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1 PLATÓN FEDRO Digitalizado por http://www.librodot.com INTRODUCCIÓN 1. El Fedro ocupa un lugar preeminente en la obra plató- nica. La belleza de los mitos que en él se narran, la fuerza de sus imágenes han quedado plasmadas en páginas inolvi- dables. Un diálogo que nos habla, entre otras cosas, del pá- lido reflejo que es la escritura cuando pretende alentar la verdadera memoria, ha logrado, precisamente, a través de las letras, resistir al tiempo y al olvido. Probablemente, porque frente a aquella escritura que impulsa una memoria, surgida de «caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos» (275a), Platón, consecuente con su deseo, escribió palabras «portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son ca- nales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal» (277a). Pero no es la única contradicción en esta obra maestra de la literatura filosófica. Un diálogo en el que se dice que «todo discurso debe estar compuesto como un organismo vivo, de forma que no sea acéfalo, ni le falten los pies, sino que tenga medio y extremos, y que al escribir- lo se combinen las partes entre sí y con el todo» (264c), pa- rece estar compuesto de diversos elementos difícilmente conjugables. Ya uno de sus primeros comentaristas, el neoplatónico Hermias, se refería a las distintas opiniones sobre el «argumento» del Fedro en el que no estaba claro si era del «amor» o de la «retórica» de lo que fundamentalmente ha- blaba (8, 21 ss.). El mismo aliento poético que inspira a muchas de sus páginas, le parecía a Dicearco, el discípulo

Platon. El Fedro

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el Fedro

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    PLATN

    FEDRO

    Digitalizado por http://www.librodot.com

    INTRODUCCIN

    1. El Fedro ocupa un lugar preeminente en la obra plat-nica. La belleza de los mitos que en l se narran, la fuerza de sus imgenes han quedado plasmadas en pginas inolvi-dables. Un dilogo que nos habla, entre otras cosas, del p-lido reflejo que es la escritura cuando pretende alentar la verdadera memoria, ha logrado, precisamente, a travs de las letras, resistir al tiempo y al olvido. Probablemente, porque frente a aquella escritura que impulsa una memoria, surgida de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por s mismos (275a), Platn, consecuente con su deseo, escribi palabras portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son ca-nales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal (277a). Pero no es la nica contradiccin en esta obra maestra de la literatura filosfica. Un dilogo en el que se dice que todo discurso debe estar compuesto como un organismo vivo, de forma que no sea acfalo, ni le falten los pies, sino que tenga medio y extremos, y que al escribir-lo se combinen las partes entre s y con el todo (264c), pa-rece estar compuesto de diversos elementos difcilmente conjugables.

    Ya uno de sus primeros comentaristas, el neoplatnico Hermias, se refera a las distintas opiniones sobre el argumento del Fedro en el que no estaba claro si era del amor o de la retrica de lo que fundamentalmente ha-blaba (8, 21 ss.). El mismo aliento potico que inspira a muchas de sus pginas, le pareca a Dicearco, el discpulo

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    de Aristteles, como un entorpecimiento para la ligereza y claridad del dilogo (Digenes Laercio, III 38) 1.

    Por lo que se refiere al lugar que ocupa en la cronologa platnica, es el Fedro el que ha experimentado las ms fuertes dislocaciones. Dicen que la primera obra que es-cribi fu el Fedro, cuenta tambin Digenes Laercio (III 38). Tal vez el adjetivo juvenil (meirakides) 2 que trans-mite, en el mismo pasaje, Digenes, a propsito del pro-blema que aborda el Fedro, podra haber llevado a Schleiermacher a defender, ya en el siglo XIX, la tesis de que era, efectivamente, el Fedro, si no el primero, uno de los primeros escritos de Platn en el que se haca una espe-cie de programa de lo que iba a desarrollarse poste-riormente 3. Cuesta trabajo pensar que tan eminente cono-cedor de Platn hubiera podido sostener semejante tesis; pero ello es prueba de los cambios en los paradigmas her-menuticos que condicionan la historiografa filosfica.

    La investigacin reciente sita hoy al Fedro en el grupo de dilogos que constituyen lo que podra llamarse la poca de madurez de Platn, integrada tambin por el Fedn, el Banquete y la Repblica (libros II-X). Por lo que respecta a la ordenacin de estos dilogos entre s, parece que el Fe-dro es el ltimo de ellos y estara inmediatamente pre-cedido por la Repblica, que, al menos en su libro IV, cons-tituye un claro precedente, en su triparticin del alma, de lo que se expone en el Fedro 4. Aceptando esta ordenacin, se deduce que la fecha en la que se escribi el dilogo debi

    1 En los extensos prlogos de L. ROBIN y de L. Gn. a sus ediciones mencionadas en la Nota sobre el texto, puede encontrarse informa-cin abundante sobre los problemas histricos y filolgicos del Fedro, as como en el del comentario tambin all citado de R. HACKFORTH. Mas breve, pero valioso, es el prlogo (ibid. cit.) al comentario de G. J. DE VRIES.

    2 Cf. E. NORDEN, Die antike Kunstprosa vom VI. Jahrhundert v. Chr. bis in die Zeit der Renaissance, vol. I, Darmstadt, 19585, pgs. 69-70.

    3 FR. SCHLEIERMACHER, Platons Werke, vol. I, 1, Berln, 18553, pginas 47 sigs.

    4 Sobre la cronologa pueden verse, A. E. TAYLOR, Plato. The man and his work, Londres, 1963 (1a ed., 1926), pgs. 299-300; P. FRIEDLNDER, Platon, vol. III: Die platonische Schriften, zweite und dritte Periode, Berln, 19753, nn. de las pgs. 465-466; W. K. C. GUTHRIE, A History of Greek Philosophy, vol. IV: Plato, the man and his dialogues. earlier Period, Cambridge University Press, 1975, pgs. 396-397; O. REGENBOGEN, Bemerkungen zur Deutung des platonischen Phaidros, en Kleine Schriften, Munich, 1961, pgs. 260-262.

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    de ser en torno al ao 370 a. C., antes del segundo viaje de Platn a Sicilia.

    Aunque sea un problema de relativo inters, han surgido discrepancias por. lo que se refiere a la poca en la que transcurre la conversacin entre Fedro y Scrates. El ao 410, fijado por L. Parmentier, parece que es difcilmente sostenible. Sin embargo, si no se quiere aceptar la idea de que el Fedro no tiene relacin alguna con la historia, podra afirmarse que el dilogo tuvo lugar antes de la muerte de Polemarco en el ao 403.

    2. El personaje que da nombre al dilogo s es un per-

    sonaje histrico. Era hijo del ateniense Ptocles, amigo de Dmstenes y, posteriormente, de Esquines. Fedro aparece tambin en el Protdgoras (315c) rodeando al sofista Hipias que disertaba sobre los meteoros. En el Banquete, es Fedro el primero que iniciar su discurso sobre Eros (178a-180b). Robin ha hecho un retrato psicolgico del interlocutor de Scrates, con los datos que los dilogos ofrecen. Este retra-to, que no tiene mayor inters para la interpretacin del di-logo, ofrece, sin embargo, algunos rasgos de la vida coti-diana de estos intelectuales atenienses.

    Si, efectivamente, el Fedro est, como sus mitos, por en-cima de toda historia, su localizacin parece suficiente-mente probada. Wilamowitz 5 se refiere a un trabajo de Ro-denwald en el que se establece la topografa platnica. Tambin Robin 6 describe el camino hasta el pltano, a ori-llas del Iliso, bajo cuya sombra sonora por el canto de las cigarras, va a tener lugar el dilogo. Comford 7 alude a lo inusitado de este escenario en los dilogo de Platn. Scra-tes, obsesionado por el conocimiento de s mismo se entu-siasma, de pronto, al llegar a donde Fedro le conduce. Hermoso rincn, con este pltano tan frondoso y eleva-do... Bajo el platano mana tambin una fuente deliciosa, de fresqusima agua, como me lo estn atestiguando los pies... Sabe a verano, adems, este sonoro coro de cigarras (230b-c). La naturaleza entra en el dilogo, y el arrebato mstico, preparado por las alusiones mitolgicas, va a irrumpir en l.

    5 ULRICH VON WILAMOWITZ-MOELLENDORFF, Platon. Sein

    Leben und seine Werke, Berln, 1955, pg. 359. 6 ROBIN, pgs. X-XII del prlogo a la ed. cit. en Nota sobre el tex-

    to. 7 F. M. CORNFORD, Principium sapientiae. The Origins of Greek

    Philosophical Thought, Gloucester, Mass., 1971 (l.a ed., 1952), pgs. 66-67.

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    Lo que Scrates expone en su segundo discurso, sobre el amor y los dioses, despertar la admiracin de Fedro (257c). La naturaleza acompaa este arrebato lrico de S-crates que habla a cara descubierta, y no con la cabeza ta-pada como en su primer discurso. Pero, ya en la primera in-tervencin socrtica, hay una interrupcin: Querido Fedro, no tienes la impresin, como yo mismo la- tengo, de que he experimentado una especie de transporte divino? (238c). Y Fedro contesta que, efectivamente, parece como si el ro del lenguaje le hubiese arrastrado. Ese ro del len-guaje que, al final del dilogo, plantear la ms fuerte opo-sicin entre la vida y las palabras, entre la voz y la letra.

    3. Segn se ha repetido insistentemente, es difcil de-

    terminar cul es el tema sobre el que se organiza el dilogo. Sin embargo, aunque en la mayora de los escritos platni-cos tal vez pueda verse, con claridad, el hilo argumental de la discusin, en un dilogo vivo, esta posible ruptura de sistema es coherente con el discurrir de lo que se habla. Por tanto, el insistir en el supuesto desorden del Fedro im-plica presuponer un sistematismo absolutamente inadecua-do, no slo con los dilogos de Platn, sino con toda la lite-ratura antigua.

    Dos partes estructuran el desarrollo del dilogo. La pri-mera de ellas llega hasta el final del segundo discurso de Scrates (257b), y est compuesta, principalmente, de tres monlogos que constituyen el discurso de Lisias, que Fedro reproduce, y los dos discursos de Scrates. El resto, algo menos de la mitad, es ya una conversacin, entre Fedro y Scrates, a propsito de la retrica, de sus ventajas e incon-venientes, que concluye con un nuevo monlogo; aquel en el que Scrates cuenta el mito de Theuth y Thamus y con el que expresa la imposibilidad de que las letras puedan reco-ger la memoria y reflejar la vida. Esta divisin, meramente formal del dilogo, est recorrida por una preocupacin: la de mostrar las distintas fuerzas que presionan en la comu-nicacin verbal, en la adecuada inteligencia entre los hom-bres.

    4. Esta divisin formal del dilogo, deja aparecer la doble

    estructura de sus contenidos. El primero de ellos se expre-sara, en una reflexin sobre Eros, sobre el Amor. El se-gundo se concentra, principalmente, en la retrica, en la ca-pacidad que el lenguaje tiene para persuadir a los hom-bres. Pero el problema del Amor se manifiesta en el dilogo desde distintas perspectivas.

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    Por un lado, la perspectiva de Lisias. Fedro, que lleva ba-jo el manto un escrito de Lisias, lee a Scrates la com-posicin del famoso maestro de retrica. Pero el que, pre-cisamente, sea de Lisias o atribuido a Lisias por Platn, ha-ce que, ya en este primer tema del dilogo, est presente el problema mismo de la retrica. Es un conocido log-grafo el que ha escrito su teora del amor que, por boca de Fedro, llega hasta Scrates. Es un escrito que, como al final dira Scrates, necesita de alguien que le ayude a sostenerse, porque, hecho de letras, no puede defenderse a s mismo (275e).

