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Plutarco Bonilla A. aniversario en una reunión de la Asociación Costarricense de Filosofía, decidí no hablar sobre ningún aspecto del pensamiento del Dr. Láscaris -cosa que, sin lugar a dudas, harán los otros miembros de este panel-, sino, más bien, hablar de don Constantino Láscaris, es decir, de la persona. Las notas que siguen son, por ende, de carácter personal y testimonial. Les puse, como subtítulo, «Recuerdos de un pasado que parece apenas un ayer: la anécdota como retrato». Representan, en ese estilo de descripción, mi retrato del «Doctor». Ya algo de esto intenté en una brevísima nota que se publicó en la Revista de Filosofía, en 1982, y que titulé «Constantino Láscaris: la historia como anécdota». Esa nota la escribí, en parte, en 1979, estando yo con mi familia en los Estados Unidos, apenas recibí la noticia del fallecimiento de don Constantino. La completé en 1982. Puesto que de eso hace ya 22 años, creo que no importará que algún que otro dato lo repita aquí, en este home- naje más completo. No debe sorprender, consecuentemente, que en estas palabras hable de otras personas y aun de mí mismo. Por consideración y respeto, en algunos casos no he mencionado nombres. Quizás algunos de los presentes puedan iden- tificar a algunos de los personajes a los que me referiré, pero no es mi interés que se haga tal identificación. De todos modos, al hablar de todos ellos, incluido este servidor, lo hago por dos razones principales: ya sea porque lo que se dice tiene que ver directamente con don Constantino, y en ese caso la mención se justifica a sí misma, o porque lo que se dice viene a ser como una especie de telón de fondo que le da Constantino Láscaris Comneno. Recuerdos de un pasado que parece apenas un ayer: la anécdota como retrato* Prenotandos Antes de entrar en el tema, quisiera aclarar algunos detalles con miras a que ayuden a inter- pretar mejor lo que seguirá en el resto de esta presentación. En una ocasión como esta, cuando con nues- tro recuerdo rendimos homenaje a un hombre que había adoptado a Costa Rica como su patria, que hizo una superlativa contribución a la educación superior y a la cultura general de este país, y que hace 25 años nos dejó inesperadamente, pueden asumirse actitudes diversas. En buen estilo las- cariano, podríamos reflexionar sobre la muerte y sobre el significado que ese punto final de la existencia personal -o ese punto y seguido de la historia de una comunidad- pueda tener para quienes intentan de alguna manera continuar las tareas inconclusas. O se podría, por medio del análisis de las obras que nos legó, intentar esa continuación, ya que incluso la crítica es una manera de perpetuarla. Otra posibilidad sería que, cual Jeremías bíblicos redivivos, entonára- mos endechas y recordáramos con nostalgia que todo tiempo pasado fue mejor. Pero también podríamos cantar a la vida y estar agradecidos, con Dios o con el propio fallecido -o con ambos, como cada uno decida por su cuenta- por lo que en vida contribuyó esa persona a la que se le ofrenda tributo, para hacer que la vida fuera más vida, y para que la vida personal e intransferible de quienes hubieran trabado amistad con él se viese enriquecida. Este es el camino que hemos tomado. Por eso, cuando me pidieron participar en esta mesa redonda, después de recordar este Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, XLII (106-107), 217-227, Mayo-Diciembre 2004

Constantino Láscaris Comneno. Recuerdos deunpasado ...inif.ucr.ac.cr/recursos/docs/Revista de Filosofía UCR/Vol. XLII/No. 106-107... · citado, se presenta la figura de Pablo, el

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Plutarco Bonilla A.

aniversario en una reunión de la AsociaciónCostarricense de Filosofía, decidí no hablar sobreningún aspecto del pensamiento del Dr. Láscaris-cosa que, sin lugar a dudas, harán los otrosmiembros de este panel-, sino, más bien, hablar dedon Constantino Láscaris, es decir, de la persona.Las notas que siguen son, por ende, de carácterpersonal y testimonial. Les puse, como subtítulo,«Recuerdos de un pasado que parece apenas unayer: la anécdota como retrato». Representan, enese estilo de descripción, mi retrato del «Doctor».Ya algo de esto intenté en una brevísima nota quese publicó en la Revista de Filosofía, en 1982, yque titulé «Constantino Láscaris: la historia comoanécdota». Esa nota la escribí, en parte, en 1979,estando yo con mi familia en los Estados Unidos,apenas recibí la noticia del fallecimiento de donConstantino. La completé en 1982. Puesto que deeso hace ya 22 años, creo que no importará quealgún que otro dato lo repita aquí, en este home-naje más completo.

No debe sorprender, consecuentemente, queen estas palabras hable de otras personas yaun de mí mismo. Por consideración y respeto,en algunos casos no he mencionado nombres.Quizás algunos de los presentes puedan iden-tificar a algunos de los personajes a los queme referiré, pero no es mi interés que se hagatal identificación. De todos modos, al hablarde todos ellos, incluido este servidor, lo hagopor dos razones principales: ya sea porque loque se dice tiene que ver directamente con donConstantino, y en ese caso la mención se justificaa sí misma, o porque lo que se dice viene a sercomo una especie de telón de fondo que le da

Constantino Láscaris Comneno.Recuerdos de un pasado que parece apenas un ayer:

la anécdota como retrato*

Prenotandos

Antes de entrar en el tema, quisiera aclararalgunos detalles con miras a que ayuden a inter-pretar mejor lo que seguirá en el resto de estapresentación.

En una ocasión como esta, cuando con nues-tro recuerdo rendimos homenaje a un hombre quehabía adoptado a Costa Rica como su patria, quehizo una superlativa contribución a la educaciónsuperior y a la cultura general de este país, y quehace 25 años nos dejó inesperadamente, puedenasumirse actitudes diversas. En buen estilo las-cariano, podríamos reflexionar sobre la muertey sobre el significado que ese punto final de laexistencia personal -o ese punto y seguido dela historia de una comunidad- pueda tener paraquienes intentan de alguna manera continuar lastareas inconclusas. O se podría, por medio delanálisis de las obras que nos legó, intentar esacontinuación, ya que incluso la crítica es unamanera de perpetuarla. Otra posibilidad seríaque, cual Jeremías bíblicos redivivos, entonára-mos endechas y recordáramos con nostalgia quetodo tiempo pasado fue mejor.

