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www.congreso.ceu.es/pdf/XVI-congreso-programa.pdfEl renacimiento demográfico. La familia como fuente de vida. La Sagrada Familia y la Trinidad Divina. Francisco Javier Cervigon Ruckaver. En la naturaleza los seres vivos engendran a otros seres vivos. En un orden más elevado, el sabio comunica la verdad que posee y el hombre bueno hace amar el bien. En la cumbre, Dios Padre, por la generación eterna del Verbo, Le comunica la plenitud de su naturaleza divina, sus infinitas perfecciones y, a través del Hijo, las comunica al Espíritu Santo. De la unidad del amor divino le viene a la unidad familiar la calidad que está postulada por el dinamismo interno del amor humano.El Congreso Católicos y Vida Pública, organizado por la Asociación Católica de Propagandistas y su Obra la Fundación Universitaria San Pablo CEU, quiere propiciar un marco de encuentro y reflexión para cuantos católicos se hayan interesados en conseguir que la luz del Evangelio ilumine todos los aspectos de la vida, tanto en sus dimensiones personal como social. En él todos los cristianos pueden y están representados. Tiene una doble dimensión. Por un lado, se presenta como un ámbito de encuentro y reflexión para los católicos de hoy. En ese sentido, participan personas del mundo académico con el objetivo de ilustrar y formar. Al mismo tiempo, no se quiere descuidar la vertiente misionera y apostólica. Por eso, también participan personalidades del mundo económico, político, social y de los medios de comunicación que suelen comportarse con ejemplaridad, mostrando en sus actividades la belleza del Cristianismo. El Congreso abre sus puertas a toda la familia. Tanto los padres como los hijos, ya sean niños o adolescentes tienen su lugar propio. Por eso, en consonancia con el carisma de la ACdP, se pretende fomentar la presencia de los católicos en medio de la sociedad animando a las nuevas generaciones a que descubran su vocación para la vida pública. Niños y jóvenes no tienen un Congreso para ellos, sino que forman parte de un único Congreso.
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La Sagrada Familia y la Trinidad Divina.
Leemos en el Génesis: "Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó,
varón y mujer los creó. Dios los bendijo y les dijo: "sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra
y sometedla" (Gen 1, 2728).
"Sed fecundos y multiplicaos", nos dice Dios. La fecundidad es el fin mismo de la
dualidad sexual de la persona humana. Como el resto de la creación, es algo bueno y grato a
Dios. Este relato nos da una imagen del matrimonio divina y social al mismo tiempo: divina, en
cuanto que la dualidad sexual del hombre se entiende como una participación gozosa en el
poder creador de Dios, y social por la finalidad de poblar y de dominar la tierra.
El bien tiende a difundirse a pesar del mal, y cuanto es más elevado más y mejor se
comunica. En la naturaleza los seres vivos engendran a otros seres vivos. En un orden más
elevado, el sabio comunica la verdad que posee y el hombre bueno hace amar el bien. En la
cumbre, Dios Padre, por la generación eterna del Verbo, Le comunica la plenitud de su
naturaleza divina, sus infinitas perfecciones y, a través del Hijo, las comunica al Espíritu Santo. De
la unidad del amor divino le viene a la unidad familiar la calidad que está postulada por el
dinamismo interno del amor humano. Y en la riqueza interna de la unidad se asienta la firmeza de
su aliada natural, la fidelidad, esa fidelidad que es una virtud propia de personas creadoras.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que "La familia cristiana es una comunión
de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su
actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios" (CIC nº 2205).
Fijémonos en el tri del matrimonio. La palabra matrimonio tiene tres sílabas:
matrimonio. El tri hace referencia a tres. En Matemáticas la fórmula sería como sumar
1+1+1=3. Dios análogamente se puede decir que es familia, pero no que es matrimonio, y en
este caso la fórmula sería una multiplicación: 1x1x1=1 (para representar a tres Personas y un
solo Dios).
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Santa Teresa de Jesús en el Libro de la Vida nos narra la siguiente experiencia:
"Estando una noche tan mala que quería excusarme de tener oración, tomé un rosario por
ocuparme vocalmente, procurando no recoger el entendimiento, aunque en lo exterior estaba
recogida en un oratorio.
Cuando el Señor quiere, poco aprovechan estas diligencias. Estuve así bien poco, y
vínome un arrebatamiento de espíritu con tanto ímpetu que no hubo poder resistir. Parecíame
estar metida en el cielo, y las primeras personas que allá vi fue a mi padre y madre, y tan
grandes cosas en tan breve espacio como se podía decir una avemaría que yo quedé bien
fuera de mí, pareciéndome muy demasiada merced" (capítulo 38). Es curioso, se podía haber
encontrado primero con la Santísima Trinidad, pero en el cielo se vieron primero los tres: ella,
su padre y su madre.
