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LECTURAS FILOSÓFICAS DEL QUIJOTE José Luis Mora García Universidad Autónoma de Madrid “Lecturas filosóficas del Quijote”, Gran Enciclopedia Cervantina, v. V, Dir. Carlos Alvar, Madrid, Castalia, 2008, pp. 4768-4790. ISBN 978-84-9740- 245-3 1. Aproximación a un problema complejo Muy diversa y plural suerte ha merecido El Quijote como lectura de filósofos. Basta un somero muestrario de títulos y enfoques para comprobar que una vez descubiertas las implicaciones filosóficas del libro escrito por Cervantes casi ningún filósofo, y menos si ha sido español, ha quedado indiferente ante él o ante las andanzas de sus protagonistas. Podríamos decir, incluso, que hasta los silencios alimentados en determinadas épocas por orientaciones de escuelas filosóficas hacia esta tradición que se consideraba “literaria”, una vez que se han podido constatar posteriores redescubrimientos fervorosos, nos sirven para conocer las tendencias de la propia filosofía. Más aún. No ha sido ajena esta primera novela moderna al hecho de que los filósofos se hayan sentido aludidos pues este propósito está en la misma novela. Otra cuestión bien distinta es la legitimidad de algunas lecturas “ingeniosas”, o de las abiertamente esnobistas que han completado un amplísimo abanico acerca del sentido del libro, unas al margen de su autor, otras, en sentido contrario, atentas exclusivamente al autor y, finalmente, tenemos las que se han ocupado exclusivamente del simbolismo de sus personajes. 1

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LECTURAS FILOSÓFICAS DEL QUIJOTE

José Luis Mora GarcíaUniversidad Autónoma de Madrid

“Lecturas filosóficas del Quijote”, Gran Enciclopedia Cervantina, v. V, Dir. Carlos Alvar, Madrid, Castalia, 2008, pp. 4768-4790. ISBN 978-84-9740-245-3

1. Aproximación a un problema complejo

Muy diversa y plural suerte ha merecido El Quijote como lectura de filósofos. Basta un somero muestrario de títulos y enfoques para comprobar que una vez descubiertas las implicaciones filosóficas del libro escrito por Cervantes casi ningún filósofo, y menos si ha sido español, ha quedado indiferente ante él o ante las andanzas de sus protagonistas. Podríamos decir, incluso, que hasta los silencios alimentados en determinadas épocas por orientaciones de escuelas filosóficas hacia esta tradición que se consideraba “literaria”, una vez que se han podido constatar posteriores redescubrimientos fervorosos, nos sirven para conocer las tendencias de la propia filosofía.

Más aún. No ha sido ajena esta primera novela moderna al hecho de que los filósofos se hayan sentido aludidos pues este propósito está en la misma novela. Otra cuestión bien distinta es la legitimidad de algunas lecturas “ingeniosas”, o de las abiertamente esnobistas que han completado un amplísimo abanico acerca del sentido del libro, unas al margen de su autor, otras, en sentido contrario, atentas exclusivamente al autor y, finalmente, tenemos las que se han ocupado exclusivamente del simbolismo de sus personajes.

Así pues, los filósofos han ido centrando su atención en el Quijote personaje o en el quijotismo del libro; en la necesidad de escudriñar acerca de las intenciones cervantinas o de confrontarse con el libro sin más; de tomarlo en consideración como expresión del pasado pero no menos que del futuro; de valorarlo como ejemplo del peso de los ideales en tiempos de vidas rutinarias o azote de positivismos y pragmatismos; y, por supuesto, de que fuera expresión, para unos, de la decadencia de España mientras que, para otros, fuera el baluarte de nuestras bondades y esperanza de un futuro honorable, es decir, de lo mejor que hemos sido y podemos ser.

Los acontecimientos de un siglo XX atormentado, como ha comenzado el presente aunque los conflictos no hayan alcanzado la magnitud de las dos grandes guerras mundiales, han influido decisivamente en las aproximaciones que los filósofos han ido realizando a unas páginas donde, precisamente, los conflictos aparecen como motivo para la redención de la propia conciencia en la medida en que se superan. No es, pues, azaroso que en torno a los años de las grandes guerras el debate sobre la novela alcanzara en los estudios filosóficos y en los literarios un punto fuerte de interés. En este

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sentido, ninguna cultura ha quedado ajena al debate de las andanzas de nuestro caballero y su escudero. Y casi nunca este debate ha quedado en un plano teórico pues casi siempre ha terminado adentrándose en otros hasta abarcar el conjunto de la cultura cuando no el ámbito nacional.

En el caso de España estos motivos se han dado, si cabe, con más intensidad. A medida que los sucesos históricos se han ido produciendo, se ha acrecentado la necesidad de encontrar las causas de la que, durante bastante tiempo y por sectores mayoritarios de la intelectualidad, se interpretaba a España como historia de una decadencia. Podemos comprobar cómo la herencia del siglo XIX a propósito de las lecturas de El Quijote tiene su posterior desarrollo en los comienzos del XX y éste no para de crecer hasta el final de los años treinta coincidiendo con la Guerra Civil. Durante esa primera cuarentena se escriben las obras más conocidas que podemos fijar en una secuencia que comienza con los textos producidos en torno al tercer centenario en 1905 y se completaría con el texto de María Zambrano “Reforma del entendimiento español” ya en plena guerra y “La liberación de Don Quijote” posteriormente. No en vano afirmaba en el primero de los artículos que “Cervantes bien pudo haber estudiado filosofía y haber transcrito su idea, su intuición de la voluntad, en un sistema filosófico” para preguntarse ella misma: “Mas ¿para qué había de hacerlo?”; y, en el segundo, comienza de la siguiente manera: “Nunca fue suficiente la Filosofía, ni aun en los momentos de su máximo esplendor. Son necesarias las imágenes que orienten el intento de ser hombre.” Dos afirmaciones, incluida la interrogación, que suponen haber leído con extrema precisión la obra cervantina y situarse en el punto justo para dialogar con ella.

Hasta llegar ahí, las lecturas realizadas por filósofos han tenido otros muchos matices. Sin renunciar al enfoque que pretende moverse en el plano de la teoría literaria, la filosofía de la literatura o de la hermenéutica, la incorporación de factores de fuerte carga emocional convirtió al libro cervantino y a sus personajes en elemento de referencia al que se incorporaban tanto la necesidad de catarsis como la reflexión sobre nuestra identidad. En esta orientación muchas diferencias hay entre unos y otros “Quijotes” pero todos comparten la búsqueda del mejor punto de vista para afrontar una realidad que se consideraba problemática y que se deseaba superar.

Esas diferencias quedaron marcadas después, al hacerse visibles las distancias entre las tradiciones que se habían construido en diálogo durante las primeras décadas del siglo y que luego se bifurcaron hacia comienzo de los años treinta. Por una parte, ya después de la guerra civil, la Filosofía del Quijote de los ganadores se vuelve expresión de la tradición que representaban. Hablamos de un Quijote nacional, hispano para más señas, blandiendo contra unos enemigos que estaban ya perfectamente señalados. Los exiliados que constituían la otra tradición siguen escribiendo, o lo hacen aún más, sobre el Quijote en clave bien distinta. Además, y aunque Hispanoamérica no ha sido nunca ajena a esta tradición de estudios cervantinos, la influencia de los exiliados aumentó la producción por parte de filósofos mexicanos y otros, introduciendo nuevos elementos de reflexión. Y aun habría una tercera orientación –a la que no puede aplicársele la idea de tradición- que se fue conformando hacia los sesenta y setenta y que no tuvo a Don Quijote ni a Cervantes ni siquiera a Sancho Panza –podríamos decir jocosamente- en sus pensamientos. Alguna excepción, a la que me referiré más adelante, rompía esta homogeneidad del silencio que se ha visto alterada en los tiempos de posmodernidad a partir de los ochenta cuando la literatura ha entrado ya claramente al choque con la propia filosofía por la disputa de un espacio interpretativo de la realidad. Aun así, y dado el poco aprecio por la lectura de los clásicos de la literatura española durante esos años, las aproximaciones al libro/personaje de Cervantes han sido escasas en la filosofía

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española hasta la que ha permitido que nuestros filósofos se presenten en sociedad como lectores de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha sin perder el aura de filósofos. Cuando tengamos las Actas del Congreso de Barcelona celebrado en junio de 2004 podremos completar nuestro juicio. Nos conformamos ahora con los resúmenes de prensa que hemos podido leer y las crónicas escritas desde la honestidad.

Teniendo en cuenta estas consideraciones preliminares, las etapas en que debería dividirse un estudio completo de estas características serían las siguientes: Una primera que debe declararse heredera de los estudios iniciados en el siglo XIX. En este sentido hoy conocemos la influencia que tuvieron en la España de la segunda mitad del XIX las lecturas que los alemanes habían hecho desde los últimos años del siglo XVIII y que se acentuaron durante el Romanticismo. Jacques Bertrand (Cervantes en el país de Fausto) y Anthony Close (La concepción romántica del “Quijote”) han estudiado las posiciones de los distintos autores que podemos resumir en el juicio que el propio Bertrand emite sobre Novalis y Schlegel al “determinarse [éste] tenazmente –nos dice- en captar un ideal filosófico, poético y político, un sueño de una poesía infinita y universal a través del arte clásico, las construcciones de la ironía, los imponderables de un pensamiento progresivo, al declarar la guerra a toda su época, debatiéndose entre la miseria, los diplomáticos, los gobiernos y su propia impotencia en realizar su vida”. O en la interpretación de Solger para quien “El espíritu sólo es superior cuando la idea puede reencontrarse en la realidad.” Pues –añade- “Este género de espíritu es el espíritu superior que anima a Don Quijote y le distingue”.

Ningún autor pudo evitar adherirse o rechazar esta interpretación que se alzaba hasta constituir una extensa reflexión sobre el significado de la literatura, con especial referencia a la novela y a su función en las sociedades modernas. No faltó ninguno de nuestros grandes escritores y críticos literarios a este debate: Valera en su primer discurso de 1864, Clarín, Pérez Galdós y Pardo Bazán junto con Manuel de la Revilla, Urbano González Serrano, Menéndez Pelayo también estuvieron Federico de Castro, Fernando de Castro y otros filósofos. Todos ellos no sólo tienen entidad por sí mismos sino que son precursores del potente discurso que sobre este mismo tema se ha desarrollado a lo largo de todo el siglo XX.

Esta herencia, por lo que se refiere, en concreto, a la gran obra cervantina, encuentra su fecha emblemática en 1905, año del tercer centenario, tal como ha sido estudiado por Eric Store (La perspectiva del progreso. Pensamiento político en la España del cambio de siglo (1890-1914) y María Ángeles Varela (La perspectiva del progreso. Pensamiento político en la España del cambio de siglo (1890-1914). A su vez, algunos ecos de este centenario recogían el retorno de cierta reflexión iniciada en 1892, año del cuarto centenario del descubrimiento de América. Quizá empezara, por entonces, a realimentarse el sueño republicano de los que Jover ha llamado los frutos tardíos del sexenio y que sirven para entender el significado de las novelas galdosianas de la última década hasta El caballero encantado. Un cuento real inverosímil (1909), incluyendo las dos últimas series de Episodios. Aquí habríamos de incorporar ya los trabajos que se presentaron con ocasión del centenario: Valera, Galdós, Menéndez Pelayo, Ramón y Cajal y Bonilla y San Martín, entre otros, cuyas aproximaciones ni renunciaron a la historia y ni al deseo de ser fieles al espíritu cervantino. Por el contrario, el primer Unamuno que escribe Paz en la guerra, dejando otras propuestas en el cajón y sus vaivenes sobre el enterramiento y resurrección del don Quijote (1897 a 1905), inaugura con Vida de don Quijote y Sancho una interpretación en clave presentista y personal que más adelante continuaría Ramiro Ledesma Ramos y su libro El Quijote y nuestro tiempo que no en vano intenta también superar el ¡Muera Don Quijote! del Unamuno de 1897. Un joven Ramiro Ledesma, cuando escribe este libro,

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no se recata en sostener que “si se pone el signo igual delante del título “El Quijote y nuestro tiempo”, mi pluma nada más que la mía añadiría `El Quijote y yo`”.

