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Fuerzas Morales Militares

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Texto clásico sobre ética militar y motivación, del Coronel CJ Hernán Monsante Rubio, en edición realizada por el centro de Altos Estudios de Justicia Militar, órgano académico del Fuero Militar Policial del Perú

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FUERZAS MORALES MILITARES

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FUERZAS MORALES MILITARES

Hernán Monsante RubioCORONEL DEL

CUERPO JURÍDICO MILITAR

Centro de Altos Estudios de Justicia Militar2014

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FUERO MILITAR POLICIAL DEL PERÚ"Fuerzas morales militares" de Hernán Monsante Rubio, publicado en 1969 por Ascorefa

Reeditado por el Centro de Altos Estudios de Justicia MilitarColección Publicaciones especiales del Fuero Militar Policial

Presidente del Fuero Militar PolicialGeneral de Brigada EP (R) Juan Pablo Ramos Espinoza

Director del Centro de Altos Estudios de Justicia MilitarContralmirante CJ Julio Enrique Pacheco Gaige

Comité EditorialTeniente Coronel EP Roosevelt Bravo Maxdeo, Presidente del Comité ySub Director del Centro de Altos Estudio de Justicia MilitarLicenciado Floiro Tarazona RamírezTécnico Primero AP Luis Urbina Huapaya

DiagramaciónSocorro Gamboa García

Diseño de portadaNicol Huamanchumo Farfán

Corrección de estiloAlex Ortiz Alcántara

FUERZAS MORALES MILITARESHernán Monsante Rubio

Edición octubre 2014Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2014-15067Tiraje: 1000 ejemplares

Editado por:FUERO MILITAR POLICIALAv. Arenales 321, Santa Beatriz, Lima CercadoTelf.: (511) 6144747E-mail: [email protected]

Impreso en Forma e Imagen de Billy Víctor Odiaga FrancoRUC: 10082705355Av. Arequipa 4558 - 4550, Miraflores, LimaTeléfono: (511) 6170300

IMPRESO EN EL PERÚPRINTED IN PERU

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ÍNDICE

Presentación del Presidente del Fuero Militar Policial .. 9Palabras del director ........................................................ 11Nota del editor .................................................................. 13Datos biográficos del Coronel CJM Hernán Augusto Monsante Rubio .......................................................... 15Ofrenda ............................................................................. 21Oficio del autor al Presidente de Ascorefa ...................... 22Respuesta del Presidente de Ascorefa ............................ 23Sesión del Directorio Ejecutivo de Ascorefa ................... 24Oficio del Presidente de la Comisión enviando el prólogo de la obra Fuerzas Morales Militares ............ 25Oficio del Presidente de Ascorefa remitiendo el prólogo de la obra a su autor ....................................... 26Nota preliminar ................................................................ 27Prólogo .............................................................................. 29

Capítulo primeroLA MORAL

La Moral ........................................................................... 35La Ley Moral ..................................................................... 36

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Capítulo segundoCONCEPTOS RELATIVOS AL EJÉRCITO Y

A LA PROFESIÓN MILITAR

El Ejército. Su concepto. Su evolución histórica ............ 43La disciplina ..................................................................... 49Jerarquía y subordinación ............................................... 50El mando ........................................................................... 53La obediencia .................................................................... 55El servicio ......................................................................... 56La iniciativa ..................................................................... 60La responsabilidad ........................................................... 64Las sanciones .................................................................... 66Reclamos ........................................................................... 68Quejas ................................................................................ 69

Capítulo terceroLA PATRIA

La patria ........................................................................... 73La batalla de Ayacucho .................................................... 77El patriotismo ................................................................... 81

Capítulo CuartoFACTORES POSITIVOS

El honor ............................................................................ 85La dignidad ....................................................................... 89La honradez ...................................................................... 91La veracidad ..................................................................... 92La lealtad .......................................................................... 95El valor ............................................................................. 97El heroísmo ....................................................................... 102La voluntad de vencer ...................................................... 104

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El coraje ............................................................................ 107La impetuosidad ............................................................... 108La entereza ....................................................................... 109La energía ......................................................................... 111El espíritu militar ............................................................ 113El carácter ........................................................................ 114La camaradería ................................................................ 116El espíritu de cuerpo ........................................................ 117La solidaridad .................................................................. 119El espíritu de sacrificio .................................................... 122El optimismo .................................................................... 124La confianza ..................................................................... 126La justicia ......................................................................... 128El trabajo .......................................................................... 130La destreza ....................................................................... 132La cultura ......................................................................... 134El trato social ................................................................... 137

Capítulo quintoFACTORES NEGATIVOS

El miedo ............................................................................ 143Las emociones .................................................................. 148La depresión ..................................................................... 152Los temores ...................................................................... 155La desesperación .............................................................. 159

APÉNDICE

Un ejemplo a seguir ......................................................... 165Bibliografía ....................................................................... 169

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PRESENTACIÓN

No podemos negar que vivimos tiempos desafiantes, tiempos de deterioro moral y espiritual en los cuales necesitamos reafirmar esos viejos valores que deben alimentar la fuerza vital del militar y del po-licía peruano.

Nuestra Constitución Política encomienda a las Fuerzas Arma-das y a la Policía Nacional la sagrada misión de velar por nuestra sobe-ranía y resguardar el orden interno (artículos 165 y 166), combatiendo al terrorismo, al narcotráfico, al crimen organizado y todo tipo de ame-naza a la seguridad y a la paz de la nación, garantizando los derechos humanos de todos y cada uno de nuestros ciudadanos.

También es preciso recalcar que conforme a los artículos 171 y 175 nuestras fuerzas del orden tienen la sagrada misión de participar en el desarrollo nacional y en la defensa civil. El cumplimiento de tan altos objetivos exige mística, lealtad, ética y valentía, lo que en muchas oportunidades pondrá a nuestros hombres ante la encrucijada de expo-ner su vida con heroísmo.

El Fuero Militar Policial tiene como propósito central forjar la disciplina de los integrantes de nuestras Fuerzas Armadas y Policía Nacional. Su misión es única e inmutable: conservar fuerzas discipli-nadas, con honor, integridad, lealtad, valentía y patriotismo.

En el cumplimiento de esta enorme tarea nos hemos propuesto impulsar el fortalecimiento de los principios y valores militares moti-vando la capacitación y fomentando el conocimiento, razón por la cual entregamos este valioso ejemplar de Fuerzas morales militares, escrito

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Hernán Monsante Rubio

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hace 45 años por un preclaro jurista militar como fue el Coronel EP CJM Hernán Monsante Rubio (1884-1983), cuyos principios y postula-dos sobre la moral militar se mantienen incólumes y seguirán vigentes por siempre.

Los invito a leer y divulgar la enseñanza que emana de esta obra paradigmática, que debe convertirse en un clásico de lectura impos-tergable en las aulas, oficinas y cuarteles de nuestros institutos arma-dos y de la Policía Nacional del Perú, y cuyo valioso contenido servirá también como mensaje inspirador para la juventud estudiosa y para todo ciudadano peruano, porque todos estamos llamados a construir la grandeza de nuestra amada patria.

Juan Pablo Ramos EspinozaGeneral de Brigada EP (R)

Presidente del Fuero Militar Policial

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PALABRAS DEL DIRECTOR

El Centro de Altos Estudios de Justicia Militar reedita el libro Fuerzas morales militares, escrito por el Coronel del Cuerpo Jurídi-co Militar Hernán Augusto Monsante Rubio, gracias a la autorización concedida por la Asociación de Capitanes de Navío y Coroneles Reti-rados de las Fuerzas Armadas y Policía Nacional (Ascorefa), gesto que agradecemos a nombre del Centro.

Con la reedición de este libro, se pretende alcanzar a los miem-bros del Fuero Militar Policial, de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional un “breviario” que contenga definiciones y conceptos de los valores más esenciales que deben practicar los hombres y mujeres con uniforme que sirven a la patria de forma especial, incluso con el com-promiso de ofrendar su vida por ella.

El Centro de Altos Estudios de Justicia Militar espera que el pro-pósito que anima esta reedición se cumpla.

Julio Pacheco GaigeContralmirante CJ

Vocal Supremo y Director del Centro de Altos Estudios de Justicia Militar del

Fuero Militar Policial

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NOTA DEL EDITOR

El Centro de Altos Estudios de Justicia Militar del Fuero Militar Policial abre con la reimpresión del libro Fuerzas morales militares, del Coronel Hernán Augusto Monsante Rubio, una nueva línea editorial que se agrega a las ya existentes: la publicación semestral de la Revis-ta “El Jurista del Fuero Militar Policial”, en la que se tratan temas de Derecho Penal Militar, Derecho Internacional Humanitario, Derecho Operacional y otros temas afines, y la línea normativa que tiene que ver con las leyes, códigos y manuales relativos al quehacer del Fuero Militar Policial.

La nueva línea editorial pretende acercar a los lectores a temas históricos relacionados con la justicia militar, con los valores éticos tan esenciales para la correcta administración de justicia y con otros temas de singular valía para el mejoramiento de las capacidades cognitivas y éticas de los miembros del Fuero Militar Policial.

Se ha respetado el contenido de la edición original, incluidos los documentos en torno al examen exhaustivo que se hizo para su publi-cación en 1969, lo que hace más valorable la obra. En esta edición se han agregado notas introductorias, necesarias para explicar el contex-to en el que se realiza la reimpresión de la obra y una breve biografía del autor, que en la edición original no existe.

Roosevelt Bravo MaxdeoTeniente Coronel EP

Editor

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DATOS BIOGRÁFICOS DEL CORONEL CJM HERNÁN AUGUSTO MONSANTE RUBIO

Roosevelt Bravo Maxdeo1

Teniente Coronel EP

“Cuando el que manda no sabe, no quiere o no puede hacerlo o el que obedece no acata las órdenes que se le dictan, el ejército se convier-te en un agrupamiento de individuos sin finalidad alguna, que de ejército no lleva sino el nombre; pero cuando, como debe ser, el que manda tiene perfecto conocimiento de lo que contienen las órdenes que imparte y energía bastante para hacerlas cumplir y, por su par-te, el que obedece acata con respeto las órdenes que recibe, entonces puede decirse, que existe el ejército”.

Hernán Monsante Rubio: Fuerzas morales militares

El Coronel Hernán Augusto Monsante Rubio vio la luz el 5 de noviembre de 18842 3, en la ciudad de Chachapoyas (Amazonas), siendo bautizado el día 14 del mismo mes y año. Fueron sus padres Jesús Luis Monsante Riofrío y María de los Santos Rubio Lynch. Estuvo casado

1 Oficial del Ejército peruano, abogado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Subdirector del Centro de Altos Estudios de Justicia Militar.

2 Escalafón General del Personal de Oficiales del Ejército en situación de retiro de 1961, copia N° 77, publicado por la Ayudantía General del Ejército, Sección Estadística, p. 85.

3 Dato que corrobora Francisco Javier Carbone Montes al formular el árbol genealógico del Coronel Monsante Rubio: <GeneaNet:http://gw.geneanet.org/fracarbo>.

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con doña María Luisa Hague y tuvo tres hijos: María Luisa, Hernán y Nora Monsante Hague. Hernán, quien contrajo matrimonio con Cle-mencia Consuelo Alva Fasce, estudió Derecho en la Pontificia Univer-sidad Católica del Perú (promoción 1959), se asimiló como Oficial del Cuerpo Jurídico Militar4 y llegó a la clase de Capitán de Navío en la Marina de Guerra del Perú; falleció el año 2007, cuando se encontraba ya en la situación militar de retiro. El Coronel Monsante tuvo como hermanos a María Luisa, Rosa Elvira, Manuel Octavio, Héctor H. y Ricardo Aurelio Monsante Rubio. Su hermano Héctor, nacido el 31 de julio de 1893, fue Oficial del arma de caballería en el Ejército, llegando a ostentar el grado de Teniente Coronel, grado con el que pasó al retiro el 31 de julio de 1951, por límite de edad en el grado5 y falleció el 16 de marzo de 1971. Ricardo Aurelio profesó la odontología, fue alcalde provincial de Chachapoyas en 1943-1944. El Coronel Hernán Augusto Monsante Rubio falleció el 4 de octubre de 1983, en Lima, a la edad de 98 años.

Varias son las facetas de la importante vida del Coronel Monsan-te; no obstante, deseamos resaltar en esta breve biografía su condición de integrante de la Justicia Militar; su actuación como diputado de la República; su participación como miembro del Club de la Unión y final-mente, como autor del libro Fuerzas morales militares que hoy reedita el Centro de Altos Estudios de Justicia Militar.

En cuanto a su condición de Oficial del Cuerpo Jurídico Militar, sabemos que mediante Resolución Legislativa N° 11718 del 11 de ene-ro de 1952, promulgada por el Presidente Manuel A. Odría el día 16 del mismo mes y año, se le otorgó “la efectividad de la clase de Coronel del Cuerpo Jurídico Militar al Coronel asimilado doctor Hernán Monsante Rubio”, en concordancia con los artículos 123, inciso 1, de la Consti-tución Política de 19336 y 847 y 848 del Código de Justicia Militar de

4 En 1962, recién asimilado, actuó como Secretario del Juzgado Permanente de la Cuarta Zona Judicial de Policía (Memoria del Consejo de Oficiales Generales leída en la apertura del año judicial de 1963 por el señor General de Brigada D. Reynaldo Enríquez Quesada. Lima, 1963).

5 Escalafón General del Personal de Oficiales del Ejército en situación de retiro de 1961. Ob. cit., p. 19.

6 “Aprobar o desaprobar las propuestas de ascensos que, con sujeción a la ley, haga el Poder Ejecutivo para Generales de División y Vicealmirantes, Generales de Brigada y

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1950. Los artículos del Código de Justicia Militar a los que se hacen referencia en la resolución legislativa, establecían que el tiempo mí-nimo requerido para acceder al grado de Coronel del Cuerpo Jurídico Militar era de 16 años de servicios como asimilado; además, de acuerdo con el artículo 63 del referido Código, debía encontrarse ejerciendo el cargo de Auditor de un Consejo de Guerra o desempeñando el cargo de Secretario del Consejo de Oficiales Generales. Implica ello que el Coronel Monsante venía prestando servicios en el Consejo de Justicia Militar desde los años treinta del siglo pasado y que al momento de ob-tener la efectividad en el grado de Coronel ejercía uno de los dos cargos señalados; en efecto, el Coronel Monsante servía como Secretario del Consejo de Oficiales Generales. Pasó a la situación de retiro con fecha 25 de julio de 1955 por límite de edad en el grado7.

Después de pasar a la situación militar de retiro, el Coronel Mon-sante ganó por elección una curul en la Cámara de Diputados, para el periodo legislativo 1956-1962. Fue diputado por el departamento de Amazonas junto con Esteban Hidalgo Santillán, Mariano Iberico To-rres, Lucas Rubio Rodríguez y Eduardo Watson Cisneros. Durante su permanencia en el Congreso de la República ejerció los cargos directi-vos de Diputado Secretario en las legislaturas de 1956, 1957 y 1958; y de Segundo Vice-Presidente de la Cámara de Diputados en los años 1961 y 1962. En la Legislatura de 1961 fue parte de la Comisión Diplo-mática que estuvo conformada, además, por Javier de Belaúnde Ruiz de Somocurcio, Lola Blanco De la Rosa Sánchez, Enrique Dammert Elguera y Manuel B. Montesinos Velazco8.

En otra faceta de la vida del Coronel Monsante observamos la estrecha ligazón que tuvo con el Club de la Unión, fundado el 10 de octubre de 1868, cuyo local social se halla ubicado actualmente en la cuadra tres del Jirón de la Unión, en el antiguo portal de Escribanos, en la Plaza Mayor de Lima. Este Club tiene entre su fundadores a ilustres personajes de nuestra historia patria como Miguel Grau, Elías Aguirre,

Contralmirantes, Coroneles y Capitanes de Navío; y concederlos sin el requisito de la propuesta del Poder Ejecutivo, por servicios eminentes que comprometan la gratitud nacional”.

7 Escalafón General del Personal de Oficiales del Ejército en situación de retiro de 1961. Ob. cit. p. 85.

8 Véase: <http://www.congreso.gob.pe/comisiones/1999/exteriores/Libroweb/cap1.html>.

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Alfonso Ugarte, Juan Guillermo Moore, César Canevaro, Enrique Pala-cios, Lizardo Montero y Natalio Sánchez, entre otros que participaron en el Guerra del Pacífico, ofrendando varios de ellos su vida.

Esa estrecha ligazón del Coronel Monsante con el Club de la Unión se patentiza con la colocación de su retrato en la galería de pre-sidentes del Club y la inscripción de su nombre en una placa recordato-ria; en efecto, en el hall del edificio que ocupa el Club existe una placa que recuerda la inauguración de esas instalaciones el 23 de diciembre de 1948, en la que aparece el nombre del Coronel Monsante como Se-cretario del Comité Directivo y Secretario del Comité de Construcción, siendo el Presidente el General Pedro Pablo Martínez y el Vicepresi-dente del Comité Directivo el eminente jurista doctor José León Ba-randiarán.

Andando el tiempo, la capacidad profesional del Coronel Mon-sante, su contracción al trabajo social y las excelentes relaciones hu-manas que practicaba hicieron que fuera nombrado Presidente del Comité Directivo del Club de la Unión, cargo por el que pasaron tam-bién otros ilustres personajes como el doctor Manuel Candamo Iriarte, Presidencia de la República en dos oportunidades; militares y marinos renombrados, varios de ellos héroes de la Guerra del Pacífico como el Contralmirante Lizardo Montero, quien igualmente ejerció la Presi-dencia del Perú y fue vocal del Consejo Supremo de Guerra y Marina entre el 20 de abril de 1904 y el 11 de enero de 1905; el General de Divi-sión César Canevaro Valega, dos veces Vicepresidente de la República, varias veces Presidente de la Cámara de Senadores, alcalde de Lima reiteradamente, Presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina entre el 20 de julio de 1904 y el 31 de octubre de 1906, entre muchos otros cargos que ocupó durante su fructífera existencia; el Vicealmiran-te Manuel Villavisencio Freyre, ilustre marino que ganó los laureles de la gloria sobre el puente de la Corbeta Unión en marzo de 1880, cuando rompió el bloqueo de Arica durante la Guerra del Pacífico, fue también vocal del Consejo Supremo de Guerra y Marina y en su momento, en dos oportunidades, Presidente del Consejo de Oficiales Generales; el General de Brigada Benjamín Puente, que presidió el Consejo de Ofi-ciales Generales entre el 30 de noviembre de 1917 y el 3 de enero de 1919; juristas como Ricardo Ortiz de Zevallos y Tagle, que en su cali-dad de vocal de la Corte Suprema de Justicia de la República integró el Consejo Supremo de Guerra y Marina entre el 23 de marzo de 1899

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y el 21 de octubre de 1903 y que presidió la Corte Suprema de Justicia de la República entre 1907 y 1909; José León Barandiarán y Jorge Eu-genio Castañeda, juristas estos de gran nombradía por su eminencia en el campo del Derecho Civil, entre mucho otros insignes personajes. Esta larga referencia a los ilustres personajes que presidieron el Club de la Unión tiene como correlato resaltar que prestaron servicios en la justicia militar, como en su momento lo hizo nuestro biografiado, y exaltar merecidamente la figura del señor Coronel Hernán Augusto Monsante Rubio.

Finalmente, el Coronel Monsante escribió el interesante libro titulado Fuerzas morales militares, que hoy reimprime el Centro de Altos Estudios de Justicia Militar, donde se tratan temas actuales e interesantes para la formación cívica de nuestros jóvenes y se analizan valores esenciales relativos al quehacer castrense como la disciplina, el valor, la lealtad, el espíritu de cuerpo, la camaradería, entre otros, siendo, como se afirma en la ofrenda que la Asociación de Capitanes de Navío y Coroneles Retirados de la Fuerza Armada y Fuerzas Auxi-liares (Ascorefa) hiciera al editarse por primera vez el libro: “(…) una positiva colaboración a la formación de la conciencia cívica y moral de la juventud en general y especialmente, de la que se inicia en la noble carrera de las armas”9.

9 Monsante Rubio, Hernán. Fuerzas morales militares. Lima, 1969, p. I.

Coronel CJMHernán Augusto Monsante Rubio

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OFRENDA

LA ASOCIACIÓN DE CAPITANES DE NAVÍO Y CORONELES RETIRADOS DE LA FUERZA ARMADA Y FUERZAS AUXILIARES (“ASCOREFA”) OFRECE ESTA OBRA DE LA QUE ES AUTOR EL CORONEL DEL CUERPO JURÍDICO MILITAR DR. HERNÁN MONSANTE RUBIO, TITULADA “FUERZAS MORALES MILITARES”, COMO UNA POSITIVA COLABORACIÓN A LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA CÍVICA Y MORAL DE LA JUVENTUD EN GENERAL Y ESPECIALMENTE, DE LA QUE SE INICIA EN LA NOBLE CARRERA DE LAS ARMAS.

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Lima, 10 de octubre de 1968.

Señor Capitán de NavíoD. Aurelio Pedraza FullerPresidente de la Asociación de Capitanes de Navíoy Coroneles Retirados de la Fuerza Armada y Fuerzas Auxiliares Ciudad.

Señor Presidente:

Tengo el honor de dirigirme a usted, enviándole, adjunto a la presente, el original del trabajo intelectual de que soy autor, titulado “FUERZAS MORALES MILITARES”, rogándole, que, si lo estima con-veniente, se digne someterlo a la consideración de “ASCOREFA”, para que en caso de merecer su aprobación, pueda ser editada por el suscrito y ofrecida como colaboración de nuestra Asociación a la juventud que se inicia en la carrera de las Armas.

Agradeciéndole por anticipado, la acogida que se sirva dar a la presente, le reitero los sentimientos de mi consideración más distin-guida.

Hernán Monsante RubioCoronel del C.J.M.

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Lima, 11 de noviembre de 1969.

Señor Crnl. CJM.D. Hernán Monsante RubioCiudad.

Tengo el agrado de acusar recibo de su estimable comunicación de fecha 10 de octubre último, por la cual se ha dignado enviar el origi-nal del interesante trabajo intelectual “FUERZAS MORALES MILITA-RES”, de la que es usted autor, a fin de que si mereciera la aprobación de la “ASCOREFA”, fuera ofrecida como un aporte de ella a la juventud que se inicia en la noble carrera de las Armas.

En respuesta, me es grato comunicarle que dada la importancia de la obra en referencia, nuestra Asociación ha acordado expresarle su felicitación y nombrar para su estudio una Comisión que será presi-dida por el señor Coronel E.P. Alberto Arnáiz Larrea e integrada por los señores Coronel E.P. Julio E. Mavila Durand, Coronel F.A.P. Dr. Ángel Cuba Caparó, Coronel B.G.C. D. Manuel Solano López y Coronel B.G.C. D. Luciano Ramírez Núñez.

Lo que cumplo con poner en su conocimiento.

El Capitán de NavíoAurelio Pedraza Fuller

Presidente de la Asociación de Capitanes de Navío y Coroneles Retirados de la Fuerza

Armada y Fuerzas Auxiliares(ASCOREFA)

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SESIÓN DEL DIRECTORIO EJECUTIVO DE LA ASOCIACIÓN DE CAPITANES DE NAVÍO Y

CORONELES RETIRADOS DELA FUERZA ARMADA Y FUERZAS AUXILIARES,

DE 25 DE FEBRERO DE 1969

El Secretario dio lectura a la comunicación del Coronel Hernán Monsante Rubio, en la que acusa recibo del pliego en el que se le hace conocer la opinión de los señores Coroneles designados para opinar so-bre su obra “FUERZAS MORALES MILITARES” y considerando acerta-da la opinión del señor Coronel Julio E. Mavila en el sentido de que se nombre una Comisión que avale en representación de la “ASCOREFA” dicha obra con u prólogo, el señor Presidente felicitó efusivamente al señor Coronel Monsante Rubio, de quien conoce sus altos merecimien-tos intelectuales; pero más aún, por su gesto de desprendimiento y al-truismo al querer que sea la “ASCOREFA” la que auspicie la edición de la obra, por lo que complacido sometió a la consideración del Directorio Ejecutivo, la moción del señor Coronel Mavila para que se nombre una Comisión que prologue la referida obra. Después de una amplia delibe-ración en la que todos los señores miembros del Directorio, tras aunar-se a las frases congratulatorias del Coronel Presidente, acordaron que dicha Comisión debía estar integrada de preferencia por los señores Coroneles que ya conocían la obra y además por un representante de cada Instituto Militar, y en este sentido, la Comisión quedó constituida por el siguiente personal:

Coronel EP. D. Julio E. Mavila Durand.Coronel EP. D. Alberto Arnáiz Larrea, que la presidirá según

acuerdo del Directorio anterior.Capitán de Navío D. Aurelio Pedraza Fuller.Coronel BGCP. D. Luciano Ramírez NúñezCoronel FAP. Dr. Ángel Cuba Caparó

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Lima, 8 de mayo de 1969.

Señor Coronel Presidente de la Asociaciónde Capitanes de Navío y Coroneles Retiradosde la Fuerza Armada y Fuerzas Auxiliares (“ASCOREFA”)

Asunto: Remite proyecto de prólogo a la obra “Fuerzas Morales Militares” del Coronel Hernán Monsante Rubio.

En nombre de la Comisión que presido, me es muy grato diri-girme a esa Presidencia, exponiéndole las conclusiones a que hemos llegado los miembros de la Comisión designada para prologar la obras “FUERZAS MORALES MILITARES” de que es autor el Coronel C.J.M. Hernán Monsante Rubio.

1.- Desde el primer momento, todos los miembros de la Comi-sión, sin excepción, nos dedicamos a estudiar detenidamente la obra de nuestro consocio el Crnl. Hernán Monsante Rubio, teniendo en cuenta que el resultado de nuestra misión implicaba hablar y hacer en repre-sentación de “ASCOREFA”, situación de suyo delicada.

2.- De dichos estudios y diferentes análisis, llegamos unánime-mente a la conclusión de que estábamos de completo acuerdo con la forma brillante y patriótica intención del autor de la obra.

3.- Cumpliendo el compromiso institucional hemos procedido a elaborar el proyecto de prólogo de la obra “Fuerzas Morales Militares”; documento que nos es muy grato adjuntarle para que lo someta a la consideración y decisión del Directorio Ejecutivo de nuestra Asociación.

Por la ComisiónCrl. E.P. Alberto Arnáiz Larrea.

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ASOCIACIÓN DE CORONELES RETIRADOS DE LAS FF. AA.“ASCOREFA”

AV. 9 DE DICIEMBRE (PASEO COLÓN) 150

Lima, 15 de mayo de 1969.

Señor Coronel del C.J.M.Dr. HERNÁN MONSANTE RUBIO.Ciudad.

Tengo el agrado de remitirle, adjunto a la presente y después de su aprobación por el Directorio Ejecutivo de “ASCOREFA”, el prólogo que la Comisión nombrada, se ha dignado redactar para su brillante obra “FUERZAS MORALES MILITARES”.

Reitero a usted, con este motivo, los sentimientos de mi especial consideración y estima.

Dios guarde a Ud.

Coronel BGC. Juan Lozada AguilarPresidente de “ASCOREFA”

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NOTA PRELIMINAR

El propósito del presente trabajo es el de inculcar en la concien-cia de la juventud que se inicia en la noble carrera de las Armas, el co-nocimiento de los principios institucionales y de las virtudes esenciales relacionados con los miembros de la profesión castrense y estimularlos en el cumplimiento del deber, de manera que puedan exhibirse como modelos de eficiencia, probidad y disciplina, realzando, al mismo tiem-po, la Institución a que pertenecen y que tiene la sagrada misión de defender la Patria.

A estos principios y virtudes que todo militar debe conocer y cui-dar celosamente, se les ha denominado “FUERZAS MORALES MILITA-RES”, para cuyo estudio se ha procurado recoger las ideas emitidas por las más connotadas autoridades en la materia, a fin de proporcionar al futuro oficial un medio de cultura ético-militar, expresado en lenguaje sencillo y, por lo tanto, fácilmente comprendible.

Insistimos en que este trabajo no persigue adentrarse en los se-cretos de la ciencia militar ni pretende, tampoco, especular sobre la influencia de la moral en todos los aspectos de la vida humana.

Al editar este modesto trabajo, quiero dejar expresa constancia de mi profundo agradecimiento al Directorio Ejecutivo de la Asociación de Capitanes de Navío y Coroneles Retirados de la Fuerza Armada y Fuerzas Auxiliares, (ASCOREFA), por la entusiasta acogida que se ha dignado dispensarle y por la redacción de su prólogo; comisiones inte-gradas por distinguidos Jefes Crnl. E.P. Alberto Arnáiz Larrea, Capi-tán de Navío Aurelio Pedraza Fuller, Crnl. F.A.P. Ángel Cuba Caparó, Crnl. E.P. Julio E. Mavila Durand, Crnl. B.G.C. Manuel Sotelo López y Crnl. B.G.C. Luciano Ramírez Núñez a quienes hago extensivos mis sentimientos de gratitud.

EL AUTOR

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PRÓLOGO

El Coronel EP CJM don Hernán Monsante Rubio, cumpliendo con un deber de lealtad institucional, ha enviado al Directorio Ejecuti-vo de la Asociación de Capitanes de Navío y Coroneles Retirados de la Fuerza Armada y Fuerzas Auxiliares, la obra de que es autor, titulada “FUERZAS MORALES MILITARES”, con el propósito de que, si mere-ciera su aprobación, sea editada como una colaboración a la formación de la conciencia moral y cívica de la juventud en general y, especial-mente, de la que se inicia en la noble carrera de las Armas.

El trabajo en referencia, después de haber sido leído detenida-mente por todos los miembros del indicado Directorio y por los de una Comisión Especial designada para el efecto, ha merecido unánime aprobación, tanto por la importancia de la obra en sí misma, como por la categoría intelectual e idoneidad del autor, quien durante muchos años, ha sido profesor de Moral y de Código de Justicia Militar en la Es-cuela Nacional de Policía y ha formado, además, parte de la Comisión Reformadora del Código de Justicia Militar.

Todo trabajo intelectual, al ponerse en circulación, por lógica na-tural y por la ley de la costumbre, es susceptible de críticas, observa-ciones y diferentes interpretaciones, debiendo el autor estar llano a aceptarlas en todas su partes, sean estas buenas o malas, porque sus ideas y conceptos no pueden ser infalibles y también, porque quien lee la obra, tiene ideas y conceptos propios que pueden estar en completo o relativo desacuerdo con el escritor.

He allí, lo arduo de la tarea encomendada a los cinco socios que componemos la comisión nombrada por la ASCOREFA, con la finalidad

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de que a nombre de la Institución elaboremos el prólogo de presenta-ción de la obra.

Nuestro criterio no puede ser uniforme, sea porque pertenecemos a diferentes instituciones castrenses, sea porque nuestros profesores que nos iniciaron en la profesión, nos presentaron desiguales y no con-cordantes en definiciones y conceptos; sea porque en nuestro posterior y particular afán de cultura, recurrimos a diversas fuentes intelectua-les. La verdad es que nos ha sido difícil decidirnos a prologar: “Fuerzas Morales Militares”.

Pero ese es otro problema; la conclusión real, verídica y positiva es que la obra es producto del esfuerzo sano, profundo y patriótico de un distinguido camarada y que ella llena un vacío mucho tiempo senti-do en la preparación intelectual de nuestra juventud castrense.

Hay que tener presente que el que se decide a abrazar la dig-na profesión militar, es un jefe en potencia, lo que significa que des-de su iniciación profesional, debe aprender a mandar, pero pensando siempre que el derecho de mandar no es jamás un privilegio, sino que entraña una gran responsabilidad. De allí, la necesidad de que desde mozo necesite preparar su mente, conociendo a fondo y sin titubeos, los principios morales que han de hacer de él un verdadero conductor de hombres, tanto en la paz como en la guerra.

