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Leocata, la educación y las instituciones, capítulos 2, 6 y 8

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FRANCISCO LEOCATA

LA EDUCACIÓN Y LAS INSTITUCIONES

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CAPÍTULO I I

Institución y vida social

1. La acción humana

Si se acepta una de las tesis centrales de la fenomenología, que a cada acto intencional corresponde como correlato un determinado objeto intencional, debe seguirse como consecuencia que también la acción práctica tiene su refe­rente en su propio resultado.

No.se trata aquí propiamente de lo que es el objeto que "está a la mano" como algo visto antes de actuar, sino del modo en que la acción, emanada del sujeto, se imprime en algo, constituyendo un producto, un efecto de su propio obrar. Antes de actuar, y durante su desarrollo, el objeto parece como dotado de determinadas propiedades (valores) que invitan a una acción transformante.

Eso se da cada vez que el hombre, como artífice, crea un objeto útil. A veces lo hace anticipando con si. imaginación lo que puede lograrse con algún reta­zo de la realidad que le está delante.

Recordando las propiedades del idioma griego, que ha forjado gran parte de nuestro vocabulario filosófico, podría decirse que el correlato objetivo de toda praxis es un pragma (la palabra "pragmático" es de nuestro uso actual).

Pues bien, no existen solamente prágmata utilitarios, o sea aquellos resulta­dos de una acción técnica transformante de la realidad, sino también prágmata referidos a otros valores más altos, como son los objetos de actos morales (como una limosna o un acto de jjsticia) que sin quedar plasmados o impresos en una cosa, son el correlato objetivo de esa acción.

La actividad estética, y aun la intelectual, quedan por lo general plasmadas en obras que, sin ser utilitarias n i necesariamente técnicas, constituyen objetos (prágmata) de un obrar, que encierran el resultado de una acción. En realidad toda praxis humana, aun cuando comience en un espacio meramente interior (como sucede en la intención de hacer algo, en el propósito, el proyecto o la decisión) tiende imperiosamente a objetivarse materialmente, en un determi­nado pragma, a cristalizar en algo constatable y existente en el espacio y en el tiempo. La acción viviente, como demostrara a su tiempo M. Blondel, se pro-

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yecta hacia una realidad como para asirse de un sostén material, y en ese sen­tido también se hace cosa, se cosifica.

En los valores más altos, como en los morales, los religiosos, aun cuando el correlato objetivo de una acción sea algo espiritual (como por ejempb una obra de misericordia, una plegaria, una invocación a Dios) por lo general se tiende a exteriorizar esa acción en algo también sensible, sea la visita a un templo, sea el beneficio que se otorga a otra persona. Así alcanza al mismo tiempo cierta concreción y grado de realidad. Sería una abstracción considerar la acción humana sólo como algo interior, sin tener en cuenta su condensación en obje­tividades externas.

En la vida social sucede lo mismo. Ella es, en su dimensión más amplia, una confluencia de una multiplicidad de acciones humanas individuales que se unen, se acumulan, cabalgan las unas sobre las otras, a veces en lucha, cam­biando a través de ese intercambio, de grado cualitativo El resultado de ese drama compuesto por múltiples acciones, se objetiva en realizaciones colecti­vas, con mayor fuerza de lo que acontece en cualquier acción individual.

La praxis de la comunidad humana se objetiva de este modo en un doble sentido que es preciso distinguir, aunque nunca separar del todo. Se proyecta ante todo en el mundo sensible, dejando su huella en la naturaleza física a través de objetos de utilidad, obras de arte, edificios, artefactos industriales, aparatos tecnológicos...

Per otra parte, plasma estructuras de organización social estables, regidas por normas y leyes, lo que denominamos justamente instituciones. Las instituciones se fijan también en objetos, pero son más que eso: son objetividades cuyo senti­do reside en una autoconfiguración de las acciones humanas a través de estruc­turas estables y duraderas. Su finalidad es garan-izar las reglas de convivencia y facilitar el logro de determinados fines que cubren necesidades de la sociedad.

Ordenan los diversos niveles de la sociedad misma, ayudándola a mantener y perfeccionar su funcionalidad. Tan abstracto y arbitrario sería pensar una pra­xis humana colectiva sin tener presentes los correlatos objetivos de la acción, sin los prágmata, sin ese conjunto de objetos que configuran el mundo cultural, como pensar una relación intersubjetiva comunitaria privada de estructuras sociales, leyes, instituciones, sin aquel ordenamiento que encauza esa misma vida social dentro de determinadas vías.

Por lo tanto, no hay sociedad sin instituciones, lo que significa, a pesar de su aparente obviedad, una verdad de fundamental importancia: en su mismo origen, la acción interna a cualquier sociedad (y cultura) tiende a organizarse y a estructurarse, más allá del propósito o del fin de cada acción particular, en for­mas más o menos estables, en ordenamientos legales, en estratos de diverso nivel de jerarquía y competencia.

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2. Espontaneidad contra institución

Una de las paradojas más curiosas y más atrayentes que saltan a la vista en la lectura de la obra de J.J. Rousseau, es la simultánea conciencia que se transparen-ta en ella, del carácter inevitable de las instituciones sociales por un lado, y de un anhelo de espontaneidad vital por otro, que surge en contra de aquellas bajo el pesado cargo de ser causa de la corrupción y de la decadencia de la humanidad.

No es que el autot del Emilio no advirtiera con plena lucidez que de todas maneras el educando y el educador se hallan por igual en un determinado con­texto sociocultural, y que gozan de sus ventajas. Pero la fuerza de la innovación educativa que quiere proponer no está desligada de una tesis por la que se afir­ma una contraposición dialéctica entre la educación entendida como un creci­miento espontáneo de la libertad, y la influencia o el condicionamiento activo que la institución social, aun disminuida en su fuerza protagónica, ejerce a través de la figuta (autoritaria) del educador

Esa exigencia de un retomo a la naturaleza libre, tan necesaria en su siglo, ¿qué otra cosa era sino una ruptura contra lo institucional, aun cuando su finalidad hubie­ra sido la de renovar, y no propiamente la de destruir el ordenamiento de la sociedad?

Nuestra tesis, a través de todo lo expuesto en las páginas anteriores afirma lo contrario, sin ceder por eso a la tentación de santificar la institución por la institución, y sin negar que a menudo la sociedad arrastra males que favorecen el proceso de degradación de lo humano. A nuestro parecer es imposible sepa-tat ambas cosas: el crecimiento espontáneo de la libertad por un lado, y la nece­sidad de un ordenamiento institucional por el otro.

Todas las iniciativas en el terreno de la educación, y la misma idea de educar, han nacido en el contexto de un ordenamiento social preexistente, y ele una cultura que se transmite de generación en generación. Aun en las más simples y básicas expre­siones, la educación está impregnada y compenetrada por el contexto sociocultural, es decir institucional, que la rodea. La relación del niño con sus padres, que es ante todo un fenómeno vital y dinámico, es ya al mismo tiempo institucional.

A partir de este punto, todos los grados y modalidades de la educación tie­nen esa doble dimensión inseparable: la relación íntersubjetiva, con su carga vital y su llamada a lo espontáneo, y la contextura institucional, con sus con­notaciones organizativas y hasta un modo específico de ejercer la autoridad. Esto trae inevitablemente consecuencias que se vuelven a presentar en todos los grados y niveles del proceso educativo.

a) Toda educación está de una manera u otra relacionada con algún aspec­to estructural de la sociedad. A u n en la comunicación educativa más directa e interpersonal, es inevitable una cierta distinción entre diversas competencias y

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roles. No existe una educación que sea en todos los aspectos "informal", hecha tan sólo de encuentros fortuitos, aprendizajes ocasionales o diálogos surgidos del azar. Cierta cuota de informalidad es desde luego necesaria y puede ser asu­mida con fines educativos, más aún, hay actividades que deben ser liberadas de todo esquematismo a fin de poner en juego los mejores recursos del educando.

Fero el que educa y el educando están en principio situados dentro de un marco social del que es ilusorio eliminar los elementos institucionales.

b) Estas implicancias de lo institucional en lo educativo toman formas diversas según el grado y el nivel de la educación. Cada institución educativa para ser tal necesita un reconocimiento de la sociedad y del ordenamiento polí­tico en el que ésta se ubica. Pero además tiene intrínsecamente determinadas estructuras con distinción de partes, roles, competencias y responsabilidades.

En otras épocas de la historia de la humanidad, la educación se transmitía de generación en generación a través de la célula familiar, en relación con el culto, la política, las costumbres. En la era moderna se ha generalizado lo que existía en mencr escala en la era antigua y medieval. Se han multiplicado las instituciones educativas y cada Estado ha ido organizando modernamente su sistema educativo.

l-o que M . Weber denominó proceso de racionalización, como algo carac­terístico de la era moderna industrial, se ha derivado también, pot tanto, al campo educativo. Lo que significa que poco a poco la institución educativa ha asumido los rasgos propios de la nueva sociedad, se ha configurado en sistema, ha formado un apatato burocrático con sus criterios de funcionalidad y eficiencia.

Esto a su ve: se realiza con diversa intensidad, según la complejidad de la estructura social en que está inserta la institución educativa, y también según las exigencias del sistema político vigente.

Por los motivos antes mencionados, se vuelve comprensible hasta qué punto es utópico imaginar cualquier nivel de enseñanza, desde los primeros pasos hasta el nivel universitario, en el que no alternen y se complementen el respe­to por la espontaneidad del educando y por la evolución de las etapas evoluti­vas de su desarrollo, con un mínimo esencial de estructuras organizativas, de planeamientos, de distribución de competencias: es decir, por el conjunto de Ips límites exigidos por la institución para que quede asegurada su funcionalidad.

c) Además de los motivos inherentes a toda praxis y a toda comunidad humana, la institución educativa tiene la peculiaridad de representar, en una dimensión más reducida, casi todos les problemas de la sociedad que la rodea. Además de los problemas morales, refleja a su manera las dificultades o éxitos habidos en el campo económico, laboral, las luchas y conflictos en el terreno ideológico, y tantos otros aspectos ineludibles de ese mismo contexto.

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Esto coloca a la institución educativa en una situación bivalente: por una parte necesita de ese apoyo institucional en la sociedad de la cual depende. Por otra, como institución cultural, como centro transmisor de una cultura puesta en acto, se erige en punto de referencia para ana visión crítica de la realidad circundante, y eventualmente tamb.én de cuestionamiento de aquellos aspec­tos negativos o retrógrados de esa misma sociedad. En oirás palabras, la insti­tución educativa, pensada y estructurada como un medio para afianzar los pun­tos fuertes de la sociedad que la sustenta, puede volvetse también algo seme­jante a un mirador desde el que se observan y critican los males que la aquejan.

d) El aspecto institucional de la educación, que no es el único, implica y tequiere que en ella se de lugar a un trabajo especializado, para el qae los edu­cadores deben estar preparados mediante una buena preparación profesional.

Especializaciones no sólo en el nivel de enseñanza que se imparte, sino tam­bién en las acentuaciones y preferencias por determinadas disciplinas científi­cas y por determinadas tareas prácticas y administrativas. Es la sociedad la que, mediante los títulos otorgados por otras instituciones especializadas del sistema educativo, habilita y da reconocimiento para el ejercicio de esas tareas.

e) Con todo esto no se destruye la importancia de la relación personal inter­subjetiva, n i la formación de comunidades educativas en el sentido más perso­nalizado. Por el contrario, esto último es la vida misma de la educación, el aspecto sin el cual todo el aparato institucional se convenirla en una árida arquitectura funcional, burocrática y racionalizada.

En toda institución educativa habrá siempte esta tensión entre la verdade­ra comunidad humana, y la sociedad estructurada, entre las personas y las reglamentaciones, entte la vida y la ley, entre el encuentro creativo y el cum­plimiento de normas ya establecidas y practicadas rutinariamente. Y es esta dialéctica la que hace que convivan realidad y apariencia educativa.

Pero lo que intentamos sostener es que no hay una necesaria incompatibili­dad entre ambos aspectos, el creativo y el institucional, sino que en lo posible deben ayudarse y complementarse recíprocamente: la institución se coloca así al servicio de la persona.

3. Persona e institución _

La persona humana se encuentra por lo tanto, por lo que se refiere a la edu­cación, ante una objetividad normativa, que de por sí no se identifica con la objetividad de los valores o de las normas morales, y que presenta una cierta

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línea de acción y de operatividad, ya en parte preestablecida y asertada pot las experiencias anteriores del grupo social al que pertenece. Es en cierta manera el resultado de una acumulación y cristalización de la praxis colectiva. Es, como estructura institucional, un producto de la sociedad que se ha dado a sí misma una forma de funcionalidad y de convivencia

La relación propiamente interpersonal, en el sentido profundo de la palabra, es algo que trasciende los moldes de las imposiciones sociales y de las estructu­ras funcionales. Está más del lado -para decirlo en los términos de ] . Habermas-de la acción comunicativa que de la acción instrumental.