Ortega y sus Meditaciones junto a Ideas sobre la novela y La deshumanización del arte (de 1914 a 1925) suponen un giro a las propuestas planteadas diez años antes y el intento de superación del que consideraba viejo e insuficiente realismo decimonónico. A este tiempo pertenecen también la obra de Lukacs, Teoría de la novela y algunos de los primeros escritos de Mijail Bajtin, recogidos en Teoría y Estética de la novela, así como El pensamiento de Cervantes de Américo Castro y Don Quijote, Don Juan y la Celestina de Ramiro de Maeztu, casi todos ellos de los años veinte. Este ciclo lo cerraría, como antes anticipábamos, María Zambrano tanto con los artículos ya mencionados como con Pensamiento y poesía en la vida española, una reflexión sobre España y su lugar en la filosofía occidental, firmada ya en Morelia en 1939, pero que venía tomando forma desde algunos años antes. A estos podríamos añadir algunos otros autores no españoles cuyas reflexiones sobre la novela y, más concretamente sobre El Quijote son estudios ineludibles. Baste recordar a Auerbach, Foucault, Gadamer, Goldmann, Italo Calvino, Humberto Eco, Sábato o Carlos Fuentes para llegar hasta nuestros días pero que nacen y son deudoras de las reflexiones iniciadas en el primer tercio del siglo.

Aún con las diferencias evidentes que entre todos estos textos hay, sin embargo, las preocupaciones compartidas tienen suficiente unidad como para establecer una línea de continuidad en el interés ineludible que la novela suscita acerca de la instalación del hombre contemporáneo en el mundo y la posible superación de los problemas que eso conlleva, para decirlo, en definitiva, con palabras de Ortega y María Zambrano, de su salvación.

Podría comprobarse cómo esta comunidad de intereses y de preocupaciones se extendió a los múltiples artículos de periódicos que con motivo del centenario de la muerte de Cervantes (1616-1916) se escribieron en la prensa provincial así como a las conferencias, debates, opiniones y actos de muy diversa naturaleza que con ese motivo se celebraron en muchas ciudades. No fue, pues, un fenómeno minoritario sino que tuvo dimensiones considerables de debate con mezcla de ideas filosóficas, políticas y morales en las cuales se ponía en juego la reflexión sobre ser hombre y ser español.

En cambio, por lo que se refiere al ámbito de la filosofía la etapa que se abre tras la guerra civil, y que se extiende hasta los finales de la España franquista, introduce connotaciones de muy distinta naturaleza que obligaron a una posterior restauración y a retomar una línea que se había consolidado con anterioridad y después se había interrumpido. Así puede comprobarse en la Historia crítica del pensamiento español (año 1979 y siguientes) de José Luis Abellán, o en el Seminario de Historia de la Filosofía Española, celebrado en la universidad de Salamanca que, ya en su primera edición (1978), tuvo el valor de adentrarse en algunas, por aquellos años “heterodoxias”. Abellán dedicaba en el volumen segundo dos capítulos al pensamiento cervantino y al significado de El Quijote. El Seminario salmantino hizo lo propio en las sesiones celebradas los años 1978 y 1980. Hasta ese momento, excepto un artículo de Lledó (1957) “Interpretación y teoría en Don Quijote” y las Nuevas Meditaciones del “Quijote” de Ciriaco Morón (1971), no es fácil encontrar en las editoriales españolas textos de interés filosófico acerca del Quijote. Después habremos de llegar a los tres números que la revista Anthropos dedicó en 1989 (98/99 y 100 y el 17 de los Suplementos) para poder tener un panorama más amplio. A falta de un estudio detallado de las distintas revistas parece que hubo más bien silencio por parte de nuestros filósofos acerca de la obra cervantina que se redujo a la reedición de las obras de Unamuno, Ortega y Ramiro de Maeztu. Consideremos, a este respecto, que el propio

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Ortega pasó un largo periodo en silencio y que Unamuno vivió en el exclusivo mundo de la literatura también por largo tiempo casi en exclusiva hasta la tesis de Pedro Ribas (1973) y los trabajos de Pérez de la Dehesa que, sin embargo, inicialmente no abordaron estos temas sino más bien la relación de Unamuno con la filosofía alemana o la revisión de la trayectoria filosófica e ideológica de sus años de juventud.

Tuvieron que ser autores no españoles los que continuaran las lecturas filosóficas sobre el significado de la novela: Mimesis de Auerbach en traducción de Villanueva y Eugenio Ímaz en 1950; Las palabras y las cosas de Foucault traducido al español en 1968; La teoría de la novela de Lukacs traducido por Sacristán (1970); Verdad y método de Gadamer, traducido en 1977 por Ana Agud y Rafael de Agapito. Junto a la tardía recepción de las obras de Bajtin reavivaron los estudios sobre el arte dentro de ciertos parámetros muy acotados en los cuales no había lugar aún para el estudio sobre el significado de la tradición española tal como se había realizado con anterioridad a la guerra.

En realidad sucedía que en esta segunda etapa los estudios filosóficos sobre el Quijote estaban siendo desarrollados por filósofos del exilio, herederos de la tradición del primer tercio del siglo. Si repasamos su producción podremos comprobar que casi todos ellos tienen importantes estudios sobre nuestra novela clásica y, en casi todos los casos, en tiempos próximos a su marcha de España aunque fueran publicados con posterioridad o reeditados en forma de libro, para su mayor difusión, años más tarde. Basta mencionar a José Gaos, María Zambrano, David García Bacca, Rafael Altamira y Ferrater Mora o Américo Castro.

Sobre José Gaos ha sido el mexicano Fernando Salmerón quien nos ha puesto en la pista del interés que le suscitó Cervantes. Su artículo “Los estudios cervantinos de José Gaos” era una reivindicación de este interés desarrollado en “El tema del Quijote” luego comentado también por Carlos de Montemayor (V. Salmerón, F., Los estudios cervantinos de José Gaos/ Seguido de un ensayo inédito de José Gaos y un comentario final de Carlos Montemayor). María Zambrano siguió escribiendo sobre la novela y el significado del Quijote en distintas revistas incluida la española Ínsula a lo largo de los cuarenta y cincuenta. Esos trabajos fueron recogidos después en España, sueño y verdad1 así como una muy interesante reflexión que forma parte de El sueño creador: “La novela: “Don Quijote”. La obra de Proust”. David García Bacca, además de su grueso volumen Sobre el “Quijote” y Don Quijote de la Mancha. Ensayos literario-filosóficos, ha dedicado muchas páginas al estudio de las relaciones filosofía-literatura incluidos otros trabajos sobre el propio Quijote. Por lo que se refiere a Rafael Altamira escribió en 1947, con motivo del centenario del nacimiento de Cervantes una breve nota titulada “Lo que España debe a Cervantes y otro artículo al año siguiente: “Cervantes y su Don Quijote”. Ferrater Mora, por su parte, escribió en 1953, “El mundo de Cervantes y nuestro mundo”, un breve artículo publicado en la revista La Torre (1953) mas no parece que en ambos casos fuera un tema que figurara entre los que considerados centrales.

Puede indicarse que han sido José Gaos, María Zambrano y David García Bacca quienes han dedicado más páginas y puesto más interés en la reflexión sobre el significado del Quijote en la filosofía moderna con atención especial en lo que tiene de aportación española. En este sentido, al centrar el “tema de su tiempo” en la relación entre la razón y la realidad estaba acertando plenamente pues, como señala Salmerón, “ese es el meollo de la ficción que se desarrolla a lo largo de los capítulos del libro” y en eso, puede añadirse coincide con el “meollo” de la filosofía moderna. Pero la obra de Gaos añade, además, la apertura de una perspectiva hispanoamericana cuyo guante fue

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recogido por los filósofos mexicanos. Como es bien sabido, la recepción de toda esta obra en la filosofía española ha sido bastante tardía respecto de cuando fue escrita y, además, desajustada respecto de la producción de cada autor.

Nos quedaría, en relación con estas décadas posteriores a la guerra, recuperar la producción realizada desde una perspectiva nacional española o, filosóficamente, desde lo que podemos calificar de tradicional. Títulos como el de Angel Dotor, Don Quijote y el Cid: el alma de Castilla con prólogo del Marqués de Lozoya; el discurso pronunciado con motivo de la celebración del centenario en 1947 por quien fuera ministro de educación, José Ibáñez Martín, “Símbolos hispánicos del Quijote” o el libro del dominico Pedro Lumbreras, Casos morales del Quijote podrían ser representativos de esta orientación junto con las varias ediciones de la obra de Maeztu y del propio Unamuno en la línea de la recuperación noventayochista iniciada a raíz de la obra de Laín Entralgo quien también escribió sobre el Quijote durante estos mismos años. No obstante, habría que hacer un rastreo bastante fino para clasificar adecuadamente toda esta producción que, provisionalmente, referimos a esta orientación. Así, por ejemplo, aunque podría incluir, también, en esa tendencia a Eugenio de Frutos, autor de “La interpretación filosófica del Quijote”, se trata de un autor que publicó hasta once artículos en la revista Ínsula desde 1948 hasta 1968 y su obra fue pionera en esos años a la hora de plantear aspectos que filosofía y literatura tenían en sus respectivas fronteras y eso nos remite a otro orden de cosas bien diferentes que poco tienen que ver con la utilización de Don Quijote como mito nacional.

Nos quedaría, finalmente, por hablar de lo sucedido en estas últimas décadas que coinciden ya con la España democrática. Desde un punto de vista filosófico estos años han visto una tardía recepción del positivismo en sus distintas versiones, la segunda recepción, casi simultánea con la anterior, del idealismo alemán, con especial referencia a Hegel, la fenomenología, Heidegger, etc. muy rápidamente solapadas con la posmodernidad de los ochenta y la trabajosa recepción de lo que Abellán llamaba la otra España, incluidos los filósofos del exilio y con ellos la apertura a Hispanoamérica hasta dar paso a la fase en que ahora estamos, tiempos de digestión y ensamblaje. Tiempo en que, como decíamos anteriormente, la posmodernidad no tuvo excesivo interés por los clásicos centrando su interés, casi exclusivamente, en los contemporáneos, con una crisis muy profunda de lectura que ha afectado por igual a la literatura y a la filosofía.

Sobre el libro de Cervantes, salvo las excepciones reseñadas ya anteriormente, hubo en los primeros años de la transición silencio, más bien silencio y, si se hace caso al título de Savater, hasta olvido. Casi no hace falta ahora ni señalar las razones. Asociar las palabras España y Quijote (no digamos Sancho Panza), con filosofía y razón moderna, levantaba sarpullidos. La desazón ha desaparecido, ciertamente, pero excepto la conmemoración del centenario que ha impulsado trabajos de encargo, el grado de interés que la obra cervantina despierta entre los filósofos no ha alcanzado ni con mucho la que tuvo en el primer tercio del siglo XX porque, con más o menos acierto, cuando allí se traía a Cervantes a colación no era por mero afán erudito o como trabajo pasajero, decoración filosófica y menos vacacional sino como análisis de la crisis de la razón moderna que provocaba un diálogo cruzado entre los discursos filosófico/literarios que ahora no veo.Es más. En buena medida de los Quijotes sobre los que se ha escrito durante estos últimos años no han sido tanto del cervantino cuanto del unamuniano, orteguiano, gaosiano o zambraniano. Así, por ejemplo, Lasaga y su Unamuno y Ortega: una polémica en torno a Don Quijote y en esta misma línea otros muchos. Han sido aquellos libros en que nuestros clásicos contemporáneos se enfrentaban con la propia tradición

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los que más interés han suscitado y entre ellos estaban la Vida de Don Quijote y Sancho y las Meditaciones del Quijote como es bien sabido. Pero en muchos de estos casos se trata más bien de la revisión de Unamuno y Ortega y su lugar en la filosofía actual más que de una profundización en el libro del siglo XVII. Una de las excepciones a esta línea, hasta cierto punto una cierta singularidad, es el libro de Julián Marías, Cervantes clave española que continúa una vieja orientación ya mostrada en otros trabajos suyos que recogen cursos, conferencias, etc. Me parece que hubiera debido merecer más atención este trabajo fronterizo entre la historia, la filosofía y la literatura que Marías ha desarrollado durante tantas décadas: desde sus artículos en Ínsula, pasando por La España posible en tiempos de Carlos III (1963) hasta Ser español (2000) tenemos una línea de reflexión sobre la tradición española hecha, creo yo, desde la honestidad. De la media docena de tesis doctorales sobre cuestiones de interés filosófico o, más concretamente, sobre las lecturas del Quijote defendidas desde 1986 tres lo han sido en departamentos de Filosofía: Enrique Ríos Vicente, La ética en la obra de Cervantes; Luis María Iglesias, El Quijotismo de Unamuno entre la Filosofía y el Mito y la de Rogelio Blanco que toca tangencialmente este tema: El utopismo en el pensamiento español y su aportación al educativo en la edad moderna (siglo XVIII). Pero las de más amplio recorrido han sido realizadas en Filología Española: la más interesante y completa para el objeto de nuestro interés es obra de María Llanos Navarro García: Lecturas del Quijote en la España de entre 1875 y 1936: de Menéndez Pelayo a Ortega y Gasset (1995) leída en la Universidad de Murcia y dirigida por José María Pozuelo; José Montero Reguera, El “Quijote” y su lectura actual (quince años de estudios sobre el “Quijote”) 1975-1990 (1993). La segunda ha sido publicada con el título, El “Quijote” y la crítica contemporánea, Centros de Estudios cervantinos, 1997.

