la Muralla, y en muchos parajes había también transparentes con pinturas y adornos alegóri-cos; pero en todos se notaban figuras de triángulos, escuadras y otros utensilios de albañilería y la reunión de tres colores. Este emblema del triángulo, se notó desde el segundo día, que se presentaron los oficiales de los dos Regimientos indicados (Cataluña y Málaga), con tal divisa de color verde sobre la Cu-carda; seguían los paisanos en quienes era más general una cinta atravesada en el sombrero con el lema “Viva la Constitución”. El color verde fue el adoptado como indicativo constitucional, cuyo significado ignoro, lo mismo que el de los triángulos.8

La reimplantación de la carta magna gaditana pron-to reavivó las contradicciones de la aristocracia cubana occi-dental con los residentes peninsulares en la isla, apenas insi-nuadas en el anterior periodo constitucional. Así, durante el trienio liberal, La Habana fue escenario de violentos enfren-tamientos entre los liberales españoles, partidarios del clérigo castellano Tomás Gutiérrez de Piñeres, y los allegados de la

Editorial Historia de la Nación Cubana S.A., 1952, t. III, p. 60.

8 Tomado de Roque E. Garrigó: Historia documentada de la conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar, La Habana, Imprenta El Siglo XX, 1929, t. I, p. 149.

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elite habanera, encabezada por el rico esclavista Pedro Pablo O´Reilly, conde de O´Reilly.

Los más encumbrados seguidores de este último, co-nocidos como o´reillynos o yuquinos, que contaban con el res-paldo de pequeños propietarios y artesanos criollos, se habían beneficiado con las disposiciones económicas y comerciales aprobadas para Cuba por Fernando VII tras el restablecimien-to del absolutismo. Nos referimos a la abolición del estanco (1817), la libertad de comercio (1818) y la propiedad de las tierras mercedadas (1819). En particular, esta última medida permitió a los plantadores cubanos apropiarse de las fincas en usufructo de vegueros y campesinos pobres, muchos de ellos de origen canario. A esas ventajas, se sumaron después la supre-sión del arancel restrictivo de 1821, la adopción de uno especial al año siguiente, la creación de un puerto libre en La Habana y garantías para el mantenimiento de la trata y la esclavitud.9

Los piñeristas, por su parte, eran casi todos españoles de capas medias y bajas, bodegueros, vendedores ambulantes, artesanos e inmigrantes pobres -llamados por los potentados criollos “uñas sucias”-, a los que apoyaban una parte del ejército y las recién creadas milicias nacionales, nutridas de 9 El tratado entre Inglaterra y España de 1817 había prohibido la introducción de esclavos después de 1820. Sin embargo, con la complicidad de las autoridades peninsulares continuó en Cuba el tráfico clandestino de africanos. Véase Manuel Moreno Fraginals: El Ingenio, complejo económico social cubano del azúcar, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1978, t. I.

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peninsulares, que defendían el programa democrático de la revolución de Riego.10 En sus filas también ocupaban sitio los monopolistas españoles, perjudicados por la apertura comercial. Todos acusaban a la elite habanera de valerse de sus cargos públicos, títulos nobiliarios e influencias para afectar los intereses de España. No obstante, según ha comentado recientemente la historiadora Olga Portuondo, parece que Gutiérrez de Piñeres logró también atraer a su bando en La Habana “no sólo a comerciantes, funcionarios y militares, sino también a algunos elementos criollos de los grupos sociales intermedios, descontentos por su marginación, dado el carácter elitista de los plantadores.”11

El intendente Alejandro Ramírez -verdadero segundo poder en la isla- era el centro de los ataques de la prensa liberal españolista, en particular del Tío Bartolo, irritada por sus me-didas favorables al libre comercio y su celo en la recaudación de impuestos. Unas semanas antes de su muerte, ocurrida el 20 de mayo de 1821, El Impertérrito Constitucional de La Habana señalaba que “el pueblo pidió la deposición del Intendente por

10 Según el censo de 1817, La Habana tenía poco más de 140 mil habitantes, de ellos unos 20 mil españoles y alrededor de 10 mil soldados procedentes de la metrópoli. Los peninsulares constituían casi la mitad de la población masculina adulta de la capital. Véase Jorge Ibarra Cuesta: Varela, el precursor. Un estudio de época, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2004, p. 117.

11 Olga Portuondo Zúñiga: Cuba, constitución y liberalismo (1808-1841), Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2008, t. I, p. 128.

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ladrón de los caudales públicos y particulares”; aunque el au-tor del artículo fue encarcelado, acusado de injuria, lo que era muestra de la poderosa influencia de la elite criolla.12 Pero las prevenciones de los ricos plantadores y traficantes de esclavos hacia el régimen constitucional tenía también mucho que ver con su permanente ojeriza a cualquier movimiento popular que pudiera soliviantar sus nutridas dotaciones de trabajadores ne-gros, sustentadoras del boom azucarero. Como apuntara con claridad Le Riverend:

Cuando Tomás Gutiérrez de Piñeres se alza con el dominio de las masas de gente blanca y las enfrente a los O´Reillinos, que se suponían privilegiados criollos partidarios del Conde de O´Reilly -acusado de soñar con una monarquía cubiche- éstos, agredidos por el radicalismo liberal, no se em-bozan para acusar al inquietante sacerdote de andar armado y emular al Cura Hidalgo. Rafael de Quesada -emparentado con Arango- le acusa de “ansia de formarse un partido entre la plebe”, por el fácil medio de “maldecir de los superiores y en general de todos los que tienen algún mando”. El fantasma de la “plebe” aparece. Otra razón para el temor.13

12 .José Luciano Franco: La batalla por el dominio del Caribe y el Golfo de México. 1. Política continental americana de España en Cuba, 1812-1830, La Habana, Academia de Ciencias, 1964, p. 300. Véase también Francisco Calcagno: Diccionario Biográfico Cubano (Comprende hasta 1878), New York, Imprenta y Librería de N. Ponce de León, 1878, pp. 533-536.

13 Le Riverend, op. cit., pp. 368-369.

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Esas eran las razones que estaban detrás de la fideli-dad a la corona por parte de la aristocracia de La Habana y Matanzas, preocupada por la buena marcha de la economía de plantación, cuyo desarrollo podía quedar interrumpido con una masiva sublevación de esclavos o la incorporación de Cuba al movimiento independentista que sacudía Hispanoamérica. En cambio, las elites criollas de las localidades centrales y orienta-les de la colonia -marginadas de los extraordinarios beneficios de las exportaciones azucareras-, así como una parte de la po-blación autóctona de la propia capital cubana, junto a numero-sos refugiados hispanoamericanos, apoyaban con entusiasmo la Constitución de 1812 y las libertades introducidas por ella. En ese ambiente, proliferaron por toda la isla las publicaciones de disímiles tendencias,14 las sociedades secretas -Sol, La Cadena Triangular, Cadena Eléctrica, los Caballeros Racionales, Co-muneros, Carbonarios, Anilleros, etcétera- y las logias masóni-cas, entre estas el Gran Oriente Territorial Español-America-no del Rito Escocés de Francmasones Antiguos y Aceptados y

14 En La Habana circulaban, entre otros periódicos, El Observador Habanero, Diario Liberal y de Variedades de La Habana, El Argos, Telégrafo Habanero, El Español Libre, El Sabelotodo o el Robespierre Habanero, Gaceta Constitucional, Indicador Constitucional, La Concordia Cubana, el Coscorrón, El Tío Bartolo, El Esquife Arranchador, el Observador Habanero, Botiquín Constitucional, Censor Imparcial, Liberal Habanero, Tía Catana, El Americano Libre y el Revisor Político y Literario. Más información en Urbano Martínez: Domingo del Monte y su tiempo, La Habana, Ediciones Unión, 1997 y Eduardo Labrada Rodríguez: Prensa camagüeyana del siglo XIX. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1987 p. 71.

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la Gran Logia Española de Antiguos y Aceptados Masones de York,15 algo sin precedentes en la historia de Cuba.

La confluencia de intereses entre la elite habanera y el poder colonial en Cuba se fortaleció todavía más durante el go-bierno del capitán general Francisco Dionisio Vives, iniciado el 2 de mayo de 1823, quien había cultivado sus relaciones con los plantadores y comerciantes cubanos durante los diez años que había representado a España en Estados Unidos. Esta alianza, hilvanada con la hábil utilización por la aristocracia cubana de personas influyentes en la corte de Madrid, fue sellada con las constantes remesas a Fernando VII, agobiado por las penurias financieras. La colaboración de la elite del occidente de la isla con las autoridades españolas llegó al extremo, tras abortar en septiembre de 1823 la primera conspiración cubana de defini-dos perfiles independentistas, conocida como Soles y Rayos de Bolívar, de exigir castigos draconianos para los implicados.

El 17 de diciembre de 1823, los más connotados repre-sentantes de la aristocracia habanera y española, encabezados por Francisco Arango y Parreño y José Francisco Barreto, con-de de Casa Barreto, solicitaron por escrito al capital general Vi-ves la ejecución de los principales conspiradores detenidos. Tan sólo unos días antes se había conocido en La Habana el pleno

15 Véase Eduardo Torres-Cuevas: Historia de la masonería cubana. Seis ensayos, La Habana, Imagen Contemporánea, 2004, pp. 39 y ss.

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restablecimiento del absolutismo y la derogación de la Consti-tución de 1812, noticias traídas el día 9 por la fragata Eurídice. De inmediato, el capitán general Vives ordenó la disolución del cabildo popular revolucionario que funcionaba en la capital y el retiro de la lápida conmemorativa de la carta magna gaditana, restaurando el poder absoluto de Fernando VII.

La postura contrarrevolucionaria de la elite cubana occidental, estaba en consonancia con la labor del nuevo intendente de Hacienda del gobierno colonial en la isla, el criollo Claudio Martínez de Pinillos -más tarde conde de Villanueva-, quien en persona dirigía todas las actividades del espionaje español contra los cubanos en el exterior y trataba de torpedear sus planes de emancipar a Cuba. Símbolo de la comunidad de intereses entre la aristocracia habanera y la monarquía absolutista fue la erección, por instrucciones del propio Martínez de Pinillos, de una estatua de Fernando VII en la Plaza de Armas, frente al Palacio de los Capitanes Generales, que estuvo en este céntrico sitio hasta 1955.

También el restablecimiento del absolutismo produjo la airada protesta de algunos liberales españoles, de lo que fue expresión el movimiento organizado por el alférez de Dragones Gaspar Antonio Rodríguez, conocido por sus violentos ataques a los yuquinos en 1822. Este militar asturiano vertebró a principios de 1824 una conspiración para restablecer

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la Constitución de 1812, en la que estaban comprometidos elementos de los regimientos de Málaga y Cataluña, curas piñeristas de Madruga, Aguacate, Casiguas y Tapaste y algunos criollos partidarios de la independencia. Descubierto el complot, Rodríguez se alzó en armas en Matanzas con unos pocos de los lanceros a sus órdenes y finalmente huyó en la goleta Limeña. Refugiado en México, declaró que se proponía fundar una república de españoles americanos y europeos.16

La reimplantación del absolutismo y la derogación de la carta magna en 1823, junto a la brutal persecución de que fueron objeto los diputados a Cortes, terminaron por desilusio-nar a muchos cubanos que creían en el régimen constitucional. Uno de ellos fue el presbítero Félix Varela, que había depositado sus esperanzas reformistas en la Constitución gaditana. Como señaló Manuel Bisbé: “El Varela que pronunciaba el sermón con motivo de las elecciones de 1812 era un liberal español; era un liberal español el Varela que explicaba a la juventud haba-nera los artículos de la Constitución de 1812; y era un liberal español el Varela que cruzaba el Atlántico [...].”17 En cambio,

16 Véase José Manuel Pérez Cabrera: Discurso leído en recepción pública. La conspiración de 1824 y el pronunciamiento del alférez de Dragones, Gaspar Antonio Rodríguez, La Habana, Imprenta El Siglo XX, 1936.

17 Manuel Bisbé: “Ideario y conducta cívicos del padre Varela”, en Cuadernos de Historia Habanera, La Habana, Municipio de La Habana, 1945, num. 27, p. 39. Los alumnos de Varela en la Cátedra Constitución, del Seminario de San Carlos en La Habana, publicaron el 14 de abril de 1823 en El Revisor Político y Literario, una carta en apoyo a las Cortes y en “aborrecimiento a la tiranía”. Véase Eduardo Torres Cuevas:

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el sacerdote habanero que desembarcaba en Estados Unidos, en diciembre de 1823, después de huir precipitadamente de Cádiz bajo el fuego enemigo, ya era un independentista, des-engañado no sólo por el restablecimiento del absolutismo y la despiadada represión desatada por Fernando VII, sino también del liberalismo español, negado a aceptar sus propuestas au-tonómicas para Cuba, el reconocimiento de la independencia de las países hispanoamericanos y su plan de abolición de la esclavitud. En el segundo número de El Habanero, periódico que Varela comenzó a publicar en Filadelfia en 1824, escribió: “Yo opino que la revolución, o mejor dicho, el cambio político de la isla de Cuba, es inevitable.”18

La radicalización de muchos criollos como Varela, que de la defensa de la Constitución de 1812 pasaron a abrazar el independentismo, puede también ilustrarse con la evolución de otro cubano: José María Heredia. El poeta matancero, que el 16 de agosto de 1820 escribía en su canto a España libre “Gloria Fernando, a vos que generoso”, ya al año siguiente exponía su admiración por los luchadores contra el dominio turco en A los griegos, para al final, obligado a exiliarse por

“"De la Ilustración reformista al reformismo liberal", en Historia de Cuba. La Colonia. Evolución socioeconómica y formación nacional. De los orígenes hasta 1867, La Habana, Editora Política, 1994, p. 339.

18 Félix Varela: Obras. El que nos enseñó primero en pensar, La Habana, Editorial Imagen Contemporánea, 1997, t. II, p. 176.

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sus actividades conspirativas en los Soles y Rayos de Bolívar, tras la restauración del absolutismo, cerrar su oda A la muerte de Riego con esta estrofa: “Ignominia perenne a tu nombre/degradada y estúpida España…!”.19

19 Citado por Ramiro Guerra y Sánchez: Manual de Historia de Cuba. Desde su descubrimiento hasta 1868, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1971, pp. 272 y 273.

* sergio guerra Vilaboy es Ph. D. por la Universidad de Leipzig (Alemania); Catedrático de Historia de América Latina; Director del Departamento de Historia de la Universidad de La Habana; Presidente de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe (ADHILAC); Académico de Número de la Academia de la Historia de Cuba; Premio Extraordinario Casa de las Américas por el Bicentenario de la Emancipación Hispanoamericana (2010), y autor de numerosos libros sobre la historia latinoamericana, entre ellos El dilema de la independencia (Premio de la Academia de Ciencias de Cuba 1995), Cinco siglos de historiografía latinoamericana (2009), Breve historia de América Latina y Cronología del Bicentenario (2010), y Jugar con Fuego. Guerra social y utopía en la independencia de América Latina (2010).

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La aplicación de la Constitución en México

Primera época, 1812-1814

división político-territorial

La Constitución Política de la Monarquía Española de 1812, al hacer referencia al territorio español en el nue-vo continente, sólo menciona las grandes partes que lo

constituyen, una de ellas, la América Septentrional, “formada por Nueva España con la Nueva Galicia y Península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte espa-ñola de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar”.1

1 Constitución Política de la Monarquía Española, promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812, reimpresa en México en virtud de orden del excelentísimo señor virrey de 8 de septiembre de 1812 a consecuencia de la [orden] de la Regencia de la Monarquía de 8 de junio del mismo, en que su alteza serenísima se sirvió autorizar a su excelencia

josé Herrera peña*

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De acuerdo con lo expuesto, una cosa había sido el rei-no de Nueva España de los siglos anteriores y otra muy distin-ta la parte continental de la América Septentrional del nuevo régimen constitucional, dentro de la cual se inscribieron las seis provincias constitucionales de Nueva España con Nueva Galicia, Península de Yucatán, Guatemala, Provincias Internas de Oriente y Provincias Internas de Occidente (excluidas las regiones de América Central y del Caribe).

Eso significa que no existiendo ya el reino de Nueva Es-paña, no tenía por qué haber virrey y, en efecto, dejó de haberlo. Si antes el virrey había ocupado jerárquicamente el primer lugar en-tre todos los gobernantes provinciales de la América Septentrional -intendentes, gobernadores, corregidores, comandantes militares y demás-, al dejar de existir el reino, dejó de existir el virrey.

En lo sucesivo, la antigua unidad política llamada reino quedó dividida en seis unidades políticas independientes y se-paradas entre sí, llamadas provincias, en cada una de las cuales debía establecerse un jefe superior y una diputación provincial.

Por otra parte, las Cortes expidieron un decreto en 1813 que, como ya se apuntó, establece que “en Ultramar ha-brá una diputación provincial por cada división nombrada en el

para que dispusiese su reimpresión en este Reyno, sin embargo de la prohibición que en ella se previene, México, por D. Manuel Antonio Valdés, impresor de cámara de su majestad, Art. 10, en Felipe Tena Ramírez, Leyes Fundamentales de México, editorial Porrúa, México, 1989, p. 61 y sigs.

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artículo 10 [es decir, por cada provincia de las arriba señaladas] pero también una… en San Luis Potosí”. Lo que quiere decir que, además de las diputaciones provinciales de las seis provin-cias constitucionales a las que se ha hecho referencia, habría otra más, la de San Luis Potosí, por decisión extraordinaria del Congreso gaditano, para hacer un total de siete.2

De acuerdo con lo expuesto, la provincia constitucional de Nueva España quedó dividida en dos unidades políticas, en cada una de las cuales se establecieron jefes superiores y diputa-ciones provinciales, una en México y otra en San Luis Potosí.

La provincia constitucional de Nueva España propia-mente dicha, a pesar de ser el residuo de una gran mutilación, si-guió siendo inmensamente grande, al quedar constituida por las intendencias de México, Puebla, Valladolid, Guanajuato, Oaxa-ca, Veracruz, y además, por Tlaxcala y Querétaro que no eran intendencias ni provincias. (“Tlaxcala, con su distrito de Huexo-tzingo, recibió el rango de provincia [no constitucional] debido a sus circunstancias particulares, y el corregimiento de Querétaro, con el distrito de Cadereyta, también fue constituido en provin-cia [no constitucional], aun cuando no se dio razón de ello”).3

2 Por la Instrucción para el gobierno económico y político de las provincias, de 23 de junio de 1813, se formaron otras seis provincias en América, además de las establecidas por la Constitución; tres por cada hemisferio: Cuzco, Charcas y Quito, en el hemisferio meridional y San Luis Potosí, León de Nicaragua y Santiago de Cuba en el septentrional.

3 Diario de México, 1º de diciembre de 1812, citado por Nettie Lee Benson en La diputación provincial y el federalismo mexicano, El Colegio de México-Universidad

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La segunda unidad política de la provincia constitucional de Nueva España, es decir, la de San Luis Potosí, quedó formada con las intendencias mineras de San Luis Potosí y Guanajuato.

Y las otras cinco provincias quedaron constituidas del si-guiente modo: a) Nueva Galicia, con las provincias-intendencias de Guadalajara y Zacatecas; b) Mérida, con las de Yucatán, Tabas-co y Campeche; c) Guatemala, con las de Guatemala y Nicaragua; d) Monterrey, capital de las Provincias Internas de Oriente, con las de Nuevo León, Coahuila, Nuevo Santander [Tamaulipas] y Texas, y e) Durango, capital de las Provincias Internas de Occi-dente, con las de Chihuahua, Sonora, Sinaloa y las Californias, omitiéndose inexplicablemente la de Nuevo México con Arizona.

No es ocioso reiterar que San Luis Potosí, aunque teóri-ca y jurídicamente formaba parte de la provincia constitucional de Nueva España, quedó convertida en la práctica en una unidad independiente, con su propio jefe superior y su propia diputación provincial, como las restantes provincias constitucionales.

Y si se toma en cuenta la división de Guatemala en dos provincias, la de Guatemala propiamente dicha y la de Nicara-gua, resultarán ocho las provincias de la América septentrional, en su parte continental (las Floridas y el Caribe excluidos); la de Guatemala (con Chiapas, Guatemala, Honduras y El Salvador) y la de Nicaragua (con Nicaragua, Costa Rica y Comayagua).

Nacional Autónoma de México, 1958, p. 42, nota 29 al pie de página.

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Jefes superiores, jefes políticos, diputaciones

y ayuntamientos

Lo anteriormente expuesto significa, como ya se dijo, que du-rante la vigencia de la Constitución de Cádiz, la figura del vi-rrey del reino de Nueva España dejó de existir y fue reemplaza-da por la del jefe superior, y que siendo siete-ocho las provincias constitucionales de la América Septentrional, hubo siete-ocho jefes superiores (ocho cuasi virreyes) con sus correspondientes diputaciones provinciales.