    La indefensin del discurso de Lisias, se debe quizs a que aquello que dice del Amor no tiene el fundamento ni el saber que Scrates requiere para que un escrito pueda sos-tenerse por s mismo. Mucho ms excelente es ocuparse con seriedad de esas cosas, cuando alguien haciendo uso de la dialctica y buscando un alma adecuada, planta y siem-bra palabras con fundamento, capaces de ayudarse a s mismas y a quienes las planta, y que no son estriles, sino portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se transmi-te, en todo tiempo, esa semilla inmortal, que da felicidad al que la posee, en el grado ms alto posible para el hombre (276e-277a).

    El escrito de Lisias plantea un problema de economa amorosa. Se debe preferir la relacin con alguien que no es-t enamorado, que con alguien que lo est. Por supuesto, el problema emerge de la peculiar permisividad de que goz en Atenas la pederastia. Las razones de esta permisividad se encuentran fundadas a lo largo de la historia griega, des-de los poemas homricos. La misma naturalidad con la que Lisias habla de estos amantes muestra, claramente, el mundo afectivo tan radicalmente opuesto a nuestras es-tructuras ticas. Pero con independencia de este horizonte cultural, asumido y prcticamente naturalizado entre los atenienses de la poca en la que el dilogo transcurre, el complicado discurso de Lisias pone de manifiesto la tesis de la utilidad de la relacin afectiva que despus analiza-r Aristteles en la tica Nicomquea (VIII 1157a sigs.).

    La reduccin a este planteamiento utilitario que habra podido tener una cierta aceptacin como defensa de la sphrosn, aparece en el escrito de Lisias dentro de unos lmites en los que no cabe ninguna teora del amor, ningn anlisis de ese dinamismo que conmueve una buena parte de la filosofa platnica. Sin embargo, ese temeroso plan-teamiento de la relacin afectiva, en el angustioso espacio

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    social que Lisias describe, expresa, a su vez, la retcula que tensa la realidad del thos, y sobre la que tambin trabajar Aristteles.

    5. El primer discurso de Scrates sigue, en cierto sen-

    tido, con esta estrategia amorosa iniciada por Lisias; pero algunas ideas de l anuncian ya abstractamente los presu-puestos que sustentarn su segundo discurso. De todas for-mas, Scrates parece consciente de que se mueve en la r-bita de Lisias, y hablar con la cabeza tapada, para que, galopando por las palabras, llegue rpidamente al final, y no me corte, de vergenza, al mirarte (237a). Este encu-brimiento de su discurso parecido al ocultamiento que del de Lisias haba hecho Fedro, al esconderlo bajo su manto, no impide, pues, que el arranque de esta oratoria encubierta site sus palabras en un plano radicalmente distinto del de Lisias.

    Slo hay una manera de empezar... Conviene saber de qu trata la deliberacin. De lo contrario, forzosamente nos equivocaremos. La mayora de la gente no se ha dado cuen-ta de que no sabe lo que son, realmente, las cosas (237b-c). No se puede hablar, sin esa previa terapia a la que S-crates alude. Esa mayora que no sabe lo que son las cosas, se alimenta del mundo de la opinin, como se dir ms adelante (248b). El arte de las palabras queda, as, daado en su raz. Cualquier retrica que con ella se construya no conduce sino a la apariencia a los que se creen sabios sin serlo. Un intento de saber es aquel que impulsa a S-crates a su primera y elemental definicin del amor: El Eros es un deseo (237d).

    Pero ello est sustentado en esos dos principios que hay en nosotros y que nos arrastran, uno de ellos es un deseo natural de gozo, otro es una opinin adquirida que tiende a lo mejor (ibid.). Por el impulso de estos dos principios, se movern las alas del mito del auriga y los caballos. El enla-ce con el segundo discurso de Scrates es evidente, y el pe-queo mudo de Lisias ha quedado totalmente superado.

    6. La interpretacin del Eros y el mito en el que Scrates

    describe, en su segunda intervencin, la historia del amor constituye, como es sabido, una de las pginas maestras de Platn. Con la cabeza descubierta, habla ya Scrates de una de las ms intensas formas de delirio, el amoroso. El Eros no es esa encogida relacin afectiva que Lisias ha descrito, sino una forma de superacin de los limites de la carne y el deseo, una salida a otro universo, en el que amar es ver y

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    en el que desear es entender. Por ello ese poder natural del ala que nos alza por encima de la dxa nos lleva a la ciencia del ser, a esa ciencia que es de lo que verdadera-mente es ser (247d). La teologa y ontologa expuestas por Platn van entrelazadas con uno de sus ms esplndidos mitos en donde sus personajes son el alma y su destino, el amor, el mundo de las ideas, los smbolos que plasman, en sus dioses, los sueos de los hombres, las contradicciones entre el egosmo y la entrega, entre la pasin y la razn. La tensin entre el cuerpo que pesa y el alma que aspira, corre paralelamente a esa visin que sigue viva a travs del re-cuerdo (anmnsis) de lo visto, y ese otro mundo que el lenguaje ha ido construyendo, en el que tambin aparece el eco de la realidad que, ms all de la curva de los cielos, lo es plenamente. Pero el lenguaje cuyas estructuras se articu-lan por medio de la dxa, de la opinin, de lo que puede ser, y que, en principio, no es, precisa de una decidida tera-pia para alcanzar los senderos que llevan a la claridad de una comunicacin sin falsa retrica, sin manipulacin de aquellos profesionales del lenguaje, cuyo principal objetivo consiste en la ofuscacin.

    De los muchos temas que se expresan o se aluden en la psicologa celeste que Platn desarrolla, destaca su in-terpretacin del resplandor de la belleza. Es la vista, en efecto, para nosotros, la ms fina de las sensaciones que, por medio del cuerpo, nos llegan; pero con ella no se ve la mente -porque nos procurara terribles amores, si en su imagen hubiese la misma claridad que ella tiene, y llegase as a nuestra vista- y lo mismo pasara con todo cuanto hay digno de amarse (2504). La condicin corporal constituye, pues, la frontera que mitiga la presencia directa de ese tipo de realidades ideales de las que participamos; pero que nunca nos pueden saturar. Entendemos siempre por el prisma del cuerpo. Los sentidos son las aberturas que nos enfrentan, en esa frontera imprecisa, a lo que siempre insu-ficientemente intuimos. Porque la inteligencia plena, la sa-bidura suprema, nos cegara. Seramos arrastrados por ese torrente, al que ya nuestro cuerpo no podra dominar.

    Entender, saber, en esa visin en que el objeto supremo se identifica con la visin perfecta, provocara una des-garradura en nuestra condicin carnal, en los modestos l-mites que sealan las inevitables condiciones de posibili-dad de los hombres. Slo la belleza se deja entrever, y, a travs de sus destellos, empapa el cuerpo de nuevas formas de sensibilidad y enriquece el alma. La intuicin platnica, toca, a pesar del ornato de sus metforas, un problema real

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    del conocimiento y del amor. El hombre, tal como analizar la filosofa kantiana, es ciudadano de dos mundos. Su ser, es un ser fronterizo; pero en esos lmites del cuerpo y de su historia estamos siempre rozando el territorio de lo an inexplorado, donde, precisamente, la posibilidad se trans-forma en realidad.

    Por eso, la mente del filsofo es alada (25lc). Las alas y la vista son formas que levantan y afinan la inercia y gra-vedad de la materia. El pensamiento filosfico descubre, en lo real, las conexiones que lo sustentan. Como la vista vis-lumbra la belleza en las cosas que la reflejan y crea una realidad hecha a medida de su deseo, cuando el Amor la alienta, as tambin el filsofo, que ve ms, es capaz de construir el sentido de sus visiones, en esa sntesis de in-teligencia, que no en vano se llamar, de acuerdo con su origen, theora.

    7. Por ello, la retrica, sobre la que se habla en la ltima

    parte del dilogo, constituye, en un plano distinto, una re-flexin paralela a algunas de las intuiciones que se han se-alado en los mitos que adornan el Fedro. El trnsito hacia esa parte del dilogo, en la que el lenguaje ser su central argumento, se hace a travs de un bello excurso, el mito de las cigarras. Descendientes de aquella raza de hombres que olvidaron su propio cuerpo por el sueo del conocimiento, las cigarras incitan, con su canto, a no cejar en la investiga-cin. Ellas tambin establecen el puente entre el cuerpo y sus deseos de conocimiento, y dicen a las Musas, a Calope y Urania, quines son los que pasan la vida en la filosofa y honran su msica (259d). Hay que llegar, por tanto, al fondo del lenguaje, al conocimiento de la persuasin que tiene que ver con la Verdad y no slo con su apariencia. Enredado en el proceso de la historia, el lenguaje puede servir tambin de instrumento para condicionarla y desorientarla: una retrica, o sea, un arte de las palabras que slo cede a aquellas presiones de los hombres que se conforman a lo que sin fundamento se les dice porque es precisamente eso lo que quieren or.

    El impulso pedaggico de Platn es constante en su larga disquisicin sobre la retrica, y en su crtica a aquellos r-tores que no llegan a la filosofa, perdidos en el camino de lo verosmil. El arte de las palabras, compaero, que ofrezca el que ignora la verdad, y va siempre a la caza de opiniones, parece que tiene que ser algo ridculo y burdo (262c). El mundo de las cosas, ms all del lenguaje, tiene su posibilidad en el contraste. Al menos, cuando alguien

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    dice el nombre del hierro o de la plata, no pensamos todos en lo mismo?, pero qu pasa cuando se habla de justo y de injusto? No anda cada uno por su lado, y disentimos unos de otros y hasta con nosotros mismos? (263a). Preci-samente en este dominio de la sociedad y de la historia, en la que se alumbran conceptos y se alimentan significacio-nes, la retrica, o sea cualquier forma de arte que pueda manipular el lenguaje y, a travs de l, el alma de sus oyen-tes, tergiversa lo real y aniquila el necesario dinamismo y libertad de la inteligencia. Y de esto es de lo que soy yo amante, Fedro, de las divisiones y uniones, que me hacen capaz de hablar y de pensar. Y si creo que hay algn otro que tenga como un poder natural de ver lo uno y lo mlti-ple, lo persigo... Por cierto que a aquellos que son capaces de hacer esto... los llamo, por lo pronto, dialcticos (266b). La dialctica supone, a su vez, un conocimiento del alma del hombre, de la oportunidad o inoportunidad de de-terminados discursos, y no slo un engarce, exclusivamente formal, de los elementos que lo componen. As, de manos de la dialctica, la retrica se convierte en el instrumento pedaggico que busca Platn.

    8. Ningn otro mito expresa con mayor fuerza y ori-

    ginalidad la modernidad del pensamiento platnico que el mito de Theuth y Thamus con el que concluye el Fedro. En l se plantea el problema de la relacin entre escritura y memoria, entre la vida de la voz, tras la que siempre hay un hombre que peda dar cuenta de ella, de su sentido y justi-ficacin, y la indefensin de las letras en las que se transmi-te el lenguaje. Despus del anlisis que Platn hace de la retrica, de la lectura del escrito de Lisias, de las brillan-tes descripciones de aquellas almas que han visto las ideas, que aoran la llanura de la Verdad y que alcanza-rn la inmortalidad en ese eterno movimiento en cuyos ciclos viven, las letras que Theuth, el inventor, ofrece a Thamus como residuo firme para la memoria, parecen de-masiado dbiles para resistir el tiempo y medirse con los ritmos de la voz y la vida.