De lo dicho en el párrafo anterior, se desprende, una vez más, la gran importancia de la obra del Coronel Monsante Rubio, en la cual en forma escalonada, metódica e inteligente, trata no solamente de hacer llegar a sus lectores el verdadero concepto de cada uno de los principios morales que él contempla y define, sino que también le permite a cada persona compulsar su real capacidad de comprender, sentir y cumplir cada uno de sus preceptos, que constituirán la base fundamental de su carrera y la piedra angular para demostrar su verdadera calidad de oficial y luego de jefe.

La Comisión estima, sin que sea su propósito invadir los te-rrenos propios del autor, poner énfasis en cuatro de los pilares sobre los cuales se apoya la preparación del soldado y consecución, a pos-teriori, de sus propósitos: el HONOR, la MORAL, la DISCIPLINA y el PATRIOTISMO.

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EL HONOR es muy difícil de definirlo en pocas palabras, porque cuando uno pretende hacerlo, hay muchas ideas, muchas expresiones que acuden a la mente. En muy lejana época Homero decía: “Sed ver-daderamente hombres, clavad el honor en el centro mismo de vuestras almas”, y Juvenal: “Yo creo que el más grande de todos los crímenes es el PREFERIR LA VIDA AL HONOR”.

Toda profesión tiene su propio honor, y hablando del honor del soldado, su misión es la defensa de la Patria; lo que significa renunciar a las bajas ambiciones y riquezas, pensando que vivir con honor es vi-vir en perenne cumplimiento de las leyes morales que su profesión le impone.

LA MORAL tiene fundamentos, que se pueden clasificar como de orden intelectual y material. Es la educación del hogar y de la escuela; es la preparación profesional inicial; es la calidad de sus superiores; es la realidad institucional; y es la propia capacidad del sujeto, los que harán del soldado un hombre de sólida moral, capaz de saber cumplir y hacer cumplir la misión que se le confíe.

LA DISCIPLINA. Indiscutiblemente la Institución Armada es un instrumento de fuerza, lo que significa que en ella no cabe ningún ele-mento débil, necesitando más bien, una sólida armadura, que no puede ser otra que la DISCIPLINA.

Para saber mandar, es necesario haber aprendido a obedecer. El pensador árabe Habid Estéfano decía: “El que no ha sabido obedecer en la juventud, difícilmente podrá llegar a saber mandar en la edad madura”.

El arte de saber mandar y saber obedecer constituye la base fun-damental institucional de la DISCIPLINA.

EL PATRIOTISMO es el súmun de las fuerzas morales; es la más clara expresión de nuestro amor a la Patria; es la razón de nuestra existencia; es el que impulsa al soldado a servir con orgullo y dignidad durante la paz, y que cuando se trata de defenderla en la guerra, nos da fuerza y coraje para luchar por su suelo, teniendo como símbolo su gloriosa bandera.

Teniendo en cuenta lo que se deja expresado; este trabajo ha de constituir un elemento de singular utilidad para nuestra juventud

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castrense, sobre todo, para la que presta servicios en lugares alejados de la capital de la República y que no dispone de bibliotecas u obras de la naturaleza de que tratamos, que está destinada a difundir conoci-mientos de orden institucional, moral y social.

Es una suerte que adopte forma de libro, pues creemos que es una obra de indudable calidad didáctica. Con acuciosa metodología, tí-picamente universitaria y clara erudición, solventa un ambicioso plan expositivo logrado con felicidad.

El autor cita en la bibliografía a escritores y obras de consulta que por su indiscutible importancia y calidad, seguramente han cons-tituido un valiosísimo aporte para que nuestro amigo el Coronel Mon-sante Rubio uniendo su propia cultura y vasta experiencia profesional, haya conseguido elaborar una obra de apreciable valor; circunstancias que eximen a la Comisión de tratar de hacer un determinado análisis de las ideas y conceptos allí vertidos, así como de su redacción y estilo, que son cualidades muy propias y particulares de quien escribe.

Los que prologamos este libro, podemos afirmar que su esfuerzo no puede estar perdido. Asume, más bien, el valor de reposada semilla que aguarda en el surco la hora propicia del surgimiento. Entretanto, es una suerte repetimos que el trabajo adopte la forma de libro y que eche a andar por nuestro territorio, ingrese a los hogares y llegue a las manos de nuestros jóvenes, quienes, a veces, sin acertados guías, ini-cian su marcha en la dura jornada de la vida.

La Comisión designada por el Directorio Ejecutivo de la ASCO-REFA, al prologar la importante obra del Coronel Monsante Rubio, for-mula votos porque la juventud actual contribuya al engrandecimiento de nuestra Patria, alcanzando una eficiente educación moral y una só-lida cultura, para beneficio de la colectividad, merced al estudio, a la reflexión y el culto a los elevados valores morales.

LA COMISIÓNCoronel EP Alberto Arnáiz Larrea

Capitán de Navío Aurelio Pedraza FullerCoronel EP Julio E. Mavila Durand

Coronel FAP Ángel Cuba CaparóCoronel BGC Luciano Ramírez Núñez

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Capítulo primero______________________

LA MORAL

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LA MORAL

Tres factores influyen poderosamente en la vida del hombre: la naturaleza, el hábito y la sociedad.

Depende de él convertir estos tres factores en favorables o adver-sos. Si se deja llevar por sus instintos naturales que le inclinan al mal; si no opone toda la fuerza de su voluntad para desarraigar los malos hábitos adquiridos en la temprana edad en la que, por lo general, im-pera la tendencia a realizar todos los deseos y desenvuelve su vida en un ambiente social más propicio al vicio que la virtud, su destino será cuando no el de un delincuente, el de un ser que no alcanzará ninguna situación ventajosa en la vida.

La moral no solo aquilata lo que se hace, sino impone también lo que se debe hacer.

En este último sentido la moral es una ciencia que enseña al hombre a cumplir sus deberes individuales y sociales.

De esto se infiere que la moral interviene en todos los actos de la vida del hombre, al extremo de poder afirmarse que no existe acción valorable si carece de moralidad.

En efecto, toda acción se halla sujeta a la aceptación o repudio de la conciencia humana, la que aprecia su bondad o maldad, experimen-tando en uno u otro caso, satisfacción o remordimiento o bien, discrimi-nando si ella merece alabanza o vituperio.

Por eso, en todos los tiempos, desde que el mundo existe, todo hombre civilizado o salvaje, sabio o ignorante, ha calificado las acciones como buenas o malas, considerando a las primeras como dignas de pre-mio y a las segundas como merecedoras de castigo, lo que ha llegado a establecer una regla universal que hace distinguir lo bueno de lo malo y que se denomina la LEY MORAL.

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LA LEY MORAL

No todas las doctrinas filosóficas se hallan de acuerdo acerca del fundamento de la ley moral. Por ello es conveniente hacer una breve re-ferencia a las opiniones emitidas sobre el particular por los principales preconizadores de los diferentes sistemas filosóficos:

Para SÓCRATES, la moral se funda en el conocimiento del bien. El hombre es bueno no porque quiere serlo ni por su tendencia espi-ritual, sino por su saber; es decir que somos morales porque tenemos conocimiento de lo que es mejor.

Pero, por lo general, todos los hombres, aún los de mediana inte-ligencia y cultura, no obstante saber que lo mejor es lo bueno se com-portan mal.

ARISTÓTELES, influenciado por PLATÓN, sostiene que la virtud es la característica del hombre; es su cualidad propia e intransferible. Cree que la virtud es un hábito del hombre regulado por la voluntad y la inteligencia.

Tanto Sócrates como Platón y Aristóteles, filósofos intelectualis-tas, hacen pues depender los principios morales de la inteligencia, del conocimiento, del saber; pero, la experiencia nos enseña que, muchas veces, los que más saben no son los más morales.

SANTO TOMÁS DE AQUINO, filósofo y teólogo italiano, llamado con justicia, el Doctor Angélico, introdujo el pensamiento aristotélico en la teología católica, expresando que existe la moral individual que regula la conducta del hombre para obtener la perfección espiritual y así alcanzar un fin superior y una moral social que ordena el compor-tamiento colectivo, sobre todo en cuanto se relaciona con el Estado y la familia.

Esta ética “tomística” encierra el concepto religioso de que la moral existe para ayudar al individuo a alcanzar la gloria prometida en una vida venidera. Concepto del que desgraciadamente no participan todos los hombres.

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Sostienen algunos autores que la ley moral se equipara a la ley política; que ella se cumple, no porque se tenga voluntad para cumplir, sino porque es ley y que, por lo tanto, solo es bueno lo que se hace por mandato y no por inclinación natural.

Esta doctrina contempla únicamente al aspecto externo de la ley moral, o sea el simple acatamiento a la norma que ordena proce-der bien, pero no considera el aspecto interno; el deseo, el propósito de cumplirla; es decir, el sentimiento que condiciona el acto moral.

Según esta teoría preconizada por Kant y sus discípulos, somos morales porque hacemos solo aquello que es admitido por los demás co-mo bueno, obrando de modo que nuestra acción pueda ser mirada como ley universal. Pero ello significa negarle a nuestra propia conciencia la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo en contradicción con lo que frecuentemente ocurre, pues, muchas veces, una persona juzga malo, lo que los demás estiman bueno y viceversa y, es sólo la inclinación natural del hombre lo que le permite distinguir, de acuerdo con sus convicciones, lo lícito de lo ilícito.

Esta doctrina, sostenida también por HOBBES, de que la ley mo-ral debe ser cumplida porque procede del legislador, en virtud del poder que le confiere el pueblo, supedita la voluntad humana al Estado. Pues, si bien es cierto que lo que la autoridad impone es generalmente lo mo-ral, es evidente que la verdadera característica de la ley moral consiste precisamente en cumplir el deber, no porque nos lo manden, se espere premio o se tema castigo, sino porque nace en nosotros la voluntad de cumplirlo, después de ser apreciado en lo íntimo de nuestra conciencia.

Tampoco puede admitirse como fundamento de la ley moral, aquella otra teoría de SPENCER y GUYAU, que la hace proceder de los principios biológicos, según la cual la moral social derivaría de las con-diciones de la vida del individuo; de su adaptación al medio, creando así una moral orgánica. Pero si admitimos una moral orgánica, maqui-nal, no obramos con libertad, ni bajo el impulso de la voluntad ni de la conciencia, y no puede hablarse de una moral inconsciente ya que para calificar un acto como moral este tiene que ser consciente.

Lo mismo puede decirse del sistema naturalista de Nietzsche, que considera la moral como una reverberación de la esencia íntima de cada uno; cree que hay una moral ascendente de exigencia y de

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afirmación que culmina en la voluntad de poder, de dominio que se logra en la plenitud de la salud física y espiritual, para alcanzar los más elevados objetivos a que pueda aspirar el hombre considerando también, junto a ella, una moral decadente propia de los débiles, degra-dados y míseros que predican la humildad, la paciencia, estableciendo, así, un sistema de valores con el cual pretende trasportar las leyes naturales a las morales situados en opuestos planos y cuya fusión es imposible.

La teoría aquella del “perfeccionalismo”, no se aparta mucho de la teoría naturalista de Nietzsche, pues si bien, este funda su mo-ral en las cualidades naturales del individuo, el “perfeccionalismo”, aunque ubica también el origen de la moral en la naturaleza humana, considera que esta misma naturaleza, determina en el hombre el desa-rrollo de sus aptitudes espirituales que lo conducen hacia la perfección, y que, por consecuencia, todo cuanto concuerda con este fin, es moral-mente estimable, siendo reprobable, en cambio, lo que la contradice. De estas consideraciones deduce el perfeccionalismo, el contenido concreto de la ley moral.

Esta teoría como afirma Hessen, destaca la íntima relación que existe entre el orden natural y el moral; pues si bien, el moral se en-cuentra en estrecha conexión con el esfuerzo natural del hombre, este solo alcanza su perfección merced a sus fuerzas morales y espirituales.

También se ha querido encontrar el fundamento de la ley mo-ral en el utilitarismo preconizado por John Stuart Mill y Jeremías Bentham. Afirma este sistema que la moral personal y social es la utilidad o sea el principio de la mayor felicidad. Sostiene que las accio-nes son buenas en cuanto tienden a aumentar la felicidad y malas en cuanto tienden a producir lo contrario.

Que por felicidad se entiende el placer y la ausencia del dolor y por su contrario, el dolor y la ausencia del placer.

El utilitarismo considera, por consecuencia, que lo moral se cumple, porque es útil, y produce beneficio; sin embargo, hay actos que producen utilidad y que, sin embargo, no son morales.

Cierto es todo esto; que lo que dispone la ley política o lo que man-da la autoridad, está, por lo general, de acuerdo con lo lícito y conveni-ente; que las condiciones de vida del individuo, su adaptación al medio,

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contribuyen a formar la moralidad de los que constituyen un pueblo o una nación, que el saber o el conocimiento de lo que es mejor, influye en la conducta de los hombres; que la idea de alcanzar la bienaventuranza en una vida venidera, es acicate de moralidad y que lo bueno produce utilidad, pero, no obstante todo esto no puede admitirse que la ley mor-al exista solo por esas razones; su verdadero fundamento, en nuestro concepto, se halla en la naturaleza racional del hombre, que lo inclina al bien y que rechaza todo aquello que repugna a su conciencia. Claro está que hay casos, desgraciadamente frecuentes, en que un individuo no reacciona como los demás, ante un hecho condenado como malo. Para enmendar esos casos está la ciencia que se denomina Educación Moral que frena los instintos proclives al mal; enseñando el modo como el hombre debe reaccionar contra esos impulsos y liberarse de los malos hábitos adquiridos en ambientes en los que la moral no es sólida o es desconocida.

De allí, que puede distinguirse una moral absoluta y una moral relativa. La primera considera la existencia del bien inmanente en la conciencia del hombre; la segunda, reconoce la existencia del mal como motivación de la conducta humana, que la moral trata de corregir por todos los medios.

Mas, como la moral no es la misma en todas las sociedades ni en todas las épocas, no puede exigirse que un individuo, en un medio dado, observe una conducta moral absolutamente igual a la de otro hombre que pertenece a un medio distinto; ya que, por ejemplo, entre gentes pérfidas, mal intencionadas y desprovistas de todo escrúpulo, se perdería quien siempre demostrase probidad absoluta. El hombre moral moderno se ve obligado por eso a encuadrar su conducta armonizándola con aquella que juzgue como la más correcta entre los que observan los miembros de la sociedad o institución a que pertenece, procurando, siempre que la suya la supere en lo posible, a fin de acercarse a la moral absoluta; pero sin olvidar que la moral no solo rige la vida del hombre en lo que respecta a su comportamiento con los demás seres con quienes convive o se relaciona sino que rige también en sus relaciones con el Estado y con el Derecho.

Para tener una orientación definitiva sobre la observancia de los principios éticos, viene al caso mencionar la clasificación que hace Tomasio y que se rige por tres correlativos principios supremos:

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“El principio supremo de la ética o moral es ‘el honestum’ y su precepto fundamental tiene la siguiente formulación: ‘Hazte a ti, lo que quisieras que los demás se hicieran a sí’.

“La política, en cambio, tiene por principio supremo ‘el decorum’, del cual se dedúcela máxima fundamental: ‘Haz a los demás lo que quisieras que los demás te hagan a ti’.

“Y, por último, el derecho tiene por principio supremo lo ‘iustum’, que se traduce en el precepto: ‘No hagas a otro lo que no quisieres que te hagan a ti’.

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Capítulo segundo______________________

CONCEPTOS RELATIVOSAL EJÉRCITO Y

A LA PROFESIÓN MILITAR

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EL EJÉRCITOSU CONCEPTO.– SU EVOLUACIÓN HISTÓRICA

Se denomina Ejército al conjunto de hombres y de elementos cu-ya principal misión es la de defender los derechos de una nación; velar por que se cumpla su constitución, por su seguridad interior y exterior, por su dignidad y su independencia. Es la fuerza armada dispuesta siempre a la defensa y al ataque, para impedir toda agresión de los enemigos externos e internos de la Patria.

Al Ejército concurren todas las clases sociales, confundiéndose en un solo ideal: EL SERVICIO de la Patria, que es la expresión más elevada de las virtudes cívicas; la escuela en que el ciudadano conoce nuevas fuerzas morales, adiestra sus músculos, cultiva su inteligencia y robustece sus sentimientos, sin más preocupación que la del cum-plimiento del deber y sin otra divisa que la del honor. El Ejército ha existido siempre en todas las naciones como una fuerza protectora para que éstas puedan sobrevivir, desarrollarse y engrandecerse.

El vocablo ejército tiene su origen en la palabra “exercitus” que proviene, a su vez, de ejercicio y no fue usado en la antigüedad con la significación que hoy tiene. En el siglo XVI se utilizó la voz “armada”, originaria del italiano “armata”, de donde se supone que provenga el término francés “armée” y la palabra inglesa “army” para significar ejército de tierra.

Etimológicamente, Ejército es, pues, una agrupación de hombres armados; por consecuencia, un país puede tener tantos ejércitos, cuantas sean las agrupaciones armadas previstas por su organización y efecti-vos, tanto en época de paz como en épocas de movilización. De allí que las grandes potencias, con grandes efectivos militares, den a esas agru-paciones el nombre de Primer o Segundo ejército o bien: El Ejército del

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Norte, del Sur, de Oriente, etc. según el lugar donde dichas fuerzas se encuentren operando o se hallen destacadas.

¿Por qué entonces, si se denomina ejército a toda agrupación ar-mada, se aplica en el Perú, este término al conjunto de todas sus Insti-tuciones Militares?

Es que la palabra ejército, tiene dos significados: uno amplio y general, que entrañando una ficción jurídica, significa el conjunto de todas las fuerzas armadas del país; y se dice entonces: “EL EJÉRCITO NACIONAL”, que comprende las fuerzas de tierra, mar y aire; y otro más restringido, que es el que se aplica, tradicionalmente en el Perú, sólo a las fuerzas de tierra, integradas por la Infantería, Caballería, Artillería, con sus respectivos servicios y las Fuerzas Auxiliares: Guar-dia Civil y Policía, Cuerpo de Investigaciones y Vigilancia y Guardia Republicana.

Para evitar sin duda, la confusión que puede ocasionar la aplica-ción del mismo término ejército, tanto a la totalidad de las fuerzas ar-madas, como sólo a una parte de ella, nuestra Carta Política, al tratar de las atribuciones correspondientes a los diferentes organismos que integran la Nación Peruana, denomina “FUERZA ARMADA” al conjun-to de todos los Institutos Militares, quedando la denominación “Ejérci-to” solo para las fuerzas que operan en tierra.

SU EVOLUCIÓN HISTÓRICA

Como resulta bastante difícil, y desde luego, ajeno a la finalidad de esta obra, seguir en detalle las múltiples transformaciones que ha experimentado el ejército, en el tiempo y en cada una de las naciones del orbe, nos limitamos solo a hacer una breve síntesis de su evolución, por creerlo necesario.

Siempre alcanzaron la victoria los ejércitos mejor organizados. Comprendiéndolo así, en la antigüedad, los griegos procuraron intro-ducir el orden, la regularidad y la disciplina en sus milicias, creando la célebre “Falange” cuyo origen se remonta a las legendarias guerras de Troya, la que llamada después Macedónica, por la perfección que alcanzó con Filipo Rey de Macedonia, estaba constituida por unidades orgánicas de diversa naturaleza. La “Falange” griega ofrece el modelo

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más antiguo de un ejército regular, en el que se introduce el orden en las evoluciones, la cadencia y marcialidad en el paso y la uniformidad en el armamento; “Falange” que sirvió de poderoso instrumento a Ale-jandro “El Grande”, para someter a los pueblos de Oriente, alcanzando sorprendentes victorias con sus reducidos ejércitos, sobre las enormes masas de combatientes que lanzaron sus adversarios más poderosos: los persas.

Sin restar importancia a la “Falange”, constitución y fuerza de la milicia helénica, hay que convenir en la gran superioridad que sobre ella alcanzó la “Legión Romana”, que dio enorme poder bélico a las milicias de Roma, al extremo de lograr con ellas, predominio en todo el mundo.

Es que en la “Falange” griega predominaban más las ideas tácti-cas y mecánicas, en tanto que la “Legión Romana”, traducía todas las virtudes del pueblo romano: eficiencia, valor, abnegación y sobre todo, férrea disciplina impuesta y mantenida con severos castigos, como la flagelación y la pena de muerte, por la promesa de recompensas o por la gloria de las victorias. Llegaba a tal punto la severidad de la discipli-na, que se cita como ejemplo de ella, el hecho de que la Legión de Marco Scauro acampara alrededor de un manzano cargado de fruta madura, sin que nadie se atreviera a tocarla.

Con tales cualidades, la milicia romana alcanzó enorme poderío y prestigio, significando un alto honor pertenecer a ella, a tal extre-mo, que no se podía desempeñar magistratura alguna, sin antes haber servido en filas; dándose como casos frecuentes que individuos de las más ilustres familias, murieran en los campos de batalla como simples soldados.

La milicia romana no fue al principio una institución indepen-diente o una carrera como lo es ahora el ejército; era el mismo Estado o se confundía con él. Solo en los tiempos de César, se acentuó la separación entre ejército y Estado, ya que este caudillo organizó un ejército exclusivamente suyo, con el cual logró dominar el mundo.

Paralelamente al auge de la milicia romana, alcanzó también gran eficiencia el ejército cartaginés, el cual si bien, no tuvo la orga-nización de aquella, demostró poseer muchas de sus virtudes, entre otras, las del coraje y la abnegación, como lo revela la extraordinaria

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hazaña realizada por Aníbal, de travesar los Alpes, venciendo nevados, precipicios, hambre y fatiga; hazaña que puso al ejército romano en inminente peligro de ser totalmente aniquilado.

Tal es el cuadro que nos presentan los ejércitos de la antigüedad, cuya organización, capacidad y prestigio se debió en gran parte, a sus caudillos; al genio de esa gloriosa trinidad constituida por Alejandro, Julio César y Aníbal.

Empero, con la desaparición de ella, con la decadencia de Roma en la que el legionario dejó de ser el modelo del patriotismo y la aus-teridad debido a la corrupción determinada por el saqueo de los pue-blos conquistados, se eclipsó por larguísimo tiempo el esplendor de los ejércitos del mundo antiguo, ya que en la Edad Media, se olvidaron los principios, las tácticas, las normas morales y la disciplina.

En las invasiones de los bárbaros que arrasaron Europa como enjambre de langostas, no es posible vislumbrar el menor vestigio de arte militar y, menos aún, durante el feudalismo, época que marca su eclipse total.

En esa época, todo guerrero era un ciudadano y todo ciudadano un guerrero. Los hombres del ejército no eran distintos a los hombres de la ciudad; por ello, cuando surgía una guerra, se improvisaban jefes y se improvisaban soldados y, unos y otros, no se distinguían por sus conocimientos militares, sino por sus dotes individuales o cualidades naturales, su valor o entusiasmo. El regimiento y la compañía perte-necían a sus jefes, los cuales podían llevarse a sus hombres, cuando no estaban de acuerdo con las órdenes que recibían de los reyes y de los señores a quienes servían o cuando no simpatizaban con ellos.

El ejército no tenía más nexo con el Estado que sus jefes, pertene-cientes por lo general, a la nobleza, que reunían a su alrededor gentes que los admiraban, que ellos pagaban o que les eran adictos por la pro-tección que les dispensaban. Así se explica la existencia de los ejércitos mercenarios que servían a la nación que mejor les pagaba y que no era por supuesto la suya, luchando si así estaba estipulado, hasta contra su propia patria. Es pues, inútil pretender encontrar en estos ejércitos vislumbres de adelantos militares.

Tampoco ha de hallarse indicio alguno de perfeccionamiento mi-litar, en las guerras de las Cruzadas, aun cuando en ellas existe ya la idea de la infantería organizada.

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La irrupción de los árabes en Europa, trajo algún recuerdo de los tiempos de Grecia y de Roma y en sus luchas con España es posible apreciar, tanto en uno como en otro ejército, cierto orden y método en sus actividades guerreras.

Durante la guerra de los Treinta Años, no se percibe tampoco progreso alguno en el orden militar. En el siglo XVII y en la primera mitad del siglo XVIII, el régimen militar decae más aún, pues no puede ser más deplorable el estado de los ejércitos de Europa.

Es solo en la Edad Moderna que se organizan las milicias sui-zas, que echaron por tierra la grandeza de Carlos el Temerario. De esa época datan los ejércitos de Carlos V, que venciendo a los ya regulares de Francisco II, en Pavia, hacen exclamar a éste: “Todo se ha perdido menos el honor”.

En la segunda mitad del siglo XVIII, Federico el Grande, llamado el “Rey Sargento”, logra la grandeza de Prusia, organizando con tenaci-dad admirable e incontables sacrificios, su poderoso ejército, presentado como modelo de disciplina, de valor y de abnegación.

La Revolución Francesa, que conmovió los cimientos de la rea-leza en Europa y que obtuvo con sus ejércitos improvisados múltiples triunfos, no los logró a base de organización o disciplina, sino de entu-siasmo, valor y amor a la gloria; que si bien, son cualidades inestima-bles, no bastan para obtener perennes triunfos. Solo cuando Napoleón organiza sus ejércitos, inculcando en ellos, los sentimientos del honor condensados en la frase aquella de Cambronne: “La guardia muere pe-ro no se rinde”, se puede decir que el ejército, ha alcanzado su verda-dero prestigio.

Y así, llegamos a los tiempos actuales, en que se estima la disci-plina como la fuerza mayor de que puede estar dotado un ejército. Para comprobarlo, no hay sino que contemplar el panorama que ofrecieron a la vista, las dos últimas guerras mundiales que ensombrecieron el orbe. Los grandes ejércitos que intervinieron en esas luchas hicieron gala de gran organización y de absoluta disciplina, la cual, rebasando la institución militar, extendió su acción a todas las esferas de las ac-tividades humanas.

El ejército moderno en su gran misión de defender la Patria, ex-tiende su influencia a toda la sociedad, interviniendo en la solución de los problemas que la afectan; construyendo carreteras, estudiando sistemas

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para acrecentar la producción, aplicando los nuevos procedimientos por medio de la planificación; luchando contra el analfabetismo; propician-do la construcción de viviendas, sobre todo, en países subdesarrollados como el nuestro, y por último, contribuyendo a la cultura nacional y el fortalecimiento de la moral pública.

Las dos últimas guerras mundiales nos han dejado, junto con los desastres ocasionados a la humanidad, la experiencia de que todas las naciones grandes o pequeñas, deben estar constantemente preparadas para la guerra, a fin de que ella pueda ser evitada.

Esto que parece una paradoja, es sin embargo, una evidente rea-lidad: la negligencia, imprevisión o demasiada confianza de los pue-blos, ha permitido que algunas naciones alcanzaran enorme poderío militar, haciendo posible que sus dirigentes sintiéndose poderosos, pre-tendan por ambición u orgullo avasallar a los demás pueblos, tratando de imponerles sus doctrinas, como ha ocurrido con el nazismo, cuyos propósitos de dominio del mundo, por poco se convierten en realidad; y que sólo la alta moral del pueblo británico, que les opuso increíble re-sistencia pudo frustrarla y dar tiempo para la intervención de Estados Unidos de Norte América, con cuyo concurso se pudo desbaratar los planes de predominio nazi, aunque a costa de: “sangre, sudor y lágri-mas”.

Esto hace ver la necesidad imperiosa de la paz armada; pero, co-mo su mantenimiento resulta demasiado gravoso, la tendencia moder-na es la de utilizar sus elementos en otras actividades que, sin hacerles perder su poder defensivo, se traduzcan en beneficio de la nación a que pertenecen, como en el estudio y solución de los problemas educaciona-les, económicos, viales y colonizadores.

Tal es la tendencia de nuestro ejército, traducida en las obras que con singular esfuerzo viene realizando haciéndose merecedor al aplau-so y gratitud de la ciudadanía.

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LA DISCIPLINA

La disciplina es la obligación impuesta a los miembros de un cuerpo militar de observar rigurosamente las normas establecidas por los reglamentos y de prestar a las órdenes impartidas por los supe-riores entera obediencia; o, en otros términos: es la regla de conducta uniforme, común a todos, a la que los jefes, oficiales y soldados están sometidos sin distinción alguna.

Para que la disciplina llene sus altos fines en la organización del ejército, asegurándole unidad, prestigio y poderío, es indispensable que todos los elementos que lo integran, obedezcan a un único impulso y que todos los esfuerzos concurran a realzar la autoridad del comando.

El concepto de la disciplina comprende el orden, la uniformidad, la obediencia, la consideración, el respeto a los superiores, la puntua-lidad, el compañerismo y, en general, el cumplimiento de todos los de-beres militares.

Es condición esencial para la existencia de la disciplina, el acata-miento al orden militar establecido, independientemente de toda consi-deración de amistad, parentesco, simpatía, edad o posición social.

La disciplina es el instrumento más eficaz de que dispone el jefe ante sus subordinados para imponer su autoridad, para impartir órde-nes, y hacerlas cumplir sin restricción alguna.

La disciplina más que en el temor a las sanciones a que puede ha-cerse acreedor el que la contraviene, reposa sobre convicciones y hábi-tos profundamente arraigados en la conciencia de todos los integrantes de un cuerpo militar; de ahí que cada uno de sus miembros observa sus reglas con la mayor naturalidad, sin la más mínima violencia, mante-niendo, en todo momento, una absoluta conformidad.

En el concepto de disciplina se distinguen dos aspectos: uno ex-terno y el otro interno. En el primer aspecto, ella significa orden, uni-formidad, puntualidad, presentación, porte, higiene, y modales; y en el

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segundo: obediencia, colaboración, respeto a los superiores, moralidad, pundonor, sumisión incondicional al mando y abnegación para sobre-llevar obligaciones que la vida militar impone, por penosas que sean.

JERARQUÍA Y SUBORDINACIÓN

La jerarquía y la subordinación son las bases en que se sustenta la organización del ejército.

Todos los ejércitos del mundo están organizados por grados, ca-da grado constituye una clase militar y a cada clase militar, le corres-ponden deberes que cumplir, derechos que ejercer y privilegios que disfrutar.

La jerarquía militar es la base de la estructura orgánica del ejér-cito. A la cabeza de este gran organismo hay una autoridad máxima; esta autoridad va descendiendo por grados, hasta confundirse con la gran masa de hombres que constituyen su verdadera fuerza. Cada gra-do tiene una autoridad directa que encarna el superior inmediato, se halla sometido, al mismo tiempo, a todos los grados superiores y ejerce, a su vez, autoridad sobre los inferiores.

Esta autoridad que da el grado, debe subsistir cualesquiera, que sean las circunstancias, ya que ella no reposa sobre bases materiales susceptibles de desaparecer, sino sobre principios morales inmutables, ajenos a la influencia de factores externos.

LA SUBORDINACIÓN

El medio por el cual se ejercita la autoridad del superior sobre el inferior es la subordinación y ella consiste en el respeto y acatamien-to a cada grado militar.

La subordinación supone la existencia de unos que manden y otros que obedezcan.

Cuando el que manda no sabe, no quiere o no puede hacerlo o el que obedece no acata las órdenes que se le dictan, el ejército se con-vierte en un agrupamiento de individuos sin finalidad alguna, que de

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ejército no lleva sino el nombre; pero cuando, como debe ser, el que manda tiene perfecto conocimiento de lo que contienen las órdenes que imparte y energía bastante para hacerlas cumplir y, por su parte, el que obedece acata con respeto las órdenes que recibe, entonces puede decirse, que existe el ejército.

Por consecuencia, la subordinación entraña respeto, obediencia, y colaboración. El jefe se presenta ante sus subalternos como éstos ante los que les están, a su vez, subordinados, con la autoridad más legítima y respetable; autoridad que le ha sido otorgada por la Nación al confe-rirle un grado en el Ejército, por sus aptitudes y merecimientos.

