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Gabriel Albiac PERSEVERANCIAS

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Gabriel Albiac

PERSEVERANCIAS

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GABRIEL ALBIAC: MITOLOGIAS

Habrá otras noches. Luego. La primera es en un cine,cerca de Rosales creo y final de otoño. 1970,probablemente. Pero lo que veo en la pantalla sucede tresaños antes y es ya cosa intemporal. La banda suena a latay el guitarrista se pierde, patético, en inútiles adornoscomo bufidos de gato en celo. Entonces, lo imprevisto. Unpie que golpea, firme, sobre el suelo. Eso es todo. Ella noes guapa. Viste un conjunto blanco, o tal vez gris, depunto, anónimo en el delirio de colores selváticos: Festivalde Monterrey, 17 de junio de 1967. Y, tras el pie quegolpea como un metrónomo, la voz. La charanga de la Bigbrother & The Holding Company se desvanece en la nada.En la nada, el semivacío cine de Rosales y el Monterreyabigarrado de tres años antes. Ball and chain, el Ball andChain que suena en la bucólica primavera californiana del67 o en el áspero otoño del Madrid de tres años más tarde,no es de este mundo. En un relámpago instantáneo evoco aBorges: “Sólo perduran en el tiempo las cosas / que nofueron del tiempo”. Pero esa voz en la cual todo estalla,esa voz que escuchamos en un tiempo y un mundodiferentes, es la de una mujer muerta. Y las podridasleyendas con que la muerte reviste a sus criaturas, esaspodridas leyendas de épica y bellos cadáveres, mientensiempre. Yo no escuché jamás a Janis Joplin viva. Era unfantasma, ya cargado de leyenda, cuando sus discos fueronocupando espacio en mi memoria y en mis mitologías. Noescucho a la que sé que una vez existió: no sería posible.La falseo necesariamente en esa emisaria de la muerte que,con la mayor seguridad, la chiquilla de estupefactos ojos

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transparentes en las fotos no hubiera reconocido. Es talvez inevitable que así sea. Y es de rigor saberlo.Los ojos de cristal de Joplin estaban en todas partes ainicio de los setenta. Tan indefensos en aquella foto, hotelChelsea, toda cabellos retorcidos, acerados como alambre,y collares _muchos_ y media docena de pulseras indias enlas toscas muñecas de adolescente, anillos de piedrasdemasiado grandes, demasiado falsas, en los dedos comode escolar _tal vez, uñas mordidas_, toda ojos, todatristeza nada más, indiferente, tristeza que navega sobrelos gruesos labios cuarteados como papel bajo la excesivaluz. Transparentes, duros, de cristal los ojos, cincelado,donde el cabello, feroz estopa luminosa, va a inflamarseen crepitantes llamaradas, antorcha Janis, pelirroja ymuerta. Pero la muerte miente. Siempre. Miento yo, que laevoco. Sólo las lucecillas oscilantes del tocadiscos sonreales. En los cascos, el zumbido de la voz rota _¡treintaaños ya de sólo fantasma!_: I know you’re unhappy, littlegirl blue, voz, ojos de cristal, cabello retorcido comoalambre, resonando muerta en una habitación cerradadonde todo es silencio, muerta, I know, just I know how doyou feel. El mundo: tragedia en hilo musical. Así terminatodo.

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GABRIEL ALBIAC:HABITACIONES DESIERTAS

La memoria, ¿qué queda en la memoria al final de unavida, al final de algo que merezca de verdad ser llamadovida? Habitaciones. Desiertas. Desoladas estancias de lascuales fueron borrados los hombres. Corroídos sus rostros,como por un ácido, por la erosión corruptora del tiempo.En 1969 Louis Aragon publica Les Chambres(Habitaciones) su libro de poesía más intenso. El último.Recuento desgarrado de esa memoria que precede a lamuerte. Y saldo del desorden al cual llamamos vida: “Ohgran desorden de mi vida / Oh maravilloso maravillosodesorden de mi vida”. La bella edición de Les ÉditeursFrançais Réunis no tendrá reedición en vida de un poetaque inicia su última deriva silenciosa en las orillas de ladecrepitud. Que yo sepa, la única edición que ha sidoaccesible en estos años es la bilingüe que yo prepararépara la Editorial Hiperión de Jesús Munárriz. La obramaestra de Louis Aragon sigue siendo, aún hoy, un librosemiclandestino. En 1969, Elsa vive sus últimos días.Louis Aragon, viejo y lúcido, afronta su memoria _que esla memoria del intelectual del siglo XX, de sus grandezasy sus horrores_ con crueldad gélida. No hay una solaconcesión, no hay ni un ápice de piedad hacia sí mismo enese largo poema de perfección majestuosa. Como unacuchilla de afeitar, el verso desnuda todo cuanto otrosversos ocultaron. El resultado es desolador. Y bellísimo.Un poema de 1967 dedicado a Hölderlin (Munárriz lotraduciría en una exquisita edición del año 1992) habíaanticipado esa desesperación terminal. Allí, por primeravez, se apunta la letanía de Habitaciones: perder lamemoria, borrarla, revocar todo ese espanto que condensauna vida. Hölderlin loco _o soñando serlo_ desde su

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abierta ventana sobre el Néckar es la metáfora elegida: “Yheme aquí más inútil que el sauce del umbral / En días deviento fuerte gesticulando con su falda / Entre el pánicomiedo de los pájaros / Vivo los últimos momentos deescuchar / Los últimos de ver Los últimos perfumes de lainjusticia / …Aún sigo sentado en el umbral de labarbarie”. Habitaciones fue el cuaderno de navegaciónpuesto al día en la víspera del naufragio: “Todo lo quehabré dicho inacabado esos comienzos esos relámpagosvistos… / Se desvaneció / … A partir de un cierto día vivirno es más que sobrevivir”. La amargura de ese escribir lasvísperas del silencio _y, en ellas, la ausencia de sentido devida obra_ me conmovió, a final de los sesenta, en miprimera lectura del poema. Me sigue perturbando ahora, alreleerlo, aquella inteligencia despiadada de quien fueraquizás el más grande virtuoso de la lengua francesa de estesiglo. La que vibra en esta implacable invocación de lamuerte que cierra el poema cualquier sueño iluso: “Ohmaravillosa calma que vas a llegar comienza / Como unaenorme risa desde el lugar hecho donde yo estaba / Barredbarred de todas partes mi sombra y mi paja / Vientosmisericordiosos barred / Mi aliento y mi palabra… / Serátan hermoso morir cuando llegue / La noche de al finmorir al fin / De al fin amor mío morir la noche de al fin /Morir… / En el país sin nombre sin despertar y sin sueños/ El lugar de nosotros en el que todo se desliga”.

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GABRIEL ALBIAC:

REVOLUCIÓN DE PAPEL.

“Revolución Cultural” no es nada. Llamemos a las cosas

por su nombre. La “Gran Revolución Cultural Proletaria”

fue dos cosas. Diferenciadas e incompatibles. Una sucedió

muy lejos. La otra la soñó Europa. Ambas trastrocaron

vidas y mundos. Fueron mutuamente ajenas. Tanto como

las dos caras de un espejo. Una se resuelve en enmarañada

guerra civil de bajas nunca confesas, entre 1966 y 1969

(con estertores que llegan al 71): emerge vencedor el viejo

Mao-Tsé-Tung. De la otra, no hubo vencedores;

derrotados, sí: los últimos residuos del cordón sanitario de

partidos que tendiera Stalin para su propia defensa

externa, se desmigajan tras el 68; la agonía durará dos

décadas: hasta el otoño del 89.

China, pues, primero. Guerra civil, sí. Pero no sólo. De

quedar en eso, no hubiera fascinado tanto. Guerra civil que

inicia el máximo dirigente del Estado llamando a los más

jóvenes de sus adeptos a destruir el Estado y _más

sorprendente aún_ el Partido de los cuales él es símbolo.

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“¡Abrid fuego contra el Cuartel General!”: ordena el Jefe

Supremo del Cuartel General. El 8º pleno del Comité

Central del P.C. de China abre así, en agosto de 1966, uno

de los más paradójicos movimientos insurreccionales de la

historia moderna.

Sabemos hoy _comenzamos a atisbarlo_ lo que había tras

aquel llamamiento. Una lucha a muerte en todas las

instancias del Partido. De un lado, Liu-Shao-Shi, Deng-

Xiao-Ping y los partidarios de modelar China sobre el

espejo de la URSS. De otro, Mao, Lin-Piao y quienes

juzgan llegada la hora del comunismo inmediato. Entre el

cenizo discurso de las inacabables transiciones y éste del

asalto del cielo, la elección no fue dudosa para los jóvenes

estudiantes urbanos, aristocracia intelectual y política del

país. Organizados en Guardia Roja, se lanzaron a la

conquista de la soñolienta China rural, abrieron fuego

contra Ejército, Estado y Partido. Se rebelaban. Era justo.

Mao: “El marxismo supone muchos principios, pero todos

ellos pueden reducirse a una sola fórmula: la razón está del

lado de quienes se rebelan; es justo rebelarse”. He tratado

de rastrear en mi libro Mayo del 68 hasta qué punto esa

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ingenua fórmula fue la clave de la “educación

sentimental” de mi generación: rebelarse. Es fascinante

que todo estuviera asentado sobre un inmenso engaño: la

imagen de una China libertaria que era un puro delirio de

nuestro deseo. No por ello los efectos fueron menos

esenciales

Porque el maoísmo europeo no era, al fin, nada, sino ese

deseo vacío. Deseo de una generación que ninguna fe

podía otorgar ya a la abominación manifiesta del

"socialismo" en los países del este de Europa, que ninguna

fe podía otorgar ya a los mortecinos agentes a su servicio

en que habían venido a terminar los viejos partidos

obreros. De esa orfandad política hicieron privilegio. Y,

al tratar de confirmar en el nombre de la Gran Revolución

Proletaria aquella arrogancia suya, restablecieron, tal vez

sin saberlo, el hilo de las filiaciones. Se llamaron a sí

mismos “maoístas”, quizá sin más porque era China lo que

caía más lejos y era, así, menos probable que su realidad

viniera a hacer añicos la ilusión de vida heroica impecable,

en que se habían instalado. Eran el fin de una época, la

última generación del movimiento comunista. Pero ellos

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creían ser, tan sólo, los inventores del mundo. Vino luego

la resaca. Raras noticias llegaban de China: 1970, purga de

Chen-Po-Ta; 1871, Lin-Piao abatido sobre el cielo de

Mongolia en plena huida del paraíso; Guardias Rojos

masacrados por Ejércitos Rojos en rojas y recónditas

campiñas sin nombre… El tiempo de la revolución dejaba

tan sólo las ruinas dispersas de una generación a la que no

le fue dado llegar a la edad adulta. Al menos no sin

renunciar a casi todo. El maoísmo fue un sueño. Al

despertar, el mundo apareció, como siempre, irreparable.

El Libro Rojo que reposa sobre mi escritorio _fetiche,

recordatorio o tal vez sólo cachivache pintoresco_ es un

ejemplar de le edición china de 1968. Un amigo dio con él

en un mercadillo pequinés hace un par de años; no pueden

quedar muchos: la “Introducción” de Lin-Piao _eliminada

en ediciones posteriores_ hizo de él materia combustible.

