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1 Javier Hernández-Pacheco EL DUELO DE ATHENEA Reflexiones filosóficas sobre guerra, milicia y humanismo ENCUENTRO Madrid 2008

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Javier Hernández-Pacheco

EL DUELO DE ATHENEA

Reflexiones filosóficas sobre guerra, milicia y humanismo

ENCUENTRO

Madrid 2008

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SOLAPA: Javier Hernández-Pacheco, nacido en 1953, es catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla. Se formó en la Universidad Complutense y en la Uni-versidad de Viena, recibiendo influencias de la tradición filosófica clásica y cristiana, así como de los grandes autores de la filosofía germánica; influen-cias que pretende armonizar en su amplia obra filosófica expuesta en nume-rosos libros y publicaciones. Merced a sus estancias como visiting scholar en Columbia University, MIT y Universidad de Oxford, es también buen conoce-dor del mundo cultural anglosajón. Entre sus libros destacan Hypokeimenon. Origen y desarrollo de la tradición filosófica (Encuentro 2003), y ¡Usted pri-mero! Filosofía de las buenas maneras (Marova2004). CONTRAPORTADA: El pacifismo se ha convertido en un postulado de nuestra autoconciencia moral. Con grave daño para esa autoconciencia, pues en la indiferencia frente a toda agresión ese pacifismo socava las bases comunitarias sobre las que se asiente la libertad del pueblo y sobre todo de cada uno de sus individuos. Sin el muro que guarda la ciudad, y sin la voluntad de sus ciuda-danos de defenderlo hasta la muerte, la república como espacio de justa convivencia es a la larga inviable. Ese pacifismo es insolidario, signo de la descomposición moral de una sociedad. Recorriendo figuras claves de la tradición filosófica, de Aristóteles a Kant y Hegel, y con especial atención a las fuentes del humanismo grecorromano, en estas páginas se intenta, en una clave filosófica que pretende ser accesible a un público culto en gene-ral, poner de relieve algo que hoy se nos ha hecho imposible de entender: que esa virtud radicalmente ciudadana que los clásicos llamaban «piedad», constituye la esencia misma del espíritu militar frente a la barbarie.

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©2008 Javier Hernández-Pacheco y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

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Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la au-torización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos men-cionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos vela por el respeto de los citados derechos.

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A Manolo Pavón, mi amigo,

que gustaba de estas cosas /9

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN ........................................................................................................ 8

I. ANTIMILITARISMO............................................................................................... 15

1. ¿Dónde estamos? ....................................................................................................... 15

2. Militarismo y pacifismo: historia provisional de un cortocircuito ............................. 18

3. El soldado como ideal de humanidad......................................................................... 29

II. ANTROPOLOGÍA DEL SOLDADO ........................................................................... 35

1. ¿Qué es la guerra? ...................................................................................................... 35

2. La virtud clásica de la valentía .................................................................................... 39

3. Hegel y el novio de la muerte ..................................................................................... 42

4. Soldados: ¿militares o aventureros? .......................................................................... 46

5. Milicia y utopía ........................................................................................................... 52

6. ¿Deben los niños jugar a la guerra? ........................................................................... 56

7. Violencia, agresión, defensa: la Tabla Redonda ......................................................... 59

8. Por nada se puede matar, por la libertad hay que morir ........................................... 63

9. Ares y Afrodita, o por qué era galante el uniforme ................................................... 67

III. VIRTUDES Y VICIOS CASTRENSES ........................................................................ 71

1. Paciencia y juego, prudencia y dictadura ................................................................... 71

2. Disciplina, iniciativa, liderazgo .................................................................................... 76

3. Honor, respeto, deferencia ........................................................................................ 83

4. Soldados o ingenieros ................................................................................................. 91

IV. PATRIOTISMO ................................................................................................... 97

1. E pluribus unum: historia de la Patria ........................................................................ 97

2. Toque de oración ...................................................................................................... 103

3. El patriotismo es de izquierdas ................................................................................. 109

4. Patria y totalitarismo ................................................................................................ 112

5. Patria, nación, militarismo ........................................................................................ 116

6. Patriotismo y globalización ....................................................................................... 122

7. Milicia y tradición ..................................................................................................... 125

V. ¿PROGRESISMO CASTRENSE? ........................................................................... 129

1. De cómo la izquierda se hizo pacifista ...................................................................... 129

2. El 68 o el fin de la utopía (y de la izquierda)............................................................. 131

3. Cañones y mantequilla ............................................................................................. 136

4. Liberalismo y milicia ................................................................................................. 140

BIBLIOGRAFÍA ...................................................................................................... 145

Se trata de la paginación de esta edición. Los saltos de página de la edición original se señalan en el lugar oportuno con el signo /pág..

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INTRODUCCIÓN

«La paz entre los hombres que viven juntos no es un estado natural; más bien lo es el de guerra (...). La paz debe ser

instaurada». Immanuel Kant, Sobre la paz perpetua, 1795

«De lodos los tiros a ciegas de Clausewitz, el más ciego fue no entender nunca que el fin de la guerra es la paz y no la victoria».

Maj.-Gen. J. F. C. Fuller, The conduct of war, 19611

«Civil» y «militar» han sido dos adjetivos que nuestra cultura considera contrapuestos. Desde las esferas, supuestamente sin tangencia, que esos adjetivos definen, parece que las dos partes se han encontrado cómodas, y justificadas incluso en un mutuo desprecio, ya sea en tono menor. Pero no simétrico, de modo que, según las épocas y los arquetipos válidos en ellas, una de las dos parecía poder reclamar mayor justificación de esa despectiva mirada hacia la otra. No hace mucho que alguien al hablar de «autoridad» aún podía decir: «militar, por supuesto». Pecado militarista que ahora se purga pasando a ser los últimos en la cola del presupuesto.

Creo que esto es un error. Es más, creo que en esta mutua exclusión, no es que el mundo castrense y el de las instituciones civiles se hagan injus-ticia uno a otro, sino lo que es mucho peor, se imposibilitan a sí mismos la comprensión de su propia naturaleza.

Esto es en primer lugar dramático para el mundo militar; porque en-tonces se arriesgan los soldados a convertirse en una «casta de guerreros»; y esto, si alguna vez lo han sido, nos remite a los capítulos más tenebrosos de nuestra historia. Pero, en mi opinión, esta interpretación, desvirtúa en su raíz la gran tradición /10 castrense de Occidente, en la que el soldado ha tendido ―pese a las perversas desviaciones de esa tendencia― a verse a sí mismo como «militar». Y no es inmediatamente lo mismo. Un soldado es el que combate encuadrado con otros por un sueldo; y el miles romano, como el hoplita griego, es el ciudadano que toma las armas en defensa de la justi-cia y de las libertades públicas. Militar es el soldado que, pese a su circuns-

1 The conduct of war 1789-1961, Eyre&Spotiiswoode, London 1961, p. 76.

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tancial profesionalización, continúa entendiendo la lucha como un «servi-cio», que, si no lo es a poderes tiránicos, no puede ser otra cosa que servicio «civil», a la civitas. La milicia siempre fue una institución «republicana», que se hace ni más ni menos que revolucionaria en el renacimiento neoclásico de finales del siglo XVIII. Dicho con toda vulgaridad: la «mili», el servicio militar obligatorio, fue, ha sido y en espíritu lo tiene que seguir siendo, una institución de «izquierdas». Y que esto no se entienda tiene que ver con la perversión del «progresismo», que conduce a su vez al radical malenten-dido de la naturaleza misma de la «civilidad».

Porque la polis griega, o la civitas romana, la «república», no es otra cosa que un espacio de convivencia regido por la ley, que no surge en la historia como espora, como producto «esporádico» de una tendencia na-tural, sino como resultado de un acuerdo original en el que algunos hom-bres asumen como guía la justicia, precisamente reprimiendo tendencias naturales que los llevan a la guerra de todos contra todos. Como dice Kant, toda paz es «instaurada». Y por eso la república emerge como lo distinto en medio de la «barbarie». Distinta de los hombres que se siguen compor-tando como animales y no asumen su humanidad como un ideal a compar-tir. Pero entonces los clásicos entienden ―y no teóricamente, sino que tu-vieron que sufrirlo en la práctica histórica― que la república es lo esencial-mente «amenazado» por la guerra que sigue reinando en su exterior. Tam-bién lo entendieron los revolucionarios modernos. En la heráldica progre-sista, cuando en los escudos nacionales se plantea sustituir las coronas /11 que los culminaban, los republicanos recurren al «muro de la ciudad». Civi-tas firma, ciudad amurallada, es la república frente al acoso de la bárbara tiranía. Lo que significa que la república, como espacio de libertades, es lo moralmente defendible y lo que de hecho tiene siempre que ser defendido. Por lo mismo que la civilidad constituye la esencia de la milicia, la república es esencialmente militar. Tanto es así que los romanos votaban por centu-rias en el «Campo de Marte»; y tenía derecho al sufragium aquel y en la medida en que podía se sufragare su equipo y armas de legionario. Sin el leal compromiso ciudadano a dar la vida por ese proyecto de humanidad compartida que es la república, ésta no puede existir: la libertad, la civiliza-ción, no prevalece.

¿Tiene esto ahora validez? ¡Más que nunca! En primer lugar para los militares. El servicio militar obligatorio ha pasado recientemente a ser un recuerdo, del que todo ejército debería guardar grato y reflexivo recuerdo, precisamente allí donde la tecnificación y necesaria profesionalización del

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servicio han hecho inconveniente la conscripción. Las viejas tradiciones mi-litares, original y conceptualmente republicanas, se hacen especialmente necesarias si Ejércitos y Armada quieren ser algo más que ingenieros u ope-radores de armas y pretenden mantener el «espíritu militar» que hace de ellos «servicio». Y no se trata sólo ―eso no está en cuestión― de fidelidad constitucional, sino precisamente de la pervivencia de sus antiguas tradi-ciones.

Pero esa síntesis cívico-militar es igualmente esencial para nuestras so-ciedades políticas, que se tienen que plantear si su autoconciencia remite a algo que, por más que criticable, constituye un proyecto de vida en común que merece respeto y cuidado; o es más bien el objeto adecuado de una ideología del rencor. Por ello estas páginas son algo más que una apologia pro militaribus y pretenden ser también una reflexión sobre lo que significa para nosotros una humanidad compartida; una reflexión /12 sobre el huma-nismo y las instituciones ―en este caso castrenses― que lo hacen viable. Humanismo que se hace especialmente visible desde aquellas virtudes que garantizan su defensa.

* * *

Creo que las consideraciones anteriores delimitan suficientemente el alcance de este trabajo. Sin embargo, a fuer de ser honesto, puede ser con-veniente señalar expresamente al posible lector alguna de sus limitaciones, no fuese a buscar en estas páginas algo diferente a lo que se ofrece en ellas. Es evidente, por ejemplo, que las reflexiones que aquí se contienen tuvie-ron su origen en el ambiente efervescentemente pacifista que se generalizó en medios periodísticos e intelectuales en torno a la guerra de Irak. Y es evidente también que en el plazo transcurrido desde esa original redacción ―algunas publicaciones suelen tener una larga gestación― ha sido amplia y profunda la discusión sobre estas materias, en un horizonte de reflexión geopolítica, pero también en clave ética y jurídica. Cuestiones como la gue-rra justa, la responsabilidad moral sobre daños colaterales a la población civil, el estatus jurídico de prisioneros y combatientes, se han debatido con profusión, y han dado lugar a una amplia bibliografía. Muy especial atención ha merecido, por supuesto, el caso de la guerra preventiva en el contexto de un conflicto asimétrico de carácter global y terrorista, en el que se plan-tean nuevas amenazas a partir de la posible generalización de armas de des-trucción masiva. Asimismo se ha tematizado lo que en la literatura ya se denomina, a partir del 11 de septiembre de 2002, «the changing face of

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war», muy concretamente la tendencia a. una generalización de los citados conflictos asimétricos.

En este sentido, es cierto que sería de agradecer alguna obra de carác-ter más informativo, que recensionase y pusiese a disposición /13 del lector no especializado los términos de la citada discusión. De hecho, en algún momento me he planteado la posibilidad de ampliar este escrito a fin de recoger esa intención, quiero decir, de forma explícita, más allá de lo que ya se hace en el material crítico y bibliográfico que se recoge a pie de pá-gina. Sin embargo, me he decidido en contra de esa posibilidad. En primer lugar porque ese trabajo, si fuese a ser algo más que un apéndice inconexo, rompería por completo los límites del libro. Pero además, porque cambiaría su naturaleza. Y es que entiendo que las citadas discusiones, que en general tienen lugar en los ambientes un tanto restringidos de los think tanks an-glosajones, sencillamente son inviables a la hora de acceder a la opinión pública, especialmente europea y muy concretamente española. Porque a mi entender entre nosotros la racionalidad de esa discusión está concep-tualmente bloqueada a un nivel mucho más elemental. Por poner un ejem-plo: antes de discutir lo que pasa en Irak y Afganistán, no digamos en Guan-tánamo o Abu Ghraib, a mí me interesa abordar la cuestión de si deben o no los niños jugar a la guerra, o qué valor como paradigma antropológico y cultural pueden tener los 300 de las Termopilas. De hecho me interesa más el pasado histórico que el presente, y no digamos la prospección del futuro. Porque antes de decidir qué debemos hacer, hay que plantearse qué es lo que somos; y cómo se relaciona esta cuestión, metafísica si se quiere, con la vida y la muerte, con el amor y la guerra. La legalidad de los «ilegales no-combatientes» en Guantánamo ―extraña situación intuitivamente repug-nante, todo hay que decirlo― es algo que queda lejos de lo que aquí direc-tamente me interesa, que se acerca más a la reflexión que se puede hacer sobre estas cuestiones en abstracto desde la conciencia de nuestra propia humanidad, tal y como se muestra en los modelos clásicos que sirvieron de arranque a eso que llamamos Humanismo./14

Así, por ejemplo, se puede analizar la guerra como un fenómeno his-tórico y hablar de sus variables causas, de sus horizontes tecnológicos y cul-turales, de las formas de integrarla en los procesos geopolíticos o en los marcos legales. Y ello como si se tratase de un fenómeno más de los que conforman ese desarrollo histórico de las comunidades, como una «conti-nuación de la política» por medio de la violencia, perfectamente analizable con los medios de una fenomenología del poder. Se trataría de entender

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esa historia como conflicto, y la guerra como medio de dirimirlo, con vistas a la victoria de una de las partes, sobre las demás que se le resisten. En este sentido, a pesar de los esfuerzos por distanciarse de Clausewitz, que aborda así el problema de la guerra, J. Keegan, en su monumental A history of war-fare, y en parte también M. van Creveldt, en The changing face of war ―por mencionar quizás las dos principales obras en la literatura más reciente―, no dejan de enfocar así el problema que aquí nos interesa, de una forma, a mi entender, en la que, al abordar la guerra como un fenómeno natural en el sentido hobbesiano, se pierde la capacidad de entender su dimensión moral. ¿Pero es que cabe algo así? Pues ésa es la cuestión verdaderamente interesante: no cuáles sean las condiciones para ganar una guerra, sino para que debamos ganarla, y por supuesto hacerla si llega el caso. O dicho por el revés, las condiciones en las que sería inmoral dejarse ganar. Frente a un planteamiento en el que la guerra es cuestión de fuertes o débiles, astutos o ingenuos, tecnológicamente avanzados o retrasados, hábiles o ineptos, se trata de intentar dilucidar si se trata, mucho más esencialmente, precisa-mente de una guerra «de buenos y malos». Porque, lejos de una reflexión moralizante, la tesis central de estas páginas es precisamente que esta ca-lificación moral es la que define el horizonte esencial de lo «militar».

El título que originalmente pensé para este libro era «Ares o Athenea». Se aludía en él a una contraposición de arquetipos a la /15 hora de entender los conflictos históricos: salvaje, primitivo, agresivo y depredador, el uno (representado por la fuerza telúrica del dios Ares y por lo que en teoría po-lítica Hobbes con gran éxito terminológico denominó «estado de natura-leza» y que los griegos llamaban «barbarie»); y racional, legal y defensivo, el otro (representado por la diosa Athenea, que encarna, junto al valor mi-litar, la mesura, la justicia y la civilidad). Y esta contraposición guarda para los griegos, más concretamente para los atenienses, tal y como Tucídides lo expresa en el discurso fúnebre de Pericles, la esencia misma de lo que des-pués se llamará Humanismo, como actitud moral que, ciertamente, se opone a la guerra, pero como lo que, llegado el caso, es capaz de hacerla... y ganarla, allí donde, frente a esa barbarie, están en juego las libertades ciudadanas. Especialmente recoge también esa intención nuestra entraña-ble imagen de portada, la Athenea doliente del Partenón, que se guarda en el Museo de la Acrópolis, y que, como adecuado fondo plástico de ese dis-curso de Pericles, muestra a la diosa, con lanza y casco, guardando luto por

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los caídos atenienses. Nos recuerda esa imagen algo tan extraño para no-sotros como esencial: que la virtud de la piedad es lo que delimita la esencia civil del militar.

Por todo ello, debe quedar claro que, lejos de las circunstancias con-cretas, de Irak y Afganistán, vamos a tratar aquí de paradigmas, de ideales; y de en qué medida desde ellos se puede justificar un modo de vida y unos valores castrenses, precisamente allí donde las instituciones históricas que los encarnan se quedan cortas respecto de esos ideales. Dicho de otra forma, se trata, como hemos dicho, de una reflexión de carácter moral, so-bre lo que debe ser; que en absoluto se invalida, sino que precisamente se refuerza como ideal, cuando muchas veces no es y sobre todo no ha sido. En este sentido hay que tener en cuenta que el estamento militar ha hecho mucho daño en la historia, como lo han hecho en general todos los que tenían un poder cuyo fin era precisamente hacer un mundo mejor./16

Pero deconstruir paradigmas porque la historia se quedó corta o salió mal, es tarea intelectual siempre accesible a la reflexión fácil. Los militares suelen acompañar en este martirio intelectual deconstructivo a las iglesias, a las empresas, a los gobernantes, a los que enseñan; como «poderes fácti-cos». Ante éstos el anarquismo intelectual siempre puede alegar que lo que esos poderes construyeron salió algo torcido.

La reflexión intelectual, como todo, según el Eclesiastés, tiene sus tiempos. Hay un tiempo de criticar; y la denuncia es exigencia de la razón; y así ocasión para enderezar los rumbos tuertos de la historia. Pero hay tiempo de decir también que esa crítica es posible desde ideales que si lle-gásemos del todo a desmontar, toda crítica carecería de sustento. Y pienso, respecto del tema militar que nos ocupa, que ha llegado el tiempo de poner de relieve cuánto bueno de esos ideales encarna la tradición castrense. En-tre otras cosas porque mayor me parece el peligro de que el desprecio de esa tradición cuestione la misma voluntad cívica de defender el proyecto de libertad que la civilización representa. A no ser que entendamos que esa civilización de libertades es algo moralmente podrido en su raíz.

En este sentido, debo confesar que lo que estas páginas tienen de apo-logía, lo asumo con gusto. La gente de mi generación guarda en su memoria muchas cosas ―Tintín, el Capitán Trueno, el Séptimo de Caballería, Misión de Audaces― con las que luego no hemos sabido qué hacer y cómo incor-porar a la imagen intelectual que nuestra cultura ―combativamente paci-fista― nos permite tener de nosotros mismos. Memorias hoy reprimidas en

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las que soñábamos que la valentía vencía a nuestros miedos; que los bue-nos, tras muchas vicisitudes y penalidades, ganaban a los malos; que la jus-ticia imperaba y la libertad surgía victoriosa de la opresión, acogida al final por el amor de Maureen O'Hara. Luego alguien nos ha robado esas memo-rias; peor, nos ha hecho avergonzarnos de /17 ellas, como de aquellos jugue-tes con los que jugábamos a ser buenos defendiendo la justicia.

Además de a la nostalgia, son entonces estas páginas también un tri-buto a la melancolía, propia para un mundo que ya no sabe guardar honrosa memoria de sus glorías militares. Porque si esa memoria se pierde, todos los soldados de la historia habrán perdido sus batallas. Piensa la intelectua-lidad presente que eso es lo bueno, que cuando todos los soldados estén por fin derrotados por el desprecio, vendrá la paz; porque sólo son necesa-rios allí donde enfrente hay otros como ellos2. ¿Es eso verdad?

Estas páginas quieren cuestionar que la culpa de la guerra la tengan los soldados, precisamente allí donde la justa paz ―la que no es rendición al poder de otros― es conquista que hizo posible su sacrificio y que hoy sigue necesitando de su vigilia. También porque recuperar el honor de los caídos, desde Leónidas, pasando por Rolando y el Cid, por Torrijos y el mar-qués del Duero, hasta los héroes del acorazado Potemkin y del Alcázar, es para muchos recuperar la memoria de nosotros mismos. Y me voy a empe-ñar en la tarea, quizás porque las causas perdidas ―y ésta parece desespe-rada― son también dignas de la caballería, aunque sea en este caso mera-mente literaria./19

2 «The true warrior is a human type and war will only end when that social type is no longer honoured by his fellow men. Warrior lives in the recognition of their fellow citi-zens; in the story told of their lives after they are gone; in the esteem in which they are held by their bravest enemies» (Ch. Coker, The future of war: the re-enchantment of war in the twenty first century, Blackwell, Oxford 2004, p. 9). En general, las citas a pie de página de textos en ingles no se traducirán, a diferencia de las de otros idiomas como el alemán de los que no se puede suponer una general comprensión.

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I. ANTIMILITARISMO

1. ¿Dónde estamos?

Permítaseme para empezar una anécdota personal. Al poco de llegar a Sevilla, allá por 1984, me encontré un día por la calle una manifestación encabezada por una pancarta que rezaba: «No a (la) Guerra ―por entonces vicepresidente del Gobierno― y sus guerreros». La pancarta estaba flan-queada por algunos signos pacifistas hippies, algo normal en la cultura sin-dicalista de entonces. Ya no era tan normal, sin embargo, que la pancarta siguiese: «Por la garantía de todos los puestos de trabajo en Santa Bárbara». Y es que los manifestantes, que efectivamente protestaban contra la pér-dida de empleo que les amenazaba, se dedicaban a fabricar... bombas, mientras así proclamaban su opción pacifista.

La anécdota creo que es ilustrativa de la confusión en que actualmente nos encontramos en lo que afecta a los problemas de la defensa, a los ejér-citos, y a todo lo que en general tiene que ver con la milicia, como por ejem-plo ―y ya veremos que es importante― los juguetes bélicos. Es triste hoy en día ser militar. Y no porque sean socialmente despreciados, sino porque ellos mismos piensan que lo son y se creen, cuando leen el periódico, /20 lo que por activa y pasiva repiten editorialistas y demás predicadores, inclui-dos por supuesto los religiosos: que una solución militar (se pone siempre entre comillas «solución») es siempre mala. Pero el colmo de la tristeza es cuando algún general ―y por supuesto el ministro de Defensa― aparece en los medios dejando entender que, por fin, el ejército es reconocido por el pueblo, porque ha intervenido satisfactoriamente en una operación de salvamento, en el alivio de una catástrofe humanitaria en África o América, o en una «misión de paz», en este caso, por supuesto, con armamento li-gero. El ejército se siente, parece, orgulloso de su nueva misión de aficio-nado cuerpo de bomberos, agente de protección civil, ONG misionera, y ―por buscar algo que tenga que ver con las armas― de gendarmería inter-nacional. Así, piensan algunos de sus mandos, quizás sea posible conseguir un nuevo transporte para la Armada, algunos helicópteros extras que hicie-ron gran labor en las inundaciones de Mozambique, y medios de transporte aéreo para trasladar equipos médicos de urgencia. Fragatas (es importante no llamarlas «destructores»), carros pesados y aviones de caza y ataque, son más difíciles de justificar. Pero siempre queda el recurso a los sindica-listas de Santa Bárbara y ofrecer las Fuerzas Armadas como garante de los

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puestos de trabajo, que eso ―piensan los mandos― es algo que la opinión pública y los políticos sí pueden entender.

Pero entonces, partiendo de este complejo de inferioridad ideológico, no es de extrañar el resultado: la Armada se va quedando poco a poco sin escoltas y el Ejército sin regimientos, o dejando en cuadro y depósito los pocos que le quedan; hay ya menos soldados que policías, y el gasto en de-fensa va por el 0,8 por ciento del PIB, y pensando cómo lo reducimos más (con lo que cuesta una fragata se pueden comprar muchos ordenadores para las escuelas), mientras el de países civilizados comprometidos con su

/21 defensa lo tienen en torno al 2-4 %3. Cuando ahora estos países, funda-mentalmente los Estados-Unidos y Gran Bretaña, interpretan los problemas de seguridad global que se plantean como cuestiones de seguridad nacio-nal, son acusados de arrogantes y «unilateralistas», olvidando que son sus contribuyentes los que ponen las armas y sus soldados los que se juegan la vida; porque nosotros no tenemos ni la voluntad ni el valor político para enfrentarnos a esos problemas. Eso cuando no insistimos en poner además a esos soldados bajo la jurisdicción penal de un tribunal internacional con-trolado por la ONU4, para que el «juez estrella» de turno les explique lo que es humanidad. Se podría proponer un trato para la división del trabajo pre-supuestaria: vosotros pagáis a los soldados para la defensa común y noso-tros, determinando paritariamente los fines a defender, ponemos a los jue-ces que los juzguen cuando no nos guste lo que hacen. ¡Y luego nos extra-ñamos de que nos digan que no a semejante propuesta, y además por cues-tiones de principio!5

Es cierto que hago caricatura, pero creo que es éste el género ade-cuado para poner de relieve la distorsión moral que subyace a este tipo de discusiones; y lo chusco que resulta todo cuando esa distorsión se pone de manifiesto. Las cuestiones que afectan a la defensa, a los ejércitos y a las tradiciones castrenses están sometidas, en general en Europa y muy espe-cialmente en España, a un inmenso cortocircuito conceptual. Cuando los soldados /22 tienen que disfrazarse de ONG pacifista para conseguir medios,

3 Los presupuestos de defensa de los EE.UU., Inglaterra e incluso Francia para 2004, son, respectivamente 3,6, 2,29 y 2 % respecto del correspondiente GDP, frente a 0,84 % en el caso de España. Military Balance 2006. 4 Cf. B. Broomhall, International justice and the International Criminal Court: between souvereignty and the rule of law, Oxford University Press, Oxford 2003 5 Cf. G.T. Dempsey, «Reasonable doubt: The case against the proposed International Criminal Court», en: Cato Policy Analysis, No. 311.

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hay algo que está mal pensado en esa sociedad6. Durante muchos años la opinión pública ha estado conformada desde categorías intelectuales que han elevado el pacifismo a algo mucho peor que un dogma. En filosofía lo llamamos «postulado» y se trata de una proposición que se establece origi-nalmente como presupuesto de toda discusión, como algo, pues, que no se discute, precisamente porque define el marco de lo discutible. Ese postu-lado moral indiscutido es: «la violencia es mala». Y de ahí se sigue todo lo demás: las armas, que son medios de acción violenta, son también malas; y malos los hombres que las usan o se entrenan para usarlas; y los políticos que consienten que se gaste dinero en producirlas, comerciarlas y diseñar-las. La defensa carece en consecuencia de sentido, si no es metafórica-mente, como defensa «argumental» o política, única razonable. Porque lo que no se puede es oponer la violencia a la violencia, ya que, siendo esa violencia el mal absoluto, ello sólo supondría la reduplicación del daño.

De este modo, la cuestión militar es sencillamente implanteable. El problema no es que gastemos poco en defensa; es que, desde el horizonte filosófico que domina la discusión, está absolutamente de más eso poco que gastamos. En este orden de cosas no hay nada más caro que lo que no sirve para nada.

¿Es esta situación aceptable? De momento sí. El votante europeo no se siente especialmente amenazado por peligros que exijan una confronta-ción militar, sobre todo porque, en la medida en que estos peligros puedan surgir, tenemos siempre en reserva el compromiso de los EE.UU. con una segundad global que, aunque sesgadamente interpretada desde el punto de vista anglosajón, consideramos suficientemente garantizada por ellos. Esta actitud /23 tiene un inconveniente, y es que la influencia de Europa en general y de España en particular sobre las cuestiones globales que nos afectan, no guarda proporción con nuestro peso económico o histórico, sino más bien con nuestro disminuido compromiso con la seguridad del conjunto. Pero tiene la enorme ventaja de que siendo, como somos en cuestiones de segundad, lo que ellos llaman free raiders, eso es más barato. Y tiene, además, la ventaja adicional de permitir distanciarnos también mo-ralmente de ese compromiso y poder atribuir al «imperio» los supuestos males del concierto mundial, sobre todo allí donde garantizarlo requiere el empleo de la fuerza militar. La superioridad «moral» de la diplomacia euro-pea queda asegurada precisamente por su inoperancia. Y así, mientras los

6 Cf. A. Martínez Inglés, El ejército español. De poder fáctico a ONG humanitaria, Status Ediciones, Barcelona 2004.

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EE.UU. sigan siendo garantía de un orden mundial razonablemente poco intrusivo, el desprecio ideológico, y consecuentemente presupuestario, de las cuestiones militares sigue siendo algo que nos podemos permitir7.

Y si ello supone que Europa tiene poco que decir en la conformación de ese orden, algunos liberales podemos cínicamente pensar que tanto me-jor, a tenor de las malas experiencias que a lo largo de los dos últimos siglos hemos tenido con las propuestas políticas salidas de este lado del Atlántico y del Canal: véanse Napoleón, militarismo centroeuropeo, Hitler y Unión Soviética. Mejor, efectivamente, no gastar en armas, y dejar que sean los anglosajones los que se encarguen de manejarlas; pues tanto mejor le va a la humanidad con ello, y especialmente a nosotros. Estamos sometidos a un razonable protectorado imperial que bien puede continuar sin escán-dalo./24 Mejor, con mucho escándalo, pero razonablemente y sin costes. Las fragatas son efectivamente caras, y no digamos los portaaviones. Con esto casi podríamos terminar este libro, en lo que se refiere al alcance de sus propuestas prácticas. Sólo que yo no soy un político ni pretendo convencer al electorado de nada, sino un profesor de Filosofía acostumbrado a pre-guntarse si las cosas, tal y como están organizadas, son justas. Y dice Kant, en este sentido, que uno de los criterios que debe satisfacer un principio moral es, al menos al modo de un experimento mental, que sea posible ele-varlo a norma universal de conducta. Y el pacifismo europeo me parece en este sentido, por lo dicho anteriormente, esencialmente inmoral. Su misma posibilidad histórica tiene como condición que otros, concretamente los EE.UU., no se rijan por él. Y entonces la situación actual es para nosotros un lujo que nos podemos permitir, pero un lujo inmoral.

2. Militarismo y pacifismo: historia provisional de un cortocircuito

De todas formas no quiero yo tampoco ser injusto con nuestra historia. Además de inmoral, el pacifismo europeo, o japonés, es muy comprensible. Resulta de la evidente aplicación de la ley del péndulo. Es más, ese paci-fismo es, en medida importante, circunstancial, porque esencial en nuestra historia, precisamente en contraposición a la tradición anglosajona, ha sido,

7 Ha sido Robert Kagan el que ha introducido la expresión de que América es de Marte y Europa de Venus, cf. "Power and Weakness", en: Policy Review, 113. También, Of Par-adise and Power: America and Europe in the new World order, Atlantic, London 2003.

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todo lo contrario, el militarismo8. Y nos ha hecho mucho daño. Europa, /25 desde el asentamiento de los primeros principados bárbaros, allá por el si-glo V, pasando por los cruzados, hasta aquello de «prietas las filas, recias, marciales» que en España aún se cantaba hace cuarenta años, ha sido una entidad histórica muy guerrera. La guerra nos hervía en la sangre, por un quítame allá esa frontera, ese dogma religioso, esa fuente de materias pri-mas, o esa población irredenta al otro lado de la frontera.

Pero ese «ardor guerrero» no es todavía militarismo. De hecho la de-construcción posible de la guerra remitiéndola a razones económicas, o de poder, o simplemente dinásticas, pone de manifiesto conflictos bélicos, ciertamente molestos, pero poco dañinos. Las guerras más fútiles se dan en nuestra historia en el siglo XVIII. Cualquier sucesión un poco confusa en las coronas europeas ―España, Austria, Polonia― daba lugar a una. Pero eran guerras muy racionales, geométricas casi; que afectaban mínimamente a la población civil, que veía indiferente cómo a consecuencia de ellas cambia-ban fronteras y dependencias, sin que a un payés del Rosellón le preocu-pase en exceso pasar a depender del rey de Francia en vez del de España. La guerra era el deporte de los monarcas9. Un poco de juguete. A esa época se remonta, de hecho, la tradición de los soldados de plomo. Y un campe-sino de Pomerania encuadrado en un regimiento del rey de Prusia tenía al final, a pesar de las dos o tres batallas en las que participaba10, más espe-ranza de llegar a viejo que el hermano que se había quedado en la aldea arrancando el pan al duro suelo, que quedaba bien escaso después de se-quías e impuestos señoriales./26 Sencillamente el granadero comía todos los días, lo que era una hazaña para un campesino de la época.

8 Por el contrario, es connatural a esos sistemas políticos anglosajones, tanto en el Reino Unido y los Dominios como en los EE.UU., una expresa antipatía hacia lo que en ese siglo XVIII de profesionalidad militar se entendían como standing armies. Así William Black-stone se refiere a los nuevos regimientos, que el Parlamento siempre quería disolver después de cada guerra, como algo «to be looked on only as temporary excrescences bred out of the distemper of the State, and not as any part of the permanent and per-petual laws of the Kingdom» (citado por M. Howard, War in European history, Oxford University Press, Oxford 1976, p. 88.) 9 Cf. J. F. C. Fuller, The conduct of war 1789-1961, principalmente cap. I, «The limited war of the absolute kings». 10 La concentración del fuego fue haciendo de las batallas algo muy dañino. Pero estaba en el espíritu militar de la época evitarlas en lo posible. Y a pesar de todo, antes de 1870, la probabilidad para un soldado de morir de causas naturales era cinco veces mayor que por la acción del enemigo. Cf. M. Howard, War in European history, p. 117.

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Peor habían sido las guerras un siglo antes. Fueron aquellas guerras de religión, en las que primariamente no estaban en juego fronteras o tronos (aunque también), sino la salvación eterna de poblaciones enteras. Y por garantizarla los hombres se hicieron crueles y asesinos. La guerra civil en Francia entre hugonotes y católicos, la revolución de Cromwell, y la de los Treinta Años, fueron el horror de la sinrazón. Y a la razón comenzaron a apelar los primeros pacifistas europeos de la Ilustración, esperando de su imperio, por encima de religiones y principados, la aurora de una «paz per-petua», que es el título de la obra en que Kant comienza a hablar del «con-cierto de las naciones».

Con poco éxito, porque la Revolución francesa trajo de nuevo el fan-tasma de la «guerra total» y de nuevo campos de batalla regidos por el odio en vez de la nobleza11. Nuestro Goya fue el genio que plasmó en imágenes el horror. Y así, no es la guerra de la Independencia algo de lo que las armas nacionales puedan enorgullecerse.

El siglo XIX, regido por el principio de equilibrio entre las potencias que consagró el Congreso de Viena, fue un siglo relativamente pacífico. Pero se había desencadenado ya el monstruo revolucionario y con él la idea de que el mundo estaba abocado, /27 como cantará después la Internacional, a una «lucha final». En el puchero conceptual del que se alimentan los pueblos, comenzó a bullir la idea de que la historia misma no es sino un conflicto entre la opresión y la libertad, entre los tiranos y las naciones, entre el ca-pital y el trabajo, entre el judaísmo internacional y la raza aria, entre los imperios y las colonias, en definitiva, entre el mal y el bien. Un conflicto que

11 El Decreto de la Convención sobre la levée en masse de 23 de agosto 1793 reza así: «A partir de ahora y hasta que los enemigos hayan sido expulsados de los territorios de la República, el pueblo francés está en permanente disposición para el servicio militar (...). Los jóvenes irán a la batalla; los hombres casados forjarán armas y transportarán muni-ciones; las mujeres harán tiendas y uniformes (...); y los viejos estimularán el coraje de los guerreros predicando la unidad de la República y el odio a los reyes» (citado en R. Holmes, Redcoat: the Britisb soldier in the age of horse and musket, Harper Collins, Lon-don 2001, p. 37). Fuller (op. cit., p. 26) afirma que a consecuencia de la Revolución fran-cesa la guerra recae en la barbarie, y cita a Guglielmo Ferraro: «La guerra restringida es uno de los más elevados logros del siglo XVIII. Es una de esas plantas de invernadero que sólo florece en una civilización aristocrática y cualitativa. Y es una de las buenas cosas que hemos perdido a consecuencia de la Revolución francesa».

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tiene que ser resuelto en una contienda final, de la que un nuevo mundo surgirá en la única forma posible de victoria12.

La consecuencia es el militarismo. Pero hay que matizar. El militarismo del siglo XX es, más bien, una extraña alianza entre el espíritu revolucionario y la emergente racionalidad tecnológica. Y esto hay que explicarlo un poco más. El que describe esto es Max Weber. La vida social y el curso de la his-toria son en el siglo XVIII algo aún muy sencillo. Todavía podía decir Luis XIV que el Estado era él, o al menos una cuestión familiar, que él resolvía po-niendo a sus primos al frente de la diplomacia si eran astutos, de su ejército si eran valientes o de la iglesia si eran piadosos o, también valía en ese caso, avariciosos. La prudencia para coordinar estas acciones y hacer que los pri-mos militares, clérigos o diplomáticos actuasen en concierto en bien del reino (o del rey que era lo mismo), era la virtud propia del monarca. Sin embargo, ya por entonces, pero sobre todo conforme se va acercando el fin de siglo, se hizo difícil poner a los primos al cargo de la hacienda real, por-que ser un buen administrador se había hecho algo complicado que reque-ría más competencia técnica que sangre azul y buenas maneras. Y esta ten-dencia se va acentuando a lo largo del siglo XIX conforme la vida pública se hace cada vez más compleja y se convierte, más bien, /28 en cuestión de «administración», regida por principios de racionalidad específicos de los distintos ámbitos de actuación pública. La policía, las obras públicas, el ser-vicio diplomático, por supuesto el ejército, y más tarde la instrucción pú-blica, la salud nacional, la seguridad social, se fueron convirtiendo en ámbi-tos autónomos regidos por una racionalidad funcional a cargo de «exper-tos», de «funcionarios», encargados de dictaminar lo que se podía o no se podía hacer13. Típico se hizo el caso del policía, brazo ejecutivo del poder tiránico, que sin embargo no temía a las revoluciones porque sabía que el nuevo poder necesitaría igualmente de sus servicios. Cuando Luis XVIII res-tauró en 1814 la monarquía borbónica, cambió al ejército de bandera y es-carapela, pero eran los mismos regimientos al mandó de los mismos gene-

12 De algún modo, aparte de otras reflexiones técnicas sobre el arte de la guerra, la idea de Carl von Clausewitz (Vom Kriege, 16a ed., Hahlweg, Bonn 1952) de la guerra como absoluto en continuidad con la política, es congruente con esta idea unitaria, cuando no totalitaria, de la historia. 13 J. Habermas, recogiendo la tradición analítica de M. Weber, ha puesto especial interés en el seguimiento de estos «subsistemas» y su tendencia a convertirse en paradigmas de toda racionalidad. Cf. Theorie des komunikativen Handelns, 2 vols., Suhrkamp, Frank-furt a. M. 1981, I, pp. 108 ss.; II, p. 488.

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rales del ejército napoleónico. En parte porque animó a esa primera restau-ración un afán conciliador y no vengativo, pero en parte más importante porque a esas alturas cambiar a los cuadros de mando suponía ya desman-telar el ejército y arruinar las posibilidades de Francia de ser una potencia europea. Un general se había convertido ya en un «técnico» de difícil susti-tución. Y al fin y al cabo aquellos soldados de Napoleón eran los que habían hecho correr a todos los primos aristócratas del rey por los campos de Eu-ropa.

Es algo más que un ejemplo. Porque este proceso de tecno-racionali-dad se impone con especial fuerza en las cosas militares, antaño al alcance de los que tuviesen las virtudes ―valentía, disciplina, bizarría, fortaleza― propias del servicio militar, fácilmente reclutables entre los jóvenes de las clases dirigentes. Ese entusiasmo y ese afán de gloria los despliegan los jó-venes de la aristocracia sudista al comienzo de la guerra de Secesión, en 1861, /29 ante la escéptica mirada de Clark Gable ―en Lo que el viento se llevó― que sabe ya que la guerra no es cuestión de gloria sino de cálculo, y que van a ser más importantes las toneladas de acero producidas y sobre todo las líneas de ferrocarril tendidas. Y que de eso ―porque al final valen-tía y cobardía se reparten bastante por igual entre la especie humana― tie-nen más en el Norte. Es la primera guerra que, aun a duras penas, gana el ferrocarril y con él la logística14; a pesar de un ejército de la Unión mandado al principio por incompetentes frente al genio militar del confederado Lee.

En la guerra Franco-Prusiana de 1870 la cuestión tecnológica se hizo decisiva hasta el punto de inaugurar el Blitzkrieg. Sin embargo, en contra de lo que esta denominación mítica sugiere, el protagonista de este nuevo tipo de guerra no fueron soldados correosos, ni oficiales disciplinados, ni gene-rales prudentes y audaces a la vez, todos ellos valientes, sino el Estado Ma-yor prusiano, cuyos oficiales, que podían ser bajitos, calvos y solían llevar gafas, necesarias para el estudio, se habían convertido en los nuevos seño-res de la guerra15.

En tiempos de Napoleón y Wellington, los estados mayores estaban formados por los aides de camp. Su misión era doble. Una, adornar las fies-tas que daba o en las que participaba el mando. Para lo cual el oficial ayu-dante de campo tenía que ser pinturero: guapo, galante, y de buena familia;

14 Cf. G.E. Sulzer, Victory rode the rails. The strategic place of railroads in the Civil War. Bobbs-Merril, Indianapolis 1953. 15 G. Forster (ed.), Der preussisch-deutsche Generalstab 1640-1963. Zu seiner politischen Rolle in der Geschichte, 2a ed., Dietz, Berlin 1963.

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a ser posible también rico, porque se gastaba un dineral en uniformes. La otra era recabar información en el campo y, sobre todo, transmitir las ór-denes del comandante en jefe, frecuentemente en los momentos y lugares más comprometidos del combate. No pocas veces estaba en manos /30 de aquellos muchachos la suerte de una batalla. Y ahí lo que hacía falta eran buenos caballos ―otro dineral― y el más desmedido afán de gloria, hasta el absoluto desprecio de la propia vida. Un general no era nadie sin ellos; y bien se ganaban lo que lucían en los bailes16.

Pero semejante planteamiento suponía que el responsable del des-pliegue era capaz de integrar la información relevante, disponer y ordenar, en una sola reflexión. Como Luis XIV, el jefe tenía que poder decir: «El ejér-cito soy yo». Por eso era tan fundamental en la batalla lo que se llamaba, precisamente en este contexto, un cup d'oeil. En un golpe de vista, el gene-ral tenía que ser capaz de «hacerse cargo», y decidir en consecuencia. Si ese golpe de vista fallaba, el resultado era el caos y la descomposición del ejér-cito. Solía ocurrir, por ejemplo, cuando la unidad del mando no estaba ga-rantizada: Ocurrió en Austerlitz17, y estuvo a punto de ocurrirles a los alia-dos anglo-prusianos en Waterloo.

Pues bien, esta integración lógica del conjunto se hizo imposible para la reflexión individual conforme la complejidad técnica y, sobre todo, logís-tica de los despliegues se fue poniendo de manifiesto a lo largo del siglo XIX. Y en Europa fueron los prusianos los que, aprovechando la experiencia de guerras menores contra Dinamarca y Austria, fueron desarrollando un cuerpo técnico de, como se dice ahora, «mando y control». Su función era la asignación de los medios convenientes a los fines (cualesquiera) propues-tos por el mando; según criterio de racionalidad específico para el uso de esos medios. Bueno, no cualquier fin, sino aquellos que eran posibles desde los medios disponibles. De este modo se invierte en medida importante el

/31 proceso: el mando propone y su estado mayor «dispone», en función, en efecto, de la «disponibilidad» de medios en el lugar y tiempo oportunos. Lo que se pretende es el «buen funcionamiento», la eficiencia del conjunto18.