De allí, que todos los subalternos deben presentarse ante sus su-periores, no sólo obedientes y leales, sino contribuyendo, por todos los medios, a realizar su autoridad.

Se debe tener en cuenta que la jerarquía y la subordinación son principios absolutamente impersonales, porque tanto el jefe como el subalterno, están formando parte de ese gran organismo que se deno-mina Ejército, bajo una sola consigna: el cumplimiento del deber mili-tar. Tanto el uno como el otro, debe ignorar, en el servicio, lo que uno y otro, tuviera que reprocharse. El subalterno no debe hacer jamás apre-ciaciones, críticas, ni discutir sobre las cualidades del jefe, sino que ha de tener siempre presente, ante todo y sobre todo, que es su superior al que el deber militar le impone obediencia absoluta; que representa al grado militar que él espera alcanzar, procurando que tenga todo el prestigio y la autoridad indispensables, para que mañana, cuando a su vez, por sus méritos, lo alcance, no lo encuentre desautorizado o menospreciado.

Por ello, debe desarraigar de su proceder la mala costumbre de denigrar a sus superiores. Por ningún motivo el subalterno debe criti-car al superior, y menos aún, en presencia de sus compañeros o de la tropa, porque ello tiende a desprestigiar a toda la institución militar a que pertenece.

El denigrar al superior, sea en serio o en broma, no es sino, en el hecho, una rebeldía contra la disciplina. Burlarse del superior, es un ultraje a la autoridad del mando. Al murmurar de él, el subalterno trata de vengarse, como en una especie de desquite, de alguna medida represiva o llamada de atención de que ha sido objeto.

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Debe evitarse, por tanto, de manera absoluta, aquella perniciosa manía de señalar a los jefes o compañeros con apodos aunque estos adolezcan de algún defecto que no puedan disimular; ello no solo cons-tituye una falta de respeto o de compañerismo, sino también un agra-vio encubierto a quienes debemos toda consideración.

Hemos dicho que la subordinación supone también colaboración; una forma de colaborar con el superior, es no incurriendo jamás en la mentira. El subalterno debe toda la verdad a su jefe. No debe ocultar-le absolutamente nada de lo que anormalmente suceda en el servicio, aunque ello pueda causarle una reprensión o un castigo, pues, la men-tira más insignificante, puede tener graves consecuencias.

Son igualmente vituperables las pequeñas argucias que se em-plean en el servicio o en las revistas militares, con el fin de rehuir res-ponsabilidades provenientes de descuido o negligencia.

El subalterno no debe, además, pretender encontrar en la bene-volencia o tolerancia de un superior, un punto de apoyo para mermar la autoridad de su inmediato superior, porque es necesario prestar sin-cera obediencia al jefe directo, ya que es una indignidad ejercer presión sobre él, o hacer inoperante su autoridad, oponiéndole otra más pode-rosa.

Esta infracción sería más grave aún, si se hiciera intervenir in-fluencias civiles contra la autoridad militar porque actos de esta na-turaleza implican una traición al Ejército; son la negación de toda disciplina y su resultado no puede ser otro, que el de hacer prevalecer fuerzas extrañas contra los principios en que se cimenta la organiza-ción militar.

Independientemente de la subordinación al grado superior, la disciplina exige la subordinación a la antigüedad en igualdad de gra-dos. Si varios oficiales del mismo grado, son llamados a concurrir al servicio o a una actuación, el más antiguo tiene la preferencia en el comando y todos los demás, menos antiguos, le deben obediencia y res-peto como si fuera superior en grado. Esto tiene una excepción: cuando tratándose del cumplimiento de una misión militar, el oficial de mayor graduación o más antiguo, no es de armas; tal el caso de los oficiales de Sanidad, del Cuerpo Jurídico Militar, etc.

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EL MANDO

El mando es el privilegio y la obligación de dar órdenes. Para dar órdenes es necesario saber mandar. En la frase saber mandar están comprendidas todas las cualidades que debe poseer un jefe. Todo el que lleva una divisa o un galón puede mandar, pero no todos saben hacerse obedecer.

Aunque el mando requiere condiciones que se van adquiriendo en el transcurso de la vida militar, es sin embargo, necesario dar algu-nas reglas que lo hagan más eficaz.

La primera regla del mando es la de “ver”, “prever” y “proveer”.

“Ver”: conocer la trascendencia de las órdenes que se dicten y el personal que debe obedecer; “prever”: tener presente las dificultades que puedan oponerse al acatamiento de tales órdenes y “proveer”: faci-litar todos los medios para que ellas puedan ser cumplidas.

Los galones que son los distintivos del grado jerárquico, dan de-recho al mando, pero, es la persona que los lleva la que debe saber servirse de ellos. Cuando una tropa no puede salir del paso, es porque el jefe no puede sacarla de él.

Por eso la principal cualidad de un jefe es la de saber imponerse. Todo superior debe mantener, por todos los medios posibles, su autori-dad sobre sus subordinados. Cualquiera que sea su grado, cualquiera la dificultad que se le presente y las mortificaciones que pueda experi-mentar, se halla obligado, absolutamente obligado, a exigir la obedien-cia y el respeto que le son debidos, la estricta ejecución de sus órdenes y el cumplimiento de los reglamentos y de las consignas. Ello se consigue con el cerebro y con el corazón.

Con el cerebro, tratando de poseer todos los conocimientos pro-fesionales relativos a su clase militar, cuidando que ellos sean com-pletos, o lo que es lo mismo, que el que manda debe tener además de la cultura profesional que le es indispensable, conocimiento de todo aquello que ocurra en el servicio por informaciones mantenidas al día por observaciones de su propia persona y profundos, o sea que

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debe hallarse persuadido de que lo que cree saberlo lo sabe efecti-vamente de manera clara, precisa y lo tiene presente en la mente, ya que los conocimientos superficiales, oscuros o imprecisos carecen de toda utilidad; siendo preferible no tenerlos porque sólo inducen a error, ocasionan desconfianza y restan energía. En cambio, el jefe que posee aquellas condiciones, actúa con desenvoltura, con energía, convencido de que sabe lo que hace y de que nadie puede censurarle o hacerle caer en un renuncio. Procede sin timidez y sus actos resultan correctos y marciales.

El subordinado que reconoce estas cualidades en su jefe, no pue-de menos que profesarle profundo respeto y acatar con absoluta sumi-sión sus órdenes, al comprobar que es indiscutible su autoridad.

Solamente el jefe que es dueño de estas cualidades, puede poner en práctica, sin mayores dificultades, las reglas que la disciplina im-pone.

Será capaz de oponer toda su energía a toda infracción, a todo desorden y detener inflexiblemente cualquier crítica a sus procedi-mientos y a sus disposiciones.

Como el deber de un jefe o superior es también el de adiestrar y dirigir a su subordinados, constituye una de sus principales obliga-ciones conocer profundamente las materias que ha de enseñar. Pero, como queda dicho, un jefe o superior debe imponerse y hacerse respetar también con el corazón, queriendo a su tropa y haciéndose querer de ella. Debe considerar a sus subalternos como auxiliares y ejercer so-bre ellos una autoridad indiscutible pero paternal, evitando todo mal tratamiento, sin ofender su amor propio y tratando de inculcarle los sentimientos de honor y del cumplimiento del deber.

Se ha de preocupar de su situación, accediendo a sus solicitudes si fuera atendibles; modo factible de captarse su estimación, su simpa-tía y sobre todo, su confianza. La confianza en el jefe trae consigo, a su vez, confianza en el proceder de los subordinados. La tropa ha de ver en su jefe un apoyo seguro, tanto en las operaciones de campaña como en las faenas cotidianas. El jefe que, si bien, es exigente en el servicio, debe en cambio, procurar bienestar a sus subordinados cuando las cir-cunstancias no solo exijan, sino se lo permitan.

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Los subalternos no aprecian a un superior egoísta, que da poca importancia a sus solicitudes, necesidades o dificultades; que no se in-teresa por ellos, que no se informa de lo que les ocurra, para aconsejar-los, guiarlos y alentarlos.

En cambio, el superior conquistará, con toda seguridad, el afec-to de sus subordinados por medio del bienestar que les procure, ayu-dándolos en casos de apuro, interesándose por ellos en todo momento; tendrá de este modo, en sus manos, a sus hombres dispuestos a secun-darlo, con afecto, en todas las labores del servicio y a seguirlo, posible-mente, hasta la muerte en el campo de batalla.

Para ser un buen jefe es pues, necesario tener eficiencia, benevo-lencia y carácter. Pero, aparte de estas condiciones de que debe estar dotado, precisa completar su personalidad cultivando sus cualidades físicas. Para ello le es indispensable mantenerse en constante entre-namiento, ya que es el llamado a dar ejemplo en los ejercicios, en las maniobras, demostrando pericia y resistencia igual o superior a la de su tropa. Pues no debe olvidarse que, entre todos los medios de mando y de instrucción, el ejemplo es el mejor de todos. El jefe debe saber y practicar todo aquello que enseña y ser el primero en realizar cualquier acción que propicie o desee que su tropa la realice.

LA OBEDIENCIA

La obediencia es el acatamiento a las leyes, los reglamentos, las consignas y las órdenes del superior.

Así como para mandar se requiere “ver”, “prever” y “proveer”, también para obedecer se requiere: “atender”, “comprender” y “ejecu-tar”.

“Atender”: escuchar con interés las órdenes que imparte el supe-rior; “comprender”: interpretar el verdadero sentido de ellas. Para esto, se supone que el inferior tiene pleno conocimiento de las ordenanzas relativas al servicio, de los reglamentos, de las consignas, en fin, de la situación en que actúa, para que las órdenes que reciba no parezcan novedad.

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Cuando el subalterno reciba una orden que debe cumplir y hacer-la cumplir, a su vez, ha de comenzar por examinar cuál es el fin que se persigue con ella y cuál será el resultado final para proceder al cumpli-miento de la misma. Si la halla oscura o incomprensible está obligado a solicitar su aclaración; pero, nunca, por temor a la reacción del jefe, o por aparentar fácil comprensión, debe acatar órdenes que no ha enten-dido. Puede ocurrir que una orden impartida por el superior, se halle en contradicción con los reglamentos, las consignas o con las dictadas por otro superior, o que su ejecución pudiera ofrecer inconvenientes, producir trastornos, o desventajas para el servicio. En estos casos, el inferior que reciba una orden de esta naturaleza, se halla obligado a hacer presente tales circunstancias al jefe que la impartió y si no obs-tante, este insiste en ella, debe solicitar que la orden se le imparta por escrito, antes de acatarla.

“Ejecutar” es cumplir o hacer cumplir la orden impartida, utili-zando todos los medios posibles para su ejecución. Además, debe haber la intención y voluntad de cumplirla; entendiéndose por tal, el deseo ferviente, la satisfacción, la complacencia de hacer lo que está man-dado. Con ello se consigue primero: convertir en grata la labor que se realiza, ya que satisface más aquello que se practica por deseo que por obligación; y, segundo: experimentar legítimo orgullo al haber cumpli-do la orden no solo literalmente sino interpretando los deseos de quien la impartió, obteniendo así, al mismo tiempo, en el ánimo de este, una mayor estimación y mejor concepto de su capacidad. Debe ponerse en la ejecución de la orden la mayor diligencia y cuidado, procurando que ella se cumpla en todos su detalles, utilizando todos los medios de que sea posible disponer o los que le dicte su propia iniciativa, para que ella quede real y totalmente ejecutada. Pero, queda algo más por hacer: el que ha recibido una orden, no ha de conformarse con haberla cumplido, sino que debe, también, dentro de lo que lo permiten las circunstancias, poner en conocimiento de aquel que la impartió, que la orden ha sido ejecutada, a fin de evitarle la preocupación de volver a pensar en ella.

EL SERVICIO

El servicio es el sistema de organización para el normal desenvol-vimiento de las actividades de un Instituto Militar.

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Por razón del servicio, a cada miembro de un cuerpo o estableci-miento militar, se le impone la obligación de ejercer determinadas fun-ciones o actividades correspondientes al cargo o empleo que desempeña.

La función del militar en el servicio, se efectúa cumpliendo los reglamentos y consignas e instruyendo y educando a sus subalternos.

Cumplimiento de los Reglamentos y Consignas.- Todo jefe, oficial, clase o soldado, se halla obligado a cumplir fiel y celosamente lo que disponen los reglamentos y consignas. Para esto, el militar debe estar profundamente compenetrado de sus disposiciones, a fin de no incurrir en errores y falsas interpretaciones. Como puede ocurrir que tales ordenanzas no pudieran cumplirse a plenitud, por circunstancias imprevisibles, el subalterno debe, según su propio criterio, subsanar las deficiencias y obviar las dificultades que pudieran oponerse a su cabal cumplimiento.

El servicio exige en quien lo cumpla, estas esenciales condiciones: puntualidad, orden, método y eficiencia. Puntualidad. Consiste en hacer las cosas a tiempo, sin dilación alguna.

El militar en servicio, tiene que ser esclavo de la hora; hallarse siempre listo para iniciar su labor diaria sin que nada, que de él depen-da, pueda impedirlo o retenerlo. Comenzar sus labores exactamente a la hora designada; estar atento a las llamadas en los intervalos de descanso, para no demorar ni un segundo en constituirse al lugar que su deber le señala para cumplir su cometido.

Orden.- El orden es la regla que se observa para hacer bien las cosas. Es la disposición del tiempo para efectuar con buen éxito todo aquello que se debe realizar. Consiste en poner cada cosa en su lugar y tener un lugar para cada cosa. Por eso, se ha dicho que “el orden es el alma de las cosas”.

Quién tiene una cotidiana tarea que cumplir, ha de hacerla a su hora y aún adelantándose a ella. El hombre ordenado dispone de tiempo para todo y aún le queda tiempo para descansar. En cambio, aquel que tiene el hábito de dejarlo todo para más tarde, engañándose a sí mismo, con que le sobrará tiempo para ello, hará las cosas preci-pitadamente y casi siempre mal. El trabajo acumulado formará en su cerebro un verdadero fárrago de asuntos cuya resolución le demanda-rá mayor esfuerzo. Será víctima del atolondramiento; terminando por

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sentir profundo malestar intelectual y por considerar el servicio como una labor agotadora y desesperante. Por consecuencia, solo llegará a ser un mal oficial o un pésimo jefe.

Método.- El método consiste en la aplicación ordenada de los medios adecuados para el cumplimiento de un fin. Los conceptos: orden y método parecen confundirse, pero no es así. Orden: es la forma cómo se disponen las cosas y, método: es el modo como ese orden se establece.

Tanto en las labores del servicio, como en las particulares, se debe ser celosamente metódico; prever lo que se tenga que hacer y re-servar a cada asunto el tiempo oportuno. Se obtendrá, de esta manera, satisfacción espiritual, buen ánimo y descanso; condiciones apreciables para la conservación de la buena salud y para experimentar la alegría de vivir.

Eficiencia.- La eficiencia es el poder para producir efectos. Ese poder lo da el conocimiento cabal de todas las materias relacionadas con el objeto a realizar. Para adquirirlo es indispensable estudiar en detalle las disposiciones que norman el procedimiento; tener una idea clara y precisa de la labor encomendada, de los medios con que se cuen-ta y de la eficacia de los elementos que es menester utilizar.

La eficiencia, favorecida por el hábito, produce habilidad para resolver sin mayor obstáculo, todos los problemas que surgen imprevi-siblemente en la cotidiana tarea que demanda el servicio.

Por eso, el que ha de cumplir una tarea debe fijar la atención en cada uno de los actos que realiza y que realizan sus subordinados; com-probando, en cada caso, que se hallen bien ejecutados; observando per-manentemente a sus hombres y dándose cuenta de las circunstancias favorables o adversas a fin de evitar errores y defectos, ya por propia iniciativa o sugiriendo a sus superiores las medidas o procedimientos que para ello deben adoptarse.

Educación o instrucción de los subalternos.- Es esta, como llevamos dicho, otra de las formas como un jefe u oficial cumple el ser-vicio.

Los jefes y oficiales y aún los clases, desempeñan bajo este aspec-to el papel de verdaderos educadores de los que les están subordinados y deben, por consiguiente, “tener qué enseñar” y “saber enseñar”.

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Para “tener qué enseñar”, es necesario adquirir sólida cultura en las materias que son objeto de la enseñanza; adiestrarse físicamente en todo aquello que demande actividad corporal, destreza, soltura y, por qué no decirlo, elegancia en los movimientos. Solo un oficial que posee estas cualidades, puede hallarse capacitado para instruir.

Para “saber enseñar” es indispensable conocer la capacidad y condiciones de los subordinados, observando su estado físico, mental y moral a fin de no traspasar el límite de su resistencia orgánica, some-tiéndolos a una constante observación en lo que respecta a su salud, tanto física como mental, su grado de instrucción; evaluando su vo-luntad, su carácter, sus sentimientos, su amor propio, su timidez o su audacia.

Educar, es dirigir, desarrollar las cualidades físicas, intelectua-les y morales de los hombres e instruir es procurarles conocimientos. La labor del oficial es, pues, la de crear y estimular en sus subalternos, hábitos de trabajo y sentimientos del honor, de patriotismo, de amor a la institución a que pertenecen e instruirlos física e intelectualmente, haciéndoles asimilar conocimientos básicos para la vida militar, con método y de manera clara, precisa y completa.

La manera de educar e instruir no consiste solo en dar confe-rencias teóricas; procedimiento, que conduce fácilmente a la fatiga de los que escuchan o a convertirlos en repetidores pasivos. La educa-ción y la instrucción deben ser activas y de preferencias socráticas, con lo que se consigue estimular la atención de los alumnos, pues se basa en el sistema de preguntas y respuestas; en la resolución de pe-queños problemas sobre la materia objeto de la enseñanza; método con el cual se logra no solo interesar al alumno y evitar su fatiga, sino fijar indeleblemente, en su mente, los conocimientos que debe adquirir.

Pero, no basta que estas enseñanzas sean teóricamente grabadas en la mente de los subordinados, sino que es menester también, sobre todo, en el orden militar, que ellas se conviertan en verdaderas viven-cias, lo que se denomina adiestramiento. Para esto es indispensable que el instructor exponga sus ideas en forma clara y precisa empleando un lenguaje que se halle en armonía con la cultura y capacidad de sus oyentes y, si fuera posible, ilustrándolas con ejemplos y poniéndolas personalmente en ejecución, pues, no debe olvidarse que la obligación primordial de un instructor es la de dar a sus discípulos ejemplos de

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todo de lo que enseña, de lo que hace, de su capacidad física e inte-lectual y, sobre todo, de poseer todas las virtudes y sentimientos que sustentan el honor militar.

LA INICIATIVA

Hemos visto que cada jefe u oficial, ejerce una mayor o menor autoridad sobre sus subordinados; que esa autoridad le otorga el pri-vilegio de dar órdenes y que toda orden, compromete la responsabili-dad de quien la imparte. De esto se deduce claramente, que tanto el que manda, como el que obedece, tiene un radio de acción, dentro del cual, puede proveer, por sí mismo y con entera libertad, a la resolu-ción de los asuntos que le incumben de acuerdo con las exigencias de la situación.

Esto constituye la iniciativa, la que puede definirse como la fa-cultad que tiene todo militar, según su grado, para actuar por sí mis-mo, sin recurrir a sus jefes para solicitar instrucciones y obtener su asentimiento en la resolución de los asuntos que convergen hacia de-terminado fin.

Pero, solo puede tener iniciativa aquel que conoce en detalle la materia del asunto a resolver, el medio que actúa y los resortes necesa-rios para hacerse obedecer.

“El individuo razonable, dice Marmón, en todas las circunstan-cias de la vida, antes de proceder se esfuerza por prever los aconteci-mientos y las consecuencias de sus acciones. Actuando de otra manera, sería como un autómata que no reflexiona exponiéndose a equivoca-ciones, desilusiones y accidentes. Antes de proceder, el jefe u oficial, estudia la misión que se le asigna de modo de dictar las disposiciones de detalle para realizarla con toda eficiencia. Toma nota de los datos que se le dan y de los que se procura por sí mismo; busca las soluciones de buen sentido práctico y ejecutables. Las primeras preguntas que debe formularse son éstas: ¿Qué debo hacer? ¿De qué se trata? ¿Qué se espera de mí?”.

Únicamente obrando de este modo, el militar se halla en la po-sibilidad de ejercer la iniciativa; decimos posibilidad, porque sólo ello

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no basta; pues es menester también libertarse de ciertos factores que impidan que la iniciativa pueda desenvolverse eficazmente. Estos fac-tores son la pereza, el egoísmo, la desconfianza en sí mismo, la falta de hábito para tomar decisiones y, sobre todo, el temor a la responsabilidad.

La pereza influye poderosamente en la falta de iniciativa; el mi-litar víctima de este vicio, no se toma la menor molestia por conocer la finalidad de las órdenes que recibe y trata de cumplirlas solo por evi-tar la sanción que por falta de acatamiento a ellas puede sobrevenirle, deteniéndose ante el primer obstáculo que encuentra o que le plantea la obligación de pensar. Al vicio de la pereza se opone la sacramental virtud de la diligencia, que obliga a meditar y a imaginar recursos ne-cesarios para que la misión asignada sea eficazmente cumplida.

El egoísmo es, frecuentemente, otra de las causas que debili-tan la iniciativa. El egoísta no ve en sus acciones sino un deseo per-manente de obtener para sí, todos los méritos, lejos de contribuir, con su esfuerzo al éxito del buen servicio; en lugar de poner de su parte todo el contingente de su acción eficaz para la resolución de los asuntos que se le confían, trata, por el contrario, de que se trasluzcan, con su inacción, las omisiones en las que pudiera haber incurrido el jefe, cuyas órdenes acata, solo con el propósito malévolo de impedir cualquier éxito que su superior pudiera obtener, limitándose a practi-car únicamente aquellos actos que pudieran resultar favorables a su situación personal.

La desconfianza en sí mismo, hace también que el militar no pueda desarrollar su iniciativa. Esta desconfianza proviene del desco-nocimiento de los problemas relativos al asunto en que ha de interve-nir; se encuentra en perenne duda y por ello le resulta más cómodo que actuar acogerse a aquel consejo tan perjudicial que reza: “En caso de duda, abstente”. El militar no debe dudar jamás y por eso debe estu-diar, indagar, discutir los problemas que se le presenten buscando lu-ces; solicitando sugestiones de sus compañeros y de sus subordinados, en casos nuevos; animándolos para que, a su vez ellos, le pidan consejos para la solución de los conflictos que se les presenten, sin menoscabar desde luego, los principios de su autoridad. Así podrá enterarse de todo aquello que desconoce, y procederá con absoluta confianza, convencido de que lo que hace, está bien hecho.

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La falta de hábito para tomar decisiones. Quien solo se li-mita a obedecer sumisamente las órdenes que le dan y acatarlas en el estricto sentido en que le han sido impartidas, cualquiera que fueran las circunstancias, no podrá nunca, tener iniciativa y se encontrará en situación apurada, cuando le corresponda resolver por sí mismo, deter-minado asunto.

Para subsanar esta deficiencia, debe acostumbrarse a actuar por sí solo; a resolver sus conflictos bien o mal, no importa, pero resolver-los, aunque por ello tenga que sufrir contrariedades y desilusiones, que ellas resultan soportables cuando en compensación se adquiere el há-bito de tomar decisiones rápidas y firmes.

Por eso, es recomendable que el jefe deje a sus subordinados cier-ta iniciativa en relación con su grado. El dicho común: “ante todo, deja a tu caballo marchar”. Debe interpretarse no en su sentido literal sino, en el claro sentido figurado que tiene, o sea en el de no impedir que los que ejecutan, procedan con criterio propio.

El temor a la responsabilidad. Hay individuos pusilánimes, que no dan paso alguno por temor de incurrir en responsabilidad. Esos no podrán ser jamás buenos militares. Serán eternas víctimas de su timidez o indecisión y constituirán “un peso muerto” para el organismo de que forman parte.

En la iniciativa se distinguen dos aspectos: La iniciativa activa y la iniciativa pasiva. La primera la tiene el que manda y, la segunda el que obedece.

En la iniciativa activa, el que manda, imparte las órdenes que su propio criterio le sugiere para la resolución de los asuntos que le competen, desde las simples medidas rutinarias que exige el servicio, hasta las que corresponden a la delicada misión de dirigir una acción militar. Por esto, es necesario repetirlo: debe poseer todas las cuali-dades que ya dejamos indicadas, desarraigando de su ánimo la pereza que le impide conocer la situación en que actúa, el personal que co-manda, y todos los asuntos relacionados con las actividades militares que le conciernen.

La iniciativa activa consiste, pues, en la facultad que tiene todo el que ejerce mando para asumir una actitud o adoptar una resolu-ción según su propio criterio, cuando carece de órdenes del superior en

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ausencia de este o cuando es necesario alterarlas para solucionar una situación no considerada, hacer frente a un peligro o aprovechar una ventaja imprevista. Pero, ha de tenerse presente que sólo en casos ex-cepcionales el ejecutor de una orden puede alterarla, o sea, cuando se presenta una situación inesperada, y por lo tanto, diferente a aquella que existía cuando se expidió la orden o cuando la misión le fue con-fiada. Mas, para ello, es menester tener el convencimiento absoluto de que al modificar o desacatar la orden se actúa con el propósito de in-terpretar el pensar de quien la hubiera impartido, frente a las nuevas circunstancias imperantes.

La iniciativa pasiva, consiste en acatar fielmente la orden reci-bida, pero poniendo en práctica, para su mejor y cabal cumplimiento, todo aquello que el jefe lo hubiera previsto o que, intencionalmente, hubiera dejado al buen sentido del ejecutor.

La iniciativa pasiva, impone al subalterno, la obligación de no poder excusar su inacción alegando falta de órdenes o ausencia de los medios para cumplirlas. La inacción que se escuda en el pretexto de no haber recibido órdenes, ha ocasionado en la guerra muchos desastres. Por ello, una de las instrucciones u órdenes que impartían los jefes de grupo en el Ejército francés durante la guerra de 1914, decía: “las fal-tas que merecen reproche son principalmente la inacción y el miedo a las responsabilidades”.

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LA RESPONSABILIDAD

La responsabilidad es el juicio o concepto que se tiene de los actos libres del hombre.

Cuando estos actos se ajustan a los dictados de la moral, tenemos el mérito y cuando se producen en contra de ella, tenemos el demérito.

En el mérito existe una relación: de un acto conforme a ley y su recompensa y en el demérito: de un acto contrario a la ley y su castigo.

La recompensa al mérito no siempre se traduce en algo material, sino ante todo en la satisfacción que produce en el ánimo la aprobación de quienes están llamados a juzgar el acto realizado, ya que el deber se cumple obedeciendo a un imperativo de la conciencia.

De igual modo, el castigo al demérito no se traduce como en el orden penal, sufriendo una pena, sino experimentando el repudio de la propia conciencia y la reprobación de los que toman conocimiento de la acción.

Restringiendo un tanto el significado del concepto, se llama res-ponsabilidad a la culpa o cargo que puede pesar sobre uno, por un posi-ble error o negligencia en el cumplimiento de sus obligaciones.

Se deduce de esto, que de cada acto que realiza el hombre en cumplimiento de sus deberes, le resulta una responsabilidad que no puede nunca evadir.

Esta responsabilidad crece gradualmente desde la realización de un simple acto mecánico hasta las grandes decisiones que se adoptan para la solución de asuntos en los que se hallan en juego el honor, la seguridad o el prestigio de las personas, de las instituciones y de la Patria misma.

En el orden militar, como en ningún otro, los actos que se practi-can se hallan sometidos a una inmediata responsabilidad, que en caso de ser delictuosos entran en la esfera de la ley penal o en la de los orga-nismos llamados a juzgarlos, si son de índole moral.

De allí, la enorme importancia que tiene para el militar, ceñir sus actos a los dictados del honor y del deber; la necesidad imprescindible

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de conocer profundamente todo aquello que se relaciona con el grado que inviste o con el empleo que ejerce y la imperiosa obligación de mol-dear su espíritu en la práctica de las virtudes militares.

El militar que así procede, no solo afronta la responsabilidad que le incumbe, sino que la busca y la desea; en tanto que el que no tiene claro concepto de su misión institucional; el que no se siente firme en los conocimientos relativos a su función y se halla, por lo tanto, vaci-lante en sus convicciones, trata de rehuirla consciente o subconscien-temente.

Esta es la razón por la cual existe en el ánimo de cada individuo un sentido de amor o de temor a la responsabilidad.

Por amor a la responsabilidad, el hombre trata de cumplir sus de-beres celosamente; procura conocer clara y profundamente todo aquello que a su grado corresponde, se esfuerza por prever las consecuencias de sus actos, para no incurrir en equivocaciones; trata de cumplir los reglamentos y las órdenes que se le imparten inmediata y celosamente, ideando la mejor manera de que queden realmente cumplidos, ponien-do en acción todos los recursos de que pueda disponer y procurando cooperar con los propósitos perseguidos por la superioridad.

Procediendo así el militar se impone como un elemento valio-sísimo al que los jefes aprecian sobremanera y tratan de atraerlo o mantenerlo bajo sus órdenes, porque en la confianza que les inspiran su capacidad y recto proceder, encuentran, indirectamente, una libera-ción de su propia responsabilidad.

En cambio, por el temor a la responsabilidad, el individuo trata de cumplir sus obligaciones, cuidadosamente, es cierto, pero aceptan-do las órdenes que se le imparten al pie de la letra sin importarle que aquellas produzcan ventajas o trastornos; sin molestarse en examinar el propósito perseguido por quienes las dictan; sin hacer presente los inconvenientes que su ejecución pudiera ofrecer, y sin poner en práctica todos los medios a su alcance para evitarlos, escudándose siempre en el pretexto de que así fue ordenado o que actuó por obediencia debida.

Procediendo de esta manera, el militar viene a ser realmente, sólo un factor pasivo; una pieza del mecanismo institucional; casi un autómata; incapaz de contribuir, como fuerza viva a la marcha ascen-dente del organismo de que forma parte.

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LAS SANCIONES, LOS RECLAMOS Y QUEJAS

La autoridad de un jefe carece de eficiencia si no dispone de los medios para hacerse obedecer. Estos medios son las sanciones o sea las represiones o castigos que los superiores imponen a sus subalternos, por las infracciones cometidas en el servicio.

Aunque las sanciones, como queda dicho, son las medidas re-presivas que adopta el superior para hacer respetar su autoridad y reprimir las infracciones, y que por lo tanto, constituyen una función inherente al mandato, no es admisible que una autoridad sólo pueda hacerse respetar por medio de sanciones.

Hemos hablado, al tratar de las condiciones que debe tener el mando, que un jefe u oficial se impone ante sus subordinados princi-palmente con el cerebro, demostrando sus conocimientos y con el cora-zón, apreciando y haciéndose apreciar de sus hombres; condiciones que otorgan al jefe u oficial, el ascendiente moral necesario para que pueda ser respetado y obedecido con absoluta y voluntaria sumisión. Un jefe que posee estas condiciones, esta autoridad moral, no necesita acudir a las sanciones para hacer que sus órdenes sean obedecidas y conservar la más estricta disciplina en sus subordinados.

En posesión de este ascendiente moral, el jefe no tiene necesidad, repetimos, de utilizar las sanciones; mas, cuando no obstante dicho as-cendiente, se encuentra frente a una falta grave de resistencia directa y voluntaria al mando o ante una situación de desacato a sus órdenes, está en el deber ineludible de castigar severamente, sin contemplacio-nes y de manera ostensible, para que todos conozcan que, si por una parte, es paternal la autoridad que ejerce sobre sus hombres, por otra, posee también el carácter y la energía necesarios para reprimir con mano firme cualquier acto que menoscabe su autoridad o trate de soca-var la disciplina que está obligado a mantener e imponer a toda costa.

