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HISTORIA DE PERCEVAL O EL CUENTO DEL GRIAL CHRÉTIEN DE TROYES Digitalizado por http://www.librodot.com

Historia de Perceval o El Cuento Del Grial

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PROLOGO Al extinguirse la Edad Antigua, el hombre se fue forjando una cultura nueva, es decir,

tuvo que enfrentarse a la tarea de inventar moldes en que verter los contenidos nuevos surgidos de una transformación total del mundo.

En literatura, vuelta la espalda a los géneros clásicos, nace de la liturgia cristiana el teatro, y también, al menos en parte, la poesía lírica. La narrativa se abrió primero paso a través de la épica. Más tarde, abandonando este camino, se inició lo que después sería la novela. Subsistían elementos del mundo grecolatino, sí, pero habían cambiado de lugar, de significado, y con ello de aspecto: como esas columnas de villas romanas que aparecen, de cuando en cuando, engastadas en las iglesias de la primera Edad Media. Así, en Francia, el «Roman d'Eneas» y el «Roman d'Alexandre», intentan recrear la historia clásica, enriquecida con elementos fantásticos. Pero al lado de esto, otros narradores parten de los escritos de his-toriadores como Geoffroy de Monmouth, que incorporan a la historia las leyendas célticas. El «Roman de Brut», de Wace, es prácticamente una traducción de las obras de Monmouth: la «Historia regum Britanniae» y la «Vita Merlini».

Chrétien de Troyes recoge estas dos influencias; la segunda, además, a través de María de Francia, que puso en forma de cuentecillos líricos los cantos tradicionales de Bretaña.

Chrétien fue escritor cortesano, teñido del espíritu trovadoresco que reinaba en la corte de Champaña. Tradujo a Ovidio, para mejor internarse en la descripción psicológica del amor, que coexiste en sus obras con la ingenuidad bretona, y suele dotarlas de una tesis, propuesta o impuesta, generalmente, por sus protectores los Condes.

Las novelas de Chrétien (aparte del Tristán, hoy perdido) llevan el nombre de un caballero de la casa de Arturo: Erec, Cliges, Lancelot, Yvain. Son, sobre todo las dos últimas, novelas bastante extensas en versos octosílabos pareados.

La novela que tenemos delante es un caso aparte entre las de Chrétien. Es una obra inconclusa; quizá la última de las que escribió. Con ello, es la más extensa; y tiene un interés adicional: en ella se incorpora un sentido místico cristiano a la novela artúrica. Esto explica el éxito, la aparición en toda Europa de novelas de este tipo: aparte del Peredur galés, quizá anterior, el Parzival de Wolfram von Eschenbach y el Perlesvaus occitano; las continuaciones en verso (más de 50.000 versos) y la gran continuación en prosa, «l'estoire del Saint Graal», en que se encuentra la obra maestra de las narraciones artúricas en prosa, «La mort le Roi Artu».

«Perceval, li contes del Graal» vuelve la vista hacia el pasado; hacia la época brumosa del surgimiento de los reinos célticos independientes y hacia la antigüedad clásica, aunque de ésta no haya una visión directa, salvo por dos o tres alusiones dispersas. Los nombres de los lugares nos llevan a la Britania pre-anglosajona, a Gales, a la pequeña Bretaña. Los personajes son conocidos en la literatura céltica desde sus primeras manifestaciones: Peredur, el Perceval de Gales, va es nombrado en el canto de Gododdin, de Aneirin, escrito hacia el 600 en la frontera de Escocia.

Pero los celtas eran pueblos sin literatura; sólo muy tarde el contacto con la latinidad y el cristianismo les impulsó a escribir. Por ello, cuando escribían, vestían una mentalidad latina y veían a través de ella sus propias creencias y leyendas. Así las enriquecieron con aportaciones clásicas y orientales, llegadas éstas junto con los monjes siríacos que fundaron el irreductible monacato céltico, y formaron juntamente una cultura peculiar, una civilización distinta del resto de Europa.

A todo lo largo del «Contes del Graal» se encuentran recuerdos de ella, que nos remiten a los Mabinogion, novelas breves galesas, o a la épica irlandesa, que hunde sus raíces en los tiempos paganos, anteriores al siglo v. Recuerdos de la mitología, como el valor sagrado de la copa, la herida en el muslo, o en el ojo, de que murió, en el relato de Irlanda,

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Balor a manos de Lúgh Lam f ada, en el de Gales Ysbadadden Penkawr a manos de Culhwch; viejo tema indoeuropeo que aparece en la Odisea y la Historia de Tito Livio. Recuerdos de situaciones y personajes, como el malhablado Kéu, que es el Briucriu irlandés y el personaje del poeta satírico galés, conocedor del poder mágico de la palabra, o el episodio de la sangre en la nieve, que se encuentra, más bárbaro pero más ingenuo y sincero, en la historia irlandesa de Deirdré y Conchobar. Recuerdo de costumbres e instituciones, como la importancia de la relación entre tío y sobrino, el ofrecimiento de un precio en reparación de un reto o delito, costumbre que ya notó César, y cuya aparición da a la aventura de Gauvain en nuestra novela un gran parecido con un relato épico irlandés: la epopeya de los MacTuireinn. Y sobre todo, la visión de la monarquía, con un rey supremo y reyes inferiores. El poder del rey es más sagrado que político, o más bien, no existe diferencia entre lo sagrado y lo político; su misión es cuidar que el mundo funcione con arreglo a sus propias leyes, tanto en lo natural como en lo sobrenatural. Que los campos produzcan, que crezcan los ganados... Que el mundo sea cosmos y no caos. Por ello entre los vasallos de Arturo se encuentran reyes del Otro Mundo, como Maheloas, señor de la Isla de Vidrio, y Guingamor, rey de Avallon, amigo de la reina Morgana. La Isla de Vidrio, Ynyddgwtr, y Avallon, son dos nombres de la misma tierra: la de los bienaventurados. Morgana, hermana de Arturo, es su reina.

Y es precisamente en las representaciones de este Más Allá donde la novela de Chrétien se vuelve más hacia las leyendas de los celtas. Introdúzcanos, como a Gawain, la cierva blanca, la inevitable cierva blanca, la cierva blanca de las literaturas clásicas, como aquella que, muerta por Ascanio, fue causa de larga guerra entre latinos y teucros. La cierva blanca, también, de los hebreos, del libro de los siete sabios, la cierva blanca de los sirios. Y la cierva blanca de los celtas, como aquel cuyo nombre queda aún en su sepultura, en el norte de Italia: AlcoVindos, Ciervo Blanco; de los celtas adoradores de Cernunnos, el dios de cabeza de ciervo; que le dedicaron al ciervo un mes de su calendario, bautizaron la bebida sagrada con su nombre: cerveza, y en fin, le dieron al ciervo el nombre que aún tiene entre nosotros.

La caza de la cierva o el ciervo blanco es frecuentísima en toda la literatura caballeresca; con ella comienza el mabinogi de Gereint ag Enid y la correspondiente novela de Chrétien; en España lo encontramos en el caballero del Cisne y, en Cataluña, en el Tirante. Suele tener la cierva la misión de conducir al héroe al más allá. Herirla suele -como en esta novela- conllevar un castigo. El desamorado Guigemar recibió así la herida mortal que le llevó a cruzar los mares en una barca a la deriva.

En las islas que se encuentran más allá del mar situaban los celtas el paraíso, si puede hablarse de paraíso entre unas gentes que desconocen el infierno. El viaje del alma hacia esos países debió tener unas etapas fijas, unas estaciones a través de las cuales se llegaba a la tierra de la juventud, de la vida, de las delicias. Levemente cristianizado, todo ello se encuentra en los ímráma, narraciones irlandesas de viajes por mar. Más tarde se unió a la escatologíacéltica la literatura de visiones ligada al desarrollo del monacato y que tiene, por tanto, numerosos elementos arábigos o siríacos.

La estructura fija del viaje al otro mundo, descoyuntada ya, desplazados sus elementos, transplantados a otros lugares dentro de la narración, conservando unos su carácter sagrado, profanizados otros, aparecen en la novela caballeresca. Un buen ejemplo de ello es el tema de la «terre gaste», la tierra devastada, yerma, donde nada puede crecer, . donde todo es caos, soledad, sombras. La tierra devastada, tierra de la muerte, es para los celtas una prueba que dará paso a la nueva vida, más llena de sacralidad. Algo semejante a lo que sería, para los griegos y latinos, la tierra crepuscular por donde erraban las almas de los insepultos. Este concepto de «gasteté» es de los más necesarios para comprender el «Con-tes»: La acción comienza precisamente en un lugar así: la «Gaste Forét». Más tarde, en camino hacia Belrepeire, Perceval sigue cabalgando «por bosques solitarios». Una vez llegado a la ciudad, ve que todo en ella es desolación. Las casas están derruidas, los hornos no trabajan, tampoco los molinos. Vagan las gentes aterrorizadas y desoladas. Y si más tarde, pasada la guerra,

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vuelve a Belrepeire la abundancia y la alegría -tan desmesuradas como fue la devastación- esto no es sino eco de una dualidad céltica tan antigua que los historiadores latinos dieron en sus obras cuenta de ella. Procopio, hablando de la isla de Brittia, donde reposaban según los bretones las almas de los difuntos, relata que hay en ella una muralla, y a un lado de ella, una tierra de gran fertilidad, al otro un yermo poblado de sabandijas. En el viaje de Mael Dúin -uno de los ímráma a que nos referíamos antes- aparecen dos islas; una, habitada por una compañía de danzantes que lloran desesperados; otra, por otros que ríen locamente. Unos y otros atraen a sí a los que osan acercarse y les arrastran a su danza.

Lo curioso de esta novela es que la cualidad de «gast» no se aplica sólo en el espacio, sino también en el tiempo. En el caso de Belrepeire, la vida sucede a la destrucción, la devastación ocupa un lugar determinado en el tiempo, y en ese lugar, precedido por edades áureas y quizá sucedido por ellas, se sitúa la acción.

No es la travesía de la tierra yerma y solitaria la única prueba que debe superar el alma en su ascenso, como un neófito en el curso de la iniciación. Pues en medio de estos desiertos, nuevos peligros le acechan. Quizá de ellos el más espantable sea el puente peligroso que las almas han de atravesar a riesgo de caer en las ondas de un río infernal. Sólo las almas puras lograrán salir airosas. Este tema es frecuente entre los árabes y los persas, y de ellos debió pasar a los monjes visionarios de la alta edad media, como Adhamhnán de Iona, que vio en su descenso al infierno un puente: «Un enorme puente atraviesa la corriente, de lado a lado, alto en el centro y bajo en los extremos. Tres clases de almas intentan pasarlo. Para la primera el puente es ancho de principio a fin, de modo que lo cruzan sin dificultad, sin miedo ni terror, sobre el espantable torrente de fuego. Para otros, cuando se acercan, es estrecho al comienzo, pero ancho después, y de este modo cruzan la misma corriente con gran peligro. Pero para los últimos, es ancho el puente al comienzo y estrecho y angosto al final, de modo que al llegar al centro caen en la peligrosa corriente, en las fauces de los ocho monstruos inflamados que habitan en el río». Pronto debieron estas visiones impresionar la fantasía céltica, y ya en el viaje de Mael Dúin aparece un puente peligroso de vidrio, y en los mabinogion, puentes sumergidos o afilados como cuchillas. El puente, en vez de cruzar una corriente peligrosa, puede tenderse sobre un abismo (Annwfn, abismo, es otro de los nombres del más allá galés). El puente peligroso y el río o abismo infernal aparecen en el «Contes del Graal» con fre-cuencia, pero a veces, desprovistos casi totalmente de su contenido sobrenatural, se ocultan tras los puentes levadizos, muy reales, de los castillos. Quedan de todos modos indicios de su verdadera naturaleza. El puente del castillo de Gornemans corre sobre un río de agua muy veloz y negra y más profunda que el Loira, más ancho que un tiro de ballesta. El puente de Belrepeire es tan débil que duda Perceval si podrá sostenerle. El del castillo del Rey Pescador se alza a su paso, de manera que tiene que intentar un peligroso salto para salvar la vida. El río sobre el que corría era de agua rápida y profunda. Más tarde atraviesa Gauvain otro puente frágil: tanto, que no puede soportar el peso de su caballo, aunque sí el del palafrén de una doncella, avezado a aquel camino.

Cuando no existe el puente, la corriente ha de ser atravesada en una barca, y aquí es aún más claro el cruce de ideas y de mitologías. Los celtas conocieron en la suya al barquero conductor de las almas al más allá, especie de Caronte; es más frecuente, sin embargo, la barca sin timón que conduce por sí sola al viajero, héroe como Tristan o Guigemar o santo como san Brennáin. De todos modos, allí donde encontremos, en el «Contes», un paraje adonde sólo se puede llegar pasando un río o un brazo de mar en una barca, estaremos en presencia de un vestigio del viaje oceánico al paraíso celta.

El carácter mágico del puente puede darse a conocer únicamente por los parajes a que conduce: Belrepeire, el Castillo del Grial, el de las Reinas. Estas tierras, y otras más aún, son imágenes del más allá, y seguramente los lectores contemporáneos de Chrétien eran capaces de advertirlo con claridad. El país de Galvoie, por ejemplo, de donde «nadie jamás ha podido regresar», es un vergel, donde, como en «la joie de la cort», de la novela «Erec et Enide»,

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también de Chrétien de Troyes, quien entre ha de realizar una prueba: si falla, muere. Sólo un héroe dotado de poderes casi sobrehumanos ha de conseguir el triunfo. El más allá como vergel aparece en las más tempranas obras célticas. Debió existir ya en tiempos paganos, aunque las visiones literarias cristianas del Jardín del Edén y del paraíso terrenal debieron re-forzar este tipo de representaciones. Avallon, el más allá de los bretones y galeses, se llama tierra de manzanas, y el paraíso de los irlandeses es la tierra de las manzanas de Emhain. Una manzana atrajo a Conle Rúad al reino de las hadas, donde aún vive feliz con su amada; una manzana de plata arrastró a Bran MacFebail a su navegación a tierras sobrenaturales. Mael Dúin, en alta mar, se nutrió durante cuarenta días de las manzanas halladas en una de las islas que visitó.

En el Perceval, sin duda el lugar que acumula más elementos de carácter sobrenatural o ultramundano es el Castillo de las Reinas. Está al otro lado de un río que sólo se puede atravesar en una barca: el barquero tiene extrañas prerrogativas sobre los viajeros que por allí pasan. El castillo en sí tiene mucho de la morada fantástica, brillante y cristalina, de los ímráma, como la ciudad de murallas de cal cuyas casas eran blancas como la nieve que vio Mael Dúin en una de las islas que visitó. Este aspecto tienen también, en el contes, los castillos de Gornemans y del Rey Pescador, pero de forma menos explícita.

El Castillo de las Reinas es habitado sólo por mujeres, como el paraíso de los celtas. Como su misma reina dijo a Conle Rúad: «Una tierra que alegra el corazón de cuantos la visitan: en ella sólo se encuentran mujeres y jóvenes doncellas». Así la vieron Bran y Mael Dúin, así Rúadh, en su viaje a las tierras sumergidas, y así el gran héroe Cú Chulainn cuando tuvo amores con Fand, la reina de las hadas.

Y este castillo de las reinas es morada de los muertos: nadie puede volver de ella. En ella encuentra Gauvain a personas que creía perdidas para siempre: allí viven para toda la eternidad, pues el que pruebala comida del más allá no puede regresar a la tierra de los mortales.

A pesar de lo enmarañado de los episodios, los símbolos y los personajes, la acción de la novela es aparentemente lineal, tanto en el tiempo como en el espacio. El héroe sigue un camino, a lo largo del cual encuentra sucesos, ciudades y personajes desconocidos. Sólo al final la acción parece bifurcarse e ir y venir de uno de los personajes al otro. Esto divide la novela en dos partes: en la primera se trata de Perceval; en la segunda, predominantemente, de Gauvain.

Observando más de cerca la primera parte, notaremos, sin embargo, una arquitectura sabia. Los episodios no están colocados al azar, sino que se responden y se reflejan unos en otros, y, más aún, se explican y cobran significado unos por otros.

Perceval es instruido en las leyes de la caballería por su madre primero, después por Gornemans, que amplía esta iniciación. La primera partida (a través de un puente) de Perceval, tiene una imagen en la partida de Belrepeire. Perceval -cosa insólita- es hecho caballero dos veces: una por Arturo, otra por el vavasor Gornemans. Los tres primeros episodios de la vida caballeresca de Perceval: la despedida de su madre, la aventura de la tienda del bosque y el combate con el Caballero Bermejo, se encuentran también reflejados al término de la visita de Perceval al castillo del Grial. Primero, Perceval pierde el Grial, imagen de la copa sagrada de Arturo, que simboliza su realeza. Después, conoce la muerte de su madre, lo que acaba con otra de sus búsquedas, de sus «quétes». Donde con más claridad sentimos que se ha cerrado el libro de sus aventuras es a partir del combate con el Orgulloso y la salvación de la doncella del bosque. Perceval ya conoce su nombre; hasta aquí llegan sus «mocedades», su aprendizaje: los dos sentidos de la palabra galesa «mabinogi».

Desde este momento Perceval desaparece prácticamente de la narración, que se centra

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en la partida de los caballeros de la casa de Arturo y las aventuras de Gauvain. Es difícil encontrar en ellas una estructura tan compleja y precisa como en las de Perceval. No olvidemos que la novela no está terminada. La sucesión de episodios sin gran hilación, propia de narraciones caballerescas posteriores, se adueña del relato, por lo menos hasta el momento en que Gauvain decide intentar la «qué te» en que Perceval fracasó. Y no es por casualidad si la narración, precisamente en este momento, se vuelve por última vez a Perceval. Cuando la atención del autor retorna a Gauvain, su aventura ha cobrado sentido, se tiende en una dirección; desde entonces, cuando sucede, el encuentro con la Orgullosa, el rescate del palafrén en Galvoie, el robo de su caballo, son peldaños que le acercan al Castillo de las Reinas, y la vergüenza de Gauvain con la Orgullosa, como la de Lancelot, cuando su amor le impulsó a subir en el carro de los condenados, representa una prueba más antes de que le sea dado el triunfo, una purificación por el deshonor, semejante al guantazo infamante que formaba a veces parte de la ceremonia de armar un caballero: símbolo de la vida pasada, de lo que jamás volvería.

Es en los momentos más importantes de la narración: al fin de las aventuras de Perceval, antes de la partida de los caballeros, antes de la «quête» de Gauvain, donde se sitúan las tres revelaciones de la culpa de Perceval. En la primera, se le anuncia quién es el Rey Pescador, cómo ha perdido la ocasión de restaurar su reino, y, por otra parte, la muerte de la madre del caballero. La segunda añade el dato de que el reino del Rey Pescador se ha convertido, por culpa de Perceval, en «terre gaste». En la tercera, la más importante, aprende Perceval que la muerte de su madre es causa de su fracaso, que con el Grial se sirve a un rey hermano de su madre (y del propioautor de la revelación), cuyo hijo es el Rey Pescador. En el Grial se contiene una hostia, de la cual se mantiene aquel rey.

Chrétien de Troyes no ha insistido tanto en estas revelaciones sin motivo. Ellas constituyen el eje de esta segunda parte, que no es tan caótica como al principio parece. Al igual que la primera, representa un camino, y su término está en el Castillo de las Reinas, si el de la primera es el del Grial.

Es en estas tres revelaciones donde debemos ahondar para encontrar el significado profundo de la obra. La hostia contenida en el Grial, alimento de la inmortalidad, no es un elemento totalmente cristiano. Está emparentado con la cerveza que se bebía en los banquetes del más allá, con las cubas sagradas de cerveza en que se bañaban los héroes y con los calderos mágicos que daban la inmortalidad, como el que dio la victoria a los dioses sobre los Fomoré, diablos marinos, en la batalla de Mag Tured o Moyturra. Más lejanamente aún emparentado con la ambrosía de los griegos y el amrta de los hindúes, pues es frecuente que, en el terreno religioso, se establezcan insospechadas conexiones entre los dominios más occidental y más oriental de los pueblos indoeuropeos. El eslabón entre las manifestaciones paganas célticas y el elevado misticismo del Contes, y también del Peredur de Gales, tal vez sea una espiritualidad cristiana cercana aún al paganismo, como la que se manifiesta en este poema irlandés del siglo x: «Yo quisiera organizar un festín de cerveza para el Rey de los Reyes; el ejército celeste en él bebería por, toda la eternidad».

Símbolo más oscuro es la lanza sangrienta, en que la cristiandad creyó ver la lanza de San Longinos. La lanza, desde luego, fue objeto sagrado entre los celtas desde tiempos sin duda muy antiguos. La misma palabra, lanza, es de origen celta, y pasó a Roma en tiempos de las guerras de los galos. Gaisorigs, el

Rey de la Lanza, era nombre usado entre los galos y los germanos. Lanzas mágicas aparecen en la epopeya irlandesa: el Gai Bolga, la Lanza del Saco, es el arma principal del héroe Cú Chulainn.

Perceval llega al castillo del Grial cuando anda en busca de su madre; la «quête» de Perceval es una búsqueda de la inmortalidad, o tal vez de lo que se encuentra detrás de la muerte. Si su pecado le impide encontrarlo, Gauvain, por su parte, va a dar feliz término a la

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inquisición de Perceval: guiado por un hada, llegará a la tierra de las doncellas, al Castillo de las Reinas, e incluso a salir de él, uniendo así los dos mundos. En este aspecto, sí queda concluida la novela.

De aquí la importancia de la noción de iniciación para comprender el «Contes del Graal». Por la iniciación adquiere el neófito la inmortalidad; más cargado de sabiduría, conociendo los misterios de la naturaleza y la creación, y a través de nuevas muertes y nacimientos, se accede a la sacralidad del sacerdote o el guerrero. Del mismo modo a la muerte le seguirá otro nuevo nacimiento que desvelará nuevas parcelas del mundo. Perceval ha pasado ya la muerte «terre gaste», puentes peligrosos) y nace de nuevo al fin de su aventura: por eso adquiere un nombre entonces. Pero después de esto, pasará cinco años errante en el bosque, olvidado de Dios, como un animal (del mismo modo que Yvain, en la novela del mismo nombre, también de Chrétien de Troyes). Esto no puede ser sino otra muerte mística, muy semejante de hecho a las que sufrían los germanos y los celtas antes de pasar al estado de guerreros, dotados de una segunda naturaleza animal. El nuevo nacimiento, repleto de sacralidad, surge después de la revelación del ermitaño. Prueba iniciática es, para Gauvain, como hemos visto, el tiempo que pasa con la Orgullosa, que es, al mismo tiempo, quien le ayuda a entrar al otro mundo, la meta tan deseada.

Añadiendo una dimensión colectiva a estas «quetes» de los héroes, aparece un segundo significado de la novela, quizá más importante aún. El mundo, desde la muerte de Uterpendragón, padre de Arturo, vive una edad de hierro, según se nos advierte al comienzo de la historia; los tiempos han venido siendo desde ese día revueltos y turbios. Es tarea del rey Arturo restaurar el orden perfecto (identificado por Chrétien con el orden caballeresco); ha de hacer del mundo un todo ordenado, crear la paz y la armonía eternas. Arturo, como se sabe, fracasó y murió a manos de .su sobrino Mordred en la batalla de Camlann; pero este sueño no ha dejado de obsesionar a los galeses, entre cuyas leyendas se encuentran las de la futura resurrección de Arturo, que llegará de la Ciudad de Vidrio para conquistar Roma, es decir, todo el mundo conocido.

Como demuestra el transparente ejemplo de Belrepaire, la aventura de «Perceval» es un constante arrancarle a la muerte fragmentos de «terre gaste» para hacer de ella «terre de liesse», tierra de alegrías. Y si Perceval fracasa en el Castillo del Grial, quizá Gauvain -esto Chrétien de Troyes no nos lo dice-consiga vencer a Guiromelans y extender a todo el mundo las delicias del Castillo de las Reinas.

Este contenido épico-místico no deja de ser actual, y nos llega sin perder fuerza; tampoco desaparece la belleza lírica de episodios, como el de Belrepeire o el de la sangre en la nieve, y ni siquiera las imágenes se han marchitado, como verá quien se detenga ante estas descripciones brillantes, llenas de color, sin sombras, que nos recuerdan a las vidrieras de las catedrales, contemporáneas suyas.

En el dominio de lo hispánico arraigaron aspectos de lo narrativo y lo poético comparables a lo que vemos en esta novela. El romancero encierra una mezcla semejante de épica, narrativa y lirismo, y hay momentos de verdadera convergencia, como puede mostrar la comparación de estos dos fragmentos:

Todas las gentes dormían en las que Dios había parte; mas no duerme Melisenda, la hija del Emperante, que amores del Conde Ayuelos no la dejan reposar. Salto diera de la cama como la parió su madre, vistiérase una alcandora

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no hallando su brial, vase para los palacios donde sus damas están. «Romance de Melisenda».

Mientras él duerme a pierna suelta, ella considera que ya no le quedan defensas en la batalla que se está librando en su interior. Mucho se inquieta, mucho se estremece, muchas veces se vuelve y agita. Se echa sobre la camisa un manto de seda color grana y se lanza a la ventura como audaz y valiente...

«Perceval», p. 31.

La novela caballeresca que floreció en la península desde el siglo xiv es heredera muy directa de ésta, desde sus inicios, en la Gran Conquista de Ultramar (todos los tópicos ultramundanos de la literatura bretona están acumulados en los primeros capítulos del «Caballero del Cisne») hasta el Amadís de Gaula, donde se encuentra, en la Ynsula Firme, un lugar muy parecido al Castillo de las Reinas, con su lecho mágico y todo, cargado quizá de un abarrocamiento más otoñal, y las posteriores narraciones de este género. La entrega mágica de la espada al caballero, la llegada del retador a la corte donde sirve el héroe... Todo esto son elementos que prácticamente aparecen en todas nuestras novelas caballerescas. De ellas pasarán al Quijote. Veamos, como un ejemplo entre muchos, el episodio de los disciplinantes, última aventura de Perceval, convertido en aventura burlesca por Cervantes en el último capítulo de la primera parte del Quijote.

Pero aparte de estos lejanos parentescos que el tiempo va diluyendo, la cultura europea ha resucitado en épocas posteriores las maravillas de la fantasía céltica, a través sobre todo de Irlanda. MacPherson, en el romanticismo, recuperó las del Fianna Fínn, con visión quizá no más deformadora que la nuestra, pero extraña a nuestros ojos. El surgimiento de los nacionalismos en el XIX ayudó a ello. El «Barzaz breizh», recopilación de poemas bretones, el surgimiento en Gales del grupo de «Y Cymmrodorion», están ligados a él, así como en Irlanda una generación de poetas, entre los cuales -aunque algo apartado- destaca W. B. Yeats, que, a la vez que buscaba en sus raíces célticas el anuncio de la libertad de su tierra, ahondó en aspectos esotéricos no siempre existentes.

El surrealismo fue el gran descubridor de la poesía contenida en el ciclo bretón. Más tarde, novelistas como Tolkien y Mocrcock, más reciente aún, han devuelto a la novela europea aspectos narrativos inexplorados desde la Edad Media.

En el «Contes del Graal» hay algo muerto; algo de museo donde contemplamos reliquias inmóviles de la Edad Media, interesantes sólo desde el punto de vista histórico. Pero también hay algo que acude a nosotros con la fuerza de la vida desde tiempos mucho más desconocidos y remotos; y lo intuimos intacto, naciente. Con su mezcla de ingenuidad infan- -til y de orgullo de ser quien es, nos recuerda aquella cruz de piedra levantada en el atrio de la Iglesia Negra de Llangadwaladr por Cadwallaun en honor de su padre, rey de la isla de Anglesey, a mediados del siglo VII, en que aún hoy, a pesar del viento, se lee: «Cadfan el rey: el más poderoso y el más nombrado de todos los reyes».

JUAN RENALES.

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A título de muestra ofrecemos a continuación una serie de interpretaciones etimológicas de algunos de los nombres que aparecen en esta novela.

Garduel (Castillo donde reunía cortes el rey Artús): Nombre compuesto por Car y duel. Car significa fortaleza y duel posiblemente venga del galo Duboglassio, «verde y negro», nombre de un río.

Escavalon: Contiene la palabra Avallon. Esta es una palabra muy antigua, que denomina a la manzana, símbolo del más allá. Esta palabra desapareció en el latín, pero sobrevive en el topónimo Abelia, que Virgilio califica de malifera, portadora de manzanas.

Carlion: Como la ciudad española de León, proviene de un campamento romano. Urbe legionis=Car Lion.

Gauvain: En galés, se trata de Gwalchmai, de la antigua palabra gala Ualcos Magesos, el «halcón de la llanura».

Melian de Lis: Melian proviene de Maglos, en galo, príncipe. Lis, del galo Lisso, es nombre frecuente de poblaciones.

Ygernia: Contiene la raíz luer- con que denominaron los habitantes de Gran Bretaña a los irlandeses, siempre identificados con la brujería y lo misterioso.

Yvain es el equivalente galés de nuestro Eugenio.

En cuanto a Perceval, aunque no se conoce su etimología exacta, podemos notar que se ha considerado en la Edad Media como palabra compuesta de Perce y Val, lo que vendría a querer decir «cruza valles». De ahí que algunos de sus sucesores han llevado nombres como Perceforest.

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Dedicatoria (vs. 1-68)

Quien poco siembra, poco recoge, y el que desee obtener algo, esparza su grano en tal lugar que Dios se lo torne doscientas veces más abundante, porque en tierra baldía la buena semilla seca y desfallece. Chrétien siembra, y lo que siembra es una novela que empieza, y en tan buena tierra lo hace, que no puede quedar sin provecho, ya que lo hace para el más digno y leal del Imperio de Roma: Felipe de Flandes, que vale más de lo que valió Alejandro, de quien se dice que fue tan noble y honrado. Pero yo he de demostrar que el conde está muy por encima, ya que está limpio y exento de todos los vicios y males que guardaba en sí aquel rey. Nuestro conde es de tal condición que no escucha burlas groseras o necedades, ni soporta las maledicencias se refieran a quien se refieran. Ama la recta justicia, la lealtad y la santa iglesia, y odia toda vileza. Es más generoso de lo que se sabe, ya que da sin hipocresía y sin engaño, según el Evangelio: «No sepa tu izquierda el bien que haga tu derecha». Que lo sepa el beneficiado y Dios, que ve todos los secretos y conoce lo más íntimo del corazón y las entrañas. ¿Por qué el Evangelio dice: «Oculta las dádivas a tu mano izquierda»? La izquierda, según la tradición, significa la vanagloria, hija de hipócrita falsedad. Y en cuanto a la diestra, ¿qué significa? Caridad, que no alardea de sus buenas obras, sino que se esconde de manera que sólo lo sepa Aquel cuyo nombre es Dios y Caridad. Dios es Caridad, y quien vive en caridad según el espíritu (lo dijo San Pablo y así lo leí yo), permanece en Dios, y Dios en él. Sabed, pues, en verdad que los dones que el buen conde reparte son de caridad. Con nadie los consulta salvo con su recto y bondadoso corazón, que le incita a hacer el bien. ¿Acaso no vale más que Alejandro, que jamás se ocupó de caridad ni de bondad alguna? Sí, no lo dudéis jamás. Por tanto, no caerá en saco roto el esfuerzo de Chrétien, que se afana en rimar por orden del conde la mejor historia que se haya narrado en corte real: es el CUENTO DEL GRIAL1, cuyo libro le dio el conde.

Oíd cómo se las arregla.

El hijo de la Dama Viuda 2 (vs. 69-635) Era el tiempo en que florecen los árboles y se tornan verdes la hierba, los bosques y los

prados; cantan suavemente los pájaros en sus latines por la mañana y todo ser se inflama de alegría, cuando el hijo de la Dama Viuda se levantó en la Yerma Floresta Solitaria. Sin pereza ensilló su corcel y tomando tres venablos salió de la mansión de su madre. Pensó ir a ver a los labradores que ella tenía, que por entonces le sembraban la avena con doce bueyes y seis rastras. Nada más entrar en la floresta su corazón se regocijó en las entrañas, por el dulce tiempo y por el canto que oía de los pájaros alegres; todo esto le daba placer. Por la dulzura del tiempo le quitó el freno al corcel, y lo dejó ir paciendo por la fresca hierba verdeante. 1 Esta traducción se basa en la edición de William Roach, publicada por L. Minard, París, 1959, en su segunda impresión, que sigue el texto del ms. fr. 12.576 de la Biblioteque Nationale, uno de los quince manuscritos que se han conservado del Perceval. He conservado la alteración propiamente medieval de los tiempos verbales, que agiliza una narración escrita para ser narrada. (N. del T.) 2 Los títulos episódicos no pertenecen al original, que no tiene ni mayúsculas ni divisiones entre párrafos o capítulos. Para estos últimos he seguido el criterio adoptado por W. Roach. A continuación de cada título doy la medida que abarca en los versos del original. (N. del T.)

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Sabía lanzar con destreza los venablos que llevaba, e iba arrojándolos a su alrededor, uno hacia atrás, otro al frente, uno por arriba, otro por abajo, hasta que oyó venir por el bosque a cinco caballeros pertrechados con todas sus armas. Grande era el ruido que venían haciendo las Armas de los que llegaban, ya que a cada paso chocaban con las ramas de los robles y las hayas. Entrechocábanse lanzas y escudos, rechinaban las lorigas; resonaba la madera y el hierro de escudos y lorigas resonaba. El doncel oye, pero no ve a los que se encaminan hacia él. Mucho se maravilla, y se dice: «¡Por mi alma, verdad decía mi madre y señora cuando me dijo que los diablos son la cosa más horrenda del mundo! Para instruirme me dijo que para protegerme de estos diablos debía santiguarme, pero desdeñaré esta enseñanza, porque en verdad no he de santiguarme, sino que heriré lo antes posible al más fuerte de ellos con uno de estos venablos que traigo, y así pienso yo que ninguno de los otros se acercará ya a mí». Esto se decía a sí mismo el doncel antes de verlos, pero en cuanto el bosque los descubrió y los vio a campo abierto, y vio las lorigas relumbrantes, y los yelmos claros y lucientes, el blanco y el bermejo reluciendo frente al sol, y el oro y el azur y la plata, se le hizo tan hermoso y agradable, que dijo:

-¡Ah, señor Dios, perdón! Son ángeles estos que aquí veo. Verdaderamente he pecado mucho y he hecho muy mal diciendo que eran diablos. Mi madre no mentía cuando me contaba que los ángeles son las cosas más bellas que existen, después de Dios, que es más bello que todos. Pero este que bien estoy viendo debe ser Nuestro Señor, porque es tan her-moso que los otros, Dios me guarde, no valen ni la décima parte. Mi madre me decía que sobre todo a Dios hay que adorar, suplicar y honrar, y yo le adoraré a El primero y a todos los ángeles después.

Al instante se tira al suelo y recita todo su credo y las oraciones que su madre le había enseñado. El principal de los caballeros lo ve y dice:

-¡Quedaos atrás! De pavor ha caído a tierra un doncel que nos ha visto. Si vamos todos juntos hacia él me parece que morirá de espanto y no podrá contestar a nada de lo que le pregunte.

Aquéllos se detienen y él va hacia el joven galopando. Le saluda y le tranquiliza, diciéndole: -Muchacho, no tengáis miedo.

-No lo tengo, por el Salvador en quien creo -dice el doncel-. ¿No sois vos Dios? -No, a fe mía. -¿Quién sois, pues? -Caballero soy. -Jamás conocí a caballero -dice el muchacho-ni vi ninguno ni jamás oí hablar de ello,

pero vos sois más bello que Dios. ¡Ojalá fuera yo igual, tan luciente y tan bien hecho! Ahora se ha colocado a su lado, y el caballero le interroga: -¿Has visto hoy por esta landa cinco caballeros y tres doncellas? El doncel otras cosas quiere saber y preguntar; tiende la mano hacia la lanza, la coge y

dice: -Gentil y querido señor, vos que os nombráis caballero, ¿qué es esto que lleváis? -¡Bien apañado me veo! -dice el caballero-. Yo pretendía, mi hermoso y dulce amigo,

saber nuevas por ti, y tú quieres oírlas de mí. Te lo diré: esto es mi lanza. -¿Queréis decir que se lanza como hago yo con mis venablos? -¡Ni hablar, garzón, qué tonto eres! Más bien hiere sin soltarla. -Pues entonces más vale uno de estos venablos que aquí veis, porque cuantos pájaros y

bestias quiero mato de lejos y a placer, como con una flecha.Muchacho, de eso no se me da nada. Dame cuenta de los caballeros. Dime si sabes dónde están. ¿Viste a las doncellas?

El doncel le coge la punta del escudo y le dice con aplomo: -¿Qué es esto y para qué os sirve? -Muchacho, esto es una burla. Me hablas de otras cosas, y no de lo que te pido.

Pensaba, Dios mediante, que tú me dieras nuevas antes de obtenerlas de mí, y tú quieres que

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te las dé. Te lo diré de todos modos, ya que de buena gana me acomodo a ti: escudo se llama lo que llevo.

-¿Escudo se llama? -Pues claro -dice él-, y no debo tenerlo en poco, porque es tan leal, que si alguno lanza

o tira sobre mí, se interpone a todos los golpes. Este es el servicio que me hace. Mientras tanto, los que se habían rezagado vinieron a galope tendido hacia su señor,

preguntándole así como llegaron: -Señor, ¿qué os dice este galés? -Ignora las buenas costumbres -dice el señor-, así Dios me guarde, porque no responde

rectamente a nada de lo que le pregunto, sino que quiere saber el nombre y la utilidad de todo lo que ve.

-Señor, sabed de una vez por todas que los galeses son tontos por naturaleza, más brutos que el ganado que pace; y éste es también como una bestia. Necio es el que se entretiene a su vera, como el que bromea con chanzas y pierde el tiempo en disparates.

-No sé -responde-, pero así vea a Dios, que antes de seguir el camino le contestaré a todo lo que quiera. No me iré de ningún otro modo. -Y vuelve a preguntarle:

-Muchacho, no te enojes, pero dime algo de los cinco caballeros, y también de las doncellas, si las viste o encontraste hoy.

Y el muchacho le tenía cogido por la loriga y se la estiraba.

-Ahora decidme, buen señor, ¿qué es lo que lleváis puesto? -Muchacho, ¿es que no lo sabes? -Yo, no. -Muchacho, es mi loriga, tan pesada como el hierro. Como que es de hierro, ya lo ves tú

bien. -De eso nada sé -dice él– pero es muy bonita, así Dios me valga. ¿Qué haceis con ella y

para qué os sirve? Muchacho, eso es fácil de explicar. Si quisieras lanzarme un venablo o dispararme una

saeta, no podrías hacerme ningún daño. -Señor caballero, de tales lorigas guarde Dios a las corzas y a los ciervos, porque no

podría matar ninguno y nunca más correría en pos de ellos. Y el caballero replicó: -Muchacho, Dios te valga, ¿puedes darme nuevas de los caballeros y las doncellas? Y él, que tenía poco seso, le dijo: -¿Nacisteis así vestido? -No, muchacho, es imposible que ningún hombre nazca así. -¿Entonces quién os vistió de tal guisa? -Muchacho, yo te diré quién. -Decidlo, pues. -De buena gana: no han pasado aún cinco años desde que me diera todo este arnés el

rey Artús, que me armó caballero. Pero ahora decidme de una vez qué ha sido de los caballeros que por aquí pasaron llevando a las tres doncellas.

Y él dijo: -Señor, mirad hacia el bosque más alto que veis, el que rodea aquella montaña. Allí

están los desfiladeros de Valbone. -¿Y qué hay de eso, buen hermano? -Allí están los labradores de mi madre, que siembran y aran sus tierras. Y si esas gentes

pasaron por allí y ellos los vieron, os lo dirán. Le dicen que si los guía irán con él hasta donde rastrillan la avena. El doncel coge su

corcel y se dirige adonde los labradores rastrillan las tierras aradas en donde se sembró la avena. En cuanto vieron a su señor, todos temblaron de miedo. ¿Sabéis por qué? Por los caballeros que le acompañan, armados, pues sabían muy bien que si ellos le habían declarado su oficio y condición, el querría ser caballero, y la madre perdería el juicio. Creían haber

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evitado que viera a caballero alguno ni supiera nada de caballería. Y el doncel dijo a los boyeros:

-¿Habéis visto pasar por aquí a cinco caballeros y tres doncellas? -No han dejado en todo el día de pasar por estas cañadas -respondieron los boyeros. Y el doncel dijo al caballero que tanto le había hablado: -Señor, por aquí han pasado los caballeros y las doncellas, pero ahora dadme más

nuevas del rey que arma caballeros y del lugar donde suele estar. -Muchacho -contestó-, decirte quiero que el rey mora en Carduel. No hace aún cinco

días que él estaba allí, porque yo le vi. Y si allí no le hallas, alguien habrá que te diga dónde se encuentra, por muy lejos que sea3.

El caballero se aleja al galope porque le urge alcanzar a los que busca, y el muchacho no se demora en retornar a la mansión donde su madre tenía el corazón doliente y sombrío por su tardanza. Al verle llegar siente una gran alegría, y sin poder ocultar su emoción, como madre que mucho le ama corre hacia él llamándole «buen hijo, buen hijo» más de cien veces.

-Buen hijo, mucho ha sufrido mi corazón por vuestra tardanza. El dolor me ha afligido tanto que por poco no muero. ¿Dónde estuvisteis hoy tanto tiempo?

-¿Dónde, señora? Os lo diré, en nada he de mentiros, ya que he recibido gran contento por algo que he visto. Madre, ¿no solíais decir vos que los ángeles y Dios Nuestro Señor son tan hermosos que jamás Natura creó tan hermosas criaturas, ni hay nada en el mundo tan bello?

-Buen hijo, lo sigo diciendo. Te lo digo en verdad y lo repito. -¡Callad, madre! ¿Acaso no he visto yo hace un momento los más hermosos seres que

existan, que van por la Yerma Floresta? Son más hermosos, a mi juicio, que Dios y todos sus ángeles.