Sin embargo lleva siempre incorporada a esa acción una serie ce condicio­namientos que le nacen del entorno social y cultural en que se enmarca. Su nivel más vivo, y por lo tanto más educativo está dado pDr una buena comuni­cación recíproca en la que prima el amor, el respeto, la mutua comprensión. Pero no puede prescindir del todo de la aceptación de determinadas conven­ciones, costumbres, cuyas raíces están en el mismo lenguaje que usan los inter­locutores, y que trae inevitablemente consigo un cierto peso de tradición.

Durante la segunda parte del siglo XX se ha acentuado la tendencia, tanto en lo filosófico como en lo estético y literario ; a plantear el problema con una excesiva tensión entre lo personal (o subjetivo) y lo ya-establecido; lo común­mente aceptado, lo impersonal. Esta tendencia se encuentra pintada con tintas muy fuertes en el período del auge existencialista.

Es, creemos, un modo insuficiente de resolver el tema de la relación entre persona o sujeto humane (que por esencia tiene siempre un núcleo inobjetiva-ble) y las instituciones, a las que a menudo se confunde con lo simplemente rutinario, impersonal, cuando no con un simulado instrumento de un poder oculto. Es un desarrollo del tema tomántico de la contraposición entre indivi­duo y sociedad, pero ha sido extremado bajo las formas de la lucha entre auten­ticidad e inautenticidad, conformismo e inconformismo. Un ejemplo de esta dialéctica es el conocido ensayo de A . Camus Eí hombre rebelde.

Creemos que, a la luz de una antropología más atenta y detallada, ese enfo­que puede ser superado, aunque siempre habrá en la práctica cierto conflicto y tensión entre ambos polos, como veremos en la tercera parte de este trabajo.

No se trata en el fondo de una lucha entre el todo y las partes, entre el sistema y la libertad de los individuos, sino de una tensión (que exige e impli­ca la posibilidad de una mutua complementación) basada en otro tipo, más propiamente cualitativo, de relación: el que gira en torno a la persona y a la sociedad.

La persona no es puro sujeto: su corporeidad la coloca también rrente a un mundo de objetos, como espectador y como partícipe. Pero tiene un núcleo de vida interior, de capacidad autorreflexiva, de sensibilidad frente a los valores (y en especial a determinados valores) que la colocan en un punto en el que es

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imposible agotar su totalidad bajo el lente de la objetivación. Allí está sin duda la gran dificultad de las concepciones biologistas y materialistas del ser humano.

Además de eso tiene esencialmente vocación de intersubjetividad, o sea está orientada teleológicamente al encuentra con otras personas a un nivel que, pasando por las objetivaciones de la experiencia natural, busca una compren­sión y una aceptación recíproca con otras personas.

Sabemos que un encuentro intersubjetivo pleno no es fácilmente asequible, y más que un estado continuo es, en la vida presente, un oasis en el que repo­sa el sentir de la persona como tal, y que se acerca a los estados que asociamos con el nombre de felicidad.

El hecho de que estos momentos sean cuantitativamente los menos fre­cuentes, no quita que la aspitación del ser-sujeto propia de la persona, se rebe­le desde su más íntimo reducto, a la cosificación, la objetivación en el sentido peyorativo del término, en fin, a ser reducido a un mero instrumento. La comu­nicación tiene mayot fuerza (en cuanto anhelo íntimo) que la instrumentalidad o la funcionalidad.

Pero como hemos demosttado anteriormente, la vida humana no se tealiza sólo en la dimensión (en el fondo simplificada) del yo en el encuentro con un tú. Hay mediaciones muy importantes: desde el lenguaje al medio cultural y social, desde la corporeidad y la sexualidad a los condicionamientos y límites impuestos por las costumbres y las leyes, desde la relación grupal (que difiere cualitativamente del encuentro unipersonal yo-tú) a las presiones y represiones de la opinión pública, del parecer de la masa, del anonimato del habla superfi­cial.

Además, la más simple experiencia permite constatar que la persona misma, en un determinado momento, necesita la apertura desde lo intersubjetivo en un sentido íntimo a la relación social con su amplitud cuantitativa y su mayot espacio para la realización laboral y la praxis, para las celebraciones y el juego, para la fiesta, en el sentido noble que varios pensadores han dado a este térmi­no en relación con la cultura popular.

Por lo tanto el éxito de la educación no consiste sólo en formar para el res­peto, la justicia y el amor a un ser restringido en el ámbito de la vida íntima, ni tampoco para formar individualidades encerradas en una falsa interioridad, que los aisla y crea la condición del "alma bella" en el sentido ctiticado por G.W Hegel.

Por el contrario, el secreto y la medida de una educación bien lograda resi­de en establecer un equilibrado intercambio entre la subjetividad, en el sentido rico ¿el término, y la apertura al mundo, en ensayar aprendizajes de inserción inteligente y crítica en el medio ambiente en el que se desarrolla la propia vida, en alcanzar competencias que'permitan sortear exitosamente los desafíos y luchas de la vida cotidiana.

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En la línea antropológica que venimos siguiendo, la libertad humana, aun­que condicionada por múltiples factores, desde lo biológico a lo psíquico y a lo social, contiene un espacio de decisiones propias que escapan a la simple coac­ción. Tiene además una carácter positivo por su capacidad de consentimiento, de donación gratuita y de creatividad, factotes todos que la abten a una dimen­sión diferente a la del mundo de los objetos. Su relación con lo institucional, y en general con los condicionarmentDS sociales, no es la de una total e itrepara-ble contradicción (en el sentido de JJ. Rousseau y de algunos ottos autores románticos o existencialistas). Es más bien una relación de complementariedad (que no excluye desde ya el conflicto) entre lo viviente y lo objetivado, que se necesitan mutuamente para dar lugar a la apertuta del sentido. La tesis que hemos sostenido antes acerca de la inteligencia sentiente y de la no equivalen-cía entre objetividad intelectiva y cerrazón de horizonte de comprensión, es una pieza clave para superar aquella contraposición entre persona y objeto, sujeto e institución, individuo y sociedad.

La libertad de la persona humana y su dimensión intersubjetiva deben ponerse en acto en el contexto de ese margen de condicionamientos exteriores, y debe buscar su realización no evadiéndose en la búsqueda de una vaga rebe­lión de simple rechazo, sino en la ampliación del espacio comunicativo, del mundo vital que toda institución justa y humanizadora debiera reconocer y entreabrir, aun dentro de la inevitable cuota de rutina racionalizante que ase­gura su eficacia técnica y su operatividad.

Las instituciones educativas son por lo tanto, junto con otras instituciones representativas de los más altos valores, los centros de irradiación que permi­ten o debieran permitir al menos, que el conjunto de la sociedad tenga un háli­to de vida interior y de conciencia pensante.

Todo esto no es fácil de lograr. Los grandes autores del siglo que termina han entrevisto, en la red de la sociedad y en la trama de la evolución política de nuestro tiempo, una sombra que dificulta esta armonía a la que aspiramos: el mecanismo del poder, sobre el que antes no se había reparado con tan plena lucidez, unido al potencial que ofrece la tecnología de los últimos decenios.

No ha de confundirse esta tensión entre persona y sociedad, con otro fenó­meno que ha sido muy estudiado también en la filosofía del siglo XX: el de la masticación. Aunque el tema fue abordado en primer lugar por los sociólogos a fines del siglo XIX, alcanzó su mayor relieve en la época del vitalismo de la década de 1920, y luego en el Existcncialismo.

La sociedad, y en especial la sociedad posterior a la eclosión industrial, pre­senta otro riesgo para las relaciones interpersonales y para la razón comunica­tiva, no tanto por albergaren su seno objetivaciones institucionales, normas de conducta establecidas y estructuras sociales más o menos permanentes, sino más bien por facilitar la despersonalización de las relaciones intersubjetívas a

través de una degradación de la calidad de la comunicación. Esto acontece por el uso trivial del lenguaje, por la pérdica de identidad de los sujetos que se pier­den en medio de una gran confluencia de población, por el anonimato que revisten los encuentros fortuitos entre personas desconocidas, por la presión que ejercen las charlas y los rumores que en cuanto son asumidos pasivamente ahogan la verdadera comunicación.

Estos y otros fenómenos, ya observados por los pensadores de la década de 1930, se han hecho hoy mis preocupantes por la revolución generada por ios mass-media. Estos temas, como es ampliamente sabido, han sido recogidos tam­bién por algunos de los llamados pensadores de la postmodernidad, como F. Lyotard, J. Baudrillard y G. Deleuze, £sí como por los estudios procedentes de la escuela de Frankfurt.

Nos parece sin embargo contraproducente extremar el carácter trágico de este riesgo de pérdida de capacidad en las decisiones personales, pues como toda exageración, obnubila la visión de posibles soluciones. Es posible encon­trar un camino seguro y más sereno de revisión, para evirar los peligros de ese movimiento dispersivo.

Desde el punto de vista educativo, que es la óptica desde la cual examina­mos aquí este tema, no se niega que lo institucional en general tenga en sí mismo una cierta carga de objetivación que, en la medida en que falta una comunicación auténtica, conduce a lo impersonal.

Es habitual el hecho, por otra patte constatable por los estudios de psico­logía social, que un individuo pueda sufrir la ausencia de una comunicación y de una relación más personalizada en determinados contextos institucionales, especialmente cuando tienen un alto grado de complejidad. También es cierto que las estructuras institucionales en sí mismas se prestan, aunque m necesa­riamente, para dar lugar a ocultamientos, simulaciones, o manipulaciones (con­secuencia de la estructuración en vistas de la funcionalidad) o pata amortiguar la presencia real de una fuerza dominante injusta bajo el pretexto de las rela­ciones entre los diversos roles y jerarquías.

También en el ámbito de las instituciones educativas pueden presentarse algunos de estos mecanismos, aunque a menor escala de lo que sucede en la política o en la economía.

A pesar de todos estos riesgos, sin embargo, lo institucional, con su carácter objetivo y algo despersonalhado por la necesidad de su estructuración, no es nece­sariamente algo conducente a los males de la masificación o de la manipulación. Si va acompañado por la debida crítica, puede set también un vehículo que facili­te, a través de una acción organizada racionalmente, la eficacia en el logro de determinados objetivos que concurren al bien de la educación y de la persona.

En este tema debe verse, por tanto, más que un abismo insalvable, como algunos escritores no han dejado de insinuar, un desafío de nuestro tiempo.

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Es preciso, eso sí, para que se produzcan los males señalados, que la institución se transforme en un fin en sí mismc, que se agigante liasta ahogar la libre iniciati­va de los sujetos, o que sea utilizada como un medio para acrecentar un determi­nado poder económico o político. Frente a esos riesgos no hay otra alternativa que la de cuidar y ampliar, a través de la educación, el espacio de una comunicación humana real, de lo que E. Husserl denominó el mundo vital (I^benstuelt), del que la institución educativa es al mismo tiempo huésped y constructor.

4- La educación como vida y la educación como sistema

La educación, tal como se ha ido configurando en la historia moderna, tiene los dos aspectos: el de la vida cultural que crea sin cesar espacios nuevos de comunicación y transmite a las nuevas generaciones el acervo cultural del pue­blo, y el del sistema arcjtticectado en estratos, grados y niveles.

El aspecto vital y comunitario, es decir, el más directamente comprometido con la persona y la intersubjetividad, se va nutriendo de las obras y realizacio­nes que la cultura va elaborando, dentro y fuera del propio país, especialmente en sus aspectos científicos, morales, estéticos y religiosos. Y al mismo tiempo prepara nuevas generacicnes capaces de enriquecerla.

El aspecto sistematice, organizativo, institucional, acompaña esa vida arti­culando los diversos grados y niveles de enseñanza, correlacionando tareas, especialidades científicas y técnicas, para garantizar la legalidad de los procedi­mientos y su inserción en el marco de la ley civil. Esto implica una multiplici­dad de partes, articuladas funcionalmente, en las que la función de cada un£ hace posible la buena realización del conjunto.

Es evidente que, estando la sociedad en continuo cambio, la institución educativa debe continuamente evaluar su propia ubicación y adaptación al contexto, así como proyectar formas nuevas de inserción y de influencia sobre el mismo, para prevenir y corregir los estancamientos, retrocesos o desviaciones que puedan presentarse en él. Todo b cual sería impracticable de no tenerse en cuenta una nueva atención y coordinación con la política y los cambtos que tie­nen lugar en la marcha de las instituciones civiles.