Dicho de otro modo, el jefe superior (antes virrey) de la provincia de Nueva España, quedó en el mismo nivel jerárqui-co que los otros jefes superiores de las demás provincias consti-tucionales, porque todos eran superiores, sin subordinación del uno al otro e independientes entre sí.4

Si los intendentes, gobernadores y corregidores en la época absolutista estaban subordinados jerárquicamente al virrey de Nueva España, salvo en lo que se refiere al gobierno interior de sus jurisdicciones, los jefes superiores de las provincias constitucionales de la América Septentrional -Nueva España,

4 Benson, p. 30. “Los veinte consejeros de Fernando VII estuvieron de acuerdo en que, según la Constitución, no podía haber virrey; que el jefe político [jefe superior JHP] tenía jurisdicción únicamente sobre las provincias representadas en la diputación provincial con asiento en esa ciudad, y que las demás diputaciones provinciales y sus jefes políticos respectivos [jefes superiores JHP] eran por completo independientes de él”.

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Nueva Galicia, Mérida, Guatemala, Nicaragua, Monterrey, Durango e inclusive San Luis Potosí- quedaron ahora en el mismo rango o nivel político que el jefe superior de la provincia constitucional de México y gobernaron sus provincias en forma totalmente separada e independiente de ésta.

Por eso pudiera decirse, en términos coloquiales, que en lugar del antiguo virrey, se generaron ocho “cuasi virreyes”, sin que ninguno dependiera del otro. El hecho es que en lugar de una sola capital del gran conjunto, la América septentrional, o si se prefiere, de dos capitales de dos grandes conjuntos, México y Guatemala, quedaron ocho capitales de ocho conjuntos distintos.

Por otra parte, las otras intendencias, provincias in-ternas y externas, y corregimientos, que formaban parte de las ocho provincias constitucionales bajo el mando del jefe superior de la cabecera de la provincia constitucional correspondiente, fueron puestas bajo la autoridad de jefes políticos.

Eso significa que si los jefes superiores de las ocho pro-vincias constitucionales eran iguales en autoridad, en cambio, ellos mismos tenían mayor rango y jerarquía que los jefes políti-cos de las intendencias que formaban parte de dichas provincias.

De este modo, el jefe superior de la provincia constitucio-nal de Nueva España, tenía mayor jerarquía que el intendente de México, que los jefes políticos de las intendencias de Veracruz, Puebla, Oaxaca y Valladolid, y que los de la provincia especial de

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Tlaxcala y la nueva provincia de Querétaro, entidades todas que formaban parte de dicha provincia constitucional.

De la misma manera, el jefe superior de San Luis Potosí tenía un nivel superior al de los jefes políticos de las intenden-cias de San Luis Potosí y Guanajuato, y así sucesivamente: el jefe superior de Nueva Galicia era superior a los jefes políticos de Guadalajara y Zacatecas; el de Mérida, a los de Yucatán-Cam-peche y Tabasco; el de Guatemala, a los de Chiapas, Guatemala, Honduras y El Salvador; el de Nicaragua, a los de Costa Rica y Comayagua; el de Monterrey, a los de Nuevo León, Coahuila, Nuevo Santander (Tamaulipas) y Texas, y el de Durango, a los de Chihuahua, Sonora, Sinaloa y las Californias, reiterando que se omitió a Nuevo México con Arizona, sin saberse por qué.

Tanto los jefes superiores como los jefes políticos, en su caso, siguieron nombrando a los subdelegados de los partidos territoriales que estaban comprendidos en sus respectivas ju-risdicciones. De este modo, el gobierno de Madrid -sujeto a la vigilancia de las Cortes- se dejó sentir hasta en el último rincón del caserío más insignificante de las posesiones hispánicas de todos los continentes.

Por lo que se refiere a las Audiencias, órganos eminentemente judiciales -de las cuales no había más que dos en la antigua Nueva España, una en la ciudad de México y otra en Guadalajara-, también tenían funciones gubernativas

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y se convertían en consejo de gobierno durante el régimen absolutista, cuando se constituían en Real Acuerdo, para asesorar al virrey, al intendente de Guadalajara, o, en su caso, a los comandantes militares de las Provincias Internas.

Guatemala tenía su propia Audiencia, y Coahuila, a pe-sar del decreto de las Cortes para establecer la suya, nunca llegó a instalarla.

Las Audiencias de la América septentrional debieron haberse constreñido exclusivamente al ejercicio de sus funcio-nes judiciales y ser reemplazadas en las de asesoría política y gubernativa por las ocho diputaciones provinciales; sin embargo, bajo el régimen constitucional, siguieron ejerciendo sus funcio-nes mixtas, es decir, judiciales y políticas, como en el antiguo régimen absolutista. En este sentido, la Constitución de Cádiz fue letra muerta.

Habrá que recordar que el cuerpo de vocales -la di-putación provincial- no fue concebido por la Constitución de 1812 como un órgano legislativo, sino como una prolongación del poder ejecutivo, es decir, como un órgano asesor del jefe superior, representante directo del rey, o si se prefiere, como un consejo de gobierno del titular del ejecutivo de la provincia constitucional correspondiente.

Dicha diputación provincial debía renovarse cada dos años por mitad y estaba compuesta por el jefe superior,

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en calidad de presidente; por el intendente de la provincia y por siete individuos electos.5 Sin embargo, las diputaciones provinciales no se establecieron. En este otro aspecto, las normas constitucionales también fueron letra muerta.

En todo caso, de 1812 a 1814 no se sintieron los cam-bios institucionales, ni empezó a modificarse la situación polí-tica que había prevalecido anteriormente. En efecto, a lo largo de los pasados siglos, el gobierno absoluto del rey se había im-puesto en el extinto reino, en las intendencias y en las demás provincias; pero a partir del régimen constitucional, las dipu-taciones provinciales, a pesar de no representar a las provincias, ni ser órganos legislativos, sino cuerpos auxiliares de los jefes superiores, debieron haber participado en el gobierno del rey, sin haberlo hecho.

Por último, el gobierno político de los pueblos -ahora con una población mínima de mil habitantes- siguió corriendo, como siempre, a cargo de los ayuntamientos, compuestos por uno o dos alcaldes, según su importancia, así como por regido-res y por uno o dos síndicos procuradores, presididos por el jefe político, donde lo hubiere.6

5 Constitución Política de la Monarquía Española, 19 de marzo de 1812, Arts. 326 y 327.

6 Art. 309.

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Se dispuso que los alcaldes mudaran todos los años; los regidores por mitad cada año, y lo mismo los síndicos pro-curadores, donde los hubiere, pero si hubiere sólo un síndico-procurador, todos los años,7 ninguno podría ser reelecto sino hasta después de dos años.8

Los ayuntamientos empezaron a establecerse y organi-zarse de esta manera sólo en algunas cabeceras de las provincias constitucionales, no en la mayoría de los pueblos del inmenso territorio, que siguieron como siempre habían estado.

inaplicabilidad de la Constitución

En los dos años que corrieron de 1812 a 1814, por consiguien-te, en la América Septentrional, la Constitución Política de la Monarquía Española fue letra muerta, salvo en lo que se refiere a la división política territorial, y aun ésta, con bemoles. Lo fue por varias razones, entre ellas, la violenta inestabilidad en que se encontraba el “reino”, a consecuencia de lo cual, las medidas políticas del nuevo sistema constitucional no se implementa-ron sino parcialmente, y sólo en algunas partes de su territorio, y cuando empezaron a vencerse las grandes dificultades que 7 Art. 315.

8 Art. 316.

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obstaculizaban su implementación, la Constitución gaditana fue derogada.

En efecto, en 1812 se celebraron elecciones -al menos parcialmente- en las provincias constitucionales de la Améri-ca Septentrional, para elegir a los vocales de sus diputaciones provinciales, así como a los diputados a las Cortes ordinarias de España y los integrantes de los ayuntamientos constitucio-nales; pero dadas las violentas turbulencias de la guerra de in-dependencia, las elecciones se celebraron parcialmente sólo en algunos lugares; las diputaciones provinciales no se formaron, o algunas se instalaron, pero no sesionaron, o iniciaron sus se-siones, pero no las continuaron, y en todo caso, antes de que regularizaran su funcionamiento, todas fueron suprimidas, al derogarse la Constitución de Cádiz en septiembre de 1814.

En esos dos años, casi todo el territorio nacional estuvo en poder de las armas nacionales. A mediados de 1814, el jefe superior de la provincia de Nueva España Félix María Calleja reconocía que:

apenas se podía contar con otra cosa que con las ca-pitales de las provincias, y aún una de ellas, acaso la más pingüe (refiriéndose a Oaxaca) es ya presa de los bandidos.9

9 Manifiesto del virrey Félix. Ma. Calleja, 22 junio 1814, Hernández, t. V, doc. 159, p. 554.

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La paradigmática provincia constitucional de Nueva España, pues, había perdido casi todas sus partes componentes, que eran las intendencias de Veracruz, Puebla y Valladolid, la provincia de Tlaxcala y el corregimiento de Querétaro, salvo sus capitales, y en el caso de Oaxaca, incluyendo su capital, así como las extensas costas del Pacífico desde la frontera con Chiapas hasta la de Nueva Galicia, incluyendo Acapulco.

Dicho de otro modo, la intendencia de Oaxaca, inclu-yendo su capital, estaba perdida para el gobierno español; como lo estaban casi toda la de México -salvo la capital-, casi toda la de Michoacán y toda la costa del Pacífico y territorio continental, que estaban de hecho bajo la jurisdicción y dominio de las armas nacionales, salvo la ciudad de Valladolid. Las intendencias espa-ñolas de Puebla y Veracruz vivían constantemente hostilizadas y ocupadas por las tropas de la nación insurgente, y la misma ciudad de México era frecuentemente amenazada, y sus subur-bios, tomados por éstas; de suerte que la diputación provincial de Nueva España, convocada desde abril de 1813 por el jefe superior Calleja, no sería instalada sino hasta quince meses después, el 11 de julio de 1814, y ni siquiera en forma completa, sino únicamen-te con el jefe superior, el intendente de México y los diputados de México, Tlaxcala y Querétaro; porque los de Oaxaca y Mi-choacán nunca fueron electos, y los de Puebla y Veracruz, a pesar de haberlo sido, nunca pudieron llegar a la Ciudad de México.

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La elección de diputados a Cortes ordinarias

Por lo que se refiere a la elección de diputados a las Cortes ordinarias de España 1813-1814, la provincia de México eli-gió 14 diputados propietarios y cuatro suplentes; dos electos no fueron reconocidos ni se les permitió viajar, porque estaban siendo procesados por razones políticas, y otro lo hizo como reo. El caso es que ninguno tomó posesión de su cargo.10

El proceso electoral también se retardó en Yucatán, Nueva Galicia y las Provincias Internas.

En Yucatán, las elecciones terminaron el 14 de marzo de 1813, se eligieron siete diputados propietarios y dos suplen-tes, y cinco tomaron posesión de su cargo.11

La Junta Electoral de Nueva Galicia, por su parte, dis-puso en junio de ese año que la Junta Electoral se reuniera el 4 de septiembre de 1813, totalmente aislada del resto del país, para iniciar el difícil proceso electoral, y se eligieron seis propie-tarios y dos suplentes, de los cuales sólo uno tomó posesión.12

De los siete propietarios y dos suplentes de Puebla, sólo dos propietarios se trasladaron a España.13

10 La Constitución de 1812 en la Nueva España, t. I, AGN-UNAM, 2012, pp. 172-173.

11 Benson, p. 25.

12 La Constitución de 1812, pp. 173-179. Diario de México, 23 de octubre de 1813, t. II, n. 115. AGN, Historia, 445, exp. 10, fols. 1-9.

13 La Constitución de 1812, p. 181. AGN, Historia, v. 455, exp. 2, fols. 5-6.

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En Zacatecas se eligieron tres propietarios y un suplen-te. Ni uno se trasladó a España.14

Las Provincias Internas de Oriente iniciaron el proceso electoral el 20 de marzo de 1814, sin saber si llegaron a elegir sus diputados; pero si los hubo, no se desplazaron a España.15

Querétaro y Tlaxcala eligieron un propietario y un su-plente cada una.16

Y Guanajuato, tres propietarios.17 Ningún diputado de las tres provincias anteriores, Que-

rétaro, Tlaxcala y Guanajuato, tomó posesión en las Cortes. No se dispone de datos sobre San Luis Potosí, Veracruz,

Provincias Internas de Occidente, Guatemala y Nicaragua. Y como se dijo antes, en Michoacán y Oaxaca no se

celebraron elecciones. El caso es que en lugar de los 41 diputados que debían

elegirse en lo que había sido el reino de Nueva España, única-mente ocho se trasladaron a España y uno de ellos falleció al poco tiempo de haber llegado (12 constituyentes fueron nom-brados diputados suplentes: siete que habían sido propietarios y cinco que habían sido suplentes).

14 La Constitución de 1812, p. 180. AGN, Historia, exp. 10, fol. 21.

15 Benson, p. 30.

16 AGN, Historia, v. 445, exp. 2, fols. 5-6 y 10-12.

17 La Constitución de 1812, pp. 195-199.

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Otras irregularidades

Por otra parte, al no establecerse la diputación provincial en México, la Audiencia siguió ocupándose no sólo de los asun-tos judiciales en lo civil y en lo criminal, como lo había hecho tradicionalmente -ignorando cualquier límite impuesto por la Constitución al ejercicio de su despótica autoridad-, sino también conociendo los asuntos políticos, administrativos y gubernativos sometidos a su consideración por el “virrey”, ti-tulado ahora jefe superior, y dando su opinión en calidad de Real Acuerdo.

Y la libertad de imprenta, a pesar de ser reconocida constitucionalmente y haber ordenado las Cortes a las autori-dades de la América Septentrional que fuera puesta en vigor, nunca se puso, excepto durante los dos primeros meses.

Al ser derogada la Constitución de Cádiz en septiem-bre de 1814, se restableció el ancien régime y las cosas volvieron al estado en que estaban hasta antes de 1808, únicamente en lo relativo a la división político-territorial, ya que en lo demás nunca llegó a haber cambio alguno.

Los intendentes, gobernadores, corregidores, subdele-gados y demás funcionarios turnaron sus expedientes a Méxi-co, Chihuahua, Mérida y Guatemala, cabeceras políticas de las

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antiguas demarcaciones teritoriales, y volvieron a quedar bajo la autoridad del virrey de Nueva España; del Comandante Ge-neral de las Provincias Internas y de los Capitanes Generales de Yucatán y Guatemala, respectivamente.

Soberanía paralela

Mientras tanto, José María Morelos y Pavón convocó en agosto de 1813 a elecciones en las provincias-intendencias insurgentes de México, Oaxaca, Veracruz, Puebla y Tecpan (casi equivalen-te al actual Estado de Guerrero), que estaban bajo su dominio y jurisdicción, para que nombraran representantes al Congreso de Anáhuac, por el procedimiento de elección indirecta en pri-mer grado, dando por supuesto que Michoacán, Guanajuato y Guadalajara ya tenían su representación en José María Verduz-co, José María Liceaga e Ignacio López Rayón, respectivamen-te, electos vocales de Suprema Junta Nacional Americana por la asamblea de Zitácuaro desde agosto de 1811.

Las elecciones insurgentes se llevaron a cabo en Oaxaca y Tecpan (costas del Pacífico, Tierra Caliente y colindancia con la provincia de México) en agosto y septiembre de 1813, bajo el dominio total de la nación independiente, y parcialmente, en

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México, Veracruz y Puebla, cuyas jurisdicciones y poblaciones se las disputaban con Félix María Calleja, jefe superior de la provincia constitucional de Nueva España.

La provincia insurgente de Tecpan, que había sido for-mada por Morelos desde 1811 -con autorización de la Junta Su-prema Nacional Americana-, y que estaba formada por una gran parte de la provincia de México, eligió diputado a José Manuel de Herrera;18 la de Oaxaca, a José María Murguía, y al no reci-birse oportunamente las actas de las elecciones que se llevaron a cabo en las provincias de México, Veracruz y Puebla, sacudidas por la guerra, el convocante José María Morelos nombró como diputados suplentes -conforme a las atribuciones que le fueron concedidas por el Reglamento del Congreso- a Carlos María de Bustamante, Andrés Quintana Roo y José María Cos.19

El Congreso de Anáhuac se instaló en Chilpancingo el 14 de septiembre de 1813; al día siguiente aprobó la división de poderes, con base en la cual dicho Congreso Nacional retuvo

18 La provincia de Tecpan constituye el germen de lo que hoy es el Estado de Guerrero. “Los pueblos que la componen han llevado el peso de la conquista del sur", reconoció José María Morelos en el bando respectivo, y al “ministrar reales y gente” han obtenido no sólo su propia libertad, sino también contribuido a la de “toda la provincia de Oaxaca y gran parte de las [provincias] de Veracruz, Puebla y México, en tal grado que estas tres últimas están en vísperas de nombrar su representante a la junta general de Chilpancingo”. Lemoine, Zitácuaro, Chilpancingo, Apatzingán, tres momentos de la insurgencia mexicana, sobretiro del Archivo General de la Nación, segunda serie, t. IV, No. 3, México, 1963, p. 485.

19 Reglamento del Congreso expedido en Chilpancingo, 11 septiembre 1813, Art. 13, Hernández, t. V, doc. 65, p. 355.

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únicamente las facultades legislativas; depositó las ejecutivas en un Generalísimo -encargado de la administración pública- y transfirió las judiciales a un Supremo Tribunal de Justicia; ade-más, eligió Generalísimo a José Ma. Morelos.20

En 6 de noviembre de 1813, el citado Congreso de Anáhuac aprobó la Declaración de Independencia “sin apellidarla con el nombre de algún monarca”, según se señala en el Re-glamento del Congreso; pero en marzo de 1814, aunque respetó el grado de Generalísimo que le había conferido a José María Morelos -a propuesta del ejército-, lo despojó del Poder Ejecu-tivo y del mando supremo de las armas nacionales, y reasumió todas las atribuciones de la soberanía, es decir, se convirtió por unos meses en cuerpo legislativo, ejecutivo y judicial.21

20 Acta de instalación del Congreso de Anáhuac, levantada por el licenciado Juan Nepomuceno Rossains, secretario, Chilpancingo, 14 septiembre 1813, Hernández, t. V, doc. 111, p. 373.

21 Exposición del capitán general y diputado Ignacio López Rayón al Congreso Nacional, Zacatlán, 6 de agosto de 1814, en Hernández, p. 588, t. V, n. 169. “Declaración de los principales hechos que han motivado la reforma y aumento del Supremo Congreso”, Palacio Nacional de Tlalchapa, 14 marzo 1814, José Ma. Liceaga, presidente, licenciado Cornelio Ortiz de Zárate, secretario, doc. 160, p. 462; “El Supremo Congreso a los habitantes de estos dominios”, Palacio Nacional de Huetamo, 1º  Junio 1814, José Ma. Liceaga, presidente, Remigio de la Yarza, secretario, doc. 167, p. 471, y “Respuesta de José Ma. Morelos al Manifiesto del Congreso”, Campo de Aguadulce, 5 junio 1814, doc. 168, p. 474, en Lemoine, Morelos, su vida revolucionaria…

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el manifiesto de los persas

El 12 de abril del año de 1814, en Madrid, un grupo de se-senta y nueve diputados de las Cortes ordinarias elaboraron un Manifiesto (de 143 párrafos) en el que expresan que, a diferen-cia de los antiguos persas, que dejaban pasar cinco días después del fallecimiento del rey, para que la anarquía, los asesinatos, los robos y otras desgracias les obligase a exigir un gobierno que pusiera orden y guardaran mayor fidelidad a su sucesor, los súb-ditos españoles siempre fueron leales a Fernando VII durante los seis años de su cautiverio. Elogiaron las medidas tomadas por la Junta Central Gubernativa; criticaron las del Consejo de Re-gencia por las modalidades que establecieron para convocar a las Cortes, y condenaron las disposiciones de las Cortes por haber desmantelado las antiguas leyes fundamentales del reino, “que expresaban el pacto entre la nación y el rey”, y expedir otras que destilaban “odio a los derechos y prerrogativas de su majestad”.

Su ilegitimidad la habían puesto en evidencia desde el primer día de su instalación, al jurar por la mañana lealtad a la soberanía del rey cautivo y declarar a las once de la noche que en ellas residía la soberanía nacional. Todos sus decretos adolecían del mismo vicio de ilegitimidad, sin excluir la Constitución, que, además, estaba plagada de errores y disposiciones contradictorias.

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Los partidarios del rey no habían podido defender efi-cazmente sus derechos durante su ausencia, porque cuando lo hicieron, llegaron a ser amenazados, ultrajados y cubiertos de oprobio por las turbas. Y en efecto, las sólidas ideas que justi-fican su posición política apenas habían podido ser insinuadas en las Cortes.

Pero estando ya el rey en tierra española, le pidieron que suspendiera los efectos de la Constitución y decretos dictados en Cádiz; que restableciera las antiguas leyes fundamentales de la monarquía, y que conociera algunas de sus propuestas de reforma en materias política, administrativa y social.