16 Cf. V. Rolin, Les aides de camp de Napoleon et des marechaux sous le Premier Empire (1804-1815), Editions Napoleon Ier., París 2005. 17 D. G. Chandler, Austerlitz 1805: battle of the three emperors, Osprey, London 1990. 18 «A terrible cliché arose by the end of the nineteenth century, the 'war machine', which summed up, as no other term did, the transformation of an age-old custom by the in-dustrial revolution. In time the mechanization of all aspects of life, which was greatly accelerated by war, left its imprint upon everyday language. The dehumanizing phrase

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No vamos a entrar aquí en los problemas antropológicos y filosóficos que esto plantea para un concepto de racionalidad a la que le importa muy poco el sentido último de la acción ―sus fines―, porque se centra funda-mentalmente en el ajuste de los medios19. No tiene sentido, por ejemplo, preguntarse si es o no racional arrasar una población, o usar gases tóxicos, o armamento nuclear, sino si es conveniente. Por ejemplo si después se pretende ocupar el terreno, etc. Convertido todo en instrumento, porque sólo como tal entra bajo la competencia del estado mayor, todo se reduce a pieza de un ajuste funcional, en lo que nada tiene sentido /32 por sí mismo20, sino como medio de una victoria que de algún modo se convierte en aniquilación de los vencedores igual que de los vencidos21. De este

'human material', which was still denounced before World War I as a denial of the hu-man spirit, soon became an accepted part of speech» (Ch. Coker, The future of war: the re-enchantment of war in the twenty-first century, p. 18 s.). 19 La gran aportación de la Escuela de Frankfurt ha consistido en recoger esta idea de Weber para hacerla críticamente extensiva en la caracterización de la idea moderna de racionalidad como una mera racionalidad de medios. «Todo uso de conceptos que vaya más allá de la útil recogida técnica de datos fácticos, es descalificado como una última huella de superstición. Pues los conceptos se han convertido en medios (...) racionaliza-dos que ahorran trabajo. Es como sí el mismo pensamiento hubiese sido reducido al nivel de los procesos industriales y sometido a un exacto plan, es decir, se hubiesen convertido en una pieza fija de la producción» (M. Horkheimer, Zur Kritik der instrumen-tellen Vernunft, Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1967. p. 30 s.). También ib., p. 7: «Captar y asimilar ideas eternas que deben servir de metas al hombre, esto fue lo que significó de antiguo la razón. Encontrar los medios para metas ya dadas, es hoy no sólo su negocio sino su esencia más propia. Metas que, una vez alcanzadas, no se convierten en medios, resultan ser superstición». (Son traducciones mías de los textos alemanes a los que se hace referencia.) 20 Cf. ib., p. 17: «En la opinión subjetivista, en la que 'razón' se usa para designar una cosa o una idea más que un acto, la razón se refiere exclusivamente a la relación de un tal objeto o concepto a un fin, no al objeto o concepto. Esto significa que la cosa o la idea sirve para otra cosa. No hay fin alguno que sea racional en sí mismo, y carece de sentido discutir bajo el aspecto de la razón la preferencia de un fin sobre otro. Desde el punto de vista subjetivista una tal discusión es sólo posible cuando ambos fines sirven a otro tercero y más alto, es decir, cuando son medios y no fines». 21 Lo que Horkheimer dice del ingeniero lo podemos aplicar aquí a la idea tecnificada del mando militar. Cf. Zur Kritik der instrumentellen Vernunft, p. 144: «Al ingeniero no le interesa entender las cosas en sí mismas o por la comprensión (que de ellas gana), sino con vistas a la circunstancia de si son apropiadas para adaptarse a un esquema, sin con-siderar cuan extraño pueda ser ese esquema a su propia estructura interior; y ello tanto para los seres vivos como para las cosas inanimadas. La conciencia del ingeniero es la

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modo, la guerra se hizo, o relámpago, o máquina de picar carne, y en cual-quier caso más cuestión de cálculo que de heroísmo22. La guerra Franco-Prusiana de 1870, fue lo primero. Pero la guerra de Secesión americana y sobre todo la Primera Guerra Mundial fueron la apoteosis del horror nihi-lista, de un modo que nunca la humanidad había contemplado hasta enton-ces23. En medida importante los estados mayores representan /33 el fin del romanticismo militar inaugurado con la Revolución francesa24.

Más bien me quiero fijar aquí en otra cuestión. Ciertamente relacio-nada, pero que tiene deriva propia para lo que nos interesa. Si leemos Gue-rra y paz, vemos cómo cualquier joven de la aristocracia rusa podía, con sólo ser animoso y bien dispuesto, incorporarse como cadete a un regi-miento, especialmente de caballería; y al cabo de una campaña se convertía en un competente oficial. Era simple cuestión de trasladar al ámbito cas-trense las virtudes de una clase que estaba llamada a cumplir esa función25.

del industrialismo en su forma más moderna. Su dominación planificada convertiría a los hombres en una colección de instrumentos sin fin propio». 22 «The romantic heroism of the Napoleonic era, which had been revived in the armies of the Second Empire and had flourished in the small colonial campaigns where most of the French generals had made their mark, was steam-rolled into oblivion by a system which made war a matter of scientific calculation, administrative planning, and profes-sional expertise» (M. Howard, War in European history, p. 101). 23 «Lee belonged to the eighteenth century ―to the agricultural age of history. Sherman, and to a lesser extent Grant, Sheridan, and other federal generals, belonged to the age of Industrial Revolution, and their guiding principle was that of the machine which was fashioning them ―namely, efficiency―. And because efficiency is governed by a single law, that every mean is justified by the end, no moral or spiritual conception, or tradi-tional behaviour, can be tolerated should it stand in its way» (J. F. C. Fuller, The conduct of war 1789-1961, p. 107) 24 En Senderos de gloria, Stanley Kubrik relata magistralmente este conflicto entre la fría racionalidad militar y la más elemental humanidad que especialmente se plantea con toda su crudeza en la Primera Guerra. El título alude a la vacuidad de toda pretensión romántica en semejante entorno. De hecho, en la Primera Guerra Mundial se inventa el concepto de «batalla de desgaste», donde el fin no está en la victoria decisiva, sino en el lento destrozo de las reservas humanas del enemigo. Esta nueva táctica fue el intento del Estado Mayor alemán dirigido por von Falkenheyn para salir del atasco del frente occidental. Cf. A. Horne, The price of glory: Verdun 1916, Macmillan, London 1975. La batalla del Somne, más de lo mismo, fue la «imaginativa» respuesta aliada (cf. S. Ross, The battle of the Somne, Hodder Wayland, London 2003). 25 Así decía Oliver Cromwell a uno de sus lugartenientes: «Tus soldados de caballería son la mayoría viejos hombres de servicio, taberneros y ese tipo de gente; mientras que los

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La Revolución francesa y Napoleón, más democráticos, incorporan a la ofi-cialidad soldados procedentes de las filas; pero como, por aquello de los estadillos de fuerza, partes y el presupuesto de las unidades, tenían que saber ―como dicen las ordenanzas de Carlos III― «leer y escribir y algo de cuentas», la oficialidad se reclutaba preferentemente de las clases burgue-sas comprometidas con el /34 ideal revolucionario. De este modo, tanto en el antiguo como en el nuevo régimen, el ejército, lejos de ser una «profe-sión», era un «servicio», que a cada cual competía por su estado o condi-ción: campesinos como soldados, y nobles y burgueses, acostumbrados por su clase a dirigir, como oficiales. Se daba, pues, una continuidad entre pue-blo y milicia que permitía decir que el ejército era «la nación en armas». Había una excepción: la marina, por supuesto, y los cuerpos de artillería e ingenieros, en los que desde el siglo XVIII, para disparar cañones y construir o demoler fortificaciones, se requería más competencia técnica que la ani-mosidad que se puede suponer repartida por la población en general. Sólo por entonces los artilleros y el cuerpo de génie tenían «academias» o cole-gios propios26.

Pues bien, esa tecnificación se fue extendiendo a lo largo del siglo XIX a todos los cuerpos militares. Fueron surgiendo las «escuelas de aplicación y tiro», los «colegios de guerra», las «academias», y al final la «escuela de estado mayor», regidos por el principio de que la milicia se había convertido en una profesión que requiere competencia y una racionalidad propia que había de ser estudiada y aplicada según criterios igualmente específicos. El ejército se fue corporativizando ―igual que los jueces, los maestros, los po-licías, los funcionarios civiles, las aduanas, etc.― en lo que Max Weber des-cribe como tendencia a la autonomización propia de subsistemas regidos

suyos (los del ejército real) son hijos de caballeros, jóvenes y personas de calidad. ¿Pien-sas que el espíritu de esos tipos vulgares va a ser capaz de enfrentarse a caballeros que llevan en sí honor, coraje y resolución? Tienes que conseguir hombres de un espíritu semejante al de esos caballeros, o te seguirán venciendo» (citado por E.S. Turner, en: Gallant gentlemen. A portrait of the British officer 1600-1956, M. Joseph. London 1956, p. 24). La propuesta de Cromwell va en la línea de reclutar soldados llenos de fervor religioso, ya que no venían a sus filas jóvenes squires, a los que ciertamente no hacía ascos. 26 En 1741 se funda en Wolwich The Royal Military Academy, para el estudio y gradua-ción de oficiales de artillería c ingenieros. Y en 1756 se inicia el curso con 200 cadetes en el College Royal Militaire de París, para muchachos de clases burguesas y especial-mente pensado también para la artillería y el cuerpo de génie. Después de estudiar en Brienne, Napoleón absolvió sus exámenes finales para la obtención de un despacho de oficial de artillería en esa institución, ante Laplace.

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por criterios específicos de funcionalidad social. Ciertamente, no más que jueces o ingenieros de caminos, los militares se convirtieron en algo muy «suyo», y se /35 fracturó así esa continuidad que hemos visto tanto en la época aristocrática como en la revolucionaria.

Se ha hablado de «castas». Y ciertamente las había, por ejemplo en la medida en que determinadas clases sociales, como los junkers prusianos, o los masones «ayacuchos» en el ejército español de mitad del XIX, se iban integrando en esa nueva funcionalidad tecnológica. Pero el calificativo de «casta militar» no es del todo correcto, por cuanto lo que verdaderamente importa en el proceso es que ese espíritu de cuerpo viene más bien defi-nido, no por una adscripción social, sino por un nuevo «modo de pensar» propio de la profesión y necesario para las exigencias de la función que el cuerpo asume, en este caso matar o dejarse matar por conseguir la victoria sobre el «enemigo».

Un ejército que así se va separando del pueblo, ha sido visto por mu-chos como un potencial enemigo precisamente del pueblo. ¿Será esta la raíz que vamos buscando de lo que hemos llamado «militarismo»? La res-puesta primera es: en absoluto. Pocos cuerpos más cerrados son imagina-bles que la Royal Navy, o la U.S. Cavalry, la aviación naval norteamericana, o el sistema regimental británico. Y sin embargo nunca estuvo en duda en el mundo anglosajón que los cuerpos militares, siempre gruñendo cierta-mente, estaban al servicio de un poder que emanaba del rey, antes, o de la soberanía parlamentaria, desde el siglo XVIII. Lo que impone un temor re-verencial en una base americana no es un general de muchas estrellas, sino un senador con corbata.

Es cierto que como subsistema social corporativizado, las fuerzas ar-madas y sobre todo el ejército tienen, por el hecho de estar efectivamente armadas, una potencialidad dictatorial que no tienen los jueces o los fun-cionarios de aduanas. Pero eso es así lo mismo en Noruega que en España, en Japón que en Australia, y no explica el fenómeno histórico del milita-rismo que, por extendido que estuviese en Europa y Japón a partir de los años veinte, /36 en España hasta los cincuenta, y aún después en América Latina y ciertos países asiáticos, no fue un fenómeno universal, como sí lo fue la profesionalización y corporativización de la milicia.

A mi modo de ver, para entender el fenómeno histórico del militarismo hay que atender más bien a la confluencia de esta tendencia tecnocrática descrita, con la otra tendencia revolucionaria a entender la historia como una «lucha final», como una confrontación que adquiere visos apocalípticos

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y universales. Ya ocurrió así con la Revolución francesa. Porque si al final la libertad y razón revolucionarias estaban rodeadas de enemigos y se enten-dían a sí mismas como guerra universal contra los poderes coaligados de la tiranía, fue sólo natural que el poder cayese en manos de los generales vic-toriosos en Italia y en el Rin. A un abogado como Robespierre, armado con la guillotina, no se le podía pedir tanto.

Fue el protagonismo revolucionario del ejército, en España por ejem-plo27 y en Hispanoamérica28, lo que sentó las bases de una concepción en la que las élites intelectuales y burguesas comprometidas con el ideal revolu-cionario tendían a verlo, no como un cuerpo técnico que sirve para hacer guerras circunstanciales, sino como verdadera encarnación del espíritu de una nación en continua lucha. El ejército asume entonces una función me-siánica: es el salvador.

Mientras ese ejército todavía fue o podía ser milicia, aún se mantuvo una continuidad nacional entre el ejército y la sociedad civil de intelectua-les, periodistas, abogados, artistas y políticos. Pero, en efecto, conforme las fuerzas armadas adquirieron /37 caracteres de subsistema exento, el ideal revolucionario, que se seguía moviendo en el horizonte de una confronta-ción final, tuvo que militarizarse él mismo, vestirse de uniforme.

Aquí el fenómeno se hace complejo y variopinto. En algunos casos, como en Japón, el ejército, y sobre todo la marina, se convierten en van-guardia social, precisamente por ser la primera institución capaz de respon-der a las exigencias tecnológicas de una nueva era, a fin de hacer viable en un mundo conflictivo la restauración imperial29. En otros países, como en Italia o Alemania, la revolución, que se había hecho fascista y nacional, in-tenta integrar en su proyecto a unos ejércitos de tradición aristocrática o liberal, de los que en el fondo no se fía, y en cualquier caso militarizándose ella misma como partido. En Rusia sencillamente sustituyendo el ejército por las milicias; pero igualmente militarizando en su raíz el mismo proyecto revolucionario30. Y en España, en 1936, fue el mismo ejército el «salvador»;

27 Cf. J.R. Alonso, Historia política del ejército español, Madrid 1974; E. Christiansen, Los orígenes del poder militar en España (1800-1854), Madrid 1974. 28 Cf. L. Zea, «Del militarismo libertador al militarismo opresor», en: El control político en el Cono Sur, Siglo XXI, México 1978. 29 Cf. G.D. Hook, Militarization and demilitarization in contemporary Japan, Routledge, London 1995. 30 Cf. R.V. Daniels, The militarization of socialism in Russia 1902-1946, The Wilson Cen-ter, Kennan Institute for Advanced Russian Studies, Washington DC 1985.

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pero sólo en la medida en que se politizaba y asumía él mismo los ideales de esa revolución nacional.

En definitiva, los ejércitos occidentales tienen muy poca culpa del mi-litarismo que asoló el mundo en la primera mitad del siglo XX. El militarismo es un fenómeno que más tiene que ver con un mal digerido y administrado ímpetu revolucionario propio del siglo anterior. Y en definitiva, el desprecio a lo militar del que adolece nuestra cultura debería dirigirse más bien contra los excesos militaristas que procedían de una concepción política ―revolu-cionaria y progresista― con la que muy poco tiene que ver la gran tradición militar de los países civilizados, incluso allí /38 donde, como en Japón o Es-paña, el ejército y la marina tuvieron un protagonismo indudable en los ma-les que se siguieron de esa actitud. El militarismo es una nefasta concepción de la historia que ha hecho un enorme daño, por el que alguien tiene que pagar penitencia. Pero esa penitencia no consiste en despreciar la tradición militar y menos en desmantelar las capacidades defensivas de nuestras for-mas de vida, de las que en último término dependen nuestras libertades.

Urge, en mi opinión, volver a repensar todas estas cuestiones desde una perspectiva intelectual que se esfuerce por desmontar los inmensos cortocircuitos que aquí están en juego. Sencillamente porque una sociedad que no sea capaz de abordar con un mínimo de equilibrio las cuestiones que afectan a su propia segundad ―y no otra cosa es la cuestión militar― es, como intentaré hacer ver, una sociedad moralmente enferma. Y no se trata aquí de una cuestión marginal.

3. El soldado como ideal de humanidad

Aparte de consideraciones reflexivas, es cierto que la simpatía con la cosa castrense tiene mucho que ver con predisposiciones probablemente genéticas. Hay gente ―quizás mayoría― a la que deja fría un toque de cor-neta; y hay otros que, sin ser militares, tienen capacidad de emocionarse ante un desfile; o le «dice» más una película de guerra que una policíaca. Tiene ello que ver con modelos perceptivos, más o menos activos según los tipos psicológicos. Por lo mismo que hay (o no) predisposiciones naturales a gozar del espectáculo de la naturaleza, a los trabajos manuales o a las procesiones de Semana Santa. A quien tiene ese «gen marcial» ―hay quien lo tiene «litúrgico», y le gustan las ceremonias; o «comercial», y su pasión es comprar y vender― le resultará más fácil conectar con lo que aquí quiero decir./39

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Sin embargo, y aunque esta predisposición ayude o dificulte mi in-tento, lo que pretendo va más allá de exponer unas simpatías psicológicas. Es más, vuelvo a repetir que mi intención no es política; y me preocupa poco lo que ocurra con los presupuestos de defensa. Ni siquiera primariamente patriótica, o moral, o en cualquier otro sentido edificante. Ciertamente me produce cierto coraje que se de por supuesto que un intelectual «tiene que» ser pacifista. Pero tampoco eso me preocupa. En definitiva soy profe-sor de Filosofía, y si me he decidido a escribir sobre estas cuestiones es por-que me interesa cómo son las cosas; y por qué o con qué legitimidad pen-samos o actuamos de determinada manera.

Y en los principios de la filosofía Heráclito de Éfeso dijo algo que me interesa saber si es cierto: «polemos panton men pater esti, panton de basi-leus31; que la guerra es madre y reina de todas las cosas. También si es cierto y en qué medida eso que dice el Libro de Job: «militia est vita hominis super terram»32. Es decir, me interesa una cuestión fundamentalmente antropo-lógica, ontológica incluso.

En cualquier caso, lo que sí me parece evidente es que el soldado no es un subproducto del capitalismo imperialista tardío; ni un nefasto invento de Hollywood; ni un artificio comercial de la industria del juguete; algo que pueda, deba o de alguna manera vaya a desaparecer de nuestro horizonte cultural como resultado de algún tipo de reflexión moralizante. Menos pienso que sea el invento de una civilización perversa, en la que se hubiesen traicionado los originales impulsos pacíficos de una naturaleza paradi-síaca33, a cuya armonía pudiésemos volver convirtiendo los /40 cascos en macetas, según el desiderátum hippie. Más de acuerdo estaría con que ese «estado de naturaleza» representa, como dijese Hobbes, filósofo británico del siglo XVII, la «guerra de todos contra todos»34; situación de la que ar-duamente vamos saliendo a costa de civilización, y a la que revertiríamos si

31 Diels, frag. 53. 32 Job 7,1. 33 Es la opinión de Margaret Mead, «Warfare is Only an Invention: Not a Biological Ne-cessity», en: L. Bramson y G. W. Gothals, War Studies from Psychology, Sociology, and Anthropology, Basic, New York 1968. 34 Leviathan, I, 13: «Hereby it is manifest that during the time men live without a com-mon Power to keep them all in awe, they are in that Condition which is called Warre; and such warre, as is of every man, against every man. (...). In such a condition there is no place for Industry; because the fruit thereof is uncertain: and consequently no Cul-ture of the Earth; no Navigation, nor use of the commodities that may be imported by

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olvidásemos que la civitas, como ámbito de (relativa) armonía, es un espa-cio delimitado por una voluntad de defensa, por un muro en tiempos anti-guos, frente a las amenazas a las que siempre está sometida esa conviven-cia ciudadana por las fuerzas extrañas, que los griegos llamaban de la bar-barie35.

De hecho tenemos mala suerte con los términos; porque «soldado» no tiene una etimología favorable a mi propósito. Es el que lucha profesional-mente, por un sueldo; por causas extrañas que poco le importan. Más me interesa hablar de «militar», que viene de miles-tis, que es el ciudadano, el habitante de la civitas o polis que, encuadrado con sus conciudadanos, está dispuesto a defender hasta la muerte las libertades comunes36./41

No insistiremos suficiente a lo largo de estas páginas en que es esta referencia a la civitas, mucho más que la vocación de lucha, lo que consti-tuye la esencia del militar, en una radical diferencia con el guerrero o mer-cenario. Por eso esta antropología del soldado es en su raíz filosofía política, muy lejos de cualquier apología de la agresividad. En tiempos de guerra los romanos y otros pueblos antiguos fundían los arados para hacer espadas, y de ahí viene la poética contraposición de un instrumento que genera vida y otro que causa la muerte. Pero la retórica pacifista que tantas veces apela

Sea; no commodious Building; no Instruments of moving, and removing as require much force; no Knowledge of the face of theEarth; no account of time; no Arts; no Letters; no Society, and which is worst of all, continual scare, and danger of violent death; and the life of Man, solitary, poore, nasty, brutish, and short». 35 La respuesta a M. Mead, y en general a la tradición Boasiana de antropología cultural que tiende a una visión idílica de las culturas primitivas, no se hace esperar con el propio método de la antropología en la obra de H. Turney-High, Primitive War: its practice and concepts, 2a ed., Columbia, SC 1971. Al final Turney-High sitúa el origen de la civilización frente al primitivismo, y con ello de la posibilidad misma de la paz, en la emergencia de ejércitos con algo parecido a lo que actualmente llamamos «oficiales» (p. 253, citado por J. Keegan, A history of warfare, Hutchinson, London 1993, p. 91). 36 «Hoplites were the citizens in battle; citizens were the hoplites in assembly. It was this style of battle that had endowed small farmers, or the more prosperous of them, with a prestige unknown in other ancient societies, and it had transformed peasants into citi-zens. No other ancient society had a decentralized political structure based on private property, with landownership distributed among such a large percentage of population. Hoplites were a landowning class that adopted this offensive style of war, despite their costs to themselves, because their status depended upon their demonstrated ability to defend the soil. Only citizens-soldiers of high morale could have submitted to the disci-pline of the phalanx» (D. Dawson, The origins of western warfare: militarism and moral-ity in the ancient world, p. 50).

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a esta imagen ―creo que del profeta Isaías37―, olvida con facilidad lo esen-cial del símbolo, a saber, la convertibilidad de ambos instrumentos. El ro-mano, labrador y campesino en su memoria histórica, sabe que su trabajo no fructifica sino en el horizonte de la ciudad. No es una fuerza aislada en medio de la naturaleza, a merced de cualquiera que venga a robarle los fru-tos de su esfuerzo. La ciudad es el mercado donde vende su cosecha, donde obtiene o repara los aperos que necesita, probablemente donde tiene su casa bajo la protección de sus muros, y de donde sale todos los días al /42 campo. Su tierra sería, pues, estéril si no fuese por esos muros, que enton-ces y por lo mismo que la trabaja, él y sus hijos están dispuestos a defender, precisamente para que a esos hijos, y a los hijos de esos hijos, la tierra siga dando fruto. Dicho de otra forma, el miles romano no es una evolución del bandido, o del bárbaro, o de cualquier otro tipo de «guerrero», sino una trasformación del campesino, allí donde se hace necesario defender el ho-rizonte protector de la ciudad desde el que tiene sentido el trabajo38. Y por eso hay una continuidad esencial, más allá de la aparente contraposición, entre arados y espadas; y entonces entre la paz y la guerra, entre el traba-jador y el militar. ¡Si esto parece novedoso es porque es muy antiguo!

Por mucho que haya evolucionado la tecnología; por más que el sol-dado circunstancial del republicanismo romano sea una memoria práctica-mente inviable en un horizonte de misiles y radares, que exige profesiona-lidad, aquí está la esencia del espíritu militar; y fuera de esta memoria ese espíritu se convierte en mercenario, agresivo y nefasto39.

37 Por cierto, conviene señalar el carácter casi hobbesiano que tiene el texto completo de Is 2,2-4: «Sucederá en días futuros que el monte de la Casa de Yahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: 'Venid, subamos al monte de Yahveh, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos'. Pues de Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra de Yahveh. Juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra». 38 Cf. I. Marrou, Histoire de l'éducation dans l'antiquité, Seuil, Paris 1948, pp. 314 ss. 39 Por cierto, que esa memoria, por así decir romántica, ya lo era entonces al menos desde las guerras púnicas, que exigieron más y más la profesionalización de los legiona-rios, que por una parte procedía por sorteo de la conscripción pero que voluntariamente continuaban su servicio, que ya comienza a ser pagado y que tiene una rentabilidad eco-nómica adicional por vía del botín.

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Por lo mismo, es decir, porque la milicia es circunstancial al hombre en tanto que es trabajador, el ser soldado no es para él algo postizo, una op-ción psicológica para tipos agresivos, sino algo que afecta esencialmente a su condición humana. Todo hombre está llamado a ser ciudadano, y enton-ces también soldado40. La milicia es condición de nuestra propia humani-dad./43

Pero entonces comprender al soldado, reflexionar sobre sus necesa-rias actitudes vitales, sobre las virtudes y vicios propios de su condición, no es un simple esclarecimiento intelectual de algo extraño o curioso, propio de tipos raros a los que emocionan los toques de corneta, las voces de mando y los vistosos uniformes, como cuando los turistas van a ver el cam-bio de la guardia en Buckingham Palace, sino reflexión ineludible sobre nuestra propia condición humana, esfuerzo por comprender lo que somos como hombres. El espíritu militar es un ideal de humanidad que a todos nos afecta, o algo extraño que nos amenaza. Mostrar que es lo primero es lo que pretendo, mientras siguiendo con mí oficio intento seguir pensando qué es el hombre, el bien y el mal, o la comunidad política.

Por eso, vaya aquí por delante una importante consideración: una cosa son los paradigmas, y otra muy distinta las figuras empíricas que se ajustan o no a esos arquetipos ideales. Una cosa es un albañil y otra el «calamidad» que nos deja la cocina peor que estaba antes de la reforma. Ingenieros in-competentes los hay en abundancia, y médicos matasanos, y maestros casi analfabetos. Y así en la experiencia que aún muchos hemos tenido de la vida militar, qué duda cabe que abundan los tipos impresentables: sargentos al-cohólicos, capitanes que quieren ser Rambo y coroneles golpistas. Pero algo no mucho mejor podríamos contar también de los profesores universita-rios. Lo que ocurre es, ciertamente, que en el ejército los vicios se notan más. En primer lugar porque el mando convierte a los profesionales en re-ferencias muy visibles, lo que obliga a la ejemplaridad por lo mismo que hace muy aparatosos los defectos. En esto los militares están en una situa-ción parecida a los clérigos, en los que también los vicios resultan más es-candalosos. Además porque la natural presión a la que están sometidos los

40 Lo dice George Washington en 1783: «It may be laid down as a primary position, and the basis of our system, that every Citizen who enjoys the protection of a free Govern-ment, owes not only a proportion of his property, but even of his personal service, to the defense of it» (citado por R. Holmes, Redcoat, p. 36).

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subordinados ―por ejemplo cuando el servicio militar era obligatorio y gra-voso― hace que esos defectos del que manda sean especialmente insopor-tables./44

De todas formas, hay que distinguir entre los vicios más o menos pro-pios de la condición humana, que están equitativamente repartidos entre todo estado o condición, y aquellos que acompañan casi funcionalmente a algunos de ellos. Así el burocratismo es un vicio de funcionarios, la corrup-ción de políticos, la impiedad de recaudadores de impuestos; y qué duda cabe que los militares tienen sus vicios propios ―arrogancia, ordenan-cismo, autoritarismo, etc.―, que entonces sí tienen una relación constitu-tiva con su arquetipo, y que nos obligarán a una detenida consideración.

Pero no vamos a entrar a denostar la vida castrense, actitud barata y escasamente ilustrativa, precisamente por ser siempre posible; como siem-pre se puede hablar mal de policías, maestros y médicos. Allá cada cual con sus experiencias en la «mili», en la escuela o el hospital. Porque las malas experiencias, individuales o históricas, no desvirtúan la vigencia de los pa-radigmas, que ―vale para los ejemplos mencionados― lo son ciertamente de humanidad en un sentido que sólo a nuestra costa podemos despreciar. Y en el caso militar ese desprecio se ha hecho casi hábito mental./45

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II. ANTROPOLOGÍA DEL SOLDADO

1. ¿Qué es la guerra?

La ética de Aristóteles representa una comprensión del hombre que intenta dilucidar en el horizonte práctico qué es el bien para él, los fines de su acción; sobre todo cuál es el fin último que nos permite entender su vida como lograda; o qué es eso que llamamos felicidad, como satisfacción de nosotros mismos. Y dice Aristóteles que somos felices cuando realizamos los actos propios de nuestra naturaleza, cuando ponemos por obra esa na-turaleza, mejor, cuando realizamos esa naturaleza como nuestra forma pro-pia de existir. Igual como al ojo le gusta ver, al músico tocar el arpa, o al caballo trotar por la pradera, el hombre es feliz siendo persona, es decir ―porque eso es el bien para él―, siendo una buena persona.

Con esto podemos sacar ya una conclusión para nuestro propósito. No tiene razón Heráclito de Éfeso: la guerra no es la madre de todas las cosas, sino que más bien lo es eso que Aristóteles llama physis: la naturaleza. La physis, dice Aristóteles, es lo que desde sí surge y se despliega movido por su propio principio, según su forma de ser41; como canta Sinatra, «a su ma-nera» /46 (I did it my way). También podemos decir que el hombre es feliz haciendo las cosas... por sí, o libremente. Para Aristóteles «libremente» o kata physin, «por naturaleza», significan lo mismo. Y se contrapone a kata techné, que es lo que sucede por otro, esto es, según el principio que otro nos impone. Se traduce como «por arte», o «por técnica»; pero dice tam-bién Aristóteles que lo que así ocurre como imposición sobre algo de un principio extraño, es el origen del movimiento violento. En eso consiste la violencia, que a algo le pasa algo por fuerza de otro y en contra de su natu-raleza. Por ejemplo: si una vaca se come una col, eso es naturaleza en la vaca, pero evidentemente violencia en la col. En la medida en que las cosas ocurren por naturaleza, o libremente, decimos también que ocurren pacífi-camente. Entonces es la naturaleza, y no la guerra, la madre de todas las cosas.

Pero el lector avisado habrá podido ver ya que, como suele ocurrir, todo es relativo. La vaca se come pacíficamente la col, pero eso es violencia y guerra para las coles. La naturaleza es expansiva, y entonces también in-vasiva y agresiva. Es una observación elemental, a resultas de lo cual, y en contra de toda la retórica eco-pacifista, en la naturaleza hay de todo menos

41 Metaphysica, 1014 b 26-1015 a 19.

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paz. El pez grande se come al chico, el lobo al cordero, el cordero la hierba; y las hierbas, que para el labrador son todas malas menos la que ha sem-brado, invaden y se comen el territorio de las demás. La vida es entonces expansión pacífica de sí misma, y lucha denodada contra las otras vidas que la amenazan. Quizás entonces no sea madre, pero sí parece que la guerra es reina y señora de todas las cosas, de la naturaleza misma. Viendo los documentales sobre el reino animal que suelen poner en la televisión mien-tras pacíficamente sesteamos, uno debería pensar qué pasaría si para ir en-tonces del cuarto de estar a la cocina a recoger el café, tuviésemos que mi-rar a la altura del cuarto de baño si no va a salir alguien a matarnos. Y así es como viven las gacelas en el Serengueti. Eso es la naturaleza: idílico /47 pa-raíso visto por el televisor, pero lucha sin descanso para lo vivo inmerso en ella.

Para los aficionados a las cuestiones metafísicas podemos explicar, so-meramente y dejando muchos cabos sueltos, por qué eso es así. Y es que cada naturaleza en su diversidad es una reproducción particular y finita de la naturaleza misma, o si se prefiere de su origen absoluto e infinito, de Dios. Y por eso su más íntima pretensión es expandirse, crecer; y entonces también invadir y agredir, hasta apropiarse de todo y de este modo imitar a su origen infinito fagocitando la totalidad. Eso es lo que Nietzsche llama «voluntad de poder» y Schopenhauer simplemente «voluntad»42, y es por ella por lo que todo está en lucha hasta que ―y eso nunca llegará― algo o alguien consiga la victoria final. ¿Será la guerra el modo que tenemos de

42 Cf. A. Schopenhauer, Die Welt als Wille und Vorstellung, Sämtliche Werke, vol. I, Suhr-kamp, Frankfurt a. M. 1986: «Cada individuo, por más que desaparezca en lo ilimitado del mundo empequeñecido hasta la nada, considera su existencia y bienestar por en-cima de los de cualquier otro, es más, está dispuesto desde su natural perspectiva a sacrificar por ellos a todos los demás, a aniquilar el mundo sólo por mantener un poco más su propio Yo, esa gota en medio del mar. Esa actitud es el egoísmo, esencial para todas las cosas en la naturaleza», Cf. F. Nietzsche, Jenseits von Gut und Bösen, p. 207: «Abstenerse de herir, de la fuerza, de la explotación, igualar la propia voluntad a la de los demás: esto puede en un cierto burdo sentido ser de buen tono entre individuos concretos cuando se dan las condiciones para ello. Pero tan pronto como se quisiese ampliar este principio, haciendo de él incluso principio fundamental de la sociedad, se mostraría como lo que es: como voluntad de negación de la vida, como principio de disolución y decadencia. Aquí hay que pensar a fondo rechazando toda debilidad sensi-blera: la vida misma es esencialmente apropiación, lesión de y victoria sobre lo extraño y más débil; opresión, dureza, imposición de las formas propias, incorporación y, por lo menos, explotación».

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hacernos como Dios? Ya veremos que no, pero podría parecerlo. (Es más bien el modo que tiene el demonio, el mal, de pretenderlo.)

Hobbes, el filósofo británico ya citado, dice por ello que el «estado de naturaleza» es esa guerra de todos contra todos; o que ese estado de natu-raleza es más propiamente un «estado de /48 guerra», en el que hay que matar para sobrevivir, porque todos los demás también sobreviven ma-tando. De hecho en el siglo XVII los hombres no tenían una buena opinión de la naturaleza, que era para ellos campo por el que cabalgaban los cuatro jinetes del Apocalipsis: la peste, el hambre, la muerte y la guerra. De ellos, igual que los antiguos romanos, se refugiaban en los burgos, donde reinaba el imperio de la ley, o, en contraposición a la naturaleza, el «estado de le-galidad» y con ella la paz. ¿De dónde viene este novedoso «estado de dere-cho»?

Volvamos atrás: ¿imitamos bien a Dios luchando, para hacernos infini-tos invadiendo y fagocitando, en la aniquilación de todo lo distinto que nos limita? Pero Dios no mata a nadie. Es, al revés, el que da vida y expande su acción como benevolencia, esto es, llamando a las cosas a su propia distin-ción. Dios no es menos, porque yo sea más. Pero entonces la guerra no es el camino para acceder a lo divino. Más bien lo es, dice Aristóteles, el cono-cimiento43. Conocer, dice Aristóteles, es para los entes que tienen alma y entendimiento un modo no dañino de apropiarse de las formas de las cosas, dejándolas ser como son. Es así para el alma un modo de hacerse quodam-modo omnia, de algún modo todas las cosas44. De un modo, además, que lejos de excluir puede integrar a otros en el mismo acto de apropiarse de las formas de las cosas45.

Por ello, las almas dotadas de conocimiento, capaces de expandirse sin destruir ni excluir, se hacen entonces capaces también de «justicia». Son felices, no robando y devorando, sino «dando a cada uno lo suyo». Sólo así, por medio de la justicia, se hace posible /49 la felicidad (que implica de algún modo para el hombre la pretensión de hacerse infinito) y la paz (que implica convivencia y el respeto en los otros del mismo derecho de infinita expan-sión). Es así, por medio del conocimiento y la racionalidad, como la felicidad

43 Cf. Ethica a Nic, X, 7; 1177 a 12-18; 1177 b 26-1178 a 2. 44 De Anima, III, 8; 431 b 20 ss. 45 Ha sido Fr. Hayek el que ha recordado algo que debería ser obvio en cualquier consi-deración metafísica de los términos, a saber, que el concepto de «propiedad intelectual» es una contradictio in terminis. Cf. The fatal conceit: the errors of socialism, en: The Col-lected Works of F.A. Hayek, vol. 1, University of Chicago Press, Chicago 1989, p. 6.

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se sitúa para el hombre en el marco de la polis, se hace bien común y com-partido, solidario. A diferencia de la vida de los bárbaros en la que impera el horror, porque lo que uno tiene es siempre detrimento del otro. Esa feli-cidad o bien común, puede entonces regirse por la «ley», norma común compartida por los habitantes de la polis. Justicia pasa a ser entonces res-peto por la ley. Y la violencia ya sólo es necesaria para imponer esa ley a los infractores, y sobre todo para defender ese ámbito común de convivencia y libertad frente a las agresiones exteriores por parte de aquellos que no quieran entrar con la polis en una relación pactada de convivencia y se em-peñan en la agresividad propia de los bárbaros, de los que no tienen logos y ni razonan ni discuten, y son por ello incapaces de llegar a acuerdos «po-líticos». Es decir, es necesaria la violencia para defenderse de los bárbaros, de aquellos hombres sin «humanidad» que amenazan los muros de la ciu-dad. La guerra no es, pues, la madre de todas las cosas; pero es el horizonte amenazador de la barbarie, que se cierne sobre el que no está dispuesto a defender el modo de vida, de libertad razonable, propio de los griegos. De ahí la conclusión, así enunciada por los romanos, que heredaron este espí-ritu político: si vis pacem, para bellum46; si quieres la paz, hay que estar preparados para la guerra. Naturalmente, se trata aquí de paradigmas, de modelos ideales según los cuales se puede pensar la realidad; y a los que luego se ajustan en mayor o menor medida las formas históricas. Griegos y

/50 romanos, individualmente, en grupo y a veces todos juntos, seguían siendo capaces de hacer «barbaridades». De hecho la guerra del Pelopo-neso en Grecia, o las guerras «civiles» en Roma, representaron para estas culturas un trauma tremendo, porque pusieron de manifiesto cómo ellos mismos tenían dentro de sí la barbarie que denostaban en el extranjero. Por eso, cuando Aristóteles habla de «política» no está haciendo historia, ni diciendo cómo «han sido» o «son» las cosas, sino de ética, y reivindi-cando cómo «deben ser». Aunque los ajustes son más o menos relativos, y era evidente para un griego o romano de la época clásica que esos paradig-mas, operando sobre ellos como exigencias morales, los distinguían de los pueblos bárbaros, señores de la guerra, incapaces de la paz, y ante los cua-les la «república» tenía que mantener capacidad de movilización47.

46 El dicho latino es una vulgarización del más complejo atribuido a Flavius Vegetius Renatus, en De re militari (390 B.C.E.): «Qui desiderat pacem, bellum praeparat; nemo provocare ne offendere audet quem intelliget superiorem esse pugnaturem». 47 La grandeza de la historiografía clásica en las obras de Herodoto, Tucídides, Polibio, Tito Livio y Tácito es que al narrar como cronistas las vicisitudes de los estados clásicos,

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2. La virtud clásica de la valentía

Una de las características del bien en general pero especialmente del bien político o común es que está «amenazado». Esto es evidente en el «es-tado de naturaleza», en el reino de los bárbaros. Por eso dice Hobbes que la guerra de todos contra todos propia de este estado es indirimible. Ven-cedores y vencidos lo son sólo provisionalmente. Porque -―dice Hobbes― matar es muy fácil; y hasta el más débil puede sorprender y matar al más fuerte (independientemente de las consecuencias, lo que se pone de /51 ma-nifiesto en los devastadores efectos del terrorismo desesperado o sui-cida)48. Es esta mortalidad esencial lo que hace que todo bien logrado sea igualmente provisional y este amenazado en su raíz; y que el horizonte ge-neral de la vida humana sea la inseguridad49.

De hecho, la gran ventaja del «estado de legalidad» es que, a cambio de racionalidad moral y justicia, la comunidad política ofrece seguridad a sus partícipes, precisamente a través del «imperio de la ley». De algún modo, lo que hace la polis es expulsar la inseguridad fuera de sus muros, al «descampado»; lo que hace que, dentro de los muros de la polis o de las fronteras del Estado, el ciudadano se sienta seguro. Esta dialéctica de justi-cia y seguridad civil es esencial; de modo que si se rompe el equilibrio, se rompe también el pacto tácito de convivencia (que los teóricos modernos Hobbes, Locke y Rousseau llamarán «contrato social»). Aunque bien mirado ni siquiera son dos cosas distintas: porque justicia es la virtud que nos obliga a dar a cada uno lo suyo; y seguridad es el sentimiento de que los demás se rigen respecto de nosotros por el mismo principio, o en su defecto de que

son capaces también de mantener por encima de sus formas fácticas un ideal de huma-nidad. Y por eso, a la vez que describen lo que pasó, siempre han sido los maestros de lo que después se llamó «Humanismo» en la historia de las ideas. 48 Cf. Leviathan, 13, 1: «Nature hath made men so equal in the faculties of body and mind as that, though there be found one man sometimes manifest stronger in body or of quicker mind than another, yet when all is reckoned together the difference between man and man is not so considerable as that one man can thereupon claim to himself any benefit to which another may not pretend as well as he. For as to the strength of body, the weakest has strength enough to kill the strongest, either by secret machination or by confederacy with others that are in the same danger with himself». 49 Por eso, la vulnerabilidad pertenece a la esencia humana y a la de todas sus creaciones históricas, imperios incluidos. Y el intento de anular esa vulnerabilidad en el sentido de alcanzar una seguridad absoluta, a través por ejemplo de una «guerra global contra el terrorismo» además de condenado al fracaso bien puede ser contraproducente. Cf. Ch. A. Kupchan, The vulnerability of empire, Cornell U.P., Ithaca 1994.

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la comunidad les obligará a actuar según las leyes que garantizan esa justi-cia.

A pesar de todo nos sentimos inseguros. Primero, porque fuera de los muros de la ciudad o de las fronteras del Estado, hay quien /52 no se rige por esos principios. Pero también porque ese estado de justicia o legalidad es siempre un desiderátum del que unos y otros tienden a descolgarse. El «es-tado de naturaleza o guerra» es algo que una y otra vez se reproduce, algo cuya semilla llevamos, por así decir, siempre dentro. Por envidia, por ren-cor, por afán desmedido o injusto de poder, etc. Y al final, el problema con-siste en que la justicia política es, como hemos dicho, un paradigma que nunca se realiza del todo. La paz, como ausencia de amenazas, es entonces un concepto regulativo ―decimos los filósofos―, un ideal de la razón, que tiene caracteres paradisíacos o escatológicos, pertenece al fin de los tiem-pos, cuando todos nos gobernemos por la virtud; y que mientras tanto es una conquista provisional y siempre amenazada.

De ahí que, junto a la virtud de la justicia, la otra virtud política por excelencia sea para los clásicos la «valentía». La valentía es la virtud propia del hombre que tiene que alcanzar su fin, realizar su naturaleza, lograr la felicidad, en un ambiente peligroso, en el que su vida está amenazada en la misma raíz. La valentía es la virtud necesaria para resistir la agresión. De las fieras, por ejemplo. Y es una virtud muy curiosa, porque consiste de alguna forma en asumir el resultado de la amenaza. Como la amenaza es de muerte, la valentía es la virtud propia de aquel que para defender su propia vida asume la posibilidad de la muerte; anticipa de algún modo esa muerte que tiene en su raíz, como algo que es en definitiva propio, y no lo que nos pueda inferir aquel que nos amenaza. La valentía hace de la muerte algo personal, y sólo entonces es aquello que nos permite enfrentarnos al que nos amenaza con ella. Volveremos sobre esto, que tiene que ver con la po-sibilidad para el hombre de convertirse en algo así como un «novio de la muerte». Pero hemos de esperar a ver cómo profundiza en esto Hegel.