Sin negar en absoluto el primado de la educación como algo vivo y no apto para ser instalado en moldes de producción industrial, es preciso admitir que cualquier país moderno necesita un sistema educativo, seriamente pensado y articulado, a fin de que las partes y los niveles de enseñanza no se dañen recí­procamente en el logro de sus respectivos objetivos.

Es también la única manera para que la educación se ejerza con eficacia. Para que el sistema educativo, a su vez, esté al ritmo de los cambios socio-

culturales del propio país y del mundo, es preciso recurrir a la tecnología, que

aun cen los riesgos que puede traer en cuanto al oscurecimiento de la capaci­dad critica y del espíritu autorreflexivo de los educandos, trae también un enor­me potencial para la multiplicación del tiempo y de los recursos didácticos. De allí la necesidad de proyectar un modelo educativo capaz de orientar prospecti­vamente todas las actividades educativas unificándolas funcionalmente, dota­do de la necesaria elasticidad como para renovarse al ritmo de los avances científicos, técnicos y culturales de cada nuevo período.

Todo esto obliga, es cieno, a un cambio de mentalidad muy profundo con respecto a los esquemas del pasado. Pero requiere también un cuidado especial para no perder en el camino lo mejor de la experiencia anterior, especialmente el aspecto humanizante y personalizador de la educación.

Una multiplicidad de factores interviene en esta configuración del modelo educativo, desde los económicos a los éticos, desde los técnicos a los estéticos, desde bs laborales a los religiosos. Es ya impensable que la totalidad de la arqui­tectura educativa obedezca a esquemas rígidos e inamovibles. El sistema edu­cativo encarnado en una determinada etapa política de la sociedad, debe ser continuamente adaptado a las nuevas necesidades que presenta la propia comunidad cultural, con todas las exigencias que esto implica, sin excluit la atención a los problemas globales del planeta, a sus etapas de desarrollo y a sus graves desafios por resolver.

La condición de "sistema", inherente a lo educativo, hace que no se lo pueda pensar segregado de las influencias externas, aun de los substratos más directamente materiales. Pero esa relación debe ser atentamente equilibrada con la propia identidad cultural.

U n sistema funcional pensado, por ejemplo, sobre el modelo de la pro­ducción y del rendimiento económico, sería restrictivo para los requerimien­tos de la educación. Ésta es ante todo una actividad destinada a formar hom­bres y mujeres que estén cada vez más a la altura de su dignidad como perso­nas. El desafío que debe asumir no sólo el educador, sino el ciudadano en general, es el de lograr instituciones educativas más justas, entendiendo este término tanto en el sentido ético-social como en el sentido de una inteligen­te adecuación a la circunstancia, tomada en su más amplia dimensión. Pata ello, repetimos, es imprescindible hermanar los aspectos funcionales y sisté-micos con los recursos de la razón comunicativa de la intersubjetn kl.td y de un sano mundo vital.

Otros problemas asoman aquí, como por ejemplo la búsqueda de la armonía, dentro de cada país, entre unidad del sistema educativo y pluralismo regional; el modo de lograr un equilibrio entre una adaptación pragmática a las circuns­tancias y la iniciativa innovadora; la coordinación entre el dominio de los nue­vos recursos tecnológicos y el sentido humanista, comunicativo, interpersonal.

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La política y el sistema educativo

1 . Antinomias educativas de la política

La concepción filosófica de la política moderna^puede verse como caracte­rizada por dos tendencias cocxistente?^simultáneas, aunque irreductibles la una a la otra. Como otros muchos aspectos del mundo moderno ambas han recibido su formulación explícita casi al mismo tiempo y anbas, aunque en el fondo irreconciliables, tienen una suerte de mutua complementariedad, y pare­cen igualmente necesarias para comprender el entramado, a simple vista ocul­to, de muchos acontecimientos.

La primera tendencia ideológica es la que toma impulso a partir del tema de ia(¿^-' dignidad del hombre y de su destinación social, tendencia hondamente arraigada^ en su misma naturaleza. Supuesto el carácter ineludible déf la dimensión social, y supuesta también la necesidac de dar a esa dimensión un marco concreto de orga­nización social, se afirma la vigencia de una igualdad de derechos fundamentales sin los cuales sería inconcebible la orientación moderna de las instituciones políti­cas, derechos que a su vez debetían ser continuamente salvaguardados y ejercidos por la acción política concreta. Y esto en cualquiera de las modalidades con que quieran revestirse las instituciones políticas en cada país y en cada época histórica.

La centralidad de la tesis humanista, tal como la enunciamos, no implica necesariamente ni en primera instancia la afirmación de un individualismo extremo o de un yo desvinculado (según la expresión de Ch. Taylor) aunque de hecho, como bienio indica este autor en su libro Fuentes del yo, hubo en la his­toria cultural moderna un deslizamiento de la concepción del yo a una desvin­culación respecto a todo sentido comunitario y solidario.

La idea humanista puede en rigor ser integrada a un sentido comunitario, a una conelación con la idea, dinámicamente concebida, del bien común o del "bienjwliljco'' , y por lo tanto puede ser unida al ejercicio del sentido de parti­cipación, de libre convivencia y de mutua tolerancia, entendidas todas ellas como otras tantas premisas para el logro de un orden político más humano.

En tal concepción la actividad política es vista como un nivel superior de

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actividad, ubicada en una cierta continuidad con el plano ético, al mismo tiem­po como su fruto más noble y como el marco arquitectónico (Aristóteles) en el que éste puede ejercerse y desarrollarse.

Esta idea humanista de lo político tiene raíces muy antiguas. Ha influido poderosamente en la época del Renacimiento, en el período que P Mesnard denominó Uessor de la philosophie politique, y más tarde en las tesis políticas de H . Grocio y de J. Locke. En esencia puede encontrarse reflejada también en la Filosofía del derecho de W G . Hegel, a pesar del fondo monista que parece lle­varlo hacia interpretaciones que divinizan el Estado.

La segunda tendencia es al menos tan antigua como la primera y recibió su formulación moderna al mismo tiempo, en el mismo giro epocal que la prime­ra, siendo así su conelato y su complemento. Es la idea que arranca del con­cepto pesimista del primado de la autocons£rvación deljndjivjduo, y del instin-to-ds-poder q U e l e acompaña, como las fuerzas más importantes y ña^FdeteT-minantes en las relaciones humanas, y por lo tanto también como el impulso fundamental de toda la vida humana.

A pesar de que a esta segunda línea de pensamiento le es cercana la idea del contrato como explicación del origen de la sociedad, sin embargo no le es esencial la mayor o menor acentuación de la misma. La idea básica reside en que lo pri­mario esjdinterés individual por la propia autoconservación y por la expansión de. poder,^dedondTse deriva la necesaria lucha de los individuos por subsistir y áse-gurai su existencia. La ideología del poder, en erras palabras, es la segunda gran fuerza sin la cual la filosofía política de la era moderna no podría comprenderse.

La tendencia al poder, el conatus, el esfuerzo intrínseco por autoconservarse y luchar contra los adversarios, es tan fundamental que el que renuncia a expandir o al menos a mantener su propio dominio sobre otros con cualquier medio que esté a su alcance, termina a su vez siendo dominado.

De acuerdo a esta concepción, que contrabalancea la primera, la vida polí­tica es por lo tanto esencialmente lucha, explícita o implícita, guerra llevada a cabo con distintos modos y con diversos medios, o en el mejor de los casos, una paz basada, como quería T Hobbes, en la disuasión del adversario para que no eche manos a un posible uso de la fuerza.

Aunque hubo en siglos y civilizaciones anteriores formulaciones antiguas de estos principios, el reconocimiento por haber hecho explícita esta línea de pen­samiento y haberla legado al mundo moderno, es comúnmente atribuido a N . Machiavelli. Una de las ideas-fuerza de la concepción política de éste reside en la separación entre política y moral, separación que es algo más que una simple distinción.

T. Hobbes fue tal vez el autor que, retomando el hilo conductor del discur­so de N . MachiEvelli en un contexto sociopolítico muy diverso, dominado por el incipiente mecanicismo, elaboró el primer gran sistema de filosofía política

basado en la hegemonía de la idea de poder, con el presupuesto de que todo individuo es un potencial adversario de otro individuo.

Esta segunda vía, como demostró a su tiempo F. Meinecke, confluyó más tarde con la teoría de la "razón de Estado", que aunque de origen remoto dife­rente, se unió en un determinado momento (bajo la política de Richelieu) con la teoría del poder, justificando y acentuando una praxis ya desde largo tiempo actuada: la iniciativa de conquista, la agresión potencial o actual, tendía así a coincidir con la política realista del poder, de la subordinación ética de los medios a los fines.

En la famosa conferencia de M . Weber sobre el político como vocación, puede verse la conciencia, por otra parte dramática, de ambas instancias coe-xistentes: la de la política de los derechos y de los deberes del hombre, y del ciu­dadano, vistos en plano de igualdad básica por un lado, y la política del poder, por otro, que se ubica por sí sola más allá de las normas morales.

Puede decirse que el mundo moderno ha sobrellevado y hasta sufrido la coe­xistencia y la yuxtaposición entre ambas concepciones, ampliándolas desde el plano individual al social, así como la irrenunciabilidad e inevttabilidad defacto de las dos, pues la eventual ausencia de una llevaría a la otra a un fracaso o a una imposibilidad práctica directa o indirecta, de ser llevada a la práctica.

Los derechos del hombre y los principios de una concepción participa tiva en/) la vida pública y en la acción política, son vistos como los límites necesarios sin\ los cuales la simple dialéctica del podet conduciría a una situación de barbarie. \ La teoría del poder, por otra parte, se presenta como más realista, la única que puede enfrentar con los medios adecuados una fuerza ofensiva y expansiva que viene, o puede venir, del adversario. De allí la convicción inherente a ella, y cada vez más extendida en su actuación, de la intrínseca no moralidad o al menos de la neutralidad moral de la política, y de la incapacidad de la activi­dad política para volver a la originaria vocación del ser político: ser de algún modo el elemento educador de la vida pública y moral de los ciudadanos.

Esta antinomia, entre la política como constructora de valores y la política \ como maestra del poder, antinomia cuya fuerza es hoy algo imposible de disimu- i' lar, se observa aún con mayor claridad en la relación entre política y educación. \W

Nos referimos ante todo a la educación vista como prcparadón^rj_propuesta /¡> para la renoyacjónjSoKtica. No es difícil ver el nexo entre laconcepción m«ler-na de ia edu^acíón^lasjesperanzas puestas en la renovacióni del sentido cívico y en la e l evac ióndét^^^^DEmpf lOSi^^S política de Wciñaadanos.

Pero hay también la otra relación: el peligro de transformar la educación_en / un instrumento de poden XRQj jQjacíai . 3j verlacomo un campo "de~5isputa entre grirposidectóg^^ La excesiva unión entre elfucacion y poK-ticaen la praxis real -nos referimos a las tendencias a identificar de una u otra maneta sus toles y su proyección- va pareja con la tesis de la eliminación de la

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dist^ndón entre sjadedarJ civij y Estado, y conduce por lo tanto a diversas fot-mas de totelitarismo.

(Quién negaría hoy que una educación consciente de sí misma debetía de algún modo contemplar y tener a la vista también la adecuada formación para ingresar al desarrollo de la sociedad civil con responsabilidad y eficacia? ¿O quién, por otra parte negaría la posible influencia de una orientación determi­nada de la educación en un cambio real en la vida sociopolítica de una nación?

Aquí se abre una tensión bipolar. Por una parte la educación, como desa­rrollo humano tendiente al crecimiento cualitativo de la persona, debería hacer

I suya la conciencia de la dignidad humana, de la inviolabilidad de sus derechos, | de la vigencia e importancia de los deberes para con la sociedad, de la necesa-i ría referencia a la responsabilidad sociopolítica en todo el proceso educativo, en j la grádualidad de sus etapas y de sus intereses.

Por otra parte, supuesto el carácter cada vez más distante que parece reves­tir el ámbito político respecto de lo ético en cuanto tal, o supuesta al menos la copresencia de la política del poder junto a la política de la dignidad humana y de la coparticipación, la educación puede sentir la tentación de replegarse o autolimitarse al menos en sus aplicaciones concretas, restringiendo en todo caso su ámbito al plano moral excluyéndose del terreno político. Esta última vía, que parecería en apariencia más cómoda y más fácil de transitar, consti­tuiría un apoyo al menos indirecto ú primado de la línea rectora de la política como fuerza y poder, y por consiguiente, como campo en el fondo extraño a la educación, o en todo caso como el ámbito de una posible oculta manipulación.

Lo más delicado del asunto es el modo en que se logre sensibilizar la mente del educando para asumir con responsabilidad y autoconciencia crítica sus roles cívi­cos, sin por ello transformar la educación en un instrumento más de la política.