    La reciente metodologa gramatolgica no ha llegado ms lejos de lo que plantea Platn en su mito. Ha pretentido uti-lizar la esencial intuicin de Platn; pero no ha logrado ir ms all de la substancia de su pensamiento. Platn ha si-do el primero que, en un tiempo en el que se iniciaba la lite-ratura, nos ha enseado lo supraliterario en la palabra vi-

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    va, escribi K. Reinhardt 8. Esta vida de la palabra est condicionada al cuerpo y, por consiguiente, a la temporali-dad inmediata de la voz y el instante. El orden del lenguaje lucha por mantenerse en los esquemas del tiempo y de la propia historia, de la propia narracin que lo articula. El mito de Theuth y Thamus que es, efectivamente, un dilogo dentro del dilogo, encierra en su redondez la esencia misma del platonismo como fenmeno literario.

    La propuesta de Theuth a Thamus parte de dos tesis prin-cipales: la de que las letras podrn alimentar la memoria de los hombres y, en consecuencia, la de hacer crecer su sabi-dura. La memoria no queda, pues, atada a la propia expe-riencia personal, a la propia anmnsis. Reposada en la le-tra, est siempre dispuesta a recobrarse, en el tiempo de la vida de cada lector. Pero la respuesta de Thamus y el poste-rior comentario de Scrates debilitarn la seguridad del ar-tificiossimo inventor que, por apego a las letras, les atri-buye poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirn en las almas de quienes las aprendan (274e-275a). Efectivamente, la escritura dar una inmereci-da confianza. Su forma de conservacin es inerte. Duerme en el tiempo de la temporalidad mediata. Recordar es saber, cuando brota del tiempo interior, cuando emerge de la au-tarqua y de la mismidad. El tiempo de la anmnsis, de la reminiscencia, se despierta desde la rbflexin, o sea, desde la lectura de s mismo. Entonces se descubren significacio-nes, intenciones, contextos. Lo contrario es el simple recor-datorio (hypmnsis), donde nicamente podemos estar en contacto con significantes, con superficies que slo se re-flejan ellas mismas, sin hacernos transparentes el universo del saber.

    La mnm, la memoria, levanta su reconocimiento a ese cielo que el mito platnico del alma viajera describe. En ese momento, la memoria no fluye de la letra a la mente pa-ra pararse en ella, sino que el proceso de la automemoria encuentra su contraste y su fuerza en esa transparecia del mundo ideal, que una versin moderna traducira en crea-tividad. Esa creatividad es ya saber. Porque slo quien co-noce puede realmente recordar.

    La historia egipcia a la que Fedro se refiere, al co-mentar el mito que Scrates le cuenta, expresa, como otras muchas referencias que en el dilogo se hacen, esa oposi-cin entre la escritura alfabtica como representacin del

    8 K. REINHARDT, Platons Mythen, en Vermaechtnis der Antike,

    Gesammelte Essays zur Philosophie und Geschichtsschreibung, Gotin-ga, 1960, pgina 219.

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    habla viva, y la escritura hieroglfica como imitacin de la apariencia visual de aquello a lo que se refiere 9. Por eso, las letras parece como si pensaran, pero si se les pregunta se callan solemnemente (275d). Sin embargo, Platn cons-ciente de la inevitabilidad de la escritura, deja ver, en el comentario al mito, el aspecto positivo de este frmaco de la memoria.

    La poca de la palabra hablada acaba en Grecia con Tu-cdides, que reprocha a su predecesor Herdoto la bsqueda del xito entre sus oyentes. En el campo de la filosofa tiene tambin lugar, con Aristteles, un cambio decisivo. Platn llama a su discpulo, con marcada irona por su saber de li-bros, anagnsts, el lector

    Al final del dilogo aparece de nuevo el escrito de Li-sias, con el que inici la conversacin, y que ofrece una prueba ms de la coherencia de la dialctica platnica. Li-sias ha de probar con su palabra viva lo pobre que quedan las letras (278c). Con ello se inventar la hermenutica, la teora de esos padres que tienen, en cada momento, que engendrar la semilla, que es saber vivo y por la que la pala-bra y el hombre en ella, logra la mejor forma de inmortali-dad.

    9 R. BURGER, Plato's Phaedrus. A defense of a philosophic art of

    writing, The University of Alabama Press, 1980, pig. 91. Sobre el mito de Theuth y Thamus, se encuentra bibliografa en este libro de Burger. Puede verse tambin, E. LLED, Literatura y crtica filosfica, en Mtodos de estudio de la obra literaria, Madrid, 1985, pgs. 419 y sigs.

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    FEDRO

    SCRATES, FEDRO SCRATES. - Mi querido Fedro, adnde andas ahora y

    de dnde vienes? FEDRO. - De con Lisias 1, Scrates, el de Cfalo 2, y me

    voy fuera de las murallas, a dar una vuelta. Porque me he entretenido all mucho tiempo, sentado desde temprano. Persuadido, adems, por Acmeno 3, compaero tuyo y mo, voy a dar un paseo por los caminos, ya que, afirma, es ms descansado que andar por los lugares pblicos.

    SC. - Y bien dice, compaero. Por cierto que, segn veo, estaba Lisias en la ciudad.

    FED. - S que estaba, y con Epcrates 4, en esa casa vecina al templo de Zeus, en sa de Mrico 5.

    SC. - Y de qu habeis tratado? Porque seguro que Li-sias os regal con su palabra.

    FED. - Lo sabrs, si tienes un rato para escucharme mien-tras paseamos.

    SC. - Cmo no? Crees que iba yo a tener por ocu-pacin un quehacer mejor, por decirlo como Pndaro 6, que or de qu estuvisteis hablando t y Lisias?

    FED. - Adelante, pues. SC. - Me contars? FED. - Y es que, adems, Scrates, te interesa lo que vas

    a or. Porque el asunto sobre el que departamos, era un si es no es ertico. Efectivamente, Lisias ha compuesto un es-crito sobre uno de nuestros bellos, requerido no pre-cisamente por quien lo ama, y en esto resida la gracia del

    1 Lisias, el gran ausente del dilogo, hijo de Cfalo. Su hermano Po-

    lemarco fue ejecutado durante la tirana de los Treinta. 2 Cfalo era hijo del siracusano Lisanias. Su amistad con Pericles pu-

    do haber sido una de las causas por las que abandon su pas y vino a Atenas, donde, en el Pireo, posea una fbrica de escudos. A Cfalo lo encontramos ya, en relacin con su otro hijo Polemarco, al comienzo de la Repblica (327b ss.), donde se nos dan otros datos sobre la familia.

    3 Mdico ateniense y padre de Erixmaco que aparece tambin en el Banquete (176b, 198a, 214b).

    4 Epcrates debe de ser el demcrata ateniense a quien se acusa en el discurso 27 de Listas. Los escoliastas dicen que era demagogo y orador.

    5 Mrico, dueo de una hermosa casa en la que solan celebrarse fa-mosas reuniones.

    6 stmicas I 2.

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    asunto. Porque dice que hay que complacer a quien no ama, ms que a quien ama.

    SC. - Qu generoso! Tendra que haber aadido: y al pobre ms que al rico y al viejo ms que al joven, y, en fin, a todo aquello que me va ms bien a m y a muchos de no-sotros. Porque as los discursos seran, al par que diverti-dos, provechosos para la gente. Pero, sea como sea, he deseado tanto escucharte, que, aunque caminando te llega-ses a Mgara 7 y, segn recomienda Herdico 8, cuando hu-bieses alcanzado la muralla, te volvieses de nuevo, seguro que no me quedara rezagado.

    FED. - Cmo dices, mi buen Scrates? Crees que yo, de todo lo que con tiempo y sosiego compuso Lisias, el ms hbil de los que ahora escriben, siendo como soy profano en estas cosas, me voy a acordar de una manera digna de l? Mucho me falta para ello. Y eso que me gustara ms que llegar a ser rico.

    SC. - Ah, Fedro! Si yo no conozco a Fedro, es que me he olvidado de m mismo; pero nada de esto ocurre. S muy bien que el tal Fedro, tras or la palabra de Lisias, no se conform con orlo una vez, sino que le haca volver mu-chas veces sobre lo dicho y Lisias, claro est, se dejaba convencer gustoso. Y no le bastaba con esto, sino que aca-baba tomando el libro y buscando aquello que ms le in-teresaba, y ocupado con estas cosas y cansado de estar sen-tado desde el amanecer, se iba a pasear y, creo, por el pe-rro!, que sabindose el discurso de memoria 9, si es que no era demasiado largo. Se iba, pues, fuera de las murallas pa-ra practicar. Pero como se encontrase con uno de esos ma-niticos por or discursos, se alegr al verlo por tener as un compaero de su entusiasmo y le inst a que caminasen juntos. Sin embargo, como ese amante de discursos le ur-giese que le dijese uno, se haca de rogar como si no estu-viese deseando hablar. Si, por el contrario, nadie estuviera por orle de buena gana, acabara por soltarlo a la fuerza.

    7 Ciudad en el istmo, entre el tica y el Peloponeso. 8 Herdico de Selimbria, maestro de Hipcrates, y uno de los creado-

    res de la gimnasia mdica y de la diettica. Parece que el escrito Sobre la dieta de Hipcrates est influido por Herdico.

    9 Se insina aqu uno de los temas fundamentales que integran la compleja composicin del Fedro. Efectivamente, al final, y con el pro-blema de la posibilidad de fijar las palabras con la escritura, se exponen las dificultades de la comunicacin escrita y su carcter de simple re-cordatorio para el pensamiento vivo. A pesar de las objeciones sobre la disparidad temtica del Fedro -amor, mitos rficos, retrica, crtica a Lisias, etc, es importante sealar este inicio en el que, al relacionarse memoria y escritura, se anticipa el final del dilogo que a muchos intr-pretes parece inconexo con los otros temas.

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    As que t, Fedro, pdele que lo que de todas formas va a acabar haciendo, que lo haga ya ahora.

    FED. - En verdad que, para m, va a ser mucho mejor ha-blar como pueda, porque me da la impresin de que t no me soltars en tanto no abra la boca, salga como salga lo que diga.

    SC. - Muy verdad es lo que te est pareciendo. FED. - Entonces as har. Porque, en realidad, Scrates

    no llegu a aprenderme las palabras una por una. Pero el contenido de todo lo que expuso, al establecer las dife-rencias entre el que ama y el que no, te lo voy a referir en sus puntos capitales, sucesivamente, y empezando por el primero 10.

    SC. - Djame ver, antes que nada, querido, qu es lo que tienes en la izquierda, bajo el manto. Sospecho que es el discurso mismo. Y si es as, vete haciendo a la idea, por lo que a m toca, de que, con todo lo que te quiero, estando Lisias presente, no tengo la menor intencin de entregrte-me para que entrenes. Anda!, ensamelo ya.

    FED. - Calma. Que acabaste de arrebatarme, Scrates la esperanza que tena de ejercitarme contigo. Pero dnde quieres que nos sentemos para leer?

    SC. - Desvimonos por aqu, y vayamos por la orilla del Iliso, y all, donde mejor nos parezca, nos sentaremos tran-quilamente.

    FED. - Por suerte que, como ves, estoy descalzo. T lo ests siempre. Lo ms cmodo para nosotros es que vaya-mos cabe el arroyuelo mojndonos los pies, cosa nada des-agradable en esta poca del ao y a estas horas 11.

    SC. - Ve delante, pues, y mira, al tiempo, dnde nos sentamos.