En el cuadro de Murillo Las dos Trinidades, la Sagrada Familia aparece como epifanía
maravillosa de la Santísima Trinidad. En el centro del cuadro está Jesús, el Hijo divino,
mostrado sobre un pedestal y venerado al mismo tiempo por san José, imagen del Padre
eterno, y por la Virgen María, la Llenadegracia, manifestación perfecta del Espíritu Santo. El
Padre celestial mira con amor a Jesús y abre sus brazos, reconociéndole como Hijo, sobre el
cual se cierne el Espíritu Santo en figura de paloma. Un coro de ángeles completa la gloriosa
escena, alborozados en la contemplación de la Familia Sagrada.
"Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó"
(Gen 1, 27). Muchos teólogos se han preguntado qué necesidad tenía Dios de crear al ser
humano, si ya había creado a los ángeles, que son espíritus puros como Él. Pero ¿los ángeles
son imagen de Dios? En realidad son una imagen incompleta de Dios. Los ángeles no pueden
transmitir vida. Nosotros, cuando tenemos un bien, por ejemplo la vida, queremos comunicarlo
a otros. Es lo que hizo Dios al crearnos. Quiso que hubiera unas criaturas a su imagen y
semejanza, que, como él pudieran transmitir vida.
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En la creación hay una gran variedad de seres. Los ángeles son personas espirituales
finitas, con una vida consciente y libre, no sujetas a leyes ni restricciones de espacio y tiempo.
En otro nivel está lo material, distinto del espíritu, sujeto al cambio en el espacio y en el tiempo,
sin libertad ni conocimiento abstracto. En medio estamos nosotros, con materia y espíritu,
personas conscientes, inteligentes y libres, pero circunscritos a un marco físico en el que
nuestra actividad depende de las fuerzas de la materia y que se realiza normalmente en el
entorno de espacio y tiempo. En nosotros hay todos los niveles de existencia creada, y, al
encarnarse Cristo en el vientre de María, también la Segunda Persona divina, elevando así la
materia a la Trinidad divina.
El Dios de la Revelación, ya en el Antiguo Testamento, se define como Dios vivo,
fuente de vida, contrapuesto a los ídolos. Lo propio de Dios es comunicar vida, en los
niveles más primitivos de plantas y animales, y sobre todo en el nivel humano, donde la
inteligencia y la voluntad libre nos hacen acreedores a la descripción, sorprendente y única en
la historia, de ser imágenes de Dios. Una frase que se aplica exclusivamente a la persona
humana, no a los ángeles, aunque a ellos se les denomine, en forma análoga, "hijos de Dios".
Si centramos nuestra atención solamente en la capacidad de conocer y actuar
libremente, tendremos que considerar a los ángeles como superiores a cualquier persona
humana, tanto en su capacidad de conocer profundamente, intuitivamente, como en su
voluntad sin condicionamientos genéticos ni sociales, tan importantes para nosotros. Y
parecería casi impropio del creador Omnipotente, Sapientísimo e inmaterial, que ha creado a
esos espíritus superiores, el crear luego seres tan materiales y limitados como experimentamos
cada día que somos los humanos, aun los más perfectos.
Pero la revelación completa de la intimidad de Dios en el Nuevo Testamento nos hace
conocer a la Trinidad como comunicación de vida, tan completa, que cada Persona divina no
puede existir ni ser pensada con independencia de las relaciones mutuas entre Padre, Hijo y
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Espíritu Santo. Los ángeles no pueden comunicar vida, ni por creación que exige una potencia
infinita ni por donación total (que sólo es posible a la divinidad), ni dar parte de sí mismos a un
nuevo ser, ya que no tienen partes, siendo puro espíritu. Entre los seres creados, solamente
un viviente con estructura compuesta, material, puede dar algo de su propio ser, como semilla
activa y fecunda. Y solamente así pueden brotar relaciones de familia, de dependencia mutua,
como existen en Dios mismo en la esencia de su vida trinitaria.
Si el Hijo de Dios es Imagen viviente del Padre eterno, los hijos en una familia humana
son también imágenes vivientes de los padres. Si el Espíritu Santo es Amor de unión total de
Padre e Hijo, también los hijos son fruto y lazo de amor entre los esposos.
Y Dios nos ha querido hacer a nosotros, creados a su imagen y semejanza, partícipes
del milagro de cada nueva existencia, dando a Dios nuevos hijos en el entorno de amor y
entrega mutua en el que Dios infunde el alma que se une a la materia viviente de los padres.