Dentro del esquema de los dos elementos que según Tlatón y muchos otros pensadores que le han seguido, guían la vida civil y la cultura de los pueblos, el de la fuerza y el de la persuasión, la educación encarna una de las manifesta­ciones más claras de ésta última. Pero la auténtica persuasión, sin perder su identidad como ejercicio de la razón, debe saber también cómo relacionarse, y cómo mantener distancias con respecto al imperio de la fuerza o de la coacción. No es puramente retórica, por lo tanto, la afirmación de que en la educación se halla la clave para el crecimiento armónico y real de una sociedad tomada come conjunto.

2. Educación y democracia

Surge aquí espontáneo el enlace y la asociación con la conocida obra de J. Dewey, aparecida en 1912. Uno de sus méritos es el haber relacionado íntima-

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mente, por primera vez, el tema del desarrollo vital del ser humano con el medio social en que vive.

La antropología de J. Dewey reafirma con obstinación el sentido dinámico y activo del crecimiento humano y del acrecentamiento cualitativo de la expe­riencia. Relaciona por lo tanto vivamente la necesidad de obrar un cambio social a través de la educación, y postula que para ello habría que concebir la conducta moral como algo en continua evolución progresiva.

Según J. Dewey se vuelve por lo tanto indispensable un nuevo enfoque científico-filosófico de la soc.edad tal que permita reinterpretar y replantear la vida civil mediante el instrumento privilegiado de la educación: una ed jcación sometida ella misma a un régimen científico de proyección de hipótesis, con­trol, verificación, conección, evaluación.

Debido por otra parte a la intetpenetración entre medios y fines en la acción concreta, la integración transformante en el medio social no podría ser relega­da a la condición de una meta extrínseca a la puesta en acto de la educación. Debería hacerse presente er. su misma praxis. De allí la rigurosa correlación entre democracia y educación en la vida moderna.

Una de las distinciones más interesantes de J. Dewey, por lo que se refiere a la relación entre educación y democracia, es la que él traza entre democracia como modo fundamental de vida social y cívica, modo basado en la coparticipación res­ponsable de los ciudadanos en la vida pública, y que sería a su vez una conquista que esperamos ineversible del mundo moderno; y por otra parte la democracia como de hecho se da'o se ha dado en sus formas y en su historia política concre­tas, que pueden cambiar de época en época, de pueblo en pueblo, y que son por ello perfectibles, imperfectas y continuamente readaptables. La experiencia histó­rica demuestra, por supuesto, que entre los dos sentidos no ha de darse una dis­tinción tan neta como para separarlos, y menos aún como para transformar o concebir la primera acepción a la manera de una idea platónica de democracia, que habría de permanecer idéntica a sí misma, idealmente, en medio de la varie­dad de sus realizaciones históricas concretas. La distinción de J. Dewey tiende más bien a acentuar la profundidad de un cambio histórico irreversible, aun en medio de las falencias que pueden revestir sus ensayos y formas particulares. Abre una vía a ulteriores progresos en la creación de estructuras políticas cada vez más adecuadas a ta marcha de la realidad social, y pone el acento en el carácter huma-no de la democracia, en la necesidad de que ésta no sea sólo formal sino real.

La tesis es aceptable si se entiende por democracia real justamente el enfo­que progresivo de la vida política, que no sólo permite la participación y la equi­dad en los derechos entre los ciudadanos que integran una comunidad, sino que positivamente se compromete a educar y a educarse, a fin de que sus pro­pias instituciones se afiancen y se adapten en sucesivas renovaciones equilibra­das, al ritmo de la marcha de los tiempos.

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El panorama actual sin embargo es bastante diferente del que inspirara a L Dewey aun en los últimos decenios de su labor. En principio, puede decirse que el sistema democrático parece haberse afianzado, al menos en parte, a nivel mundial, tras la sucesiva quiebta de los modebs totalitarios, tanto de derecha como de izquierda. Sin embargo el "nuevo orden" que ha surgido, o que trata de surgir, tiene complejidades tales que no siempre favorecen, al menos en el ritmo ordinario con que se suceden las cosas y los acontecimientos, el sentido participatiw de la democracia, esto es, la democracia real. Estamos en un perío­do de transición en que se expande la globalización y en que se vuelven cada vez más poderosos los nexos entre política y mundo económico. La relación entre política y educación, consiguientemente, tampoco es la misma que en el pasado.

La esfera política, en su cercanía con los juegos y alternativas del order. económico, parece relegar la esfera cultural en general, y la educación en par­ticular, a la iniciativa privada, con b cual el retorno de retroalimentación del sistema democrático participativo desde una base cultural educativa parece tener menos incidencia que en otras épocas. Pareciera cerno si la esfera políti­ca pudiera autoabastecerse en cuanto puesta en ejercicio de determinadas reglas del juege, y en cuanto al logro de un aceptable equilibrio o crecimientc económico. El destino del sector educativo, iría en cambio más en consonancia con el ritmo general de la cultura.

Creemos que ante estt perspectiva es preciso no perder de vista ¡a intrínse­ca ligazón entre la concepción moderna de la educación y la concepción moderna de la política. La separación entre ambas produciría inevitablemente un desequilibrio entre las dos "fuentes" de la concepción moderna (democráti­ca) de ta política: o sea, el debilitamiento del sentido participativo, de la fun­damental igualdad de la dignidad humana, de la convergencia en los valores humanitarios de la solidaridad. Consiguientemente se fortalecería en exceso la concepción de la política :orno juego de fuerza y de poder.

Los problemas en realidad son muy complejos. Creemos que toda forma auténtica de democracia debe nutrirse con una vida cultural intensa y sufi­cientemente elevada. En la medida en que la política descuide en su ejercicio concreto su relación con b educativo, se debilitará también, inexorablemente, su relación con el substrato cultural que le sirve de entorno, y que ella necesi­ta como el humus natural para la persistencia de la vida democrática.

3. L a política como educación

Que todo enfoque político, cualquiera sea su concepción, es al mismo tiem­po un modo de incidir en la educación de cualquier sociedad, es casi una obvie­dad. Y esto tanto en lo positivo como en lo negativo. Ya había visto Platón en

su tiempo, que si las leyes tuvieran suficientemente en cuenta la formación de seres humanos buenos y virtuosos, es decir dotados de arete, la vida política sería ya de por sí educadora. Más aún, Platón no ofrece duda alguna acerca de que toda política "educa" de un modo o de otro, puesto que la praxis de los que mandan o de las personas que por diversos morivos, descuellan como modelos de una determinada sociedad, no sólo está a primera vista como ejemplo para los demás, sino que también influye y hasta determina opciones concretas que la ciudadanía, por un camino o por otro, termina por seguir.

Estos prtncipios, tan amplios y evidentes, no han perdido de hecho su actua­lidad. Pero los cambios históricos a partir de aquel mundo cultural hasta el nuestro han sido tan profundos e importantes que exigen un replanteo. En pri­mer lugar, la concepción política moderna es muy diferente de la antigua. No sólo la estructura del Estado tiene poca relación con la de la antigua polis, sino que además la telación de la política con la educación, sin abandonar del todo la conciencia de su destino común, en el servicio del individuo y de la sociedad, ha tomado otras formas. La creación de instituciones educativas graduadas, especializadas y complejas, la necesidad de que la auroridad política legitime últimamente los títulos y los reconocimientos a que los educandos se hacen acteedores ante la sociedad, la necesidad de un apoyo económico suficiente y eficaz, directo e indirecto por parte del Estado y de la sociedad civil, la inevita­ble dinámica de ta institución educativa para configurar todo un sistema que sirva a los intereses de una sociedad y de una comunidad política; todos estos motivos hacen que en el Estado moderno el problema educativo no pueda dejar de ser una de sus dimensiones decisivas, parte de aquello que Ch. Taylor deno­mina "irrecusabilidad de los bienes sociales", aunque también pueda set uno de los sectores más desgastantes en determinadas coyunturas.

Debido a muchos otros factores, entre ellos el señalado por A . Maclntyre acerca del progresivo distanciamiento entte el ámbito de la moral privada y el ámbito jurídico, estamos lejos de pretender que el conjunto de las leyes confi­gure una totalidad que de por sí sola sea educadora, y mucho más lejos, de ima­ginar que la vida política en su totalidad esté regida por personas dotadas de arete, e incluso que hayan asimilado una paideia esencial.

La relación entre lo político, lo educativo y lo jurídico, requiere ante todo de una legislación eficiente y adecuada a la realidad socioeconómica y cultutal, y luego la atenta promoción de un crecimiento cualitativo en el nivel de la cul­tura, lo que implica también una atención particular hacia la investigación científica.

Nacen de aquí sin embargo una multiplicidad de problemas. La política edu­cativa puesta en acto debe cuidat en modo especial que los recursos educativos básicos lleguen a la totalidad de la educación, incluyendo la que cuenta con menores recursos; debe mirar a que el sistema, en consonancia con las necesi­dades reales de la comunidad política, produzca un crecimiento cultural cuali-

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tari/o y cuantitativo, y a facilitarle todos los medios necesarios para un funcio­namiento cada vez más adecuado a la realidad. Debe cuidar asimismo la annonía entre el proyecto educativo y las estructuras actuales y futuras del mundo del trabajo y de la sociedad. Debe además tratat de ser fiel a una iden­tidad cultural nacional y regional, sin menoscabo de la promoción de cambios y de la necesaria apertura a tecnologías cada vez más avanzadas.

Pero todo esto, como es fácil intuir, entraña graves interrogantes y dificul­tades. ¿Hasta qué punto debe llegar, o desde qué punto debe entrar en acción la iniciativa de los gobiernos en el respeto por las competencias de sectores más reducidos o de sectotes privados? ¿Cómo equilibrar el riesgo de una injerencia excesiva del Estado en el ordenamiento y en el control de la educación ?

Existe por otra parte el grave problema del respeto necesario por un plura­lismo cultural y por las minorías. La fuerte violencia que repercute sobre la escuela desde una sociedad en crisis de valores o en graves desequilibrios económicos; la tentación de un enfoque puramente burocrático de la educa­ción, el uso de privilegios que detienen la marcha de la transformación educa­tiva, los critetios falsamente pragmáticos dictados por la coyuntura socioe­conómica, o por la inmediatez ideológica que toma la educación como un campo especial para el afianzamiento del poder.

Todos estos riesgos son reales, pero no deberían llevar a una mentalidad de reti­rada, a una segregación o a un divorcio entre política y educación, n i quitan legi­timidad al hecho esencial de que debe existir una determinada política educativa, efi­ciente, respetuosa de los intereses humanitarios, puesta al servicio de la cultura.

Hay además otro aspecto que se ha afianzado tras un largo proceso. Las influencias, positivas y negativas, que el niño, el adolescente y el joven reciben continuamente del medio ambiente sociocultural, escapan al control de la famLia y de los institutos educativos en general. Sabemos ya del impacto ejer­cido por las modas, los gustos, los medios de información, las imágenes, los jui­cios de valor, los criterios puestos en juego y propagados para proyectar al comercio determinados productos. Estos hechos relativizan un tanto el énfasis puesto en otro tiempo sobre la importancia de la familia, la escuela, la Iglesia o el Estado. Sin negar la importancia de todos estos aspectos emergen del entor­no sociocultural otras influencias de efectos nada indiferentes con respecto a la educación tomada en su globalidad.

Por lo tanto, una sana política educativa no puede desconocet estos ele­mentos y estas transformaciones, y es de desear que las instituciones más direc­tamente relacionadas con la educación las tengan en cuenta, a fin de hallar for­mas nuevas de creatividad, y para no sobrestimar ni infravalorar la propia efi­cacia en la formación de las generaciones del futuro.

Surge por consiguiente la necesidad de afirmar la tesis de que la política ejercida con responsabilidad debe cuidar que elentotno sociocultural no desen-

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tone demasiado de las orientaciones que las instituciones educativas dan a su labor. Y que se promuevan legislaciones eficientes a fin de que la marea antie­ducativa sea menos gtavosa y menos contradictoria con las líneas de fuerza sur­gidas e implementadas desde el sistema educativo.

4. Las tesis revolucionarias

En la tesis de la conexión entre política y educación, se halla implícito también el teverso que completa el movimiento circular entre la una y la otra. La educación tiene sus potencialidades y recursos para formar un ser humano más crítico, más autónomo con respecto a los parámetros que le impone la sociedad, y puede por lo tanto convertirse en un instrumento no sólo para mejorar aspectos particulares de la misma, sino también para cambiar en profundidad la propia realidad política.