Pero también podríamos cantar a la viday estar agradecidos, con Dios o con el propiofallecido -o con ambos, como cada uno decidapor su cuenta- por lo que en vida contribuyó esapersona a la que se le ofrenda tributo, para hacerque la vida fuera más vida, y para que la vidapersonal e intransferible de quienes hubierantrabado amistad con él se viese enriquecida. Estees el camino que hemos tomado.

Por eso, cuando me pidieron participar enesta mesa redonda, después de recordar este

Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, XLII (106-107), 217-227, Mayo-Diciembre 2004

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perspectiva a la descripción. Como no soy dadoa hablar de mí mismo en público, ruego que, poresta vez y dadas las circunstancias, se me perdoneel atrevimiento.

Dicho lo anterior, me tomo la libertad deiniciar este testimonio con una cita que no tienenada que ver con don Constantino. Posteriormenteseñalaré la relación:

y ve que también [él] llegaba ...: un hombre de bajaestatura, cabeza puntiaguda, arqueado de piernas,robusto, de cejas fruncidas, nariz aguileña [o de narizalgo pronunciada], lleno de gracia. Unas veces parecíahombre; otras, tenía rostro de ángel.

Con estas palabras -con las que quiero ini-ciar este sencillo homenaje al recordado profesory querido amigo cuya memoria nos convoca enesta ocasión-, un anónimo autor, probablementedel siglo segundo, describe a quien fue el misio-nero a los gentiles: Saulo de Tarso, mejor cono-cido como el apóstol Pablo o, simplemente, SanPablo. Tal descripción se encuentra en el apócrifoneotestamentario que lleva el nombre de Hechosde Pablo. Esta obrita incluye una sección que,según los testimonios de los que tenemos noticia,circuló independientemente entre las comunida-des cristianas de oriente y se conoce con el títulode «Hechos de Pablo y Tecla». Hace pocos mesestuve el privilegio de traducir al castellano esa sec-ción, de unas ocho páginas de texto griego.

Al pensar en este homenaje, regresaron a mimente imágenes de acontecimientos que ocurrie-ron en 1956 y que, en los misteriosos laberintosformados por las anfractuosidades del cerebro, seconectaron con la manera como, en el apócrifocitado, se presenta la figura de Pablo, el de Tarso.

Corría precisamente el año citado y hacíapoco menos de uno que yo había llegado a CostaRica, procedente del archipiélago canario, deaquella isla que en su nombre lleva el título de«Grande»: la Gran Canaria. Ya había decididolanzarme a la aventura de iniciar mis estudiosuniversitarios y combinados con los que seguíaen el Seminario Bíblico Latinoamericano. Talaventura significaría pasar todas las mañanas, delunes a viernes, en clases en esta última institu-ción; y todas las tardes, de los mismos días, enlas aulas de la Universidad. Recuérdese que por

aquellos tiempos, y referido a nuestro país (pueseste lo hice mío hace muchos años), no era nece-sario ponerle apellido a la palabra «Universidad».Pues esta, la Universidad de Costa Rica, era «la»Universidad, la «única» Universidad; en fin, «laU». Me inspiró y alentó en este proyecto-aven-tura el profesor venezolano Alejandro Yabrudy,por entonces exilado en Costa Rica por gracia yvirtud de la dictadura de Pérez Jiménez. Yabrudyhabía sido secretario personal del presidenteRómulo Betancourt.

Antes de continuar con el relato de aquellosaños (¡pronto hará medio siglol), permítasemesalir de la ruta principal de este relato y tomar unpequeño desvío, que me llevará a muchos añosdespués, para narrar una anécdota, muy indirec-tamente relacionada con nuestro homenajeadoy que tiene que ver con lo que acabo de indicaracerca de nuestra Universidad

Sucedió en uno de los salones del edificiode la Asamblea Legislativa donde se celebrabaun acontecimiento significativo para la mayoríade los costarricenses, y particularmente sig-nificativo para algunas personas: el hecho deque Constantino Láscaris Comneno había sidonombrado Benemérito de la Patria. Después delas ceremonias protocolares, se pasó a la tertu-lia entre grupos constituidos espontáneamente,mientras, de manera muy informal y peripaté-ricamente, tomábamos y comíamos algo. En undeterminado momento, conversábamos, de pie, ladistinguida matemática y profesora Teodora Tsijli(de la UCR y de la UNA), el excelente latinista yprofesor Faustino Chamorro (de la UNA) y esteservidor. No recuerdo con precisión de qué hablá-bamos, pero sí sé que el tema tenía que ver con lasdos Universidades mencionadas. Y en una de misintervenciones dije, en broma, pero sin espíritusocarrón, lo siguiente: «Bueno, la UNA, que enrealidad no es la una, porque verdaderamente launa es la otra, y esta otra es la UNA ..», Queríadestacar, con este juego de palabras, la prioridadcronológica (y, para mí, dicho sea de paso, casiontológica) de la institución que en mi espírituseguía siendo «la Universidad». La mirada sor-prendida de los otros colegas no me pareció muycomplaciente ... Quizás no les gustó la broma.

Dije antes que esta anécdota se relacionasolo muy tangencialmente con Láscaris. Pero

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CONSTANTINO LÁSCARIS COMNENO: RECUERDOS DE UN PASADO ...

esta tangencialidad es doble: por una parte, laque representa la emotivamente cargada ocasiónde aquel homenaje in memoriam, como recono-cimiento a la labor de una vida fructífera, de laque dedicó 23 años «de tiempo completo» a esterincón de la cintura de América; pero, por otraparte, el juego de palabras que yo hacía era, encierto sentido, reflejo -pobre, indudablemente,pero reflejo al fin- de los juegos de palabras a losque era dado el propio don Constan tino, tanto ensus excelentes conferencias magistrales como ensus conversaciones de cafetería, alrededor de unamesa con muchas tazas de café. En otra ocasiónrelaté lo que me respondió cuando, precisamenteen la cafetería del edifico que entonces ocupabala Facultad de Letras, se ofreció a llevarme ensu carro hasta el centro de San José. Fuimos alestacionamiento de dicha Facultad y me sor-prendió no ver por ninguna parte el conocido«Jaguar». La última vez que me había subido aese automóvil, era evidente que el pobrecito seencontraba en muy malas condiciones: estabatocado de muerte y no valía la pena invertir nadaen él, ni siquiera para reparar el tapizado, yahecho jirones. Don Constantino caminó directa-mente hacia un «Mercedes Benz», y yo lo seguí.Mientras abría la puerta delantera, le pregunté:«Doctor, ¿se deshizo del Jaguar?». Su respuestafue instantánea: «No. El Jaguar se deshizo».