La dependencia del nuevo viviente con respecto a sus progenitores se hace cada vez
más profunda según avanza en complejidad el organismo. Comenzando con la simple división
de una célula o el confiar semillas al viento de una planta, nos encontramos en el reino animal
con exigencias de alimento y cuidado que se extienden por períodos significativos de la vida
media de muchas especies. Y en el hombre es imposible la supervivencia sin muchos años de
dependencia hasta llegar a la emancipación de la edad adulta. Nos acercamos así al modelo
divino de relaciones de familia que nunca dejan de ser constitutivas de la vida: nunca pueden
existir independientemente las divinas Personas, que son inseparables por tener un único
entendimiento y una única voluntad en una naturaleza necesariamente poseída sin división ni
limitaciones.
En la Encarnación, la familia humana participa de la dignidad de la familia divina,
cuando el único Hijo del único Padre eterno se hace Hombre con una única Madre, una Mujer
que puede dirigirse a Él con el mismo título de "hijo mío" con que el Padre le designa
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gozosamente. En ese entorno humano, en la sencillez humilde de Nazaret, Dios aprendió a ser
Niño, a andar, a hablar, a orar, a trabajar. Creció como hijo obediente, cariñoso y respetuoso,
agradecido por el entorno de amor y protección de María y José. Una relación que nunca
puede olvidar ni considerar terminada: es eternamente Hijo.
Es en el entorno de familia donde Dios quiere también que aprendamos a acercarnos a
Él, a amarle, a orar, a conocer nuestra Fe. Al dirigirnos a Dios como Padre, este título de
cariño y confianza lleva el contenido de nuestras experiencias de la paternidad humana. Son
los padres los que regalan al niño su mayor tesoro al pedir el bautismo que hace nuevos hijos
de Dios a los hijos de los hombres. Dios ha querido que su Providencia se realice por medios
humanos, y es la familia el medio humano por excelencia por el que nos acercamos a Dios en
su Iglesia, en un proceso educativo en que la cercanía a Cristo, a María, se consigue de la
mano de quienes personifican para el niño el significado maravilloso de la definición audaz de
San Juan: "Dios ES Amor".
Cristo quiso subrayar la dignidad del matrimonio entre quienes son "hijos de Dios"
convirtiendo el contrato entre los esposos en un canal de gracia, de vida divina: un sacramento.
Él defendió la dignidad de esa promesa de amor mutuo y de fidelidad sin restricciones
afirmando que es como todo amor verdadero para siempre, siempre. Quien quiso llamar
"Madre" a una mujer, elevó a la esposa a la máxima dignidad. E hizo del matrimonio una
expresión palpable de su relación con la Iglesia, madre de vivientes, de hijos de Dios, con una
maternidad que se extiende al mismo Cristo en su Cuerpo místico: "el que cumpla la voluntad
de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12). Si esto es verdad
de todo seguidor de Cristo, lo es especialmente de aquellos que contribuyen a su desarrollo
con nuevos miembros, en el matrimonio que San Pablo refiere explícitamente a la gracia que
nos une a nuestro Salvador.
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Cristo significa "ungido", y este significado le servía a santo Tomás de Aquino como
imagen para ilustrar el misterio de la Trinidad observando que ser ungido presupone por lo
menos tres elementos: el que unge, el ungido y la unción. Y siendo Jesús el Cristo, es decir, el
ungido de Dios, podemos referirnos a Tres Personas: el que unge, que sería Dios Padre; el
ungido, Dios Hijo, y la unción, Dios Espíritu Santo.
De la Familia de Nazaret nacen las familias cristianas, templos de la Santísima Trinidad.
Todas han de ser para el mundo manifestaciones de la Trinidad divina: unión perfecta en el
vínculo de una caridad divina, trinitaria, sobrehumana, celestial. Todas han de estar centradas
en Cristo, que por su gracia las mantiene unidas en la santidad, el amor y la paz.
La familia cristiana es hoy lo que fue el Arca de Noé en tiempos del diluvio universal.
Viendo cómo está "el pecado del mundo" que sólo puede quitar el Cordero de Dios, se muestra
como algo evidente que la familia verdaderamente cristiana, es el ámbito sagrado, santificado
por la gracia de Dios, en el que niños, adultos y ancianos hallan la salvación de Cristo.