El primer autot que vio con claridad el potencial revolucionario de la edu­cación fue J.J. Rousseau. Lo que no significa que haya pensado necesariamente su propuesta educativa como revolución. El nexo entre el Emilio y El Contrato social es innegable, pero sólo aflora a una lectura suficientemente atenta y pro­funda. A pesar de las contradicciones puntuales que pueden descubrirse entre las dos obras, hay entre ellas un nexo dialéctico, como entre partes que recla­man complementarse mutuamente. La inofensiva soledad del educando que despliega, bajo la mirada de un preceptor no coactivo, las potencialidades de una naturaleza buena y sincera (porque todavía no contaminada por la socie­dad corrupta) concuerda de algún modo con la pureza que J.J. Rousseau demanda a la volonté généraie del pueb,o, que eleva su contrato a la categoría de ley suprema, contrapuesta a la arbitrariedad de la voluntad particular del príncipe.

En realidad, esa conciencia revolucionaria, como diría G. Gusdorf, que se hace explícita en J.J. Rousseau, está ligada a la conciencia del iluminismo naciente: el hombre emancipado realiza la historia como "educación del géne­ro humano". Pero lo que en la mayoría de los autores, incluyendo G.E. Lessing, aparece como un desarrollo progresivo natural, en algunos otros, como J.J. Rousseau, y poco más tarde, el conde de I Iolbach, se halla unido a un fuerte sentido de fractura con el pasado, y en este sentido ambos autores dejan sentir una fuerte impronta revolucionaria.

Liberar completamente el concepto moderno de educación de su relación histórica con el programa llevado a cabo por la Ilustración, sería una empresa prácticamente imposible de realizar. Pero ese nexo ha tenido inevitablemente un doble desenlace, muy diverso en sus premisas teóricas y en sus consecuen­cias prácticas: o bien una progresión evolutiva al ritmo del avance de .as insti­tuciones liberales, o bien una interpretación revolucionaria que subordina la educación a un diseño o proyecto más vasto de acción subversiva, y producto-

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( i ra de un orden radicalmente nuevo: en último término, una revolución capaz de producir un hombre nuevo.

Las últimas décadas del siglo XX han debilitado considerablemente esta última salida, dejando prevalecer en cambio el nexo entre el progreso científi­co-técnico y el avance tecnológico de la educación.

En la medida en que se acentúe la importancia de una instrucción basada prevalentemente en el modelo tecno-científico, descuidándose sus implicacio­nes sociales, se tendrá un modelo de educación progresista no revolucionaria Tal Ka sido, entre otros, la meta del vasto movimiento positivista del siglo XIX y XX, y tal sigue siendo la de varias de las más influyentes corrientes del pen­samiento actual. Su triunfo sobre las versiones revolucionarias surgidas de la concepción iluminista de la educación, tiene sin embargo un alto precio: la relación entre el proceso educativo y la formación de una personalidad respon­sable y adulta frente a la vida social, tiende a relegarse a un segundo plano, con detrimento de los aspectos más propiamente humanistas de la educación.

Fara que esa tendencia no tenga un predominio tan unilateral, es preciso fortalecer los vínculos entre educación y vida cultural, y entre ésta y la orien­tación básica de la política educativa. El brille de los resultados exitosos de la educación moderna en los países tecnológicamente más avanzados, hace tanto más notable el drama de los otros, más pobres, en los que la educación a duras penas logra contrarrestar las plagas más pesadas del analfabetismo y la carencia de una verdadera conciencia civil, tanto en los derechos como en los deberes fundamentales del hombre. El nexo entre el estancamiento socioeconómico y la parálisis de la actividad educativa es un hecho más que evidente. Tan impo­sible como ubicar la propia identidad cultural prescindiendo de la relación con otras culturas, es desconocer los condicionamientos del nivel socioeconómico en la obra y en la acción educativa.

Educar es per tanto algo inseparable de la concientización para el cambio. Pero esta no debe set concebida a la manera de un instrumento político, sino como el inicio de una fecundación cultural. Por lo tanto, a pesar de que la ecuación entre educación y revolución es ya imposible de mantener por múltiples factores histó­ricos y por motivos de coherencia teórica intrínsecos a la idea de educación, y a su relación con las instituciones, sin embargo tampoco es posible renunciar a una cierta apertura sociopolítica de la educación, en el sentido antes señalado.

La educación, como paideia, debe tener por lo tanto una dimensión de for­mación cultural, civil , y política; orientar al ser humano en vistas de asumir mejor un día su responsabilidad social. La relación entre educación y sociedad civil se refleja, en sus múltiples aspectos, en la institución educativa, en cuan­to ésta forma parte de u n sistema y de un proyecto abarcador, y en cuanto es el instrumento para el nexo con el contexto cultural y social.

En síntesis, la educación moderna se ubica, por vocación propia, en conti­

nuidad con la concepción política de los derechos del hombre y de la demo­cracia participativa, no formal, sino real. Los aspectos de la política del poder son elementos entre los que deberá saber moverse la educación, evitando al mismo tiempo la Ideologización de la cultura y la instrumentalización de la misma como algo puesto al servicio de la fuerza o de los juegos del poder. El camino que se abre, así a la educación, es el de una proyección hacia el pro­greso, la crítica cultural y el cambio, con particular sensibilidad por los factores socioecenómicos, pero renunciando a la identificación de la educación con la fractura, la tevolución violenta y la subversión abrupta de los valores.

5. La eiJMCctción como actividad condicionada y ala vez creadora

Esta unión indisoluble de la actividad educativa con el resto de la acción sociopolítica, hace que ella deba tomar la forma de un Sistema educativo, lo cual hace de ella, vista como conjunto, una actividad condicionada en sus contex­tos, en sus recursos, en su dependencia burocrática respecto de otros sectores de la actividad pública. Todo ello no es sino la consecuencia de la necesaria objetivación institucional de la educación en cuanto tal.

Pero sucede con ella algo análogo a lo que se da en el uso de la libertad humana. Esta no se encuentra en estado de total pureza y autonomía, a no ser en la ficción kantiana del imperativo categórico, como opción y autodetermi­nación totalmente libre de condicionamientos. Su vida es más bien un abrirse paso en determinadas situaciones espacio-temporales; ella debe realizarse expe­rimentando la contradicción, el conflicto, para vivir, ejercerse y crecer. Debe, siguienco la sugerencia de M . Blondel, obedecer a sus condicionamientos para ejercer finalmente un triunfo sobre ellos.

La institución educativa, vista en su singularidad y en su relación con el sis­tema educativo del que forma parte, está marcada por múltiples factores que la constituyen, y que influyen en su nacimiento y en su desarrollo. Pero tiene tam­bién la propiedad de ser algo así como el reflejo, la concreción objetivada, de su ambiente social. En ella confluye lo económico, lo político, lo cultural, las rela­ciones con las familias, las comunidades religiosas, la cultura juvenil. Por más protegido que quiera conservarse su ambiente, manifiesta inevitablemente el choque y la realidad de sus problemas. Sería ilusorio pensar un ámbito educati­vo como rodeado de una valla defensora de los problemas del mundo circun­dante, y a más de ilusorio, sería contradictorio con su misma esencia.

La tensión entre funcionalidad y mundo vital, los desequilibrios de la reali­dad social, la índole de las personas: todo ello refleja y absorbe de alguna mane­ra el entorno en el que se desarrolla la obra educativa. A pesat de estos condi­cionamientos, la educación, como actividad constructiva, consciente de sí, como servicio de la libertad a las potencialidades del ser humano, tiene siem-

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pre, cuando es auténtica, dimensiones de creatividad. Asimila el conjunto de sus condicionamientos, el deterninismo de sus circunstancias, y lo orienta hacia la actualización de proyectos y valores. Las fuerzas que influyen desde lo externo y que inscriben la obra educativa dentro de un determinado contexto, son concientizadas y orientadas en vistas de un proyecto, una opción que ell; realiza y que presenta a la sociedad entera.

El esfuerzo por llevar a los educandos a una vida humana responsable i digna, es decir, axiológicamente plena, es en el fondo el mismo que surge er medio del mecanismo de las fuerzas sociopolíticas de toda índole, cuando asorm un sentido de libertad, la posibilidad real de que aparezca algo nuevo, algo capa; de modificar, aun en medida parcial, el estado de la sociedad, peto que como sig­nificado substancial muestra un camino teleolcgico hacia la autosuperación. La acción educativa es, sin tetórica alguna, la actualización cultural de la esperan­za, que E. Bloch alguna vez definiera bellamente como "pasión de lo posible".

Hay sin embargo maneras diversas de realizar estos proyectos de libertad. No áempre la creatividad consiste principalmente en la novedad, en lo insóli­to del hecho, de una realización. Hay actividades y obras creativas que en determinados contextos históricos llaman la atención por la novedad de sus planteos. Pero no siempre es así. La praxis que emana de un proyecto educati­vo debe surgir de una fuente de pensamiento vivo, que ha captado el núcleo de una situación y de una problemática, y ha encontrado una salida, una respues­ta no meramente circunstancial.

Un proyecte educativo bien realizado no es importante mientras sea sólo la respuesta a una emergencia pasajera; su significación debe encerrar sugerencias y potencialidades más amplias. Es loque ha hecho grandes a algunas experien­cias educativas de la historia, a pesar de la aparente pequenez de sus inicios. En este sentido, la obra educativa llevada a cabo por los institutos y centtos de los más diversos niveles toca ambos frentes: el de lo sistemático y el de lo creativo. Cuando esta labor es bien lograda, la creatividad educativa se convierte por sí misma en crítica de la sociedad, entendida ésta no como una simple denuncia o protesta, sino como acción que va al centro de los problemas reales para inco­ar soluciones y encamar esperanzas. Así como, a nivel personal, toda supera­ción de un conflicto puede significar la encarnación de un valor, así también sucede con la experiencia educativa: sus logros, aunque modestos, son signos de posibilidades siempre nuevas. Sin ellos, la sociedad entera perdería algunos de los motivos más sólidos de su esperanza.

6. La educación como sistema

Vemos así que, por una necesidad de su inserción social y cultural, y por su relación con la política, la educación de un país debe convertirse necesaria-

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mente en sistema. Este término implica desde sus orígenes una correlación entre partes y todo, de tal manera que el conjunto esté correlacionado con una estructura sólida, consistente, funcional.

Esto a su vez implica un cierto ordenamiento burocrático jerarquizado, una proporción entre las partes, una planificación entre ciclos, etapas y tiempos, una armonía en la distribución regional de los recursos y la preparador, de un personal especializado tanto en lo pedagógico y en lo didáctico, como en lo referido a la gestión administrativa.

La necesaria cuota de burocratización y la relación con lo jurídico y o polí­tico hace que el sistema educativo deoa tenet reparticiones, dependencias, dicastetios bien distribuidos, capaces de asegurar su buena marcha y su funcio­namiento. El riesgo será siempre el de dar la primacía a lo funcional frente a lo eminentemente educativo.

A nivel nacional, el sistema educativo deberá presentarse como un todo armónico, bien distribuido en sus partes y en sus recursos. Deberá equilibrar las antinomias regionales con la coordinación y la colaboración con las directivas e iniciativas de nivel nacional. El sistema educativo deberá contemplar también la correlación entre los diversos ciclos de la enseñanza, desde la inicial a la uni­versitaria. La coordinación tendrá por tanto dos aspectos que se superponen:

a) la correlación entre las regiones y la orientación de nivel nacional.

b) La coordinación de cada uno de los ciclos a fin de que el conjunto resul­te fluido, funcional y eficaz.

Además de los aspectos anteriormente mencionados, corresponde si siste­ma educativo el respeto y la coordinación del pluralismo cultural con las exi­gencias de una organización debidamente unificada. Esto implica un respeto por las minorías, una preocupación por cubrir las necesidades educativas menos convendonales, un control de la calidad y del nivel de la enseñanza, un apoyo financiero necesario a fin de que se logren las metas y los proyectos propuestos para cada etapa, el cuidado de la complementariedad entre la enseñanza de ges­tión privada y la pública.

Todo conjunto sistemático tiene sus límites. Un sistema educativo cotre el riesgo de la rutina y el anquilosamtento. La necesaria burocratización puede por momentos superponerse a la irrenunciable primacía de los criterios educativos. El peligro mayor estaría, en f.n, en que el aparato educativo se transforme en un fin en sí mismo, en lugar de ubicarse y de pensarse como un instrumento para la marcha eficiente de la educación. El sistema educativo es la máxima objetivación institucional de la educación. Por ello tiene la necesidad y los inconvenientes de toda institución. Lo esencial es que se transforme en una institución viva, consciente de su carácter de servicio y de instrumento en bien

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de la educación real, dotada de la necesaria plasticidad como para adaptarse a las nuevas circunstancias y promover nuevos cambios. Y que en su marcha se sirva de lo político, en el mejor de sus sentidos, para alcanzar lo educativo, en lugar de recorrer, como a menudo sucede, el camino inverso.