Aristóteles, sin llevar esta fenomenología de la valentía a sus últimas consecuencias sí se da cuenta de algo que es substancial /53 para nuestra investigación; y es el carácter esencialmente social y cívico de esta virtud. Junto con la justicia, la valentía es la virtud ciudadana por excelencia50. Por-

50 Por ello llama Aristóteles valiente al que se enfrenta a la muerte en «nobles» circuns-tancias, lo que para él significa «políticas»; y merece por ello ser honrado por la polis y

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que no se trata de simple coraje, como el que tiene una fiera; sino una vir-tud racional regida por la prudencia51. Funciona así: el hombre que ha salido del «estado de naturaleza» sabe ahora que su supervivencia ya no es una cuestión individual; que su vida se ha hecho interdependencia ciudadana y que recibe de los demás los medios de su propia manutención. Es lo propio de la vida cívica, que al convertirse en pacífica se hace también cooperativa; de modo que obtenemos de los otros los medios de nuestra supervivencia en la misma medida (según justicia) en que nosotros contribuimos a la su-pervivencia de los demás52. Como verá Adam Smith, siguiendo no muy de lejos a Aristóteles, lo propio de este estado, que él llama ahora «sistema de la libertad», es la división del trabajo y el comercio, por el que entre todos conseguimos mucho más de lo que conseguiríamos por la simple suma de esfuerzos individuales. Pero a consecuencia de ello, el bien particular, la fe-licidad y en último término la misma supervivencia, se han convertido en-tonces en un «bien común» o /54 político, como un bien que supera en cada caso el particular o privativo. La vida en la polis depende de que todos los ciudadanos entiendan que el bien común trasciende sus exigencias particu-lares. Eso es lo justo. Y entonces también que una amenaza contra la comu-nidad representa una amenaza para las posibilidades mismas de su felicidad y supervivencia. De ahí que esa amenaza exija de todos la disposición a asu-mir el riesgo de la última negación particular, de la muerte, en defensa de un ideal común de convivencia. Si la polis ofrece el marco en el que es po-

en la corte de los reyes. Cf. Ethica a Nic, II, 6; 1115 a 30 ss. En este mismo sentido afirma Hegel (Vorlesungen über Philosophie der Geschichte, Werke in zwanzig Bände, vol. 12, p. 346) que «la valentía es la virtus romana. Pero no sólo la personal, sino la que se da esencialmente en unión con los compañeros, unión que se considera lo mejor». 51 Cf. ib., III, 7. 52 Ethica a Nic, V, 5; 1132 b 34 ss.: «Pero en el intercambio de servicios, justicia, en la forma de reciprocidad, es el lazo que mantiene la asociación (...). La misma existencia de la polis depende de la proporcionada reciprocidad (...), de modo que si ésta falla no tiene lugar el intercambio, que es lo que mantiene unidos a los hombres». También 1133 a 26 ss.: «Por ello es necesario que todas las mercancías tengan una medida común, como hemos visto. Y esta medida es la demanda, que es lo que mantiene unidas todas las cosas (en la polis, se entiende); porque si los hombres dejaran de tener necesidades (...) no se seguiría el intercambio (...)».

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sible sobrevivir y ser feliz, es sólo justo que exija a cambio el último sacrifi-cio, el de la propia vida de los ciudadanos, cuando la posibilidad misma de esa convivencia se ve amenazada53.

Es aquí donde, en esencial continuidad con la virtud de la justicia, el ciudadano se convierte en militar. En tiempos de crisis, y en proporción a la gravedad de ésta, se suspende por así decir la particularidad del ciudadano. No es la hora de labrar los campos, de acumular cosechas, de comerciar con los frutos del trabajo; la civitas está en peligro, y el ciudadano debe «encua-drarse», cerrar filas con sus compañeros, y dispuesto a morir prepararse a defender ese ideal de vida en común que le distingue de la barbarie que a todos amenaza. El nuevo lema es ahora para ese ciudadano: dulce et deco-rum est pro patria mori54./55

3. Hegel y el novio de la muerte

Se dirá quizás que este planteamiento está muy bien para películas de romanos, de indudable valor histórico, pero fuera de lugar en el mundo contemporáneo. Ya sería bueno que se aceptase que las virtudes militares

53 Por eso para Aristóteles la forma primera de toda valentía es la del ciudadano-soldado (politiké), y tiene como premio el honor, y como castigo de su contrario la vergüenza (cf. ib., III, 8; 1116a 15-21). Continúa Aristóteles: «los soldados profesionales se vuelven cobardes cuando el peligro se hace excesivo y son inferiores en número o equipamiento. Porque son los primeros en huir, mientras las fuerzas ciudadanas mueren en sus pues-tos. Porque para éstos la huida es vergonzosa y la muerte preferible a la seguridad en tales términos; mientras que aquellos (...) temen más a la muerte que al deshonor, y el valiente no es de este tipo de personas» (1116 b 15-22). 54 Horacio, Carmina, 3, 2, 13. Wikipedia, que recoge una entrada con dicha frase, im-portante en la cultura victoriana, termina citando a Wilfred Owen, referencia del paci-fismo poético de la Gran Guerra, que hace otra exégesis, tras la experiencia del com-pañero gaseado: «He plunges at me, guttering, choking, drowning. / If in some smother-ing dreams you too could pace / behind the wagon that we flung him in, / and watch the white eyes writhing in his face, his hanging face, like a devil's sick of sin; / if you could hear, at every jolt, the blood / come gargling from the froth-corrupted lungs, / obscene as cancer, bitter as the cud / of vile, incurable sores on innocent tongues, / my friend, you would not tell with such high zest / to children ardent for some desperate glory, / the old Lie: dulce et decorum est pro Patria mori». La técnica poética es tan eficaz como falaz el argumento de oponer la experiencia concreta a las exigencias generales del de-ber; que por cierto Owen cumplió con creces, cayendo bajo el fuego enemigo el 4 de noviembre seis días antes del armisticio final, y siendo portador de la Military Cross. En fin, cosas de la poesía, de la maldita guerra y de la tragedia en que muchas veces consiste la vida humana.

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forman parte del ideal humanista que tiene como punto de referencia este mundo clásico. Pero no se trata sólo de algo antiguo. En 1806, mientras a lo lejos se escucha ―según él mismo refiere― el cañoneo de la batalla de Jena, escribe Hegel su Fenomenología del Espíritu. En muchos sentidos esa obra es el culmen del pensamiento ilustrado, e incluso, con las naturales matizaciones que exige el no anecdótico episodio del Terror, Hegel pre-tende hacerse portavoz del espíritu revolucionario que recorre Europa. Y en un pasaje que lleva por título: «Independencia y dependencia de la auto-conciencia; señorío y servidumbre», trata también de la esencia de la va-lentía, para decir de ella algo aún más importante, por lo demás algo intui-tivamente evidente: que es elemental condición de libertad.

Le interesa a Hegel en ese libro una teoría general del espíritu, que el también llama autoconciencia. Y sitúa su emergencia en esa lucha de todos contra todos que hemos visto que Hobbes denominaba «estado de natura-leza» y que él va a llamar «lucha de las autoconciencias». La raíz de esa lucha ya la hemos visto: /56 el hombre toma conciencia de sí como de algo infinito, que exige de lo demás el reconocimiento de su carácter absoluto; reconocimiento que los otros no pueden dar, porque ello supondría rendir su propia autoconciencia, que pretende exactamente lo mismo. El resul-tado es una lucha, no por esto o lo otro, sino por el rendimiento de toda independencia. Es, pues, una lucha por la absolutez, en la que cada uno se ve amenazado en lo que es su más íntima pretensión: lo absoluto soy yo.

Imaginemos a Ivanhoe ―Hegel, además de establecer una teoría filo-sófica y antropológica está describiendo también los orígenes del feuda-lismo― que se aproxima a un puente, y se encuentra a otro caballero que se aproxima por el lado contrario. (También valdrían dos pistoleros en un pueblo del Oeste, «demasiado pequeño para los dos»; dos familias de Man-tua; o dos bandas dirigidas por bullies de barrio, ejemplos todos válidos de lo que en definitiva son figuras de la conciencia adolescente, aún inma-dura.) Da igual quién pase primero, porque ésa no es la cuestión. Los dos, sin dirigirse la palabra, presentarán sus colores, y si uno no hace un gesto de reconocimiento de la primacía del otro, se abalanzarán a muerte sobre el puente, porque la simple presencia de ese otro es ya un desafío insopor-table. Sin embargo, suele ocurrir entre estos matones juveniles que la san-gre no llega al río; precisamente porque se trata de una pelea abstracta. La lucha suele terminar en paz, incluso en un nuevo tipo de cooperación, en el momento en que alguno reconozca esa supremacía que está en juego, y por tanto el señorío ajeno y la propia servidumbre.

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Pero eso no se dirime en virtud de los poderes de ambos y de su habi-lidad para la lucha. Hay un tercero en juego, con el que ambos tienen que enfrentarse. Y no es exactamente el árbitro, sino el juez que verdadera-mente da la victoria. Es la muerte. Porque vence quien la asume; ése es el señor. Y el vencido es el que no se enfrenta a ella, y prefiere entregar la libertad./57

Lo que pone de manifiesto Hegel en este esquema, tan simple como intuitivo y bien pensado, es la esencial ligazón entre la libertad y la muerte. La relación, en terminología hegeliana, es «dialéctica», que tiene que ver con la esencial unión que la realidad tiene con su contrario, o más sencilla-mente la curiosa capacidad que todo tiene de «salir por el revés», en línea con el dicho evangélico: «Quien quiera salvar su vida la perderá; y quien la pierda la encontrará». Y es que, dice Hegel, la vida del hombre tiene en sí una sorprendente mezcla de finitud e infinitud; o lo que es lo mismo: tiene en sí su propia contradicción, que es la muerte. La muerte no es un aconte-cimiento que esté al final y del que pudiéramos despreocuparnos mientras no llegue, sino algo que está en nuestra propia entraña y que tiene la posi-bilidad de pudrirnos la vida si no lo explicitamos como el propio límite que hay que asumir. Un buen ejemplo es la hipocondría; es el miedo a morir «de cualquier cosa» que afecta al que no asume como una realidad propia que tiene que morir. Y entonces se está muriendo todos los días, y cualquier catarro le parece una pulmonía terminal. Es verdad que sólo se muere una vez, pero sólo si esa muerte está ya al principio, como algo ya afirmado en el origen de nosotros mismos. Como canta el Pirata de Espronceda: «¿Qué es mi vida? / ¡Por perdida ya la di / cuando el yugo del esclavo / como un bravo sacudí!».

Es la visión romántica del mundo, que comparten aquí Hegel y Espron-ceda; y que concibe la vida como una victoria de la libertad sobre su última contradicción, que es la muerte. Victoria que tiene como condición enfren-tarse a ella, explicitarla, asumirla. Mirarle los ojos a la muerte es ya vencer sobre ella; y la vida que resta es, de algún modo, vida tras la muerte, vida que «vuelve a vivir» y así se adueña de sí misma y se hace libre sólo más allá también del miedo. Es ésta la pasión del torero, del alpinista, en su extremo del temerario juego de la «ruleta rusa»; y en sus mejores formas, /58 la atrac-ción humana que irradian figuras como el bombero, el patrón de un barco de salvamento, o por supuesto el soldado. Jugarse la vida es ganar una vida nueva, liberada de su extremo límite. Y el que se juega la vida, no es porque

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la desprecie, sino precisamente porque la ama demasiado como para de-jarla al acecho de su innata contradicción. Son tipos vitalistas los que saben dar, en un momento dado, la vida por perdida, y así convierten esa vida en algo propio, que «merece» ser vivido, que tiene en sí su propio principio, que es libre.

Por el contrario, el cobarde, que por nada está dispuesto a morir, se queda con la muerte dentro, y su vida es entonces algo que no le es propio, que se le hace extraña. El cobarde está ya muerto, porque vive una vida para la que cualquier cosa es amenaza. Por eso su sino es la servidumbre; y su vida, una vida «que no es vida», la vida de otro: que primero le amenaza y en el que luego busca seguridad mediante el servicio. Es el constante mo-rir de quien en ningún caso está dispuesto a ello. Es la vida del esclavo; siempre de otro, o de otras cosas, en los que busca una salvación inútil, porque el problema lo lleva dentro y esa esclavitud, como finitud a la que no se quiere enfrentar, es la penitencia de ese pecado que es el afán de vivir «a cualquier precio».

Millán Astray, fundador del Tercio de Extranjeros, de la Legión espa-ñola, tiene fama de energúmeno, por aquella anécdota del «¡Muera la in-teligencia, viva la muerte!», que le espetó a D. Miguel de Unamuno en un acto académico que éste presidía en Salamanca al poco de empezar la gue-rra civil55. No sé si esa fama es merecida, pero en cualquier caso no será por la citada anécdota, que refleja más bien que era un hombre sensible a las modas intelectuales de /59 su tiempo. De un tiempo que en los años veinte tras la Gran Guerra impuso como valor una cierta mística de la muerte ―piénsese por ejemplo en el «ser para la muerte» que Heidegger prego-naba por aquellos años― como medio de superación de la «angustia vital». (Donde, por cierto, «angustia» es una regular traducción del alemán Angst, que significa también «miedo».) Si alguien podía entenderle era precisa-mente D. Miguel; pero también Gabrielle D'Anunzzio, Ernst Jünger, o Saint-Exupéry.

Mas si no era un intelectual, lo que sí era Millán Astray era un experto comunicador. Denominar «novio de la muerte», dar título de «caballero» (por entonces aún significaba mucho) al legionario, y ofrecer así un pro-grama de autorredención a la escoria de Europa en el poco atractivo marco

55 J. de Entrambasaguas, La posible clave de un incidente ya histórico. Unamuno y Millán Astray, Artes Gráficas Diana, Madrid 1966 (Suplemento de la revista Punta Europa).

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de una guerra colonial, es una genialidad que implica una estudiada o intui-tiva, pero en cualquier caso muy profunda, comprensión si no de Hegel sí del espíritu tardo-romántico que aún impregnaba por entonces a la juven-tud56.

4. Soldados: ¿militares o aventureros?

Hemos visto hasta ahora, en el mundo clásico y en Hegel, dos modelos de valentía, que tienen mucho en común, y sin embargo algunas diferencias substanciales sobre las que vale la pena insistir, porque llevan el ideal del soldado en dos direcciones contrapuestas. El modelo castrense que resulta de las reflexiones de Hegel tiene, por así decir, la guerra dentro de sí. Re-cuerda un poco a esa figura, que John Ford retrata con simpatía en sus pe-lículas, del irlandés pendenciero, que va por la vida olfateando peleas, en el fondo porque las lleva dentro y el combate es para él la forma de ser sí /60 mismo. Que duda cabe de que este tipo humano, lo mismo que da explora-dores, alpinistas, tramperos de frontera, da también buenos soldados. Pero sin olvidar que entonces, por lo mismo, los hace parientes conceptuales de contrabandistas, negreros, sobre todo de mercenarios, y pistoleros y mato-nes en general. Para este tipo, el idioma inglés tiene una palabra con reso-nancias poéticas y que ha resultado buen nombre para un misil: maverick. La traduciríamos bien por «rebelde», poniendo todo el acento en lo margi-nal e inadaptado. También vale «aventurero». Schiller en Los bandidos y Espronceda en La canción del pirata lo retratan magistralmente.

Digo que este tipo, a quien el riesgo y la valentía son consubstanciales, da buenos soldados; pero hay que añadir que en cualquier caso soldados difíciles, siempre candidatos al consejo de guerra. Da mejores guerrilleros, y si se encuadran, siempre bajo bandera propia y a sueldo. Es el condottiero. En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, perdida su guerra o expul-sado con deshonor de ejércitos civilizados, solía terminar de «mercenario», nunca a las órdenes pero sí al servicio, contractualmente reglado y con pago por anticipado, de caciques poscoloniales. Estos soldiers of fortune son im-predecibles, porque por lo mismo son héroes que bandidos candidatos a la horca. Y hay toda una caterva: Mitrídates, Espartaco, El Cid, Roger de Flor, Robin Hood, Drake, El Tulipán Negro, Dick Turpin, El Empecinado, El Zorro,

56 Recientemente contamos con literatura que trasciende la usual hagiografía legionaria con la obra de L.E. Togores, Millán Astray. Legionario, Esfera de los Libros, Madrid 2003.

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Diego Corrientes, El Che Guevara, Txomin. Para todos los gustos: héroes o asesinos según el lado que toque. Modelos de libertad: de la suya. Y siem-pre tema de canciones, y hoy socorridos y comerciales protagonistas de pe-lícula57./61

¿Que tiene esta gente que ver con Leónidas, rey de Esparta, que con trescientos de los suyos y su muerte en las Termopilas salvó la retirada del ejército griego, y permitió su posterior victoria en Salamina? Muchas cosas, ciertamente; pero con una substancial diferencia. El aventurero es nihilista, sus hazañas quedan compensadas en la vida que a él le vale la pena vivir así. Pero su horizonte se agota en la pura rebeldía sin más causa que sí mismo. Esa pura libertad que es su única bandera, no se trasciende a sí misma, y acaba en la horca, tras la predecible traición de otro rebelde com-pañero, sin más memoria que el eco lejano de películas o canciones. Leóni-das, sin embargo, derrotado y muerto en las Termopilas, venció con su causa en Salamina y Platea.

Y es que, a diferencia de este modelo de «señor de la guerra» que des-cribe Hegel, al soldado, mejor diríamos militar, lo define una esencial di-mensión política que está totalmente ausente aquí. Y así puede decir Leó-nidas desde su tumba: «Viajero si vas a Esparta, di que caímos aquí obede-ciendo sus leyes»58. El aventurero, por el contrario, es el resultado de una valentía sin justicia, y por eso suele al final terminar en manos de la justicia, a no ser que la reina de Inglaterra reconozca su causa como propia de un pueblo y haga de un pirata sir Francis Drake59. Sólo un pueblo, una sociedad de hombre libres, redime la aventura y la hace digna de la memoria, convir-tiendo la libertad baldía del rebelde en liberación de todos.

Y siguiendo con Millán Astray, puede ser que lejos de ser un energú-meno, fuese todo un filósofo, o al menos muy listo. Se da cuenta de que lo

57 Es fascinante, por ejemplo, e interesante desde el punto de vista de la historia de las ideas, el relato sobre la sociedad, a bordo de la nave Victoria y en las costas de Mada-gascar, de un hidalgo francés, un exclaustrado fraile italiano y un marino de fortuna nor-teamericano. Misson, Caraccioli y Tew, fundan así una «república de los mares» llamada Libertada, regida por principios igualitarios y multirraciales, bajo la bandera de «Dios y libertad». Daniel Defoe, en su A general history of the Pyrates, escrita bajo el seudónimo de Captain Johnson, se hace eco de esta historia, que si no llegó a ser real, se hizo ya a principios del siglo XVIII paradigmática, hasta llegar a la noble imagen del pirata que Espronceda cantará un siglo después. 58 Simonides de Ceos, Epigrama. 59 Cf. J. Sugden, Sir Francis Drake, New York 1990.

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que convierte a un canalla en soldado es (además /62 de una disciplina de hierro) una bandera; eso, y no unas mal pagadas pesetas, es lo que ofrece en el Tercio de Extranjeros: convertir parias al servicio de sí mismos en hé-roes que la sociedad pueda reconocer como propios. Lo mismo ocurrió en Roma. Cuando, tras las reformas de Mario, las legiones dejaron de ser un ejército de conscriptos y los legionarios se hicieron «soldados», el premio verdadero no era la soldada, sino el reconocimiento de la república, con un retiro honorable en una bien fundada ciudad de provincias, con un arado protegido por sus compañeros de servicio y la carta de «ciudadano» para los auxiliares que no eran romanos60. Al militar el valor se le supone; pero lo que le hace tal es la virtud política de la justicia. Sin justicia en su causa los soldados que luchan por esa causa son o esclavos o mercenarios.

¿Pero de qué justicia estamos hablando? Vimos que es aquella virtud por la que el hombre se Íntegra en una comunidad en la que cada uno recibe lo suyo. Nos llevaría muy lejos aquí precisar qué es para cada uno «lo suyo». Hay una justicia de máximos, por así decir escatológica, a la que se aspira cuando uno diseña un paraíso en la tierra, o que se va paulatinamente rea-lizando en la medida en que el progreso lo hace accesible. Así cada uno puede pensar que lo suyo es tener un trabajo seguro y bien pagado, que le curen /63 cuando está enfermo, una generosa pensión cuando sea mayor, buena educación para sus hijos, un piso amplio y soleado y bien comuni-cado por medios públicos de transporte, y subvenciones a fondo perdido cuando viene mal la cosecha. Así muchos consideran que es abusivo cual-quier servicio, militar por supuesto, en cualquier país que no sea Jauja.

Pero no era esto lo que pensaban los romanos de la antigua república. Hay otra justicia de mínimos, en la que se trata de que la comunidad me reconozca como sujeto y no como simple medio para la satisfacción de ne-

60 Las reformas de Mario no fueron tan drásticas como a veces se supone, en el sentido de que sólo reconocieron una tendencia hacía la voluntarización y profesionalizaron del ejército que ya se venía dando desde las guerras púnicas. Lo revolucionario fue admitir en filas como voluntarios a los capite censi, esto es, a los ciudadanos que se censaban por cabeza y que no tenían ninguna propiedad y estaban excluidos del servicio desde la legislación de Servio Tulio (Sallustio, De bello Iugurthino, 86, 2). Pero incluso tras las re-formas de Mario, aunque proletario, el legionario seguía teniendo que ser ciudadano. De hecho, la posterior ampliación de la ciudadanía romana hasta su universal extensión con Caracalla, tiene que ver con la necesidad de ir ampliando la población susceptible de ser admitida en las legiones. Cf. L. Keppie, The making of the roman army: from re-public to empire, BT Batsford, London 1987.

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cesidades ajenas; que me deje ser lo que soy, y simplemente acepte mi li-bertad para lograr a mi manera la satisfacción que por mi esfuerzo pueda conseguir. Es decir, una sociedad en la que los hombres sean, según reza la declaración de independencia de los Estados Unidos, como Dios los ha creado: «libres, iguales, y por sí mismos capaces de buscar la felicidad». Y ésa es la justicia que, permitiendo a cada uno ser sujeto y no esclavo, es condición de posibilidad de una sociedad política o de hombres libres; y la que hace justa la causa de su defensa, hasta el punto de dar sentido moral a la exigencia de dar la vida por ella. Lo dice Calderón de la Barca: «Al rey (encarnación ideal en el siglo XVII de esa justicia que constituye la sociedad política) la hacienda y la vida he de dar», en la forma de impuestos y servicio militar. Pero eso sólo es así porque justicia significa que el honor, el ser su-jeto libre y autoconsciente, no se entrega a nadie, porque «es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios», o sólo mía, que viene a ser lo mismo.

En los países anglosajones, donde la tradición es precisamente de sol-dados profesionales, ejército o marina se siguen diciendo sin más the Ser-vice. En España también se decía antes, y es una pena que se haya perdido esta terminología. Pues bien, lo que impide que el maverick, el rebelde aventurero, sea un buen soldado es que precisamente no puede entender que sólo el servicio, pero sobre /64 todo la justicia que hace que éste pueda ser libre, dignifican la lucha como defensa de un patrimonio común61.

El sentido de esa justicia es ―decimos los filósofos― formal y no ma-terial. Se ve con un ejemplo: la guerra de Vietnam puede argumentarse desde muchos puntos de vista que fue una guerra justa (argumentos que

61 Es interesante la historia de cómo nace la institución del «regimiento» (cf. M. Howard, War in European history, pp. 14-19) cuando se encuadran al servicio del rey las «compa-ñías» o «batallones» mercenarios, de origen fundamentalmente suizo, que tras las gue-rras de liberación de los cantones frente a austríacos y borgoñones, se ponían al servicio del mejor postor. Asimismo la integración al servicio del rey de las gens d'armes (pién-sese en las «compañías blancas» de Bertrand du Dugesclin en las guerras de Castilla) son antecedentes lejanas de los regimientos de caballería. Fue en Francia Carlos VIII quien, una vez saneada su hacienda mediante un impuesto (la taille des gens de guerre) que los mercaderes pagaban a gusto para tal fin, consiguió transformar estos facinerosos que vivían del pillaje en soldados pagados al servicio del rey, encuadrados en compag-nies d'ordenance, a las órdenes de «oficiales» con patente real; cuerpo éste hacia el que se orientó el ardor guerrero de la vieja aristocracia que así encontró un nuevo empleo para su antigua vocación de servicio. Eso sí, si a esta gente no se les pagaba, volvían a la absoluta barbarie, como en el Saco de Roma de 1527, o en la Furia Española de Amberes de 1574.

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pueden presentar casi siempre las dos partes). Pero no es ésa la cuestión, sino qué parte podía considerar la causa como «propia». Y evidentemente no fue el caso en los EE.UU., que muy pronto comenzaron a percibir esa guerra, a diferencia de la Segunda Guerra Mundial o incluso la de Corea, como injusta, en este sentido formal de inasumible por todos. Lo mismo hay que decir sobre la obligatoriedad del servicio, que puede ser impuesto sobre el individuo que comprensible, e injustamente, pretendiese evadir su deber. Pero esa obligatoriedad no se puede imponer sobre toda una comu-nidad política. Una guerra es siempre injusta si no es en general libre y vo-luntaria. Y entonces está además perdida de antemano.

Podemos, sin embargo, a pesar de las diferencias entre la visión clásica y la que hemos visto descrita en Hegel62, intentar una /65 síntesis entre am-bas concepciones. La valentía, ya lo hemos visto, es condición de posibilidad de la libertad. Sólo es libre aquel capaz de morir por defender esa libertad. La comprensión del ciudadano consiste, sin embargo, en que esa libertad, si ha de ser pacífica, sólo es posible en un contexto legal y político. Por eso se fundan las ciudades: porque los hombres están cansados de la defensa constante de la libertad a que les obliga el «estado de naturaleza», la «lucha de las autoconciencias» o como queramos llamar a esa guerra de todos con-tra todos. Y por eso está dispuesto a pasar a un «estado de derecho» regido por el principio de justicia que lleva a dar a cada uno lo suyo, esto es, al mutuo reconocimiento de una libertad que es la de todos. Ello significa en grado importante la conquista de la paz, mediante el mutuo respeto de los que quieran integrarse en esa comunidad. Pero no por ello esa libertad deja de estar amenazada, por enemigos exteriores que se siguen rigiendo por la ley del más fuerte, o por aquellos que no aceptan el principio de legalidad y mutuo respeto. El principio hegeliano sigue siendo aquí igual de válido. Sólo es libre el que está dispuesto a morir por ello. Pero la libertad así tam-bién amenazada ya no es una libertad solitaria, y entonces tampoco su de-fensa. De este modo, libertad significa aquí respeto a la libertad de los de-más, y a la vez compromiso combativo por garantizar esa libertad de todos ante sus posibles amenazas. Es de este modo la virtud de la justicia, que se

62 Se trata de la descripción parcial que él hace del origen del feudalismo, y no de la opinión de Hegel sobre estas cuestiones, que estaría ciertamente cerca de esa visión clásica.

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hace ahora deber de entregar la propia vida en defensa de las libertades ciudadanas, lo que integra la valentía en un proyecto de bien común63./66

La valentía ya no es entonces audacia individual. Se encuadra ante las amenazas. Y sólo entonces se hace militar. No hay libertad individual sin la disposición a morir por defenderla. Y no hay libertades ciudadanas, garan-tes de las individuales en un mundo complejo y civilizado más allá del indi-vidualismo de frontera, sin la disposición ciudadana al servicio militar por defenderlas64.

No se trata de amenazas actuales. Igual que la muerte es algo que lle-vamos dentro y que todos los días hemos de vencer para ser libres, aunque sea haciendo parapente (basta con pensar que nos gustaría hacerlo), o su-biendo de niños a los árboles a riesgo de rompernos la crisma, así la ame-naza a las libertades es lo implícito en su finitud y la guerra algo para lo que toda sociedad libre debe estar preparada. Hay ciertamente soldados sin jus-ticia; pero no hay justicia sin militares. Por lo mismo que una sociedad justa renuncia a toda agresión, una comunidad pacifista y sin voluntad de de-fensa demuestra en su cobardía que nada valen para ella esas libertades,

63 En este contexto el Bill of Rights de Virginia, redactado por Thomas Jefferson prácti-camente al dictado de John Locke, en su artículo 13 establece «that a well regulated militia, composed of the body of the people, trained to arms, is the proper, natural, and safe defense of a free state; that standing armies, in time of peace, should be avoided as dangerous to liberty; and that, in all cases, the military should be under strict subor-dination to, and governed by, the civil power». 64 Los Founding Fathers de la Constitución americana establecen en ella la exigencia de una well regulated militia, el derecho a los ciudadanos a llevar armas, y la sospecha esencial contra los ejércitos permanentes de carácter mercenario. Siguen con ello la tra-dición republicana que les llega precisamente a través de Maquiavelo en su Dialogo dell'arte della guerra, donde al comienzo del libro I afirma los peligros esenciales para las libertades públicas que proceden de los ejércitos mercenarios: «io vi dico che non si usa milizia più utile che la propria (...). Quanto al dubitare che tale ordine non ti tolga lo stato mediante uno che se ne facia capo, rispondo che l'arme in dosso a'suoi cittadini o sudditi, date dalle leggi e dall'ordine, non fecero mai danno, anzi sempre fanno utile e mantengonsi le città più tempo immaculate mediante queste armi, che senza. Stette Roma libera quattrocento anni, ed era armata; Sparta, ottocento; molte altre città sono state disarmate, e sono state libere meno di quaranta. Perché le città hanno bisogno delle armi; e quando non hanno armi proprie, soldano delle forestiere; e piu presto no-ceranno al bene publico l'armi forestiere, che le proprie, perché le sonó più facili a co-rrompersi e più tosto uno cittadino che diventi potente se ne può valere, e parte ha più facile materia a maneggiare, avendo ad opprimere uomini disarmati. Oltre a questo una città debbe piu temere due nimici che uno. Quella che si vale dell'armi forestiere, teme ad uno tratto il forestiero ch'ella sóida e il cittadino».

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por las que siempre vale la pena morir. El pacifismo, por lo mismo /67 que es cobarde, socava los cimientos de la libre convivencia, de toda convivencia. Representa la disolución del «estado de derecho» y abre la reversión al «es-tado de naturaleza», y entonces ―todo sale efectivamente por el revés, o dialécticamente― a la guerra hobbesiana de todos contra todos, en la que el hombre es un lobo para el hombre. La libertad es para nosotros una con-quista de la civilización, y ha costado muchos muertos hacerla viable en la historia, como para que intelectuales supuestamente ilustrados y progre-sistas amenacen con su pacifismo los resultados de esa lucha milenaria.

Es más, precisamente ese compromiso defensivo con el «estado de derecho» es lo que hace que surja en el horizonte de la convivencia inter-nacional la posibilidad de una «paz perpetua», ciertamente instaurada, pero no menos real, en la medida en que la barbarie, la guerra de todos contra todos, se ve como inviable en este contexto. La idea de una «socie-dad de naciones», prematura en los años veinte del siglo pasado, es hoy perfectamente válida en amplios contextos geopolíticos, en los que no hay más guerras que las «comerciales», e incluso ésas están limitadas y contro-ladas por la Organización Mundial de Comercio.

5. Milicia y utopía

Que toda libertad sea fruto de una conquista por la que muchos antes de nosotros dieron la vida y que nos exige ahora asumir el mismo riesgo, es algo que plantea problemas filosóficos interesantes. El lema del pacifismo en los años ochenta era better red than dead, «mejor rojo que muerto»65. Estaba muy bien, habida /68 cuenta de que quien eso sostenía ya solía serlo. Pero pretendía también convencer a quien no lo era, poniendo la vida como valor absoluto; de modo que la muerte significaría la nihilidad de cualquier valor que pretendiera trascenderla.

Al aventurero no se le plantean estos problemas. Su vida es una forma de nihilismo aceptado, de desesperación consumada. Nietzsche ha escrito sobre ello páginas grandiosas en su teoría del «superhombre»: «Han muerto todos los dioses; y ahora queremos que viva el superhombre»66. Para él tiene sentido jugarse la vida, no porque haya nada más allá, sino porque explicitando y asumiendo prácticamente la posibilidad de morir, se

65 Se trataba de invertir un eslogan goebbelsiano (lieber tot als rot) que se hizo popular en la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial. 66 Also sprach Zarathustra.

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libera de esa contradicción. Si muere, se acabó; pero si no muere, es esa vida que asume la muerte la que verdaderamente merece ser vivida, como vida libre y propia. El lema de los deportes de riesgo es: «¡Morir cuando es más bonito!». Pero ya hemos visto el problema: esta libertad nihilista sólo produce un rabioso individualismo, incapaz de compromiso con nada que no sea el propio arbitrio. Y este enfoque deja abierta la cuestión de qué sentido pueda tener ser valiente y arriesgar la vida, para un honrado padre de familia, para un probo oficinista, en definitiva para un ciudadano bur-gués. «Aburguesarse» se dice despectivamente desde esa mentalidad aven-turera que prima el riesgo por el riesgo. Pero son los burgueses y sus hijos, y los libres labradores de Roma, los que han ganado las guerras de la liber-tad, precisamente contra los bárbaros aventureros.

Kant dice a este respecto cosas muy interesantes. Es, en muchos sen-tidos, el filósofo de la libertad. El bien, dice, es la determinación que la vo-luntad se da a sí misma. No como capricho arbitrario, que esconde en la ignorancia motivos que siempre explican la acción desde causas externas a esa acción. Ser libres no es hacer lo que «nos da la gana», porque entonces nos puede «la gana» de algo que /69 no tenemos; sino hacer lo que quere-mos. Pero eso quiere decir: lo que todo sujeto libre también querría en ese caso, porque la acción verdaderamente libre es necesariamente expresión práctica de la «buena voluntad»67. Entonces, ser libre es hacer «lo que te-nemos que hacer», lo que «cualquiera haría en nuestro caso». Y esa ley, que la buena voluntad se da a sí misma, fuera de toda arbitrariedad determi-nada por circunstancias externas, es lo que él llama «el deber». Por eso Nel-son, antes de la batalla de Trafalgar pudo dar una orden que compendiaba todas las demás: «Inglaterra espera que cada cual cumpla con su deber». No hace falta más. Ser libre es para cada hombre «cumplir con su deber». Y al revés: el máximo deber, la forma de todo deber, que tenemos para no-sotros mismos y también para todos los demás, es simplemente ser libres. De nuevo, no arbitrariamente. De hecho la buena voluntad reconoce en los

67 Cf. Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, en Akademie-Ausgabe Kants Werke, IV, p. 444, 30-33: «Autonomía, esto es, la validez de la máxima de cualquier buena voluntad de hacerse a la vez principio de una legislación general, es ella misma la norma general que se da a sí misma la voluntad de cualquier ser racional». No hay, pues, para Kant forma alguna de ser libre que no implique el reconocimiento de una general racionalidad moral, o lo que el mismo llama «el reino de los fines», en el que sujetos libres y raciona-les se reconocen a sí mismos como tales, es decir, como fines y nunca como medio de las acciones de cada uno.

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otros la misma buena voluntad; o lo que es lo mismo: la voluntad moral opera en el respeto a la libertad de los demás, y por tanto en un entorno de justicia68.

Los aventureros no entienden de deberes, y sí los militares. El cumpli-miento del deber es algo que Inglaterra puede esperar, segura de que de esa voluntad resulta lo mejor para todos. Además, el deber es algo dramá-tico; no es un simple mandato para andar por casa y que se pudiese solven-tar con un donativo a una agencia de /70 beneficencia. Uno tiene el deber de auxiliar al que se está ahogando; de responder con la propia fortuna y según las condiciones en un contrato que ha salido mal; y en último tér-mino, en efecto, de poner la vida en juego precisamente por salvaguardar el ámbito de libertades en el que ese deber tiene sentido.

Pues bien, continúa Kant, el deber de que es capaz el sujeto moral tiene sentido sólo desde tres presupuestos o proposiciones, que Kant con-sidera indemostrables en el orden teórico o científico, pero que la razón práctica tiene que «postular» para que tenga sentido su ejercicio69. Estos tres postulados de la razón práctica son: la libertad de la acción humana, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios como garantía para la retribu-ción del bien y del mal más allá del horizonte del tiempo.

No hace falta ser religioso. Cuando los prohombres del Partido Comu-nista de España salían del cementerio civil de Madrid de enterrar a Dolores Ibárruri, la Pasionaria, declaraban a todo micrófono que les ponían delante: «La lucha sigue, Pasionaria vive». Dónde y cómo viva, es una cuestión que luego cada cual interpreta a su manera. Para ellos se trataría de algo así como la conciencia imperecedera de la clase trabajadora; para los Sioux los buenos guerreros que habían prestado servicios a la tribu, iban a cazar bi-sontes a las Praderas de Manitou, y los mártires cristianos cantaban alelu-yas junto al trono de Dios. Pero de una u otra forma, el deber es una exi-gencia última por encima de la muerte, esto es, estamos obligados a la li-bertad aun a riesgo de la vida, precisamente porque la vida tiene conciencia de sí como algo que, de una u otra forma, trasciende la muerte. La valentía como virtud civil (o militar, que es lo mismo) sólo tiene sentido en un hori-zonte de eternidad.

68 Precisamente, una de las características del «reino de los fines» es que toda esencia racional participa en él a la vez como legislador y como súbdito. Está pues sometido a la ley, que emana sin embargo autónomamente de su propia voluntad. Cf. ibídem. 69 Akademie-Ausgabe Kants Werke, V, p. 132.

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Por eso es necesaria en la conciencia de nuestra propia humanidad. Si la cobardía consigue convencernos de que la vida es /71 el valor absoluto ―otra vez sale esto por el revés― es sólo desde el presupuesto de que lo absoluto, aquello que no se puede trascender, es la muerte. Pero entonces la muerte ha vencido ya. Como fin de todas las cosas ―esto lo saben muy bien los griegos― sería también su principio. Y esa vida vencida ya por la muerte es la servidumbre.

Volveremos sobre esto cuando hablemos de la Patria. De momento nos basta con delinear algo que es aquí importante, la civitas a la que el ciudadano debe servicio militar, es algo más que una agrupación fáctica de individuos intercambiables, por lo mismo que ellos pudiesen cambiar de Pa-tria. El lazo que une políticamente a los hombres a partir del respeto de sus mutuas libertades es el compartido deber de salvaguardarlas. Y eso, que obliga más allá de la muerte, se llama «lealtad». Y por lo mismo que la ciu-dad, la civilización, es lealtad, la milicia es una disposición esencial del ciu-dadano y está como institución en la raíz misma de la civilidad liberal. De este modo, la ciudad adquiere caracteres sacrales; o si se quiere, con un lenguaje más actual, dimensiones de utopía. Sólo entonces tiene sentido dar la vida por ella; porque sólo entonces ese sacrificio encuentra el eco del agradecimiento. Lo canta la infantería española: «Y la Patria a quien su vida le entregó / en la frente dolorida / le devuelve agradecida / el beso que recibió»70.

Esta transtemporalidad o dimensión utópica del horizonte civil se pone ahora de manifiesto como memoria. La memoria es el recuerdo, no sólo, pero sí en medida importante, de las hazañas /72 que contribuyeron a sos-tener la vida común de la civitas. A diferencia del simple aventurero, la me-moria es lo que dignifica la muerte del soldado71. Lo que hace de él un hé-roe, hijo de la ciudad, y al mismo tiempo de los dioses, guardado ahora por

70 Hay diferencias en las claves retóricas que se emplean, pero E. Bloch no dice nada diferente cuando pretende que en un horizonte moral que no está dominado por una idea de trascendencia religiosa la conciencia de clase y la memoria revolucionaria es la que da sentido al sacrificio del «héroe rojo» que muere «como si fuese suya la eternidad entera» (Das Prinzip Hoffnung, 3 vols., Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1973, p. 1379). 71 Den Gefallenen zum Gedächtnis, así comienzan las inscripciones funerarias que re-cuerdan a los caídos desde los románticos tiempos de las guerras napoleónicas que en Alemania se llaman Befreiungskriege. Pero que la memoria es aquí una dimensión an-tropológica esencial que no se restringe a ámbitos culturales conservadores, lo prueba la actual polémica sobre la «memoria histórica», en España por ejemplo, que desde ám-bitos de izquierda responde a la misma dinámica.

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la «fama». Esa síntesis de historia y eternidad es el monumento. Y no es sólo cosa de los antiguos. Por lo mismo están todas nuestras plazas llenas de hombres a caballo y mujeres al pie de los cañones. ¿Es el error horroroso de una cultura romántica, belicista y violenta? No, tiene el mismo sentido antropológico que los poemas de Homero. El soldado necesita la memoria que rescate de la inutilidad su valentía; pero la comunidad política necesita también recordarse a sí misma que es un proyecto histórico de convivencia en libertad por el que vale la pena morir. Sólo entonces aquellos que todos los días, camino del trabajo, pasan por esos monumentos, saben que la leal-tad, potencialmente heroica, de sus conciudadanos garantiza su libertad, el futuro de sus hijos, y los frutos de su esfuerzo, tanto más ahora que, de paso a la oficina, saben que ese sacrificio es, de momento, innecesario. Si esa lealtad civil sigue viva, son los héroes muertos los que desde sus caba-llos de bronce guardan la paz de los pueblos. Casi se bastan.

De este modo, ese horizonte común se abre no sólo al pasado, sino hacia el futuro, como un horizonte de progreso. La civitas de los romanos, o lo que nosotros llamamos civilización, en la medida en que esa lealtad le guarda las espaldas de la historia, proyecta al porvenir los frutos del trabajo y del comercio, los frutos en definitiva de la libertad, hasta el fin de los tiem-pos. Por eso el pacifismo es no sólo una traición a esos muertos, sino un crimen, especialmente contra la paz y el progreso./73

6. ¿Deben los niños jugar a la guerra?

Sí, es fundamental72. Sobre todo para que después, de mayores, no la hagan. De nuevo es esto dialéctica: todo sale por el revés. Uno de los más sorprendentes tópicos de la pedagogía al uso consiste en suponer que la violencia es en los hombres algo inducido, especialmente por el cine y por la industria del juguete; o incluso antes, por esos cuentos en los que el lobo es perseguido y torturado por perversos leñadores que le llenan la barriga de piedras y lo tiran al río. Los actuales cuentos infantiles que a fuerza de subvención pública pretendemos ―gracias a Dios con escaso éxito― que lean ahora los niños, responden a una beatería eco-pacifista que recuerda a aquellos «niños modelo» de los colegios religiosos de los años cincuenta, y de los que los niños de entonces ―todo desequilibrio genera su contra-

72 En parte muy substancial le debo estas ideas tan originales y poco convencionales a Jacinto Choza.

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peso― nos burlábamos con aquella letrilla de «el niño que tiene Asun-ción...». Entonces se pretendía que los niños, no digamos las niñas, carecie-sen de sexo; pues era éste un impulso perverso inducido por las «malas compañías»; y que la sociedad sería «pura y limpia» si nos manteníamos lejos de esas influencias. Individualmente considerado, tampoco pasaba nada: los niños, en parte jugando y efectivamente entre malas compañías, iban recorriendo el curso de su maduración. Sólo algunas monjas se morían pensando que a los niños los trae la cigüeña de París, como algunos peda-gogos actuales piensan que la violencia viene de Hollywood. Pero colectiva-mente sí era cierto que aquella cultura estaba profundamente desequili-brada; e inducía desequilibrio en ciertos caracteres para los que el sexo se convertía en algo retorcido, no asimilado; en una fuerza que ―como bien describe el psicoanálisis― buscaba a su represión salidas descompensadas,

/74 enfermizas y neuróticas. Y lo que es peor, ese desequilibrio, la inútil pre-tensión de que el sexo era substancialmente malo e inducido, tenía que ge-nerar a medio plazo un golpe de péndulo ―en España lo llamamos «el des-tape»― en el que aún estamos. El sexo pasó de ser perverso a ser declarado a la vez importante y banal, objeto adecuado de opciones supuestamente intrascendentes, que adquirían sentido en un horizonte «lúdico» y no mo-ral. Y así nos va: de esa generación todavía siguen algunos, a su edad, «ju-gando» a esas cosas; e igual de desequilibrados, sin entender que el eros es una tremenda y telúrica energía, literalmente padre y madre de la vida; y que una cultura en parte muy substancial no es otra cosa que la forma de articular y dar significación y sentido humanos a esa fuerza, de manera que fomente la vida y haga posible la convivencia.