El Guardia Rojo que fue su primer propietario se cuidó

luego de borrar minuciosamente las huellas del nombre

que había escrito en la primera página. En la monotonía

melancólica de este final de siglo, me pregunto si aquel

joven de entonces sigue vivo.

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Gabriel Albiac:NUNCA EXISTIÓ ROCKOLA.

Al empezar los ochenta, todo había terminado. Ladictadura y el sueño de que luego de la dictadura vendríaalgo distinto. El tiempo se extendía ante nosotros comouna larga inercia previsible. Y el futuro, maravillosamente,dejó de existir. Retornamos a la ciudad entonces, a susnoches, a su exceso de ruidos y de insomnio. A la ciudadque se soñó metrópoli para olvidar su costra de poblacho.La ciudad, el rock and roll, la noche: lo demás _palabras,gestos, estéticas, proyectos, invenciones, coartadas de muydiversos tipos_ se lo tragó el pasado. Al cabo, de aquellosaños pervive clara en mi memoria sólo la imagen deRockola. Como un decorado excesivo, hecho a la exactamedida del pretérito evocado. Casi veinte años ya deaquella barahúnda. Me pregunto si la invento al evocarla.Todos como aferrados a las precarias tablas de unnaufragio. A punto de largarse a pique, a plomo, al diablotodo. Había, cada noche, aquel idéntico teatro exasperado.Demasiado exagerado para ser, de verdad, creíble. Todoera, al fin, tan ingenuo en aquel sótano de paredes negrascon pretensión de infinito. Juego de Alicia que ruedablandamente en la vertical sin fondo de un pozo en el cualno hay luz, sino esa circular tartamudez pestañeante de losfocos. Y, a la salida, el barullo intermitente: la autopista.La perpendicular fantasmagórica de Torresblancas. Todo,una inverosímil pesadilla gótica.Recuerdo _fue hacia el 82_ un concierto de Siouxie. Y unmar de adolescentes de pelucón platino made in London.Todo tenía el tinte cómico de un muy coreografiado bailede debutantes. Adolescentes de pelucón platino, taconesabismales, al borde de romper la crisma a cada paso,

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maquillajes fantásticos de vampiro de la Hammer.Químicas muy diversas por todas las esquinas. ¡Tantosaños…! No quiero preguntarme qué fue de ellas. Que fuede todos nosotros. Lo que viene luego es siempre cada vezmás aburrido: es una ley de la materia. Recuerdo sólo aSiouxie aquella noche _fue hacia el 82_ en la ciegaintermitencia de las luces como flashes de magnesio.Siouxie. Harapos. Blanco y negro: superpuestos encajesdesmallados _dos años más tarde volveré a verla, en París,traje de noche, lamé rojo: no era ya lo mismo_, redecillasde trama rota; debajo, una camisa blanca enorme, amorfay desgarrada. Rostro que es sólo máscara. Y el doble murode matones, como siempre, cercando la línea convexa delescenario y los bestias de cada noche, el puñado de bestiasde todos los conciertos dando botes, borrachos de cervezacomo cubas, cabeceando en vano un balón que nadie ve yven todos, suspendido en otro tiempo, en otro espacio, oi,oi, oi, y aproximándose, bote a bote, hacia el muro, hoydoble, y hostias que no se escuchan _todo cuanto sucedeen el Rockola, megafonía a tope, es cine mudo_, tal vezgritos de dolor o de furia, pantomima, oi, oi, oi, oi, nada,porque Siouxie grita más, mucho más fuerte, y un par desalpicaduras, un espasmo de sangre parpadeante, menosaún que nada, porque el maquillaje de Siouxie es muchomás sangriento que esa cosilla de narices rotas.Fantasmagórica la perpendicular de Torresblancas al salir,sordos, de aquello. Madrugada. Eso pervive. El resto delMadrid de aquellos años es sólo una confusa indiferencia.“Sólo perduran en el tiempo” _dice Borges_ “las cosasque no fueron del tiempo”.

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GABRIEL ALBIAC:J’accuse

“Mi deber es hablar, no quiero ser cómplice”. Y, sinembargo, el Emile Zola que aborda la redacción de eseformidable panfleto que es J’accuse tenía a su alcancetodas las coartadas para eludir el deber de verdad que hacede su texto el manifiesto fundante del intelectual del sigloque está a punto de abrirse. No es un hombre joven.Sexagenario casi, apenas ahora empieza a degustar losmimos del reconocimiento académico que siempreambicionó. Todos lo consideran casi seguro candidato a laAcadémie Française. Y, con ella, a la respetabilidadconsagrada. Porque J’accuse no era un texto analítico niun desahogo moral. No lo era sólo. Deliberada,milimétricamente, todo en su redacción forzaba su propioprocesamiento.La carta abierta al Presidente de la República, queClemenceau hace aparecer en la primera página deL’Aurore parisina el 13 de enero de 1898 es un manifiestode insumisión explícita frente al Ejército y al Estado; unacta de acusación en la cual son denunciados las más altasjerarquías militares francesas como autoras en unos casos,cómplices en otros, de un irrefutable crimen judicial. Zolano podía no ser procesado y lo sabía. Su grandeza esexactamente ésa. Había violado los artículos 31 y 32 de laley de prensa vigente, que fijan el campo del delito dedifamación. El Gobierno francés queda así obligado aperseguirlo judicialmente. Cualquier esperanza quepudiera abrigar de entrada en la Académie quedaautomáticamente vetada, para empezar: y sabemos cuánintenso era ese deseo en un autor sobre el cual pesaronsiempre ciertas triviales críticas de falta de finura literaria.

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No era sólo eso. Técnicamente, la defensa de Zola erainviable. No podía no ser condenado. Lo fue. Huyó aLondres. No podrá volver a Francia hasta el año 1900.Nada en el carácter de Zola permite reducir su gesto aimprevisión o impulso. Menos aún la decisión deClemenceau de hacer de él portada de L’Aurore de ese día.La estrategia es matemática. Tanto cuanto conmocionanteha sido la experiencia que lleva al escritor en la cumbre ajugarse su carrera para ponerla en marcha. El 13 de enerode 1898, el “proceso Dreyfus” se convierte en “casoDreyfus”. Y la anécdota _monstruosa como tantas otrasque implican al antisemitismo y al ejército_ se torna enviraje histórico.Porque hubo el “proceso Dreyfus”, es cierto. Pero esosucedió años antes, cuando un oficial judío del ejércitofrancés es condenado a deportación y cadena perpetua enpenal militar. La sentencia es dictada, con la perfectaarbitrariedad que es regla en todas las justicias militares, afinales de 1894. Theodore Herzl situará en el horrorexperimentado ante la histeria antisemita que acompañó alproceso los orígenes de su proyecto de dotar al pueblojudío de nación y Estado propios. Las masas quecelebraban eufóricas la condena “no gritaban ¡muerte aDreyfus!, sino ¡muerte a los judíos!”. En esa primeraetapa, la que se cierra con la condena y el encierro en laisla de Ré y luego el penal de la isla del Diablo, el procesoDreyfus es, en primer lugar, algo trivialísmo: la exhibiciónde la perversidad e incompetencia de los tribunalesmilitares, luego _y sobre todo_ el síntoma inequívoco delgrado de pudrimiento social desarrollado por elantisemitismo en la Francia de la segunda mitad del XIX.Una esencial deriva tiene como eje a ese proceso. Elantisemitismo era, en Francia, un herencia perversa de la

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retórica revolucionaria. Sólo desde inicios de los años 80pasa a convertirse en patrimonio esencial del catolicismomás ortodoxamente vaticanista. Lo hace bajo la mitologíade la “conjura universal” que Civiltà Cattolica primero, y,más tarde y haciéndole eco, la Revue des questionshistoriques, forjará como “conspiración para el gobiernodel mundo”. El éxito social y literario de esa visiónamenazante de un enemigo a la vez repugnante y temiblecristalizará en 1886 en La France Juive de EdouardDrumont, libro de desmesurada popularidad (114ediciones en su primer año) que puede considerarse elarranque del antisemitismo radical del siglo XX.Las fechas no son casuales. En su monumental Historiadel antisemitismo, recuerda Poliakov cómo 1882 fue elaño de la bancarrota de Eugene Bontoux, el fundador delbanco católico Unión General. Tanto Bontoux como susasociados buscaron siempre responsabilizar de esa quiebray de las ruinas en cadena que ella desencadenó como elfruto de una conspiración financiera judía dirigida por losRotschild. En una Francia hundida en profunda recesión ycontinuos escándalos de corrupción política, periodística yfinanciera, la coartada gozó de inmediata acogida popular.Dreyfus fue la víctima propiaciatoria perfecta. Pero noconviene olvidar que, en 1891, una moción parlamentariaa favor de la total expulsión de los judíos de Francia pudorecoger 32 votos en la Cámara de los diputados.“Era una época” _escribe Georges Bernanos_ “en la quetodo parecía resbalar a lo largo de un plano inclinado conuna aceleración continua”. Zola decide pararla. Con supropio cuerpo. Con su propio nombre. Jugándose suinmensa carrera y su duramente ganado prestigio deliterato. ¿Qué ha sucedido para que ese deber de no sercómplice sea tan alto que callarlo haría que “mis noches se

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vieran acechadas por el espectro del inocente que expía enla lejanía, en la más espantosa de las torturas, un crimenno cometido”. Algo de una sencillez atroz. El autor deldelito atribuido a Dreyfus, el coronel Esterhazy, ha sidodesenmascarado en marzo de 1896. No importa, la justiciamilitar se niega en noviembre del 87 a rectificar lo que es“cosa juzgada”. Ni siquiera cuando, ya en el verano de1898 el coronel Henry, autor material de la falsificación depruebas confiese y se suicide, aceptarán los tribunalesmilitares la rehabilitación. Zola acusa _y se colocadeliberadamente fuera de la ley_ porque nada,absolutamente nada cabe esperar de la ley a inicios de1898. Ser judío es ser culpable. Febrero del 98, CiviltàCattolica, respuesta oficiosa de la Santa Sede: “Lacondena de Dreyfus ha sido para Israel un golpe terrible;ha sellado en la frente a los judíos cosmopolitas de todo elmundo y, ante todo, a los de las colonias que Franciagobierna. Han jurado borrar ese baldón. ¿Pero cómo? Consu usual sutileza, han imaginado poder alegar un errorjudicial. La conjura fue tramada en Basilea, en Congresosionista, reunido en apariencia para discutir sobre laliberación de Jerusalén”. Civiltà Cattolica. El siglo XXempieza. Auschwitz aguarda a la vuelta de todas lasesquinas.

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GABRIEL ALBIAC:PARA GABRIEL (31/5/96).