Sin duda, las oscilaciones de las lecturas realizadas por los filósofos, entre la revisión crítica y el abrazo comprensivo, vienen provocadas por una intencionalidad clara del propio Cervantes al adjudicar al filósofo un papel conscientemente ambiguo cual es el que corresponde al bachiller Sansón Carrasco, el caballero de la Blanca Luna, derrotado y vencedor en su lucha con Don Quijote pero obligado a usar sus mismas armas, es decir, a jugar a ser caballero andante también, aunque fuera por tiempo limitado como si actor de teatro se tratara. Si en algún caso la ironía como instrumento de disección de la realidad y los comportamientos se hace lúcida es precisamente en este personaje. Tendría que ver con la filosofía de su tiempo y, por extensión, la de todos los tiempos, cuando se esclerotiza en un discurso verbalista y vacío. En esto Miguel de Unamuno sí estuvo en sintonía con Cervantes y no dudó en congraciarse con él. Podríamos extender las razones de esta desazón a la difícil ubicación de la filosofía española en el siglo XVII que ha pertenecido por largo tiempo casi en exclusiva al ámbito de la literatura. Nuestro Siglo de Oro lo habría sido sólo de la literatura como sostuvieron José del Perojo y Manuel de la Revilla en la polémica de 1876. Este planteamiento reduccionista habría alcanzado a escritores como Gracián cuya figura ha sufrido una profunda revisión desde la filosofía en estos últimos años, no alcanzada aún por Calderón y Quevedo. Nos habríamos saltado “filosóficamente” todo nuestro siglo XVII porque los tópicos sobre nosotros mismos nos han vencido durante demasiado tiempo. Eso no habría ocurrido con los pensadores de la “Edad de Plata” para quienes el XVII estuvo en el centro de la reflexión pero sí con los llamados “jóvenes filósofos” que han protagonizado el desarrollo de la filosofía española desde los años sesenta y para quienes el barroco era tan sólo la contrarreforma, es decir, la antimodernidad. Se pensaba en general que ningún interés filosófico tenía buscar por ahí. Después de todo Schopenhauer también ha merecido un interés limitado en la filosofía académica. Por

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ello los Quijotes de Unamuno u Ortega no remitían a su referente originario sino que se han leído, hasta muy última hora, en clave interna de la obra de estos autores.

Ya indicaba anteriormente que, cuando se publiquen las ponencias del Congreso “El Quijote y el pensamiento moderno”, donde hablaron Eugenio Trías, Isidoro Reguera, Jacobo Muñoz, Pedro Cerezo, Félix Duque, Fernando Broncano, José Luis Villacañas, José Luis Abellán, José Luis Molinuelo, Fernando Savater, Javier Ordóñez, Jesús Mosterín, Gustavo Bueno (al parecer estaba invitado pero no asistió), Javier Echeverría y José Luis Pardo podremos obtener unas conclusiones más precisas acerca del interés que la obra cervantina suscita en buena parte de los filósofos españoles a comienzos del siglo XXI. Bastantes de estos autores provienen de orientaciones filosóficas bien alejadas de las lecturas literarias, incluso han sido combatientes de las mismas y no digamos de las novelas pero la sombra de Cervantes ha demostrado ser bastante alargada y a todos termina por cubrir a lo largo de los tiempos.

Por tanto una valoración completa de la aproximación que los filósofos han realizado a esta obra exigiría un estudio historiográfico exhaustivo considerando los propósitos de cada autor, el tiempo en que ha escrito y tratando de ordenar por escuelas, orientaciones, etc. Incluso hasta podríamos hacer una clasificación de los distintos autores o filosofías en función de la posición adoptada frente a esta obra que si bien no pertenece a la tradición filosófica ha interpelado irremediablemente a las distintas filosofías, principalmente de los dos últimos siglos, tanto si han buscado la perspectiva del momento en que Cervantes escribió, es decir, justo en los orígenes de la llamada modernidad, como si han buscado lecturas en clave de presente y futuro acerca de qué puede decir al hombre contemporáneo, o sea, qué sentido de la vida se desprende de su lectura. Mas no sólo teniendo en cuenta los contenidos digamos ontológicos, epistemológicos o éticos que puedan desprenderse del Quijote deben establecerse estas diferencias pues la interpelación más radical que realizó Cervantes y frente a la cual la filosofía no ha tenido más remedio que recoger el guante, ha sido el de la producción misma del conocimiento en el momento histórico en que fue escrito, su proyección en el futuro y su trasvase al lenguaje necesariamente adecuado a esa nueva forma de ver las cosas.

Quiero decir que entre las aproximaciones filosóficas al Quijote debe ser tomada en consideración aquella en que se plantee si hablamos de una obra que se postula como alternativa a la filosofía misma, al menos a un determinado tipo de filosofía, o si ha obligado a que la filosofía desarrolle objetivos que no habían estado en el viejo paradigma clásico tal como llega, precisamente, hasta el siglo XVI. Es decir, si el reconocimiento de la historicidad de la filosofía, que no se produce plenamente hasta el XIX, y el de su espacialidad geográfica, que lo ha sido aún después en el caso de que lo haya sido ya plenamente, no estaban ya originariamente comprendidos en esta obra de comienzos del XVII. Y éste me parece un punto nuclear que a su vez nos remite a la consideración de cuál haya sido la aportación de España como país donde se crea la novela moderna, y del propio Cervantes a la filosofía que nace en el mismo siglo del Quijote. Hablar de esto es hacerlo del nuevo lenguaje que se desarrollará con enorme fuerza a partir del XIX cuyas vigencias y crisis terminaron por desazonar a muchos estudiosos que comprendieron con lucidez que era en torno a ese nuevo género donde el hombre moderno se jugaba entender su verdadero lugar en el mundo.

Así pues, un trabajo que pretenda ser exhaustivo y que pueda suponer un avance sobre lo ya escrito acerca de las lecturas filosóficas del Quijote a lo largo de todo un siglo habrá de enfrentarse a una selva como califica Ortega a este libro por más ideal que le pareciera o, en otros términos, libro-escorzo lo llama a continuación. Probablemente lo sea por ambas cosas y lo cierto es que, a su vez, ha producido una real

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selva que puede comprobar cualquiera en la bibliografía llevada a cabo por el jesuita de la Universidad japonesa de Sofía, Jaime Fernández. Si no se tranquiliza suficientemente con los cientos de títulos recogidos en ella puede entrar en el Catálogo de la Biblioteca Nacional de España o en las muchas páginas existentes en la red, incluida la cervantesvirtual y se hará una idea de la tarea quijotesca en la que se ha embarcado. En este sentido los trabajos de María José Llanos y de Anthony Close, ya citados, ayudan bastante pero, por razones casi opuestas, terminan por no hacerlo suficientemente. Esto sucede con el riguroso y exhaustivo trabajo de María José Llanos, centrado en el periodo 1875-1936, por la propia metodología empleada muy centrada en los textos y menos en la contextualización de los mismos lo que hubiera contribuido a valorar las distintas lecturas. Por ejemplo, no sé si las lecturas de Azorín son de la misma naturaleza que las de Unamuno o Maeztu, por ejemplo, para ser puestas una a continuación de otra y eso no ayuda a clarificar bien las cosas. Anthony Close, por su parte, ha realizado un recorrido minucioso por las lecturas de los cuatro siglos de vida de la obra cervantina pero cae, a mi entender, en el prejuicio de incluir entre las lecturas románticas a todas las que no son exclusivamente literarias. Hay muchos matices entre las lecturas realizadas por los filósofos y muchas de ellas han nacido de la reacción contra el exceso de las lecturas simbolistas. Pero tampoco todas las lecturas literarias o filológicas reducen la obra cervantina a su carácter cómico pues en esto hay también matices. Si la interpretación de Valera representa a esta segunda ni el mismo Ortega supo ver las sutilezas que su antecesor ponía y el que negara un Quijote esotérico, como es de justicia, estaba marcando a los filósofos otro tipo de lecturas diferentes a las esencialistas o simbolistas para situarles allí donde está el interés propuesto por Cervantes: no en convertir al Quijote en una obra filosófica sino en situar al filósofo en la frontera de las relaciones entre filosofía y literatura, allí donde ambos discursos se interpelan. Y en este punto interesa o no lo dicho por filósofos o críticos literarios no por su pertenencia a un lugar u otro de la academia sino por lo razonado de sus argumentos y las bases sobre que se sustentan. Estas tienen siempre diversos orígenes: filológica pero también histórica; no menos filosófica pero con ramificaciones en otros campos de la cultura y la ciencia.

No parece útil, pues, aumentar, sin más, páginas de comentarios sobre comentarios. En realidad si tenemos en cuenta que las lecturas suponen ya un primer comentario, que éstas, a su vez, han sido ya comentadísimas, pues hay el Quijote de Unamuno, de Ortega, de Maeztu, de Américo Castro, de la Zambrano, de Gaos, de García Bacca, etc.; además de las Meditaciones hay “Nuevas Meditaciones”, etc. como hemos ido mostrando. Tendríamos que hablar, pues, de un tercer o cuarto niveles al menos y eso lejos de clarificar contribuye a aumentar la confusión. En realidad, por esta vía el Quijote cervantino se aleja en vez de aproximarse.

Otra cuestión, más problemática aún, nos llevaría a dilucidar qué entendemos por lecturas filosóficas del Quijote. Si no hemos comenzado por aquí se debe a que la respuesta se antoja muy difícil, daría lugar a un debate escolastizante e impediría tener en consideración las lecturas más lúcidas que nos permiten avanzar hacia un punto en que podamos avanzar. Mas algunas preguntas son inevitables: ¿Habremos de entender por lecturas filosóficas todas las realizadas por los filósofos que cuentan en nómina, en la medida en que pueda sostenerse que aquello que tocan los filósofos es Filosofía al igual que en cierta ocasión se dijo de los físicos y la Física? O si nos atenemos a los títulos, podemos también preguntarnos si todos los que incluyan la palabra “filosofía” deberán sin más formar parte de este listado. Ambas preguntas tienen difícil respuesta si no se apoyan en un trabajo de campo.

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Baste una muestra mínima. La lista se inicia en el siglo XIX por Federico de Castro, Cervantes y la Filosofía española (1870), El Quijote y la Filosofía del Derecho pasando por David Rubio (1943), La filosofía del Derecho en el Quijote de Tomás Carreras Artau (1903); Pedro Rueda Contreras, (1959), Los valores religioso-filosóficos de El Quijote, las Nuevas Meditaciones del “Quijote” de Ciriaco Morón (1976) (título que ha repetido Víctor Larrache en el 2000) hasta los trabajos de Eliseo Rabadán, “¿Es posible un quijotismo filosófico?” y el estudio de Agustín Basave: “Filosofía del Quijote: un estudio de antropología axiológica”, ambos disponibles en la página www.cervantesvirtual.com Esto por citar solamente algunos. Si se sigue este criterio la primera sensación que se obtiene es más bien contradictoria: la abundancia no elimina los huecos sino que más bien los hace más visibles.

Pero aún podemos hacernos otro tipo de preguntas: si habremos de utilizar más bien un criterio temático regido por el interés de los análisis que incluyan las grandes cuestiones que preocupan a la filosofía; o si deberíamos incluir otros muchos estudios realizados por autores difíciles de clasificar según nuestras “áreas de conocimiento” pero cuyo interés para la filosofía es evidente. Por ejemplo desde Galdós (en sus muchas referencias incluía la carta enviada a La Prensa de Buenos Aires en 1905), a Valera (en sus dos discursos de 1864 y 1905) o Menéndez Pelayo (distintos trabajos y especialmente el realizado con motivo del tercer centenario); Américo Castro, por supuesto, tanto en su famoso libro de 1924 como en los posteriores trabajos de los 50 y 70 hasta Javier Blasco (Cervantes, raro inventor ) y Juan Carlos Rodríguez (El escritor que compró su propio libro), catedráticos de Teoría de la Literatura y autores de dos recientes estudios muy interesantes, bien que por razones distintas, sobre el Quijote. O María Ángeles Varela cuyo el libro, ya citado, documenta la utilización de Don Quijote realizada por el pensamiento regeneracionista como mito ambivalente que por un lado expresaba la decadencia y por otro nos presentaba un ejemplo de fortaleza moral para superar la tal decadencia.