Pues bien, junto con el amor, la otra energía primordial que funciona como origen de todas las cosas es la violencia, la agresión o la guerra. Está del mismo modo en la entraña misma de la naturaleza, allí donde desde su finitud toda vida quiere ser expansión infinita de sí misma y choca necesa-riamente con las mismas y contrapuestas pretensiones que la limitan. Hay lucha a muerte en fas praderas del Serengueti, o bajo la pacífica superficie de una plácida laguna. Y un sofá delante del televisor inmediatamente se convierte en territorio en disputa para pelea entre hermanos. También un matrimonio es una institución en la que una pareja se ama y se pelea, hasta que la muerte los separa. Lo dijo Empédocles de Agrigento: el amor y la discordia van siempre unidos. ¿A quién va a querer uno matar, hacer peda-zos y enterrar en el jardín, mejor que a su propia esposa o marido? Es sólo

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natural. Barbarroja y Sherezade son antiguos y socorridos mitos. Y la violen-cia doméstica es un fenómeno que no se entiende si no nos damos cuenta de que todos estamos más cerca de ella de lo que pensamos y lamentamos en otros. El sado-masoquismo no es /75 estrictamente una perversión; no en el sentido de que erotismo y violencia, amor y odio no tengan nada que ver y se junten sólo contra natura. La cosa es más complicada; y sin entrar en todos los problemas antropológicos que hay aquí en juego, sí podemos afir-mar provisionalmente que la violencia no es conjurable por el procedi-miento de mantener a los niños al margen de influencias ambientales, por-que más bien es algo que ellos mismos llevan dentro. Es más, pocas cosas habrá más violentas, dañinas y con peor «mala uva» que un niño.

Por eso, jugar a la guerra, de una u otra forma, es algo que les sale solo. Cualquier palo se convierte en espada; las pinzas de la ropa hacen es-tupendas catapultas, y ante la peor insuficiencia de medios, con el índice de cañón y el pulgar de percutor, la mano hace muy bien de pistola. La indus-tria del juguete y los cómics no inducen nada; se limitan a atender un mer-cado infantil que necesita exteriorizar la violencia que toda naturaleza guarda en sí.

Y cumplen con ello una necesaria función social. Porque esa violencia, la bestia que todos llevamos dentro, tiene que explicitarse, salir fuera. Se trata primariamente de lo que los griegos llamaban catarsis: uno tiene que llorar cuando está triste, cantar si lo que siente es alegría; y por lo mismo, la violencia tiene que salir de algún modo fuera. Dar raquetazos a una bola, patadas a un balón ―a ser posible para ganar―, o cortar leña, son activida-des que en parte contribuyen a que no nos matemos entre nosotros.

Pero siendo necesaria, no es ésta la principal función pedagógica de los juegos, literatura o arte bélicos. Una cultura, además de un catálogo compartido de técnicas de supervivencia, es también un modo común de integrar estas fuerzas primigenias, como el sexo, la violencia o la avaricia, en esquemas morales, de modo que, en parte reprimiendo, en parte diri-giéndolas a una función compatible con el reconocimiento mutuo, o incluso favorecedoras de un bienestar común, esas pasiones naturales contribuyan a la /76 solidaridad del conjunto. Toda cultura es un ars amandi y un ars pug-nandi; no sólo, insisto, como control de ciertas técnicas, sino de modo que éstas estén regidas por la ley y en definitiva por la virtud política de la justi-cia. De este modo, jugar a la guerra no es aprender a matar, sino, justo lo contrario, entender que hay valores humanos que tienen que ser defendi-dos a toda costa. Por ejemplo la vida, y sobre todo la libertad. De igual

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forma como los juegos infantiles más o menos eróticos deben servir para integrar el sexo en la convivencia (no otra cosa es el amor), así los niños tienen que aprender jugando que el sentido civilizado de la violencia lo pone de manifiesto el bombero (pocas cosas hay más violentas que un bom-bero) luchando contra el fuego, el policía combatiendo el crimen, y los sol-dados defendiendo los valores de una convivencia justa y liberal.

7. Violencia, agresión, defensa: la Tabla Redonda

Estoy además dispuesto a sostener que el resultado de esta pérdida del sentido lúdico de lo bélico no es una cultura más pacífica, sino precisa-mente la proliferación regresiva de la brutalidad. Lo vemos en los dibujos animados que ven nuestros hijos; hay que elegir entre los insulsos «paste-les» eco-pacifistas de algún subvencionado autor nórdico, que ofrece la ca-dena pública de televisión; o la violencia en estado puro, destilada casi de toda reflexión moral, que, para «delicia» de los pequeños, nos dan las ca-denas comerciales, procedentes además de Japón, que ―¡paradójica-mente, por otra parte!― después de sus excesos militaristas, es probable-mente la sociedad contemporánea más pacifista. Y lo mismo en el cine: in-capaces de integrar la violencia en un proyecto antropológico de conviven-cia, el cine actual la lleva a su expresión más pura en una apoteosis de «efec-tos especiales», /77 cuando no se convierte en un recreo sádico, en el que ya sólo falta que la sangre salpique a los espectadores. Niños inmersos en experimentos satánicos y escándalos de sadismo infantil, son los resultados de la desintegración moral de la violencia a la que estamos asistiendo.

¡Pero el Capitán Trueno no hacía esas cosas! Más bien defendía a los débiles, liberaba a los oprimidos, sacaba a la gente de cárceles injustas, mientras era amado por el pueblo pacífico y trabajador, y temido por sus expropiadores y tiranos; a los que, por cierto, siempre hacía huir sin casi matar a nadie. Y así nos divertíamos los niños. Presumir de pacifismo desde la banalización del horror que retrata Pulp fiction, es sólo muestra de que, una vez más, todo sale por el revés en esta retorcida cultura nuestra, tan conceptualmente torturada.

Mencionar aquí al Capitán Trueno o al Príncipe Valiente es de suma importancia para nuestro intento, porque encarnan el paradigma del espí-ritu de la caballería, pedagógicamente operativo hasta hace pocos años. En este sentido, es cierto que la civilización occidental es la síntesis del modelo judeocristiano de trascendencia mesiánica y de los ideales grecorromanos de humanidad, belleza, civilidad legal y reflexión crítica y filosófica. Pero a

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veces nos olvidamos de que también aquí sólo tres puntos definen un plano y de que nuestro equilibrio se sustenta igualmente, como en la tercera pata de un trípode, en las aportaciones de la cultura germánica. Frente al orden tardío de un Imperio que en Occidente ya era sólo corrupta descomposi-ción, y en Oriente sofisticación, hieratismo y bizantinismo legal, los «bárba-ros» aportan una sabia moral nueva, que, como en toda renovación de las formas, sólo podía proceder de la libertad73. De una libertad, sin embargo, que /78 en un primer momento irrumpe necesariamente como fractura y discordia. Los bárbaros salvaron a Occidente, pero antes lo destrozaron del todo con sus libertades asamblearias. Los vikingos y sus fantásticos dioses, son aún hoy el paradigma de una libertad que desde su finitud se hace agre-siva al ser extraña, y viene así acompañada del pánico. Con ellos la libertad, tan inocente como brutal, asoló hasta el colapso los restos ya descompues-tos del viejo Imperio de Occidente. El resultado fue la «edad de hierro», que Hobbes conceptualiza como «estado de naturaleza» y Hegel como «lucha a muerte de las autoconciencias».

No vamos a seguir aquí el desarrollo de estas energías históricas: su conversión al cristianismo y la génesis del monacato irlandés, por ejemplo; o su posterior inculturación ciudadana y burguesa, con el desarrollo de la cultura comercial y universitaria; o la articulación jurídica del feudalismo y luego del Estado moderno, etc.74. Para lo que nos interesa en estas páginas, quiero sólo llamar la atención sobre un proceso que bien podríamos deno-minar «civilización de la violencia», descrito, a distintos niveles de ese desa-rrollo, por los grandes poemas épicos de la Alta Edad Media ―La Chanson de Roland, Los Nibelungos, el Cantar de Mio Cid, y las sagas del Ciclo Artú-rico― y que al confluir con la poesía provenzal da lugar a finales del siglo XII

73 «El espíritu germánico es el espíritu del nuevo mundo cuyo fin está en la realización de la verdad absoluta, que consiste en la infinita autodeterminación de la libertad» (H.G.W. Hegel, Vorlesungen über díe Philosophie der Weltgeschichte, en Werke in zwan-zig Bände, vol. 12, p. 413). 74 El texto anteriormente citado de Hegel en las Lecciones sobre filosofía de la historia universal, continúa así: «La misión (Bestimmung) de los pueblos germánicos es hacerse portadores del principio cristiano. El fundamento de la libertad espiritual, el principio de la reconciliación, se implantó en los ánimos aun sencillos, sin formar, de estos pueblos. Y se les dio por tarea, no sólo tomar por substancia religiosa al servicio del Espíritu Uni-versal el concepto de la verdadera libertad, sino también actuar en el mundo libremente a partir de la autoconciencia subjetiva».

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y principios del XIII a lo que se vino a llamar «cortesía» o «espíritu de la caballería»75./79

La caballería es la violencia cortés, propia de los hombres «gentiles», del gentleman76. Y nos interesa aquí especialmente porque la tradición mi-litar de Occidente, más que al pasado «legionario» de las milicias de Roma, remite directamente a este espíritu de la caballería. Los militares europeos ―oficial y caballero77― son, de alguna manera, «sajones artúricos», o nor-mandos, es decir vikingos, «civilizados» por la poesía provenzal y el amor cortés.

La instancia civilizadora de la bárbara violencia es «la Tabla Redonda». Una vez más, al igual que con la polis griega o la civitas romana, nos las habernos con un espacio de reconocimiento intersubjetivo. El desafío a muerte que Hegel describe como lucha de las autoconciencias, se hace dia-léctica del amo y del esclavo y produce relaciones de servidumbre. Sin em-bargo, procediendo de ahí, la caballería artúrica no se cubre con esta primi-tiva estructura feudal. Resulta, más bien, de una esencial modificación de esta estructura, en virtud de la cual el señor, Arturo, graciosamente trans-forma en liberación, en reconocimiento de igualdad, el pretendido acto de vasallaje. A quien con su espada entrega vencida su libertad salvaje y arbi-traria, el señor devuelve (tocándole los hombros con la suya como para mostrar que podría cortarle la cabeza) un nuevo señorío, que ya no está con los otros señores en una relación antagónica sino de mutuo reconoci-miento. El vencido «señor de la guerra» se convierte en «caballero», y ciñe de nuevo la rendida espada, que se pone ahora al servicio de un ideal com-partido. El caballero es el hombre libre tras su vasallaje; pero de modo que esa libertad ya no es bárbara y agresiva arbitrariedad, sino libertad moral-mente redimida, no menos violenta si llega el /80 caso, pero en defensa ahora de aquello que, en la «mesa redonda», entre libertades iguales, es discutible, acordable, y en definitiva defendido por todos como «razona-ble». La caballería es la integración de la violencia en un proceso de diálogo y discusión, en el que ya no se trata de vencer, sino de convencer. Con ella los germanos recuperan sus milenarias tradiciones asamblearias: la idea de

75 Cf. R. Llull, Libro de la orden de caballería, Alianza Editorial, Madrid 1986. También, desde una perspectiva historiográfica, véase C. S. Jaeger, The origins of courtliness: civi-lizing trends and formation of courtly ideals, 939-1210, University of Philadelphia Press, Philadelphia 1985. 76 Cf. Ph. Mason, The English gentleman: the rise and fall of an idea, André Deutsch, London 1982. 77 E.S. Turner, Gallant gentlemen. A portrait of the British officer 1600-1956.

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una libertad que se hace común en un ilimitado proceso de crítica y discu-sión. ¡Y así la idea de Habermas, tan progresista y de izquierdas, de una «ilimitada comunidad de comunicación y discurso libre de coerción», re-mite al final a... los ideales de la caballería medieval!

¿Por qué no termina entonces ese proceso de racionalidad discursiva en un universal desarme? Pues porque, elementalmente, no toda libertad renuncia a su particularidad y se integra en ese proceso de universalización lógica o comunicativa. Especialmente peligrosos son, precisamente, los que, incapaces de sostener su opinión en el diálogo, traicionan la comuni-dad de la Tabla, revirtiendo a la arbitrariedad y al ejercicio de un poder que vuelve necesariamente a ser violento y agresivo, y se convierte en amenaza. Es aquí donde la razón tiene que erigirse en fuerza defensiva; de modo que las espadas de los caballeros deben quedar bien ceñidas, porque ellas mis-mas son ahora condición de la pervivencia de Camelot. De un Camelot que, como ya dijimos de la civitas romana, adquiere todos los caracteres de lo utópico. Mientras haya viudas expoliadas, buenas voluntades humilladas por la fuerza de injustas espadas, gigantes que cometen tropelías, y lujurio-sos dragones a los que pacíficos labradores tienen que entregar sus donce-llas, el caballero tiene que hacerse «andante» y recorrer el mundo desfa-ciendo agravios, defendiendo a los débiles del atropello de los fuertes, a la búsqueda de la última justicia, de aquella de la que, todos del mismo cáliz, bebieron con Jesucristo los apóstoles en la Última Cena, como signo de la comunión de los /81 santos. Es el mito dialógico, fuente de todo lo razonable, del Santo Grial78.

Los caballeros serían después tan rapaces y lujuriosos, tan innobles, como aquellos a los que decían combatir. Es ley de la mísera condición hu-mana. Pero a partir del siglo XIII y hasta nuestros días, éstos fueron sus pa-radigmas morales. Y aquí residía la pretensión de que su espada no era fuerza bruta, y que reclamaba victoria, no para sí, sino para su razón79; que no era aquella que la espada podía imponer, sino la que toda buena volun-tad podía reconocer en un proceso racional y crítico, en un diálogo al que todos los hombres libres, los caballeros, estaban naturalmente convocados

78 Cf. R. Barber, The holy grail: imagination and belief, Cambridge, MA: Harvard Univer-sity Press, 2004. 79 Dieu et mon force, sería un buen lema para una batalla, pero en Grisors en 1198, Ri-cardo I Plantagenet eligió como contraseña el Dieu et mon droit, que más tarde Enrique VI instituyó como lema en el escudo de armas del rey de Inglaterra.

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como tribunal de la verdad. Vuelvo a repetir: suena progresista; cierta-mente lo fue, y en mi opinión, en contra de las deconstrucciones de la his-toria, lo sigue siendo.

8. Por nada se puede matar, por la libertad hay que morir

La caballería es el descubrimiento de que la expansión de la libertad está mejor servida por el diálogo racional, esto es, por el espíritu que se hace quodammodo omnia, de algún modo todas las cosas, no mediante la rapiña y la expropiación, sino precisamente compartiendo, a través del in-tercambio entre sujetos libres, de ideas, bienes y servicios. Lo que subyace aquí es la idea de que el progreso se potencia al infinito en la renuncia a la violencia agresiva, allí donde las libertades se incorporan a esa comunidad de comunicación e intercambio, sin restringir el acceso a ella de nadie /82 que esté dispuesto a aceptar como regla de juego el respeto a la libertad de todos. Éste es, a mi modo de ver, el posible sentido del principio evangélico: «bienaventurados los mansos, porque ellos (juntos y solidariamente) po-seerán la tierra».

La paz puede ser dos cosas: o rendición de la voluntad cobarde al arbi-trio totalizante del poderoso, y así idéntica con la esclavitud; o acuerdo de respeto entre libertades plurales, y entonces intercambio, comercio, crítica y discusión de ideas. La primera anula la esencia de la libertad, que en su finitud es el pluralismo. Es una paz perversa, en la que uno rinde su vida en lo que tiene de propia por no dejarse matar. Y el pacifismo, que es la pre-tensión de que esa paz, sin más matices, sea el valor supremo de toda arti-culación humana, es entonces la consagración, pretendidamente moral, de lo perverso.

Los hombres salieron de la prehistoria, o de cualquiera de las crisis en las que desde entonces de cuando en cuando recaían en ella, cuando acep-taron como ley el 5o, 6o y 7° mandamiento: cuando dejaron de matarse en-tre ellos, de robarse las mujeres (o maridos) o los bienes que cada uno legí-timamente poseía, es decir, cuando sus vidas comenzaron a regirse no por la violencia, sino por la ley, y sus litigios a resolverse ante tribunales razo-nables, y no por la fuerza violenta.

Pero ese «estado de derecho» es insostenible, y recae necesariamente en la guerra primero y la esclavitud después si la comunidad no mantiene, en la forma de compromiso de defensa, una reserva administrada de vio-lencia posible. Eso es lo que los teóricos modernos llaman Estado, cuando

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le adjudican como condición de progreso el monopolio de la violencia legí-tima80. Y ya lo hemos visto, la comunidad sólo se articula como Estado y así

/83 como garantía de libertades, si cuenta con la lealtad militar de sus miem-bros, que consiste en la disposición a morir en defensa de esas libertades.

El Estado ha sido en la historia muchas cosas: expresión de la voluntad dominante de unas clases sociales sobre otras, o instrumento de intereses dinásticos, o encarnación del afán expansivo de una raza, o instrumento del rencor revolucionario, o fuerza histórica de la voluntad de Dios, o agente imperialista protector de explotaciones coloniales. En general, las formas de su perversión moral y, ya desde el principio, de su desvío, han sido tan abundantes como la multitud de sus variedades históricas. En consecuen-cia, igualmente perversos habrían sido los ejércitos que lo han sostenido, que han expandido o defendido sus fronteras, y reprimido los intentos so-ciales de subversión, reflejo tantas veces de legítimos afanes de liberación. Desde esta consideración, el anarquismo pacifista81 (en general suele ser antes terrorista y poner bombas) puede pretender demoler ese Estado. Pero para ello tiene que sostener la tesis poco plausible de que así restau-raría una inocencia original en la que los hombres vivían en paz. El anar-quismo es ultraconservador: está convencido de que desde el Paraíso para acá sólo venimos decayendo, y que hay por tanto que demoler la historia, que no es sino injusticia sostenida por la espada camino de la tiranía final. El mito de Caín y Abel resulta sin embargo más plausible, y con él también la tesis de que la paz que vale la pena es espacio conquistado a la natural barbarie, y por tanto victoria provisional que requiere el compromiso de su defensa. Por eso, la cuestión no es en qué medida el Estado es reflejo de la injusticia, e inmoral su defensa militar, sino si responde y en qué medida (que siempre será relativa) a las exigencias /84 formales de su principio, que no es otro que el ser libertad compartida y dispuesta a defenderse de sus amenazas82. La Atenas de Pericles, la Roma de Escipión, la Europa de Carlo-magno, la Castilla de Alfonso VIII, las colonias libres de George Washington, la República de Lafayette, la Unión de Lincoln, la Inglaterra de Winston Churchill, dejarían de desear todo lo que se quiera respecto de un modelo

80 M. Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, I, I, 17, J.C.B. Mohr, Tübingen 1947. 81 Cf. G. Ostergaard, Resisting the nation state: the pacifist and anarchist traditions, Peace Pledge Union, London 1991. 82 Cf. G.W.F. Hegel, Die Verfassung Deutschlands, C. Parallelstellen zur Verfassunsschrift, Frühe Schriften, Werke in zwanzig Bände, 1, p. 583: «La unidad del poder estatal para el fin general de la defensa, es lo esencial de un Estado».

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infinito de justicia escatológica; y sus estructuras materiales serían por su-puesto inasumibles actualmente. Pero en su momento, resistiendo a sus enemigos, se convirtieron para nosotros en ideales de humanidad, porque fueron en esa lucha conquista de libertades y así contribuyeron a un pro-greso que hoy sí podemos asumir como propio. Que George Washington tuviese esclavos y colonias la Inglaterra de Churchill no significa que sus guerras no fuesen una contribución importante a un mundo libre, y por tanto mejor; en el que a lo largo de la historia gracias a esas victorias se van haciendo obsoletas la esclavitud y el colonialismo.

Y no insistiré bastante en ello: ese progreso, que tiene como principio formal el «no matarás» de la ley, implica la lealtad civil de los que se inte-gran bajo ese principio de racionalidad política, y con ella la exigencia de morir ante la agresión que cuestiona la justicia. La guerra es siempre una «barbaridad», es el modo agresivo de imponerse la libertad arbitraria de los bárbaros. Pero precisamente por eso hay que hacerla e intentar ganarla cuando vemos de este modo invadido el espacio de nuestras libertades. No es una cuestión de «violentos» contra «pacíficos», sino de agresores contra libertades agredidas, que están entonces moralmente obligadas a imponer como victoria, con más cañones, la «fuerza» de su razón./85

Podemos preguntar: ¿Y no basta el desafío moral de la racionalidad en la forma de un pacifismo a ultranza, que ciertamente no sería cobardía ya que acepta la posibilidad de la muerte en la defensa de ideales, pero sin responder al hierro con el hierro? Qué duda cabe que este planteamiento tiene su atractivo, y de cuando en cuando se propone como modelo, por ejemplo en los mártires cristianos o en la autoinmolación de bonzos budis-tas. Actitudes extremas que no se deben confundir, por ejemplo con movi-mientos pacíficos pro derechos civiles a lo Ghandi o Martin Luther King, que son el modo adecuado de presentar reivindicaciones de justicia, en una so-ciedad como la India de los años treinta o América de los sesenta. En la me-dida en que haya espacios abiertos de libertad, la no violencia es la única vía de reivindicación moralmente asumible, tanto en el orden civil interno como en el del concierto (o desconcierto) de las naciones83. Pero, ¿por qué

83 Parece evidente, si aceptamos grosso modo una visión progresista de la historia, que cada vez son más esos espacios de libertad. De modo que cada vez es menor el margen que queda para la defensa violenta de ideales y derechos agredidos (supuestamente). Piénsese por ejemplo en las reivindicaciones nacionalistas en países democráticos. En este sentido, a pesar de todo lo que vamos diciendo, habría que conceder algo así como

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hemos de dejar que sea la barbarie y la sinrazón las que definan los térmi-nos del combate? ¿Por qué no dejarse matar sin más, y asegurarse así una victoria pura, ideal, ante el último tribunal de la historia o de Dios?

Aquí entra en juego el sentido de la esperanza. Para los cristianos el martirio sin resistencia era algo que tenía sentido, porque en su interpreta-ción más radical, la propia vida temporal, pero también la historia en gene-ral, resulta intranscendente ante la asegurada victoria final en un reino del amor que «no es de este /86 mundo». Lo que aquí está en juego, bajo el ropaje de una teoría de la paz a ultranza, es una visión de la historia en la que ésta resulta en un final ya garantizado. Igual que Jesucristo se entregó a la muerte como cordero sacrificial, lo mismo lo tienen que hacer sus se-guidores, seguros de que igual que Él resucitarán victoriosos en el Último Día.

Frente a este planteamiento Marx era un judío, y algo conservaba de su tradición mesiánica, suficiente para decir que esta visión de la historia actúa de modo conformista como «opio del pueblo». Al remitir la justicia al más allá, nos anestesiamos ante sus atropellos históricos y entonces, ha-ciendo intrascendente esa historia, nos hacemos cómplices del mal y la en-tregamos al imperio de la injusticia. No voy a entrar aquí en la difícil cues-tión del pacifismo cristiano84, y apelo a un consenso interpretativo que sólo en las más radicales sectas ha puesto en cuestión la doctrina de la «guerra justa»85. Pero sí es cierto que el pacifismo ha sido una tentación próxima de la tradición religiosa, en la medida en que la religión no entiende que la voluntad de Dios, reconocible por los hombres de «buena voluntad», es algo llamado mesiánicamente a hacerse realidad en el tiempo. Porque en-tonces la historia no «da igual», «clama al cielo» y reclama un libertador, la restauración del «Reino de David», como justicia capaz de resistir la agre-siva opresión. La esperanza no es así simple abandono, sino compromiso operativo, por ejemplo en el trabajo, para que la tierra fructifique y algo se parezca al paraíso que Dios quiere. Pero también en la defensa del marco

una relativa razón al pacifismo como actitud provisional para enfrentarse a los proble-mas geoestratégicos o de seguridad nacional, siempre que se guardase la reserva de un compromiso principial que no renuncia a la defensa. 84 Para una breve y sencilla pero muy matizada y razonable exposición del pacifismo cristiano, ver David A. Hoekema (director de la American Philosophical Association), «A practical Christian pacifism», en: The Christian Century, October 22, 1986. Cf. también Nuttal, G. F., Christian pacifism in history, Blackwell, Oxford 1958. 85 Cf. C. Vidal, «La doctrina de la guerra justa», en: La Ilustración liberal, 10 (diciembre 2001).

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civil en el que tiene sentido ese /87 esfuerzo y seguir trabajando. Arados y espadas tienen que seguir siendo convertibles, mientras la justicia final no esté garantizada. Y a esa garantía contribuye la promesa de Dios, y a la vez la voluntad de los hombres a resistir la agresión.

9. Ares y Afrodita, o por qué era galante el uniforme

De la historia y del compromiso hasta la muerte por mantener en mar-cha la vida en el tiempo, sabían antes las mujeres, que se jugaban esa vida propia por alumbrar la nueva. En su feminidad, la mujer es biológicamente compromiso con el futuro, el gozne intergeneracional. Pocas culturas más patriarcales que la judía, y sin embargo, son las mujeres las que transmiten el lazo de comunidad: es hebreo el hijo de una hebrea, e hijo de hebrea será, nacido de mujer, el Mesías salvador del pueblo de Israel. La mujer es la imagen de la continuidad social, de que lo antiguo se liga con lo por venir; y es por tanto, también, el principio del progreso, en la medida en que éste es siempre herencia que se capitaliza, se acumula como patriotismo, y se trasmite. Sin las mujeres los hombres trabajarían sólo lo necesario para sub-sistir, estarían siempre de alquiler, no asumirían hipotecas. Y la humanidad no hubiese salido de su estadio cazador-recolector, no se hubiese apro-piado de la tierra, ni asentado en ciudades, ni construido graneros; porque para eso hace falta un compromiso inmobiliario con el futuro que es carác-ter diferencial de quien se ha jugado la vida al darlo a luz.

¿Sobrevivirá la civilización, ese compromiso acumulativo con el pro-greso, al parto sin dolor y sobre todo sin muerte? Probablemente, pero transformándose muy profundamente, porque por lo mismo el mundo está dejando de tener en sus cimientos las virtudes progresistas de la feminidad; o lo que es lo mismo, /88 las mujeres se están desentendiendo de su apuesta por el porvenir, como los hombres solían hacer en su biológica tendencia a la irresponsabilidad. Con la mujer desligada de su maternidad, vamos ca-mino de un mundo de zascandiles aventureros; y es posible que sea más violento, peligroso y agresivo; lleno de libertades perdidas y contrapuestas, sin un compromiso estable con la justicia.

Pero va para largo. Porque la memoria genética de la especie humana no ha variado aún substancialmente y los paradigmas perceptivos que die-ron paso al neolítico siguen siendo eficaces. Uno de estos paradigmas, tal y como se refleja en el mito clásico, es la poliandria de Afrodita, esposa de Hefaistos, dios de la fragua y la industria, pero amante de Ares, dios de la guerra. O lo que es lo mismo, el varón, si quiere guardar su fidelidad, ante

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el vano intento de encerrar a las diosas, tiene que reproducir en sí la duali-dad de sus afectos, y ser a un tiempo, industrioso y trabajador padre de familia, y buen soldado. Porque la mujer lo mismo se rendirá al brillo de su uniforme, que le cantará aquello de «militares tampoco me gustan / que a veces me asustan / con el espadín».

Lo del uniforme es fascinante, ahora desde un punto de vista intelec-tual. La apoteosis del traje militar tiene lugar tras la Revolución francesa, y se mantiene a lo largo de todo el siglo XIX. Hasta que los prusianos trocaron la vistosidad por la eficiencia de campaña del feldgrau, o los británicos del kaki, un uniforme era a la vez un traje para morir en combate y para ena-morar en un baile. A los dos sitios se iba con las mismas «galas». Un militar no ganaba para sastres86.

Lo de morir es ya interesante. Los estados mayores de finales del XIX convirtieron la muerte en cuestión estadística ―un muerto pasó a ser «baja» irrecuperable―, y por tanto cosa de /89 administración, por supuesto ordinaria, que podía ser convenientemente resuelta «en traje de faena». En efecto, una ordinariez. Que para morir hay que dar lustre al correaje y des-empolvar los chacos, parece elemental si esa muerte ha de ser algún tipo de acceso a la gloria. Por eso una batalla tenía siempre mucho de parada. Lo importante de una carga de caballería no es que fuese eficiente, sino magnífica. Y de ahí la importancia de la estética: un militar romántico es siempre el adecuado tema de un cuadro. La foto de Capa del miliciano muerto, es el canto de cisne del romanticismo bélico87.

Después de eso, en las películas de guerra ya sólo quedan los efectos especiales: el anonimato del estampido sin gloria.

Pues bien, esa gloria, que no era otra cosa que la memoria en la que un futuro infinito guarda a sus héroes, es algo que liga esencialmente al soldado con la mujer. Hay que tener cuidado; porque se trata aquí de cosas muy complejas. Por no hacer mitomanías, también podríamos hablar de la homosexualidad castrense, que es un tema bien documentado desde la an-tigüedad clásica a recientes documentos de la Royal Navy, pasando por los recuerdos de cualquier militar con experiencia88. Pero la simbiosis hetero-sexual del guerrero es algo más profundo. Está ya en el colorido despliegue

86 J. Mollo, Military fashion: a comparative history of the uniforms of the great armies from the 17th century to the First World War, Barrie and Jenkins, London 1972. 87 Después de años de dudas sobre su autenticidad, la última investigación parece con-firmar la veracidad de la famosa foto de Cerro Muriano. Cf. R. Whelan, Robert Capa: la biografía, Aldeasa, Madrid 2003. 88 Cf. B.R., Burg et al, Gay warriors, New York University Press, New York 2002.

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del reino animal. La presunción es algo propio de machos, mientras agresi-vamente delimitan un territorio del que pretende excluir a otros machos, mediante poses espantosas, despliegue de cuernas, colas y alaridos. Pero el macho sabe que el miedo que da es efectivamente vanidad si la hembra no lo redime de su infecundidad. La lucha, que en este reino sin razón es /90 selección de los mejores, es muerte inútil si su semilla no es acogida de forma que de un fruto de posteridad.

La tradición militar recoge de forma bastante explícita esta memoria genética del reino animal. Un soldado es (lo ha sido al menos hasta hace poco) un macho mamífero, y el pavoneo es parte substancial de su vida. Sobre la sobriedad anónima del camuflaje de faena, en mis tiempos milita-res reaparecía la tendencia al colorín en pañuelos de cuello, divisas, distin-tivos de unidades, e incluso, fuera de reglamento, en el cordón que supues-tamente colgaba el pito de instrucción desde la hombrera al bolsillo de la chupa o camisa; cordón que a fuer de vistoso algunos llevábamos sin pito alguno. Toda la milicia es un ritual de poses desafiantes, voces estruendosas (sin una buena voz un militar es una desgracia), colores agresivos y adema-nes imperativos o condescendientes, según el caso. Hay que reconocer ―y lo digo con la mejor simpatía― que todo sería ridículo o infantil (aún re-cuerdo el disgusto de algunos niños cuando nuestra madre nos vestía de marinero raso en la primera comunión, mientras otros iban de oficiales, con todo tipo de galones y cocas, cordones y demás dorados), si detrás de todo eso no hubiese como tradición una estética milenaria de la representación, y aún más atrás una, por llamarla de alguna manera, mística de la muerte gloriosa, de la muerte misma como espectáculo.

De ahí la sospecha de vanidad sobre toda esa oropéndola: ¡todo para morir con lucimiento! Es la espléndida vaciedad de la virilidad animal. De ahí que casi con el mismo uniforme, después de la parada, el militar nece-site desesperadamente marchar al baile en busca de fecundidad y futuro para sus fantochadas. De modo que los mismos colorines que lo hacían te-rrible ante compañeros o enemigos, lo hacen ahora atractivo ante las hem-bras de las que depende ahora biológica y culturalmente la trascendencia de sus gestos. Porque las hembras tienen un problema simétrico: para el desarrollo de su prole necesitan, ciertamente, esfuerzo, industria y /91 tra-bajo: la fragua de Hefaistos. Pero también que dejen a su familia en paz, para que ese esfuerzo fructifique. No se casará con un guerrero, sino con un trabajador; pero siempre estará dispuesta a serle infiel con el militar,

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porque necesita de su intervención puntual. Raíces profundas, Shane en in-glés, es una película que representa este arquetipo triangular de la madre, el labrador y el pistolero. Lo dicho: la única posibilidad de mantener la fide-lidad de Afrodita es para el varón ser a la vez trabajador y soldado; acumular capital y propiedad inmobiliaria, y estar a la vez dispuesto a defenderla de bandidos y saqueadores. Labrador entre semana y pistolero los domingos: una vida muy dura. Pero no tiene remedio: el labrador que no es valiente para jugarse la vida por la prole de su esposa, se encuentra con que no sabe al final de quién son sus hijos. Y no mejor suerte corre el pistolero, que posa de mujeriego, sin contar tampoco con la fidelidad de quien vuelve siempre al que asegura con el trabajo el pan de sus hijos89.

Este cuento mitológico del amor y la guerra ―tema recurrente de todo drama humano, ya sea el hundimiento del Titanic, Lo que el viento se llevó, o la vida de los mineros―, es ahora contrapunto adecuado para insistir otra vez en la necesaria imbricación de milicia y civilización. La guerra es en sí misma el peor jinete del Apocalipsis, maquinaria de destrucción; y su apo-logía sería la última consecuencia del nihilismo. Pero es el estado natural de una libertad que tiene otras contrapuestas, a no ser que en el marco inter-subjetivo de la civitas esa libertad se dé cuenta de que puede ser compar-tida y se hace así más fecunda en el «estado de derecho»./92

Ahora bien, ese estado de derecho, de armonía, de fraternidad o amor si se quiere, es espacio sólo provisionalmente conquistado a la barbarie, la cual siempre intentará arrebatar precisamente la riqueza que la civilización produce. Por eso el imperio de la ley tiene fronteras, internas y externas, que defender. Y la guerra como amenaza de la que defenderse es siempre el contrapunto del amor, de la fecundidad natural, del pacífico trabajo de los hombres, hasta que la victoria del espíritu se haga definitiva. Y queda mucho para ello.

Mal futuro tienen el amor y la paz del hogar, mal futuro los esfuerzos del trabajo, mal futuro nuestros hijos, en una sociedad que desprecia a sus soldados./93

89 La antropología y la literatura feminista han señalado la correlación que existe entre sociedades belicistas y sexistas, en el sentido de que culturas muy agresivas llevan apa-rejada la represión femenina y la violencia domestica (cf. M. Harris, Our kind: who we are, where we came from, where we are going, Harper Perennial, London 1990). Lo cual concuerda con lo que estoy sosteniendo aquí sobre el profundo interés femenino por trasformar al guerrero en militar, en el sentido republicano del término.

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III. VIRTUDES Y VICIOS CASTRENSES

1. Paciencia y juego, prudencia y dictadura

Después del bosquejo que hemos hecho de una antropología militar, y al intentar ahora hacer una somera descripción de las virtudes caracterís-ticas del servicio, podemos pasar rápidamente por encima de algunas ya tratadas. Así ya sabemos cómo la valentía es la virtud, si no principal, sí di-ferencial del soldado, y el valor, por tanto, algo que, como rezaban las anti-guas hojas de servicio, «se le supone». No vamos a abundar en el sentido de esta virtud.

Pero me interesa también insistir en los vicios propios de la condición castrense. Un banquero es sólo natural que sea ahorrativo, pero por lo mismo la avaricia es su tentación próxima. De este modo hay igualmente vicios naturales del soldado. Y es conveniente conocerlos. Para ellos, por-que pueden poner en peligro el sentido moral de ese servicio y a la postre el del compromiso castrense, haciendo del buen soldado un merecida-mente despreciado «soldadote». E interesa también para la investigación conceptual que me entretiene en estas páginas, a fin de precisar el cuadro antropológico hasta ahora descrito.

Por ejemplo, ya lo hemos visto, es fácil que los soldados sean mujerie-gos. También jugadores; y no sé cómo andarán ahora las /94 antes llamadas «salas de banderas», pero en mis tiempos eran simples bares y el alcoho-lismo una tentación próxima del oficial, suboficial, cabo y hasta de la escoba de servicio. Pendencieros yo no los he visto; pero los duelos causaron mu-chas bajas, desde Ivanhoe, pasando por D'Artagnan, hasta bien entrado el siglo XIX.

Esto tiene que ver con algo sobre lo que hay que reflexionar al consi-derar la imagen antropológica de la milicia. Y es que desde que Mario en Roma profesionalizara el ejército ―modelo que se mantuvo desde enton-ces, con el paréntesis de la Alta Edad Media, al menos para los cuerpos de oficiales y suboficiales―, pertenece a la esencia del ejército civilizado el aburrimiento. De hecho la vida militar consiste en momentos de horror y de gloria ensartados con escasez en una vida de tedio. Y tanto más cuanto más avanza la civilización sobre la amenaza, cada vez más latente, de la bar-barie. En mis tiempos, cuando llegabas al servicio te entregaban un fusil y una escoba; y gracias a Dios fue la segunda el instrumento que más utiliza-mos.

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Relacionada con el aburrimiento, una virtud militar importante es la paciencia. Ciertamente en el sentido clásico de esta virtud, que consiste en la disposición de la voluntad a sufrir con entereza las privaciones. El gran enemigo del soldado, más que la espada o la pólvora enemiga, terminaba siendo el frío, el calor, el hambre y el tifus; y siempre el mucho andar y am-pollas en los pies. Cuando no estás haciendo instrucción ―¡apasionante ac-tividad!―, o barriendo, o en una oficina ordenando estadillos, te encuen-tras andando, con un fusil que ya no sabes cómo poner, forzando la marcha para volver agotado al mismo sitio, para entrar en el patio cantando o a paso ligero si el capitán quiere presumir de compañía. Paciencia también en el sentido más vulgar de esta virtud. La esencia del soldado tiene que ver con estar preparado ―ni más ni menos que a morir― para algo que /95 es mejor que no llegue90. No hay figura más militar que el centinela, ni más aburrida: su mortal enemigo es el sueño. Lo suyo es, por tanto, esperar; mucho tiempo antes, de la revista, del desfile, de la batalla. Uno de los pa-sajes más fuertes de Guerra y paz son las dramáticas reflexiones del prín-cipe Bolkonsky en la batalla de Borodino, mientras su regimiento espera en medio de la batalla y a él le termina matando, sin gloria, una granada per-dida que pasaba por allí. La sabia administración del tiempo, la selección del momento, la coordinación del reloj de los oficiales antes del combate, hace de la acción militar cuestión de sabiduría y orden, más que de arrojo y valor, virtudes que se ven rebajadas al nivel de lo «supuesto». El militar haría bien en ser filósofo (Descartes, por ejemplo, pergeñó su Discurso del Método, aquello de «pienso, luego existo», ante una mala estufa, en una noche de guardia, cuando era oficial en el ejército bávaro, en un puesto perdido cerca de Ulm durante la guerra de los Treinta Años). Porque si no lo es, es fácil que termine «matando» el tiempo como su peor enemigo, con los dados, las cartas y el alcohol.

Esto del juego es importante. Hay que asimilarlo: los militares actuales se pasan el día, no haciendo la guerra, sino jugando a ella como muchachos en un descampado. Y es una noble tarea. Ya lo vimos: el que juega a la gue-rra posiblemente termine sin tener que hacerla; y de eso se trata. Convirta-mos, pues, las armas en juguetes, sin lamentar que en ello nos gastamos dinerales; porque es su más noble destino y la mejor inversión de una civi-lización progresista y avanzada. Hacer de la guerra un juego en el que se

90 Be prepared!, es el lema que Baden-Powell transmitió al movimiento scout, paramili-tar en su origen. Y Semper paratus!, es el lema del Cuerpo de Guardacostas de los EE.UU.

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guardan, bien honradas, memorias de antiguas tragedias, es el fin de la his-toria, el «paraíso final» de la humanidad. Y que lo siga siendo depende de que no caigamos en la tentación del desarme; de dar a los soldados /96 fusi-les de palo, cañones sin munición y barcos o aviones sin combustible.

Pero esto del juego tiene otras modalidades bien dañinas. Ya lo hemos visto: el combate es una apuesta de la libertad contra la muerte, en la que el soldado se juega la vida, dándola por perdida como El pirata de Espron-ceda. Jugar es perder para ganar, entregar la apuesta para llevarse multipli-cado eso que se entrega. Eso lo hacemos en el amor, que es un juego, pues es entrega de nuestra vida a otro con la esperanza ―tantas veces defrau-dada― de recuperarla con creces en la correspondencia. Lo hacemos en los negocios: toda inversión es una apuesta, y se habla de «jugar a la bolsa». Por eso, cuando se aburre es natural que el militar, cuyo sentido es jugarse la vida, juegue. Los dados acompañaron a las legiones romanas allí donde fueron91. Y Tolstoi describe las tragedias que el juego producía en la aristo-cracia militar de su tiempo, especialmente en los cuerpos de caballería. Se trata de un vicio mortal, en el que se pierde siempre que se arriesga sin necesidad, buscando una amenaza ficticia que no es sino el desafío que uno arbitrariamente busca. Buscar en el juego gratuitamente el riesgo es muy mal vicio, porque la gloria que ahí se encuentra es siempre vana. Es además un vicio deshonroso, cuando aquello con lo que uno juega a cambio de esa supuesta gloria es la vida de otros. Un buen cargo para un consejo de guerra sería la estupidez ante el enemigo, que resulta del falso desprecio de la vida. Un cónsul se hizo famoso en los tiempos heroicos de la República haciendo ajusticiar a su propio hijo, tribuno, por atacar en la batalla cuando no co-rrespondía.

Hemos dicho que el valor es la virtud militar por excelencia. Pero esto nos obliga a matizar. Las virtudes, dice Aristóteles, /97 siempre van unidas en un orden jerárquico. Ser fuerte y valiente, sin ser justo, nos hace ser agresivos. Sin paciencia y moderación, la valentía se hace inoportuna. Sin fortaleza y valentía la justicia se hace traición a sí misma y consiente el atro-pello. La prudencia sin fortaleza se hace pereza; y la prudencia cobarde se convierte en cálculo egoísta. Pues bien, dice Aristóteles, que estas cuatro virtudes ―prudencia, justicia, fortaleza y moderación―, que la tradición llamó cardinales (de cardo, que significa «quicio») porque sin ellas la vida

91 Suetonio (De vita caesarum, I, XXXII) atribuye a César en el momento decisivo de pasar el Rubicón y comenzar la guerra civil el famoso alea iacta est! de Menandro, que debía de ser un dicho común entre la soldadesca jugadora.