La madre le toma en brazos y dice: -Buen hijo, Dios te guarde, porque tengo gran temor por ti. Tú has visto, me parece, a

los ángeles de quienes las gentes se quejan, porque matan cuanto alcanzan. -¡No es eso, madre, de verdad que no lo es! Dicen que se llaman caballeros. La madre se desvanece al oír esta palabra, y al volver en sí dice como mujer muy

disgustada: -¡Ay, infeliz de mí! Dulce buen hijo, creía teneros tan bien apartado de caballería, que

jamás oyeseis hablar de ella ni vieseis caballero alguno. Caballero hubierais sido, buen hijo, si a Nuestro Señor le hubiera placido que vuestro padre y vuestros otros amigos velaran por vos. No hubo en todas las islas del mar caballero de tan alto precio, tan temido y terrible, buen hijo, como lo fue vuestro padre. Buen hijo, bien podéis enorgulleceros, porque en nada des-mentías su linaje ni el mío, pues soy nacida de caballeros, y de los mejores de estas tierras. En mis tiempos no había linaje mejor que el mío sobre las islas del mar, pero los más nobles han

3 En la traducción de Martin de Riquer, colecc. Austral, encontramos entre paréntesis el siguiente pasaje, que pertenece sólo a dos manuscritos (A y L), y que ofrecemos a continuación por considerarlo de indudable interés:

(«Pero ahora te ruego que me digas con qué nombre debo llamarte.» -Señor -dijo él-, ya os diré: yo me llamo «buen hijo». -«¿Buen hijo»? Me figuro que

tienes además ctro nombre. -Señor, a fe mía, me llamo «buen hermano». -Te creo bien; pero si me quieres decir la verdad, quisiera saber tu nombre verdadero. -Señor -dijo él-, os lo puedo decir bien, porque mi verdadero nombre es «buen señor». -¡Válgame Dios!, es un buen nombre. ¿Tienes más? -No, señor, jamás tuve otro alguno. -¡Válgame Dios! He oído las cosas más sorprendentes que jamás oí y que nunca pienso

oír.) (N. del T.)

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caído: bien se ha visto en numerosas ocasiones cómo las desgracias se cebaban en los hombres honrados que se mantienen con gran honor y valentía. Maldad, pereza y vergüenza no decaen, porque no pueden, pero los buenos deben decaer. Vuestro padre, por si no lo sabéis, resultó herido entre las piernas quedando su cuerpo inválido. Sus grandes tierras, su gran tesoro que como noble poseía, todo fue a la perdición y cayó en la miseria. Después de la muerte de Uterpandragon, el padre del buen rey Artús, los hombres gentiles fueron arruinados e injustamente desheredados. Arrasadas las tierras y humillados los pobres, huyó todo el que pudo. Vuestro padre poseía esta mansión en la Yerma Floresta. No pudo huir, pero se hizo trasladar aquí con gran rapidez en una litera, de modo que ningún extraño supiera dónde se hallaba. Y vos, que erais chiquito, teníais dos buenos hermanos. Erais pequeño, un niño de pecho: teníais poco más de dos años. Cuando vuestros dos hermanos fueron grandes, con el permiso y el consejo de vuestro padre se dirigieron a sendas cortes reales para obtener armas y caballos. El primogénito fue al rey Escavalon, y lo sirvió tanto que fue armado caballero. Y el otro, nacido más tarde, fue al rey Ban de Gomorret. En un mismo día fueron los dos mucha-chos armados caballeros, y el mismo día se dispusieron a volver a su casa. Querían darnos una alegría a mí y a su padre, quien ya no volvió a verlos, pues fueron derrotados en batalla. Los dos murieron por las armas, lo que me causó un gran dolor y una gran pena. Del mayor llegaron noticias espantosas: los cuervos y las cornejas le reventaron los ojos. Así muerto fue hallado por la gente. Por dolor del hijo murió el padre, y desde su muerte yo arrastro una vida muy amarga y sufrida. Vos erais todo el consuelo y todo el bien que me quedaba, pues ya no estaba ninguno de los míos. Dios sólo quiso dejarme a vos para mi alegría y contento.

El muchacho entiende muy poco de lo que su madre le cuenta. -Dadme de comer -contesta-, no sé que me decís. De muy buena gana iría al rey que

arma caballeros, y he de ir, pese a quien pese. La madre le retiene y le cuida tanto como él se deja; le prepara y compone una gruesa

camisa de cáñamo, y unas bragas hechas a la manera de Gales, donde según creo hacen bragas y calzas de una sola pieza, y una cota con capucha, forrada de cuero de ciervo por fuera. Así lo guarnece su madre. No logró retenerle más de tres días, porque no alcanza a más el poder de su encomio. Entonces sintió un extraño dolor la madre, y llorando lo abrazó y lo besó, y le dijo:

-Siento ahora un dolor muy fuerte, buen hijo, viéndoos partir. Iréis a la corte del rey, le diréis que os dé armas. No habrá ningún problema, bien sé yo que os las dará. Pero cuando llegue el momento de llevar armas, ¿entonces qué pasará? Lo que no hicisteis nunca y a nadie se lo visteis hacer, ¿cómo vais a saberlo? Malamente, en verdad, creo yo. Careceréis de destreza en todo, que no es de extrañar que se ignore lo que no se ha aprendido, antes bien lo raro es no aprender lo que se ve y oye a menudo. Buen hijo, quiero daros un consejo que tenéis que entender muy bien, y que si os place retener, puede que os depare grandes bienes. Caballero seréis dentro de poco, hijo, si Dios quiere, y así lo creo yo. Si encontráis de cerca o de lejos dama que necesite ayuda o doncella desconsolada, que vuestra ayuda les sea brindada si ellas os lo piden, porque todo honor radica en esto. Quien no honra a las damas es quetiene muerto su propio honor. Servid a damas y doncellas, y por ello seréis honrado en todas partes. Pero si deseáis a alguna, guardaos de enojarla con nada que le moleste. De una doncella, ya es mucho obtener un beso; si ella consiente en que la beséis, el resto os lo prohibo yo, si por mí queréis renunciar. Pero si ella tiene un anillo en el dedo o limosnera en el cinturón, y si os lo da por amor o por ruegos, bien me parecerá que os llevéis el anillo. Os doy permiso para que aceptéis el anillo y la limosnera. Buen hijo, quiero decirte algo más, y es que ni en camino ni en posada tratéis mucho tiempo a un compañero sin conocer su nombre; sabed, en suma, que por el nombre se conoce al hombre. Buen hijo, hablad con los hombres nobles y hacedles compañía, el hombre noble no desaconseja nunca a los que le rodean. Pero sobre todo quiero rogaros que vayáis a rezar a Nuestro Señor en las iglesias y monasterios, para que os depare honor en este siglo y os permita actuar de tal manera que lleguéis a buen término.

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-Madre -dice él-, ¿qué es una iglesia? -Hijo, allí donde se hace el servicio de Dios, Aquel que hizo el cielo y la tierra y puso

en ella a los hombres y las mujeres. -¿Y monasterios? -Hijo, esto mismo: una casa hermosa y santísima donde hay reliquias y tesoros, y donde

se sacrifica el cuerpo de Jesucristo, el santo profeta a quien escarnecieron los judíos. Fue traicionado y juzgado sin justicia, y sufrió angustia y muerte por los hombres y por las mujeres, ya que las almas iban al infierno al abandonar los cuerpos, y El las libró de allí. Fue amarrado a una estaca, golpeado y luego crucificado, y llevó una corona de espinas. Para oír misas y maitines y para adorar a este Señor os recomiendo ir al monasterio

No se entretiene más; se despide y la madre llora. Ya tenía la silla puesta. Iba ataviado a la guisa de Gales: calzado con abarcas, y por doquiera que fuese solía llevar sus tres venablos. Sus venablos quiso llevar, pero su madre le hizo dejar dos, para que no pareciera demasiado galés, y si hubiera podido le habría hecho dejar los tres. En la mano derecha llevaba una vara para fustigar a su caballo. La madre que tanto le quería le besa llorando, y ruega a Dios que le proteja.

-Buen hijo -dice ella-, ¡Dios os guíe! Y que os dé más alegría de la que a mí me queda, doquiera que vayáis.

Cuando el muchacho se hallaba a tiro de una pequeña piedra, volvió la vista atrás y vio a su madre postrada al pie del puente. Yacía desmayada, como si estuviera muerta. Con la vara golpea a su corcel en la grupa, que avanza sin dar un mal paso y le lleva al galope por el gran bosque umbrío. Y cabalgó desde la mañana hasta que el día vino a morir. En la floresta pasó aquella noche, hasta que amaneció el claro día.

El anillo de la doncella (vs. 636-833)

A la alborada, con el canto de los pajarillos, el joven se levanta y monta, y tanto caminó que llegó hasta una hermosa pradera donde vio una tienda plantada a la vera del arroyo de una fuentecilla. Era la tienda admirablemente hermosa: una parte era bermeja, y la otra estaba bordada de orifrés. Arriba tenía un águila dorada. Daba el sol muy claro y rojizo en el águila, y del resplandor de la tienda brillaban todos los prados. Alrededor de la tienda, que era la más bonita del mundo, había hojas y ramajes, y unas chozas galesas recién levantadas. El doncel se dirigió hacia la tienda, y una vez allí habló de este modo:

-Dios, ahora veo vuestra casa, y cometería un desafuero si no fuera a adoraros. Verdad decía mi madre sin duda alguna cuando me dijo que los monasterios son la cosa más bonita que haya, y añadió que no me encontrara con uno sin ir a adorar al Creador en quien creo. Iré a rogarle con fe que me dé algo para comer, porque lo voy a necesitar mucho.

Se acerca entonces a la tienda, y la encuentra abierta. Ve que en el centro hay una cama cubierta con una colcha de seda, y sobre la cama, sola, duerme una doncellita. Su acompañamiento estaba en el bosque; habíanse ido las doncellas a coger florecillas recientes para esparcir por la tienda como solían. Cuando el muchacho entró en la tienda, el caballo relinchó tan fuerte que la doncella lo oyó, despertando sobresaltada. Y el muchacho, que era un alma de cántaro, dijo:

--Doncella, yo os saludo, tal como me enseñó mi madre. Mi madre me enseñó y me dijo que saludase a las doncellas en cualquier lugar donde las encontrara.

La doncella tiembla de terror, porque le parece que el joven está loco, y se considera a sí misma una loca también porque la ha encontrado sola.

-Muchacho -dice-, sigue tu vía. ¡Huye, no vaya a verte mi amigo! -Antes os besaré, por mi cabeza -dice el muchacho-, pese a quien pese, porque mi

madre así me instruyó.

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-En verdad que no te besaré jamás, mientras pueda -dice la doncella-. ¡Huye! -Que mi amigo no te encuentre, pues si te encuentra te matará.

El joven tenía brazos robustos, y la abrazó toscamente, ya que no sabía hacerlo de otro modo. La puso debajo de él toda extendida, y ella se defendió con todas sus fuerzas y se revolvió todo lo que pudo, pero no logró impedir que el muchacho la besara, quisiera ella o no, siete veces seguidas, hasta que, según dice el cuento, vio en su dedo un anillo con una esmeralda muy clara.

-También me dijo mi madre que tomara el anillo de vuestro dedo, y que no os hiciera nada más. ¡Así que dame el anillo! Lo quiero.

-En verdad que el anillo no lo tendrás nunca -dice la doncella-, sábelo bien, a menos que me lo arranques por la fuerza.

El muchacho la agarra por el puño, le fuerza a estirar el dedo, le quita el anillo, sé lo pone en su dedo y dice:

-Doncella, que os vaya bien. Ahora me iré satisfecho, y mejor beso dais vos que ninguna camarera que haya en toda la casa de mi madre, porque no tenéis la boca amarga.

Y ella llora diciendo: -Muchacho, no te lleves mi anillito, me harías muy desgraciada y perderías la vida,

tarde o temprano, te lo aseguro. A él no le llega al corazón nada de lo que oye, pero como había ayunado, estaba muerto

de hambre. Encuentra una tinaja llena de vino, y junto a ella una copa de plata, y sobre un haz de juncos ve una servilleta blanca y nueva. La levanta y encuentra debajo tres buenos pasteles de cabrito tierno. No le repugna el manjar. Para calmar el hambre que le angustia, parte uno de los pasteles y se lo come con gran apetito, y vierte en la copa de plata el vino, que no esta-ba nada malo, se lo bebe con largos y frecuentes tragos y dice:

-Doncella, no voy a poder yo solo con todos los pasteles. Venid a comer, que están muy buenos. A cada uno le bastará con el suyo, y aún sobrará uno entero.

Mientras tanto, ella llora, y por mucho que él ruega e insiste, ella no responde una sola palabra, sino que llora aún más y se retuerce las manos violentamente. El comió tanto como quiso, bebió hasta hartarse y al instante se despidió, tras cubrir lo que sobraba, encomendando a Dios a la que no había apreciado su saludo: Dios os guarde, bella amiga -dice-. Pero por Dios no os duela que me lleve vuestro anillo, porque antes de que yo muera de muerte, os lo recompensaré. Me voy con vuestro permiso.

Ella llora y dice que nunca le encomendará a Dios, porque por su culpa tendrá que sufrir gran vergüenza y pesar, más de lo que jamás sufrió ninguna desdichada, y que ya nunca tendrá socorro ni ayuda mientras le dure la vida: que sepa bien que la ha traicionado. Así quedó ella llorando, y al poco tiempo su amigo volvió del bosque. Vio las huellas del joven, que seguía su ruta, y se enfureció. Al encontrar llorando a su amiga, le dijo:

-Señora, me parece, por las huellas que veo, que ha estado aquí un caballero. -No, señor, os lo aseguro. Quien vino fue un muchacho galés, antipático, vil y tonto,

que bebió cuanto quiso de vuestro vino y comió de vuestros tres pasteles. -¿Y por eso, hermana, lloráis? Que se lo hubiera comido y bebido todo, eso hubiera

querido yo. -Aún hay más, señor -dijo ella-, mi anillo entra en el pleito, porque me lo ha quitado y se lo lleva. Preferiría estar muerta antes de que se lo hubiera llevado.

He aquí que él se desconforta y la angustia se le introduce en el corazón. -A fe mía -dice- aquí hay ofensa. Y puesto que se ha llevado el anillo, hecho está. Pero

sospecho que haya hecho algo más. Si es así, no me lo ocultéis. -Señor -dijo ella-, me besó. -¿Besó? -En verdad, bien os lo digo, pero fue muy a mi pesar. -Antes bien consentisteis, y os gustó. No encontró ninguna oposición -dice aquel a

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quien le atormentan los celos-. ¿Creéis que no os conozco? Sí, ciertamente os conozco, y muy bien. No soy tan tuerto ni tan bizco que no vea vuestra falsía. En mal camino habéis entrado, en negra desgracia. No comerá ya avena vuestro caballo ni será sangrado hasta que yo tome venganza. Y cuando pierda las herraduras no será vuelto a herrar, y si muere, me seguiréis a pie. Nunca os serán cambiadas las ropas que vestís, y me seguiréis a pie y desnuda hasta que le haya cortado la cabeza. No será otra mi justicia.

Y luego se sentó y comió.

El rey Artús y el caballero Bermejo (vs. 834-1304)

Y el muchacho cabalgó hasta que vio venir a un carbonero con un asno delante. -Buen hombre que llevas un asno delante -dijo-, muéstrame cuál es el camino más recto

hacia Carduel. Dicen que el rey Artús, a quien yo quiero ver, arma caballeros. -Muchacho, siguiendo por aquel lado se encuentra un castillo asentado sobre el mar. Al

rey Artús, amable y dulce amigo, alegre y triste has de hallar en ese castillo si allí vas. -Ahora satisfaz mi deseo, dime por qué tiene el rey alegría y duelo. -Te lo diré ahora mismo. El rey Artús con toda su hueste ha combatido al rey Rión. El

rey de las islas ha sido vencido, y por eso está alegre el rey Artús. Pero sus compañeros se han marchado a sus castillos, donde viven más regaladamente, y no sabe cómo les va: éste es el motivo de su tristeza.

El joven no da ninguna importancia a las noticias del carbonero, y se encamina por donde le ha indicado hasta que ve un castillo junto al mar, muy bien asentado, fuerte y hermoso. Y por la puerta ve salir a un caballero armado que lleva una copa de oro en la mano. Con la izquierda sostenía su lanza, el escudo y el freno, y con la diestra la copa, de oro. Muy bien le sentaban las armas, que eran todas bermejas. El muchacho vio las hermosas armas, todas nuevas, le gustaron y dijo:

-A fe mía, he de pedírselas al rey. Si me las da me vendrían muy bien, y malhaya quien busque otras.

Ya corre hacia el castillo, pues le urge llegar a la corte, hasta que llegó cerca del caballero, quien le detuvo un momento y le preguntó:

-Dime, muchacho, ¿adónde vas? -Quiero ir a la corte a pedir al rey estas armas -contesta él. -Harás bien, muchacho. Ve en seguida, y vuelve. Y le dirás al mal rey que si no quiere

mantener su tierra como vasallo mío, que me la entregue o que envíe a alguien que me la dispute, pues yo afirmo que es mía. Te creerá por estas señas: hace un momento le quité esta copa de oro que aquí tengo con todo el vino que estaba bebiendo.

Que se procure otro para llevar el mensaje, porque éste no se ha enterado de nada. Ha ido sin detenerse hasta la corte, adonde el rey y los caballeros estaban sentados para comer. En la sala pavimentada, tan larga como ancha, que estaba a ras del suelo, entró el muchacho a caballo. El rey Artús estaba sentado, pensativo, a la cabecera de la mesa, y todos los caballeros reían y bromeaban unos con otros, menos él, que permanecía mudo y pensativo. El muchacho se ha adelantado, y no sabe a quién saludar, pues no conoce al rey. Se acerca a él Ivonet, con un cuchillo en la mano.

-Vasallo -dice-, tú que has venido hasta aquí y llevas ese cuchillo en la mano, dime cuál es el rey. E Ivonet, que era muy cortés, le dice:

-Amigo, vedle ahí. De inmediato se fue hacia él, y le saludó como sabía. El rey se quedó pensando y no

dijo nada, y él le interpeló de nuevo. El rey piensa mucho, pero no suelta palabra. A fe mía -dice entonces el muchacho-, este rey no ha hecho a nadie caballero. ¿Cómo

podría hacerlo, cuando no se le puede sacar una palabra?

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Se dispone, pues, a marcharse, y hace dar la vuelta a su corcel. Pero lo había traído tan cerca del rey, como hombre de poco seso, que delante de él, y esto no es fábula, le tiró de la cabeza un sombrero de fieltro, sobre la mesa. El rey vuelve la cabeza que tenía abatida hacia el muchacho, y abandonando todas sus cavilaciones, le dice:

Buen hermano, sed bienvenido. Os ruego que no tengáis a mal el que no contestase a vuestro saludo. De cólera no he podido responderos, porque el peor enemigo que tengo, el que más me odia y más daño me hace, ha venido a disputarme mi tierra, y es tan loco que dice que la poseerá toda entera, lo quiera yo o no. Se llama el Caballero Bermejo del Bosque de Quinqueroi. Y la reina había venido y estaba aquí presente para ver y consolar a los caballeros heridos. No me hubiera irritado mucho el caballero con cuanto dijo, si no hubiera cogido mi copa y tan neciamente levantado que vertió sobre la reina todo el vino que contenía. Fue una ofensa tan fea y villana que la reina se ha retirado a su cámara inflamada de ira y rencor, donde se muere. Y, Dios me asista, yo no creo que salga viva del trance.

Al muchacho no le importa nada lo que el rey le cuenta y dice de su dolor y de su vergüenza, y lo mismo le da su esposa.

-Hacedme caballero, señor rey, porque quiero irme -dice. Claros y rientes estaban los ojos en el rostro del muchacho salvaje. Nadie que le vea

pensará que es sensato, pero todos los que le veían le consideraban hermoso y gentil. -Amigo -dice el rey-, desmontad y entregad vuestro corcel a algún paje que lo guardará

y hará vuestra voluntad. Caballero seréis dentro de poco, para honor mío y provecho vuestro. Así ha contestado el muchacho: -No desmontaron del caballo los que yo encontré en la landa, y vos queréis que yo

descienda. Por mi cabeza que no he de hacerlo. Pero hacedlo presto, y así podré irme. -¡Ah! Buen amigo querido -dice el rey-. Lo haré muy gustoso, en provecho vuestro y

honrándome con ello. -Por la fe que le debo al Creador -dice el muchacho-, buen señor rey, no seré caballero

en todos los días de mi vida si no soy caballero bermejo. Dadme las armas de aquel que lleva vuestra copa de oro, a quien encontré junto a la puerta.

El senescal, que estaba herido, se enojó con lo que acababa de oír, y dijo: -Amigo, estáis en vuestro derecho. Id ahora mismo a quitárselas, pues son vuestras. No

obrasteis como necio viniendo aquí a por tal cosa. Al oírlo, el rey se irritó, y dijo a Keu: -Hacéis muy mal burlándoos de este joven: esto es una falta grave en un hombre noble.

Porque si el muchacho es simplón, y si es un gentilhombre, puede ser que le venga de la educación, o de que haya tenido un mal maestro. Todavía puede ser un buen vasallo. Es una ruindad burlarse de otro y prometer sin dar. Un hombre principal no debe entremeterse a prometer lo que no puede o no quiere dar, no vaya a ganarse la enemistad de quien sin promesa ninguna es ya su amigo. Y desde el momento en que promete algo, aspira a cumplir su promesa. De esto podéis colegir que es mejor no prometer nada que hacer esperar en vano. A sí mismo burla y engaña quien hace promesa y no la cumple, perdiendo el corazón de su amigo.

Esto dijo el rey a Keu; y el muchacho, que ya se marchaba, ve a una doncella hermosa y gentil, y la saluda, y ella a él y le sonríe, y así riendo le dijo:

-Muchacho, si vives largo tiempo, pienso y creo de todo corazón que no habrá ni será conocido en todo el mundo mejor caballero que tú; y así lo pienso, siento y creo.

Y la doncella, que no había reído desde hacía más de seis años, dijo esto en voz tan alta que todos lo oyeron. Estas palabras enojaron mucho a Keu, que dio un salto y le propinó una bofetada tan brutal en el tierno rostro que la tiró al suelo. Después de pegar a la doncella, al volver a su sitio, halló junto a una chimenea a un bufón que solía decir de aquella doncella que «no reiría hasta que viera a aquel que había de obtener todo el señorío de caballería», y con rencor y con ira le dio una patada haciéndole caer en el fuego ardiente. Mientras que el

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uno grita y la otra llora, el muchacho no se detiene, y sin pedir licencia retorna adonde estaba el Caballero Bermejo. Yvonet, que conocía todos los atajos y traía de muy buen grado noticias a la corte, se echa a correr por un vergel contiguo a la sala, completamente solo, y gracias a una poterna acortó tanto que llegó todo derecho al camino donde el caballero aguardaba caba-llena y aventura. El muchacho, con mucho ímpetu, se acercaba a él para arrebatarle las armas. Mientras esperaba, el caballero había dejado la copa de oro junto a sí, sobre una losa de piedra gris. Cuando el muchacho se hubo acercado lo suficiente para ser oído, gritó:

-Dejad ahí las armas; ya no las llevaréis más. Os lo ordena el rey Artús. Y el caballero le pregunta: -Joven, ¿osa alguien venir a combatir para mantener el derecho del rey? Si es así, no me

lo ocultes. -¡Cómo, diablo! ¿Os burláis de mí, señor caballero? Quitaos las armas, os lo ordeno. -Muchacho -dice éste-, yo te pregunto si viene alguno de parte del rey que quiera

medirse conmigo. -Señor caballero, despojaos de vuestras armas, no vaya a ser yo quien os las quite,

porque no tolero jamás. Y sabed que os agrediré si me obligáis a hablar otra vez. Entonces el caballero se enfureció y levantando la lanza con las dos manos le asestó tal

golpe sobre los hombros con la parte de madera que el muchacho basculó hasta el cuello del caballo. Pero al sentir la herida que le produjo el golpe, el muchacho se encolerizó, y apuntando lo mejor que pudo al ojo de su enemigo, lanzó el venablo, que sin él darse cuenta ni verlo ni oírlo, entrando por el ojo le atravesó el cerebro hasta el punto de que por la nuca saltaron la sangre y los sesos. Por el dolor le falla el corazón, se inclina y cae todo extendido. Se apea el muchacho, pone la lanza a un lado y le quita el escudo del cuello, pero no sabe arreglárselas con el yelmo, pues ignora cómo sacarlo de la cabeza. Quisiera también des-ceñirle la espada, pero no acierta ni a sacarla de la vaina, y por eso la coge y la menea y tira de ella. Yvonet, al verle en apuros, se echa a reír.

-¿Pero qué es esto, amigo? -dice-. ¿Qué estáis haciendo? -No sé lo que hago. Creía que vuestro rey me había dado estas armas. Pero antes habré

descuartizado al muerto para asar las chuletas que logrado ninguna de las armas que lleva, porque están tan pegadas al cuerpo que lo de dentro y lo de fuera son una misma cosa, si, como me parece, están tan unidas.

-No os preocupéis de nada, yo las separaré muy bien, si os place -dice Yvonet. -Hacedlo pronto -dice el muchacho- y dámelas al instante. Yvonet se pone manos a la obra, y lo desviste de pies a cabeza. No ha dejado loriga ni

calza ni yelmo ni ninguna otra armadura. Pero el muchacho no quiere despojarse de su vestido, por mucho que Yvonet se lo diga, ni ponerse una cota muy cómoda, de tela de seda afelpada, que llevaba el caballero debajo de la loriga cuando aún vivía. Tampoco consigue que se quite las abarcas que llevaba puestas. El muchacho replica:

-¡Diablo! ¿Qué broma es ésta? ¿Cambiaría yo mis buenos paños, que mi madre cosió anteayer, por los de este caballero? ¿Mi gruesa camisa de cáñamo, por la seda blanca y frágil? ¿Querríais que yo dejara mi pelliza que no cala agua, por esa que no aguantaría una gota? Maldito sea el pescuezo de quien, antes o después, cambie sus buenas ropas por otras malas.

Ardua tarea es enseñar a un necio; no quiere tomar nada salvo las armas, por mucho que se le ruegue. Yvonet le ata las armas y sobre las abarcas le calza las espuelas; luego le ha puesto la loriga, que era superior a cualquier otra, y le coloca en la cabeza el yelmo, que le sienta a la perfección, y le enseña a llevar la espada bien holgada y con la cadena colgando. Por último le pone el pie en el estribo y le hace montar sobre el caballo. Pero nunca había visto estribos ni sabía nada de espuelas, aparte de la vara o la fusta. Yvonet le trae el escudo y la lanza, y se los da. Antes de que se marche, el muchacho le dice:

Amigo, llevaos mi corcel, que es muy bueno, y os lo doy porque ya no me hace falta.

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Llevad también la copa al rey, saludadle de mi parte, y decidle a la doncella que Keu pegó en la mejilla, que, si puedo, antes de que yo muera he de castigarle hasta que se tenga por vengada. Yvonet responde que devolverá la copa al rey y que llevará su mensaje como hombre prudente. Y con esto se despiden y se va cada uno por su lado. Yvonet entra por la puerta donde están reunidos los barones, y entrega la copa al rey, diciendo:

-Señor, mostraos alegre ahora, porque el caballero que estuvo aquí os envía vuestra copa.

-¿De qué caballero me hablas? -Del que hace un rato salió de aquí. -¿Te refieres al muchacho galés que me pidió las armas teñidas de sinople del caballero

que me ha hecho tantos agravios como ha podido? -Señor, de él hablaba, por cierto.

-¿Y cómo obtuvo mi copa? ¿Tanto le quiere y aprecia que se la ha dado de buen grado? -Al contrario, tan caro quiso venderla, que el muchacho le mató. -¿Y cómo sucedió esto, buen amigo? -Señor, no lo sé. Sólo que yo vi cómo el caballero le hería con la lanza provocándole

gran ira, y el muchacho respondió lanzándole un venablo a la visera que le hizo salir la sangre y los sesos por detrás, de modo que vino a dar con tierra.

Entonces el rey dijo al senescal: -¡Ah, Keu, qué mal os habéis comportado hoy! Por culpa de vuestra lengua ofensiva,

que ha pronunciado tantos disparates, me habéis hecho perder a ese muchacho que tan gran servicio me hizo hoy.

-Señor -dice Yvonet al rey-, por mi cabeza; me mandó también decir a la doncella de la reina a quien Keu pegó por aversión y despecho contra él, que la vengará si encuentra la ocasión.

El bufón, que se hallaba junto al fuego, al oír esto, dio un salto y con regocijo se acercó al rey sin parar de dar brincos. Dijo:

-Señor rey, Dios me salve, se acercan nuestras aventuras. Muchas habéis de ver amargas y crueles. Sabed bien, sin duda alguna, que Keu puede estar ya muy seguro de que en mala hora vio sus pies y sus manos, y su lengua necia y vil; pues antes de que pasen quince días el caballero habrá vengado la patada que me dio, y será muy bien devuelta, comprada y cara pagada la bofetada que dio a la doncella, porque le romperá el brazo derecho entre el codo y la axila. Medio año lo llevará colgado del cuello, y merecidamente; y esto es tan cierto como la muerte.

Estas palabras descompusieron de tal modo a Keu que por poco no revienta de rencor y de cólera, porque no iba a castigarle hasta la muerte allí delante de todos, ya que esto hubiera molestado al rey, que habló .así:

-¡Ay, ay, Keu, cuánto me habéis enojado hoy! Si alguien hubiera adiestrado y enseñado al muchacho en las armas, al menos para poder valerse un poco con el escudo y la lanza, sin duda alguna sería un buen caballero. Pero él no sabe ni poco ni mucho de armas ni de ningún otro asunto, y seguro que si se ve precisado no atinará ni a desenvainar la espada. Ahora va así armado sobre su caballo, y encontrará a algún vasallo que por apoderarse de su montura no dudará en tullirlo. Pronto lo habrá matado o lisiado, ya que no sabrá defenderse. Es tan bruto y simple que no tardará en caer derrotado.

Así se lamenta el rey, deplorando al muchacho. con rostro sombrío. Pero como no puede arreglar nada, deja a un lado las palabras.

Gornemans de Gorhaut, su maestro (vs. 1305-1698)

El muchacho va cabalgando por el bosque sin parar, hasta que llega a una tierra llana

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por donde discurre un río más ancho que el tiro de una ballesta, en cuyo recto cauce se acumula toda el agua. Se acercó al gran río que resuena atravesando una espaciosa pradera, pero cuando vio las aguas tumultuosas y negras, más profundas que las del Loira, no quiso meterse en ellas. Fue siguiendo la ribera. Al otro lado del río se alzaba una gran roca, cuyos flancos batía el agua, y sobre una pendiente de esta roca que descendía hasta el mar se levantaba un castillo muy rico y fuerte. Al llegar a la desembocadura del río, el muchacho se volvió hacia la izquierda, y vio nacer las torres del castillo, pues le pareció que nacían surgiendo de la roca. En el centro del castillo había una torre grande y robusta. Y frente al mar que le batía los pies se oponía una barbacana muy resistente, orientada hacia la bahía. En cada una de las cuatro paredes del muro de macizos sillares había una torreta baja, y las cuatro eran fuertes y hermosas. El castillo estaba muy bien situado y bien dispuesto por dentro. Frente a la redonda barbacana había sobre el agua un puente de piedras, arena y cal. Era un puente hermoso y fuerte, rodeado de almenas. En su centro se erguía una torre, y delante un puente levadizo que estaba hecho y pensado para cumplir su cometido: ser puente por el día y puerta por la noche. El muchacho se dirigió hacia el puente, por donde paseaba su ocio un noble vestido de púrpura. He aquí que llega el que venía hacia el puente. El prohombre llevaba en la mano un bastoncillo, símbolo de autoridad, y detrás de él venían dos pajes descubiertos. El muchacho no olvida lo que su madre le enseñó, porque le saluda y dice:

-Señor, así me instruyó mi madre. -Dios te bendiga, buen hermano -dice el noble, que en el habla le ha conocido su

simpleza-. Buen hermano, ¿de dónde vienes? -¿De dónde? De la corte del rey Artús. -¿Qué hacías allí? -Caballero me hizo el rey, que Dios le dé buena ventura. -¡Caballero! Dios me guarde, no pensaba yo que en estos tiempos se ocupara de tales

cosas, creía que tenía otras preocupaciones que la de hacer caballeros. Pero dime ahora, amable hermano, esas armas, ¿quién te las dio?

-El rey me las otorgó -contesta. -¿Otorgó? ¿Cómo? Y él le cuenta lo que había pasado, tal como lo habéis oído en el cuento. Si yo lo

contara otra vez, sería molesto y aburrido, y ningún cuento gana nada con eso. Le pregunta el caballero qué sabe hacer con el caballo.

-Voy corriendo con él para arriba y para abajo como hacía con el corcel que yo tenía, que traje de casa de mi madre.

-Y con vuestras armas, amigo, decidme, ¿qué sabéis hacer? -Sé ponérmelas y quitármelas, como el paje que me armó y que ante mí desarmó al

caballero que maté. Y las llevo con tanta ligereza que no me incomodan nada. -A fe mía, eso está muy bien, me gusta mucho -dice el prohombre-. Decidme, si no os

molesta, ¿qué necesidad os trae por aquí? -Señor, mi madre me enseñó a que me dirigiera a los prohombres allí donde los viera, y

que creyera lo que dicen, porque aquel que les cree buen provecho alcanza. Y el noble responde: -Buen hermano, bendita sea vuestra madre, que tan bien os aconsejó; ¿pero queréis

decirme algo más? -Sí. -¿Y qué es? -Sólo esto: que me alberguéis esta noche. -De muy buena gana -dice el prohombre-, pero tenéis que otorgarme un don del que

recibiréis muy grandes beneficios. -¿Cuál? -Que seguiréis los consejos de vuestra madre y los míos.

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-A fe mía, lo otorgo. -Desmontad, pues. Y desmonta. Uno de los dos pajes que allí estaban se encarga de su caballo, y el otro le

desarmó, y quedó en su tosco atuendo, con las abarcas y la cota de ciervo mal hecha y mal tallada que su madre le había dado. El prohombre se hace calzar las espuelas de cortante acero que habían traído los pajes, monta en su caballo, se cuelga el escudo al cuello y tomando la lanza dice:

-Amigo, aprended ahora el uso de las armas, y fijaos bien en cómo se debe llevar la lanza y cómo aguijar y retener el caballo.

Luego despliega la enseña y le muestra cómo se debe coger el escudo. Lo echa un poco hacia delante, hasta unirlo al cuello del caballo, coloca la lanza en el borrén y pica al caballo, que valía cien marcos y que corría más alegre, veloz y poderoso que ninguno. El prohombre sabía mucho de escudos, caballos y lanzas, pues lo había aprendido desde su niñez, y agradó mucho al joven, que ya deseaba hacer pronto lo que él ejecutaba. Cuando hubo hecho su muestra con precisión y elegancia ante el joven, que había prestado mucha atención, se volvió hacia él con la lanza levantada, y le preguntó:

-Amigo, ¿sabríais vos manejar así la lanza y el escudo y aguijar y conducir el caballo? Y él responde sin dudar que no querría vivir un solo día más ni poseer bien alguno

hasta que lo sepa hacer igual. -El que quiera esforzarse y entender, buen amigo amable, puede aprender lo que ignora

-dice el prohombre-. A todos los oficios les conviene corazón y esfuerzo y costumbre; estas tres cosas determinan el aprendizaje, y puesto que vos no lo hicisteis, y a nadie visteis hacerlo, si no lo sabéis, no por ello merecéis vergüenza y menosprecio.

Lo hizo montar entonces, y él llevó desde el primer momento el escudo y la lanza con tanta destreza como si hubiera pasado todos los días de su vida en guerras y torneos, y recorrido toda la tierra buscando batallas y aventuras. Era que le venía de naturaleza, y cuando la naturaleza lo propicia y el corazón se da por completo a ello, no hay obstáculo posible al esfuerzo de la naturaleza y el corazón. En todo se desenvolvía tan bien que el señor del castillo estaba muy complacido, y se decía para sí que de haber pasado toda su vida aplicado y ocupado con las armas, no lo habría hecho mejor. Cuando el muchacho hubo dado sus vueltas volvió hacia él con la lanza en alto, tal como le había visto hacer, y dijo:

-Señor, ¿lo he hecho bien? ¿Creéis que debo esforzarme más, si quiero conseguirlo? Nunca vieron mis ojos nada que tanto anhelase. ¡Cuánto quisiera saber lo que vos!

-Amigo, si ponéis corazón, lo sabréis, y nada tendrá que inquietaros. El prohombre montó tres veces y en tres veces le enseñó cuanto pudo sobre las armas, y

otras tantas lo hizo montar. La última le dijo: -Amigo, si os encontrarais con un caballero y os atacara, ¿qué haríais? -Lo atacaría a mi vez. -¿Y si quebrara vuestra lanza? -Después de eso no podría hacer sino correrle a puñetazos. -Amigo, no hagáis eso. -¿Entonces qué he de hacer? -Debes requerirle que esgrima la espada. En esto, el prohombre, que tanto deseaba instruirle en las armas y enseñarle a

defenderse con la espada si se lo demandan, y a atacar si llega el caso, hincó la lanza bien recta en la tierra ante él, y echando mano a la espada le dijo:

-Amigo, de esta suerte os defenderéis si os asaltan. -Sobre eso, Dios me guarde, no hay quien sepa tanto como yo -dice él-, porque bastante

aprendí con las almohadas y los talegos en casa de mi madre, hasta el punto de que alguna vez acabé aburrido.

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-Pues vayamos a casa- dice el señor-, que ya no sé más, y pese a quien pese, San Julián esta noche nos dará albergue.

Entonces se van andando juntos, y el muchacho dice a su huésped: -Señor, mi madre me enseñó que no hiciera compañía a ningún hombre por mucho

tiempo sin saber su nombre. Y si este consejo es prudente, querría saber vuestro nombre. -Buen y amable amigo, me llamo Gornemans de Gorhaut. Y así, caminando el uno al lado del otro, llegan al castillo. Al subir las escalinatas se les

acercó un agradable paje que llevaba un manto corto con el que se apresuró a cubrir al muchacho, para que después del calor no le sentara mal el frío. El prohombre poseía ricas y amplias estancias, y buenos sirvientes; estaba preparado el yantar, rico, agradable y bien condimentado. Los caballeros se lavaron y luego se sentaron a la mesa. El prohombre le colocó a su lado y le hizo comer en su misma escudilla. No hace falta decir cuántos platos ni qué cosas fueron servidas, sino que comieron y bebieron lo suficiente, y ya no hablo más de la comida. Cuando se levantaron de la mesa, el huésped, que era muy cortés, rogó al muchacho que había estado sentado junto a él que permaneciera allí un mes. Si él quisiera, durante un año entero lo retendría con mucho gusto, y mientras tanto le enseñaría, si le placía, todas aquellas cosas que le serían útiles en un aprieto. Y el muchacho contestó, acto seguido:

-Señor, no sé si estoy cerca o lejos de la mansión, donde mora mi madre, pero pido a Dios que me conduzca hasta ella a tiempo de volver a verla, ya que la vi caer desmayada al pie del puente, ante la puerta, e ignoro si está viva o muerta. Sé muy bien que se desmayó del dolor de verme partir, y por eso no puedo ausentarme mucho hasta que sepa lo que ha sido de ella. Me iré mañana al amanecer, sin más tardanza.

El prohombre ve que de nada sirven los ruegos. No dice nada, y sin más plática se van a dormir.

El prohombre se despertó temprano y fue a ver al muchacho, a quien encontró yaciendo en la cama, y le hizo llevar como regalo camisa y bragas de cendal, calzas teñidas de brasil y cota de tela de seda índiga, tejida y hecha en India. Se lo envió para que lo vistiera y le dijo:

-Amigo, si me creéis, os pondréis estas ropas. Y el muchacho responde: -Buen señor, por mucho que digáis, ¿acaso no valen más las ropas que me hizo mi

madre que éstas? Y queréis que me las ponga. -Muchacho, por la fe que debo a mi cabeza, y por la fe que debo a mis ojos, éstas valen

mucho más. El muchacho replicó: -Al contrario, valen menos. -Vos me dijisteis, buen amigo, cuando yo os traje aquí, que obedeceríais a todos mis

mandatos. -Y así lo haré -dijo el muchacho- y no me opondré a vos en nada. Sin más dilación se pone a vestirse las ropas y deja las de su madre. El prohombre se ha

inclinado y le calza la espuela derecha. Era costumbre que el que hacía caballero debía calzarle la espuela. Había otros muchos muchachos, y todos los que pueden acercarse quieren colaborar en armarlo. El prohombre cogió la espada, se la ciñó y le besó, y dijo que acababa de darle, con la espada, lo que Dios había dispuesto y ordenado: la orden de caballería, que no admite vileza. Y añadió:

-Buen hermano, si ocurre que os encontréis en el trance de tener que luchar con un caballero, acordaos de esto que quiero ahora deciros y rogaros: si vos vencéis, de manera que él ya no pueda defenderse de vos ni conteneros, y se vea en la necesidad de pediros merced, pensad en concedérsela y a pesar de todo no le matéis. No seáis demasiado hablador: no se puede hablar mucho sin decir con frecuencia tales cosas que se consideran necedades, pues dice el sabio y repite que «quien habla demasiado se daña a sí mismo». Por esto, buen amigo, os insisto en que no debéis hablar mucho. Os ruego también que si encontráis hombre o mujer, sea huérfano o dama, completamente desaconsejados, les aconsejéis, y haréis bien, si tenéis autoridad para ello y sabéis hacerlo bien. Otra cosa quiero enseñaros, que no tenéis que

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desdeñar en nada, pues no es cosa que merezca menosprecio, y es que acudáis de buen grado a los monasterios para adorar al que todo lo ha creado y rogarle que tenga compasión de vuestra alma y en este siglo terrenal os guarde como cristiano suyo.

El muchacho le dijo: -Que todos los apóstoles de Roma os bendigan, buen señor, pues otro tanto oí decir a mi

madre. -Pero no digáis, buen hermano, que vuestra madre os haya enseñado nada, sino decid

que he sido yo. Sabed que no se os tiene a mal si hasta ahora lo veníais diciendo, pero desde hoy, hacedme el favor, os ruego que os corrijáis en esto, porque si lo seguís diciendo os tacharán de necio. Luego os pido que os abstengáis de ello.

¿Qué diré entonces, dulce y buen señor? Podréis decir que el vavasor que calzó vuestra espuela así os enseñó y recomendó. Y él le da la palabra de que puede estar seguro de que mientras viva, no hablará sino de

él, pues le parece muy bien que sea su instructor. Entonces el prohombre le bendijo con la mano alzada y dijo:

-Puesto que deseas irte, vete con Dios, y que él te guíe, ya que no te cumple permanecer aquí.