Procediendo de este modo, un jefe conseguirá que sus sub-alternos tengan el absoluto convencimiento de que su actitud bené-vola hacia ellos, no puede ser atribuida a debilidad de carácter o al

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desconocimiento de sus funciones y que dicha actitud bondadosa habrá de cesar en el momento en que deje de ser comprendida o apreciada, pues, llegado el instante de una infracción no pondrá reparo alguno en castigar ejemplarmente a los que la hayan cometido.

Dos son las principales características de la sanción: su obliga-toriedad y su impersonalidad. Entiéndase por la primera; el deber ineludible en que se halla el superior de castigar, a fin de conservar la disciplina que es la base fundamental en que se sustenta el ejército; y, por la segunda: que es la Institución Militar misma la que impone el castigo, siendo el jefe que la impone, solo un mero ejecutor de él.

Además, la sanción ha de reunir las siguientes condiciones: a) le-galidad o sea que debe estar prevista en los reglamentos y b) que quien la impone se halle autorizado para ello. Una sanción ilegal, antirregla-mentaria o aplicada por quien no tiene autoridad, entraña un abuso y, lejos de surtir efectos moralizadores, engendra rebeldía. Debe ser tam-bién justa o, lo que es lo mismo, motivada y proporcionada a la natura-leza de la infracción, al autor de ella y a las circunstancias en que esta ha sido sometida.

Hay veces, en que no es necesaria la aplicación de un severo cas-tigo para producir una enmienda, bastando solo una reconvención pri-vada, una amonestación o un gesto desaprobatorio. La severidad de los castigos, cuando no son indispensables, su aumento injustificado o su suspensión inmotivada, producen perturbaciones que es menester evitar.

El superior debe considerar que la sanción que impone tiene co-mo única finalidad mantener la disciplina, y ello se consigue también corrigiendo un error o desarraigando un hábito sin acudir a una exa-gerada severidad.

La costumbre de imponer sanciones para demostrar energía, desopina al jefe ante sus subalternos, los que, si bien le obedecen y respetan por temor al castigo, no se le ofrecen como sus leales colabora-dores, ya que no puede encontrar cooperación quien para hacer sentir su autoridad tiene que valerse de tales medios, en vez de procurarse ascendiente moral que los obligue a obedecerle, voluntariamente, en cualquier circunstancia.

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En los organismos militares, cuyos jefes tienen una autoridad moral indiscutible, los castigos son raros, sin que por ello la disciplina sufra el menor quebranto; sobre todo, si se procura estimular al subal-terno sea con una felicitación, con un elogio merecido, que halague el amor propio o lo estimule a comportarse de manera ejemplar.

Se debe, además, evitar al tiempo de imponer un castigo, toda exaltación traducida en ademanes o arrebatos; y, por el contrario, ha de evitarse toda palabra ofensiva o que implique menosprecio, proce-diendo de modo que el castigo no aparezca como una actitud personal de quien lo impone, sino como la consecuencia natural y obligada de la falta cometida.

Si el superior que castiga debe revestirse de toda la serenidad posible al imponer una sanción, el subalterno que la sufre, ha de so-portarle con absoluta resignación, sin guardar ni exteriorizar rencor alguno contra aquel, considerando que el castigo no se produce por la arbitraria voluntad de quien lo impone, sino porque es el deber que lo obliga a ello y de cuyo incumplimiento será, a su vez, responsable.

Además, debe tenerse presente que nada hay más mortificante para un superior que darse cuenta después de impuesta una sanción, de que ella ha sido injustificada. Por eso un jefe no debe imponer un castigo sin estar absolutamente convencido de que el que debe cumplir-lo es realmente responsable de la infracción y, menos aún, sin haber escuchado las razones de su proceder, porque lo más grave, al tratarse de las sanciones y castigos en el medio militar, está en el hecho de que ellos pasan a figurar como demérito en el legajo personal de los que los sufren, constituyendo elementos de juicio, muchas veces determinan-tes, en la evaluación que de sus servicios hace el Comando, especial-mente en oportunidad de los exámenes de promoción.

RECLAMOS

Así como en el orden militar se deja al subalterno una relativa libertad para hacer observaciones sobre las dificultades que puedan oponerse al cumplimiento de una orden, tratándose de las sanciones, existe también cierta libertad para formular reclamos ante el jefe que las impuso si las considera injustificadas, pero ello ha de hacerse

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respetuosamente, sin demostrar resentimiento o indignación, expo-niendo los motivos que tuvo para obrar de tal o cual modo y asegu-rando, en todo caso, propósito de enmienda; reclamo que en el orden militar, sólo es posible hacerlo después de cumplido el castigo, salvo ciertas y muy raras excepciones.

Un reclamo así formulado, no puede ser desoído por un jefe com-prensivo y, aún en el caso de no serle posible a este suspender la san-ción, apreciará en el subalterno el propósito de enmendarse, que es lo que se persigue al imponerse el castigo.

QUEJAS

Si el subalterno juzgara realmente injusta la sanción que se le hubiera impuesto y su reclamo no fuera atendido por su jefe inmedia-to, le queda el derecho de recurrir ante su superior jerárquico a quien expondrá los motivos por los cuales considera injustificado o despro-porcionado el castigo, pero absteniéndose, como es natural, de hacer inculpaciones o apreciaciones en perjuicio de quien infligió la sanción.

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Capítulo tercero_____________________

LA PATRIAEL PATRIOTISMO

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LA PATRIA

La Patria, es el suelo donde hemos nacido, donde transcurrieron los días de nuestra infancia; donde viven o vivieron nuestros padres y nuestros antepasados que nos legaron su sangre, su idioma, sus cos-tumbres, sus creencias y sus leyes; es la tierra que nos alimenta y sos-tiene, a la cual debemos todo lo que somos; que nos ampara en nuestras adversidades y nos alienta en nuestros triunfos.

La Patria, no es tan solo un ideal que se forjan los hombres; es una realidad tan evidente como ninguna otra; es el acervo acumulado durante siglos, con el trabajo y el sacrificio de aquellos que nos prece-dieron; de las angustias al verla en peligro y de sus satisfacciones al contemplarla grande y poderosa.

Preguntadle al proscrito si añora su Patria y expresará la horri-ble tribulación de su alma, al recordar sus días felices de cuando mora-ba en ella; la casa en que nació, el valle profundo, la enhiesta montaña, sus padres, hijos, hermanos, amigos; en fin, todo aquello que constituye su vida misma.

La Patria es el pedazo de mundo que llamamos legítimamente nuestro, porque nos pertenece; ya que nada ni nadie nos lo puede arrebatar. Es la tierra nuestra que ganaron y nos dejaron nuestros padres.

Para comprender todo el enorme significado que para el hombre tiene la Patria y que es lo más preciado que se puede poseer, detengá-monos a imaginar lo que sería de él sin ella; carecería del suelo que lo albergue y que le dé sustento, de la protección que le otorgan sus leyes, de los recuerdos de las múltiples incidencias de su vida y que queda-ron profundamente grabados en su alma; ignoraría el lugar donde se hallan o descansan sus padres, huérfano de amparo, sin hermanos, sin amigos, sin pasado de que enorgullecerse y sin idioma a que llamar

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propio, no tendría otra expectativa que la de las satisfacciones instinti-vas propias de los irracionales.

La Patria constituye la salvación del hombre, puesto que en ella puede vivir, amar y producir, formando con sus demás compatriotas, una comunidad de raza, de ideas, de sentimientos y de intereses.

La Patria, para nosotros, es la tierra peruana, rica, hermosa, y grande, a la cual la naturaleza ha dotado de todos los climas, de enor-mes mares que la abrazan, de montañas que la cruzan y de caudalosos ríos que fecundan sus campos; tierra en la cual se ha realizado hechos gloriosos y se ha cimentado una cultura social y jurídica capaz de pa-rangonarse con las naciones más civilizadas.

La idea de Patria está integrada por tres elementos que le dan toda su excelsa significación: El elemento natural, el elemento moral y el elemento jurídico.

El elemento natural, lo constituye la tierra; el territorio que se eleva, se extiende o se hunde para darle al hombre el abrigo que necesita; sus riquezas agrícolas y minerales y todo aquello que ha de menester para su sustento, su bienestar y su progreso.

Como excepcional privilegio, la naturaleza ha dotado a nuestra Patria, para hacerla grande y poderosa de las tres hermosas regiones en que se halla dividida: la costa, la sierra y la selva.

Su costa, bañada de un confín al otro por un mar de riqueza inextinguible que se interna en las tierras para formar acogedoras ba-hías o se aparta de ellas para dejar las salientes, verdaderos bastiones defensivos y, en cuyos valles han acumulado los años, ingentes rique-zas que han engrandecido nuestra Nación y que la harán más grande todavía en el futuro.

Su sierra bellísimo jirón de la tierra peruana situada entre dos cordilleras que se elevan majestuosas en cuyas cumbres blanquea la nieve, embelleciéndolas y enmarcando al valle fértil, en el fructifica todo aquello que ha de servir para nuestro sustento.

Y, por último, su hermosa selva, a la que llamamos nosotros impropiamente montaña, que se extiende inconmensurable, como un hermoso campo de esmeralda, que alberga las más variadas especies

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de animales, produciendo, al mismo tiempo, la goma, el petróleo y diversidad de maderas de inestimable valor. Selva; en la que discu-rren formidables ríos, como el caudaloso Amazonas, monarca de los ríos, y sus afluentes, sirviendo de medios para la navegación que une a unos pueblos con otros, en una verdadera comunión de afectos y de intereses.

Tal es el elemento natural de nuestra Patria; tal es nuestra hermosa tierra, a la que todos los peruanos debemos amar, aquilatan-do su enorme valor.

El elemento moral de la Patria, lo forman su historia, que es la relación de los hechos memorables ocurridos en su suelo; sus tradicio-nes, sus guerras, su música y todo aquello que nuestros antepasados han dejado como huellas de su paso, por su extenso territorio y a través de todos los tiempos.

La historia nacional, que se inicia evocando las maravillas de las culturas preincaicas y la hermosa leyenda, que supone a Manco saliendo del maravilloso Lago Titicaca para fundar, bajo los auspicios del sol fecundante, un gran imperio al que, en medio de nuestra actual civilización, todavía admiramos justificadamente, por la sapiencia y justicia de sus leyes, por sus austeras costumbres, por su idioma tan expresivo, por sus artes escultóricas y arquitectónicas y por su música que llega hasta el fondo del alma cuando se traduce en un “triste” o en un “yaraví” y que alegra el corazón cuando se manifiesta en un “huay-no” o en una “cashua”.

La grandiosidad del Imperio Incaico nos hace enorgullecer y evo-carlo con la viva satisfacción de sabernos descendientes de aquellos hombres que supieron dar justicia a sus leyes, moral a sus costumbres y singular belleza a su arte.

Surge luego, la epopéyica conquista en la que se destaca la figura de Pizarro, exhibiendo su audacia, su intrepidez y fundando Lima, ca-pital la más noble y representativa del Coloniaje. Sigue la Colonia, con sus virreyes arbitrarios o justicieros a cuya sombra se crearon aque-llas típicas costumbres que han impreso un sello singular al criollismo peruano, el que más tarde hubo de alzarse para protagonizar la gesta libertadora que culmina bajo los comandos de San Martín y Bolívar con la independencia y la constitución de nuestra República.

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Y en esta historia de la Patria peruana, resaltan con nimbos de gloria las hazañas de nuestros héroes en todas las etapas bélicas de la vida nacional.

El elemento moral de nuestra Patria, lo constituyen también el idioma que hablamos y que maravillosamente engalanó Ricardo Pal-ma en sus “Tradiciones”; sus costumbres que fueron creando aquellos tipos del criollismo, que nos trae a la mente, lo que podríamos llamar la esencia, el perfume de nuestra tierra; su ciencia, que enalteció con su sacrificio Daniel Carrión; sus artes, como el de la pintura, en la que sobresalieron Lazo y Merino; su música, que estremece el alma y llega hasta el fondo de nuestro ser, porque nos habla de los lugares en que hemos vivido, de nuestros recuerdos gratos o ingratos y por último, de nuestros antepasados de los cuales no somos sino una prolongación y que nos trasmitieron sus ideales y sus sentimientos, poniendo ante nuestra mirada los lugares en que vivieron, sus horas de ventura o de adversidad, dándonos a conocer mejor lo que debemos y lo que nos está prohibido hacer, porque ellos hubieran hecho muy poco al darnos sólo la vida, si la tierra que ellos formaron y que ahora los guarda, no nos diera también las enseñanzas de los hechos que en ella realizaron.

Una frase feliz, define el pasado como el pie de atrás en que se afirma el que se echa adelante para progresar marchando.

Esta frase es la expresión metafórica del presente, nutriéndose con las enseñanzas del ayer, para la conquista del porvenir.

Recordando los hechos memorables que han estremecido de orgu-llo el alma de la Patria; no echar en olvido las catástrofes del pretérito, cuyas dolorosas experiencias son como un antídoto contra la imprevi-sión; tener a la vista aquellas egregias figuras que se sacrificaron por hacer de nuestro pueblo una Patria grande y soberana; todo esto cons-tituye el acervo del pasado.

La voz de la historia nos dice que los acontecimientos felices o adversos se repiten a través de los siglos, de los años y de los días, en distintos escenarios, con diferentes actores y por variados motivos y que es menester mirar siempre atrás a cada paso que se da en la senda del vivir, buscando una enseñanza o admirando un ejemplo.

Esa misma voz de la historia nos enseña que hay un Dios de las Naciones que salva a los pueblos cuando parecen llegar a los lindes del

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desastre, enviando en su socorro a hombres privilegiados que restañan sus heridas, los redimen de sus quebrantos y los exaltan a las cumbres de la gloria.

Ejemplos de tales hombres son en nuestra historia patria, el le-gendario Manco, fundando con tribus dispersas un poderoso imperio cuya constitución moral se encierra en estos tres preceptos que se han incorporado en todos los códigos del mundo: “No robes”, “No mientas”, “No seas perezoso”; al gran Capitán Francisco Pizarro, que al conquis-tar para España aquel Imperio, anunció al orbe la floración de una nueva raza, en la que se hallan maravillosamente confundidos, la aus-teridad y sencillez del Incario, con la pujanza y nobleza de la estirpe hispana; al General San Martín a quien ni las milenarias moles del Ande, detuvieron en su tenaz y desinteresado empeño de darnos la libertad y al perínclito Bolívar, libertador de repúblicas, a quien debe-mos el poder entonar con orgullo las solemnes y benditas estrofas de nuestro Himno.

Y en la República, a Castilla liberando al esclavo y redimiendo del tributo al indio, para incorporarlos a la ciudadanía nacional; a Pra-do reafirmando en el 2 de Mayo la independencia; a Grau y Bolognesi, inmolándose para darnos la victoria de la gloria en medio de la derrota y a los hombres que dirigiendo los destinos del País, laboran infatiga-blemente por su progreso y engrandecimiento.

Si cada uno de los gloriosos acontecimientos realizados en nues-tro suelo integran el elemento moral de la Patria, ninguno como la epopeya de Ayacucho que selló definitivamente la independencia del Perú y de toda la América española, merece especial mención. Por eso hacemos de ella una breve semblanza.

LA BATALLA DE AYACUCHO

La acción de Junín, llamada, la más hermosa de las batallas, no decidió, sin embargo, los destinos del Perú y fue sólo el principio del fin de la campaña libertaria. Faltaba el epílogo; un grandioso epílogo para la culminación de los ideales americanos perseguidos tesoneramente, con hechos memorables y grandes hazañas, a través de las tierras de América. Ese epílogo en que se sumaron valor, coraje, inteligencia y

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estrategia, nos lo dieron aquellos titanes cuyos nombres son objeto de veneración, en la justa admirable y sublime de Ayacucho.

Ayacucho no fue el choque de dos naciones que disputaban exten-siones territoriales; no fue la lucha de dos razas para obtener suprema-cía; no fue tampoco, el fanatismo religioso que impulsa a los pueblos a lanzarse los unos contra los otros. Ambos contendientes eran de la misma raza, constituían la misma nación; la misma fe alentaba sus es-píritus y el mismo idioma expresaba sus sentimientos. Ambos frente a frente en Ayacucho, cumplían una ley que no era ni del uno ni del otro; era la ley de la vida, que impulsa al botón a convertirse en rosa, a la simiente a trocarse en fruto. Era el hijo que pugnaba por desprenderse de los prisionantes brazos de la madre; era la madre que luchaba por retener al hijo en el regazo materno. Era la ley de la libertad, supremo bien de la existencia, que deja de ser privilegio de los menos, para con-vertirse en derecho de todos, la ley que se cumplía en Ayacucho.

No fue el odio ni el rencor que agitaba los corazones de aquellos caballerescos adversarios. Por ello, vimos al bizarro General Monet des-cender desde las colinas del legendario Condorcunca, baluarte de las hispanas huestes, a proponer al impetuoso y valiente General Córdova, propiciara una entrevista, entre los hermanos, parientes y amigos que militaban en distintos bandos, antes de comenzar la batalla. Termina-da la cual, como si se aprestaran a tomar parte en torneo caballeresco, aquellos generales de leyenda, se encuentran nuevamente para invitar con singular hidalguía, Monet a Córdova: “General: vamos a comenzar la batalla” y para contestarle este: “Esperamos que rompan los fuegos”.

La significación de esta victoria para América y especialmente para el Perú, fue de tal trascendencia, que cuando el espíritu se detiene a meditar, trascurridos más de un siglo, de aquella epopeya, angustio-sa inquietud invade la conciencia imaginando las consecuencias de un revés y admirando, cómo le fue posible obtener la victoria a ese puñado de patriotas, inmensamente inferiores en número y en recursos bélicos, fatigados de caminar más de ochenta leguas por riscos, valles y que-bradas, en continuas fintas y estratagemas, ya para burlar, ya para amenazar al enemigo.

Una victoria en tales condiciones, solo haría pensar en un mila-gro, pero esta idea se desvanece al considerar que ese grupo de patrio-tas, era el mismo o de la misma pasta de los de Humachiri, Cuzco y

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Tacna, Córdova y Tucumán; Carabobo, Pichincha y Boyacá; Chacabu-co, Maypú y Junín, y quienes lo conducían, no eran otros, que aquellos semidioses de la libertad, fatigados de triunfar, forjados en el oro del romanticismo heroico, que émulos de San Martín, se despojaban del poder y de los laureles para ofrecérselos mutuamente en caballeresca ostentación de desprendimiento. Generales como Bolívar, cuya gloria profetizada por nuestro gran Choquehuanca, se acrecienta con el co-rrer de los siglos; como Antonio José de Sucre, el Bayardo de América; como La Mar, Lara, Córdova, Miller, Gamarra, O’Conor y tantos otros, con cuyos nombres engalana sus páginas la historia.

Solo con tales hombres pudo el genio de Sucre, ganar esta batalla. El ejército realista maniobraba sin combatir, tratando de envolver a los patriotas con su abrumadora superioridad, pero Sucre, comprendiendo el juego del adversario, tan pronto como tuvo las manos libres para ac-tuar, decide empeñar la batalla. Ocupa el llano, atrayendo el combate hacia abajo y –en tanto que la pequeña y heroica división peruana de nuestro gran Mariscal La Mar, mantiene firme sus posiciones, recha-zando con cargas y contracargas a la más poderosa división realista– lanza Sucre contra el centro del adversario un movimiento convergente que le obliga al repliegue y al mismo tiempo que la división peruana convirtiendo en ataque su resistencia, pone fuera de combate a la Di-visión Valdez, los escuadrones de Córdova, Miller y Lara decretan la total derrota del enemigo al impulso impetuoso de sus hombres, cuyo coraje se aquilata por la decisión con que acataron aquella célebre e improvisada arenga del General Córdova, que ha pasado a la posteri-dad como las más breve y expresiva de la historia: “Arma a discreción”. “Paso de vencedores”.

Empero, si las olas de esa historia con su rumor y espuma que reverbera al sol, cubren de gloria a aquellos esforzados capitanes, en-vuelven también a esos otros oficiales y soldados cuyos nombres por su pluralidad no se mencionan; a esos héroes desconocidos que hambrien-tos de pan y hartos de fatiga, sumaron sus esfuerzos al de sus jefes pa-ra fertilizar con su sangre, el frondoso árbol de la libertad, cuyas raíces se internan en las laderas del Condorcunca y cuyas ramas cobijan en su sombra a cinco Repúblicas de América.

De aquellos generales sin tacha y sin miedo; de aquellos solda-dos valientes e ignotos, que en gran parte fueron peruanos deriva la

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formación de nuestro ejército que ha sabido mantener intacto el legado de honor de sus antepasados.

El elemento jurídico de la Patria, lo forman sus leyes, su gobier-no y sus instituciones.

Las leyes que son los mandatos, en los cuales se asientan los só-lidos principios del derecho, a los cuales deben ajustar sus actos todos los hombres que integran la colectividad y que, además, establecen el modo como ha de administrarse el territorio nacional.

El gobierno que se halla constituido por el conjunto de los ciuda-danos elegidos por el pueblo para regir los destinos de la Patria; y,

Las instituciones que son organismos permanentes que tienen a su cargo la marcha y solución de determinados asuntos destinados a satisfacer las necesidades sociales.

Estos tres elementos confieren a la Patria la realidad que ga-rantiza su vida, su progreso y su independencia a través de los siglos, pese a sus quebrantos, producidos por las guerras, las convulsiones internas y los cataclismos telúricos.

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EL PATRIOTISMO

El Patriotismo es el amor a la Patria. Quien siente verdadero amor a la Patria se hallará siempre dispuesto a consagrarle todo lo que posee o puede poseer: bienestar, fortuna y vida.

El patriotismo antes que afecto, impone deberes; entre otros, el deber de gratitud, tan grande como el que profesamos a la madre que nos dio la vida, porque ella nos da el sustento y el bienestar y porque no sólo es una realidad tangible, sino que encarna también, el sublime ideal que es la razón de nuestro ser.

Empero, el ser patriota no debe limitarse solo a proferir gritos o a entonar himnos que ensalcen o glorifiquen a la Patria, consiste an-te todo, en amarla, dedicándole todos nuestros pensamientos y todos nuestros esfuerzos.

Se ama a la Patria, en la guerra, defendiéndola, luchando por ella y, en la paz, engrandeciéndola con nuestro empeño, procurando superarnos en nuestro trabajo y nuestra cultura y haciendo intachable nuestro proceder; siendo dignos y honrados para que el nombre de pe-ruano signifique siempre probidad y nobleza.

El amor a la Patria nos inspira, nos impulsa a llamarnos herma-nos de nuestros compatriotas. Es verdad que el hombre es hijo de su Patria y a la vez ciudadano del mundo. Ambas ideas se compenetran y recíprocamente se necesitan; pero, proclamar el cosmopolitismo, negan-do la Patria, es olvidar que el hombre echa raíces alrededor de cuanto lo rodea; que el sentido de patria es una derivación amplificada de los afectos de familia, de los intereses comunes, de los lazos que unen a los que moran en el mismo suelo, obedeciendo a imperativos morales que aseguran la continuación de los individuos dentro de la colectividad.

El hombre, repetimos, antes que ciudadano del mundo, es hijo de su Patria. Por eso, las ideas que abogan por el cosmopolitismo, por la desaparición de las fronteras, para hacer de la humanidad una sola familia, tienen mucho de bellas pero más de ilusorias.

La dolorosa experiencia que nos han dejado las heridas aún no cicatrizadas, porque no se cicatrizarán nunca, ocasionadas por la

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infausta guerra del Pacífico, nos dicen elocuentemente, que debemos consagrar a nuestra Patria todos nuestros desvelos para convertirla en baluarte inexpugnable que nos haga respetables para hacer frente a toda agresión.

Los pueblos que nos rodean son nuestros amigos. Respetémoslos en el mismo grado que ellos lo hacen con nosotros, procurando siempre ser fuertes por la unión y el trabajo, para que nadie pretenda acrecen-tar sus fronteras ni enriquecerse a nuestra costa.

No hay que olvidar que es ley de la naturaleza la lucha por la vida y que, por lo general, el débil es fácilmente despojado y avasalla-do por el fuerte. Unámonos para ser fuertes, seamos fuertes para ser grandes y seamos grandes para ser libres.

Esto es lo que demanda la Patria de sus hijos, mientras no sea vulnerada u ofendida; mas, llegando el momento de luchar por ella, la situación es diferente: el patriotismo se exalta; la propiedad privada puede hasta confundirse con la riqueza pública para subvenir los gas-tos que exige la guerra; las almas vibran al unísono y todos los hijos de la Patria se aprestan a defenderla, ofrendándole su esfuerzo, su propie-dad y su vida. Y es el Ejército, institución preparada para la defensa, el que juega el más glorioso y el más abnegado rol en la contienda; se convierte, entonces, de un conjunto de hombres disciplinados, en una legión de héroes en potencia, dispuestos a inmolarse por el honor y la supervivencia de la Patria.

De ese Ejército, han de surgir aquellos a quienes el destino les señala la hora y el lugar en que han de cubrirse de gloria en defensa de la Patria.

La historia nacional exhibe con orgullo, a aquellos que al inmo-larse en aras del deber patrio, legaron al soldado peruano un ejemplo que imitar, en cada una de las acciones que les deparó la guerra: en José Olaya: de cómo muere un peruano en el suplicio antes que revelar los secretos que le han sido confiados; en Miguel Grau de cuál ha de ser el heroísmo, la tenacidad y la audacia en la lucha; en Francisco Bolog-nesi: de cuál ha de ser la actitud de un militar digno cuando defiende no solo la integridad territorial sino también el honor de la Patria y en Leoncio Prado: de cómo ha de ser el valor moral del soldado peruano cuando pide como última gracia, la de mandar por sí mismo, el pelotón que habrá de ultimarlo.

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Capítulo cuarto____________________

FACTORES POSITIVOS

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EL HONOR

El honor, según algunos autores, es la cualidad moral que nos lleva al más escrupuloso cumplimiento de nuestros deberes respecto de los demás y de nosotros mismos. En un sentido más amplio, significa gloria o buena reputación, proveniente de los actos virtuosos, de los méritos, de las acciones heroicas.

Pero esta definición, aunque corresponde a la realidad, no nos da un concepto integral del honor, pues se puede cumplir escrupulosa-mente el deber, realizar acciones meritorias y heroicas y, sin embargo precisamente, al cumplir ese deber y al realizar esas acciones, se puede incurrir en actos que hagan desmerecer la personalidad.

Por eso preferimos definir el honor como la obligación de com-portarse de modo irreprochable con los demás y con uno mismo en todas las circunstancias de la vida, tanto en público como en privado.

Un hombre de honor, jamás realizará deliberadamente una ac-ción incorrecta.

Mas, ¿por qué decimos que unos tienen honor y otros no? ¿Es que el honor viene a ser privilegio sólo de determinadas almas? o ¿todos llevan en sí, este noble sentimiento que dignifica la personalidad?

El honor es patrimonio de las almas que tienen verdadera con-ciencia del bien y del mal. Aquellos para los que les es indiferente pro-ceder bien o mal y que, por consecuencia, carecen de la capacidad de distinguir entre lo que es correcto o incorrecto, se les llama amorales. Estos podrán muchas veces, obrar como hombres de honor y otras, co-mo seres completamente desprovistos de esta cualidad.

Dentro de la denominación de amorales, se puede catalogar a la mayoría de los hombres cuya conducta se mide por la urgencia que tienen en satisfacer sin ningún reparo sus necesidades o ambiciones.

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Proceden bien, cuando no encuentran inconveniente para ello o porque tal proceder se encuadra dentro de los fines que persiguen.

Hay otros, que si bien llegan a diferenciar las acciones buenas de las malas, optan con frecuencia por las segundas, ya que están dotados del instinto de la maldad, que la educación no ha podido desarraigar. Esos son los inmorales.

Entre el amoral y el inmoral, existe apreciable diferencia. El primero, carece de honor, no por instinto, sino por falta de educación adecuada que logre libertarlo de los hábitos adquiridos en un medio indiferente a la moralidad. La mayor parte de las veces, ignora el valor de una acción honorable, pero puede llegar a enmendar su conducta si alterna con personas de probidad y desenvuelve su vida en un ambien-te propicio a ella.

En cambio, el inmoral, si bien puede enmendar su proceder en algunos casos y por propia conveniencia de acuerdo con las circunstan-cias, tiene tan arraigada en su alma la idea del mal, que le resulta muy difícil, sino imposible, libertarse de él.

Tanto al amoral como al inmoral, le es muy difícil demostrar dignidad en todos sus actos. Ello lo consigue solo el hombre de honor, que por instinto o educación sabe proceder rectamente cualquiera que sea el medio y las circunstancias.

Ningún otro sentimiento necesita, como el del honor, de un am-biente para formarse. Por lo general, el hombre honorable procede de familias en las que está profundamente arraigado el concepto de la corrección, de la honradez; cualidades que desde la infancia imprimen en sus miembros una manera de actuar, de comportarse con estricta sujección a las normas del bien. Quizá, si más tarde, el individuo pro-cedente de un hogar honorable, modifique sus hábitos al vivir en un medio distinto, poco propicio a la moralidad, pero ello no será sino una excepción de la regla.

Dependiendo, pues, la formación del carácter moral principal-mente del medio en que desenvuelve su vida, resulta para el hombre imperiosa la necesidad de adquirir y cultivar hábitos que contribuyan a robustecer su conciencia moral.

Hay que tener en cuenta que el honor es un sentimiento que jamás puede considerarse como un medio, sino como un fin. Las actividades

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económicas son medios de vida, la comodidad, el lujo, el amor, los triun-fos, la vida misma, no son otra cosa que medios que no pueden prevale-cer ante la idea del honor. Las riquezas se agotan, se extingue el amor; los triunfos y la vida terminan, pero el honor queda; sobrevive a tra-vés de las generaciones, como sobrevive también el deshonor. Puede el hombre readquirir la fortuna, restablecer la salud y alcanzar grandes éxitos, pero no podrá jamás recuperar el honor perdido.

Un paso en falso en materia de honor ocasiona una caída de la cual será difícil, si no imposible, levantarse.

Por eso, los hombres que aprecian su honor, cuidan celosamente de que él no sea mancillado y evitan los actos que lo empañen; prefie-ren sacrificarlo todo, antes que caer en descrédito moral. La nobleza en los tiempos de las monarquías, ofrendaba al rey su vida y su hacienda, pero no transigía con que se le obligara a realizar acciones que menos-cabaran su honorabilidad.

A tal punto estiman y respetan el honor de los hombres, que se tenía la creencia de que solo podría recuperarse con sangre, y por eso se instituyó el duelo; inútil artificio; porque si se injuria a un hombre honrado, la injuria subsiste aunque se hayan cambiado algunas balas o entrechocado los aceros, de igual manera, si a un réprobo se le im-puta una indignidad, en la que realmente haya incurrido, ella no des-aparecerá después de un lance o de varios, como se pensaba ocurriera entre los hombres de honor. Por eso, el duelo o debe aceptarse, como un recurso para restituir el honor agraviado, ni siquiera como un acto de valor, sobre todo por los militares, quienes no deben en momento algu-no hacerse cómplices de un procedimiento anacrónico y desprestigiado, de una grotesca ficción de comparsas de carnaval.

Hoy, todo el mundo está de acuerdo en no aceptar ni alentar los duelos, no solo porque infringen la ley penal que los sanciona, sino tam-bién la ley divina que prohíbe todo atentado contra la vida humana.

En suma, existe pues, uniformidad de criterio respecto al rechazo del duelo para dilucidar cuestiones de honor.

El honor, en su estricta acepción, por el que debe velarse celo-samente, es aquel cuyas normas rigen dentro de la sociedad en que se vive, pues, su infracción conduce al peligro de quedar desopinado no sólo ante el consenso público, sino, lo que es más importante, ante la

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propia conciencia. Hoy a la luz de la ética, se necesita, muchas veces, mayor valor y coraje para dominar las propias reacciones impulsivas, que para repeler extrañas.