Si atendiéramos exclusivamente a la primera de las sugerencias planteadas, obtendríamos una reconstrucción historiográfica de la recepción del Quijote a lo largo del siglo XX, por ejemplo antes y después de la guerra civil, como antes decíamos, de los silencios de nuestros “jóvenes” filósofos cuando eran jóvenes, salvo las excepciones señaladas, hasta estos últimos años en que los problemas son de distinta naturaleza. Otra cuestión sería valorar el interés, originalidad y conocimiento de muchos de esos trabajos enfrentados a una obra literaria. Siempre nos permitiría ver la coherencia de estos comentarios en el conjunto de la obra de cada autor y de la época y orientación filosófica en la que se enmarcan. En todo caso, pues, un trabajo que pretendiera ser exhaustivo no prescindiría de este primer nivel. Podríamos decir, no obstante, que este trabajo está en buena medida realizado en los estudios de Close o María José Llanos aunque ninguno llega a estas últimas décadas y en general no acaban de valorar el significado que tuvo en el conjunto de la obra de los distintos autores el tratamiento de la novela cervantina. A los estudios monográficos les sucede lo contrario, es decir, la falta de análisis de antecedentes y consecuentes. Por lo que se refiere a las tesis doctorales que antes hemos mencionado realizadas en departamentos de Filosofía, el panorama es bastante deficiente.

Si optáramos por la orientación temática, que me parece legítima y hasta necesaria, se requeriría optar por demarcaciones severas. A propósito del caballero de Argamasilla se ha escrito del Derecho del Trabajo, incluidas las relaciones laborales entre don Quijote y Sancho; de la justicia, la libertad y de la ética en general; del pensamiento médico, psicológico y el religioso, incluido el Vaticano II; del pensamiento político y, sobre todo, de si este libro representa la identidad de lo hispánico. Al no

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existir ese rigor en la elección los trabajos son de muy desigual interés hasta el punto de llegar a plantear qué es legítimo hacer desde la filosofía con las obras literarias y qué no es legítimo. Una cuestión es el estudio de fuentes médicas, psicológicas o jurídicas de que se valió Cervantes, asunto de verdadero interés para conocer su relación con el erasmismo y con los médicos humanistas del XVI y otra bien diferente la conversión de una novela en un tratado de conducta. En este punto, estando de acuerdo con Garagorri cuando afirma que “el análisis y la reflexión acerca de la obra de Cervantes es uno de los grandes temas que el pensamiento español puede proponerse”, no se evita tener que dilucidar cuál es la relación entre el Quijote y la propia filosofía española pues en muchos casos nos hemos movido entre la mitificación, el distanciamiento y el cajón de sastre. Todas estas líneas me parecen poco positivas.

En mi opinión, las lecturas filosóficas de El Quijote requieren de las aportaciones de algunos historiadores que han tratado de establecer puentes de equidistancia interesantes pues así podemos saber si los filósofos han ido al núcleo de lo que plantea la novela cervantina o se han limitado a glosar asuntos más o menos periféricos. Por lo que se refiere a los trabajos realizados desde la crítica o teoría literarias, también algunos me parecen imprescindibles para el filósofo.

En todo caso la complejidad de los problemas que en estas relaciones se suscitan nos llevan a pensar que un trabajo de esta naturaleza exige una extensión y una intensidad de gran magnitud. Desde este punto de partida me atrevo a dejar esbozadas aquí las tres cuestiones que el Quijote cervantino ha planteado a la filosofía moderna, a la filosofía española en concreto, y en torno a las cuales han girado, de una u otra manera, todos los estudios, análisis o reflexiones que sobre esta magna obra del pensamiento universal se han escrito en el siglo XX. Primero, me refiero a lo que significó el nacimiento de la novela moderna; segundo, a la profunda revisión de las relaciones del hombre con el mundo que introdujo la obra cervantina; y, tercero, dejo apuntada la reflexión que sobre España y su lugar en el pensamiento moderno se infiere de lo apuntado por Cervantes y sus lectores. En los tres prima la interpelación que la novela introdujo en el pensamiento filosófico moderno antes que intentar convertir a la obra de Cervantes en un texto filosófico. Y, al tiempo, en esa frontera la propia novela encuentra su sentido.

2. Textos y centros de interés del proceso de acercamiento

Cervantes inventor.

“Entendimiento claro y sana razón se encuentra en los españoles, mas no se busque en sus libros. Véase una de sus bibliotecas; novelas a una lado y escolásticos a otro: cualquiera diría que ha hecho ambas partes y reunido el todo un enemigo secreto de la razón humana. El único buen libro que tienen es el que ha hecho ver los ridículos que eran todos los demás”.

Este texto de Montesquieu se ha convertido ya en un lugar común para mostrar la visión que el XVIII tuvo sobre España. Junto con las páginas que nos dedicara Kant en su Antropología, con las de Voltaire o las bien conocidas de Masson de Morvilliers todas ellas forman parte de la famosa leyenda negra que nos ha acompañado durante el tiempo suficiente para conformar algunos de los tópicos más persistentes sobre la psicología del pueblo español. Sin duda haber sido el país en que vieran la luz, aunque

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fuera en la pura ficción, nuestros famosos héroes cervantinos ha servido por igual para formar parte de la causa y del efecto de la creación de una mitología que, paradójicamente, se creyó durante tiempo avalada científicamente en la teoría de los caracteres nacionales en los que Montesquieu “creía firmemente” como afirma Álvarez Junco. Así pues, la novela de Cervantes se fue convirtiendo progresivamente –bien es sabido que nunca un autor es plenamente consciente del significado que pueda alcanzar su obra- en símbolo de España, de lo mejor y lo peor de sí misma allí donde los defectos coincidían con la virtudes. No fue casual que su lectura sirviera de confrontación entre quienes trataban de explicar las causas de la decadencia y quienes trataban de superarla hasta convertirse así en la referencia de las distintas posturas. Es decir, la forma de leerlo conllevaba una determinada forma de entender España. De ello hablaremos brevemente al final de de estas páginas.

Montesquieu, da motivo para superar cualquier tentación de una lectura ideológica realizada exclusivamente en clave patriótica o similar, incluye cuatro ideas bien interesantes: que los españoles están dotados de “entendimiento claro y sana razón”, que las bibliotecas están compuestas de novelas y de libros escolásticos, que ambos serían enemigos de la razón humana y que El Quijote es un buen libro… que hace ver “lo ridículos que eran todos los demás”. Mas hay dos cosas que no nos dice Montesquieu y que debería haber precisado: si ese “buen” libro es creación del “entendimiento claro y sana razón (que) se encuentra en los españoles”; y, si tenemos en cuenta que está escrito a comienzos del siglo XVII, cuáles eran “todos los demás libros”. Si hubiera concretado estas ideas quizá habría rectificado, al menos parcialmente, que las bibliotecas hubieran sido reunidas “por un enemigo secreto de la razón humana”. Sencillamente el Montesquieu que escribe en 1721 era hijo de un modelo de racionalidad en la que no tenía cabida ese otro modelo escrito con la antelación de un siglo largo. O, como ya indicó Valera, Montesquieu mostró con ello “no estar muy enterado de todo lo dicho”.

El neoclasicismo no estaba en condiciones de comprender la racionalidad literaria de un hombre formado en el Renacimiento que escribió en el Barroco por cuanto respondía también, como lo había hecho la escolástica en su tiempo, a un modelo sistemático bien diferente al cultivado por Cervantes. Ya sé que escolástica y neoclasicismo son concepciones bien diferentes en cuanto al fondo pero comparten su objetivo de constituir modelos acabados, perfectos en el sentido de completos mientras Cervantes había situado la racionalidad en el ámbito de lo cómico y, más concretamente, de la ironía (a la que, paradójicamente, no quiere ser ajeno el propio Montesquieu en sus famosas Cartas, como no lo habían sido otros compatriotas suyos desde época temprana que utilizaban en la escena argumentos tomados de la obra cervantina). No es fruto, pues, de la casualidad que estuvieran los libros escolásticos a un lado –aquellos que representaban la filosofía medieval y que habían alimentado los viejos modelos que el Renacimiento repudió hasta que la Contrarreforma los volvió a recuperar- y al otro lado las novelas que se suponen eran los libros de caballería frente a los cuales se sitúa también la novela moderna que Cervantes inaugura.

La lectura del autor francés estaba hecha desde la simplificación. Eran necesarias una rectificación y bastantes precisiones. Bastantes y de interés fueron realizadas ya por las lecturas que se hicieron en el siglo XIX y se concretaron en otras pertenecientes al XX.

Fue el académico José María Asensio (1829-1905) en quien he visto utilizada, por vez primera, la calificación de “inventor” aplicada a Cervantes. Las razones están explicadas en su discurso:

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“Él hizo nacer entre las ruinas de aquella civilización y de aquella literatura la novela moderna, más antropológica que de argumento, más verdad que fábula. Inició el movimiento de las letras, fue el primero que sintió el progreso del buen sentido, de la razón pura y ¡cosa extraña! al dar impulso, al crear el género, dio de él el más acabado modelo perfecto. Cervantes nace en la mitad de un siglo, y muere casi en la plenitud del siguiente. Por eso hay en su obra, algo de todo lo que dejamos indicado, y muchas cosas más, que no están puestas de intento allí por el autor; pero que eran como la atmósfera que respiraba, como el alimento de que vivía, y le impresionaban y agitaban su ser sin que diese cuenta de ello.Cervantes es el eslabón que señala la transformación de las ciencias y las letras entre los siglos XVI y XVII, en la cadena de la civilización española”.

Creo que esta fue la línea seguida por el Valera del primer discurso (1864) al criticar las limitaciones de los comentarios filológicos “si se tratan de explicar giros y vocablos, oscuros por anticuados” pero, más aún, los filosóficos “si por ellos se trata de persuadirnos de que un libro tan claro, en el que nada hay que dificultar y que hasta los niños entienden, encierra una doctrina esotérica, un logogrifo preñado de sabiduría”. Y luego afianzada al contraponer la “filosofía de la historia” del Quijote basada en la ironía y la risa a la que “Cervantes tenía como precioso don del cielo” frente a la que considera Valera “empecatada filosofía de la historia” [que] “supone que la humanidad no adelanta sin aborrecer lo presente y sin procurar derribarlo, con violentos trastornos, lucha y ruinas”. No tenía por qué haberse molestado Ortega a quien supo a poco esta interpretación de Valera pues el autor de Pepita Jiménez ya había dado cuenta con anterioridad que en tiempos de Cervantes la filosofía había acabado “por convertirse en ergotismo frívolo para las aulas, en fría indiferencia para los hombres de mundo, y para algunos políticos y eruditos culteranos en doctrina estoica, más que metafísica, moral, y más que moral, literaria, pues los que la seguían, antes que de la ciencia y altos preceptos de Crisipo, se apasionaban del estilo pomposo y declamatorio de Séneca”. Y el propio Ortega no estaría muy lejano de este juicio a la filosofía si introducimos las lógicas adaptaciones a su propio tiempo y de él son hijas igualmente las Meditaciones. Si hubiera superado sus prejuicios hacía los realistas del XIX hubiera podido avanzar más en su propia interpretación. Al igual que, previamente, podría haberlo hecho Manuel de la Revilla en su diferenciación del Quijote histórico y el eterno al no poder superar el filoidealismo de aquellos años.

Creo que ha sido Javier Blasco quien mejor ha sabido sacar las conclusiones de las lecturas realizadas en el último siglo, al añadir al calificativo de inventor el de “raro” y acentuar la originalidad de la producción cervantina en dos cuestiones de enorme importancia para la filosofía: en primer lugar, “que la diferencia entre historia y poesía no es una cuestión de escritura, sino un problema de lectura”; y, en segundo, que el “esfuerzo de la narrativa cervantina para extender los dominios de la realidad, a partir de la integración de materiales procedentes del espacio de lo maravilloso, da idea de la dimensión epistemológica, que subyace a la empresa de creación de la novela”.

Esta perspectiva nos sitúa en la orientación adecuada para fijar un punto de vista que nos permita fijar la relación existente entre la novela y la filosofía. A partir de aquí hemos de considerar que el primer plano de interés reside en delimitar, con la mayor precisión posible, lo que significó la creación de la novela moderna para la filosofía, tanto para aquella que critica, es decir, la que se esconde tras la expresión “toda esa caterva de filósofos que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes” (en línea con lo dicho por Valera) como para la que anticipa (tal como podemos leer en el comentario de Manuel de la Revilla), en la

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medida en que ésta se vio interpelada por una obra literaria y se ha visto obligada a debatir con ella y sobre ella.

Como señalábamos anteriormente, fue en el siglo XIX, sobre la base de considerar al Quijote como expresión de la oposición eterna entre lo ideal y lo real, el que en palabras de Manuel de la Revilla se considera “El Quijote eterno” frente al “Quijote histórico”, cuando se creyó apreciar su valor filosófico mediante una interpretación que tampoco se correspondía exactamente con la realizada por el Romanticismo. Más bien lo situaba en el centro de la pugna de la filosofía moderna tal como llegaba tras el Romanticismo y el Positivismo pero, lo más importante y al igual que ha significado la crítica del siglo XX desde la idea de que se hablamos de una obra de la cual la filosofía no puede prescindir. Y en buena medida por lo apuntado ya por Valera: porque contrapone una filosofía de la historia a otra.