La Sagrada Familia es modelo de santidad y amor. San Juan Pablo II decía que es la
"trinidad terrena" que prolonga y continúa, en la tierra y en el mundo de los hombres, a la
Trinidad celestial, la Familia constituida por las Tres Divinas Personas. En cuanto "trinidad
terrena", la Sagrada Familia constituye una imagen de la Santísima Trinidad, siendo San José,
representación de Dios Padre; la Virgen María, Inmaculada y Santa, representación de Dios
Espíritu Santo, y Jesús, que no es representación de nadie, sino que es Él mismo Dios Hijo,
encarnado, sin dejar de ser Dios, tan Dios como el Padre y el Espíritu Santo. En la audiencia
del 1 de diciembre de 1999 explicó que "el modelo originario de la familia, hay que buscarlo en
Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida". Entonces la familia es también lo que mejor
nos puede ayudar a comprender la Trinidad. Si el nosotros divino constituye el modelo eterno
del nosotros humano, entonces el nosotros humano familiar es icono de la Trinidad divina.
Según esto, la familia es la realidad humana en la que se refleja con más claridad el Amor
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Intratrinitario, el mejor ejemplo humano para poder entender a Dios. Y Dios es, de algún modo
un nosotros familiar.
Afirmar esto no es decir simplemente algo bonito. Significa que la imagen y semejanza
divinas no se cumplen sólo en un hombre singular, sino también en la relación hombremujer,
es decir, que cabe la analogía interpersonal, ya que "a imagen de Dios lo creó. Hombre y
mujer lo creó" (Gen 1, 27).
Hay, por ejemplo, dos aspectos del nosotros familiar en los que se reproduce el
nosotros trinitario. El modo en que se articulan ambos aspectos cambia en la Trinidad y en la
familia, por supuesto, ya que se trata sólo de una analogía. Pero la analogía sirve para
comprender más a fondo los dos términos de ella: tanto en la familia como en la Trinidad.
En primer lugar la familia reproduce los dos tipos de amor intratrinitario. Los dos amores
familiares, el amor que es don de sí de los esposos y el amor generativo paternofilial los ha
querido Dios hacer como un reflejo de las dos entregas en la Trinidad, la entrega generativa
que marca la relación entre el Padre y el Hijo y da origen a esas dos personas en el Espíritu
Santo, y la entrega Amor que marca la relación Padre e Hijo y da origen a la Persona del
Espíritu Santo.
En segundo lugar es también propio del amor familiar esa tendencia simultánea hacia
dos quienes que hemos descubierto en el dinamismo amoroso trinitario. La familia hace que,
así como en la Trinidad cada persona ama con un mismo dinamismo a las otras dos, el amor
del padre a la madre incluya el amor del hijo, el amor de la madre al esposo incluya el amor del
hijo y el amor del hijo por el padre o la madre incluya el amor por el otro progenitor. El amor a
uno incluye el amor hacia el otro.
Podemos, en el mejor sentido de la palabra, afirmar que la Sagrada Familia es donde
más radicalmente se reproduce el modelo trinitario. Y podemos también, en este sentido,
atisbar de algún modo la intensidad del amor del corazón de María por su esposo San José al
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darnos cuenta de que su amor hacia él era parte del mismo dinamismo de amor con que Ella
se entregaba a su Hijo Jesucristo.
Jesús, María, José, la santa familia de Nazaret, son el centro del designio salvífico de
Dios, el centro de la Nueva Alianza. Pertenecen a la plenitud de los tiempos.
En esta familia de Jesús, donde se refleja admirablemente la vida de comunión, de amor
de la Trinidad divina, los hombres reanudan el diálogo primitivo con Dios, retoman la armonía
conyugal y familiar y de hermandad. La familia de Nazaret, en cuanto realidad humana
asumida y renovada por la encarnación del Verbo, se transforma no sólo en un lugar donde se
hace presente de modo único y especial el misterio de la Trinidad, sino también en un símbolo,
en la representación más perfecta, en un icono, que hace presente, vivos y operantes el amor y
la fecundidad de Dios.
Si partimos del relato de la creación, narrado en el capítulo primero del Génesis, vemos
que allí aparece Dios (en hebreo Elohim, que puede ser plural) y el Espíritu de Dios que con su
Palabra comienza crear todas las cosas (Gen 1, 13). Al final Dios crea al hombre como varón y
mujer a su imagen y semejanza (Gen 1, 2627). Interpretando ese texto a la luz de la fe católica
se vislumbra a la Familia divina trinitaria como origen y modelo de la familia humana.
San Juan Pablo II en su Carta a las Familias reflexiona sobre esa similitud y nos ofrece
una pista mística sobre el misterio del Dios como el Nosotros divino, cuya imagen visible más
inspiradora puede ser la sagrada familia de Nazareth. Con ello indirectamente se revela
también la dimensión maternal trinitaria, atribuible al Espíritu Santo Vivificante, que hizo
fecunda a la Virgen María. El mismo Jesús nos invita a renacer del agua y del Espíritu (Jn 3, 5)
para adquirir una nueva identidad personal dentro de la Familia trinitaria como hijos adoptivos.
Francisco Javier Cervigon Ruckaver
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