La doncella sitiada (vs. 1699-2974)

El novel caballero se separa de su huésped; le apremia mucho llegar a ver a su madre y encontrarla sana y viva. Se va por las florestas solitarias, que prefiere a las llanuras, como buen conocedor del bosque, y a fuerza de cabalgar llega hasta un castillo fuerte y bien plantado, fuera de cuyos muros no había nada más que mar, agua y tierra yerma. Se encamina apresurado hacia el castillo y llega frente a la puerta, para acceder a la cual tiene que cruzar un puente tan endeble que a duras penas cree que pueda sostenerle. Sube al puentecillo, y lo atraviesa sin que le sobrevenga obstáculo, vergüenza ni daño alguno. Al llegar junto a la puerta,' la halla cerrada con llave. La golpea, no muy suavemente, y llama gritando no muy bajo. Golpeó tanto que al cabo apareció en las ventanas de la sala una doncella delgada y pálida, que dijo:

-¿Quién llama? El miró hacia la doncella, la vio y dijo: -Buena amiga, soy un caballero que os ruega me invitéis a pasar dentro y me deis

posada por esta noche. -Señor -dice ella-, os será concedido, pero me lo agradeceréis poco, a pesar de que os

daremos tan buen albergue como podamos. La doncella se retira, y él, que permanecía junto a la puerta, temiendo que le hicieran

esperar demasiado, se pone a llamar de nuevo. Rápidamente llegaron cuatro servidores con hachas en las manos, y con una buena espada ceñida cada uno de ellos, que abrieron la puerta y le dijeron:

-Entrad. Si los servidores vivieran en prosperidad, serían muy gentiles, pero habían pasado tanta

miseria que su estado, entre ayunos y vigilias, era cosa digna de asombro; y si el muchacho había encontrado fuera una tierra desnuda y desierta, dentro encontró poca cosa, ya que por dondequiera que pasara tan sólo hallaba calles destrozadas y veía casas en ruinas, abandonadas de hombres y mujeres. Había en la villa dos monasterios, uno de monjas atemorizadas, otro de monjes indefensos, que en sus tiempos fueron abadías. No los encontró bellamente adornados ni con pinturas, sino que vio caídos y agrietados los muros y desmochadas las torres. Las casas permanecían abiertas tanto de día como de noche. En todo el castillo no hay horno que cueza ni molino que muela; allí no había vino ni pasteles ni cosa

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ninguna a la venta que se pudiera comprar con dinero. En tal miseria encontró al castillo, donde no había pan, ni pasta, ni vino, sidra ni cerveza. Los cuatro servidores le conducen a un palacio techado con pizarras, le apean y le desarman. En seguida baja un paje por una de las escaleras de la sala, con un manto gris que echa al cuello del caballero. Otro lleva su caballo al establo, donde había muy poco trigo, heno y avena, ya que no quedaba más en toda la casa. Los otros le hacen subir ante ellos por unas escalinatas hasta la sala, que era muy hermosa. Dos hombres principales y una doncella acuden a su encuentro. Los dos hombres estaban canosos, aunque no tuvieran el cabello totalmente blanco, y disfrutarían de toda la sangre y la fuerza de su juventud si no sobrellevaran duelo y pesadumbre. En cuanto a la doncella, compareció adornada con más gracia y elegancia que gavilán o papagayo. Su manto y su brial eran de púrpura oscura, tachonada en oro, y la piel, que era de armiño, no estaba raída. Cubría el cuello del manto una negra y plateada cibellina que no resultaba ni demasiado larga ni demasiado corta. Si alguna vez me complací en describir la belleza que Dios puso en el cuerpo o en el rostro de una mujer, ahora me complazco en hacerlo de nuevo, sin mentir en una sola palabra. Iba descubierta, y sus cabellos le hubieran parecido oro puro a quien los viera, tan lustrosos y dorados eran. La frente era alta, blanca y lisa como modelada a mano, y por la mano de un hombre acostumbrado a tallar piedras preciosas, marfil o madera. Cejas bien formadas, amplio entrecejo, y los ojos brillantes y rientes, claros y rasgados. Mejor se avenía en su rostro el bermejo con el blanco que el sinople sobre la plata. En verdad, para robar el corazón de las gentes hizo Dios tal maravilla, pues ni antes había hecho ninguna parecida ni volvió a hacerla después. Cuando el caballero la vio, fue a saludarla, y ella y los dos prohombres a él. La damita le tomó amablemente la mano y dijo:

-Buen señor, en verdad vuestro albergué no será esta noche como conviene a un hombre principal. Si os dijera ahora cuál es nuestra situación y nuestro estado podría ser que pensaseis que yo lo decía con malicia, con la intención de ahuyentaros de aquí.

Pero si os parece bien, quedaos, aceptad el albergue tal cual es, y que Dios os depare otro mejor mañana.

Y lo lleva de la mano hasta una cámara retirada, muy hermosa, larga y amplia. Sobre una colcha de seda que estaba extendida en una cama se sentaron los dos, el uno al lado del otro. Vinieron también caballeros que se sentaron, silenciosos, en grupos de cuatro, cinco o seis, y vieron al que estaba sentado junto a su señora sin decir palabra. Se guardaba de hablar porque recordaba las amonestaciones que le había dado, el prohombre, y mientras tanto todos los caballeros celebraban consejo en voz baja:

-¡Dios! -decía alguno-. Mucho me maravilla que este caballero sea mudo. Sería una gran desgracia, pues jamás nació de mujer un caballero tan apuesto. Le cuadra muy bien estar junto a nuestra señora, y a ella estar junto a él. Si no fueran los dos mudos... Tan hermoso es él y ella es tan hermosa que nunca hubo caballero y doncella que se avinieran tan bien: parecen hechos el uno para el otro por Dios, y para que estuvieran juntos.

Y todos los que allí estaban hablaban entre ellos de este tenor. La doncella aguardaba a que él arrancara con lo que fuera, hasta que comprendió claramente que él no diría nada mientras ella no empezara. Entonces dijo con toda amabilidad:

Señor, ¿de dónde venís hoy? Doncella -respondió él-, dormí en casa de un noble, en una fortaleza donde recibí muy

buen hospedaje. Tiene el castillo cinco fuertes y magníficas torres, una grande y cuatro pequeñas. Podría describiros todo el edificio, pero no conozco su nombre, aunque sí puedo deciros que el noble se llama Gornemans de Gorhaut.

-¡Ah, buen amigo! -dijo la doncella-, vuestras palabras son muy agradables y habéis hablado muy cortésmente. Que el Dios soberano os premie por haberle llamado noble, porque nunca dijisteis nada más cierto. Bien puedo afirmar que lo es, por San

Riquier. Saber que soy sobrina suya, pero que no le veo desde hace mucho tiempo. Sin

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duda que desde que dejasteis vuestro lar no conocisteis a nadie que fuera más noble que él, me parece. Os daría un albergue muy alegre y generoso, como noble bondadoso, poderoso, acomodado y rico que es. Aquí no tenemos más que cinco panes que un tío mío, que es prior, un santo y religioso varón, me envió para cenar esta noche, junto con una tinaja de vino fermentado. No hay más vituallas que éstas, salvo un corzo que mató esta mañana mi servidor con una flecha. Entonces ordena que se ponga la mesa, y una vez puesta se sientan todos a comer. Durante poco rato han comido, aunque con gran apetito. Después de la cena se separaron aquellos que habían velado la noche anterior, y que ésta dormían, y los que ya se preparan a velar para vigilar el castillo durante la noche. Entre sirvientes y caballeros habría unos cincuenta para la guardia nocturna. Los demás se afanaron en agradar lo más posible al huésped. El que se ocupa del lecho le pone blancas sábanas y ricos edredones, y una almohada en la cabecera. El caballero disfrutó aquella noche de toda la comodidad y el placer que una cama puede deparar, salvo el de una doncella, si le hubiese agradado, o el de una dama, si le hubiera estado permitido, pero él no sabía nada de amor ni de cosa que se le parezca, y se durmió muy pronto, pues no tenía en su mente ninguna preocupación. No así su anfitriona, que no descansa en la habitación donde está encerrada. Mientras él duerme a pierna suelta, ella considera que ya no le quedan defensas en la batalla que se está librando en su interior. Mucho se inquieta, mucho se estremece, muchas veces se vuelve y agita. Se echa sobre la camisa un manto de seda color grana y se lanza a la aventura como audaz y valiente. No se trata de algo vano, lo que se propone es ir a su huésped y hacerle partícipe de sus pensamientos. Una vez fuera de la cama y de su habitación siente tal pavor que todos los miembros le tiemblan y el cuerpo le suda. Ha salido llorando de su cuarto, y se acerca a la cama donde él duerme, se inclina, se arrodilla plañendo y suspirando fuertemente; tanto llora que le humedece con lágrimas todo el rostro. No tiene valor para hacer nada más. Así que llora hasta que él, sorprendido y asombrado de encontrar mojado su rostro, se despierta y la ve a ella arrodillada y estrechamente abrazada a su cuello. En seguida la toma cortésmente entre los brazos y atrayéndola hacia sí le dice:

-Hermosa, ¿qué os ocurre? ¿Por qué habéis venido aquí? -¡Ah, gentil caballero, piedad! Por Dios y por su Hijo os ruego que no me consideréis

vil por haber venido hasta aquí. Pues aunque estoy casi desnuda no pensaba en ninguna locura, maldad ni vileza, ya que no hay criatura tan dolida y desdichada como yo. Nada de lo que tengo me basta, y no he pasado un solo día sin recibir daño. Soy tan desgraciada que no veré más noche que la de hoy ni más día que el de mañana, porque me mataré con mis propias manos. De trescientos diez caballeros que guarnecían este castillo sólo quedan cincuenta, porque doce menos de sesenta se llevó, mató y encarceló Anguigueron, un malvado caballero, senescal de Clamadeau de las Insulas. Y siento tanto dolor por aquellos que permanecen en prisión como por los que mató, pues bien sé que morirán sin poder salir jamás de allí. Por mí han muerto tantos hombres principales que es justo que me desespere. Anguigueron ha mantenido el asedio sin moverse durante todo un verano y un invierno, acrecentando sus fuerzas. Y las nuestras han menguado de tal modo, que una vez agotadas las provisiones, y las que quedan no darían de comer a un hombre, hemos llegado a tal punto que mañana, si Dios no lo impide, este castillo será entregado, pues ya no puede ser defendido, y yo como cautiva. Pero lo cierto es que antes de que él me encuentre viva, me mataré, y me obtendrá muerta, y entonces pocome importará si me lleva. Clamadeau, que me deseaba, nunca me conseguirá, sino vacía de alma y de vida: guardo en un joyero una daga de cortante acero que me clavaré en el corazón. Esto era lo que tenía que deciros, de modo que seguiré mi vía, y os dejaré descansar.

Si reúne valor, muy pronto podrá el caballero hacerse digno de elogios, porque ella, aunque le dé a entender otra cosa, no fue a llorar a su cara, sino para animarle a emprender la batalla en defensa de su tierra, si él osa hacerlo por ella. Y él dijo:

-Amiga querida, poned buena cara esta noche, re-confortaos, no lloréis más. Acercaos

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un poco más a mí y enjugad las lágrimas de vuestros ojos. Dios, si así lo quiere, os dará mejor trato mañana del que me habéis dicho. Tendeos junto a mí en este lecho, que es lo bastante ancho para dos. Hoy no me dejaréis. Y ella dice:

-Así lo haría si os placiera. Y él la besó y tomándola entre los brazos la puso bajo el cubrecamas suave y

confortablemente; y ella permite que la bese, y no creo que esto le enoje. Así yacieron toda la noche, el uno junto al otro, boca con boca, hasta que se acercó el día. Tan placentera les resultó la noche que boca a boca, mano a mano, durmieron hasta que amaneció. Al amanecer la doncella se volvió a su cámara retirada, y sin doncellas ni camareras se vistió y compuso.

Tan pronto como vieron llegar el día, los que habían velado despertaron a los durmientes y éstos se levantaron sin tardanza. Entonces la doncella se dirigió a su caballero y le dijo amablemente:

-Señor, buen día os dé Dios hoy. Supongo que no permaneceréis mucho tiempo aquí, pues sería en vano. Os marcharéis, y no me pesa, pues no sería cortés que me pesara, ya que no os hemos honrado ni tratado bien. Ruego a Dios que os tenga preparado mejor albergue, donde haya pan y vino, y todo lo que aquí falta.

Y él dijo: -Hermosa, no será hoy cuando yo vaya a buscar otra posada, porque antes de partir

dejaré toda vuestra tierra en paz, si me es posible. Y si encuentro ahí fuera a vuestro enemigo, me pesará mucho que se quede ahí, aunque no os hiciera ningún daño. Pero si logro matarlo y vencerlo, quiero vuestro amor como galardón, y no he de aceptar ningún otro galardón.

Y ella responde muy gentilmente: -Señor, lo que me pedís es muy pobre y muy poca cosa, pero si os lo negara, lo

tomaríais como orgullo por mi parte, y por eso no quiero negároslo. Sin embargo, no digáis que yo me haya hecho vuestra amiga por tal trato y convenio que hayáis de morir por mí, pues sería un daño demasiado grande, ya que vuestro cuerpo y vuestra edad no son tales, sabedlo con certeza, que podáis combatir ni librar batalla a un caballero tan duro, tan fuerte y tan grande como el que aguarda ahí fuera.

-Eso lo veréis ahora -dice él-, porque iré a combatirle, y no me hará desistir ningún consejo.

Así lo alecciona ella: reprochándole lo que ella misma quiere que haga, pues ocurre con frecuencia que se esconde el verdadero deseo cuando se ve a un hombre empeñado en realizarlo, para instigarle más aún. Ella se comporta con sabiduría, al inculcarle en el ánimo lo que tanto le reprueba. Y él ordena que le traigan sus armas; se las traen, le arman y le hacen subir a un caballo que le han aparejado en medio de la plaza. No hay quien no muestre su pesar y le diga:

-Señor, Dios os guarde en este día y dé gran mal al senescal Anguigueron, que ha destruido toda la comarca.

Así oran todos y todas. Le acompañan hasta la puerta, y cuando le ven fuera del castillo, gritan a una sola voz:

-Buen señor, que la verdadera cruz en la que Dios permitió que su Hijo penara os guarde hoy de peligro mortal, de desgracia y de prisión, y os devuelva sano y salvo a tal lugar donde os halléis bien tratado, deleitoso y placentero.

Así ruegan todos por él. En cuanto los de la hueste le vieron llegar se lo mostraron a Anguigueron, que estaba

sentado delante de su tienda y creía que le sería entregado el castillo antes del anochecer, o que alguien saldría afuera para combatirle cuerpo a cuerpo. Ya se había atado las calzas y su gente estaba muy alegre, figurándose haber conquistado ya el castillo y todas sus tierras. Anguigueron se dirigió hacia él montado en un corcel fuerte y robusto, al trote, y le dijo:

-Muchacho, ¿quién te envía? Dime el motivo de tu venida. ¿Vienes en son de paz o a librar batalla?

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-¿Y tú qué haces en esta tierra? -contesta él-. Primero habrás de decirme la razón de haber matado caballeros y arrasado todo el país.

Y él le responde, orgulloso y altivo: -Quiero que hoy mismo sea desalojado el castillo y entregada la torre, pues ya se me ha

resistido bastante, y que mi señor posea a la doncella. -Malditas sean estas nuevas y quien las ha dicho -dice el muchacho-. Más te valdría

derogar tu compromiso y renunciar a tus pretensiones. -Por San Pedro -dice Anguigueron-, me estás diciendo muchas necedades. A veces

ocurre que paga los daños quien no tiene culpa. Entonces el muchacho se enojó, colocó su lanza en el borren, y he aquí que los dos

corren el uno contra el otro, tan veloces como pueden los caballos. Por la ira y la saña que les acometió, y por el vigor de sus brazos hicieron saltar los pedazos y las astillas de las lanzas. Sólo cayó Anguigueron, dolorosamente herido por detrás del escudo, en el brazo y el costado. El muchacho puso pie a tierra, pues no sabría atacarle a caballo, toma la espada y le amenaza. No sabría qué más 'contaron, ni cómo le fue a cada uno, ni los golpes uno tras otro, sino que la lucha duró mucho y que los golpes fueron muy fieros, hasta que Anguigueron cayó. Le acometió él ferozmente hasta que pidió merced, y dijo el muchacho que no se la otorgaría ni mucho ni poco; pero se acordó de lo que el prohombre le había recomendado: que no matara a conciencia a ningún caballero, desde el momento en que le venciera y le tuviera a su merced.

Y dijo aquél: -Buen dulce amigo, no seáis tan cruel hasta el punto de no compadecerme. Te creo y te

reconozco como el mejor. En verdad eres un caballero muy bueno, pero no tanto que un hombre que no haya visto la batalla y que nos conozca a los dos vaya a creer que tú solo con tus propios medios me hayas muerto en combate. Pero si yo doy testimonio de que tú me has vencido, en mi propia tienda, ante mis gentes, mi palabra será creída y tu honra será tan grande como nunca caballero gozó de tal. Y piensa si no habrá algún señor que te haya hecho algún buen servicio que aún no le hayas recompensado, y envíame allá, y yo iré de tu parte y le contaré cómo me venciste con las armas y me entregaré a él prisionero para servirle en cuanto él quiera.

-Maldito sea quien desee algo mejor -dice él-. ¿Sabes a dónde irás? A ese castillo, y le dirás a la hermosa que es mi amiga que nunca más en la vida le harás daño alguno y te pondrás completamente a su merced.

Y él responde: -Entonces mátame, porque también ella me haría matar, ya que no desea nada con tanta

fuerza como mi vergüenza y mi perdición, pues tomé parte en la muerte de su padre, y tanto daño le habré causado que capturé y maté a todos sus caballeros a lo largo de este año. Mala prisión me daría quien a ella me enviara, y no podría hacerme nada peor. Pero si tienes algún otro amigo u amiga que no desee hacerme daño, envíame allí, porque ésta, si me tuviera en su poder, sin duda alguna me quitaría la vida.

Entonces le dice que vaya al castillo de un hombre principal cuyo nombre calla. En todo el mundo no hay albañil que mejor describiera la hechura del castillo que él describió. Le encareció mucho el río y el puente, las torretas y la torre, y los muros que lo rodean, hasta que aquél se dio cuenta de que le quería enviar prisionero allí donde más le odiaban, y dijo:

-No hay salvación para mí allí donde tú me envías, buen hermano. Dios me guarde, en malas manos y malos caminos quieres ponerme, porque en esta guerra le maté a uno de sus hermanos. Antes que hacerme ir allí, mátame tú, dulce buen amigo. Allí he de morir si me obligas a ir.

-Entonces irás a la corte del rey Artús -replicó él-, saludarás al rey de mi parte y le pedirás que te muestre aquélla a quien Keu, el senescal, pegó porque me había sonreído. Te

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entregarás a ella cautivo y le dirás, si te place, que así Dios no me permita morir hasta que haya tomado venganza.

El contesta que le hará bien y de buen grado tal servicio. Se vuelve entonces el caballero vencedor hacia el castillo, y el otro se va a la prisión y se hace llevar su estandarte. La hueste levanta el sitio, y no quedó allí rubio ni moreno. Los del castillo salen fuera, al encuentro del que retorna, pero se disgustan mucho al ver que no ha cortado la cabeza al ven-cido para entregársela a ellos. Gran fiesta hacen al desmontarle y desarmarle sobre una grada, y todos le dicen:

-¿Por qué no trajisteis a Anguigueron? Y la cabeza, ¿por qué no se la cortasteis? Y él responde: -Señor, a fe mía, no habría obrado bien, según creo. Mató a vuestros parientes, y yo no

habría podido garantizarle nada, porque sin duda le habríais matado a pesar mío. Muy poco bien habría en mí si no le hubiera hecho merced. ¿Y sabéis cuál fue esta merced? Si mantiene su palabra, será preso en la corte del rey Artús.

Llega entonces la doncella mostrándole gran alegría, y le conduce hasta su cámara para reposar y holgar. Para nada se opone a que la bese y abrace, y en vez de comer y beber, juegan, se besan y abrazan, y conversan amablemente. Mientras tanto, Clamadeau piensa locuras, pues desea y se imagina tener ya el castillo indefenso; pero a medio camino encontró a un paje sumido en una gran tristeza, que le da las nuevas del senescal Anguigueron.

-En nombre de Dios, señor, todo va muy mal ahorha -dice el muchacho, que muestra tanto duelo que se arranca los pelos a puñadas. Y responde Clamadeau:

-¿Y bien? -Señor -dice el paje-, a fe mía, vuestro senescal ha sido vencido por las armas, y se

entregará cautivo al rey Artús, hacia quien ya se encamina. -¿Quién hizo tal, muchacho? ¡Decidlo presto! ¿Cómo pudo ocurrir? ¿De dónde puede

haber salido un caballero capaz de humillar con las armas a un prohombre tan valiente? -Buen y querido señor, no sé quién fuera el caballero, sólo sé que le vi salir de

Belrepeire con una armadura bermeja. Y él responde: -Y tú, muchacho, ¿qué me aconsejas? -dice el que está a punto de perder el juicio. -¿Qué, señor? Que volváis por donde habéis venido, pues si proseguís no habéis de

conseguir nada. Cuando estaban en esto se acercó un caballero ya canoso, que había sido maestro de

Clamadeau, diciendo: -Muchacho, no dices bien. La ocasión requiere un consejo mejor y más prudente que el

tuyo. Si te cree, hará una necedad. Mi parecer es que siga adelante -y añadió-: Señor, ¿queréis saber cómo podéis haceros con el caballero y el castillo? Os lo diré bien claro, y no ofrecerá dificultades. En el interior de Belrepeire no hay ya nada para comer ni beber, por lo que los caballeros están debilitados. Nosotros estamos sanos y fuertes, no padecemos hambre ni sed, y podremos sostener un gran combate si los de dentro osan salir fuera contra nosotros. Como cebo enviaremos veinte caballeros ante la puerta, y el caballero, que estará holgando con su amiga Blancafor, querrá hacer caballería. Y como no podrá resistirlo, será muerto o capturado, porque el resto poca ayuda podrá prestarle, exánime como está. Los veinte no harán otra cosa que traerlos engañados hasta este valle, donde nosotros caeremos sobre ellos por los flancos, sin dejarles otra salida.

-A fe mía, me parece muy bien esto que me decís -contesta Clamadeau-. Tenemos aquí cuatrocientos caballeros de élite y mil peones bien armados: los atraparemos a todos como si estuvieran muertos de antemano.

Clamadeau envió veinte caballeros ante la puerta, con sus banderas y gonfalones de todas clases desplegados al viento. En cuanto los del castillo les vieron, abrieron las puertas

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de par en par, siguiendo la voluntad del muchacho, que delante de todos salió para mezclarse con los caballeros. Como audaz, fuerte y fiero los acomete a todos juntos. Al que él alcanza no le parece que sea novel en las armas. Muy diestro fue aquel día: a más de uno destripa con la lanza, a aquél atraviesa el pecho, a otro el tórax; a uno le rompe el brazo, a otro, la clavícula; a aquel mata, a éste pone en fuga, al otro derriba y a éste captura. Entrega los caballos y los prisioneros a quienes los necesitaban. Presencian la batalla los que habían atravesado el valle, que eran cuatrocientos caballeros además de los mil peones que venían. Los que se habían colocado cerca de la puerta abierta, al ver desde fuera sus pérdidas, muertas y lisiadas sus gentes, se precipitaron hacia la entrada con rabia y desconcierto. Los defensores se habían colocado allí en filas apretadas y los recibieron valerosamente, pero eran poca gente, y débil, y no pudieron resistir a los agresores, cuya fuerza crecía con la de los peones que les acompañaban, de modo que tuvieron que retroceder hasta el castillo. Desde arriba de la puerta los arqueros tiraban sobre la gran muchedumbre, que enardecida anhelaba irrumpir en la fortaleza, hasta que un grupo se introdujo por la fuerza. Entonces dejan caer sobre ellos una puerta que mató y aplastó de golpe a todos los que alcanzó en su caída. Clamadeau no podía haber visto nada que le doliera tanto, porque la puerta enrejada mató a muchos de los suyos, y él se quedó fuera, sin otra opción que la de estarse quieto, ya que un asalto tan dificultoso no sería más que un esfuerzo vano. Y su maestro y consejero le dice:

-Señor, no es de maravillarse que a un prohombre le sucedan tales desgracias. A cada cual le va mejor o peor, según Dios quiera y disponga. En suma, habéis perdido, pero a todo puerco le llega su San Martín. La tempestad se ha desplomado sobre vos, han vencido los de dentro y los vuestros están desbaratados. Pero les tocará perder, sabedlo bien, y arrancadme los dos ojos si duran más de tres días. El castillo y la torre serán vuestros, porque todos se os entregarán, con sólo que podáis aguardar aquí hoy y mañana, el castillo caerá en vuestras manos, e incluso la que os ha despreciado tanto os rogará por Dios que os dignéis hacerla vuestra.

Los que habían traído tiendas y pabellones los mandan instalar, y el resto se acomoda y acampa como puede. Los del castillo desarmaron a los caballeros cautivos, pero no les encerraron en torres ni les pusieron grillos, sólo porque les juraron lealmente como caballeros que se mantendrían en prisión y que ya no les harían ningún daño, y en estas condiciones quedaron dentro. Ese mismo día un vendaval empujó por mar a un barco que llevaba un gran cargamento de trigo y de otras vituallas; y le plugo

a Dios que arribase entero y salvo ante el castillo. Los de dentro, en cuanto lo vieron, enviaron a saber y preguntar quiénes eran y qué venían a buscar. Y cuando los mensajeros hubieron bajado hasta llegar junto a la embarcación, preguntan qué gente es, de dónde vienen y a dónde van, y éstos responden:

-Somos mercaderes, y traemos alimentos para vender: pan, vino, tocino salado, y también bueyes y cerdos para matar, si es necesario.

Dijeron los mensajeros: -Bendito sea Dios, que dio la fuerza al viento para que os trajera aquí a orza; sed

bienvenidos. Descargad grandes cantidades, porque venderéis todo tan caro como oséis, y venid a recoger vuestros dineros, que no dejaréis de contar los lingotes de oro y los lingotes de plata que os daremos por el trigo; y por el vino y por la carne obtendréis un carro lleno de riquezas, y más, si es necesario.

Ahora sí que han hecho buen negocio los que compran y venden; se ponen a descargar la nave y lo hacen llevar todo ante ellos para reconfortar a los sitiados. Cuando éstos vieron venir a los que traen las provisiones, creedme, se llevaron una gran alegría e hicieron preparar una comida lo antes posible. Ahora ya puede quedarse largo tiempo esperando ahí fuera Clamadeau, puesto que los de dentro tienen bueyes y cerdos, y carne salada en abundancia, y trigo para toda la estación. Los cocineros no están ociosos, y los pinches encienden el fuego en las cocinas para cocer los alimentos. Ahora ya puede el muchacho refocilarse a sus anchas

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con su amiga. Ella le abraza, él la besa, y el uno se regocija con el otro. La sala no está nada silenciosa: hay en ella algarabía y contento. Todos celebran la comida; que mucho la habían deseado; y los cocineros se han apresurado tanto que ya hacen sentarse a la mesa a los que tenían tan acuciosa necesidad. Cuando hubieron comido, se levantaron. Clamadeau y sus huestes están muy disgustados, porque ya se han enterado del don que los de dentro han recibido, y dicen que les conviene marcharse, puesto que ya de ningún modo puede haber hambre en el interior del castillo: han sitiado la villa en vano. Y Clamadeau, colérico, envía un mensaje al castillo, sin la aprobación ni el consejo de nadie, retando al caballero bermejo. Hasta las doce del día siguiente podrá encontrarlo solo en la explanada para combatirle si se atreve. Cuando la doncella oyó lo que le anunciaba su amigo, se dolió y entristeció, y cuando éste contestó que sea como sea, desde el momento en que le ha retado, él acudirá a la batalla, mucho se acrecienta el dolor de la doncella, aunque por mucho que ella se lamente, él no ha de ceder, según creo. Todos le ruegan con insistencia que no vaya a combatir contra aquel a quien jamás venció en batalla ningún caballero.

-Señores, haríais bien en callaros ahora -dice el muchacho- porque no abandonaré por nadie del mundo.

Esta es la respuesta que da a sus palabras, y ya no se atreven a decirle nada más. Van a acostarse y reposar hasta que el sol se levanta de nuevo. Pero están muy apesadumbrados por su señor, a quien no saben cómo implorar para lograr convencerle. Por la noche su amiga le pidió una y otra vez que no acudiera a la batalla y que permaneciera en paz, pues ya no tenían nada que temer de Clamadeau ni de su gente. Y gran maravilla era que esto no surtiera efecto, porque en sus zalemas hallaba él la gran dulzura que ella empleaba, besándole a cada palabra tan tierna y dulcemente que le metía la llave de amor en la cerradura del corazón. Pero nada pudo hacer ella para que desistiera de ir al combate, sino que temprano pidió sus armas. El que estaba a cargo de ellas se las trajo con presteza. Mientras se armaba hubo muestras de gran duelo, porque a todos y a todas les pesaba; y él, tras encomendar a todos y a todas al Rey de los reyes, montó en su caballo noruego, que le habían traído. Después de esto se entretuvo muy poco con ellos. Ahora que ha partido, los deja sufriendo una gran pena. Cuando Clamadeau ve llegar al que debía combatirle, tuvo para sí la necia presunción de creer que le haría vaciar en breve los arzones de la silla. En la hermosa y llana landa sólo estaban ellos dos, porque Clamadeau había despedido y ordenado partir a toda su gente. Cada uno sostenía su lanza apoyada en el borren ante el arzón, y sin mediar desafío ni grandes razones se echaron a correr el uno contra el otro. Cada uno llevaba una lanza de fresno recta y manejable, provistas de afilado hierro; los caballos corrían veloces y los caballeros eran fuertes y se odiaban a muerte. Chocaron tan recio que las placas del escudo crujieron, quebráronse las lanzas y los dos se derribaron mutuamente. Pero al instante se irguieron y acometiéndose al mismo tiempo trabaron una larga e igualada lucha con las espadas. Bien sabría deciros cómo ocurrió todo si quisiera ponerme a ello, pero no quiero perder el tiempo, pues lo mismo vale una palabra que veinte para contarlo. Al final Clamadeau tuvo que pedir merced muy a su pesar, y aunque cedió en todo a su voluntad, como su senescal, tampoco quiso de ningún mo-do ser cautivo de Belrepeire ni por todo el Imperio de Roma habría ido al prohombre del bien asentado castillo; pero aceptó la prisión del rey Artús y la obligación de llevar su mensaje a la doncella que Keu ultrajó al pegarla, a quien había de vengar pesara a quien pesara, si Dios quería darle fuerzas para ello. Después le hizo prometer que antes de que amaneciera el día siguiente volverían sanos y libres todos los que estaban encerrados en sus torres, y que en tanto que él viviera ahuyentaría, mientras le fuera posible, a toda hueste que sitiara el castillo, así como que la doncella nunca más sería molestada por él ni por los suyos. De este modo Clamadeau retornó a sus tierras y en cuanto llegó dio la orden de liberar a todos los prisioneros, y que se fuesen en completa. libertad. Nada más pronunciar estas palabras, sus órdenes fueron cumplidas. He aquí a todos los prisioneros libres, que en seguida se marcharon, y con todos sus arneses, pues nada se les retuvo. Por otro lado emprendió Clamadeau su camino. Marcha completamente solo. Era costumbre en aquella época, según

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encontramos en los libros, que los caballeros debían ir a prisión con el mismo equipamiento que llevaban en el combate en el que habían sido vencidos, sin quitar ni añadir nada. Así emprende Clamadeau la ruta, siguiendo a Anguigueron, que se dirige hacia Disnadarón, donde debía hallarse la corte del rey. Por otra parte, gran fiesta se hacía en el castillo, adonde han retornado los que durante largo tiempo han sufrido tan duro cautiverio. Bulle en la sala la alegría, y en las moradas de los caballeros; y en todas las capillas y monasterios echan las campanas al vuelo, sin que haya monje ni monja que no dé gracias al Señor. Por las calles y las plazas van todos y todas bailando. En el castillo mucho se disfruta ahora, pues nadie les asalta ni guerrea. Anguigueron va siguiendo su camino, y detrás de él Clamadeau, que descansó tres noches en las mismas posadas donde él había parado. Ha ido en pos de él por los albergues hasta Disnadarón, en Gales, donde el rey Artús había convocado una brillante corte en sus salones. Ven llegar a Clamadeau, armado como debía, y Anguigueron, que ya había librado, contado y referido su mensaje ante la corte la noche de su llegada, y que había quedado retenido para servir en la mesnada y el consejo, le reconoce. A pesar de que veía a su señor cubierto de roja sangre, no lo desconoció, sino que inmediatamente dijo:

-Señores, señores, ¡ved maravillas! El muchacho de las armas bermejas envía aquí, creedme, al caballero que veis. Lo ha vencido, estoy seguro, puesto que viene cubierto de sangre. Y yo conozco bien esa sangre, y también a él, pues es mi señor y yo soy su vasallo. Clamadeau de Las ínsulas es su nombre, y para mí que fue tan buen caballero que no lo igualaría ninguno en todo el Imperio de Roma, pero la desgracia también se abate sobre los grandes. Así habló Anguigueron mientras Clamadeau se aproximaba, y el uno hacia el otro se echaron a correr, encontrándose en medio de la corte. Era un día de Pentecostés, y la reina estaba sentada junto al rey Artús, a la cabecera de la mesa. Había allí muchos condes y reyes, duques, reinas y condesas; y acaban de llegar del monasterio de oír misa damas y caballeros. Keu entró por el centro de la sala, desabrigado, con un bastoncillo en la mano derecha y un sombrero de fieltro en la cabeza de rubios cabellos. No había en el mundo caballero más hermoso, con sus cabellos trenzados, pero sus burlas viles empañaban toda su belleza y apostura. Su cota era de rico paño tejido en grana y bien coloreado, e iba ceñida con un cinto bien trabajado, cuyo broche y adornos eran de oro: lo recuerdo bien porque la historia así lo atestigua. Todos se apartan de su camino en cuanto irrumpe en la sala: todos temen sus burlas traicioneras y su mala lengua, y le abren paso, pues no es sensato quien no teme las ruindades demasiado descubiertas, vayan en broma o de veras. Tanto temen sus malvados retruécanos todos los que estaban allí dentro, que ninguno le dirigió la palabra. Ante todos se dirigió adonde el rey estaba sentado y dijo:

-Señor, si os pluguiera, ahora podríais comer. -Keu -dijo el rey- dejadme en paz, que por los ojos de mi cabeza no he de comer, en

fiesta tan importante, aunque tenga reunida a mi corte, hasta que no llegue alguna nueva. Así dialogaban cuando entra en la corte Clamadeau, que viene a entregarse como

prisionero, armado como era su obligación, y dice: -Dios guarde y bendiga al mejor rey que hay con vida, el más generoso y gentil, como

lo atestiguan todos aquellos que saben de las buenas obras que ha hecho. Escuchadme ahora, buen señor, pues debo decir mi mensaje. Aunque me pesa, reconozco que me envía aquí un caballero que me ha vencido. Por él debo entregarme a vos prisionero; no lo puedo evitar. Y si alguien quisiera preguntarme su nombre le respondería que no lo sé. Pero puedo daros estos datos: sus armas son bermejas, y vos se las otorgasteis, según dice.

-Amigo, que Nuestro Señor te proteja -dice el rey-, dime con verdad si conserva su poder y si está libre, sano y feliz.

-Sí, podéis estar seguro, buen y amable señor -dice Clamadeau-, como el más valeroso caballero con quien me haya topado jamás. Y me dijo que le hablase a la doncella que le sonrió, a quien Keu tanto agravio le hizo que le dio una bofetada, y dijo que la vengará, si Dios le consiente poder hacerlo.

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El bufón, en cuanto oyó esto, saltó de alegría y exclamó: -Señor rey, Dios me bendiga; la bofetada será bien vengada, no me lo tengáis ahora a

broma, porque no podrá guardarse de que le rompa el brazo y le disloque la clavícula. Keu, que oye estas palabras, piensa que son gran necedad, y sabed bien que no dejó de

castigarle por cobardía, sino por vergüenza ante la presencia del rey. Y el rey meneó la cabeza y dijo a Keu:

-Me duele mucho que no esté aquí conmigo. Por tu necia lengua y por tu culpa se fue, lo que mucho me pesa.

Tras estas palabras se levanta Gifflés, por orden del rey, y mi señor Ivain, que mejora a todos los que le acompañan. El rey les dice que tomen a su cargo al caballero y le conduzcan a las cámaras donde se solazan las doncellas de la reina, y el caballero se inclina ante ellos. Los que habían recibido el encargo del rey le llevan hasta las cámaras y le presentan a la doncella, a quien él contó las nuevas tal como ella quería escucharlas, pues aún se dolía de la afrenta que se hizo en su mejilla. De la bofetada recibida ya estaba curada, pero no estaba olvidada ni pasada la afrenta, pues muy ruin es el que olvida la afrenta y felonía que se le ha hecho. El dolor pasa y el ultraje permanece en el hombre recto y vigoroso, pero en el ruin muere y se enfría. Clamadeau ha entregado su mensaje. Luego el rey le retuvo durante toda su vida en su corte y su mesnada. Y aquel que había disputado la tierra y la doncella, Blancaflor, su amiga la hermosa, juega junto a ella y se solaza. Y toda la tierra habría sido libremente suya, si su corazón no se hallara en otra parte; porque de otra cosa se acuerda ahora, y es que guarda a su madre en el corazón, que la vio caer desmayada y su deseo de ir a verla es mayor que ningún otro. No osa pedirle licencia a su amiga, porque ella se lo veda y se lo prohibe, y ha ordenado a toda su gente que le rueguen mucho para que se quede allí. Pero no consiguen nada con cuanto le dicen, salvo que prometa que, si encuentra a su madre viva la traiga con él y a partir de ese momento mantenga la tierra, y que, si ella está muerta, haga lo mismo. Así, prometiéndoles su retorno y dejando a su amiga fuera de la villa, hubo tal procesión que parecía el día de la Ascensión o como si fuera domingo, porque iban monjas y monjes con velos, diciendo éstos y aquéllas:

-Señor, que nos libraste del exilio y retornaste a nuestros hogares, no es maravilla que hagamos tal duelo, cuando quiere dejarnos tan pronto. Nuestra pena por fuerza debe ser muy grande, y tanto lo es que no podría serlo más.

Y él, entonces, les dijo: -No es conviene llorar más. Volveré, si Dios me ayuda. De nada sirven ahora los

lamentos. ¿No os parece justo que vaya a ver a mi madre, a la que dejé sola en aquel bosque que Yerma Floresta se llama? Volveré, quiera ella o no, no dejaré de hacerlo por nada. Y si vive, la haré monja de clausura en vuestra iglesia, y si muerta, celebraréis cada año una misa por su alma, para que el Dios Santo y el santo Abraham la acojan entre las almas pías. Señores monjes, y vos, hermosas damas, esto no os debe pesar, porque yo os haré mucho bien por su alma, si Dios me permite volver.

Ya se retiraron monjes y monjas y todos los demás, y él parte, con la lanza en el borren, armado tal como vino.

Con el Rey Pescador (vs. 2976-3421) Durante todo el día siguió su ruta, sin encontrar criatura terrena ni cristiano ni cristiana

que sepa indicarle el camino. Y no dejaba de rogar a Nuestro Señor el Padre Soberano que le otorgase encontrar a su madre llena de vida y salud, si así lo quiere Su voluntad. Y aún duraba esta plegaria cuando vio, al pie de una colina, un río cuyas aguas rápidas y profundas contempla. Sin osar meterse dentro, dijo:

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-¡Ah, Señor Todopoderoso! Si pudiera atravesar estas aguas, creo que hallaría a mi madre al otro lado, en caso de que esté viva.

Así va, pues, siguiendo la ribera hasta que se acerca a una peña, que, como estaba al borde del río, le impedía seguir avanzando. Entonces vio que de arriba venía una barca siguiendo la corriente y descendiendo por el río, en la cual había dos hombres. Se detiene, aguardando, porque cree que seguirían navegando hasta llegar a su altura. Pero se detuvieron en mitad del río y allí quietos se quedaron, porque habían anclado firmemente. Y el que estaba delante iba pescando con caña y cebaba el anzuelo con un pececillo apenas más grande que una palometa. El, que no sabía qué hacer para encontrar un buen vado, les saluda y pregunta luego:

-Decirme, señores, si sobre estas aguas hay algún puente. Y el que estaba pescando le contesta: -No hay ninguno, hermano, a fe mía, ni hay barca, según creo, mayor que esta que

llevamos, que no podría con cinco hombres. En veinte leguas para arriba y para abajo no se puede pasar a caballo, porque no hay balsa ni vado ni puente.

-Decidme entonces -dice él- dónde podría encontrar posada. Y le responden: -Supongo que de eso y de otras cosas tendréis necesidad. Yo os albergaré esta noche.

Subid por esa quebrada que hay hecha en la roca y cuando estéis arriba veréis ante vos, en una vaguada, la casa donde moro, próxima al río y cerca del bosque.

El se fue de inmediato hacia arriba, y cuando llegó a la cumbre del cerro, miró hacia todos lados sin ver más que cielo y tierra, y dijo:

-¿Qué he venido a buscar aquí? Engaños y necedades. Dios le dé mala vergüenza al que me envió hasta aquí. Pues sí que me ha indicado bien, diciéndome que encontraría una casa en cuanto llegara a lo alto. Pescador que tal me dijisteis, muy gran deslealtad habéis hecho, si me lo decías con mala idea. Entonces vio aparecer, cerca de él, en un valle, la cabeza de una torre. No se encontraría de allí a Beirut ninguna tan bella ni tan bien plantada. Era cuadrada, de piedra gris, y tenía dos torretas a los lados. La sala estaba delante de la torre, y las galerías delante de la sala. El muchacho recorrió la distancia diciéndose que aquel que allí le había enviado le había encaminado bien, y va alabando al pescador, dejando de llamarle traidor, desleal y embustero, en cuanto encuentra donde albergarse. Llega a la puerta y atraviesa el puente levadizo que allí encontró. Por el puente ha entrado y ya se dirigen hacia él cuatro pajes que le desarman. El tercero se lleva al caballo para darle heno y avena, el cuarto le cubre con un manto nuevo de viva escarlata, y luego le conducen hasta las galerías. Sabedlo bien: por mucho que uno buscara desde allí hasta Limoges no encontraría ni viera unas tan hermosas. El muchacho aguardó allí hasta que el señor le mandó venir, enviándole dos servidores. Y acompañado por ellos fue hasta la sala, que era cuadrada, tan larga como ancha. En el centro de la sala vio echado en una cama a un amable prohombre de cabellos entrecanos, con la cabeza cubierta por un bonete de cebellinas negras como moras, recubierto de púrpura por arriba, y así toda su ropa. Se apoyaba en el codo, y ante él, entre cuatro columnas, ardía claramente un fuego de leña seca. Bien podrían haberse reunido cuatrocientos hombres en torno al fuego, y hubieran estado cómodos. Las columnas eran muy fuertes, porque sostenían una larga y alta chimenea de bronce macizo. Ante su señor se presentan los que conducían al huésped, uno a cada lado, y cuando éste los ve llegar le saludó y dijo:

-Amigo, no es moleste si no me levanto para recibiros, pues no me puedo valer. -Por Dios, señor, no me incomodo en absoluto, así Dios me dé alegría y felicidad. El prohombre es tan solícito con él que se levanta todo lo que puede y dice: -Amigo, acercaos sin preocuparos por mí; sentaos a mi lado, os lo ordeno. El muchacho se ha sentado junto a él, y el prohombre le dice: -Amigo, ¿de dónde venís hoy? -Señor -dice él- esta mañana salí de un lugar llamado Belrepeire.