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CAPÍTULO V I l I /

Educación y poder

í . El tema del poder

La reflexión filosófica en torno al tema del poder tiene, como todos los temas centtales que atañen al hombre y a la sociedad, raíces muy antiguas. Ha recibido un tratamiento más jiondo y sistemático a partir de la modernidad, con la obra de N . Machiavelli y de T. Hobbes, la idea de "razón de estado" y ottos enfoques importantes. A lo krgo del siglo XX, el tema del podet ha logrado, por así decirlo, un planteo aún más específico; ha sido casi elevado a objeto de una reflexión de segundo grado. En lugar de tratarse de las formas y de las modali­dades del poder político, se han formulado preguntas más esenciales y en apa­riencia más genetales, sobre la naturaleza misma del poder, su relación con el ser humano, los condicionamientos que impone a su libertad.

Uno de los motivos de este giro de pensamiento ha de buscarse sin duda en la constatación de la dificultad de coordinar en la vida social y política real la búsqueda de una mayor humanización (lo que implica la búsqueda de más amplios espacios de libertad en su sentido más general) con las inevitables inje­rencias del poder, que parecen indispensables para establecer un marco mínimo de orden y de convivencia. El siglo XX parece haber sido, entre otras cosas, un inmenso campo de experimentación en el que han sucumbido ante la prueba varias de las más importantes utopías igualitarias y libertarias gestadas en los siglos anteriores. Como sombra ha aparecido la cuestión de la naturaleza del poder.

Sin pretender una descripción excesivamente minuciosa, comenzaremos por indicar los puntos más sobresalientes de la reflexión de los últimos cin­cuenta años.

a) Ante todo, ha surgido el carácter misterioso o mejor dicho paradójico del poder, nacido del avance científico y tecnológico del hombre. Por primera vez se ha constatado que la ciencia no sólo genera poder (como ya había preanun-ciado F. Bacon con su sentencia Sctentta est potentia), sino que también es capaz

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de dar lugar a un poder que por sus dimensiones excesivas puede retomar en detrimento del hombre mismo que lo ha generado. Entre otros muchos autores. K. Jaspers ha descrito la aparición de esta nueva situación límite en su obra Le bomba atómica y el futuro de la humanidad.

b) En el orcen sociopolítico se ha manifestado un problema análogo, aun­que por motives diferentes. El desafío de crear un mundo nuevo en el que el hombre pudiera superar las antiguas alienaciones y esclavitudes, era correlati­vo, en sus planteos originarios, con la admisión de un primado de la praxis. Si queremos un mundo liberado, mejor que el anterior, es preciso pensar al hom­bre como transformador del mundo (sobre todo del mundo social y político) más que como su intérprete contemplativo y teórico.

Ahora bien, el primado de la praxis implica siempre y necesariamente un cierto espacio previo de credibilidad, una cierta garantía fiduciaria, concedida a la acción en cuanto poder. Pero detrás de esto había escondida una dialécti­ca: el poder, para ser eficiente y transformante, debe de algún modo poner lími­tes a la libertad. Lo que en un principio parecía ser una resultante meramente transitoria (un momento histórico de inevitable dictadura, en la que la libertad era sacrificada en aras de la liberación ofrecida por un confuso futuro) resultó y se reveló como condición persistente: casi como si todo poder liberador estu­viera encadenado necesariamente a un poder de dominio, y que por lo tanto, a cada forma de liberación correspondiera una nueva forma de dominio y opre­sión. Con el agravante de que en este segundo caso el sentido negativo del poder estaría revestido por la máscara de sus ideales contrarios.

c) De allí que el tema del poder se haya trasladado al plano sntropoló-gico. Una de las expresiones más significativas de este paso ha sido formu­lada por el pensamiento de M . Foucault. Este ha emprendido una suerte de develamiento de una "microfísica del poder", que es casi una metafísica del poder. Este se presenta en las formas opresoras y dominantes de las estruc­turas sociales. Pero nace secretamente desde lo interno, lo inconsciente, lo anterior a toda decisión humana. La tesis nietzscheana de que para vivir es preciso dominar, y que si no se domina en alguna dimensión se es esclavo, no precipita ya en la aparición del superhombre, nuevo mito surgido de las entrañas de la tierra, sino que en Foucault termina jaqueando la centrali-dad misma del nombre. De allí la tesis de la muerte del hombre. Toda ten­tativa de libertad nace de una sed de dominio. Pero es un dominio que en lugar de superarse en una nueva forma vital de superhumani'dad, cristaliza en u n sistema de fuerzas. Sistema social, político y científico que encierra al hombre en una cárcel aparentemente construida por él mismo, y cuya lógi­ca es anterior a las decisiones concretas y singulares de cada hombre. El

í humanismo ha muerto, ha sido sólo una etapa en una historia cuya dia-cronía es sólo aparente.

d) El tema del poder ha encontrado nuevos desarrollos en enfoques psi­cológicos y sociológicos. Uno de los más conocidos es tal vez el de las ideologías. La novedad del tema de las ideologías, tal como ha sido tratado a lo largo del siglo XX, reside en relacionar el problema del poder con el de "sistema de ideas" que ejerce una función de servicio para imponer o mantener una determinada estructura de poder. Veremos poco más adelante en que medida este tema toca los intereses de la educación.

2. Poder y autoridad

En términos muy generales podría definirse el poder humano como la facul­tad de ejercer un determinado dominio sobre las cosas o sobre las personas. El dominio a su vez implica toda forma de posesión, directa o indirecta, y pot ende la posibilidad concreta de emplear la fuerza o la coacción sobre el campo sobre el que se ejerce dicho dominio. Para evitar de entrada una interpretación mani-quea del poder, que lo considera como la contradicción de la libertad y de la vida, hay que tenet en cuenta que es en principio una prerrogativa de todo ser viviente, el cual en diversa medida, por pequeña que sea, puede ejercer una determinada fuerza para subsistir, superar los obstáculos a su conservación y cumplir las funciones inherentes a su especie.

En lo antropológico, el instinto de poder o lo que ha dado en llamarse la voluntad de poder, transmuta el sentido meramente biológico y vital, para ser una prerrogativa de la persona en cuanto sujeto. Ser dueño, tener algo como propio, disponer de algo que le pertenece, son aspectos inherentes a la condi­ción de sujeto humano. Pero debido a la no separabilidad de los diversos estra­tos de la persona, la capacidad de ser dueño se amplía en sus dimensiones y en su intensidad. El punto de referencia clave es el cuerpo propio que en el ser humane es vivido como parte de la subjetividad y al mismo tiempo como pri­mera posesión. En el animal, al no haber conciencia del propio yo, tampoco la hay del cuerpo-propio como algo de lo que se puede disponer.

Correlativamente, el sentido del poder es susceptible en el hombre de adap­tación y plasmación (y también de desviación) diferentes según las modalida­des del encuentro con las cosas y con otros seres humanos. No solamente el ins­tinto de posesión puede ampliar su proyección indefinidamente, como puede verse por ejemplo en el deseo de acumular riquezas, sino que la conciencia-deseo de ejercer dominio, de emplear fuerza, puede unirse en una sola dinámi­ca mezclándose con otros instintos y proyectándose también no sólo sobre las

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cosas, sino también sobre otras personas. De allí la complejidad y la oscuridad que rodea toda este tema del poder. Toca aspectos instintivos y puede tomar formas desviacas, irracionales y hasta destructivas.

Concentrémonos por el momento en las relaciones ir.tetsubjetivas. Es claro que la condición corpórea de la persona humana implica que haya diferencias biológicas en cuanto a la fuerza física, que nacen de la sexualidad, de la etapa de crecimiento, de la estnictura general psicosomática. Es claro también que el propio proceso de gestación hace que los padres tengan desde el inicio un cier­to podet sobre los hijos.

Lo que denominamos autoridad paterna o materna, implica también poder, pero son algo más que el simple pocer instintivo; requieren una relación inter­subjetiva y el encuadte dentro de reglas y normas de convivencia establecidas en la sociedad Hay valores y normas éticas que regulan dicha relación, de modo que no degradan el ejercicio de la autoridad a una condición inhumana. De manera que, simplificando un tanto las cosas, podría afirmarse que la auto­ridad es el ejercicio del poder regulado por las normas fundamentales de la justicia.

Lo que sin embargo complica infinitamente las cosas es el hecho de que el instinto de poder no se transvasa simplemente a un nivel superior de equidad y responsabilidad Persiste en los estratos profundos, inconscientes; le pertenece una cierta lógica instintiva y tiene nexos con otros instintos fundamentales como la sexualidad y la autoconsetvación. La relación con los demás no es en primera instancia un todo regulado armónicamente; hay conflictos, luchas pot la supervivencia, competitividad, todo lo cual hace emerger continuamente pulsiones y tendencias hacia la ampliación desmesurada del poder o puede dar lugar también a formas patológicas de sometimiento o degradación. Aunque parezca una sentencia pesimista, podría en cierto modo decirse que el instinto de peder en acción es una presencia de fado, mientras la autoridad requiere la orientación de dicho instinto dentre de un régimen en el que entra en ejerci­cio ta libertad y la responsabilidad; su elevación a un nivel ético-social.

Con lo anterior entendemos alejarnos de algunas tesis que han tenido mayor o menor vigencia en la era moderna:

1. La tesis (de T. Hobbes) que acepta la dinámica del poder como un hecho moralmente neutro y que se justificaría pot su resultado: evitar, mediante el dominio, mayores males o fuerzas destructivas o desórdenes.

2. La tesis defendida por algunos tradicionalistas que consideran el poder como algo derivado de Dics, y que coincide según ellos en buena medida (aun­que por motivos distintos) con la justificación de la tesis anterior: la autoridad absoluta es algo necesario para poner límites al pecado y a la degradación indi­vidual y social del hombre.

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3. La tesis optimista, que consiste en afirmar que el ejercicio ilimitado del poder puede conducir, por una dialéctica histórica, a una sociedad totalmente libre e igualitaria.

4. La tesis maniquea o semimaniquea, que considera el poder como una fuerza ciega y oscura que limita, impugna y sabotea las aparentes conquistas de la vida y de la libertad, y que dispone en la época actual de medios tecnológi­cos que hacen evidente una "transparencia del mal" (J. Baudrillard).

3. Ideología y poder

Es sabido que el término ideología se utilizó en un comienzo como nombte de una escuela de orientación empirista, entre cuyos representantes estaban E. Condillac, A . Destutt de Tracy, J.A. Condorcet y otros, distribuidos a lo largo de unos cincuenta años, desde la época previa a la revolución francesa hasta la revolución de julio de 1830. Poco más tatde K. Marx utilizó el término ideo­logía con un significado histórico-social diferente La misma ambigüedad de la etimología, que hace referencia por ur. lado (en su origen) a una explicación sensista de la génesis de las ideas, y por otro se presta a una interpretación que delata un pensamiento alejado de la realidad, favoreció el deslizamientc semán­tico inaugurado filosóficamente por K. Marx. Según éste la ideología configura un sistema de pensamiento que invierte los términos reales encubriendo a través de las ideas un estado de cosas de naturaleza socioeconómica cue con­tiene la alienación del hombre, y la contradicción de la lucha de clases.

Este concepto de ideología entraña por tanto un falseamiento de la realidad. La Ideología alemana corresponde, según K. Marx y F. Engels, no sólo a los gran­des sistemas idealistas del pasado -que atribuían un primado al pensamiento o al espíritu sobre la realidad material- sino también a los sucesores de G.W. Hegel, como L. Feuerbach, B. Bauer y otros, que pretendían subvertir la teoría idealista sólo a través de una nueva teoría crítica, que permanecía siempre en el terreno de la contemplación sin pasar a la acción transformante.

Otro hito importante en la historia del concepto de ideología está dado por la elaboración de K. Mannheim en su libro Ideología y utopía. La contraposición entre ambos conceptos reside en que mientras el último se tefiere a un modelo de futuro que tiene la función de poner en evidencia las disonancias y contradiccio­nes del presente para ayudar a superarlas, la ideología es en cambio un sistema de ideas y de doctrina que conforma una cierta totalidad y tiene la función de expre­sar, aglutinat y ayudar a mantener (y si es posible ampliar y propagar) los intere­ses de un determinado sectot de la sociedad. La ideología por lo tanto conserva algo del sentido de falseamiento de la realidad, no porque todas sus afirmaciones sean falsas, sino porque esconde, detrás del velo de principios teóricos, una subor­dinación a intereses prácticos, generalmente relacionados con las clases sociales.