Pero existe todavía, un grado de honor que se diferencia del que concierne a la mayor parte de las gentes que han de responder indivi-dualmente por sus propias acciones. Este honor, es el honor militar, que obliga a los que se alistan en filas, a exhibir inflexiblemente, y en todo momento, aquellas cualidades que son características de la carre-ra militar como: el valor, la lealtad, el cumplimiento del deber; cualida-des, cuyo desconocimiento afecta, no sólo a la persona del soldado, sino también y ante todo, a la institución de que forma parte.

El militar se deshonra tanto si incurre en un acto vituperable, como si pierde una batalla por impericia o descuido; si huye en el com-bate, o capitula sin haber agotado el último esfuerzo. En cambio, se cu-bre de honor y de gloria, si merced a sus conocimientos, a su audacia y valentía, obtiene una victoria o sucumbe heroicamente vendiendo cara la derrota.

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LA DIGNIDAD

La dignidad es el sentimiento por el cual, el hombre respeta y exige que se respete el valor en que estima su propia persona.

La dignidad constituye el más elemental deber del hombre para consigo mismo y es la base para todos los demás deberes que tiene que cumplir.

Empero, no obstante su carácter individual, este valor debe ser reconocido y consagrado también por la sociedad, a fin de que el indi-viduo encuentre en ella, la acogida necesaria para el desenvolvimiento de su existencia.

Este reconocimiento de la dignidad humana por la sociedad, tiende a hacer desaparecer todo aquello que pueda rebajar al hombre o a humillarle ante sus propios ojos o ante los de sus semejantes.

Todo en la vida, es susceptible de justiprecio, el que puede ser ab-soluto o relativo según los casos pero, lo que se halla por encima de todo precio y que, por lo tanto, no admite nada equivalente, es la dignidad.

El trabajo, la inteligencia, el arte, el ingenio, tiene su precio, ya sea económico, de afecto, de admiración o de aplauso; en cambio, la lealtad, la honradez y todas las demás cualidades que constituyen la dignidad humana, tienen un valor intrínseco, íntimo que no admite sustitutos.

Además, la dignidad humana no está limitada únicamente por el ámbito de lo individual, sino que trascendiendo de la persona, se impone al respeto y consideraciones sociales, depositarias de las leyes del honor. Para que el hombre se haga acreedor a este respeto y estas consideracio-nes, ha de proceder siempre conforme a los dictados del decoro.

Entre el honor y la dignidad no existe apreciable diferencia y si alguna puede señalarse, es estimando relativamente, el honor como una cualidad que obliga al hombre a cumplir todos sus deberes, y la dignidad como un mandato que le impone abstenerse de todo acto que rebaje su personalidad.

La dignidad va unida a todos los actos que realice el hombre. Tanto en la vida social, como en sus actividades públicas o privadas, éste ha de cuidar escrupulosamente su reputación y su decoro.

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Hay actitudes que no deshonran, pero que desprestigian y reba-jan. Ello ocurre frecuentemente en el trato social, en las labores cotidi-anas, en las transacciones comerciales, en la vida familiar, tal como sería, por ejemplo, ocupar un lugar de preferencia sin merecerlo, tratar de obtener siempre lo mejor para sí; intentar vivir a costa de los demás; disputar sobre insignificancias con el objeto de procurarse pequeñas ventajas; atribuirse méritos o triunfos no merecidos y, en fin, menos-preciar la personalidad ante la expectativa de obtener algún provecho.

El hombre digno trata de conseguir para sí, solo aquello a que le dan derecho sus méritos; no acepta sino lo que realmente sabe que le corresponde, sin incurrir jamás en el ridículo de atribuirse acciones que no ha realizado, ni méritos que no ha obtenido.

Nada afecta tanto a la dignidad, como los malos hábitos y los vicios. La embriaguez, aparte de que degrada al individuo, lo exhibe en su aspecto más repugnante. Este vicio, por lo mismo que es tan fácil de adquirir, debe ser cuidadosamente rehuido por el militar, y más aún el uso de alcaloides; hábito que felizmente en el ejército, es prácticamente desconocido.

De lo expuesto se infiere que la dignidad no es otra cosa que el reflejo de la personalidad. Al hombre digno todos le tienden la mano, tratándolo con consideración y respeto.

Muy diferente es el trato que se da al hombre que ha perdido el decoro y la vergüenza. Su presencia produce molestia; se rehúye su compañía y cuando ello no es posible, se le increpa su conducta; se le infieren desaires, sin que por ello demuestre la menor alteración o se sienta afectado.

Otro grave defecto que menoscaba la estimación que merece toda persona, en el “yoísmo”, que consiste en pretender dar preponderancia al “yo” en todo momento, sea en conversaciones privadas o en actuaciones públicas, atribuyéndose que conocía antes que nadie lo que ocurre o que estuvo presente en todo acontecimiento digno de mención.

Esta obsesión por autovalorizarse y hacer resaltar sus méritos, no solo le hace desmerecer ante la opinión de los demás, sino que re-baja también su decoro, ya que la modestia es cualidad innata en todo hombre de verdaderos merecimientos.

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LA HONRADEZ

De la honradez, puede decirse, que es la moralidad en constante acción, la integridad, la rectitud en la intención y los procedimientos.

Quien dice hombre honrado, dice hombre probo. La probidad no solo consiste en no apropiarse de lo ajeno: significa también, no incu-rrir en acto alguno que afecte el honor, en no violar lo estatuido en las normas morales y legales; pero en la práctica, se ha dado en llamar hombre honrado u hombre probo, al que tiene un profundo respeto por el patrimonio que a otros pertenece.

Nada hay más provocativo para el hombre que el disfrutar de desahogo económico. Para muchos constituye la felicidad. De allí, que el robo directo o solapado, sea la infracción en que con mayor frecuen-cia se incurre; y de allí también, que sea digno de encomio aquel que pudiendo apropiarse ilícitamente de algo, sin comprometer su reputa-ción no lo hace, aunque la miseria reine en su hogar y las enfermedades le acosen a él o a sus familiares.

De hombres así se dice que son de reconocida probidad. Otros, en cambio, no pierden oportunidad y hasta provocan situaciones que les permiten apropiarse de lo ajeno, y en su impudicia exhiben el fruto del robo con gran desparpajo, pretendiendo convertir ese delito en una muestra de habilidad o viveza y por desgracia para la colectividad, si llegan a ocupar posiciones encumbradas, solo se preocupan de medrar de ellas y de obtener el anhelado provecho.

Si la honradez, en el medio civil es estimada como una gran cua-lidad, en el militar, por la naturaleza de su función, resulta perentorio e imprescindible deber. Siendo él, defensor y garantía de la propiedad colectiva, no es posible concebirlo apropiándose ilícitamente de ella; como no es posible tampoco, suponerlo prestando el apoyo de su autori-dad a una usurpación, a un despojo o a una sustracción en perjuicio de una persona o del Estado, por insignificante que sea.

Todos los ciudadanos deben y desean creer en la probidad de los miembros de los Institutos Armados. Estos no deben dar motivo alguno para que se dude de ellos, porque en la honradez del ejército reposa la confianza pública, y es precisamente en esa confianza donde reside su mayor fuerza y prestigio.

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LA VERACIDAD

Una de las cualidades que distingue al hombre digno, es la vera-cidad, que consiste en decir siempre la verdad; en presentarse ante los demás sin embustes ni hipocresía, con la franqueza de lo que se es en realidad, sin aparentar lo que se quisiera o debería ser.

La veracidad es el complemento de la personalidad; es su ex-presión más elocuente y fidedigna. No podemos concebir a un hombre digno, noble, valiente y pundonoroso, sirviéndose de la mentira para salvar una situación o para salir de un apuro, pues la mentira tiene mucho de cobardía y de bajeza.

Así como se tiene valor para arrostrar el peligro, se debe tener valor y entereza para decir la verdad.

La veracidad es una condición innata, natural, en el hombre. El niño en las primeras manifestaciones de su vida familiar no conoce la mentira y, sólo sufre su primer desengaño cuando se da cuenta que alguien le ha dicho o prometido algo que después, resulta falso. Solo cuando oye mentir a los demás, miente también, ya sea por espíritu de imitación o por evitar por ese medio un posible castigo o represión.

Y así, sin darse cuenta, va reemplazando su habitual franqueza innata en él, con el hábito de mistificar la verdad.

Las mismas causas que han contribuido a que la mentira preva-lezca sobre la verdad en la mente del niño son, pues, la imitación y el temor que siguen actuando en el hombre adulto, que miente, o porque oye mentir a los demás o porque le conviene utilizar la mentira como un recurso para ocultar algo que considera puede ser censurado o re-probado.

La existencia de la mentira en la conducta humana, supone pues, en la mayor parte de los casos, la idea de que hay algo que a él no le conviene que se sepa, porque puede ocasionarle algún perjuicio, ya que no tendría necesidad de recurrir al embuste, si procediera con absoluta corrección.

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El hombre no miente cuando se equivoca o yerra. Quien peca es quien conscientemente miente.

El error puede deberse a muchas causas entre ellas a una defi-ciencia intelectual; la mentira, en cambio, es perversión del sentido moral; por eso la mentira no es la contradicción lógica de la verdad, sino la contradicción voluntaria de la moral. Podemos callar la verdad, impulsados por un sentimiento de piedad, porque resulta dura y amar-ga para otra persona, pero no debemos decir nada en contra de ella.

Nada es tan fácil como ocultar la verdad, pero nada es también tan deprimente ni tan despreciable, como el hábito de la mentira.

La veracidad es una condición especial en la conducta del hombre de carácter. Si ella es tan estimada aún en las personas que no se ha-llan en la obligación de exhibirla, en las que visten uniforme constituye un deber imperativo.

La mentira en el militar, a más de humillante es peligrosa. El subalterno, hemos dicho, al tratar de la subordinación, debe toda la verdad a sus jefes. Cualquier falsedad, por insignificante que sea, pue-de producir grandes trastornos en el servicio y mucho más en la guerra. Un dato inexacto; una falta que se pretende disimular, pueden hacer incurrir al jefe en errores de graves consecuencias.

Como reza el adagio “más pronto cae el mentiroso que el ladrón”, la mentira se descubre tarde o temprano. Ocultando la verdad solo se consigue aplazar la censura o el castigo de una falta que se pretenda sustraer al conocimiento del superior; pero a la postre, con ello no se consigue sino agravarla, añadiendo a ella el encubrimiento.

Nada estiman más los superiores en sus subalternos, que la fran-queza cuando estos han incurrido en una equivocación o en una falta, porque el oportuno conocimiento de la misma, puede permitir reme-diarla o conjurar sus consecuencias.

De las infracciones a la moral, la mentira es la que más severa-mente han de reprimir los jefes. Por eso deben estimular en sus subor-dinados la sinceridad en todos sus actos, procurando en lo posible no castigar severamente aquellas infracciones cuya comisión es confesada hidalgamente por el subalterno y, por el contrario, reprimiendo con toda energía, la falsedad o el embuste con que pretenden disimularlas.

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Pero, no solo se es mentiroso cuando se falsea la verdad en un informe o en una respuesta. Se es también, cuando se propala especies que se sabe son o pueden ser inexactas; cuando se deja que prevalezca como verdadera una falsa situación, que de descubrirse, nos perjudica-ría o perjudicaría a otro y, se miente, también, cuando se contribuye, con la complicidad de nuestro silencio, a que el jefe se forme un concep-to errado de la realidad.

Bajo el aspecto contrario a la mentira, la veracidad significa el cumplimiento de las promesas. Por eso es tan respetable la palabra de honor entre los hombres; y, cuando la empeña un militar, constituye la garantía de mayor solvencia que darse puede. En tal concepto, al Código de Justicia Militar, le basta la palabra de un Oficial que sufre detención por la imputación de un delito, para dejarlo en entera liber-tad, ya que si faltara a ella, se deshonraría, y un militar sin honor no es concebible.

Son también faltas contra la veracidad, toda simulación, hipocre-sía, jactancia e ironía.

Se miente aparentando una virtud o cualidad de la que se care-ce, profiriendo alabanzas desproporcionadas o sarcásticas para dar a entender lo contrario de lo que se dice. Todas estas modalidades de la mentira, deben ser cuidadosamente evitadas por el militar que estima en alto grado su honor y dignidad.

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LA LEALTAD

La lealtad, antes que un sentimiento, es un deber; el deber de ser consecuente con aquellos con quienes nos liga alguna relación.

La lealtad es el cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad.

La lealtad, supone necesariamente la existencia de un vínculo que respetar: como de raza, de tradición, de solidaridad, de amor, de amistad, de parentesco o de patriotismo.

Se diferencia de otros sentimientos, como el del amor o del patrio-tismo, que son espontáneos, pues el amor subsiste aunque la persona amada no nos ame, como subsiste el patriotismo aunque la Patria, por ejemplo, no corresponda a nuestro afecto, en tanto que la lealtad termi-na cuando desaparece el motivo que la originó.

Y decimos que la lealtad no es un sentimiento espontáneo, porque siempre es motivado por una relación preexistente, que no podernos romper sin manifestarnos infieles o infidentes. Se puede dejar de amar a una persona y, esta no nos puede inculpar de ingratitud; en cambio, no pueden dejarse de cumplir los deberes que impone la lealtad, sin ser tachados de ingratos, porque tal incumplimiento implicaría desconocer las leyes de la fidelidad que obligan al hombre a comportarse, en todo momento de acuerdo con aquello que prometió cumplir o que, sin pro-meterlo, las circunstancias lo han colocado en una situación de deudor, y en el deber moral de solventar.

La lealtad impone, pues, al hombre el deber de no faltar a la fe y a la confianza en él depositadas. Esa fe y confianza de que somos objeto de parte de un amigo o camarada de armas que nos da su mano franca, que nos brinda su afecto o a quien debemos favores o servicios; fe y confianza que en nosotros deposita la Patria a cambio del hogar y amparo que nos da; fe y confianza que tiene en nosotros la Institución Militar de que formamos parte y a la cual nos unen no sólo los lazos de la solidaridad, sino también los de la gratitud, por las enseñanza reci-bidas, los grados alcanzados y los beneficios otorgados.

Además de estos vínculos que obligan lealtad, esta supone no-bleza de alma y honor, innatos en todo hombre de bien. Al infidente no le preocupa lo que piensen de él después de haber faltado a su fe; al

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traidor, el baldón que lo infame, si en cambio obtiene por su felonía un provecho material.

La vida social e intelectual se funda pues, siempre en la lealtad de sus miembros. ¿Qué suerte correrían, por ejemplo, los organismos militares donde se fabrican los materiales bélicos o donde se guardan secretos de guerra, si no se tuviera absoluta confianza en los miembros que lo integran?

Ahora bien, si la lealtad supone la preexistencia de un vínculo, estando el hombre vinculado a todo lo que le rodea, hay que concluir con que todo hombre, debe lealtad a alguien o a algo.

Como las actividades de un individuo están sujetas a la apre-ciación de los demás, el concepto favorable que estos se formen de su conducta no debe ser jamás burlado, empezando por ser leal consigo mismo, manteniendo sus convicciones y su conducta moral o enmen-dándola cuando juzgue haberse equivocado o cuando esté persuadido, de que su proceder debe ser rectificado en armonía con las reglas de la ética; haciéndolo de manera que se comprenda que esta misma en-mienda de sus procedimientos obedece, precisamente, al deseo de man-tenerse fiel al buen concepto que de él se tiene.

La Patria demanda de sus hijos lealtad antes que amor y reve-rencia. Traicionar a la patria, es traicionar a nuestro pasado, a nuestro hogar, a nuestros padres, a nuestros ideales, a nuestras costumbres, a nuestros afectos, y, en fin, a todo lo que nos dignifica y enaltece: a nuestra razón de ser.

Somos desleales con la Patria y la traicionamos, al no hacer, por ella, todo aquello que contribuya a su engrandecimiento o comportán-donos, de tal manera, que por nuestros errores o debilidades se llegue a juzgar mal a los demás peruanos.

Debemos ser también leales con la institución a que pertenece-mos; y más aún, si se trata de la noble Institución Militar, pues ella ha moldeado nuestra conducta, nos ha hecho conocer un nuevo credo de valor, pundonor y nobleza, que no debemos deshonrar de modo alguno, menospreciándola o realizando actos que directa o indirectamente la menoscaben.

Por último, debemos lealtad y muy grande a nuestros camara-das, jefes y subalternos. A ello nos obliga no solo el espíritu de cuerpo, sino también los sentimientos fraternales de convivencia.

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EL VALOR

El valor es la cualidad del alma que impulsa al hombre a acome-ter resueltamente, las empresas y a arrostrar los peligros.

El valor es la más excelente cualidad que puede exhibir un mili-tar. Es el propulsor de las acciones que cubren de gloria a los ejércitos.

La palabra valor, viene del verbo latino “valere” que significa va-ler, ser útil, provechoso; o, también se emplea como sinónimo de va-lentía como: hombre valeroso. En la vida solo se aprecia lo que tiene valor; y, aplicando este vocablo a los hombres que forman el ejército, vemos que para ser estimado como miembro de él, todo individuo debe ostentar, muy alta, la cualidad del valor. Quien nada vale, no puede ser útil y la principal utilidad que se aprecia en un soldado, es la de comportarse con valentía en todo momento.

Un ejército de cobardes no es concebible. La falta de ánimo, el miedo, son defectos opuestos al espíritu militar. El concepto soldado, es sinónimo de valiente. Prepararse para la guerra, es la principal fina-lidad del ejército, y el soldado debe ser apto para ella, exhibiendo más que ninguna otra cualidad, la del valor.

Las guerras no se ganan solo con marchas y evoluciones, sino rechazando al adversario, tomando sus posiciones, pese a sus defen-sas, pese a sus cañones; y, para ello es menester valentía, intrepidez, heroicidad.

Ser valeroso no significa solo despreciar el peligro; significa tam-bién, tener el carácter bien templado para contrarrestar la depresión que producen el hambre, la fatiga y la emociones que origina la guerra.

Con valentía se adquiere distinción en el ejército, más que en el medio civil; el militar puede tener algunos defectos, pero si ostenta, la cualidad del valor, pueden serle disculpados en mérito de ella.

Más, ¿Todos los hombres son valientes?

El que no lo es, debe serlo. Tal es la respuesta.

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Esto nos lleva a distinguir en el hombre dos clases de valor: el valor instintivo que también lo podemos llamar irreflexivo y el valor reflexivo. Los que poseen el valor instintivo o irreflexivo, no conocen el miedo; carecen de él y son valientes o se comportan como tales, porque les es indiferente el peligro, pudiendo afirmarse, que en ellos el valor constituye su propia naturaleza, la que les permite mostrarse fríos y serenos en medio de los más grandes peligros.

El valor instintivo, es excepcional y no requiere para mani-festarse esfuerzo de la voluntad; a tales personas, ser valientes no les ocasiona sacrificio alguno.

Esta clase de valor, es útil en la guerra; pero, no poniendo el hom-bre en acción la fuerza de su voluntad para adquirirlo, no es estimado sino como un magnífico don de la naturaleza; un privilegio que no a todos les es dado.

La existencia del verdadero valor se aprecia en el valor reflexi-vo, que se obtiene a expensas de la voluntad. Todos los hombres, pres-cindiendo de los que poseen el valor instintivo, que como hemos dicho son una excepción, tienen la tendencia a huir del peligro por instinto de conservación, es decir, tienen miedo. El verdadero valor no consiste, entonces, en no sentir miedo, sino en saber vencerlo. Los que logran sobreponerse a las emociones que les produce el peligro, mostrándose serenos, erguidos, cuando la metralla siembra la muerte en derredor a despecho de su organismo que se estremece bajo la impresión del miedo, esos son los verdaderos valientes, como el Mariscal Turena que hubo de exclamar al comenzar una batalla: “Tiembla cuerpo, tembla-rías más aún, si supieras adonde te voy a llevar”.

Mas ¿cómo vencer el miedo? ¿De qué medios valerse para con-trarrestar sus efectos? Tratando de poner en acción los factores que condicionan el valor.

Estos factores son internos y externos.

Los internos están constituidos por el acervo moral que posee ca-da individuo, o sea, por sus sentimientos, creencias y hábitos que le impulsan a comportarse con valentía en todas las circunstancias.

Los sentimientos son los resortes que mueven al hombre a ac-tuar. Pero, como los sentimientos pueden ser buenos o malos, nobles

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o villanos, resulta que un individuo será noble, valiente y heroico, si tiene profundamente arraigados en su espíritu los conceptos de honor y del patriotismo; mas si prevalecen en él, los de la indiferencia por la dignidad, por la Patria, por la familia o carece de nobles afecciones, no será sino un cobarde, ya que no tendrá nada que amar, respetar o defender.

Los buenos sentimientos se adquieren por herencia o por educa-ción. Los hijos de un hombre de honor, son por lo general, honorables, puesto que llevan en su sangre, esos sentimientos, los que sin embargo pueden perderse si no viven en un medio propicio para estimularlos. Este medio lo proporciona la educación moral.

Por la educación moral, el hombre se acostumbra a proceder bien, se familiariza con la práctica de nobles acciones, las que unidas al espíritu de disciplina inculcados en los colegios o en los cuarteles, impulsan al hombre a despreciar el peligro y a mostrarse valeroso en todas las circunstancias.

Los sentimientos que infunden valor son, principalmente, los del honor, el patriotismo, el amor a la gloria, a la institución a que se per-tenece.

Las creencias, son las ideas que el individuo adquiere a su paso por la vida; ideas que convertidas en ideales, determinan también sus convicciones frente a la Patria, la religión, la sociedad, etc.

Coadyuvando con estos ideales, contribuyen a dar valor al solda-do, las convicciones adquiridas por las enseñanzas inculcadas, el régi-men disciplinario a que se halla sometido, los conceptos de obediencia, solidaridad, jerarquía, subordinación, responsabilidad, iniciativa, leal-tad y demás virtudes que conforman su personalidad.

Los hábitos constituyen, también, factor importantísimo para infundir valentía al soldado. Como es sabido, el hábito es la costum-bre. Quien se acostumbre a llevar una vida muelle, cómoda, regalada, no podrá soportar las vicisitudes de la guerra, como son: dormir a la intemperie, padecer fatiga, hambre, calor, frío y, por consiguiente más que por el temor al enemigo, sentirá temor a las privaciones. Y el mili-tar que no haya adquirido el hábito de sufrirlas, no podrá sobreponerse al temor porque se encontrará ya de antemano vencido, ni oponer al adversario otros sentimientos que los del desaliento y la humillación.

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Por todo ello, el militar debe habituarse a una vida de privacio-nes y aún de penalidades, a fin de poder demostrar valor en una acción de guerra, familiarizándose con la ejecución de empresas peligrosas o que simulen peligro, como maniobras, simulacros de combate, etc.

Un ejército de conscriptos que se inicia en el servicio militar, no puede demostrar el valor de un ejército adiestrado; por eso se eligen de preferencia a los veteranos, cuando hay que llevar a cabo una empresa que demande valentía y audacia.

Elementos externos del valor.- Los elementos externos del valor están condicionados por la influencia que recibe el militar del comportamiento de sus jefes y compañeros; de las circunstancias en que actúa y de la colectividad de que forma parte; pues, por grande que sea el temor que experimente, se mostrará valeroso al ver sus je-fes enfrenando al enemigo en las primeras líneas del combate y a sus compañeros comportándose con bravura, sin amilanarse ni ceder ante el empuje del adversario ya que está persuadido de que no está solo para enfrentarlo.

Entre los elementos externos del valor han de mencionarse pues el ejemplo de los jefes, las palabras de aliento con que estos los condu-cen, el toque marcial de los clarines, los cantos guerreros y, en fin, todo aquello que tienda a levantar el espíritu del soldado.

Estos factores externos son eficacísimos para llevar adelante un ataque o impulsar al soldado al heroísmo; pero tratándose de una reti-rada, su eficacia disminuye, porque en esta predomina el valor indivi-dual, en el que entran en acción elementos de orden subjetivo.

En efecto, el valor en las retiradas se mantiene solo cuando se tiene profundamente arraigados en el alma los sentimientos y las creencias de que hemos hablado anteriormente; porque así como los factores externos impulsan al soldado a arremeter con gran coraje al adversario, su intervención en las retiradas es nula y resultan a veces, hasta contraproducentes. Cualquier voz que se alce infundiendo des-aliento, puede sembrar el pánico en las tropas, y, aún los más valientes y pundonorosos, pueden ser arrastrados por el miedo colectivo que pue-de llegar al pánico ante la idea de una derrota y de su aniquilamiento por el enemigo.

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Las manifestaciones del valor.- Según el temperamento de los individuos, el valor se manifiesta de diversas maneras: uno se muestran fríos y serenos, erguidos e imperturbables aun en medio de los proyectiles que van sembrando la muerte a su alrededor, sin que sean afectadas sus facultades de mando y sin importarles el peligro que los amenaza.

Esta clase de valor es inestimable, en un jefe. En cambio otros, se muestran irreflexivos, impetuosos y su falta de serenidad, les impide darse cuenta de la verdadera situación en que se hallan, lo que los lleva muchas veces al sacrificio estéril de sus hombres.

Por ello, es aconsejable elegir para el desempeño de las funciones del comando, a militares cuya serenidad ante el peligro, les permita adoptar las medidas que requieran las circunstancias.

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EL HEROÍSMO

El heroísmo se ha definido como el esfuerzo eminente de la vo-luntad, que lleva al hombre a realizar hechos extraordinarios en aras de una causa noble y, principalmente, en servicio de la Patria. Es el en-frentamiento al riesgo con un fin altruista como dice Guyau. El clímax del valor, diríamos nosotros.

En el heroísmo, podemos distinguir dos aspectos: el heroísmo im-petuoso y el heroísmo reflexivo, según intervengan mayormente, en su génesis la intrepidez o la abnegación.

Héroe impetuoso, es aquel que en el campo de batalla ofren-da su vida a la Patria arremetiendo con inusitado coraje al enemigo; manteniéndose firme, mientras las balas siembran la muerte a su al-rededor o dándose, a sí mismo, la muerte para no caer en poder del adversario. (Heroísmo de Cahuide y de Alfonso Ugarte).

Héroe reflexivo es aquel que con sublime abnegación acepta o busca la muerte en aras de un ideal, impulsado por el patriotismo o por cualquier otro noble y generoso sentimiento; determinación que se adopta no en el fragor o entusiasmo de la lucha, sino después de una serena y tranquila reflexión (Heroísmo de Grau y Bolognesi).

En cualquiera de estos dos aspectos, el heroísmo es el sacrificio espontáneo que el hombre hace de sus intereses, de su bienestar, de su propia vida, en defensa de un principio; sacrificio que es mucho más meritorio, si se realiza por la Patria.

La guerra decide el porvenir de la Patria: la victoria la salva, la redime; la derrota en cambio la hunde y la deshonra. No hay términos medios. Por eso, los hombres que luchan en su defensa, tienen como divisa “volver con el escudo o caer sobre el escudo”, porque una derrota puede aceptarse con resignación como un hecho fatal y pasajero, pero jamás la deshonra que dimana de la cobardía. El soldado como todo hombre de honor prefiere morir de pie que vivir de rodillas. Tal es la suprema razón del heroísmo.

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A la guerra se va, pues, a vencer o morir; y, en ella “quien morir no quiere, honor no tiene”. Tal es la frase legendaria.

Por eso, cada hombre que interviene en la guerra, es un héroe en potencia; lo son tanto los jefes como los soldados.

Los que aman la vida más que la Patria, más que al honor y a la gloria, no hacen la guerra, simulan hacerla. Ocupan, sin derecho, un puesto que corresponde a otro que sí estaría dispuesto a sacrificarse por dichos ideales.

En el heroísmo entran los mismos elementos que en el valor, ya que aquel es el valor en su máxima expresión; pero la energía extraor-dinaria que hace heroico al hombre le da, también, aparte de sus sen-timientos nobles y elevados, el deseo ferviente de mantener incólume el glorioso pasado de la Patria. La sola idea de suponerla vencida u oprimida, la vergüenza de la derrota y la gran responsabilidad que se deriva de no haber agotado el postrer esfuerzo para salvarla, son, en suma, los factores determinantes del heroísmo.

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LA VOLUNTAD DE VENCER

El destino principal de un ejército frente al enemigo es la lucha; y la necesidad de luchar no es otra cosa que la de remover un obstáculo que amenaza el honor o la supervivencia de la Patria. Ese obstáculo es el enemigo, al que hay que destruir, no importa cómo pero destruirlo de todos modos.

Este convencimiento da al militar la voluntad de vencer. Mas, como la voluntad ciega no es voluntad, se necesita para impulsarla, tener profundamente arraigados en el espíritu los elementos internos que incitan a la victoria y hagan posible obtenerla.

Solo anhelan luchar y vencer, los que tienen algo noble que de-fender y ese algo noble para el soldado lo constituyen su Patria, su hogar, su familia, su pasado, su honor, su propiedad, su libertad. Por ellos lucha, por ellos debe vencer a toda costa. Estos elementos tradu-cidos en afectos y en creencias hacen que el hombre desee y ambicione la victoria. Los medios de alcanzarla no corresponden solo a sus senti-mientos, sino también a sus conocimientos militares y a los medios de que dispone.

El espíritu impulsado por tan nobles estímulos, infunde y esti-mula en el soldado la voluntad de vencer. Nada podrá detener su ac-ción; no la falta de ideales, puesto que allí están; tampoco la falta de eficiencia, pues posee los conocimientos y preparación necesarios. Si tiene todos los medios para obtener la victoria, no le queda otro camino que el de vencer. Si piensa un solo instante que puede ser derrotado, está vencido.

El soldado que posee la voluntad de vencer, no se detiene a con-siderar el mayor o menor poderío del enemigo; solo tiene en cuenta que es el enemigo, al que debe derrotar. Avanza sobre él, pese a sus defen-sas, potencia; pese a su metralla; pese al cansancio que le abruma, al calor, al frío, al hambre, a la sed que le invaden. Piensa que el adversa-rio no tiene ni puede tener cualidades morales superiores a las suyas; que no existen superhombres; por el contrario, estima que el enemigo

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es también susceptible de experimentar, como él, miedo y fatiga. Pro-voquemos pues su cansancio; infundámosle temor, cargando sobre él en impetuosa arremetida, hostigándolo sin tregua; bajemos su moral, haciéndole ver nuestra inquebrantable resolución de derrotarlo, sobre todo y contra todo y lo habremos vencido. Así manifiesta la voluntad de vencer.

¿CÓMO SE ABATE LA MORAL DEL ADVERSARIO? Además de hacerle ver al adversario nuestra resolución de derrotarlo, hay que amedrentarlo y tratar de abatir su moral, poniendo en juego todas las estratagemas y embustes que nos ofrezca la situación y el medio en el que actuamos, ya aparentando que tiene nuestra tropa mayor potencia que la que realmente posee, ya dispersándola para que sus fuegos cu-bran grandes distancias, o reuniéndolas para el ataque impetuoso en determinado sector, ya poniendo en acción los medios de propaganda guerrera, intimándole rendición, haciéndole comprender que está ven-cido y que no le queda más recurso que el de rendirse; infundiéndole pánico con el uso de bombas ululantes; en fin, dando al ataque todo el alboroto y resonancia posible, mediante el empleo simultáneo de la metralla, de las bombas, de los cañones, de los clarines y tambores y recurriendo a todo aquello que sea capaz de infundirle el mayor temor posible y de quebrantar su moral y su espíritu de lucha.