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está desquiciada, guardan entre sí un orden regido por la virtud de la pru-dencia. La prudencia es la virtud que tras sopesar reflexivamente los fines de la acción, tras deliberar, dispone los medios necesarios para ese fin. Es, pues, la virtud que ordena nuestra acción al fin, que la hace lógica, algo que otros pueden entender. Y dice también Aristóteles que la prudencia es la virtud propia del strategos, del que manda el ejército, del general, que dis-pone las fuerzas para el fin de la victoria. General imprudente, derrota se-gura. Por eso, como en todo, la virtud por excelencia, no también, sino so-bre todo en cosas militares, es la prudencia92. Y a ella está ordenada la va-lentía, que en último término no es otra cosa que la disposición del soldado a entregar su vida como medio para el fin que es la victoria, es decir, a po-nerse a disposición de la prudencia del mando.

Después de la catástrofe de Vietnam, la doctrina norteamericana, re-flexionando sobre la derrota, ha elaborado un catálogo que deben cumplir las intervenciones militares93. En primer lugar hace falta un objetivo, un pro-blema que haya que resolver militarmente, es decir, saber quién es el enemigo y dónde está. En segundo lugar, y casi más importante, hace falta saber qué /98 se pretende. No tiene sentido una guerra que no se sabe cómo termina, o cuáles son las condiciones de victoria. En tercer lugar, que eso que se pretende sea posible según los medios de que se dispone. Y por úl-timo emplear con absoluta decisión esos medios hasta lograr dicha victoria. Son imprudentes tanto las guerras que no se pueden, como aquellas que uno no está decidido a ganar.

Por cierto, que la presente «guerra contra el terrorismo» no cumple con esas exigencias de la doctrina. Ni se sabe quién es el enemigo ―al final es un fantasma o un mullan que se escapa en moto no se sabe adónde94―, ni cómo o con qué medios se le derrota, ni si esa derrota es posible; y al final sólo queda la firme decisión de combatirle; decisión que necesaria-mente se irá debilitando ante lo indeterminable del fin. Otra cosa es que a los militares se les pueda descomponer el cuadro en guerras parciales. Ocu-par Kabul y echar a los talibanes, puede ser una cuestión a resolver militar-mente. Pero hacer que el bien triunfe sobre el mal (a la operación se le puso al principio el peregrino y poco castrense nombre de «infinite justice») no es asunto de los militares, sino de los jesuitas, que son «la compañía de

92 Por eso Sócrates en el Laques se inclina por entender el valor como una cierta sabidu-ría. 93 Cf. Colin L. Powell, «US forces: challenges ahead», en: Foreign affairs, winter 1992. 94 «Mullah Omar flees on a motorbike», BBC news, 5.01.2002.

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Jesús», de los «legionarios de Cristo» o de cualquier otro «miles chris-tianus» o «mártir de Al-Achsa». La guerra sin un fin empíricamente deter-minado, o con un fin utópico, se hace infinita, imparable hasta la «victoria final», y se sigue de ella la total militarización de la sociedad en un «estado de excepción» indefinido95. Eso, y no otra cosa es el militarismo. Los roma-nos llamaban a ese estado «dictadura», y consistía en la suspensión de las magistraturas y libertades republicanas y en la entrega del mando del pue-blo movilizado a un solo líder que era el dictator. Pero eso no se hacía para que salvara a la República «de /99 todo mal», sino para responder a una muy determinada amenaza, y con el plazo límite de un año, que era la razonable duración de una campaña. Al cabo de ese plazo, los soldados tenían que volver a labrar la tierra, o sus hijos morirían de hambre. Y prolongar más ese estado de excepción suponía para las libertades una amenaza mayor que los celtas96. Cuando más tarde esa guerra se hizo indefinida y la milicia se convirtió en profesión, la república puso como tajante condición que las legiones tenían que estar en las provincias de frontera, y no podían pasar hacia Roma junto a los procónsules o gobernadores. Por eso, cuando César lo hizo y cruzó el Rubicón, la guerra se convirtió en civil; y los viejos republi-canos supieron que se habían acabado las libertades políticas: había llegado el Imperio, que en Roma fue siempre una magistratura militar convertida en poder civil.

Por todo ello la prudencia militar, que está determinada por la victoria concreta que se espera de ella, está limitada también por su necesaria subordinación a otra prudencia política. Ésa es la que ejerce el senatus po-pulusque romanus, el senado y el pueblo de Roma. Pero no por la fuerza de las armas, sino por la ilimitada y libre deliberación, acerca de los fines últi-mos de la acción común, que por ser ciertamente infinitos ―la felicidad compartida de los hombres libres― es lo esencialmente discutible, y sólo parcial y relativamente decidible en forma de ley respaldada por todos./100

95 Entonces la guerra se hace en el sentido de Clausewitz guerra absoluta como natural continuación de la política. Y el resultado es el absolutismo militar. 96 Por siempre, aun en los tiempos ya imperiales de Tito Livio, será Cincinnato, el general y dictador que volvió al arado, el ejemplo romano de la virtud militar. Cf. Ab urbe con-dita, III, 26-29. Muy especial lugar ocupa esta figura en la simbología republicana de los Estados Unidos (le dedican una ciudad), y la historiografía ha considerado a Washington como reencarnación de este ejemplo. Cf. G. Wills, Cincinattus: George Washington and the Enlightenment, Doubleday, Grade City, NY 1984.

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2. Disciplina, iniciativa, liderazgo

Una de las virtudes militares peor entendidas por los intelectuales es la disciplina. Y es una pena, porque supone un verdadero compendio antro-pológico, riquísimo en matices, que, una vez más, representa un verdadero ideal de humanidad.

En una primera aproximación, la disciplina es, junto con la valentía, una parte de la más amplia virtud de la fortaleza, pero con ciertos matices que la sitúan cerca de la templanza. Se trata de una virtud por la que, para la consecución del fin que la prudencia propone, el hombre está dispuesto a asumir inconvenientes, renunciar al placer y aceptar el dolor. La tradición religiosa la llama «ascética»; y disciplinas eran los pequeños látigos con los que los ascetas se golpeaban, por ejemplo para resistir las «tentaciones», por supuesto de la «carne». Es por tanto una virtud que hace del propio cuerpo lo disponible para un fin. Y es también la virtud propia del atleta. Lo mismo, en este sentido, del soldado, para el que la campaña supone renun-cia y privaciones. Curiosamente es de igual modo la virtud propia de la es-cuela, del discente, del que aprende. Porque tiene que alcanzar el saber y la virtud que aún no tiene, mediante el esfuerzo, es decir, haciéndose fuerza a sí mismo. El que sabe matemáticas disfruta resolviendo problemas; pero el que las aprende todavía no, y ocuparse en ello es una trabajosa molestia, que requiere disciplina. Es pues la virtud con la que nos enfrentamos a lo trabajoso. Es la virtud propia de Hércules; y efectivamente, en la acumula-ción de pequeños esfuerzos, nos hace hercúleos, capaces de afrontar las más duras tareas97. Parece, pues, claro que desde todos estos puntos de vista, la disciplina es muy especialmente una virtud militar./101

Pero lo esencial de esta virtud no está sólo en esta dimensión ascética. También es algo que tiene que ver con la obediencia. El matiz lo vemos en los niños. En la escuela los niños tienen que ser disciplinados, porque no tienen todavía el fin que es la ciencia o la virtud. Por esta razón, el principio de su acción, al aprender o al portarse bien, no puede estar en ellos mismos. Los niños son todavía incapaces de autodeterminación; y si se les deja hacer lo que quieren sólo sale a flote la arbitrariedad y el capricho, y así también el caos y el desorden. Y lo mismo ocurre ahora con el soldado; no, como veremos, por falta de madurez en la autodeterminación, sino sencillamente porque el soldado no tiene la información necesaria sobre el curso de la

97 Hércules es el patrón mítico de las escuelas socráticas cínicas (Diógenes), que favore-cen la ascética, la renuncia corporal y la autarquía.

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batalla o de la guerra para poder deliberar. La reflexión que la virtud de la prudencia necesita está necesariamente fuera de su alcance y es por tanto una reflexión que tiene que recibir de fuera. Esto es una «orden», el princi-pio de la propia acción que el soldado recibe del mando que es quien tiene la «inteligencia», en el sentido de la información necesaria. Por eso, que las órdenes se cumplan es la condición de posibilidad para que en un ejército funcione la virtud de la prudencia y los medios disponibles se ajusten al fin de la victoria. Y a esta predisposición a cumplir las órdenes, sin discusión allí donde no se tiene toda la información necesaria para sopesarlas, en la me-dida además en que ese cumplimiento supone también la disposición de asumir riesgos, fatigas y penalidades, hasta el extremo de perder la vida, es lo que se llama disciplina en el ámbito castrense. Lo expresaban con genial laconismo las antiguas ordenanzas de Carlos III: «el oficial que recibiere la orden de mantener una posición, a toda costa lo hará»98./102

Hay ahora más matices interesantes. La guerra ha sido siempre algo muy caótico. Fueron los griegos los que descubrieron que vencer al caos era más importante que enfrentarse a las armas enemigas. Vencía el ejército que en la batalla se comportaba como uno, es decir, «lógicamente», guiado por la deliberación desde la información disponible. La «falange» griega y la «cohorte» romana representaron el triunfo de la civilización en el campo de batalla, asegurando así el triunfo del orden racional sobre el caótico ím-petu de los bárbaros. Con ello se descubrió que, junto al valor, que también el enemigo tenía, las «unidades» griegas o romanas se hacían superiores por gracia de una «virtud» por así decir técnica. La milicia pasó a ser enton-ces cuestión de «instrucción». En medio del caos del combate, atenerse fir-memente, con valentía, pero con la fuerza que da lo mil veces repetido, a determinadas pautas bien probadas en anteriores experiencias, es lo que hacía del ejército un «cuerpo», algo que funciona orgánicamente y está todo él dispuesto a las órdenes del mando99. De este modo surgió la «orde-nanza». No hacía falta que el mando se inventase las órdenes para cada batalla. En una parte muy substancial todos sabían ya lo que tenían que

98 Las actuales Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas de 1978 recogen casi la misma formulación en su artículo 127. 99 La drástica medida del cónsul Postumius Tubertus de ajusticiar a su propio hijo, tiene que ver con este paso de la lucha individual (el joven y fogoso tribuno se enzarzó en heroica lucha con el enemigo al viejo estilo homérico al margen de su unidad, en vez de atenerse a la táctica ensayada de la lucha por manípulos). Estaba en juego, no el resul-tado de una lucha concreta, sino la superioridad de una táctica general que sería la clave de todas las futuras victorias de Roma.

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hacer. Del mismo modo como son pocas las órdenes que el cerebro trans-mite al cuerpo para alcanzar un objetivo que depende de cuasi infinitos ajustes de las partes necesarias para la consecución del fin.

La apoteosis del orden, tras la relativa vuelta al caos bélico que supuso la Edad Media y el individualismo caballeresco, tiene lugar como respuesta a la pólvora. Primero en los tercios castellanos y /103 luego en su sucesor que es el sistema regimental, que alcanza su plena madurez en el ejército pru-siano de Federico II en la guerra de los Siete Años100. Estamos en pleno es-plendor ilustrado. Es la edad de oro de las matemáticas, de los relojes y de las máquinas autómatas; también de los jardines versallescos, hechos a base de geometría. El ideal, pues, fue convertir el ejército en una máquina. Ése era el objetivo de la instrucción en el orden cerrado; en el que, con es-casas voces de mando, redobles de tambor o toques de corneta, el mando conseguía la máxima potencia de fuego, o reducir al máximo los efectos del fuego enemigo, mientras el movimiento se hacía impersonal y maquinal101. En un entorno de fuego intenso, uno de los frutos de este automatismo, de esta despersonalización, fue también que el soldado se enfrentase por así decir anónimamente con la posibilidad de la propia muerte, y el miedo se hacía controlable mientras no surgiese una situación de crisis. Lo que ocu-rría allí donde se rompían las líneas, cuadros o columnas; resultando la des-bandada e inmediatamente el pánico. Desbandar al enemigo, romper su orden cerrado, era algo que el mando intentaba mediante medidas inter-venciones que renunciaban al fuego a favor del ímpetu y el movimiento lle-vado al extremo. Era la misión de la caballería. Y cuando lo lograba, la vic-toria estaba asegurada102.

Aquí la disciplina se convirtió en expresión de esta racionalidad maqui-nal, en la que el valor supremo era el automatismo y la /104 uniformidad. Y de aquí le viene a la disciplina su mala fama intelectual. La primera orden

100 Cf. O. Groehler, Das Heerwesen in Brandenburg und Preussen von 1640 bis 1806, 3 vols., Brandenburg Verlag, Berlin 1993. 101 Parece que es Maurice de Nassau el temprano artífice de esta transformación militar impuesta por la generalización de la pólvora. Cf. G. Parker, The military revolution. Mili-tary innovation and the rise of the West, 1500-1800, Cambridge University Press, Cam-bridge 1988. 102 Probablemente los estudios clásicos sobre la técnica y espíritu militar de la época siguen siendo los de D. G. Chandler, ver, p. ej., The campaigns of Napoleon, Weidenfeld, London 1993.

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del orden cerrado es «formar», la segunda «alinearse», la tercera «nume-rarse». Ya tenemos al soldado reducido a número y geometría, es lo indife-renciado y sustituible por otro. Por eso, la orden esencial para mantener el movimiento en combate es «cerrar filas», cubrir los huecos, mantener la línea, columna o cuadro, haciendo a los caídos intrascendentes. Los hom-bres mueren, pero la «unidad» se mantiene y sigue operativa. Disciplina es entonces insensibilidad respecto del individuo, convertido en puro medio para la impersonal eficiencia del «cuerpo».

Es curioso que en esta época apareciese lo que podríamos llamar la «mística regimental»103. En un ejército muy profesionalizado, que actuaba en guerras ocasionadas por futilidades dinásticas, la comunidad política dejó de ser el referente que daba sentido a la muerte. Estaba ciertamente «el rey»; pero no siempre. A veces este cambiaba de forma inopinada, o ponía su ejército al servicio de algún primo. El regimiento se convirtió en-tonces en unidad moral. Era el detentador del honor, y así el que podía re-clamar la vida del soldado. Todavía los británicos, cuyo ejército es de tradi-ción muy dieciochesca, ligan su servicio, oficiales incluidos, a un regimiento, desde que se encuadran militarmente hasta que se licencian con honor. Son raros y en principio mal vistos los traslados. El regimiento es la bandera y el alma del /105 soldado; del que recibe también su honra y reconocimiento como persona104.

De esa época proceden igualmente, como ya hemos visto, el afán por los uniformes. Uniformizar es necesario para la integración de la voluntad individual en el «cuerpo», para que el soldado se reconozca a sí mismo en la totalidad. De otra forma es «soldadesca», o el ejército de Pancho Villa. Por eso un ejército tiene que ser algo «aseado», y toda «revista» se fija no sólo en la funcionalidad de las armas, sino en la prestancia de la represen-tación común: en el lustre de las botas y en el brillo de los botones. Todos los soldados sabían coser. Y el honor era algo que tenían puesto, en efecto, en el «uniforme». Deshonrarlo se hace el peor pecado castrense.

103 Aunque se revive en los tiempos modernos, el carácter «regimental» del ejército o «espíritu de cuerpo» es una tradición ligada a la profesionalidad militar, y fue típica de legionario romano tras la reforma de Mario. Tertuliano, por ejemplo, se queja del carác-ter quasi religioso que tienen las águilas, los estandartes o símbolos de identidad de las legiones, en un sentido casi idolátrico, y en cualquier caso sagrado. Los legionarios, dice en Ad nationes, 12, «adoran los estandartes, juran por los estandartes, y los prefieren al mismo Júpiter». Citado en Christian and the military, p. 50. 104 Cf. D. French, Military identities: the regimental system, the British Army, and the British people, 1870-2000, Oxford University Press, Oxford 2005.

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Sin embargo, pese a la peor interpretación antropológica que se pu-diese hacer del «orden cerrado» en estas derivas del mecanicismo ilus-trado, el automatismo no constituye la esencia de la disciplina. Si así fuese, el soldado, entregando su libertad a la «unidad», sería indiscernible de un esclavo. Y eso es lo que nunca fue en la antigüedad clásica, ni, por supuesto, en la caballeresca oficialidad del siglo XVIII. (Otra cosa son los soldados «de fila» del Antiguo Régimen, que ciertamente procedían de estamentos «ser-viles».) De hecho ―como cuenta con insistencia la Anábasis de Jeno-fonte―, si hay algo de lo que el hoplita griego tiene conciencia ante la in-gente superioridad numérica de los persas, es de su superioridad moral, ba-sada en el hecho de que ellos, los griegos, son libres, y los persas el ejército de la tiranía, un ejército de esclavos. Y cantando ―dice Jenofonte― iban a la batalla105. Del mismo modo, los ejércitos de la República de 1792 a 1801, mal /106 armados, peor vestidos y alimentados al principio, pero bien encua-drados y disciplinados, también cantando La Marsellesa y en nombre de la libertad, destrozaron en Valmy, Arcole y Marengo a los bonitos regimientos del Antiguo Régimen. La libertad es lo insustituible de toda fuerza militar. Y cuando tras romper la paz de Tilsit, a partir de 1808 ese ejército dejó de ser otra cosa que instrumento de una política de expansión y se convirtió en pura máquina de guerra, podía quedar aún la competencia técnica, curtidos y eficientes veteranos, pero comenzaron las derrotas: la libertad de Europa se había pasado al bando de los aliados.

Y es que la disciplina, condición de esa eficiencia militar, tiene poco que ver con la mera funcionalidad que reduce al soldado a pieza irreflexiva de un conjunto. La disciplina no es simple renuncia a la deliberación y a la prudencia, sino aceptar como propia la prudencia de otro; que en eso con-siste la obediencia. Obediencia que carece de sentido moral ―y a la larga de eficacia militar― si no tiene como contrapunto en el mando la virtud del «liderazgo» o la auctoritas, en el sentido clásico de esa virtud. El liderazgo no es otra cosa que la capacidad de quien manda para movilizar en sus subordinados la confianza106. Virtud que nunca es /107 ciega; es la forma de

105 Anábasis, IV, 3, 1q7 ss. 106 Nelson fue uno de los jefes que consiguió superar una época en la que las tripulacio-nes de la Royal Navy estaban endémicamente siempre al borde del motín. Situación, escribe Nelson, causada «por el plan infernal de pasar tripulaciones de un barco a otro, de modo que los hombres no se hacen afectos a sus oficiales ni éstos se preocupan lo más mínimo por sus hombres». Tras recibir en su flotilla al Theseus, a la sazón uno de los navíos con tripulación de peor fama de la Royal Navy, al cabo de unos meses alguien

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prudencia y deliberación de quien no tiene la responsabilidad de la batalla, y suple su necesaria reflexión como hombre libre asumiendo disciplinada-mente las decisiones de ese mando. Si esa confianza (que lleva en último término a la exigencia de una «causa justa» que el soldado pueda asumir como propia) se defrauda, no hay disciplina en el sentido descrito de una virtud; quedará la inercia, siempre corta, de la obediencia; pero ese ejército está roto y vencido. Y por eso un ejército nunca funciona por simples crite-rios de eficiencia técnica.

Por eso también no hay nunca «obediencia debida» en crímenes de índole militar, muy especialmente contra la lealtad civil (constitucional, la llamamos ahora) o contra las leyes de la guerra107. El soldado nunca obedece como un esclavo, y no se le puede ordenar nada que vaya contra la lealtad a la comunidad a la que sirve ni contra su honor de ser humano.

Es cierto que la mencionada mística regimental y la práctica profesio-nalización de los ejércitos desde el siglo XVI al XVIII, sirvió como razón sufi-ciente para esa confianza, con independencia de los fines últimos de la gue-rra, que resultaban indiferentes para hombres que exigían más bien ser mantenidos y tratados con dignidad, contexto en el que lo que todo soldado busca es no defraudar a compañeros y mandos. Pero poco a poco, se fue universalizando el ámbito «militar», en el sentido republicano del término, quizás sobre el telón de fondo de la Revolución francesa y de la emergencia de la idea mesiánica de nación. Y en ese horizonte la confianza que sirve de base a la disciplina se convirtió en demanda de una «causa justa», sin la cual la muerte que se asume como posible resulta servil y un sinsentido./108

Que la disciplina no es obediencia servil se hace evidente también, pre-cisamente, en un vicio muy militar que podríamos llamar «ordenancismo», que no es otra cosa que la irresponsable adhesión a la ordenanza o a las órdenes recibidas, allí donde se hace evidente en virtud de nuevos datos

dejó un anónimo en la toldilla: «¡Que el almirante Nelson tenga éxito, que Dios bendiga al capitán Millar! A ellos agradecemos los oficiales que han puesto sobre nosotros. Esta-mos contentos y confortables. Y derramaremos hasta la última gota de nuestra sangre para apoyarlos; y el nombre del Theseus alcanzará la misma gloria inmortal que el de su capitán». La retórica responde a la neoclásica exaltación de la época. Y por lo mismo su autor no es un esclavo, sino alguien dispuesto, llegado el caso, a echar por la borda a Almirante y Capitán, hasta el último guardiamarina, por lo mismo que, dependiendo de su libertad, está dispuesto a obedecerles en combate. Textos citados en E. S. Turner, Gallant gentlemen, p. 98. 107 Cf. L. Zúñiga Rodríguez, «La obediencia debida: consideraciones dogmáticas y polí-tico-criminales», en: Nuevo Foro Penal, 53 (1991), pp. 331 ss.

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que el fin último del mando quedaría precisamente impedido por el cum-plimiento de la orden. Toda obediencia militar es responsable, lo que quiere decir, cualquier soldado tiene que ser capaz en un momento dado de po-nerse en el lugar del mando y decidir en consecuencia. ¿Significa eso que cualquiera puede cambiar las órdenes según le convenga? Evidentemente no, sobre todo allí donde son la cobardía o la comodidad las que pueden aconsejar ese cambio de órdenes. Pero hay situaciones, ciertamente extra-ordinarias, en las que alguien tiene que actuar en virtud de unas circunstan-cias modificadas, sin posibilidad de consultar ese cambio. Y entonces... ¡a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga! Uno de los peligros que un militar tiene que estar dispuesto a arrostrar, además del fuego enemigo, es un consejo de guerra cuando se equivoca en el ejercicio de una responsabi-lidad no respaldada por órdenes u ordenanzas108.

Este ten con ten entre disciplina y liderazgo, siempre difícil, se trasluce en que un ejército de soldados libres, responsables y con alta moral pre-fiere, más que órdenes, recibir «misiones». La diferencia está en que una misión delimita un objetivo parcial del combate cuya consecución queda a la responsabilidad del mando de la unidad a la que se encomienda. Aquí la confianza funciona al revés, en sentido descendente. Porque también el mando debe confiar en sus subordinados. Ésta es la única forma de que haya /109 responsabilidad en los niveles inferiores de ejecución, que tendrán una información de primera mano de la que el mando simplemente no dis-pone con tiempo suficiente para ajustar las órdenes a ese nivel. Así es cues-tión de un sano pique castrense el prurito de los mandos inferiores de que a su unidad no «se la mande» el mando superior. En este sentido la disci-plina es una virtud militar siempre difícil. Y por lo mismo es la indisciplina también un vicio típico, no precisamente de frailes trapenses, sino de sol-dados, y no de los peores.

La época de oro de esta responsabilidad por así decir «subalterna» fue-ron las primeras campañas de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Blitzkrieg rompió la idea de orden cerrado. No ya, por supuesto, en el sen-tido estricto (toda la infantería era ya de «cazadores» desde que se puso en uso la ametralladora), sino en el más amplio que obligaba a las unidades a

108 Aunque nunca se sabe, porque cumplir las órdenes y perder una batalla decisiva (y Menorca con ello) le costó al almirante Bying ser acusado ante un consejo de guerra de no hacer «the utmost» por la victoria, condenado a muerte, y ejecutado. Todo por miedo de otro caso en que un oficial de la Royal Navy había sido condenado por lo contrario. ¡Cosas de la guerra, y de aquellos tiempos!

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actuar en un entorno muy débil aún de transmisiones y en el que la primacía del movimiento sobre el fuego frecuentemente convertía en verdaderos «corsarios» y «fantasmas» a las unidades de vanguardia. Dotada de un ex-traordinario cuerpo de oficiales intermedios y subalternos, la Wehrmacht supo sacar de este carácter diferencial suyo una espectacular ventaja en los primeros años de la guerra, en lo que constituye en este sentido una de las más brillantes páginas de la historia militar109. (¡Lástima que tan buen caba-llero hubiese tan mal señor, aunque de eso es responsable también en me-dida importante, junto al militarismo de la época, el ordenancismo típico del alto mando prusiano!110.)/110

3. Honor, respeto, deferencia

En su servilismo ante el Führer, que no en su derrota, el ejército ale-mán perdió algo que muy difícilmente recuperan las fuerzas armadas: el honor. ¡Especialmente lamentable después de tantos muertos! Y es que el honor es una cosa muy curiosa. También absolutamente mal comprendida por la intelectualidad contemporánea, inconsciente de las raíces liberales y progresistas de esta virtud.

El honor es la conciencia de sí que tiene la libertad ante otras liberta-des, como algo absoluto. Es la virtud propia del «señor»; de aquel que vimos que prefería la muerte a entregar la libertad, y que ganaba así una vida ab-soluta en el reconocimiento que de ella hacían los demás. Por eso, honor es el contrapunto reflexivo del «deber»: tiene honor el que cumple con su de-ber. Y para ver qué es el deber, hemos de irnos al gran teórico de este prin-cipio moral de la voluntad que fue Immanuel Kant. Y hemos de situarlo en la época en la que él está pensando (en 1788 se publica su Crítica de la razón práctica que contiene toda esa teoría del deber) sólo un año antes de que cayese la Bastilla y empezase la Revolución francesa. Y es que la teoría de Kant es esencialmente revolucionaria. El principio del bien para cada hom-bre no es algo que al hombre le venga de fuera, en virtud de lo cual fuese

109 La historiografía más reciente confirma la general apreciación sobre el valor comba-tivo del ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial. Cf., p. ej. M. van Creveld, Fighting power: German and U.S. Army performance, 1939-1945, Arms and Armour Press, London 1983. Siendo un profesor de la Hebrew University, van Creveld no puede ser acusado de simpatías militaristas pro nazis. En la misma línea es de reseñar: Ph. Masson, Histoire de l'armée allemande 1939-1945, Perrin, París 1999. 110 Cf. M. Messerschmidt, Die Wehrmacht im NS-Staat. Zeit der Indoktrination, Hamburg 1969.

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súbdito de otra voluntad, sino que es la ley que se da a sí mismo como su-jeto responsable capaz de una acción racional, de la que él pueda dar cuenta, a sí y a otros como sujeto responsable. La autodeterminación es el principio de la buena voluntad. Dicho de otra forma: moralidad y libertad son una misma cosa.

En el bien entendido de que se trata en esa libertad de una determi-nación racional. La buena voluntad, o voluntad libre, o la voluntad que es ley para sí misma, es algo que otros sujetos pueden reconocer como tal; y sobre todo es algo substancialmente distinto /111 de la arbitrariedad o el ca-pricho, en el que la voluntad estaría empíricamente determinada por cir-cunstancias externas a sí misma y no sería libre. Por eso es una máxima que otros sujetos libres pueden también reconocer como propia; que puede ―dice Kant― ser elevada a norma universal de conducta. Y por eso es algo que impera a la voluntad, que ordena categóricamente, y no hipotética-mente en función de otra cosa distinta. El bien es lo que resulta del puro ejercicio del querer, que así se muestra como «buena voluntad», precisa-mente en la medida en que no está condicionada por algún otro objetivo. Cuando no obramos por dinero, o por buscar el asentimiento de los demás, o porque tenemos hambre, o miedo, o instintos sexuales, o ambición de honores o poder sobre otros, entonces es cuando somos libres y buenos, cuando impera en nosotros el deber; y entonces también, curiosamente, cuando los demás pueden reconocer nuestra desinteresada acción como buena y honorable. Porque el honor no es otra cosa que el reconocimiento que hacen unas de otras las buenas voluntades en lo que Kant llama el «reino de los fines», un ámbito en el que nos reconocemos respectiva-mente como sujetos absolutos de acciones libres, como fines en sí mismos, y no como medios para la consecución de otra cosa o satisfacción.

Es claro que el deber es reconocible allí donde vemos acciones desin-teresadas. Muy especialmente, pues, allí donde la acción supera el límite último de todo posible interés que es la muerte. Arriesgar la vida por algo implica un acto en el que se pone así muy especialmente de manifiesto su carácter moral. Y así toda buena voluntad debe especialmente honor a es-tos actos heroicos en los que se manifiesta de modo sublime ―en termino-logía de Schiller, seguidor kantiano― la libertad111./112

Hasta aquí, en un breve bosquejo, la moral kantiana. Moral que a tra-vés del pensamiento y la literatura románticos impregna toda la conciencia que tiene de sí el hombre en el siglo XIX, como «hombre de principios» y

111 Cf. Über das Erhabene.

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como voluntad capaz de las grandes hazañas del deber. No es que el honor sea un invento kantiano o especialmente propio del romanticismo y el siglo XIX. El sentido del honor es una virtud clásica, que recoge muy bien la Edad Media y el espíritu de la caballería ya descrito, como conciencia propia de los hombres libres. Más bien Kant recoge esta tradición medieval y caballe-resca, y la explicita como teoría del deber. Pero en cualquier caso, el espíritu militar, que a lo largo de la modernidad mantiene viva esta tradición caba-lleresca, se va a sentir muy bien interpretado por la moral kantiana. Soldado es el que cumple su deber: ésa es su ley y el fundamento de su honorabili-dad112.

No hacía, pues, falta este rodeo por la filosofía kantiana. Y si lo hemos dado es porque me interesa poner de relieve cómo el sentido del deber y del honor que ha pertenecido a la tradición militar tiene como fundamento una filosofía de la libertad. Una vez más, no es un concepto «tradiciona-lista», del «antiguo régimen», sino, justo al contrario, «progresista» y revo-lucionario. El honor militar no es otra cosa que el mutuo reconocimiento de aquellos que están dispuestos a morir por la libertad. Y no por una libertad arbitraria o individualista, por la libertad del «pirata» o del maverick, sino por la libertad de todos; porque se trata de una libertad racional, que cobra sentido en el ámbito compartido de ese mutuo respeto, que Kant llama «reino de los fines» y que vimos cómo, según Aristóteles, está regido por la virtud de la justicia.

De ahí que el militar requiera «popularidad», o si se quiere decir peyo-rativamente, guste de «lucirse». Es la forma de recuperar en el /113 recono-cimiento lo que la sociedad le debe. Y es algo muy triste que aquellos que están dispuestos a jugarse la vida por el bienestar común tengan problemas cuando se trata de hacer esa representación pública, en un desfile o parada por ejemplo113. Y no sólo: que los uniformes hayan desaparecido, no ya de

112 Cf. A. Nicolson, Size the fire: heroism, duty and the battle of Trafalgar, Harper Collins, New York 2005. 113 En contra de otras opiniones, pienso que paradas y desfiles no constituyen primaria-mente una manifestación de fuerza militar, sino que responden, o bien a la recuperación neoclásica de la institución romana del «triunfo» (también se recupera urbanística-mente, en el París napoleónico por ejemplo, los «Campos de Marte»), o bien tienen por objeto la representación y socialización de la institución militar en el sentido de un vis-toso espectáculo, es decir, no tienen mayor sentido agresivo que asistir de uniforme a los bailes, o, todavía hoy se hace, casarse de uniforme. Probablemente el arquetipo de parada siga siendo el cambio de la guardia en Buckinham Palace, y se trata de una ma-nifestación más cultural que agresiva; y lo mismo con la guardia suiza del Papa.

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bailes y recepciones, sino de las calles y plazas públicas; peor: que los sol-dados tengan un mínimo de reconocimiento sólo cuando actúan como bomberos o agentes de protección civil en actuaciones «humanitarias» que en absoluto corresponden a la esencia de su compromiso; todo esto es algo que deshonra a las fuerzas armadas, a la vez que pone de manifiesto la pre-cariedad moral de la sociedad a la que esas fuerzas sirven. El desprecio a los soldados es reflejo del poco aprecio a las libertades; o lo que casi es peor, que éstas se dan por supuestas justo allí donde aún hay alguien dispuesto a morir por ellas.

El honor que se hace liberal con el nuevo régimen revolucionario, ya no es reverso del vasallaje; como tampoco lo era aquel que unos a otros se debían los caballeros de la Tabla. No es algo que sólo puedan reclamar los «superiores» haciéndolo pariente de la arrogancia. De hecho, esta arrogan-cia que consiste en el desprecio del subordinado ―que no «inferior» en una sociedad de soldados libres― es uno de los peores vicios militares, que tiene lugar allí donde el honor descansa sobre falsos presupuestos. Suele ser típico de oficiales incompetentes, que rellenan su escasa /114 autoes-tima, no pocas veces el escaso respeto que le tienen mujer e hijos en su casa, humillando soldados y, eso sí, confraternizando con ellos para contar pasados de copas hazañas de burdeles. Por el contrario, el caballero hono-rable respeta al subordinado. Primero en su dignidad. Ningún ejército de una sociedad libre está bien servido con soldados hundidos en su orgullo por mandos que así se encaraman en una falsa autoconciencia114.

En este sentido, una de las piezas esenciales en un ejército moderno es ahora el cuerpo de suboficiales. En muchos aspectos una fuerza vale lo que valen sus sargentos. Suboficiales conscientes de su valía técnica y cul-tural ―reflejada también en una paga honorable―, son capaces de hacerse responsables de ese escalón elemental del combate que es el soldado. Y al contrario: cuanto peor pagados, formados y letrados; cuantas menos pers-

114 En su Journal of the Waterloo Campaign, cuenta Mercer cómo durante el tiempo de común ocupación de París por los aliados, tuvo que contemplar una vez la pública repri-menda con fusta levantada de un oficial superior ruso a un viejo subalterno. «La escena fue la más degradante de la que yo he sido testigo: un oficial de gala, su pecho cubierto de condecoraciones, inclinándose sobre el cuello de su caballo y poniendo su espalda a la fusta, mientras su rostro parecía abyectamente pedir clemencia. No sé lo que los es-pectadores franceses pensaron de ello. A mí me dio vergüenza... y me congratulé a mí mismo de ser inglés» (citado por E. S. Turner, Gallant gentlemen. A portrait of the British officer 1600-1956, p. 157).

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pectivas de progreso tenga su vida, más amargados estarán y más necesi-tados de compensar su minusvalía humillando a los que aún «tienen por debajo». La autoridad que no se respeta a sí misma no puede respetar a los demás.

De este modo, es muy importante que el ejército sea un ambiente «educado». No siempre lo es; y entonces, tantas veces guiado por oficiales irresponsables y suboficiales degenerados, el ejército se descuelga en «sol-dadesca». Es fundamental que el mando tenga conciencia de que es éste un peligro próximo, una tentación casi inmediata de la vida militar. La sol-dadesca resulta de /115 militares que han perdido su autoconciencia y sen-tido del honor, el respeto que se deben a sí mismos; allí donde la derrota, la paga defraudada o la insensibilidad del mando los humilla. Y es curioso cómo un ejército así «señalizado», se convierte en un atajo de bárbaros y lo primero que pierde es la disciplina.

Ese respeto en un ejército liberal se extiende de modo muy especial a la vida del soldado. Donde no merece respeto, el soldado se convierte en «carne de cañón», material estadístico de deshecho de cuyos restos hay que deshacerse sin honor en cualquier fosa común al borde del camino. Véase por el contrario el exquisito respeto con que el ejército norteameri-cano trata a sus muertos: desde el último rincón del mundo los traen a su pueblo entre bandas y homenajes; y por supuesto en la primera plana de los telediarios. Y entonces, ciertamente, con tanta parafernalia, esos muer-tos son pocos. Porque a la hora de plantearse cualquier aventura bélica la primera cuestión es cuántos va a costar y si ―no ellos, sino la sociedad― están dispuestos a asumir ese tributo. En el Pacífico, en la Segunda Guerra Mundial, los audaces pilotos japoneses eran de escaso valor para el mando; que hacía poco por recuperarlos, y poco invertía en aparatos que además de buenas armas fueran seguros para quien los manejaba en combate. Y caro pagaron ese desprecio: al año de guerra se habían quedado ya sin su mejor capital, y sus aviones volaban a manos de muchachos tan entusiastas como incompetentes, que para poco servían al final que no fuese estrellarse contra el barco más próximo. Eso mientras la marina americana conside-raba el rescate de pilotos derribados ―que sobrevivían porque sus cabinas iban blindadas― como la operación militar prioritaria115. Que la mejor fuerza es la moral que maneja las armas, y no la de las armas manejadas, es

115 Cf. D. H. Sweet et al., The forgotten heroes: the story of rescue squadron VH-3 in World War II, DoGo Publishing, Ridgewood, NJ 2000.

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algo que sólo /116 entiende el ejército de una sociedad libre. Pero por eso ganan las guerras, y el mundo es hoy más civilizado.

De este modo, una de las virtudes militares más humanas y atractivas es el compañerismo. En gentes que, por principio, están dispuestas a dar la vida, no por la afirmación propia, sino por la libertad de los demás y por la justicia, parece elemental que, por lo mismo que vale el «uno para todos», simétricamente valga también el «todos para uno». Uno de los tópicos ―ya lo hemos visto al considerar el «orden cerrado»― de la «leyenda negra» militar, es que para el mando el individuo no vale nada; que el soldado es fundamentalmente «carne de cañón». Senderos de gloria es la película an-tibelicista que especialmente ha contribuido a esa leyenda negra. Y si hay una difamación injusta es precisamente ésta. En un ejército en el que eso fuese así, el militar habría sido reducido a la condición de cosa, de simple medio para un fin, a esclavo. Y ese ejército sería simple reflejo de una tira-nía, y nunca milicia de hombres libres. Con todo lo que ello conlleva de re-nuncia al libre compromiso del soldado, sobre el que se asienta el carácter «moral» de toda fuerza. Ese carácter es, como hemos visto, condición ele-mental de la disciplina. De hecho, el «sálvese quien pueda» es el signo ya evidente de la descomposición moral, de la desarticulación de una «uni-dad». No el principio sino el final del fin: el colapso del ejército. Un ejército de soldados para los que la vida del compañero no es un valor sagrado que vale la de todo un batallón, se ha convertido en una banda sin civilidad, y de ella la población ―da igual que sea propia o ajena― ya sólo puede es-perar, en los ratos en que no se dedica a huir (que es lo suyo porque se ha hecho cobarde), la violación y el pillaje.

Una vez más Millán Astray resulta ser un genio de la moral militar. El «¡A mí la Legión!» del credo legionario, la confianza del soldado de que en un momento de peligro se convierte en el valor absoluto que un ejército tiene que salvar, es, no sólo elemental /117 condición de justicia conmutativa ―hoy por ti, mañana por mí―, sino de que el soldado mantenga la auto-conciencia cuyo libre compromiso lo convierte, repito, en fuerza moral. (Aun a riesgo, ciertamente incivil, de que ese grito mal administrado los haga también el terror de tabernas y barrios chinos.) Este compañerismo es por eso proverbial en las así llamadas «unidades de élite» o de «choque». Lo tienen también como sagrado los «marines» americanos, especialmente en las retiradas, porque no dejar atrás al compañero herido, que debe ser recuperado por supuesto antes que el «material», es lo que distingue las

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retiradas de las proverbiales desbandadas. De hecho, en la campaña de Af-ganistán, la operación más costosa en vidas no fue ocupar una posición, o aniquilar un enemigo, o apresar a Ben Laden que era de lo que se trataba, sino rescatar la tripulación de un helicóptero que había caído en medio del fuego enemigo.

Desde este punto de vista, ¡es triste que «la Patria a quien su vida le entregó, no le devuelva agradecida el beso que recibió»!

Por eso, el peor vicio militar (y político), como vicio específico del mando, es la «desconsideración». En el extremo, por supuesto, allí donde el mando no entiende que el mejor capital para la victoria es la vida física de la tropa y sobre todo su confianza moral de saberse «queridos». Hablá-bamos antes de la paciencia, y es virtud del mando entender que la victoria tiene sus tiempos, precisamente si se trata de no destrozar la fuerza que ha de conseguirla. (Desde Pirro ―el de las victorias pírricas que destrozan al ejército― los buenos militares saben esto muy bien.) La economía de me-dios es elemento esencial de la prudencia; pero sobre todo la economía de fines, porque cada soldado debe ser uno. Pero no es la consideración virtud exclusiva del combate, sino por lo mismo del cada día cuartelero. Apreciar un esfuerzo, no obligar a penalidades inútiles, saber quién es cada soldado y algo de sus problemas personales, es más que buena educación del mando, /118 es su forma de ejercer el compañerismo. Y esto muchas veces no funciona. Pero por lo mismo esa unidad carecerá de espíritu116.

Ese respeto y honor al individuo es algo que ―esto sí suele funcionar― también merece el mando. Y aquí tenemos otra virtud castrense que ac-tualmente no queremos entender: la deferencia. En la sociedad civil se ha puesto de moda quitarle el «Sr.» a los tratamientos, y las autoridades han pasado a ser «presidente», «alcalde», «rector», como si fuesen «colegas» en el sentido «vallecano» de la expresión. Pensamos así que somos una so-ciedad más igualitaria y democrática, como si honrar a la autoridad fuese algo que deshonrase a los que están bajo ella. Pero sometidos estamos en cualquier caso, porque presidentes, alcaldes y rectores tienen efectiva-mente poder. Como dice el centurión de la Escritura: «Tengo soldados a mis

116 Esto tiene que ver, otra vez, con el «reino de los fines», en el que nadie de los que en él son reconocidos como absolutos es «expendable». Llamar en la retórica de arengas «hijos» a los soldados, es un viejo recurso del paternalismo militar, que no es otra cosa que un intento, siempre en parte fallido, por parte del mando de distinguir al soldado de la carne de cañón, del simple medio, y reconocerlo por tanto como valioso en sí mismo.

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órdenes, y le digo a éste ve, y va»117. Eso es poder. Pero no nos damos cuenta de que ante el poder hay sólo dos actitudes, y son incompatibles: o se le teme, o se le honra. Los siervos temen; los libres, que aceptan, sólo porque quieren, el poder de otros, lo honran diciendo «a la orden», a saber, a la orden de un mando que es tal por ser «mío», esto es, en cuanto que lo reconozco como tal.

Por una elemental razón: si la determinación de mi acción viene de una instancia extraña ―y así tiene que ser en la milicia por las razones ya des-critas―, la honra que le doy, la recupero al obedecer; y al revés, la honra que le quito, la pierdo cuando al final obedezco, y además de mala gana. Nadie se siente a gusto dejando que le mande un «coleguilla». Y entonces la deferencia es algo que, más /119 que al mando, nos debemos a nosotros mismos, pues es aquello que dignifica como libres la obediencia y la disci-plina.

Aquí hay un punto muy delicado. Una de las cosas que a mí me costó entender de la vida militar es la tendencia del mando a «guardar distan-cias». Ciertamente no es algo del gusto actual. Una y otra vez, en períodos revolucionarios, los ejércitos hacen propósito de igualitarismo, de anular esas distancias y hacer del oficial «hermano mayor» de la tropa; supo-niendo quizás que la «distinción» era un carácter del antiguo régimen, como tal entre señores y siervos. Pero, aunque se hayan dejado atrás exa-geraciones aristocráticas, esto no funciona. Por supuesto no funciona en las familias: al hermano mayor no se le hace ni caso (doy fe). Ni funcionó en la Grand Armée napoleónica, ni en el Ejército Rojo, aunque los oficiales se vis-tiesen como mujiks; en los que la disciplina se mantuvo por supuesto recu-rriendo a la «distancia». Porque ya lo hemos visto, nadie está a gusto obe-deciendo a un «igual», sobre todo si lo que le va mandar le puede costar la vida. En el ejército es connatural la «alteridad» del mando, por las razones que hemos expuesto al hablar de la disciplina; y entonces también recono-cer al mando como «superior». Y empeñarse en la confraternización, sobre todo en cantinas, con los dados, y en otros lugares donde una persona no muestra lo mejor de sí mismo, es un error. El mando necesita una cierta aura, y desmitificarlo no ayuda a nadie.