En un mundo regido por canallas con poder ilimitado. Enun mundo donde torturar, despedazar y hacer cavar sutumba a un hombre sale gratis, si quien lo hace posee elcontrol de Estado y de televisores. En un mundo en el queimperan, con poder omnímodo, un puñado grotesco dedescerebrados, de analfabetos, de individuos moralmenteamputados… En un mundo como éste que nos tocó vivir,¿tiene justificación seguir escribiendo? No es una preguntaretórica. Todo escritor que no sea un ganapán al serviciode los tiranuelos de turno o de sus muy cultas señoras, estáacechado por esa duda en la cual se juega su vida: ¿porqué escribir, cuando escribir no sirve para nada? ¿Por quéno mirar, mejor, hacia otra parte menos dolorosa, buscar laprotección _o, al menos, la condescendencia_ de loscanallas que tanto pueden, no hablar más de su mugre, desu sangre, de su milagrosa capacidad de Midas modernospara transmutar mugre y sangre y maldad en cantidadesilimitadas de dinero…?Soy irrecuperable. Lo sé ahora como lo supe siempre.Desde mi infancia de hijo de rojos duramentesupervivientes. Desde mi juventud de comunistaclandestino. Desde mi derrota, que es la de mi generacióny la de mi país. Este país, ahora de alma quebrantada, alcual produce escalofríos asomarse cada día.“Demasiado bien sé que no soy más que una máquina deescribir libros”: Chateaubriand lo escribía en su vejez. Yosupe también muy pronto _todos los que nos dedicamos aeste oficio lo sabemos enseguida_ que era mi destino noser más que eso. Escribir. Forzarme a mantener ojosabiertos como platos. Y decirlo. Sin aceptar jamás el

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compadreo de quien manda. Mediados los ochenta, yosabía _todos lo sabíamos_ quién era el jefe del GAL. Loescribí. La gente del BOE de aquellos años me comunicóque era mejor que me volviera a la multicopista. Fue unmilagro que no tuviera que hacerlo. Ese milagro se llamóEL MUNDO.Hoy, casi ocho años después, miro hacia atrás y piensoque está bien. Que vale la pena este terrible esfuerzo delevantarse cada día, abrir los ojos, tragarse la náusea yponerse ante el ordenador. Aunque sólo sea porque no séya hacer otra cosa. Sin EL MUNDO, la indignidad deGonzález, Barrionuevo, Serra, Roldán, Corcuera, Vera…sería exactamente la misma. Pero todo habría quedadosumergido en el silencio o en la turbia melaza de BOE ytelevisores.No sé por qué me viene hoy todo esto a la cabeza. Quizáporque a un amigo, escritor y asombrosamente decente, lenació el otro día un crío llamado Gabriel que heredará estabasura de mundo que le dejamos. Quizá porque avatarespersonales me fuerzan a no escribir durante tres o cuatrosemanas y añoro ya el retorno. Quizá porque es hoy laferia del libro y, pese a todo, aún me conmueve eso. O talvez sea sólo el milagro de haber abierto un volumen alazar y haber caído sobre la confesión de un Chateaubriandya viejo: “Demasiado bien sé que no soy más que unamáquina de escribir libros”.

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GABRIEL ALBIAC:MASCARADA (1/7/96).

Vuelvo a Madrid desde el confín del mundo. No eshermoso ese confín. Tampoco, a decir verdad, horrendo.Ajeno sí. Tanto que hablar de él sería fingir maravillaallí donde hubo sólo desazón. Vuelvo a Madrid, a micerrada biblioteca, mis libros, mi mundo en suma. Venidodel confín al cual no me llevaron ni curiosidad niexotismo: invenciones tan triviales de la mirada colonialdel XIX. El confín es un desorden que diluye lascoordenadas. El fingido explorador las volverá a inventarante el espacio en negro de las diapositivas: es su solaaventura; en nada más intensa que el anónimo divagarsobre fotos de color ante un folleto de agencia de viajes.Nada he visto. Nada, que no fuera lo muchas veces antesleído. Tal vez sea eso lo propio del confín. Desde ese allí en cuya maleza se deshace la trama que apuntala nuestrasvidas como un azucarillo en el agua bullente de losmonzones, nada queda del mundo acotado. Ni las calles,ni los gestos, ni los modos en los cuales nace la sonrisa oel llanto son ya reconocibles. En el confín del mundo, elextranjero es náufrago de sí mismo, cascarón vacío de loque fue y volverá a ser cuando otro avión cierre elparéntesis. Su memoria tiene la calidad sólo de uno más delos delirios en que ojos y cerebro se derriten; no el menosinverosímil de los hijos de la fiebre y la extrañeza.Desde allí, retorno. A Madrid, al mundo. Sobre miescritorio, la correspondencia se acumula. Y me asombraque aún alguien me recuerde, y aún más me asombra quereconozca yo como mío mi nombre sobre losdesordenados sobres y paquetes. Un azar perezoso melleva a abrir uno de ellos, que contiene un escueto libro de

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cubiertas blancas. Y, en las cincuenta y seis páginas deMascarada, la intensidad poética de Pere Gimferrerirrumpe inesperadamente y recompone, con la instantáneaprecisión inapelable de un relámpago, el teorema designos al cual llamo mundo. Recuerdo haber leído enNovalis que la poesía es eso: el esplendor de una verdad ala que nada puede añadirse. Desde aquella primavera de1968 en que yo leía La muerte en Beverly Hills y soñabaen otras ciudades hechas de cine, sol y lluvia, ha sido así.En castellano entonces, ahora en un catalán de justezaalquímica. Palabras que son ya irrevocables desde elinstante mismo en que tatúan incurablemente el papel y laretina. Son mi mundo. En ellas, amor, anhelo, saberamargo de la belleza que se escapa. En ellas, también, laasfixiante angustia de escribirlo. Imperativo moral, aun asabiendas de para cuan poco sirve tallar la primordialdignidad de las palabras "en aquest nou temps demenyspreu. También,vergüenza de estos años de "quincallería sevillí": turbioplacer de siervos. "Es cosa baixa ser el criat / d'algú comFelipe González…" Retorno a la ciudad. A la perpetua"mascarada". Y en la escritura de Gimferrer recupero mimundo y sé que no me importa ir perdiendo todas lasguerras. Siempre que sepa decirlas. Siempre que sepadespreciar igual de intenso a quienes siempre las ganan.

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GABRIEL ALBIAC:PATTI SMITH (19/7/96).

Altiva como un espectro ajeno al tiempo y de vuelta ya decasi todo, Patti Smith, la otra noche, en un garito dearquitectura onírica al borde del Manzanares. “Horses”sucedió hace unos veinticinco años: la eternidad. No erasólo un disco. También _sobre todo_, la profecía del caosa punto de abrirse bajo el tiempo mentiroso de las flores.En las páginas del Rimbaud y el Lautréamontadolescentes, buceaba, aun siglo más tarde, ella clavespara el adivinable pasaje de las tinieblas. Pero no fue unpasaje: en eso se equivocó. Como todos. Después de unpasaje, hay algo. Después de los ochenta, hubo sólo lanada de un agujero negro.Vacilante en la maraña de jovenzuelos que apelmazan elanacrónico espacio de “La Riviera”, me pregunto cómo esposible que hayamos sobrevivido a este cuarto de sigloasesino. Ella y nosotros. Nuestro mundo naufragó. Se fuea pique aun su memoria. En lo estético como en lopolítico: en lo moral, en lo cual ambos son lo mismo. Losjóvenes que no habían nacido entonces y que me venahora saltar, puño en alto, en medio de una canción queellos creen de amor, deben de pensar que estoy loco. A mí,ellos me son tan irreales como esta congelada arquitecturaaños cincuenta que nos envuelve en una ensoñacióndemasiado rebuscada. ¿Qué estamos haciendo aquí? Ella ynosotros.Y está ese último disco: “Gone again”. Magistral. Despuésde tantos años de silencio. Hay instantes de despojamientoen él que van incomparablemente más allá de aquel brutaldesgarro de los “Caballos” legendarios de sus veintipocos.Ha aprendido _sólo la edad lo enseña_ que bastan muy

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pocas palabras _y muy sencillas_ para decir el dolor. Obien ninguna basta. Si “My madrigal” es una escuetamaravilla, a ese pudor lo debe. Y a su lacónico modo deenunciar _en pasado inmediato_ la brutalidad de lamuerte: “…till death do us parts”. Un piano y un cellobastan. Y una voz amortiguada por el tiempo, queaprendió que ningún alarido puede dar razón de loirreparable.Tanto dolor… Y tan inteligentemente dicho: tan exento deretórica. A la vieja Patti se le ha ido muriendo la gente entorno. Es el precio de acercarse vivo a la frontera de loscincuenta. “Hemos visto demasiadas cosas”: pero el poetaque escribe eso, en 1873, tiene diecinueve años y no havisto casi nada. A los cuarenta y nueve, Patti Smith nonecesita ya maquillarse de malditismo para saber de quémateria están tallados los infiernos.Silencioso Madrid de madrugada. Retorno a casa. Aúnligeramente aturdido, pienso en el Joseph Conrad viejoque evoca, ante el escritorio, el mar de China de sus añosmozos. El rock and roll fue nuestro único mar de China.Negro y literario. Conrad: “He conocido luego sufascinación. He visto orillas misteriosas, aguas inmóviles,tierras de oscuras naciones en las que acecha una Némesisfurtiva… Pero todo mi Oriente cabe en aquella visión demi juventud: …un destello de sol sobre una orillaextraña”. Un destello. Patti Smith en mis viejos vinilosarañados. Salida de las sombras. Hecha sólo de tiempo.

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GABRIEL ALBIAC:VENECIA (30/8/96).

Boyero anda en Venecia y yo le envidio, no sé si más lasombra escurridiza de Pound cerca del Canal Grande obien las salas oscuras donde el haz bailarín del proyectorsuplanta al tiempo y en su lugar pone espacio movedizoencima de una pantalla rectangular y blanca: lo llamamoscine y es sólo manipulación desnuda y esmerada de lossueños. Hace tanto que no he visto una película queinvente de nuevo el sueño _las pantallas de Madridrebosan la nacional sandez subvencionada y la patrióticacuota de pantalla_, que hasta Venecia me parece máscercana que una sala de cine en la cual suprimir el mundopor un rato. Y, en Venecia, el callejón del Harry’s, acuatro pasos del esplendor de San Marcos, donde, Boyero,un trago a la salud de este zombi de aquí que sólo se lohace de agua mineral sin gas y una infusión de lo que sea.O, por cualquier calleja angosta, donde la suciedad hiedede perfil a gato enmohecido, por quebrados recodos que ellimo reblandece y redondea, los pasos de alias Stendhal aLa Fenice y en ella esa enormidad histriónica cuyo ruido ylentejuela, qué le vamos a hacer, a mí tan sólo me dagrima y a él le era milagro en un siglo marcado por lapólvora y la sangre de las revoluciones maltratadas: laópera, esa epítome de la megalomanía humana, ya sabesque yo tan sólo escucho rock and roll, y a partir de pasadomañana sólo habrá que hablar de nuevo de política, perohoy preferiría que me rebanaran el cerebelo en finaslonchas de carpaccio antes que tener que pensar ensemejante fauna.Escribí cierta novela, hace unos años, sólo por el placer dereinventar Venecia, sin palomas bulímicas ni turistas

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palurdos: igualmente exterminables. Por el placer,también, de leer a Pound en un rincón umbrío del sigloXVII y hacer cháchara en paz, desde Torcello, sobreaquellos leones lerdos por la tisana de Circe, sobreaquellas muchachas de mirar lujurioso por la tisana deCirce: “muchachas fornicadas y leones gordos”, elmaestro se olvida de las rechonchas palomas, como ratasbreadas y emplumadas luego.Queda un viejo restaurante, excéntrico, con jardín detrás.Se come muy mal. Ezra Pound venía allí. Cenaba, o sesentaba, a lo mejor, sólo, apoyando el respaldo de la sillade madera al roce de las glicinas. Tal vez en estos días _nisiquiera los festivales suprimen del todo eso_ haya yaaquel “sol de septiembre sobre los charcos”, mientras elcolega Boyero rueda por la Venecia de Pound y yo, en estaciudad de mierda y de políticos canallas, le envidio no sécuál más de los innumerables milagros que lo envuelven.Tráeme, Carlos, si te es posible, de Venecia, los turísticoscueros cabelludos de un abarrilado bebedor muniqués decerveza y de su hipopotámica señora experta en guíasBaedeker para viajeros cultos. Si es posible, destripa unagorda paloma a golpes sobre la maravillosa piedra roja delos cuatro reyezuelos. A tu vuelta, haremos un festíncomanche muy fordiano para celebrar la caza.