Volvamos a 1956.Desde finales de noviembre de 1955, vivía

yo en Orotina, donde, durante el verano, cum-pliría con mis responsabilidades de estudiantedel Seminario Bíblico. Se había iniciado ya elperíodo laboral de enero de 1956, después de lasconsabidas fiestas, cuando regresé a San Josépara continuar con los trámites de ingreso a laFacultad de Filosofía y Letras de la Universidad.

En aquella época se exigía que los extranje-ros que quisieran matricularse en la Universidaddeberían pasar un examen de Historia de CostaRica, de la que prácticamente no se nos habíaenseñado nada en el Colegio (como tampoco noshabían enseñado absolutamente nada de la histo-ria de mi propio terruño, las Islas Canarias, talcomo correspondía, de acuerdo con el despreciopor ciertas regiones de que siempre hizo gala, ensu sistema educativo, el régimen franquista). Mehabía afanado en el estudio del texto de Carlos

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Monge, muy popular por aquellos y posterioresaños. No había hecho todavía ese examen deHistoria cuando debí ir a la Oficina de Registro-ubicada a la sazón donde hoy se erigen losedificios de la Corte-, para seguir el procesode matrícula y recabar información acerca de loque debería hacer para presentar dicha prueba.Cuando llegué a la oficina, tuve que hacer fila.Como siempre me he sentido incómodo en lascolas -quizás por el temor de que al llegar a laventanilla me digan: «Venga usted mañana»-, medediqué, durante la lenta espera, a leer los anun-cios que estaban clavados en el tablero que paraese propósito había en una de las paredes cerca-nas, a la izquierda de la ventanilla. Grande fuemi sorpresa, con indescriptible alegría, cuandoleí en una de las hojas de avisos la siguiente infor-mación escrita en más o menos estos términos:«Los estudiantes españoles que posean el títulode "Bachiller universitario" no necesitan hacer elexamen de Historia de Costa Rica». Yo poseía esetal "Bachillerato universitario".

La indescriptibilidad de mi alegría no fuecausada por el hecho de que no tenía que estudiaresa materia, pues ya lo había hecho. Debíase, másbien, a que así como no me gustaban las filastampoco me gustaban los exámenes. Y nunca,hasta hoy, me han gustado, especialmente esosque llaman «exámenes finales».

Pues bien, iniciamos las clases el primerlunes de marzo de 1956. Estaban entonces cons-truyendo el edificio que sería conocido como laFacultad Central de Ciencias y Letras, por lo que,por un año, tuvimos que convertimos en precaris-tas en los predios de la Facultad de Ingeniería.

Allí recibíamos nuestras clases bajo la tute-la de algunos excelentes profesores: TeodoroOlarte, Abelardo Bonilla, Doménico Vítola, LigiaHerrera, Ernesto Wendel y otros. Varios han dadoya el salto a la eternidad.

Pero allí también, precaristas que éramos,servimos de conejillos de Indias para lo quellegaría a ser un muy exitoso experimento en laeducación superior costarricense: la Reformauniversitaria de 1957.

El mismo año del inicio de mis estudios uni-versitarios -que era también mi segundo año deestudios en lo que es hoy la Universidad BíblicaLatinoamericana- llegaron a Costa Rica varios

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profesores que serían, en buena medida, los res-ponsables del éxito de la reforma que empezaba-como decíamos en la tierra donde nací- a hacerpeninos, o sea, a dar sus primeros pasos, y que,por cierto, los estaba dando con decisión y fir-meza. Llegaron, entonces, entre otros, los docto-res Santoro, Veillard-Baron, Saumells y nuestroConstan tino Láscaris.

El último grupo de la promoción de «Filosofíay Letras», el de 1956, fue uno de los escogidos enese mismo año para que sirvieran de conejillosde Indias. Nosotros constituiríamos la clase cuyonúmero, en algunas ocasiones, se vería aumen-tado por la presencia de otros «alumnos» muyespeciales: aquellos «profesores-convertidos-en-alumnos» que serían responsables de la enseñan-za de la filosofía en Estudios Generales, cuandola reforma arrancara con todo vigor en marzo de1957. Parte de la preparación consistiría en quelos profesores extranjeros contratados por la ima-ginación visionaria de ese ilustre costarricenseque se llamó Rodrigo Facio, impartirían clasesque debían presenciar los responsables a los queacabo de aludir.

Así fue como nos anunciaron que cierto díanos tocaba a nosotros ser los mentados conejillos.y llegó ese día.

Precisamente en este punto de estos recuer-dos, quisiera imitar, solo imitar, el texto citado alprincipio y que tomamos de los «Hechos de Pabloy Tecla»:

y vemos que entra al aula un hombre de baja estatu-ra, cuerpo medio desgarbado, cabeza con abundantey un tanto desordenada cabellera, de nariz bastantepronunciada, cejas pobladas, bajo las cuales uno delos ojos parecía a veces mirar al infinito. De andartranquilo, desenfadado y sin ostentación. Su ropa,algo desaliñada.

Físicamente se asemejaba a un hombrecomún, que estaba bastante lejos de satisfacerel canon. Recuérdese que una de las definicio-nes que el Diccionario de la Real AcademiaEspañola da de esta palabra sostiene que «canon»es: «Regla de las proporciones de la figurahumana, conforme al tipo ideal aceptado por losescultores egipcios y griegos»; o, en palabras mássencillas (del Diccionario de uso del español,

de María Moliner): «Figura humana de las pro-porciones ideales». Otro español, que tambiénechó raíces en esta pródiga tierra y dio lustre a laeducación costarricense, llegaría a decir muchosaños más tarde, que nuestro profesor tenía el físi-co absolutamente indispensable para no ser soloun ente metafísico.