Lo que no quiere decir que el mando no tenga que ser «popular»; lo han sido todos los grandes jefes militares (César, Napoleón, Montgomery, a Federico el Grande los granaderos le llamaban Fritz; sólo Wellington pa-

117 Mt 8,5-10.

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rece que era antipático). Esta síntesis de popularidad y distancia es el resul-tado de un arte de la representación, de una especial educación, que sin embargo no la dan las «formas» ni se aprende en las academias, porque viene de una intuición que no tiene truco y que en último término se tiene

/120 que apoyar en una, en cierta medida mágica, comunicación entre el mando y la tropa. Una comunicación que no funciona allí donde el respeto no es mutuo.

4. Soldados o ingenieros

Uno se puede preguntar: pero todas estas actitudes, que si no vamos a despreciar como retrógradas bien podemos con mejor intención conside-rar propias de una tradición «romántica», ¿tienen sentido en un horizonte bélico de alta tecnología, de aparatos no tripulados, de misiles y satélites; de un combate que ya no se dirige a caballo sino desde la pantalla de un ordenador?; ¿le valen de algo estas viejas virtudes militares al comandante de un portaaviones que más se parece a un gestor de recursos empresaria-les que a un lobo de mar?; ¿no es el militar, soldado de la libertad como lo hemos descrito, el resto mitificado, pero también momificado y en cual-quier caso extemporáneo, de un mundo homérico, tan lejano a nuestro ho-rizonte vital como los pastores de la Arcadia?

Es cierta una cosa: en la misma medida en que la civilización avanza, la guerra se va quedando fuera del horizonte vital de los hombres. La tragedia del 11 de Septiembre, en la que en menos de una hora la población civil norteamericana sufrió más bajas de guerra que desde la Guerra Civil, pa-rece !a excepción que confirma una regla, y que sólo viene a recordar cuan inmediata, pese a todo progreso, sigue siendo para nosotros la barbarie. No sabemos si las armas de destrucción masiva, a las que como subproductos de ese progreso poco a poco van accediendo también los bárbaros, harán de nuevo sentir a nuestras poblaciones el hálito del terror, como lo sentían los romanos al oír hablar de los celtas. Pero a pesar de todo es cierto que guerra y humanidad parecen magnitudes que se excluyen, no precisamente conceptualmente sino de hecho. En el /121 sentido, por ejemplo, de que en la primera guerra del Golfo hubo por parte de los aliados pocas bajas por el fuego enemigo. Del mismo modo, pues, como la tecnología del siglo XIX y principios del XX convirtió los campos de batalla en carnicerías, parece ahora que la hiper-tecnología actual los está, por así decir, haciendo ino-cuos, al menos para la parte vencedora, que siempre será, parece, aquella que tiene esa ultra-tecnología a su favor. Si ya no hay que morir, ¿para qué

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hacen falta los soldados? Basta con operadores de armas, cómodamente sentados ante sus consolas. Y que sufra sólo aquel que se atreva a desafiar el poder ingenieril del Imperio.

Sin embargo, frente a la apariencia, esto no es así. Pese a toda supe-rioridad tecnológica, la guerra de Vietnam la perdieron los EE.UU. por el simple colapso de la moral castrense, frente a un enemigo mal armado pero con las mejores virtudes militares. Somalia fue una intervención que fracasó también, esta vez porque el enemigo ―no era cuestión de moral― senci-llamente era demasiado bruto y tan incontrolable que ni siquiera se sabía quién era. Y tampoco podemos considerar la intervención en Afganistán como un éxito, en parte importante porque el mando se empeñó en que el trabajo soldadesco de pisar el terreno se encomendase a bandas locales a sueldo ―que mejor armadas e igual de bárbaras han seguido siendo des-pués―, porque una vida norteamericana o británica era demasiado valiosa para ponerla en peligro en semejante aventura. Creo que la primera guerra del Golfo fue una excepción, que en gran medida se explica porque el de-sierto ―como el mar, o el medio aéreo― supone un ambiente bélico muy «limpio», en el que la alta tecnología da unas ventajas de inteligencia y mo-vimiento que fácilmente abruman toda resistencia. Pero los aliados de la segunda guerra del Golfo saben muy bien lo intratable que resulta el medio urbano de Irak, por ejemplo. O el de Gaza y Cisjordania para el ejército is-raelí. Y ahí vencer /122 sigue siendo ―en la medida en que es posible― pisar arrostrando el fuego el terreno del enemigo. Pero entonces las virtudes ne-cesarias son las mismas que en Salamina. También es importante otra dife-rencia: la alta tecnología es muy útil para enfrentarse con pocas bajas a ejércitos elefantiásicos que son instrumento, tan grandilocuente como hueco, de un tirano, con pies de barro en lo que respecta a su apoyo popu-lar. Sadam Hussein o Gadafi serían esos enemigos ideales para una milicia high-tech. Pero está por ver que esta ventaja tecnológica sirva de mucho ante guerrillas bien motivadas y con el apoyo de una población fanatizada. Ante un fantoche de opereta dispuesto a «la madre de todas las batallas» con armamento de penúltima generación que apenas sabe mantener, la guerra se hace ciertamente un juego tecnológico. Pero últimamente esta-mos viendo que no es éste precisamente el resto de barbarie que todavía nos amenaza. Por desgracia, la guerra sigue siendo algo que cualquier faná-tico dispuesto a morir puede hacer con eficacia con muy escasos medios. Como decía Hobbes: matar es muy fácil si se consiente en morir; y alguien tiene que estar también dispuesto a morir si de eso queremos defendernos.

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Por eso las virtudes castrenses no han perdido un ápice de actualidad. Toda la parafernalia ultra-tecnológica sería hueca representación sí no es instrumento de una voluntad moral que sigue regida por los telúricos prin-cipios de toda naturaleza, ontológicos decimos los filósofos. Esto no va de ondas herzianas, designadores láser, vectores de oxígeno líquido y sonars de quinta generación; sino de la vida y la muerte, de la libertad y el honor, del sufrimiento y el hastío, de la valentía y la justicia, de la esperanza. Y todo soldado, además de los manuales técnicos que les preparan los ingenieros, harían bien en seguir leyendo la Anábasis de Jenofonte, el Cantar de Mio Cid, y los Discursos fúnebres de Pericles a los caídos atenienses y de Lincoln en Gettysburg. Ninguna /123 guerra se gana sin mantener viva la tradición de la libertad amenazada; y ésta es la esencia del espíritu castrense118.

Este compromiso moral que constituye la esencia de la milicia es algo que no se improvisa, sino lo acendrado con el paso del tiempo en forma de tradiciones que constituyen el «espíritu militar». Ciertamente las tradicio-nes evolucionan. No se suele saber, pero de una de las cosas a las que más sensibles ha sido la vida militar ha sido a la moda, por supuesto a la dictada por los sastres, de los que cuidadosamente fueron siempre seguidores los reglamentos de uniformidad. Ya lo hemos dicho, tras la parada, oficiales y tropa se iban al baile, en barrios o embajadas. Por eso, con sus variantes nacionales, los uniformes ―no iban a ir los oficiales franceses más guapos que los británicos―, músicas, marchas, pautas de orden cerrado y costum-bres cuarteleras, resultan bastante reconocibles de un ejército europeo a otro. Hubo un tiempo, antes de la llegada del nacionalismo, que un militar podía servir sin desdoro en el ejército de otro país. Y el de los Borbones españoles estaba lleno de oficiales valones o irlandeses (de ahí vienen los O'Donnells, Reddings y tantos otros apellidos británicos de tradición mili-tar)119.

La milicia tiene esencialmente que ver con su representación pública. Esto es otra cosa que no se entiende, y por cierto una riqueza que el ejército

118 Por lo demás, la alianza entre espíritu militar y ciencia de vanguardia no es ninguna novedad, y forma parte de la tradición cultural de Occidente desde tiempos de la Ilus-tración. La famosa École Polytechnique francesa, que oficialmente se define como Établissement public d'enseignement supérieur et de recherche, fundada por Napoleón en 1805, dejó de ser una institución militar en 1970, aunque sus graduados siguen siendo oficiales del ejército y su director un general. 119 Cf. por ejemplo, Th. Mullen, «The Hibernia Regiment of the Spanish Army», en: The Irish Sword: The Journal of the Military History Society of Ireland, vol. 8 (1967-1968), pp. 218-225.

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español no ha perdido y es muy importante que conserve. Una parada es importante, muy importante; como lo /124 es un homenaje a la bandera o a los caídos. La mística de la mortalidad va ligada a los ritos que inmortalizan la memoria y los gestos. Y por eso un ejército no puede perder su ceremo-nial, y si lo hace pierde algo muy esencial de su espíritu. En este sentido me permito un consejo a la Junta de Jefes de Estado Mayor. Cuando, por el camino que vamos, los presupuestos lleven a las Fuerzas Armadas españo-las al límite de su extinción y ya no haya para escoltas, ni para aviones de combate, ni carros, ni misiles, hay cosas que deben intentar conservar como los últimos restos desde los que un día se puedan reconstruir con dignidad unas fuerzas armadas. Academias militares (aunque luego los oficiales sir-van en el cuerpo de bomberos o en protección civil), una Escuela Superior de Guerra (la intelectualidad y la «doctrina» adaptada a las peculiaridades de una nación, son importantes), un instituto de historia militar (por razo-nes que a estas alturas deberían ser obvias), un buque escuela de vela (más obvio todavía), y sobre todo, como lo último a disolver, un batallón de ho-nores (con una compañía por ejército) y una banda de música. Los de la banda son los sueldos mejor pagados de un ejército. ¿De un ejército mo-derno? Precisamente por serlo. De otra forma la milicia se convierte en un conjunto de ingenieros y operadores de sistemas, que van bien para cons-truir una presa o hacer que todos los días funcionen los teléfonos, pero no para salvar a la Patria en una situación de crisis.

Y es que la banda ―curioso, porque ellos muy marciales no suelen ser― es el último resorte de la «marcialidad». La música, dice Schopen-hauer, es la representación adecuada de la voluntad. Por eso hay música para amar, música ―Jingle Bells― para ir de compras, música para rezar, música para las excursiones del colegio, música para ir a la ducha, y música marcial120. Esta no es /125 exactamente acompañamiento para ir a la guerra ―lo de las Walkirias en Apocalipsis Now es un remedo pacifista― sino para algo previo que es disponer la voluntad a su encuadramiento combativo. La música tiene que ver con el cuerpo, lo dispone para algo; por eso se danza, por ejemplo; o se recoge el cuerpo para la oración; o se forma una cadena de hombro a hombro con los amigos igual de borrachos al son de Asturias, Patria querida. Pues bien, la música militar tiene esa misión: hacer del cuerpo lo que, firme, está dispuesto a la orden; es, junto al ritmo del tam-bor, lo que hace de una pluralidad de soldados una unidad, que, «todos por

120 Cf. H. G. Farmer, The rise and development of military music, Books for Libraries Press, Freport, NY 1970.

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igual», marcha como uno, responde como uno y se dispone a combatir como uno. Es lo que hace de una horda bárbara, un ejército civilizado, bien compuesto, armónico.

Pero la marcialidad ―que viene de Marte, Dios de la guerra― es algo más que la reducción del cuerpo a mecanismo, a máquina que funciona. Es más, si parece eso, no podemos olvidar que esa reducción es un acto de la libre voluntad y requiere en cada caso del autocontrol, que sólo entonces integra el movimiento del cuerpo en las pautas normalizadas de la orde-nanza. Proverbiales eran las luchas de los antiguos instructores con aquellos gañanes de campo que nunca habían «mantenido una postura», incapaces de marcar el paso porque entonces cada miembro se les iba por un lado y naturalmente el «chopo» por otro. Los ejércitos enseñaron a Europa a an-dar como personas libres. Por eso es más bien la marcialidad expresión del carácter y de la educación, y nunca de la acomodaticia falta de esa capaci-dad de convertir mi cuerpo en expresión de lo que yo soy y quiero ser.

Y una cosa muy interesante: durante milenios se confundió la marcia-lidad con la virilidad. No soy yo de los que piense que ésta no es también una virtud121; sólo que con la incorporación de la /126 mujer a las fuerzas armadas ―por cierto, modélica en España― nos hemos llevado la sorpresa de que las mujeres se hacen sin ningún problema con esta virtud castrense, que resulta entonces estar emparentada con la «gracia»; virtud femenina que consiste igualmente en la capacidad del espíritu de apropiarse del cuerpo y hacerlo expresión animosa, que quiere decir, del alma. La corpo-ralidad del soldado no es un objeto, sino voluntariosa expresión del sujeto y de la libertad. Por eso son importantes las bandas, y los desfiles, y las pa-radas, y los honores militares, y el orden cerrado. Es vital para el espíritu militar no confundirse en esto./127

121 En griego valentía y virilidad se dicen igual: andreia.

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IV. PATRIOTISMO

1. E pluribus unum: historia de la Patria

Si hay un concepto político ligado a la tradición militar es la idea de «Patria», otro termino que la intelectualidad se empeña en no entender y de la que los políticos igualmente se avergüenzan. Mientras, los soldados la siguen cantando en sus himnos declarando su disposición a morir por ella. No está claro que esa disposición encuentre mucho agradecimiento en una población convencida a día de hoy de que la Patria es un concepto cuasi fascista que sólo sirve para respaldar opresiones o, al menos, herir sensibi-lidades.

Es cierto que ha sido en nuestra historia reciente un concepto de re-corrido tortuoso y atormentado. Es cierto que pretendiendo morir en nom-bre de la Patria, casi más se ha matado tomándola como excusa. Y muchos pueden pensar con cierta coherencia que es una idea que más vale dejar inoperante. Y no sólo por esa historia, que en medida importante los hom-bres de bien no pueden asumir, sino también porque tiene una muy impor-tante carga «militar», porque es un concepto «de combate», impropio de una sociedad que quiere vivir en paz. Si no podemos prescindir del todo de los militares, dejémoslos a ellos con sus románticos /128 himnos, como de-tentadores de una tradición patriótica de la que los demás podemos e in-cluso debemos prescindir. ¡Que nos dejen «en paz» con esos conceptos que remiten a tiempos de infausto recuerdo!

Parece razonable. Pero no lo es. Hace algún tiempo, con motivo de una barbaridad sufrida de manos terroristas, los partidos políticos «no violen-tos» se manifestaron en Bilbao detrás de una pancarta que rezaba: «No te-nemos más Patria que la Humanidad». La organización convocante era el Partido Socialista; y parecía lógico que ante una agresión de raíz naciona-lista recurriese a su tradición internacional, desde la que cantaban aquello de «el mundo será un paraíso, Patria de la humanidad». Las patrias dividen a los hombres, no son buenas, ni generan paz. El hombre progresista no tiene más Patria que la total y omniabarcante de un paradisíaco mundo fu-turo, que albergará a los seres humanos cuando todos hayan renunciado a lo que les divide y se unan bajo el imperio de la solidaridad universal, en la

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que ―les falta añadir citando al profeta Isaías― el lobo pacerá con el cor-dero, el alemán con el francés, el andaluz con el moro, el serbio con el croata, el vizcaíno con el castellano, y los ingleses con todos los demás.

Sin embargo, Stalin, que no parece que haya sido bueno, era socialista y cantaba la Internacional; pero no era tonto. Y por eso, cuando vinieron mal dadas en 1941, se olvidó del internacionalismo y sacó a los popes a la calle convocando a la población soviética a «la gran guerra patria»122, en la que «Patria» ya no se entendía como el marco de referencia universal de la «Comintern», sino como la «santa Rusia». Y es que se trataba ahora, frente a un enemigo común, de movilizar, no la pasión por una utopía futura, cu-yos contornos son siempre discutibles, sino una tradición /129 histórica, una vida común decantada en el paso del tiempo, en la que los pueblos se reco-nocen a sí mismos en lenguas, oraciones, versos y banderas, y de la que sacan la fuerza para defender su libertad amenazada. Kalinka, Katiuska y los Bateleros del Volga se convirtieron en los temas favoritos de los Coros del Ejército Rojo. Por el contrario, a los de la pancarta, que son objeto de una agresión en toda regla, bien les puede pasar lo que a los diez mil chinos del chiste (¡no sé por qué chinos!), que vinieron tres y les pegaron, porque ―decían― los habían rodeado. Y es que la «Patria», como sentimiento par-ticipado de copertenencia colectiva, constituye una reserva histórica de vo-luntad defensiva de la que una comunidad que pretenda mantener sus li-bertades no puede prescindir si no quiere ver esas libertades, más pronto que tarde amenazadas123. La Patria hace a los pueblos «correosos» en la historia. Por ello no es buen consejo intentar agredir a la Gran Bretaña ―ni siquiera en las Malvinas―, a Rusia o a Vietnam.

La idea de Patria se incorpora al vocabulario político a finales dei siglo XVIII. Fue un resultado más de la moda neoclásica, que en la arquitectura recuperaba los órdenes griegos, en el vestido y el mueble las formas pom-peyanas, en poesía los himnos, y en el teatro la tragedia. En lo que a las artes se refiere, fue ésta una moda relativamente fugaz. Pero muchos no saben que este movimiento neoclásico, más allá de la moda pasajera, tuvo

122 Cf. P. G. Tsouras, The great patriotic war (with an introduction by David. G. Chandler), Greenhill, London 1992. 123 Cicerón conecta la Patria con la ley y la libertad: «proelium rectum est hoc fieri, con-venit dimicare pro legibus, pro libertate, pro Patria», Tuscalanae disputationes, 4, 43. Pero era un lugar común de la autoconciencia política romana, y lo mismo dice desde el otro partido político Salustio: «nos pro Patria, pro libertate, pro vita certamus» (De co-niuratione Catilinae, 58, 11).

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verdadera proyección estable hasta nuestros días, precisamente en el ám-bito político. El vocabulario se llenó de «república», «senado», «asamblea», «pueblo», «tribuno», «emperador», «dictadura», «plebiscito», «sufragio», «constitución»; en definitiva /130 de «democracia». Todo ello, como vere-mos, interpretado en un contexto revolucionario124.

Pues bien, el «patriota» era interpretado en este contexto como lu-chador de la libertad. Patriotas eran los comprometidos en la causa revolu-cionaria: primero en las colonias americanas, y luego por toda Europa, allí donde se trataba de movilizar lealtades al proyecto histórico de la libertad. ¿Qué ecos del mundo clásico, especialmente romano, despertaba casi má-gicamente esta palabra a finales del siglo XVIII?

La Patria es la tierra de los padres, de los antepasados. El latino fue un pueblo indoeuropeo, pariente de los helenos, pero también después de los germanos, y como todos ellos muy amante de sus libertades. Con la dife-rencia de que muy pronto se hizo sedentario y labrador, aunque siempre dispuesto a defenderse y manteniendo de su pasado guerrero la firme vo-luntad de no ser esclavo de nadie, de nada que no fuesen las leyes, de las Doce Tablas, que recibieron de su mítico pasado y que constituían para él la garantía del respeto mutuo, de la justicia. Es pues un pueblo que, en el sentido ya expuesto, muy pronto entró en la senda de la «civilidad». Al asentarse y pegarse por así decir a la tierra, los romanos ataron también a la tierra su sentido de la trascendencia, su religión. Es un pueblo muy ligado a la propiedad «inmobiliaria», e inmuebles se hacen también sus dioses, algo «suyo», de la gens o familia. Son los lares, dioses domésticos con los que de alguna forma se confunden los antepasados muertos y que liga a cada familia de forma sagrada con un pasado que tiene forma de raíces. En pocas culturas ha sido tan representativo el culto funerario125. Quizás tam-bién en la civilización china, cuya /131 religiosidad no se entiende y a veces

124 Sobre el sentido político y revolucionario del neoclasicismo, ver J. Hernández-Pa-checo, La conciencia romántica, Tecnos, Madrid 1995. 125 «The family as we know it today bears little of no relation to that ancient institution of which the Lares were the Keepers of the Gate... In those early days the title lo the land was possession and use. Because it was to him the source of his life, because its cultivation gave him occupation, because upon the land he build his house and in the land he made his grave, therefore the land to the archaic man was sacred; for not only was it the home of the living, it was also the place of the dead. And it was the dead

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confundimos con el ateísmo, porque no tienen dioses empíreos y celestes, sino que desarrollan el sentido de lo sacro de una forma también domés-tica. En ambos casos esa religiosidad repercute en un fortísimo desarrollo del sentido de la comunidad, precisamente a través de la institución fami-liar, que así se hace sagrada126. Por el contrario, los griegos transcienden muy pronto este estadio de la civilidad agraria para hacerse comerciantes, y desarrollan entonces una religiosidad celestial y compartida por múltiples comunidades, de alguna forma «mobiliaria» y cercana a la «sociedad anó-nima». Así los romanos no tuvieron inconveniente en «importar» esta reli-giosidad helena: llenaron su panteón de dioses griegos, en los que recono-cieron viejas memorias indoeuropeas, también suyas; y no les molestaba ese sincretismo porque esta importación, por así decir celestial, dejaba como propio el ámbito religioso en el que verdaderamente tenían concien-cia de sí mismos, el de sus raíces familiares, el de los viejos lares, que se agrupaban en la conciencia común como el ámbito sagrado de h Patria./132

Esto de venerar a los muertos tiene ahora enormes ventajas existen-ciales y políticas. El romano se entiende a sí mismo como pater familias, y así como el responsable de un patrimonio, de una propiedad que recibe del pasado, y que tiene la sagrada obligación de transmitir, a ser posible acre-centada hacia el futuro. Por un lado responde, pues, ante sus padres y los padres de sus padres; y en la otra dirección del tiempo, se extiende esa res-ponsabilidad, hacia los hijos, y los hijos de los hijos. Roma se hizo muy pronto una república transgeneracional127. Y la gran ventaja era que la

ancestors in their graves who really possessed the land and, as the Lares, were the Keep-ers of the Gates» (A. S. Crapsey, The ways of the gods, International Press, New York 1920. Citado sin página en www.nova-roma.org/religio_romana/Larariuml.html). 126 Evidentemente estamos aquí de acuerdo con la conexión (ideológica) que ve el mar-xismo entre propiedad privada, desarrollo del derecho civil (Familienrecht) y el origen de las instituciones del Estado. Cf. F. Engels, Der Ursprung der Familie, des Privateigen-tums und des Staats: im Anschluss an Lewis H. Morgan's Forschungen, 2ª ed., Dietz, Ber-lin 1949 (especialmente cap. VII, «Gens und Staat in Rom»), La diferencia está en la va-loración de las instituciones: eso que a Marx y Engels les parece perverso, como remache ideológico de un sistema productivo alienante, a mí me parece el origen del progreso y de las instituciones libres, tal y como emerge en la idea republicana de Roma. 127 «Catón solía decir que nuestra constitución era mejor que la de otros estados, consi-derando que nuestra república se apoyaba sobre el ingenio, no de una persona, sino de muchas; estaba fundado no sobre una generación, sino en el largo período de siglos y de muchas edades del hombre. Porque, decía, nunca había vivido un hombre que tu-

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muerte ―límite último de la acción humana― quedaba en medida impor-tante integrada en el mismo proceso transmisor; de modo que la tradición acogía en un fondo piadoso, en la memoria agradecida, a los que iban que-dando atrás. Por eso la muerte siempre angustió menos a los romanos que a los griegos.

Esta, por así decir, familiaridad con y de la muerte, tenía ahora otra ventaja y es que, en tiempos de peligro, esa doble responsabilidad hacia el pasado y hacia el futuro inmediatamente se planteaba como compromiso en defensa de dicho patrimonio, de una tradición que se hacía entonces «valiente». Y en la medida en que la amenaza era común y afectaba a los principios de justicia de un patrimonio en parte importante compartido, los lares y la piedad que se les debía, se hacían republicanos. Esos lares por así decir «movilizados» son los que propiamente constituyen la Patria, como, repito, tradición compartida de vida en libertad, por la que vale la pena mo-rir./133

Y en eso consiste la virtud republicana: dulce et decorum est pro patria mori! El ciudadano está dispuesto a morir por aquella forma de convivencia que garantiza la transmisión de su patrimonio, que es el nexo entre sus an-tepasados, a los que el romano siempre está dispuesto a acompañar, y sus hijos, por los que de este modo está dispuesto a morir confiado en su agra-decida memoria. Por eso, la voluntad ciudadana se hace fácilmente movili-zable; es más, está en permanente estado de vigilia militar.

Una de las más bonitas costumbres de la Roma republicana es que los comicios y plebiscitos, en los que los ciudadanos elegían a sus magistrados y decidían sobre aquellas cuestiones que afectaban a ese patrimonio co-mún, se hacían en el Campo de Marte, en la explanada extra muros en la que en aquellos días sagrados en los que no iba cada cual a su campo sino que se dedicaban a las cosas del común, los ciudadanos hacían ejercicios militares. Y eran llamados a votar por centurias; porque ciudadano y sol-dado eran una misma cosa, y nadie que no estuviera encuadrado para de-fenderlo hasta la muerte podía decidir sobre ese patrimonio de la república. Por lo mismo, ciudadano era aquel que podía sufragarse (la misma raíz que sufragio) su equipo de legionario; como plebe si era a pie, o como equites sí era a caballo. De este modo, el patriotismo hizo a la república respetable

viese un ingenio tal que nada se le escapase, ni podrían los poderes combinados de to-dos los hombres que viviesen en un tiempo determinado, tomar todas las medidas ne-cesarias para el futuro, sin la ayuda de la experiencia actual y el contraste del tiempo» (Cicerón, De re publica, II, 1, 2).

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ante sus enemigos; comunidad «correosa», rápida para responder a las amenazas y agravios y una fuerza temible en el campo, porque sus ciuda-danos, pacíficos labradores, siempre estaban dispuestos a fundir sus arados para hacer espadas, y a volver a fundir las espadas para seguir labrando una vez que la amenaza había sido conjurada, dejando la frontera de la barbarie cada vez más lejos de los muros de la ciudad.

El pacifismo actual gusta de hablar a veces, haciendo una especie de concesión a esta tradición republicana, de «patriotismo /134 constitucio-nal»128 o «coraje civil». Estaría muy bien, si esta denominación no fuese ex-cluyente de sus necesarias connotaciones «militares». El patriotismo es ciertamente una virtud de la civitas, pero no para todos los días, para ir al campo a trabajar, a litigar en el foro, o a comprar o vender en el mercado. Ahí los ciudadanos tienen, al amparo de la ley, intereses contrapuestos que no se resuelven en nombre de la Patria, sino de los derechos privados de cada gens. Los lares son, de diario, privados y hogareños; no pocas veces en conflicto con el vecino, que hay que dirimir, no peleando, sino mediante la ley y ante los pretores que la dictan. Intereses que a veces se agrupan en partidos; pues no son los mismos los de la plebe, los de las clases ecuestres, o los de las grandes familias senatoriales fundadoras de la ciudad. Entonces surgen los partidos, el debate en el senado; la acción reivindicativa de los tribunos de la plebe. De este modo, mientras la ley impere y con ella la au-toridad de la república, los lares no hacen Patria. Sólo, repito, cuando una amenaza (externa o interna, porque es posible que un partido rompa con la ley y haga traición a la república) se cierne sobre los presupuestos de justi-cia (constitucionales, diríamos ahora) de esa vida civil, es cuando la Patria, los lares hechos pueblo., llama a los ciudadanos a morir por ella. Por eso el patriotismo es, sin dejar de ser cívica, es más, por serlo, una virtud militar y para tiempos de guerra129./135

128 El concepto fue acuñado por el politólogo alemán Dolf Sternberg y posteriormente asumido por J. Habermas, que contribuyó substancialmente a su divulgación. Cf., p. ej., «Staatsbürgerschaft und nationale Identität», en: J. Habermas, Faktizität und Geltung: Beiträge zur Diskurstheorie des Rechts und des demokratischen Rechtsstaats, Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1998. 129 Así es como ciertamente se entendió el patriotismo en el contexto de la recuperación revolucionaria de este concepto, por ejemplo por Lazare Carnot, gran artífice del ejército de la República, cuyo lema era: «Agir toujours en masse», «nada de maniobras, nada de arte militar, sino fuego, acero y patriotismo» (citado por M. Howard, War in European history, p. 80).

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2. Toque de oración

Al final del día, acabadas las faenas militares, de una u otra forma to-dos los ejércitos del mundo rinden homenaje a sus muertos. En España lo hacemos al ponerse el sol tras arriar la bandera. Al toque de oración, los restos de vida cuartelera se detienen y los soldados, firmes, mirando al sol poniente, al toque largo, lento y melancólico de la trompeta, saludan a sus compañeros caídos por los siglos. Hay que ser de piedra o tener el corazón retorcido por ideologías del rencor para no sentir, si se presencia, la emo-ción de ese momento. El día que eso se deje de hacer en los castros de Es-paña, lo que ese nombre significa habrá perdido su sentido como una forma de ser civilizado. Y si en el ancho mundo ningún soldado hiciese algo pare-cido, el nombre mismo de civilización habría pasado a ser un recuerdo per-dido, que nadie vigilante guarda en su memoria.

Es muy curioso que al final toda la esencia de la vida militar esté en una virtud, que no es la valentía, ni la disciplina, ni la fortaleza. Se llama «piedad». ¡Qué virtud tan mal entendida, hasta el punto de olvidarse que es la virtud más propia del soldado! Y a la vez, ¡qué poco entendemos del militar si no sabemos que es la que lo caracteriza! Es también la virtud que compendia en un solo nombre la esencia del humanismo clásico, muy es-pecialmente de Roma; porque igual la podríamos llamar «civilidad» o sen-cillamente «civilización».

De esta virtud clásica nos han llegado sólo retazos de un cuadro que ya no sabemos recomponer. Piedad es la virtud que nos lleva a adorar y presentar ofrendas a los dioses. Es la virtud religiosa por excelencia, que nos hace sentirnos «religados» a una trascendencia original que nos supera y de la que no podemos disponer; démosle luego el nombre que queramos. Es también la virtud que honra a los mayores y a los muertos, y nos obliga a darles el último servicio /136 de devolverlos a la tierra, y mantener vivo el recuerdo de su tumba. También la que nos hace responsables de su legado y de no dilapidar su herencia; y se hace así guardiana de tradiciones. Pero a la vez, es la virtud ―esto ya nos suena menos― que nos manda honrar a las magistraturas públicas: llamar, por ejemplo, «señor» a un juez o a un alcalde, o, como se decía antes, «servir al rey», con las armas o pagando los justos impuestos. Es la virtud a la que apelan los menesterosos y débiles, los huérfanos, enfermos, heridos y viudas; para que los poderosos no los atropellen y poder contar con la protección de los valientes. Incluso a la que en última instancia recurren los vencidos para que tras la derrota sean res-

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petadas su vida y su libertad. Y aun el criminal que ninguna de las dos me-rece, todavía mantiene ante esa virtud una última esperanza; porque toda vida, más allá de la justicia, es sagrada al piadoso. En resumen, si queremos otro nombre para esta virtud, bien podemos llamarla también «humani-dad»130. Pero siempre recordando los lazos y raíces con los que esta «hu-manidad» está trenzada. Muy especialmente en el sentido de que lo que entendemos por tal, no es algo inmediatamente dado, que hubiese empe-zado antes de ayer, sino resultado de una conquista centenaria de la vida en común; conquista nunca asegurada, que exige la constante vigilia para mantenerla.

De forma ciertamente injusta, los romanos ―que como hemos dicho eran más que tolerantes con divinidades extrañas― interpretaron la nega-tiva de los cristianos a sacrificar a los dioses de la ciudad como una grave impiedad, especialmente cuando esta negativa se extendía al reconoci-miento del carácter sagrado ―y digno por tanto de sacrificios simbólicos― de la magistratura /137 imperial131. A pesar de la injusticia, hay que entender sus temores. El Imperio llega a Roma como consecuencia y superación a un tiempo de las guerras civiles, de la discordia interna de la civitas; y así como restaurador de la paz y del derecho de las «gentes», que ya no eran las vie-jas familias de Roma, sino una múltiple variedad de pueblos acogidos pre-cisamente a la protección de la ley romana. Que alguien viniese a cuestionar la sacralidad de esa magistratura unificadora, lo hacía reo de traición y ame-naza de la concordia. Y así, empezaron a correr rumores ―bien fundados en alguien de quien se podía sospechar esa impiedad― de que en sus ban-quetes funerarios los cristianos se comían a los niños132. Los romanos per-seguían en ellos sencillamente la «inhumanidad» a la que tanto horror te-nían133, porque ya no era cosa de bárbaros extraños, sino algo que habían visto en sí mismos.

130 Cf. en la literatura más reciente J.D. Garrison, Pietas from Vergil to Dryden, University Park, PA: Pennsylvania State University Press, 1992. También el clásico estudio de Th. Ulrich, Pietas (pius) als politischer Begriff im römischen Staate bis zum Tode des Kaisers Commodus, Marcus, Breslau 1930. 131 Cf. A. Brent, The imperial cult and the development of church order: concepts and images of authority in paganism and early Christianity before the Age of Cyprian, Brill, Leyden 1999. 132 Tertuliano se defiende de estas acusaciones, que debían circular por ciertos ambien-tes populares. Cf. Apologeticum, caps. 7, 8 y 9. 133 Cf. E. Griffe, Les persécutions contre les chrétiens aux Ier et IIe siécles, Letouzey et Ané, Paris 1967.

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La traición, a los dioses, a las magistraturas públicas, a los padres, a los muertos, y entonces también a los débiles y menesterosos, es la forma de la impiedad, especialmente cuando uno se suma a las fuerzas de la descom-posición del cuerpo social, en vez de contribuir con valentía a su fortaleci-miento. En tiempos de crisis, «piedad» significa «lealtad», y, si falta hace, hasta la muerte, y por tanto «valentía». Por eso, cuando la tradición repu-blicana, como forma de vida concreta, está amenazada por enemigos que se pueden localizar, esa piedad se hace militar; y aun antes cuando senci-llamente lo que necesita es vigilia, y estar preparado para enfrentarse a esas amenazas por potenciales y remotas que puedan ser; porque es la única forma de que no se materialicen./138

Volvemos ahora a otra cosa que en otro momento ya hemos mencio-nado. Uno de los problemas que tuvo el cristianismo en sus primeros siglos es que, quizás fundamentalmente por causa de la exclusión social que su-pusieron las persecuciones, ciertos Padres interpretaron la virtud de la pie-dad unilateralmente en un sentido religioso, lo que suponía el abandono de su dimensión «secular» y su conversión en una virtud de eternidades. Cier-tamente se mantuvo por ejemplo la piedad hacia el menesteroso y el débil, pero no en el sentido de que su situación requiriese una trasformación legal o la defensa de instituciones que los albergasen bajo el techo de la ley, sino en tanto que eran imagen de Jesucristo y signos escatológicos precisamente de la vanidad de la vida y de la inutilidad de todo esfuerzo por mejorarla «de tejas para abajo». Hasta el punto de que la pobreza y «mendicancia» se convirtieron en ideal de una humanidad de paso hacia el cielo. Ya hemos visto cómo esto repercutió en el desarrollo también de ciertas sectas paci-fistas, lo que resultaba lógico a partir de un planteamiento en el que nada era salvable en las instituciones de la «ciudad de los hombres», regidas por la ley del amor propio, las riquezas y la vanagloria134.

Militares y padres predicadores, la espada y la cruz, empeñados unos en las cosas del siglo y otros en las de la eternidad, convivirán ciertamente en el mundo cristiano. Demasiado estrechamente incluso, según ciertos análisis deconstructivos, como los que hace Marx o en general la tradición radical de los intelectuales contemporáneos. Pero es cierto que siempre con una desconfianza mutua: soldados ―francos, arrogantes, mujeriegos y jugadores― y clérigos ―sumisos, sibilinos y contemporizadores― no se caen /139 simpáticos, al menos por el lado de sus vicios propios. Aunque in-sisto en que es ésta una relación que requiere muchos matices.

134 Cf. P. Brock, The Quaker peace testimony 1660 to 1914, Sessions, York 1990.

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Precisamente porque, muchas veces mal interpretada, es la misma vir-tud de la piedad la que está en la base de las dos formas de vida, quizás perversamente divorciadas si atendemos a su misma esencia. Y por eso se recelan y se buscan a un tiempo. Curiosamente, por ejemplo, no debió ser extraña en los primeros siglos la expansión del cristianismo en medios mili-tares135. Y en la Edad Media, las cruzadas supusieron una conmoción cuasi mística del guerrero franco-normando-germánico-sajón, la flor de la barba-rie; en un ataque de devoción, ciertamente mezclado con las originales ra-piñas, crueldades y avaricias, pero que se fue depurando en el ideal de la caballería, fenómeno piadoso en su misma raíz, que movilizó a todos aque-llos bestias en la búsqueda del Santo Grial, defendiendo de camino a todo tipo de viudas ―mejor si estaban de buen ver― y oprimidos. Y queda el apasionante fenómeno, todavía enigmático para nuestra historiografía ilus-trada, de las «órdenes militares», de esa figura «mitad monje, mitad sol-dado», mitad bárbaro y mitad ángel, que junta los dos paradigmas, aunque quizás en efecto en mitades contradictorias entre sí136.

Dejemos ahora de lado los problemas del mundo clerical, que serían objeto de otro estudio. Lo que sí parece cierto es que mientras en el mundo clásico es el ciudadano el que se militariza, en la Edad Media asistimos a un fenómeno contrario pero confluyente: el del bárbaro guerrero que se civi-liza. Y el punto de /140 confluencia viene dado precisamente por la virtud de

135 Cf. J. Helgeland, R. J. Daly y J. P. Burns, Christian and the military. The early experience, SCM Press, London 1987. 136 Cf. A. Forey, The military orders: from the twelfth to the early fourteenth centuries, Macmillan, Basingstoke 1992. También A. Demurger, Chevaliers du Christ: les ordres re-ligieux-militaires au Moyen Age (Xle-XVI4e siècle), Seuil, París 2002.

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la piedad137. La legión romana es la proyección militar de la piedad civil138. La Tabla Redonda es el punto de integración en el que la fuerza soldadesca se hace reflexiva, dialogante y efectivamente piadosa139. Y la tradición mili-tar de Occidente es el resultado de esta confluencia140. Su acto más repre-sentativo sigue siendo el toque de oración.

La importancia de la piedad como virtud militar se ve en el desarrollo de lo que, como contradicción sólo aparente, se han venido a llamar las «le-yes de la guerra»141. Del mismo modo como /141 el «sálvese quien pueda» hace del militar una cobarde desgracia en desbandada, el grito a veces si-métrico de «¡no hay cuartel!», cuando no se permite al enemigo dejar de ser tal rindiendo las armas para salvar la vida, lo degenera igualmente hasta la barbarie. Esto hay que entenderlo: lo que distingue a un militar de un

137 «But having achieved nobility through military prowess, the man-at-arms was ex-pected to comport himself according to a certain code of conduct. Very rapidly the war-rior function became enhanced with a dimension of seminouminous ceremony. (...) The concept of 'chivalry' itself was (...) as old at least as the troubadours whose poetry in the dawn of European literature in the twelfth century hymned the virtues not only of cour-age but of honour, gentleness, courtesy and, by and large, chastity. The chevalier had to be not only sans peur but sans reproche. Knighthood was a way of life, sanctioned and civilized by the ceremonies of the Church until it was almost indistinguishable from the ecclesiastical orders of the monasteries (...); and in the mythical figures of Parsifal and Galahad priest and knight became indistinguishable, equally dedicated, squally holy, the ideal to which medieval Christendom aspired» (M. Howard, War in European history, p. 4 s.). 138 «Pia et fidelis» era un título, concedido por un edicto imperial, que algunas legiones llevaban con sumo orgullo. Cf. Th. Ulrich, op. cit. 139 Cf. Ch. T Wood, The age of chivalry: manners and morals, 1000-1450, Weidenfeld&Ni-cholson, London 1970. 140 Cf. D. J. B. Trim (ed.), The chivalric ethos and the development of military profession-alism, Brill, Leyden 2003. También R.G. Manning, Swordsmen: the martial ethos in the three kingdoms, Oxford University Press, Oxford 2003. 141 Desde tiempos medievales, la Iglesia siempre intentó humanizar el estado general de guerra (Cf. Th. Head y R. Landes, The peace of God: social violence and religious response in France around 1000, Cornell U.P., Ithaca, NY 1995). Más tarde fue el espíritu caballe-resco, incorporado en la conciencia social de la aristocracia europea de la que se nutrían los cuerpos de oficiales, lo que paliaba el drama de la guerra (que prácticamente se hacía entre primos). Cierto descontrol en conflictos regionales (por ejemplo las guerras carlis-tas, en las que los españoles dimos un deplorable ejemplo), condujo posteriormente a la legalización del humanitarismo bélico, en los acuerdos de Ginebra y La Haya y poste-riormente en diversas regulaciones de las Naciones Unidas (cf. A. Roberts y R. Guelff (eds.), Ducuments on the laws of war, 3a ed., Oxford University Press, Oxford 2000).

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salvaje es que el 5o mandamiento: «¡no matarás!», sigue teniendo vigencia en su actividad bélica142. Por eso hay leyes de guerra, ciertamente regidas por la piedad. Muchos beatos pacifistas se escandalizarían al leer esto (si hubiese alguna posibilidad de que hubiesen llegado hasta aquí en la lec-tura). Pero yo estoy seguro de que cualquier militar de honor entiende per-fectamente lo que quiero decir; y que agradecerán que venga un profesor de Filosofía a decirles que esto se puede entender, es más, que la esencia del espíritu militar no se entiende de otra manera. Y no voy a dar más ex-plicaciones. Esto es como los chistes o los versos, quien capta su sentido no las necesita, y para quien no, son inútiles.

Pero hay otra consideración que me parece especialmente necesaria. La guerra que nos amenaza, quizás debido a la superioridad tecnológica de la civilización libre, no es una guerra de batallas, de ataques y contraata-ques, de frentes y campañas. Más bien parece que la amenaza rompe con todo lo que la civilización había logrado, si no para acabar con la guerra, sí para hacerla más humana y en lo posible caballeresca. Cuando son dos ejér-citos los que se enfrentan, eso se puede esperar, en la medida en que todo uniforme aún es en cierta medida reflejo de esa civilización. Pero lo que ahora nos ataca son gente que se mete en un autobús y lo revienta suici-dándose, sin ese respeto, siquiera a los niños, que uno pierde cuando ya no se lo tiene a la propia vida. La barbarie es tan extrema que ante ella se hacen de dudosa eficacia las viejas /142 tradiciones castrenses143. Y uno de los dra-mas de la historia militar es cómo la guerra irregular pone casi siempre al ejército en la tentación de hacer «barbaridades», haciendo de él una mezcla de policía y verdugo sin juez de por medio, cuando no de vengador sin más guía que la rabia. Y haciendo eso, todo ejército pierde su honor, que es con-ciencia de su propia humanidad. El resultado de la contrainsurgencia o el contraterrorismo muy fácilmente es para un ejército la vergüenza, al recu-rrir a los mismos medios cuya inmoralidad le es evidente. Por eso el terro-rismo vence cuando se le combate con sus mismas armas, precisamente descomponiendo moralmente a quien lucha contra él. Porque ninguna vic-toria es posible desde la vergüenza.

De esto algo y muy tristemente sabemos en España. Si alguna peniten-cia está pagando con justicia el ejército español, en mi opinión no fue al-zarse en 1936; pues se puede argumentar que lo hizo contra un régimen

142 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2307-2316. 143 Cf. R. D. Kaplan, The coming anarchy: shattering the dreams of the post Cold War, Vintage Books, New York 2001.