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GABRIEL ALBIAC:LA RED (16/9/96).

De madrugada, me pierdo por la red. Vale cualquierexcusa: la más tonta, la menos verosímil. Una página Weben la que un investigador de Utrecht acusa de plagio a uninvestigador de La Haya por una atribución de anotacionesmanuscritas en un volumen de la edición de 1677 de lasOpera Posthuma de Spinoza que se conserva en Leyde. Obien un índice informatizado del De Consolatione deBoecio. O la consulta de una edición crítica bilingüe de lasobras de Juan Escoto Erígena… O bien nada: es lo másfrecuente.Cruzo índices laberínticos, navegadores de disponibilidadinagotable, conversaciones, tan triviales comocualesquiera otras conversaciones, en las cuales abunda lamala ortografía en varias lenguas. Alguien de Dakota delSur me pregunta, al paso, por el tiempo en Madrid; lerespondo cualquier cosa en cualquier jerga de babélicalengua entrelazada. Choco inesperadamente con un fondode textos medievales prodigioso _ninguna bibliotecaespañola que yo conozca tiene uno así_ y con doscientasdieciséis secciones de fotos guarras muy convencionales.La CNN on line me empieza a contar no sé qué acerca deun nuevo bombardeo de Bagdad que tampoco esta vezquerrá acertar en la cabeza de Sadam Husein: salgocorriendo. Rozo el último single de David Bowie y algunacursilada zapatista. A eso de las cuatro menos cuarto, lospárpados son como de arenilla y el somnífero imanta losdedos al teclado. Zozobro como cada madrugada: navegarllaman a esto. Para mí, es olvidar la inmediatez del día.Pero navegación es _lo ha sido siempre_ siempre olvido:desde la nave desbrujulada de los Argonautas hasta el

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circular viaje urbano de Baudelaire en el París del siglodiecinueve.La red es un gran desorden, una maraña en la cualreconocerlo todo en su caos originario, antes de que nadao nadie impusiera el regulado concierto de las jerarquías.Perderse ahí es liberarse de la identidad que se adhiere alnombre propio, ser nada más que un número anónimo deusuario: algo muy parecido a la felicidad. Ser otro,muchos, ser nada más que un punto de luz en fuga avelocidad pasmosa a través del universo inmaterial einfinito que cabe en una pantalla. Ser nada y contemplarseserlo. Ser nada y asistir a todo. El dios de los Padres de laIglesia _hay una edición electrónica de la Patrística deMigne también en la red_ debía, en su aristotélicacircularidad vacía, sentirse así: señor de un absoluto queen nada afecta.Me lleva a la red una fascinación que reconozco deinmediato: aquella de asistir al espectáculo del mundocomo, de niños, asistíamos al de la guerra de secesión antela pantalla de un cine de sesión continua. Sin que las balasnos hieran ni nos manche el barro, ni nos quiebren loshuesos los cascos de caballos en estampida. En la reddesfila todo. Ante un espectador que es sólo siete cifras:sin pasado. La memoria no duele: es un efecto casimilagroso de hardware, propiedad de un pequeñoartefacto de poco más de un gyga. Y el mundo es unasucesión fluida de pantallas. Y, tras ellas, no hay nada másque sueño.

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GABRIEL ALBIAC: CASCARILLA HUMANA (23/9/96).

Mantegna pintó el muro sobre cuya humedad las letras queforman el lema de la Casa de Este fue descascarillándoseen un poso de hinchadas lascas de yeso esponjado: “NecSpe Nec Metu”, sin esperanza ni miedo. Lo que es lomismo: presente abosoluto: tal, la sola moral delcombatiente. Baruch de Spinoza, dos siglos luego, loerigiría en emblema de una política que no sea unbasurero. Sin esperanza ni miedo; con inteligencia sólo y asalvo de cualquier ensoñado futuro.Con vergüenza he de asomarme cada día a esta cosacastrada a la cual llamamos presente. Todo en ella revistelos plácidos atributos de lo indigno. Irrisión de lainteligencia, política y biología giran en la grotesca danzaque hace de la jefatura del Estado propiedad cromosómica.A eso llaman monarquía constitucional. Y sobre ese pilartan firme asientan, los más sesudos, la inquebrantablefábrica de un constitución que _con idéntico empeño_garantiza la igualdad ante la ley y la irresponsabilidadpenal plena del monarca, la soberanía popular y elprivilegio del ejército para dirimir, en última instancia,conflictos interpretativos acerca del texto… Fue el preciode la transición en el franquismo y ya no tiene remedio.Aceptémoslo como quien acepta la lluvia o el granizo.Pero, ¿por qué ocultarlo?Con vergüenza constato, cada día, la rareza en que quererpensar al margen de esperanza y miedo ha acabado porconvertirse. Ni Mantegna, hace cinco siglos, ni Spinoza,hace tres sólo, hubieran entendido fácilmente laperversidad de un mundo en el cual decir en alta voz lomás elemental se ha convertido en cosa pintoresca de

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cuatro excéntricos. En esa excentricidad se juegan hoy lasúltimas trincheras de la dignidad ciudadana.Solemnes voces hablan, estos días, con necedad solemne:“¿qué más da, al fin, un rey o un presidente?” Apenasnada: tan sólo la posibilidad de echarlo cada cuatro años;tan sólo la posibilidad de fijarle un tiempo máximo deejercicio en ocho; tan sólo la obviedad de que no puedatransmitir en herencia el cargo a su progenie… Poca cosa.Solemnes voces hablan, con necedad solemne a través deinfinitos medios de resonancia pública: invocan laesperanza en un misterioso futura que cualquierinterrogante racional mutaría en infernal espanto. Yo losoigo ir superponiendo infamia sobre estupidez sé que nohay remedio. Hay sol de otoño, mintiendo tibieza en mibiblioteca y un disco de los Stones sonando. Me repliegoen Pound, loco y excéntrico. Versos en los que late unafulguración instantánea de pantera al acecho: “Cáscarasdelgadas que yo conocí cuando eran hombres / Cascossecos de saltamontes idos hablando una cáscara deidioma…/ Apuntalados entre sillas y mesa… /Palabrascomo las cáscaras de los saltamontes, sin ser interior quelos moviera; / una sequedad llamando a la muerte”.Todos las hemos conocido, a esas cascarillas hueras, bajolas cuales hubo alguna vez seres humanos. Cáscarasquebradizas y sonoras de hombres a los que conocí. No hamucho. Hoy son sólo este despojo que cruje al ser pisadosobre el suelo.

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GABRIEL ALBIAC:ELOGIO DE LA ILUSTRACION (7/10/96).

Abrir el periódico cada día es enfrentarse al naufragio detodos los sueños de progreso histórico sobre los cuales seforjó nuestro espíritu de hombres cultos de final del sigloveinte. En cuanto a mí, nada conozco tan doloroso como lairracionalidad, la constancia inocultable de su triunfo en lacondición humana. Habla el periódico de alguien, en unlugar lejano, a quien la sola peculiaridad de sus genitalescondena de por vida a la exigua condición de bestiadoméstica paridora envuelta en un ropón informe, garantíamoral de ser sustraída a la mirada de cualquiera que no seasu legítimo propietario… Habla el periódico _más cerca_de gentes capaces de matar y de hacerse matar a sí mismosy a los suyos para defender al Dios del horrendo sacrilegioque un yacimiento arqueológico de más de dos mil añosinfringiría a su cercano templo…Desde un hastío muy hondo, me esfuerzo por reflexionaracerca de obviedades cuyo desprecio es tan asombroso.¿Se ha vuelto el mundo definitivamente loco? No, bien losé. Sencillamente, la barbarie religiosa es más originaria ymás potente que cualquier razón. Freud lo formuló hacemucho, con bella lucidez escéptica: ninguna inteligencialogrará disolver el mortífero deseo de aferrarse aesperanzas ilusorias de inmortalidad. En nuestro fin de unsiglo que se quiso _y, a veces, se supo_ ilustrado, lasdesdichas que la religión induce, en nada ceden a aquellas,monstruosas, descritas por Tito Lucrecio en el maravillosoDe rerum natura.Hijo de la ilustración y del pensar laico, esta nueva oleadadel último monoteísmo me perturba. Judaísmo ycristianismos han ido siendo pulidos por tiempo e historia

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hasta su condición actual de residuos institucionales:potentísimos, pero ajenos a cualquier tentación seria _lospequeños núcleos de dementes son anecdóticos_ deemprender guerras santas para exterminar herejes. Ultimomonoteísmo vivo, la guerra por el reino de Dios que elIslam proclama en media Asia y en una franja notable delnorte africano, nada tiene de metafórica. Ante el fervormoralista de talibanes y mullahs, todo me lleva a volvermehacia los viejos textos del gran laicismo del siglo XIX.Hacia Renan, por ejemplo: “Prefiero un pueblo inmoral auno fanático; porque las masas inmorales no suelenmolestar a nadie, mientras que las masas fanáticasembrutecen al mundo, y un mundo condenado alembrutecimiento no posee ya razón alguna parainteresarme; por mí, puede morirse”.Un mundo sacerdotalmente exento de pecado, y tambiéndel último hálito de esa nadería a la cual llamamospensamiento, no merece la pena de ser vivido. AlfonsoRojo narraba ayer muy bien, desde Kabul, los apuntes detal manicomio angélico. Al mismo tiempo, en Gaza,Hamed Al-Bitawi daba, en el nombre de Hamas, lostérminos de la exclusión entre cultura religiosa e ilustrada:“Ustedes, los europeos, están muy avanzados en eldominio de las ciencias y muy atrasados en el de la moral.La droga, el sida…: todo se arreglará cuando retornen a lareligión”. Y yo sé, con Renan, que mejor ningún mundoque el “retorno” a un mundo como ése.

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Gabriel Albiac: LA GRAN FAMILIA (14/10/96).