Al principio, aquel profesor nos pareciópersona extraña. Cuando entró al aula no lo hizocomo pavo real, estrella de algún importanteespectáculo que se estuviera montando. No hablócon nadie. Y en vez de hacer lo que todos espe-rábamos -o sea, dirigirse a la mesa, sentarse ycomenzar su lección-, caminó directamente haciala ventana. Apoyó allí su codo sobre el alféizar,colocó su mano en la barbilla y se mantuvo sinpronunciar palabra... hasta que se produjo unsilencio total en el aula. Si hubiéramos prestadoatención, habríamos escuchado la respiración delos demás compañeros.

Entonces sí caminó hacia la mesa y, sin sen-tarse, pidió que alguien se ofreciera de voluntarioy se acercara a la pizarra. Teníamos como com-pañero de estudios a un joven alajuelense que sehabía iniciado como universitario el año anterior,pero había cambiado de carrera por haber descu-bierto que aquella primera no era lo que quería.Si mi memoria no me falla, fue él quien aceptóla invitación. Era de esos estudiantes a los quesolemos calificar como de «echaos pa' lante»,siempre dispuestos a aceptar retos que les plan-tearan en el aula.

Una vez ante la pizarra, el desconocidoprofesor le pidió que tomara tiza y escribieraestas extrañas palabras: «Los perros ladran aquienes no conocen». Y comenzó su lección,con un primer ejemplo -primero para nosotros-,de la mayéutica socrática puesta en práctica conextraordinaria habilidad y sabiduría, obligán-donos a parir lo que llevábamos dentro. Fue, engeneral, la tónica de su labor docente en los 23años que vivió en Costa Rica.

Así conocí a Constantino LáscarisComneno.

Dice también el texto citado en que se descri-be a Pablo de Tarso que este «unas veces parecíahombre; otras, tenía rostro de ángel». Se trata,sin duda alguna, de la apreciación subjetiva dealguien que sentía una profunda admiración por

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CONSTANTINO LÁSCARIS COMNENO: RECUERDOS DE UN PASADO ...

el Apóstol de los gentiles, y revela, con toda segu-ridad, la alta cor.sideración con que, en la misióncristiana al mundo pagano de entonces, era tenidopor sus fieles seguidores, tanto en Iconio -dondetiene lugar el encuentro al que se refiere la cita ini-cial- como en otras partes donde ejercía su obramisional. Aunque no era de palabra brillante (loconfiesa él mismo cuando dice: «Mi palabra y mipredicación no tenían nada de la argumentaciónpersuasiva de la sabiduría humana» [1 Corintios2.4]), poseía una mente muy aguda (lo deducimosde sus escritos, especialmente de la carta a losRomanos, donde muestra un buen conocimientode la retórica griega); aunque a veces era into-lerante (lo leemos en el Nuevo Testamento, enlos «Hechos de los apóstoles», cuando pelea conBernabé y se niega a llevar, en el segundo viajemisionero, a Juan Marcos: Hechos 15.36-41), noescatimaba sacrificios, cuando de ser fiel a suvocación se trataba (lo dice ese mismo texto y semuestra en sus cartas; y fue así «porque Cristose le había clavado en el alma», para decirlo enpalabras de un poeta y novelista evangélico lati-noamericano, el Dr. Sante Uberto Barbieri); aun-que fue incansable en su actividad evangelizadora(ctodo lo he llenado del evangelio de Cristo», seatrevió a afirmar cuando les escribió a los cristia-nos de Roma [15.19]), siempre tuvo tiempo paraescribir, a comunidades y a personas por separa-do, para animarlas, interceder por otros, corregirerrores o expresar sus propios sentimientos. Fueesa impresionante mezcla en su personalidad laque hizo que a los ojos de Onesíforo de Iconio(a quien se le atribuye la apreciación que hemoscomentado y tratado de imitar), Pablo le parecieraser, a veces, un ser humano; y otras, un ángel.

Muchos de los elementos que acabo demencionar no se aplican, de manera directa, alDr. Lascaris. Para comenzar, él no se confesabacristiano. En cierta ocasión, cuando fue a matri-cular a sus hijas en un colegio religioso debióllenar un formulario. Notó que en este se incluíauna pregunta relativa a la religión del firmante.Al contármelo, añadió, con su característica ycomo medio reprimida sonrisa: «En ese espacioescribí: "taoísta"».

Su no confesionalidad religiosa siempre estu-vo acompañada de un profundo respeto por laprofesión que de su religión hicieran los demás.

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Mi primera conversacion personal con el Dr.Roberto Saumells se produjo poco antes deque yo presentara mi examen de tesis -tesisen cuya preparación conté con la guía de donConstantino-. Fue este quien me presentó alilustre matemático. Entre otras cosas para míhalagüeñas, le dijo al Dr. Saumells que yo era «elequivalente protestante del arzobispo de CostaRica». Además de la hipérbole a la que los ami-gos suelen echar mano cuando hablan de sus ami-gos a otras personas, esas palabras tenían comotrasfondo el hecho de que yo había ido adquirien-do cierta ascendencia en el mundo protestante denuestro país (hecho que un par de años despuésme llevaría a ser elegido presidente de la AlianzaEvangélica Costarricense, a la que pertenecía, enaquellos días, la inmensa mayoría de las iglesiasprotestantes que realizaban obra aquí). La verdades que ni las posiciones que había ocupado hastaentonces ni el oficio de presidente de un orga-nismo protestante como el mencionado tenían,ni tienen, de hecho, nada en común con el oficiode arzobispo de una confesión cristiana. Quizádon Constantino creía que yo estaba investido demás autoridad de la que realmente me concedíanmis correligionarios. Sea lo que fuere, lo que meinteresa destacar es que la anécdota revela esadeferencia que el Maestro siempre mostró por lascreencias y opiniones de los demás. Sus propiasconvicciones nunca se interpusieron en el tratocon otras personas y siempre fue respetuoso.Claro, quienes lo conocimos sabemos que él tam-bién tenía la capacidad de enojarse ... y se enojaba.Pero se contenía. Al parecer sabía cuándo podía,o debía, estallar. En la sala número 10 de lo queera el edificio de la Facultad de Letras hubo, unmiércoles en la tarde, una sesión explosiva de laasamblea de la Escuela de Filosofía. No voy a dardatos específicos, ni de los personajes que inter-vinieron ni del asunto que tan acaloradamente sediscutía. Fue una sesión muy tensa. De hecho,la más tensa de que yo tenga memoria, de losmúltiples asambleas a las que asistí. Hubo algu-nos encontronazos personales y algunas vocesalzadas. Pero no pasó a más. Cuando terminó laasamblea, los ánimos de varias personas estabanexacerbados. Entre ellos, el de Láscaris, quien,fuera ya del recinto y hablando con unos pocosque habíamos salido con él, explotó de veras.