El 12 de mayo -un mes después de presentado y fir-mado el Manifiesto- el rey hizo saber a los firmantes que su representación había merecido su aprobación.22

Por lo pronto, el 4 de mayo siguiente, desde Valencia, Fernando VII expidió un decreto -redactado por Miguel de Lardizábal y Juan Pérez Villamil- por el que declaró nula y de

22 Representación y Manifiesto que algunos diputados a las Cortes ordinarias firmaron en los mayores apuros de su opresión en Madrid, para que la majestad del señor D. Fernando VII, a la entrada en España a la vuelta de su cautividad, se penetrase del estado de la nación, del deseo de sus provincias y del remedio que creían oportuno; todo fue presentado a S. M. en Valencia por uno de dichos diputados y se imprime en cumplimiento de real orden, Madrid, imprenta de Collado, 1814, llamado “Manifiesto de los Persas”. Los tres diputados novohispanos que firmaron dicho “Manifiesto” fueron Antonio Joaquín Pérez, diputado por la Puebla de los Ángeles; José Cayetano de Foncerrada, diputado por Valladolid de Mechuacan (quien nunca regresó a América) y Salvador San Martín, diputado (suplente) por Nueva España. (También firmó Ángel Alonso y Pantiga, diputado por Yucatán; pero a diferencia de los anteriores, él no fue constituyente).

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ningún valor ni efecto la Constitución, así como nulos y sin ningún valor los decretos de las Cortes, “ahora ni en tiempo al-guno, como si no hubieran pasado jamás tales actos”, y dispuso lo que habría de observarse a fin de que no se interrumpiera la administración de justicia, ni el orden político y gubernativo de los pueblos.23

El 10 de mayo siguiente, las Cortes serían disueltas, sin la oposición de su presidente, que lo era a la sazón Antonio Joaquín Pérez, diputado por Puebla y firmante del Manifiesto de los Persas.

La Constitución de Apatzingán

Declarada la independencia nacional desde el 6 de noviembre de 1813, casi un año después, el 22 de octubre de 1814, en Apatzingán, el Congreso de Anáhuac promulgó en Apatzin-gán el Decreto Constitucional para la libertad de la América mexi-cana, conforme al cual se declararon los derechos del hombre y del ciudadano y se estableció la república democrática.

Se declara que como “el gobierno no se instituye por

23 Manifiesto del rey declarando nula y sin ningún valor ni efecto la llamada Constitución de las Cortes generales y extraordinarias de la nación, etc. 4 de mayo de 1814, en Decretos del rey Don Fernando VII, t. I, Año primero de su restitución al trono de las Españas, Madrid, ed. Martín de Balsameda, 1816, pp. 1-10.

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honra o intereses particulares de ninguna familia, de ningún hombre ni clase de hombres, sino para la protección y seguri-dad general de todos los ciudadanos, unidos voluntariamente en sociedad, ésta tiene el derecho incontestable a establecer el gobierno que más le convenga, alterarlo, modificarlo y abolirlo totalmente cuando su felicidad lo requiera”.24

Frente al título de conquista, la Constitución de Apa-tzingán declara que “ninguna nación tiene derecho para impe-dir a otra el uso libre de su soberanía. El título de conquista no puede legitimar los actos de la fuerza: el pueblo que lo intente debe ser obligado por las armas a respetar el Derecho Conven-cional de las Naciones”; esto es, el Derecho Internacional.25

A diferencia de la abolida Constitución de Cádiz, que no se atrevió a tocar el sistema de la esclavitud, y que se negó a conceder la ciudadanía a millones de hombres libres que perte-necían a las castas, el Decreto Constitucional de 1814, basándose en los decretos de abolición de la esclavitud y supresión de las castas previamente expedidos, declara que “se reputan ciuda-danos de esta América todos los nacidos en ella”.26 Y que “la felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad. El 24 Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana, Apatzingán, 22 de octubre de 1814, Art. 4º.

25 Art. 9º.

26 Art. 13.

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establecimiento de los gobiernos no tiene otro origen ni otro fin que la íntegra conservación de estos derechos”.27 El Capítu-lo V de este Decreto Constitucional contiene un catálogo de los derechos fundamentales del individuo, sin distinción de origen, raza o color.28

A diferencia de la Constitución Política de la Monar-quía Española de 1812, que establece como religión de Estado la católica, apostólica romana, “única verdadera”, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra, el Decreto Constitucional de Apa-tzingán de 1814, aunque señala que la católica es la religión que se debe profesar en el Estado, además de omitir que es la “única verdadera”, no prohíbe ninguna otra.29 Además, declara que los transeúntes (los extranjeros) serán protegidos por la so-ciedad y que sus personas y propiedades gozarán de la misma seguridad que los demás ciudadanos de la República, con tal de que reconozcan la soberanía e independencia de la nación y respeten la religión de Estado.30 Por eso, al tener en sus manos un ejemplar de dicha Constitución, el nuevamente virrey del reino Félix María Calleja (ya no jefe superior) informó al rey

27 Art. 24. La declaración sobre el origen y el fin del establecimiento de los gobiernos, que es la íntegra conservación de los derechos del hombre y del ciudadano, intentó hacerse valer en el fallido congreso constituyente de 1842 y finalmente se reprodujo en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 5 de febrero de 1857, Art. 1.

28 Arts. 25 al 40.

29 Art. 1º.

30 Art. 17.

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de España que los insurgentes “han abierto por el artículo 17 de su fárrago constitucional la entrada a todos los extranjeros de cualquier secta o religión que sean, sin otra condición que la que respeten simplemente la religión católica”.31

En relación con la legislación ordinaria, el mismo De-creto Constitucional de 1814 declara que “mientras la soberanía de la nación forma el cuerpo de leyes que han de sustituir a las antiguas, permanecerán éstas en todo su rigor, a excepción de las que por el presente y otros decretos anteriores se hayan de-rogado y de las que en adelante se derogaren”.32 Lo que signi-fica que permanecería vigente la legislación indiana en general y la hispánica en calidad de supletoria, en todo lo que no se opusieran a la Constitución de Apatzingán.

Por último, a diferencia del decreto constitucional so-bre la libertad de imprenta, decretado por el voto unánime de las Cortes de Cádiz desde 1810, que nunca fue puesto en vi-gor en México, excepto durante dos meses, la Constitución de Apatzingán estableció la libertad de hablar, discutir y mani-festar sus opiniones -fueran las que fueren- por medio de la imprenta, con la única limitación de no atacar el dogma.33

31 “Bando del virrey Calleja por el que condena la Constitución de Apatzingán, previa consulta con el Real Acuerdo”, 24 mayo 1815, en Boletín del Archivo General de la Nación, t. IV, n. 3, México, 1963, pp. 622-629.

32 Art. 211.

33 Art. 40.

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El Decreto Constitucional establece la división de pode-res, con un Congreso ordinario con amplísimas facultades; un Ejecutivo formado por tres personas, y un Tribunal Superior de Justicia.34

Por otra parte, no hay referencias detalladas sobre el gobierno interior de las provincias y enumera sólo diecisiete: México, Puebla, Tlaxcala, Veracruz, Yucatán (incluidas proba-blemente Campeche y Tabasco), Oaxaca, Tecpan, Michoacán, Querétaro, Guadalajara, Guanajuato, Potosí (San Luis), Zaca-tecas, Durango (incluidas probablemente Chihuahua, Nuevo México y las dos Californias), Sonora (incluida probablemente Sinaloa), Coahuila (incluida probablemente Texas) y Nuevo reino de León (incluida probablemente Nueva Santander o Tamaulipas), y omite Guatemala (así como Nicaragua); pero habiendo residido los tres poderes nacionales en Michoacán (Apatzingán, Ario, Puruarán, Uruapan, etcétera), además de gobernar parcialmente las otras provincias conforme a los avances y retrocesos de sus fuerzas militares, los citados tres poderes también gobernaron Michoacán, salvo su capital.35

En noviembre de 1815, al coordinar y dirigir el traslado de los tres poderes nacionales de Uruapan a Tehuacán (capital

34 Capítulo VIII, De las atribuciones del Supremo Congreso; Capítulo XII, De la autoridad del Supremo Gobierno, y Capítulo XIV, Del Supremo Tribunal de Justicia.

35 Art. 42.

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insurgente de la provincia de Puebla), el presidente del Conse-jo de Gobierno nacional José Ma. Morelos, fue capturado, y a las pocas semanas, el comandante militar de Tehuacán Manuel Mier y Terán disolvió las tres corporaciones del Estado nacio-nal: Congreso, Gobierno y Tribunal.

En lo sucesivo funcionaría -principalmente en Mi-choacán, pero con jurisdicción hasta la provincia de Texas- una Junta de Gobierno subalterna, que había sido formada en Uruapan por el Congreso -en previsión de cualquier contin-gencia- antes de trasladarse a su nueva sede; Junta que se man-tuvo bajo distintas formas, nombres y modalidades -y se instaló en diversos lugares- de 1815 a 1821.36

36 José Herrera Peña, Michoacán. Historia de las Instituciones Jurídicas 1786-2010, México, Senado de la República-Universidad Nacional Autónoma de México/Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2010.

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Segunda época, 1820-1823

Jefes superiores y diputaciones provinciales

La Constitución Política de la Monarquía Española fue restable-cida en 1820 y con ella, la ley sobre la libertad de imprenta así como la ley que regula las funciones de los jefes superiores, jun-tas provinciales y ayuntamientos.37 A diferencia del periodo de 1812 a 1814, ahora sí empezaron a aplicarse sus disposiciones.

La Audiencia de México, al dejar de existir el virrey, dejó de ser cuerpo de consulta o consejo de gobierno -con el nombre de Real Acuerdo- y fue constreñida a desempeñar funciones ex-clusivamente judiciales.38 Esta vez la disposición constitucional fue aplicada. Todos los asuntos gubernativos que tenía a su cargo la Audiencia, fueron transferidos a la diputación provincial, que quedó convertida de hecho en consejo de gobierno.

37 Instrucción para los ayuntamientos constitucionales, juntas provinciales y jefes políticos superiores, decretada por las Cortes generales y extraordinarias en 23 de junio de 1813. El capítulo tercero señala que “reside en el jefe superior político la autoridad para cuidar de la tranquilidad pública, del buen orden, de la seguridad de las personas y bienes de sus habitantes, de la ejecución de las leyes y órdenes del gobierno, y en general, de todo lo que pertenece al orden público y prosperidad de la provincia”. Y aunque se establecen los ramos que caen bajo la competencia de dicho jefe superior, no se le fija límite alguno, salvo el de “ser responsable de los abusos de su autoridad”, a cambio de lo cual debe ser igualmente “respetado y obedecido de todos”, Hernández, t. V, pp. 578 y sigs.

38 Ibídem, Arts. 263 a 308.

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Las atribuciones de las diputaciones provinciales eran, entre otras, aprobar las contribuciones, examinar las cuentas de los ayuntamientos, promover la educación de la juventud y fomentar la agricultura, la industria y el comercio.39

La Constitución de Cádiz establece la división de po-deres, puesto que la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey; la de hacerlas ejecutar, en el rey, y la de aplicarlas en las causas civiles y criminales, en los tribunales, en nombre del rey.40 Pero dicho principio, válido a nivel central, no descendió a las provincias constitucionales, porque éstas siguieron siendo gobernadas únicamente por el representante del rey, es decir, por el jefe superior; las intendencias, por el jefe político, y los partidos territoriales, por los subdelegados, amén de que los pueblos con más de mil habitantes lo fueron por los ayuntamientos.

Y aunque la diputación provincial estaba formada por siete representantes electos por los ciudadanos, al estar presidi-da por el jefe superior, sirvió fundamentalmente para legitimar la recaudación de impuestos.41

39 Constitución Política de la Monarquía Española, Arts. 324 y 335.

40 Ibídem, Arts. 15, 16 y 17.

41 Decreto número 238 que concede a los intendentes ciertas facultades para la cobranza de contribuciones e impuestos, mayo 12 de 1821, en Manuel Dublán y José María Lozano, Legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República, http://www.biblioweb.dgsca.unam.mx/dublanylozano/ Las Cortes, en lugar de limitar las atribuciones de los intendentes, se las ampliaron en

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En septiembre de 1820, en todo caso, al restablecerse la Constitución gaditana en la América Septentrional, desapare-cieron nuevamente el virrey, los capitanes generales, intenden-tes, gobernadores, corregidores y comandantes militares de las Provincias Internas; se dividió el territorio de la América Sep-tentrional en las seis provincias constitucionales antes citadas, resurgieron los jefes superiores en dichas provincias y esta vez sí fueron instaladas las seis diputaciones provinciales.

No es ocioso reiterar que estas seis grandes provincias constitucionales eran las de Nueva Galicia, Mérida, Guatema-la, Monterrey, Durango y Nueva España; aunque ésta dividida en dos, la de Nueva España y la de San Luis Potosí, y la de Guatemala, en otras dos, la de Guatemala y la de Nicaragua; todas de igual jerarquía, independientes entre sí y sin subordi-nación de una respecto de la otra.

Dichas provincias eligieron 41 diputados a Cortes, a los que se sumaron cinco que ya residían en la Península; estos úl-timos actuaron como suplentes por un breve periodo ya que, en octubre de 1821, las Cortes resolvieron que sólo los suplentes filipinos y peruanos podrían seguir formando parte de ellas.42

materia fiscal, autorizándolos a imponer contribuciones “sin necesidad de implorar el auxilio del poder judicial ni otra autoridad”.

42 España, Cortes, 1821-1822, Diario de las Sesiones de Cortes, Legislatura extraordinaria, ns. 1, 2 y 9, (22 y 23 de septiembre y 3 de octubre de 1821, 5, 21 y 90.

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Multiplicación de las diputaciones provinciales

Las elecciones para establecer diputaciones provinciales consti-tucionales se llevaron a cabo en distintas fechas. En la provin-cia constitucional de Nueva España, por ejemplo, por bando de 11 de julio de 1820, se dispuso que se celebraran el 18 de septiembre en las intendencias de México, Veracruz, Puebla, Oaxaca y Valladolid; Tlaxcala y Querétaro, que no eran inten-dencias, y en la provincia constitucional de San Luis Potosí -de la que formaba parte la intendencia de Guanajuato-, que teóricamente formaba parte de la provincia de Nueva España, pero de hecho era independiente.43

Ahora bien, de octubre de 1820 a mayo de 1821 se inició, tanto en la España europea como en la antigua España americana, un pujante movimiento para aumentar el número de diputaciones provinciales. En la Península, Miguel Ramos Arizpe y José Mariano Michelena,44 en calidad de diputados suplentes americanos a las Cortes, presentaron una iniciativa para solicitar, entre otras cosas, que se estableciera una 43 Gaceta del Gobierno de México, 28 de septiembre de 1820.

44 Cuando Manuel Diego Solórzano, uno de los diputados michoacanos electos a Cortes, informó desde Cuba que regresaría a Veracruz (acababa de proclamarse el Plan de Iguala), Michelena -que estaba en España- solicitó ser reconocido diputado en su lugar, y fue aceptado. Los otros diputados michoacanos electos fueron Juan Nepomuceno de Gómez Navarrete -que sería después ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación- y Antonio María Uraga. España, Cortes, 1821, Diario de Sesiones de 1821, t. III, núm. 120, 27 de junio de 1821, p. 2536.

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diputación provincial en Michoacán, con jurisdicción sobre la intendencia del mismo nombre y sobre la de Guanajuato, y que la de San Luis Potosí se formara en lo sucesivo con la propia intendencia de San Luis y con la de Zacatecas; proposición que fue aprobada el 2 de noviembre siguiente.45

Al quedar autorizada el 2 de noviembre de 1820 a elegir su propia diputación provincial, Valladolid pasó virtualmente de intendencia a la de cuasi-provincia constitucional, como la de San Luis Potosí, y su jefe político quedó convertido de hecho en jefe superior. En todo caso, la América septentrional (excluida la región del Caribe), obtuvo una nueva diputación provincial; pero ésta no se estableció, porque no se giró el decreto de las Cortes a las autoridades correspondientes.

Al mismo tiempo, el ayuntamiento de Puebla encabezó un movimiento para reclamar diputaciones provinciales en todas las provincias de la América Septentrional o, por lo menos, en todas las Intendencias, conforme a lo dispuesto por el artícu-lo 325 de la Constitución de Cádiz, que ordena que “en cada provincia sea instalada una diputación provincial”; entendien-do por provincia, no las seis grandes regiones de la América Septentrional señaladas en el artículo 10, sino las partes de las que éstas se componían, es decir, las antiguas provincias del extinto reino.

45 Herrera Peña, Michoacán…

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El ayuntamiento de Valladolid apoyó al de Puebla e instruyó a sus diputados en Cádiz para que presentaran la iniciativa correspondiente. Los ayuntamientos de Veracruz y Oaxaca dirigieron a las Cortes una representación análoga a la de Puebla y pidieron el apoyo del diputado Ramos Arizpe, y así sucesivamente.

De esta suerte, en marzo de 1821, los diputados a Cortes por Valladolid, Veracruz, Yucatán, Guatemala, Puebla, Oaxaca y otras intendencias de la América Septentrional informaron que habían recibido instrucciones expresas de sus poderdantes para reclamar más diputaciones provinciales; redoblaron sus ba-tallas parlamentarias para ese efecto, y por fin, el 9 de mayo de 1821, las Cortes decretaron la creación de diputaciones provin-ciales en todas las intendencias ultramarinas.

Una nueva diputación provincial: Valladolid

El 25 de febrero de 1821, un día después de darse a conocer el Plan de Iguala -por el que antiguos insurgentes y realistas decidieron luchar conjuntamente por la independencia de la América Septentrional-, el ayuntamiento de Valladolid instruyó a su diputado provincial Juan José Pastor Morales, que solicitara

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directamente al “virrey” -ahora jefe superior- Juan Ruiz de Apodaca, así como a la diputación provincial de Nueva España, que dispusiera que se formaran inmediatamente diputaciones provinciales en todas las provincias, y particularmente (desde luego) en la de Valladolid, en cumplimiento de lo dispuesto por las Cortes.

Y el 7 de marzo siguiente, no obstante que Apodaca y la diputación provincial argumentaron que no podían hacer nada, porque no habían recibido ninguna comunicación oficial al res-pecto, el ayuntamiento de Valladolid pidió al Intendente y Jefe Político de la Intendencia que, tomando en cuenta la necesidad de tener una diputación provincial propia, y de que constaba por Gacetas y papeles oficiales estar así decretado, se sirviera ordenar la elección de dicha diputación provincial. Así se hizo y el 12 de marzo de 1821 fueron electos cuatro diputados propietarios: Ma-nuel de la Bárcena, José Ma. Cabrera, Lorenzo Orilla y José Ig-nacio del Río, y dos suplentes, Juan José Zimabilla y Antonio de la Haya. Los otros tres debía elegirlos la provincia de Guanajuato.

Tal fue la nueva diputación provincial de América Sep-tentrional, que de este modo, aunque incompleta, hizo pasar a Valladolid, de intendencia, a cuasi provincia constitucional, como San Luis Potosí, aunque nominalmente siguieran per-teneciendo una y otra, San Luis y Valladolid, a la provincia constitucional de Nueva España.

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Es de suponerse que la diputación de Guanajuato, al dejar de pertenecer a la diputación provincial de San Luis Po-tosí, empezaría a integrarse a la de Valladolid, y Zacatecas, a la de San Luis; pero los acontecimientos se precipitaron y los órganos provinciales cambiaron pronto de forma y naturaleza.

Trastornos en el régimen constitucional

La aplicación de la Constitución y del decreto sobre libertad de imprenta, la supresión de la Inquisición y otras medidas políti-cas aprobadas por las Cortes, removieron inquietudes, sembra-ron dudas, revivieron rencores, lesionaron intereses y desperta-ron ambiciones.46

El 24 de febrero de 1821 se reunieron en Iguala las fuerzas que se habían enfrentado de 1810 a 1820, y sostuvieron un pacto, por el que ambas perdieron mucho, pero ganaron una nación. Ninguna de las dos partes aceptó abandonar las armas, así que las reunieron todas en un solo ejército nacional.

El plan está dirigido a los americanos, bajo cuyo nombre se comprendió no sólo a los nacidos en América, sino también

46 Manuel Ferrer Muñoz, La Constitución de Cádiz en la Nueva España, México, Universidad Nacional Autónoma de México/Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2000.

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a los españoles, africanos y asiáticos que en ella residían. De este modo, concluyó la etapa de la revolución armada iniciada el 16 de septiembre de 1810 y se inició una nueva etapa de revolución virtualmente pacífica.

Los antiguos realistas cedieron en lo que se refiere a in-dependencia absoluta y se reconoció que la voz independencia era la misma voz que había resonado en Dolores en 1810, y que si bien es cierto que originaría desgracias, también lo es que fija-ría en la opinión pública la idea de que sólo la unión de todos los habitantes de América, independientemente de su origen, era la única base sólida en que podía descansar la felicidad de todos.47

No se habló expresamente de la libertad de los esclavos y de los derechos de las castas, porque ya estaban liberados casi todos los primeros y disimulados los segundos, pero los realis-tas cedieron en este punto, al reconocer a unos y otros sus de-rechos civiles y políticos, y establecer que todos los habitantes, sin otra distinción que su mérito y virtudes, eran ciudadanos para optar por cualquier empleo, y que todas sus propiedades y personas serían respetadas y protegidas.48

Los insurgentes cedieron en materia de forma de gobierno, y en lugar de república democrática, se convino en establecer un gobierno monárquico templado por una

47 Plan de independencia, Iguala, 24 de febrero de 1821, Art. 2.

48 Arts. 12 y 13.

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Constitución análoga al país, como en 1808 así como de 1811 a 1813.49 Sin embargo, se ordenó que en materia criminal se procediera con total arreglo a la Constitución española.50 El emperador sería Fernando VII, y en su caso alguno de los de su dinastía o de otra reinante, “para hallarnos con un monarca ya hecho y precaver los resultados funestos de la ambición”.51

Los insurgentes también cedieron en materia de fue-ros y privilegios, al admitir que el clero secular y regular fuera conservado en todos sus fueros y propiedades, y que todos los empleados públicos, incluidos españoles, por supuesto, subsis-tieran en sus cargos.52

Por último, al tiempo que se reconoció la autoridad del virrey hasta que llegara el rey, se hace referencia a una Junta Gubernativa y a unas Cortes para elaborar la Constitución y decidir si la Junta debía seguir gobernando, mientras llegaba el emperador, o era sustituida por una Regencia, a fin de que una u otra gobernaran, si Fernando VII resolvía no presentarse en México, mientras se resolvía la testa que debiere coronarse.53

El 31 de mayo, el jefe superior Apodaca informó a la diputación provincial de la provincia de Nueva España que el 49 Art. 3.