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desbordado ya por una revolución incivil y violenta. Sino hacerse él igual-mente criminal, y tanto más cuanto más iba venciendo. Fusilar, matar a un hombre con las manos atadas a la espalda, es algo que muy difícilmente un soldado puede hacer con honor; y sin duda se deshonra quien hace esto con entusiasmo y fruición. La represión antiizquierdista, mezclando ven-ganza, justicia y odio, es una grave mancha en la memoria militar española. Y esas manchas del honor salen muy mal del uniforme. Los soldados de Chile y, sobre todo, Argentina, saben también de esta vergüenza./143

3. El patriotismo es de izquierdas

Esta afirmación se hace evidente en una somera reflexión sobre la his-toria intelectual del siglo XVIII y de los primeros compases del movimiento revolucionario en el siglo XIX, en los que, en el contexto ya descrito de la moda neoclásica, se recupera, junto con los términos «democracia» y «re-pública», la idea romana de «patriotismo». Y no hablamos de «patriotismo constitucional», sino de patriotismo sin más, porque es éste condición de posibilidad de toda legalidad civil, aunque esta otra sea su signo de auten-ticidad. Por tanto, si por «patriotismo constitucional» entendemos que el patriotismo genera constituciones democráticas, se puede asumir el sen-tido de esta redundancia, digamos sucesiva. Pero si queremos entender que el patriotismo es algo que tiene su único origen legítimo, por así decir antes de ayer (para nosotros en 1978), en un explícito acto constituyente, más pronto que tarde descubriremos que toda constitución, sin una Patria cen-tenaria que la anteceda y sustente, se hace fácil papel mojado, o como tan-tas veces en nuestra historia, simple tapadera legal de la incivilidad. Por eso, que algunos en la izquierda tengan problemas con este término y que mu-chos los acompañen dudosos en sus tendencias traicioneras, refleja, a lo menos, que los políticos, y los ideólogos que los alimentan intelectual-mente, saben poca historia y tienen la mente fundida por los cortocircuitos conceptuales que esta ignorancia genera; y a lo más y más probable, que de su propia tradición revolucionaria ya sólo les queda el desencanto, y el rencor incivil como resto de sus reivindicaciones.

La revolución descubrió el patriotismo además porque todos sus teó-ricos antecedentes, como Locke, Rousseau, Condorcet e incluso el mismo Kant, estaban especialmente interesados en recoger a través de ese con-cepto clásico una cierta piedad laica, una sacralidad cívico-militar; esto es, una autoconciencia histórica en /144 cierto sentido infinita, que no remitiese a una eternidad escatológica la idea de plenitud de los tiempos, sino que

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redescubriendo algo así como un sujeto infinito de esa historia ―el pue-blo―, permitiese poner fecha a la toma del poder usurpado por la tiranía. Ese fin de la historia dentro de la historia misma, es precisamente la revo-lución. Por ella están llamados los hombres a un protagonismo secular, a sacudirse su servidumbre, precisamente como hijos de la Patria: ¡Allons en-fants de la patrie, le jour de gloire est arrivé!

La historia de este himno es bien conocida144. En Alsacia las tropas de la Convención aguantaban en 1792 con más pena que gloria el embate de las potencias coaligadas del Antiguo Régimen. Un tal Dietrich, alcalde de un pueblo alsaciano, cenando con unos oficiales en su casa se quejaba de que las tropas no tuviesen un canto de guerra, como los antiguos helenos en la batalla. Y Rouget de Lisle, uno de los oficiales, que sabía de música, con otro que versificaba un poco, de vuelta a su acantonamiento se pusieron manos a la obra, y de ahí salió ese himno o canto militar, modelo y quintaesencia de los posteriores himnos en los que la voluntad revolucionaria afronta la defensa de las libertades contra las fuerzas de la tiranía: Contre nous de la tyrannie, l'etendard sanglant est levé. Y por si alguna duda queda del com-promiso bélico-militar de la izquierda jacobina, así sigue el canto de guerra: «¿No escucháis por los campos el rugir de feroces soldados, que vienen a degollar hijos y compañeros? jA las armas, ciudadanos!; ¡formad los bata-llones! Marchemos, marchemos, y que su impura sangre riegue nuestros campos. ¡Que el sagrado amor de la Patria guíe y sostenga vuestros brazos vengadores!». Evidentemente, esto del pacifismo de la izquierda debe de ser de fecha posterior; porque fueron precisamente las demi-brigades mar-sellesas, las más radicales tropas jacobinas, /145 las que popularizaron el himno a su paso por Lyon y París camino de los frentes de Holanda y del Rin.

Y también la bandera tal y como la concebimos actualmente es de iz-quierdas y tiene un significado revolucionario. Las banderas del Antiguo Ré-gimen eran signos distintivos de los regimientos en el campo, variados, por-que los regimientos mantenían la tradición feudal de que eran los señores quienes los organizaban y armaban, y daban las patentes de oficial, de modo que la fidelidad del regimiento estaba mediatizada por la de su coro-nel y pagador. Propios del rey eran los de su guardia. The King's own es uno de los regimientos británicos de gran tradición por así decir pre-nacional. De la corona sí dependían directamente los barcos de la marina de guerra (HMS: his Majesty's ship, en la Royal Navy) que llevaban el distintivo real: la

144 Cf. H. Luxardo, Histoire de la «Marseillaise», C. de Bartillat, Étrepilly 1990.

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flor de lis de los Borbones, la cruz de san Jorge con el Union Jack británico, o la bandera roja y gualda de Carlos III. Ésta era distintiva de la marina, pero no de los regimientos de tierra, que en un ejército de antigua religación real solían llevar de antiguo la cruz de san Andrés, o Cruz de Borgoña, que ca-racterizó a los tercios españoles y que los Borbones respetaron en sus regi-mientos. Pero fue la revolución americana la que convirtió la bandera en enseña de la nación, recogiendo las trece barras rojiblancas que se habían constituido en signo de la libertad y de la rebelión, simplemente fiscal al principio, de las colonias. Parece que fue Washington el que introdujo, re-curriendo a una simbología probablemente masónica de moda por enton-ces, las estrellas blancas de cinco puntas sobre fondo azul, representando también las colonias unidas. Y en 1776 el Congreso adoptó estos colores como representación de la causa común de la Unión. Así se convirtió la Old Glory en el primer estandarte compartido por nación, ejército y marina145. Los tres colores, que así ganaron prestigio como colores de la /146 libertad, los importó Lafayette para la Guarde National, que él se encargó de organi-zar como fuerza de la Asamblea, y pidió también a la Comuna de París que pusiese esos colores en su escarapela. En 1794, en medio de un exaltado am-biente bélico, la Convención asumió esa bandera tricolor, también como en-seña a la vez de la República, de los barcos de Francia y de las demi-brigades revolucionarias en el campo; como símbolo de la Patria y de la revolución, que eran por entonces la misma cosa146. De hecho en España, la ambigüedad de estandartes se mantuvo durante todo el reinado de Fernando VII, hasta que, al haberse apropiado los facciosos carlistas de la bandera blanca con la cruz roja de san Andrés, el ejército cristino, el de la reina-niña, el ejército de Espartero, el de la libertad, masón todo él, adoptó como bandera militar la roja y gualda de la marina, que Isabel II en 1843 declaró símbolo de la Patria y de las libertades españolas.

La Patria es el capital de libertad y humanidad compartida, de piedad civil, que una comunidad acumula a lo largo de la historia. Y la bandera se convirtió en su símbolo, ciertamente de combate, contra las fuerzas que amenazan esa tradición de libertad. Por eso los revolucionarios apelaron a la Patria para movilizar al pueblo contra los tiranos; y dieron bandera a su

145 Cf. A.M. Rivers, History of the American flag, Vantage Press, New York 1977. 146 Se remitía así también a la tricolor holandesa, que era considerada también de anti-guo en Europa en medios ilustrados y revolucionarios un símbolo de la libertad.

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afán político. Olvidarse ahora de esto es una traición, de lesa Patria cierta-mente, pero una traición en la que se ha perdido el respeto a esas libertades y a los muertos que costó garantizarlas.

4. Patria y totalitarismo

¿De dónde viene entonces la idea de que el patriotismo es fascista y de derechas? Pues viene, por extraños vericuetos conceptuales, de otro la-mentable olvido, a saber, de que el fascismo /147 es también en medida muy importante un movimiento de izquierdas, por seguir diciendo cosas históri-camente evidentes que suenan, sin embargo, muy raras.

Tiene esto que ver, una vez más, con esa vieja virtud de la piedad, mal comprendida en esta restauración que de ella pretende hacer el espíritu revolucionario europeo. El mundo clásico ciertamente sacraliza las magis-traturas públicas, muy especialmente la magistratura imperial después de las guerras civiles en Roma; pero en ningún momento se pretende que el emperador sea la única y excluyente instancia sagrada. Los lares eran, ya lo hemos visto, dioses domésticos, privados, que fundaban la autonomía de la gens y la autoridad del pater familias. De igual forma, el liberalismo anglo-sajón se desarrolló a partir de una concepción del cristianismo que precisa-mente acentuaba esta privatización de la piedad. El hombre no necesitaba más que su Biblia para estar en contacto con la divinidad, y cada individuo se convirtió así en interlocutor directo de Dios. Es esta individualidad lo que se sacraliza, y el poder público el que se hace sospechoso de usurpar esa sacralidad convirtiéndose en tiranía. De ahí la constante reivindicación de limitar ese poder, de fracturarlo y hacerlo relativo, mediante otros poderes plurales ―jueces, parlamento, corona― que se limitan mutuamente. La piedad, con todas sus connotaciones clásicas, siguió siendo una virtud abierta y compleja, que ninguna institución podía monopolizar.

En el jacobinismo continental esto no ocurrió así. En primer lugar se interpreta siguiendo a Rousseau la idea de libertad como «voluntad gene-ral», es decir, como una decisión abstracta y supraindividual que asume el carácter de absoluto; precisamente porque se empeña en ser «soberana». La «soberanía» es un concepto político del racionalismo barroco en el que el poder―del rey, por entonces― es fuente de toda legalidad y no tiene por encima o por debajo poder alguno. Es decir, es poder «absoluto», /148 total y sin límites. El Yo de Descartes, que cuando piensa sólo se piensa a sí

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mismo, esfera perfecta cerrada en sí, se hace de este modo imagen filosó-fica de ese poder que articula la vida social, hasta que Luis XIV puede en-tonces afirmar: «L'état c'est moi»147.

Pues bien, lo que hace la Revolución francesa es sustituir esa soberanía borbónica del Antiguo Régimen por la «soberanía popular», pero con las mismas pretensiones de absolutez. E igualmente ―el rey era absoluto por la «gracia de Dios»― se inviste de todos los rasgos de la sacralidad. De una sacralidad laica y antagonista respecto de las antiguas tradiciones cristia-nas. La revolución gobierna en nombre del pueblo soberano y de la Diosa Razón, y asume ahora las funciones proféticas y redentoras de la religión148. La revolución es expresión de la voluntad general y, en tanto que ésta es soberana y absoluta, es también la encarnación institucional de Dios en la historia. Voluntad total, sabiamente administrada como nueva Providencia por la Asamblea Nacional primero, por la Convención republicana después, y por último por el Comité de Salud Pública; instituciones en las que se va reduciendo a un círculo cada vez más restringido la virtud y piedad ciuda-danas. Sobre todo en la medida en que la guerra exterior y la disensión in-terior hacen de la república, disputando esa absolutez, lo amenazado por todos. Pero ese Comité de Salud no tiene que ver con médicos u hospitales; viene más bien a traer la «salvación», en primer lugar de la República, y sólo a través de ella de todos los ciudadanos, y sólo en la medida en que perma-nezcan en comunión con ella. Porque es la nueva Ecclesia, la Asamblea de los Santos. Y ya se sabe: extra Ecclesia nulla salus./149

Y así comienza «el terror». Y es que fuera de esa comunión sagrada, todo está condenado. La guillotina es la encargada de realizar el nuevo manda-miento de identidad totalitaria que impone la revolución, recortando lo que sale y sobra, lo que sobresale fuera del círculo de la virtud. Sobre todo las cabezas, de los disidentes primero, y de los tibios después. Hasta que, con-vertida en monstruo totalitario, la revolución terminó devorando al último de sus hijos. El «estado soy yo» ya sólo lo pudo decir el verdugo de la Con-cordia (que era el nombre revolucionario de la plaza donde se ajusticiaba), por cuyo instrumento pasaron todos, de Luis XVI a Saint Just y Robespierre,

147 Cf. H. Quaritsch, Souveranität: Entstehung und Entwicklung des Begriffs in Frankreich und Deutschland vom 13. Jh. bis 1806, Duncker&Humboldt, Berlín 1986. 148 La entronización de la Diosa Razón por la Convención en 1793 es algo más que un episodio chusco de la Revolución francesa, y constituye el lógico desarrollo del espíritu revolucionario, como desafío contra la tradición cristiana que tiene que denunciar como idolátrica la pretensión de convertir en Absoluto la voluntad general.

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pasando por Danton y Desmoulins. Así acabó la revolución por autodecapi-tación: ¡fascinante episodio de la historia de la humanidad!149.

Se pretende decir que esto fueron aberraciones comprensibles en vir-tud de circunstancias históricas. Y no es así. Hegel lo sabe muy bien y ad-vierte que el terror es consubstancial a la revolución tal y como se plantea en sus principios... teológicos150. El que toma en la historia el nombre de Dios con la pretensión de construir aquí su Reino, y por decreto-ley, tiene un nombre: el Anticristo151./150

Robespierre, Hitler, Stalin, son variaciones sobre el mismo tema, que han dado música a la historia contemporánea de Europa. Y el terror ha sido la recurrente plaga de esa historia, porque sólo por el terror se puede ―siempre contradictoria y dialécticamente, de modo que todo sale por el revés― hacer absoluta una forma relativa de autoconciencia histórica como es el Estado. Al monopolizar la piedad arrancándola de sus raíces religiosas, el Estado se hace totalitario y entonces a la postre inmisericorde.

Sin recurrir a los tonos wagnerianos citados, a veces esa historia ha discurrido por la tragicomedia. En España por ejemplo, donde cada revolu-ción engendraba con sus grandilocuentes y esta vez bienintencionadas e ingenuas pretensiones, no el terror pero sí un ridículo caos, y con él la reac-ción que la terminaba. La ilusoria constitución de 1812, se la quitó de en-cima Fernando VII de un papirotazo, mientras el pueblo gritaba «¡vivan las caenas!». Para acabar con la revolución de Riego de 1820 y el caos del bie-nio liberal, vino la Santa Alianza con los «Cien mil hijos de San Luís». Los

149 Cf. S. Wahnich, La liberté ou la mort. Essai sur la terreur et le terrorisme. La Fabrique Éditions, París 2003. 150 Cf. G.W.F Hegel, Fenomenología del Espíritu, la sección titulada «La libertad absoluta y el terror». 151 Cf. Th. W. Adorno, Negative Dialektik, Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1982, pp. 171 s.: «Así se queda lo cerrado en caricatura de la fuerza divina. En su ademán soberano carece en realidad de capacidad creadora; y del mismo modo, al igual que al diablo, le faltan los atributos del Principio que está usurpando: el amor que concede y la libertad que reposa en sí. Es malo, impulsado por la coerción, y tan débil como su fuerza. Si de la omnipotencia divina se dice que atrae hacia sí a la criatura, la potencia satánica, mera-mente supuesta, lleva todas las cosas a su desfallecimiento; éste es el secreto de su do-minio. La mismidad que se proyecta coercitivamente no puede proyectar otra cosa que su propia infelicidad, con cuyo fundamento, que habita en ella, ha perdido contacto por culpa de su falta de reflexión. Por eso, los productos de la propia proyección, los esque-mas estereotipados del pensamiento y de la realidad, son de desgracia. Al Yo que se hunde en el abismo, vacío de sentido, que él mismo representa, se le convierten los objetos en alegorías de perdición; en ellos se encierra el sentido de su propia caída».

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sargentos de La Granja hicieron levantarse a vascongados y levantinos en la primera guerra carlista. La gloriosa revolución de 1868, junto a la tragedia de Prim, trajo con Amadeo de Saboya un rey de opereta, una república con cuatro presidentes en un año y el cantón de Cartagena; para terminar, para variar, con otra guerra carlista y la restauración borbónica. Y la de 1931, que empezó, cómo no, quemando conventos y expulsando jesuitas, terminó tras el ensayo revolucionario de 1934, esta vez sí en tragedia terrorista de verdad, aunque nunca falten en España fantochadas ridiculas, en las colum-nas anarquistas o en las alocuciones de Queipo de Llano.

Porque aquí se complicaron las cosas. Una simple restauración monár-quica no hubiese producido tantos muertos. Pero a estas alturas, la historia de los movimientos revolucionarios se había /151 enrevesado ya hasta el ex-tremo de que la guerra española no fue una simple restauración del orden civil (que es lo que querían las derechas), sino el choque a muerte de dos formas de interpretar la revolución. Las dos pretendían una regeneración apocalíptica, las dos tenían en sus comités de «salud» pública administra-dores de la providencia divina, sus patrullas del «amanecer»; y las dos ge-neraron el terror en su zona y llenaron de sangre las tapias de los cemente-rios. Aunque sea una formulación provocativa que simplifica muchas cosas, en su esencia, en aquello que justifica su mortandad, la guerra española no fue una guerra del antiguo contra el nuevo régimen, sino una guerra civil de la izquierda revolucionaria. Al menos esta interpretación, por sorprendente que sea, falsea menos cosas que la contraria.

Uno de los más tristes caídos de esta contienda fue la idea de Patria, pervertida hasta su raíz como instancia totalitaria. Porque nunca puede ser eso la Patria, sino un piadoso espacio abierto hacia un pasado irrecuperable en cualquier encarnación institucional, hacia «los padres» y «los dioses». La Patria es por eso buen referente de símbolos, de poemas y banderas, pero no de decretos administrativos. Porque tampoco es instancia de perfeccio-nes administradas que se pudiese erigir en juez vengador de nada.

La Patria no es terrible, porque sus héroes no dejan de ser impresen-tables. Igual que en las familias: aquel abuelo era mujeriego, el otro se jugó media finca a las cartas, y un bisabuelo estuvo en la cárcel. A pesar de lo cual merecen respeto porque, con su amor, fidelidad y trabajo, contribuye-ron a crear este espacio de convivencia que es ahora la familia Pérez. Pues lo mismo con los héroes patrios: Viriato era probablemente muy bruto, el Cid resultaba un sospechoso condottiero, del que nunca sabremos si no pudo o no quiso ir a socorrer a Alfonso VI en Sagrajas; Roger de Flor tenía

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mucho de pirata, Quevedo fue un corrupto en Milán, Pizarro un bestia casi analfabeto; Castaños, a pesar de todo, un /152 general cortesano y bastante inepto; Prim un vanidoso de peligro; y nuestros gloriosos marinos perdieron desde Lepanto todos los combates por los siete mares. Y a pesar de todo, la Patria es la memoria honrosa que los guarda, también piadosamente en el sentido de no insistir mucho en sus defectos, sino más en lo bueno que a pesar de todo nos legaron, sencillamente porque España es hoy un espacio de convivencia en libertad

Por el contrario, la Patria revolucionaria se hace totalitaria al perder la memoria de la historia, despreciando la tradición de tiempos oscuros, y pro-yectándose inmisericorde hacia un glorioso y paradisíaco porvenir. Es ven-gadora de agravios infinitos; ligada siempre a una retórica de amaneceres, terribles para quien no se sume al carro de su victoria. Humanidad no es entonces algo que se recuerde, y así ambigua mezcla de glorias y miserias; sino plenitud impoluta que hay que conquistar, para que el mundo sea pa-raíso y sólo entonces verdadera Patria para un hombre total y redimido. Es esta idea de Patria la que verdaderamente ha hecho daño en la historia; porque por ella, más que morir, los hombres se empeñaron en matar.

5. Patria, nación, militarismo

Para entender más a fondo esta deriva totalitaria del patriotismo to-davía hay que revisar también la segunda marca del movimiento revolucio-nario en el que una libertad pervertida ideológicamente se interpreta ahora como nacionalismo. El punto de arranque son las revoluciones europeas de 1848, especialmente en Alemania, y en parte también en Italia.

La «nación» se hace tempranamente concepto revolucionario. Apa-rece ya en la Ilustración tardía, con Herder, que entiende la actividad del «espíritu», no como manifestación de la individualidad /153 personal, sino como algo ligado a formas de expresión preindividuales, como son el len-guaje, el folclore, las instituciones colectivas del derecho, es decir, a todo aquello que, también a la moda neoclásica, se llamó «cultura». Esta idea resultó tremendamente fecunda, al ligar la historia de las colectividades a las formas de su organización y expresión, sobre todo política. No basta, por ejemplo, con que un determinado orden institucional sea justo en función de especificaciones abstractas, sino que tiene que ser adecuado al desarro-llo histórico de una colectividad, esto es, adecuada expresión del Volksgeist, del «espíritu del pueblo» como se llamó entonces. Hasta aquí, nada que objetar. Sobre esta base surge una teoría romántica de la sociedad que no

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fue en su origen nada doctrinaria. De hecho, sin teorizarlo tan a fondo como los filósofos alemanes, la praxis política británica y algunos teóricos como E. Burke estaban yendo en esa dirección, al oponer a las exigencias abstrac-tas de los doctrinarios franceses, el desarrollo de un sistema de libertades basado en la revitalización de antiguas instituciones medievales, como el Parlamento, la common law, o la Carta Magna, en una continuidad, por así decir, entre revolución y tradición152. Ello hace del sistema institucional bri-tánico algo imposible de trasplantar a otros entornos históricos. Inglaterra no tiene propiamente una constitución, diseñada a priori. Siendo la tierra de origen de las teorías contractualistas del poder, en el fondo nunca se las creyeron, a no ser que se entienda ese contrato fundacional como algo im-plícito en el despliegue paulatino de instituciones históricas. Parece evi-dente que esta concepción podría encajar muy bien con la idea clásica de patriotismo que hemos descrito. Y de hecho lo hace con bastante armonía en este mundo anglosajón./154

El problema surgió cuando a esta teoría romántica del Volksgeist153 se unió la idea rousseauniana de la «voluntad general», en virtud de la cual el «pueblo», portador de «soberanía» y único principio de «autodetermina-ción», que emerge como Estado por encima de toda particularidad indivi-dual e incluso contra ella, se identifica ahora con ese espíritu colectivo en el explosivo concepto de «nación».

Explosivo fue el concepto en primer lugar en lo que sería el proyecto político de «reunificación». Para los primeros románticos, la idea de nación no era combativa en ese sentido, se sentían, de Königsberg a Frankfurt, y de Berlín a Viena, miembros de la misma nación alemana, sin que fuese para ellos un escándalo una pluralidad de formas soberanas, de las que más se temía que fuesen un atentado contra sus libertades. Los ciudadanos re-volucionarios de Maguncia, con alguna tropa francesa, resistieron en 1792-3 alentados por Forster, un sitio de la Coalición, formada fundamental-mente por príncipes alemanes, en la firme esperanza de que el ejército fran-cés de la Convención viniese a liberarlos de semejantes connacionales, de

152 Cf. Reflections on the revolution in France, edited with an introduction by L. G. Mitch-ell, Oxford University Press, Oxford 1993. 153 El término de Volksgeist lo acuña Hegel, pero formula de esta forma algo que ya se viene fraguando desde los escritos de Montesquieu y Herder. Cf. Mª del C. Paredes, «G. W. F. Hegel: el 'fragmento de Tubinga'», en: Revista de Filosofía, 11(1994), pp. 139-176.

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los que nada bueno esperaban154. Del mismo modo, hemos visto cómo el promotor de La Marsellesa fue un tal Dietrich, alsaciano, que en su casa hablaba por supuesto alemán155./155

Pero en 1848, las cosas habían cambiado substancialmente. La libertad había dejado de ser una reivindicación del individuo, y se había convertido en algo que reclama la «nación»; porque es la nación y no ya el individuo la que es ahora el adecuado sujeto de derechos políticos. Esto nos suena a nosotros, por aquello de la «España, una, grande, libre», que se convirtió precisamente en el lema de una dictadura; o por aquello de los «derechos históricos» de las comunidades en cuyo nombre el nacionalismo no duda en cuestionar los individuales.

De ahí que la idea de «nación» exigiese el reverso del Estado; o que una nación sin Estado se entendiese como sojuzgada, como ―otra vez va esto de teología― «irredenta». Con independencia, por ejemplo, de que las ciudades cercanas al Rin ―Treveris, Maguncia, Frankfurt, Estrasburgo― hu-biesen gozado siempre de muy especiales libertades, precisamente por ser ciudades fronterizas entre Francia, Borgoña y el Reich, de muy dudosa per-tenencia a aquellos estados cuyos soberanos se empeñaban en decir: c'est moi. Precisamente la asamblea revolucionaria de 1848 conviene en Frank-furt, porque los radicales revolucionarios la consideran fuera del alcance, tanto del emperador de Austria como del rey de Prusia. Pero desde allí, de forma contradictoria con esa circunstancia, se empeñan en reclamar una nación alemana que debe erigirse en expresión totalitaria de la voluntad general. Se estaba reclamando ya lo que vino después: un «canciller de hie-rro» primero156 ―inventor por cierto de la «seguridad social»― y un führer

154 F. Dumont, Die Mainzer Republik von 1792-93. Studien zur Revolutionierung in Rhein-hessen und der Pfalz, 2a ed., Alzey 1993. 155 Benjamín Franklin, siendo el más famoso patriota Americano del momento, no ve ninguna contradicción entre su práctico nacionalismo y su teórico cosmopolitismo, típi-camente ilustrado. Y escribe: «God grant, that not only the love of liberty, but a thor-ough knowledge of the rights of man, may pervade all the nations of the Earth, so that a philosopher may set his foot anywhere on its surface, and say, 'This is my country'». Letter to David Hartley, 1789. 156 «Alemania no mira a Prusia por su liberalismo, sino por su poder (...). No mediante discursos y decisiones de la mayoría se resolverán las grandes cuestiones ―ese fue el gran error de 1848― sino a sangre y hierro» (Discurso de Bismark al Parlamento, citado por W. Carr, A history of Germany, 1815-1890, 4a ed., Arnold, London 1991, p. 78).

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después157. Los «liberales» revolucionarios /156 del romanticismo comenza-ron a llamarse «national-liberalen» tras la revolución del 48, y sencilla-mente «nationalen» después de 1871. Como curiosidad histórica, el partido de Jörg Heider en Austria recurrió después de 1945 a su original denomina-ción revolucionaria de 1848: volvió a camuflarse en su historia como die freiheitliche Partei, que por supuesto ya nada tenía de liberal. Se escandali-zan cuando les llaman neo-nazis. Tienen razón, son paleo-nazis. No sus hi-jos, sino sus abuelos, de cuando eran la izquierda revolucionaria en el 48.

En efecto, que los «nacionales» se hicieran «socialistas» era el paso siguiente de un movimiento revolucionario que promovía la redención en la totalidad social. La historiografía marxista se ha empeñado siempre en que si la izquierda eran ellos, el fascismo nacionalista tenía que ser una re-formulación histórica de la antigua derecha reaccionaria158. No se entiende nada si las cosas son así. No nada que más le horrorizase a un aristócrata prusiano que las SA. De hecho, en 1934 los generales (todos von so und so, aristócratas) amenazaron a Hindenburg con un golpe de Estado contra Hitler. Y éste tuvo que hacer verdaderos equilibrios, entre /157 ellos asesinar en la «noche de los cuchillos largos» a todos los dirigentes fundacionales del partido encuadrados en las SA, para poder confirmar como Führer in-discutido el poder que había ganado democráticamente.

Pero una vez más se ponen de manifiesto las inmensas contradicciones de la impiedad, mejor, de hacer de la nación el objeto exclusivo de la anti-gua piedad civil romana, aún presente en la vieja institución del Reich. Se

157 Hasta tal punto el concepto de nación decimonónico (Italia y sobre todo Alemania) es combativo y tenderá al militarismo (en contraposición al dieciochesco que vemos en Inglaterra y Estados Unidos), que de alguna forma la lucha precede a la misma nación. «The army had to consist of serious, intelligent, reliable, patriots who saw themselves as the defenders of their country and were seen as such by the rest of the community. But first it was necessary, as Gneisenau dryly remarked, 'to give the people a Fatherland if they are to defend that Fatherland effectively'. And was that Fatherland simply the hereditary states of the Hohenzollern family? Was it not rather a broader, nobler con-cept: Germany?» (M. Howard, War in European history, p. 87). 158 El fascismo es, como se hará explícito y tendemos a olvidar, nacional-socialismo. Y se trata de una tendencia ideológica de la época que es incluso anterior a la Primera Guerra Mundial y que tiene que ver por toda Europa con el compromiso de las masas en el proyecto belicista general. «By the beginning of the twentieth century the working clas-ses were responding at least as readily to the stimuli of nationalism as they were to those of socialism, and the most successful political leaders were those who could blend the appeal of both» (M. Howard, War in European history, 1976, p. 110).

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generaliza de este modo la particularidad, se hace absoluto precisamente lo que nunca puede ser una totalidad. Y entonces el movimiento revolucio-nario se convierte en exaltación, no de lo que une, sino de lo que separa al hombre de su humanidad159. Eso es la raza: lo que me hace hombre distinto de todos los demás. El nacionalismo termina necesariamente en la perver-sión de hacer absolutas las diferencias. Y si ahora eso diferente, la nación como concepto en el que nadie puede ser incluido que no sea igualmente diferente (es decir, como concepto excluyente), tiene que hacerse absoluto, eso sólo puede tener dos formas: hacia dentro la limpieza étnica como eu-genesia redentora, y hacia fuera la agresiva expansión. El Estado (reinter-pretado además en clave de Clausewitz, no como garantía de libertades, sino como sujeto de la actividad militar que continúa la política) se con-vierte entonces en una policía de higiene étnica, y en una máquina de gue-rra, necesaria para la infinita expansión del absoluto racial. No hay paz po-sible con el nacionalismo: primero reivindican una idiosincrasia, el derecho a ser distintos, fueros y privilegios; luego la soberanía, como derecho a ser absolutos; luego la exclusión, como exigencia de ser puros; y por último la expansión infinita, recuperando a los hijos perdidos de la raza, /158 ya sean Sudetes, asentamientos germánicos en el Volga, o topónimos vascos en La Rioja.

De esta idea de una nación que tiene que hacerse absoluta desde su diferencia de partida, procede el militarismo, que no es sino la perversión agresiva de la idea militar160. La nación se hace absoluta sólo convirtiéndose

159 «Hemos creado nuestro mito (...). Nuestro mito es la grandeza de la nación. Y a este mito, a esta grandeza, que queremos convertir en total realidad, subordinamos todo lo demás» (Discurso de Mussolini, en Nápoles, 24 de octubre de 1922, citado por R. Griffin, Fascism, Oxford 1995, p. 44). 160 Visto en este contexto, la continuidad entre guerra y política que propone von Clau-sewitz se hace plenamente inteligible, y se ve el sentido operativo de su concepto de «verdadera» guerra o guerra absoluta, frente a la guerra «real», o escaramuceo propio de culturas primitivas o de la modernidad «ancien regime». En este sentido la guerra «en serio» es un producto propio de esta modernidad «sin piedad» que culmina en los regímenes totalitarios y populistas de principios del siglo XX, y de los que, una vez más, la Gran Guerra es sólo anticipo. «At the beginning of July 1914 there were some four million Europeans actually in uniform; at the end of August there were twenty million, and many tens of thousands had already been killed. The submerged warrior society had sprung armed through the surface of the peaceful landscape and the warriors were to wage war until, four years later, they could wage ¡t no more. And although this cata-strophic outcome must not be laid at the door of Clausewitz's study, we are nevertheless

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en Imperio, que sorprendentemente deja de ser una instancia unificadora y de momento se dedica a proliferar. La batalla de Austerlitz se llamó «de los tres emperadores», porque se juntaron allí el Kaiser austríaco del Reich alemán, heredero del viejo Imperio Romano de Occidente; el Zar de todas las Rusias, heredero del Imperio Bizantino de Oriente; el Emperador de los franceses, pretendido restaurador del imperio universal de la libertad. Pero a lo largo de los siglos XIX y XX, la situación se fue haciendo dramática: Japón restauró, dotándola de acorazados y portaaviones, la antigua dignidad del Imperio del Sol Naciente. A alguien se le ocurrió también hacer imperio a Méjico, Brasil lo fue. Se añadió Alemania a Austro-Hungría disputándole un imperio que ya era étnico y no universal como el antiguo romano. De todas formas Italia restauró las fasces y el saludo imperial de las legiones. /159 Hasta Inglaterra se declaró, por no ser menos, Imperio británico, aunque fuese «de la India». Y donde las viejas dinastías eran destronadas, la idea imperial resurgía con más fuerza, a las órdenes de un «cabo bávaro» o de un campesino de Georgia convertido en libertador del proletariado univer-sal. Y tantos imperios con vocación de totalidad, concentrados en un sitio tan pequeño como era, ya por entonces, el mundo, tenían que terminar en tragedia161. Ante la atónita mirada de suizos, suecos y norteamericanos wil-sonianos que aún creían en una «sociedad de naciones», el mundo entero se militarizó. La humanidad, dividida en razas e ideologías que no renuncia-ban a encarnar el hombre total, se movilizó para la contienda final.

Pero ese militarismo totalitario estaba ya en las antípodas de toda tra-dición militar. Hitler, buscando tradiciones para dar nombre a divisiones SS, tenía que remontarse a las deidades míticas del Walhalla, a los Nibelungos o como muy cerca a los señores de la guerra de la Edad de Hierro, tipo Götz von Berlichingen. De hecho, el III Reich de modo muy especial ―pero de un modo u otro todos los demás en la medida en que pudieron (era penoso oír a España en medio del hambre hablar por entonces de Imperio, lo que se

right to see Clausewitz as the ideological father of the First World War (...). The ideology of 'true war' was the ideology of the First World War's armies; and the appalling fact that those armies brought upon themselves by their dedication to it may be Clausewitz's enduring legacy» (J. Keegan, A history of warfare, p. 22). 161 Ya el populismo anterior había hecho un ensayo general con la Primera Guerra Mun-dial: «Eighteenth century statesmen, responsible to no one but their princes, might after so inconclusive and expensive campaign as that of 1914 have got together at the begin-ning of 1915 and worked out a satisfactory peace settlement; but the forces of popular indignation which had been unleashed in 1914 could be no more easily reined in again than they had been in 1792» (M. Howard, War in European history, pp. 112-113).

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hacía con profusión)― supuso una consciente y asumida restauración de la barbarie. Como no podía ser de otro modo, una vez que las «naciones» ―término más apropiado para denominar a vándalos e indios sioux― sólo podían apelar a la fuerza, con renuncia expresa a toda justicia, para restau-rar cualquier tipo de «nuevo orden», que ya sólo podía ser de /160 señores y esclavos, de vencedores y vencidos. Sieg heil!: no había más salvación que la victoria. Y por eso decía Goebbels que cuando oía hablar de «humanidad» o «cultura», desenfundaba la pistola. ¡Que el ejército que fue de Federico II de Prusia y los herederos del espíritu samurai se dejaran arrastrar a aquella locura, es ciertamente una deshonra de toda la tradición militar, que con muchos muertos restauraron los regimientos británicos y el Séptimo de Ca-ballería, que como siempre al final vinieron a salvarnos de aquel neo-bar-barismo, de aquella barbaridad!

6. Patriotismo y globalización

Esta idea contemporánea y bárbara del «imperio» está bien lejos de la tradición clásica. El Imperio romano nada tuvo que ver con una expansión «imperialista». Roma ocupó el Mare Nostrum, sólo defendiéndose, a sí misma o a sus aliados162. Fue a pocos sitios a donde no la llamaran, por así decir llenando vacíos de poder, y poniendo orden donde había caos. Por ejemplo en Grecia, o en Egipto; o socorriendo griegos por todo el Medite-rráneo, como en Hispania frente a Cartago. O pacificando un foco perma-nente de amenazas como las Galias, o la frontera germánica. U ocupando Cilicia que era un nido de piratas; pacificando la frontera de Tracia /161 con-tra los dacios; o de Siria contra los partos. Y el resultado fue doble: en una primera instancia suponía esa expansión acoger la diversidad de las gentes

162 Ésta es la tesis de Cicerón, que recoge y generaliza Mommsen en su monumental Historia de Roma y que sigue la historiografía más convencional, hecha desde la tradi-ción humanista y simpatizante en general con la epopeya romana. Sin embargo, recien-temente algunos estudiosos han puesto en cuestión este «imperialismo defensivo» se-ñalando el carácter supuestamente agresivo de lo que se ha denominado «militarismo cívico» y en el que se supone que la guerra es el modo de vida propio de la civitas (D. Dawson, The origins of western warfare: militarism and morality in the ancient World). Sólo menciono esta teoría alternativa, aunque la tesis clásico-humanística me parece más plausible, a tenor del resultado final que, salvo en el caso de Cartago, supuso en general más la integración de los pueblos vencidos que su esclavización.

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bajo el manto protector de la pax romana, a cambio de impuestos llevade-ros y (eso sí) corruptamente recaudados, que permitían a la vez financiar las legiones y las obras públicas, enriquecerse a los gobernadores, y pros-perar a las provincias, dejando siempre un resto destinado a panem et cir-censes para la plebe de la Urbe, que vivía sin hacer nada, a cambio de la civilización que ella había estrenado. Pero en un segundo momento, Roma no sólo acogió pueblos y divinidades, sino que fue ensanchando el hori-zonte de lo que ella misma entendía como Patria, hasta hacerse Patria de todos163.

Tuvo que ver esto con la filosofía estoica. Al principio, como para todos los pueblos, humanidad era para los romanos lo que se albergaba dentro de los muros de la ciudad. Hombres eran aquellos con los que se comer-ciaba, se hablaba, se litigaba ante los tribunales, siempre bajo el amparo de la ley. Quien vivía fuera era un potencial enemigo, un bárbaro, y en cuanto tal propiamente inhumano, algo que más tenía que ver con las otras fieras que habitan por el campo. Ésta fue la ley de la polis, que los griegos inven-taron, pero nunca llegaron a superar. Pero este esquema se puede mante-ner mientras esa polis es pequeña, o incluso si tiene sus áreas de influencia en forma de colonias lejos de esos muros. Pero en la medida en que el poder de Roma se fue extendiendo, también se extendió, y se acercó, ese área de influencia; de modo que el vecino geográfico ya no era alguien con el que los romanos se estuviesen siempre peleando como en tiempos de los sabi-nos, sino gentes que vivían en paz con ellos; con los que los romanos tam-bién comerciaban, hablaban (porque aprendían latín o ellos /162 griego) y litigaban en los tribunales, también bajo el imperio de la ley, que como de-recho de gentes dictaban ahora los tribunales para todos aquellos que eran, no ciudadanos de Roma, sino personas capaces de apelar a la justicia de los pretores. Los no ciudadanos resultaron ser entonces también capaces de derecho, y así personas, no bestias.

Son entonces los filósofos estoicos los que a partir de aquí empiezan a considerar que más importante que ciudadano de Roma, es ser ciudadano de un nuevo universo, sometido a una ley universal164, al principio de lo que ellos llamaron Hegemonikon, como el nous o ratio que regía la vida de las

163 «Civitas ex nationum conventu constituta» (Cicerón, De petitione consulatus, XIV). 164 «Mi naturaleza ―dice Marco Aurelio― es racional y social, y mi ciudad y país, en la medida en que soy Antoninus, es Roma, pero en tanto que soy un hombre, es el mundo» (Meditationes, VI, 44).

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personas; y como la justicia universal a la que todos podían apelar. Ya Aris-tóteles lo había dicho, e insisten en ello los estoicos: hombre no es el habi-tante de una polis, el griego o el romano, sino el animal que tiene un logos, que es capaz de hablar y expresarse ante otros, que deben entonces reco-nocerle como tal y comportarse con él según justicia. Y así es como surgió la idea de humanidad, como una ciudadanía universal, más importante que la política, que debía ser reconocida por una legalidad igualmente universal.

Aquí estuvo la genialidad histórica de los romanos. Mientras que, como hemos visto, tanto el concepto griego de polis como el concepto con-temporáneo de «nación» funcionan de modo excluyente, y todo imperio se extiende más allá de los muros de la ciudad sólo de forma agresiva (de modo imperialista, decimos ahora), los romanos, por así decir, abrieron esos muros y los hicieron incluyentes, a la vez que los ensanchaban ad infi-nitum hasta abarcar a todas las personae, a todos los que siendo capaces de expresarse podían apelar a los tribunales reclamando justicia /163 según la ley de la razón. Así es como el Imperio se convirtió en un ámbito de ra-cionalidad y legalidad165. Y siendo la ley, más que los muros, lo que inte-graba la vida de la ciudad, esa ley, válida urbi et orbi, hizo del imperio una civitas universalis, eso que en griego se llamó oecumene y en las lenguas latinas «civilización», como ciudad universal de la humanidad. Así, tras re-conocerse la ciudadanía primero al Lacio, luego a Italia y a la Galia cisalpina, el emperador Caracalla se la reconoce a todos los habitantes del Imperio, que era ya el ancho mundo166. Todos los hombres son romanos. Al revés que en todo fascismo totalitario, la parte se hizo todo, no anulando, sino generando libertad y derechos.

Y todo ello sin renunciar a su ancestral piedad, al sentido de religación Patria, a sus lares. A la vez que esa Patria se engrandecía, y Pablo de Tarso, judío de Cilicia, podía decir con orgullo: cives romanus sum167. Todavía en mi pueblo, Emerita Augusta, en la Lusitania, Hispania, nos llamamos a no-sotros mismos «romanos», y ciertamente, en este sentido histórico, no lo somos menos que los que aún viven a orillas del Tíber.

165 Cf. M. Kaser, Ius gentium, Bohlau, Köln 1993. 166 Los motivos subjetivos de la famosa Constitutio Antoniniana bien pueden ser mucho menos honestos filosóficamente, y probablemente tuvieron que ver con la necesidad de extender la base demográfica para reclutar las legiones. Pero, sean cuales quieran los ardides de la historia (die List der Vernunft), la lógica, el sentido progresista, del desa-rrollo institucional iba en esa línea de extensión universal de la ciudadanía. 167 Hech 22,27.

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Esta descripción histórica nos proporciona ahora dos guías para la va-lidación política de la idea de patriotismo, al hilo de dos preguntas. Primera: ¿genera la Patria libertad, no sólo intra sino extra muros? Segunda: ¿es esa Patria simple provincia con ínfulas de imperio absoluto (hablamos entonces mejor de «chauvinismo» cuando menos, o «imperialismo fascista» cuando más), o es algo capaz de integrarse en un proyecto histórico universal que tiene /164 como límite una «ilimitada comunidad de comunicación», el «reino de los fines», la «humanidad», o como queramos llamar a esa comu-nidad universal de la que hablaban los estoicos, regida por lo razonable y lo justo? Si las dos respuestas, de modo por supuesto siempre relativo y mu-chas veces no exento de contradicciones, se acercan a ser positivas, la idea de Patria no sólo es políticamente viable y legítima, sino más propiamente imprescindible, como una reserva de tradición, movilizable allí donde ese proyecto universal de justa convivencia se ve amenazado por aquellos que no se quieren integrar en él, por aquellos que se autoexcluyen, que son los únicos bárbaros que en esta historia quedan168.

7. Milicia y tradición

Es cierto que la expansión de las fronteras de la República tuvo serias consecuencias para Roma; muy concretamente el colapso de la República misma, al que no fue ajena la profesionalización del ejército tras las refor-mas de Mario; y que el poder basculase desde las clases senatoriales a los jefes militares; mientras la plebe perdía todo nervio político y se contentaba con aquel que la hiciese alimentar. La democracia ―siempre sui generis en Roma― colapso asimismo, de algún modo, el sistema político de una civitas amurallada que se mostró inviable en el nuevo marco de responsabilidades geopolíticas. Tiene cierta lógica. Aún en 1789, la democracia revolucionaria era poco más que la dinámica política de la comuna de París. Hacía falta un desarrollo tecnológico por entonces /165 impensable ―en medios de comu-nicación e información, por ejemplo― para que se hiciese posible esa de-mocracia más allá de los limitados marcos de una ciudad griega, de un can-tón suizo, de un burgo hanseático, o de una colonia americana en la que todos los patriotas cabían todavía bajo el techo del Town Hall. Ese colapso

168 Roma, el reino franco de Carlomagno, Castilla, Inglaterra y los EE.UU., son formas políticas que en mayor o menor grado, y en algún momento de su historia, siempre re-lativamente, han llegado a desarrollar esta concepción universal y humanista del impe-rio.