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Estos hechos corresponden a aquello, ennuestro texto inicial, de que, unas veces, Pabloparecía hombre. Y sí que lo era Láscaris. Másadelante regresaremos a este aspecto de su perso-na, desde otra perspectiva.

Pero ... ¿se mostraría el Dr. Láscaris de algu-na forma «como ángel»?

Veamos.Vamos a jugar un poco con el significado de

las palabras. No es por mero ejercicio de gim-nasia semántica. Espero ser capaz de mostrar lavalidez de este juego, en este contexto anecdótico.y perdóneseme de nuevo el circunloquio.

Unos años después de la puesta en mar-cha de la reforma universitaria mencionada,llegó a Costa Rica otro distinguido profesor.También español, había radicado por muchosaños en Guatemala, donde ejercía la docenciauniversitaria en la Universidad de San Carlos.Me refiero al Dr. Salvador Aguado Andreut.Figura polémica en nuestro medio, no siemprefue culpable de las tensiones y roces personalesque su presencia provocó.

Al Dr. Aguado, tanto en sus clases magistra-les como en sus conferencias públicas, lo «acom-pañaba y seguía» casi siempre una «agregaciónde gente [...] en obsequio, autoridad o aplauso»(para usar la definición que el Diccionario dela Real Academia Española da de la palabra«séquito»). No se trataba solo de los estudiantesde sus cursos. También formaban parte del séqui-to personas interesadas en aprender del ilustreprofesor y otras -¿por qué no decirlo?- cuyosintereses en el fondo no tenían nada que ver conla academia. Esto y lo que diré de inmediato, enlo que a mí concierne, no es chisme, porque looí, perdóneseme el pleonasmo enfático, «con mispropios oídos».

Aguado Andreut poseía unas extraordina-rias dotes oratorias, complementadas y acrecen-tadas por ciertas habilidades, naturales unas ycultivadas otras, que lo convertían en ídolo demuchas personas y, permítaseme el uso de unametáfora sin connotaciones eróticas, en objetode placer estético.

Me explico.Para comenzar, su voz era de bajo profun-

do, esa que solía calificarse como «voz idealpara un locutor de radio». Además, la modulaba

muy bien. Vocalizaba de manera perfecta. Sabíadistribuir con mucha habilidad el volumen y lainflexión de su voz, y la velocidad de su discurso.¡Ah! y las pausas. Estas eran geniales. Cuando,de manera particular, quería captar la atenciónde su auditorio, respecto de algo que acababa dedecir, hacía una pausa, miraba directamente a supúblico... y cerraba totalmente uno de sus ojossin que pudiéramos percibir, quienes presenciá-bamos el espectáculo, ni una sola arruga en elpárpado. En ese momento, uno podía escuchar,de quienes estaban alrededor, los suspiros de lasjóvenes y de las no tan jóvenes -algunas de ellas«de la sociedad»- que constituían, digámoslo así,el «séquito no académico» de tan eximio orador.Efectivamente, para quienes tenían gusto por elarte oratoria, el mero hecho de escuchar un dis-curso o conferencia del Dr. Aguado podía consti-tuir una placentera experiencia estética.

Quizás a estas alturas ustedes se pregunten acuenta de qué viene esto.

Es que Láscaris también tenía, mutatismutandis, su séquito. Igual, pero diferente.

y vuelvo a lo del juego de palabras.«Ángel» es, dice el Diccionario, «cada uno

de los espíritus celestes creados». La mitologíacristiana lo ha representado como ser alado. Pero,aún dentro de este marco referencial, un ángeltambién es una «persona en quien se suponenlas cualidades propias de los espíritus angélicos,es decir, bondad, belleza e inocencia» (DRAE).Creo, humildemente, que no podríamos aplicara Láscaris ninguno de los dos significados de lasusodicha palabra.

Pero «ángel» es la palabra griega para «men-sajero» [ággelos). O sea, que un ángel es el quelleva un mensaje, el que hace un anuncio, unportavoz. Pareciera, pues, que la palabra apuntano solo (¿o será «no tanto»?) a la persona (seaesta humana -así se testifica también en el mismoNuevo Testamento- o celestial) sino al mensajede que ella es portadora.

Láscaris era un excelente comunicador, tantopor medio de la palabra escrita como por mediode la palabra hablada. Su oratoria no se funda-mentaba principalmente en técnicas retóricas,a las que sabía recurrir cuando la ocasión erapropicia. No tenía la voz profunda de locutorde radio ni jugaba con sus párpados. A veces,

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CONSTANTINO LÁSCARIS COMNENO: RECUERDOS DE UN PASADO ...

cuando se sentaba tras la mesa desde la que iba ahablar, sobre todo en los actos formales (porqueen los informales llegaba hasta a sentarse en lapropia mesa), su posición era bastante descuida-da, con los hombros medio caídos hacia delante,con total soltura, los antebrazos apoyados en elborde de la mesa, sin la tiesura o afectación dequien es consciente de que tiene que tratar de«mantener las formas». Por mucho tiempo solíaincluso enroscar, sí, literalmente enroscar su pier-na derecha alrededor de la pata de la silla en queestuviera sentado.

¿En qué radicaban pues sus dotes de orador?Comencemos por lo principal: Láscaris,

cuando hablaba, decía. Tratárase de lo que setratara -de personajes como Gracián o Quevedo,Heráclito o Sartre; o de movimientos filosóficosdel mundo antiguo o de la edad contemporánea-,su discurso no era fútil ni para entretenimientode sus oyentes, aunque entretenía. Y en esto eramensajero y, por ende, «ángel». De mente privi-legiada y acutísima, su excelente dominio de lapalabra estaba al servicio de la idea. Y esto eraexactamente igual ya fuera en una de las confe-rencias magistrales de Estudios Generales -diri-gidas a estudiantes de primer año, imberbes quellegaban a la Universidad sin siquiera el barniz defilosofía que pudieran haberles dado en el cole-gio-, en los cursos superiores del Departamento(y posterior Escuela) de Filosofía o en las confe-rencias que organizaba, por ejemplo, el InstitutoCostarricense de Cultura Hispánica.