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-Así Dios me guarde -dice el prohombre-, habéis hecho hoy una jornada demasiado larga. Sin duda partisteis antes de que el vegía hubiera tocado al alba.

-Ya había tocado hora de prima, os lo aseguro -dice el muchacho. Y así estaban conversando cuando entra un paje por la puerta llevando una espada

colgada del cuello, y se la entrega al rico hombre. Este la desenvaina hasta la mitad, de modo que se vea bien dónde fue forjada, porque en ella estaba escrito. Y venía también escrito que estaba hecha de tan buen acero que nunca podría romperse sino en determinada circunstancia que nadie conocía salvo aquel que la había forjado y templado. El paje que la había traído dijo:

-Señor, la rubia doncella, vuestra hermosa sobrina, os envía este presente. Nunca visteis algo tan bello, por el largo y la anchura que tiene. Se la daréis a quien os parezca mejor, pero mi señora recibiría gran contento si fuera bien empleada por aquel a quien le sea entregada. El que forjó esta espada no hizo más que tres, y morirá sin haber hecho ninguna otra después de ésta.

Al punto el señor ciñó por el tahalí la espada, que valía un tesoro, al que allí dentro era un forastero. El puño de la espada era de oro, del mejor de Arabia o de Grecia, y la vaina de orifrés de Venecia. Tan ricamente adornada se la dio el señor al muchacho, y le dijo:

-Buen hermano, esta espada fue reservada y destinada, y tengo muchos deseos de que la poseáis, pero ceñíosla y desenvainadla.

El le da las gracias, y la ciñe, sin apretarla mucho, y luego la saca desnuda de la vaina, y después de mirarla un poco, vuelve a meterla dentro. Sabed que le sentaba muy bien en el costado, y mejor aún en el puño, y bien pareció que en caso de necesidad sabría valerse de ella como barón. Vio unos pajes detrás del fuego que claramente ardía, y reconociendo al que guardaba sus armas, le encomendó la espada, y éste la guardó. Luego volvió a sentarse junto al señor, que gran honor le hacía. Había allí dentro una iluminación tan fuerte como la que dan las candelas de un albergue, y mientras hablaban de unas y otras cosas, salió un paje de una cámara trayendo empuñada por el centro una blanca lanza, y pasó entre el fuego y los que estaban sentados en el lecho. Todos los que estaban allí veían la lanza blanca y el blanco hierro, de cuyo extremo manaba una gota de sangre bermeja. Hasta la mano del paje rodaba aquella gota de sangre bermeja. El muchacho recién llegado aquella noche ve este prodigio, pero se abstiene de preguntar cómo puede suceder tal cosa, porque recordaba la advertencia que le había hecho el caballero que le enseñó y aleccionó a cuidarse de mucho hablar. Cree que si lo pregunta le considerarán necio, y por eso no inquirió nada. Entonces vinieron otros dos pajes llevando en sus manos candelabros de oro fino, trabajado con nieles. Los pajes que llevaban los candelabros eran muy hermosos. En cada candelabro ardían diez candelas por lo menos. Una doncella, hermosa, gentil y bien ataviada, que venía con los pajes, sostenía entre sus dos manos un grial. Cuando hubo entrado con el grial que llevaba surgió tal resplandor que al instante perdieron su claridad las candelas, así como les ocurre a las estrellas cuando se levanta el sol o la luna. Detrás de ésta vino una que llevaba una bandeja de plata. El grial, que iba delante, era de fino oro puro, y tenía piedras preciosas de muchas clases, de las más ricas y caras que se hallan en la tierra y el mar. Las del grial superaban sin duda alguna a todas las demás piedras. Del mismo modo que había pasado la lanza, por delante del lecho pasaron, y desde una cámara entraron en otra. Y el muchacho los vio pasar, y no osó preguntar a quién se servía con el grial, pues siempre tenía en el corazón las palabras del sabio prohombre. Temo yo que esto le perjudique, porque he oído decir que tanto puede uno excederse hablando como callando. Si ha de venir bien o mal por esto, ni yo lo sé ni él lo pregunta. El señor ordena a los pajes dar el agua y poner los manteles, y éstos hacen lo que debían y tenían costumbre de hacer. El señor y el muchacho se lavaron las manos con agua templada. Dos pajes trajeron una amplia mesa de marfil, y la historia atestigua que era de una sola pieza. La mantuvieron en vilo un momento delante del señor y del muchacho hasta que llegaron otros dos pajes trayendo dos caballetes cuya madera poseía dos grandes virtudes, ya que era ébano, una

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madera de la cual nadie teme que se pudra o se queme, pues no le afecta ninguna de estas dos cosas, por lo que sus piezas duran siempre. La mesa fue colocada sobre estos caballetes, y sobre ella se puso el mantel. ¿Pero qué podría decir del mantel? Ni legado ni cardenal ni papa comieron nunca encima de uno tan blanco. El primer plato fue una pierna de ciervo con salsa de pimienta picante. No les faltó vino claro y suave al paladar para beber, servido en copas de oro. Un paje trinchó la pierna de ciervo a la pimienta que había colocado sobre la bandeja de plata, delante de ellos, y puso los trozos sobre un pastel al que no le faltaba nada. Y mientras tanto el grial volvió a pasar delante de ellos, y el muchacho no preguntó a quién servían con él. Por el prohombre que tan dulcemente le había aconsejado se contuvo, porque le recuerda siempre en su corazón. Pero calla más de lo que le conviene, porque a cada plato que servían volvía a ver pasar ante él el grial, completamente descubierto, y no sabe a quién sirven con él, pero desearía saberlo. En verdad que ha de preguntárselo, se dice a sí mismo, a uno de los pajes de la corte, antes de marcharse; aunque esperará hasta la mañana siguiente, cuando se despida del señor y su mesnada. Así ha pospuesto el asunto, y se ocupa de comer y beber. No son escasos los vinos y los platos que se sirven en la mesa, y son buenos y gustosos. La comida fue buena y sabrosa, y aquella noche el prohombre y con él el muchacho fueron servidos con manjares propios de reyes, condes y emperadores. Después de comer perma-necieron juntos conversando y velando, y los pajes prepararon las camas y las frutas, de las cuales había algunas muy preciadas: dátiles, higos, nueces moscadas, clavos, granadas, y finalmente lictuarios: gingebra alejandrina, además de pliris arconticón, resumptivo y estomaticón. Después de esto tomaron varias bebidas: pigmento sin miel ni pimienta, vino añejo de moras y claro sirope. Al muchacho todo esto le admira, pues lo desconocía. Y el prohombre dijo:

-Buen amigo, ya es hora de acostarse esta noche. Me iré, si no os molesta, a descansar en mi cámara; y vos, cuando lo deseéis, acostaos aquí fuera. No tengo ningún poder sobre mi cuerpo y será preciso que me lleven.

Cuatro sirvientes ágiles y fuertes salieron entonces de la cámara, asieron de las cuatro esquinas de la colcha que estaba extendida sobre el lecho donde yacía el prohombre y se lo llevaron donde debían. Con el muchacho quedaron otros cuatro pajes que le sirvieron y ayudaron en todo lo que necesitó. Cuando él así lo quiso le descalzaron y desvistieron y le acostaron en blancas y delgadas sábanas de lino. Y durmió hasta la mañana siguiente, cuando quebró el alba del día y la mesnada se hubo levantado; pero cuando miró a su alrededor no vio a nadie por allí y por mucho que le desagradara tuvo que levantarse solo. Cuando ve que debe hacerlo solo, se levanta y se calza sin esperar ayuda y luego va a buscar sus armas, que encontró en lo alto de una escalera donde se las habían dejado. Cuando hubo armado convenientemente todos sus miembros, fue a las entradas de las cámaras que por la noche había visto abiertas, pero en vano las recorre, porque las encuentra bien cerradas. Llama, golpea y empuja mucho: nadie le abre ni le contesta. Después de llamar bastante, va a la puerta de la sala, que encuentra abierta, y recorre todos los peldaños hasta abajo, donde encuentra ensillado a su caballo y ve su lanza y su escudo apoyados contra el muro. Entonces monta y va por todas partes buscando, pero no encuentra a hombre vivo ni ve pajes ni escuderos, por lo que se va derecho hacia la puerta, donde encuentra el puente bajado, que así se lo habían dejado para que nada le detuviese viniera a la hora que viniera, y que lo pasara sin demoras. Se imagina que todos los pajes se han ido al bosque, por el puente que ve echado, a comprobar sus lazos y sus trampas. Se dice que irá en su busca para ver si alguno de ellos le dice por qué sangra la lanza, si se trata de alguna pena, y adónde se lleva el grial. Sale, pues, por el medio de la puerta, pero antes de terminar de cruzar el puente sintió que las patas de su caballo se elevaban muy alto, y su caballo dio un gran salto. Si no hubieran saltado tan diestramente, lo mismo el caballo como el que lo montaba, habrían salido muy mal parados. El muchacho volvió la cabeza para ver lo que había pasado. Llama, pero nadie le responde.

-¡Eh, tú, el que has levantado el puente, háblame! ¿Dónde estás que no te veo? Acércate

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para que te vea, porque quiero preguntarte otras cosas que deseo saber. Así habla, inútilmente, pues nadie quiere responderle.

Las tristes noticias de la doncella del bosque (vs. 3422-3690)

Se encamina hacia la floresta y se interna por un sendero, donde encuentra las huellas recientes de caballos que habían pasado por allí.

-Creo que por aquí han pasado los que voy buscando -se dice. Entonces se lanza por el bosque, mientras duran las huellas, hasta que de pronto ve a

una doncella que llora y grita y se desespera como infeliz desdichada, al pie de un roble. -¡Perdida, desgraciada de mí! -dice ella-. ¡Maldita sea la hora en que nací! Maldita sea

la hora en que fui engendrada y la hora en que fui parida, porque en verdad hasta ahora nada me pudo pasar que tanto me doliese. No debería tener muerto a mi amigo, si Dios hubiese querido, mucho mejor habría hecho si yo estuviera muerta y él vivo. La muerte, que tanto me desconsuela, ¿por qué se llevó antes su alma que la mía? Cuando veo muerto al ser que más amaba, ¿de qué me sirve la vida? Sin él, ciertamente mi vida y mi cuerpo no me importan nada. ¡Muerte! ¡Arranca el alma fuera de mi corazón! Que sea sirvienta y compañera de la suya, si se digna aceptarla.

Estas eran las lamentaciones que ella hacía por un caballero que sostenía en sus brazos, y que tenía la cabeza cortada. El muchacho, en cuanto la vio, no se detuvo hasta estar junto a ella. Entonces la saludó y ella a él, con la cabeza baja, sin dejar por ello su duelo. El muchacho le ha preguntado:

-Doncella, ¿quién ha matado a este caballero que yace sobre vos? -Buen señor, un caballero lo mató hoy por la mañana -dice ella-. Pero mucho me

asombra una cosa que he notado: y es que se podría, así Dios me guarde, cabalgar cuarenta leguas, así lo afirman, todo derecho por el mismo lado por donde vos habéis venido, sin encontrar albergue que sea bueno, limpio y sano, y vuestro caballo tiene los flancos bien repletos y el pelo cepillado, y si alguien lo hubiese lavado y peinado y procurado un lecho de avena y heno no tendría el vientre más lleno ni el pelo más lustroso. Y vos mismo me dais la impresión de haber pasado la noche holgado y descansado.

-A fe mía -dice él-, hermosa, anoche disfruté de tanta comodidad como es posible, y si se nota, es lógico. Y si alguien gritara fuertemente, aquí donde estamos, se oiría con toda claridad allí donde he pasado la noche. Vos no habéis conocido bien ni recorrido toda esta comarca, porque sin duda alguna he disfrutado del mejor hospedaje que nunca tuve.

-¡Ah, señor! Entonces es que dormisteis en casa del rico Rey Pescador. -Doncella, por el Salvador, no sé si es pescador o rey, pero sí que es muy sabio y muy

cortés. Nada más sabría deciros, salvo que ayer tarde encontré a dos hombres en una barca, que iban navegando suavemente. Uno de los dos hombres remaba y el otropescaba con anzuelo, y éste fue el que ayer tarde me mostró su casa, en la que me albergué.

Dijo la doncella: -Buen señor, es rey, bien os lo puedo decir, pero fue herido y tullido sin remedio en un

combate, de modo que no se puede valer, pues fue alcanzado por un venablo entre las dos piernas, y ello le angustia todavía tanto que no puede montar a caballo. Pero cuando quiere pasear y entretenerse se hace llevar en una barca y va pescando con anzuelo, y por eso le llaman el Rey Pescador. Esta es la razón de que se solace así, pues no podría tener otra distracción que pudiera soportar ni tolerar. No puede cazar ni dedicarse a la montería, pero tiene sus monteros, arqueros y cazadores que van por sus bosques disparando con el arco. Y por eso le gusta estar en la morada de aquí cerca, ya que no encontraría un lugar que le convenga más en todo el mundo, y se ha hecho construir una residencia tal como conviene a un rico rey.

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-Doncella, por mi fe que es verdad lo que os voy a decir: y es que ayer noche tuve una gran sorpresa cuando estaba en su presencia. Yo me mantenía un poco apartado, y él me dijo que me sentara a su lado, y que no le tuviera por orgulloso si no se levantaba para salir a mi encuentro, pues no tenía la facultad ni el poder de hacerlo, y yo fui a sentarme junto a él.

-Ciertamente, os hizo un gran honor, cuando os sentó a su lado. Y cuando allí os sentasteis, decidme, ¿visteis la lanza cuya punta sangra, sin que haya en ella carne ni vena?

-¿Que si la vi? Sí, a fe mía. -¿Y preguntasteis por qué sangraba? -No dije ni una sola palabra, así Dios me valga. -Pues sabed que hicisteis muy mal. ¿Y

visteis el grial? -Sí, claramente. -¿Y quién lo llevaba? -Una doncella. -¿Y de dónde venía? -De una cámara. -¿Y adónde iba? -Entró en otra cámara. -¿Precedía alguien al grial? -Sí. -¿Quién? -Solamente dos pajes. -¿Y qué llevaban en sus manos? -Candelabros llenos de candelas. -¿Y después del grial, qué vino? -Otra doncella. -¿Y qué llevaba? -Una bandejita de plata. -¿Preguntasteis vos a la gente adónde iban de ese modo? -Nada salió de mi boca. -Peor todavía, válgame Dios. ¿Cómo os llamáis, amigo? Y él, que desconocía su nombre, lo adivina y dice que se llama Perceval el Galés,

aunque no sabe si dice verdad o no, pero dice la verdad aunque lo ignore. Y cuando la doncella lo oyó, se irguió hacia él y le dijo, enojada:

-Tu nombre ha cambiado, hermoso amigo. -¿Cómo? -¡Perceval el infeliz! ¡Ah, Perceval desgraciado, cuán malaventurado eres ahora por

todo lo que no preguntaste! Porque hubieras reparado tanto que el buen rey, que está tullido, hubiera recuperado sus miembros y su tierra, y a ti te habrían colmado grandes bienes. Pero ahora has de saber que te llegarán muchos enojos a ti y a otros, a causa del pecado, sábelo bien, que cometiste respecto a tu madre, que murió de dolor por ti. Te conozco yo a ti mejor que tú a mí, pues no sabes quién soy. Junto a ti fui criada en casa de tu madre, hace mucho tiempo; soy tu prima hermana y tú mi primo hermano. Y no me pesa menos de la torpeza que cometiste al no preguntar qué se hacía con el grial ni adónde lo llevan y la muerte de tu madre que lo que me duele lo ocurrido a este caballero a quien yo amaba y encarecía porque me llamaba su amiga querida y me amaba como franco y leal caballero.

-Prima -dice Perceval-, si es cierto lo que me habéis dicho, decidme cómo lo habéis sabido.

-Lo sé tan de cierto -dice la doncella-, como la que la vio enterrar. -Tenga Dios piedad de su alma, por su bondad -dice Perceval-. Amarga historia me

habéis contado. Y ahora que está bajo tierra, ¿por qué habría yo de seguir en su busca? Nada más iba porque quería verla, luego ahora debo seguir otra ruta. Si vos quisierais venir conmigo, mucho me placería, porque este que aquí yace muerto de nada os ha de valer ya, os lo aseguro. Los muertos con los muertos, los vivos con los vivos, vayamos juntos vos y yo.

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En cuanto a vos, me parece gran locura que os quedéis aquí guardando este cadáver. Será mejor perseguir al que le mató, y os prometo y juro que si puedo alcanzarle, o él me vencerá, o yo a él.

Y ella, que no puede reprimir el gran dolor de su corazón, le dice: -Buen amigo, de ninguna manera me iré con vos ni me separaré de él hasta que le haya

enterrado. Si me creéis, seguid aquella calzada, por allí, pues por ese camino se fue el caballero felón y malvado que mató a mi dulce amigo. Pero, Dios me guarde, no he. dicho esto porque quiera que os vayáis en pos de él, sino porque deseo su daño tanto como si me hubiera matado. ¿Pero de dónde salió esa espada que cuelga de vuestro costado izquierdo, que nunca derramó sangre humana ni fue desenvainada en ningún trance? Bien sé dónde fue hecha, y bien sé quién la forjó. No os fiéis mucho de ella: sin duda os traicionará cuando os halléis en un gran combate, pues saltará hecha pedazos.

-Hermosa prima, una de las sobrinas de mi buen huésped se la envió ayer tarde, y él me la dio y yo me tengo por muy satisfecho. Pero mucho me inquieta lo que habéis dicho, si es cierto. Decidme ahora, si lo sabéis, en caso de que se quebrara, ¿podría ser reparada?

-Sí,' pero sería muy trabajoso para el que conociera el camino que lleva al lago que hay al pie de Cotoatre. Allí podríais hacerla forjar de nuevo, volver a templarla y repararla, si la ventura os guía. No vayáis sino a casa de Triboet, un herrero que así se llama, porque él la hizo y la rehará, pues jamás podría llevarlo a cabo ningún otro hombre que se ponga a ello. Guardaos de que ningún otro le ponga la mano encima, pues no sabría hacerlo bien.

-En verdad, mucho me pesaría si se partiera -dice Perceval. Y entonces él se va, y ella se queda, porque no quiere abandonar el cuerpo de aquel

cuya muerte atormenta su corazón.

La doncella del anillo (vs. 3691-4143)

Y él sigue el sendero en pos de las huellas de un caballo, hasta que topó con un palafrén .escuálido y cansado que iba al paso delante de él. Le pareció que el palafrén había caído en malas manos, tan delgado y maltratado estaba. Iba muy fatigado y mal alimentado, como se hace con los caballos prestados, a los que por el día se les exige mucho y por la noche se les cuida poco. Así estaba aquel palafrén, tan escuálido que temblaba como aterido de frío. Tenía las crines peladas y las orejas gachas. Carnaza y pasto esperaban de él los mastines y los dogos, porque no le quedaba sino la piel encima de los huesos. Llevaba una silla en el lomo y de la cabeza le colgaba un cascabel muy apropiado para tal animal. Encima iba una doncella tan desgraciada como nadie había visto nunca una. Hubiera sido hermosa y gentil si las cosas le hubieran marchado bien, pero le iban tan mal que en el vestido que llevaba no había ni un solo palmo en buen estado, y por los rotos le salían los pechos del seno. Por aquí y allá iba remendada con nudos y gruesas costuras, y su carne parecía desgarrada como por un rastrillo, porque la tenía abierta y resquebrajada por el calor, el viento y el hielo. Iba descubierta y sin abrigo y en el rostro tenía los feos surcos que le habían abierto las lágrimas infinitas resbalando hasta el seno y por debajo de la ropa hasta las rodillas. Muy doliente debía tener el corazón que padecía tal desgracia. Así como la vio, Perceval se fue galopando hacia ella, que apretó su vestido para cubrirse las carnes, lo que le producía nuevos agujeros, de modo que queriendo esconder una parte, tapaba un agujero y abría cien. Así descolorida, pálida y miserable la encontró Perceval, y al alcanzarla la oyó lamentarse dolorosamente de su pena y su desgracia:

-Dios -decía ella- no quieras que mi vida dure tanto. He pasado demasiado tiempo en la desdicha, demasiada desgracia he sufrido sin tener culpa ninguna. Dios, ya que tú bien sabes que yo no he faltado en nada, envíame si así te place a quien me alivie esta pena o a quien me libre del que me hace pasar por tanta afrenta sin que pueda encontrar en él misericordia ninguna, sin que pueda escapar de él ni él quiera matarme. No sé qué le hace desear mi

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compañía en tal estado, sino porque anhele mi vergüenza y mi desgracia; y aunque él supiera de cierto que yo había faltado, debería tener compasión, si algún afecto me tiene, ya que lo he pagado tan caro. Pero ciertamente no me ama en absoluto, cuando me hace arrastrar vida tan cruel detrás de él, sin que le importe nada.

Perceval, que ya la había alcanzado, dijo entonces: -Hermosa, Dios te guarde. Cuando la doncella lo oyó bajó la cabeza y dijo en voz baja: -Señor que me has saludado, que tu corazón vea colmados sus deseos, aunque no tengo

permiso. Y Perceval, a quien la vergüenza mudó los colores, respondió así: -Por Dios, doncella, ¿por qué? En verdad, no pienso ni creo que os haya visto nunca ni

os haya hecho jamás ningún daño. -Sí lo has hecho -dice ella- porque soy tan infeliz y sufro tal pesar que nadie debe

saludarme, y sudo de angustia cuando alguien me habla o me mira. -Ciertamente yo no pensaba en tales desafueros -dice Perceval-. No he venido aquí para

causaros vergüenza ni ultraje. En verdad no vine para eso, sino porque mi camino hasta aquí me ha traído, y desde el momento en que os vi tan malparada, desnuda y miserable, no habrá alegría en mi corazón hasta que no sepa la verdad. ¿Qué desventura os trae en tal dolor y pesar?

-¡Ah, señor, por piedad! Marchaos de aquí, huid y dejadme estar en paz. Es el pecado lo que aquí os retiene. Huid, si sois discreto.

-Quisiera saber -dice él- por qué miedo, por qué amenaza huiría yo, cuando nadie me persigue.

-Señor, no os pese, pero huid mientras os sea posible, no vaya a ser que el Orgulloso de la Landa sorprenda esta conversación, pues no desea más que batallas y peleas. Y si os encontrara aquí ciertamente os mataría al instante. Le enoja tanto que alguien me pare o me retenga hablando que nadie puede salvar la cabeza si él llega a tiempo. Hace muy poco que mató a uno, pero antes de hacerlo le relata a cada uno la razón de haberme sumido en tal vileza y cautiverio.

Así estaban hablando cuando el Orgulloso de la Landa surgió del bosque y se precipitó como un rayo a través de la arena y el polvo, gritando muy alto:

-Mal te va a ir, tú, que vas junto a la doncella. Has de saber que ha llegado tu fin, por haberla retenido y parado un solo paso. Pero no te mataré sin decirte antes por qué cosa, por qué pecado la hago vivir en tal deshonra. Escucha bien y oirás la historia. Fue hace tiempo. Yo había ido al bosque, dejando en un pabellón a esta doncella, que era lo único que yo amaba, hasta que por ventura vino a ocurrir que apareció un muchacho galés. No sé quién era ni adónde iba, pero tanto hizo que la besó por fuerza, según me confesó ella. Pero ¿qué le impedía mentirme? Y si la besó contra su voluntad, ¿no hizo después todo lo que quiso? Sí, pues nadie creerá que la besó sin hacer nada más, ya que una cosa arrastra a la otra. Si alguien besa a una mujer y no hace nada más, estando los dos juntos y a solas, me parece que él es el que decide parar. Porque la mujer que entrega su boca, muy ligeramente consiente en el resto, si hay quien bien lo entienda. Y aunque ella se defienda, bien se sabe y sin ninguna duda que la mujer quiere vencer en todo salvo en esa pelea en la que tiene al hombre agarrado por la garganta, y le araña, muerde y forcejea, en la que desearía ser vencida. Se defiende aun cuando arde en impaciencia, y es tan cobarde en su entrega que desea ser forzada, para luego no agradecer nada. Por eso pienso que la hizo suya. Y le cogió un anillo que me pertenecía y que ella llevaba en su dedo, y mucho me pesa que se lo llevara. Pero antes comió y bebió el fuerte vino y los buenos pasteles que yo me había hecho reservar. Luego ahora mi amiga recibe salario tan cortés corno tiene merecido; quien comete una locura, que la pague, y así se guarde de reincidir. En verdad, mucho me pesó cuando volví y lo supe, y entonces juré, y mi razón tenía, que desde ese momento no comería avena su palafrén ni sería sangrado ni herrado de nuevo, ni ella tendría más cota ni manto que los que llevaba puestos ese día hasta que yo venciera, matara y cortara la cabeza al que la forzó.

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Después de escucharle, Perceval respondió, palabra por palabra: -Amigo, sabed sin duda que ella ya ha cumplido su penitencia, pues yo soy quien la

besó contra su voluntad, y mucho le pesó. Y tomé el anillo de su dedo, y nada más hubo ni nada más hice, salvo comer uno de los pasteles y la mitad de otro, y beber tanto vino como quise, os lo aseguro. Y en esto no obré como necio.

-Por mi cabeza -dice el Orgulloso-, lo que has dicho es admirable, al reconocerlo. Ahora sí que te has hecho merecedor de la muerte, confesando la verdad.

-No está aún la muerte tan cerca como piensas -dice Perceval. Entonces sueltan los caballos al galope el uno contra el otro sin decir nada más, y se

encontraron tan recio que astillaron las lanzas. Los dos vaciaron las sillas, derribándose mutuamente. Pero en seguida se ponen en pie desenvainando las espadas y se asestaron grandes golpes. (Perceval le dio primero con la espada que le había sido regalada, porque quería probarla. Le asestó un golpe tan fuerte en lo alto del yelmo de acero, que rompió en dos pedazos la buena espada del Rey Pescador. El Orgulloso no se arredró, sino que le devolvió con tanto vigor el golpe encima del yelmo labrado que le abatió flores y pedrerías. Perceval tiene apesadumbrado el corazón por su espada, que le ha fallado. Al punto saca la que perteneció al Caballero Bermejo y se enzarzan de nuevo; pero antes recoge todos los pedazos de la otra y los guarda en la vaina. Entonces comienzan un combate tan duro como no visteis otro tan grande.)4 El combate fue recio y duro, pero no me ocuparé de describirlo más, porque me parece inútil. Ambos combaten hasta que el Orgulloso de la Landa se rinde y pide merced. Y él, que nunca olvida al prohombre que le rogó que jamás matara a ningún caballero que le pida merced, le dijo:

-Caballero, por mi fe, no obtendrás mi merced hasta que tu amiga la obtenga de ti, porque nunca mereció el daño que tú le has causado, te lo puedo jurar.

Y aquel, que la amaba más que a sus ojos, dijo: -Buen señor, quiero reparar lo que vos dispongáis. No sabréis ordenarme nada que no

esté dispuesto a cumplir. Muy negro, muy triste tengo el corazón por el mal que la he obligado a padecer.

-Entonces encamínate hacia la casa más próxima que tengas en los alrededores -dice él- y hazla bañar a su gusto hasta que esté curada y sana. Luego prepárate, y llévala bien adornada y bien vestida ante el rey Artús, salúdale de mi parte y ponte a su merced, con las mismas armas que llevas ahora. Si te pregunta de parte de quién vienes, dile que de aquel que él hizo caballero bermejo con el visto bueno y el consejo de mi señor Keu, el senescal. Deberás relatar ante la corte el mal y la penitencia que le has hecho padecer a tu doncella, de modo que lo oigan todos los presentes, y la reina y las doncellas, entre las cuales hay muy hermosas. Y sobre todo aprecio a una, a la que, porque me había sonreído, Keu dio tal bofetada que la aturdió por completo. Buscarás a ésta, te lo ordeno, y le dirás que yo le envío decir que por nada del mundo entraré en la corte del rey Artús hasta que la haya vengado tan bien que recupere su alegría y su contento.

El otro responde que irá con mucho gusto y que dirá todo lo que le ha encomendado, y que lo hará sin más demora que la que sea necesaria para que su dama descanse y se atavíe como convienes y que de muy buena voluntad le llevaría a él mismo para que descansara y curara sus llagas y sus heridas.

-Vete ahora, y que lleves buena ventura. Y piensa en otras cosas, que yo ya buscaré albergue en otro lado -dice Perceval.

Aquí termina la conversación y sin esperar el uno y el otro se despiden, sin más

4 El pasaje entre paréntesis es seguramente apócrifo, pero es propio de ms. T., es decir, el que seguimos. Ningún otro manuscrito menciona la rotura de la espada, que, sin embargo, es importante en lo concerniente a la busca del grial; en una de las continuaciones veríamos cómo mi señor Gauvain, al ser incapaz de soldar la espada rota, es juzgado como indigno de acceder al grial. (N. del T.

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condiciones. Y aquél hizo bañar y vestir ricamente a su amiga esa misma noche; y es tanto el solaz que le procura, que recuperó toda su belleza. Después siguieron su camino hasta Carlion, donde el rey Artús reunía cortes. Pero eran muy íntimas, ya que sólo había tres mil caballeros de los preciados. Y aquel que venía con su dama se entregó prisionero al rey Artús ante todo el mundo, y cuando estuvo frente a él dijo:

-Buen señor rey, prisionero soy, para obedeceros en cuanto queráis. Y es justo y razonable, porque así me lo ordenó el muchacho que os pidió y obtuvo las armas bermejas.

El rey entiende muy bien lo que quiere decir, nada más oírle. -Desarmaos, buen señor -dice-. Que tenga alegría y buena ventura el que me ha hecho

el presente de vos, y vos sed bienvenido. Por él seréis encarecido y honrado en mi casa. -Señor, aún tengo algo que deciros, antes de ser desarmado. Pero se trata de algo para lo

que se requiere que la reina y las doncellas vengan a oír las noticias que hasta aquí os he traído, porque jamás serán relatadas hasta que comparezca aquella que fue golpeada en la mejilla por sólo una sonrisa; nunca hizo otro mal.

Así concluye sus palabras, y al oír el rey que es preciso que la reina sea llamada la envió a llamar y ella acudió con sus doncellas, todas en fila. Y cuando la reina se hubo sentado junto a su señor el rey Artús, el Orgulloso de la Landa dijo:

-Señora, me manda saludaros un caballero que me venció en combate y a quien estimo mucho. Nada más puedo deciros de él, salvo que os envía mi amiga, esta doncella aquí presente.

Y él le cuenta toda la vileza y la deshonra a la que largamente la había sometido, las penas que había sufrido y la razón porque lo hizo. Todo le refirió, sin ocultar nada. Después le mostraron a aquella que Keu había pegado, y él le dijo:

-Doncella, el que me envió aquí me rogó que os saludase de su parte y que no descalzara mis pies hasta que os hubiera dicho que, con la ayuda de Dios, no entrará, pase lo que pase, en ninguna corte que el rey Artús convoque hasta que no os haya vengado de la bofetada, del sopapo que por su causa os dieron.

El bufón, cuando lo oyó, se puso en pie de un salto y exclamó: -Keu, Keu, así Dios me bendiga, que lo pagaréis, en verdad, y muy pronto. Y después del bufón el rey añadió: -¡Ah, Keu, muy cortés te mostraste con el muchacho, cuando le hiciste mofa! Con tus

burlas me lo has quitado, hasta el punto de que he perdido las esperanzas de volver a verlo. Entonces el rey hizo sentarse ante él a su caballero cautivo, y perdonándole la prisión le

ordenó que se desarmara. Y mi señor Gauvain, que estaba sentado a la derecha del rey, preguntó:

-Por Dios, señor, ¿quién puede ser ese que sólo con sus armas ha vencido a caballero tan bueno como éste? Porque en todas las ínsulas del mar no he oído nombrar a caballero, ni lo he visto ni conocido, que se pueda medir con éste en armas ni en caballería.

-Gentil sobrino, yo no lo conozco -dijo el rey-, aunque lo he visto; pero cuando le vi no me pareció que debiera preguntarle nada. El me dijo que le armara caballero lo antes posible, y yo, viéndole apuesto y agradable, le dije: «Hermano, lo haré muy gustoso, pero apéate del caballo, que mientras os traerán unas armas doradas.» Y él contestó que nunca las aceptaría y que jamás descendería del caballo hasta que obtuviera unas armas bermejas. Y dijo otras co-sas admirables, que no quería otras armas que las del caballero que se había llevado mi copa de oro. Y Keu, que era irritante, y lo es todavía y lo será siempre, le dijo: «Hermano, el rey te da las armas,

te las entrega, de modo que ahora mismo ve a por ellas.» El, que no supo entender la burla, pensó que era verdad lo que le decían; fue hasta el caballero y le mató lanzándole un venablo. No sé cómo empezó la discusión ni la pelea, pero el Caballero Bermejo del Bosque de Quinqueroi le hirió con su lanza orgullosamente, no sé por qué. Y el muchacho le alcanzó en el ojo con su venablo, le mató y obtuvo las armas. Después me ha servido tan bien, que por

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mi señor san David, al que se adora y se reza en Gales, no dormiré dos noches seguidas en la misma cámara o sala hasta que tenga alguna noticia de si vive en mar o en tierra, y partiré en su busca.

Una vez que el rey hizo ese juramento, todos tuvieron la seguridad de que había que partir.

La sangre de la oca blanca (vs. 4144-4602)

Hubierais visto entonces embalar sábanas, cubiertas y almohadas, llenar cofres, cargar mulos y cargar carretas y carros, pues no faltaban tiendas grandes y pequeñas, y pabellones. Un clérigo sabio y muy letrado no podría escribir en un día todo el equipaje y los aparejos que al instante se prepararon, pues el rey abandona Carlion como si fuera a la hueste, y le siguen todos los barones, y no queda doncella que la reina no lleve consigo para su mayor esplendor y señorío. Por la noche acampan en una pradera próxima a un bosque. Amaneció todo nevado, y toda la comarca estaba muy fría. Perceval se levantó al clarear, como era su costumbre, deseando buscar y encontrar caballería y aventura; y se dirigió todo derecho hacia la helada y nevada pradera donde había acampado la hueste del rey. Pero, antes de que llegara a las tiendas, pasó volando una bandada de ocas deslumbradas por la nieve. Las vio y oyó, porque iban chillando a causa de un halcón que venía acosándolas de cerca y a gran velocidad, hasta que tuvo aislada a una que se había salido de la bandada, y la acometió e hirió de tal modo que la abatió a tierra; pero era tan temprano que se fue, sin querer juntarse ni enzarzarse con ella. Y Perceval picó su caballo hacia donde había visto el vuelo. La oca estaba herida en el cuello, del que manaron tres gotas de sangre que se esparcieron sobre lo blanco, dando la impresión de un color natural. La oca no sufría tanto daño ni dolor que la retuviera en el suelo, y mientras él llegaba, ella ya se había echado a volar. Cuando Perceval vio la nieve hollada, donde había yacido la oca, y la sangre que apareció alrededor, se apoyó en su lanza para mirar aquel parecido: y es que la sangre y la nieve juntas le recuerdan el fresco color del rostro de su amiga, y piensa tanto que se olvida, porque en su faz el bermejo estaba colocado sobre el blanco del mismo modo que las tres gotas de sangre que resaltaban sobre la blanca nieve. Y su contemplación le resultaba tan gozosa porque le parecía estar viendo el joven color del rostro de su hermosa amiga. Perceval se abstrae en las gotas durante todo el amane-cer, hasta que de las tiendas salieron escuderos que al verlo tan absorto pensaron que dormitaba. Antes de que el rey despertara, pues dormía aún en su pabellón, los escuderos encontraron ante la tienda real a Sagremor, que por su desafuero era llamado el Desaforado, y que les dijo:

-Decidme presto, no me lo ocultéis, ¿por qué venís aquí tan temprano? -Señor -respondieron ellos-, fuera del campamento hemos visto a un caballero que

dormita sobre su corcel. -¿Está armado? -Sí, a fe que lo está. -Iré a hablarle y lo traeré a la corte -les dice. Y al instante Sagremor corre a la tienda' del rey y lo despierta: -Señor -le dice-, allí afuera, en aquella landa, hay un caballero que dormita. Y el rey le ordena que vaya, diciéndole o rogándole que lo traiga sin demora.

Inmediatamente Sagremor ordenó que le sacaran sus armas y pidió su caballo, todo lo cual fue obedecido en cuanto lo dijo, y se hizo armar bien y pronto. Completamente armado salió de la hueste y cabalgó hasta llegar al caballero, a quien dijo:

-Señor, os conviene presentaros ante el rey. Y el otro no se mueve y parece no haberle oído. Este vuelve a repetírselo, y el otro se

calla, y él se irrita y dice:

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-¡Por san Pedro Apóstol, vendréis por mucho que os pese! Y mucho me enoja habéroslo rogado, porque he malgastado palabras.

Entonces despliega su enseña, que llevaba enrolada en la lanza, y echándose un poco hacia atrás lanza el caballo hacia él gritándole que se ponga en guardia, pues si no lo hace le atacará. Y Perceval mira hacia él y le ve venir a rienda suelta; abandona entonces su ensimismamiento y le sale al encuentro aguijando. Nada más chocar, Sagremor rompe su lanza, pero la de Perceval no se quiebra ni se dobla, sino que le empuja con tal fuerza que le derriba en medio del campo. Y el caballo sin esperar mas se va huyendo con la cabeza erguida hacia las cuadras. Los que estaban levantándose en sus tiendas lo ven, y a muchos les desagradó. Y Keu, que nunca podía dejar de decir sus invectivas, se burla y le dice al rey:

-Buen señor, ved cómo vuelve Sagremor: conduce al caballero por el freno y lo trae a pesar suyo. -Keu -dice el rey-, no es correcto que os burléis de este modo de los prohombres. Ahora id vos, y veremos si lo hacéis mejor que él.

-En verdad -dice Keu- me alegra mucho el que os plazca que yo vaya, y sin duda he de traerlo, por la fuerza, quiera él o no, y le haré decir su nombre.

Se hace armar cuidadosamente, y una vez armado monta y se dirige hacia aquel que veía tanto en las tres gotas que contempla, que no se ocupaba de ninguna otra cosa. Desde muy lejos le grita:

-Vasallo, vasallo, venid al rey. Vendréis en seguida, a fe mía, o lo pagaréis muy caro.

Perceval vuelve la cabeza de su caballo al oírse amenazar, y con las espuelas de acero pica hacia él, que no se aproximaba lentamente. Los dos quieren hacerlo bien, y se acometen sin fingimientos. Keu golpea tan rudamente que rompe y despedaza su lanza como si fuera una corteza, porque ha empleado toda su fuerza. Perceval no espera, y le alcanza por encima de la bocla del escudo. derribándole de tal suerte contra una roca que le disloca la clavícula y le rompe el brazo entre el codo y el hombro como a una astilla seca, tal como el bufón había pronosticado, pues muchas veces lo había dicho: verdad fue el pronóstico del bufón. Keu se desmaya por el dolor, y el caballo en su huida se dirige hacia las tiendas al trote largo. Los bretones ven al caballo volver sin el senescal, montan los pajes y acuden damas y caballeros, y al encontrar al senescal desvanecido, se imaginan que está muerto. Entonces todos y todas comenzaron a hacer gran duelo por él. Y Perceval se apoya de nuevo en su lanza, sobre las tres gotas. Pero el rey siente gran pesar por el senescal, que está herido. Está tan dolorido y enojado que le dicen que no se preocupe, que sanará, y siempre que haya un médico que sepa cómo colocarle la clavícula en su sitio y hacer soldar bien el hueso roto. Y el rey, que sentía gran ternura por él y que mucho le amaba en su interior, le envía un médico muy sabio y dos doncellas de su escuela que le encajaron la clavícula, le soldaron el hueso roto y le vendaron el brazo. Después le llevaron a la tienda del rey, le reconfortan un tanto diciéndole que sanará completamente, y que no debe desanimarse por nada. Y mi señor Gauvain le dice:

-Señor, señor, Dios me guarde, no es razonable, como vos mismo muchas veces lo habéis dicho y juzgado rectamente, que un caballero perturbe a otro en su ensimismamiento, sea el que sea, como lo han hecho estos dos. Si han obrado mal, eso no lo sé yo, pero lo cierto es que han salido malparados. El caballero estaría pensativo por alguna pérdida que ha sufrido, o porque le han robado su amiga, por lo cual está triste y apesadumbrado. Pero si así os place, yo iré a ver su continente, y si lo encuentro en tal estado que ya haya abandonado sus cavilaciones, le diré y le rogaré que venga hasta aquí ante vos.

Al oír esto Keu se irritó y dijo: -Ah, mi señor Gauvain! Traeréis al caballero cogido por el freno, aunque le pese. Y

bien hecho estará, si os lo permite y os otorga batalla: así habéis capturado a muchos. Cuando el caballero está agotado de tanto pelear, entonces es cuando el prohombre debe pedirle el don e ir a combatirle. Gauvain, cien maldiciones recaigan sobre mi cuello si vos no sois tan necio

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que no se os pueda dar una lección. Sabéis vender muy bien vuestras palabras, hermosas y elegantes. ¿Acaso proferiréis alguna vez un ultraje, alguna maldad o palabra altiva? Maldito sea quien se lo figuró y se lo figura, aunque sea yo mismo. En verdad que en brial de seda podréis solucionar el asunto. No tendréis que desenvainar la espada ni romper la lanza. Y os podréis enorgullecer de que la lengua no os falte para decir: «Señor, Dios os salve y os dé buena salud y contento», y hará vuestra voluntad. No os lo digo para instruiros, porque bien sabréis amansarle como se hace con los gatos, y la gente dirá: «Ahora mi señor Gauvain está combatiendo rudamente.»