    FED. - Ves aquel pltano tan alto? SC. - Cmo no! FED. - All hay sombra, y un vientecillo suave, y hierba

    para sentarnos o, si te apetece, para tumbarnos.

    10 Vuelta al problema de la oralidad o literalidad del lenguaje,

    que confirma la tesis de la unidad subyacente al Fedro. 11 La topografa del Fedro es una topografa real (cf. U. vox

    WILAMOWITZ-MOELLENDORFF, Platon. Sein Leben und seine Werke, Berln, 19595, pg. 359, n. 1. Tambin el comentario de THOMPSON [ad loc.]. Esta topografa real condiciona tambin una cierta topografa ideal. WILAMONVITZ [op. cit., pg. 354] titula su captulo sobre el Fedro: Un feliz da de verano). A los pies descalzos de Scrates se alude tambin en el Banquete 174a; 220b; ARISTFANES, Nubes 103, 363; JENOFONTE, Memorabilia I, VI, 2.

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    SC. - Vamos, pues. FED. - Dime, Scrates, no fue por algn sitio de stos

    junto al Iliso donde se cuenta que Breas 12 arrebat a Ori-ta?

    SC. - S que se cuenta. FED. - Entonces, fue por aqu? Grata, pues, y lmpida y

    difana parece la corriente del arroyuelo. Muy a propsito para que jugueteen, en ella, unas muchachas.

    SC. - No, no fue aqu, sino dos o tres estadios ms aba-jo. Por donde atravesamos para ir al templo de Agaas 13. Por algn sitio de sos hay un altar, dedicado a Breas.

    FED. - No estaba muy seguro. Pero dime, por Zeus, crees t que todo ese mito es verdad? 14.

    12 En el Corpus Aristotelicum (Per ksmou prs Alxandron

    394b20), encontramos una referencia a estos vientos del Norte que soplan en el solsticio de verano. Con el desarrollo de la rosa de los vientos, se les dio, preferentemente, el nombre de Breas a estos vien-tos del Nordeste vecinos a los del Norte (Aparktas). Para PNDARO (Pticas N 181), es el rey de los vientos. La versin mitolgica lo pre-senta como hijo de Aurora y Astreo, hermano de Cfiro, Euro y Noto (ARISTTELES, Meteor. 364a19-22). Procede de Tracia, pas fro por excelencia para los griegos. Entre sus acciones titnicas se cuenta el rapto de Orita, nereida hija de Erecteo, rey de Atenas. Orita personifi-ca los remolinos de nieve en los ventisqueros y se la llama, a veces, novia del viento. De la unin de ambos nacieron Zetes y Calais, ge-nios del viento.

    13 Parece referirse a un dmos de tica, y no a un templo de rtemis, protectora, bajo la invocacin de Agraa, de animales salvajes. Cf., sin embargo, U. vox WILAMOWITZ-MOELLENDORF, Platon, vol. II, Berln, 19202, pg. 363.

    14 Platn se hace eco de un problema fundamental de la sociedad y la cultura de su tiempo. El mito muere en la poca de juventud de Platn. La razn que se levanta sobre el mundo y los dioses, el arte que se alza sobre la religin, y el individuo sobre el Estado y las leyes, han destrui-do el mundo mtico. Estas transformaciones en el arte, la religin y el Estado, expresan un cambio interior que... se conoce con el nombre de sofstica, de Ilustracin, K. REINHARDT Platons Mythen, en Ver-maechtnis der Antike, Gesammelte Essays zur Philosophie und Ge-schichtsschreibung, ed. de CARL BECKER, Gotinga, 1960, pg. 220. Platn utiliza aqu la forma sophizmenos. El verbo sophzomai, que encontramos por primera vez en TEOGNIS, 19, cubre un amplio cam-po semntico en el que tambin se encuentra el sentido de ser excesi-vamente sutil, usar trucos intelectuales, etc. Cf., por ejemplo, EURPES, Ifig. en ul. 744. Una posible crtica a la interpretacin ra-cional de los mitos se deduce de la respuesta de Scrates a Fedro. Esa racionalizacin de la mitologa no tendra fin, y alcanzara tan mltiples versiones como mltiples son las formas de aparicin del mito. Parece, pues, que hay que dejarlas as y saborearlas tal como se cuentan. Cf. J. A. STEWART, The Myths of Plato, Londres, 1905, pgs. 242-246. Stewart cita, en nota a pg. 243, un texto de G. GROTE (A History of Greece from the Earliest Period to the Close of the Generation Con-temporary with Alexander the Great, 10 vols., Londres, 1862) en que el

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    SC. - Si no me lo creyera, como hacen los sabios, no se-ra nada extrao. Dira, en ese caso, hacindome el entera-do, que un golpe del viento Breas la precipit desde las rocas prximas, mientras jugaba con Farmacia 15 y que, ha-biendo muerto as, fue raptada, segn se dice, por el B-reas. Hay otra leyenda que afirma que fue en el Arepago, y que fue all y no aqu de donde la raptaron. Pero yo, Fe-dro, considero, por otro lado, que todas estas cosas tienen su gracia; slo que parecen obra de un hombre ingenioso, esforzado y no de mucha suerte. Porque, mira que tener que andar enmendando la imagen de los centauros, y, adems, la de las quimeras, y despus le inunda una caterva de Gor-gonas y Pegasos y todo ese montn de seres prodigiosos, aparte del disparate de no s qu naturalezas teratolgicas. Aquel, pues, que dudando de ellas trata de hacerlas veros-miles, una por una, usando de una especie de elemental sa-bidura, necesitara mucho tiempo. A m, la verdad, no me queda en absoluto para esto. Y la causa, oh querido, es que, hasta ahora, y siguiendo la inscripcin de Delfos, no he po-dido conocerme a m mismo 16. Me parece ridculo, por tan-to, que el que no se sabe todava, se ponga a investigar lo que ni le va ni le viene. Por ello, dejando todo eso en paz, y aceptando lo que se suele creer de ellas, no pienso, como ahora deca, ya ms en esto, sino en m mismo, por ver si me he vuelto una fiera ms enrevesada y ms hinchada que Tifn 17, o bien en una criatura suave y sencilla que, con-forme a su naturaleza, participa de divino y lmpido des-tino. Por cierto, amigo, y entre tanto parloteo, no era ste el rbol hacia el que nos encaminbamos?

    platonista victoriano resume ese sentimiento religioso que Stewart de-sarrolla en la Introduccin a su libro como transcendental Feeling. Cf., tambin, P. VICAIRE, Platon, critique littraire, Pars, 1960, pgs. 390 y sigs.

    15 Ninfa a quien estaba consagrada una fuente prxima al ro Iliso, que, probablemente, tena propiedades medicinales.

    16 La famosa inscripcin se menciona tambin en el Protgoras 343b, y en el Filebo 48c.

    17 Tifn, hijo de Trtaro y Gea, monstruo de cien cabezas y terrible voz, enfrentado a Zeus (HESODO, Teogona 820 ss.). Arrojado al Tr-taro, se manifiesta en la erupcin de los volcanes -Zeus puso sobre l Etna-. La ms antigua noticia sobre Tifn la encontramos en HOMERO (Ilada II 782). Platn, tal como har en el Crtilo, utiliza aqu un intra-ducible juego de palabras: tphos hinchado, vano, pero tambin humo, soplo; dtyphos significa, por el contrario, sencillo, claro, lm-pido. Tal vez el conocimiento de s mismo a que Scrates se refiere, a propsito de la inscripcin dlfica, le lleve hasta este adjetivo, que ex-presara una forma ideal de autorreflexin.

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    FED. - En efecto, ste es. SC. - Por Hera! Hermoso rincn, con este pltano tan

    frondoso y elevado. Y no puede ser ms agradable la altura y la sombra de este sauzgatillo 18, que, como adems, est en plena flor, seguro que es de l este perfume que inunda el ambiente. Bajo el pltano mana tambin una fuente deli-ciosa, de fresqusima agua, como me lo estn atestiguando los pies. Por las estatuas y figuras, parece ser un santuario de ninfas, o de Aqueloo 19. Y si es esto lo que buscas, no puede ser ms suave y amable la brisa de este lugar. Sabe a verano, adems, este sonoro coro de cigarras 20. Con todo, lo ms delicioso es este csped que, en suave pendiente, pa-rece destinado a ofrecer una almohada a la cabeza placente-ramente reclinada. En qu buen gua de forasteros te has convertido, querido Fedro!

    FED. - Asombroso, Scrates! Me pareces un hombre ra-rsimo, pues tal como hablas, semejas efectivamente a un forastero que se deja llevar, y no a uno de aqu. Creo yo que, por lo que se ve, raras veces vas ms all de los lmites de la ciudad; ni siquiera traspasas sus murallas.

    SC. - No me lo tomes a mal, buen amigo. Me gusta aprender. Y el caso es que los campos y los rboles no quieren ensearme nada; pero s, en cambio, los hombres de la ciudad. Por cierto, que t s pareces haber encontrado un seuelo para que salga. Porque, as como se hace andar a un animal hambriento ponindole delante un poco de hierba o grano, tambin podras llevarme, al parecer, por toda tica, o por donde t quisieras, con tal que me encan-diles con esos discursos escritos. As que, como hemos lle-gado al lugar apropiado, yo, por mi parte, me voy a tumbar. T que eres el que va a leer, escoge la postura que mejor te cuadre y, anda, lee.

    FED. - Escucha, pues 21.

    18 Sobre este arbusto, vanse las eruditas noticias de G. STAUBAUM, Platonis Opera omnia, recensait prolegomenis el com-mentariis illustravit..., vol. IV, sect. 1, continens Phaedrum, editio se-cunda multo auctior el emendatior, Gothae el Erfordiae MDCCCLVII, pg. 20.

    19 Aqueloo, ro de Grecia que corre desde el monte Pindo a travs de Dolopia... y desemboca junto a Eniadas (TUCDIDES, II 102), y tambin dios fluvial, padre de las ninfas y protector de las aguas.