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En la actualidad el concepto de ideología conserva casi siempre algo de su matiz peyorativo, pero por otra parte se hace necesario para los estudios socia­les, y en particular para los enfoques sociológicos de la cultura. Por lo cual hay autores, como N. Bobbio, que distinguen un sentido débil y un sentido fuerte de la ideología. El débil conserva algo de neutralidad axiológica, se lo utiliza pata indicar tan sólo un sistema de ideas al que muestra su adhesión un deter­minado sector de la sociedad: es la teoría compartida pot el mismo El signifi­cado fuerte implica en cambio la dialéctica de la verdad-falsedad, la sospecha de la función manipuladora de ese conjunto de ideas, y por tanto su carácter instrumental con referencia al poder

Como verá el lector, ninguno de estos temas deja de tener una viva relación con b educativa. La ideobgía configura una constelación junto a los concep­tos de cultura, poder, educación. No es algo desconocido que la educación pueda, en determinados contextos socioculturales, tomar tas características de una ideología, como la transmisión de un sistema de ideas, que obedece a un determinado esquema o modelo político, que ayuda a su manutención-oculta-miento, o que se orienta por el contrario a su mutación.

4. Cultura e ideología

No es nuestro propósito internarnos en los múltiples aspectos investigados a este respecto por la sociología. Creemos sin embargo que, a la luz del desa­rrollo del concepto de ideología, tal como lo hemos resumido, puede adelan­tarse, a manera de ayuda para la intelección del problema, la distinción y rela­ción entre ideología y cultura. Muchas son las concepciones de cultura, algu­nas de las cuales hemos resumido en un breve ensayo sobre los valores. N o todas son incompatibles entre sí. Algunos de los sociólogos más destacados de esta última mitad de siglo, continuando una tradición que se remonta a los neo-kantianos y a M . Scheler, han relacionado la cultura con los valores.

De cualquier manera todas las concepciones de la cultura coinciden en con­siderarla como un hecho vital, como un espacio creado por la actividad, la afec­tividad y la inteligencia humanas para hacer un mundo más cercano al hombre mismo, más habitable. También hay acuerdo en su no identidad y al mismo tiempo en su íntima relación con la sociedad en cuanto tal. No es aventurado por tanto concebir las ideologías como aspectos de la cultwa que alcanzan una cierta autonomía respecto del resto, mediante la aglutinación de algunas tesis teó­ricas, no necesariamente científicas (puesto que pueden unirse de modos diver­sos a mitos en el sentido fuerte dado a este término como factor de cohesión social y desencadenante de fuerzas para la acción). Pero dicha autonomía se sirve del andamiaje de determinadas estructuras sociales, de manera que la ide­ología termina representando un sistema de ideas y creencias que responden

por diversos motivos a los intereses prácticos y vitales de determinados secto­res (clase, partidos, movimientos, etc.) de la sociedad. Y en este sentido tienen un nexo, visible o invisible, con aspectos del poder.

Tan imposible es por tanto que mueran las ideologías del todo, o mejor tal vez, que pueda desaparecer totalmente el uso ideológico de determinadas ideas y creencias de la sociedad, como que las ideologías contengan la totalidad de la cultura, aun en el supuesto de establecet una suma cuantitativa de todas ellas. Desde el momento en que el pensamiento, la sensibilidad, el sentido crítico, el mismo devenir del lenguaje, la variedad de las manifestaciones artísticas, siguen su curso, siempre habrá una vida cultural fluyente, difícilmente encapsulable dentro de los estantes ideológicos que por su misma finalidad práctica tienden a volverse estáticos y excluyentes, poco amigos de las confrontaciones y del diá­logo.

La ubicación de la educación es muy particular al respecto. Pues por una parte tiene una relación muy estrecha con la cultura: nace, crece y se alimenta de ella, la transmite, la ayuda a crecer y a perfeccionarse. Por otra, en cuanto no puede subsistir en la sociedad moderna sino como institución, tiene una necesaria relación con lo jurídico, lo sociopolítico, y lo económico. Por lo que se termina viendo como un campo preciado para un uso instrumental por parte de los civersos sectores de lo social, con lo que su posible enfoque está rozando continuamente la tentación de ceder a acentuaciones más o menos intensas o significativas, de usos ideológicos.

El concepto de ideología, por otra parte, no es en sí mismo conservador o revolucionario, estático o progresista, oficial o marginal. Pero puede revestir cada uno de estos significados no bien selecciona parcialmente, con intencio­nalidad manipuladora, determinados contenidos culturales, utilizados con dife­rentes Unes. Hay por lo tanto, un grado mayor o menor de uso ideológico de la educación cuando el ideario educativo, o la praxis educativa, en lugar de abrir­se a valores e ideas auténticamente significantes, y por tanto dispuestas al diá­logo con otras y abiertas a un horizonte cultural más amplio, se cierra en una unidad monolítica y excluyente, independientemente de que tal unidad pueda esconder móviles conservadores o revolucionarios. En síntesis, hay ideología en su acepción fuerte, cuando hay una oculta intencionalidad manipuladora en la organización de los contenidos doctrinales.

5. Necesidad de un "ideario" en la educación

La inevitable característica institucional que reviste la educación, acentua­da por los factores modernos de la burocratización y de la relación con el área política, hacen comprensible hasta qué punto no pueda evitarse en ella un toque o una relación con lo que hemos descrito como "ideológico".

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En la hipótesis de una sociedad construida sobte un sistema monolítico y carente de pluralismo en sus estructuras y expresiones sociales y políticas, es evidente que la educación deba ser ideológica, aun en el sentido fuerte desig­nado pot N . Bobbio. Más aún, como lo expresaba el propio K. Marx en sus Tesis sobre Feuerbach, la educación se transforma en una de las piezas fundamentales de la acción revolucionaria: a foniori sería luego una de las columnas para la manutención de un sistema político dictatorial.

Es superfluo explicar por qué y en qué sentido una deformación ideológica análoga sería necesaria a los regímenes genéricamente englobados en el extre­mo de las corrientes de derecha, fueran ellas de corte fascista o fundamentalis-ta. Pero supongamos la otra hipótesis, que en mayor o menor medida adquiere realidad en muchos de los países actuales. El pluralismo inherente a la demo­cracia, que toca una amplia gama de valores, desde lo económico a lo religioso, hace que las expresiones educativas correspondientes a tal pluralismo, deban encarnarse en instituciones libres, cada una de las cuales tiene al mismo tiem­po una relación jurídica y orgánica con el sistema vigente en cada estado, y la libertad de enfoque, preferencias de valores, matices y perfiles distintos en sus estructuras y estilos educativos, relaciones distintas con el entorno social, polí­tico y económico.

Todos estos factores legitiman que cada institución educativa oficialmente reconocida dentro del sistema educativo de una nación se inspire en un deter­minado ideario, que responda a sus objetivos, a su perfil, a su estilo, a su peculiar acerttuación de valores científicos, morales, estéticos, religiosos. Ese ideario, a falta de un término más adecuado, estaría conformado por los valores, la jerar­quía de preferencias que quiere establecerse entre ellos, las ideas fundamentales que unidas a un todo armónico y coherente configuran una cierta visión del munco. En una época como la nuestra, en la cual se emplea con mayor despar­pajo y sin la menor inhibición el vocabulario económico, puede decirse -aunque la expresión choque un tanto por su crudeza- que el pluralismo político y cultu­ral es correlativo a un pluralismo de ofertas en el mercado educativo.

Este pluralismo de ofertas implica, evidentemente, también cierta compe­tencia y el esfuerzo de cubrir necesidades reales del mundo circundante, en el orden social y laboral.

Si todo quedara en esto, sin embargo, a largo o a breve plazo, sería difícil evitar los extremos de la ausencia de coordinación cultural y pedagógica (pues aun en el caso de que pudieta lograrse una suficiente coordinación de mercado que uniera competitividad con complementariedad institucionales, no estarían garantizados los criterios pedagógicos, la relación con las etapas evolutivas del educando, la identidad cultural y tantos otros aspectos) y de una cierta degra­dación cualitativa en el juego del mercado, que no garantiza de por sí los com­plejos factores que permitirían la excelencia cualitativa de una institución en el campo educativo.

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Pot lo tanto, el pluralismo educativo, o la libertad de enseñanza, coherentes con un sistema auténticamente democrático, debe implicar una armonía entre la necesaria coordinación con un sistema educativo que debe asegurar una fun­damental igualdad de oportunidades a la educación de los ciudadanos, y por otra parte el espacio de libettad para ideales, perfiles, sistema de valores, que una determinada institución desea encarnar.

Veamos ahora en qué sentido se relacionaría este pluralismo de idearios educativos con un uso ideológico de la cultura. La ideología en cuanto mani­pulación es algo muy distinto de un conjunto de ideas y valores rectores e ins­piradores de una actividad educativa. En ésta, por el simple hecho de tener que basarse en opciones y organizarse en planificaciones, debe haber siempre una cierta selección y adaptación de contenidos culturales en vista de los fines y objetivos que se quieren alcanzar. Es imposible por lo tanto evitar cualquier posible condicionamiento. El aprendizaje exige un método y una guía, cuyo atte consiste en respetar y aprovechar al máximo las necesidades, recursos, y la espontaneidad propia de cada etapa evolutiva del educando. Hay dos puntos de referencia que evitan que las concretizaciones de los proyectos educativos ins­titucionales en una sociedad pluralista deriven o cedan a las tentaciones del uso ideológico de la educación. Una de ellas es la articulación ccn el sistema regio­nal y nacional de educación que por su misma amplitud tiende a evitar que cada institución se cierre en objetivos y modalidades cerradas y excluyentes con respecto al diálogo con otros enfoques educativos. La integración en un mode­lo educativo regional y nacional procura asimismo que no falten los contenidos mínimos e indispensables para ubicar el proceso educativo en el marco del mundo contemporáneo.

El otro punto de referencia es lo que denominamos la cultura viviente tal como se da en las expresiones estéticas, valores morales, manifestaciones reli­giosas, conocimientos científicos que alimenta y revive constantemente el entorno social en que se ubica la institución educativa. En realidad, más que de la condena de las ideologías o de las suposiciones superficiales de su muerte (sobre todo después de la caída de los regímenes marxistas). de lo que debería cuidarse cada institución es del uso ideológico que se puede dar a los valores y contenidos de la enseñanza por la modalidad con que se los enfoca. Un buen ideario y un buen proyecto educativo, con un perfil propio de identidad, pue­den eventualmente caer en el anquilosamiento o en el uso rutinario, cue con­ducen fácilmente a una velada manipulación en el sentido de una ausencia de sentido crítico, en un uso abusivo de censuras y restricciones con respecto a determinados sectores del conocimiento, a un ejercicio meramente coercitivo de la enseñanza en los valores morales y religiosos.

Los dos puntos de referencia que indicábamos anteriomiente se comple­mentan y corrigen mutuamente. La referencia a un proyecto o modelo educa­tivo oficial (regional y nacional) evita la cerrazón, la parcialidad y las lagunas,

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así como las exageraciones y desproporciones en los proyectos particulares, dejándoles el debido marco de libertad en sus enfoques, orden de valores, esti­lo pedagógico, etc. Por otra parte, la mirada puesta en la vida cultural concre­ta, nunca sistematizare en un ordenamiento legal englobante o en un modelo unívoco de educación, evita que se caiga en una simple sumisión pasiva a un "conocimiento oficial" (M. Apple) entendido como un ordenamiento y selec-ción sistemática de los contenidos científicos, técnicos y culturales subordina­dos a los intereses políticos o económicos del momento.

A estos factores hay que añadir el respeto debido al ritmo de desarrollo pro­pio del psiquismo infantil, adolescente y juvenil, y el aprovechamiento de su espontaneidad a través de motivaciones inteligentes. Ninguna verdadera edu­cación sistemática puede darse prescindiendo de un cierto orden, planificación y método. Pero el respeto de las necesidades de cada etapa evolutiva, la refe­rencia al entorno cultural y familiar, el cultivo de un sano sentido crítico, la apertura al diálogo con otros modos de pensar, son todos aspectos que evitan el uso ideológico de los contenidos educativos Un infundado temor a toda enseñanza y metodología sistemática es tan perjudicial como la negación o el desconocimiento de las necesidades afectivas, axiológicas, de cada edad. La educación de un auténtico sentido crítico tiene poco que ver con el descono­cimiento de contenidos objetivos y de valores compartidos comunitariamente.

6. Función y sentido de la autoridad en la educación

La tesis central que pretendemos exponer es que la autoridad no sólo es necesaria en el ejercicio de la educación, sino que es el único modo en que una relación intersubjetiva esencialmente asimétrica, como es la que rige entre edu-cadot y educando, no se vea deformada por una simple relación de poder, mani­pulación o dominio.