-Ah, señor Keu! Podríais habérmelo dicho más amablemente -contesta él-. ¿Acaso queríais desquitaros de vuestra ira y vuestro mal humor conmigo? A fe mía, lo traeré, siempre que sea posible, buen dulce amigo. Y no volveré con el brazo torcido y la clavícula dislocada, porque no me gusta nada tal salario.

-Id en seguida, sobrino -dijo el rey-, que habéis hablado muy cortésmente. Si es posible, traedlo, pero llevad todas vuestras armas, porque desarmado no habéis de ir.

Aquel que por todas las bondades tenía la fama y el mérito se hace armar al momento y monta en un caballo robusto y ágil. Se acerca derecho al caballero que se mantenía apoyado sobre su lanza y que aún no se había cansado de sus cavilaciones, que mucho le placían. Y como el sol ya había hecho desaparecer dos de las gotas que estaban sobre la nieve y la ter-cera iba borrándose, ya no estaba el caballero tan abstraído como antes. Y mi señor Gauvain se acerca a él suavemente, cabalgando al paso, y sin poner semblante agresivo le dice:

Señor, os hubiera saludado si conociera vuestro corazón tan bien como conozco el mío. Pero bien puedo deciros que soy mensajero del rey, que por mí os manda y os ruega que vengáis a hablarle.

Ya han estado dos aquí -dice Perceval- que me robaban mi ser y querían llevarme como prisionero. Y yo estaba tan ensimismado en un pensamiento que me daba tanto gozo que los que querían apartarme de él en verdad que no buscaban para nada su provecho. Y es que aquí mismo, en este lugar, había tres gotas de sangre fresca que iluminaban lo blanco: y al mirarlas me daba la impresión de estar viendo el fresco color de mi amiga la hermosa, y nunca quisiera apartarme de ello.

-Ciertamente éste no era un pensar vil, sino muy dulce y cortés; y necio y perverso tenía que ser quien distrajera de ello a vuestro corazón. Pero ahora querría y desearía mucho saber lo que vos habéis determinado hacer, porque, si no os molesta, os conduciría muy gustoso ante el rey.

-Decidme antes, buen y caro amigo, si está ahí Keu, el senescal -dice Perceval. -Sí, ciertamente está. Y sabed que era él el que os combatió hace un instante, pero le

salió tan cara la justa que, por si no lo sabéis, le estropeasteis el brazo derecho y le dislocasteis la clavícula.

-Entonces bien he vengado a la doncella que él pegó, me parece. Cuando mi señor Gauvain lo oyó se maravilló, y estremeciéndose le dijo: -Señor, así Dios me salve, .el rey no iba buscando sino a vos. Señor, ¿cómo os llamáis? -Perceval, señor, ¿y vos? -Señor, sabed en verdad que Gauvain es mi nombre de bautismo. -¿Gauvain? -Ciertamente, gentil señor. Perceval se alegró mucho y dijo: -Señor, mucho he oído hablar de vos en diferentes lugares, y siempre deseé nuestra

amistad, si así os place y conviene. -En verdad que no me place menos que a vos, sino más todavía, me parece -dijo mi

señor Gauvain. Y Perceval respondió: -A fe mía que he de ir muy gustoso adonde vos queráis, pues es lo justo, y mucho más

agraciado me vuelvo ahora que antes de ser vuestro amigo.

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Entonces se abrazan el uno al otro y comienzan a desatarse los yelmos, las cofias y las viseras, se desembarazan de las mallas y se van alegremente. Los pajes, que les vieron confraternizar desde un otero donde estaban apostados se echan a correr entonces y van ante el rey:

-Señor, señor -dicen-, mi señor Gauvain trae al caballero, y uno y otro muestran gran alegría.

No hay nadie que haya oído la noticia que no salga de su tienda y vaya a su encuentro. Y Keu le dice al rey, su señor:

-Ya ha alcanzado el galardón y la honra vuestro sobrino. Muy recia y peligrosa fue la batalla, si yo no miento, pues vuelve tan alegre como se fue. No ha recibido ningún golpe del otro ni al otro ha asestado golpe ninguno, ni le ha desmentido las palabras. Justo es que reciba alabanzas y premio, y que se diga de él que ha hecho lo que nosotros no pudimos llevar a cabo, aunque pusimos en ello todo nuestro poder y nuestro esfuerzo.

Así habla Keu. Dice lo que quiere, sea justo o no, como acostumbra. Y mi señor Gauvain no quiere traer armado a la corte a su compañero, sino desarmado. En su tienda le hace desarmar, y uno de sus chambelanes le trae un vestido sacado de uno de los cofres, que le ofrece y presenta para que se lo ponga. Cuando estuvo ataviado con toda elegancia, puestos la cota y el manto, que muy bien le sentaba, se encaminan los dos cogidos de la mano hasta la tienda:

-Señor -dice mi señor Gauvain al rey-, os traigo a aquel que según creo conocisteis con mucho agrado hace exactamente quince días. Es aquel de quien tanto hablabais, y al que ibais buscando. Yo os lo traigo, vedlo aquí.

-Muchas gracias a vos, gentil sobrino -dice el rey, que al momento se puso en pie para recibirle, y añadió-: sed bienvenido, buen señor. Os ruego que me digáis ahora cómo he de llamaros.

-A fe mía que no he de ocultároslo, buen señor rey -dice Perceval-. Me llamo Perceval el Galés.

-¡Ah, Perceval! Gentil y dulce amigo, desde el momento en que habéis entrado en mi corte, jamás partiréis con mi licencia. Gran tristeza tuve por vos, cuando os vi la primera vez, porque no sabía lo que Dios os tenía reservado. Pero bien lo adivinaron la doncella y el bufón a los que maltrató Keu el senescal, y toda la corte lo supo. Y vos habéis cumplido sus pronósticos de parte a parte. Ahora ya no queda ninguna duda de que oí nuevas verdaderas acerca de vuestra caballería

Mientras decía esto llegó la reina, que había oído las nuevas del recién llegado. En cuanto Perceval la vio y le dijeron que era ella, y detrás a la doncella que le sonrió cuando él la miró, de inmediato se dirigió hacia ellas y dijo:

-Dios colme de alegría y honores a la más hermosa, a la mejor entre todas las damas que existen, lo que atestiguan todos los que aquí la ven y todos los que la han visto.

Y la reina le contestó: -Y vos seáis bien hallado, como caballero esforzado en altas y hermosas proezas. Luego Perceval saluda a la doncella que le sonrió, la abraza y le dice: -Hermosa, si lo necesitarais, yo sería el caballero que jamás os negara su ayuda. La hermosa le dio las gracias. La doncella monstruosa y el reto de Gulgambresil (vs. 4603-4815)

Grande fue la fiesta que el rey, la reina y los barones hicieron a Perceval el Galés, con el cual retornaron a Carlion aquel mismo día. Y grandes fiestas hicieron aquella noche, así como al día siguiente, y hasta el tercero, cuando vieron llegar a una doncella montada en una mula leonada, que llevaba un látigo en su mano derecha. El peinado de la doncella eran dos

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trenzas retorcidas y negras, y si son ciertas las palabras con las que el libro la describe, jamás hubo nada tan absolutamente feo ni en el mismo infierno. Nunca habéis visto hierro tan oscuro como ennegrecidos estaban su cuello y sus manos, y esto aún era lo de menos al lado de sus otras fealdades, pues sus ojos eran dos agujeros pequeños como ojos de rata. Su nariz era de mono o de gato, sus labios de asno o de buey, y sus dientes parecían más bien de huevo, tan rojizo era su color, y tenía barbas como un buco. En medio del pecho tenía una jiba y por detrás la espina dorsal parecía un bastón ganchudo. Tenía unas caderas y unos hombros demasiado adecuados para bailar. La joroba de detrás y las piernas deformescomo varas torcidas eran todo lo que se precisa para abrir el baile. Se precipitó la doncella a lomos de su mula ante los caballeros: nunca había sido vista en corte real doncella semejante. Saluda sin distinciones al rey y a los barones a la vez, excepto a Perceval, a quien dice desde su mula leonada:

-¡Ah, Perceval! Fortuna está calva por detrás, y por delante tiene cabellera. Maldito sea quien te salude y quien desee o pida ningún bien para ti, pues no acogiste a Fortuna cuando la encontraste. Entraste en la casa del Rey Pescador, viste la lanza que sangra, y tanto trabajo te costaba abrir la boca y hablar que no pudiste preguntar qué era esa gota de sangre que mana por la punta del hierro blanco. Y sobre el grial que viste nada preguntaste ni indagaste a qué prohombre se servía con él. Muy desgraciado es quien ve una ocasión tan propicia que más no puede serlo, y sigue esperando a que se presente una mejor. Ese eres tú, el desdichado, pues encontraste el tiempo y lugar convenientes para hablar, y te callaste; tuviste una gran oportunidad. En mala hora te callaste, porque si lo hubieras preguntado, el rico rey, que ahora languidece, hubiera sanado al instante de su herida y habría mantenido su tierra en paz, lo que ya no podrá hacer nunca. ¿Y sabes tú lo que ocurrirá porque el rey no mantenga sus tierras y sea curado de sus llagas? Las damas perderán a sus maridos, las tierras serán arrasadas y las doncellas desamparadas quedarán huérfanas, y muchos caballeros morirán; todas estas desgracias vendrán por tu culpa. Y luego la doncella se dirigió al rey:

-Rey, me voy, no os enojéis, porque esta noche debo dormir lejos de aquí. No sé si habréis oído hablar del Castillo Orgulloso, pero allí debo ir esta noche. En el castillo hay quinientos sesenta y seis caballeros de mérito, y sabed que no hay uno que no tenga a su amiga con él, todas mujeres corteses, gentiles y hermosas. Y os anuncio que no hay nadie que allí vaya que no encuentre justa o combate. Quien desee hacer caballería, si allí va a requerirla, no ha de faltarle. Pero para el que quiera alcanzar el mayor premio del mundo, yo creo conocer el lugar y el sitio de la tierra donde mejor podrá conquistarlo, si hay alguno que ose hacerlo. En el cerro que hay cerca de Montesclaire hay una doncella sitiada. Muy grande honor alcanzará el que logre levantar el sitio y liberar a la doncella, y merecería todas las alabanzas, y si Dios le da tan buena ventura podría ceñirse con todo derecho la Espada del Extraño Tahalí.

La doncella calló entonces, pues había dicho todo lo que había querido, y partió de allí sin añadir nada más. Mi señor Gauvain dio un salto y dijo que pondría todo su poder en socorrerla, y que iría. Y Gifflés, el hijo de Do, dijo por su parte que él iría, con la ayuda de Dios, al Castillo Orgulloso.

-Y yo subiré al Monte Doloroso -dijo Kahedíny no cejaré hasta llegar allí. Y Perceval habló de otra manera: dijo que no descansaría dos noches seguidas en el

mismo hostal durante toda su vida, que no recibirá noticias de un paso peligroso sin ir a pasarle, ni de caballero que sea más valioso que otro o que otros dos sin ir a combatirle, hasta que sepa a quién se sirve con el grial y hasta que haya encontrado la lanza que sangra y le sea dicha con toda verdad por qué sangra; y que no abandonará ante ninguna dificultad. Y se levantaron hasta cincuenta, comprometiéndose y jurándose los unos a los otros que no tendrán noticia de maravilla o aventura sin ir en su busca, aunque sea en una tierra dañina. Y mientras en la sala se preparaban y armaban, entra por el medio de la puerta Guigambresil, llevando un escudo de oro, y en el escudo había una banda de azur que ocupaba exactamente un tercio de éste. Guigambresil reconoció al rey y le saludó como debía, pero no saludó a Gauvain, sino

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que le trató de traidor, y dijo: -Gauvain, tú mataste a mi señor, y lo hiciste sin haberle desafiado. Vergüenza, reproche

y vituperio recibas. Yo te acuso de traición. Y que sepan bien todos estos barones que no he mentido en nada.

Al oír esto mi señor Gauvain se puso en pie muy corrido, y Angrevain el Orgulloso, su hermano, se levantó, lo retuvo y dijo:

-Por Dios, gentil señor, no deshonréis vuestro linaje. De este vituperio, de esta vergüenza que este caballero ha arrojado sobre vos, yo os defenderé, os lo prometo.

Y él respondió: -Hermano, ningún hombre me defenderá sino yo mismo. Y debo defenderme yo porque

no acusa a nadie más que a mí. Pero si yo hubiera hecho algún daño a algún caballero y lo supiera, con toda mi buena voluntad pediría paz y propondría tal reparación que todos sus amigos y los míos lo consideraran justo. Pero él ha proferido un ultraje, del cual yo me de-fiendo, y ofrezco mi prenda aquí o donde mejor le parezca.

Y el otro le dice que le probará su fea y vil traición al cabo de la cuarentena ante el rey de Escavalón, que, según su juicio y opinión, es más hermoso que Absalón.

-Y yo te juro que te seguiré inmediatamente, y ya veremos quién tendrá la razón -dice Gauvain.

Al momento Guigambresil se vuelve y mi señor Gauvain se prepara para ir a su zaga sin tardanza. El que posee un buen caballo y una buena lanza, o un buen yelmo y una buena espada, se lo ofrece, pero a él no la place llevar nada ajeno. Siete escuderos se lleva con él y siete caballos y dos escudos. Y antes de que saliera de la corte, se hizo un gran duelo por él. Hubo muchos pechos golpeados, muchos cabellos arrancados y muchos rostros arañados. Y no hubo dama tan juiciosa que no manifestara gran duelo por él, y así muchos y muchas lo lloran, y mi señor Gauvain se va. De las aventuras que encontró oiréis hablar muy largamente.

La Doncella de las Mangas Pequeñas (vs. 4816-5655)

Lo primero que vio fue un grupo de caballeros pasando por la landa, y le preguntó a un escudero que venía detrás y que llevaba de la brida a un caballo español y un escudo al cuello:

-Escudero, dime quiénes son estos que por aquí pasan. Y éste respondió: -Señor, es Melián de Lis, un caballero noble y valiente. -¿Tú eres suyo? -Señor, no lo soy. Mi señor se llama Droé de Avés, y no vale menos que él. -A fe mía -dijo mi señor Gauvain-, conozco bien a Droé de Aves. ¿Adónde va? No me

ocultes nada. -Señor, va a un torneo que Melián de Lis ha concertado contra Tybaut de Tintagel, y yo desearía que vos fuerais al castillo para luchar contra los de fuera.

-¡Dios! -exclamó entonces mi señor Gauvain¿Pero no fue criado Melián de Lis en la casa de Tybaut?

-Sí, señor, así Dios me salve. Su padre amó mucho a Tybaut, como amigo suyo, y puso tanta confianza en él, que en su lecho de muerte le encomendó a su hijo, que era un niño. Y él lo crió y lo cuidó con todo el cariño que pudo, hasta que supo rogar y requerir el amor de una hija suya; y ella dijo que jamás le entregaría su amor mientras fuera escudero. El, que tenía grandes ambiciones, se hizo armar caballero en seguida e insistió en su demanda. «Ello no puede ser de ningún modo, a fe mía -dijo la doncella-, hasta que hayáis hecho tantas armas y justado tanto delante de mí que mi amor os haya salido caro; pues las cosas que se obtienen sin esfuerzo no son tan dulces y sabrosas como las que se compran. Concertad un torneo contra mi padre, si deseáis obtener mi amor, porque quiero estar cornpletamente segura de haber acertado eligiéndoos a vos.» Y tal como ella dijo, ha concertado el torneo, porque Amor

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tiene tan poderoso señorío sobre aquellos que están en su poder que no osarían negarle nada que se dignase ordenarles. Y vos seríais muy dejado si no os metéis dentro del castillo, porque si queréis ayudarlos, tendrán gran necesidad de vos. Y él dijo:

-Hermano, vete, sigue a tu señor, es lo más razonable, y deja estar esto que dices.

Ya se ha marchado el escudero, y mi señor Gauvain camina, sin dejar de ir hacia Tintagel, porque no podía pasar por otro lado. Tybaut había hecho reunir a todos sus parientes y primos, y ha llamado a todos sus vecinos, y todos, altos y bajos, jóvenes y canosos han acudido. Pero Tybaut no ha obtenido licencia en su consejo privado para justar contra su señor, ya que todos albergaban el temor de que los quisiera destruir completamente, e hizo amurallar todo el castillo y arreglar todas las entradas. Pronto las puertas estuvieron amuralladas por piedra dura y mortero, y ya no hubo otro portero; sólo dejaron sin amurallar una pequeña poterna cuya puerta no era de vidrio, sino de cobre, con una barra de hierro. Había en la puerta tanto hierro como el que cabe en una carreta: estaba hecha para durar siempre. Mi señor Gauvain se dirigía hacia aquella puerta con todos sus arneses, porque por allí debía pasar o dar vuelta, ya que no había otra vía ni carretera hasta siete leguas largas más allá. Al encontrar cerrada la poterna se metió en un prado que había al pie de la torre, y que estaba vallado con estacas, y desmontó bajo un roble del que colgó sus escudos. Lo vieron las gentes del castillo, muchos de los cuales tenían un gran disgusto porque se había aplazado el torneo. Pero había en el castillo un anciano vavasor muy sabio y temido, poderoso en tierras y en linaje, que era creído en cuanto decía, fuera cual fuera luego el resultado. Cuando le fueron mostrados los que venían a lo lejos, antes de que se metieran en el prado, se fue a hablar con Tybaut, y le dijo:

Señor, así Dios me salve, que he visto venir hacia aquí a dos caballeros que a mi entender son compañeros del rey Artús. Dos prohombres tienen un lugar preeminente, y hasta uno solo vence a veces en un torneo. Yo aconsejaría que acudamos al torneo con toda decisión, pues tenéis buenos caballeros, buenos soldados y buenos arqueros que matarán a sus caballos. Y bien sé que vendrán a tornear cerca de esta puerta. Si su orgullo les trae hasta aquí, nosotros obtendremos la victoria y para ellos quedará la derrota y el quebranto. Siguiendo este consejo, Tybaut permitió a todos que se armasen y que salieran bien armados los que quisieran. Ahora están contentos los caballeros, y los escuderos corren a por las armas y los caballos, que ensillan. Y las damas y las doncellas van a sentarse en los lugares más elevados para ver el torneo; y ven, debajo de ellas, en el llano, los arneses de mi señor Gauvain, por lo que se figuraron al principio que había dos caballeros, ya que veían dos escudos colgando del roble. Dicen que han subido arriba para verlo todo, y se consideran nacidas en buena hora porque van a ver armarse delante de ellas a dos caballeros. Eso pensaban algunas, pero había otras que decían:

-¡Dios, buen señor! Este caballero tiene tanto arnés y tantos corceles como bastarían para dos, pero, puesto que no lleva ningún compañero, ¿qué hará con los dos escudos? Nunca hasta ahora había sido visto un caballero que llevara dos escudos al mismo tiempo.

Y les parece increíble que si ese caballero va solo lleve dos escudos. Mientras ellas hablaban de esta guisa y los caballeros iban saliendo, la hija mayor de Tybaut, que había provocado el torneo, se subió a la torre más alta. Junto a ella estaba la pequeña, que vestía sus brazos con tanta gracia que la llamaban la Doncella de las Mangas Pequeñas, porquelas llevaba muy ceñidas a los brazos. Y con las dos hijas de Tybaut han subido arriba todas las damas y doncellas. Ya se reúnen los justadores ante el castillo, pero ninguno hay tan apuesto como Melián de Lis, según dice su amiga a las damas que la rodean:

-Señoras, nunca vi caballero que tanto me gustase como Melián de Lis, no tengo por qué mentiros. ¿No es un solaz y un deleite ver a tan hermoso caballero? Quien sabe conducirse tan bien, bien ha de montar a caballo y llevar lanza y escudo.

Y su hermana, que estaba sentada junto a ella, le dice que hay uno más hermoso, lo que la irritó enormemente, hasta el punto de levantarse para pegarla, pero las damas la echaron

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para atrás, la retuvieron e impidieron que la alcanzara, lo que le pesó mucho. Comienza ya el torneo, en el que se rompieron muchas lanzas y fueron asestados muchos golpes de espada y fueron abatidos muchos caballeros. Sabed que muy caro le sale al que justa contra Melián de Lis, pues ante su lanza no hay ninguno que aguante sin terminar cayendo en el duro suelo. Y si le falla la lanza, emplea grandes mandobles, y lo hace mejor que ninguno de todos los que están de uno y otro lado. Tanto gozo tiene su amiga, que no puede callarse, y dice:

-¡Señoras, ved qué maravillas! Nunca visteis semejantes ni oísteis hablar de tales. Ved aquí al mejor mozo que nunca vieron vuestros ojos, pues es más hermoso y lo hace mejor que todos los que participan en el torneo.

Y la pequeña replica: -Yo veo a otro que tal vez sea más hermoso y mejor. Y entonces ella se le acerca y le dice como encendida y fogosa: -¿Vos, chiquilla, fuisteis tan osada que por vuestra mala ventura os atrevisteis a

censurar a criatura que yo haya alabado? Tened esta bofetada, y así os guardaréis otra vez. La golpea tan rudamente que le dejó la marca de los dedos en el rostro. Y las damas que

están cerca la reprenden mucho y se la quitan, y al poco rato vuelven a hablar entre ellas de mi señor Gauvain.

-¡Dios! -dice una de las damiselas-. Aquel caballero que está bajo la encina, ¿a qué espera para armarse?

Y otra más impertinente dice: -Ese ha jurado la paz. Y otra añade: -Es un mercader. No me digáis que sabe nada de torneos. Lleva todos esos caballos para

venderlos. -No, es banquero -dice la cuarta- y no quiere más que distribuir los haberes que lleva

consigo entre los pobres mozos que hay por aquí. No creáis que os engaño: son monedas y vajillas lo que hay en esos embalajes.

-En verdad que tenéis muy mala lengua -dice la pequeña- y os engañáis. ¿Pensáis que un mercader lleva una lanza tan grande como la que él lleva? Ciertamente me habéis matado hoy con las diabluras que habéis dicho. Por la fe que debo al Santo Espíritu, mucho más parece un torneador que un mercader o un cambista. Es un caballero, a mi juicio.

Y todas las damas dicen a la vez: -Por eso mismo, hermosa amiga: porque lo parece no lo es. Pero hace como si lo fuera

porque así espera evitar los impuestos y los peajes. Necio es, y se tiene por discreto, pues de ésta será atrapado como ladrón, cogido y sorprendido en un robo vil y necio, y le echarán la soga al cuello.

Mi señor Gauvain oye claramente esos escarnios y se imagina que las damas hablan de él, lo que le causa gran vergüenza y enojo. Pero piensa, y lleva razón, que se le ha acusado de traición y que debe ir a defenderse, y que si no se presentara al combate como ha convenido, se deshonraría a sí mismo primero y después a todo su linaje. Y porque teme ser herido o hecho prisionero no ha participado en el torneo, aunque siente grandes deseos, ya que ve cómo la justa va cada vez a más y mejora. Y Melián de Lis pide gruesas lanzas para acometer mejor. Durante todo el día hasta el atardecer hubo torneo ante la puerta. Quien algo gana se lo lleva allí donde piensa que mejor queda a salvo. Las damas ven a un escudero grande y calvo que tenía un pedazo de lanza y que llevaba una cabezada al cuello. Al punto una de las damas le llama necio y tonto; y le dice:

-Dios me valga, señor escudero, que sois un loco desatado, pues vios recogiendo por el campo de batalla esos hierros de lanza y esas cabezadas, astillas y gruperas. Así os hacéis escudero. Quien así se rebaja, en poca estima se tiene a sí mismo. Yo estoy viendo ahí, muy

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cerca de vos, en este prado que está bajo nosotros, una riqueza sin guardia ni defensa. Necio es quien no piensa en su propio provecho. Y ved al más bondadoso caballero que jamás nació, pues aunque le pelaran los bigotes, no se movería. Luego no busques vil ganancia, sino apodérate, y obrarás cuerdamente, de todos los caballos y demás riqueza, pues nadie te lo impedirá.

Entonces él entra en el prado y dando a uno de los caballos con una astilla, dijo: -Vasallo, ¿es que no estáis sano y bueno, que os habéis pasado todo el día apostado sin

decir nada, sin agujerear escudo ni quebrar lanza? Dime -contesta él-, ¿a ti qué te importa? Tal vez aún alcances a saber el motivo de mi

abstención, pero por mi cabeza que no me he de dignar explicártelo ahora. Así que lárgate de aquí, sigue tu camino y dedícate a lo tuyo.

Entonces se alejó de él, pues no era tal que pudiera hablar de nada que le enojara. El torneo termina, y hay muchos caballeros presos y caballos muertos, y si los de fuera se llevaron el mérito, los de dentro se quedaron con la ganancia. Al separarse convinieron que al día siguiente se reunirían para justar de nuevo. Así se separaron al llegar la noche, y luego volvieron al castillo todos los que habían salido. Y mi señor Gauvain entró detrás de toda la comitiva y encontró al prohombre ante la puerta, al vavasor que había aconsejado a su señor iniciar el torneo, y cortés y amablemente le pidió que le hospedara.

-Señor -dice él-, en este castillo hay un albergue preparado para vos. Si os place, albergaros aquí hoy, porque si siguieseis adelante no encontraríais ya un buen albergue; por eso os ruego que os quedéis.

-Me quedaré, y os lo agradezco -dice mi señor Gauvain-, gentil señor, pues he oído decir cosas peores.

El vavasor le lleva a su posada, y hablando de unas cosas y otras, le pregunta a qué se debía que durante el día no hubiera intervenido con. sus armas en el torneo. Y él le explica detalladamente el porqué: que se le acusa de traición, por lo que debe guardarse de caer prisionero o de ser herido o maltrecho hasta que pueda limpiar la injuria, y que piensa que podría deshonrar a todos sus amigos y a él mismo con su tardanza, si no puede acudir a la hora en que se había concertado la batalla. El vavasor le elogió mucho, y dijo que le agradaba mucho saberlo, porque si había dejado por esto el torneo, era muy discreto. Y así le conduce hasta su casa, donde desmontan. Las gentes del castillo se ocupan de acusarle duramente, y sostienen una gran discusión sobre el modo en que su señor podrá prenderlo. Y la hija mayor intriga todo lo que puede y sabe, porque odia a su hermana.

-Señor -dice ella-, bien sé que hoy nada habéis perdido, antes bien, pienso que habéis ganado más de lo que sabéis, y os diré por qué. Haríais mal ordenando solamente su prendimiento, porque no osará defenderle el que le ha introducido en la villa, ya que vive de malos engaños. Lleva lanzas y escudos y se hace llevar caballos por la brida, y pareciendo un caballero, no paga los impuestos, ya que de este modo queda exento de ellos cuando va con sus mercancías. Pero dadle el premio que se merece; está en casa de Garin, el hijo de Berta, que le ha dado posada. Pasó por aquí hace unos momentos y yo vi que él lo conducía.

Así procuraba que le ultrajaran. El señor entonces montó, pues quería ir él en persona. Cuando su hija pequeña le vio partir de tal modo, salió por una puerta trasera sin preocuparse mucho de que la viesen y se fue rápida y derecha al albergue de mi señor Gauvain, en la casa del señor Garin, hijo de Berta, que tenia dos hijas muy hermosas. Y cuando las doncellas vieron que llegaba su pequeña señora, sintieron que debían manifestar gran alegría, y sin fingimiento alguno, así lo hicieron. Cada una la coge de una mano y se la llevan expresando su contento, besándola en los ojos y en la boca. El señor Garin, que no era pobre ni necesitado, había vuelto a montar a caballo, y su hijo con él, y se encaminaban los dos juntos a la corte como solían, porque querían hablar con su señor, cuando lo encontraron en medio de la calle. Y el vavasor le saluda y le pregunta adónde va. Y él responde que quería ir a su casa para recrearse.

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-A fe mía, esto no ha de molestarme ni desagradarme -dice el señor Garin-. Allí podréis ver al caballero más gallardo de la tierra.

-Por mi fe, en verdad que no es esto lo que quiero, sino hacerle prender -dice el señor-. Es un mercader que viene a vender caballos y se hace pasar por caballero.

-¡Vaya! Es un pleito muy villano, este que me contáis. Yo soy vuestro vasallo y vos mi señor, pero ahora mismo os devuelvo vuestro homenaje. En mi nombre y en el de todo mi linaje aquí mismo os desafío antes de tolerar que importunéis a ese hombre en mi casa.

-Nunca deseé hacerlo, Dios me guarde -dice el señor- y vuestra casa y vuestro huésped sólo honor recibirán de mí, y no porque así me lo hayan aconsejado y amonestado, a fe mía.

-Muchas gracias -dice el vavasor- y mucho me honrará que vengáis a ver a mi huésped. Acercáronse el uno al otro y en seguida así juntos fueron hasta la casa donde estaba mi

señor Gauvain. Cuando mi señor Gauvain le vio, como tenía muy buena crianza, se levantó y dijo:

-Bienvenido seáis. Y ambos le saludan y se sientan a su lado. Y el prohombre que era señor del país le

preguntó por qué se había mantenido todo el día allí desde que había llegado al torneo sin tomar parte en la liza. Y él, sin negarle que esto le había producido vergüenza y rubor, le contó acto seguido que un caballero le había acusado de traición, y que se dirigía a una corte real para defenderse de ello.

-Sin duda tuvisteis un justo motivo. ¿Pero dónde ha de librarse ese combate? -le dijo el señor. -Señor -dijo él- debo comparecer ante el rey de Escavalon, y creo que voy por el buen camino. -Yo os daré una escolta que os conducirá -dice el señor-. Y como forzosamente tendréis que pasar por tierras míseras, os daré también vituallas y caballos para que las lleven.

Y mi señor Gauvain responde que no tiene ninguna necesidad de aceptarlo, porque si puede encontrarlos en venta, tendrá suficientes alimentos y buenos albergues, vaya por donde vaya, y todo lo que necesite, y que por eso no acepta lo suyo.

En esto el señor se despide, pero al ir a marcharse vio que por el otro lado llegaba su hija pequeña, quien al punto se abrazó a las piernas del señor Gauvain, y dijo:

-Gentil señor, escuchadme, pues he venido para querellarme ante vos de mi hermana, a quien no quiero ni aprecio, porque hoy, a causa de vos me ha hecho un gran ultraje.

-¿Y a mí, hermosa, en qué me atañe? ¿Qué justicia puedo haceros yo? El prohombre, que se había despedido, oye lo que su hija demanda y dice: Hija, ¿quién os manda venir a querellaros ante los caballeros? Y mi señor Gauvain dice: -Buen y gentil señor, ¿ella es, pues, vuestra hija? -Sí, pero no hagáis caso ninguno de lo

que diga. Es una niña, boba y alocada. -Sí, pero yo sería demasiado grosero si no atendiera a lo que me dice. Decidme -añade

mi señor Gauvain-, niña mía dulce y buena, ¿qué justicia podría haceros yo de vuestra hermana, y de qué manera?

-Señor, tan sólo que mañana, si os place, por amor a mí, entréis armado en el torneo. -Decidme, amiga querida, si alguna otra vez tuvisteis necesidad de requerir a algún

caballero. -Nunca, señor. -No hagáis caso de lo que ella dice, no escuchéis sus locuras -dice el señor. Y mi señor Gauvain responde: -Señor, así me guarde Nuestro Señor, ha dicho unas niñerías tan lindas, como doncella

tan chica que es, que no se lo negaré, y ya que lo desea, mañana seré durante un rato su caballero.

-Gracias, gentil señor caballero -dice ella, que siente tal gozo que se inclinó hasta sus pies.

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Se marcharon entonces sin añadir nada más. El señor lleva a su hija sobre el cuello del palafrén, y le pregunta por qué había surgido esa disputa. Y ella le cuenta la verdad de cabo a rabo y dice:

-Señor, me molestaba mucho oír a mi hermana, que aseguraba que Melián de Lis era el mejor y el más hermoso de todos. Y yo había visto allí abajo, en el prado, a este caballero, y no pude contenerme de contradecirla diciendo que había visto a uno más hermoso que él. Y por eso mi hermana me llamó necia chiquilla y me pegó, y maldito sea a quien le hizo gracia. Me dejaría cortar las trenzas por la nuca, lo que me afearía mucho, a cambio de que mañana mi caballero, en medio de la pelea, abatiera a Melián de Lis. Entonces cesarían los gritos de mi señora hermana, que hoy ha tenido una gran discusión que ha fastidiado a todas las damas. Pero a gran viento poca lluvia.

-Hermosa hija -dice el prohombre-, yo os ordeno y permito que le envíes alguna prenda en signo de amistad, porque es de cortesía, una manga, o una toca.

Y ella, que era muy ingenua, le dijo: -Con mucho gusto lo haré, puesto que vos lo decís, pero mis mangas son tan pequeñas

que no me atrevo a mandarle una, porque me parece que si se la envío, no la tendrá en nada. -Hija, ya me ocuparé de ello. Ahora callad, que estoy muy satisfecho. Así hablando la llevó en brazos y a ella le produce gran placer que la abrace y la lleve,

hasta que llegan a su palacio. Y cuando la otra le vio llegar llevando delante a la pequeña, sintió tal enojo en su corazón que dijo:

-Señor, ¿de dónde viene mi hermana, la Doncella de las Mangas Pequeñas? Ya sabe muchas argucias e intrigas, se ha despabilado muy pronto. ¿Pero dónde la habéis llevado?

-Y a vos, ¿qué os importa? Deberíais callaros, porque más vale ella que no vos. La habéis pegado y tirado de las trenzas, lo que mucho me pesa. No sois nada cortés.

Y se quedó muy corrida por la riña y el reproche que su padre le había hecho. Y él mandó sacar de un cofre una tela de seda bermeja, y la hizo cortar y confeccionar con ella una manga muy larga y amplia. Y luego de llamar a su hija, le dijo:Hija, levantaos temprano e id al caballero antes de que se mueva. Por amor le daréis esta manga nueva, y la llevará al torneo cuando vaya. Y ella responde a su padre que antes de que llegue el alba clara, se levantará y se lavará y compondrá. El padre se marchó, tras estas palabras. Y ella, llena de gozo, ruega a todas sus compañeras que no la dejen dormida por la mañana, sino que la despierten lo antes posible en cuanto vean llegar el día, si su amor quieren conservar. Y ellas cumplieron muy bien con su deseo, pues nada más ver romper . el alba la hicieron levantar y vestir. La doncella se levantó muy de mañana y completamente sola se fue al albergue de mi señor Gauvain. Pero no llegó tan pronto que no se hubieran levantado ya todos y se hubieran ido ' al monasterio a oír misa cantada. Y la doncella aguardó en la casa del vavasor hasta que hubieron rezado muy largamente y escuchado lo que debían. Cuando volvieron del monasterio, la doncella dio un salto y yendo hacia mi señor Gauvain le dijo:

-Dios os salve y os dé honor en este día. Pero llevad por amor mío esta manga que aquí os traigo. -Con mucho gusto, os lo agradezco, amiga -dice mi señor Gauvain.

Y después los caballeros se armaron sin más tardanza. Una vez armados se reúnen fuera de la villa y las doncellas vuelven a subir a lo alto de los muros, junto con todas las damas del castillo, y vieron reunirse a las comitivas de caballeros fuertes y valientes. Delante de todos Melián de Lis se acerca al galope suelto, y deja a sus compañeros por lo menos dos yugadas y media atrás. Cuando la amiga ve a su amigo, no puede contener su lengua, y dice:

-Damas, venid a ver a aquel que posee la fama y el señorío de la caballería. Y mi señor Gauvain se lanza tan rápido como puede su caballo contra aquel que no le

teme y hace pedazos su lanza. Y mi señor Gauvain le golpea haciéndole mucho daño, hasta el punto de que lo deja en tierra boca arriba. Tiende la mano hacia su caballo, lo coge por la brida y se lo entrega a un paje ordenándole que vaya ante aquella por quien él combate y que le diga que le envía el primer botín que ha ganado en ese día, y desea que sea suyo. Y el paje

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lleva el caballo con su silla a la doncella que desde una ventana de la torre donde estaba apostada bien había visto caer a don Melián de Lis.

-Hermana, ahora podéis ver a don Melián de Lis en el suelo, tanto que le alababais. Quien es buen conocedor, puede alabar justamente: ahora se confirma lo que dije ayer, ahora bien se ve, Dios me salve, que hay uno más valioso.

Y así, con toda intención, va picando a su hermana, hasta que la saca de sus casillas, y dice:

-¡Chiquilla, cállate! Como te oiga una palabra más, te daré tal bofetada que no habrá pie que te sostenga.

-No tentéis a Dios, hermana -dice la doncella pequeña-. No debéis pegarme por haber dicho la verdad. A fe mía, bien he visto cómo le derribaban, y vos tan bien como yo. Incluso me parece que aún no se puede levantar. Y aunque reventaseis tendría que deciros que aquí no hay dama que no lo vea pernear y yacer en el suelo.

Entonces le hubiera dado un cachete la otra, que no podía soportarlo, pero no se lo permitieron las damas que estaban a su alrededor. Vieron llegar al escudero que traía al caballo por la brida. Encontró a la doncella sentada junto a una ventana, y se lo entregó. Ella le dio las gracias más de sesenta veces, e hizo llevar el caballo. El se fue a transmitir las gracias a su señor, que bien parecía ser el amo y señor del torneo, pues no hay caballero tan diestro que no pierda los estribos cuando él le acomete con su lanza. Nunca tuvo tanta ansia por ganar corceles, cuatro ganó en aquel día con su trabajo, y el primero se lo ofreció a la doncella pequeña, el 'segundo se lo entregó a la mujer del vavasor como agradecimiento,lo que mucho le gustó a ella, y los dos restantes a sus hijas. Terminó el torneo, y mi señor Gauvain entró por la puerta llevándose el premio de uno y otro lado. Todavía no era mediodía cuando abandonó la liza. A su regreso mi señor Gauvain llegó acompañado por una gran comitiva de caballería, que llenaban toda la villa, y todos los que le seguían querían saber y preguntar quién era y de qué tierra. Encontró a la doncella justo a la puerta de su albergue, y ella no hizo otra cosa que agarrarle del estribo, saludarle y decirle:

-Quinientas mil gracias, señor. Y él, comprendiendo muy bien lo que le quería decir, le respondió como hombre

franco: -Antes se cubrirá mi cabeza de blancas canas, doncella, que yo me desentienda de

serviros, esté donde esté. Y nunca estaré tan lejos de vos que, sabiendo de alguna necesidad vuestra, haya nada que me retenga, desde que reciba la primera noticia.

-Muchas gracias -dice la doncella. Y así hablaban ella y él cuando su padre llegó al lugar y con todo su poder procuró que

mi señor Gauvain se quedara esa noche en su albergue. Pero antes le ruega y le requiere que, si le place, le diga su nombre.

Mi señor Gauvain no aceptó quedarse allí y dijo: -Señor, Gauvain me llamo. Nunca oculté mi nombre cuando me fue preguntado, pero

tampoco lo dije nunca si no me lo pidieron. Al oír el señor que se trata de mi señor Gauvain, su corazón se llenó de gozo, y le dijo: -Señor, quedaos y aceptad mi servicio esta noche, pues ayer no os obsequié, y os puedo

jurar que en toda mi vida había visto a caballero a quien tanto deseara honrar. Pero mi señor Gauvain no aceptó sus ruegos. Y la doncella pequeña, que no era necia ni

mala, le tomó el pie y se lo besa y le encomienda dondequiera que se hallase. Y él le dijo: -No dudéis, así Dios os guarde, bella amiga, de que nunca os olvidaré, cuando me haya

ido. Entonces se va y se despide de su huésped y del resto de la gente, y todos le

encomendaron a Dios.

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La prisión de Gauvain (vs. 5656-6216)

Mi señor Gauvain durmió aquella noche en una abadía, donde tuvo lo que necesitó. Al día siguiente, muy temprano, iba cabalgando por su camino, hasta que vio pasar por allí unas bichas que pacían en las lindes de la floresta. Dijo a Yvonet, que llevaba el mejor de los caballos y una recia y fuerte lanza, que le trajera ésta y cinchara al caballo que conducía con la mano derecha, y se hiciera cargo de su palafrén. Y él, que no se entretiene, sin tardanza le prepara el caballo y la lanza. Y se fue en pos de las bichas, haciéndolas dar tantas vueltas y engañándolas de tal modo que atrapó una blanca junto a un zarzal y le hundió la lanza en el cuello. Pero la bicha saltó como un ciervo y se le escapa, y él va detrás, y tanto la persiguió que apunto estuvo de alcanzarla y atraparla, si su caballo no hubiese perdido la herradura de una pata delantera. Y mi señor Gauvain se pone en camino detrás del equipaje, y como siente que su caballo se debilita bajo su peso, se preocupa mucho, pero no sabe lo que le hace cojear, a menos que esté herido en la pata. Llamó entonces a Yvonet y le mandó desmontar y cuidar a su caballo, que cojeaba penosamente. Este le obedece, y al levantarle el casco ve que le falta una herradura, y dice:

-Señor, es necesario herrarle de nuevo. No se puede hacer otra cosa que ir despacio hasta que encontremos un herrero que pueda hacerlo.

Luego siguieron avanzando hasta que vieron unas gentes que salían de su castillo y que venían por una calzada. Iban delante, a pie, unos mozos arremangados que llevaban perros, y detrás unos cazadores con arcos y flechas. Por último venían caballeros. Después de todos los caballeros llegaron dos montados en dos corceles, uno de los cuales era muy joven, y más gentil y hermoso que todo el resto. Sólo éste saludó a mi señor Gauvain y tomándole de la mano, dijo:

-Señor, os retengo. Id allí de donde yo vengo y entrad en mi casa. Ya es hora y sazón de albergarse hoy, si no os pesa. Tengo una hermana muy cortés, que os atenderá con mucho gusto. Y éste, señor, que veis a mi lado, os conducirá a mi casa. Y añadió:

-Buen compañero, id con este señor y conducidle ante mi hermana. En primer lugar salúdala, y luego dile que yo le mando, en nombre del amor y de la gran fe que debe existir entre ella y yo, y si alguna vez amó a caballero, que ame y aprecie a éste y le trate como a mí que soy su hermano. Y que le dé tal solaz y compañía que no pueda quejarse de nada, hasta que nosotros volvamos. Y cuando le haya recibido amablemente, seguidnos con presura, que yo volveré lo antes que pueda para hacerle compañía.