    20 Las cigarras aparecern ms adelante (259b) en un mito sobre el origen de la pasin potica.

    21 Comienza aqu el primer discurso (lgos) del Fedro. Se discute, efectivamente, sobre la originalidad de este discurso, que, en principio, debe ser de Lisias. Las dotes literarias de Platn bien podran haber construido una especie de imitacin en la que se ridiculizasen algunas caractersticas del estilo de Lisias, que, al final del dilogo, van a ser

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    De mis asuntos tienes noticia y has odo, tambin, cmo considero la conveniencia de que esto suceda. Pero yo no quisiera que dejase de cumplirse lo que anso, por el hecho de no ser amante tuyo. Pues, precisamente, a los amantes les llega el arrepentimiento del bien que hayan podido ha-cer, tan pronto como se les aplaca su deseo. Pero, a los otros, no les viene tiempo de arrepentirse. Porque no obran a la fuerza, sino libremente, como si estuvieran deliberan-do, ms y mejor, sobre sus propias cosas, y en su justa y propia medida. Adems, los enamorados tienen siempre an-te sus ojos todo lo que de su incumbencia les ha salido mal a causa del amor y, por supuesto, lo que les ha salido bien. Y si a esto aaden las dificultades pasadas, acaban por pen-sar que ya han devuelto al amado, con creces, todo lo que pudieran deberle. Pero a los que no aman y no ponen esa excusa al abandono de sus propios asuntos, ni sacan a relu-cir las penalidades que hayan soportado, ni se quejan de las discusiones con sus parientes, no les queda otra alternativa, superados todos esos males, que hacer de buen grado lo que consideren que, una vez cumplido, ha de ser grato a aque-llos que cortejan. Y, ms an, si la causa por la que mere-cen respeto y estima los enamorados, es porque dicen que estn sobremanera atados a aquellos a los que aman, y dis-puestos, adems, con palabras y obras a enemistarse con cualquiera con tal de hacerse gratos a los ojos de sus ama-dos, es fcil saber si dicen verdad, porque pondrn, por en-cima de todos los otros, a aquellos de los que ltimamente estn enamorados, y, obviamente, si estos se empean, lle-garn a hacer mal incluso a los que antes amaron. Y en verdad que cmo va a ser, pues, propio, confiar para asun-to tal en quien est aquejado de una clase de mal que nadie, por experimentado que fuera, pondra sus manos para evi-

    criticadas al plantearse el problema de la retrica. (Cf. L. ROBIN, Platon. Oeuvres complte.;, vol. IV, 3: Phdre, Pars, 1978 [l. ed., 1933], pgs. LX-LXVIII; R. HACKFORTH, Plats Phaedrus, Cam-bridge, 1982 [l.a ed., 1952], pg. 31, y G. J. DE VRIES, A commentary on the Phaedrus of Plato, Amsterdam, 1969, pgs. 11-14, donde se aducen algunos de los testimonios antiguos sobre la autenticidad del discurso de Lisias, p. ej., DIGENES LAERCIO, III 25.) Textos para-lelos de obras de Lisias, los ha recogido J. VAHLEN, Ueber die Rede des Lisias in Platos Phaedrus, Sitzungsberichte der Berliner Akademie der Wiuenschaften (1903), 788-816. OTTO REGENBOGEN, reconoce, siguiendo a Vahlen, que, estilsticamente, no hay nada que pudiera pro-ceder de Lisias y que lo ms probable es que se trate de una magistral ficcin de Platn (Bemerkungen zar Deutung des platonischen Phai-dros, en Kleine Schriften, ed. de FRANZ DIRLMEIER, Munich, 1961, pg. 250). Vase tambin F. LASSERRE, Ertikol lgoi, Mu-seum Helveticum I (1944), 169 y sigs.

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    tarlo? Porque ellos mismos reconocen que no estn sanos, sino enfermos, y saben, adems, que su mente desvara; pe-ro que, bien a su pesar, no son capaces de dominarse. Por consiguiente, cmo podran, cuando se encontrasen en su sano juicio, dar por buenas las decisiones de una voluntad tan descarriada? Por cierto, que, si entre los enamorados escogieras al mejor, tendras que hacer la eleccin entre muy pocos; pero si, por el contrario quieres escoger, entre los otros, el que mejor te va, lo podras hacer entre muchos. Y en consecuencia, es mayor la esperanza de encontrar, en-tre muchos, a aquel que es digno de tu predileccin.

    Pero si temes a la costumbre imperante, segn la cual, si la gente se entera, caera sobre ti la infamia, toma cuenta de los enamorados, que creen ser objeto de la admiracin de los dems, tal como lo son entre ellos mismos, y arden en deseos de hablar y vanagloriarse de anunciar pblicamente que ha merecido la pena su esfuerzo. Pero los que no aman, y que son dueos de s mismos, prefieren lo que realmente es mejor, en lugar de la opinin de la gente. Por lo dems, es inevitable que muchos oigan e, incluso, vean por s mis-mos que los amantes andan detrs de sus amados y que ha-cen de esto su principal ocupacin, de forma que, cuando se les vea hablando entre s, pensarn que, al estar juntos, han logrado ya sosegar sus deseos, o estn a punto de lograrlos. Sin embargo, a los que no aman, nadie pensara en repro-charles algo por estar juntos, sabindose como se sabe que es normal que la gente dialogue, bien sea por amistad o porque es grato hacerlo. Pero, precisamente, si te entra el reparo, al pensar lo difcil que es que una amistad dure y que si, de algn modo, surgen desavenencias, sufriendo ambas partes de consuno la desgracia, a ti, en tal caso, es a quien tocara lo peor, al haberte entregado mucho ms, puedes acabar por temer, realmente, a los enamorados. Pues son muchas las cosas que les conturban, creyendo como creen que todo va en contra suya. Por eso buscan apartar a los que aman del trato con los otros, porque temen que los ricos les superen con sus riquezas, y con su cultura los cultos. En una palabra, se guardan del poder que irradie cualquiera que posea una buena cualidad. Si consiguen, pues, convencerte de que te enemistes con stos, te dejan limpio de amigos. Pero si, en cambio, miras por tu propio provecho y piensas ms sensatamente que ellos, entonces tendrs disgustos continuos. Sin embargo, todos aquellos que sin tener que estar enamorados han logrado lo que pre-tendan por sus propios mritos y excelencias, no tendran celos de los que te frecuenten, sino que, ms bien, les toma-

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    ran a mal el que no quisieran, pensando que stos los me-nosprecian y que, al revs, redunda en su provecho el que te traten. As pues, tendrn una firme esperanza de que de estas relaciones habr de surgir, ms bien amistad que enemistad.

    Predomina, adems, entre muchos de los que aman, un deseo hacia el cuerpo, antes de conocer el carcter del amado, y de estar familiarizados con todas las otras cosas que le ataen. Por ello, no est muy claro si querrn seguir teniendo relaciones amistosas cuando se haya apaciguado su deseo. Pero a los que no aman y que cultivaron mutua-mente su amistad antes de que llegaran a hacer eso no es de esperar que se les empequeezca la amistad, por los buenos ratos que vivieron, sino que, ms bien, la memoria pasada servir como promesa de futuro. Y, en verdad, que es cosa tuya el hacerte mejor, con tal de que me prestes odo a m y no a un amante. Pues stos dedican sus alabanzas a todo lo que t haces o dices, aunque sea contra algo bueno, en par-te por miedo a granjearse tu enemistad, en parte tambin porque, por el deseo, se les ofusca la mente. Porque mira qu cosas son las que el amor manifiesta: cuando tienen mala suerte, les parece insoportable lo que a otros no dara pena alguna, mientras que un suceso afortunado que, por cierto, no merece ser tenido por algo gozoso desencadena, necesariamente, sus alabanzas. En definitiva, que hay que compadecer a los amados ms que envidiarlos. Pero si te dejas persuadir por m, no va a ser el gozo momentneo tras lo primero que voy a ir cuando estemos juntos, sino tras el provecho futuro. No ser dominado por el amor, sino por m mismo, ni me dejar llevar por pequeeces a odios po-derosos, sino que slo en relacin con cosas importantes dejar traslucir mi desagrado. Perdonar los errores invo-luntarios e intentar evitar los voluntarios. stas son las se-ales que indican la larga duracin de una amistad. Pero si acaso se te ocurre que no es posible que nazca una vigorosa amistad a no ser que se est enamorado, date cuenta de que, en tal caso, no tendramos en mucho a nuestros hijos, ni a nuestros padres, ni a nuestras madres, ni ganaramos ami-gos fieles que lo fueran por tal deseo, sino por otro tipo de vnculos.

    Si, adems, es menester conceder favores a quienes ms nos los reclaman, conviene mostrar benevolencia, no a los satisfechos, sino a los descarriados. Precisamente aquellos que se han liberado, as, de mayores males sern los ms agradecidos. Incluso para nuestros convites, no habra que llamar a los amigos, sino a los pordioseros y a los que ne-

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    cesitan hartarse. Porque son ellos los que manifestarn su afecto, los que darn compaa, los que vendrn a la puerta y mostrarn su gozo y nos quedarn agradecidos, pidiendo, adems, que se acrecienten nuestros bienes. Pero, igual-mente, conviene mostrar nuestra benevolencia, no a los ms necesitados, sino a los que mejor puedan devolver favores, y no tanto a los que ms lo piden, sino a los que son dignos de ella; tampoco a los que quisieran gozar de tu juventud, sino a los que, cuando seas viejo, te hagan partcipe de sus bienes; ni a los que, una vez logrado su deseo, se ufanen pregonndolo, sino a los que, pudorosamente, guardarn si-lencio ante los otros; ni a los que les dura poco tiempo su empeo, sino a los que, invariablemente, tendrs por ami-gos toda la vida; ni a cuantos, una vez sosegado el deseo, buscarn excusas para enemistarse, sino a los que, una vez que se haya marchitado tu lozana, dejarn ver entonces su excelencia. Acurdate, pues, de todo lo dicho y ten en cuenta que los que aman son amonestados por sus amigos como si fuera malo lo que hacen; pero, a los que no aman, ninguno de sus allegados les ha censurado alguna vez que, por eso, maquinen cosas que vayan contra ellos mismos.

    Tal vez quieras preguntarme, si es que no te estoy ani-mando a conceder favores a todos los que no aman. Yo, por mi parte, pienso que ni el enamorado te instara a que mos-trases esa misma manera de pensar ante todos los que te aman. Porque para el que recibe el favor, esto no merecera el mismo agradecimiento, ni tampoco te sera posible que-riendo como quieres pasar desapercibido ante los otros. No debe derivarse, pues, dao alguno de todo esto, sino mutuo provecho. Por lo que a m respecta, me parece que ya he di-cho bastante, pero si echas de menos alguna cosa que se me hubiera escapado, pregntame.

    FED. - Qu te parece el discurso, Scrates? No es es-plndido, sobre todo por las palabras que emplea?

    SC. - Genial, sin duda, compaero; tanto que no salgo de mi asombro. Y has sido t la causa de lo que he sentido, Fedro, al mirarte. En plena lectura, me parecas como en-cendido. Y, pensando que t sabes ms que yo de todo esto, te he seguido y, al seguirte, he entrado en delirio contigo, oh t, cabeza inspirada!

    FED. - Bueno. No parece como si estuvieras bromean do? SC. - Cmo puede parecrtelo, y no, ms bien, que me

    lo tomo en serio? FED. - No, no es eso Scrates. Pero en realidad, dime,

    por Zeus patrn de la amistad, crees que algn otro de los

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    griegos tendra mejores y ms cosas que decir sobre este tema?

    SC. - Y qu? Es que tenemos que alabar, tanto t co-mo yo, el discurso por haber expresado su autor lo debido, y no slo por haber sabido dar a las palabras la claridad, la rotundidad y la exactitud adecuadas? Si es as, por hacerte el favor te lo concedo, puesto que a m, negado como soy, se me ha escapado. Slo prest atencin a lo retrico, aun-que pens que, al propio Lisias, no le bastara con ello. Tambin me ha parecido, Fedro, a no ser que tu digas otra cosa, que se ha repetido dos o tres veces, como si anduviese un poco escaso de perspectiva en este asunto, o como si, en el fondo, le diese lo mismo. Me ha parecido, pues, un poco inf antil ese afn de aparentar que es capaz de decir una cosa de una manera y luego de otra, y ambas muy bien 22.

    FED. - Con eso no has dicho nada, Scrates. Pues ah es, precisamente, donde reside el mrito del discurso. Porque de todas las cosas que merecan decirse sobre esto, no se le ha escapado nada, de forma que nadie podra decir ms y mejor que las que l ha dicho.

    SC. - Esto es algo en lo que ya no puedo estar de acuer-do contigo. Porque hay sabios varones de otros tiempos, y mujeres tambin, que han hablado y escrito sobre esto, y que me contradiran si, por condescender contigo, te diera la razn.

    FED. - Y quines son ellos? Y dnde les oste decir mejores cosas?