Según mi opinión ha sido Bajtin quien mejor ha definido las características de la novela moderna en su trabajo “Épica y Novela” (1941) en tres puntos que me parecen esenciales. Primero, que hablamos del exponente de un plurilingüismo que responde “a la nueva conciencia cultural y literario-creadora que vive en un mundo activo y plurilingüe. El mundo –nos dice- se ha convertido en tal, definitivamente y sin retorno” (…). Segundo, que “en ese universo plurilingüe activo, se establecieron relaciones completamente nuevas entre la lengua y su objeto –es decir, el mundo real-, con importantísimas implicaciones para todos los géneros cristalizados, formados en la época del monolingüismo cerrado y opaco”. Y, tercero, que opera como género abierto frente a los ya cristalizados o cerrados, como sucede con la epopeya real que ha llegado a nosotros como “forma de género acabada y perfecta, cuyo rasgo constitutivo es la transferencia del mundo representado por ella al mundo del pasado absoluto, de comienzos y cimas nacionales. El pasado absoluto es una categoría valorativa (y jerárquica) específica”.

Esta sería la clave del primer apartado: mientras los géneros reflejados en la Poética aristotélica responden a la perfección en la medida que remiten a un origen no exclusivamente temporal sino superlativo: “todo está bien en ese pasado, y todo lo que es esencialmente bueno (es “lo primero”) sólo se encuentra en ese pasado. El pasado único absoluto constituye la única fuente y el comienzo de todo lo bueno, también para las épocas posteriores”. Por consiguiente, en estos géneros lo importante era, más que el conocimiento, la memoria. El buen lector que era Don Quijote quiere ser fiel a esa memoria de la edad dorada y su problema reside, precisamente, en que pretende perpetuarla. Así en el capítulo XI que se refiere a los cabreros, Don Quijote recuerda perfectamente cómo era aquella “dichosa edad” en la cual quienes en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. ”Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia…” En este punto el protagonista lo es plenamente de la épica caballeresca y su lucidez es manifiesta. Se convierte en héroe de novela cuando él mismo reconoce que ya no pertenece a esa edad pues esa edad pasó. Por eso en el capítulo XX le dice a Sancho: “Sancho amigo, has de de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas, los valerosos hechos”… haciendo en éste en que me hallo tales grandezas, extrañezas y fechos de armas, que oscurezcan las más claras que ellos hicieron”.

Puestas así las cosas, habríamos de decir que esta actitud no contribuye a que conozcamos nada nuevo sino a recordar cómo fueron las cosas en los tiempos de perfección. Eso le sucede a Don Quijote, en esa frontera del XVI al XVII, en que todavía no tiene conciencia de la relatividad del pasado. Precisamente lo nuevo de la novela cervantina es la toma de conciencia del paso de una situación a otra. En esto

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consiste la genial invención y de esta forma no sólo se modifica la naturaleza de la escritura sino, sobre todo, de la lectura pues la narración de las andanzas del caballero deja a la vista la locura que consiste simplemente en una inadecuación. Como nos dice Bajtin: “todo lo que está implicado en ese pasado –la edad dorada- está implicado a su vez en los valores esenciales y significativos auténticos; pero, al mismo tiempo, adquiere un carácter acabado, finito; pierde, por decirlo así, todos los derechos y posibilidades de ser continuado de manera real. El carácter absoluto, perfecto y cerrado es el rasgo esencial del pasado épico valorativo y temporal”. La novela pondrá de manifiesto que la nueva edad del hierro –en lo que llamamos edad contemporánea o presente- es el tiempo de lo inestable, de lo efímero y por eso la experiencia se va a convertir en un valor imprescindible al igual que el conocimiento y la práctica. Así pues, si hacemos caso de esta afirmación fundamental de Bajtin: “cuando la novela se convierte en género dominante, la teoría del conocimiento se convierte en la principal disciplina filosófica”, estamos poniendo el acento en la radical implicación de la novela moderna para la propia filosofía al modificar casi todos los parámetros sobre los que había operado hasta ese momento.

Esto supone, como decíamos antes, una modificación de la escritura. No quiere decir que no haya precedentes en la visión serio-cómica que define la escritura novelesca. De hecho los viejos géneros perfectos, la propia filosofía en definitiva, se vio obligada a convivir, desde sus inicios, con esos tipos de géneros “molestos” pero la comicidad alcanza su desarrollo pleno con la ironía al ampliar el ámbito de realidad, mezclando y experimentando con zonas que, se suponía, debían estar alejadas para el buen orden. Con ello apuesta decididamente por la imperfección. Desde que ha aparecido la novela moderna, el deseo de conceptualización de la filosofía se ha visto inevitablemente polarizado por las explicaciones de naturaleza narrativa, algo que desasosegaba a Ortega y provocó que María Zambrano no se contentara con la novela ni cervantina ni galdosiana pues supo de su ambigüedad, como veremos más adelante al comentar sus propias lecturas. Mas la ironía es incompatible con el concepto. Lo puede incorporar y de hecho muchas novelas –género imperialista lo denominó Baroja- incluyen reflexiones filosóficas en forma de epístolas, ensayos, discursos, etc. pero para desarrollar funciones inherentes a la propia narración en los términos en que estamos hablando, es decir, no para cerrar un discurso sino para mantenerlo abierto.

El género que inventó Cervantes es un género camaleónico pues al contar con que vivimos en tiempos de imperfección no duda en rebasar con frecuencia, tal como nos recuerda el propio Bajtin, “las fronteras de la especificidad artístico-literaria, transformándose en sermón moralizador, en tratado filosófico, en discurso político directo, o bien degenerando en sinceridad bruta…” hasta conseguir modificar las fronteras entre lo artístico y lo no artístico, la ficción y la no ficción, podríamos decir, pues estas fronteras “no han sido establecidas por los dioses de una vez para siempre. Toda especificidad es histórica”, concluye el autor ruso.

Por eso no creo que filosóficamente el Quijote sea simplemente la expresión de la antítesis entre idealismo y realismo o pragmatismo como fue leído en clave romántica o por el mismo idealista/neokantiano como Manuel de la Revilla en la medida que se aferraba a la sub specie aeternitatis. Ya Blas Zambrano, en un artículo publicado en La Tierra de Segovia ponía en cuestión esa línea de interpretación en los siguientes términos:

“Una de las pruebas del exceso de practicismo de nuestro pueblo, de la orientación de sus cualidades prácticas hacia lo concreto material, hacia los bienes sensibles y aun, entre estos, hacia los más seguros o los más próximos, la

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constituye el hecho de atribuir a D. Quijote un carácter idealista, absolutamente contrapuesto al carácter de Sancho Panza.

Y esto está tan lejos de la realidad, como que ni la misma obra da pie para establecer semejante oposición”.

Aquí reside el interés del segundo apartado: no es un problema de antítesis sino de dualidad. “Don Quijote –nos indica Juan Carlos Rodríguez- tiene que vivir siempre en un lectura dual del mundo”. Y, deberíamos añadir, el analfabeto Sancho en la medida que comparte la misión de su amo y señor, también. Con ello entraríamos en los otros dos aspectos en los cuales Cervantes ha sido inventor y de los que ha dado cuenta la crítica del siglo XX: la construcción del autor: “Yo soy el primero que he novelado en lengua castellana…” nos dice en el Prólogo a las Novelas Ejemplares y ello ha obligado a los historiadores a un ejercicio de desmitificación de la vida de Miguel de Cervantes para que sea visto como lo que fue: un personaje histórico que vive en los inicios de la edad moderna, “un río sin retorno”, tras el descubrimiento de la imprenta, la aparición del libro como objeto de compra y venta, de la escritura como objeto económico en el desarrollo de la burguesía que lleva a la desaparición de la mirada literal y la sustitución por la dual o alegórica. Cervantes, en este sentido, habría puesto en circulación, antes que Descartes, la duda y la aparición de lo subjetivo. Al tiempo, alertaba del riesgo de desacralización medievalizante que podía atenazar a España, que de hecho habría sucedido, si hacemos caso de algunas de las teorías de la decadencia que circularon desde el XIX hasta bien entrado el XX. De ahí que el Quijote fuera visto simultáneamente como diagnóstico y como terapia, o, incluso, implicado como símbolo de la decadencia y la manera de salir de ella. Si bien me parece observar que Juan Carlos Rodríguez acusa a determinados intelectuales, desde Ortega hasta Zambrano entre otros, de anacronismo, al trasponer la crisis española del XVII a la que ellos estaban viviendo en el XX y ello supondría recuperar el Quijote eterno frente al Quijote histórico que él defiende, en general con razón, tampoco creo que las cosas sean tan sencillas. El capítulo XVI de la segunda parte en el que mantiene el encuentro con Diego Miranda, “el del verde Gabán”, el propio Don Quijote desarrolla una “concepción” del arte que suavizaría cualquier intento de un exceso de historicismo en la literatura. En esta tesitura se situó Américo Castro al escribir El pensamiento de Cervantes tratando de superar las lecturas que prescindían de los estudios científicos y reduciendo el Quijote a “una especie de evangelio” y quienes sostenían que hablamos de una gran novela sin más.

Si bien es cierto que los últimos años los estudios sobre la vida de Miguel Cervantes han servido para no olvidar que la obra tuvo un autor de vida problemática y quizá no muy edificante, tampoco eso anula, por completo, otro tipo de lecturas. El propio Juan Carlos Rodríguez se apresura a reconocerlo en la primera página: “Quizá lo que más claramente se pueda decir sobre el Quijote es que es un libro escrito desde, por y para la lectura” (…) “Lo que quiero resaltar es que el Quijote es el primer libro laico que expresa directamente y sin tapujos su intención: está escrito para ser leído “en masa” (con la relatividad que este término implicaría aplicado al siglo XVII), es decir, en busca de cualquier tipo de público”.

El tercer punto se refiere al papel del lector: habría sido Cervantes quien en un libro, protagonizado por un lector, incorpora a los lectores de su propio personaje, es decir, de su propio libro, en la segunda parte. “Y dime Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mi por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asunto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada

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orden de caballería?” La respuesta de Sancho ya es conocida: el vulgo le tiene “por grandísimo loco” pero “en lo que toca a la valentía, cortesía, hazañas y asunto de vuesa merced, hay diferentes opiniones. Unos dicen “Loco pero gracioso; otros, “valiente, pero desgraciado; otros, “cortés, pero impertinente”.

En el capítulo siguiente, en que razonan Don Quijote y el bachiller Sansón Carrasco, aquel se preocupa aún más directamente “por las nuevas de sí mismo puestas en libro”. Ahí surge el debate acerca de las diferencias de escribir “como poeta” o hacerlo “como historiador” ya que si el “poeta puede cantar las cosas no como fueron, sino como debieron ser; el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”. Más aún, le advierte el bachiller que “las obras impresas se miran despacio, fácilmente se ven las faltas, y tanto se escudriñan cuanto es mayor la fama del que las compuso.”

Así pues, Cervantes es consciente de que está naciendo el lector, el nuevo lector con capacidad para influir sobre la obra. Cervantes, conscientemente o no, estaba aplicando la teoría del libre examen que había inaugurado una relación compleja con la obra escrita, bien alejada de la relación vertical que había regido hasta ese momento. Por eso, el propio Juan Carlos Rodríguez, crítico con las lecturas que del Quijote han realizado románticos, fenomenólogos y empiristas hasta considerar como inconcebible que el Quijote haya podido llegar vivo a nosotros después de tal agotamiento, se ve obligado a reconocer que “el Quijote ha pervivido no pese a sus lecturas, sino gracias a ellas. Para bien y para mal”.

Guillermo Serés (“Lecturas y lectores del Quijote, BILE, IIª época, nº 53-54), por su parte, afirma que el Quijote es una escuela de lectura por cuanto remite siempre “al entendimiento, prudencia y discreción del lector como ultima ratio.” El axioma sobre el que se asienta esta afirmación consiste en la complicidad del autor y el lector, una especie de contrato tácito por el cual éste no utilizará el texto para aquello para lo que no fue escrito. Esto me parece fundamental.

Pocas consecuencias más importantes para la filosofía que el nacimiento del lector moderno. Producto de la narrativa, y no menos coautor de la misma, nada se escribirá ya sin tenerle en cuenta. Ninguna obra podrá sobrevivir sin él. Hasta la hermenéutica se ha convertido en filosofía y la teoría de la recepción ocupa hoy buena parte de los esfuerzos de historiadores y críticos.

“La conciencia lectora –nos dice Gadamer recordando a Hegel- es necesariamente histórica, es conciencia que comunica libremente con la tradición histórica”, mientras que la orientación de Schleiermacher “intenta, sobre todo, reconstruir la determinación original de una obra en su comprensión” (Verdad y método), digamos que para evitar los malentendidos.