Es preciso justificar ante todo por qué la relación educativa implica cierta asi­metría. No se trata de nega: la igualdad en dignidad que tegula las relaciones de justicia entre toca persona humana y otra. La comprensible reacción contra una concepción jerárquica mal enfocada entre maestro y alumno, educador y edu­cando, ha hecho que desde algunos sectores se haya acentuado en demasía la tesis de que todos somos discípulos de todos, y de que el que enseña no debe imponer su modo de pensar o de ser, sino ponerse en disposición de aprender al mismo tiempo del encuentro con el alumno. Afirmaciones que desde luego encie­rran algo de verdad, pero que no deben ser extremadas al punto de desconocer la necesaria superioridad, o la distinta condición de nivel en lo científico, y en lo didáctico del que enseña en cuanto ejerce un rol y una competencia específicas.

La asimetría en la relación educativa tiene por lo demás un fundamento natu­ral, que permanece a lo largo de todas las variaciones de que es susceptible la

i organización de la sociedad, fundamento que tiene su lugar de origen en la fami­lia. El hecho de que el ser humano debe atravesar un camino de génesis, creci­miento, afianzamiento de su personalidad, pone de entrada en manos de los padres o de quienes ejercen su función, una autoridad, una facultad para mandar, orientar, corregir, y eventualmente prohibir y sancionar determinadas conductas.

Los efectos de una carencia de la autoridad patetna o materna en la forma­ción de una personalidad han sido señalados ya desde diversos ángulos, sin excluir el psicoanálisis y los estudios psico-sociológicos en general. Es fácil com­prender que una paternidad mal ejercida y enfocada como dominio sobre los hijos es esencialmente destructiva e inhibidora de los recursos y potencialida­des del ser humano en formación. Pero existe también el peligto de instalar una horfandad en el psiquismo infantil, con todas las consecuencias que eso ha de traer para la vida adulta, a través de una ausencia del ejercicio de la autoridad en la medida justa y adecuada. El culto exagerado a la espontaneidad puede generar situaciones de desasosiego, desorientación, falta de capacidad para optar y decidir, y puede reflejar un fácil y cómodo desinterés. El renunciar a la exigencia de compromisos y deberes, o el relegarlos sistemáticamente a otros sin preocuparse por los resultados, genera fácilmente hábitos de indolencia, falsa rebeldía, modos deficitarios de integración con grupos y amistades.

No se llega a una real autonomía sin pasar por períodos de adecuada y mesu­radas heteronomía, de acuerdo a las etapas evolutivas del educando, y a las características de la sociedad en que vive.

Traslademos ahora todo esto al nivel de la institución educativa. Lo institu­cional, según hemos visto, implica siempre una cierta objetivación social, y ésta a su vez no es posible sin una especificación de toles y una consiguiente cuota de límite a las relaciones intersubjetivas. La especificación de roles en un con­junto estructurado en vistas de una funcionalidad requiere a su vez de una divi­sión de competencias y de una cierta jerarquía entre ellas. Nada extraño - l o hemos meditado suficientemente en los primeros capítulos de este ensayo- que en toda institución haya cierto menoscabo de la personalización: los sujetos se encuentran limitados por sus roles y competencias, y la relación no es tan libre y espontánea como en otros aspectos de la vida. La acción se orienta a la buena resolución de las metas y objetivos que la institución se ha propuesto. En lo educativo, lo institucional debe existir, por supuesto, pero no puede revestir los mismos caracteres que en otras instituciones, como las empresas, los comercios, las instituciones religiosas o las políticas. Por el material humano en medio del que se mueve su acción, por la finalidad misma de formar personas humanas llevándolas a un grado suficiente de responsabilidad y competencia, no puede prescindir o sacrificar el trato personalizado, la relación intersubjetiva, los inte­reses culturales y morales. Este equilibrio entre funcionalidad y personalización se halla en diferentes planos. Uno es el de la docencia propiamente dicha, en la cual se ejerce una autoridad científica y metodológica. Otro es el de lo que

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podría denominarse en un sentido analógico, lo jurídico. Toda institución edu­cativa tiene sus reglamentos y está subordinada a su vez a leyes más generales que la integran en diversos círculos del sistema educativo. Pot lo cual aquí el ejercicio de la autoridad reviste también aspectos de exigencia, de ejecución, de evaluación, y de eventuales sanciones.

Es este uno de los aspectos más difíciles y delicados de la labor educativa. Lo que comúnmente suele denominarse disciplina, orden, exigencias, tiene sin duda también un papel foimativo. En términos psicológicos, son todos elemen­tos que ponen un límite a la espontaneidad del niño y del adolescente, para introducirlo en los aspectos más dures de la realidad. Son también importantes por l£ interiorización de normas morales y normas de convivencia social.

Lo difícil es sin embargo introducir en esa disciplina y en ese aprendizaje de vida, sin eliminar los elementos más humanos del trato recíproco, sin renunciar a la búsqueda del bien integral de la persona, sin impregnar la racionalidad del indis­pensable clima afectivo y de confianza. Ya los autores de los siglos XVII v X V I I I (]• Loclce y J.J. Rousseau, cada uno desde su punto de vista) insistieron en la necesi­dad de no renunciar a lo racional (a la razonabilidad comunicativa) y a lo afectivo, a fin de que las normas y la introducción en los aspectos duros y conflictivos de la realidad no quedara como una simple coerción de la libertad. Hoy, por motivos sociales muy complejos, entre ellos la expansión de la organización del tiempo libre y del consumo a escala planetaria, el riesgo de separar el ejercicio de la autoridad de la relación interpersonal en la escuela, en la institución educativa, ha entrado en una nueva crisis. Así como en el seno de la familia los padres experimentan mayor dificultad que en el pasado para encauzar a sus hijos en los aspectos más exi­gentes de la vida, así también el conjunto de la sociedad tiende a delegar la tarea del ejercicio de la autoridad en las instituciones educativas, dejando otros aspec­tos más agradables y placenteros para el mundo del consumo en general.

Entre los recursos más humanizadores y personales con que cuenta todavía la institución escolar existen la relación grupal, el arte con que puede presen­tarse el aprendizaje en sus aspectos interesantes y motivadores, el espacio dado a la formación física y a los deportes. Estos recursos sin embargo están amena­zados de disminuir su influencia en la medida en que la familia, la opinión pública y las instituciones culturales de la sociedad no rindan su apoyo a la necesaria labor de disciplina, no respalden la autoridad y el prestigio de los docentes, no cuicen sus oportunidades de perfeccionamiento profesional.

7. La educación como correctivo del poder en una sociedad democrática

No ha de entenderse esta afirmación como si el fin o uno de los fines de la educación fuera el de poner un límite a los eventuales abusos del poder en una

sociedad. El nivel de madure; democrática de un determinado Estado se catac-teriza, entre otras cosas, por tener recursos en la misma esttuctura del poder, en su relación con la opinión pública, para que el equilibrio y la división de ios poderes queden garantizados. El sistema educativo ttene fines y objetivos pro­pios, intrínsecos a su misión, que deberían mantenetse distantes de cualquier uso ideológico.

Sin embargo es comprensible que la actividad educativa esté relacionada con una democtacia que vaya más allá de lo formal. Debido a la diferencia y a la relación mantenidas entre cultura e ideología, la labor educativa y el sistema educativo en sí mismo, deben mantenerse distantes de dos extremos:

a) La subordinación ideológica al poder.

Como hemos visto, la autoridad del Estado debe tener injerencia en la orga­nización del sistema educativo, como parte de su misión de salvaguarda! los derechos constitucionales. Un Estado minimalista, meramente administrativo de lo económico y de lo jurídico, sería insuficiente como garante de los deie-chos humanos, pues estos implican no sólo un conjunto de seguridades socia­les y económicas, sino también el libre acceso a la instrucción y una básica igualdad de oportunidades en lo que a cesarrollo humano y personal se refiere. Muy distinta es sin embargo la afirmación de un cuidado del bien común, en el sentido indicado, y la utilización de la cultura y de la educación como simples instrumentos de una manutención y prolongación del poder.

b) La actitud de crítica y de oposición sistemáticas que terminan redu­ciendo la educación a un insttumento político-social para controlar el poder' oficial.

También en este aspecto la misión de la educación se tergiversaría redu­ciéndosela a una ideología en lucha contra la ideología oficial. El conjunto del problema nunca recibirá de hecho una solución ideal, pues habrá situaciones históricas en que algunos de estos escollos se ptesentatán con mayor o menor acentuación. La clave para encontrar el equilibrio suficiente está dada más pot la directa relación de la educación con la cultura en cuanto vida, que con las estructuras políticas en sí mismas. No es que los aspectos sociales deban estar ausentes, pero su mediación debe verse como una parte del cuidado genetal que la educación ha de asumir respecto de la cultura, tanto en sentido objeti­vo como en sentido subjetivo.

Una cultura con vida propia y con capacidad de autogenerarse es una cul­tura que escapa el control total del poder político, y pone las bases para que la opinión pública y la participación democrática de la sociedad pongan un lími­te al juego del poder. N o se trata de un poder más, que al tener una relativa

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autonomía, acota y limita los otros, como sucede en la teoriá clásica de la divi­sión de poderes. La vida cultural de un país encauza y educa el ejercicio de todos los poderes bajo la forma de la persuasión y no ya de la fuerza, para util i­zar aquella antigua distinción de Platón.

La educación institucionalizada depende de lo jurídico y de lo político, por lo que se refiere a su ubicación y a su rol en el contexto social. Pero es plasma­dora del clima y de la mentalidad política de un pueblo en cuanto alimenta su vida cultural. El estancamiento o los eventuales fracases de las instituciones políticas a ttavés de la historia de un pueblo tienen una multiplicidad de cau­sas que van de lo económico a lo jurídico, de las relaciones regionales a las internacionales, de las experiencias comerciales a los equilibrios financieros Pero; si bien se observa, hay siempre una cierta circularidad entre el efecto que producen en lo cultural y en lo educativo los fracasos socio-políticos, y la influencia, muchas veces secreta pero real, de defectos muy viejos en el modo de encarar la enseñanza, sobre las estructuras sociales y la mayor o menor madurez política. Para la política siempre será una tentación enfocar la cultu­ra, y por ende el sistema educativo que lo integra como una de sus partes esen­ciales, como instrumentos ideológicos al servicio de los avatares del poder. Una cultura sanamente expandida y educada con auténtico sentido critico, es la mejot garantía para el mantenimiento de la democracia y para su crecimiento cualitativo.

8. Necesidad de un enfoque científico de la política educativa

Normalmente la atención deparada por la política a la educación en cuan­to tal suele ser tenida como un aspecto pragmático de su actuar, aun dentro de los moldes culturales que le son característicos. Se concede con facilidad que los gobernantes deben ocuparse con particular atención del tema de la educa­ción, como parte de su desempeño.

Sin embargo este campo tiene sus desventajas, si es comparado con otros desde un punto de vista político. No tiene la inmediatez de las urgencias económicas, ni de la dinámica de los juegos del poder- Sus frutos no son tan verificables como el crecimiento industrial o el aumento del índice de natali­dad, o la mejora de la atención médica de la población. Si lo son, en todo caso serán recogidos por los gobiernos posteriores, sean del mismo signo o de otros. Cuando se impulsa una reforma o una transformación de dimensiones superio­res a las habituales, el compromiso es más profundo, pero no siempre los medios de que se dispone especialmente en el orden económico y organizativo son sufi­cientes.

Entre los pensadores de la educación argentinos, L.J. Zanotti insistió con particular énfasis en la necesidad de elevar la política educacional a caracteres

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de ciencia, o mejor, fundamentarla en una ciencia o teoría de la política edu­cativa. Esta teoría de la acción política educativa no puede ser en la actualidad, como podía pensarse todavía en la época del Neoidealismo, una ciencia filosó­fica. Se trata más bien de un campo inrerdisciplinario en el que convergen la filosofía, la política, la sociología, el derecho, las ciencias de los medios de comunicación y las teorías generales en torno a la educación.

Lo fundamental no es tanto el modo de diagramar en concreto un campo interdisciplinario de temas de política educacional, cuanto la idea de que el accionar político en materia educativa debe basarse en estudios especializados, tomando distancia de la lógica de una acción utilitaria inmediata, tan variable como confusa. Esta es la única vía a través de la cual puede plantearse correc­tamente la relación entre cultura y sociedad, educación y poder. La política educacional debería pensarse por lo tanto como una sección de las ciencias políticas, en diálogo y convergencia con estudios serios y sólidos de sociología, psicología, planeamiento educativo, economía política. La coherencia de una política educativa con el resto de la acción de conjunto de un gobierno no es por lo tanto tan sólo un asunto de estrategia pragmática y ocasional. Debe nacer de un conocimiento verdadero de la realidad sobre la que deberá actuar, y deberá tener, como toda acción política auténticamente democrática, una proyección hacia los intereses futuros de la nación. Lo cual sólo puede actuar­se cuando se ha tomado plena conciencia de la distancia que separa el poder de la educación, distancia que a su vez garantiza un equilibrio social realmente fecunda