    SC. - La verdad es que ahora mismo no sabra decrtelo. Es claro que he debido de orlo de alguien, tal vez de Safo la bella, o del sabio Anacreonte, o de algn escri tor en pro-sa. Que de dnde deduzco esto? Pues vers. Henchido como tengo el pecho, duende mo 23, me siento capaz de decir cosas que no habran de ser inferiores. Pero, puesto que estoy seguro de que nada de esto ha venido a la mente por s mismo, ya que soy consciente de mi ignorancia, slo me queda suponer que de algunas otras fuentes me he lle-

    22 Scrates comienza a hacer la crtica del discurso, cuya seca preci-

    sin parece haber aceptado, escondiendo, un poco despus, su irona con el argumento de autoridad: sabios varones de otros tiempos, y mu-jeres tambin (235b). Cf. Menn 81a.

    23 El texto griego dice dam:nie, que podra traducirse, en algn caso, con la palabra duende, que recoge una parte de lo que el campo semntico de damn expresa. Este contagio con el que, irnicamente, juega Scrates lo manifiesta tambin en esa sustitucin de su propio damn, de su propio duende, por el de Fedro. Cf. E. BRUNIUS-NILSSON, Daimonie, Uppsala, 1955, pgs. 104 y sigs.

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    nado, por los odos, como un tonel. Pero por mi torpeza, siempre me olvido de cmo y de a quin se lo he escucha-do.

    FED. - Pero qu bien te expresaste, noble amigo! Porque no te pido que me cuentes de quines y cmo las oste, sino que hagas esto mismo que has dicho. Has prometido decir cosas mejores y no menos enjundiosas y distintas que las que estn en este escrito. Y te prometo, como los nueve ar-contes 24, erigir en Delfos una estatua de oro de tamao na-tural, no slo ma, sino tambin tuya.

    SC. - Eres encantador, Fedro. T s que s eres de oro verdadero, si crees que estoy diciendo algo as como que Lisias se equivoc de todas todas y que es posible, sobre esto, otras cosas que las dichas. Presiento que ni al ltimo de los escritores se le ocurrira cosa semejante. Vayamos al asunto de que trata el discurso. Si alguien pretendiera pro-bar que hay que conceder favores al que no ama, antes que al que ama, y pasase por alto el encomiar la sensatez del uno, y reprobar la insensatez del otro -cosa por otra parte imprescindible-, crees que tendra ya alguna otra cosa que decir? Yo creo que esto es asunto en el que hay que ser condescendiente con el orador y dejrselo a l. Y es la dis-posicin y no la invencin lo que hay que alabar; pero en aquellos no tan obvios y que son, por eso, difciles de in-ventar, no slo hay que ensalzar la disposicin, sino tam-bin la invencin.

    FED. - Estoy de acuerdo en lo que dices. Me parece que has medido bien tus palabras. Yo tambin lo voy a hacer as. Te permito la hiptesis de que el enamorado est ms enfermo que el no enamorado. Pero si, por lo dems, llegas a decir cosas mejores y ms valiosas que stas, te has gana-do una estatua, labrada a martillo, junto a la ofrenda de los Cipslidas 25, en Olimpia.

    SC. - Te has tomado tan a pecho el que, bromeando contigo, me metiese con tu preferido? Crees, realmente, que yo iba a intentar decir, con la sabidura que tiene, algo todava ms florido?

    24 Los nueve arcontes juraban tocando la piedra, y prometan ofrecer

    una estatua de oro, si transgredan alguna de las leyes (ARISTTELES, Constitucin de !os atenienses 7, 1; tambin, 55, 5).

    25 Con el nombre Cpselo hay dos personajes, ms histricos que m-ticos. El primero es un corintio, hijo de Eetin y padre de Periandro, uno de los llamados siete sabios. El otro, tal vez cronolgicamente anterior, es hijo de pito, rey de Arcadia. El nombre Cpselo parece provenir de que kyypsela es el nombre corintio de un arca, donde, se-gn se cuenta, su madre ocult a Cpselo para evitar que fuera muerto por pretendientes rivales al trono de Corinto.

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    FED. - Por lo que a esto respecta, querido, dejaste al des-cubierto el mismo flanco. Pues t tienes que expresarte, en todo caso, como mejor seas capaz, para que as no nos veamos obligados a representar ese aburrido juego de los cmicos, que se increpan repitindose las mismas cosas. Cuida, pues, de que no me vea forzado a decirte aquello de: Si yo, Scrates, desconozco a Scrates, es que me he olvi-dado de m mismo 26, y lo de que estaba deseando hablar; pero se haca el tonto 27. Vete, pues, haciendo a la idea de que no nos iremos de aqu, hasta que no hayas soltado todo lo que dijiste que tenas en el pecho. Estamos solos, en pleno campo, y yo soy el ms fuerte y el ms joven. Con esto, hazte cargo de lo que digo 28, y no quieras hablar por la fuerza mejor que por las buenas.

    SC. - Pero, dichoso Fedro, voy a hacer el ridculo ante un creador de calidad, yo que soy un profano y que, enci-ma, tengo que repentizar sobre las mismas cosas.

    FED. - Sabes qu? Deja de hacerte el interesante, porque creo que tengo algo que, si lo digo, te obligar a hablar.

    SC. - Entonces, de ninguna. manera lo digas. FED. - Cmo que no? Que ya lo estoy diciendo. Y lo

    que diga ser como un juramento. Te juro, pues -por quin, por qu dios, o quieres que por este pltano que te-nemos delante?-, que si no me pronuncias tu discurso ante este mismo rbol, nunca te mostrar otro discurso ni te har partcipe de ningn otro, sea de quien sea.

    SC. - Ah malvado! Qu bien has conseguido obligar, a un hombre amante, como yo, de las palabras 29, a hacer lo que le ordenes.

    FED. - Qu es lo que te pasa, entonces, para que te me andes escurriendo?

    SC. - Ya nada! Una vez que t has jurado lo que has jurado, cmo iba yo a ser capaz de privarme de tal festn?

    FED. - Habla, pues! SC. - Sabes qu es lo que voy a hacer? FRED. - Sobre qu?

    26 Cf. 228a4-5. 27 Cf. 228c2. 28 Cita abreviada de PNDARO (fr. 105, SNELL). Tambin aparece

    la cita en Menn 76d. 29 Fillogo dice el texto. Nuevo anuncio de un problema central

    del Fedro que slo, al final, emerge con claridad. Esta filologa no es, sin embargo, el inters etimolgico por descubrir sentidos dentro de lo real-verbal, como en el Crtilo, sino el planteamiento de la vida o la muerte del lenguaje por la escritura.

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    SC. - Voy a hablar con la cabeza tapada, para que, ga-lopando por las palabras, llegue rpidamente hasta el final, y no me corte, de vergenza, al mirarte.

    FED. - T preocpate slo de hablar, y, por lo dems, haz como mejor te parezca.

    SC. - Vamos, pues, oh Musas, ya sea que por la forma de vuestro canto, merezcis el sobrenombre de melodiosas 30, o bien por el pueblo ligur que tanto os cultiva, ayu-dadme a agarrar ese mito que este notable personaje que aqu veis me obliga a decir, para que su camarada que antes le pareca sabio ahora se lo parezca ms.

    Haba una vez un adolescente, o mejor an, un joven muy bello, de quien muchos estaban enamorados. Uno de stos era muy astuto, y aunque no se hallaba menos ena-morado que otros, haca ver como si no lo quisiera. Y como un da lo requiriese, intentaba convencerle de que tena que otorgar sus favores al que no le amase, ms que al que le amase, y lo deca as:

    'Slo hay una manera de empezar, muchacho, para los que pretendan no equivocarse en sus deliberaciones. Con-viene saber de qu trata la deliberacin. De lo contrario, forzosamente, nos equivocaremos 31. La mayora de la gen-te no se ha dado cuenta de que no sabe lo que son, realmen-te, las cosas 32. Sin embargo, y como si lo supieran, no se

    30 El Scrates fillogo plantea aqu una alternativa etimolgica. El

    sobrenombre de melodiosas (lgeiai) para las Musas, lo conocemos ya desde HOMERO (Odisea XXIV 62). A pesar de la leyenda, no se encuentra fuente que justifique ese gusto de los ligures por la msica ni siquiera en la guerra (HERMIAS, 48, 27 sigs.).

    31 El comienzo del discurso de Scrates aborda un preciso plantea-miento metodolgico. Los dilogos platnicos, el mtodo socrtico, nos tienen acostumbrados a esas preguntas que intentan, efectivamente, sa-ber de qu se habla. Pero, en este pasaje del Fedro, se tematiza, con gran propiedad, el problema del anlisis intelectual. Hay aqu tres nive-les, claramente determinados: uno que apunta al espacio subjetivo de la deliberacin (boleusis) y que provoca el error. Otro que se refiere al espacio objetivo, conviene saber de qu trata la deliberacin. Al lado de la boleusis encontramos el eidnai, el saber de qu se trata cuando la voluntad se determina. El descubrimiento y reconocimiento de los caracteres peculiares y, hasta cierto punto, objetivos del saber marcan un nivel de racionalizacin que estructura el camino del conocimien-to. Pero la boul desempea tambin un papel esencial. En el centro del eidnai aparece ese compromiso individual del que se har eco la tica de Aristteles. (Cf. tica ncomdquea III 1112a18 ss.). Un tercer momento lo representa el engarce intersubjetivo del saber del que el ponerse de acuerdo (diomologontai) sirve de condicin y de conte-nido.

    32 Esta ausencia de deliberacin objetiva, de conoci-miento de lo real y su expresin, es, por supuesto, un

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    ponen de acuerdo en los comienzos de su investigacin, sino que, siguiendo adelante, lo natural es que paguen su error al no haber alcanzado esa concordia, ni entre ellos mismos, ni con los otros. As pues, no nos vaya a pasar a ti y a m lo que reprochamos a los otros, sino que, como se nos ha planteado la cuestin de si hay que hacerse amigo del que ama o del que no, deliberemos primero, de mutuo acuerdo, sobre qu es el amor y cul es su poder. Despus, teniendo esto presente, y sin perderlo de vista, hagamos una indagacin de si es provecho o dao lo que trae consigo.

    'Que, en efecto, el amor es un deseo est claro para to-dos, y que tambin los que no aman desean a los bellos, lo sabemos. En qu vamos a distinguir, entonces, al que ama del que no? Conviene, pues, tener presente que en cada uno de nosotros hay como dos principios que nos rigen y con-ducen, a los que seguimos a donde llevarnos quieran. Uno de ellos es un deseo natural de gozo, otro es una opinin adquirida, que tiende a lo mejor 33. Las dos coinciden unas veces; pero, otras, disienten y se revelan, y unas veces do-mina una y otras otra. Si es la opinin la que, reflexionando con el lenguaje, paso a paso, nos lleva y nos domina en vis-tas a lo mejor, entonces ese dominio tiene el nombre de sensatez. Si, por el contrario, es el deseo el que, atolondra-da y desordenadamente, nos tira hacia el placer, y llega a predominar en nosotros, a este predominio se le ha puesto el nombre de desenfreno. Pero el desenfreno tiene mltiples nombres 34, pues es algo de muchos miembros y de muchas formas 35, y de stas, la que llega a destacarse otorga al que la tiene el nombre mismo que ella lleva. Cosa, por cierto, ni

    planteamiento continuamente enarbolado y puesto en crisis por la sofs-tica. La superacin del posible relativismo sofista surge en este texto. Las cosas tienen una ousa, una determinada estructura, cuyo descu-brimiento permite el saber. Sin embargo, llegar a la ousa es llegar a travs de los vericuetos del lenguaje. Para no perderse en ellos se preci-sa el previo acuerdo, el anlisis de aquellos elementos semnticos sobre cuya claridad y pretendida objetividad se funda el saber.