Probablemente las primeras lecturas que se hicieron de El Quijote no renunciaron consciente y plenamente a ninguna de ambas interpretaciones. Hijas, casi por igual, del romanticismo subyacente que tendía a acentuar los aspectos psicológicos de la singularidad pero, no menos, del historicismo que trataba de hacer ver la distancia con el objeto estudiado se dividieron entre las que subrayaron un aspecto u otro hasta encontrar, o intentarlo al menos, el punto de equilibrio en las Meditaciones orteguianas.

Habrían sido las cuestiones abordadas en las lecturas del Quijote a comienzos del siglo XX y durante todo el primer tercio del mismo, las que pusieron de manifiesto la necesidad de revisar planteamientos anteriores pero, como, hemos visto, habría de pasar algún tiempo más para conseguir centrar mejor el tema aquí abordado.

Eric Store estudió con cierto detenimiento, hace unos años, los discursos que se prepararon con motivo del tercer centenario, tanto en la Real Academia, en la Universidad Central como en el Ateneo de Madrid, algunos de los cuales han sido ya

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mencionados. Así Menéndez Pelayo ejerció de historiador de la literatura señalando que “Cervantes fue hombre de mucha lectura” lo que le lleva a analizar todas las influencias que tenía a su espalda. Sin embargo, este planteamiento no le impide afirmar que el Quijote constituye “una nueva categoría estética, original y distinta de cuantas fábulas ha creado el ingenio humano; una nueva casta de poesía narrativa no vista antes ni después, tan humana, trascendental y eterna como las grandes epopeyas, y al mismo tiempo doméstica, familiar, accesible a todos, como último y refinado jugo de la sabiduría popular y de la experiencia de la vida” pero sí le sirve para frenar cualquier tentación de lectura en clave moderna o presentista. “Si los que pierden el tiempo en atribuir a Cervantes ideas y preocupaciones de librepensador moderno –afirma con claridad- conociesen mejor la historia intelectual de nuestro gran siglo encontrarían la verdadera filiación de Cervantes cuando su crítica parece más audaz, su desenfado más picante y su humor más jovial e independiente de la literatura polémica del renacimiento; en la influencia latente, pero siempre viva, de aquel grupo erasmista, libre, mordaz y agudo, que fue tan poderoso en España y que arrastró a los mayores ingenios de la corte del Emperador.”

Valera, de quien ya hemos hablado, en su último escrito que ni leerlo pudo para ser fiel al personaje del que escribía, hizo hincapié en dos ideas de cuya consideración no se deducen algunos comentarios que han incidido en una lectura en clave exclusivamente literaria, es decir, carente de interés filosófico, quizá dejándose llevar por el comentario realizado por Américo Castro o por el propio Ortega cuando, como antes señalábamos, al referirse a Menéndez Pelayo o a Valera señala expresamente que “de buena fe aquellos hombres aplaudían la mediocridad porque no tuvieron la experiencia de lo profundo”.

Estas dos ideas serían las siguientes: que “Cervantes en cuanto escribió, y más que nada en el Quijote, tuvo tal fe en el ser inmortal y en la omnipresencia de la poesía, que para buscarla y hallarla no acudió a la metafísica, no se elevó, traspasando el tiempo y el espacio, a regiones ultramundanas y etéreas, sino que casi se encerró en los no muy amenos ni pintorescos campos de la Mancha, y encantándolos con su ingenio, y tocando en ellos como una vara de virtudes, hizo brotar del estéril suelo manantiales poéticos más abundantes y salubres que los de Hipocrena y Castalia.” Y segunda: “Nada más propio que la risa del noble ser racional y humano. Los animales se afligen y se lamentan, pero nunca ríen. La risa sin hiel es celeste propiedad de los dioses, y en la tierra privilegio exclusivo de los hombres sanos y fuertes. Seguro indicio de salud y de fortaleza es reír con suavidad y dulzura. Este es el mayor y más misterioso encanto del libro del Quijote. No se concibe tal risa sin la debida conformidad con Dios y sin reconocer y declarar que cuantas cosas Dios creó son buenas como el mismo Dios dijo al crearlas. En modo alguno puede interpretarse que Valera redujera su lectura a la superficialidad. Por el contrario, como apuntábamos anteriormente, contrapone dos filosofìas de la historia. Y es en una de ellas donde ocupa su lugar la literatura.

Valgan para reafirmar esta aportación de Valera un recordatorio y una consideración: el primero se refiere a la publicación, coincidiendo con el cambio de siglo, del libro de Bergson, La risa cuyo valor filosófico parece discutirse menos; la segunda se refiere a lo siguiente: sin entender lo que había significado el nacimiento de la novela moderna y su apuesta por la ironía frente a la dialéctica filosófica es difícil apreciar el propio interés filosófico de esta lectura de Juan Valera. Otra cuestión aparte es la valoración ideológica acerca de si se trata de una interpretación conservadora pero éste es un debate de otra naturaleza. Si nos atenemos a lo sostenido, por esas mismas fechas, por Bonilla y San Martín (Don Quijote y el pensamiento español), más reconocido como filósofo, no creemos que sus propuestas estén alejadas de las

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realizadas por el propio Valera y que vienen a coincidir en el punto donde los intereses de la novela y la filosofía se demandan sin renunciar a la naturaleza propia de ambos discursos.

La obra de Unamuno incluye otras connotaciones y ha sido tan comentada que poco más puede añadirse. En el contexto en que venimos analizando estas lecturas sólo mencionaré tres cosas que son interés para nuestro propósito: la primera tiene que ver con la apuesta por la novela donde su tiene su “morada” el “Caballero de la Locura” pues sólo viviendo ahí puede ser librado de “los hidalgos de la Razón”; la segunda se refiere al carácter narrativo de la obra pues es el único género que nos permite comprobar la naturaleza de los “milagros” que llevó a cabo a través de sus aventuras; y, la tercera, se refiere a la confesión más radical que lector alguno ha hecho de complicidad con el objeto de lectura. Que esta complicidad conduzca al sueño de la inmortalidad y a la interpelación radical del sentido de la vida que se eleva al carácter de plegaria es expresión de la dimensión soteriológica que la novela incorpora. Nos deja, por paradójico que parezca este final de textura tan dramática, una posibilidad de la misma risa irónica que se burla de la lógica. Eran tiempos de filología, de vivir literariamente. Pues filólogos y escritores fueron nuestros intelectuales de fin de siglo. Valga esto también para Azorín, Baroja, Maeztu y Rubén Darío. Recuérdense algunas de las afirmaciones del escritor nicaragüense: “Por lo que a mi toca, si hay quien me dice, con aire alemán y con lenguaje un poco bíblico: “Mi verdad es la verdad”, le contesto: “Buen provecho. Déjeme usted con la mía, que así me place, en una deliciosa interinidad” (“El canto errante”). Hablamos de la individualidad, no de la subjetividad.

Es verdad que Unamuno vuelve a la carga en el último ensayo de El sentimiento trágico con la pretensión de mostrar que “Don Quijote en la tragicomedia europea contemporánea” es la expresión que intenta abrirse a la universalidad. Mas quizá habría que esperar a María Zambrano, la pensadora de la segunda o tercera lectura de Galdós ya hacia los sesenta, para dar este paso de forma más definitiva. Pero, ciertamente, en el Unamuno novelista late la tensión planteada entre la literatura y la filosofía y Don Quijote –el personaje en este caso- se sitúa en el centro mismo donde se produce el encuentro de la tragedia, la comedia y la lógica. Cervantes, en buena medida, ya se había adelantado al armonizar las propuestas de tragedia y comedia pero sin olvidar la lógica pues no olvidemos que termina por recuperar a Alonso Quijano para dejarlo morir cuerdamente. Pero no parecía estar el Unamuno de 1905 ni para comedias ni siquiera para cierta lógica. Por eso, a mi manera de ver, Unamuno/Quijote se situó también a sí mismo en la tensión planteada por la novela sin intención alguna de mediación.

Ortega tuvo la intención de cortar por lo sano. Otra cosa es que lo consiguiera totalmente. Puede parecer que nuestro filósofo no está muy alejado de lo que dijimos del teórico de la literatura Bajtin, mas hay entre ellos una sutil gran diferencia: Ortega quiere superar la dualidad de la novela, superar su ambigüedad y recuperar el valor del concepto en los términos en que lo desarrolla en apenas dos o tres páginas para apostar, después, por la integración. Es cierto que Ortega no puede ni quiere olvidar que el Quijote ha sido escrito con alguna intención y por eso se pregunta un tanto retóricamente: “¿habrá un libro más profundo que esta humilde novela de aire burlesco?”; y bien sabe que este libro incorpora gnoseológicamente cuestiones que el hombre moderno no puede ignorar pero no quiere ninguna tentación que huela a irracionalismo o sensualismo. De acuerdo en que el concepto no sea la sustancia última de la realidad al modo hegeliano; de acuerdo, también, en que la vida es una realidad radical que se expresa en las circunstancias con las que ni más ni menos que nos salvamos o nos condenamos y de acuerdo, finalmente, en superar la visión unívoca de la

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realidad. Pero… “seamos sinceros: el Quijote es un equívoco” y sobre equívocos no se construye un proyecto de vida ni individual ni social.

Reconduzcamos, pues, la novela, saquémosla de los parámetros del realismo y situémosla en el ámbito de la razón. A ello dedica Ortega enseguida su Meditación primera y, más tarde, no duda en entrar en polémica con Pío Baroja y fijar su mirada complaciente con la estética de la vanguardia en La deshumanización del arte.

Ésta es la posición de Ortega respecto de la novela moderna desde una posición filosófica: ni tragedia ni comedia pero sí una lección aprendida: el mundo tiene su propia lógica y el idealismo estaba superado por anticipado. Hablemos, pues, de razón mundana pero de razón. La duda que nos asalta noventa años después de que Ortega hiciera esta lectura tan académica tiene que ver con el optimismo del entonces joven filósofo y si realmente lo que le sucedió fue que no quiso ver –no que no viera- la lección radical de la novela acerca de la dualidad entre individuo y su destino y la introducción de múltiples planos en las relaciones autor/lector en el terreno minado del lenguaje. Y, menos aún, quiso resignarse a ello. No se olvide que don Quijote murió de resignación y resignadamente aceptaron su destino el Nazarín galdosiano o la Benigna de Misericordia. Faltaba aún tiempo para que Luis Martín-Santos, antes de ironizar sobre el propio Ortega, desarrollara su “teoría” de las espirales. La lectura cinematográfica que realizaría Buñuel en Viridiana sobre este mismo asunto se situaría en un punto diferente al del propio Cervantes, al de Galdós pero también al de Ortega.

En mi opinión estas lecturas las concluye, como ya indicamos, María Zambrano en su escrito de Hora de España, “La reforma del entendimiento español” y las reabre en otra clave en artículos como “La ambigüedad de Don Quijote”, “La ambigüedad de Cervantes” y “Lo que le sucedió a Cervantes: Dulcinea” y el incluido en El sueño creador

La propia filósofa nos confiesa que hasta fechas próximas a la guerra civil no se planteó propiamente cuestiones que tuvieran que ver con la filosofía española mas el fin de la soñada República y todos los acontecimientos, incluida la propia guerra, hizo inevitable tratar de saber dónde se hallaban las causas de tanto horror. Entre los análisis más lúcidos figura el ya mencionado que publicó en 1937.

Se trata de un texto muy rico, está lleno de matices y no es un simple pretexto en la línea de lo mantenido por Juan Carlos Rodríguez cuando afirma que “…hasta María Zambrano, y por supuesto el resto de los orteguianos e institucionistas, urdieran en torno al libro cervantino todos los problemas existenciales e históricos habidos y por haber, todas las cuestiones de su realidad epocal (antes y después del exilio republicano)”. No hay en los artículos de Zambrano ni olvido de la historia ni del propio texto de Cervantes y sí algo que ya había sido planteado desde tiempo atrás: remontarse a los siglos XVI y XVII para revisar la posición de España en lo que llamamos la modernidad. Me refiero a la búsqueda de las causas del fracaso donde ellos consideraban que estaba su origen pero, no menos, la necesidad de proponer una reconstrucción. En este sentido Zambrano remite a la novela como expresión del fracaso del hombre pero especialmente del español. Por cierto, no muy alejada de la propia filosofía. Ambas remitirían a un tiempo en que el conocimiento fue otro y se tornó insuficiente. Es verdad que aquí María Zambrano se apunta a la explicación ortodoxa de la decadencia española y a su falta de reforma filosófica y religiosa pero ofrece otros muchos matices que merecerían analizarse despacio. Sólo quiero fijarme en éste: señalaba Martín Santos, en su célebre novela, que Cervantes hizo que don Quijote tuviera que pasar por loco para defender sus ideales sin ser encerrado en camisa de fuerza y sometido “a veintidós sesiones de electroshockterapia”. Zambrano utiliza el mismo argumento pero a la inversa: “Más que nuestros desaciertos políticos y nuestras

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derrotas militares, muestra el fracaso de nuestro estado el que la egregia voluntad de don Quijote no tenga quehacer real en España y tenga que refugiarse en su locura para salvar de alguna manera, para realizar de alguna manera su altísimo y perfecto querer”. Así pues, entre salvar el pellejo y salvar los ideales se presentan las opciones de estas dos lecturas. Ambas legítimas pues tampoco se hallan tan alejadas. ¡Ya le hubiera gustado a María Zambrano poder conseguir ambas metas sin los mismos riesgos! Una vez estuvo convencida de que Don Quijote lo que realmente hizo (hace) es creer y crear la nobleza esencial del hombre y, junto a ella, la mutua confianza y el reconocimiento.