Y cuando se haya conseguido ponerlo en retirada, habrá que perseguirlo incansablemente, no permitiendo que se recobre y se reor-ganice, sin detenerse ante la presunción optimista de que ha sido ya derrotado, sin que lo esté en realidad, pues, la guerra ha dado enormes sorpresas a aquellos que se han dormido sobre sus laureles, ya que, muchas veces, el enemigo por táctica cede terreno, emprende una re-tirada real o ficticia, sólo para ganar tiempo y luego de reorganizado o reforzado, volver al ataque sorpresivo con la esperanza de hallar des-prevenido al adversario.

Por ello, una fuerza en acción no debe detenerse sino cuando ten-ga el absoluto convencimiento de que el enemigo ha sido totalmente de-rrotado y no quede la más remota presunción de que ha de reaccionar.

Una vez derrotado el enemigo, debe un jefe adoptar, prudente-mente, todas las medidas que garanticen su completa seguridad. No debe entregarse al descanso sin haber agotado todos los recursos para que su victoria sea definitiva. Cualquier descuido o imprevisión puede

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convertir la victoria en derrota o por lo menos prolongar una lucha sangrienta con la inevitable pérdida de hombres, material y tiempo, lo cual en la guerra tiene consecuencias nefastas.

Por otra parte, debe suponerse que el adversario va a utilizar también los mismos recursos para amedrentarnos y, por ello, es menes-ter no prestarle crédito a sus alardes.

Si hay que morir, que sea en la refriega; ya que la muerte en ella no tiene la tortura y vejación del cautiverio en manos del adversario.

El prisionero de guerra, por heroico que fuera su comportamiento en la acción, no tendrá la prerrogativa de figurar entre los héroes que la Patria venera, pues ella no ha forjado guerreros para que se exhiban como prisioneros de guerra, sino para que agoten su último esfuerzo y brinden la postrer gota de su sangre para salvarla.

El soldado, prisionero del adversario, por justificada que sea su rendición, induce a la posteridad a pensar en que si su comportamiento no fue el de un cobarde, por lo menos, que no estuvo en los primeros puestos de la lucha y que no cumplió la sagrada consigna de vencer o morir.

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EL CORAJE

El vocablo coraje, viene de dos voces latinas: “cor” y “agere” que significan obrar con corazón.

El coraje, es más una cualidad del corazón que de la inteligencia. El Coraje lleva en sí, la idea de cólera, de indignación y hasta de furia; es término que se aplica preferentemente para calificar la actitud del soldado en el combate, cuando se quiere expresar el ardor incontenible con que se entrega a la lucha, arremetiendo sin contemplaciones al enemigo. Los franceses llaman “courage” o “furia francesa” a la incon-tenible intrepidez y decisión con que realizan los ataques.

A diferencia de la entereza, en la que intervienen más que todo la educación y la inteligencia, el coraje es una cualidad proveniente de la constitución de los individuos; es el temperamento puesto en acción. En esta acción, la razón no juega rol importante, siendo más bien los sentimientos y aún los instintos los que le comunican toda su fuerza.

El que es presa del coraje, sufre algo así como un colapso de sus fa-cultades discriminativas; no repara en el peligro ni en las consecuencias de sus actos. El primer impulso lo da una resolución determinada, que es el móvil del coraje, pero una vez esté en acción, nada puede contenerlo.

Por ello, es enorme la importancia que tiene el coraje en la gue-rra, ya que la finalidad de esta, es el aniquilamiento del adversario y la consigna del soldado la de vencer. La embestida de una tropa poseída de coraje es sumamente difícil de contrarrestar y siembra en el campo del adversario la desmoralización y el pánico.

Por ser el coraje, como decimos, una cualidad más afectiva que intelectual, es innato en los hombres; pero hay muchas maneras de inculcarlo en los que no lo poseen; adiestrándolos en el sentido de que una vez adoptada una decisión, la lleven a cabo con energía y empuje, olvidando todo aquello que pudiera detenerlos; dando rienda suelta a los mandatos del corazón; acostumbrándolos a “jugarse enteros” como se califica a quienes en el deporte, no tienen presente sino la voluntad de vencer.

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LA IMPETUOSIDAD

La impetuosidad, es la fuerza que impulsa a actuar violentamen-te, cuando una emoción invade la conciencia.

La impetuosidad es, sobre todo, cualidad de la juventud. Tiene mucho de indocilidad, de dureza, de fuerza, de violencia, pero adolece de falta de reflexión y de sentido de responsabilidad.

La impetuosidad, como cualidad militar, reviste un valor ines-timable en el combate. Una carga de hombres impetuosos, es como el desbordamiento de un torrente que todo lo arrasa y lo destruye; pero, pasado este momento, esa cualidad, que más tiene de instintiva que de consciente, debe ser cuidadosamente controlada, principalmente en los que tienen propensión a dejarse arrebatar por la violencia en todos sus actos; pues, hay que tener presente, que cuando la impetuosidad se manifiesta en el individuo, el sistema locomotor alcanza todo su po-derío. Esto no siempre produce buenos resultados, ya que las acciones militares deben, de modo general, ser reguladas por la inteligencia.

No obstante ello, se debe estimular el ímpetu en el soldado, cuan-do se va a llevar a cabo una acción que demanda intrepidez y coraje, porque en la guerra, solo el hombre dotado de impetuosidad, puede culminar con éxito una empresa.

La impetuosidad debe ser en lo posible razonada y, aunque es raro que se hermanen el ímpetu y la razón, sin embargo, pueden lle-gar a fundirse en una cualidad que se llama el entusiasmo, que es la exaltación y fogosidad del ánimo y que, si bien, no tiene la violencia del ímpetu, porque se halla regido por la mente, ofrece, en cambio, la ven-taja de producir cierta clase de arrebato consciente, tan necesario para impulsar la realización de un acto intrépido y audaz.

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LA ENTEREZA

Cobardía y timidez, etimológicamente, significan lo mismo: falta de ánimo o de valor. Pero en la realidad la timidez no se identifica con la cobardía. Por ello, es necesario establecer claramente la diferencia que existe entre ambos conceptos.

La cobardía, es el miedo al peligro; la timidez no es el temor al riesgo, pues hay hombres tímidos que pueden llegar hasta el heroísmo en la guerra. Es más bien, en cierto modo, el temor al ridículo, en el que juega papel importante el amor propio; es la falta de ánimo para afron-tar los conflictos, aún banales, que presenta frecuentemente la vida; es la irresolución del que se siente inferior frente a los demás.

Así como al valor se contrapone la cobardía, a la timidez se con-trapone la entereza.

La entereza consiste, entonces, en la fortaleza de ánimo, en la resolución de mantener firmemente un propósito.

La falta de entereza en el hombre obedece a diversos factores: unos, de orden fisiológico, que son los que determinan la constitución particular de cada individuo, haciéndolo osado o pusilánime y, otros, de orden ambiental y social.

La falta de entereza por causas fisiológicas se puede contrarrestar con el oportuno diagnóstico y tratamiento especializados de ciertos tras-tornos, principalmente relacionados con los sistemas hormonal y neuro-vegetativo, y, la motivada por causas ambientales y ecológicas, actuando sobre el medio social en el que el individuo despliega su personalidad.

La constitución física y los sistemas educativos poco propicios pa-ra la integración de la personalidad, son los que determinan el descono-cimiento del papel que le corresponde desempeñar, frente a las demás personas convirtiéndolo en un desadaptado.

El hombre tímido, a pesar de estar convencido de que lo que piensa o hace es lo que corresponde al caso en cuestión, carece de voluntad por falta de entereza, para mantenerse firme en sus convicciones, terminan-do por ceder o transigir ante la opinión contraria de los demás.

El que es habitualmente tímido, no tiene ánimo para sostener sus opiniones y, menos aún, para contradecir las de los demás. Se siente

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empequeñecido, amilanado, prefiriendo que triunfen las ideas contrarias a aquellas que él sostiene no obstante estar convencido de tener la razón.

La timidez se observa con mayor frecuencia, en individuos que no están acostumbrados al trato social o en aquellos que actúan en un ambiente que consideran superior al suyo; pero, cuando obran en situación de superioridad o de igualdad, no solo expresan sus ideas con desenvoltura, sino que aún consiguen hacerlas prevalecer. Esto ocurre porque la entereza ha reemplazado en su ánimo a la timidez, dándole el convencimiento de que no hará un papel desairado; y, a medida que vaya acostumbrándose a expresarse en público, a tratar con personas que considere intelectualmente superiores a él, irá también, sostenien-do con desenvoltura sus opiniones. Son, pues, la educación y el hábito los que contribuyen eficazmente a dotar de entereza al individuo.

Bajo otro aspecto, la entereza significa también presencia de áni-mo, fortaleza para no amilanarse ante un peligro mediato o inmediato, sobre todo, cuando se es apóstol de una causa que se juzga santa o de una convicción que se cree justa.

La entereza en estos casos se confunde con el heroísmo. Allí están, como ejemplo, los cristianos que se dejaban despedazar antes que ab-jurar de su credo y, allí están también, los héroes que la Patria venera, como Olaya que, a semejanza de los mártires de la cristiandad, se hizo acreedor también al título de mártir, por haber soportado con singular entereza los más crueles suplicios, antes que incurrir en la ignominia de delatar a los hombres que como él, luchaban por la libertad de su pueblo.

En la entereza, no es factor indispensable el honor, aunque la fir-meza de ánimo es más estimada, si se manifiesta en defensa de una causa honorable, pues esa firmeza, se ha comprobado que existe en el individuo, tanto al inmolarse en defensa de la Patria, como al sostener convicciones carentes de moral. Muchos ejemplos de entereza nos ofrecen las gentes del hampa, que se dejan conducir a la muerte antes que permitir se les arranque el secreto de sus procedimientos o el nombre de sus cómplices, de sus adversarios más encarnizados en el medio delictivo.

Por todo lo dicho, la entereza es pues, una cualidad, que debe ex-hibir el militar, en todo momento, ya que no le está permitido incurrir en debilidad particularmente en las contingencias que ofrece la guerra.

No se puede ser bravo y heroico sin demostrar entereza y, más aún, si esa bravura y ese heroísmo, no son la culminación de un propó-sito moral y patriótico.

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LA ENERGÍA

La energía consiste en revestir los actos de vigor y resolución a expensas de una firme y férrea voluntad.

La energía, es una cualidad del carácter. Depende como éste, del temperamento, pero puede, también, ser adquirido con la educación.

Hay hombres que nacen enérgicos, y sus actos, ademanes y de-cisiones alcanzan señalada eficacia porque logran imponerse a los de-más. Por el contrario, hay otros, que no demuestran vigor ni resolución en su proceder; cuando hablan, lo hacen débilmente, sin imprimir a las órdenes que dictan, ese sello de autoridad de quien está resuelto a hacer cumplir lo que dispone; a hacer respetar sus decisiones.

Es enorme la trascendencia que la energía tiene como cualidad en el militar. El jefe cuando manda, no ruega ni suplica: impone. La energía es, pues, el medio de que se valen los que ejercen mando para hacerse obedecer y respetar.

Para ello, el militar debe, a todo trance, tratar de imprimir a su presencia, a su voz, a sus gestos, a sus ademanes, la mayor fuerza, el mayor brío que le sea posible. Debe educar su voz para que resulte enérgica e imponente; debe adiestrarse continuamente en la ejecución de movimientos dignos y graves, a fin de revelar que se halla posesio-nado de lo que dice y de los que hace y, sobre todo, acostumbrarse a mandar firme y severamente, de manera que sus órdenes aparezcan perentorias y no permitan al subalterno otra disyuntiva que la de obe-decerlas en el acto y con el más absoluto acatamiento.

La energía suele confundirse con lo que equivocadamente, se lla-ma el “mal genio”. Pero analizando sus características, encontramos que no solamente no se confunden sino que hasta se contraponen.

El que posee energía, obra siempre con entereza y vigor y no per-mite que su autoridad pueda ser cuestionada; se exhibe como un hom-bre sereno, cortés y hasta amable, aunque evidenciando que sabe lo que le tocaría hacer en el caso de que sus órdenes no fueran acatadas

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sin dilación alguna. En cambio, el que adolece de “mal genio”, por el sólo hecho de demostrar su mal humor, en gestos y gritos destemplados y ofensivos, exhibiendo una morbosa irritabilidad, revela precisamente su falta de energía, ya que no podrá controlar a los demás quien no sabe ni puede controlarse a sí mismo.

El militar no ve en los grados que obtiene o a los que aspira, un mejor provecho personal o la promesa de mayores privilegios. La pre que recibe la estima, igual que el sacerdote, como un medio de subsis-tencia, pues, “quien sirve al culto debe vivir del culto”. Para el militar, el grado obtenido, es el honor alcanzado; la recompensa merecida a sus esfuerzos, a su sobresaliente proceder. Por el contrario, los que ingresan al ejército, con la mira de obtener un medio de vida y que sólo esperan el grado con el ansia de mejorar su situación económica, no son verdaderos militares, ni tienen vocación por su carrera; son como los mercenarios que sirven únicamente cuando están bien pagados.

El soldado de vocación, es el que posee verdadero espíritu militar, puesto que todo lo que ve y lo que hace, lo relaciona con su profesión. Se comporta en la vida pública y privada, en la sociedad y en el cuartel, como un digno miembro de la institución armada a que pertenece, o lo que es lo mismo, con dignidad, hidalguía y pundonor.

El espíritu militar consiste, pues, en hacer de la profesión un culto, ostentarla con honor y orgullo; ya que otra cosa nos significa servir a la Patria, sino el dedicarle, permanentemente, todo su tiempo y ofrendarle hasta la propia vida.

El militar debe sentirse tal y demostrar que lo es en cualquier circunstancia, no solo en la vida del cuartel, sino también, en todas sus actividades civiles. Nada es más reprochable en una persona que vista uniforme, que verla en situaciones reñidas con las característi-cas de hombría y honorabilidad. El militar no debe olvidar, en ningún momento, que pertenece a una institución que le ha otorgado una per-sonalidad distinta a la del ciudadano común. A este, se le dispensa ciertos defectos que incluso pueden pasar desapercibidos, pero que se acrecientan y resultan imperdonables en un miembro de los Institutos Armados.

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EL ESPÍRITU MILITAR

El hombre, desde que inicia su vida al independizarse de la tu-tela de sus padres, trata de abrirse paso en el camino de la vida; y de acuerdo con su vocación, aptitudes, aficiones y medios de que dispone, adopta la actividad que considera más propicia para triunfar en la lu-cha por la existencia.

Unos optan por las carreras liberales, otros por la de las artes u oficios y en fin, otros por la noble profesión de las armas.

Hay un principio moral y de conveniencia, que aconseja a todo aquel que elige una carrera, a prestarle a ella la mayor dedicación y a hacerla el único objetivo de sus pensamientos, poniendo a su servicio toda la fuerza de su voluntad. Quien practique este principio, por mo-destos que sean sus alcances intelectuales y sus recursos económicos, triunfará, con mayores o menores dificultades, es cierto, pero triunfará o por lo menos llegará a ser un elemento útil, y no una víctima más en la lucha por la vida.

Si esto ocurre respecto a las profesiones civiles, ¿qué no podre-mos decir de la carrera militar, cuyas actividades son las de un verda-dero sacerdocio?

El sacerdocio y la milicia, no obstante su distinta finalidad tie-nen, sin embargo, una gran similitud en su ejercicio, método de vida y en los ideales que persiguen; pues, en el primero, el hombre sirve a Dios y, en la segunda, a la Patria. En ambos casos el militante se des-poja de todo aquello que es extraño a los fines que persigue.

El sacerdote se consagra a Dios por propia vocación y voluntad y se dedica a servirle, dejando de lado toda actividad que no se la del culto; procediendo en todos sus actos como ministro de Dios.

De igual modo, el militar, por espontánea voluntad y vocación, adopta la carrera de las armas para servir a su Patria. Acepta el com-promiso que le impone su juramento ante la Bandera Nacional, de cumplir estrictamente los deberes que el servicio de ella le impone; prescinde de toda actividad que no se relacione con el Ejército, y proce-de en todo momento como un verdadero soldado. Por eso, se dice que la carrera militar, es un real y verdadero sacerdocio.

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EL CARÁCTER

La expresión; carácter, se utiliza en su acepción de firmeza, de energía, de fortaleza moral; ya que esta palabra tiene muchas otras acepciones.

El carácter en sentido general, significa firmeza, energía, forta-leza de ánimo. Se aplica este vocablo, principalmente, al natural modo de ser que posee y caracteriza cada individuo.

Siendo los sentimientos los que determinan el proceder del hom-bre, resulta que de su manera de pensar, querer y sentir, dependerán los sentimientos que impulsen su voluntad; y, así, será sereno o vio-lento; orgulloso o humilde, activo o perezoso, según sean también los sentimientos naturales o adquiridos que predominan en su conciencia.

Mas, como la inteligencia y la educación son capaces de frenar o estimular esos sentimientos, el carácter de una persona es susceptible de ser modificado hasta permitirle obtener una perfecta estabilidad en su conducta.

Cuando dicha estabilidad se consigue, no se dice ya que una per-sona tiene buen o mal carácter, sino, simplemente, que tiene carácter; porque la voluntad, impulsada, por la inteligencia y la cultura, señala la línea de conducta a seguir, a despecho de las interferencias instinti-vas o afectivas que pudieran producirse.

Es difícil vencer los malos instintos, pero no imposible, sobre todo cuando se tiene carácter y equilibrio mental.

Los hombres que carecen de este equilibrio son incapaces de hacer frente a sus pasiones porque carecen de fuerza de voluntad y del estímu-lo de nobles sentimientos siendo, por lo tanto, impotentes para sacrificar satisfacciones arraigadas, en aras de un bien grande y perdurable.

Sabido es que el carácter del hombre comienza a formarse en la niñez; instintos reprimidos o no, costumbres buenas o malas, salud, en-fermedades, holgura económica, holganza o miseria, van determinando

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su modo de ser y, así, será tímido o audaz, insolente o respetuoso, ecuá-nime o violento, según sean también sus instintos, sus sentimientos o sus pasiones, y la influencia que sobre ellos ha hecho gravitar el medio en que vivieron.

Dejarse llevar por esos instintos y esas pasiones no demanda esfuerzo alguno, por el contrario, produce complacencia; controlarlos, vencerlos, requieren una voluntad a toda prueba, lo que sólo se consi-gue con una adecuada educación y cultura moral o intelectual.

El carácter para el militar, es condición esencial; conjunto de cualidades entre las que descuellan la firmeza en el mando; la cons-tancia en el trabajo y la vigilancia para asegurar el cumplimiento de sus disposiciones; la nobleza y el espíritu de justicia; la severidad al corregir las faltas; la energía para imponer su autoridad en los trances difíciles, fortaleza para no dejarse abatir por las contrariedades y reve-ses; y, entereza para no doblegarse ante nada que no sea noble y digno.

Reunir estas cualidades en la medida necesaria no es dado a todo el mundo; pero, la educación y el hábito del mando pueden desarrollar-las en la mayoría de los casos. Del carácter en el mando depende en gran parte la manera de ser de los subalternos. Por eso dicha cualidad es el eje principal de la disciplina y así lo entienden los reglamentos mi-litares cuando le acuerdan un elevado coeficiente, aún para los empleos inferiores al evaluarse las condiciones indispensables para el ascenso, en los exámenes de promoción.

Es preciso, sin embargo, no confundir el carácter con el genio altanero, adusto e impulsivo de algunas personas que son, más bien, defectos graves en el militar.

El carácter no debe confundirse tampoco con la impulsividad. Aquel confiere al hombre el imperio sobre sí mismo. El Oficial que pier-de la calma, gesticula, grita, inculpa a sus subordinados errores en que tal vez no han incurrido, se pone en ridículo y pierde autoridad. Mas, el que sabe dominarse a sí mismo, se muestra sereno y tranquilo, no pierde su sangre fría, aún cuando sea presa de las mayores mortifica-ciones, impone su autoridad y se granjea el respeto y consideración de sus subordinados.

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LA CAMARADERÍA

La camaradería consiste en el afecto recíproco que se profesan los miembros de una agrupación.

Decir camarada, es decir amigo, compañero, hermano; es sen-tirse como si todos tuviéramos la misma sangre, el mismo hogar los mismos ideales.

Y así es en efecto, ninguna amistad es más sincera que aquella que germina entre los hombres que realizan juntos la misma labor, que tienen semejantes aspiraciones, que han sufrido los mismos quebran-tos y que han obtenido iguales éxitos. En ninguna institución humana es tan fuerte el lazo que une a sus componentes, como el que vincula a los militares entre sí.

El concepto camaradería entraña protección recíproca; y si ella es indispensable en las sociedades cuyos fines son piadosos o lucrativos, lo es más, todavía, en el seno de la gran familia militar.

No solo entre los miembros del ejército de determinada nación constituye un vínculo este sentimiento de la camaradería, sino tam-bién, entre todos los que integran los ejércitos del mundo. El militar, mira siempre como camarada a todo aquel que viste uniforme y tiene para con él deferencias que no brinda a las demás personas. Aún en las mismas acciones de la guerra, en que ciegan la efervescencia del pa-triotismo y los arrebatos de la lucha, el vencido se acoge a la clemencia del vencedor invocando el sentimiento de camaradería; concepto que encierra en sí, toda la significación de la siguiente frase: “Eres soldado como yo; a ti confío mi vida y espero que no me deshonres”.

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EL ESPÍRITU DE CUERPO

Hemos dicho que la vida militar otorga a los hombres que se alis-tan en sus filas, una personalidad diferente a los individuos que no pertenecen a una institución armada. Esto hace suponer la existencia de factores que hacen que todos los que la integran, reúnen ciertas con-diciones especiales que se denominan virtudes militares. En el Ejérci-to, todos sus miembros se hallan obligados a prestarse mutua ayuda y guardarse recíproca consideración, como en todas las sociedades esta-blecidas con determinado fin. Es lo que constituye el espíritu de cuerpo, cuyas principales características son:

1°- Mantener el prestigio de la Institución Militar, evitando que se traduzca al exterior las deficiencias o defectos de que pudiera ado-lecer.

2°- Procurar en el ambiente militar y social, disimular las fal-tas en las que pudieran incurrir nuestros jefes o compañeros, haciendo resaltar, por el contrario, sus méritos y cualidades, absteniéndose de emitir conceptos que puedan hacerles desmerecer aunque se sienta por ellos emulación, antipatía o rencor.

3°- Auxiliarse en las desgracias y adversidades.

4°- Demostrar el afecto que nos inspira todo aquel que pertenez-ca a nuestra institución y que realiza en la vida, la misma actividad que nosotros, a fin de que la entidad militar se presente ante la Nación como organismo unido, cualidad que le da toda la fuerza que su delica-da misión ha menester.

Solo cuando las instituciones llegan a exhibirse como un todo so-lidario, es que cobran sus actuaciones verdadero valor y se hacen acree-doras al respeto y consideración.

En cambio, qué espectáculo el que nos ofrece un cuerpo cuyos miembros se desacreditan entre sí; en que unos se expresan mal de los otros sacando a luz sus más ligeros errores o defectos; y, en vez de

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prestarse mutua consideración y ayuda, se muestran los unos como lobos de los otros, para disputarse prebendas o galones.

¿Qué mérito tendría, entonces, pertenecer a una institución así desacreditada? ¿Quién confiaría en ella para la defensa de la Patria, el orden social y político? ¿Qué sería de la Patria en el momento de peligro?

Que el respeto y la consideración que inspira el militar cualquie-ra que sea su grado, no se deba nunca al temor sino a su autoridad moral y a su espíritu de cuerpo.

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LA SOLIDARIDAD

La solidaridad es la expresión afectiva de la mancomunidad social.

Antes que un sentimiento o una doctrina es una realidad que nace de la propia estructura social, pues implica la idea de unión, cohe-sión y concordia. Ha existido en todos los tiempos como base de senti-mientos o intereses comunes.

La solidaridad no implica o persigue necesariamente fines mora-les pues, existe entre hombres probos como entre la gente que vive al margen de la ley.

Cualquiera que sea el grado de civilización de un pueblo, en él existe la solidaridad o interdependencia social. Los hombres en una misma sociedad están unidos los unos con los otros, ya porque tienen los mismos ideales, como ocurre con las asociaciones leonísticas, ro-tarias, científicas, artísticas o religiosas; ya por que tienen comunes necesidades cuya satisfacción solo puede otorgar la vida en común, o ya porque las tienen diferentes, necesitando para satisfacerlas de la ayuda mutua.

La solidaridad unifica el pensamiento y la vida entre los hom-bres, al extremo de sentirse cada uno, como la personificación misma de la colectividad a que pertenece. Lo que se dice de esa colectividad, el grado en que se la estima, las injurias que se le infieren, los méritos que se le atribuyen, los siente cada individuo como si se refirieran a su propia persona. Y, como cada miembro de la colectividad siente y piensa lo mismo, la conciencia individual se convierte en colectiva, de tal modo que ante las ofensas o alabanzas inferidas al grupo, todos deponen los odios y olvidan sus diferencias personales en aras de la solidaridad.

En una palabra, por la solidaridad, el hombre toma como propios los éxitos o los fracasos de los demás.

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Hemos visto al tratar de la camaradería y del espíritu de cuerpo, qué estos sentimientos difieren poco de la solidaridad que reina en-tre los miembros de una institución militar y que les manda prestarse mutua ayuda por tener iguales actividades y semejantes aspiraciones; pues bien, cuando ese apoyo mutuo llega a arraigarse profundamente, hasta el extremo de convertirse en hábito, ese organismo exhibe el sen-timiento de la solidaridad.

Por ella, el militar siente en carne propia lo que les pasa a los demás, hace suyas las honrosas actitudes que asume en determinado momento un miembro de su institución; se yergue con él, para enfren-tar una difícil situación y se regocija con sus triunfos, como si fuera él mismo quien hubiera obtenido el éxito o sufrido el quebranto.

La solidaridad según eso, existe tanto en el placer como en el dolor, pero es más profunda y más íntima en el segundo.

En efecto, cuando los que constituyen una asociación son hosti-gados o agobiados por la adversidad o toman parte conjuntamente en una empresa llena de penalidades, experimentan los unos hacia los otros un sentimiento de intenso afecto que crea un clima de solidaridad perdurable y más sincero, que la que produce el placer.

En la solidaridad, en el placer, los hombres de un grupo social se sienten unidos a los que han obtenido un triunfo o realizado una hazaña y se regocijan con él; mas, pasado el momento del regocijo la solidaridad que tal hecho ha suscitado, no deja profundas raíces, por-que el placer no cala tan hondo en la conciencia humana como el dolor.

Cualquiera que sea el hecho que engendre la solidaridad, su exis-tencia en la familia militar es una evidente realidad y quizá más que en otra alguna, pues, en ninguna actividad existen como en ella tantas adversidades, luchas, penalidades, fracasos o éxitos, sobre todo en la guerra ya sea que la victoria niegue sus laureles o el triunfo corone los esfuerzos.

Por solidaridad, se presenta el ejército como un todo unido, otor-gándole su verdadera fuerza a aquellos en que la Nación confía para salvaguardar su seguridad interna y externa.

El camarada confía en nosotros como en sí mismo, convenci-do de que no le jugaremos una mala partida y que, por el contrario,

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trataremos de salvarle de cualquier situación difícil en que se encuen-tre, provengan ellas de las labores del servicio, de las contingencias de la guerra o de la vida civil.

El jefe por su parte confía también, con justo derecho, en sus sub-alternos, como éstos en aquel. Los jefes se entregan íntegramente a la lealtad de sus oficiales y de su tropa, pues son garantía de su prestigio y de su vida. Cualquier infidencia de sus subordinados menoscaba su autoridad ocasionándole enorme daño moral.

De igual modo los subalternos no piensan, ni por un momento, que aquel que les manda y dirige, –su jefe inmediato– puede ser ca-paz de exponerlos inútilmente al peligro y abrigan, por el contrario, la profunda convicción de que harán lo imposible por ahorrarles fatigas y sinsabores, dispensándoles amplia protección en todo instante.

Y es así, como el jefe y el subalterno, van estrechamente unidos en el penoso y noble deber militar, protegidos el uno por el otro, sin que la más remota idea de infidencia o deslealtad perturbe su sacrosanta misión.

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EL ESPÍRITU DE SACRIFICIO

Se denomina espíritu de sacrificio, al impulso natural del hombre que se lleva a dar en aras de un sentimiento altruista, algo que es suyo con privación de su bienestar corporal o moral; no importa qué: dinero, derechos, cuidados, salud y aún la vida misma.

El que posee verdadero espíritu de sacrificio, se halla siempre dispuesto a dar de sí antes de saber por qué, ni para qué; ni para quién. Es el concepto que Cristo tenía de los bienes terrenales y de la vida, cuando decía: “No os preocupéis de lo que hayáis de comer mañana” “dejad vuestra mujer y vuestros bienes y seguidme”.

El sacrificio implica, pues, en su más amplia acepción, la idea de desprendimiento, de generosidad. Es la antítesis del egoísmo, que proclama el vivir sólo para sí.

Pero el hombre no solo debe vivir para sí, sino ante todo, para los demás y para que esta convivencia se lleve a cabo, se impone obrar con nobleza y desinterés a favor del prójimo; dar algo de lo nuestro a los seres con los cuales nos sentimos solidarios.

Cuando el sacrificio no se traduce en un sentimiento, puede manifestarse en acciones, como preferir lo difícil a lo fácil, afrontar cualquier peligro para auxiliar a un semejante, acudir a donde se necesite ayuda, en fin, sacrificar la vida misma, en aras de valores más elevados que los que la vida misma encierra.

El espíritu de sacrificio, no es pues, propio de hombres egoístas, en virtud que precisa verdadera nobleza y generosidad de alma. Demanda valor, muchas veces, heroísmo; cualidades que con frecuencia florecen en los seres que se han impuesto una misión especial en la vida, sea para servir a Dios, como el sacerdote, o a la Patria, como el soldado.

Uno y otro se entregan por entero al cumplimiento de su misión, renuncian a la comodidad, a la vida holgada, sobrellevando no sólo con resignación, sino hasta con espíritu deportivo, los azares de la guerra, las penurias, sinsabores, el recargado trabajo, las interminables marchas, el hambre, la sed, el cansancio, las enfermedades y privaciones.

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Por eso se dice que la vida del militar es de sacrificio, que linda en la abnegación y, cuando ha menester, en la inmolación de la vida en defensa de la integridad y del honor de la Patria.

Empero, el espíritu de sacrificio no obedece tan sólo a una vocación espontánea, nacida del corazón bondadoso de quien se consagra a restañar heridas o a socorrer desvalidos, sino que puede corresponder a un estado del alma adquirido paulatinamente a fuerza de sufrimientos y privaciones. No es posible negar que los que se han acostumbrado a privaciones y sufrimientos lleguen, a sentir insensibilizarse ante los mismos, de manera que aún los mayores dolores, los más rudos trabajos no causan en ellos impacto apreciable, y en algunos casos, hasta podría uno imaginarse, que llegan a sentir satisfacción, cierta complacencia al experimentarlos, impulsados por el orgullo de saberse hombres capaces de resistir las más duras pruebas sin que su naturaleza y su moral se afecten en mayor grado.

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EL OPTIMISMO

Consiste el optimismo en apreciar solo el lado favorable que pre-sentan las cosas; en tener el concepto de que se va a conseguir siempre lo que se desea.

Pero, el optimismo no es, como podría entenderse por esta defini-ción, sólo, una manera favorable de apreciar el desarrollo de los aconte-cimientos o de esperar un resultado satisfactorio de los esfuerzos.

En el hecho, constituye una fuerza, y esta fuerza es el deseo de coronar nuestras empresas; el ansia, la inspiración, en fin, el impulso del alma con todos los atributos de la voluntad; es la actividad total del espíritu encaminada a obtener la realización de un anhelo.

En el optimismo, el interés por la vida se acrecienta con la espe-ranza de que las ambiciones, las aspiraciones, han de ser alcanzadas. Los dolores sufridos o temidos, son superados u olvidados y el ánimo no titubea en acometer las empresas más difíciles y arriesgadas.