En Wystan Hugh Auden, poeta deslumbrante y pensadorde inteligencia sobrecogedora, doy con esta definición delfascismo. Tiene le inmensa calidad de su precisiónintemporal. Porque Auden ha comprendido ya, en 1939,que “fascismo” no es una forma política concreta, sinoalgo mucho más hondo, algo que arraiga en las pulsionesoscuras y perennes de la condición humana: “Uno de losatractivos más poderosos del Fascismo reside en supretensión de que el Estado es una Gran Familia: suinsistencia en la Sangre y en la Raza es un intento deengañar al hombre de la calle para llevarle a pensar que lasrelaciones políticas son personales”. Todo está ahí, en esaspocas líneas. Inmejorable. Y pesadillesco. Porque a unatentación tal de homogeneizar a la ciudadanía en elnombre del Padre _póngasele a éste la máscara que sequiera_ no escapa jamás del todo forma política alguna. Elfascismo es la pulsión de plenitud de la máquinaexterminadora a la cual la modernidad llama Estado.Aparto a un lado a Auden y me dejo llevar por lafascinación del repetido reportaje fotográfico: 12 deoctubre. Album de Familia: Recepción en Palacio, Fiestade la Hispanidad, que tantos de esos mismos celebraronantes como Fiesta de la Raza. Benévolas cabezascoronadas, sangre real a chorros _sangre que es, enfantástica operación chamánica, la quintaesencia delvértice metafísico del Estado_, sangre plebeya también depolíticos todos iguales, los mismos trajes, las mismascamisas y corbatas, la misma pinta universal de pobresdiablos, mala gente, porque no hay pobre diablo que nohaga de la sospecha de su mediocridad instrumento derencor. La Gran Familia descrita por Auden. Todos

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viviendo a costa del erario público, todos intercambiablesen entidad intelectual, moral y estética. Y la tristejustificación de Anguita. Más patética si cabe que elpavoneo de los Corleones que lo rodeaban. “Lo cortés y lovaliente”: difícil dar con dos calificativos de resonanciamás lóbrega. Un republicano, o es Saint-Just o no es nada.O peor que nada: Colom y Rahola, fugándose con la cajadel partido, caricatura sainetera de la Gran Familia.Sangres de cualidad impoluta, patriotas de pelajes muydiversos, grandes y pequeñas patrias: Euskadi, Catalonya,España, o la repodrida aldea de vaya usted a saberdónde… ¿Qué importa? Igual es la fascinación de lacercana calidez del hogar paterno. Auden de nuevo.Fascismo: “Al hombre de la calle, cuya educación políticase limita a las relaciones personales y que está apabulladoy resentido por la complejidad impersonal de la modernavida industrial, le cuesta resistirse a un movimiento que lehabla en términos personales con tanta calidez”.Personas. Intercambiables. Veintiocho asesinatos aparte,¿cómo distinguir entre Aznar y González? ¿O entreCascos y Guerra, Boyer y Rato, un Serra u otro…? GranFamilia. Un tiempo hubo en el cual el combate contra elfascismo pasaba a través de la diferenciación política.Extinta hoy cualquier diferencia entre partidos,destrucción del fascismo y destrucción de la política sonuna misma cosa. Ignorarlo es aceptar ser siervo.

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GABRIEL ALBIAC:MALRAUX BAJO LA LÁPIDA (25/10/96).

Y, al fin, yacerá André Malraux bajo la lápida del templolaico: Panteón de Hombres Ilustres. Había escrito algunavez que la grandeza de Roma se resumía en la costumbrede “acoger en su Panteón a los dioses de los vencidos”.Pero este Panteón que va a tragarse, a los veinte años de sumuerte al aviador temerario de la guerra de España, alfumador de opio y al traficante en arqueología camboyana,al coronel Berger del maquis y la resistencia armada, y alaventurero de los años treinta, al escritor enorme y alpolítico resignado y siempre inteligente de sus añosviejos…, ese Panteón nunca quiso nada saber deperdedores. Antimemorias: “Cuando un políticocínicamente lúcido apela a la virtud, va a buscar lamáscara de sus ancestros. Los comunistas que mienten sedisfrazan de ortodoxos, los franceses de convencionales,los anglosajones de puritanos”. Convencional hasta lodesabrido, el arrumbamiento de Malraux en el temploalzado por “la patria en agradecimiento a los grandeshombres” es la majestuosa mentira del más lúcido sujetode cinismo político: el Estado.Todo vendrá acabar, dentro de un mes, en esa cosapatética: la lápida solemne que, al decir conmemorarla,inventa la biografía del hijo dilecto; esa farsa en la cualsólo creen los funcionarios del registro civil.Antimemorias: “El hombre no se construyecronológicamente, los momentos de su vida no se sumanlos unos a los otros en una acumulación ordenada. Lasbiografías que van de los cinco años a los cincuenta, sonfalsas confesiones”. Entra ahí, Malraux, en esa granmentira de la biografía ejemplar: es el precio de no haber

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sabido perderte _como dijiste quererlo_, ya caduco, en unmeandro anónimo del Ganges al paso de Benarés; dehaber, también tú, dejado a la muerte darte caza, de nohaber forjado el exigido territorio victorioso de “unacivilización en la cual no hubiera ya muerte, en la cualcada uno supiera desde niño que debe elegir el momentode matarse”.Entra. No en el sacral tañido de horror que rueda en laspalabras grandiosas con que marcaras un día la deuda conel martirizado resistente Jean Moulin. Las que ahora todosrecuerdan, recordamos, las que son arte mayor de tuescritura. “Entra aquí, Jean Moulin, con tu terrible cortejo.Con aquellos que murieron como tú en las mazmorras sinhaber hablado; e incluso, y es lo más atroz, habiendohablado”. No. No es el héroe de Teruel y el maquis, no esel golfo aventurero de Camboya, ni el escritorsublimemente inteligente de Les voix du silence… Todosesos, por fortuna, son como dioses que escapan al sello yal diploma. También al epitafio. Éste a quien el Panteón setraga es un ilustre anciano que fue simple ministro decultura con De Gaulle, hombre seductor y culto: despojo.El demonio del absoluto: “El fracaso destruye alaventurero, lo mata o lo convierte en un pordiosero; eléxito lo integra a la condición social de la cual pretendíaliberarse”. Entra ahí, André Malraux. Tu obra queda fuera.Algunos seguiremos leyéndola. Y amándola. A pesar deldespojo bajo la lápida mentirosa de un triste templo laico.

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GABRIEL ALBIAC:LA ETERNIDAD: MALRAUX (25/11/96).

Platino el cielo de Madrid y el frío rinde tributo falso a lanostalgia. En días de diciembre casi, éstos, nada pasa enverdad ya demasiado. Sólo el frío, esa certeza fontal: elciclo que se cierra como siempre. Nada cambia. Nunca. Elmundo es monótono; sus horrores aburren más que enojan.Pervive la ciudad, su cielo lácteo, su ciclo de cristal ajenoal tiempo, su excesivo lirismo sin sentido, hojas secas,derrotas resignadas. Todo lo vimos ya, lo volveremos acontemplar sin gana, como siempre. Como siempre,asistimos fascinados al milagro de sus repeticiones. Esainercia es la vida, a eso llamamos, con retórica ingenua,nuestra historia, pero no es sino hibernada pereza. “Todovisto”: Rimbaud, como cualquiera.Dejo a Coltrane sonar en la mañana del domingo invernal.Nada sucede de lo que quepa huella memorable. La callees un silencio congelado, After the rain sucede en otrotiempo, o tal vez en ninguno, que es el tiempo _Borgesdixit_ propicio a la metáfora. A la música pues, la poesía,el juego, las pocas cosas que cuentan. André Malraux fuearchivado anteayer entre hombres, nombres, ilustres,ceniza sobre la cual se erige el respetable déspota seductorllamado Estado: sus crímenes, su sordidez, su brillomentiroso de ajada lentejuela. “Si el hombre”, habíaescrito, “no opusiera a la apariencia mundos sucesivos deverdad, sería sólo un mono”. Sospecha primordial denuestro tiempo.Helada, insoportablemente bella, la mañana de inviernome arrincona, siempre igual, en el recodo de los libros.André Malraux, deslumbrante y opiómano, golfo y

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aventurero y sapientísimo, tiene en ellos la vidainextinguible que mata el Panteón de los ilustres. Cuarentaaños atrás, Malraux ante Djoser, piedra de la terceradinastía _o Edipo ante la repetida Esfinge_: “No tenemoscon el autor de esa estatua en común nada; ni siquiera elsentimiento del amor o de la muerte; no tenemos tal vezsiquiera el modo de mirar su obra; y, sin embargo, anteesta pieza, el acento de un escultor cinco mileniosolvidado nos aparece tan invulnerable a la sucesión de losimperios cuanto el acento del amor materno”.Malraux. También el tan distante Borges: “sólo perduranen el tiempo las cosas que no fueron del tiempo”.Mas la ciudad persiste, indiferente. Sumergida en su griscielo de estaño. Y esta ciudad es de repente todas. Fría ygris y lejana y fascinante. Eterna. Es la ciudad que Poe viosumergida, la que añorara Ovidio hasta la muerte, la quecifra el deseo y el exilio. Ciudad de Baudelaire, amableinfierno donde se abre la luz a cuchilladas. La eternidad,sabe Malraux, está en ella, en ella la belleza aun de loausente: “Yo, que he visto en el océano malayo constelarlas medusas fosforescentes tan lejos cuanto el ojo puedesumergirse en la bahía, estremecerse luego la nebulosa delas luciérnagas sobre las colinas hasta el bosque,desvanecerse al fin en la gran difuminación del alba…” Laeternidad, sabe Malraux, es nada. Nada más la palabra quela dice. Nada sino esa nada urbana, el hombre, su forma, laciudad, “el hombre muerto que comienza su vidaimprevisible”.

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GABRIEL ALBIAC:MARX EN BOSTON (10/12/96).

Lo primero en venirle a la cabeza es un cuento deAndersen que evoca la belleza de hielo y geometría. Est nevando. La Universidad de Massachusetts es, tras laventana, como una de esas bolas de cristal cuyo paisaje sepuebla de ingrávidas tormentas blancas al ser agitadas. Laingravidez de los copos de nieve tiene siempre un acentode milagro, de inmerecida suspensión del tiempo. Tras dela madriguera de cristal, cede a la hipnosis de ese lentogirar de algodón fosco que dibuja ascendentes espirales ycae luego en un declinar levísimo como de imprevisiblehélice excéntrica.

Es tan extraño cuanto le rodea. La nieve pule irreal elhorizonte, posa la frente sobre el vidrio helado y eleuropeo tiene la certeza de un déjà … vu paisaje depelícula. Todo cuanto ve aquí lo reconoce; no importa queno haya venido nunca. Son las mitologías esenciales.Menos intensas, sí, que en la pantalla sobre la cual la luzinventa el mundo. Reconocibles, no obstante, einmediatas. Lo que irrumpe en la memoria es lo esencial,aquello cuya fibra trenzó el sueño: cine, lo demás sóloprevisibles monotonías que llamamos vida.

Se dice a sí mismo, el viajero, tras el cristal del otrolado del cual danzan los copos y se atisban ardillas comohabilísimos nadadores resbalando sobre el ya profundoblanco que cubrió el cuidado césped, que est bien esefulgor de irrealidad que esta nieve pone sobre un Campus

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aislado a varias horas de autocar de la ciudad de Boston.No sabe a ciencia cierta qué es lo más irreal. Si el mundofuera del mundo que es la Universidad misma, si esablanda tormenta silenciosa y brillante que lo envuelve todoy lo arranca al tiempo, si el ritual que lo devuelve, depronto a unas palabras, unos libros y unas gentes que creíaperdidos en un pasado rincón de su historia ya no tanreciente.