Llegados aquí, si hemos de trasmitir su mensaje profundo debemos decir que no le bastan a María Zambrano ni la novela ni la filosofía tal como se cultivaba. No es suficiente la novela porque no tiene capacidad para remitirse al origen radical cuando de explicar el fracaso y la violencia se trata y porque, además, su techo reside en el paso de los individuos a los tipos. No lo es la filosofía sistemática del racionalismo moderno porque se ha quedado sin alma. Su apuesta por la reconstrucción de otra filosofía con alma y sangre que corra por las venas, capaz de reconstruir la unidad de ella misma con la poética y la historia, inevitablemente su cruz dirá en cierta ocasión. Razón misericordiosa ha sido considerada por cuanto habrá de constituirse en saber de entrañamiento y voluntad de integración. Sus lecturas de Misericordia, la novela de Galdós, su Cervantes próximo, serán un punto de apoyo para esta tarea que encontró en el Quijote más que un catalizador un elemento de salvación. Por eso ni siquiera creo que haya una contradicción entre las lecturas de Valera y Zambrano por más que una primera apreciación así nos lo hiciera parecer al contraponer risa a fracaso.

José Gaos se ocupó por extenso de Cervantes a lo largo de los cuarenta hasta el Homenaje a Cervantes con motivo de la celebración del centenario en 1947. Con él se nos abre la segunda de las cuestiones que el Quijote planteó a la filosofía de su tiempo y que podemos adelantar en dos puntos: Primero, que Gaos se centra en el tema de la razón y la realidad siguiendo fielmente a Ortega y cultivando una dimensión filosófico-histórica bien definida: “El Quijote –nos dice- es fuente de conocimiento histórico de su tiempo, y del nuestro, tanto si éste sigue siendo aquél, cuanto si empieza a dejar de ser aquél, porque versa sobre su tiempo, lo que podría no hacer, como no haría si fuese, por ejemplo, una novela histórica; y porque es producto y por tanto expresión de su tiempo, lo que no puede dejar de ser ni siquiera una novela histórica.”Y, segundo, introduce de manera clara el tema de la ilusión o encantamiento que tanto ha fascinado a los filósofos (Don Quijote: Realidad y Encantamiento) y con ello nos remite inexorablemente a las relaciones entre la conciencia y el mundo, tema central de la filosofía moderna por cuanto ha sido problema de la construcción del sujeto en torno al que ha gió la filosofía de los siglos XVII al XIX.

2.2 Conciencia y mundo

“…Y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos adherentes que semejantes castillos se pintan” (I parte, cap. II).

“Yo sé quién soy –respondió Don Quijote, y sé que puedo ser, no sólo lo que he dicho sino todos los doce Pares de Francia y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías” (I parte, cap. V).

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Hablar de la novela moderna es hacerlo de la construcción del Yo y de su relación con el mundo. Pocas son las lecturas filosóficas que no han asociado al Quijote con la filosofía cartesiana, bien a través de la figura anticipadora de Gómez Pereira, bien por la propia función pionera que habría jugado Cervantes al diagnosticar la pérdida de la visión identitaria dominante hasta el Renacimiento. Justamente España habría sido donde se habría realizado el último y denodado esfuerzo por sostener ese modelo que luego ha sido calificado de medieval.

Sabemos que toda la filosofía moderna ha sido un enorme esfuerzo de construcción de un nuevo orden, una vez comprobada la pérdida del antiguo, sobre bases más epistemológicas que ontológicas, primero, y, más tarde, más históricas y científicas que filosóficas. Por ello la filosofía se vio obligada a jugar un nuevo papel que no había desempeñado hasta entonces, crepuscular, de segundo grado en el sentido neokantiano y deudora del nuevo lugar que comenzaba a ocupar la literatura, concretamente este nuevo género cuyo “método” consistía no en sistematizar sino en narrar, no en proceder por reducción sino en poner el foco allí donde estaba el conflicto, “épica de una sociedad en conflicto consigo misma” tal como la ha definido Octavio Paz. Y, podríamos añadir, que ese conflicto incluye al individuo en sus relaciones consigo mismo y con su entorno. Para este nuevo lenguaje el orden no reside exclusivamente ni en la conciencia ni tampoco en el mundo sino en la relación de ambos sobre las bases que permite el lenguaje.

Ese lector llamado Don Quijote, que mantenía una relación de credulidad con lo que leía, hasta pensar que las cosas debían ser como él las veía, es la creación más genial para hacernos ver el anacronismo de quien vive en el nuevo tiempo con esquemas antiguos. Y eso significa, ni más ni menos, haber comprendido que hay tiempos diferentes, es decir, que es inevitable comprender que el tiempo hace a las cosas siempre diferentes a sí mismas pues este conocimiento es el único que puede fundar la única estabilidad posible.

Mucho se ha escrito sobre esto pero quizá de una manera bien lúcida lo expuso Carlos Fuentes en un libro que tiene ya algunos años: Cervantes o la crítica de la lectura donde desarrolla la “tesis” central del Quijote, consistente en mostrar la fractura que existe entre la conciencia y la realidad. La novela se opone así a la vieja epopeya reflejada en los libros de caballería que remitía a un pasado intemporal donde los caballeros andantes tenían por misión reponer el orden accidentalmente roto. Pero, ¿y si no fuera accidental esa ruptura sino el estado natural de las cosas? En este sentido el arte demostró ser el ámbito privilegiado para comprender, la mudanza, la pluralidad, e incluso el caos. Recuérdense las metáforas con que se asociaba al mundo en el barroco: está loco, furioso, es un laberinto, etc. como expresiones de la percepción que el hombre del XVII tenía de su lugar natural, es decir, del mundo.

De esta percepción surgió la necesidad de fijar correctivos a esta nueva. Lo fueron las preceptivas, los sermonarios, los devocionarios, la pedagogía, el racionalismo y… la propia narrativa. Cada antídoto pretendía actuar sobre una zona del conflicto. La filosofía intervino sobre la conciencia o sobre el mundo iniciando un largo proceso que llegó hasta finales del XIX o hasta las décadas iniciales del XX, hasta la fenomenología concretamente. Pero la novela tuvo la lucidez de hacerlo sobre la zona del conflicto y allí donde el problema se mostraba más descarnadamente: en la convicción de que el viejo orden no volvería y que permaneceríamos avocados a una realidad cuya naturaleza es plurívoca y cambiante. Y esa es su “lección” contundente. El precio que se pagaba por situar el foco no sobre las partes sino sobre el vacío consistía en renunciar a la capacidad de restauración. Su labor no pretendía ser ejemplarizante (este título se lo puso a otro tipo de novela) sino humilde y en esto llevaba razón Ortega cuando puso

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este calificativo a la novela. Era, más bien otra: era la de mirar y narrar lo visto. La clave de la novela reside precisamente en la narración. Cuenta, no define y eso deja al lector la libertad de que hablábamos en el epígrafe anterior.

Así pues, Gaos fue lúcido al señalar que el tema central del Quijote lo eran la razón y la realidad por igual y María Zambrano al subrayar que la novela “no pretende restaurar nada, reformar nada”. Cuando Auerbach publica Mímesis sostiene una tesis bastante similar consistente en decir que la novela renunció al concepto y optó por la ironía, por la frontera y no por la clasificación, por la zona porosa donde podemos observar la mezcla de los sueños con las ilusiones y la imaginación como parte de la misma razón; y lo mismo dígase de la generosidad con el egoísmo, el ansia de gloria y el poder. No se trata de compartimentalizarlos para su estudio científico sino de que los vea el lector en su “funcionamiento” cotidiano, a través de las aventuras de la vida a las que se someten Don Quijote y Sancho Panza. Es precisamente la complejidad de la vida la que pone al descubierto la pluralidad de los sentimientos por los que se rigen sus conductas y no por uno solo de ellos por más excelso que pudiera parecer.

Dos serían los capítulos centrales donde queda de manifiesta la forma de aproximarse la novela a la crisis en que se vio instalado el hombre del siglo XVII y que, como decía Gaos, seguiría siendo la nuestra bien que con otra dimensión. Me refiero a la relación que se establece entre las armas y las letras y el episodio de la cueva de Montesinos. El primero hace referencia a la coherencia entre los ideales que se tienen y los medios con que se ponen en práctica; el segundo tiene que ver con la percepción que tenemos de nosotros mismos, de los demás y de las propias cosas. Ambos, pues, se refieren a nuestra instalación en el mundo.

Precisamente lo que Cervantes trata de mostrar es que la incoherencia de Don Quijote en ninguno caso residiría en su discurso, es decir, en aquello que, podríamos decir, depende de él sino precisamente en lo que no puede controlar. En verdad él siempre pensó “que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza” pues las letras tienen como fin “poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, y entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generosos y alto, y digno de grandes alabanzas; pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida”. Nada que objetar excepto que no parece haya sido el fin de las armas. Esa es la cuestión.

Del mismo modo, el interesante tema que plantea en la cueva de Montesinos acerca de la identidad: “me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora” y que luego se mezcla con el tema del encantamiento de Dulcinea, central en toda la segunda parte, en el largo episodio con los duques, va conduciéndole hacia el desenlace de la recuperación de la razón a medida que comprende que no puede ser dueño del destino.

Casi con seguridad ha sido Lukács quien ha teorizado esta situación con más precisión al indicarnos que “el individuo épico, el héroe de la novela, nace de aquella extrañeza respecto del mundo externo” y ello le lleva a una consideración pesimista por cuanto estaríamos hablando de un ser problemático en un mundo contingente. Sin embargo, Bajtin, parte de la misma consideración al señalar que “uno de los principales temas internos de la novela es precisamente el de la no correspondencia del héroe con su destino y su situación”, para llegar a otra conclusión bien diferente: “La zona misma con el presente imperfecto, y por lo tanto con el futuro, crea la necesidad de esa no coincidencia consigo mismo del hombre. Siempre quedan en él potencias no realizadas y exigencias no satisfechas. Existe el futuro, y ese futuro no puede tener contacto con la imagen del hombre, no puede tener sus raíces en ella.” De esta manera “siempre queda

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un sobrante de humanidad no realizado, la necesidad de futuro y el lugar indispensable para ese futuro”. Nadie podría encarnar por completo “ese sobrante” que se convierte en objeto de experiencia y de recreación o representación y… de salvación.

Ésta es, pues, la idea a la que hace referencia Ortega cuando habla de “salvaciones”. Hablamos de la necesidad de no reducir la realidad a planificación lógica en el sentido de la crítica unamuniana pero, de igual manera, de no instalarse en la imperfección pues, como indica el propio Ortega, “hay dentro de cada cosa la indicación de una posible plenitud” y a ella no se llega sin el “ligamen” del amor que nos une a las cosas. Con ello estaríamos en las puertas de la interpretación zambraniana. Así podemos ver con mayor nitidez la línea de unidad que recorre estas lecturas del Quijote al coincidir en el problema de fondo suscitado por la obra cervantina aunque cada uno pusiera el acento en un grado de intensidad diferente.

Emilio Lledó, en un texto tan interesante por el contenido como por los años en que vio la luz, y al que ya aludimos anteriormente, se refirió a este tema cuando afirmaba: “En Don Quijote se da continuamente una relación entre el yo y el mundo circundante; ambos se influyen y se complementan y ambos intentan, al par, vencerse mutuamente.”