El optimismo es una actitud normal en el hombre, mientras no ha logrado todavía, un alto grado de desarrollo intelectual. Para el in-dividuo inculto o ignorante todo es factible. En su concepto, las más difíciles empresas pueden coronarse. Solo cuando comienza a experi-mentar las sorpresas desagradables que la ley de la vida le depara, burlando sus más caras ilusiones, surge la decepción que lo vuelve a la realidad y lo torna desalentado y pesimista.

Por eso algunos filósofos han ideado la doctrina del “quietismo”, de la inacción, ya que a ellos nada les sorprende, ni los fracasos ni los desengaños, como tampoco los éxitos. De allí, que se diga que ellos to-man las cosas con filosofía.

Esta manera de apreciar los hechos, puede sr muy cómoda para los escépticos, ya que teniendo un concepto pesimista de la vida, nada les sorprende y ni el más cruel desengaño altera su imperturbable se-renidad. Pero si este solo modo de apreciar los acontecimientos, hubie-ra prevalecido en el mundo, no hubiera sido posible la realización de los grandes descubrimientos e invenciones que la ciencia, con el acicate del optimismo, ha ofrendado a la humanidad.

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El optimismo, más que una concepción filosófica, es una actitud ante la vida; es acción, ímpetu constante encaminado a ver o modificar favorablemente lo que nos rodea, la reflexión filosófica que proclama el dolor como condición necesaria y común de la vida, conduce, a la larga, a la paralización, al estancamiento. Por eso las gentes sencillas, que no espigan en los campos de la filosofía son, por lo general, optimistas; laboran esperanzadamente y se entregan al goce del vivir confiadas en que el trabajo les dará segura recompensa.

La ruta que el pesimismo nos ofrece, con el lastre de su inac-ción, desaliento y decepción; y el camino que nos señala el optimismo, poniéndonos a la vista del progreso humano merced a él alcanzado, la elección no ofrece duda alguna: nuestro sendero a seguir no puede ser otro que el que nos traza el optimismo que es alimento que nutre, medicina que fortifica.

Cuando los individuos o los pueblos son víctimas de males y su-frimientos, los optimistas luchan contra ellos, no se quejan; por el con-trario, empeñan todo su tiempo y energías en contrarrestarlos.

El pesimismo es tristeza, conformidad impotente, cruzamiento de brazos ante la vida que transcurre sin ofrecer más que miseria y de-solación. El optimismo, en cambio, es la vida que sonríe; es la natura-leza fecunda que renueva a diario sus floraciones; alegría del espíritu, promisoria realización de nuestros ideales.

El optimismo es estímulo para el esfuerzo humano que recuerda al hombre que no es un simple engranaje mecánico, sino energía que inquiere y elige medios para la obtención de la finalidad que le corres-ponde alcanzar.

Es cierto que la vida tiene sus horas de decepción, como el cielo sus nubes; pero hay que oponer a la resignación pasiva, el viril y ani-mador deseo de mejorar el mundo en el cual cada uno debe cumplir la parte que le corresponde.

Si algunas veces o quizás muchas, la desilusión del esfuerzo in-útil ensombrece nuestra alma, que ella no sea nunca una decepción que entrañe un resentimiento sino, por el contrario, actúe como un estímu-lo para comenzar de nuevo y con más energías, procurando superar los obstáculos que surgen en el camino, merced a la experiencia del primer o anterior fracaso.

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LA CONFIANZA

La confianza, es un estado de ánimo proveniente del convenci-miento que tenemos de nuestra propia capacidad o de la de otra persona.

Hay que distinguir, entonces, la confianza que abrigamos en no-sotros mismos, de la que nos merecen los demás.

La confianza en nosotros mismos, proviene de la convicción de sentirnos eficientes física e intelectualmente; aptos para resolver de-terminado asunto y con fuerza moral bastante para arrostrar con ente-reza, cualquiera de las difíciles contingencias de la vida.

La confianza se afirma, pues, en el real y efectivo conocimiento de la materia de que tratamos y en la seguridad de que nuestro proce-der es el que corresponde al caso requerido.

Persuadido de ello, es que el hombre confía en sí y actúa con des-envoltura, naturalidad y presencia de ánimo, tanto en una actividad de orden social o profesional como en las más arriesgadas empresas.

La confianza, sin embargo, no debe ser ciega y dogmática como la fe religiosa. Debe estar hermanada con la prudencia y hasta dar cabida a la duda según los casos. Bien sabido es que nadie es infalible y que, por consiguiente, puede uno estar equivocado y aceptar como verda-deros hechos que están muy alejados de la realidad; de donde resulta, muchas veces, que aquel que pone demasiada confianza en todos sus actos sin estar convencido de su idoneidad para realizarlos, puede ex-perimentar serios quebrantos.

Por eso, cuando al militar se le encomiende la ejecución de una empresa delicada, debe justipreciar cuidadosamente sus facultades y aptitudes, sin caer naturalmente en la desconfianza, que es un factor negativo, tan peligroso como el exceso de confianza.

El reconocimiento de su propia capacidad, le dará fuerza suficien-te para salir airoso de su cometido; en cambio, si desconfía por apoca-miento, de su verdadero valer; si se considera incapaz para resolver un

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asunto cuya solución solo de él depende, se sentirá nervioso, inseguro y, una empresa que pudiera salirle bien, puede resultarle un fracaso.

La confianza en los demás, se inspira en la certeza que tenemos de sus amplios conocimientos; en la amistad que nos demuestran o en el afecto que les guardamos.

Siempre hay una razón ostensible o instintiva, para confiar en alguien o en algo: en esto se afirma la confianza del jefe en sus subor-dinados y, de estos en aquel.

El jefe sabe que su tropa le seguirá hasta donde la situación lo exija, y esta confía en la eficiencia y nobleza de su jefe; en que no le expondrá estérilmente al peligro, ni lo conducirá al desastre, por in-competencia o falta de responsabilidad.

Por eso es que la confianza así entendida de manera recíproca, constituye en el orden militar, una amalgama entre el jefe y sus su-bordinados; amalgama que nada puede destruir y en la que radica la fuerza verdadera del Ejército.

De allí que el jefe ha de mostrarse siempre digno de la confianza de sus hombres, ya que éstos confían en él y, se entregan a su capaci-dad y su generoso amparo. Debe esforzarse, pues, porque la fe que en él tienen sus subordinados, no sea burlada en ningún momento y pue-da, a su vez, contar con la fidelidad de ellos, convencido de que serían capaces de ejecutar todo aquello que se les ordene, sin vacilación ni titubeos, y sin reparar en los peligros que pudieran amenazarles.

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LA JUSTICIA

La justicia consiste en dar a cada uno lo que le pertenece.

Esta definición tan simple induce a considerar como justo, solo al acto de dar a otro algo material que considera suyo, y no abarca por consiguiente, el concepto integral de justicia; por eso, para definirla en toda su amplitud, es menester estudiarla en sus diferentes aspectos.

El hombre como miembro de la humanidad posee derechos ina-lienables tales como el honor, la libertad, la propiedad y a la vida. Estos derechos, con otros más, constituyen lo que se denomina la dignidad humana.

Cuando el hombre exige que se respete en él esta dignidad, ejer-ce un derecho y cuando la respeta, a su vez, en los demás, cumple un deber.

En el fondo, derecho y deber son idénticos, porque ambos son la expresión del respeto ya sea exigido o debido; exigible, porque es debido y, debido porque es exigible y no difieren sino en cuanto al sujeto en quién esa dignidad está comprendida.

Cuando cualquiera de estos derechos es total o parcialmente des-conocido, se perpetra un atentado contra la dignidad humana; atenta-do que provoca en la víctima un impacto que, gradualmente y según la magnitud del mismo, genera sentimientos de indignación, de rebeldía o de odio.

En efecto, nada produce mayor indignación, mayor rebeldía y odio, que el atropello de un derecho, sea que este se refiera al honor, a la libertad, a la propiedad o a la vida.

Se atenta contra el honor: cuando se lanza una injuria o se teje una calumnia; contra la libertad, cuando se recluye injustificadamente a un hombre en una prisión; contra la propiedad, cuando se priva a alguien de sus bienes y, finalmente, se atenta contra la vida, cuando se hiere, se intenta matar o se mata sin razón justificada para ello.

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La antítesis de la justicia, es el abuso; el cual puede definirse como la extralimitación en el ejercicio de un derecho y, de manera ge-neral, como toda acción contraria a la justicia.

Así pues, se comete abuso, tantas veces, cuantas se falta a la justicia, a la equidad y a las leyes, ya sea realizando detenciones ilega-les, infligiendo castigos indebidos o prolongándolos injustificadamente; maltratando corporalmente, hiriendo la dignidad con acciones o expre-siones ofensivas o indecorosas, causando perjuicios, usurpando propie-dades, en fin, impidiendo contra toda ley, el ejercicio de un derecho.

El abuso es propio de las almas que carecen de nobleza; de quie-nes no tienen verdadero concepto de la dignidad humana y, en conse-cuencia, del respeto que ella merece.

La injusticia y el abuso tienen mucha similitud. Ambos atentan contra la ley y el derecho; pero el segundo es más grave que la primera.

Se puede ser injusto sin ser abusivo. Un funcionario puede desco-nocer un derecho, pero tratando de arreglarlo a ley. El fallo será injusto pero no abusivo. Y si el mismo funcionario expide un fallo violando la ley y violando el derecho, habrá cometido un abuso.

El abuso como la injusticia lo sufren con más frecuencia los débi-les que los poderosos, porque estos disponen de mayores medios para sacrificar a aquellos; la autoridad en su función de administrar justi-cia, suele inclinarse a favor del más fuerte, ya sea por el temor o por la dádiva, antes que hacia el indefenso que no puede hacerse temer ni tiene nada que dar.

Cuando el móvil del abuso es la dádiva, el funcionario o autoridad que lo comete, no solo trasgrede un derecho, sino que incurre, también, en otro delito que el código Penal denomina corrupción de funcionarios, con lo que se ingresa de lleno a la esfera abominable del cohecho, que convierte la justicia en una mercancía que se vende al mejor postor.

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EL TRABAJO

El trabajo, en el hombre, es la actividad destinada a producir algún rendimiento.

El trabajo puede ser físico o intelectual.

En el primero, se distinguen dos aspectos: El trabajo dinámico y el trabajo estático. El cuerpo realiza trabajo dinámico, por ejemplo; si se maneja una herramienta o levanta pesos y desarrolla trabajo estáti-co: si mantiene la cabeza, el busto o las extremidades en determinada posición durante algún tiempo.

El trabajo dinámico fatiga menos que el trabajo estático. Por eso el soldado se siente más deprimido durante un dilatado tiempo de in-movilidad o al permanecer en una sola posición que cuando realiza mo-vimientos variados. Ello ocurre porque durante el tiempo que dura la inmovilidad, los músculos quedan contraídos, disminuye la circulación de la sangre con el consiguiente sufrimiento de los tejidos y órganos. De allí, que no parezca desacertada la exclamación que se oye con fre-cuencia: “estoy cansado de estar sentado”, no obstante que el sentarse es una posición de descanso.

El trabajo dinámico, es el que está más en armonía con nuestra constitución física. Uno puede pasar largas horas entregado a faenas que no sean monótonas, sin experimentar mayor cansancio. En esto se funda la necesidad orgánica de trabajar. Como un don que es de la naturaleza, el trabajo traducido en utilidad, aparte de su natural rendimiento, es el medio por el cual se conserva la salud y se fortalecen los músculos.

Todo lo que nos rodea se debe al trabajo intelectual o manual. Vivimos de nuestro propio trabajo y del de nuestros antepasados; del mismo modo, los que nos sucedan, vivirán de su trabajo y del nuestro. Quien rompa esta cadena, no merece formar parte de la humanidad; el holgazán, es el parásito que trata de vivir a costa de los demás, exhi-biendo su inutilidad y su hastío.

Cosa distinta, es procurar disminuir la fatiga en el trabajo, de-jándolo reducido a un límite determinado que produzca placer; el pla-cer más productivo de todos los goces.

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Si el trabajo mecánico adiestra los músculos, el trabajo intelec-tual educa la mente, ejercita la memoria y nos hace aptos para adquirir sin mucho esfuerzo mayores conocimientos.

Tanto el trabajo físico como el intelectual, son la causa del pro-greso del hombre y de la humanidad. Cada individuo es un factor de rendimiento en la vida, por lo que está obligado a producir según sus facultades. Quien más trabaja, más produce y quien más produce, al-canza mejores situaciones.

Esta verdad no debe ser olvidada en ningún momento. Los que la olviden, están condenados al fracaso y, por consecuencia, a ser elimina-dos por inútiles en la lucha por la existencia.

La vida del militar, sobre todo, es de perenne trabajo. El que se detiene un momento para tomarse un descanso mayor que aquel de que disfrutan los demás, será postergado. No hay que ampararse en la idea de que se ha trabajado mucho antes que las labores hayan terminado y el deber quede cumplido. Siente fatiga solamente aquel a quien no agrada el trabajo o lo estima como un castigo, en vez de aco-gerlo como un goce, el que de todos los goces, es el único que no hastía ni decepciona.

Hay en la juventud la creencia de que el trabajo es sólo una pe-nosa obligación y no una necesidad; que solamente trabajan los que deben ganarse el sustento. Este es un error. El trabajo constituye una necesidad orgánica y síquica para el hombre. Si no diéramos actividad a los músculos y a la inteligencia nuestra fortaleza corporal y mental se atrofiarían y estaríamos condenados a una progresiva degeneración de nuestras facultades.

Cumplidos los deberes que impone el ejercicio de la profesión o la actividad que el hombre ejerce para llenar su cometido vital, queda todavía un radio de acción mucho mayor, dentro del cual puede desa-rrollarse aún más su inteligencia, que es: la superación en la vida del espíritu.

Superarse en la vida del espíritu es esforzarse para elevar nues-tros conocimientos en la ciencia o el arte. Es sobresalir en una activi-dad o disciplina merced al estudio, a la perseverancia y a una noble ambición de realizar en nosotros los más elevados valores morales.

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LA DESTREZA

La destreza consiste en saber cómo regir los órganos a fin de que respondan directamente a la voluntad consciente, de manera que eje-cuten lo que queremos realizar.

La destreza no es una cualidad innata; es la práctica de una ac-tividad la que nos permite adquirirla. Podemos ver cómo el niño va ad-quiriendo gradualmente destreza. Cuando nace no sabe más que llorar. Pero progresivamente aprende a reír, a comer, a emplear las manos, a mover los ojos, a caminar, a hablar y más tarde, a leer, a escribir, a contar y realizar todo lo que le es necesario para vivir.

Al comienzo cada movimiento corporal exige un enorme esfuerzo, pues cada músculo en acción necesita ser dirigido por la mente; pero, a medida que es ejercitado de manera continuada y metódica, el músculo se halla en condiciones de realizar el movimiento automáticamente, a tal punto, que su ejecución no requiere ya la intervención de la inteligencia.

Esto ocurre porque el conocimiento de cómo se dirigen los múscu-los pasa del dominio de lo consciente a lo subconsciente, determinando lo que se llama la memoria de los músculos. Solo entonces el saber fatigosamente adquirido, se convierte en destreza.

Como ejemplo, citaremos al que aprende a usar una máquina de escribir: al comienzo tiene que buscar y golpear las teclas con esfuerzos separados, pero a medida que en este aprendizaje toma su puesto el subconsciente, basta que piense en la palabra para que los dedos, sin intervención consciente, golpeen las teclas correspondientes. De igual modo se aprende a manejar bicicletas, a montar a caballo y a adquirir todos los grados de la destreza, hasta los movimientos, más difíciles y complicados.

La destreza es el saber que más tiempo se retiene por lo mismo que es tan difícil de adquirir.

Existen reglas para adquirir la destreza, pero la mejor de ellas es la práctica. Estas reglas nos enseñan cómo se debe ejercitar los

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músculos y el método apropiado que debe adoptarse para obtener un máximo rendimiento y la realización de movimientos perfectos. Pero, quien conozca de memoria estas reglas nada habrá alcanzado si no practica lo que en ellas se recomienda.

Así como en el orden moral es menester crear hábitos merced a la constante práctica del bien, así también el cuerpo para adquirir des-treza, requiere que se le someta a continuo ejercicio, hasta conseguir mantenerlo en perfecto estado y que sus movimientos sean rápidos, naturales y precisos.

No hay movimiento por difícil que parezca que no pueda ejecu-tarse, si se somete al músculo a constante entrenamiento.

Aparte de los deportistas que dedican la mayor parte de su tiem-po a obtener destreza corporal, a nadie, como al militar, le es útil ad-quirirla. Puede afirmarse que la destreza constituye parte integrante y no secundaria, de sus conocimientos. Con la destreza el militar exhibe agilidad, soltura y marcialidad.

Para tener eficiencia en sus actividades, debe pues ejercitar sus músculos con toda clase de ejercicios y deportes, sobre todo con aquellos que se relacionan íntimamente con su profesión, tales como la esgrima, el tiro, la equitación, la lucha romana, la boga y la gimnasia en general, pues no debe olvidarse, que su principal misión es alcanzar la máxima idoneidad física y síquica, para llegar a ser un valioso y eficiente defen-sor de la Patria, en la vida de guarnición o en la de campaña.

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LA CULTURA

El vocablo cultura literalmente significa “cultivo”, por eso, al cuidado o cultivo del cuerpo y de la mente se le denomina cultura físi-ca o cultura intelectual.

En un sentido más amplio, todo lo que es resultado del trabajo humano es considerado como cultura, la cual puede definirse, entonces, como el conjunto de todo lo creado por el esfuerzo del hombre, como: ideas, creencias, artes, ciencias, idiomas, en fin, todo aquello que carac-teriza a una raza o a una nación; y así se dice: cultura incaica, azteca, maya, etc.

Desde otro ángulo, la voz cultura se aplica también al caudal de conocimientos que pueda adquirir una persona en los diversos as-pectos del saber humano. A este género del saber, que consiste en el conocimiento de múltiples hechos y que es fruto de una vasta lectura, se denomina erudición.

La erudición, es pues, el conocimiento de la ciencia, el arte y las letras que son las principales ramas del saber y de lo cual vamos a tra-tar muy brevemente.

La erudición en la ciencia, se refiere al conocimiento de todo aquello de que se tiene una necesidad inmediata de raciocinio o re-flexión, como las matemáticas y las ciencias naturales.

La erudición en el arte, es el conocimiento de todo lo que se hace por la industria y habilidad del hombre, como la música, las bellas artes (pintura, escultura, arquitectura); las artes liberales que se ad-quieren con el ejercicio del entendimiento y las artes mecánicas que necesitan del trabajo manual o de la máquina.

La erudición en las letras es el conocimiento de la filosofía, de la literatura o de manera general, de la historia, las lenguas y los libros.

La historia contiene la relación de todos los hechos ocurridos desde que el mundo existe; las lenguas son el conjunto de palabras y modos de hablar de una nación y los libros son las expresiones escritas

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de las ideas y sentimientos y comprenden el conocimiento de lo que en ellos se trata y de sus autores.

Aunque es bastante difícil, por no decir imposible, para el hom-bre conocer profundamente, el contenido de todas las ramas del saber humano, le es, sin embargo, posible tener una instrucción suficiente para poder alternar en el trato social.

Es lógico que la profesión castrense obligue a quien la ejerce, a exhibir una cultura que tenga relación con su actividad, porque no hay que olvidar que el militar ha alcanzado en el ámbito social una categoría tal, que lo sitúa como factor indispensable en la solución de los múltiples problemas que afronta la Nación, para cuyo desempeño necesita tener una cultura general avanzada independientemente de la que corresponde a su profesión.

Esta cultura se adquiere sobre todo profundizándose en el estu-dio y el conocimiento de la historia; fuente inagotable de todo lo acon-tecido en el mundo. Leyendo los buenos autores clásicos y modernos y recurriendo, con frecuencia, al diccionario para conocer el verdadero significado de las palabras, a fin de obtener, de este modo, una ilustra-ción que permita adquirir estilo claro, preciso y elegante, tanto para la dicción hablada, como escrita.

Sabido es que el estilo comprende la dicción y la elocución o, sea, la elección y colocación de las palabras en las frases. Hay, pues, que cuidar que esa elocución y esa colocación, estén de acuerdo con la índo-le del trabajo que se realiza, evitando el uso de expresiones vulgares o chabacanas.

Por supuesto que estas reglas y tantas otras, han de encontrarse en un tratado de retórica, por ello solo nos limitamos a mencionar algunas.

Se ha de cuidar que nuestro estilo sea claro, sencillo, o si fuera posible, elegante, ejercitándonos, para ello en la oratoria; procurando hablar en público, tantas veces como sea posible, pues, como puede observarse, nuestras palabras fluyen fácilmente cuando alternamos en una conversación, pero nos sentimos cohibidos cuando tenemos que pronunciar las mismas palabras en un discurso o en una actuación en la cual somos objeto de la atención de los demás.

Esto ocurre porque la falta de entrenamiento ha impedido vencer nuestra timidez natural; pero, esta inhibición desaparece a medida que

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nos acostumbramos a hablar en público, por desairadas que resulten nuestras primeras actuaciones.

En lo referente al estilo escrito es menester procurar que la re-dacción sea como nuestro lenguaje verbal; clara y sencilla. Esto se con-sigue no sólo leyendo mucho, sino poniendo gran atención en lo que se lee, para comprender el verdadero sentido del pensamiento del autor, ya que una lectura mal comprendida o mal interpretada, conduce a errores que fatigan la mente y predisponen, por anticipado, contra la obra que se lee y hasta contra la misma lectura.

El arte de redactar correctamente, es el que mayores dificulta-des ofrece al que ha de presentar un informe, escribir un discurso o desarrollar una conferencia. Lo aconsejable, en estos casos es corregir tantas veces como sea posible, lo que se hubiera escrito y, si lo permiten las circunstancias, dejando pasar algún espacio de tiempo entre una u otra corrección, a fin de que sea distinto nuestro estado de ánimo al realizarlas. Los más notables literatos releen sus escritos repetida-mente a fin de introducir en ellos las modificaciones y correcciones que los hagan más precisos y comprensivos, pues no hay redacción que no pueda ser mejorada.

Para ello, es menester utilizar, con frecuencia el diccionario, co-mo ya lo indicamos anteriormente, pero sin caer en el vicio de la pe-dantería, que induce a hacer alarde de erudición al emplear términos raros o desconocidos en el ambiente cultural en que se actúa; vicio que es indispensable evitar ya que el uso de tales vocablos es tan defectuoso como valerse de términos vulgares para expresar las ideas.

Otra de las dificultades con las que tropieza el redactor, es la de la puntuación, por lo mismo que no todos observan las reglas que pres-cribe la ortografía, haciendo prevalecer las de su propio estilo.

Para lograr una correcta puntuación, se ha de observar la que usan en sus obras los literatos de renombre. Todo esto en lo que se re-fiere a la cultura general, pues, tratándose del estilo de un militar con relación al ejercicio de su profesión, debe ser claro y conciso, procuran-do que las frases sean cortas y que expresen concretamente las ideas, utilizando solo las palabras indispensables, pero cuidando siempre que lo que dice pueda ser fácilmente comprensible y hallarse al alcance de todas las inteligencias.

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EL TRATO SOCIAL

La justicia, hemos dicho, consiste en el respeto a los derechos de los demás. Uno de estos derechos, cuyo respeto el hombre exige, es el del buen trato. Y se es injusto con él, tanto cuando se le priva de la propiedad, o de la libertad, como cuando se hieren sus sentimientos de dignidad o amor propio.

Una de las formas como se falta a la justicia, es pues, tratando con grosería o despectivamente a las personas, olvidando que todos tienen el derecho de que no se hiera a su dignidad. De allí la ineludible obligación que tenemos de tratar bien a nuestros semejantes, procu-rando en nuestras relaciones, usar con ellos las reglas que impone la buena educación. Estas reglas son las de las buenas maneras y la cortesía.

Las maneras se refieren a la vida exterior de la persona; son los medios con los cuales se revela lo interno y lo físico, lo visible y lo invisi-ble, el espíritu y el cuerpo; son el reflejo de la personalidad. Se traduce en la voz, en el gesto, en el ademán, en la actitud. En todos nuestros actos, mostrando buenas o malas maneras.

Generalmente, nos esmeramos en exhibir más soltura, más puli-mento y más dignidad, cuando nos hallamos en presencia de personas que consideramos superiores, pues no deseamos que ellas se formen el concepto de que carecemos de educación o finura; pero, este modo de ser lo olvidamos, con frecuencia, ante otras personas que no nos mere-cen respeto y consideración, porque nos importa poco el concepto que se formen de nosotros.

La distinción en el porte y la fineza en el trato son cualidades inherentes a las personas que han tenido el privilegio de vivir en un medio cultural, social y económico superior; en una palabra, nacen con uno; sin que esto quiera significar, que no puedan adquirirse.

El comportamiento de una persona debe ser el mismo ante unos u otros y debemos cuidar de hacer de nuestra manera de proceder un estado habitual que produzca el mayor atractivo.

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La cortesía es el lenguaje con el que se manifiestan los senti-mientos de sociabilidad. La cortesía se expresa en la actitud, en la mi-rada, en el tono de la voz, en las palabras, en los movimientos, y en todo el talante que puede deparar tranquilidad y agrado en las personas con quienes tratamos.

Aparte de los modales que hacen agradable nuestra persona, la cortesía impone también, tolerancia para los defectos de los demás y respeto a las ajenas opiniones.

La crítica acerba o el prurito de encontrar faltas o defectos en las gentes, se halla en abierta oposición con la cortesía. La ironía y la burla son recursos muy propios para hacer interesante una conversa-ción; los irónicos y los burlones son, por lo general, acogidos con gusto y estimulados hasta con carcajadas por el auditorio; pero deberíamos comprender que el agrado que produce en unos, se realiza a expensas del desagrado de otros, a quienes se hace objeto de burlas, muchas ve-ces crueles e injustificadas. En todo caso, la experiencia demuestra que no hay medio más eficaz, para socavar el ascendiente de un jefe, que hacerlo blanco de sátiras que lo ridiculicen.

Las reglas de la cortesía prescriben abstenerse de estos pequeños placeres que causan molestia a un miembro de nuestro círculo.

La broma que no entraña una segunda intención y no imperti-nente constituye un medio eficaz para amenizar una conversación; la utilizan hasta las personas más serias y distinguidas en el trato con sus relaciones, ya para iniciar una charla, ya para formular una pregunta, que hecha directamente, puede resultar indiscreta o para soslayar una respuesta comprometedora y, en fin, para hacer cualquier comentario sobre los sucesos de actualidad.

La broma ingeniosa e inofensiva, nada tiene de descortés y hasta es un modo de demostrar confianza y afecto; pero, como no todos tienen el talento y el tino de manejar con prudencia arte tan delicado, la más pequeña indiscreción puede producir en el espíritu de quien es objeto de la broma, una impresión ingrata y, muchas veces, puede dar origen a escenas de violencia que no se tuvo el ánimo de provocar.

Por otra parte, disentir de las opiniones o rectificar errores de otras personas, no es incurrir, tampoco, en descortesía, si se lo hace con corrección y sin menospreciar lo que crean o piensen los demás.

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La cortesía es cualidad que no puede adquirirse sino por la ob-servación y la imitación del comportamiento de otras personas bien educadas.

El dicho muy conocido de que “lo cortés no quita lo valiente”, debe ser tenido en cuenta, principalmente, por los que pertenecen a los Institutos Armados, cuyos miembros por razón del medio en que ac-túan, están acostumbrados a usar un lenguaje autoritario, que si bien es indispensable en el régimen militar, disuena al ser empleado con sus relaciones sociales y aún en el trato con los que tienen que ver con ellos por razón de su empleo o función.

Al militar, le es indispensable dar gran flexibilidad a sus mo-dales para adaptarlos tanto a la actitud enérgica y severa que debe emplearse en el mando, cuanto a aquellas que debe exhibir fuera de la rigidez a que le obliga la disciplina.

Cuanto mayor es la autoridad que ejerzan los militares, deben mostrarse tanto más educados o corteses, particularmente con sus su-bordinados, a quienes deben acoger con atención o cordialidad si no se hallan cumpliendo una función del servicio que les obliga a la ri-gidez. La sonrisa que ilumina el semblante de un jefe, da confianza y despierta sentimientos de simpatía y afecto y hasta de gratitud en el subalterno.

Saludar y contestar los saludos con actitud severa, como es de es-tilo en el orden militar, no excluye, por el contrario, requiere atención esmerada. Un subalterno que solo obtiene un gesto displicente de su superior como respuesta a su saludo, se siente si no humillado, por lo menos afectado en su amor propio.

Nunca debe un jefe u oficial dejar de saludar a su tropa al entrar o salir del lugar donde ella se halla estacionada, de manera que esta, apreciando la atención con que es tratada, se siente satisfecha de la importancia que se le da y que desde luego merece.

Todo puede perdonarse o disculparse en la vida, menos el que se reste importancia a la persona humana. Para cada hombre el mundo gira a su alrededor y no le es muy agradable se le trate despectivamente.

¿Qué podremos decir respecto al trato social del militar fuera del servicio o de sus relaciones con las demás personas con quienes tiene que resolver asuntos relacionados con su función?

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Bajo el primer aspecto, o sea el social, el militar no debe olvidar que es heredero de la nobleza y caballerosidad de aquellos que echaron los cimientos de la milicia en el mundo. Debe recordar que la Orden de la Caballería le dejó a ella como herencia, los atributos del valor, la hidalguía, la gentileza, la elegancia en las maneras y la afabilidad en el trato. Por ello, nunca debe imitar a los que propugnan la peregrina teoría de que la grosería es atributo militar, sino que por el contrario, lo son la atención y la finura y que cuando se diga: “procedió como un militar”, se entienda que fue con cortesía y educación.

En lo que respecta al trato que deben usar los militares con quie-nes han de alternar por asuntos de su función, es indispensable tener presente también, que está obligado a emplear en público modales que revelen su educación ya que ello lejos de menoscabar su autoridad y prestigio los incrementan. Atender con interés las solicitudes verbales; absolver con prontitud y esmero los informes que se le soliciten; y, de no ser ello posible, causar oportunamente las correspondientes excu-sas, son procedimientos dignos de un militar.

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Capítulo quinto____________________

FACTORES NEGATIVOS

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EL MIEDO

El miedo es una alteración angustiosa del ánimo ante la amena-za de un riesgo.

La existencia del miedo es una necesidad en la naturaleza huma-na y, por lo tanto, es instintivo. Es el instinto de conservación en forma defensiva.

Dos factores originan, principalmente, el miedo en el hombre: la herencia y la educación.

El miedo es una resultante de los sufrimientos del hombre en la lucha con la naturaleza a través del tiempo y del espacio. El es el sub-consciente hereditario de la desconfianza, de los temores y del espanto de sus antepasados, ocasionados por los peligros que han tenido que afrontar y los sufrimientos que han estado expuestos. El miedo a las tinieblas, a la soledad y, en fin, tantos otros fenómenos que sin causa aparente, son el resultado de la aventura humana, desde su concepción y desarrollo en el claustro materno, y su primer contacto con el mundo externo, hasta que alcanza el uso de razón y la edad adulta.

Tenemos miedo, también, porque se nos ha educado en la funes-ta escuela del temor. Los malos tratos, la coacción, la intimidación, las amenazas con monstruos o fantasmas, los cuentos y las lecturas terroríficas, van creando en la conciencia del niño, una constante ten-sión, un recelo que le hace temer a todo lo que le rodea. De igual modo desfavorable actúa una educación en la que predomina una exagerada solicitud y cuidado hacia el educando, porque ella deprime su carácter convirtiéndolo en un ser tímido y pusilánime.

Sea que la herencia o la educación originan el miedo, hay que convenir, sin embargo, que él constituye una necesidad para la defensa del individuo.