    33 El deseo natural de gozo que aqu expresa Platn encuentra, co-mo es sabido, con anterioridad a la versin epicrea, una primera mo-dulacin en ARISTTELES (tica nicomquea I 1095a14 ss.). Frente a ese impulso natural, se sita todo aquel nivel de convicciones, opi-niones, que en el curso de la vida van enhebrndola desde la propia y concreta experiencia, hacia un presente mejor.

    34 En la tica nicomquea, ARISTTELES completar estos domi-nios que trazan los nombres de las excelencias y defectos humanos (cf., p. ej., IV 1119b22 ss.)

    35 El texto polymels polyeids, ha sido muy discutido. Ms platnico parece polyeids. (Cf. DE VRIES, A commentary..., pg. 84; P. FRIEDLNDER, Platon, vol. III: Die platonische Schriften, zweite und dritte Periode, Berln, 19753, pg. 468.)

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    bella ni demasiado digna. Si es, pues, con relacin a la co-mida donde el apetito predomina sobre la ponderacin de lo mejor y sobre los otros apetitos, entonces se llama glotone-ra, y de este mismo nombre se llama al que la tiene. Si es en la bebida en donde aparece su tirana y arrastra en esta direccin a quien la ha hecho suya, es claro la denomina-cin que le pega. Y por lo que se refiere a los otros nom-bres, hermanados con stos, siempre que haya uno que pre-domine, es evidente cmo habrn de llamarse. Por qu ape-tito se ha dicho lo que se ha dicho, creo que ya est bastante claro; pero si se expresa, ser an ms evidente que si no: al apetito que, sin control de lo racional, domina ese estado de nimo que tiende hacia lo recto, y es impulsado cie-gamente hacia el goce de la belleza y, poderosamente forta-lecido por otros apetitos con l emparentados, es arrastrado hacia el esplendor de los cuerpos, y llega a conseguir la vic-toria en este empeo, tomando el nombre de esa fuerza que le impulsa, se le llama Amor' 36 .

    Pero, querido Fedro, no tienes la impresin, como yo mismo la tengo, de que he experimentado una especie de trasporte divino?

    FED. - Sin duda que s, Scrates. Contra lo esperado, te llev una riada de elocuencia.

    SC. - Calla, pues, y escchame. En realidad que parece divino este lugar, de modo que si en el curso de mi exposi-cin voy siendo arrebatado por las musas no te maravilles. Pues ahora mismo ya empieza a sonarme todo como un ditirambo.

    FED. - Gran verdad dices. SC. - De todo esto eres t la causa. Pero escucha lo- que

    sigue, porque quiz pudiramos evitar eso que me amenaza. Dejmoslo, por tanto, en manos del dios, y nosotros, en cambio, orientemos el discurso de nuevo hacia el mucha-cho.

    Bien, mi excelente amigo. As que se ha dicho y defi-nido qu es aquello sobre lo que hemos de deliberar. Te-nindolo ante los ojos, digamos lo que nos queda, respecto al provecho o dao que, del que ama o del que no, puede sobrevenir a quien le conceda sus favores. Necesariamente aquel cuyo imperio es el deseo, y el placer su esclavitud, har que el amado le proporcione el mayor gozo. A un en-fermo le gusta todo lo que no le contrara; pero le es des-agradable lo que es igual o superior a l. El que ama, pues,

    36 Densa y precisa definicin de Eros, en la que tambin interviene la

    filologa platnica, como lo muestra la relacin etimolgica rs-Rhom: el amor como impulso, deseo, fuerza.

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    no soportar de buen grado que su amado le sea mejor o igual, sino que se esforzar siempre en que le sea inferior o ms dbil. Porque inferior es el ignorante al sabio, el co-barde al valiente, el que es incapaz de hablar al orador, el torpe al espabilado. Todos estos males y muchos ms que, por lo que se refieren a su mente, van surgiendo en el ama-do o estn en l ya por naturaleza, tienen que dar placer al amante en un caso, y en otro los fomentar, por no verse privado del gozo presente. Por fuerza, pues, ha de ser celo-so, y al apartar a su amado de muchas y provechosas rela-ciones, con las que, tal vez, llegara a ser un hombre de verdad, le causa un grave perjuicio, el ms grande de todos, al privarle de la posibilidad de acrecentar al mximo su sa-ber y buen sentido. En esto consiste la divina filosofa 37, de la que el amante mantiene a distancia al amado, por miedo a su menosprecio. Maquinar, adems, para que permanez-ca absolutamente ignorante, y tenga, en todo, que estar mi-rando a quien ama, de forma que,' siendo capaz de darle el mayor de los placeres, sea, a la par, para s mismo su mayor enemigo. As pues, por lo que se refiere a la inteligencia, no es que sea un buen tutor y compaero, el hombre enamora-do.

    Despus de esto, conviene ver qu pasar con el estado y cuidado del cuerpo, cuando est sometido a aquel que forzosamente perseguir el placer ms que el bien. Habr que mirar, adems, cmo ese tal perseguir a un joven deli-cado y no a uno vigoroso, a uno no criado a pleno sol, sino en penumbra, a uno que nada sabe de fatigas viriles ni de speros sudores, y que s sabe de vida muelle y sin nervio, que se acicala con colores extraos, con impropios atavos, y se ocupa con cosas de este estilo. En fin, tan claro es to-do, que no merece la pena insistir en ello, sino que defi-niendo lo principal, ms vale pasar a otra cosa. Efectiva-mente, un cuerpo as hace que, en la guerra y en otros asun-tos de envergadura, los enemigos se enardezcan, mientras que los amigos y los propios enamorados se atemoricen.

    Dejemos esto, pues, por evidente, y pasemos a hablar de la desventaja que traer a nuestros bienes el trato y la tuto-ra del amante. Pues es obvio para todos, y especialmente para el enamorado, que, si por l fuera, deseara que el amado perdiese sus bienes ms queridos, ms entraables,

    37 Filosofa divina era expresin usual en el siglo IV a. C. (cf. DE

    VRIEs, A commentary..., pg. 91, que cita a A.-M. MALINOREY, Philosophia. tude d'un groupe de mots dans la littrature grecque des prsocratiques au 4. sicle aprs J.-C., Pars, 1961, y J. VAN CAMP-P. CANART, Le sens du mot theios chez Platon, Lovaina, 1956).

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    ms divinos. No le importara que fuese hurfano de padre, de madre, privado de parientes y amigos, porque ve en ellos el estorbo y la censura de su muy dulce trato con l. Pero, adems, si est en posesin de oro o de alguna otra forma de riqueza pensar que no es fcil de conquistar, y que si lo conquista, no le ser fcil de manejar. De donde, necesa-riamente, se sigue que el amante estar celoso de la hacien-da de su amado, y se alegrar si la pierde. An ms, clibe, sin hijos, sin casa, y esto todo el tiempo posible, le gustara al amante que estuviera su amado, y alargar as, cuanto ms, la dulzura y el disfrute de lo que desea.

    Existen, por supuesto, otros males; pero una cierta divi-nidad, mezcl, en la mayora de ellos, un placer mo-mentneo, como, por ejemplo, en el adulador, terrible monstruo, sumamente daino, en el que la naturaleza entre-ver un cierto placer, no del todo inspido. Tambin a una hetera podra alguien denostarla como algo daino, y a otras muchas criaturas y ocupaciones semejantes, que no pueden dejar de ser agradables, al menos por un tiempo. Para el amado, en cambio, es el amante, adems de daino, extraordinariamente repulsivo en el trato diario. Porque ca-da uno, como dice el viejo refrn, `se divierte con los de su edad' 38. Pienso, pues, que la igualdad en el tiempo lleva a iguales placeres y, a travs de esta semejanza, viene el re-galo de la amistad. A pesar de todo, tambin este trato con los de la misma edad llega a producir hasto. En verdad que lo que es forzado se dice que acaba, a su vez, siendo moles-to para todos y en todo, cosa que, adems de la edad, dis-tancia al amante de su predilecto. Pues siendo mayor como es y frecuentando a una persona ms joven, ni de da ni de noche le gusta que se ausente, sino que es azuzado por un impulso insoslayable que, por cierto, siempre le proporcio-na gozos de la vista, del odo, del tacto, de todos los senti-dos con los que siente a su amado, de tal manera que, por el placer, queda como esclavizado y pegado a l. Y qu con-suelo y gozos dar al amado para evitar que, tenindolo tanto tiempo a su lado, no se le convierta en algo extrema-damente desagradable? Porque lo que tiene delante es un rostro envejecido y ajado, con todo lo que implica y que ya no es grato or ni de palabra, cuanto menos tener que car-gar, da a da, con tan pegajosa realidad. Y, encima, se es objeto de una vigilancia sospechosa en toda ocasin y a to-das horas, y se tienen que or alabanzas inapropiadas y exa-

    38 Cf. ROMERO, Odisea XVII 217-218; PLATN, Lisis 214a, Gor-

    gias 510b, Banquete 195b, y ARISTTELES, tica nicomquea VIII 1156b20 ss.

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    geradas e, incluso, reproches, que en boca de alguien sobrio ya sonaran inadmisibles y que, por supuesto, en la de un borracho ya no son slo inadmisibles, sino desvergonzadas, al emplear una palabrera desmesurada y desgarrada.

    Mientras ama es, pues, daino y desabrido; pero, cuando cesa su amor, se vuelve infiel, y precisamente para ese tiempo venidero, sobre el que tantas promesas haba hecho, sustentadas en continuos juramentos y splicas que, con es-fuerzo, mantenan una relacin ya entonces convertida en una carga pesada, que ni siquiera poda aligerar la esperan-za de bienes futuros. Y ahora, pues, que tiene que cumplir su promesa, ha cambiado, dentro de l mismo, de dueo y seor: inteligencia y sensatez, en lugar de amor y apasio-namiento. Se ha hecho, pues, otro hombre, sin que se haya dado cuenta el amado. ste le reclama agradecimiento por lo pasado, recordndole todo lo que han hecho y se han di-cho, como si estuviera dialogando con el mismo hombre. Por vergenza, no se atreve aqul a decirle ya que ha cam-biado, y no sabe cmo mantener los juramentos y promesas de otros tiempos, cuando estaba dominado por la sinrazn, ahora que se ha transformado en alguien razonable y sensa-to. Aunque obrase como el de antes, no volvera a ser se-mejante a l e, incluso, a identificrsele de nuevo. Desertor de todo esto es, ahora, el que antes era amante. Forzado a no dar la cara, una vez que la valva ha cado de otra manera 39, emprende la huida. Pero el otro tiene necesidad de per-seguirle; se siente vejado y .pone por testigo a los dioses, ignorante, desde un principio, de todo lo que ha pasado, o sea, de que haba dado sus favores a un enamorado y, con ello, necesariamente a un insensato, en lugar de a alguien que, por no estar enamorado, fuera sensato. No habindolo hecho as, se haba puesto en las manos de una persona in-fiel, descontenta, celosa, desagradable, perjudicial para su hacienda, y no menos para el bienestar de su cuerpo; pero, sobre todo, funesto para el cultivo de su espritu. Todo esto, muchacho, es lo que tienes que meditar, y llegar, as, a dar-te cuenta de que la amistad del amante no brota del buen sentido, sino como las ganas de comer, del ansia de saciar-se: Como a los lobos los corderos, as le gustan a los amantes los mancebos 40.