El caballero se pone en marcha y conduce a mi señor Gauvain allí donde es odiado a muerte, pero no le conocen, porque nunca le han visto, por lo que no piensa que deba precaverse. Contempla la situación del castillo, que estaba sobre un brazo de mar, y mira los muros y la torre, tan fuerte que nada puede temer. Observa la villa, poblada de gente muy agradable, y los bancos de cambio de oro y plata todos cubiertos de monedas, y ve las plazas y las calles repletas de buenos artesanos que hacen diversos oficios. Tan diversos son los oficios, que uno hace yelmos y otro lorigas, aquél sillas, otro escudos, uno cabezadas, otro espuelas, unos bruñen espadas, otros abatanan telas, aquéllos las tejen, unos las peinan y otros las tunden. Unos funden plata y oro, otros labran ricas -y bellas obras: copas, vasos, es-cudillas, joyas engastadas en esmaltes, anillos, cinturones y hebillas. Bien se podría pensar y creer que siempre había feria en la villa, pues estaba llena de tantas riquezas: cera, pimienta, grana, pieles pintadas o enteramente grises, y todo tipo de mercancías. Mirando todas estas cosas y observando cada lugar han avanzado hasta la torre, de la que salieron pajes que se hicieron cargo de todos los caballos y del equipaje. El caballero entra en la torre sólo con mi señor Gauvain, y le lleva cogido del brazo hasta la cámara de la doncella, donde le dice:

-Hermosa amiga, vuestro hermano os manda saludos y os encomienda que este señor sea honrado y servido. No lo hagáis de mala gana sino de todo corazón, como si él fuera vuestro hermano y vos su hermana. Guardaos de ser avara en hacer toda su voluntad, y sed

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generosa, franca y amable. Cuidad de él, porque yo me voy, pues debo seguir a vuestro hermano en el bosque.

Y ella dijo con gran alegría: -Bendito sea quien me envió tal compañía como ésta: quien me da tan buen compañero

no me odia, gracias le sean dadas. Gentil señor, venid a sentaron junto a mí -añade la doncella-. Porque os veo hermoso y gentil, y porque así me lo ruega mi hermano, os haré buena compañía.

Ya se vuelve el caballero, que no puede quedarse más tiempo con ellos. Y se queda mi señor Gauvain, a quien no le pesa nada quedarse solo con la doncella, que es muy cortés y hermosa, y que está tan bien educada que no puede temer ser vigilada por estar a solas con él. Los dos hablan de amor, porque si hablaran de otra cosa, sería ocuparse de cosas vanas. Mi señor Gauvain la requiere de amores y le ruega y le dice que él será su caballero durante toda la vida, y ella no lo rechaza, sino que se lo otorga con mucho gusto. De improviso entró allí, causándoles gran molestia, un vavasor que reconoció a mi señor Gauvain, y les sorprendió besándose y gozando mutuamente. Y nada más ver aquel placer, no pudo guardar la boca cerrada y gritó muy fuerte:

-¡Mujer, maldita seas! Y que Dios te destruya y confunda, porque te dejas acariciar por el hombre a quien más deberías odiar en el mundo, y te besa y te abraza. Mujer desgraciada y necia, bien haces lo que debes, pero es con las manos, con lo que deberías arrancarle el corazón, y no con la boca. Si tus besos le llegan al corazón, se lo has sacado de las entrañas, pero mucho mejor habrías hecho arrancándoselo con las manos, pues ése era tu deber. Si la mujer acaso hace algún bien, no es mujer la que odia el mal y ama el bien, y errado está quien mujer la llama, pues deja de serlo en cuanto ama el bien. Pero tú eres mujer, bien lo veo, pues ese que está junto a ti mató a tu padre, ¡y tú le besas! Cuando una mujer consigue lo que desea, poco le importa todo lo demás.

Y luego de decir esto salió de un salto fuera, antes de que mi señor Gauvain pudiera decirle nada. Y ella cae al suelo y estuvo largo rato desvanecida; y mi señor Gauvain la levanta con mucha pena y pesar por el miedo que ella ha sentido. Y cuando ella volvió en sí, dijo:

-¡Ah! Ya somos muertos. Injustamente moriré hoy por vos, y vos, según creo, por mí. Me parece que vendrá aquí todo el vulgo de esta villa. Pronto habrá más de diez mil aglomerados, delante de esta torre. Pero hay armas suficientes aquí dentro para armaros al instante. Un prohombre podría defender esta cámara de toda una hueste.

Ya corre a buscar las armas con gran intranquilidad, pero cuando le hubo armado cumplidamente, perdieron el miedo ella y mi señor Gauvain, y éste, no pudiendo encontrar un escudo, se hizo uno con un tablero de ajedrez, y dijo:

-Amiga, no quiero que vayáis a buscarme otro escudo.

Tiró entonces todas las piezas al suelo. Eran de marfil, más grandes y de hueso más duro que cualquier otro ajedrez. Ahora, venga quien venga, se siente capaz de defender la puerta y entrada de la torre, pues lleva ceñida a Escalibor, la mejor espada que nunca hubo, que corta el hierro como si fuera madera. El que había salido precipitadamente de allí encontró reunidos en una junta de vecinos al alcalde, a los regidores y a muchos burgueses de los que no comen pescado, pues estaban todos gordos y rollizos. Y llegó corriendo y gritando:

-¡A las armas, señores! Vayamos a prender al traidor Gauvain, que mató a mi señor. -¿Dónde está, dónde está? -dicen unos y otros. -A fe mía, que he encontrado a Gauvain,

el probado traidor, en esa torre, donde se deleita. Besa y abraza a nuestra doncella y ella no se opone, sino que le gusta y lo hace de buen grado. Pero venid, e iremos a prenderle. Si podemos entregárselo a nuestro señor, le haremos un gran servicio. El traidor se merece una afrenta, pero, sin embargo, será mejor capturarle vivo, pues mi señor lo preferirá vivo que

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muerto, y con razón, pues los muertos nada tienen que temer. Alborotad toda la villa y cumplid vuestro deber.

Al punto se levantó el alcalde, y tras él todos los regidores. Habríais visto entonces villanos coléricos tomando hachas y alabardas. Aquél coge un escudo sin tiracol, tal una puerta y el otro un harnero. El pregonero vocea el bando, se junta muy pronto todo el pueblo y tocan las campanas de la comunidad para que no falte nadie. No hay nadie tan pobre que no tome una horca, mayal, pico o mazo. Nunca se armó tal alboroto para matar el limaco en Lombardía, y no hay nadie tan menesteroso que no traiga algún arma. He aquí a mi señor Gauvain muerto, si Nuestro Señor no le ilumina. La doncella se dispone a ayudarle, como valiente, y grita a la comunidad:

-¡Hu hu, villanos, perros rabiosos, putos siervos! -dice-. ¿Qué diablo os ha enviado? ¿Qué buscáis? ¿Qué pedís? ¡Que nunca más os dé Dios alegría! Así Dios me ayude, no os llevaréis nunca al caballero que hay aquí dentro. Antes habrá no sé cuántos muertos y heridos, si a Dios le place. No ha llegado aquí volando ni por caminos ocultos, sino que me lo envió mi hermano en calidad de huésped, rogándome mucho que le tratara como a su propia persona. ¿Y me tenéis por vil, si por obedecer a su ruego le hago compañía y le doy alegría y solaz? Quien quiera oírlo que lo oiga: sólo por esto lo he hecho, y jamás pensé en ninguna locura. Y lo que peor me parece es que hagáis tal ultraje desenvainando las espadas a la puerta de mi cámara, y no sabéis dar una razón. Y si lo sabéis, no me lo habéis explicado, lo que es hacerme una gran afrenta.

Mientras ella dice lo que se le ocurre, ellos rajaron la puerta por la fuerza en dos, golpeándola con sus hachas. Pero muy bien les ha detenido el portero que estaba dentro: con la espada que tenía ha pagado tan bien al primero que los otros se han acobardado, y no osan seguir adelante. Cada cual mira por sí, pues todos temen por su cabeza. No hay ninguno tan audaz que no tema al portero, ni hay quien alcance a tocarle con la mano ni se decida a avanzar un solo paso. La doncella con mucha furia les arroja las piezas del ajedrez que estaban por el suelo, se ciñe la ropa y se arremanga y jura encolerizada que les hará destruir a todos, si puede, antes de morir. Pero los villanos se echan atrás y deciden hundir la torre sobre ellos, si no se rinden. Y ellos se defienden cada vez mejor con las gruesas piezas de ajedrez que les tiran. La mayor parte no pudo sufrir su ataque y se retiró, y se pusieron a socavar la torre con picos de acero, ya que no se atreven a asaltar ni combatir la puerta, tan bien defendida. Creedme que la puerta era tan estrecha y baja que dos hombres no podrían entrar juntos sin dificultades, y por eso un solo prohombre podía_defenderla y resistir. No hacía falta llamar a mejor portero que el que allí había para saltar los sesos y hendir hasta los dientes a hombres sin armaduras. Todo esto ignoraba el señor que le había dado albergue, que volvió lo antes que pudo del bosque adonde había ido a cazar. Mientras tanto iban golpeando la base de la torre por todas partes con picos de acero. De pronto he aquí a Guigambresil, que nada sabía de esta aventura, que llega galopando al castillo y se quedó asombrado por el ruido y el martilleo que oía hacer a los villanos. No sabía nada de que mi señor Gauvain estaba en el castillo. Y cuando se enteró de ello, prohibió a nadie, fuese quien fuese, y si apreciaba en algo su persona, osara desplazar una sola piedra. Y le contestan que no dejarán de hacerlo, y que incluso abatirán la torre sobre él si se mete dentro. Cuando vio que su prohibición no surtía efecto, se propuso ir a buscar al rey y traerle al motín que los burgueses habían iniciado, pero el rey ya venía del bosque, y nada más encontrarle, le informó:

-Señor, gran afrenta os han hecho vuestro alcalde y vuestros regidores, pues llevan toda la mañana asaltando y derribando vuestra torre. Si no lo pagan caro, no os lo perdonaré. Yo había acusado a Gauvain de traición, como sabéis, y es a él a quien ofrecisteis acomodo en vuestra casa, y sería justo y razonable que puesto que le habéis hecho vuestro huésped, que no reciba aquí deshonra ni ultraje.

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Y el rey respondió a Guigambresil: -Maestre, no recibirá tal en cuanto nosotros lleguemos. Lo que ha ocurrido me enoja y

me pesa mucho. No es de extrañar que mis gentes le odien a muerte, pero si puedo guardaré su persona de heridas y prisión, puesto que le he albergado.

Así llegaron a la torre, que encontraron rodeada por una multitud que hacía mucho ruido. Le dijo al alcalde que se fuera y que los de la comunidad se retiraran. Se fueron, y no quedó ninguno, pues así lo quiso el alcalde. Había en la plaza un vavasor, nacido en aquella villa, que aconsejaba a todo el país porque tenía muy buen juicio.

-Señor -dijo-, ahora debo aconsejaros de buena fe. No es de maravillar en absoluto que el que traicionó y mató a vuestro padre haya sido asaltado aquí, pues como sabéis es justamente odiado a muerte. Pero el hecho de que vos le hayáis dado albergue debe garantizarle y guardar de ser preso o de muerte. Y si no quiero mentir, debo decir que debe salvarle y garantizarle Guigambresil, a quien aquí veo, pues fue el que se presentó en la corte del rey a acusarle de traición. No hay que ocultar que él ha venido a vuestra corte a defenderse, pero yo aconsejo aplazar un año ese combate, y que se vaya a buscar la lanza cuyo hierro sangre siempre, y que nunca está tan seco que no penda de él una gota de sangre. O que os entregue esa lanza o que se ponga a merced vuestra en tal prisión como está aquí. Entonces tendréis mejor motivo para retenerle en prisión que el que tenéis ahora. Me imagino que no podríais imponerle otro trabajo tan duro que no lo llevara a buen término. Al que se odia hay que imponerle lo más difícil que se pueda y se sepa, y para amargar a vuestro enemigo no sabría aconsejaros mejor.

El rey se atiene a este consejo. Va a la torre de su hermana, a quien encontró muy enojada. Se dirigió a él, y con ella mi señor Gauvain, que no pierde el color ni tiembla por ningún miedo que tenga. Guigambresil se dirigió a él, y tras saludar a la doncella, que estaba muy demudada, dijo cuatro vanas palabras:

-Señor Gauvain, señor Gauvain, yo os había tomado bajo mi protección, pero no dejé de deciros que no fueseis tan osado como para entrar en castillo ni villa que pertenecieran a mi señor, lo que no habéis querido tener en cuenta. Ahora no es el momento de discutir lo que aquí se os ha hecho.

Y un sabio vavasor intervino: -Señor, así Dios me guarde, todo se puede reparar. ¿A quién se deben pedir

responsabilidades si los villanos le han asaltado? No se habrá fallado el pleito hasta el gran día del Juicio. Pero se hará según el parecer del rey, mi señor, aquí presente: él me encargó y yo lo digo, que aplacéis ambos por un año este combate, si no os pesa ni a vos ni a él, y que mi señor Gauvain se vaya, después de que mi señor le haya tornado este juramento: que le en-tregará antes de un año, sin que se pueda aplazar esta fecha, la lanza de cuya punta mana la clara sangre que llora. Está escrito que llegará la hora en que todo el reino de Logres, que antaño fue la tierra de los ogros, será destruido por esta lanza. Este juramento y esta fianza quiere tener mi señor rey.

-En verdad -dice mi señor Gauvain- que antes me dejaría languidecer o morir aquí dentro durante siete años que prestar ese juramento y comprometer mi palabra. No temo tanto a la muerte que no prefiera sufrirla y soportarla a vivir en la vergüenza y el perjurio.

Buen señor -dice el vavasor-, no sufriréis deshonor ni según pienso iréis a peor, en el sentido en que yo lo digo, pues juraréis que pondréis todo vuestro esfuerzo en encontrar la lanza. Si no la traéis, volveréis a esta torre y quedaréis libre de vuestro juramento.

-Tal como vos lo decís, estoy dispuesto a prestar el juramento. Trajeron entonces un muy precioso relicario, y él juró que pondría todo su esfuerzo en

buscar la lanza que sangra. Así se dejó la batalla, aplazada por un año, entre él y Guigambresil. Se ha librado de un gran peligro cuando éste ya lo había evitado. Y dijo a todos

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sus pajes que volvieran a su tierra, salvo Gringalet. Así se partieron los servidores de su señor: no me place decir nada más de ellos ni del duelo que hicieron. Aquí mismo calla el cuento sobre mi señor Gauvain, y empieza a hablar sobre Perceval.

La reconversión de Perceval (vs. 6217-6518)

Nos dice la historia que Perceval perdió tanto la memoria que no se acordaba ya de Dios. Abril y mayo pasaron cinco veces, lo que hace cinco años enteros, antes de que él entrara en monasterio ni adorara a Dios ni a su cruz. Así pasó cinco años, aunque no por eso dejó de buscar caballerías. Iba buscando singulares aventuras, las duras y peligrosas, y tantas halló que demostró cumplidamente su valor. En cinco años envió presos a la corte del rey Artús sesenta preciados caballeros. En esto empleó cinco años sin acordarse nunca de Dios. Al cabo de los cinco años, sucedió que iba caminando solo como solía por el desierto, armado con todas sus armas, cuando topó con tres caballeros y diez damas con las cabezas en-capuchadas. Iban todos a pie, vestidos de penitentes y descalzos. Mucho se asombraron las damas al ver que venía armado, llevando escudo y lanza. Ellas hacían penitencia a pie por la salvación de sus almas y por los pecados cometidos. Uno de los tres caballeros le detuvo y le dijo:

-Caro amigo, ¿así que no creéis en Jesucristo, que escribió la nueva ley y se la dio, a los cristianos? En verdad, no es razonable ni bueno, sino un grave error, llevar armas el día que Jesucristo fue muerto.

Y él, que no tenía en cuenta para nada ni el día, ni la hora, ni el tiempo, tan apesadumbrado tenía el corazón, respondió:

--¿Qué día es hoy, pues? -¿Qué día, señor, no lo sabéis? Hoy es Viernes Santo, el día en que se debe adorar la

cruz y llorar los pecados, pues hoy fue clavado en la cruz el que fue vendido por treinta monedas. Aquel que, limpio de todo pecado, vio los que atenazaban y ensuciaban el mundo, y se hizo hombre por nuestros pecados. En verdad que fue Dios y hombre, que la Virgen dio a luz un niño concebido por obra del Espíritu Santo, en el que Dios recibió carne y sangre, y fue divinidad cubierta por carne humana, lo que es cosa cierta. Y quien no crea esto, jamás verá su Faz. Nació de la Virgen Nuestra Señora y tomó forma y alma de hombre con su santa divinidad quien verdaderamente tal día como hoy fue crucificado y libró del infierno a todos sus amigos. Muy santa fue esta muerte, que salvó a los vivos y a los muertos resucitó de muerte a vida. Los falsos judíos, que deberían ser muertos como perros, por envidia se condenaron a sí mismos y nos salvaron a nosotros cuando lo izaron en la cruz. Todos los que creen en El deben hoy hacer penitencia. Hoy no debe llevar armas en campo ni en camino todo hombre que tenga fe en Dios.

-¡Y de dónde venís ahora? -dijo Perceval. -Señor, de aquí cerca, de un gran hombre, de un gran santo ermitaño que habita en

aquel bosque y que es un hombre tan santo que no vive sino de la gloria de Dios. -Por Dios, señores, ¿y allí qué hicisteis? ¡Qué preguntasteis? ¿Qué buscasteis? -¿Qué, señor? -dijo una de las damas-. Le pedimos consejo acerca de nuestros pecados

y tomamos confesión. Hicimos lo más importante que puede hacer un cristiano que quiere imitar a Nuestro Señor.

Esto que oyó Perceval le hizo llorar, y determinó ir a hablar con el gran hombre. -Mucho quisiera yo ir allí -dijo Perceval- si supiera la dirección y el sendero. -Señor, quien allí quiera ir debe seguir este camino todo derecho, por donde hemos

venido nosotros, a través del bosque espeso y tupido, guiándose por las ramas que con nuestras propias manos anudamos cuando vinimos. Hicimos esas señales para que no se extraviara nadie que fuera al santo ermitaño. Entonces se encomendaron mutuamente a Dios,y no se dijeron nada más. El se interna en su camino, y el corazón le suspiraba por dentro

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porque se sentía culpable hacia Dios, de lo que mucho se arrepentía; llorando se va a lo largo de toda la floresta. Cuando llegó a la ermita, desmonta y se desarma, ata su caballo a una encina y luego entra en la morada del ermitaño. Lo encontró en una pequeña capilla, con un sacerdote y un acólito, ésta es la verdad, que iniciaban el servicio más alto y más dulce que pueda hacerse en la santa iglesia. Perceval se arrodilló nada más entrar en la capilla; y el buen hombre le llamó, al verlo muy sencillo y llorando hasta el punto de que el agua de sus ojos resbalaba hasta su mentón. Y Perceval, que temía mucho haber ofendido a Nuestro Señor, se postró a los pies del ermitaño, se inclinó ante él y juntó las manos; y le ruega que le dé consejo, pues tiene gran necesidad. El buen hombre le exhortó a decir su confesión, pues no alcanzará remisión si no está confesado y arrepentido.

-Señor -dijo él- hace ya cinco años que no sé dónde me hallo, que no he amado a Dios ni he creído en El y no he hecho sino mal.

-¡Ah, buen amigo! -dijo el prohombre-. Dime por qué has hecho esto, y ruega a Dios que tenga piedad del alma de su pecador.

-Señor, estuve una vez en casa del Rey Pescador y vi la lanza cuyo hierro sangra, sin duda alguna, y nada pregunté sobre esa gota de sangre que vi pender de la punta del hierro blanco. Y después, en verdad, no lo reparé. Y no sé quién fue servido con el grial que allí vi, y esto me ha causado luego tanto pesar, que morir habría sido mi deseo; olvidé a Nuestro Señor y no le pedí perdón y luego nada hice, que yo sepa, por lo que alguna vez alcance el perdón.

-¡Ah, buen amigo! -dijo el ermitaño-, dime ahora cómo te llamas. Y él dijo: -Perceval, señor. Al oír esto el gran hombre suspira, pues ha reconocido el nombre, y dice: -Hermano, mucho daño te ha hecho un pecado del que no sabes nada: se trata del dolor

que sufrió tu madre a causa tuya cuando te separaste de ella, que cayó desmayada a tierra, en la cabeza del puente, ante la puerta, y por este dolor murió. Por el pecado que tienes te ocurrió que no preguntases nada sobre la lanza ni el grial, y de ello te han venido muchos males; y has de saber qúe no hubieras durado tanto si ella no te hubiera encomendado a Nuestro Señor. Pero su palabra tuvo tal virtud que Dios por ella ha mirado por ti y te ha guardado de muerte y prisión. El pecado te paralizó la lengua cuando viste delante de ti el hierro que nunca dejó de sangrar, y no preguntaste la razón. Y necio fuiste al no enterarte a quién sirven con el grial. Aquel a quien sirven con él es mi hermano, y hermana suya y mía fue tu madre; y creo que el rico Pescador es hijo de este rey que se hace servir con ese grial. Pero no os figuréis que en él vaya lucio, lamprea ni salmón; con una sola hostia que le sirven y le llevan en ese grial sostiene y fortalece su vida, tan santa cosa es el grial. Y es tan espiritual que para su vida no precisa más que la hostia que va en el grial. Doce años ha pasado así, sin salir de la cámara donde viste entrar el grial. Ahora quiero ordenarte y darte penitencia por tu pecado.

-Buen tío, así lo quiero yo, y de muy buen grado -dice Perceval-. Puesto que mi madre fue vuestra hermana, bien debéis llamarme sobrino y yo a vos, tío, y amaros más.

-Verdad es, gentil sobrino, pero ahora escuchad: si tienes piedad de tu alma, ten verdadero arrepentimiento, y ve cada mañana al monasterio antes que a ningún otro lado, como penitencia. Te será de provecho, y no has de dejarlo por ningún motivo. Y si te encuentras en un lugar donde hay monasterio, capilla o parroquia, acude en cuanto suene la campana o antes, si estás levantado, y ello no te pesará, sino que tu alma progresará mucho. Y si la misa ha empezado, te hará bien quedarte, permanece hasta que el cura lo haya dicho y cantado todo. Haciendo esto con voluntad, podrás aumentar tu valor y alcanzarán honor y precio. Ama a Dios, cree en Dios, adora a Dios, honra a los barones y las damas de precio, ponte en pie ante los religiosos; es un servicio que cuesta muy poco y que Dios aprecia de verdad porque proviene de humildad. Si alguna doncella requiere tu ayuda, o una dama viuda, o una huérfana, otórgasela, pues será en tu provecho. Esta limosna es leal, dásela, y harás bien, procura no dejarlo por nada. Esto quiero que hagas por tus pecados, si deseas recobrar tu

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gracia y obtener la suya. Ahora dime si quieres hacerlo. -Sí, señor, de todo corazón. Entonces te ruego que permanezcas dos días aquí conmigo, y que en penitencia tomes

los mismos alimentos que yo. Perceval lo otorga todo; y el eremita le transmitió una oración al oído, y se la repitió

hasta que la supo. En esta oración venían varios de los nombres de Nuestro Señor, entre ellos los más grandes, que boca de hombre no debe pronunciar salvo en peligro de muerte. Cuando le hubo enseñado la oración, le prohibió que de ninguna manera los nombrara, salvo en caso de gran peligro.

-No haré tal cosa, señor -dijo él. Se quedó, escuchó el servicio y se regocijó. Después de la misa adoró la cruz y lloró sus

pecados. Aquella noche comió lo que quiso el santo ermitaño; pero sólo hubo remolacha, perifollo, lechuga y berros, mijo y pan de cebada y avena, y agua de clara fuente. Y su caballo tuvo un lebrillo repleto de paja y cebada. Así Perceval recordó que Dios murió y fue crucificado un viernes. En Pascua fue a comulgar Perceval muy dignamente. El cuento no se extiende aquí más sobre Perceval, y oiréis hablar mucho de mi señor Gauvain antes de que me oigáis contar nada de él.

Gauvain y la doncella perversa (vs. 6519-7370)

Mi señor Gauvain caminó tanto, una vez lejos de la torre donde la comunidad le había asaltado, que entre tercia y mediodía llegó a una loma y vio un roble alto y grande, muy bien tupido para dar sombra. Vio un escudo colgando del roble y al lado una lanza erguida. Se dirigió hacia el roble hasta que vio junto a él un palafrán negro y pequeño, lo que le asombró, porque a su juicio, no son cosas que se emparejen, armas y palafrén juntos. Si el palafrén hubiera sido caballo, se habría imaginado que algún vasallo, recorriendo el país a la busca de renombre y mérito, había subido a aquella loma.

Pero entonces miró al pie del roble, y vio sentada a una doncella que le hubiera parecido muy hermosa si estuviera alegre y contenta. Pero ella tenía los dedos hincados en su trenza para arrancarse los cabellos y se esforzaba en manifestar gran duelo. Por el caballero se dolía, a quien ella con frecuencia besaba en los ojos, la frente y la boca. Cuando mi señor Gauvain se acercó, vio al caballero herido, con el rostro destrozado y con una herida muy grave de espada que le atravesaba la cabeza y por los dos lados en medio de los costados le salía sangre a borbotones. El caballero se desmayaba con frecuencia por el mal que tenía hasta que al fin se calmó. Cuando mi señor Gauvain llegó allí, no supo si estaba muerto o vivo, y dijo:

-Hermosa, ¿qué pensáis de este caballero que tenéis? Y ella dijo: -Podéis ver que corre gran peligro por sus heridas, pues de la menor podría morir.

Y él añadió: -Hermosa amiga, despertadle, no os pese, porque quiero preguntarle nuevas de los

asuntos de esta tierra. -Señor -dice la doncella-, antes me dejaría desollar viva que despertarle, porque nunca

quise ni querré tanto a un hombre mientras yo viva. Muy loca y necia sería yo, si, viéndole dormir y reposar, le hiciera algo por lo que se quejara de mí.

Pues yo le despertaré, a fe mía, ésta es mi voluntad -dijo mi señor Gauvain. Entonces dio la vuelta a la lanza y con el mango le tocó en la espuela. El caballero se

despertó sin dolor, tan suavemente le había golpeado la espuela, y se lo agradeció diciéndole: -Señor, quinientas gracias os doy porque me habéis sacudido y despertado tan

bondadosamente que no me ha dolido nada. Pero por vuestro bien os ruego que no sigáis

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adelante a partir de aquí, pues obraríais como necio. Deteneos, seguid mi consejo. -¿Detenerme? ¿Y por qué? -Por mi fe que he de decíroslo, si queréis escucharme. Jamás ha podido retornar

caballero que fuera por campos o caminos hacia allá, porque se trata del bosque de Galvois, que ningún caballero puede pasar y luego volver. Hasta ahora ninguno ha regresado, salvo yo, y estoy tan malparado que, me parece, difícilmente sobreviviré hasta la noche. Encontré a un caballero valiente y osado, fuerte y fiero. Nunca había encontrado uno tan valiente ni me había medido a uno tan fuerte. Por eso os conviene más dar la vuelta que descender este otero, pues el retorno es demasiado costoso.

-A fe mía -dijo mi señor Gauvain- que no he venido hasta aquí para volverme. Deberían imputármelo a muy fea cobardía, si una vez emprendido el camino, me diera la vuelta aquí. Seguiré hasta que sepa y vea por qué nadie puede regresar.

-Bien veo que queréis hacerlo -dijo el caballero vencido-. Iréis, pues tenéis grandes deseos de acrecentar y elevar vuestro mérito. Pero, si ello no os pesa, muy de grado os rogaría que, si Dios os otorga el honor que ningún caballero alcanzó nunca, y según pienso no ocurrirá jamás que ninguno lo alcance, ni vos ni otro, de ninguna manera, volváis por aquí y veáis, si así os place, si yo estoy muerto o vivo o si he mejorado o empeorado. Si he muerto, por caridad y por la Santísima Trinidad, os ruego que os hagáis cargo de esta doncella, que no sufra afrenta ni postración; y haced esto con placer, ya que Dios no hizo ni quiso hacer otra más franca y bondadosa.

Mi señor Gauvain otorga que, si no se lo impide o conmina la prisión o cualquier otra desgracia, él volverá y dará a la doncella toda la protección que pueda. Así los deja y se pone en camino, sin detenerse en llanos ni florestas hasta que vio un castillo muy fuerte, que por un lado tenía un puerto de mar muy grande, y navíos. Este castillo valía poco menos que Pavía, y era muy noble. Pero el otro lado daba a unos viñedos, y por abajo discurría un gran río rodeando todos sus muros hasta desembocar en el mar. Así el castillo y el burgo estaban completamente aislados. Mi señor Gauvain entró en el castillo por el puente, y cuando llegó arriba, en el lugar más fuerte del castillo, encontró en un prado, bajo un olmo, a una dulce doncella, que miraba su rostro y su garganta, más blanca que la nieve. De un ligero aro de orifrés había hecho una corona para su cabeza.

Mi señor Gauvain espolea hacia la doncella, y ella le grita: -Mesura, señor, mesura, tranquilo, que venís muy alocado. No os convienen tantas

prisas en malgastar vuestro galope. Necio es quien por nada se esfuerza. -Doncella, Dios os bendiga -dice mi señor Gauvain-. Ahora decidme, hermosa amiga,

qué es lo que os ha venido a la cabeza para recomendarme tan pronto mesura, si no sabéis por qué.

-Sí lo sé, caballero, a fe mía, sé muy bien lo que pensáis. -¿Qué es? -dijo él. -Queréis cogerme y llevarme hacia abajo en el cuello de vuestro caballo. -Habéis dicho la verdad, doncella. -Ya lo sabía -dijo ella-. Pero maldito sea quien tal cosa imaginó, y tú guárdate de pensar

que alguna vez me subirás a tu caballo. Yo no soy una de esas necias tontas con las que se divierten los caballeros cuando van a sus caballerías: a mí no me llevarás de ningún modo. Y sin embargo, si lo osases, podrías llevarme contigo. Si quisieras hacer el esfuerzo de ir a buscar a aquel jardín mi palafrén, yo te acompañaría hasta que mala ventura y pesar, dolor, vergüenza y desgracia te sobrevinieran en mi compañía.

-¿Y hará falta algo más que osadía, bella amiga? -A mi juicio, no, vasallo -dijo la doncella. -¿Y mi caballo dónde se quedará, doncella, si

yo paso allá? Porque él no podrá pasar por ese tablón que allí veo.

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-No, caballero; dejádmelo a mí, y vos pasad al otro lado a pie. Yo os guardaré el caballo mientras pueda retenerlo. Pero daos prisa en volver, porque si no quiere estarse quieto, no podré guardarlo mucho, o por si me lo quitan a la fuerza antes de que hayáis vuelto.

-Verdad habéis dicho -dijo él-. Pero si os lo quitan o se escapa, quedaos tranquila, que no me oiréis hablar más de él.

Se lo entrega y se va, y piensa que llevará todas sus armas consigo, por si encuentra en el vergel a alguien que quiera vedarle e impedirle que coja el parafrén. Habrá pelea y jaleo antes de que vuelva sin él. Luego atraviesa el tablón y encuentra a mucha gente reunida, que lo miran con admiración y dicen:

-Cien diablos te quemen, doncella, que tanto daño has hecho. Mala ventura haya tu cuerpo, porque jamás quisiste a un prohombre. A tantos prohombres has hecho cortar la cabeza, que es un gran dolor. Caballero que quieres llevar el palafrén, aún no sabes los males que todavía te aguardan si lo tocas con tu mano. Caballero, ¿por qué te acercas? En verdad no te acercarías si supieras los grandes agravios, los grandes males y los grandes pesares que se te echarán encima si lo llevas.

Así decían todos y todas, porque querían echar a mi señor Gauvain, para que no fuera hasta el palafrén, y que se diera la vuelta. El los oye y entiende bien, pero no por ello quiere abandonar nada, y va saludando a los grupos, y todos y todas le devuelven el saludo de tal manera que parece que todos juntos sintieran gran angustia y aflicción. Mi señor Gauvain se dirige hacia el palafrén y tiende la mano, queriendo agarrarle por el freno, pues no le faltaban freno ni silla. Pero un robusto caballero que estaba sentado bajo un verdeante olivo le dijo:

-Caballero, en vano habéis venido por el palafrén. No acerques ni un dedo, pues sería mucho orgullo por tu parte. Sin embargo, yo no quiero contradecirte ni prohibírtelo, si tanto empeño tienes en cogerlo, pero te aconsejo que te vayas, pues fuera de aquí, si te lo llevas, toparás con una gran adversidad.

-Por eso no lo voy a dejar -dijo mi señor Gauvain-, buen señor, pues me envía la doncella que se mira bajo el olmo. Y si no lo llevo conmigo, ¿qué habría venido a buscar? Sería deshonrado en la tierra como cobarde y débil.

-Y quedarás maltrecho, buen hermano -dijo el robusto caballero-, ya que, por Dios, a quien yo quisiera entregar mi alma, no ha habido caballero que osara cogerlo, así como tú quieres hacer, a quien no le alcanzara tan grave daño que la cabeza le fuera cortada. Eso temo yo que te ocurra. Y si te lo he prohibido, no ha sido con mala voluntad, pues si quieres, te lo llevarás, ni por mí ni por nadie de los que aquí ves te verás obligado a dejarlo, perotendrás muy malos caminos si osas sacarlo de aquí. Yo no te aconsejo que lo hagas, porque perderías la cabeza.

Mi señor Gauvain no se detiene ni poco ni mucho después de estas palabras. Hizo pasar por el tablón, delante de él, al palafrén, que tenía un lado de la cabeza

blanco y otro negro, y que sabía muy bien pasar por allí, pues lo había hecho muchas veces, era ducho y experimentado. Mi señor Gauvain lo tomó por las riendas, que eran de seda, y se encaminó todo derecho hasta el olmo en donde la doncella se miraba. Para poder mirarse libremente el rostro y el cuerpo, había dejado caer a tierra su manto y su cofia. Mi señor Gauvain le entrega el palafrén con la silla y, dice:

-Venid aquí, doncella, os ayudaré a montar. -Que Dios no te permita contar -dice ella- en la corte adonde me llevas que me has

tenido entre tus brazos. Si con tu mano desnuda tocaras, manosearas o palparas nada de lo que hay sobre mí, me consideraría deshonrada. Me sentiría muy desgraciada si se contara o supiera que habías tocado mi carne, y preferiría que me arrancasen carne y piel hasta el hueso; aquí mismo oso decirlo. Dame pronto el palafrén, que yo montaré sola. No quiero ninguna ayuda tuya. Y que Dios me conceda hoy mismo lo que deseo ver de ti: que recibas gran afrenta antes de que llegue la noche. Encamínate hacia donde quieras, pero a mi cuerpo y a mi

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ropa no te acerques. Yo iré siempre siguiéndote hasta que por mí te sobrevenga una gran adversidad, en afrenta y mala ventura. Y estoy completamente segura que te haré maltratar: esto es infalible, como la muerte.

Mi señor Gauvain escucha todo cuanto le dice la orgullosa doncella sin responder palabra, pero le da su palafrén y ella le entrega su caballo. Y mi señor Gauvain se inclina para recoger su manto del suelo y ponérselo, y la doncella, que no era lenta ni cobarde para ultrajar a un caballero, le mira y dice:

-Vasallo, ¿a ti qué se te da de mi manto y de mi toga? Por Dios, que no soy ni la mitad de tonta de lo que piensas. Verdaderamente no tengo ningún deseo de que te pongas a servirme, porque no tienes las manos tan limpias como para tocar cosa que yo vista o ponga sobre mi cabeza. ¿Irías tú a coger cosa alguna que toque mi cuerpo, mi boca, mi frente o mi rostro? Que Dios no me haga jamás el honor de complacerme de ninguna manera en aceptar tus servicios.

Y así la doncella monta, se cubre y añade: -Caballero, ahora id hacia el lugar que queráis, que yo os seguiré por todas partes hasta

que os vea ultrajado por mí, lo que ocurrirá hoy, si Dios quiere. Y mi señor Gauvain calla, sin responder una sola palabra. Todo avergonzado monta, y

así parten. Se dirige cabizbajo hacia el roble donde dejó a la doncella y al caballero que tan necesitado estaba de un médico, a causa de las heridas que tenía. Mi señor Gauvain sabía más que nadie cómo curar heridas y vio junto a un seto una hierba excelente para calmar el dolor de las llagas, y fue a cogerla. La recoge y así continúa hasta que encuentra a la doncella haciendo duelo bajo el roble. Y en cuanto lo vio le dijo ella:

-Querido y buen señor, ahora creo que sí que está muerto este caballero, pues no oye ni me entiende.

Y mi señor Gauvain desmonta, y encuentra que tenía el pulso muy acelerado y que no tenía demasiado frías la boca ni las mejillas.

-Este caballero, doncella, está vivo, podéis estar segura -dice-. Tiene buen pulso y respiración vigorosa, y no tiene herida mortal. He traído una hierba tal que mucho ha de ayudarle, según pienso, y que en cuanto la sienta le quitará gran parte del dolor de sus heridas. Dicen los libros que no hay mejor hierba para aplicar a las heridas, pues aseguran que su virtud es tan poderosa que si la pusieran sobre la corteza de un árbol enteco, pero no totalmente seco, las raíces revivirían y el árbol se tornaría sano hasta el punto de poder volver a echar hojas y florecer. Así pues, vuestro amigo, doncella, no estará ya en peligro de muerte, en cuanto le hayamos puesto estas hierbas sobre sus heridas y vendado convenientemente. Pero para hacerlo bien sería necesaria una cofia fina.

-Ahora mismo os daré esta misma de mi cabeza, porque no he traído ninguna otra -dice ella, a quien esto no le pesa en absoluto.

Se quitó la cofia de la cabeza, una cofia muy blanca y delgada. Y mi señor Gauvain la rasgó, pues así convenía hacerlo, y con la hierba que traía le vendó todas las heridas. Y la doncella le ayudaba lo mejor que podía y sabía. Mi señor Gauvain no se mueve hasta que el caballero suspira y habla y dice:

-Dios recompense al que me ha devuelto el habla, pues he tenido mucho miedo de morir sin confesión. Los diablos en procesión habían venido a por mi alma. Antes de que me entierren, quisiera confesarme. Sé de un capellán aquí cerca. Si tuviera en qué montar, iría a decir y contar mis pecados en confesión, y comulgaría. Entonces ya no temería a la muerte, una vez comulgado y confesado. Pero hacedme ahora un servicio, si no os pesa: dadme el rocín de ese escudero que por allí viene al trote.

Cuando mi señor Gauvain lo oyó, se dio media vuelta y vio venir a un desagradable escudero. ¿Y cómo era él? Os lo diré: tenía los cabellos enmarañados y rojos, tiesos y

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erizados como los de un puerco espín irritado. Otro tanto ocurría con sus cejas, que le cubrían todo el rostro y la nariz hasta los bigotes, que tenía largos y retorcidos. Tenía la boca hendida y la barba espesa, dividida y luego rizada, corto el cuello y el pecho echado para afuera. Mi señor Gauvain iba ya hacia él para saber si podría obtener el rocín, pero antes dijo al caballero:

-Señor, así Dios me guarde, no sé quién es este caballero. Antes os daría siete corceles, si aquí de la rienda cogidos los tuviera, que su rocín, sea como sea.

-Señor -dijo él-, sabed que no va en busca sino de vuestro mal, si le es posible. Mi señor Gauvain se dirige hacia el escudero que venía, y le pregunta adónde iba. El,

que no era nada amable, le dijo: -Vasallo, ¿a ti qué te importa adonde yo vaya o de dónde venga yo? Sea cual sea mi

camino, que tu cuerpo haya mala ventura. Al momento mi señor Gauvain le da su merecido, golpeándole con la mano abierta, y

como tenía el brazo armado y le da con muchas ganas, le volcó y vació la silla. Y cuando él quiso levantarse, se tambalea y vuelve a caer. Siete veces o más volvió a caer, sin exagerar, en menos espacio de tierra que una lanza de abeto. Y cuando se hubo levantado, dijo:

-Vasallo, me habéis pegado. -Cierto -dijo él-; te he pegado, pero no te he hecho mucho daño. Y aunque me pesa de

todas formas haberte pegado, bien sabe Dios que tú dijiste grandes tonterías. -Pues no dejaré de deciros el pago que recibiréis: perderéis la mano y el brazo con el

que me habéis dado el golpe, pues nunca os será perdonado. Y mientras esto ocurría, al caballero herido le volvió el corazón, que tenía muy

desmayado, y dijo a mi señor Gauvain: -Dejad a este escudero, buen señor, pues no le oiréis decir nada que os honre. Dejadlo y

obraréis cuerdamente, pero traedme su rocín y tomad a esta doncella que veis a mi lado y cinchad su palafrén, luego ayudadla a montar, pues no quiero quedarme más aquí. Yo montaré si puedo en el rocín e iré en busca de un lugar donde pueda confesarme, porque no quiero cejar hasta haberme confesado, comulgado y recibido la extremaunción.

Al instante mi señor Gauvain toma el rocín y se lo entrega al caballero, quien, como le había vuelto la vista y se le había aclarado, vio entonces a mi señor Gauvain y le reconoció. Mi- señor Gauvain había tomado a la doncella y como amable y cortés la ha puesto sobre el palafrén noruego. Y mientras la ayudaba, el caballero tomó su caballo y montó en él, y empezó a caracolear aquí y allá. Mi señor Gauvain le mira, galopando por el otero, se maravilla y se ríe, y así riendo le dice:

Señor caballero, a fe mía, es una gran locura lo que veo, que hagáis caracolear a mi caballo. Desmontad y dádmelo, que podéis empeorar y abrir vuestras heridas.

Y éste responde: -Gauvain, cállate. Toma el rocín y harás bien, porque has perdido tu caballo. Lo he

hecho caracolear para mí, y me lo llevaré como si fuera mío. -¡Pero cómo! He venido hasta aquí por tu bien, ¿y tú habrás de hacerme daño? No te

lleves mi caballo, pues cometerías traición. -Gauvain, por mucho desprecio que cayera sobre mí, quisiera sacarte el corazón de tus

entrañas con mis dos manos. -Ahora entiendo -respondió a esto Gauvain- un proverbio que cuentan y que dice: bien

que se hace, cuello roto. Pero me gustaría mucho saber por qué quisieras arrancarme el corazón y por qué me quitas el caballo, cuando nunca quise hacerte ningún daño, ni te lo hice en toda mi vida. No creía merecer eso de ti, puesto que hasta ahora, que yo sepa, nunca te había visto.

-Sí lo has merecido, Gauvain, y me viste cuando me hiciste una gran afrenta. ¿No te acuerdas de aquel a quien tanto pesar causaste que le hiciste comer con los perros durante un mes, a la fuerza, con las manos atadas a la espalda? Sabe que te comportaste como un necio, y

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que por eso ahora recibes gran ultraje.