Rethinking Marxism. En Amherst, Massachusetts,doscientos conferenciantes han vuelto a plantearse cosasmuy elementales y a las que el pensador europeo aprendióa hacer como que olvidaba; cosas como la explotación, eldespotismo del Estado, los límites y condiciones de laresistencia; también esa cosa que acabó por hacerse tanextraña y a la que un día llamó revolución. M s de dos milasistentes. Sesenta secciones por las cuales desfila todo:desde el izquierdismo de los años sesenta hasta lasnebulosas tentaciones mesiánicas de un tercer mundohundido en una desesperación que da sobre el delirio enlos noventa. Amherst, Massachusetts, USA.

El viajero se siente un ave extraña. Una entre las cuatro ocinco sólo venidas desde el viejo continente. Sabe bien elagónico destino del pensar en la Europa resignada: fin desiglo, de sueños y milenio. Ve a los jóvenes bárbaros.Sonríe. Nada espera. Y de nuevo se abandona a la arduaevocación de un viejo cuento: fulgor geométrico, lainteligencia nada desea, Reina de las nieves. Marxpreciso y helado, Marx en Boston.

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GABRIEL ALBIAC:ABORDAJES (6/1/97).

Más allá de la pantalla benévola del ordenador, estánevando. No me interesa; bajo las persianas. La nieve enla ciudad es sólo un tópico de mentidas melancolías.Torno a lo que importa: el ordenador, los libros. Y lamúsica de Weill en mi tocadiscos y en ella flotando losversos que Brecht pone en labios de la ensoñada pirataJenny: los respetables sebosos conciudadanos pasados porel trampolín que da sobre los tiburones, y Jenny, banderanegra enarbolada, que se aleja de la costa con suscincuenta y cinco cañones aún humeantes. Me fascinósiempre la enternecedora misantropía de aquel comunistamaravillosamente cínico: un Bertolt Brecht inmune a todala morralla humanista que hundió el pensamientorevolucionario de este siglo en tibieza _asesina_ desacristía. Los cañones de Jenny saludan una última vez ala ciudad en rescoldos y, en mi imaginación, la pirata deBrecht toma siempre los rasgos menudos de Jean Peters enuna de las películas más intensamente fantasmáticas de lahistoria del cine: aquella que Jacques Tourneur cerró conlas imágenes oblatorias de la carabela de Ana de las Indiaszozobrando, sin que los cañones cesen de abrir fuego, entodos los infiernos que la conformidad humana surca.Tal vez lo único bueno de la nieve y del frío sea esto. Laexcelente excusa para clausurarse en espacios menoshostiles. Y recordar, en ellos, los tiempos idos en loscuales era aún posible esbozar un lugar para el que escribeque no sea el de la inutilidad más manifiesta. Tomo de suestante La condition humaine. Malraux era joven aún; notanto como para engañarse sobre el futuro de los sueñosrevolucionarios de su generación. Sí, para darles un

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crepúsculo épico y generoso. Las páginas finales de lanovela son el relato paralelo del destino de sus tresprotagonistas tras la insurrección derrotada que ellosdesencadenaron. Tchen, despedazado por la propia bombacon la que ha tratado de hacer saltar por los aires a Tchan-Kai-Tchek: lo último que su cuerpo amputado percibe esque ha fallado el blanco. Kyo que, preso y rodeado decompañeros moribundos, consume los últimos instantesque le concede su píldora de cianuro en una implacablelucidez de resonancia epicúrea. Katow, el más intenso delos héroes revolucionarios en la literatura de los añostreinta, no posee la locura fulgurante de Tchen ni lainteligencia reflexiva de Kyo; sólo el rigor inflexible queexige que un dirigente deba llevar la peor parte cuando laderrota llega; Katow cede su píldora de cianuro a uncamarada aterrado y acepta, en su lugar, una muerteespantosa y anónima. Es uno de los momentos másintensos de la literatura del siglo veinte.Tengo sobre mi mesa el libro, que he leído muchas veces yque sigue emocionándome con una fuerza que no hallo nien la realidad ni en la literatura de mi tiempo. Tengo en eltocadiscos la voz grave de la pirata Jenny arrojandogordos burgueses a los tiburones. Tengo también _y es loque más me escalofría_ una breve anotación de Drieu LaRochelle _fascista y lucidísimo_, fechada el 22 de abril de1942: “sólo el fascismo derrotará al fascismo”. A veces_muy pocas_ la escritura tiene virtud de profecía.

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GABRIEL ALBIAC:MILENIO (3/2/97).

La pantalla del televisor es el dios omnipotente delmilenio en puertas. Resulta fascinante constatar hasta quépunto la realidad ha sido suplantada por las máquinas deproducción de imagen. No hay realidad ya, si no esmediada por los televisores. Todo lo demás _certezas,comportamientos, creencias, voto_ existe sólo en tanto queapéndice suyo. Lo que se juega estos días no es tan sólo unnegocio, un negocio fabuloso. Lo de verdad esencial amedio plazo es el control de las imaginaciones ciudadanasque un sólido monopolio televisivo garantizaría. Y, a sutravés, la garantía de un despotismo impecable, universal einvisible. El 1984 de Orwell es casi un juego de niñoscomparado con las capacidades de absoluto control deinformación _y, por tanto, de consciencia_ que hanalumbrado las deslumbrantes tecnologías de las tresúltimas décadas del siglo XX.No existió dictadura en el último siglo y medio que hayapodido dotarse de un instrumental tan fino, de una tanabsoluta garantía de perpetuidad. Eso está en juego. Y, conello, el fin del Estado sometido a control y garantíaciudadanas que inventara, en Europa, la revolución de1789. Sobre la hipótesis que ese mundo de imágeneshomogéneas y regladas, las viejas topologías políticas sedesvanecen. “Derecha” o “izquierda” pierden cualquierresiduo de realidad que hubiera podido quedarles aúnadherido. Sobre la hipótesis de una tal batería deinformación monopólica, cualquier libertad políticaquedará reducida a una pobre caricatura. Asistimos _metemo que irremediablemente_ a la extinción de esa figuracrucial de la modernidad llamada ciudadano. No es difícil

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prever las grandes líneas de lo que vendrá luego. Uncírculo casi feudal de amos mediáticamente blindados.Una sociedad masivamente sumergida en la obedienciamás estúpida. Cualquier irregularidad, cualquier anomalíaserá extirpada con un coste prácticamente igual a cero. Elciudadano fue la criatura de un mundo al cual larevolución había enseñado a comprender que no hayverdad sino en la negación, la resistencia, la primacía de lainterrogación y del conflicto. Nada de eso quedará. Lajerga infame del consenso _esa muerte del espíritu_ haanticipado en la España de los últimos veinte años estoque va a culminar ahora. Consenso, consentimiento,cesión de la potencia propia en las manos de otro que todolo posee para hacernos siervos. La sociedad del consensono necesita Parlamentos para nada. Si los mantiene escomo un lujo decorativo y un poco anacrónico. A lasociedad del consenso le basta con los televisores. Nuncauna cesión del alma propia en manos de media docena detodopoderosos se produjo en la historia de la humanidadde una manera tan limpia.Si el monopolio se cierra, toda la realidad seráreinventada. González dejará de ser el presumible asesinode los GAL, el hombre de los 200.000 millones robados alas arcas del Estado, el amigo del gángster Craxi, el amigodel gángster Carlos Andrés Pérez, el amigo del capoAndreotti… Será el asalariado de Polanco: el gran hombrede Estado que salvó la libertad de expresión del Dios de lapantalla. Entonces sí, sólo entonces, habremos entrado deverdad en el tercer milenio.

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GABRIEL ALBIAC:CONTRA EL JURADO (9/3/97).

Querer la causa y condenar el efecto es un signo dedescerebración infalible. No tiene ni pies ni cabeza aceptarel sistema decimal, las convenciones y reglas que rigen susoperaciones y, a continuación, sentirse ultrajado porque laoperación que multiplica tres por cuatro produzca comoresultado doce. No los tiene, tomar nota de la ley degravedad, subirse al piso veinticuatro de la torre deMadrid, darle un empujoncito por la ventana a la santaesposa y luego poner cara de asco ante la mancha devísceras que quede sobre el asfalto. No los tiene, ponercara de ciudadanía burlada ante el veredicto del jurado deSan Sebastián del otro día. Tan férreamente es éste efectode la infame ley Belloch cuanto lo eran los otros dos delsistema decimal y de la ley de la gravedadrespectivamente. Negarse a entenderlo es una apenasencubierta idiotez. Y la experiencia debería habernosenseñado, al menos, que un idiota es bastante máspeligroso que un asesino.Ignoro si en algún tiempo, geografía u horizonte históricoprecisos tuvo el jurado función alguna respetable. A lomejor sí en esos paisajes sin ley de las sociedadesfronterizas que describen los maravillosos westerns deJohn Ford o Howard Hawks; allá, quizás _ni siquiera deeso estoy muy seguro_ el jurado ciudadano era unaalternativa benévola al más inmediato proceder dellinchamiento. En lo que a las sociedadeshipermediatizadas de final del siglo veinte concierne, micerteza es en rigor la inversa: el sistema de jurado es lavariante institucionalmente respetable del linchamiento;por eso es tan popular. Toda garantía, en tal sistema,

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queda reducida en poquísimo más que un ornamentoretórico. La función de un jurado no es buscar la verdad_esa cosa tan desagradable y tan habitualmente antagónicacon las sencillas creencias_; la función de un jurado esnormalizar, reducir la complejidad del mundo a la planasencillez de cabecitas reguladas por los grandesprocedimientos de homogeneización de las conscienciasque rigen nuestros mundos. Dejémonos de tonterías:cuando un jurado dicta veredicto, quien lo está dictando esaquello de lo cual el ciudadano es poco más que prótesis:el televisor que rige sus convicciones. Cuando un juradodicta sentencia, es tele 5 o cualquier otra basuraequivalente quien, por delegación suya, lo está haciendo.Que por el mismo acontecimiento y con exactamente lasmismas evidencias y pruebas un mismos sujeto (O.J.Simpson) fuera sucesivamente declarado inocente por unjurado negro y culpable por un jurado blanco no es nianécdota ni aberración. Es efecto de lógica implacable:síntoma purísimo de lo inconciliable del conflicto bajocuya simbolicidad se construyen las respectivasidentificaciones de dos comunidades en guerra latente.Lo dije cuando el impresentable Belloch impuso una leycuyo populismo es _todo populismo tiende a serlo_tendencialmente fascista: bajo ningún concepto aceptaréjamás ser miembro de un jurado. No es objeción deconciencia. Es objeción de verdad, frente a unprocedimiento que sólo puede generar afectos o pasiones,jamás conocimiento. Y, a partir de cierta edad, unoaprende que la verdad es lo único por lo que vale la penadar batallas. La verdad, antes incluso que la justicia.

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GABRIEL ALBIAC:EN LA CIUDAD FANTASMA (28/3/97).