50 Art. 20.

51 Art. 4.

52 Arts. 14 y 15.

53 Arts. 5, 6, 8 y 10.

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comandante de Valladolid se había sumado al Plan de Igua-la proclamado por Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, al igual que la provincia de Guanajuato. Un mes después, el 5 de julio de 1821, el mismo Apodaca renunció a su cargo y se lo transfirió a Francisco Novella.

El Plan de Iguala había dispuesto que se formara una Junta Provisional de Gobierno, “ínterin se reúnen Cortes”.54 (Las Cortes mexicanas, por supuesto). Pues bien, en segui-miento de esta idea, el Tratado de Córdoba de 24 de agosto de 1821, firmado entre Agustín de Iturbide y Juan O’Donojú -re-presentantes de América y España respectivamente- dispone que la Junta a la que se refiere el Plan de Iguala se llame Jun-ta Provisional Gubernativa; que ésta gobierne interínamente conforme a las leyes vigentes (esto es, las leyes españolas, in-cluidas la Constitución de Cádiz y la legislación indiana) en todo lo que no se opusieran al Plan de Iguala y al Tratado de Córdoba, y que dicha Junta nombre una Regencia compuesta por tres personas. A partir de este momento, con O’Donojú fuera de la escena (quien había venido como jefe superior de Nueva España) dejaron de existir las autoridades designadas por el gobierno de la Península.

La Junta Provisional Gubernativa se instaló, declaró la independencia nacional, nombró la Regencia y ésta, a su vez,

54 Art. 5.

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asumió el poder ejecutivo, habiendo electo presidente de la misma a Agustín de Iturbide.

La Regencia gobernó en nombre de Fernando VII, no en calidad de rey de España, sino de presunto o virtual monarca o emperador de México, al tenor de la Constitución de Cádiz y demás legislación vigente, en todo lo que no se opusiera al Plan de Iguala y al Tratado de Córdoba, y dispuso que se convocara a las Cortes mexicanas, conforme al método que determinara la Junta Provisional Gubernativa.

El poder legislativo residiría en las Cortes (mexicanas); pero mientras éstas se reunían, estaría depositado en la propia Junta Provisional Gubernativa, que quedó encargada de expedir la convocatoria respectiva.

Movimiento paralelo de las diputaciones provinciales

Mientras tanto, tomando en cuenta que en agosto de 1821 to-davía no se recibía el decreto de las Cortes españolas publicado en mayo anterior, por el que se autoriza a todas y cada una de las intendencias a que erijan su propia diputación provincial, Puebla solicitó permiso a Iturbide para establecer la suya, éste accedió y el 1º de septiembre eligió a sus siete diputados provinciales.

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Chiapas, que formaba parte de Guatemala, formó el 3 de septiembre su propia diputación provincial, que quedó ins-talada el 19 de octubre siguiente.

La Regencia, bajo la presidencia de Agustín de Iturbi-de, al convocar a elecciones el 21 de noviembre para establecer las Cortes (mexicanas), ordenó igualmente que se eligieran di-putaciones provinciales donde no las hubiera.55 Las instrucciones expedidas por la Junta Provisional Gubernativa para celebrar dichas elecciones disponen que las diputaciones provinciales existentes continúen en el ejercicio de sus funciones; que se establezcan inmediatamente en las provincias que aún no las tengan, y que el Congreso Nacional, al instalarse, designe las demás que considere convenientes.

Conforme a dichas Instrucciones, el 29 de enero de 1822 se eligieron diputaciones provinciales en ocho entidades: Mé-xico, Puebla, Oaxaca, Valladolid, Guanajuato, Veracruz, San Luis Potosí y Tlaxcala, además de las cuatro previamente es-tablecidas en Zacatecas, Guadalajara, Chiapas y Yucatán, y de las otras cuatro que formaban Sonora con Sinaloa, Chihuahua con Durango, y Nuevo-León con Coahuila/Texas, para hacer un total de dieciséis. Las provincias de Querétaro, Tabasco/55 Dublán y Lozano, Decreto número 257 sobre convocatoria a Cortes, noviembre 17 de 1821. De los diputados que se eligieran, tres debían tener calidades especiales: “un eclesiástico del clero secular, otro militar natural o extranjero, y otro magistrado, juez de letras o abogado”. Además, ciertas provincias, como la de Michoacán también debía elegir forzosamente un labrador.

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Campeche, Nuevo México y Nueva Santander (Tamaulipas) fueron omitidas; pero el Congreso estaba dotado de facultades para ordenar su formación.

En marzo de 1822, la provincia de Nuevo Santan-der (Tamaulipas) estableció por sí misma su diputación pro-vincial, solicitó al recién instalado Congreso Constituyente mexicano que legalizara el hecho y éste así lo haría. Y en abril, Nuevo México también estableció de facto su propia diputa-ción, la cual no alcanzó a ser legalizada por el Congreso; pero quedó instalada. En total, pues, quedaron establecidas diecio-cho diputaciones provinciales.

En julio siguiente, Sinaloa-Sonora, Durango-Chi-huahua, y Coahuila-Nuevo León-Texas, que antes compar-tían la misma diputación provincial, propusieron que se les permitiera establecer cada una, separadamente, la suya propia; Nuevo México insistió en que se reconociera la diputación provincial que ya había instalado, y en agosto, Tabasco propu-so tener igualmente su propia diputación provincial, separada de la de Mérida.

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Abolición de la Constitución de Cádiz

Estando en espera de la respuesta de Fernando VII o algún otro miembro de la dinastía reinante sobre su aceptación o no al trono imperial de México, el Congreso Constituyente se reunió en una sola cámara el 24 de febrero de 1822 -no en dos como estaba previsto por la convocatoria- y adoptó como forma de gobierno la monarquía moderada constitucional, con la denominación de imperio mexicano.56

Además, aprobó unas Bases Constitucionales, según las cuales, “no conviniendo queden reunidos el poder legislativo, ejecutivo y el judiciario”, se depositan, el primero, en el Con-greso; el segundo, en la Regencia, “y el Judiciario, en los tribu-nales existentes”.57 De esta suerte, aunque no se declaró expre-samente la división de poderes, la forma de gobierno imperial se organizó conforme a dicho principio.

56 Bases Constitucionales aceptadas por el Segundo Congreso Mexicano, de 24 de febrero de 1822, párrafo tercero. Se tituló “segundo” congreso, no Cortes Mexicanas, como estaba mandado por la convocatoria, ni primer congreso o simplemente congreso, probablemente porque dio por válido que el primer congreso había sido el que se instaló en Chilpancingo en 1813 y promulgó la Constitución de Apatzingán de 1814. Más tarde, por decreto de 8 de abril de 1823, el “segundo congreso” derogaría el párrafo tercero de las Bases Constitucionales que establecen la forma imperial de gobierno, por lo que la Nación quedó en libertad para constituirse en la forma que considerara conveniente. En 1824, un nuevo Congreso Constituyente establecería la república democrática representativa federal.

57 Bases Constitucionales, párrafo quinto.

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Habiéndose decidido establecer el Imperio Mexica-no, que corría desde Nuevo México y la Alta California hasta Costa Rica y sus límites con Panamá, que pertenecía a Nueva Granada, Fernando VII no aceptó el trono de México, ni nin-gún otro de los príncipes de la casa real, por lo que el Congreso resolvió el 19 de mayo siguiente elegir Emperador a Agustín de Iturbide; pero pronto ocurrieron constantes conflictos entre los dos poderes -el Congreso y el Emperador-, hasta que su confrontación se resolvió el 31 de octubre de 1822 con la diso-lución del Congreso por parte del Emperador, quien formó su propia asamblea representativa con diputados adictos a él, a la que tituló Junta Nacional Instituyente.

El 18 de diciembre de 1822, la Junta Nacional Institu-yente, formada por diputados del Congreso disuelto, adictos a Iturbide o que aceptaron apoyarlo, expidió el Reglamento Po-lítico Provisional del Imperio Mexicano, que se publicó el 10 de enero de 1823.

Dicho ordenamiento constitucional dispone que se mantengan las diputaciones provinciales, lo mismo que los je-fes políticos, los ayuntamientos y demás autoridades constitui-das; pero declara abolida la Constitución Política de la Monar-quía Española.58

58 Reglamento Político Provisional del Imperio Mexicano, 10 de enero de 1823, Art. 1.

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A partir del 10 de enero de 1823, por consiguiente, la Constitución de Cádiz dejó de surtir efectos en el Imperio Mexicano independiente.

Morelia, Michoacán, verano de 2013.

* josé Herrera peña es Licenciado en Derecho por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; Doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de La Habana; Profesor de la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UMSNH y autor de varias obras, entre ellas, Michoacán. Historia de las Instituciones Jurídicas; Una nación, un pueblo, un hombre; Soberanía, representación nacional e independencia en 1808; Morelos ante sus jueces, y otras.

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La defensa de la Constitución de Cádiz y su recepción en el constitucionalismo

michoacano

1. introducción

Los primeros años del siglo XIX en España se vieron marcados por los sucesos iniciados en 1808, derivados de la intromisión de los franceses en España y las ab-

dicaciones obligadas por parte de Carlos IV y Fernando VII. Por lo anterior se inició en España un movimiento por defen-der su soberanía. En ese contexto de incertidumbre se convo-có en 1810 a Cortes Generales y Extraordinarias con el fin de elaborar un documento constitucional que hiciera frente a tan adversa situación.1 1 La Instrucción que deberá observarse para la elección de Diputados de Cortes de 1 de enero de 1810 señala: “La elección de Diputados de Cortes es de tanta gravedad e importancia, que de ella depende el acierto de las resoluciones y medidas para salvar la patria, para restituir al Trono a nuestro deseado Monarca, y para restablecer y mejorar una Constitución que sea digna de la Nación española”. El texto íntegro puede consultarse

Francisco raMos Quiroz*

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La reunión tuvo lugar en la Real Isla de León (hoy San Fernando), el 24 de septiembre de 1810 y se contó con la par-ticipación de representantes de los diferentes reinos, aunque como indica Miguel Artola, tal vez hubiera convenido más el nombre de Convención bajo la acepción del Diccionario de la Academia, pues hubo representación de todos los reinos de la monarquía.2 La primera intervención en las Cortes correspon-dió a don Diego Muñoz Torrero, quien en su célebre discurso sentó las bases de lo que posteriormente sería la carta gaditana, paradigma constitucional que abonaría al desmantelamiento del Antiguo Régimen. Sobre los cuatro puntos que mencionó en su discurso: 1. Representación de la Nación española en la Cortes en las que residía la soberanía; 2. Reconocimiento del Rey Fernando VII declarando nula su cesión; 3. Procedencia de la separación de poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judicial, recayendo el primero en la Cortes y 4. La entrega interina del Poder Ejecutivo al Consejo de Regencia, José Antonio Escu-dero sostiene que:

En el fondo, esos cuatro principios se reducían a dos: asun-

ción de la soberanía por el pueblo y división de poderes. Un

verdadero terremoto que, en pocos minutos, dinamitó más

en: Fernández Martín, Manuel, Derecho parlamentario español, Imprenta de los hijos de J. A. García, Madrid, 1885, t. II, pp. 574-590.

2 Artola, Miguel, “Cortes y Constitución de Cádiz”, en: Cortes y Constitución de Cádiz 200 años, dirección de Escudero, José Antonio, t. I, Madrid, Espasa, 2011, p. 4.

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de tres siglos de monarquía absoluta. Las Cortes, encarna-

ción de la soberanía nacional, no reconocían ningún poder

superior y el propio rey quedaba subordinado a ellas. Y esas

Cortes, además, no eran ni de la monarquía, ni de las coro-

nas, ni de los reinos, como hasta entonces, sino de la nación

española.3

De esta forma en España se comenzaba a hacer pre-sente el constitucionalismo en sentido moderno, mismo que se materializaría en los siguientes años y con lo cual nacería también la necesidad de buscar las formas de mantener la plena vigencia y observancia de la Constitución.

La forma en que el asunto fue tratado por los españoles tuvo un gran impacto en México, tanto en el ámbito federal como en el local. De manera particular se puede decir que en Michoacán dicho sistema fue adoptado literalmente y subsistió en la Constitución local hasta bien entrado el siglo XX.

Por lo anterior, el presente trabajo tiene como finalidad realizar una serie de reflexiones sobre los mecanismos que se establecieron en la Constitución Política de la Monarquía Espa-ñola de 1812 para llevar a la práctica la defensa de la Consti-tución y mantener la supremacía de ésta, así como la influencia que este sistema ejerció en el constitucionalismo michoacano, al marcar el rumbo del control constitucional en la entidad.

3 Escudero, José Antonio, introducción, Ibídem, p. XXXII.

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2. La Constitución Política de la Monarquía

española de 1812 y su defensa

Las Cortes Generales y Extraordinarias sesionaron durante cin-co meses en la Real Isla de León, posteriormente se trasladaron a Cádiz4 tomando como sede el Oratorio de San Felipe Neri. A pesar de las difíciles condiciones que presentaba el momento por la presencia napoleónica en la península ibérica5, los cons-tituyentes concluyeron su obra y el 19 de marzo de 1812 fue promulgada la Constitución Política de la Monarquía Española.6

El texto gaditano resulta indispensable para entender el constitucionalismo mexicano, pues más allá de los dos periodos en que tuvo de vigencia en la Nueva España (1812-1814 y a partir de 1820), se convirtió en un referente por tratarse del primer texto de esa naturaleza en México y por tal motivo fue notable la influencia que tuvo dicho documento en las cons-tituciones federales y locales posteriores a la Independencia,

4 Decreto XXXVI de 18 de febrero de 1811. Colección de los decretos y órdenes que han expedido las cortes generales y extraordinarias desde el 24 de mayo de 1812 hasta 24 de febrero de 1813. Mandada publicar de orden de las mismas, t. I, Cádiz, Imprenta Nacional, 1813. (facsímil) Madrid, 1987, p. 107.

5 Sobre el contexto general de la época en Cádiz puede consultarse: Solís, Ramón, El Cádiz de las cortes, la vida en la ciudad en los años de 1810 a 1813, Madrid, Silex, 2000.

6 Entre los diputados electos en la Nueva España para formar parte de las Cortes Generales y Extraordinarias de 1810 figura el de Valladolid de Michoacán, José Cayetano de Foncerrada y Urribarri, quien por cierto jamás regresó a México, pues se quedó en España donde fungió como deán de la Catedral del Lérida.

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e inclusive mantuvo su vigencia después de ese periodo por algún tiempo, como ha sostenido entre otros José Barragán.7

Ahora bien, en razón del objetivo del presente apartado nos limitaremos a exponer brevemente la cuestión relacionada con la defensa de la Constitución en el texto doceañista.

En ese sentido cabe señalar que, como afirma Marta Lorente Sariñena, la Constitución nació con la consciencia de ser norma suprema, de modo que “los constituyentes se plantea-ron la necesidad de garantizar la eficacia de la Constitución”.8 Así, el texto gaditano muestra el gran interés de los constitu-yentes por el cumplimiento de los postulados de su obra, por lo que al inicio de la misma se consagra la obligación de los españoles de respetarla, pues el artículo séptimo de dicho texto señala: “Todo español está obligado a ser fiel a la constitución, obedecer las leyes y respetar las autoridades establecidas”.

Como resulta lógico, las principales obligadas a res-petar el texto constitucional eran las propias autoridades. En atención a ello se previó la obligación de los funcionarios de realizar un juramento antes de comenzar a ejercer sus labores, de manera que tanto los diputados de las Cortes, el rey, los

7 Barragán Barragán, José, “Masiva vigencia de las leyes gaditanas en México después de consumada su independencia”, Constitución Política de la Monarquía Española de 1812 (facsimilar), México, Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, 2012, pp. 45-61.

8 Lorente Sariñena, Marta, Las infracciones a la constitución de 1812, un mecanismo de defensa de la Constitución, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1988, p. 23.

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miembros del consejo de estado, etcétera, todos estaban obli-gados a jurar, guardar y hacer guardar la Constitución.9 En ese sentido, los constituyentes de Cádiz fueron muy cuidadosos de prever alguna omisión en su desempeño y por ello dejaron de manifiesto su voluntad de que todo funcionario rindiera dicha protesta al establecer: “Toda persona que ejerza cargo público, civil, militar o eclesiástico, prestará juramento al tomar pose-sión de su destino, de guardar la constitución, ser fiel al rey y desempeñar debidamente su encargo”.10

Como afirma Marta Lorente, la propia publicación de la Constitución y el juramento de la misma fueron un auténti-co ejercicio de educación popular, pues al tiempo que pretendió dignificar a los individuos a través del reconocimiento de sus derechos, también imponía una estructura y organización es-tatal ajena a varias tradiciones españolas, todo lo cual se trató de interiorizar como si se tratara de una nueva religión laica.11

La obligación de cumplir la Constitución no quedaba limitada solamente al juramento que realizaban los funciona-rios, sino que se preveían los casos en que se les podría fincar alguna responsabilidad por violaciones a ésta. En ese tenor, la carta gaditana estableció de manera expresa algunos casos, por 9 Artículos 117, 173, 241, Constitución Política de la Monarquía Española de 1812.

10 Ibídem, artículo 374.

11 Lorente Sariñena, Marta, “El juramento constitucional”, Anuario de Historia del Derecho Español, t. LXV, Madrid, 1995, p. 632.

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ejemplo el de los secretarios de despacho, sobre quienes dispu-so: “Los secretarios del despacho serán responsables a las cortes de las órdenes que autoricen contra la constitución o las leyes, sin que les sirva de excusa haberlo mandado el rey”,12 lo cual no significó de ninguna forma que las demás autoridades no pudieran ser sujetas a responsabilidad.

Sobre la forma de proceder en este tipo de violaciones por parte de los secretarios, la Constitución establece que co-rresponde a las Cortes hacer la declaración para la formación de la causa y que por ese mismo acto se entendería al secretario por suspendido del cargo y se le pondría a disposición del Tri-bunal Supremo de Justicia, el cual se encargaría de la sustancia-ción del asunto conforme a las leyes, lo cual en términos reales se limitaba a imponer la sentencia respectiva.13

Cabe señalar que el 4 de septiembre de 1813, las Cortes aprobaron el Reglamento para el Gobierno Interior de la Cortes, mis-mo que establece una serie de comisiones para facilitar el curso y despacho de los negocios. En ese sentido, el artículo LXXX esta-blece entre otras comisiones la denominada de “Examen de casos en que haya lugar a la responsabilidad de los empleados públicos por denuncia hecha a las Cortes de infracción de la Constitución”.14

12 Artículo 226, Constitución Política de la Monarquía Española de 1812.

13 Ibídem, artículos 228 y 229.

14 Colección de los decretos y órdenes que han expedido las cortes generales y extraordinarias desde el 24 de mayo de 1812 hasta 24 de febrero de 1813. Mandada publicar de orden de las

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La cuestión de las infracciones a la Constitución no fue una labor sencilla, por la novedad que implicaba en sí misma, lo cual generaba con frecuencia dudas entre los propios órganos que se encargaban de llevar a la práctica dicho control constitu-cional. Fue hasta el llamado Trienio Liberal cuando se expidió una ley que resolvió las dudas sobre tan importante actividad. Nos referimos a la Ley sobre responsabilidad de los infractores de la Constitución del 17 de abril de 1821, de la cual Marta Loren-te hace un interesante estudio.15

En términos generales podemos decir que en la Consti-tución de Cádiz se previó un control constitucional de carácter político, es decir, encomendado al Legislativo que recaía en las Cortes, y el Poder Judicial, depositado en los tribunales, parti-cipaba únicamente para hacer efectiva la responsabilidad de los infractores de la Constitución. En primer lugar encontramos una de las disposiciones que nos da la pista de lo anterior, al establecerse entre las facultades de la Diputación Permanente: “Primera. Velar sobre la observancia de la constitución y de las leyes, para dar cuenta a las próximas cortes de las infracciones que haya notado”.16

mismas, t. III, Cádiz, Imprenta Nacional, 1813, p. 191.