De una u otra forma éste ha sido el tema que ha aglutinado las preocupaciones más hondas de la filosofía en relación con el Quijote cervantino en cuanto a sus contenidos por así decir. En relación con esto podemos preguntarnos entre otras muchas cosas, si la plenitud a que se refiere Ortega, estaría ya en los personajes cervantinos o es trabajo del filósofo buscarla fuera del texto novelesco. Sin duda, muchas lecturas han tratado de mostrar la ejemplaridad de los ideales sostenidos por el caballero andante para presentarlos como modelo en tiempos en los cuales la utilidad se ha erigido como valor dominante. Simplemente la comprobación de un listado bibliográfico nos permitiría observar que no ha habido tema filosófico que no haya sido tratado en relación con el Quijote. En este sentido nuestro personaje ha sido visto como modelo de humanidad, es decir, como aquella “persona” (si fuera real) que encarna los valores en su grado más excelso y que apuesta por la dignidad en la defensa de sus creencias sin convertirlas en objeto de negociación. Don Quijote sería lo más alejado de un posibilista al mostrarnos las virtudes en su grado pleno: libertad, justicia, generosidad, fidelidad adornarían a quien desea ser grande y no servil… modelo a quien deberíamos parecernos si aspiramos a lograr la plenitud de lo humano.

Quizá fuera contra estas lecturas edificantes contra las que ironiza el monólogo de Savater “Habla Dulcinea” incluido en Criaturas en el aire o su texto más reciente: Instrucciones para olvidar el Quijote. En todo caso no parecen ser éstas lecturas las más interesantes y si adquieren un carácter didáctico, aún menos. Cualquier lectura filosófica que olvide la naturaleza de la novela está llamada al fracaso. En este sentido me parece muy útil el editorial que como ensayo sobre la novela incluía la revista Anthropos en su monográfico sobre Cervantes: “Miguel de Cervantes. La novela, investigación de la condición moderna del hombre: la realidad como imaginación y peregrinación”. Me parece un gran ejercicio, sobre una antología de textos muy bien traída: Kundera, Riley, Fuentes, Vicente Gaos, Echeverría, Zambrano y otros contribuyen a apoyar un estudio que termina con la siguiente conclusión:

“Admirable recreación cervantina de la vida, de la historia y del tiempo. La realidad profunda habita el núcleo de la imaginación, del sueño, de la ficción. Ningún camino tan importante ni radical para descubrir con verdad la realidad, como la ficción, la narración poética, la estética y la ética de la invención de Miguel de Cervantes. La novela es el mejor análisis de la producción social de la

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realidad y sus nuevas posibilidades de determinación, la ruptura de la facticidad y la definitiva apertura a horizontes de aurora, de alba siempre en camino. Ella es la narración de un sujeto que nunca permanece encerrado en una única lectura o expresión, sino que va más allá, es una polifonía de voces, de lecturas, escrituras e inventos, de novedad y porvenir”.

Ahí donde la filosofía ve los retos que el Quijote plantea se generan las lecturas más interesantes siguiendo la orientación gaosiana de que el tiempo del Quijote sigue siendo, aun con diferencias, el nuestro. Las distintas disciplinas que lo abordan nos enseñan que no se puede prescindir del Quijote histórico y eso significa que no cualquier lectura es legítima pero que tampoco los clásicos se agotan en su dimensión temporal. Con ello no deseo defender la tesis de Revilla sobre el doble Quijote, el histórico y el eterno sino sobre uno que se proyecta a lo largo del tiempo en los lectores respetuosos con el texto cervantino y los retos que para el ser humano en sus páginas se plantean. Esto significa, ni más ni menos, hablar de la función de la literatura (y del arte) y su carácter imprescindible.

España al fondo

Aunque sea con mucha brevedad no quiero olvidar la repercusión que las lecturas de el Quijote han tenido en la idea de España, incluso como tema filosófico. Juan Carlos Rodríguez, a quien hemos mencionado con anterioridad y uno de los críticos de El Quijote que más acentúa su carácter histórico, no deja de reconocer “que el Quijote ha resistido y ha sobrevivido porque la cultura literaria “nacional y occidental” necesita símbolos para perpetuarse”. No parece que en esto haya diferencias con Dante, Shakespeare, Goethe o Tolstoi, por citar otros ejemplos indiscutibles. Ha sido inevitable que esto haya sucedido con la obra cervantina que se ha leído, paradójicamente, como exponente de un nacionalismo castellanizante y, al tiempo, como su superación.

Tres planos debería comprender un desarrollo completo de esta cuestión: 1.El uso que se ha hecho del Quijote para explicar/superar nuestra decadencia. 2. La utilización que de él se ha hecho para dar cuenta de la naturaleza de nuestro lugar en la Europa filosófica. 3. La necesidad de proceder a su correcta reubicación en nuestra tradición para superar el tópico de España como país de novelería convertirlo en el estudio del significado que tiene España como país donde nació la novela moderna.

1. Acerca del primer punto ha publicado recientemente María Ángeles Varela un estudio interesante: Don Quijote, mitologema nacional que ya mencionamos anteriormente, donde reúne los testimonios más importantes que intervinieron en el debate sobre nuestra decadencia. Resume ahí su autora el planteamiento de largo recorrido que comenzó a mediados del siglo XIX y que se hizo completamente visible en la última década. Se incluyen ahí los debates sobre la ciencia española, los artículos de Galdós a La Prensa de Buenos Aires y sus novelas desde Angel Guerra hasta El caballero encantado e incluso el drama Santa Juana de Castilla; Costa y los demás regeneracionistas independientemente de su orientación política; Ganivet y su Idearium, el Unamuno de En torno al casticismo y los demás escritores: Machado, Santiago Ramón y Cajal, Azorín, Baroja y Ramiro de Maeztu, quienes dejaron en los periódicos un diagnóstico duro del que saldrían compromisos políticos bien diferentes. Después se sumarían los nacidos entre los finales (Ortega) y comienzos de siglo (Zambrano) hasta generar toda una literatura sobre España, ya bien conocida. “Todo indica -recuerda

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María Ángeles Varela- que para fines de aquel siglo se había difundido la utilización de los personajes cervantinos como proyección de los males nacionales, y, dada la mayor circulación de la prensa que del ensayo, el lector hubo de acostumbrarse a la conversión de los mitos cervantinos en mitologemas capaces de adaptarse a la expresión de ideas y circunstancias diversas” (…) “El intelectual podía escoger a su antojo aquellos elementos del mito acordes con su discurso, ocultando o añadiendo los necesarios para darle la expresión justa”. Pereda, conservador y lúcido, ironizaba sobre el amigo que afirma haber descubierto, tras treinta años de estudio, que el Quijote es una alegoría, después de que alguien, “no español” nos hubiera señalado el Quijote con el dedo y fuéramos a él en tropel. Se trató de un importante esfuerzo de vuelta al origen, entendiendo por éste la “edad dorada”: aprecio del humanismo, la mística, el gran arte del Siglo de Oro y rechazo de la germanización (austracismo). En ese marco el Quijote representaba lo mejor de lo que habríamos sido y de lo que deberíamos seguir siendo: “Cervantes –decía Galdós- escribió el Quijote y nosotros, los que acá y allá constituimos el ser hispánico, vivimos, hacemos ese mismo Quijote, y lo viviríamos y lo haríamos constantemente aunque Cervantes no se hubiera anticipado con maravilloso numen de poeta y de profeta, a pintarnos de cuerpo y alma tal como fuimos y como seremos hasta el fin de los siglos”. A esto añadía el escritor canario: “Por su identificación intensísima con la vida nacional es Don Quijote de la Mancha el más clásico, el más contemporáneo de todos los libros.” Y concluía para sus lectores argentinos con una reflexión de fuerte carga romántica: “El idioma es el alma, la voz y el gesto de aquellos seres, y de él reciben toda su herencia y majestad”. Ahí se apoya para hacer una llamada a un “lazo federativo que a unos y a otros nos liga y aprieta con nudo indisoluble; este lazo al propio tiempo signo de concordia y marca de progenie, es el idioma condensado en el poema que ha tenido más lectores en el mundo, poema sintético de la fantasía y la realidad, intensamente español y humano. Los españoles de una y otra banda del océano podemos afirmar nuestra fraternidad por el vínculo de orden espiritual y literario, y proclamar en él la ejecutoria más fehaciente de inmortal parentesco y de unidad sin fin.”

Interesante y profética esta mirada galdosiana hacia la América hispana que abría, para superarlo, el horizonte españolista de la mayoría de los análisis y comentarios en torno a la decadencia y al ser español.

Con espíritu positivo escribía también el Maeztu de 1926 ofreciendo una clave de interés: apuesta por la verdad como base para conocer nuestra posición real. Ciertamente sus referencias a Manuel de la Revilla nos le muestran como más neokantiano que su predecesor. “Ya no leeremos el Quijote –nos dice- más que en su perspectiva histórica; pero aún entonces, cuando no pueda desalentarnos, porque lo consideraremos como la obra en que tuvieron que inspirarse los españoles cuando estaban cansados y necesitaban reposarse, todavía nos dará otra lección definitiva la obra de Cervantes: la de que Dante se engañaba al decirnos que el amor mueve el sol y las estrellas. El amor sin la fuerza no puede mover nada, y para medir bien la propia fuerza nos hará falta ver las cosas como son. La veracidad es deber inexcusable. Tomar los molinos por gigantes no es meramente una alucinación, sino un pecado”.

2. El segundo punto nos conduce al planteamiento de Américo Castro del cual los grandes críticos han señalado que marcó un hito en los estudios cervantistas. El pensamiento de Cervantes ya citado, nos abriría el paso al estudio de un núcleo importante de las lecturas filosóficas (o histórico/filosóficas como es este caso) de esta primera parte del XX en este apartado, centradas en la posición de España respecto del saber europeo. Basta leer la conclusión para comprender la revisión que el propio autor realizaba por esas fechas de los tópicos que habían originado las polémicas

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decimonónicas: frente a las tesis del aislacionismo prueba la proximidad del Renacimiento italiano y del español.

Unamuno había planteado el asunto en su capítulo de conclusiones del Sentimiento trágico y en general todo el ensayo está dedicado propiamente a este tema. Sobre él volvería María Zambrano en el artículo de Hora de España, ya mencionado, donde sostiene que Suárez habría sido nuestro último eslabón con la filosofía europea y sin superar una cierta ambigüedad al no querer dejar de valorar a nuestros grandes creadores y, al tiempo, tampoco dejar de constatar que en la falta de reforma del entendimiento español estuvo nuestra decadencia. La frase tantas veces citada: “Por eso tenía que ser la novela para los españoles lo que la Filosofía para Europa” tiene su prolongación cuando años después (1948) afirme que “a los textos estrictamente filosóficos les falta “vigencia” y “continuidad” (“El problema de la filosofía española”, Las Españas ). Pero si volvemos atrás, al artículo de Hora de España, comprobaremos que afirma que “la novela supone una riqueza humana mucho mayor que la Filosofía porque supone algo que está ahí, que algo persiste en el fracaso; el novelista no construye ni añade nada a sus personajes, no reforma la vida, mientras el filósofo la reforma, creando sobre la vida espontánea una vida según sus pensamientos, una vida creada, sistematizada. La novela acepta al hombre tal y como es en su fracaso, mientras la Filosofía avanza sola, sin supuestos”.

3. Con ello nos deja planteada la tercera de las cuestiones pues ese círculo discontinuo por el que transcurre su juicio le lleva a afirmar en el artículo de 1948 que “de todos los problemas que nos plantea la vida española y su singular historia ninguno tan decisivo como el de su problemático pensamiento. Irremediablemente hace surgir la pregunta: ¿Ha existido en verdad Filosofía en España? Y si su formulación nos produce perplejidad no podemos salir fácilmente ni a través de una negación apresurada ni, tampoco, superarla por una afirmación inspirada por el entusiasmo”. Sólo se puede responder adecuadamente mediante la investigación en la medida que nos proporcione materiales para una respuesta precisa. En ese proceso es inevitable encontrarse con la Literatura y sus retos.

No sólo España al fondo sino el Quijote, libro y personaje al mismo tiempo, al fondo también. No somos ni país de novelería en el sentido que apuntara Valera hacia 1862 siguiendo el tópico de la psicología de los pueblos ni podemos ignorar que aquí nació, fruto de una experiencia colectiva en un periodo concreto de la historia que el genio Cervantes supo interpretar, un libro que ha interpelado a la filosofía en dos puntos centrales y sus correspondientes y múltiples relaciones: los que se refieren a la razón con la sinrazón y a la realidad con la irrealidad. Ni el Quijote fue ajeno a la filosofía de su tiempo, pues es tan hijo de ella como de los libros de caballería, ni la filosofía posterior ha podido permanecer ya ajena, no sólo a sus preguntas sino a su hechizo pues hoy sabemos que aquellos artefactos con los que se encontró Don Quijote en su segunda salida eran al mismo tiempo gigantes y molinos. Mas si queremos saber cuál es nuestra fuerza, como decía Maeztu, diremos que eran sólo molinos. Puestas así las cosas, la relación entre apariencia y realidad, por lo que a España se refiere, no ha sido una cuestión que deba debatirse exclusivamente en el terreno ontológico sino, sobre todo, en el que nos demarcan la Sociología y la Historia.

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