Madrid, de pronto, se vuelve una ciudad fantasma.Siempre es así entre la tarde del miércoles y el mediodíadel domingo en la semana sacrificial de esa pintorescasubespecie de monoteístas ampliamente mayoritaria entrenosotros. Súbitamente, la agitación febril es como tragadapor un teológico agujero negro que da directamente sobrelas grandes autopistas. Y todo parece milagrosamentereducirse aquí a decorado impecable de película en unplató desierto tras el fin del rodaje. Consumada la huida,un silencio que casi hiere nuestros hábitos se apodera delespacio y parece agrandarlo al infinito; y de pronto nossorprendemos hablando en un susurro casi, como si alzarla voz fuera a provocar en ese espacio cristalino ecos oresonancias perfectamente imprevisibles. Por nada de estemundo abandonaría yo la ciudad en estos días. Bajo el filode un sol que se miente cálido, las calles tienen el excesode realidad de ciertos cuadros luminosos de Magritte: elojo siente un vértigo de extravío en la pureza cortante deun teorema matemático: la ciudad, red de líneas quebradasy desiertas.Son esos días prodigiosos en que nada sucede. Días detiempo congelado. Como si el peso solidísimo de la másconvencionalmente respetable de las supersticionesideadas por nuestro occidente hubiera, de verdad, borradoel mundo de lo humano por tres días (en el mundo delDios monoteísta, lo sabemos, no hay lugar para el tiempo).En otras latitudes más dadas a subvención y folklore sonjornadas de impecable pesadilla: litúrgica jarana y epifaníaetílica de dimensión salvífica. Hay quienes aprecian eso:la operística de cartón piedra y purpurina y muchísimo

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dorado y terciopelo a toneladas y grandes arrebatos dedevoción o de delirium tremens _los síntomas sondifícilmente delimitables para el no especialista_… Yo mequedo en la ciudad fantasma en la que nada pasa. Divagopor sus calles insólitamente sosegadas. Agradezco a lasuperstición mayoritaria y al no menos mayoritario cultopor el coche y la masacre en familia por este calmo paisajede arquitectura y luz, exento del hormiguero humano. Enningún otro momento las disparejas perspectivas de laurbe caótica a la cual amo me aparecen tan hermosas.Todo retornará a lo de siempre en tan sólo dos días. Loshumanos excesivos; su excesiva vocación por lo másdesagradable. Se cerrará el paréntesis, el hormiguerovolverá a latir a grandes pulsos de bestia atareada. Losanhelos, siempre más o menos lóbregos. Los poderosos,siempre más o menos visiblemente revestidos de lodo ysangre. Los esclavos siempre transparentemente prestos adefender el interés del amo a dentelladas… La idénticamuchedumbre enamorada de su condición de sierva: al fin,es lo único que de verdad tiene.Será preciso volver a comenzar entonces. Afrontar, comosiempre, cada gesto mentiroso, tratar de desvelar lasrepetidas burlas de la misma sempiternamente mala gente.Hoy, los González, los Barrionuevo, Vera, los Conde, losCorcuera, los Polanco, los Galindo o Manglano, sonapenas motas imperceptibles de polvo gris en la ciudadque la luz corta como un cuarzo. No existen. Nada hay,salvo las calles: desiertos y geométricos laberintos. Nada.Tan sólo Madrid, ciudad fantasma.

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GABRIEL ALBIAC:KADDISH (7/4/97)

Oración fúnebre: Kaddish, himno entonado en memoriadel progenitor ido. “Es extraño que haya vuelto hoy apensar en ti, ida sin corsés ni ojos, mientras camino por laacera soleada de Greenwich Village”: a Allen Ginsberg legana el estupor cuando, a inicio de los sesenta, cumple elintemporal deber litúrgico de despedir a la sombra de lamadre. Y el poeta que transitara, en Howl, los sucioscallejones urbanos que vieron pudrirse a “las mejorescabezas” de su generación prendidas del alcohol o de unaaguja, carne de electroshock o camión de la basura, miraatrás. Descubre que no es la desolación atributo específicode generación alguna, que en la autodestrucción late unade las claves mayores de la condición humana. Kaddish,ese imprevisto canto fúnebre a la madre de aterradoramemoria, dota a la poética de Ginsberg de un una hondurapoco comparable a la del resto de su obra. Aun Howl, ladescripción helada de un presente imposible, es benévoloconfrontado a esa salmodia lúcida, desgarrada entre lolitúrgico y lo obsceno: ¿qué hay más obsceno y máslitúrgico que el eco de la madre muerta, en la memoriahumana? Estampa de trotskista loca, rodando demanicomio en motel mugriento, de cochambre enelectroshock y huida delirante de las infinitas sombrasdemoníacas _Hitler, Stalin…_, paranoia del “gran sueñode la revolución…, como un relámpago de Mí o de Chinao de ti y de tu Rusia fantasma”. Cierra Ginsberg la elegíacon el minucioso catálogo de los terrores infantilespudriendo la memoria: “Oh madre, / ¿que he omitido? /Oh madre, ¿Qué he olvidado? / Oh madre, / adiós/ con ungran zapato negro, / adiós / con el Partido Comunista y

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una media corrida, / adiós…”. Despedida. Hasta nunca,Naomi.Iconos de madre muerta; elogios fúnebres. Golpean lamirada en el mismo periódico en que leo el final naufragiode Ginsberg (“No glory for me! No me!”). Más no hayadiós en éstos: pudriéndose está la centenaria dama en elcerebro de sus vástagos. Iconos muy convencionales deDolores Ibarruri en el Palacio de Deportes. Que estén allílos del manifiesto de los 40 principales en favor del GranHermano, le da esa intensidad turbadora de las grandesmetáforas. Perfección de las liturgias católicas que tantofascinara a Baudelaire: “siempre el animal adoradorequivocándose de ídolo”. No hay realidad que sobreviva ala pulida imagen látrica: nadie envió díscolos camaradas aSiberia, nadie fue la muy común mortal que hace juzgar ycondenar a trabajos forzados a un amante lo bastanteimprudente como para serle infiel, nadie supo de losalaridos de Andreu Nin torturado a muerte, de los hombresdel POUM y la CNT masivamente asesinados en laBarcelona del 37, nadie que fundió su estampa en elesplendor geométrico del ex-seminarista José Stalin…Paso las páginas de actualidad religiosa donde la unciónante el icono de la vieja dama me suspende entre estupor yrisa. Ginsberg citaba en algún momento al Apollinaireprofeta de “un tiempo en el cual se podrá conocer elporvenir sin morir de conocimiento”. Pero este tiemponuestro es _como todos_ tiempo de la ficción en la mentiradel pasado. Siempre fue así: aman los humanos rendirculto únicamente a sus más descarnados monstruos.

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GABRIEL ALBIAC:DIAS COMO ESTOS (16/5/97)

En días como éstos, la luz que, sólida, golpea sobre elescritorio es una incitación a la melancolía. ¿Por quéescribo? No hay escritor elementalmente honrado _o, sinmás, no demasiado estúpido_ a quien no aceche esaincertidumbre esencial que late en la pregunta. Nada decuanto la escritura permite entender modifica la realidaden un ápice: desde Platón sabemos eso, la escritura no vamás allá de ser un juego, un “juego de niños” dice elFedro. Y la realidad es terrible. Lo es _lo ha sido, lo será_siempre. No nos exime esa intemporalidad del deber éticode decir este horror de ahora, de éste, envueltos en el cualvivimos. Porque, a fin de cuentas, no es imprescindiblehaber leído a San Agustín para saber que sólo haypresente: ningún recurso a la idéntica sordidez de todos lospasados, ningún recurso a la certeza de que en todos losfuturos se perpetuará la esencial negrura que va en el lotegenético de la condición humana, sirven de coartadaconvincente. El presente _como todos quizá, pero eso nocambia nada_ es de una perversidad difícilmenterespirable: y nada sino el presente cuenta.En días como éstos, uno se dice _uno lo sabe_ que haperdido el tiempo, que ha hecho de su vida lo peor quepodía hacer: una lucidez innegociable, algo que nadacambia en la solidez diamantina del mundo y cuyo preciode malestar viene a hacerse, con el paso de los años, durode cargar a cuestas. En días como éstos, uno lee, a dospáginas de distancia del espacio en el que escribe, laarrogante apología de los GAL. Y se pregunta,inevitablemente, si vale la pena. En días como éstos, unosabe _siempre lo supo, pero es duro dar así con ello de

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bruces_ que, al fin, los poderosos ganan siempre. Queellos pueden robar, asesinar, mentir, destrozar cuerpos oreputaciones apenas moviendo un dedo, una cámara, unmicrófono. Que ellos lo tienen todo. Y que no existeespacio preservado a su universal baba.En días como éstos, al final, uno acaba volviéndose haciaaquellas cosas _¡viejo Borges!_ que no naufragan en laerosión del tiempo, porque jamás fueron objeto deltiempo. Billie Holiday en mi tocadiscos, su vozquebrándose en sollozo en la nota final de Strange fruit,que acabó con su carrera y la hizo intemporal. FernandoPessoa, sobre mi mesa, soñando ser cualquier cosa,escribiendo ser cualquier cosa _viajero, pirata,forajido…_, cualquier cosa menos Fernando Pessoa,porque ser sí mismo es un peso excesivo para unaconsciencia humana.En días como éstos en que cae la luz a plomo sobre unescritorio bello e inútil, una esencial desazón me sobrecoge. ¿Valió la pena? Luego, pienso en otros, que sejuegan sin comparación más que yo en esta partida por laverdad contra la barbarie del Estado; en los Gómez deLiaño, en los Garzón, en los Márquez de Prado, en todasesas gentes cuyas vidas _no cuyo sólo sosiego ocertidumbre_ están bajo amenaza. Y entiendo que miescritura y mi angustia son muy poca cosa.Abc de lo que aprendí leyendo a Marx cuando yo aún notenía veinte años: al final, siempre ganan los mismos.

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GABRIEL ALBIAC:DE LA POCA REALIDAD (29/9/97).

La realidad. ¿En qué recodo de este viaje tan aburrido laperdimos? No sé. Me detengo. Miro en torno. Esto queveo no da ya ni risa. No da nada. Salvo la exactacertidumbre de una estafa. No hay ya siquiera eldestellante teatro, descrito por Debord, que suplanta a lavida. Apenas si sus ruinas. Nada es creíble en talcochambre. Para no ver los jirones del decorado, parasoportar los andrajos rancios, la voz pastosa de actores depatibularia jeta, para no ver que de la carpintería quedaapenas el serrín que despreciaron las termitas y quealguien nos ha birlado la cartera, habría que estar loco.Confieso que yo no acierto a comprender cómo funcionaesta máquina que se tragó sueños y vidas; cómo esteesqueleto horadado sigue enhiesto cuando ya de suscimientos queda el molde vacío y un puñado de oscuropolvo y moho. Nadie se alza siquiera a reclamar, confirmeza cortés, la devolución del precio de la entrada. Elespectáculo sigue. Como un milagro. La irrealidad revisteespecie convincente de noticia. Cuatro borrachos adoscientos por hora en París estampados contra un posteson épica de fin de siglo. Una boda entre dos ciudadanosperfectamente ininteresante es mutada en lírica. Losrostros en diarios y revistas _televisión no tengo_ son, ensu nulidad, intercambiables. ¿Qué puede dárseme a mí,qué puede dársele a nadie no lobotomizado, toda estatriste farsa en que naufraga el siglo…? He andadoreleyendo en estos días al gran Louis Aragon crepuscular.Aquel que, transitado un tiempo de exaltantes esperanzas,“conoce la belleza negra de no esperar ya nada” y evoca aotro poeta de otro siglo “con quien hablar el lenguaje puro

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/ de la desesperación / aprendido al haber practicado demás la esperanza”. Sólo que el vaciado de esperanza deltiempo que vivimos nada tiene de belleza negra. No pasade invitación al vómito.Lo divertido es que todo esto de ahora lo supimos siempre.¿Qué sorpresa podría haber para un hombre medianamenteculto de nuestro siglo en el elemental dato de que lospoderosos no rinden jamás cuentas ante la ley? Más bienla pregunta es la inversa: ¿cómo fuimos lo bastanteingenuos para querer creer que gente como González oPolanco pagan alguna vez asesinato o robo? Saint-Just,con poco más de veinte años, lo sabía. Murió joven. Lobastante para no engañarse. El lo dice, por supuesto, de lascabezas convencionalmente coronadas. Pero es igual decierto de todos los verdaderamente poderosos: losverdaderamente ricos, esos únicos monarcas de los cualeslos otros son tan sólo enjoyadas marionetas: “No se puedereinar con inocencia”. Los soberanos matan o mueren. Aeso se reduce todo. Polanco ha de liquidar a su juez siquiere ver su majestad preservada. Simbólica omaterialmente. Tiene medios y asalariados para ello. Decamino, González, paje fiel, será premiado. Y todosmiraremos a otro sitio. No pasa nada. Miraremos al míticopilar en que se estampan cuatro borrachos en un París dejuerga de oro. O a la fina horterada de una boda por la teley en directo. Yo me borro de este presente. Me declaro,con toda solemnidad, resto arqueológico. Déjenme en paz:como Pessoa, “hace mucho que no soy yo”.