-¿Así, pues, eres Greoreas, el que tomó por fuerza a una doncella e hizo con ella lo que quiso? Y sin embargo, bien sabías tú que en la tierra del rey Artús las doncellas están protegidas: el rey les ha concedido su amparo, y las protege y salvaguarda. No pienso ni creo que tú por ese daño me odies ni que por ese mal me persigas, pues lo hice en nombre de justicia leal, establecida y asentada en toda la tierra del rey.

-Gauvain, tú te tomaste conmigo la justicia, bien me acuerdo. Ahora no tienes otro remedio que sufrir lo que yo haga; me iré a Gringalet, ya que no puedo tomar mejor venganza por ahora. Tendrás que cambiar tu caballo por el rocín del escudero que has derribado, pues no tienes otra alternativa.

Entonces Greoreas le deja y se va detrás de su amiga, que se alejaba al galope, y él la sigue velozmente. Y la malvada doncella se ríe de mi señor Gauvain, y dice:

-Vasallo, vasallo, ¿qué haréis? Bien se puede decir de vos que no todos los tontos han perecido. En verdad, ahora sí que va a ser divertido ir detrás de vos, Dios me valga. Ya podéis ir adonde sea, que os seguiré de muy buen grado. ¡Ojalá fuera una mula el rocín que le habéis quitado al escudero! Sabed que lo desearía porque ello os daría aún más vergüenza.

Mi señor Gauvain monta en el rocín trotón y ridículo, como que no puede hacer nada mejor. El rocín era una bestia muy fea: esquelético el cuello, abultada la cabeza, de largas y colgantes orejas, y con todos los achaques de la vejez, pues un belfo no encajaba con el otro. Tenía los ojos turbios y oscuros, las patas con costras, duros los costados, destrozados por las espuelas. Era el rocín largo y escuálido, flaca la grupa y torcido el espinazo. Las riendas y la cabezada del freno eran de cuerda; la silla no llevaba cubierta, y hacía ya mucho tiempo que fue nueva. Encuentra flojos y cortos los estribos, y no osa afirmarse en ellos.

-¡Ah! Ciertamente ahora la cosa va bien -dice la doncella machacona-; ahora iré feliz y contenta adonde quiera que vayáis. Ahora es justo y razonable que os siga ocho o quince días enteros, o tres semanas o un mes. Ahora tenéis un buen arnés, montáis un buen corcel, tenéis todo el aspecto de un caballero que acompaña a una doncella. Desde ahora quiero divertirme viendo vuestras desventuras. Picad un poco a vuestro caballo con las espuelas, intentadlo, no os desaniméis, porque es muy veloz y corredor. Yo os seguiré, pues hemos quedado en que no os abandonaré hasta que en verdad os sobrevenga una afrenta, lo que no dejará de ocurriros.

Y él le respondió: Dulce amiga, diréis lo que os plazca, pero no le conviene a doncella ser tan maldiciente

cuando ya ha pasado los diez años, sino que debe ser bien educada y cortés, si tiene buen entendimiento.

¿Cómo, caballero, por mala ventura pretendéis darme lecciones? Vuestras lecciones no me importan. Seguid y callaros, que ahora vais equipado como yo os quería ver.

Así cabalgan hasta el atardecer, los dos callados. El va abriendo camino, y ella le sigue. No sabe él qué hacer de su rocín, pues por muchos esfuerzos que haga no consigue hacerle correr ni galopar. Lo quiera él o no, le lleva al paso, porque si le pica con las espuelas le sume en un caminar tan molesto, sacudiéndole las entrañas, que no puede soportar de ninguna manera que vaya más que al paso. Y así va avanzando sobré su rocín por florestas yermas solitarias, hasta que llegó a una llanura, cerca de un río profundo, y tan ancho que una honda de catapulta o pedrero no tiraría hasta el otro lado, que ni una ballesta alcanzaría. En la otra orilla se levantaba sobre el agua un castillo muy bien construido, muy fuerte y muy rico. No quiero que me permitan mentir: el castillo estaba construido con gran riqueza, sobre un acantilado, y no vieron ojos de hombre viviente tan opulenta fortaleza, pues tenía un enorme palacio todo él en mármol negro, que se asentaba sobre una roca viva. El palacio tenía por lo menos quinientas ventanas abiertas, todas llenas de damas y doncellas que contemplaban ante ellas los prados y los floridos vergeles. La mayoría de las doncellas iban vestidas de seda, con briales de, diversos colores y telas tejidas con oro. Así en las ventanas estaban las doncellas, y se veían sus cabezas resplandecientes y sus hermosos cuerpos, que desde fuera sólo se podían ver de cintura para arriba. Y la más perversa criatura del mundo, que llevaba mi señor

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Gauvain, se dirigió derecha al río; luego se detuvo, desmontó del pequeño palafrén salpicado y encontró en la orilla una barca que estaba cerrada con llave y atada a una grada. En la barca había un remo y sobre la grada estaba la llave con la que estaba cerrada. La doncella, que tenía un vil corazón en las entrañas, entró en la barca, y tras ella su palafrén, que ya había hecho eso mismo muchas otras veces.

-Vasallo -dijo ella-, desmontad y entrad conmigo y con vuestro rocín, que está más flaco que un polluelo, y desanclad esta chalupa; pues mal año os vendrá si no atravesáis pronto estas aguas o si presto no os ponéis a nadar.

¡Vaya! ¿Y por qué, doncella? No veis lo que yo veo, caballero, que pronto huiríais si lo vierais. Entonces mi señor Guavain vuelve la cabeza y ve venir por la landa a un caballero

completamente armado, y le pregunta: Amiga, no os pese, decidme quién es ese que monta mi caballo, que me quitó el traidor

a quien yo sané las heridas esta mañana. Yo te lo diré, por San Martín -dice la doncella alegremente-, pero has de saber muy de

verdad que por nada te lo diría, si viese en ello algo bueno para ti. Pero como estoy segura de que viene para tu mala ventura, no te lo ocultaré: es el sobrino de Greoreas, quien le ha mandado en tu persecución, y yo te diré por qué, ya que me lo has preguntado. Su tío le ha encargado que te siga hasta que te haya matado y le lleve tu cabeza como regalo. Por eso te aconsejo que desmontes, si no quieres hallar la muerte aquí, y que entres y huyas.

-En verdad que no he de huir de él, doncella, sino que le esperaré. -No pienso impedírtelo, en verdad -dice la doncella-, antes me callo, pues vais a galopar

y aguijar muy gallardamente ante esas doncellas gentiles y hermosas que están allí, apoyadas en las ventanas. Por vos han venido, para regocijarse con vuestra situación. ¡Aguijad! Les daréis una gran alegría, pues montáis un buen corcel, y bien parecéis un caballero dispuesto a justar con otro.

-Me cueste lo que me cueste, doncella, no me esconderé, sino que iré a su encuentro, porque si puedo recuperar mi caballo me llevaré una gran alegría.

En seguida se vuelve hacia la landa y dirige la cabeza de su rocín hacia el que venía por el arenal aguijando con las espuelas. Y mi señor Gauvain le aguarda, pero se afirma tan recio sobre los estribos que rompe por completo el izquierdo y pierde el derecho, y así espera al caballero sin que el rocín se mueva, y por mucho que lo espolea no puede hacerlo mover.

-¡Ay! -dice- ¡Qué mal le sienta a un caballero montar un rocín cuando quiere ejercitar las armas!

El caballero aguija hacia él, en su caballo, que no cojea, y le asesta tal golpe a través con la lanza que ésta se dobla y se rompe y el hierro se queda clavado en el escudo. Y mi señor Gauvain le golpea sobre el refuerzo del escudo, y le da tan fuerte que le atraviesa el escudo y la loriga de un lado a otro, abatiéndole sobre la fina arena; tiende la mano, detiene al caballo y salta sobre la silla. Muy agradable le resultó esta aventura, y sintió en su corazón tal alegría como nunca en toda su vida ningún asunto le había deparado. Se dirige a la doncella que había entrado en la barca, pero no encontró ni barca ni doncella, y le molestó mucho haberla perdido así, pues no sabe qué ha sido de ella.

El Castillo de las Reinas y el Lecho Maravilloso (vs. 7371-8371)

Y mientras estaba pensando en la doncella vio venir del castillo un esquife conducido por un barquero, que en cuanto llegó al embarcadero le dijo:

-Señor, os traigo saludos de parte de aquellas doncellas, y a la vez os mandan que no retengáis mi feudo. Entregádmelo, si os dignáis.

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Y él responde: -Dios bendiga a todas las doncellas juntas y luego a ti. Nada que puedas reclamar en

derecho perderás por mí, pues no quiero hacerte ningún entuerto. ¿Pero qué feudo me pides? -Señor, os he visto derribar a un caballero, y debo recibir el corcel. Si no queréis

cometer una injusticia conmigo, debéis darme el corcel. Y él le dijo. -Amigo, me sería muy enojoso satisfacer este feudo, pues tendría que marcharme a pie. -Pues bien, caballero, si no me dais mi feudo os lo tomarán muy a mal y os

considerarán desleal aquellas doncellas que allí veis. Jamás ocurrió que fuera derribado caballero, que yo sepa, sin que yo obtuviera su caballo, y si no tuve el caballo, no me faltó el caballero.

Y mi señor Gauvain le dijo: -Amigo, tomad sin problemas el caballero, porque yo os lo doy.

-A fe mía, poco me interesa ese regalo -dijo el barquero-. Vos mismo, según pienso, tendríais muchas dificultades en capturarlo, si él quisiera resistírseos. Sin embargo, si tanto valéis, id a prenderlo y traédmelo, y quedaréis libre de mi feudo.

-Amigo, si desmonto, ¿podré confiar en que me guardaréis el caballo de buena fe? -Sí, con seguridad -dice-, os lo guardaré lealmente y os lo devolveré de buen grado, y

mientras viva os aseguro y prometo que no os causaré ningún daño. -Y yo te creo -dijo él- bajo tu palabra y tu fe. En seguida desmonta de su caballo, se lo encomienda y éste lo toma y dice que lo

guardará de buena fe. Y mi señor Gauvain se va con la espada desenvainada hacia aquel que no necesitaba más disgustos, pues estaba herido en el costado y había perdido mucha sangre. Mi señor Gauvain le conmina.

-Señor, no sabría ocultaros -dice aquel que estaba desmayado- que estoy tan gravemente herido que no me hacía falta nada peor. He perdido un sextario de sangre y me pongo a vuestra merced.

-Pues levantaos -dice él. Se levanta a duras penas y mi señor Gauvain lo lleva al barquero, que se lo agradece. Y

mi señor Gauvain le ruega que le dé noticias de una doncella que él había traído, que a dónde se había ido. Y él responde:

-Señor, no os preocupéis de la doncella ni de a dónde vaya, pues no es doncella, es peor que Satanás, ya que en este puerto ha hecho cortar la cabeza de muchos caballeros. Pero si queréis creerme, venid hoy a albergaron a tal casa como la mía, pues no os sería de buen provecho quedaros en esta ribera, ya que es una tierra salvaje, llena de grandes maravillas.

-Amigo, ya que tú me lo aconsejas, quiero atenerme a tu parecer, me ocurra lo que me ocurra.

Sigue el consejo del barquero, que mete dentro su caballo, entra a su vez, y parten. Por fin llegan a la otra ribera. Cerca del río estaba la casa del barquero, y era tal que podía albergar a un conde, y él se sintió muy a sus anchas. El barquero llevó a su huésped y a su prisionero, y les hizo tantos agasajos como pudo. Mi señor Gauvain fue servido con cuanto conviene a un hombre principal: chorlitos, faisanes, perdices y venados hubo para cenar, y los vinos eran fuertes y claros, blancos y tintos, nuevos y viejos. El barquero estaba muy contento con su prisionero y con su huésped. Cuando hubieron comido, fue quitada la mesa y volvieron a lavarse las manos. Y por la noche tuvo mi señor Gauvain hostal y anfitrión muy a su gusto, pues le agradó y le plugo mucho el servicio del barquero. Al día siguiente, tan pronto como pudo ver que llegaba el día, se levantó, como si debiera hacerlo, pero es que estaba acostumbrado a ello. Y el barquero también se levantó, por amor a él, y los dos se apoyaron en la ventana de una torrecilla. Mi señor Gauvain contempló el país, que era muy hermoso y vio los bosques y los llanos, y el castillo sobre el acantilado.

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-Huésped -le dijo-, si no os pesara, querría preguntaros quién es el señor de esta tierra y de este castillo de al lado.

Y el huésped le respondió al instante: -Señor, no lo sé. -¿No la sabéis? Es increíble lo que decís, que siendo servidor del castillo y recibiendo

de él grandes rentas no sepáis quién es su señor. -En verdad os lo puedo decir, ni lo sé ni lo supe nunca -respondió él. -Buen huésped, decidme entonces quién guarda y defiende el castillo. -Señor, tiene muy buena defensa: quinientos hombres que todos los días están prestos a

disparar arcos y ballestas. Si alguien quiere hacer daño, tienen una organización tan ingeniosa que no pararían nunca de disparar, sin cansarse. Pero os diré cuál es la situación: hay una reina, dama de muy alto rango, rica y discreta, que es de linaje muy principal. Vino a vivir a este país con todo su tesoro, pues tiene mucho oro y mucha plata, y se hizo esta poderosa mansión que veis delante de vos; y trajo consigo a una a la que ama mucho y llama reina e hija. Esta tiene a su vez otra hija, que no rebaja ni deshonra su linaje, pues no creo que haya en el cielo criatura más hermosa y bien criada. Y la sala está muy bien protegida, por arte y por encantamiento, como sabréis pronto, si os place que os lo diga. Un clérigo sabio en astronomía que trajo la reina a este palacio ha hecho tan grandes maravillas como nunca oísteis mentar: ningún caballero que entre puede permanecer sano y vivo el tiempo de recorrer una legua, si hay en él codicia o cualquier mal vicio de adulación o avaricia. Los cobardes y los traidores no sobreviven, los fementidos y los perjuros mueren tan inapelablemente que no pueden durar ni vivir. Hay un buen número de pajes recogidos de tierras diversas, que sirven con las armas. Habrá más de quinientos, unos barbudos, otros no: cien que no tienen barba ni bigote, otros cien con barbas incipientes y cien que se afeitan y rapan la barba todas las semanas, cien que la tienen más blanca que la lana y cien a los que les van saliendo canas. Hay también ancianas señoras que no tienen ni marido ni señor, aunque son gente de hacienda y honra, injustamente desposeídas cuando murieron sus maridos. Y doncellas huérfanas, a las que las dos reinas honran mucho. Toda esta gente va y viene por el palacio con la loca esperanza de que llegue un caballero que las proteja, que devuelva sus honores a las damas, dé marido a las doncellas y haga caballeros a los pajes, lo que no ocurrirá jamás. Porque antes de que aparezca un caballero que pueda permanecer en el castillo se helaría todo el mar, ya que tendría que ser perfectamente hermoso, discreto, sin codicia, valiente y audaz, franco, leal, sin villanía y mal ninguno. Si uno tal pudiera llegar, éste podría mantener el castillo, éste devolvería sus tierras a las damas, haría paz de mortales guerras, casaría a las doncellas, armaría a los pajes y libraría al palacio de sus encantamientos sin tardanza.

Estas nuevas le gustaron a mi señor Gauvain y le resultaron muy agradables. Huésped -dijo-, bajemos, y hacedme devolver sin demora mis armas y mi caballo,

porque no quiero esperar más aquí, y allá he de ir. -Señor, ¿a dónde? Quedaos aquí, así Dios os guarde, hoy y mañana, o más. -Huésped, esto no será ahora, y bendita sea vuestra hospitalidad. Pero, así Dios me

valga, iré allá arriba a ver las doncellas y maravillas que encierra. -¡Callad, señor! Si Dios quiere no haréis esta locura. Creedme, y quedaos. -¡Callad, huésped! Me consideráis poltrón y cobarde. Que Dios no reciba mi alma si

pido más consejos. -Callaré, a fe, pues sería esforzarme en vano. Puesto que tanto os agrada, id allí, aunque

mucho me pesa. Es preciso que yo os conduzca, y, sabedlo bien, ningún otro guía os sería más útil que yo. Pero quiero que me concedáis un don.

-¿Qué don, huésped? Quiero saberlo. -Antes tendréis que hacerme la promesa. Buen huésped, haré vuestra voluntad, con tal de que en ello no haya deshonra. Entonces ordena que le saquen el corcel del establo enjaezado para cabalgar y pide sus

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armas, que al punto le son traídas. Se arma, monta y parte, y el barquero, a su vez, monta en su palafrén, pues quiere guiarlo lealmente hasta allí donde va en contra de su parecer. Por fin llegaron al pie de los peldaños que introducían al palacio, y encontraron sobre un haz de hierba sentado a un cojo solitario, que tenía una pierna artificial de plata o bañada en plata, y que de trecho en trecho tenía aros de oro y piedras preciosas. No tenía el cojo las manos ociosas, ya que con una navaja se entretenía en pulir un bastón de fresno. No dirigió una sola palabra a los que pasaban delante de él y ellos tampoco le dijeron nada. Y el barquero atrajo hacia sí a mi señor Gauvain y le dijo:

-Señor, ¿Qué os parece este cojo? -Que su pierna no es de chopo, a fe mía, pues es muy bello lo que en ella vi -dice mi

señor Gauvain. -Por el nombre de Dios -dice el barquero-, es muy rico este cojo, en grandes y hermosas

rentas. Y si no fuera porque yo os conduzco y acompaño, habríais oído nuevas que os hubieran resultado muy desagradables.

Así continúan los dos hasta que llegan al palacio, cuya entrada era muy alta y las puertas ricas y bellas, pues todos los goznes y cerrojos eran de oro puro, según atestigua la historia. Una de las puertas era de marfil, bien cincelada por arriba; otra era de ébano, también trabajada en lo alto, y las dos estaban decoradas con oro y piedras valiosas. El pavimento del palacio era verde, bermejo, índigo y azul persa, con todos los colores variado, muy bien trabajado y pulido. En medio del palacio había un lecho sin parte alguna de madera, pues todo era de oro, salvo las cuerdas, que eran de plata. Acerca de este lecho no os cuento ninguna fábula. De cada uno de los lazos pendía una campanilla, y sobre él estaba extendida una gran colcha de seda. En cada pie del lecho había un carbunclo engastado, y daban mayor claridad que cuatro cirios encendidos. Descansaba sobre figuras de perro que hacían muecas y los perros se apoyaban sobre cuatro ruedas tan ligeras y movedizas que con que alguien lo empujara un poco con el dedo se iba de un lado a otro allí dentro. Así era el lecho. que estaba en medio del palacio, y en verdad os digo que jamás hubo otro tal ni para rey ni para conde. Quiero que se me crea que en el palacio no había nada de yeso, pues sus paredes eran de mármol, y en la entrada había unas vidrieras tan claras que quien estuviera al tanto veía a través de los cristales a todo aquel que entraba en el palacio en cuanto atravesara la puerta. Los muros estaban pintados de colores, de los mejores y más caros que se pueden hacer o imaginar; pero no quiero dar cuenta y explicaciones de todas las cosas. En el palacio había cuatrocientas ventanas cerradas y cien abiertas. Mi señor Gauvain recorrió el palacio examinando esto y aquello. Y cuando todo lo hubo mirado llamó al barquero y dijo:

-Buen huésped, no veo aquí nada por lo que el palacio sea tan temible, y no se deba entrar en él. ¿Qué decís? ¿En qué pensabais cuando tan a porfía queríais impedir que viniera a verlo? En ese lecho quiero echarme y descansar un rato, porque nunca vi uno tan suntuoso.

-¡Ah, gentil señor! Dios os guarde de que os acerquéis, porque si os aproximáis° moriréis de la peor muerte que jamás tuvo caballero.

-¿Qué he de hacer entonces, huésped? -¿Qué, señor? Os lo diré, ya que os veo dispuesto a conservar la vida. Cuando vos

dijisteis que vendríais aquí, en mi casa, yo os pedí un don, sin que vos lo conocierais. Ahora os lo quiero reclamar: que volváis a vuestra tierra y contéis a vuestros amigos y a las gentes de vuestro país que habéis visto un palacio tan rico como vos y ellos no saben de ningún otro.

-Y al mismo tiempo diré que Dios me odia y que estoy deshonrado. Aunque me parece, huésped, que lo decís por mi bien, por nada dejaré de sentarme en este lecho y de ver a las doncellas que ayer tarde se apoyaban en las ventanas, os lo aseguro.

Y él, que ya retrocede para escapar mejor, le responde: -No veréis a ninguna doncella de las que habláis. Marchaos de aquí como habéis

venido, porque aquí no hay absolutamente nada que ver para vos. Pero a vos, así Dios me guarde, os están viendo claramente a través de esas ventanas de vidrio las doncellas y las

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reinas y las damas, que están en las habitaciones de al lado. -A fe mía -dice mi señor Gauvain-, si no veo a las doncellas, por lo menos he de

sentarme en ese lecho. No pienso ni creo que este lecho no sea para que se acueste en él un gentilhombre o una dama principal. Y yo me sentaré en él, por mi alma, me pase lo que tenga que pasarme.

Al ver que no puede retenerlo, deja de hablarle; pero no quiere quedarse en el palacio y verle sentarse en el lecho, por lo que se marcha, diciéndole:

-Señor, mucho me apena y me pesa vuestra muerte, pues no ha habido caballero que se echara en este lecho y que saliera con vida, ya que es el lecho de la Maravilla, en el que nadie duerme ni dormita ni descansa ni yace que se levante sano y vivo. Será una gran desgracia que dejéis aquí vuestra vida en gaje, sin redención ni rescate. Y puesto que ni por amor ni con disputa puedo sacaros de aquí, que Dios tenga piedad de vuestra alma. Yo no podría sufrir la contemplación de vuestra muerte.

Entonces sale fuera del palacio, y mi señor Gauvain se sienta en el lecho, armado como iba, con el escudo colgado al cuello. Nada más sentarse, las cuerdas dieron un grito y todas las campanas sonaron atronando todo el palacio, se abren las ventanas y se descubren las maravillas, aparecen los encantamientos. Desde las ventanas volaron hacia dentro dardos y saetas, de las cuales más de cien se hincaron en el escudo de mi señor Gauvain, sin que él supiera quién le había atacado. Los encantamientos eran tales que ningún hombre podía ver de dónde venían los dardos ni los arqueros que los disparaban. Y bien podéis imaginaros el gran ruido que hicieron las ballestas y los arcos al distenderse: ni por mil marcos hubiera querido mi señor Gauvain encontrarse allí en aquel momento. Pero al instante las ventanas se cerraron de nuevo, sin que nadie las tocara. Y mi señor Gauvain empezó a quitarse los dardos que estaban clavados en su escudo y que le habían herido en varios lugares del cuerpo, que ma-naba sangre. Pero antes de que los hubiera sacado todos, le vino encima otra prueba: un villano dio una patada a un portón, abriéndolo, y desde una bóveda saltó un león famélico, fuerte y fiero, grande y maravilloso, que atacó a mi señor Gauvain con gran fiereza y que le clavó las uñas en el escudo como si fuera de cera y le derribó haciéndole arrodillarse. Pero al punto se levantó y, sacando la espada de la vaina, le golpeó con ella de tal modo que le cortó la cabeza y las dos garras.

Entonces se sintió contento mi señor Gauvain, porque las garras quedaron colgando por las uñas del escudo, una por el lado de dentro y otra por el de fuera. Y, una vez muerto el león, se quedó sentado sobre el lecho, y su huésped, con cara alegre, volvió de nuevo al palacio, lo encontró sentado en el lecho y dijo:

-Señor, os aseguro que ya nada tenéis que temer. Quitaos todas vuestras armas, pues las maravillas del palacio que buscabais han terminado para siempre, y aquí seréis servido y honrado por jóvenes y canosos, adorado sea Dios.

Llegaron entonces muchos pajes, muy bien vestidos con cotas, y arrodillándose todos, dijeron: -Gentil, querido y dulce señor, nuestros servicios os presentamos como a aquel que hemos esperado y deseado durante largo tiempo.

-Y yo he tardado demasiado en libertaros, me parece. Entonces uno de ellos comienza a desarmarle y otros van a por el caballo que se había

quedado fuera para llevarlo al establo. Y mientras se desarmaba, entró una doncella muy hermosa y cortés, que llevaba en la cabeza un aro de oro, y cuyos cabellos eran tan rubios o más que el oro. El rostro era blanco, y la naturaleza había iluminado su superficie con un color hermoso y puro. La doncella era muy airosa, hermosa, bien formada, alta y erguida. Tras ella venían otras doncellas, muy bellas y gentiles, y un paje solo que llevaba al hombro una cota, un manto y una sobrecota. El manto era de armiño y de cebellinas negras como moras, y el forro era de escarlata bermeja. Mi señor Gauvain se maravilla de las doncellas que ve llegar, y no se puede contener de salir a su encuentro poniéndose en pie y diciendo:

-Doncellas, bienvenidas seáis.

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Y la primera se inclina y dice: -Mi señora la reina, gentil y caro señor, os manda saludos; y ha ordenado a toda su

gente que os tengan por señor y que presto vengan todos a serviros. Yo os presento la primera y sin engaño mi servicio, y todas estas doncellas que vienen os consideran su señor, a quien mucho habían deseado. Ahora, al veros el mejor de los prohombres, sienten gran alegría. Señor, nada más, salvo que estamos dispuestas a serviros.

Al decir esto se arrodillaron todas, y le hacen reverencia como destinadas a servirlo y honrarlo. Y él las hace levantarse y luego sentarse sin demora, complaciéndose mucho al verlas, más aún que por lo hermosas que son, porque hacen de él su príncipe y señor. Siente el mayor gozo que nunca tuvo, por el honor que Dios le ha hecho. Entonces la doncella se adelantó, y dijo:

-Mi señora os envía estas ropas para que os vistáis antes de que os vea, pues imagina, como la que no carece de discreción y cortesía, que habréis pasado grandes trabajos, grandes afanes, y grandes calores. Vestíoslas y probadlas para ver si son de vuestra medida, ya que después del calor los discretos se guardan del frío, porque turba y penetra la sangre. Por eso mi señora la reina os envía esta ropa de armiño, para que el frío no os haga daño, porque así como el agua se convierte en hielo, la sangre se coagula y cuaja después del calor, cuando se tiembla.

Y mi señor Gauvain responde, como el más cortés del mundo: -Aquel Señor en quien no falta ningún bien salve a mi señora la reina y a vos, que sois

tan bien hablada, cortés y agradable. Muy discreta es la señora, me parece, cuando sus mensajes son tan corteses. Sabe muy bien lo que necesita un caballero cuando por su merced me envía ropas para vestirme: agradecédselo mucho de mi parte.

-Así lo haré, os lo aseguro, y de muy buen grado -dice la doncella-, y mientras tanto vos podréis vestiros y contemplar desde las ventanas las particularidades del país, o podréis, si así os place, subir a aquella torre para mirar los bosques, las llanuras y los ríos, mientras que yo vuelvo. Entonces la doncella se da la vuelta y mi señor Gauvain se atavía con las ricas vestiduras, y se sujeta el cuello con un broche que pendía del trascol. Después le viene en gana ir a ver lo que hay en la torre. Va con su huésped y suben por una escalera de caracol adosada al palacio abovedado hasta que llegan arriba de la torre y ven las tierras de alrededor,- más hermosas de lo que se puede describir. Y mi señor Gauvain contempla el río y las tierras llanas, y mirando a su huésped, le dice:

-Huésped, por Dios, me gustaría mucho quedarme aquí, por ir a cazar y venar en las florestas que hay delante de nosotros.

-Señor -dice el barquero- esto más vale que os lo calléis. He oído decir muchas veces que aquel a quien Dios amara tanto que le conceda ser llamado amo, señor y protector aquí dentro, quedará conminado y destinado a no salir nunca de estas habitaciones, con razones o sin ellas. Por eso no os conviene hablar de cazar o venar, pues tenéis que residir aquí dentro, sin salir fuera ni un solo día.

-Callad, huésped -le dice él-, porque perdería el juicio si os escuchara más. Sabed bien que yo no podría vivir ni siete días aquí encerrado, porque me parecerían veinte años, si no pudiera salir tantas veces como pluguiera.

Entonces vuelve abajo y entra en el palacio. Muy enojado y pensativo se queda sentado sobre el lecho, con el rostro doliente y triste, hasta que vuelve la doncella de antes. Cuando mi señor Gauvain la ve se levanta, indignado como estaba, y la saluda al instante. Ella, al notar que le ha mudado la voz y el continente, se da cuenta por su aspecto que está enojado por algo, pero no se atreve a manifestarlo, y dice:

-Señor, cuando os plazca mi señora vendrá a veros. El yantar está preparado y comeréis, si queréis, allí abajo, o arriba.

Y mi señor Gauvain responde: -Hermosa, no me preocupa la comida. Mala ventura me venga si como o tengo alegría

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antes de que me des noticias que me regocijen, pues estoy muy necesitado de ellas. La doncella se retira muy desconcertada. La reina la llama y le pide nuevas. -Hermosa nieta -dice la reina-, ¿en qué disposición y de qué talante habéis encontrado

al buen señor que Dios nos ha hecho encontrar? -¡Ay! Señora, reina honrada, muerta soy de dolor y descorazonada estoy por el

bondadoso señor, pues no he logrado sacarle una sola palabra que no sea de enojo y de ira. La razón de esto no puedo dárosla, puesto que ni él me la ha dicho ni yo la conozco, ni me he atrevido a preguntárselo. Pero puedo deciros de él que hoy, la primera vez, le encontré tan amable, tan bien hablado y alegre que no podía una cansarse de escuchar sus palabras ni de ver su alegre rostro. Pero ahora ha cambiado tanto que me parece que quisiera estar muerto, y que le irrita. todo.

-Nieta, no os preocupéis, porque le tranquilizaré en cuanto me vea. Su ira no será tan grande que no se la quite yo presta, y en su lugar le daré alegría.

Entonces fue la reina al palacio, y con ella la otra reina, que la acompañaba de muy buena gana, y detrás de ellas, doscientas cincuenta doncellas y otros tantos pajes por lo menos. En cuanto mi señor Gauvain vio llegar a la reina, que llevaba a la otra de la mano, el corazón, que con frecuencia adivina, le dijo que aquella era la reina de la que había oído hablar. Pero bien lo podía adivinar por las blancas trenzas que le llegaban hasta las caderas, y por la seda blanca finamente bordada con flores de oro que vestía. Nada más verla, mi señor Gauvain se dirigió a ella, la saludó y ella a él. Y ella dijo:

Señor, yo soy después de vos la señora de este palacio. La señoría os cedo, pues lo habéis merecido sobradamente. Pero, ¿sois vos de la mesnada del rey Artús?

-Sí, señora, en verdad. -Y decidme, ¿sois de los caballeros de la atalaya, que han llevado a cabo numerosas

proezas? -No, señora. -Os creo. Entonces, decidme, ¿de los de la Tabla Redonda, los más preciados del

mundo? -Señora -dijo él-, no osaría decir que soy de los más preciados; no soy de los mejores ni

tampoco creo estar entre los peores. Y ella dice: -Gentil señor, gran cortesía os oigo decir, cuando no os atribuís el mérito de los mejores

ni el oprobio de los peores. Pero ahora decidme cuántos hijos tuvo el rey Lot con su mujer. -Cuatro, señora. -Nombrádmelos. -Señora, Gauvain fue el mayor, el siguiente fue Engrevains, el orgulloso de robustas

manos; y los dos que vinieron después, Gaheries y Guerrehés tienen por nombre. Y la reina añadió: -Señor, así me guarde Nuestro Señor, ésos son sus nombres, según tengo entendido.

¡Ojalá le pluguiera a Dios que estuvieran todos aquí junto a nosotros! Pero, decidme, ¿conocéis al rey Urien?

-Sí, señora. -¿Y tiene algún hijo en la corte? -Sí, señora, dos de gran fama: uno se llama Yvain, el cortés, el amable. No me canso en

todo el día de estar con él desde por la mañana, tan discreto y cortés me parece. El otro se llama también Yvain, pero no es su hermano del todo, le llaman el Bastardo, y éste derriba a todos los caballeros que le combaten. Los dos están en la corte y son muy valientes, discretos y corteses.

-Gentil señor -dice ella-, y el rey Artús, ¿qué tal se encuentra ahora? -Mejor que nunca, más sano, ligero y fuerte. -A fe mía, señor, es normal, pues es un niño, el rey Artús. Si tiene cien años no tiene

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más, ni más puede tener. Pero aún quiero que me digáis cuál es la situación y estado de la reina, si no os pesa.

-Señora, en verdad, ella es tan cortés, tan hermosa y discreta, que jamás hizo Dios ley ni lengua en donde se encuentre tan hermosa dama. Desde que Dios hizo la primera mujer formándola de la costilla de Adán, no ha existido dama tan renombrada. Y bien debe ella serlo, pues así como el sabio maestro adoctrina a los niños, así mi señora la reina enseña e instruye a todo el mundo, pues de ella descienden, vienen y proceden todos los bienes. De mi dama no se puede despedir nadie que vaya desaconsejado, y sabe bien lo que cada uno vale y lo que debe hacer por cada cual para darle contento. No hay hombre que haga bien y honor sin que lo haya aprendido de mi dama, y no hay hombre tan desgraciado que se separe triste de mi dama.

-No os ocurrirá lo mismo conmigo. -Señora -dice él-, bien creo que sí, porque antes de veros nada me importaba de lo que

hacía, tan doliente y triste estaba. Y ahora estoy tan alegre y gozoso que no podría estarlo más.

-Señor, por el Dios que me hizo nacer -dice la reina de las blancas trenzas-, aún se verán dobladas vuestras alegrías y crecerá vuestro contento, y no os faltará jamás. Y puesto que estáis alegre y contento, el yantar está preparado, comeréis cuando os plazca y en el lugar que os parezca. Si os place, comeréis arriba, y si os place, vendréis a comer a las habitaciones de abajo.

-Señora, yo no quisiera cambiar por ninguna cámara este palacio, porque me han dicho que hasta ahora no comió ni se sentó en él ningún caballero.

-Así es, señor, pues no hubo ninguno que lo hiciera y viviera luego más tiempo de lo que se tarda en recorrer legua y media.

-Señora, yo comeré aquí hoy, si me lo permitís. -Yo os lo otorgo, señor, de buena gana, y vos seréis el primer caballero que haya

comido aquí. La reina se retira entonces, y dejó allí doscientas cincuenta de las más hermosas

doncellas, que comieron con él en el palacio, le sirvieron y atendieron en cuanto deseo tuvo. De los pajes que amablemente sirvieron la comida, unos tenían el cabello blanco, otros empezaban a encanecer y otros no tenían canas. El resto no tenía barba ni bigote, y dos de éstos se arrodillaron ante él y lo servían, el uno trinchando y el otro dándole el vino. Mi señor Gauvain hizo sentar a su huésped a su lado. Y no fue breve el yantar, ya que duró más de lo que dura un día de los que rondan al de la Trinidad, y se hizo noche cerrada y oscura antes de que se terminase la comida, y se encendieron numerosas y gruesas antorchas. Durante la comida se conversó largamente, y hubo muchas danzas y bailes en la sobremesa, antes de irse a acostar; todos se esforzaron mucho en dar alegría a su señor, a quien estimaban sobrema-nera. Y cuando él quiso acostarse, se echó en el Lecho de la Maravilla. Una de los doncellas le puso una almohada debajo de la cabeza, para que durmiera a gusto. Al día siguiente, cuando se despertó, le habían preparado unas ropas de armiño y de seda. El barquero del que ya os he hablado vino por la mañana y le hizo vestirse y lavarse las manos. Asistió a su despertar Clarisan, la hermosa, la preciada, la valiente, la discreta, la bien hablada. Luego fue a las habitaciones de la reina, su abuela, que le preguntó y le dijo:

-Nieta, por la fe que me debéis, ¿se ha levantado ya vuestro señor? -Sí, señora, hace un buen rato. -¿Y dónde está, dulce nieta mía? -Señora, se fue a la torrecilla, y no sé si habrá bajado después. -Nieta, quiero ir a verle, si a Dios place, hoy no tendrá más que alegría y contento. Entonces la reina se yergue, pues tiene deseos de verle. Por fin le vio arriba, en las

ventanas de una torreta, contemplando a una doncella y un caballero armado que venían

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bajando por un prado. Mientras estaban mirando, llegaron por el otro lado las dos reinas juntas, y encontraron a mi señor Gauvain y a su huésped asomados a las ventanas.

-Señor, que os hayáis levantado en buena hora -dijeron las dos reinas a la vez- y que el día de hoy os resulte agradable y alegre. Esto os conceda el glorioso Padre que de su hija hizo su madre.

-Gran gozo, señora, os dé Aquel que mandó a tierra a su hijo para gloria de la cristiandad. Pero si os parece, acercaos a esta ventana y decidme quién puede ser aquella doncella que va por allí con un caballero que lleva un escudo acuartelado.

-Os lo diré en seguida -dijo la dama mirándolos-, ella es aquella que mal fuego queme, que vino ayer tarde con vos hasta aquí, pero no os ocupéis de ella, pues es demasiado estulta y vil. Y os ruego que tampoco os ocupéis del caballero que la acompaña, pues es, sabedlo bien y sin duda, valiente sobre todos los caballeros. Luchar con él no es cosa de juego, pues le he visto matar a muchos caballeros en ese puerto.

-Señora, con vuestra licencia, quiero ir a hablar a la doncella -dice él. -Señor, no quiera Dios que yo os dé licencia para vuestra perdición. Dejad que. esa

doncella irritante vaya a lo suyo. Jamás, si Dios lo quiere, saldréis fuera de este palacio por causa tan perdida. No debéis salir nunca, si no queréis hacernos sinrazón.

-¡Vaya! Bondadosa reina, me habéis descorazonado mucho. Me tendría por muy mal pagado si no pudiese salir nunca del palacio. No quiera Dios que yo permanezca tanto tiempo así cautivo.

-¡Ah! Señora -dice el barquero-, dejadle hacer lo que quiera, no le retengáis a su pesar, pues podría morir de dolor.

-Entonces le dejaré salir -dice la reina- a condición de que si Dios le guarda de la muerte, que vuelva esta misma noche.

-Señora -dice él-, no os pese, volveré siempre que pueda; pero un don os demando y ruego, si os parece y queréis concedérmelo, y es que no me preguntéis mi nombre antes de siete días, si no os enoja. -Y yo, señor, ya que así lo queréis, me abstendré de ello -dice la reina-, pues no quiero enojaron. Esto hubiera sido lo primero que yo os hubiera pedido, que me dijeseis vuestro nombre, si no me lo hubierais prohibido.

Bajaron entonces de la torreta, y los pajes se apresuraron en darle sus armas para que arme su cuerpo, y sacan fuera su caballo, y él lo monta completamente armado y se va hacia el puerto, acompañado por el barquero. Entraron los dos en el bote y navegan vigorosamente hasta que arriban a la otra orilla, donde mi señor Gauvain bajó.

El Vado Peligroso y el reto de Guiromelans (vs. 8372-9234)

Y el otro caballero dijo a la doncella. inmisericorde: -Amiga, decidme, ¿conocéis a ese caballero que viene armado hacia nosotros?

Y la doncella dijo: -No, pero sé que es el que ayer me trajo hasta aquí. Y él responde: -Así Dios me salve, no iba buscando a ningún otro. Temía mucho que se me hubiera

escapado, pues no hay caballero nacido de madre que pase el puerto de Galvoie y que viéndole yo no se encuentre conmigo y pueda luego vanagloriarse de haber retornado de este país.. Desde el momento en que Dios le deja llegar hasta mí, será preso y retenido.

Sin previos desafíos ni amenazas, el caballero aguija, embrazado el escudo. Y mi señor Gauvain se dirige hacia él, y le golpea con tal fuerza que le hiere gravemente el brazo y el costado; pero no estaba herido de muerte, porque la loriga resistió tan bien que el hierro no pudo atravesarla del todo, y sólo le metió en el cuerpo un dedo del extremo de la punta,

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derribándole a tierra. Se levanta y ve su sangre, lo que mucho le irrita, que le corría por el brazo y por el costado sobre la blanca loriga, y se precipitó a acometerlo con la espada, pero quedó agotado en seguida, y como no podía resistir más, tuvo que ponerse a su merced. Mi señor Gauvain tomó la fianza y la entregó al barquero, que la esperaba. Y la doncella perversa había bajado de su palafrén. Gauvain se acercó a ella, la saludó y dijo:

-Montad de nuevo, hermosa amiga, porque no voy a dejaros aquí, sino que vendréis conmigo al otro lado de las aguas, que debo atravesar.

-¡Ah, ah! Caballero -dice ella. ¡Cómo os vanagloriáis ahora! Mucho hubiérais tenedo que batallar si no estuviera debilitado por viejas heridas que ha recibido. Vuestras jactancias se habrían desvanecido y no fanfarronearíais tanto ahora, y estaríais más callado que si os hubieran dado jaque mate. Pero reconocedme una verdad: ¿pensáis que valéis más que él porque le habéis derribado? Habréis visto muchas veces cómo el débil abate al fuerte. Pero si dejarais este puerto y vinierais conmigo hasta aquel árbol, y allí hicierais una cosa que mi amigo, el que habéis metido en la barca, hacía siempre que yo lo quería, entonces en verdad daría testimonio de que valéis tanto como él, y no os tendría ya por vil.

-Doncella -dijo él-, por ir hasta allí no dejaré de hacer vuestra voluntad. Y ella dijo: -No quiera Dios que os vea volver. Entonces se pusieron en camino, ella delante y él detrás. Y las doncellas del palacio y

las damas se tiraban de los pelos, los rompían y desgarraban diciendo: -¡Ah! ¡Pobres infelices de nosotras! ¡Infelices! ¿Por qué estaremos vivas, cuando vemos

ir a la muerte y a su perdición a aquel que debía ser nuestro señor? La perversa, despreciable doncella lo conduce y lo lleva adonde desaparecen todos los caballeros. ¡Desdichadas! Henos aquí desesperadas cuando nos considerábamos tan afortunadamente nacidas porque Dios había enviado a aquel que todo lo conocía, aquel en el que no faltaba nada, ni valentía ni otros bienes.

Así hacían duelo por su señor, a quien veían marchar con la malvada doncella. Llegaron ella y él hasta el árbol, y cuando estuvieron allí, mi señor Gauvain la llamó y dijo:

-Hermosa, decidme ahora si ya estoy libre o si os place que haga algo más. Haré lo que pueda para alcanzar vuestra gracia.