15 Lorente Sariñena, Marta, op. cit., nota 8, pp. 52 y ss.

16 Artículo 160, Constitución Política de la Monarquía Española de 1812.

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Así, podemos entender que la Diputación Permanente de Cortes tenía la obligación de velar por la observancia de la Constitución y sus leyes, pero lo más importante fue el estable-cimiento de la obligación de esta Diputación Permanente de dar cuenta a las Cortes sobre las infracciones en la observancia de ésta que fueran advertidas por la misma. Una atribución similar a la anterior se establecía para las Diputaciones Pro-vinciales en el siguiente sentido: “Artículo 335. Tocará a estas diputaciones: Noveno. Dar parte a las cortes de las infracciones de la constitución que se noten en la provincia”.

De modo que puede observarse la presencia de dos ór-ganos políticos encargados de observar que se cumpla la Cons-titución: la Diputación Permanente de Cortes y las Diputa-ciones Provinciales, aunque correspondía propiamente a las Cortes resolver en definitiva.

Inclusive, no sólo se encomendaba a los ciudadanos guar-dar la Constitución, sino que además se preveía la posibilidad de éstos para reclamar su observancia, conforme al siguiente artícu-lo: “Todo español tiene derecho de representar a las cortes o al rey para reclamar la observancia de la constitución”.17 No obs-tante, aunque se señala al rey como instancia encargada de cono-cer el reclamo de los particulares, correspondía exclusivamente a las Cortes conocer y decidir sobre la materia en definitiva.

17 Ibídem, artículo 373.

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Pasemos ahora al estudio del último artículo en orden de aparición que hace referencia al control constitucional. Su papel es fundamental, pues nos deja ver de manera clara la atri-bución de las Cortes para ejercer dicho control, al señalar: “Las cortes en sus primeras sesiones tomarán en consideración las infracciones de la constitución que se les hubieren hecho pre-sentes, para poner el conveniente remedio y hacer efectiva la responsabilidad de los que hubieren contravenido a ella”.18

De la lectura del artículo anterior, no queda duda que el control constitucional estaba planeado para ser ejercido por el Poder Legislativo, depositado en las Cortes, el cual debería tomar en consideración las infracciones constitucionales que le hubieran sido presentadas por la Diputación Permanente, las Diputaciones Provinciales e inclusive por los ciudadanos. De esta forma las Cortes pondrían el conveniente remedio, es decir, ejercerían el control constitucional y ordenarían además se hiciera efectiva la responsabilidad de los infractores de la Constitución, turnándose los casos respectivos al Supremo Tri-bunal de Justicia. De este modo se ejercería el control constitu-cional, se restablecería el orden constitucional y se haría efecti-va la responsabilidad de los infractores.

Resulta importante comentar que al presentarse la pri-mera parte del proyecto de Constitución, y en relación con el

18 Ibídem, artículo 372.

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papel de las Cortes como encargadas del control constitucio-nal, el propio diputado Agustín de Argüelles, en nombre de la Comisión de Constitución, expuso lo siguiente en su célebre discurso preliminar:

Las Cortes, como encargadas de la inspección y vigilancia de

la Constitución, deberán examinar en sus primeras sesiones

si se haya o no en observancia en todas sus partes. A este fin

nada puede conspirar mejor que el que todo español pueda

representar a las Cortes o al Rey sobre la inobservancia o

infracción de la ley fundamental. El libre uso de este derecho

es el primero de todos en un Estado libre. Sin él no puede

haber patria, y los españoles llegarían bien pronto a ser pro-

piedad de un señor absoluto en lugar de súbditos de un Rey

noble y generoso.19

Como puede observarse, los constituyentes de Cádiz expresaron su voluntad de que el texto constitucional fuera cumplido tanto por las autoridades como por los ciudadanos, de modo que a las autoridades las obligó a jurar guardar y hacer guardar la Constitución, y a los ciudadanos les ordenó respetarla, e inclusive los facultó para acudir a exigir su vigencia en caso de notar alguna violación, lo cual hicieron en varias ocasiones, tal como ha demostrado Marta Lorente, quien comenta que 19 Argüelles, Agustín de, Discurso preliminar a la Constitución de 1812, introducción de Luis Sánchez Agesta, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid, 2011 (edición electrónica), p. 126.

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existen más de mil expedientes sobre el tema en el Archivo del Congreso de los Diputados en Madrid.20

Las infracciones de la Constitución que se hacían pre-sentes a las Cortes eran sobre temas variados e involucraban diferentes autoridades. A manera de ejemplo podemos citar el famoso caso Fitzgerald analizado por Víctor Fairén Guillén. El asunto tomó lugar en la Real Isla de León a mediados de 1813, cuando don Gregorio Fitzgerald fue víctima de allanamiento de morada y detención arbitraria por parte de una autoridad militar, ante lo cual acudió en varias ocasiones y con mucha insistencia a denunciar las infracciones a la Constitución. Inclusive llegó a ser aprisionado por amenazar a las Cortes a través de una carta, en la cual manifestaba que nada lo detendría para exigir que se leyera su representación o que él mismo lo haría ante dicho órgano, lo cual desembocó en el encarcelamiento que se le decretó para evitar que violentara el orden de las Cortes. Lamentablemente no se tiene registro de la conclusión del asunto.21

Existe otro caso que resulta mucho más interesante, para efectos del presente trabajo, pues tuvo lugar en nuestro país y llegó hasta España durante la vigencia de la Constitución

20 Lorente Sariñena, Marta, “Las resistencias a la ley en el primer constitucionalismo mexicano”, Garriga, Carlos y Lorente Sariñena, Marta, Cádiz, 1812 la constitución jurisdiccional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007, p. 416.

21 Fairén Guillén, Víctor, “Las relaciones entre el poder legislativo y el judicial y al infracciones a la constitución de 1812 (en torno al caso Fitzgerald)”, Temas del ordenamiento procesal, t. I Historia. Teoría general, Madrid, Tecnos, 1969, pp. 173-194.

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de Cádiz. El caso ocurrió en el Reino de Nueva Galicia, específicamente en Guadalajara. El asunto giró en torno a una supuesta infracción de la Constitución y sus leyes realizada por el Tribunal de la Audiencia, mismo que trató de imponer a los alcaldes constitucionales la obligación de acudir a las visitas públicas semanales a las cárceles mediante el auto de fecha 5 de enero de 1821, llegando inclusive a fijarles una multa posteriormente. El expediente fue promovido ante la diputación provincial de Guadalajara a petición del Ayuntamiento Constitucional de Guadalajara. Después y por conducto de la Diputación Permanente llegó a las Cortes.22 Este ejemplo nos permite ver que el sistema de control constitucional diseñado por los constituyentes gaditanos sí fue puesto en práctica y tuvo efectos en ultramar durante la vigencia de la Constitución.

Como puede observarse, los constituyentes de Cádiz expresaron su voluntad de que el texto constitucional fuera cumplido tanto por las autoridades como por los ciudadanos, de modo que a las autoridades las obligó a jurar guardar y hacer guardar la Constitución y a los ciudadanos les ordenó respetar-la, e incluso los facultó para acudir a exigir su vigencia en caso de notar alguna violación. Ese fue a grandes rasgos el sistema

22 Archivo del Congreso de los Diputados (Madrid), Exposición de la Diputación provincial y Ayuntamiento de Guadalajara en Ultramar (Nueva Galicia), en queja de infracciones de Constitución cometidas por la autoridad del territorio, serie general, legajo 40, expediente 46, signatura P-01-000040-0046.

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de control constitucional previsto en la Constitución Política de la Monarquía Española de 1812, mismo que tuvo un gran im-pacto en México y en los Estados de la República, especial-mente en Michoacán, como se verá en el siguiente apartado.

3. La defensa de las constituciones michoacanas

y la recepción del modelo gaditano

Tres textos constitucionales locales se han puesto en vigor en el Estado de Michoacán, a partir de la consumación de la Inde-pendencia, cuya promulgación tuvo lugar al año siguiente de ser expedidas las constituciones generales: 1825, 1858 y 1918. De forma general, la Constitución de Cádiz tuvo un gran impacto en el constitucionalismo michoacano, aunque en tratándose de la defensa de la Constitución, la influencia prácticamente per-vivió en los textos constitucionales hasta bien entrado el siglo XX, como se verá a continuación.

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A. Constitución Política del estado Libre

Federado de Michoacán de 1825

El 19 de julio de 1825 fue sancionada la Constitución Política del Estado de Michoacán.23 Tal como ocurrió en otros Estados de la República e inclusive en el ámbito federal, la Constitución de Cádiz ejerció una fuerte influencia, la cual puede observarse en la simple lectura de los textos legales respectivos. En materia de defensa de la Constitución, prácticamente se adoptaron los ar-tículos del texto gaditano de manera literal, pues solamente se cambió el nombre de las autoridades. En ese sentido, se previó un sistema de tipo político; es decir, encomendado al Legisla-tivo, y el Poder Judicial participa únicamente para hacer efecti-va la responsabilidad de los infractores de la Constitución. De modo que el constituyente local siguió los postulados del texto doceañista. Se estableció el juramento constitucional al señalar expresamente la obligación de las autoridades de velar por el cumplimiento de la Constitución y se previeron las responsa-bilidades para éstas en caso de infracción.

El texto michoacano de 1825 estableció dispositivos similares a los de la Constitución de Cádiz en materia de control constitucional; por ejemplo el artículo 43 establece

23 Coromina, Amador, Recopilación de leyes, decretos, reglamentos y circulares expedidas en el estado de Michoacán, t. I, Morelia, imprenta de los hijos de I. Arango, 1886, p. 99.

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la obligación de la Diputación Permanente de velar por la observancia de la Constitución federal y de la Constitución del Estado, así como de las leyes que se derivan de éstas; de modo que esta Diputación tendría que dar cuenta al Congreso de las infracciones que notara, pues ésta era el órgano encargado de conocerlas y dictaminarlas, en plena sintonía con el texto doceañista.

De igual forma se establece una atribución similar para el Consejo de Gobierno, órgano del Poder Ejecutivo, consis-tente en lo siguiente: “Las atribuciones del consejo, son: Se-gunda: velar sobre el cumplimiento de la constitución y las le-yes, y dar parte al Congreso de las infracciones que notare con el expediente que forme”.24 Tal como en la Constitución gadi-tana, en la carta michoacana de 1825 también se establecieron dos órganos políticos encargados de observar que se cumpla la Constitución, uno, el Consejo de Gobierno, dependiente del Ejecutivo, y el otro, la Diputación Permanente, prolongación del Legislativo en los periodos de receso del Congreso, aunque corresponde al Congreso conocer de los asuntos en esta mate-ria para resolver en definitiva. El Consejo de Gobierno debía formar un expediente sobre la infracción respectiva, la cual se-ría atendida por el Congreso.25

24 Artículo 85, Constitución Política del Estado Libre Federado de Michoacán de 1825.

25 La actuación del Consejo de Gobierno en Michoacán respecto del control

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Quizás el artículo más contundente en materia de con-trol constitucional y que permite observar claramente el sis-tema por órgano político contenido en la Constitución es el siguiente:

215. El Congreso en sus primeras sesiones tomará en consideración las infracciones de constitución, que se le hubieren hecho presentes, para poner el conveniente remedio, y que se haga efectiva la res-ponsabilidad de los infractores. Nótese la coincidencia de esta disposición con el artículo

372 de la carta gaditana, el cual ya fue señalado en el apartado anterior.26 La Constitución michoacana de 1825, pues, poseía un sistema de control constitucional diseñado para ser ejercido por el Poder Legislativo, representado por el Congreso, al que le correspondía resolver las infracciones constitucionales que le hubieran sido presentadas por la Diputación Permanente, el Consejo de Gobierno, el titular del Poder Ejecutivo e inclusive los

constitucional está prácticamente inexplorada, con excepción del trabajo de Jaime Hernández Díaz, El consejo de gobierno en la constitución de Michoacán de 1825 y el control constitucional, en el cual analiza las actas de este cuerpo colegiado, cuyos originales pueden consultarse en: Actas del consejo de gobierno del estado de Michoacán (1825-1831), Biblioteca “Luis Chávez Orozco”, sección documentos del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, fondo manuscritos michoacanos, caja 19, expedientes 1-2.

26 Artículo 372 de la Constitución Política de la Monarquía Española de 1812: “Las cortes en sus primeras sesiones tomarán en consideración las infracciones de la constitución que se les hubieren hecho presentes, para poner el conveniente remedio y hacer efectiva la responsabilidad de los que hubieren contravenido a ella”.

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ciudadanos. De esta forma, el Congreso pondría el conveniente remedio, es decir, ejercería el control constitucional y ordenaría además se hiciera efectiva la responsabilidad de los infractores de la Constitución, turnándose los asuntos respectivos al Poder Judicial.

A manera de ejemplo del control constitucional ejer-cido por el Congreso, podemos mencionar el decreto número 46, dictado el 19 de agosto de 1830, en el cual se manifiesta expresamente: “Se declara anticonstitucional la terna para go-bernador del Estado hecha por la junta electoral en 1º de junio de 1829”.27

La responsabilidad de los infractores de la Constitu-ción fue un tema que el constituyente michoacano atendió de manera muy precisa, pues señaló los diferentes supuestos en los cuales los titulares de los órganos de gobierno podrían incurrir en responsabilidad y aquellos casos en que estarían obligados a exigir se cumpliera la misma. En ese sentido se estableció con relación a las obligaciones del gobernador lo siguiente: “Séptimo: pedir se exija la responsabilidad a los secretarios del gobierno general, en caso que comuniquen alguna orden con-traria a la constitución del Estado”.28

27 Coromina, Amador, Recopilación de leyes, decretos, reglamentos y circulares expedidas en el estado de Michoacán, t. IV, Morelia, imprenta de los hijos de I. Arango, 1886, p. 64.

28 Artículo 74, Constitución Política del Estado Libre Federado de Michoacán de 1825.

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Sobre los miembros del Consejo de Gobierno se dispu-so: “86. Los individuos del Consejo son responsables de todos sus procedimientos en el desempeño de las funciones de su encargo, y principalmente por consultas contrarias a la consti-tución o leyes del Estado”.

Otro caso de responsabilidad fue el relacionado con el secretario de gobierno, pues como todas las órdenes del goberna-dor debían autorizarse por éste, se estableció: “92. Será responsa-ble de las que autorice contra la Constitución y leyes del Estado, sin que le sirva de excusa haberlo mandado el gobernador”.

Debe destacarse que a lo largo del texto constitu-cional, como ya se ha señalado anteriormente, abundan los artículos que establecen la obligación de las autoridades de velar por el cumplimiento de la Constitución, lo cual nos da una idea de la importancia que ello revestía para el consti-tuyente. En ese sentido podemos observar dicha obligación encomendada a la Diputación Permanente por el artículo 43 punto primero, al Consejo de Gobierno por el artículo 85, fracción II y al Gobernador mismo, al tenor del siguiente ar-tículo: “73. Las atribuciones de gobernador son: Sexta, velar sobre el puntual cumplimiento, tanto de esta constitución, como de la general, y de las leyes y decretos de la Federación y del Congreso del Estado, y expedir las órdenes correspon-dientes para su ejecución”.

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Una figura importantísima contemplada en la Consti-tución, encomendada al Poder Legislativo y que guarda rela-ción con las responsabilidades de los servidores públicos, fue la de fungir como gran jurado; al respecto se dispuso:

42. Pertenece exclusivamente al Congreso: Cuarto: conocer en calidad de gran jurado, en el modo que disponga el reglamento interior, para declarar si ha o no lugar a formación de causa, en las acusaciones que se hagan contra los diputados, gobernador, vice-gobernador, consejeros, secretario del despacho, individuos del supremo tribunal de justicia, y tesorero general, por los delitos que come-tan durante su comisión. De esa forma, una vez que se hubiera dado la declara-

toria para la formación de causa en contra de los funcionarios descritos, correspondería a la sección extraordinaria del Su-premo Tribunal de Justicia conocer del asunto.29 Recordemos que éste estaba integrado por dos secciones, una denominada permanente, la cual se encargaba de conocer en tercera instan-cia de los negocios ordinarios, y otra que recibía el nombre de extraordinaria, la cual se encargaba de conocer de las causas promovidas contra los funcionarios públicos.

29 Artículos 138, 141 y 143, Constitución Política del Estado Libre Federado de Michoacán de 1825.

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Resulta importante señalar que al encargarse a la sec-ción extraordinaria del Supremo Tribunal de Justicia el conoci-miento de las causas promovidas contra funcionarios públicos, éste participaba en el control constitucional haciendo efectiva la responsabilidad de los infractores.

Como se ha venido señalando, la base del control cons-titucional radica en la interpretación de la Constitución mis-ma; en ese sentido, el constituyente local fue claro al establecer la atribución de interpretación constitucional únicamente al Congreso, de acuerdo con el artículo siguiente: “216. Sólo el Congreso podrá resolver las dudas que ocurran sobre la inteli-gencia de los artículos de esta constitución”.

Cabe señalar que inclusive se expresó de manera direc-ta la incompetencia del Poder Judicial para interpretar las le-yes, conforme a los siguientes artículos: “117. Los tribunales no podrán ejercer otras funciones, que las de juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado.” Y “118. No podrán interpretar las leyes, ni suspender su ejecución”. Como consecuencia de dicha prohibi-ción se estableció lo siguiente respecto a la sección permanente del Supremo Tribunal de Justicia:

140. Corresponde a esta sección:Sexto: oír las dudas de los otros tribunales y jueces sobre la in-

teligencia de alguna ley, y consultar sobre ellas al Congreso por

conducto del gobierno, quien las acompañará con su informe.

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Así, conforme a la ingeniería constitucional adoptada por el constituyente local michoacano, y a diferencia de las dis-posiciones constitucionales que prevalecen en el ámbito federal desde 1857 hasta el presente, el Poder Legislativo era el único facultado para interpretar las leyes, principalmente la Cons-titución. El Poder Judicial carecía de dicha facultad y por el contrario era responsable únicamente de impartir justicia en lo civil y en lo criminal, por lo que en materia de control constitu-cional únicamente se limitaba a juzgar sobre la responsabilidad de los infractores de la Constitución.

B. Constitución Política del estado de

Michoacán de 1858

El 21 de enero de 1858, durante la gestión del Gobernador Santos Degollado fue aprobada la Constitución Política del Es-tado de Michoacán; sin embargo, entró en vigor hasta 1867, des-pués de la intervención francesa.30

Los constituyentes de 1858 fueron muy cuidadosos de establecer expresamente la obligación de velar por el cumpli-miento de la Constitución a ciertos funcionarios, por ejemplo la Diputación Permanente, sobre la que se establece: “Artículo

30 Tena Ramírez, Felipe, Michoacán y sus constituciones, Morelia, Impresiones Arana, 1968, p. 71.

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34. Pertenece a la Diputación permanente: I. Velar por la ob-servancia de la Constitución general, de la particular del Es-tado y por la de sus leyes, dando cuenta al Congreso con las infracciones que note”.

De esta forma los legisladores establecieron de nue-vo un sistema de control constitucional que descansaba en el Congreso, como ya había ocurrido en la Constitución de 1825, en atención a la influencia gaditana.

También se impuso al gobernador la obligación de velar por el cumplimiento de la Constitución: “Artículo 53. Son facultades y obligaciones del Gobernador: II. Velar por el puntual cumplimiento de esta Constitución, de la general de la República, y de las leyes o acuerdos de la Federación, expidiendo las órdenes correspondientes para que se cumplan”.

Algo que no podemos pasar de lado al hablar del con-trol constitucional en la Carta de 1858 es la supresión del Con-sejo de Gobierno y por tal motivo la falta de un órgano que contara con la facultad de hacer del conocimiento del Congre-so las infracciones constitucionales que notara, pues recorde-mos que en la Constitución de 1825 se previó que el Consejo de Gobierno informaría al Congreso sobre las infracciones que notare, sobre las cuales formaría un expediente que haría llegar a dicho órgano.

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El rasgo más importante a destacar es sin duda que, al igual que en la carta de 1825, el control constitucional se delegó al Poder Legislativo a través del Congreso del Estado, pues era éste el encargado de conocer y resolver las infracciones consti-tucionales, tal como establece el artículo 135 que a la letra dice:

Artículo 135. El Congreso en sus primeras sesiones tomará

en consideración las infracciones de esta Constitución que

se hubieren hecho presentes, para aplicar el conveniente re-

medio y disponer se haga efectiva la responsabilidad de los

infractores.Del mismo artículo se desprende la facultad del Con-

greso de disponer se hiciera efectiva la responsabilidad de los infractores, tarea que recaía en el Poder Judicial. Este artículo nos permite observar de manera muy clara la forma en que la Consti-tución Política de la Monarquía Española de 1812 seguía ejercien-do su influencia en materia de control constitucional, a pesar de los más de 40 años de diferencia entre ambos documentos.

Tomando en cuenta que la base del control constitucio-nal es la interpretación misma de la ley suprema, los constituyen-tes locales encomendaron de nueva cuenta tan importante tarea al Poder Legislativo, tal como establecen los siguientes artículos:

Artículo 30. Son facultades del Congreso: I. Dictar leyes para el Gobierno del Estado en todos los ramos de su administración interior, interpretarlas o de-

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rogarlas en caso necesario. Artículo 136. Sólo el Congreso podrá resolver las dudas que ocurran sobre la inteligencia de los artí-culos de esta Constitución.Inclusive se volvió a plasmar la prohibición expresa a los

Tribunales para realizar la interpretación de la ley, pues como señala la Constitución de 1858 en el artículo 71: “El poder judicial no podrá ejercer otras funciones que las de juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado en la parte que le corresponda. No podrá interpretar las leyes ni suspender su ejecución”. De este modo que se facultaba al Tribunal Supremo de Justicia para realizar la consulta respectiva sobre la inteligencia de alguna ley al Congreso conforme al artículo 76.