Su verbo era galano, pero sin las afectacio-nes de quienes procuran que su pronunciaciónse ajuste cabalmente a los cánones de la dicciónacadémica. Paréceme escucharlo todavía pronun-ciar en «-ao» las terminaciones participiales en«-ado», común en su habla cotidiana. Hablabacon gracejo, con una agilidad tal que podía,sobre la marcha, jugar con las palabras y ofreceresclarecedoras explicaciones que permitían aloyente abrir su mente a un mundo de relaciones aveces insospechadas. Su dominio de las múltiplesfacetas del pensamiento griego y de la historia dela filosofía, incluido el anecdotario de los propiospersonajes, no solo era el soporte fundamentalpara la construcción y exposición de su pensa-miento sino que, además, se convertía en recursoilustrativo de sus ideas. Este último aspecto fue,

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probablemente, la razón de que en cierta oportu-nidad me pidiera que si en mis viajes y visitasa las librerías de otros países encontraba algúnlibro que tuviera que ver con mujeres dedicadasa la filosofía, se lo consiguiera. Tenía, me dijo,el propósito de escribir una obra sobre filósofas,escrita, eso sí, al estilo del texto de DiógenesLaercio; «o sea -añadió con su sonrisa mediosardónica, seguida de la característica tosecitaproducto, seguramente, del mucho fumar-, abase de chismes».

En el año 1960 yo estaba pasando por unasituación económica algo estrecha. En enerohabía nacido mi hija. Vivíamos en Barrio Lujan,hacia el sur de la Dos Pinos. Un día llegó a micasa don Constantino. Su presencia me tomó porsorpresa. No me imaginaba que supiera dóndevivía (y nunca le pregunté cómo se había ente-rado). Me dio mucha pena que, literalmente, noteníamos siquiera una silla decente que ofrecerlepara que se sentara con comodidad. Llegó aofrecerme trabajo en Estudios Generales. Comome había comprometido a trabajar en una ins-titución de cuyo nombre me acuerdo muy bien,pero no quiero mencionar, sentí la obligaciónmoral de hacer algo que, después, consideré ungran error: pedí permiso a las autoridades de esainstitución para aceptar el ofrecimiento que seme hacía. Y me lo negaron.

Como año y medio después fui a estudiar al«Princeton Theological Seminary», en EstadosUnidos de América. Regresé al país en julio de1962, con una flamante maestría bajo el brazo. Yen 1963 viaja don Constantino a Alajuela, dondeahora vivíamos (ya éramos cinco en la familia),para, de nuevo, ofrecerme trabajo en EstudiosGenerales. Esta vez para suplir a una profesoraque iba a gozar de licencia por estar ya en losúltimos meses de su embarazo. Como había asi-milado bien la lección de la experiencia anterior,en esta oportunidad apliqué lo que, muchos añosmás tarde, aprendí como refrán: «Mejor pedirperdón que pedir permiso». Y acepté. Mis jefesde entonces no sólo no se molestaron por lainconsulta decisión sino que me dieron todo suapoyo, pues consideraron que con ese nombra-miento también se honraba a la institución conla que trabajaba. La suplencia se prolongó. DonConstantino fue mi «padrino» cuando gané el

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concurso para la asignación de tiempo «en pro-piedad». La profesora Marielos Giralt, sabiendoesto, me dijo, antes que en el Departamento deFilosofía se efectuara la votación correspondien-te, que no me preocupara, pues «ese concursotiene nombre y apellido».

Don Constantino fue conocido, en el ámbitode la Escuela de Filosofía, como «el Doctor». Estecasi insignificante detalle, de que lo llamáramos"Doctor" sin necesidad de añadir nombre y ape-llido, mostró una doble cara: de don Constantino,revelaba la alta estima en que fue tenido, prácti-camente desde su incorporación a la Universidadde Costa Rica, por sus colegas y, en general, porcuantos tuvieron el privilegio de tratarlo, comoacadémico y como persona. No era necesariohablar del «doctor Constantino Láscaris». Bastabacon decir, simple y llanamente, «el Doctor», y yasus propios colegas y los estudiantes de filosofíasabían a quién se refería quien así hablaba. Y,cosa interesante, hasta donde yo tengo noticia,nunca se le subieron a la cabeza los humos de sudoctorado, aunque en aquellos tiempos había muypocos doctores en Filosofía y Letras y en la ramade filosofía de Estudios Generales.

Pero, desafortunadamente, este hecho tuvo sucontraparte. Profesor hubo que, por las razones quehayan sido -no me toca juzgarlas, aunque tengo mimuy personal opinión-, se sintió molesto y hastafastidiado cuando escuchaba a sus colegas hablarde «el Doctor» para referirse a Láscaris, porque,a fin de cuentas, el profesor de marras tambiénera doctor. Y, en efecto, así llegó a manifestarlo.(Quiero señalar, en honor a la verdad, que la per-sona a quien aludo, por lo general de aspecto hoscoy bastante seco en su trato con los demás, conmigosiempre fue muy amable, deferente y respetuoso ...aunque nunca lo tuve como profesor. Yo lo tratabacon la misma amabilidad, deferencia y respeto. Yano está entre los mortales).

Este desvelamiento natural, no artificioso,del carácter de la persona a quien ahora home-najeamos -carácter que también hemos tratadode realzar por contraste-, se expresó así mismoen otros detalles que pudieran parecemos insubs-tanciales. Por ejemplo, para mí fue sorprendenteescucharlo pronunciar estas palabras, en ciertaocasión cuando conversaba con otra persona: «Yono soy filósofo; soy historiador de la filosofía, que

no es lo mismo». En aquel momento solo atiné aexclamar, para mis adentros: «¡Caramba!». Yahora, veinticinco años más tarde, cuando escriboestas líneas me vienen a la memoria dos otrosdatos de muy diversa naturaleza, pero atingentesal caso. Recuerdo, por una parte, un texto deEpicteto: «No te des jamás el título de filósofoni pierdas el tiempo en predicar hermosas máxi-mas ante ignorantes; lo único que debes hacerante ellos es practicar simplemente lo que esasmáximas aconsejen» (Enchiridion 46; traduc-ción de Juan B. Bergua, como «Máximas sobrela filosofía y los filósofos, número 12»); y, porotra, una de las geniales tiras cómicas de Olafoel Vikingo. Conversa Olafo con el sin par Siripoy le dice (cito de memoria): «Descartes afirmó:"Pienso, luego existo"». Siripo, con esa su cara deinocencia infinita y de supina ignorancia, despuésde una pausa pregunta: «y yo, ¿qué?». Aunqueespero no haber puesto la misma cara, sí me hiceuna similar pregunta.