Y la doncella le dijo entonces: -¿Veis allí aquel vado profundo entre dos orillas muy altas? Mi amigo solía pasarlo, y

no sé por dónde es más bajo. -¡Ah, hermosa! Me temo que no es posible, porque la orilla es escarpada por todas

partes y no se puede descender por ella. -Ya sabía que no osarías saltar -dijo la doncella-. Ciertamente, nunca pensé que

tuvierais suficiente corazón para atreveros a pasar, ya que es el Vado Peligroso, que nadie, si no es excepcional, se atreve a pasar por nada del mundo.

Entonces mi señor Gauvain lleva su caballo hasta la orilla, y ve el agua profunda abajo y la orilla cortada a tajo, pero el cauce del río era estrecho. Cuando mi señor Gauvain lo vio, se dijo que su caballo había saltado fosos mucho más grandes y recuerda haber oído decir y contar en varias ocasiones que aquel que pudiera atravesar las aguas profundas del Vado Peligroso alcanzaría el mayor mérito del mundo. Se alejó del río y desde atrás se lanzó al galope para saltar al otro lado, pero falló, no tomó bien el salto y cayó en medio del vado. Su caballo fue nadando hasta poner las cuatro patas en tierra, y esforzándose por salir tomó tanto impulso que saltó sobre la ribera, que estaba muy arriba. Una vez allí se quedó quieto y tranquilo, porque no podía moverse más. Entonces mi señor Gauvain tuvo que desmontar, porque sintió que su caballo estaba agotado. Desmonta al instante y le quita la silla, que invierte para escurrirla. Cuando le quitó el penacho, le sacó el agua del lomo, de los costados

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y de las patas. Después puso la silla y montó, y se fue al paso hasta que vio a un caballero que iba solo cazando con un gavilán, y delante de él corrían por el prado dos perrillos perdigueros. El caballero era más hermoso de lo que puede decir una boca. Mi señor Gauvain se acercó a él, le saludó y le dijo:

-Gentil señor, que Dios, que os hizo bello sobre toda criatura, os dé alegría y buena ventura. Y él respondió sin demora:

-Tú eres el bueno, el noble, el gentil. Pero dime, si no te contraría, ¿cómo es que has dejado sola al otro lado a la doncella perversa? ¿Dónde está su acompañante?

-Señor -dice Gauvain-, cuando yo la encontré la acompañaba un caballero que lleva un escudo acuartelado.

-¿Y qué hiciste? -Le vencí con las armas. -¿Y qué ocurrió luego con el caballero? -Se lo llevó el barquero, pues dice que le corresponde. -Cierto, buen hermano, te dijo verdad. Y la doncella fue mi amiga, pero yo no lo fui

para ella, porque no se dignó nunca a amarme, ni quiso llamarme su amigo. Y si alguna vez la besé, fue por la fuerza, os lo prometo. Pues nunca hizo nada por mí, ya que yo la amaba a su pesar. Y le privé de un amigo que solía ir acompañándola; a él lo maté, y a ella me la llevé y me esforcé mucho en servirla. No quiso nada de mis servicios, porque lo antes que pudo me abandonó e hizo su amigo a aquel que tú has vencido, y que no es caballero de poca fusta, sino que es muy valiente, así Dios me salve, aunque no tanto que se atreviera a venir a buscarme. Pero tú has hecho hoy lo que ningún caballero osa, y porque te atreviste a ello has alcanzado con tu valor la fama y el mérito del mundo. Cuando saltaste el Vado Peligroso, lo hiciste con gran valentía, y has de saber que en verdad hasta ahora ningún caballero lo hizo.

-Señor, entonces la doncella me mintió, pues me dijo y me hizo creer como verdad que su amigo lo hacía cada día por su amor.

-¿Eso dijo, la renegada? ¡Ah! ¡Ojalá se hubiera ahogado ahí cuando te contó ese embuste, pues está endiablada! No puedes negar que te odia, pues quiso que te ahogaras en el agua rumorosa y profunda, ese diablo a quien Dios confunda. Pero ahora prométeme, y yo te lo prometeré a ti, que si quieres preguntarme algo, sea de mis alegrías o de mis penas, yo por nada del mundo esconderé la verdad, si la sé, y tú también me dirás, sin mentir en nada, todo cuanto yo quiero saber, si puedes decirme la verdad.

Hicieron los dos esa promesa, y mi señor Gauvain empezó a preguntar primero: -Señor -dijo-, te pregunto cuál es y cómo se llama una ciudad que allí veo. -Amigo -contesta él-, muy bien puedo decirte la verdad sobre esa ciudad, porque es tan

absolutamente mía, que no hay otro hombre a quien deba nada, pues no la he recibido sino de Dios, y se llama Orqueneseles.

-¿Y vos cómo os llamáis? -Guiromelans. -Señor, he oído decir que sois muy noble y muy valiente y dueño de muy extensas

tierras. ¿Pero cómo se llama la doncella de quien, según vos atestiguáis, ni de cerca ni de lejos se oye ninguna buena nueva? -Y puedo atestiguar que se hace temer, porque es perversa y desdeñosa; por eso se llama la Orgullosa de Nores, pues nació allí, aunque la trajeron aquí de muy pequeña.

-¿Y cómo se llama su amigo, el que de buen o mal grado ha ido a la prisión del barquero? -Amigo, sabed de este caballero que es un caballero maravilloso, y que se llama el Orgulloso del Paso de la Vía Angosta, que guarda el puerto de Galvoie.

-¿Y cómo se llama ese castillo, tan alto, hermoso y bueno que hay en el otro lado, de donde vengo yo y donde ayer comí y bebí?

Al oír esto Guiromelans se demudó como hombre que sufre, y se dispuso a marcharse.

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Y Gauvain lo llamó: -Señor, señor, habladme, si os acordáis de vuestra promesa. Guiromelans se detuvo, y torciendo la cabeza dijo: -Réproba y maldita sea la hora en que te vi y te hice mi promesa. Vete, te dispenso de tu

promesa, dispénsame tú de la mía; porque yo pensaba preguntarte nuevas de allí, pero sabes tanto del castillo como de la luna, me parece.

-Señor -dice él-, anoche estuve allí y me acosté en el Lecho de la Maravilla, que no se parece a ningún otro, pues jamás hombre ninguno vio semejante.

-Por Dios -contesta él-, me maravillan demasiado las nuevas que me das. Ahora me deleita y me divierte escuchar tus embustes, y te escucho como escucharía a un cuentista. Bien veo que eres juglar; y yo que pensaba que eras un caballero y que habías llevado a cabo alguna hazaña allí... Sin embargo, infórmame de lo que allí viste y si hiciste alguna proeza.

Y mi señor Gauvain dijo: -Señor, cuando me senté en el lecho, en el palacio se desencadenó una gran tormenta.

No penséis que os miento. Las cuerdas del lecho gritaron y sonaron unas campanillas que colgaban de ellas. Y las ventanas que estaban cerradas se abrieron, y dardos y flechas afiladas dieron en mi escudo. Y en él están aún clavadas las uñas de un león grande, fiero y melenudo que había permanecido largo tiempo encadenado bajo una bóveda. Un villano lo soltó y se abalanzó sobre mí tan rudamente que se adhirió al escudo con las uñas y no pudo desprenderse. Y si creéis que no se nota, ved aún las uñas aquí, porque, a Dios gracias, le corté la cabeza y las garras a la vez. ¿Qué os parecen estas muestras?

Al oír estas palabras, Guiromelans se echa a tierra lo antes posible, se arrodilla y juntando las manos le ruega que le perdone por la locura que ha dicho.

-Os declaro libre de culpa -dice él-, pero montad de nuevo. Y él volvió a montar, muy avergonzado de su necedad, y dijo: -Señor, así Dios me guarde, no pensaba que en ningún lugar, ni cerca ni lejos, hubiese

caballero que alcanzara jamás el honor que os ha llegado a vos. Pero decidme si vistes a la reina de los cabellos blancos, y si le preguntasteis quién es y de dónde vino.

-No me acordé de hacerlo, pero la vi y hablé con ella. -Pues yo os lo diré, señor. Ella es la madre del rey Artús. -Por la fe que debo a Dios y a sus virtudes, el rey Artús, según creo, hace mucho tiempo

que no tiene madre: me parece que hace sesenta años, o bastantes más. Pues en verdad, señor, ella es su madre. Cuando Uterpandragón, su padre, fue

enterrado, sucedió que la reina Ygernia vino a estas tierras, trayendo todo su tesoro, y sobre aquella roca edificó aquella ciudadela y ese palacio tan rico y hermoso como os he oído describir. Y bien sé que visteis también a la otra reina, la otra señora, la grande, la hermosa, que fue esposa del rey Lot, madre de aquel que tenga siempre la desgracia en su camino.

-Conozco muy bien a Gauvain, gentil señor, y os puedo decir que este Gauvain hace más de veinte años que no tiene madre.

-Lo es, señor, no lo dudéis. Se quedó a vivir con su madre estando encinta de la muy hermosa y grande doncella que es mi amiga y hermana, no os lo ocultaré, de aquel a quien Dios confunda. Porque en verdad, no se quedaría con la cabeza en su sitio si yo lo atacara y lo tuviera tan cerca como os tengo a vos, porque se la cortaría al instante. Y de nada iba a servirle su hermana, pues le arrancaría el corazón de las entrañas con mis manos, tal es el odio que le tengo.

-Por mi alma -dice mi señor Gauvain-. No le amáis tanto como yo. Si yo amara a doncella o dama, por su amor amaría y serviría a todo su linaje.

-Tenéis razón, lo reconozco, pero cuando recuerdo cómo el padre de Gauvain mató al mío, no puedo desearle ningún bien. Y él mismo con sus manos mató a uno de mis primos

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hermanos, un caballero noble y valiente. Pero hasta ahora no he tenido la ocasión de vengarme de él de ninguna manera. Hacedme un servicio: al volver a ese castillo llevad y entregad este anillo a mi amiga. Quiero que se lo deis de mi parte, y decidle que creo tanto y tengo tal confianza en su amor que pienso que ella preferiría que su hermano Gauvain fuese muerto de muerte amarga antes de que yo fuera herido en el dedo más pequeño de mi pie. Saludarás y darás este anillo a mi amiga de parte mía, que soy su amigo.

Entonces puso mi señor Gauvain el anillo en su dedo más pequeño, y dijo: -Señor, por la fe que os debo, tenéis amiga cortés y discreta, gentil dama y de alta cuna,

bella, graciosa y amable, si está de acuerdo con lo gire habéis contado. Y dijo: -Señor, os aseguro que me haréis un gran favor si lleváis mi anillo como regalo a mi

amiga querida, porque la amo sobremanera. Y os lo recompensaré diciéndoos el nombre que me habéis demandado. El castillo, si no lo sabéis, se llama la Roca de Canquain. En él se tejen muy ricas telas, verdes y sanguíneas, y muchas de escarlata, y se venden y se compran muchas cosas. Ya os he dicho cuanto queríais, sin mentiros en nada, y vos también me habéis hablado muy bien. ¿Pero querríais pedirme algo?

-Nada, señor, sólo vuestra licencia. Y él dijo: -Señor, decidme vuestro nombre, si no os pesa, antes de que os permita separaros de

mí. Y mi señor Gauvain le dijo: Señor, así Dios me valga, no os ocultaré mi nombre. Yo

soy aquel a quien tanto odiáis: soy Gauvain.

-¿Tú eres Gauvain? -En verdad, el sobrino del rey Artús. -A fe mía, eres demasiado temerario o demasiado necio al decirme tu nombre, puesto

que sabes que te odio a muerte. Me pesa y me enoja mucho no tener mi yelmo enlazado ni el escudo colgado al cuello, porque si estuviera armado como tú, has de saber sin duda que ahora mismo te cortaría la cabeza, por nada del mundo dejaría de hacerlo. Pero si osaras esperarme, yo iría a buscar mis armas, y volvería a luchar contigo, acompañado de tres o cua-tro testigos para nuestra batalla. Pero si quieres, puede hacerse de otro modo: esperaremos siete días y al séptimo compareceremos en este mismo lugar, completamente armados: tú habrás llamado al rey y a la reina y a toda su gente, y yo por mi parte habré reunido a los míos por todo mi reino, y así nuestra batalla no se ocultará, sino que la verán todos los que aquí vengan, pues una batalla entre dos hombres tan principales como yo pienso que somos no debe hacerse a escondidas, sino que lo justo es que la presencien numerosos caballeros y numerosas damas. Y cuando uno de los dos caiga vencido y todo el mundo lo sepa, el vencedor obtendrá mil veces más honor que el que alcanzaría si nadie salvo él lo supiera.

-Señor -dijo mi señor Gauvain-, de grado lo dejaría, si pudiera ser que vos quisiérais que no hubiera batalla. Si os he hecho algún agravio, gustosamente lo repararía, bien y razonablemente, en atención a vuestros amigos y los míos.

Y él contestó: -No puedo entender qué razón tenéis para no osar combatirme. Te he propuesto dos

cosas, elige la que quieras: si te atreves, me esperarás e iré a buscar mis armas; o, en otro caso, enviarás a buscar todas tus fuerzas a tu tierra para que estén aquí antes de siete días, porque en Pentecostés el rey Artús reúne cortes en Orquenie, según nuevas que he oído, y de allí aquí sólo hay dos jornadas. Tu mensajero podrá encontrar al rey con sus gentes preparadas. Envíalo, y obrarás como prudente: un día de plazo vale cien sueldos.

Y él respondió: -Válgame Dios, allí está la corte sin duda alguna. Sabéis toda la verdad. Yo os doy mi

palabra de que lo enviaré mañana, u hoy mismo, antes de cerrar los ojos.

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-Gauvain -dijo él-, quiero llevarte al mejor puente del mundo. El agua va demasiado rápida y profunda para que ningún ser viviente pueda pasarla ni saltar hasta la otra orilla.

Y mi señor Gauvain responde: -No buscaré vado ni puente, por nada que me pueda ocurrir, antes de que me lo tenga a

cobardía la perversa doncella, así que cumpliré mi promesa, y me dirigiré derechamente a ella.

Aguijó entonces y su caballo saltó limpiamente sobre las aguas, sin ninguna torpeza. Cuando le vio pasar la doncella que tanto le había maltratado con sus palabras, dejó atado el caballo al árbol y se acercó a él a pie, y tanto le había cambiado el sentimiento y la intención, que le saludó muy sumisa y le dijo que venía a pedirle perdón como culpable por los grandes trabajos que le había hecho pasar.

-Gentil señor -dijo ella-, escuchad ahora por qué he sido tan altiva con todos los caballeros del mundo que me han llevado consigo. Quiero decírtelo, si no te enoja. Aquel caballero que Dios maldiga, el que habló contigo al otro lado, empleó muy mal su amor en mí, pues me amó y yo le odié, ya que me hizo un gran daño, matando a quien yo había dado mi amistad, no voy a ocultarlo. Luego se imaginó que me servía tanto que atraería mi amor, pero no le valió de nada, porque huí de su compañía y me uní a aquel que me quitaste hoy, y que no me importa nada. Pero cuando la muerte me privó de mi primer amigo me volví tan loca y de tan necia palabra, tan vil y tan tonta, que durante mucho tiempo no evité contrariar a nadie y lo hacía a sabiendas, porque quería encontrar a uno tan irritable que se encolerizara y se indispusiera conmigo hasta destrozarme por completo, pues hace mucho que quisiera estar muerta. Gentil señor, haced justicia conmigo, de suerte que ninguna doncella que tenga noticias de mí ose afrentar a ningún caballero.

-Hermosa -dice él-. ¿Y por qué iba yo a haceros justicia? Quiera el Hijo de Nuestro Señor que nunca recibáis daño de mí. Pero montad sin demora, e iremos al castillo. Mirad, allí en el puerto está el barquero esperándonos para pasarnos al otro lado.

-Haré toda vuestra voluntad, señor -dijo la doncella.

Entonces montó en la silla de un pequeño palafrén crinado, y se acercaron al barquero, que les pasó al otro lado, sin pena ni trabajo. Y las damas y las doncellas, que habían hecho gran duelo por él, le ven llegar. Todos los pajes del palacio se habían desesperado de dolor, y ahora manifestaron tanta alegría como nunca hubo otra. Ante el palacio estaba sentada la reina esperándoles, e hizo que todas sus doncellas se enlazaran mano a mano para bailar y mani-festar gran júbilo. Inician éste al llegar él, cantan, bailan y danzan, y él desmonta entre ellas. Las damas y las doncellas y las dos reinas lo abrazan y le hablan con gran alegría, y le desarman muy contentas las piernas, los brazos, el torso y la cabeza. También recibieron con gran alegría a la que él había traído, y todos y todas la sirvieron por él, ya que por ella nada habrían hecho. Con gozo se fueron al palacio, y una vez dentro se sentaron todos. Y mi señor Gauvain tomó a su hermana y la sentó junto a él en el Lecho de la Maravilla, y le dijo en voz baja y confidencialmente:

-Doncella, os traigo un anillo de oro de más allá del puerto, cuya esmeralda es muy verde. Os lo envía un caballero por amor y os saluda y dice que sois su enamorada.

-Señor -dice ella-, bien lo creo, pero si de alguna manera lo amo, es de lejos como soy su amiga, pues nunca le he visto ni él a mí, sino a través de este río. Hace mucho tiempo que me dio su amor, y se lo agradezco, aunque nunca ha venido hasta aquí, pero tanto me ha rogado en sus mensajes que le he otorgado mi amor, no he de mentir; sin embargo, aún no soy su amiga.

-¡Ah, hermosa! Se ha jactado de que preferirías con mucho que muriera mi señor Gauvain, que es vuestro hermano, antes de que él se hiriera en el artejo.

-¡Vaya! Señor, mucho me asombra que haya sido tal locura. Por Dios, nunca pensé que fuera tan mal criado. Se lo ha pensado muy poco, haciéndome llegar ese mensaje.

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¡Desdichada! Mi hermano no sabe que yo existo, pues nunca me vio. Guiromelans ha hablado muy mal, pues por mi alma que yo no deseo su daño más que el mío.

Y mientras hablaban estas cosas entre ellos, las damas les observaban, y la vieja reina dijo a su hija, que estaba sentada a su lado:

-Hermosa hija, ¿qué os parece del señor que está sentado junto a vuestra hija, mi nieta? Le ha hablado en privado durante un buen rato, no sé de qué, pero me place mucho, y sería injusto que os enojarais, pues le viene de su elevación el que se dirija a la más bella y discreta que haya en este palacio, y es su derecho. Quiera Dios que la despose, y que le guste tanto como Lavinia a Eneas.

-¡Ah señora -dijo la otra reina-, Dios obre en su corazón de modo que sean como hermano y hermana y que él la ame tanto y ella a él que sean una sola carne.

Con su plegaria desea la dama que la ame y tome como esposa. Pero ella no había reconocido a su hijo. Serán como hermano y hermana, pues no habrá otra clase de amor entre ellos en cuanto el uno sepa del otro que ella es su hermana y él su hermano, y la madre recibirá otra alegría distinta a la que espera. Y mi señor Gauvain ha hablado ya tanto a su hermosa hermana, que se da la vuelta y llama a un paje que vio a su derecha, el que le pareció más rápido, leal, servicial, discreto y capacitado de todos los pajes que había en la sala. Bajó solo con él detrás a una cámara, y cuando estuvieron allí le dijo:

-Paje, pienso que eres muy noble, discreto y hábil. Si te confío un secreto, te encomiendo mucho de guardarlo bien, porque te será provechoso. Quiero enviarte a un lugar donde se alegrarán mucho de verte.

-Señor, sería mejor para mí que me arrancaran la lengua de la garganta, antes de que me sacaran de la boca una sola palabra que vos quisierais que fuera secreta.

-Hermano -dijo él-, entonces irás a ver a mi señor el rey Artús. Mi nombre es Gauvain, y soy su sobrino. El camino no es largo ni duro, pues ha establecido su corte en la ciudad de Orquenie para Pentecostés. Si el viaje hasta allí te resulta demasiado costoso, irá a mi cargo. Cuando te presentes ante el rey, le encontrarás muy enojado, pero cuando le saludes de mi parte, recibirá una gran alegría. No habrá uno sólo que al oír la nueva no se alegre. Al rey le dirás, por la fe que me debe, ya que es mi señor y yo soy su vasallo, que por nada del mundo deje de presentarse al quinto día de la fiesta, bajo esta torre, acampado en la pradera. Que se haga acompañar por toda la gente que haya ido a su corte, grandes y humildes, pues tengo concertada una batalla contra un caballero que no valora en nada ni mi precio ni el suyo: se trata de Guiromelans, que me odia con odio mortal. Y a la reina le dirás esto: que venga por la gran fe que debe haber entre ella y yo, pues es mi señora y amiga. Y ella, en cuanto sepa estas nuevas, por mi amor no dejará de traer a las damas y doncellas que estén en su corte ese día. Pero temo mucho una cosa: que no tengas un buen corcel que te lleve pronto allí.

Y él responde que tiene uno grande, veloz, fuerte y bueno, que lo llevará como si fuese el suyo. -Nada me pesa esto -dice él.

Y el paje inmediatamente le lleva hasta unos establos y saca fuera y le muestra varios corceles fuertes y descansados, uno de los cuales estaba enjaezado para cabalgar y caminar, ya que lo había hecho herrar de nuevo, y no le faltaban silla ni frenos.

-A fe mía -dijo mi señor Gauvain-, paje, estás bien provisto de arneses. Ve ya, y que el Señor de los reyes te conceda ir y volver y seguir el camino recto.

Así envía al paje, y le acompaña hasta el río y encarga al barquero que le cruce hasta el otro lado. El barquero lo hizo, pues no se cansaba nunca, ya que tenía suficientes remeros. Una vez al otro lado, el paje emprendió el camino más recto hacia la villa de Orquenie, ya que quien sabe preguntar el camino puede ir por todo el mundo. Y mi señor Gauvain retorna a su palacio, donde descansó con gran alegría y deleite, porque todos le aman y le sirven. Y la reina hizo preparar estufas y calentar baños en quinientas cubas, e hizo entrar a todos los pajes

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para bañarse calientes. Les habían tallado vestidos para ellos, que estuvieron dispuestos cuando salieron del baño. Las telas estaban tejidas con oro, y las pieles eran de armiño. Los pajes estuvieron hasta el alba velando en el monasterio, de pie y sin arrodillarse. Por la mañana mi señor Gauvain calzó a cada uno con sus manos la espuela derecha y ciñó la espada y les dio el espaldarazo. Entonces se vio acompañado de quinientos caballeros noveles. Y el paje haavanzado tanto que ha llegado a la villa de Orquenie, donde el rey mantenía sus cortes tal como exigía el día. Los contrahechos y los sarnosos que van mirando al paje dicen:

-Este viene con una gran necesidad. Seguro que trae desde muy lejos nuevas y mensaje a la corte. Por muy importante que sea lo que le diga al rey, le encontrará mudo y sordo, ya que está lleno de dolor y de ira. ¿Y quién sabrá aconsejarle cuando haya oído lo que el mensajero le trae?

-¡Vaya! -dicen unos- ¿Y quién os llama a opinar sobre los consejos del rey? Deberíais estar atemorizados, desconsolados y consternados, porque hemos perdido a aquel que en nombre de Dios nos protegía, y del que nos llegaban todos los bienes por amor y caridad.

Así añoran en la ciudad todos los pobres a mi señor Gauvain, a quien amaban mucho. El paje siguió hasta que encontró al rey sentado en su palacio, y a su alrededor se sentaban cien condes palatinos, y cien reyes y cien duques. El rey estaba triste y pensativo, al ver su gran baronía y no encontrar a su sobrino, y cayó desvanecido por la angustia. No era perezoso el primero que acudió a levantarlo, pues todos corrieron en su ayuda. Y mi señora Lores, que estaba sentada en una galería, veía el dolor que cundía en la sala. Bajó de la galería y va a la reina como con el juicio perdido. Y en cuanto la reina la vio, le preguntó qué le ocurría5.

5 El Cuento del Grial se interrumpe aquí, sin duda a causa de la muerte de Chrétien de Troyes. Las

respectivas historias de Gauvain y Perceval encontraron numerosos escritores dispuestos a hacerse cargo de la continuación. Hubo quien lo hizo mejor y quien menos. El manuscrito de Mons y el texto de Gerbert de Montreuil son dos de las más valiosas aportaciones a la hora de desentrañar el posible final de la misteriosa búsqueda. Por supuesto, cristianizan aún más un símbolo originariamente al margen de la Cruz. En la edición del Perceval traducido al francés moderno de J-P. Foucher y A. Ortais, Gallimard, 1974, hay un largo apéndice en el que los traductores componen una «continuación» a base de extractos del ms. de Mons y del texto de Gerbert de Montreuil y resúmenes del mismo. He utilizado esta edición para componer un resumen general de lo propuesto por los dos autores, que espero sea de utilidad al lector.

El manuscrito de Mons cuenta que cuando la reina vio llegar a la doncella demudada, le preguntó la causa. Ella dijo que había llegado un mensajero y que no podía tratarse más que de funestas noticias, por lo que el mismo rey se había desmayado. El duelo y la desesperación cunden entre todas las damas que rodean a la reina, y ésta se desmaya al instante. Cuando el rey volvió en sí, el mensajero pudo decir su mensaje, y al saber el rey que su sobrino mi señor Gauvain le enviaba saludos cundió la alegría por toda la sala. Abrazó al muchacho mensajero y éste le informó de la situación de mi señor Gauvain y de su deseo de que acudieran a presenciar el singular combate. La señora Ysaune de Carhix se encargó de comunicar la nueva a la reina que en seguida se levantó y fue a informarse personalmente. El rey y la reina dedican hermosas palabras a mi señor Gauvain, pero por supuesto Keu no puede retenerse unas cuantas habladurías malvadas acerca del admirado caballero. Se hace una suculenta fiesta y levantan el campamento cargando carros de riquezas para acudir a la llamada. El convoy se aleja de Orcanie y el mensajero les guía hasta la villa de mi señor Gauvain. Tres mil caballeros se admiraron de la hermosura de su conquista. Allí estaban Gigglés, el hijo del rey Do, y su amigo Yvain, hijo del rey Uran. Cuando la reina Igernia vio aquella armada se sintió asombrada, y creyó que venían a asediarlos. Consultó sus dudas a mi señor Gauvain, y le rogó que le dijera su nombre. E] se lo reveló, conforme a su costumbre de hacerlo cuando se lo preguntaban (recordemos que había pedido no ser preguntado en ese sentido), y la reina se llevó una gran alegría, aunque no así Clarisan, que empezó a pensar en el hecho de que el héroe salvador era su hermano mayor, y enemigo de su amante. La reina insistía en sus temores, y Gauvain le reveló que se trataba de su hijo el rey Artús, que como sabemos la creía muerta.

El rey Artús y la reina Ginebra fueron advertidos de que la reina Igernia quería verlos por mi señor Gauvain y subieron al castillo, al atardecer, donde la reina blanca había preparado una gran recepción para su hijo. Inútil describir las emociones del encuentro. Mientras tanto, Keu, en el campamento, que era el único que sabía dónde se hallaba el rey, difundió la noticia de que los monarcas habían desaparecido, provocando la angustia y el follón consiguientes. Pero a la mañana siguiente el rey y la reina aparecieron cruzando el río al amanecer, justo después de misa, rodeados por multitud de barquichuelas donde iban los quinientos caballerosnoveles del Castillo de las Reinas, acompañados por sus quinientas doncellas. Mi señor Gauvain se apresta a la batalla, y pronto ve llegar tres mil caballeros que acampan no lejos de las huestes de Artús. Hay que

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ser generoso con el débil, pero intratable para el poderoso, y el corazón de mi señor Gauvain se calienta y exalta, y envía a Gifflés, hijo de Do, y a Yvain, hijo de Uran, como mensajeros, con el encargo de decir que está dispuesto a luchar. Guiromelans contesta que él también está dispuesto, no sin advertir que le matará sin escuchar ningún ruego si logra rebasarle.

Libran una larga y cruenta batalla que el autor, diferenciándose de Chrétien de Troyes, relata en sus pormenores. Cuando Gauvain empieza a llevar la batuta, su hermana no resiste y ruega que la batalla se detenga. Después de un diálogo muy cortés, como corresponde a mi señor Gauvain, en el que queda establecido que Clarisan pertenecerá a Guiromelans, se separan amistosamente y sin querer llevarse ninguno el honor de la victoria. Se celebran las bodas, durante las cuales el único que sufre desasosiego es Perceval, cuya mente va de su amada Blancaflor a su búsqueda del Grial, lo que le decide a volver pronto a su errar continuo. Por fin encuentra un castillo cuya torre central es roja y las cuatro que la rodean blancas, colores que como recordará el lector aparecen en todo lo relacionado con la búsqueda del Grial. Es una villa rica, y a propósito de su abundancia el autor no duda en relacionar las mercancías que hay en su puerto con las ciudades de Alejandría, Babilonia, la Meca, Jerusalén, Tesalia y muchas más. Había más de veinte abadías y monasterios con techados de plomo.:. Perceval entra allí y se asombra ante la multitud de caballeros, comerciantes, soldados y burgueses, y la primaveral presencia de numerosas doncellas tan hermosas como engalanadas.

La doncella que gobernaba el castillo le llama ante su presencia y al fin se reconocen: es Blancaflor, y Perceval se halla en Belrepeire, pero está tan próspero y feliz que había cambiado demasiado para darse cuenta de que era lo mismo que Perceval había conocido en la miseria. Hacen una gran fiesta, le reciben exquisitamente. Cuando llega la noche, cada uno se va a una cámara, pero ninguno de los dos concilia el sueño. Por fin Blancaflor se decide y se dice que, puesto que él estará durmiendo, irá a contemplar su sueño: «Mi dulce amigo, no penséis que es locura ni vileza porque os ofrezca mi amor. Os amo tan ardientemente, y vos tenéis que saber que jamás tomaré esposo, para perteneceros a vos.» Se abrazan y se quedan hablando. Ella le cuenta lo que ha hecho para que su tierra prospere. Dice que la esperanza de tener a Perceval como señor ha alentado a todos, reagrupando a sus caballeros, y le ofrece quedarse allí como amo y señor para siempre. El dice que tiene que partir para ir a la busca del Grial, y ella le recuerda su promesa de volver nada más saber de su madre, y el tiempo que ha estado esperándole, pero se resigna a pedirle sólo que se quede por lo menos dos o tres días. El acepta por amor, aunque con remordimientos por retrasar su busca.

Al cabo de cuatro días reclama sus armas para ponerse en camino. Qué triste y llorosa quedó Blancaflor, a pesar de sus consuelos, asegurando que volvería lo antes posible. Todos ruegan por él a Nuestro Señor.

Perceval prosigue, pues, su búsqueda, y un buen día, nos cuenta Gerbert de Montreuil, llegó al Monte Doloroso. En medio de un prado colgaban por los cabellos dos doncellas de un gran árbol. Y en el claro próximo dos caballeros combatían. Estaban tan cansados que cuando Perceval fue a calmarles los dos se desplomaron. Entonces descolgó a las doncellas y les preguntó qué ocurría. Ellas lloran y aseguran que quisieran morir, pero gracias a la paciencia de Perceval acaba haciendo efecto, y ellas acaban contándole toda la verdad. En la cima del Monte Doloroso hay una columna maldita que el maldito encantador Merlín colocó allí. Hay quince cruces a su alrededor, y el mago ha confinado allí a un demonio. Todo caballero que ata su caballo a la columna y grita «¿Quién hay aquí?», a menos que no sea el mejor caballero del mundo, pierde la razón, por muy cuerdo y discreto que fuera antes. Aquellos dos caballeros, que eran grandes amigos y a quienes las doncellas amaban mucho, hicieron la prueba, a consecuencia de lo cual habían enloquecido. Además, resulta que se trata de Sagremor y Engrevain, dos caballeros de la Tabla Redonda. Perceval saca su talismán, que había recibido en la ermita y los cura, pero ellos no recuerdan nada y al verse heridos creen que ha sido Perceval, se abalanzan sobre él, pero las doncellas les explican todo y les calman, quedando todos amigos.

Engrevain y Sagremor se quedan curándose del todo en casa de un vavasor, y al amanecer Perceval se pone de nuevo en camino. Acabó encontrando una cruz bajo un roble y una tumba cubierta por una gruesa losa. Dentro de ella a un caballero que le engaña. Cuando Perceval le ayuda a salir, encierra a Perceval bajo la losa y se escapa él. Y burlándose se monta en el caballo de Perceval, pero el animal se niega a obedecerle, hasta asustarle y hacerle pensar que el caballero que ha encerrado quizá tiene algo de mágico. Entonces, guiado por el miedo, libera a Perceval y vuelve a meterse dentro. Le indica el camino hacia el Monte Doloroso, donde podrá alcanzar gran mérito.

Por el camino, que no parecía conducir a ningún lado, se encontró al atardecer con un hombre semidesnudo y colgado por un pie de un árbol del bosque. El rostro tume-facto no expresaba más que sufrimiento, pero Perceval reconoció a Bagomedés, un leal caballero de la Tabla Redonda. Al ir hacia allá se había encontrado con Keu y otros caballeros que venían locos de remate después de haber tocado la columna de Merlín, y que le maltrataron hasta ese punto. Bagomedés se cura por fin y se va a la corte a retar a Keu por traición y llevando los saludos de Perceval para Gauvain e Yvain, sus amigos.

A partir de aquí el autor del manuscrito de Mons cuenta el duelo de Bagomedés y Keu, lo que da ocasión a contar otras aventuras de Gauvain y los pormenores de las angustias del rey en la corte, etc. Cuando vuelve a Perceval, han pasado ya quince días desde que se despidió del colgado. Se encontró entonces con un admirable infante de cinco años, ricamente vestido, que estaba en la rama de un árbol. Perceval le pide permiso para

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preguntarle cosas, y el niño le advierte de que aún es muy pequeño para poder contestar a todo. Perceval le pregunta cómo se llama, de dónde viene, la razón de estar ahí sentado y si sabe algo acerca del Rey Pescador. El niño le dice que no va a contestarle a nada de esto y que Perceval va a subir al Monte Doloroso y allí va a recibir una buena noticia. Y el niño se fue gateando por el árbol altísimo hasta desaparecer. Perceval descansó aquella noche en una ermita y al día siguiente, después de cabalgar, encontró un lugar delicioso. Quitó la silla y las bridas al caballo, y le dejó descansar. Entonces vio a una mujer que descendía por el Monte al parecer muy nerviosa, sobre un palafrén noruego. Cuando llega a donde está Perceval le ruega que no suba al Monte, que su amigo ha sucumbido arriba, y que se quede con ella, pues le obedecerá en todo. Pero de pronto enloquece, se echa a correr y desaparece en el bosque. Perceval se dirige arriba. La columna es de bronce, reluciente e inmensa. Desde lejos la rodean quince cruces de piedra, todas más altas que doce hombres. Cinco son rojas, cinco blancas y cinco azules. Perceval adivina, porque no sabe leer, la inscripción que hay en el anillo de plata de la columna, y que advierte de los peligros que se corre al atar allí el caballo si no se es el mejor caballero del mundo. Al poco rato llega una doncella de indescriptible belleza, se detiene ante él, le saluda y felicita por ser el mejor caballero del mundo. Perceval asegura que más de uno vale lo que él, etc. La Doncella del Gran Pozo del Monte Doloroso, como declara llamarse, le lleva a un campamento cercano donde se ha establecido por curiosidad de ver las pruebas de los caballeros de la Tabla Redonda, de cuya llegada estaba advertida. Le cuenta luego la razón de que exista la columna. El rey Uterpandragón recibió una advertencia oracular acerca de su hijo Artús, asegurándole que sería el mejor rey del mundo, a condición de que se apoyara en el mejor caballero del mundo. Merlín oyó esto, e hizo la columna para que fuera posible encontrarlo. Por último, la doncella reveló que ella era hija de Merlín. Por fin, después de varias conversaciones y entretenimientos, ella le pregunta adónde quiere ir. Perceval le dice que quiere ver al Rey Pescador, y ella le indica el camino. Tuvo un viaje accidentado por una negra tormenta en medio del bosque, pero en sus pensamientos, hasta que vio un árbol en cuyas ramas había más de diez mil candelabros. Se apresuró hacia el extraño árbol, pero cuanto más se acercaba menos clari-dad veía, hasta que desapareció por completo. Cerca de allí había una ermita. Dentro estaba el cadáver de un caballero, con un cirio encendido. Perceval sintió una presencia extraña próxima a manifestarse, y estaba dudando si quedarse o salir cuando de pronto surgió una luz vivísima que lo inundó todo y que al instante desapareció. Justo después se oyó un resquebrajamiento y un ruido como si todo se derrumbara, y una enorme mano negra surgió de las sombras y apagó el cirio. Perceval no se asustó demasiado, pero salió fuera y siguió cabalgando.

Al amanecer, después de haber descansado no lejos de allí, encontró a unos cazadores del Rey Pescador que recorrían el bosque con sus perros y sus trompetas. Se llevó una gran alegría y siguió sus indicaciones. Por el camino encontró una rubia doncella ricamente vestida. Perceval le contó lo que había ocurrido esa noche, y ella dijo que no podía desvelarle el enigma, porque formaba parte del misterio del Santo Grial y de la Lanza. Se despidió de él sin querer informarle tampoco acerca del niño del árbol, y Perceval, siguiendo su camino, pronto llegó a las puertas del castillo, donde los sargentos le recibieron con muestras de alegría.

El Rey Pescador estaba sentado en medio de una cámara maravillosa, sobre una colcha bermeja. Perceval le interroga sobre la Mano Negra y el Niño del Arbol, y el rey suspira y le pregunta si tuvo miedo en algún momento. Perceval sólo se había sorprendido. Le preguntó si había visto algo más y dijo que no, e insistió en saber la verdad acerca del Arbol de los Candelabros y todo lo demás. El rey le promete que sabrá todo, pero que antes coma y se repose un poco. Empezaron a comer, y al poco rato cruzó la sala una hermosa y lozana doncella con el Grial, y después otra, inigualable en belleza, llevando la Lanza que sangra. Perceval intenta hacer las preguntas, pero el rey le incita a comer. Por fin logra preguntar al buen señor si podría saber alguna vez qué significan ese Grial, esa Lanza, y la espada rota en dos. El rey le dice que no vaya tan deprisa, que primero ha de saber por qué el niño le negó su respuesta. Le explica la creación del hombre por Dios y el pecado original, del cual Perceval participa. Y el niño por eso iba hacia arriba, parahacerle mirar al cielo, adonde irá su alma. Y hasta que termine de comer no le explicará nada. Perceval le ruega que por lo menos le diga algo sobre la espada rota, y el rey accede. Le explica que si llegaba algún hombre digno y leal, lleno de caballería, que amase a Dios y le temiera, etc., y tomaba esa espada en sus manos, los dos pedazos se resoldarían solos. Perceval hizo la prueba y la espada volvió a soldarse, y parecía más nueva y más brillante. El Rey, lleno de alegría, le abraza y le elogia. Perceval se comporta muy humildemente ante la gran fiesta que le organizan. tanto que admira a todo el mundo. La Lanza y el Grial pasan otra vez ante ellos. Cuando la cena termina, Perceval le pide al rey que cumpla su promesa. El rey le explica entonces la crucifixión del Señor y el acto de Longinos, caballero romano. Esa Lanza es la que penetró en el cuerpo del Cristo. Perceval llora de emoción, y luego el rey le explica, calmándole su impaciencia, que el Grial es el vaso donde José de Arimatea recogió la sangre de Jesucristo. José y sus amigos predicaron en Jerusalén, y bautizaron muchas almas. Luego marcharon de allí acompañados por cuarenta y cinco nuevos neófitos y fueron a la gran villa de Saras, donde el rey Evalac celebraba consejo con sus barones en el templo del Sol, a propósito de una guerra que estaba librando. José le prometió la victoria a condición de que combatiera bajo el escudo blanco de cruz bermeja, y Evalac venció. Se hizo bautizar con el nombre de Mordrain. José siguió su camino errante de predicador sin abandonar nunca el Santo Grial. y vino a morir al castillo donde el Rey Pescador, descendiente suyo, mora y morará siempre.

Luego Perceval, resarciéndose de todo el apocamiento que había sufrido en su anterior visita, quiso saber

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de aquellas hermosas muchachas que llevaban la Lanza y el Grial. El rey le dijo que la que llevaba el Grial era virgen y de cuna real, porque Dios no soportaría estar entre otras manos. La que llevaba la Lanza era su hija.

En cuanto a la historia de la espada rota, se trataba de la espada cuyo golpe mortal precipitó al país al sufrimiento. Fue el arma de un traidor que mató a su hermano Gondosert. Su hija recogió los pedazos y se la trajo a su tío con la predicción de que aquel que soldara los trozos vengaría a su hermano. Aquello le pareció tan vano y estaba tan dolorido, que se golpeó a sí mismo cortándose los nervios de las piernas. Dicen que no se curará hasta que se haya cumplido la venganza. Perceval se ofrece a llevarla a cabo, y partir al día siguiente, pero antes de dormir le ruega que le diga la verdad sobre el árbol luminoso, la capilla del caballero muerto y la mano que apaga la llama.

El árbol de las mil candelas era árbol de brujería. Al acercarse un caballero de la Verdad hacia él, se desvanecieron sus mil mentiras. En cuanto a la capilla, Perceval tuvo que insistir un poco más. La capilla había sido construida por Brangemore, madre del rey Pinogre, que abandonó la fe. Ella se refugió en un monasterio y se hizo monja. Pero su hijo la persiguió hasta allí y le cortó la cabeza. La reina Brangemore fue enterrada bajo el altar y desde entonces todos los días muere un caballero allí. Perceval cree que hay que acabar con esa mala costumbre, pero el rey le asegura que es muy difícil combatir contra el maligno, pues tendría que arrebatar a la Mano Negra un velo blanco que custodia en un cofre, mojarlo en agua bendita y rociar la capilla, el cuerpo, y el altar. Perceval se despidió a la mañana siguiente y se dispuso a acometer las nuevas pruebas que se le ofrecían.

Después de muchas aventuras victoriosas llegó a vencer a la Mano Negra en la ermita, y una vez vencido al diablo tiene un encuentro con un hombre que le hace saber que el suyo no es camino hacia la salvación, por lo que Perceval se angustia mucho, ya que se ha pasado toda su vida matando. Ocurren numerosos episodios y aventuras que dejo de contar, por no dar a una nota la extensión de un libro. Baste saber que al final, castamente casado con Blancaflor, reinó en paz y concordia durante siete años, heredando al Rey Pescador, y que tras la muerte de Blancaflor se retiró a un convento, donde a su vez murió, y fue enterrado en el Palacio Aventuroso, con la inscripción siguiente grabada en su lápida:

»Aquí yace Perceval el Galés, que realizó las aventuras del Grial.» (N. del T.)