    39 Proverbio griego, que expresa algo semejante al cara y cruz de la

    moneda que, para probar suerte, se echa al aire. 40 Cf. DE VRIES, A commentary..., pgs. 101-102, donde se ofrecen

    referencias a esta cita. Hermias parece encontrar aqu una alusin a HOMERO, Ilada XXII 262-263 (Hermiae Alexandrini in Platonis Phaedrum Scholia, ed. de P. COUVREUR, Pars, 1901, pg. 61, 7).

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    Y esto es todo, Fedro. Y no vas a or de m ninguna pala-bra ms. Da ya por terminado el discurso.

    FED. - Y yo que me crea que estabas a la mitad, e ibas a decir algo semejante sobre el que no ama y que, en conse-cuencia, es a l, ms bien, a quien hay que conceder los fa-vores destacando, a su vez, todas las ventajas que esto tie-ne. Entonces, Scrates, por qu te me paras?

    SC. - No te has dado cuenta, bienaventurado, que ya mi voz empezaba a sonar pica y no ditirmbica y, pre-cisamente, al vituperar? Pero si empiezo por alabar al otro, qu piensas que tendra que hacer ya? Es que no te das cuenta de que, seguro, se iban a apoderar de m las Musas, en cuyas manos me has puesto deliberadamente? Digo, pues, en una palabra, que lo contrario de aquello que hemos reprobado en el uno es, precisamente, lo bueno en el otro. Qu necesidad hay de extenderse en otro discurso? Ya se ,ha dicho de ambos lo suficiente. As pues, mi narracin su-frir la suerte que le corresponda. Yo, por mi parte, atravie-so este ro y me voy antes de que me fuerces a algo ms di-fcil.

    FED. - No, Scrates, todava no; no antes de que se pase este bochorno. No ves que ya casi es medioda, y que est cayendo, como suele decirse, a plomo el sol? Quedmonos, pues, y dialoguemos sobre lo que hemos mencionado, y tan pronto como sople un poco de brisa, nos vamos.

    SC. - Divino eres con las palabras, Fedro; sencillamente admirable. Porque yo creo que de todos los discursos que se han dado en tu vida, nadie ms que t, ha logrado que se hicieran tantos, bien fuera que los pronunciaras t mismo, bien, en cambio, que, de alguna forma, obligases a otros, con excepcin de Simmias 41, el tebano, porque a todos los dems les ganas sobradamente. Y ahora, como puedes comprobar, parece que has llegado a ser causa de que toda-va haya que pronunciar otro discurso.

    FED. - No es que me ests anunciando una guerra; pero cmo y qu es esto a lo que te refieres?

    SC. - Cuando estaba, mi buen amigo, cruzando el ro, me lleg esa seal que brota como de ese duende que tengo en m -siempre se levanta cuando estoy por hacer algo-, y me pareci escuchar una especie de voz que de ella vena, y que no me dejaba ir hasta que me purificase; como si en al-go, ante los dioses, hubiese delinquido. Es verdad que soy no demasiado buen adivino, pero a la manera de esos que todava no andan muy duchos con las letras, justo lo sufi-

    41 Simnias, interlocutor en el Fedn y amigo de Scrates. Estuvo in-

    fluido por doctrinas pitagricas.

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    ciente para m mismo. Y acabo de darme cuenta, con clari-dad, de mi falta. Pues, por cierto, compaero, que el alma es algo as como una cierta fuerza adivinatoria. Y, antes, cuando estaba en pleno discurso, hubo algo que me contur-b, y me entr una especie de angustia, no me fuera a pasar lo que bico 42 dice, que contra los dioses pecando consiga ser honrado por los hombres. Pero ahora me he dado cuenta de mi falta.

    FED. - Qu es lo que ests diciendo? SC. - Terrible, Fedro, es el discurso que t trajiste; te-

    rrible el que forzaste que yo dijera. FED. - Cmo es eso? SC. - Es una simpleza y, hasta cierto punto, impa. Di-

    me si hay algo peor. FED. - Nada, si es verdad lo que dices. SC. - Pero, bueno, es que no crees que el Amor es hijo

    de Afrodita y es un dios? FED. - Al menos eso es lo que se cuenta. SC. - Pero no en Lisias, ni en tu discurso; en ese que, a

    travs de mi boca y embrujado por ti, se ha proferido. Si el Amor es, como es sin duda, un dios o algo divino, no puede ser nada malo. Pero en los dos discursos que acabamos de decir, parece como si lo fuera. En esto, pues, pecaron con-tra el amor; pero an ms, su simpleza fue realmente exqui-sita, puesto que sin haber dicho nada razonable ni verdade-ro, parecan como si lo hubieran dicho; sobre todo si es que pretenden embaucar a personajillos sin sustancia, para ha-cerse valer ante ellos. Me veo, pues, obligado, amigo mo, a purificarme. Hay, para los que son torpes, al- hablar de mitologas, un viejo rito purificatorio que Homero, por cierto, no saba an, pero s Estescoro 43. Privado de sus ojos, por su maledicencia contra Helena, no se qued, como Homero, sin saber la causa de su ignorancia, sino que, a fuer de buen amigo de las Musas, la descubri e inmedia-tamente, compuso,

    No es cierto ese relato; ni embarcaste en las naves de firme cubierta, ni llegaste a la fortaleza de Troya.

    42 Poeta lrico del siglo VI a. C., natural de Regio (fr. 22 DIEHL = 51

    BERGK). 43 Poeta lrico de la primera mitad del siglo VI a. C., que polemiz

    con Homero y Hesodo en la palinodia que Platn menciona (fr. 43 BERGK).

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    Y nada ms que acab de componer la llamada pali-nodia, recobr la vista. Yo voy a intentar ser ms sabio que ellos, al menos, en esto. Por tanto, antes de que me so-brevenga alguna desgracia por haber maldicho del Amor, le voy a ofrecer una palinodia, a cara descubierta, y no tapa-do, como antes, por vergenza.

    FED. - Nada ms grato que esto habras podido decirme, Scrates.

    SC. - Ves, pues, mi buen Fedro, qu irreverentes han sido las palabras de ambos discursos, tanto del mo, como del que t has ledo de ese escrito. Si, por casualidad, nos hubiera escuchado alguien, alguien noble, de nimo sereno, que estuviera enamorado de otro como l, o que lo hubiera estado alguna vez antes; si nos hubiera escuchado, digo, cuando hablbamos de que los amantes, por minucias, ar-man grandes discusiones, y que son celosos y perniciosos para aquellos que aman, cmo no se te ocurre creer que acabara pensando que estaba oyendo a alguien criado entre marineros, y que no haba visto, en su vida, un amor real-mente libre? No estara muy en desacuerdo con los repro-ches que nosotros hacamos al Amor?

    FED. - Por Zeus, que es muy posible, Scrates. SC. - Pues bien, por reparo ante ese hombre, y por mie-

    do al mismo Amor, deseo enjuagar, con palabras potables, el amargor de lo odo. Por eso, aconsejo a Lisias que, cuan-to antes, escriba que es al que ama, ms bien que al que no ama, a quien, equitativamente, hay que otorgar favores.

    FED. - Ya puedes estar seguro de que as ser. Porque habiendo hecho t la loa del amante, por fuerza Lisias se va a ver, a su vez, obligado por m, a escribir otro discurso so-bre el mismo asunto.

    SC. - Confo, mientras sigas siendo el que eres, en lo que dices.

    FED. - Habla, entonces, sin miedo. SC. - Adnde se me fue, ahora, el muchacho con el

    que hablaba? Para que escuche tambin esto, y no se apre-sure, por no haberlo odo, a conceder sus favores al no enamorado.

    FED. - Aqu est, siempre a tu lado, muy cerca, y todo el tiempo que te plazca.

    SC. - Ten entonces presente, bello muchacho, que el an-terior discurso era de Fedro, el de Mirriunte 44, e hijo de Ptocles; pero el que ahora voy a decir es de Estescoro, el de Hmera 45, hijo de Eufemo, y as es como debe sonar:

    44 dmos correspondiente a la parte costera de Atenas. 45 Hmera, colonia griega en la parte norte de Sicilia.

    c

    d

    e

    244a

  • Librodot Fedro Platn

    Que no es cierto el relato, si alguien afirma que estando presente un amante, es a quien no ama, a quien hay que conceder favores, por el hecho de que uno est loco y cuer-do el otro.. Porque si fuera algo tan simple afirmar que la demencia es un mal, tal afirmacin estara bien. Pero resul-ta que, a travs de esa demencia, que por cierto es un don que los dioses otorgan, nos llegan grandes bienes. Porque la profetisa de Delfos, efectivamente, y las sacerdotisas de Dodona, es en pleno delirio cuando han sido causa de mu-chas y hermosas cosas que han ocurrido en la Hlade, tanto privadas como pblicas, y pocas o ninguna, cuando estaban en su sano juicio. Y no digamos ya de la Sibila y de cuan-tos, con divino vaticinio, predijeron acertadamente, a mu-chos, muchas cosas para el futuro. Pero si nos alargamos ya con estas cuestiones, acabaramos diciendo lo que ya es cla-ro a todos. Sin embargo, es digno de traer a colacin el tes-timonio de aquellos, entre los hombres de entonces, que plasmaron los nombres y que no pensaron que fuera algo para avergonzarse o una especie de oprobio la mana. De lo contrario, a este arte tan bello, que sirve para proyectarnos hacia el futuro, no lo habran relacionado con este nombre, llamndolo manik. Ms bien fue porque pensaban que era algo bello, al producirse por aliento divino, por lo que se lo pusieron. Pero los hombres de ahora, que ya no saben lo que es bello le interpolan una t, y lo llamaron mantik. Tambin dieron el nombre de oionoistik, a esa indaga-cin sobre el futuro, que practican, por cierto, gente muy sensata, valindose de aves y de otros indicios, y eso, por-que, partiendo de la reflexin, aporta, al pensamiento, inte-ligencia e informacin. Los modernos, sin embargo, la transformaron en oinistik, ponindole, pomposamente, una omega 46. De la misma manera que la mantik es ms perfecta y ms digna que la oinistik, como lo era ya por su nombre mismo y por sus obras, tanto ms bello es, segn el testimonio de los antiguos, la mana que la sensatez, pues una nos la envan los dioses, y la otra es cosa de los hom-bres. Pero tambin, en las grandes plagas y penalidades que sobrevienen inesperadamente a algunas estirpes, por anti-

    46 Curiosa divisin platnica entre etimlogos antiguos y recientes.

    En el, Crtilo (414c) se habla ya de esos primeros nombres que se im-pusieron, y de su posterior transformacin al intercalarles letras. Con estas manipulaciones se pierde, segn Platn, el verdadero significado de los nombres. Los hombres de ahora, han olvidado ya la original y primera experiencia de lo real y de lo bello. (oinistik es la adivina-cin basada en los augurios o signos de las aves [oino].)

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  • Librodot Fedro Platn

    guas y confusas culpas 47, esa demencia que apareca y se haca voz en los que la necesitaban, constitua una libera-cin, volcada en splicas y entrega a los dioses. Se lleg, as, a purificaciones y ceremonias de iniciacin, que daban la salud en el presente y para el futuro a quien por ella era tocado, y se encontr, adems, solucin, en los autntica-mente delirantes y posesos, a los males que los atenazaban. El tercer grado de locura y de posesin viene de las Musas, cuando se hacen con un alma tierna e impecable, desper-tndola y alentndola hacia cantos y toda clase de poesa, que al ensalzar mil hechos de los antiguos, educa a los que han de venir 48. Aquel, pues