Su sencillez y natural espontaneidad enocasiones nos colocaba en la necesidad de tomardecisiones incómodas para no ofender. Quieneshemos estado casados -algunos reincidentemen-te- sabemos que, salvo excepciones, que las hay,a las esposas no les gusta mucho que sus maridoslleguen inopinadamente a casa acompañados dealguien ... a quien a última hora han invitado acomer. A pesar de mis negativas iniciales y demis protestas, don Constantino hizo eso conmigoen varias oportunidades. Por su insistencia, metragué mi vergüenza, ya que sabía que lo hacíade corazón y porque yo quedaba profundamenteagradecido por ese gesto. Así era él.

Muchos detalles más, de la misma o similarnaturaleza de los expuestos hasta ahora, podríanañadirse para tratar de ir completando este retratode la figura humana que fue el Dr. ConstantinoLáscaris Comneno; pero ya me he extendido enesta exposición más de lo que se permite en unamesa redonda como esta. Me tomo la libertad, noobstante, de añadir tres otros datos que para míresultaron, cuando ocurrieron, curiosos, sorpren-dentes o aleccionadores (o las tres cosas juntas)y, ahora, muy gratos de recordar. Y con ellos,concluyo esta presentación.

El primero se remonta, si mi memoria nome falla, a 1970 -(tendría que cotejar el dato con

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CONSTANTINO LÁSCARIS COMNENO: RECUERDOS DE UN PASADO ...

la información que tengo en mis archivos, puesguardé la documentación)-. Transcurría ese añocuando recibí, inesperadamente, una carta queprocedía de la compañía aérea Panamerican(que tenía sus oficinas en el costado oeste delParque Morazán). En ella se me informaba quehabía llegado una orden, expedida por la compa-ñía aérea griega Olimpiakós, para que se exten-diera un pasaje de avión, a nombre de PlutarcoBonilla, desde San José hasta Salónica. Lo digocon sinceridad: yo no tenía la menor idea de quése trataba ni a qué se debía tan bondadoso gesto;pensé, más bien, que en alguna parte alguienhabía cometido algún error.

Poco después pudo aclararse la situación.Con don Constantino había conversado variasveces sobre mi interés de seguir estudios deposgrado. El hecho de tener esposa y cuatrohijos ..., y muy pocos recursos financieros, hacíamuy difícil conseguir una beca que me permi-tiera llevar conmigo a toda la familia. Desde elprincipio de nuestras conversaciones, él trató deanimarme para que fuera a estudiar a Grecia. Notuvo que esforzarse mucho, pues de inmediatome cautivó la idea.

y aquí viene lo «bonito»: Sin decirme nada,don Constantino se puso en comunicación con elEmbajador de Grecia en México. Pidió su ayuda yconsiguió que yo fuera aceptado como estudianteen la «Universidad de Salónica "Aristóteles?»y que, además, me pagaran el pasaje por aviónhasta aquella ciudad. Por olvido o por cualquierotra razón (quizás ni él mismo sabía que todohabía ocurrido tan rápidamente), don Constantinono me había informado sobre el asunto.

Desafortunadamente, en aquella ocasión yono podía aprovechar tan inesperada gracia. Poruna parte, estaba terminando mi período comorector del Seminario Bíblico Latinoamericano;y, por otra, no tenía cómo sostener a mi familia,ni quería dejarla en Costa Rica, pues Salónica noestá a la vuelta de la esquina.

No había pasado mucho tiempo cuando pudehacer realidad aquella ilusión y, en efecto, fui aestudiar a Grecia, pero no a Salónica sino a lacapital del Ática, a la «Universidad Nacional yKapodistríaca de Atenas». Y ese fue uno de losperíodos más agradables de mi vida, por muchasy muy diversas razones.

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El segundo dato consta de dos actos. Elprimero transcurre también en 1970 y tiene quever con la celebración del bicentenario del naci-miento de Hegel. La Asociación Costarricense deFilosofía había programado una serie de confe-rencias para la ocasión. Para que fuera parte deesa serie, Láscaris me había pedido que diera unaconferencia sobre «Hegel y la teología», lo quehice con gusto. Las actividades se realizaron enla sala que se puso a disposición de la Asociaciónde Filosofía en el edificio donde estaban las ofici-nas del Ministerio de Educación. (En el volumenVIII, número 26 de la Revista de Filosofía de laUniversidad de Costa Rica se publicó el texto dedicha conferencia).

El segundo acto de ese segundo dato ocurrepoco tiempo después, pero ya en 1971. Por aque-lla época debí salir de viaje para participar enla reunión de la Comisión de Fe y Constitucióndel Consejo Mundial de Iglesias, en Lovaina. Alregreso, apenas entré a mi casa, y aun sin ponerla maleta en el suelo, mi hija, que a la sazón teníaonce años, vino corriendo hacia mí, me abrazóy me dijo: «Papi, te has ganado un premio».Tampoco esta vez tenía idea de qué me estabahablando. Mi esposa me mencionó algo de unconcurso, pero no me dio más luces y quedéen las mismas. Cuando me mostraron la comu-nicación escrita, me percaté de que venía de laEmbajada de Alemania. En ella se me informabaque, en efecto, había ganado el primer premio deun concurso que, sobre Hegel, habían convocadola propia Embajada y la Asociación Costarricensede Filosofía. La sorpresa inicial se hizo mayús-cula, por una razón muy sencilla: este servidorno había participado en ningún concurso. Por lomenos, no era consciente de ello. No obstante, ypor razones obvias, me alegré del hecho, aun sinsaber qué había sucedido. Los libros y los dos milcolones que eran parte del premio me venían muybien en aquellos días.

Sabía que quien podría ayudarme a dilucidarel misterio era el Dr. Láscaris. A él acudí y leconté la historia. De nuevo, con su típica son-risa, me dijo que él se había tomado la libertadde enviar al concurso el texto de mi conferencia(texto que yo le había entregado para su publica-ción en la revista, pues él era el director). No mequedó más que agradecerle el gesto.