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GABRIEL ALBIAC:GENERACIÓN (10/11/97).

Pound. Pound, bajo este sol milagrosamente amarillo denoviembre. Pound y la carga, tan difícil de llevar, deltiempo que es siempre nuestro tiempo. “All things aremade foul in this season”. “Todo se ha tornado sucio enesta estación”. Fin de siglo de asesinos mezquinos yladrones, de turbios sobornadores y mugrientoschantajistas… Mi tiempo. Tal vez todos son iguales. Talvez es, sin más, el afrontar en qué queda un hombre,cualquier hombre, tras el paso de su corrosión es lo queescalofría: los espejos. Todo tiempo es el peor de todos losposibles. Para quien lo vive. Porque vivir es, siempre, lopeor. No. No es la gente de mi generación la que ha hechoel GAL, Filesa, la máquina de asesinar y de transformarmierda en oro a la que llamamos PSOE. Fueron otros másviejos. Fueron otros, marmóreamente ligados, en loespiritual como en lo más materialmente tangible_privilegios, sueldos…_ al franquismo puro y duro. Peroel envilecimiento que esa pestilente mafia, ahora en lafrontera de los sesenta, puso en marcha nos ha envilecidoa todos. Generacionalmente nadie se salva de lassalpicaduras de su vómito.Me acerco, cauteloso, a los cincuenta. La certidumbre defraude, en torno mío, es _juro que no exagero_irrespirable. Siguen emocionándome las mismas pocascosas: unos versos de Cernuda que evocan la revoluciónsoñada, en la adolescencia, ante las páginas de un libro;ciertos momentos de tensión imposible en viejos discos delos Stones o los Beatles; pasajes tenebrosos de la voz deFaithful en el 87, de Joplin siempre; imágenesinsoportablemente bellas de un par de películas de John

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Ford, las mismas que vi por primera vez cuando yo teníamenos de diez años. Saint-Just gritando que “la felicidades una idea nueva en Europa” poco antes de serguillotinado… Y todas esas emociones se asemejan, cadavez más, a una gran coartada, a una reconocible versiónlaica de ese sublime invento de los creyentes que es lavida monástica. El mundo, fuera, produce escalofríos. Yasco. No. No confiéis nunca en nadie que haya pasado delos treinta. Yo hace mucho ya _casi veinte años_ que dejéde confiar en mí.¿Qué ha sido de “aquellos chicos que prometían tanto” afinal de los sesenta, que prometían la revolución comomínimo programa brechtiano, “lo más inmediato, lonormal, lo razonable, que viven _que vivimos_ ahora enesto…? Nuestro rostro en el espejo se ha vuelto invisible:como el de los vampiros. Pobre generación, que nisiquiera maquinó los grandes crímenes, los grandes robos,de Estado. Que se limitó a cobrar su comisiónirreprochable de grises funcionarios. Dice Lacan en algúnsitio que, si uno se empeñara en encontrar un datooriginario de la consciencia humana, ése no podría ser otroque la vergüenza. Camino de los cincuenta, estageneración mía, que se acerca al trigésimo aniversario delúnico acontecimiento de su vida, hubiera dado al viejo ydespótico maestro psicoanalítico un ejemplo delaboratorio. Soñábamos, como Cernuda, en la revolución.Ante los libros. Despertamos en esto. Pound: “Nada semata limpiamente ahora”.

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GABRIEL ALBIAC:DUDOSOS Y NOCTURNOS (5/1/98).

Pasa a veces. Una lenta atonía. Tal vez sólo laconvencional linde de los cincuenta. Y el recelo queacecha a cualquiera que no sea un imbécil: el de haberextraviado, en un punto indefinido, la vida. Constancia decómo el mundo convenido se esfumó. Nada mejor, paraestas tardes lluviosas de febrero, que el Chateaubriandevocador del tiempo ido. “He visto terminar y comenzarun mundo”. También nosotros. Sin la menor idea de quécosa hacer con éste otro que irrumpió sin que nosdiéramos cuenta y nos es, tan sin remedio, ajeno. Trato asíde atrincherarme en el rigor monacal del análisis: ver,analizar, escribir. De un modo, al menos, técnica yéticamente riguroso. No hay placer que de ello se siga, sinembargo. Porque la realidad se volvió invulnerable. Otrospodrán —tendrán que hacerlo— escribir desde el puroascetismo de quien se sabe privado de toda intervenciónreal. Para los escritores de mi edad es imposible. Somosintelectuales viejos: sin el placer de la revolución, nuestraescritura es nada. Nada, nosotros con ella.Así que releo al Chateaubriand viejo. A caballo entre dossiglos y dos mundos: el de antes y el de luego del granseísmo. Quiso ser hombre de acción, hacer de su vidaobra, y obra maestra. Al final, fue la narración de sufracaso lo magistral: en las Memorias de ultratumba, lamiseria biográfica se torna épica colectiva. Y el granreaccionario, fascinado por el relámpago de la revolución,da el más conmovedor retrato del mundo aquel suyo queacaba. También, del otro que irrumpe: éste precisamente acuyo ocaso asistimos nosotros sin acertar a trazar de él unleve esbozo convincente. Mundo del exaltante ascenso y

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las pálidas postrimerías. De los gigantes aniquilados y lostediosos supervivientes. “Me sonrojo al pensar que tendréque husmear, en esta hora, entre una muchedumbre deínfimas criaturas de las cuales formo parte, dudosos ynocturnos seres que fuimos de una escena de la que elancho sol había desaparecido”. Un siglo y medio después,nos toca rendir acta del fin del tiempo que naciera con lasrevoluciones burguesas. Pero hace falta toda la inmensaarrogancia del viejo aristócrata preso de hipnosis hacia losinsurrectos para tirar ese plumazo final. “Comienza otraera: permanezco en pie para enterrar a mi siglo, como elviejo sacerdote que, en la toma de Béziers, debía hacersonar la campana, antes de caer él mismo, tras expirar elúltimo ciudadano”. ¿Cuántos ciudadanos quedan en estemundo, que es el nuestro, de papel couché y chácharainsulsa sobre infantas embarazadas?Y así vamos. Un poco barcos fantasmas. Sin más afán quela de naufragar con elegancia. Escribo. Pero es un pococomo si fuera otro —más bien, otra cosa— quien escribe.Me divierte manipular el pasaje de Chateaubriand:“Demasiado bien sé que no soy sino un máquina de hacerlibros”. Fuerzo el anacronismo: “no soy sino una máquinade escribir”, el ordenador que hereda mi memoria y susreglas combinatorias, como un dato arqueológico, unomás. “Así va el hombre, de desazón en desazón: nuestravida es un perpetuo sonrojo, porque una quiebracontinua”.

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GABRIEL ALBIAC:LA TORTURA (19/3/98).

La crueldad es rasgo esencial y misterioso de la paradojahumana. En vano nos forzamos a no verla. Irrumpe,estruendosa, en el silencio en que tratamos de excluirla.Nos fuerza a meditar sobre la bestia que también somos.La tortura es su arquetipo, su anónimo rostro funcionarial.En la confrontación terrible de interrogador e interrogado,algo se juega, no sólo pragmático, algo que toca a lo máshondo. Lo que el torturador persigue no es información; esla humillación exacta que fuerce a un individuo a abdicarde su resistencia. Metafísico inconsciente, sabe eltorturador que resistencia es exactamente lo mismo quecondición humana. Rota la fuerza de decir no, de unhombre queda sólo su cascarón vacío. Malraux y Camussupieron entender la sutileza trascendente de esa lentaartesanía consistente en “saber que existe siempre unahora del día y de la noche en la que el más valeroso de loshombres se siente cobarde”. Supieron, igualmente, quecon cualquier criminal es posible ser generoso. Con eltorturador, nunca. Porque su proyecto no es la destrucciónde un individuo. Es la aniquilación de aquello que separaal hombre de la bestia.Si admiro el coraje del juez Gómez de Liaño es por sulúcida comprensión de eso, más originario que cualquierderecho: la compleja trama de imperativos éticos que hacede un hombre un hombre. Sin ese horizonte elemental, lajusticia misma poco más sería que una combinatoria detinieblas. Pero es preciso un espíritu muy firme para decirlo elemental sin cerrar los ojos; para decir el esencialhorror de lo inhumano. Aun cuando lo inhumano tenga

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atributos de Estado. Se necesita también un inmensotalento para encerrarlo todo en una sola sobria fórmula:“su única esperanza fue la muerte”.Ni Lasa ni Zabala poseían información importante. Puedeque ni siquiera fueran miembros de la organización acercade la cuál eran interrogados. ¿Por qué dos insignificantesmilitantes sin historia fueron objeto de la más espantosasesión de tortura que ha conocido la España de los últimostreinta años? Por eso precisamente: porque no eran nadie;porque podían, por tanto, ser cualquiera. La crueldadgratuita se quiere a sí misma didáctica. “Esto podemoshacer. A quien queramos. Como queramos. Cuando se nosantoje. Sin rendir cuentas a nadie. Nosotros somos elEstado. Sobre el umbral de nuestro ministerio, leed lainscripción de Dante: Lasciate ogni speranza voich’entrate... Infierno.“Sin miedo ni esperanza”, subtitula el juez JoaquínNavarro su sobrecogedor último libro, Palacio deinjusticia. Sin miedo ni esperanza, un juez, apenas nada,se ha atrevido a mirar de frente al exterminio; a decirse y adecirnos que, si toleramos esto, jamás saldremos de lacondición de siervos. Un hombre sólo frente a la máquinaferoz de picar almas. No importa lo que venga luego.Javier Gómez de Liaño ha hecho lo elemental: decir que laverdad no es negociable. Y esa voz salva la sobriadignidad de ser un hombre.