Debemos insistir en nuestra postura de que el control constitucional establecido en la carta de 1858 fue de carácter político, pues el órgano encargado de ejercerlo era el Congreso, el cual a su vez podía disponer que se hiciera efectiva la respon-sabilidad de los infractores de la Constitución por parte del Tribunal Supremo de Justicia del Estado, con lo cual se llevaba a sus últimas consecuencias el control constitucional.

Por último, resulta importante comentar que, al igual que en la Constitución de 1825, en la de 1858 se plasmó la obligación expresa para los habitantes del Estado de guardar la Ley suprema al tenor del siguiente artículo:

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134. Todos los habitantes del Estado sin excepción al-guna están obligados a guardar fielmente esta Cons-titución en todas sus partes, y ninguna autoridad podrá dispensar el cumplimiento de este deber. Cual-quier ciudadano tiene facultad de representar ante el Congreso o Gobernador reclamando su observancia.De igual forma, se volvió a establecer la posibilidad de

que cualquier ciudadano acudiera ante el Congreso o Gober-nador a reclamar su observancia, con lo cual queda manifiesta la importancia que para el constituyente significó el tratar de mantener la supremacía constitucional obligando a cumplirla no sólo a los funcionarios públicos, sino también a los ciuda-danos, lo cual demuestra además la pervivencia del sistema de control constitucional diseñado en Cádiz.

C. Constitución Política del estado Libre y

Soberano de Michoacán de Ocampo de 1918

La Constitución Política del Estado Libre y Soberano de Michoacán de Ocampo de 1918 fue aprobada el 31 de enero y promulgada el 5 de febrero del mismo año. No obstante, fue publicada en el Periódico Oficial del Estado por partes los días: 7, 10, 14, 17, 21,

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24 y 28 de febrero y 3, 7, 10 y 14 de marzo, todo ello de 1918.31 En materia de control de la Constitución el nuevo texto

establecía la atribución del Congreso de conocer y resolver las infracciones a la Constitución que le hicieren conocer las diferentes autoridades, por ejemplo la Diputación Permanente. En ese sentido, el artículo 172 constitucional del texto original establece: “El Congreso en sus primeras sesiones, tomará en consideración las infracciones de esta Constitución que se hubieren hecho presentes para aplicar el conveniente remedio, y disponer se haga efectiva la responsabilidad a los infractores”. No queda lugar a dudas de la forma en que en el ámbito local la Constitución y su control siguió cabalmente los postulados de la materia plasmados desde las constituciones del siglo XIX.

De esta forma, muchas cosas comenzaban a parecer ab-surdas, pues el desarrollo constitucional en el ámbito federal había trazado desde hacía varias décadas el destino de nuestro país. Así, el artículo 172 de nuestra carta local comenzaba a resultar polémico, pues facultaba al Congreso para conocer y resolver las infracciones a la Constitución, esto es, ejercer el control constitucional, mientras que en el ámbito federal esta situación había quedado resuelta a favor del Poder Judicial, que era el encargado de la defensa de la Constitución a través del 31 Herrera Peña, José, Michoacán. Historia de las instituciones jurídicas, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y Senado de la República, México, 2010, Colección Historia de las Instituciones Jurídicas de los Estados de la República, p. 209.

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juicio de amparo y de las controversias constitucionales.32 Ante los cambios en el contexto de nuestro país, el Go-

bernador de Michoacán David Franco Rodríguez presentó un proyecto de reformas a la Constitución del Estado, a fin de actualizar dicho texto, con más de cuatro décadas de vida. En la exposición de motivos del citado proyecto señaló:

El Código Político que hoy nos rige ha estado en vigor du-

rante más de 40 años, en cuyo lapso la sociedad mexicana ha

sufrido profundas transformaciones que exigen la revisión

de las leyes vigentes y, de manera especial, la modificación de

nuestra Ley Constitucional que contiene algunos preceptos

ya inoperantes en la actualidad, desde el punto de vista del

progreso jurídico y social de la nación; además, es urgente

ponerla en concordancia con las reformas y adiciones que por

el impulso del progreso del país, ha sufrido la Constitución

General de la República.33

Como puede verse, de manera general el proyecto de re-formas buscaba actualizar nuestra Constitución local mediante la desaparición de preceptos que en opinión del Gobernador re-sultaban inoperantes, pero de igual forma se buscaba establecer

32 Ramos Quiroz, Francisco, El control constitucional y la Suprema Corte de Justicia: una perspectiva histórica, 2ª ed., México, Ubijus, 2013.

33 Exposición de motivos del proyecto de reformas y adiciones a la Constitución Política, que presentó el gobernador constitucional del Estado, licenciado David Franco Rodríguez, a la LIV Legislatura, en Tena Ramírez, Felipe, Michoacán y sus constituciones, Morelia, Impresiones Arana, Gobierno del Estado de Michoacán, 1968, p. 137.

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otros nuevos que mantuvieran en consonancia el texto michoa-cano con el federal y que resultaran en beneficio de la sociedad.

De manera puntual sobre el tema que nos ocupa, el proyecto establece lo siguiente:

El último Título se refiere a la observancia e inviolabilidad

de la Constitución. En él se mejora el estilo del artículo 174,

y se suprimen los artículos corridos del 171 al 173, porque el

primero contiene disposiciones obvias, y los demás, porque se

considera que no son facultades exclusivas del Congreso las

que se concretan en los 172 y 173, especialmente la que se

contrae a la resolución de las dudas sobre la inteligencia de

los artículos de la Constitución, puesto que esto es facultad

privativa del Poder Judicial, y en este aspecto se introduje-

ron también reformas al artículo 36, fracción I, y 47 de la

Constitución en vigor.34 Así que mediante esta reforma se plantea eliminar, en-

tre otras cosas, aquella atribución exclusiva del Congreso del Estado de conocer y resolver las infracciones a la Constitución. Y por el contrario, ahora, lejos de tener el Poder Judicial la pro-hibición expresa de interpretar la ley, es una atribución de éste, marcada en el propio texto constitucional.

Esta reforma constitucional fue aprobada mediante el decreto número 13 del H. Congreso del Estado de Michoacán

34 Ibídem, p. 145.

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de Ocampo, publicado en el Periódico Oficial el 1º de febrero de 1960.35 Por la gran cantidad de artículos reformados, así como por la variedad de temas que tocó, esta reforma constitucional es una de las más importantes que ha experimentado nuestra carta local desde 1918.

Esta importante reforma constitucional no ha sido modificada, por lo que podemos concluir que el sistema de control constitucional previsto en el texto original de 1918 fue modificado en 1960 por resultar ya inoperante y contradictorio con el sistema de control constitucional previsto en el ámbito federal. Así, al desaparecer la facultad del Congreso michoacano para conocer sobre las violaciones a la Constitución del Estado, podemos decir que se generó un vacío en la materia, ya que dicha atribución no se depositó en ningún otro órgano. Cabe aquí señalar que cuando este cambio operó en el ámbito federal, dicha atribución se encomendó al Poder Judicial de la Federación, por lo que puede hablarse de una judicialización del control constitucional, pero en los Estados de la República esto no ocurrió sino hasta el año 2000, en que Veracruz estableció instrumentos de control constitucional local, de tipo jurisdiccional, abonando con ello a la armonización entre la justicia constitucional federal

35 Periódico Oficial del Gobierno Constitucional de Michoacán de Ocampo, tomo LXXXI, 1º de febrero de 1960, número 80, sección segunda.

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y local. No obstante, en Michoacán todavía carecemos de instrumentos eficaces para llevar a la práctica la defensa de la Constitución local.

* Francisco raMos Quiroz es Licenciado en Derecho y Maestro en Historia por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; Doctor en Derecho por la Univer-sidad Autónoma de Aguascalientes; Profesor y Coordinador Académico de la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Univer-sidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, y Defensor Titular de la Defensoría de los Derechos Humanos Universitarios Nicolaitas (ombudsman universitario). Autor de varias publicaciones en revistas, libros colectivos y de los siguientes libros: El control constitucional y la Suprema Corte de Justicia: una perspectiva histórica (2ª ed., Ubijus, 2013) y La defensa de la Constitución local en Michoacán: de la influencia gaditana al proceso de judicialización (2013).

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Fuentes

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Colección de los decretos y órdenes que han expedido las cortes generales y extraordinarias desde el 24 de mayo de 1812 hasta 24 de febrero de 1813. Mandada publicar de orden de las mismas, t. I, Cádiz, Imprenta Nacional, 1813. (facsímil) Madrid, 1987

Constitución Política de la Monarquía Española de 1812.Constitución Política del Estado Libre Federado de Michoacán de 1825.Constitución Política del Estado de Michoacán de 1858.Constitución Política del Estado Libre y Soberano de Michoacán de

Ocampo de 1918.

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Fernández Martín, Manuel, Derecho parlamentario español. Colección de constituciones, disposiciones de carácter constitucionales, leyes decretos electo-rales para diputados y senadores, y reglamentos de las cortes que han regido en España en el presente siglo. Ordenada en virtud de acuerdo de la Comisión de gobierno interior del Congreso de los Diputados, fecha 11 de febrero de 1881, Imprenta de los hijos de J. A. García, Madrid, 1885-1900, 3 to-mos, publicaciones del Congreso de los Diputados, Madrid, 1992.

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Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad

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Aniversarios, conmemoraciones, relecturas y olvidos: los bicentenarios y

sus polémicas

Un año determinante en la historia de España es 1812 y, por ende, en la de aquellos territorios que conformaron sus dominios. La promulgación de un texto como la

Constitución gaditana supuso un antes y un después en el ámbito sociopolítico; un vértice que dio paso a una nueva concepción de la sociedad independientemente de la temporalidad e intermi-tencia a que se vería abocada tras el retorno de Fernando VII y la restauración absolutista.

La importancia del acontecimiento ha quedado plasma-da en las muchas conmemoraciones organizadas con motivo de su bicentenario a ambos lados del Atlántico y, en particular, en la ciudad de Cádiz. La multitud de eventos en torno a la pri-mera Carta Magna -seminarios, artículos, libros, congresos- ha

alberto gullón abao y Manuel andrés garcía*

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ponderado su repercusión como primer código democrático y su relevancia como impulsora de derechos y libertades, pero tam-bién el carácter dual de las celebraciones al ubicar en un plano privilegiado a aquellas repúblicas americanas que participaron de un modo u otro en su redacción.

Esta última característica ya se hizo patente en 1912, en la conmemoración del primer centenario, una celebración que pro-pugnó los vínculos existentes entre los dos continentes sobre todo a través de aquellas publicaciones que hicieron del hispanoameri-canismo causa y que, aprovechando la onomástica, darían cabida en sus páginas a los actos organizados en América y la Península1. Isidro Sepúlveda, en Comunidad cultural e hispanoamericanismo y su continuadora El sueño de la Madre Patria, analizó la trascendencia que alcanzaría la creencia y utilización de la continuidad cultural española en América a la hora de configurar la política exterior es-pañola. Entre los distintos elementos analizados por Sepúlveda hay uno que resalta especialmente: la reivindicación y utilización de la historia y cultura comunes como base de una identidad trasatlántica desde la cual se pudiera materializar una comunidad transnacional que uniese a la antigua metrópoli con las repúblicas americanas.2

1 Una de las fuentes fundamentales para conocer la incidencia de los fastos de 1912 en la capital gaditana es, indudablemente, el Diario de Cádiz. En lo que a publicaciones hispanoamericanistas se refiere es aconsejable la revisión de revistas como La Rábida, publicada por la Sociedad Colombina Onubense, Cultura Hispano-Americana y Unión Ibero-Americana, estas últimas editadas por asociaciones homónimas.

2 En SEPÚLVEDA MUÑOZ, Isidro.- El sueño de la Madre Patria: hispanoamericanismo

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Hay detalles discutibles dentro de la obra de Sepúlveda, pero la revisión que efectúa de los factores implicados en la con-secución de los citados objetivos presenta una perspectiva muy ajustada en cuanto al carácter dual de las conmemoraciones. El Diario de Cádiz, por ejemplo, ofrece numerosos testimonios de cómo la ciudad se volcó en los festejos de 1912, con comisiones oficiales que actuarían a escala local, provincial y nacional, pero sin dejar de mano las relaciones con las “repúblicas hermanas de América” ni la labor de los doceañistas “que vinieron allende los mares”. Cierto es que las repúblicas americanas no estuvieron directamente implicadas en las celebraciones de marzo, pero sí harían acto de presencia en octubre, en la conmemoración organizada especialmente para garantizar su participación evo-cando tanto su rol en la redacción de la Constitución como sus propias independencias.3 Poco se tuvo en cuenta que algu-nos de estos países ya habían sobrepasado su centenario: Cádiz desplegó sus mejores galas para la ocasión e hizo del aniver-sario un evento que congregó no sólo a una nutrida delega-ción americana sino también a un número indeterminado de

y nacionalismo.- Madrid, 2005 - p. 12.

3 erario organizado por la Real Academia Hispano-Americana de Ciencias y Letras de Cádiz en el que, parafraseando la crónica que se hizo del acto en Cultura Hispano-Americana, además de anunciarse los festejos de octubre, se procuró “… poner de relieve (…) el glorioso papel histórico desempeñado por la ciudad gaditana en los fastos de la vida político-social de España y el principalísimo que ostentaron aquellos ilustres americanos que tan activa y fructífera influencia ejercieron en las célebres Cortes de primeros del siglo anterior”. En Cultura Hispano-Americana, nº 2, Año I, junio de 1912, p. 40.

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representantes europeos. Hubo ausencias inesperadas como la de Justo Sierra quien, habiendo sido nombrado ministro pleni-potenciario de México en España, falleció en Madrid unos días antes de emprender viaje a Cádiz.4 Aun así, la representación americana contuvo nombres de fuste intelectual y político: el ex presidente argentino José Figueroa Alcorta; el ex vicepresiden-te boliviano Macario Pinilla Vargas; el ex presidente peruano Andrés Avelino Cáceres; el historiador costarricense Manuel María de Peralta; el futuro presidente de Chile, Emiliano Fi-gueroa Larraín; el intelectual dominicano Enrique Deschamps Peña; el escritor y poeta ecuatoriano Nicolás Augusto Gonzá-lez; el abogado y político salvadoreño José Gustavo Guerrero, quien ocho años después ostentaría la presidencia de la Liga de las Naciones; los poetas mexicanos Francisco Asís de Icaza y Amado Nervo; el abogado y político uruguayo Pedro Manini Ríos; etcétera.

Si el Diario de Cádiz resulta un aporte decisivo para conocer de primera mano lo que fueron las festividades gaditanas de 1912, lo mismo puede decirse de las publicaciones hispanoamericanistas aunque con un elemento añadido: la confirmación del aserto de Sepúlveda en cuanto a la implicación

4 No fue la única ausencia por fallecimiento. Alfonso XIII tampoco pudo acudir a las celebraciones por el inesperado deceso de su hermana, la infanta María Teresa.

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de los “agentes operativos del hispanoamericanismo”5 en la potenciación y socialización del movimiento y, en este caso, de todo acto derivado o consonante con el mismo. Basta para ello con observar el tratamiento que una revista como La Rábida haría de lo que acontecía en Cádiz, reservando un espacio para subrayar la intención de numerosos centros españoles en América de sumarse a la “Conmemoración de las Constituyentes”. Agrupaciones como la Sociedad Patriótica de Buenos Aires, la Sociedad Ibero-Americana Pro Valle Muñoz de Buenos Aires, la Sociedad Española de Montevideo, el Centro Español de Santiago de Chile, el Casino Español de México, entre otros, harían público a través de estos medios su propósito de sumarse a los actos ya fuese por medio de comisiones representativas, con la ofrenda de placas conmemorativas para el Oratorio de San Felipe Neri o incluso con la publicación de libros sobre el periodo 1810-1814. Una idea, esta última, en la que tuvo mucho que ver el entonces “maestro” del hispanoamericanismo, el cubano-español Rafael María de Labra, quien señaló la conveniencia de abrir suscripciones populares en diversas ciudades americanas para sufragar las distintas ediciones.6

5 Destacando entre éstos a los intelectuales, las embajadas culturales, las asociaciones americanistas y los centros de emigrantes españoles en América. El estudio de éstos y otros factores -tanto en sus virtudes como en sus deficiencias- está muy bien tratado en el último capítulo de El sueño de la Madre Patria.

6 En La Rábida, nº 9, Año II, 30 de marzo de 1912, pp. 8-9.

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La relevancia de estas corporaciones todavía se haría más patente en los homenajes que se organizaron a una y otra orilla del Atlántico en honor a La Pepa y sus protagonistas, con una colaboración de los distintos gobiernos y autoridades sólo explicable desde la influencia que podían ejercer estos centros y sus miembros en las sociedades de acogida.7 A nadie se le escapa el rol que jugaron los emigrantes españoles en las políticas de acercamiento entre la España que habían dejado -y a la que mantenían parcialmente con sus remesas- y unas repúblicas que, pese al distanciamiento post-independencia, seguían reconociéndose como herederas culturales de la antigua metrópoli. Los discursos pronunciados en Cádiz, sin desdeñar su condición protocolaria, dejaron pocos matices al respecto. Figueroa Alcorta, por ejemplo, iniciaba su glosa saludando “a la madre patria, como predilecta del heroísmo y de la gloria, comparable a Roma, a Grecia, centro de irradiación civilizadora”, declarándose “mensajero de filiales afectos, trayendo la ofrenda por la grandeza de la metrópoli veneranda (sic), alma parens de los

7 “El Gobierno (sic) del Ecuador dedica á (sic) a Mejía Lequerica una lápida escultórica; otra análoga el Ayuntamiento de Barcelona al primer Presidente de las Cortes de Cádiz don Ramón Lázaro Dou; otra en memoria de don Agustín Argüelles, la costean los Ayuntamientos y Sociedades de la provincia de Oviedo y los Centros Asturianos de Madrid y Barcelona; un monumento á don Ramón Power, la Cámara Española, el Ateneo y la Cámara de Representantes de la isla de Puerto Rico, y una lápida o monumento en honor del sacerdote mejicano Gordea, último Presidente de las Cortes doceañistas, se costea por suscripción entre los nacionales y españoles residentes en Méjico (sic)”. En La Rábida, Año II, nº 9, 30 de marzo de 1912, p. 9.

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pueblos hispano-americanos”.8 No fue menos Icaza quien, tras alabar a España como “…nación formadora de pueblos (por) “congregar simbólicamente bajo su sombra materna a las naciones libres que de ella tuvieron origen”, remontaría el vínculo entre el país anfitrión y sus invitados de lo cultural a lo sentimental, significando cómo “la lengua es patria y es alma: la mentalidad se moldea a su influjo, y bien saben que nuestra alma es la vuestra, con diferentes mentalidades y acentos”.9

Este último aspecto, el de la identificación de las repú-blicas americanas con España y lo español, puede considerarse uno de los grandes éxitos del hispanoamericanismo. Sin entrar en debate sobre a qué llamar “éxito” -o a la posible relativiza-ción del mismo en comparación con los objetivos que pudieran tenerse- caben pocas dudas en cuanto a la imagen benéfica de España que los hispanoamericanistas y sus asociaciones su-pieron transmitir en América. Una imagen un tanto irreal de modernidad, prosperidad e innovación más cercana a los pro-pósitos que a lo perceptible pero que, sin embargo, calaría con fuerza en los imaginarios latinoamericanos.

Las consecuencias de todo ello habría que contemplar-las desde diversos ángulos. Para la España política e intelectual surgida del 98, la constatación de una comunidad cultural de

8 En Unión Ibero-Americana, nº 6, Año XXVI, Diciembre 1912, p. 4.

9 Ibídem.

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dimensiones transoceánicas sobre la que ejercer un supuesto liderazgo la recuperó, aún parcialmente, de la sensación de de-cadencia en la que venía sumiéndose desde hacía décadas. Una sensación que se había visto acentuada tras la firma del Tratado de París. En el caso americano la lectura cobró visos distintos, pero no por ello menos trascendentes.

La política expansionista de los Estados Unidos, sostenida por una diplomacia muy agresiva para con sus vecinos del sur y una maquinaria militar siempre dispuesta a la acción,10 había puesto en alerta a los países hispanoamericanos, temerosos de las pretensiones hegemónicas del gobierno de Washington. Si la I Conferencia Panamericana, celebrada en la capital norteamericana del 2 de octubre de 1889 al 19 de abril de 1990, dejó de manifiesto el nacionalismo dominante y expansivo de los anfitriones, las posteriores no hicieron sino confirmar tal extremo,11 con un Departamento de Estado que evidenció las pretensiones de su gobierno de crear y liderar una comunidad continental cuya economía estuviese dominada por 10 Un precedente de esta política fue la Intervención Estadounidense en México de 1846 con Texas como casus belli. De resultas de la intervención -tras la firma del Tratado de Guadalupe-Hidalgo el 2 de febrero de 1848- Estados Unidos no sólo se hizo con Texas sino con todos los territorios al norte de Río Bravo y las regiones conocidas como Alta California y Santa Fe de Nuevo México. O, lo que es lo mismo, de los actuales estados de Arizona, California, Nevada, Utah, Nuevo México y parte de los de Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma. En total, 2.100.000 kilómetros cuadrados; el 55% del territorio nacional mexicano.