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democrático se hizo, pues, en cierta medida necesario; y no necesaria-mente perverso. Pero sí muy peligroso para las libertades ciudadanas y el principio de legalidad, más importantes que la democracia misma. De he-cho, la crisis política se resolvió mediante el recurso al imperator que era la magistratura de mando militar en las provincias, que cruzando el Rubicón camino de Roma amenazaba convertirse con el respaldo de las legiones en dictator indefinido, abocando la República a un igualmente indefinido «es-tado de guerra». Este miedo, probablemente bien fundado, le costó la vida a César, en un último intento de las clases aristocráticas por mantener las libertades de la República y detener una militarización total de la sociedad romana.

Fue el gran mérito de Augusto, en el segundo intento por salir del es-tado de caos social que supusieron estos últimos estertores de la República, convencer a plebe, familias senatoriales, provincias y militares de que era posible un pacto en el que los intereses de todos saldrían beneficiados si se aceptaba pacíficamente el cambio de régimen. De este modo echó a andar el Imperio romano, como una especie de democracia implícita en la que todos, provincias incluidas, podían participar, sin tener que renunciar por ello a las libertades ciudadanas garantizadas por la ley. Que este pacto fun-cionó (aunque no siempre y en cualquier caso sólo relativamente) lo prueba que el imperator (que era un título honorífico de origen castrense) se hi-ciese indiscutida magistratura pública, sin necesidad de convertirse en dic-tator ―instituciones políticas como el senado mantuvieron una influencia deliberativa― y manteniendo la Roma imperial como /166 estado de dere-cho; de modo que el sistema judicial se conservó en lo esencial. Y no sólo eso: se pudo extender paulatinamente ese principio de legalidad ―véase el juicio, políticamente endiablado, de Jesucristo ante Poncio Pilatos― a todos los confines del Imperio. Y por último, ese pacto generó paz y, con altos y bajos, crisis y vicisitudes, mantuvo su vigencia durante más de cuatro si-glos169.

169 «Tal y como se formula en las Praetexta Octavia, es tarea del príncipe actuar de modo que se logre el acuerdo, el consensus del pueblo. Por tanto, el consenso ya no es la fór-mula sobre la que se ponen de acuerdo, poniendo su ser y poder en la balanza, los miem-bros de igual derecho de la res publica, sino la satisfacción del pueblo que aprueba las decisiones del príncipe» (K. Büchner, Humanitas Romana. Studien über Werke und Wesen der Römer, C. Winter, Heidelberg 1957, p. 269). No debería hacer falta decir que esta legitimación del principado es algo que puede hacerse sólo a posteriori por el his-

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Pues bien, sin hacerse arbitro de nada, pero siempre como necesario respaldo de la acción política, las legiones se convirtieron en la columna vertebral del Imperio, y así en las garantes últimas del orden legal que este supuso. Roma, y con ella la civilización y el sentido de la justicia, es en mu-chos sentidos su ejército. La Roma imperial pudo mantener gracias a las le-giones la antigua tradición civil, la vieja pietas romana, y hacerla extensiva por todo el Mare Nostrum y hasta los limes en los que esas legiones hacían guardia contra la incivilidad de los bárbaros170.

Fenómeno tanto más curioso cuanto que bastante pronto las legiones comenzaron a reclutarse precisamente en las mismas /167 regiones donde servían, esto es, en la frontera de esa barbarie. Los que guardaban el orden civil resultaban ser los más bárbaros de los ciudadanos. Y si eso fue posible es porque el ejército romano en su vida castrense, de frontera, mantuvo en forma de tradición lo que, usando términos de la enología jerezana, podría-mos llamar una solera civil. Y así, siendo mercenario nunca dejó de ser en el fondo de su memoria un ejército militum, de ciudadanos, ligado a las raí-ces de la Patria latina. Decorum est pro patria mori, siguió siendo su divisa, hasta que esa Patria agotada se descompuso, y sólo entonces la frontera implosionó ante los primos germanos de los últimos legionarios.

La esencia política del Imperio ―liberal, en absoluto dictatorial, y en nada parecida a lo que el fascio pretendió imitar de él― es un fenómeno histórico a veces mágico, otras contradictorio y no pocas miserable hasta la degeneración; y en todos los sentidos además irreproducible. Pero a él, y a sus legiones, debemos los europeos el legado de la civilización.

De ahí que para nosotros, desde Suecia a Portugal y Brasil, desde Po-lonia a Escocia y California, Roma siga siendo la última Patria de todos los soldados171. Y de ella todavía conservamos la máxima enseñanza de la vida

toriador, y nunca programáticamente por el teórico o el líder político, en lo que equival-dría a una legitimación de la dictadura, por lo demás ajena también a los teóricos roma-nos. 170 Es poco todo lo que hablemos acerca de la influencia del ejército sobre la vida política del Imperio: no había emperador que se sostuviese sin la confianza de las legiones. Y sin embargo, el ejército sigue siendo una institución de «frontera» y la vida romana sigue siendo «civil», como civiles son las magistraturas, incluso militares, que aún proceden de familias senatoriales y ecuestres, más que de las filas legionarias (la carrera «profe-sional» termina en el centurionato). El ejército sigue siendo más reflejo del senado y pueblo romano que al revés. Cf. G. Webster, The roman imperial army of the first and second centurias A. D., 3ª ed., A&C Black, London 1985, pp. 112-118. 171 En su History of warfare, John Keegan titula el capítulo dedicado a Roma: «Rome: motherhouse of modern armies».

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militar: un ejército sin tradición, sin los ritos piadosos que guardan la me-moria de los muertos de todos, caídos por la libertad, hasta Escipión el ro-mano o Leónidas el griego; un ejército que no lo sea de la humanidad, se hace, queriendo con von Clausewitz ser el continuador natural de la política, como hemos visto en el siglo XX, instrumento monstruoso de la violencia, en vez de voluntad ciudadana frente a ella./168

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V. ¿PROGRESISMO CASTRENSE?

1. De cómo la izquierda se hizo pacifista

Que la izquierda nada tiene de pacífica, es algo evidente en una ele-mental consideración de su historia whig, liberal, jacobina o socialista. No lo fue Cromwell, ni Washington, ni Jefferson, ni Danton, ni Marx, ni Prim, ni Cavour, ni Lenin, ni Trotsky, ni Wilson, ni Stalin, ni Largo Caballero, ni la Pa-sionaria, ni Roosevelt, ni Mao, ni Ho-Chi-Min, ni el Che Guevara. ¿De dónde viene entonces el pacifismo de la izquierda actual? Es ciertamente uno de los fenómenos más interesantes de nuestra cultura contemporánea, sobre el que se ha reflexionado muy poco; que requiere una investigación de fuentes que está aquí fuera de nuestro alcance; y sobre el que me limitaré a hacer algunas hipótesis.

Creo que el pacifismo radical es una sorpresa que la izquierda nos da en los años sesenta y de forma muy concretamente ligada a la crisis de Cuba primero y a la guerra de Vietnam después, mientras en las residencias de estudiantes proliferaban los posters de los caudillos revolucionarios Ho-Chi-Min y Che Guevara, en general poco pacíficos. Se trataba de un pacifismo ciertamente beligerante, y que respondía a todos los parámetros quinta-columnistas de lo /169 que, si no hubiese sido tan masivo bien podríamos considerar la obra de «agentes infiltrados». Ciertamente el protagonismo de los partidos comunistas de obediencia soviética fue importante en este movimiento. La guerra era mala, porque «los buenos» la estaban per-diendo; y había que detenerla por todos los medios. En parte lo consiguie-ron, al menos en Cuba y Vietnam, que siguen siendo dictaduras comunistas.

Pero el movimiento pacifista, generalizado en la gran explosión hippie, es algo más radical que eso. A esa intención quintacolumnista de la iz-quierda clásica se sumaron los más curiosos movimientos, pro-derechos ci-viles por ejemplo, pero también cristianos y sobre todo ecologistas, más partidarios del budismo tibetano con túnicas color azafrán que de cantar la Internacional y empuñar el kalashnikov. El casco invertido convertido en maceta se hizo símbolo, bien expresivo, de este movimiento pacifista172. Por otra parte, si este pacifismo hubiese sido inducido, de algún modo habría visto el fin de sus días con la caída del muro de Berlín y la derrota definitiva de aquellos supuestos «buenos». Pues no, desaparecida la Unión Soviética

172 Cf. M. Dickstein, Gates of Eden: American culture in the sixties, Harvard University Press, Cambridge, MA 1997.

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y convertida China en un estado con pretensiones de normalidad, el paci-fismo sigue más virulento si cabe, impregnando la opinión pública occiden-tal, sobre todo en Europa: intentando detener el gasto militar, la acción di-plomática respaldada por las armas, y por supuesto todo tipo de acción bé-lica, incluso allí donde se trata de enfrentarse a reconocidas figuras mons-truosas como Sadam Husein, la locura talibán en Afganistán, el terrorismo palestino, o el lunático y peligroso régimen de Corea del Norte. Cualquiera de estas figuras es «mejor» que el intento de oponerse a ellas por la fuerza de las armas, incluso si vienen y vuelan las Torres Gemelas, lo que de /170 paso produce un cierto regodeo, Schadenfreude, al ver cuestionada la in-vulnerabilidad del «Imperio». A la vez se suman también a este movimiento muchas personas «normales», en el sentido de que responden a pautas per-fectamente encajadas en el modelo de vida social propio de sociedades ca-pitalistas avanzadas, que en absoluto cuestionan ese modelo de vida, que más bien quieren ver reforzado como «estado del bienestar». Y se suman porque, sin entrar en cuestiones morales de fondo, entienden que esas pro-puestas «militaristas» suponen amenazas inmediatas para ese estado de bienestar: las guerras son muy caras, más caro es prepararse para ellas, y además hacen subir el precio del petróleo; lo que puede significar que el año que viene no nos suban el sueldo y encima cueste más la gasolina. La coalición pacifista se sigue así consolidando: al pacifismo radical se suma sin entusiasmo pero de modo políticamente bien operativo una gran masa electoral «de centro» aferrada a los valores de inmediatez propios de nues-tra cultura «consumista».

Me gustaría no emprender contra esta coalición un alegato moral. En-tre otras cosas porque sería de muy dudosa utilidad. Estos valores se han convertido, como decía al principio, en postulados prácticos solidificados y en gran medida inmunes a todo intento de discusión. Es más, no creo que vayan a cambiar en un futuro próximo. Creo que para mal de nuestra civili-zación. Pero es inútil pretender un cambio porque una cultura tiene mucho que ver con esta sedimentación de actitudes que se convierten en referen-cias invariantes y en fundamento de la praxis, sobre todo política. El paci-fismo se ha hecho a lo largo de los últimos cincuenta años un modo europeo de ser y percibir el mundo. Y eso no va a cambiar en los próximos cincuenta. A no ser que ocurra algún cataclismo histórico que ponga al descubierto esos sedimentos básicos. Algo que ciertamente podría ocurrir, precisa-mente en la medida en que esos presupuestos morales /171 responden,

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como intentaré hacer ver, a un cierto pathos suicida que se ha apoderado de nosotros.

Por eso, sin querer convencer a nadie, sí me parece fascinante profun-dizar en las claves de esta actitud, para ver desde un punto de vista filosófico cómo funcionan los conceptos sobre los que se asienta.

2. El 68 o el fin de la utopía (y de la izquierda)

Quizás a estas alturas el lector (y yo mismo) se sorprenda si digo que eso que llamamos «la izquierda» ha sido, muchas veces para mal, pero en general para bien, el motor del desarrollo histórico desde el siglo XVII al XX. Por eso les gusta llamarse progresistas, frente a las fuerzas reaccionarias, conservadoras, retrógradas e inmovilistas que se agrupan bajo lo que ellos llaman la derecha; y que piensan que en la historia, desde alguna Edad de Oro siempre mal definida, venimos sólo decayendo. El esquema es simple pero no necesariamente injusto; o al menos es más injusto decir que es «simplista». Desde el siglo XVII, la izquierda se define, de una u otra manera, con matices ciertamente variados, por el ideal revolucionario. La mejor de-finición de ese ideal que yo conozco la da Hegel en un escrito de juventud que se titula «La positividad de la religión cristiana», y dice: «corresponde a nuestros tiempos reclamar (...) como propiedad del hombre los tesoros que se han dilapidado en el cielo»173.

Desde entonces esa izquierda estuvo, a su vez, dividida en dos: la que reclamaba ―como dicen los sindicatos en sus pancartas― esa propiedad ya, esto es, los que pretendían esa revolución para ahora mismo; o los que entienden que esta reclamación requiere al mismo tiempo un proceso de maduración del sujeto capaz de hacerse cargo de eso que, por otra parte, tiene también mucho de /172 herencia infinita. Se trata en último término de una cuestión teológica: o nos peleamos con Dios (como por cierto sugiere la Serpiente), o nos preparamos como buenos hijos a heredarlo. A los pri-meros les ocurre fácilmente como al hijo pródigo de la parábola, que recla-mando eso «dilapidado en el cielo» terminan dilapidando en la tierra lo re-clamado y pastando al final entre cerdos. O ―como hemos visto― en las cárceles revolucionarias esperando la guillotina, o en Siberia. Los segundos ―de los que procede la tradición política liberal―, más inteligentes y al fi-nal más fecundos históricamente, entienden que la revolución por su pro-pia naturaleza, porque lo que reclama es algo infinito ―hacerse como

173 Die Positivität der christlichen Religion, en: Theorie-Werkausgabe, 1, p. 209.

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Dios―, se convierte más bien en un paradigma histórico, en una idea límite ―regulativa, decimos los filósofos― cuya última realización tiene un sen-tido escatológico, remite al fin de los tiempos, mientras sirve para interpre-tar como «revolucionarios» hechos concretos que nos aproximan a ese fin: como el descubrimiento de una vacuna, o un invento tecnológico, o una importante ley que de una u otra forma contribuye entonces a esa marcha infinita de aproximación al ideal, que llamamos progreso. Esa revolución (que Hegel también llama «reconciliación»174 del hijo con el Padre) se con-vierte, como todo paradigma ideal, en algo utópico. La revolución resultó ser entonces o un horror terrorista, o una utopía. Pero no en el sentido de que fuese algo vacuo, irreal o deletéreo. Es más, la utopía, en su renuncia a ser realizada del todo aquí y ahora, es precisamente más real que la historia que por ella se rige, que, en la medida en que se queda por debajo del ideal, como ya dijese Platón, no es más sino menos real que dicho /173 ideal. La utopía es así el objeto de la esperanza histórica, como anhelo de una vida mejor que no se funda en el mero deseo, sino en las posibilidades reales que las cosas tienen de efectivamente llegar a ser mejores175. Todavía más: como esas posibilidades utópicas constituyen la realidad misma de la cosa, cuyas posibilidades (de ser sí misma) se ven disminuidas en la vida histórica, lo que mueve verdaderamente la historia hacia esa perfección utópica no es otra cosa que eso que llamamos libertad, o lo que es lo mismo, el afán de toda realidad de llegar a ser lo que es. De ahí que la libertad haya sido la reivindicación de siempre de todo progresismo. Progreso no es otra cosa que la emergencia de la libertad en la historia, en marcha hacia sus mejores posibilidades.

Este esquema, que también podríamos denominar romántico, otra vez simple en el mejor sentido, es el que subyace a todos los planteamientos del siglo XIX y principios del XX. Magistralmente lo expuso Ernst Bloch en su

174 Dice Hegel, refiriéndose a los primeros momentos de la Revolución francesa: «Aquí llegó la gran aurora. Todos los pensadores han celebrado esta época. Una sublime emo-ción dominó estos tiempos, y el entusiasmo del espíritu vislumbró el mundo como si sólo ahora hubiese llegado la verdadera reconciliación de lo divino con lo humano» (Vor-lesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, Werke in zwanzig Bände, Theorie-Werkausgabe, vol. 12, p. 529). 175 He tratado por extenso este punto en: «Utopías, en plural», en: Nueva revista, de cultura, política y arte, 55 (Madrid: 1998), pp. 50-65.

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Principio Esperanza176. Hasta que, después de Hiroshima y Auschwitz, la iz-quierda comienza a reflexionar sobre él, desde el horror ante lo que esa historia estaba produciendo.

Los protagonistas de esta reflexión son los filósofos de la Escuela de Frankfurt177: Horkheimer, Adorno y ―de enorme repercusión precisamente en los Estados Unidos como el padrino /174 intelectual de la revuelta estu-diantil― Marcuse. Una de sus obras se titula precisamente así: El final de la utopía178. El análisis es desolador respecto de las posibilidades de la libertad de construir algo que no sea el relleno de su propia vaciedad179. Estos auto-res siguen muy de cerca la descripción que hace Max Weber de lo que él llama la racionalidad tecnológica (Zweckrationalität), según la cual todo lo que entra en el horizonte de la subjetividad es interpretado como medio, de forma que la única posible racionalidad consiste en potenciar la eficien-cia: cada vez hay más medios para no se sabe qué fines; y la libertad no es otra cosa que la infinita intensificación de esa capacidad de mediatizar,

176 Cf. Das Prinzip Hoffnung, p. 1628: «El hombre vive aún en la prehistoria; todas las cosas están incluso antes de la creación del mundo, como uno correcto. La verdadera génesis no está al principio, sino al final, y comienza a empezar cuando la sociedad y existencia se hacen radicales, es decir, recurren a sus raíces. Pero la raíz de la historia es el hombre que trabaja, que crea, que transforma lo dado y lo supera. Cuando él se ha comprendido a sí mismo y fundado lo suyo sin alienación alguna en una real democracia, entonces surge algo en el mundo que se aparece a todos en la niñez y donde aún no estuvo nadie: Patria». 177 Así comienza Dialektik der Aufklärung, de Horkheimer y Adorno: «Desde siempre la Ilustración en su más amplio sentido como pensamiento progresista, ha pretendido li-berar al hombre del miedo e instaurarlo como señor. Entretanto el planeta, plenamente ilustrado, resplandece bajo el signo de la desgracia triunfal» (DTV, Frankfurt a. M. 1982). 178 H. Marcuse, Das Ende der Utopie. Vorträge und Diskussionen in Berlin 1967, Neue Kritik, Frankfurt 1980. 179 Cf. Dialektik der Aufklärung, p. 51: «El dominio del hombre sobre sí mismo, que fun-damenta su mismidad, es virtualmente por doquier la aniquilación del sujeto en cuyo servicio se da. Pues la dominada, reprimida y en autoconservación disuelta substancia, no es otra cosa que lo vivo, sólo en función de lo cual se determinan las funciones de autoconservación; es decir, es precisamente aquello que se trataría de conservar. La contrarrazón del capitalismo totalitario ―cuya técnica de satisfacer necesidades, en su forma objetivante y determinada por el dominio, hace precisamente imposible esta sa-tisfacción de necesidades y conduce al exterminio de los hombres― se manifiesta pro-totípicamente en el héroe que se quiere escapar del sacrificio sacrificándose». Con otras palabras: este despropósito termina «en la amenaza de la humanidad organizada contra el hombre organizado» (Negative Dialektik, Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1982, p. 314).

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hasta la absoluta esclavización de todo lo demás180. La lógica posible es una «lógica del poder», en la que al final toda realidad queda bajo la infinita opresión de lo que ellos comienzan a llamar el «sistema».

A partir de aquí todo ideal revolucionario queda cuestionado en su misma raíz. Si la revolución es la toma del poder ―por ejemplo por el pue-blo, o por el proletariado, o por la nación―, da igual quién lo tome, porque lo único que hará es potenciar la dinámica en la que ese poder se intensifica. ¿No queda entonces utopía /175 alguna? Sí, pero no las utopías positivas que planteaba el mesianismo romántico, sino una utopía negativa que es simple reverso del daño que el sistema va generando mientras no llegue a ese final en el que todas las piezas encajarían sin rozamiento en su funcionalidad y el sistema se convertiría en máquina infinita que no se sabe para qué sirve. Mientras duela, mientras el sistema genere marginación ―rebabas que van dejando los moldes lógico-funcionales―, mientras existan todavía disfun-ciones, la imaginación ―la única que merecería el poder― puede todavía «pensar» que «otro mundo es posible». Pero no se pida ahora que esa uto-pía adquiera contornos más allá de la protesta; y menos que aporte «solu-ciones». La omnirracionalidad del «sistema» hace que cualquier intento de jugar con sus cartas lógicas sea ya concederle la mano entera. La protesta ―la de la «canción protesta»― no tiene razón desde ningún punto de vista que no sea el de su inmediatez181.

Desde aquí la «nueva izquierda» desarrolla una «mística de la margi-nalidad»: mujeres maltratadas, estudiantes proletarizados, parados, fran-ciscanos mendicantes, homosexuales, gitanos, budistas del Himalaya, pa-lestinos, inmigrantes, talibanes (aunque maltraten mujeres), incluso Sadam Husein y Gadafi, resultan ser reservas utópicas «alternativas», frente a la uniformidad del «pensamiento único». El mal es ahora la marginación que va dejando el sistema en su marcha; pero esos restos des-integrados, cons-tituyen asimismo la última esperanza de autenticidad.

180 Cf. M. Horkheimer, Zur Kritik der instrumentellen Vernunft. Aus den Vorträge und Aufzeichnungen seit Kriegsende, editada por A. Schmidt y publicada en Frankfurt a. M. 1967. 181 Dice Adorno: «La necesidad de hacer locuaz el sufrimiento es condición de toda ver-dad» (Negative Dialektik, p. 29). El problema es si dicha condición, además de ser ese momento reivindicativo necesario en todo discurso verdadero, no es también suficiente, en el sentido de que poco más allá de su misma irracionalidad puede ir la protesta sin articularse de nuevo como sistema lógico alternativo, y por tanto en una nueva opre-sión. La pregunta «¿adónde queréis ir a parar?» dirigida a los de la protesta «tiene que» carecer de sentido.

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Muy especialmente es la naturaleza esa reserva, como aquello que siendo mero «recurso» la razón industrializada pretende /176 reducir a «ma-terial», a lo disponible para la «explotación» y el «consumo». De ahí la re-formulación ecologista ―antiindustrial, anticomercial― de la nueva iz-quierda, que antes había sido «estajanovista» y medía los logros de la revo-lución por las toneladas de acero producidas.

¿Y qué decir del pacifismo? La guerra es la vida misma del sistema, como consecuencia imperialista de su totalitarismo. Y no sólo para vencer resistencias a su expansión, conseguir nuevas fuentes de explotación, etc. También porque el mismo sistema, para cuya última inutilidad todo es útil, necesita destruir para seguir produciendo y mantener en marcha el meca-nismo. Las guerras son necesarias para su continua regeneración. Resistirse al sistema desde la marginalidad es elemental exigencia de la alternativa. Los refuseniks o «insumisos» son los nuevos héroes del contraparadigma182.

Eso si por el revés de un irracional conservadurismo (perdón, «conser-vacionismo») ecologista con tintes bucólicos de cooperativismo eco-agra-rio, que mira nostálgico como hacia el perdido paraíso a la economía de subsistencia de sioux y hotentotes, no sale una vena también terrorista. Porque contra el nihilismo productivista-consumista del sistema, sólo cabe la esperanza de la alternativa total: ¡contra la máquina, protesta (cualquiera vale) y dinamita! Las «brigadas rojas» y los Baader-Meinhof de los setenta; por supuesto el terrorismo bucólico-separatista, y en escala menor los gru-pos violentos antiglobalización o del movimiento «okupa», serían las lógicas consecuencias de la anti-lógica; única que puede explicar por qué el terro-rismo vasco tiene simpatizantes en Almería, y por qué tanta gente no pudo disimular su gozo al ver derrumbarse las Torres Gemelas183./177

Lo que antes había sido la utopía, como guía positiva de la historia, que se ponía de manifiesto allí donde los tiempos «se quedaban cortos» res-pecto de esos ideales, que lo eran de humanidad, se convierte ahora en «contrautopía». En el sentido de que la utopía no tiene otro diseño que el rechazo negativo de lo dado; pero también en otro sentido en que se trai-ciona la tendencia progresista de todo ideal, porque nada «mejor» pode-mos esperar del curso natural de las cosas, de la libertad, que conduce sólo al autorreforzamiento del sistema. Lo que hay que hacer con la historia no es continuarla hacia una plenitud, sino pararla, desmontarla, deconstruirla, destruirla.

182 Cf. Virginia Woolf, Thoreau, The Upstairs Press, Kentfield, Ca. 1977. 183 Cf. N. Chomsky, 9-11, Turnaround, London 2001.

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La izquierda europea, sobre todo intelectual, no tuvo que esperar a la caída del muro de Berlín, que ya no le supuso especial desconcierto, porque estaba desde el 68 en pleno proceso de descomposición utópica primero y de reformulación nihilista de sus contra-ideales a continuación. Esa iz-quierda que había sido el motor de la historia, se revolvió después del ma-sivo desencanto contra sí misma y sus productos; y revistiéndose de «alter-nativa» alzó la bandera de la incivilidad anarquista. El muchacho de Califor-nia que fue descubierto luchando contra los marines en Afganistán, es algo más que un caso aislado, es el símbolo de hasta qué extremo ha llegado el desconcierto. Antes la izquierda luchaba por «un mundo mejor», ahora su eslogan es: «¡Otro mundo es posible!»184, donde cualquier «otro» vale con tal de que sea el reverso negativo de éste; sobre todo con tal de que no sea la continuación progresiva de éste. Vale por ejemplo Sadam Husein (el mo-vimiento Baas es eco no tan lejano del fascismo europeo), o Kim-Il-Sung, por supuesto Ben Laden y el Cojo Manteca. La izquierda ya no sabe qué significa ser progresista aparte de estar /178 resentido. La izquierda ha muerto; cayó en el 68 víctima de su propia deconstrucción. Por eso es ahora pacifista: no sabe por qué luchar que no sea el revés de lo que hay. Pero sin mucha pasión. A ser posible que destruyan otros, mientras los admiramos «comprendiéndolos»; y sobre todo bloqueamos cualquier intento de de-fensa. En esto sí sigue la izquierda con su tradición.

3. Cañones y mantequilla

Es evidente que esta izquierda contrautópica es ella misma marginal, y sólo se presenta como tal en partidos radicales fuera casi del arco parla-mentario. Pero más allá de la estricta militancia, sus tesis se extienden por el difuso reino de las simpatías. Entre otras cosas porque ha dejado de ser un proyecto político y uno no se adscribe a ella por pensar algo sino por simpatizar, y sobre todo antipatizar con casi todo lo «normal» que la histo-ria ha producido en su progreso. No es que uno piense como Ben Laden, pero los americanos no le caen simpáticos; y en este sentido «entiende» que les vuelen las torres. De este modo, esta mentalidad eco-okupa-anarco-narco-terro-agro-pacifista puede generalizarse sin necesidad de tener de-trás un compromiso reflexivo, simplemente mediante el cultivo de fobias,

184 J. Cavanagh (ed.), Alternatives to economic globalization: a better world is possible, Berret-Koehler, San Francisco 2002.

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en las que al final se hace decisivo el «argumento» de que a mí esto o aque-llo, aquél o el de más allá, «no me cae bien». Es así como la discusión polí-tica, empobreciendo su nivel argumental, se ha hecho cuestión de «sensi-bilidades». Y de este modo, el nihilismo neo-izquierdista descrito se difunde a la vez que se difumina, abriéndose en eso que se llama «centro» y que, ahora sí, abarca a la gran mayoría del electorado europeo.

Lo cual permite una extraña y perversa simbiosis entre esta contrau-topía anti-sistema (que campa por el difuso ámbito de la «sensibilidad» y que se asoma en editoriales periodísticos, ensayos /179 intelectuales y ser-mones clericales) y la más rabiosa integración en él, que desesperadamente trata de asegurar para los intereses particulares la mejor distribución del «pastel» consumista, en forma de seguridad social y Estado del bienestar, no para todos, sino para mí. Lo «público» se convierte entonces en pretexto de la expoliación fiscal of the commons, del común. Expoliación en la que esos intereses particulares, incapaces de reflexionar sobre el conjunto, es más, justificados por la «sensibilidad» anti-sistema para considerar ese con-junto como perverso, se empeñan con fruición, elección tras elección, en socavar las bases de eso ―propiedad, seguridad jurídica, hacienda pública equilibrada, libre empresa, institucionalidad del poder, defensa colectiva, etc.― que, si al final resultase no ser tan perverso, precisamente constituye la base sobre la que se asienta la vida común, la res publica. En esta mezcla de sensibilidad teórica anti-sistema y rabiosa praxis consumista, nuestras sociedades se han convertido en monstruos de indolencia que muy poco a poco ―la inercia creativa de anteriores épocas «revolucionarias» está re-sultando formidable― pueden terminar devorándose a sí mismas.

Desde este planteamiento lo «público» es entendido como espacio de justicia, no legal ni conmutativa, sino inmediatamente distributiva: es lo que tiene que poder ser distribuido; como dicen las pancartas, ya. Y volviendo ahora al tema de estas páginas, éste es el drama de todo ministro de De-fensa en un gobierno democrático de la Europa continental: que no hay forma de hacer imaginar al electorado qué beneficio inmediato puede sacar cada uno de una fragata, cuando además se trata de una cosa que dispara misiles y torpedos, que «no nos caen bien» porque nuestra «sensibilidad» nos dice que son cosas violentas y por tanto malas. O el ministro de Defensa consigue el apoyo sindical para garantizar así unos puestos de trabajo en los astilleros, o no hay dinero para fragatas. Las fuerzas armadas se convier-ten en algo /180 impresentable, hasta el extremo de que sacarlas en parada

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por las calles y plazas de la ciudad resulta un contrasigno utópico que hay que dosificar con muchísima prudencia política para no herir sensibilidades.

Lo público, en forma de presupuestos, se interpreta como una fuente de recursos, siempre efectivamente escasos, que exigen ser economizados en usos alternativos que se excluyen. Y esto llegó a ser un ejemplo de ma-nual de economía que se hizo tópico: el dinero que se gasta en cañones se quita de la mantequilla185. Luego ha resultado que el ejemplo de la mante-quilla no es bueno, porque a base de acaparar subvenciones la agro-indus-tria láctea europea ha generado montañas de mantequilla que nadie está dispuesto a consumir a esos subvencionados precios186. Pero el tópico se deja reformular con facilidad: aparatos para los hospitales, ordenadores para las escuelas, viviendas para los pobres, ópera para los ricos, cualquier cosa que pongamos al otro lado del binomio alternativo, sale mejor parada que los cañones como fin adecuado del gasto público. La defensa ha dejado de ser entendida como un bien desde el punto de vista consumista, porque no es inmediatamente un bien distribuible; percepción reforzada por la nueva y difusa sensibilidad anti-sistema, desde cuyo punto de vista contra-utópico no puede ser entendida como bien en absoluto, sino siempre como refuerzo violento de un sistema moralmente indefendible.

Con frecuencia se argumenta que los gastos en defensa son difícil-mente justificables para una sociedad que ―volvemos a las sensibilida-des― «no se siente amenazada». Pero eso no es cierto; y además no lo puede ser. Uno no se siente amenazado porque haya /181 una cosa externa que da miedo; aunque pueda ocurrir. Del mismo modo como no nos senti-mos que vayamos a morir porque algo o alguien nos vaya a matar. La con-ciencia de precariedad es, como gustamos de decir los filósofos, trascen-dental, condición de nuestra misma existencia en tanto que finita. Ser vul-nerable es condición de posibilidad de que alguien nos amenace, y no al revés. Por eso, por ejemplo, la gente asegura sus viviendas contra incen-dios, aunque no prevea en absoluto que se vayan a incendiar; porque sabe que la ley de Murphy ―todo lo que puede salir mal, saldrá mal― afecta a la raíz de nuestra condición finita, y la casa se termina incendiando al día siguiente de que caduque la póliza. De eso vive la industria del seguro, de que la gente quiere estar preparada para lo peor, no por si ocurre, sino para

185 P. Samuelson, Economics: an introductory analysis, 7a ed., McGraw Hill, New York 1967, pp. 18 s. 186 Cf. N. Corron, X.-Z. He, F. Westerhoff, «Butter mountains, milk lakes and optimal price limiters», en: Qualitative finance research Center, Research paper 158, May 2005.

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que no ocurra. Es la preparación frente a las posibles amenazas lo que da seguridad, y no la ausencia de dichas amenazas en concreto. La paz no es, pues, algo que nos exima de su defensa, sino lo que esta defensa debe in-tentar garantizar.

No se trata, por tanto, de que la sociedad no se sienta amenazada; más bien el problema resulta de una doble inmoralidad. En lo que a sensibilida-des respecta, en parte importante pensamos que la amenaza no debe ser resistida, porque nuestro sistema de vida «merece» la destrucción. Nadie quiere defender algo contra lo que en el fondo (o en la superficie de las sensibilidades) alberga un profundo resentimiento. Queremos el desarme, no porque pensemos que no vale la pena luchar, sino porque nos hemos pasado al enemigo. La tradición quintacolumnista continúa; sólo que ya no hace falta la Unión Soviética: cualquier enemigo es bueno. Es sencillamente lo que antiguamente se llamaba alta traición. Y donde esta sensibilidad anti-sistema no alcanza, se hace operativa la otra inmoralidad consumista: las armas son muy caras, en realidad suficientes o excesivas; además no se em-plean y sirven sólo para que los militares jueguen a la guerra./182

Y en todo caso, emplear recursos en ellas supondría detraerlos de aquella parte del «pastel» que se puede distribuir y transformar en con-sumo inmediato. Como los seguros, los gastos en defensa son una forma de ahorro, de estar preparados para los días malos de forma proporcional a nuestros ingresos. Y una sociedad consumista no ahorra, vive al día.

En este sentido, por ejemplo, uno de los sofismas a la hora de ahorrar gastos militares, consiste en pretender que un país tiene que estar prepa-rado para defenderse sólo de enemigos potenciales de su entorno. Por ejemplo España de las amenazas que puedan proceder del Norte de África a fin de garantizar la seguridad de nuestras islas y de las plazas africanas. Al fin al cabo nos sale más barato que si Méjico tuviese que plantear sus gastos de defensa ante una posible guerra con los Estados Unidos, que ya en 1847 se le llevó la mitad del territorio (por lo demás teórico y vacío). Por supuesto Bélgica no linda con ninguna amenaza actualmente plausible, y la defensa le sale más barata aún. Pero de este modo muchos países lo único que jus-tifican es su desidia militar y evadir la responsabilidad que les corresponde en la defensa global de una forma de vida civilizada. O de otra forma: dis-frutan de una póliza de seguro cuyas primas las pagan otros.

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4. Liberalismo y milicia

Ya sea por rencor o desidia, eso que hemos descrito como «colapso de la utopía» tiene como inmediata consecuencia el desfondamiento moral del patriotismo. Algunos restos de ese coraje civil afloran todavía débilmente con ocasión de alguna catástrofe natural que conmueve el cuerpo social, o cuando el terrorismo alcanza esos niveles superlativos de horror que hacen pensar que quizás, alguna vez, en cierta medida, pero con mucho /183 cui-dado, por supuesto sin herir sensibilidades, una movilización de la voluntad pública sería necesaria. Pero por lo general ese patriotismo y las banderas ya sólo se lucen en el fútbol, de forma además fácilmente divisiva, y tiende a descomponerse allí donde un partido puede apelar a algún tipo de hecho diferencial lingüístico, histórico o económico. El fenómeno de los naciona-lismos no es causa sino consecuencia de ese desfondamiento patriótico; porque las naciones, reales o supuestas, se hacen anti-patrias, productos de descomposición movidos por el resentimiento, que cuando es «funda-mental» siempre encuentra excusas para el odio,

Y es que la Patria no son simples raíces históricas y lealtad a las tumbas de los «padres». O por seguir con el símil botánico, las raíces se mueren muchas veces después, cuando el árbol se hace viejo, deja de ser un pro-yecto vital, y el follaje se ha convertido en hojarasca. La Patria es memoria porque es un proyecto histórico de futuro187; y al igual que los árboles se alimentan más de aire que de minerales y son más bien una forma de res-pirar. Las Patrias viven de las utopías, de la idea de que la humanidad es un proyecto compartido en el que la libertad se despliega como progreso. Sólo entonces la vida común se hace patrimonio, porque es legado recibido que hay que transmitir. Eso y no otra cosa es la Patria.

¿Y en qué consiste ese proyecto? Hay muchas Patrias, luego parece que habría muchos proyectos. Pues no. Las Patrias difieren por sus oríge-nes, pero no por su fin, porque ese proyecto no consiste en otra cosa que en la realización compartida de nuestra forma de ser hombres188. Hay Pa-

187 Cf. J. Ortega y Gasset, España invertebrada: bosquejo de algunos pensamientos his-tóricos, Alianza Editorial, Madrid 1981. 188 G.W.F. Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, § 268: El patriotismo o concien-cia política (politische Gesinnung) «es la conciencia o confianza de que mi interés subs-tancial o particular se mantiene y conserva en el interés y fin de otros en relación con-migo mismo, de modo que ese otro no me es extraño y en esa conciencia me siento libre».

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trias porque ser hombre es una /184 tarea, infinita además, que los indivi-duos no pueden realizar por sí solos. Y entonces es la civitas el marco de esa tarea, como división del trabajo y comercio, como solidaridad y seguro ante las catástrofes, como experiencia acumulada en ciencia y saber, como capi-tal compartido de infraestructuras productivas, como diálogo político de-cantado en instituciones, como leyes que regulan la fidelidad a los contra-tos, la propiedad y lo prohibido, como castigo a la infracción de esas leyes, y entonces, por supuesto, como defensa militar y ciudadana ante enemigos y amenazas. Y todo eso se articula como legado y patrimonio, porque aque-llo que se trata de realizar nunca es lo ya concluido, el producto histórico concreto, sino un ideal de convivencia en cierta forma infinito, que tras-ciende por tanto el tiempo. Por eso es utopía. Pero no como lo que está fuera de la historia. No hablamos de una eternidad que nada tuviese que ver con los afanes diarios de la civitas, sino de aquello en lo que esa historia culmina, de forma que nuestros hijos estén más cerca de ese fin que nues-tros padres. Esa utopía es progreso.

Fue un lamentable malentendido histórico que romanos y cristianos no se entendiesen antes de que fuese demasiado tarde y hubiese colapsado ya el mundo clásico, porque la Patria no es otra cosa que el camino histórico que conduce desde Rómulo y Remo, que vivieron entre lobos, y Numa Pom-pilio, que recogió en leyes la primera idea de justicia, a la Jerusalén celestial. También parte otra corriente del Sinaí, en la forma de un pueblo que huye de la esclavitud, que también recoge en tablas sus leyes, como algo sagrado recibido de Dios. U otra del Ática y de las costas del Asia Menor, cuando otro pueblo descubrió que los hombres se parecen a los dioses, que son libres, y aprendieron por ello a pensar y a comerciar. Y otra que parte del norte, de la Gothia, amante de la libertad y se hace razonable con las leyes de la caballería. Y otra de las llanuras del Ganges, o del Yang-Tse, que nos enseña a hacer /185 libros; o del Nilo, donde saben mucho de la muerte y algo de geometría. Y así, la Jerusalén celestial se hace asamblea final de las tribus y de las naciones, de lo que en el mundo helenístico se llaman las gentes. De modo, dice san Pablo, «que ya no serán judío, griego o gentil»189 ―chinos, hindúes o vascones, tendríamos que añadir―, sino todos hijos de un mismo Padre. Y entonces la utopía se desliga de la miseria del espacio y las fronteras, del territorio: «El mundo será un paraíso, Patria de la huma-nidad». San Pablo y la Internacional socialista, dicen en gran medida lo mismo. (Pero eso era cuando la izquierda todavía era progresista y no se

189 Rom 10,12.

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había pasado a la contrautopía «alternativa»; cuando aún creía en «un mundo mejor», y no en que cualquier otro mundo, los infinitos mundos in-civiles de la barbarie, fuese mejor.) Si queremos resumir todo esto en fór-mulas reconocibles para una «sensibilidad laica» ―siempre hay que tener cuidado―, podemos decir que la Patria es el camino desde las naciones a la civilización.

Por eso, el signo de todo verdadero patriotismo no es otro que la ca-pacidad ―en contra de la tendencia regresiva al nacionalismo― de confluir hacia ese ideal de humanidad. El patriotismo que se hace provinciano y chauvinista, recuerdo rencoroso de la tumba de los padres, hace traición a los héroes que hicieron su historia, si es que esa historia es de humanidad y no de agresión; porque esos héroes están ya en el cielo al que hay que llegar, que es el de todos. Los héroes de las Patrias, lo mismo que sus sabios, son internacionales. Se diferencian en los obstáculos distintos que tuvieron que superar, por las distintas tiranías a las que se resistieron, pero no por el objetivo final por el que de una u otra forma, muchas veces mezcladas con miserias históricas, su objetivo final fue el mismo: una vida humana digna bajo la luz del sol./186

Las Patrias son formas parciales de conquista de lo utópico, parcelas ganadas de libertad. Y entonces son territorio a defender, precisamente porque costó mucho conseguirlas. Mucho esfuerzo, mucho trabajo, mucha investigación y crítica, mucho dolor de parto, y mucha sangre de soldados a la que ahora hay que ser fieles. Pero no es territorio geográfico para ex-pulsar de él a otros, sino celeste, ideal, y que se puede por tanto compartir.

Con esto vamos a ir terminando. Espero haber dejado claro en estas páginas que lo que hace honorable la vida del soldado es una visión utópica de la vida de los hombres. No hay militar sin ideal. Y más, que este ideal no es otro que el de una libertad compartida en paz. Cuando esta utopía co-lapsa, la libertad se hace mero capricho; deja de ser un deber, y algo por cuya defensa vale la pena morir. A una sociedad que pierde el sentido de esa liberalidad le sobran sus soldados y es incapaz de guardar de ellos ho-norable memoria. Y antes o después, sí no se enmienda de su deslealtad militar, sucumbirá a la barbarie. Esta es la lección que nos legó el huma-nismo clásico.

Soy consciente de que todo esto suena insufriblemente romántico ―peor, ingenuo― para una sensibilidad intelectual que ha sustituido el en-tusiasmo ilustrado por lo que ellos ahora llaman «lucidez» y yo simple-

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mente «desencanto». Suena además a Salgari y al Príncipe Valiente, a Tin-tín, a las películas de John Ford, a nostálgico homenaje al Capitán Scott, a Mallory y a los alpinistas de la pared norte del Eiger, y a los héroes del Pa-lacio de Invierno, a Gettysburg, Teruel, Montecassino y Normandía, y a mis lecturas y películas de infancia y juventud. Espero que suene también a los nombres de nuestras calles: a Trafalgar Square, al Arco de Triunfo que co-rona los Campos Elíseos con los nombres de las victorias de /187 Francia, a la Avenida Libertadores, a Luchana, a Diego de León ―la mejor lanza de la reina―, y un poco al caballo de Espartero. Más culto, puede sonar igual a los primeros versos que alumbraron nuestras lenguas occidentales, en la Chanson de Roland o el Cantar de Mio Cid, y a la Canción del Pirata, y a aquellos de Las mil mejores poesías: «Oigo, Patria, tu aflicción / y escucho el triste concierto / que forman tocando a muerto / la campana y el cañón».

A los que mantengan bien alejada de sí la funesta manía de pensar, les sonará también a derecha belicista; y fascista a los irremisiblemente imbé-ciles.

Pero habrá que asumir este último riesgo, porque lo que sí quieren estas páginas es sumarse con concepto y reflexión al toque de trompeta con el que los soldados del mundo llaman a la oración por los caídos, sobre cuyas tumbas se levanta lo que hoy llamamos una vida digna. Como se po-nía antes en los monumentos, porque esto que he escrito es el que yo hu-mildemente les puedo erigir: ¡A los caídos por la libertad, de un filósofo agradecido!/188

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