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El tercer dato requiere una nota previa.Don Constantino no limitó sus activida-

des académicas a su participación directa en lavida interna de la Universidad de Costa Rica.Rompió fronteras, creó instituciones (o impulsósu creación) tanto en la propia Universidad comofuera de ella, contribuyó con otros organismosculturales a la difusión de la cultura y del saber,incursionó en el periodismo escrito y televisivo,utilizó la radio ... Algo particularmente digno dedestacar es que su visión nunca fue egoísta: él nosolo hizo sino que, además, se afanó por entusias-mar a otros para que también hicieran. Fue asícomo logró interesar a otros colegas para que, pormedio de Radio Universidad de Costa Rica, die-ran breves lecciones de historia de la filosofía. Sino me traiciona la memoria, el Dr. Mas Herrerafue quien primero estuvo a cargo de esos progra-mas. Al concluir su participación, Láscaris tratóde que yo me interesara en preparar una seriesobre filosofía griega. Tampoco esta vez le costóconvencerme. Fue así como tuve a mi cargo unaprimera serie sobre «El nacimiento de la filosofíagriega: de Tales a Platón», seguida por otra sobre«Aristóteles» y una tercera sobre «Filosofía hele-nística». Por falta de visión de algunas personas-no se trató ni de Láscaris ni de quien les habla-,esta última serie quedó incompleta.

Mi participación en esos programas de radiono estuvo exenta de detalles anecdóticos. Su rela-to quedará para otra ocasión.

In memoriam. ¿Y qué sigue?

Desde la perspectiva de estos recuerdos,debemos hacemos, precisamente, esta pregunta.

Creo que hay algunas tareas inconclusas quealguien, quizá de la casa de estudios donde ahoramismo nos encontramos, debería asumir. Una deellas sería intentar recuperar la memoria de lasmuchísimas anécdotas que tienen que ver con larelación de don Constantino con los estudiantes,tanto de Estudios Generales como de la Escuelade Filosofía (y quizás también de otras unidadesacadémicas). Debería incluir no solo lo que tieneque ver con cuestiones directamente ligadas a lasclases y a los exámenes (por ejemplo, sus parti-cipaciones, illo tempore, en los exámenes orales

de fin de año, en Estudios Generales, durante loscuales se hicieron famosas sus preguntas, quea muchos tomaban por sorpresa), sino tambiénaspectos más personales, como el de ofrecerayuda financiera a jóvenes universitarios que ibana abandonar sus estudios por estar pasando porestrecheces económicas. Podríamos hacer con él,con Láscaris, lo que él quiso hacer con las filóso-fas acerca de las que quería escribir.

Hay otro aspecto de esto mismo que aca-bamos de decir que quizás debería tambiéntomarse en cuenta. Se trata de las anécdotas, confrecuencia salidas de tono, que se le atribuían,cierta o legendariamente, a don Constan tino, yque manifestaban la agilidad mental que poseíapara responder, sobre la marcha, a situaciones quese le planteaban. No hace mucho, un distinguidoprofesional me contaba una de esas anécdotasy me garantizaba que era verdadera, pues habíasido testigo presencial del hecho. Esto, muy pro-bablemente tenga escaso valor académico. Nosé si tendrá valor de algún otro tipo. Pero sí esilustrativo de la agudeza de sus percepciones ensituaciones muy diversas y de su capacidad paravolcar la «argumentación» contra quien la habíapropuesto (¿al estilo del in utramque partemdisputare que caracterizó a Carnéades?). En fin,sería otro detalle del retrato anecdótico.

Desde un punto de vista más estricta-mente académico, también hay otras tareaspendientes. De una de ellas me siento deudor,pues es algo que ha estado rondando mi mentepor muchos años, pero no he tenido el tiemponecesario para dedicarme a ello. Me refiero alproyecto =esta palabra quizás exprese más delo que es el estado actual de la cuestión- dehacer un estudio cabal de Constantino Láscariscomo historiador de la filosofía griega. Claro,habría que realizar tal estudio tomando encuenta el contexto espacial y cronológico desu propia vida, pues mucha agua ha corrido yabajo el puente desde el cual él hacia sus pes-quisas (para decido utilizando una imagen muyheraclitea y una palabra de resonancia fonéticapiscatoria). Aquí habría que tomar en conside-ración sus aportes docentes, incluidos los cur-sos «experimentales» de pos grado (el primerintento de un programa doctoral de filosofía,que inaugura con un curso sobre Heráclito), sus

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traducciones de algunos filósofos presocráticosy sus artículos monográficos.

Ítem más: hace pocos días, un amigo chilenoque residió por años en nuestro país, me preguntósi se ha hecho una recopilación de los artículosperiodísticos de Láscaris. Recordé entonces unatesis de licenciatura, en la Escuela de Filosofía,sobre ese tema. Tesis que fue, por cierto, ocasiónpara un intercambio de opiniones contrarias entrealgunos profesores de entonces.

Creo que podrían hacerse otros estudios par-ticulares del pensamiento de nuestro autor. Solome queda decir: La mesa está servida.

* * *

y ahora, tantos años después, al volver arecordar esas «peculiaridades lascarianas» en eltrato con otras personas (y, en este caso especí-fico, con este «su seguro servidor»), ¿cómo agra-decer al amigo, profesor y mentor, que ya no estáentre nosotros, tal interés y expresión de aprecio?

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Que estas palabras, que él ya no puede escuchar,sean recibidas por los demás, o sea, por ustedes,como sincero testimonio de mi perenne gratitudy como homenaje al Benemérito de la PatriaConstantino Láscaris Comneno.

y a ustedes, que han tenido paciencia parasoportar el relato de estos recuerdos, sí puedodecirles: ¡Muchas gracias!

Tres Rios, Costa RicaAgosto del 2004

Nota

* Texto leído el 11 de agosto del 2004 durante lamesa redonda que se realiz6 en homenaje al Dr.Constantino Láscaris, a los veinticinco años desu fallecimiento. Esta actividad fue organizadapor la Asociaci6n Costarricense de Filosofía conla colaboraci6n de la Escuela de Filosofía de laUniversidad de Costa Rica. El texto ha sido revi-sado y ampliado.

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