11 La segunda tuvo lugar en México, en 1901; la tercera se celebró en Río de Janeiro, en 1906, y la cuarta en Buenos Aires, en 1910.

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los capitales estadounidenses y cuya seguridad -por no decir control-12 quedase al amparo de su supremacía. Es el mismo periodo en el que el uruguayo José Enrique Rodó escribe su Ariel, reclamando la recuperación de los “valores espirituales” que declaraba propios de la América Hispana frente al materialismo estadounidense; reivindicando el idealismo espiritual hispanoamericano frente a la dominación cultural que parecía expandirse desde los Estados Unidos. Es también la época en el que cobra fuerza un movimiento, el antiimperialismo, con valedores en toda América Latina y cuyas reivindicaciones, curiosamente, encontraron no poco respaldo en las publicaciones hispanoamericanistas.13 Viéndolo desde esta perspectiva, la significación de un acontecimiento como el de Cádiz y la verificación de una comunidad cultural hispanoamericana cobraría otro tono derivado indefectiblemente hacia lo político. Hacia la posibilidad de emprender acciones conjuntas o cuando menos, como bien indica Sepúlveda, de “definir en la propia 12 La tendencia más al control de sus teóricamente iguales que a la defensa colectiva quedó plasmada en las discusiones en torno al arbitraje. Estados Unidos propuso, simplificándolo, convertirse en el gendarme continental que garantizase el orden interno y la defensa frente a posibles injerencias exteriores… pero asegurándose la potestad de intervención frente a todos aquellos sucesos que pudieran suponer un trastorno en la región. Sobra decir que, con el recuerdo de lo acontecido en Cuba apenas unos años antes, la desconfianza del resto de delegaciones no hizo sino incrementarse.

13 Algunos de estos valedores llegarían incluso a convertirse en colaboradores de las mismas. Es el caso del argentino Manuel Baldomero Ugarte, autor de obras como La evolución política y social de Hispanoamérica o El porvenir de América Española, Ugarte pasó a ser en poco tiempo una firma habitual en revistas como La Rábida o Unión Ibero-Americana.

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América las posibilidades de actuación continental y la existencia de una comunidad transnacional que [sirviese] de plataforma para esa actuación. En definitiva, posibilitó que a partir de ese momento se pensase que el sueño bolivariano de unión iberoamericana fuera posible, participara o no de algún modo España en ella”.14

Cien años después las circunstancias parecen haber cambiado, al menos en apariencia, aunque algunos elementos parezcan remontarnos a ese pasado no tan lejano. Rememoran-do la idea de Ortega en cuanto al conocimiento como proceso biológico, sin leyes o principios propios sino regido por las mis-mas pautas que los seres vivos, cabría hacer una comparativa entre los estudios académicos realizados en torno a los aconte-cimientos de comienzos del XIX, las distintas interpretaciones realizadas en torno al hispanoamericanismo y las conmemora-ciones de 1912 y las oportunidades que en la actualidad supo-nen este tipo de aniversarios, en clave política y económica, a los países implicados.

En el plano político, el ex presidente Felipe González Márquez señalaba en un artículo titulado “Bicentenarios y crisis global” como “Hoy, en medio de la crisis global, deberíamos reflexionar más sobre sus riesgos y oportunidades que sobre el pasado al que induce la conmemoración de los bicentenarios. Es cierto que nos une el pasado, con sus rasgos culturales comunes y

14 En SEPÚLVEDA MUÑOZ, Isidro.- Op cit.- p. 411.

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diversos a la vez, pero también nos une el presente y, si lo hacemos bien, nos debería unir el futuro.”15 La cuestión es hasta qué punto desentenderse del pasado o darle un lugar secundario no implica obviar los principios culturales compartidos que, precisamente, fundamentan los citados riesgos y oportunidades. Es éste un detalle que no escapa a la reflexión de Celestino del Arenal al afirmar cómo los bicentenarios constituyen “un acontecimiento de especial significado y trascendencia para América Latina, por cuanto que enfrenta a los países latinoamericanos y a la propia región con su pasado, su presente y su futuro”, subrayando cómo éste, aun con distintos alcances, “afecta también a España en cuanto actor de un mismo hecho histórico con importantes proyecciones en el presente. No hay que olvidar que las independencias y los consiguientes procesos de construcción nacional de las repúblicas latinoamericanas se hicieron -en general, con mayor o menor fuerza según los casos- frente a España, afirmando su propia identidad frente al pasado y lo español como única forma de ser otros y diferentes, pero sin poder obviar sus profundas raíces hispánicas, que continúan presentes en el momento actual.”16

15 En GONZÁLEZ MÁRQUEZ, Felipe .- “Bicentenarios y crisis global”; en El País, 28 de noviembre de 2009.

16 DEL ARENAL, Celestino .- “España y los Bicentenarios de la Independencia de las Repúblicas Latinoamericanas”; en Madrid: Fundación Carolina, 2010. URL: http://www.fundacioncarolina.es/es-ES/nombrespropios/Documents/NPArenal0309.pdf.

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Dentro de la paradoja señalada por Del Arenal hay un factor que despierta pocas dudas: el sentido fundacional de to-dos estos actos y la simbología implícita a los mismos tanto a nivel individual como colectivo. Una simbología que incide en el propio ser de los distintos países y, a la par, alumbra la posi-bilidad de analizar los diversos procesos identitarios ya sea por separado o desde una visión global. Eso sí, tendría poco sentido no aprovechar estas conmemoraciones -y más en una situa-ción de crisis como la presente- para fomentar la colaboración entre gobiernos y dar respuestas conjuntas a tan problemática coyuntura; o bien para planificar estrategias multilaterales de desarrollo y cooperación. Después de todo, la interacción en lo económico, lo político y lo social no puede sino reforzar una identidad iberoamericana tradicionalmente asentada en la so-lidez de lo lingüístico y lo cultural.

En el plano historiográfico, y a doscientos años vista, estamos también ante la oportunidad, casi podríamos decir la exigencia, de revisar críticamente la bibliografía que, no exen-ta de cierto maniqueísmo, gestó la imagen heroica y rupturista de la independencia, así como de reexaminar la falta de visión de España respecto a América y sus reivindicaciones.17 Sólo

17 ANDRÉS GARCÍA, Manuel.- “De la realidad y su transmisión: la Historia frente a los Bicentenarios”; en GULLÓN ABAO, Alberto; GUTIÉRREZ ESCUDERO, Antonio (Coord.).- La Constitución gaditana de 1812 y sus repercusiones en América.- Vol. 2.-pp. 399-411.

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partiendo de un análisis crítico pueden abordarse las incon-gruencias, silencios y exclusiones que caracterizaron a las re-públicas americanas en sus procesos de construcción nacional; pero también las luces y sombras de unas Cortes gaditanas que -sin negarles su aporte y trascendencia en el devenir po-lítico hispanoamericano- son elevadas cada aniversario a los altares públicos sin señalar sus también evidentes desaciertos. Hablamos de desmaquillar la Historia, de despojarla de los mitos gestados en los dos últimos siglos y transmitir a la so-ciedad -a las distintas sociedades- una lectura más cercana de lo que realmente aconteció. Éste debería ser, por encima de cualquier otro, el objetivo a plantearse desde la historiogra-fía en el largo periplo de los bicentenarios. La cuestión es si precisamente este tipo de celebraciones dejan espacio a tales opciones; a tales lecturas.

Roberto Breña señala, no sin razón, cómo la avalancha de actos organizados en torno a este tipo de aniversarios suele cosechar una producción intelectual de calidad desigual. Entre otros motivos por la costumbre de los profanos de hablar so-bre tales temas como si de expertos se tratase. Dicha tendencia tiende a acentuarse cuando se trata de celebraciones históricas, pese al convencimiento de Breña de que “la historia no sirve para entender realmente los problemas de nuestro presente y menos aún que su estudio nos proporcione las soluciones o la salida a dichos

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problemas.”18 Una opinión, en principio, contraria al sentido que Pierre Vilar otorgaba a la Historia y su estudio como método para conocer el presente desde la comprensión del pasado.19 Sin embargo, el juicio de Breña no va dirigido en esa dirección, sino que arremete sin ambages contra las manipulaciones a que suelen dar lugar estas efemérides, sobre todo en lo que respecta a la interpretación de ideas, frases, actitudes y hechos fuera de su contexto histórico. Estaríamos, en resumen, ante una cen-sura contra el uso político del pasado histórico o, como señala Renán Silva al hablar de Jürgen Habermas, “con los usos políticos del pasado o usos públicos de la historia” desde los que se pretende legitimar el presente.20

A este último respecto los bicentenarios de las inde-pendencias han dado no pocos ejemplos de su carácter selec-tivo por excluyente. Tampoco es que el de las Cortes de Cádiz haya estado exento de un carácter panegírico criticable por la

18 BREÑA, Roberto.- “Las conmemoraciones de los bicentenarios y el liberalismo hispánico: ¿historia intelectual o historia intelectualizada?”; en Revista Ayer, nº 69, 2008, 189-219.

19 podía percibirse en sus textos en una doble vertiente: por un lado, como ya hemos señalado, aceptando su propuesta de racionalización histórica como método con el que comprender el pasado para conocer el presente; por el otro, secundando el empirismo de la investigación con una reflexión teórica que la surta, precisamente, de problemática. Una bifurcación en el que el estudio de la Historia cobraría todo su sentido. Un artículo interesante a este respecto sería COHEN, Aron. “Atelier Pierre Vilar, pour une histoire en construction”. Biblio3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Volumen IX, 2004, nº 555.

20 SILVA OLARTE, Renán: “Del anacronismo en Historia y Ciencias Sociales”. En Historia Crítica, Edición Especial, Bogotá, 2009, pp. 278-299.

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intrascendencia dada a quienes se han mostrado más críticos o alejados de la línea oficial. No obstante, en el caso latinoameri-cano sorprende que una oportunidad de este tipo -un aconte-cimiento idóneo para ofrecer una imagen de unidad intercon-tinental sin precedentes- se haya desaprovechado haciendo tan visibles las diferencias entre los distintos gobiernos.

Aun con discrepancias en cuanto al sesgo de sus conclu-siones, Carlos Malamud acertaba al destacar entre los factores causantes de tan mediocres resultados un exceso de nacionalis-mo -al que achaca el fracaso a la hora de desarrollar propuestas de ámbito subregional, continental e iberoamericano- y, sobre todo, una politización excesiva de las celebraciones que, si bien centra en los países del ALBA, podría extenderse prácticamen-te a todos los países del continente.21 Lo cierto es que, como bien indica el intelectual hispano-argentino, por un lado, “los festejos alcanzaron una dimensión eminentemente nacional ” y, por otro, “ninguna de las celebraciones nacionales de los bicentenarios se

21 Malamud resalta en realidad seis factores que considera determinantes para ello: 1) un exceso de nacionalismo al que achaca la falta de un proyecto conjunto con garantías de éxito; 2) las grandes diferencias políticas presentes en la región, que él focaliza en el intento del ALBA (Alianza Bolivariana de los pueblos de nuestra América) por hacer hegemónicos sus puntos de vista; 3) una politización excesiva que considera muy evidente en los casos de Bolivia, Ecuador, Venezuela y, en menor medida, Argentina; 4) el escaso presupuesto invertido en la conmemoración; 5) la trivialización del concepto “bicentenario” y 6) el escaso grado de conocimiento del significado de los bicentenarios por las distintas opiniones públicas implicadas. Más información en MALAMUD, Carlos .- “Un balance de los bicentenarios latino-americanos: de la euforia al ensimismamiento”; en Anuario Iberoamericano 2011, Real Instituto Elcano-Agencia EFE, p. 341, URL: www.anuarioiberoamericano.es/pdf/bicentenarios/2_carlos_malamud.pdf.

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constituyó en un referente para toda la región ni llegó incluso a reu-nir a un número significativo de presidentes latinoamericanos”,22 al menos de momento. La excepción a esta norma, según Ma-lamud, fueron aquellos festejos que coincidieron con reunio-nes internacionales de alto nivel u otros eventos políticos re-levantes, tal y como ocurrió en el bicentenario ecuatoriano, que coincidiría con una cumbre de UNASUR y la ceremonia de posesión del presidente Correa en su segundo mandato.23 En contraposición, hubo conmemoraciones que no contarían con la presencia de ningún otro mandatario de la región por causas eminentemente políticas, como pudo observarse en el bicentenario colombiano a causa de las tensiones existentes entre el ejecutivo del entonces presidente Álvaro Uribe y los gobiernos vecinos.

Al igual que ocurrió con el centenario gaditano, los bi-centenarios latinoamericanos se han visto condicionados por un trasfondo político de intencionalidad diversa. No hemos entrado a analizar, salvo como referencia, lo que fueron los centenarios de independencia iberoamericanos. Unas celebra-ciones cuyas loas, curiosamente, coincidirían en lo sustancial

22 Ibídem.- pp. 342 y 344.

23 A la toma de posesión de Correa asistieron los principales presidentes sudamericanos, como Lula, Cristina Kirchner, Hugo Chávez, Michelle Bachelet, Fernando Lugo y Evo Morales. También hubo representación española a cargo de Felipe de Borbón, lo que sirvió para dar un mayor realce a la ceremonia de posesión de Correa en detrimento -sostiene Malamud- de los fastos del bicentenario.

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con muchos de los exhortos antes vistos en las publicaciones americanistas. Es por ello que resulta doblemente interesante constatar el cambio de sentido de estas onomásticas respecto a España y la “Colonia”, habiéndose agudizado la vía crítica ini-ciada a raíz del Quinto Centenario y su conmemoración.

Sorprendentemente las críticas del año 92 vinieron impulsadas no tanto por los gobiernos americanos como por determinados sectores intelectuales y, sobre todo, por las or-ganizaciones y pueblos indígenas. Con ellas se hizo mani-fiesta la visión histórica de los vencidos, la otra cara de Co-lón, replanteando el pasado desde una perspectiva rupturista con los clichés tradicionales que serviría como fundamento para reivindicaciones sociales, políticas y económicas más allá del reconocimiento histórico. Ahora, veinte años después, el mensaje parece cobrar fuerza a través de un discurso que pro-pugna una revisión del pasado, lo que no sería criticable si no fuese por ser una relectura en la que el análisis historio-gráfico se ve lamentablemente supeditado al interés político. La descripción de las independencias, por ejemplo, como un proceso inacabado o supeditado a un objetivo difuso a es-cala continental implica un peligro evidente: el rechazo de toda interpretación histórica no ajustada a dicha lectura, in-cluyendo todas aquellas que aceptan la secesión como parte del devenir político latinoamericano en la configuración de

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sus estados y naciones. Si censurables eran las historiografías oficiales por su visión sesgada del pasado o por los silencios impuestos ¿acaso habría de serlo menos la descrita? Es ahí donde la labor de los historiadores cobra otra dimensión: salir al paso de las simplificaciones y tergiversaciones voluntarias, por no decir intencionadas, de los grupos políticos, los líderes sociales e incluso de aquellos académicos que pretendan lle-var el agua a su molino. Una labor que, a su vez, nos llevaría a una interesante dicotomía no muy alejada de la formulada en su momento por el orientalista francés Jean Chesneaux.

Chesneaux reformuló la relación pasado-presente a par-tir de enfoques como la deconstrucción de la memoria colectiva, la importancia de ésta en los distintos grupos humanos y su po-sible instrumentación como herramienta de cambio o de control social. No entraremos a analizar los argumentos y propósitos del intelectual galo, pero sí merece la pena resaltar su convencimien-to en cuanto al carácter activo que el conocimiento del pasado debía ejercer en la sociedad, desechando todo reclamo de obje-tividad histórica por ilusoria. Para Chesneaux la Historia y su estudio era un campo de enfrentamiento político e ideológico en el que lo que estaba en juego era el control sobre el pasado y su transmisión o, dicho de otro modo, la potestad para generar un discurso con el que poner el saber histórico al servicio del conservadurismo político o al de las luchas sociales.

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Partiendo de tales premisas, la historiografía oficial sería el producto de unas clases dirigentes que, haciendo gala de su hegemonía, habrían gestado una imagen del pasado en función de sus intereses. En consecuencia, el control del sa-ber histórico pasaría a revelarse como un mecanismo de con-solidación de la autoridad y del prestigio de las instituciones dominantes, legitimando su existencia y justificando el orden establecido por medio de la tradición u otros instrumentos de carácter ideológico/educativo. Sobra decir que formarían parte de este último ámbito aquellas intervenciones del Estado diri-gidas a la mitificación del pasado y sus protagonistas -fiestas nacionales, conmemoraciones, aniversarios,- en pro de confi-gurar los imaginarios patrios y lograr su aceptación general. Como ya indicó hace años Nikita Harwich: “Indudablemente que el logro más acabado en cuanto a esta glorificación por medio del discurso y de la conmemoración ceremonial es el del culto venezolano a la figura de Simón Bolívar, virtualmente convertida en razón de ser de la nacionalidad.”24 Así, en una libre interpretación de las tesis de Chesneaux sobre las injerencias del poder en materia

24 Harwich especifica además el carácter progresivo de este tipo de cultos en el mismo párrafo al afirmar cómo “Esta conversión no fue inmediata sino el resultado de una evolución a lo largo del siglo XIX. La repatriación de los restos del Libertador desde Santa Marta a Caracas, en 1842, constituyó una primera etapa que desembocaría, con los actos del centenario de su nacimiento en 1883, a una consagración definitiva”. En HARWICH VALLENILLA, Nikita.- “La Historia Patria”; en ANNINO, Antonio; CASTRO LEIVA, Luis y GUERRA, François-Xavier Guerra (comps.).- De los Imperios a las Naciones: Iberoamérica.- p. 435.

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historiográfica, habría que preguntarse si los discursos guber-namentales a los que asistimos últimamente no acaban siendo un proceso repetido aun desde distinta perspectiva o, dicho de otro modo, un proceso con iguales objetivos hegemónicos pero, en esta ocasión, impulsados por sectores de distinto corte ideo-lógico que los tradicionales.

En línea con esta reflexión, no estaría de más extender las dudas sobre las intenciones de los distintos ejecutivos res-pecto al sentido de tales celebraciones, sin hacer en ello distin-ciones entre España y los gobiernos latinoamericanos. La per-tinencia se hace patente a la vista de la controversia despertada en algunos países en torno a los bicentenarios, con debates que han traspasado el ámbito intelectual respecto a los motivos de las conmemoraciones.

Partamos de una afirmación irrebatible como es la face-ta dual de estas conmemoraciones: la española y la americana. Una dualidad ahistórica en cuanto que la mayor parte de los hechos evocados tuvo lugar cuando la península y las posesio-nes americanas formaban una sola identidad política lo que, en todo caso, nos lleva a una contemplación tan unida como divergida. No en vano ha sido muy evidente la predisposición a dejar en el tintero aquellos motivos más susceptibles de crítica, resaltando todos aquellos que, desde una óptica contemporá-nea, mejor valoración pudieran tener.

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En lo que respecta a España se enfatiza la conmemora-ción en la propia identidad nacional con la Guerra de la Inde-pendencia, la resistencia al invasor francés y, al mismo tiempo, el ingreso a la “modernidad política”25 que fue abortada por el regreso del absolutismo.

No cabe duda que 1812 supuso un hito de especial re-levancia político y social. La Constitución aprobada en Cádiz es señalada como el punto de partida de una nueva concepción de sociedad que puso fin al absolutismo político que regía du-rante el Antiguo Régimen. Un avance en clave política y social que acabó traduciéndose en derechos y libertades antes nunca conquistadas.26 Parecería “natural”, por tanto, que la conme-moración gaditana no fuese problemática: lucha frente a los franceses; heroicidad popular y, en el contexto político actual, recuperación de valores políticos si bien no iguales, sí coinci-dentes en muchos aspectos: nación, libertad, recuperación, en resumidas cuentas, de lo positivo de la Constitución. Sin em-bargo hay aspectos sobre los que se tiende a pasar de puntillas como la intolerancia religiosa del texto;27 su carácter esclavista;

25 Entendida por el universo político iniciado en los periodos de 1808 a 1814 y de 1820 a 1823.

26 Aspecto éste que hay que matizar, ya que en relación a las mujeres en todo el territorio hispánico, y a los esclavos e indígenas en lo que a América se refiere, el Código no cambió de facto su situación de subordinación.

27 Tema que ya abrió debate entre los historiadores a finales de los años setenta, siendo criticado ya por Fontana en La crisis del Antiguo Régimen, 1808-1833. Sobre

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la arbitrariedad implícita a muchas de sus medidas por moti-vos de piel.28 La tendencia discriminatoria del texto respecto a pardos y negros, por ejemplo, quedó ya patente en el Discurso preliminar a la Constitución de 1812, de Agustín de Argüelles, quien al hablar de la concesión de la ciudadanía española a los “no naturales” señalaría condicionantes muy reveladores en lo concerniente a los “originarios de África”: “El inmenso número de originarios de África establecidos en los países de ultramar, sus diferentes condiciones, el estado de civilización y cultura en que la mayor parte de ellos se halla en el día, han exigido mucho cuidado y diligencia para no agravar su actual situación, ni comprometer por otro lado el interés y seguridad de aquellas vastas provincias. Consultando con mucha madurez los intereses recíprocos del Estado

el mismo asunto, pero no siempre en la misma línea, podemos encontrar un amplio número de libros y artículos como El primer liberalismo y la iglesia, de Emilio La Parra López; “Las Cortes de Cádiz y la sociedad española”, de Manuel Pérez Ledesma; Revolución y reforma religiosa en las Cortes de Cádiz, de Manuel Morán Ortí o las teorías de José Manuel Portillo sobre el “proceso revolucionario y liberal” como proceso de conformación de la “Nación Católica”. Una buena relación de obras en torno a esta cuestión podemos encontrarla en TATEISHI, Hirotaka.- “La Constitución de Cádiz de 1812 y los conceptos de Nación/Ciudadano”; Link: http://hermes-ir.lib.hit-u.ac.jp/rs/bitstream/10086/19181/1/chichukai0001900790.pdf

28 Aunque algunas de sus afirmaciones consideramos que deberían ser matizadas, Bartolomé Clavero no anda totalmente desacertado al afirmar cómo la Constitución de Cádiz era no sólo esclavista “sino también profundamente racista, pues condicionaba al máximo la posibilidad de acceso de afrodescendientes no esclavos a la condición de ciudadanos, admitiéndolos sólo con carácter individual por méritos personales. Relativamente distintiva era su posición respecto a la presencia indígena, pues la incluye en la ciudadanía, pero intentando colonialmente recluirla en el espacio municipal y aplicando el tratamiento de un colonialismo frontal y agresivo a los numerosos pueblos indígenas que resistían independientes”. En CLAVERO, Bartolomé.- “Cádiz y los Bicentenarios”; [En línea] Link: http://clavero.derechosindigenas.org/wp-content/uploads/2011/01/C%C3%A1diz-Bicentenarios1.pdf.

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en general y de los individuos en particular, se ha dejado abierta la puerta a la virtud, al mérito y a la aplicación para que los origi-narios de África vayan entrando oportunamente en el goce de los derechos de ciudad”. Una entrada paulatina que, en todo caso, Argüelles haría preceder de su convencimiento respecto a la limitación a aplicar antes de otorgar “la mayor gracia que puede concederse en un Estado” -es decir, la naturalización y la conce-sión de los derechos civiles y políticos- de modo tal que no pudiera “extenderse jamás hasta confundir lo que sólo pueden dar la naturaleza y la educación.”29

En el caso americano se conmemora el nacimiento de un conjunto de países; su independencia respecto a España. Con todo, como bien señala Sergio Guerra, la independencia hispanoamericana, cuyo bicentenario celebramos, no se proclamó en 1810 sino posteriormente. En 1810 ni siquiera estaba esbozada como plan la ruptura con España, ni tampoco ésta formaba parte de un proyecto patriótico generalizado como ha sostenido tradicionalmente la historia oficial. En realidad, afirmar que la mayoría de los criollos que en 1808 reaccionaron contra la invasión napoleónica pretendían, dos años después, el establecimiento de repúblicas independientes no deja de ser una aserción tan sesgada como incierta. Otra cosa es que 29 ARGÜELLES, Agustín de.- Discurso preliminar a la Constitución de 1812.- Madrid, 1989.- p. 81. Versión electrónica: www.cepc.gob.es/docs/actividades-bicentenario1812/discuprelicons1812.pdf

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dicha aspiración surgiese más adelante como consecuencia de la frustración generada por las reformas gaditanas y, sobre todo, por la paulatina radicalización de muchos de esos iniciadores conforme fueron avanzando los acontecimientos.30

Otro componente de la celebración americana es deri-var de la separación de España el ingreso en la “modernidad po-lítica”, lo que equipararía independencia con modernidad. Esto merece algún inciso. Por una parte, como ya hemos señalado en el párrafo anterior, nos encontramos ante guerras secesionistas que no comenzaron con la independencia política como objeti-vo pero que, sin embargo, acabaron desembocando en ella. Por otra, durante el conflicto bélico los enfrentamientos, salvo ca-sos puntuales, se produjeron entre americanos, con lo que más que de una confrontación entre opuestos deberíamos hablar de una conflagración civil a escala continental.31 Desde este punto de vista podríamos afirmar que la lucha por la modernidad po-lítica, hoy relacionada con las independencias, no tuvo su ori-gen tanto en intenciones secesionistas como en el ejercicio de una autonomía amparada en el derecho a conformar juntas en una situación de vacío de poder como la que se estaba viviendo.

30 GUERRA VILABOY, Sergio; CORDERO MICHEL, Emilio (coordinadores).- Repensar la independencia de América Latina desde el Caribe.- La Habana, 2009.

31 No olvidemos que pocos fueron los contingentes militares mandados ex profeso desde la península durante el proceso independentista -el Primer Batallón del Regimiento de Asturias, enviado a Veracruz en 1811, y el Ejército Expedicionario de Tierra Firme, organizado en 1814 tras el retorno de Fernando VII-.

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Un derecho que, aceptado de facto en la Península, fue cuestio-nado -cuando no interferido y boicoteado- por la metrópoli y sus fieles a la hora de aplicarlo en América.

Independientemente de la radicalidad que pudo ca-racterizar a movimientos o sucesos como los acontecidos en Chuquisaca o Quito en 1809, el fracaso de éstos marcaría el comienzo de una oposición política cada vez más violenta, has-ta terminar en un enfrentamiento abierto que se alargaría hasta 1826. Este periodo generó una rica documentación política y militar, pero también de vivencias, propuestas e ideas diversas en el marco social y económico de la época. Al mismo tiempo, generaron significaciones diferentes en el propio interior de las sociedades americanas, con la consecuente problemática que ello suscita al asignarles a las personas que vivieron el momento -sobre todo a aquellas que contribuyeron de modo efectivo y significativo- intenciones que responden más a patrones histó-ricos y axiológicos propios de otras épocas.

Pese a la posible contraposición de causas expuesta existen una serie de factores conjuntos que posibilitan estas conmemoraciones a uno y otro lado del Atlántico. Es indu-dable que dichos homenajes siempre estarán rodeados de un estudiado simbolismo político y emocional dirigido expresa-mente a la opinión pública de los países organizadores. Los unos por todo lo que supuso la liberación del dominio colonial

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español en cuanto a la conformación de sus estados; los otros por unas Cortes gaditanas consideradas simbólicamente el fin del Antiguo Régimen y, desde una perspectiva política y legis-lativa, el origen del Estado Democrático y de Derecho.

Puestos a ahondar un poco más en el caso americano la revisión histórica de todo este proceso nos llevaría a analizar el control ejercido por las élites en la construcción de los discur-sos sobre las independencias. Discursos sobre los que se eleva-ron unas historiografías patrias que se encargaron de transmitir una imagen embellecida del pasado conforme a los intereses del poder y adaptada a las lecturas que pudieran exigir los dis-tintos estados y sus coyunturas.

A lo largo del XIX, sobre todo en su segunda mitad, asistimos a la forja de estas historias patrias en paralelo -o, más bien, directamente implicadas- con la conformación de las nuevas nacionalidades. El objetivo principal de tales proyectos sería la creación de una memoria colectiva que actuase como aglutinante de todos los individuos de cada país; que proyectase la emancipación como un acontecimiento excepcional, heroico, rupturista y esperanzador. Una historia de héroes y malvados en la que el periodo colonial apareciera descrito negativamente y el advenimiento de los nuevos regímenes como la epopeya anunciadora de un prometedor destino común. Una historia, en resumen, que además de formar a la población en una nueva

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conciencia política e identitaria justificase el porqué de la rup-tura con España -o, dicho de otro modo, el porqué renunciar al sentimiento de españolidad vigente hasta entonces- y, a la par, que explicara cómo un territorio unido durante centurias había podido asistir al surgimiento de una pluralidad de repúblicas independientes, segregadas y no pocas veces opuestas.32

Pese a la diversidad étnica y cultural existente en las distintas repúblicas casi todos los procesos de construc-ción histórica e identitaria gestados en las mismas fueron encabezados y dirigidos por criollos. Esta preeminencia, notoria en el devenir histórico latinoamericano, ha traído no pocos problemas a la hora de plantear cualquier tipo de conmemoración, sea conjunta o por separado. Ya en los fastos del V Centenario las protestas indígenas cobraron tal trascendencia que ensombrecieron los actos de la orga-nización, cuestionando la celebración en sí y haciendo de su pertinencia motivo de debate público. Dos décadas des-pués, con los nuevos aniversarios patrios, el debate ha vuel-to a hacerse patente -si bien con menos virulencia que en el 92- plasmando una realidad irrebatible en cuanto a que muchas de las repúblicas americanas, pese a tener población mayoritariamente indígena, acabaron basando sus proyec-tos nacionales en la exclusión e imponiendo mecanismos

32 ANDRÉS GARCÍA, Manuel.- Op cit.

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en los que el fenotipo, el dinero y la cultura occidental se convertirían en condiciones inexcusables para ascender so-cialmente.33 Con tales precedentes poco puede sorprender que, con motivo del bicentenario mexicano, el Congreso Nacional Indígena en la Región Centro Pacífico mostrase su rechazo en los siguientes términos: “A 200 años de que estallara la revolución de independencia y a 100 años de la re-volución mexicana, nuestros pueblos, naciones y tribus, mismos que aportaron sus vidas y su sangre para el triunfo de estas lu-chas, hoy como desde hace 518 años siguen siendo despreciados, discriminados y sin ser reconocidos en sus derechos fundamenta-les, es decir, somos verdaderos desconocidos en nuestras propias tierras. Ocurriendo que las constituciones de 1824, 1857 y 1917 no sólo han desconocido la existencia de nuestros pueblos, sino que además buscaron la desaparición, exterminio, explotación y

33 “Advirtiendo, en todo caso, la necedad de comparar lo que fue la evolución de dos repúblicas con dichas características poblacionales -México y Perú- pero cuyo desarrollo en poco o nada pueden compararse. Mientras México contempló ya desde la Colonia una apropiación de los símbolos de elaboración indígena por parte del elemento criollo -lo que facilitaría la vinculación de la mexicanidad con el mestizaje- en Perú la realidad sería mucho más disociada, con dos imaginarios colectivos antagónicos donde la cuestión étnica se vincularía incluso a la geografía -una costa “blanca”; una sierra “india”- y el mestizaje más que como factor de equilibrio era contemplado como la imposición de unos sobre otros”. Ibídem. Para el caso mexicano se aconseja BRADING, David.- Los orígenes del nacionalismo mexicano.- México: Era, 1985; para el peruano FLORES GALINDO, Alberto.- Buscando un Inca: identidad y utopía en los Andes.- Lima, Instituto de Apoyo Agrario, 1987. Un artículo que hace una magnífica comparativa entre los casos mexicano, peruano y argentino y la cuestión nacional sería QUIJADA, Mónica. “La nación reformulada. México, Perú, Argentina (1900-1930)”, en ANNINO, Antonio; CASTRO LEIVA, Luis y GUERRA, François-Xavier Guerra (comps.).- De los Imperios a las Naciones: Iberoamérica.- Zaragoza: Ibercaja Obra Cultural.- 1994.

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muerte de nuestros pueblos, nos preguntamos ¿Qué tenemos que festejar?”34

La marginación estatal sufrida por los indígenas en el pasado y el actual repudio que de estos fastos hacen sus organi-zaciones aborígenes sitúan la polémica en un punto interesante. Hay académicos que subrayan el riesgo -en caso de introducir la cuestión indígena en los debates historiográficos sobre los bicentenarios- de caer en no pocos anacronismos. La pregunta a hacerse, sin embargo, sería cómo prescindir en un debate so-bre la Constitución de Cádiz o las independencias americanas de lo que fueron sus contradicciones. O cómo obviar las in-coherencias de un liberalismo que, pese a proclamar la libertad e igualdad como principios irrenunciables, acabó ajustándose paulatinamente a las exigencias y conveniencias de los distintos grupos de poder. Lo cierto es que los indígenas no estuvieron entre las prioridades de los liberales gaditanos y americanos, pero eso no le ha restado importancia a las remembranzas que estamos viviendo.35 Es más, haciendo paralelismos con otros fastos parecidos no puede evitarse la analogía con el bicentena-rio de la Revolución Francesa -o, incluso, el de la independen-cia estadounidense- y el olvido en el que, sin embargo, se sumió

34 Congreso Nacional Indígena en la Región Centro Pacífico .- “Extracto de la Declaración de Uweni Muyewe”; en Tikari. Espacio de comunicación intercultural, nº 13, Año 3, junio-julio 2010.

35 BREÑA, Roberto .- Op cit.

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la conmemoración de la primera secesión latinoamericana: la de Haití.

Haití fue el segundo estado independiente de América, pero la primera sociedad completamente libre de la lacra de la esclavitud. Fue el primer país que hizo trascender la libertad como derecho humano fundamental, sin cortapisas, provocan-do un replanteamiento de la idea de hombre y sociedad en el mundo occidental. En palabras de Franklin W. Knight: “En Haití las ideas originales de la Revolución Francesa llegaron a ser ampliadas porque al principio la gran mayoría de la población no se consideró elegible para la ciudadanía, aunque los esclavos fueron indispensables para cumplir con las tareas de guerra y el desarrollo económico del país.”36

Desde esta perspectiva, Haití supuso el cambio político más revolucionario hasta ese momento y su constitución -la primera que declaró a todas las personas, sin excepción, igual-mente libres- un ejemplo que tendría profundas repercusiones políticas y sociales en todo el continente. Una comparativa con la anterior Declaración de Independencia estadounidense o las proclamadas posteriormente a lo largo y ancho de América deja a todas estas, dicho de manera un tanto simplista, como meras transferencias administrativas del poder político; como 36 KNIGTH, Franklin W. .- “La Revolución Americana y la Haitiana en el hemisferio americano, 1776-1804”; en Historia y Espacio, nº 36, 2010, p. 10. Link: http://dintev.univalle.edu.co/revistasunivalle/ index.php/ historiayespacio/article/download/606/618

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simples trasvases del poder de los funcionarios metropolitanos a las clases propietarias y sus representantes en las nuevas repú-blicas. Algo en lo que insiste Knight al señalar como logro más significativo haitiano la entrega del poder político “inmediata-mente a todo el mundo en el Estado con la igualdad legal de sexo, educación, raza, color, riqueza o de ocupación” mientras la declara-ción norteamericana de 1776, cuando estableció la igualdad de todos los hombres, “incluyó solo los blancos de propiedad.”37

Haití fue probablemente la revolución más admira-ble de todas las que se dieron en el continente, pero con un motivo añadido como fue el compromiso que adquiriría con la independencia del resto de América. Pocos párrafos más elocuentes al respecto que el del escritor colombiano William Ospina en una columna de opinión sobre la situación del país tras ser desolado por el terrible terremoto de enero de 2010, justo al comienzo del año de los bicentenarios: “Casi nadie en el siglo XIX parecía dispuesto a respetar a un país gobernado por gentes que tenían todavía la marca de las cadenas, y sin embar-go fue ese país el que más favoreció la independencia del resto de la América del Sur. Bolívar no olvidaría nunca la ayuda que le prestó el presidente Petión: en barcos, en armas y en soldados, para desembarcar en Venezuela y emprender su campaña. Expulsado después por los españoles, a Haití volvió Bolívar arruinado, y otra

37 Ibídem.- p. 7.

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vez Petión lo proveyó de recursos, con la sola condición de que li-berara a todos los esclavos.”38

Siendo tales los méritos del país caribeño ¿por qué el aniversario de su liberación pasó totalmente desapercibido? Probablemente porque Haití acabó purgando su osadía con el olvido. Una osadía consistente en romper con las cadenas que los esclavizaban; en ser un ejemplo para los futuros movimien-tos de liberación; en revelar los muchos corsés que acabarían constriñendo al resto de revoluciones occidentales. Y un olvido en el que acabaron tomando parte incluso aquellos a quienes Haití ayudó. Así, Ospina en su hermoso alegato sólo yerra en ese “Bolívar no olvidaría nunca”, pues hasta el Libertador parti-cipó de la omisión descuidando la presencia de delegados hai-tianos en el Congreso de Panamá.39 Otros grandes iconos de la libertad como Jefferson se limitaron a requerir que se confinase en la isla “la peste de la rebelión.”40

38 OSPINA, William.- “Haití en el año del Bicentenario”; en El Espectador, 16 de enero de 2010.

39 No así de representantes británicos y estadounidenses, que asistieron como observadores invitados por iniciativa de Santander.40 Una peste magistralmente descrita por Eduardo Galeano en un pequeño escrito titulado “La maldición blanca”: “La peste, el mal ejemplo: desobediencia, caos, violencia. En Carolina del Sur, la ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la fiebre antiesclavista que amenazaba a todas las Américas. En Brasil, esa fiebre se llamaba  haitianismo”. En GALEANO, Eduardo.- Espejos. Una historia casi universal.- Madrid, 2008.- p. 175.

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* alberto gullón abao es Doctor en Historia de América por la Universidad de Sevi-lla, Catedrático del Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de América e Historia del Arte de la Universidad de Cádiz, miembro de la Real Academia Hispano-americana y Coordinador de la obra conmemorativa del bicentenario: La Constitución gaditana de 1812 y sus repercusiones en América; entre sus líneas de investigación se destacan los trabajos sobre la frontera norte de la Argentina colonial, los colectivos mar-ginados de La Habana en el siglo XIX y la climatología histórica en el Cádiz del XIX.

* Manuel andrés garcía es Geógrafo por la Universidad de Zaragoza y Doctor en Historia Latinoamericana por la Universidad de Sevilla, y IV Premio de Investigación Iberoamericano La Rábida 2010 en el área de Ciencias Sociales y Jurídicas por su obra Indigenismo, izquierda, indio: Perú 1930-2010.

Dejemos la referencia como punto final. Si difícil es evitar las polémicas en este tipo de conmemoraciones, superar-las puede ser un imposible. Sin embargo, siempre serán un bue-no motivo para debatir y analizar conjuntamente, en este caso, un pasado que, pese a las discrepancias, une más que separa; para abrir nuevas perspectivas y temáticas dando voz y espacio a quienes, hasta hace apenas unos años, no lo tenían. Pero, ante todo, para seguir interpretando las claves de un proceso que impuso la particularidad por encima de lo colectivo.

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Índice de imágenes

páginas 2 y 3Monumento a las Cortes de Cádiz. Fotografía de Francisco Ramos Quiroz.

página 8Fernando VII frente a un campamento, pintura de Francisco de Goya.

páginas 14 a 126Ejemplar manuscrito de la Constitución Política de la Monarquía Española, 384 artículos, aprobada y firmada el 18 de marzo de 1812, original en el archivo del Congreso de los Diputados, C/Floridablanca s/n, 28071, Madrid, España.Reportaje Gráfico digital: M. Povedano, S.L., Madrid, España.

página 127La fragua, pintura de Francisco de Goya.

página 128Mapas de La Península Ibérica y de la Bahía de Cádiz.

página 148Placa conmemorativa del centenario de la Constitución de Cádiz, ubicada afuera del Oratorio de San Felipe Neri. Fotografía de Francisco Ramos Quiroz.

página 167Majas al balcón, pintura de Francisco de Goya.

página 168Fachada de la casa donde radicó el diputado José Miguel Ramos Arizpe, Cádiz. Fotografía de Francisco Ramos Quiroz.

página 181Fotografías comerciales del actual Puerto de Cádiz.

página 182Mosaiquero preparando sus herramientas. Pintura de Francisco de Goya.Mosaico con la alegoría del Parlamento de Cádiz.

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página 197Exterior del Oratorio de San Felipe Neri, en Cádiz, donde se elaboró la Constitución de 1812. Las imágenes muestran las placas que se han puesto ahí durante conmemoraciones anteriores, especialmente en 1912 durante el centenario. Fotografía de Francisco Ramos Quiroz.

página 198Francisco de Goya en esta pintura resalta la verdad como elemento de la Historia. Verdad Rescatado por hora, que atestigua la historia.

página 242Estas dos pinturas de Francisco de Goya reflejan fielmente a la aristocracia y al pueblo español en inicio del siglo XIX. La familia de Carlos IV y La romería de San Isidro.

página 277El 3 de mayo en Madrid o El fusilamiento y Flagelantes, pinturas de Francisco de Goya.

página 278Fachada del Teatro San Fernando donde se celebraron las primeras sesiones. Fo-tografía de la zona centro de Cádiz, en donde se ubica el inmueble que albergó las primeras conspiraciones.

página 315Condesa de Chichón, pintura de Francisco de Goya.

páginas 316 y 317Casa de las cuatro torres, Cádiz. Fotografía de Francisco Ramos Quiroz.

página 320Saturno devorando a su hijo, pintura de Francisco de Goya.

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Constitución de Cádizy ensayos sobre este texto legal

Se terminó de imprimir en julio de 2014en los talleres gráficos de Morevalladolid,

ubicado en Tlalpujahua #208Col. Felicitas del Río, Morelia, Michoacán.

La edición consta de 1000 ejemplares, y fue coordinada por Marco Antonio Aguilar Cortés y José Herrera Peña.

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