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Si los niños carecieran de miedo, estarían constantemente ex-puestos a perecer en los múltiples peligros que ofrece la vida cotidiana. El temor les hace prudentes ante un posible riesgo o ante lo desconoci-do, como ocurre con el adulto.

La reacción inmediata del miedo es el deseo de huir, de apartarse de aquello que se supone entraña un peligro. Mas, pasada su amena-za, el individuo continúa su vida normal, sin mayores perturbaciones, adaptándose cada vez más a sus temores, acostumbrándose a esquivar-los, hasta terminar por familiarizarse con ellos.

Cuando el hombre conoce la naturaleza e importancia del peligro que lo amenaza y se juzga capacitado para vencerlo, no demuestra en estado normal, signos de inquietud y esta solo se manifiesta en propor-ción a los hechos imprevistos que puedan presentarse.

El miedo instintivo, viene a constituir así un bien más que la naturaleza previsora nos brinda, para conservar nuestra existencia; sólo cuando este miedo instintivo se desarrolla en mayor grado, puede producir en el ánimo del hombre, trastornos que llegan a desequilibrar su manera normal de proceder, provocando profundas alteraciones, di-fíciles de evitar. Y cuando la imaginación actúa, a su vez, aumentando o exagerando la gravedad del peligro, el miedo no sólo causa enormes perturbaciones en la conciencia, sino que produce un estado mórbido que impide el funcionamiento normal del sistema nervioso.

El miedo puede ser disimulado en el hombre de carácter, no obs-tante que delatan su existencia, la disposición a bostezar, el temblor de los labios y de las manos, la sequedad de la boca y la alteración de la voz que puede hacerse confusa y ronca.

Los hombres en quienes el miedo más intenso se manifiesta sólo por síntomas de esta clase, sin llegar a perturbar sus facultades menta-les, posee, indudablemente una gran fuerza de voluntad para vencerlo, por lo que se les puede dar el calificativo de valientes; pero no todos pueden hacer gala de este control, pues, el miedo en las personas de ca-rácter débil encuentra campo propicio para manifestarse, exhibiéndose con síntomas que pueden anular la personalidad, producir confusión mental y llegar hasta el anonadamiento.

En los casos patéticos de miedo, los cabellos se erizan, los mús-culos se estremecen y tiemblan; sobreviene una copiosa transpiración;

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palidece el rostro, se dilatan las pupilas y, psicológicamente, el espíritu se perturba, la inteligencia se oscurece, y encontrándose el sujeto inca-paz de reflexionar, pierde la memoria y la voluntad.

Demás está decir que esta clase de miedo incontrolable, es fre-cuente en los individuos que enfrentan por primera vez el peligro, que ellos suponen mayor todavía en lo que en realidad puede ser, porque carecen de la serenidad necesaria para arrostrarlo; solo, a medida que logran familiarizarse con él, irán poco a poco, eliminando de su ánimo la presencia de estos síntomas severos de miedo, capaces hasta de anu-lar la personalidad.

Efectos del miedo.- Según la intensidad del miedo y la resisten-cia moral del sujeto que lo sufre, los efectos inmediatos del miedo son, como hemos dicho, la fuga, el deseo ostensible de ocultarse, el anonada-miento mental y la consiguiente paralización de toda actividad física.

La fuga se manifiesta como un movimiento casi reflejo y, por tan-to inconsciente, que el individuo realiza para apartarse precipitada-mente del lugar en que cree que el peligro le amenaza. Cuando el miedo se manifiesta en grado sumo, el hombre que momentos antes se sentía impotente para arrostrar el peligro, adquiere, impulsado por el miedo, una fuerza muscular extraordinaria que le permite vencer los obstácu-los más difíciles, desplegar un coraje inusitado, que supera en mucho a aquel que le hubiera sido suficiente para hacer frente al mismo peligro.

Estas manifestaciones del miedo, son más frecuentes en el cam-po de batalla, tanto por que el peligro allí es constante, cuanto porque el gran número de combatientes reaccionan de distinto modo ante un riesgo inminente. En efecto, cuando la derrota es una evidente reali-dad, unos emprenden despavorida fuga; otros se precipitan, presas de ofuscación a las filas enemigas para entregarse y otros, en fin, víctimas del paroxismo, permanecen inmóviles, como estatuas, sin atinar a eje-cutar movimiento alguno.

Manera de vencer o disimular el miedo.- Hemos hecho una descripción de las causas y efectos del miedo, no para deprimir el áni-mo de nuestros lectores, sino precisamente, para que conociéndolo, puedan controlarlo o liberarse de él, en igual o parecida forma, a como se curan las enfermedades, conociendo sus causas o sus síntomas en el procedimiento del psicoanálisis.

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Entre los procedimientos aconsejables para controlar el miedo, pueden citarse los siguientes:

– El fatalismo

– El amor propio – El honor, el patriotismo, la abnegación – El entrenamiento y – La actividad

El fatalismo.- Se funda en la creencia o suposición de que cada individuo tiene señalada la hora de su muerte. Sea o no verdadera esta creencia, el hecho es que produce en algunas personas favorables resultados para dominar el miedo, haciéndoles lanzarse sin temor al combate, liberándoles de esa angustia inexplicable que experimenta el soldado antes de entrar en acción.

Napoleón llevaba más lejos, aún, esta idea fatalista, cuando de-cía que no se había fundido todavía la bala que había de matarlo. Y no se equivocó.

El amor propio.- En la mayor parte de los hombres, este sen-timiento logra controlar eficazmente el miedo, ya que ellos temen más a que se les moteje de cobardes que al peligro mismo que los amenaza, induciéndolos a comportarse con serenidad, a sacar energía de donde no haya aunque se sientan invadidos por el miedo más formidable.

El honor, el patriotismo y la abnegación.- Son los elementos internos que obligan al hombre a vencer el miedo. Quien los tenga pro-fundamente arraigados en su espíritu, no puede ser jamás un cobarde; por ello, es indispensable inculcarlos en el soldado, a fin de que éste pueda oponerlos en los momentos críticos.

El entrenamiento.- Consiste en exponer, a menudo al soldado a las acciones que entrañan riesgo y a los simulacros de combate en tiempo de paz. De ahí, la necesidad de las maniobras periódicas que familiari-zan al militar con los aprestos para el combate simulando, las mismas evoluciones que será necesario realizar más tarde en el campo de batalla.

La actividad.- Es bien sabido, que durante el fragor de la batalla, los hombres se comportan, por lo general, valerosamente y sólo expe-rimentan temor ante la expectativa del ataque o ante los preparativos

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que se hacen para entrar en acción. Ello acontece porque tienen tiempo suficiente para pensar y reflexionar sobre el peligro que los amenaza, acrecentado por la imaginación que exagera el poder del enemigo, por el espectáculo que ofrecen los aprestos bélicos, o por traer a la mente el recuerdo del hogar, y de la familia. Puede decirse, que éste es el mo-mento más propicio para el imperio del miedo.

Las medidas que pueden adoptarse para impedir la propagación del miedo, son las de procurar que la tropa no permanezca inactiva, evi-tando así, que se entregue a tales reflexiones; ocupándola en trabajos sencillos o, si ha de menester de descanso, procurándole algún entrena-miento o fortaleciéndole el ánimo con arengas que la entusiasmen.

El miedo individual puede ser controlado con los medios indica-dos anteriormente o por otros similares, pero existen el miedo colecti-vo, que en la guerra se denomina, aunque impropiamente, pánico, cuyo control es más difícil y, algunas veces, hasta imposible. Se produce cuando un cuerpo de ejército es vencido, o se cree derrotado sin estarlo; cuando se anuncia el ataque del adversario, o cuando se emprende una retirada obligada o estratégica.

Generalmente, el pánico en el ejército es inducido por aquellos que influenciados por su miedo, se muestran más nerviosos y que ter-minan anunciando con gritos o exclamaciones, supuestos o verdaderos ataques del adversario, o también, por la sorpresiva arremetida de éste que coge desprevenida a la tropa.

Contener el pánico, es como repetimos, extremadamente difícil, ya que se caracteriza por una explosión emocional que se propaga por contagio en el seno de las tropas arrastrándolas a una fuga precipitada, generalmente, sin motivo para ello.

El pánico colectivo no solo se produce en la guerra; recordemos la infausta tarde del Estadio Nacional, que cobró más de 100 víctimas.

La manera de controlar el pánico es previniéndolo; y ello corres-ponde exclusivamente a los encargados del comando de las tropas en los diferentes escalones, los que por ningún motivo, ni aún para tomar-se un breve descanso, deben alejarse de su lado cuando prevean que puede producirse. Deberán permanecer junto a sus hombres, bien para confortarlos, levantándoles la moral o bien para reducir a la obediencia a aquellos derrotistas que con sus temores tratan de desmoralizarlos,

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empleando con tal fin toda su energía y reprimiendo severamente, cualquier gesto o acto que pueda desencadenarlo.

LAS EMOCIONES

Las emociones son conmociones súbitas del ánimo, ante la pre-sencia de un acontecimiento que nos afecta vivamente.

La mayor o menor intensidad con que un acontecimiento nos im-presiona es capaz también de provocar en nosotros una emoción mayor o menor.

Las emociones pueden ser excitantes o deprimentes, según sea la causa que las origine.

Cuando la causa es placentera o agradable, la emoción es exci-tante, y hace que las funciones de la respiración, circulación y locomo-ción se cumplan con rapidez; en cambio cuando el motivo es doloroso o desagradable, la emoción es deprimente, y hace que esas mismas fun-ciones, se retraen o detengan.

No siendo nuestro propósito el de tratar de las emociones placen-teras que, por lo general, producen efectos saludables en el organismo, nuestro estudio ha de concretarse al de las emociones que, produciendo dolor físico o moral, influyen desfavorablemente en el ánimo, causando la consiguiente depresión, que es necesario evitar o controlar.

Cuando el motivo de la emoción no afecta sino superficialmente al ánimo, los efectos que ella produce son fácilmente controlados por la voluntad y solo se traducen en excitaciones del sistema nervioso y muscular; excitaciones que la naturaleza provoca en el organismo, pa-ra la satisfacción de las necesidades orgánicas o para su defensa. Estas emociones son estados de ánimo vitales, como el hambre, la sed, el frío, el calor, la incomodidad, etc. y corresponden a la satisfacción instintiva del apetito.

Pero, cuando el acontecimiento que nos impresiona reviste una mayor trascendencia produce en nosotros sufrimiento, júbilo, cólera,

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miedo, originando alteraciones o perturbaciones más profundas que motivan una reacción violenta en el sentido de la acción o de la inhi-bición.

Estos son los casos de las “emociones choques” que impelen al su-jeto a asumir una actitud violenta o que producen inhibiciones que de-terminan en el organismo una inusitada actividad del sistema nervioso que se traduce en aceleración de los latidos cardiacos, en la frecuencia respiratoria, en fenómenos vaso-motores, como: palidez, lipotimia, lle-gando a veces hasta producir la muerte, según sea la gravedad de los motivos que determinan la emoción y según sea también el estado afec-tivo del sujeto los acontecimientos que tienden a excitarnos.

Cuando la emoción es contenida por la voluntad ella no se mani-fiesta por desórdenes que perturban mayormente la actividad normal; mas, cuando ese control es insuficiente, se produce un entorpecimiento de los órganos corporales y de las facultades anímicas, que pueden lle-gar a anular al individuo física y moralmente.

Se deduce de esto, que la emoción no es un estado morboso, sino un estado de ánimo, tan necesario para el individuo como el mismo miedo, ya que como éste produce una reacción del cuerpo y del espíri-tu contra todo aquello que pueda afectarlo. Así, se reacciona ante un acontecimiento que nos produce júbilo, defendiéndonos de él con la ri-sa; ante lo que nos causa sufrimiento, con el llanto; ante el que motiva nuestra cólera, por movimientos violentos o gritos impulsivos y ante el que nos inspira miedo, huyendo u ocultándonos.

Estas reacciones, son válvulas de escape que atenúan la emoción que nos invade; son como descargas de desahogo que el organismo ne-cesita para no ser aniquilado por una aguda tensión emocional. Pero si bien, estas descargas logran serenarnos, su exageración puede lle-var a estados lamentables, que es conveniente evitar, oponiendo a los desbordes de la emoción, el raciocinio y la firmeza de la voluntad, que son sus mejores baluartes, acrecentando su resistencia hasta hacerlos inexpugnables por medio de la reflexión.

La reflexión, por lo general, no logra actuar en la conciencia cuando la emoción es súbita o intensa; por lo mismo, el remedio está en entronizarla poniendo en juego un supremo esfuerzo de la voluntad;

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cosa que se consigue educando el carácter y acostumbrándose a no alarmarse por los acontecimientos que tienden a excitarnos.

Para obtener este control, no estará demás tomar en cuenta la siguiente sugestión: cuando un suceso por su peligrosidad o por su gran carga afectiva puede anonadarnos, uno debe hacerse inmediatamente después del choque, la siguiente reflexión: ¿Qué podrá ocurrir? ¿Qué es lo peor que nos puede pasar? ¿Puede ser la muerte? Pero, la muerte es una ley natural a la que no podemos sustraernos. ¿Nos habrá llegado nuestra última hora? Pues, hay que conformarse con lo inevitable. Y si no es así, nada peor ya puede acontecernos.

Conociendo, así por medio de la reflexión, el grado extremo del mal que nos amenaza, se obtiene una especie de conformidad, de tran-quilidad, que no solo frena la emoción e impide que ésta se manifieste en movimiento o actitudes violentas o en inhibiciones peligrosas que perturban la inteligencia, sino que, por el contrario, nos permite volver a la cordura, nos invita a procurar una solución favorable del conflicto. Así, después de raciocinar se llega a comprobar que el mal que se teme no es tan grave, sino que las apariencias lo han presentado peor de lo que realmente es; y, en consecuencia, es posible remediar la situación, actuando de tal o cual modo.

Pongamos como ejemplo una acción de guerra en la que la pre-sencia inesperada del enemigo infunde a las tropas una intensa emo-ción. El primer movimiento del soldado es el evitarlo rehuyendo su contacto por medio de la fuga, obedeciendo al instinto de conservación. Pues bien, en este preciso instante debe la inteligencia hacerse la si-guiente reflexión: ¿Qué ocurrirá? ¿Seremos derrotados y aniquilados por el adversario? ¿Caeremos en su poder? ¿Pereceremos en la acción? Es lo peor que nos puede ocurrir y si ello es inevitable, conformémo-nos, pues, con avenirnos a todo. Pero, como ya conocemos el extremo máximo del peligro, tratemos de contrarrestarlo poniendo en juego todos nuestros recursos, enfrentándonos a él. Si esto no fuera posible, ya que vamos a morir, hagámoslo con honor, arremetiendo brava-mente al adversario. A lo mejor podremos vencerlo merced a nuestra heroica determinación. En todo caso, es preferible morir como héroes que ser aniquilados como cobardes. De este modo la emoción puede quedar controlada, desaparecer el propósito de huir o de rendirse y prevalecer tan solo el honor, aunque no la vida. Haciéndonos estas reflexiones, en todos los momentos en que nos sintamos abrumados

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por la emoción, nos acostumbraremos a vencerlos a conservar nuestra sangre fría y a fortalecer nuestra voluntad, dotándola de la energía necesaria para hacer frente a cualquier situación, por grave que ella fuere.

Uno está más expuesto a la emoción, cuando menos pueda domi-narse, dice el profesor Simón.

Para proceder lógicamente, es preciso conocer de antemano lo que es preciso saber hacer para prevenirlo por una apreciación rápida. Este saber hacer, es el fruto de la experiencia, del adiestramiento inte-lectual y del sentido práctico. Mientras más inteligente y más práctica-mente instruido es uno, menos se expone a la emoción; cuanta menos capacidad intelectual práctica se posee, más se está expuesto a ella. Resulta de esto que, en general, la profilaxia de la emoción consiste en fortalecer la voluntad, en nutrir y ejercitar prácticamente la inteligen-cia y en prever todo para evitar las sorpresas.

Formemos hombres que adquieran dominio sobre sí mismos, ins-truyéndolos prácticamente; hagamos que se desenvuelvan solos y que aprendan a desempeñarse satisfactoriamente en cualquier circuns-tancia. Volvamos si es posible tan automáticas y habituales todas las operaciones militares que puedan presentarse en el campo de batalla, maniobras, ejercicios, tiro de precisión, etc.

Recordemos que la acción misma no da tiempo para pensar en el miedo y que la actividad útil neutraliza la emoción. A la inversa, na-da es más propicio que la inacción para producirlo. No dejemos, pues, jamás inactivas a las tropas expuestas al peligro. Si la ofensiva es po-sible, emprendámosla y si ella es favorable vamos adelante; en todo caso mantengamos ocupados a nuestros hombres aún en la retaguar-dia, obliguémosles a cavar trincheras, a almenar muros, a limpiar las armas, a hacer no importa qué, con tal que ello tenga apariencia de utilidad; pero derivemos su natural excitación y nerviosismo para que no se desvíe y los aturda. A toda costa impidamos que se apodere de ellos el pensamiento de la muerte que les amenaza.

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LA DEPRESIÓN

La depresión es un estado de ánimo en el cual generalmente nos encontramos después de sufrir un dolor cualquiera, físico o moral.

Es una perturbación transitoria o permanente de las faculta-des mentales, ocasionada por la impresión anonadadora que sentimos cuando nos abruma una enfermedad, nos falla una esperanza, somos presa de la desolación por algún quebranto o surge frente a nuestros propósitos un obstáculo imprevisto que nos es difícil o imposible su-perar.

Sabido es que cuando el hombre se halla en perfecto estado de salud, posee medios de vida y no sufre contrariedades, su mente res-ponde eficazmente a toda actividad, impera en su espíritu la alegría, el optimismo y soluciona con facilidad y buen éxito los asuntos en que interviene. Pero, cuando es víctima del dolor, las adversidades y, en general, del infortunio, poco a poco va perdiendo eficacia en sus acti-vidades físicas y síquicas y tornándose pesimista y abúlico, puede ser presa de temores infundados que le conduzcan a la desesperación.

La influencia negativa de estas causas sobre las facultades aní-micas, origina en estas una perturbación gradual que puede hacerse progresiva según su intensidad.

Si la perturbación es solo ligera o incipiente, puede afectar única-mente la resolución de los asuntos de carácter imprevisto o aquellos en que actúa solo la iniciativa, pero sin imposibilitarlo para la realización de sus actividades habituales.

Cuando la alteración es más intensa, llega no solo a impedir los actos que se realicen mediante la iniciativa o la improvisación, sino también aquellos que no son habituales como dictar una lección, desa-rrollar un tema o hacer un informe.

Pero cuando la perturbación es intensísima, el hombre ya no pue-de realizar acto alguno y pierde aptitud aún para la ejecución de los movimientos automáticos y mecánicos como comer, caminar, etc.

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La depresión se manifiesta en unos, por nerviosismo e irritabili-dad y, en otros, por una adinamia, que los torna abúlicos, indiferentes a todo lo que les rodea.

Una de las principales causas de la depresión la constituyen las enfermedades orgánicas o síquicas que produciendo en el individuo in-tenso malestar, van afectando su sistema nervioso hasta el punto de impedir aún las más mínimas actividades.

Cuando el militar tiene bien templado el ánimo, no se deja abatir ni ante las más graves enfermedades, mostrándose optimista y sopor-tándolas con entereza ya que nada ha de conseguir al dejarse vencer por la desesperación y el abatimiento.

Los contratiempos, las adversidades, el infortunio, hemos dicho, influyen también socavando el ánimo de aquel que no tiene la voluntad bien templada para sobrellevarlos y los que los sufren, creen que para ellos la vida no les ofrece ya aliciente alguno; nada les ilusiona ni atrae, porque juzgan que sus desgracias no tiene remedio.

Nada más erróneo; el tiempo es el gran cicatrizante de las heri-das más profundas y cualquiera que sea el dolor que nos abrume, irá desapareciendo a medida que transcurran los días, hasta que no se conservará de él sino un recuerdo que no podrá, por cierto, seguir pro-duciendo los mismos efectos del primer momento. Abatirse, pues, por un golpe adverso del destino, cuyo remedio se halla en la misma vida que transcurre, es prolongar inútilmente su duración. Cuanto mayor sea el esfuerzo que hagamos para no abatirnos, más pronto nos ha-bremos recuperado de la depresión que la pena o el dolor nos hayan causado.

La manera de reaccionar en estos casos, es hacer un supremo esfuerzo de voluntad y poner en acción toda nuestra energía anímica para soportar resignadamente los embates de la suerte, pensando que la vida está sembrada de obstáculos que se oponen a nuestro paso; obs-táculos que debemos superar sin amilanarnos, oponiendo a cada uno de ellos todo el brío de nuestra fortaleza, exclamando como Bolívar en Pativilca, cuando abrumado por la enfermedad y las decepciones, res-pondió a quien le preguntara sobre su conducta a seguir: “¡Triunfar!”.

Otras de las formas de la depresión son: la angustia, la incer-tidumbre y la melancolía.

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La angustia, es un estado de ánimo que se manifiesta por des-asosiego, desazón sin causa determinada alguna, contra la cual debe-mos reaccionar procurando indagar los motivos que la provocan. La angustia, generalmente, no tiene una causa real; es un estado de áni-mo que se agrava tolerándolo; por eso el remedio consiste en libertar-nos de él, con un poderoso esfuerzo de la voluntad.

La incertidumbre es temor y esperanza, pero se inclina más a aquel que a ésta. Por eso, es susceptible de crear en el espíritu un esta-do de ansiedad que puede deprimirlo intensamente. Se manifiesta por una inquietud que impide la coordinación de las ideas y predispone al pesimismo. Tal es el estado del que espera la solución de un aconteci-miento cuyo desarrollo no conoce, como el que aguarda una sentencia o el del general que dirige una batalla.

Las causas de la incertidumbre como las de la angustia, casi siempre carecen de realidad. La experimentan más frecuentemente, los seres tímidos, sufriendo un desasosiego que les produce curiosidad o deseo de inquirir lo que acontece, muchas veces lejos de su vista. Para contrarrestarla, el militar debe confiar ampliamente en los bue-nos resultados de sus planes y de sus esfuerzos; y, sin abrigar temor e inquietud, debe buscar los medios para obtener el buen éxito que desea ahuyentando de su mente toda idea pesimista del fracaso.

La melancolía es la tristeza del alma. Tristeza vaga, profunda, sosegada; nacida de causas físicas o morales que hacen que el que la padece se encuentre como ausente de las cosas que lo rodean.

Pero existen también melancólicos por temperamento; en estos casos la melancolía es permanente y, por tanto, difícil de erradicarla. Lo han sido muchos poetas, los genios incomprendidos por sus contem-poráneos, como Miguel Ángel y la mayor parte de los grandes músicos como Beethoven, Mozart, Shubert, etc.

Pero los que sufren melancolía por causa de traumas psíquicos que los han afectado intensamente como: contrariedades prolongadas, disgustos repetidos, pueden atenuarla o contrarrestarla si ocupan la mente en alguna actividad, en algún trabajo o distracción que les haga disipar las ideas obsesivas.

La forma más grave de la depresión, contra la cual hay que estar prevenidos para vencerla, es la desesperación en cuanto pueda afectar a la vida de soldados y de la que trataremos separadamente.

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LOS TEMORES

El temor es la inquietud del ánimo ante la presencia de algo que no conocemos y que suponemos dañoso o arriesgado.

En efecto, todo lo inesperado conmueve nuestro ánimo, sumién-donos en la incertidumbre y aún en la angustia, si presumimos que un peligro desconocido nos amenaza. Bajo este aspecto el temor se confun-de con el miedo, ya que ambos conceptos son sinónimos.

Pero, existen otra clase de temores que los hombres sienten y que no provienen, como el miedo, del instinto de conservación, tales como el temor al fracaso, a las equivocaciones o a causar sufrimientos y a uno de los más frecuentes en el medio militar: que es el temor a hacer el ridículo.

En el orden militar, esta clase de temores inducen a los oficiales y, principalmente a los jefes, a incurrir en errores muchas veces, de graves consecuencias, al resolver los diversos asuntos de mayor o me-nor trascendencia inherentes a su actividad profesional; por ejemplo cuando actúan formando parte o dirigiendo una empresa de la cual depende la seguridad de la Patria, el prestigio o la marcha normal de la Institución a que pertenecen o la suerte de las personas a las cuales atañe la resolución que se tiene que adoptar.

El temor al fracaso hace suponer que todo plan, toda disposición, toda medida, puede no ser lo conveniente; a tal extremo, que nada sa-tisface. En los que temen al fracaso, surge la duda y se abstienen de actuar ante la presencia de obstáculos o de circunstancias que juzgan insuperables. Suspenden, pongamos un caso, una acción de guerra, o no la emprenden porque estiman al adversario superior y temiendo ser derrotados por él inician una retirada muchas veces desastrosa, porque suponen a sus fuerzas inexpertas o cansadas y, en fin, de éste u otro modo, van dando cabida en su espíritu al desaliento que agrava todas las situaciones y es causa de la mayor parte de las derrotas. Generan también el temor al fracaso, en tiempo de guerra, múltiples causas, tales como el cansancio, el hambre, el frío, el calor y demás sufrimien-tos propios de una campaña, a las cuales hay que vencer oponiendo la fuerza de una bien templada voluntad.

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Los jefes y oficiales encargados de dirigir una acción deben cui-dar de no ser víctimas del desaliento y, sobre todo, de que este no cunda en las tropas que comandan. Deben tener presente que el desaliento es un brebaje venenoso y amargo a la vez; dos razones poderosas para no probarlo, pues tan pronto como nos abandonamos a cualquiera de ellos, sentimos su amargor o su toxicidad. Para combatirlo es menester que la “idea fuerza” despliegue y aliente nuestras energías, en el instante oportuno, como eficaz remedio al desfallecimiento moral.

El temor a las equivocaciones lo ocasiona la impericia o la fal-ta de confianza en la propia capacidad. El que carece de los conocimien-tos relativos a un asunto que va a resolver o desconfía de su eficiencia, se siente presa de un constante temor a equivocarse o a hacer mal las cosas; y, por consecuencia, ordena, se rectifica, se contradice y acaba por desorientarse totalmente. Esta clase de temores son incompatibles con las cualidades que debe tener el comando. El que dirige, debe saber lo que hacer y tener absoluta confianza en que todo aquello que ejecuta, es lo que la ciencia militar establece.

El temor a la responsabilidad.- Aunque ya hemos tratado so-bre este tópico en capítulo anterior, no está demás repetir, que el temor a la responsabilidad torna a los hombres inactivos y les hace perder brillantez y oportunidades para obtener buenos y decisivos éxitos.

Planes elaborados para llevar adelante cualquier empresa, no se cumplen por lo general, como han sido concebidos, porque surgen circunstancias imprevisibles, que imponen la necesidad de alterarlos para hacer posible su ejecución. Toca entonces a los ejecutores de tales planes, proveer lo que sea conveniente para obviar las dificultades o los obstáculos que se presenten.

En las actividades inherentes a la vida militar, emergen con fre-cuencia situaciones de esta índole, que obligan a los jefes y oficiales que ejercen función de mando, a usar su propia iniciativa para solucio-narlas según su criterio; sobre todo, cuando se trata de acciones de ar-mas, en las que no existe la posibilidad de formular consultas o esperar nuevas órdenes; cuando han variado las circunstancias de modo, lugar y tiempo, que fueran tenidas en consideración, al momento en que los planes fueron elaborados o las órdenes impartidas.

El temor a la responsabilidad que se derivaría de alterar los de-talles de un plan preestablecido o de una orden recibida, no justifica, en forma alguna, que el que manda una fuerza militar, se abstenga de

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actuar en el sentido que crea conveniente, para dar cabal cumplimiento a las disposiciones del comando.

El militar que así procede, no merece que se le confíe mando al-guno, por ser un elemento inútil para la guerra, más aún, para la gue-rra moderna, en la que corresponde a cada jefe, a cada oficial, a cada clase y a cada soldado, un rol personalísimo, que implica la adopción de las medidas que fueran necesarias en cada una de las fases que ofrece el combate.

Antes, cuando las acciones de la guerra tenían como escenario los campos de batalla, el oficial y el soldado y, aún el jefe, no eran sino unidades combatientes, dirigidos por un determinado número de vo-luntades que impartían directa y personalmente las órdenes relativas a los ataques o retiradas. La iniciativa del subalterno no jugaba papel importante y se cumplía el deber solo acatando celosa y esforzadamen-te las órdenes impartidas. No existía la iniciativa personal, propiamen-te dicha, ya que todos los combatientes venían a ser, algo así, como las fichas de un tablero de ajedrez.

Pero hoy, que la guerra moderna impone como necesidad del combate el orden disperso, cada individuo que integra el ejército, ade-más de constituir un elemento anónimo de él, ejerce un relativo co-mando sobre un mayor o menor número de los hombres que tiene a sus órdenes. Puede decirse que dispone de facultad absoluta para adoptar todas las actitudes que crea necesarias a la realización del plan general de una batalla, cuyas incidencias no pueden ser previstas por el alto comando que, por lo general, se encuentran lejos de la acción.

Dentro de esta moderna forma de combatir, ya puede suponerse el papel que haría aquel que por temor a la responsabilidad de sus actos, dejara de adoptar una medida necesaria en espera de órdenes superiores o que se abstuviera de empeñar una acción que se le ofrezca favorable para obtener una victoria.

El temor a causar sufrimientos a los hombres que operan bajo su mando, origina también en algunos jefes, una debilidad moral que resulta ser tan dañosa como el desaliento.

El jefe que se conduele del mal estado en que se encuentran sus tropas para no empeñarlas en una acción que puede ser decisiva o pa-ra paralizar una ya empeñada posponiendo ante esta consideración el

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buen éxito de ella, ignora la gran fuerza moral que da la victoria; que reanima a los que momentos antes eran víctimas del cansancio y que una derrota los deprimiría y acrecentaría en ellos aún más, sus sufri-mientos.

Por eso, a los jefes que adolecen de su exceso de sentimientos humanitarios y que se impresionan y se identifican demasiado con el dolor de los heridos, con las caravanas de prisioneros, etc., no debe confiárseles la conducción de tropas en campaña, ya que no pueden ser aptos para la guerra quienes no aceptan o no puede soportar sus pesadas leyes.

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LA DESESPERACIÓN

La desesperación es la perplejidad del espíritu ocasionada por la desesperanza. Es el estado en que la voluntad, carente de un ideal que la mueve, permanece irresoluta, sin determinarse a hacer nada.

El hombre se aplana, se desespera, solo cuando ha perdido la es-peranza de alcanzar el fin que persigue. Cuando esa eventualidad se produce en un militar más que en remediarla hay que pensar en la in-fluencia nociva que pudiera ejercer sobre sus compañeros de armas, por lo que es preferible trasladarlo a la retaguardia hasta que se recupere.

En efecto, lo último que desaparece en el ser humano es la espe-ranza. Uno puede vivir sin dinero, sin salud, sin estimación, pero no sin esperanza. Todo el mundo, aún contra las leyes de la lógica, espera su mañana.

En el orden militar, el ideal del soldado es vencer. Pone en ello todos sus esfuerzos corporales y la potencia de su espíritu; nada le arre-dra, nada le detiene en su propósito de lograrlo. Solo cuando piensa que todo está perdido, que no le queda la más remota esperanza de vencer, es que se entrega a la desesperación, sentimiento que le hace ver, mu-chas veces, las cosas a la inversa de lo que son en realidad.

Cuando la desesperación llega a invadir el ánimo de un jefe, éste comienza por considerarse insignificante ante el enemigo, al cual lo cree más poderoso de lo que realmente es. Juzga que no le queda la menor probabilidad de vencerlo; que todo se confabula en contra suya, que seguir luchando es exponer inútilmente su vida y la de sus hom-bres; encuentra que le faltan víveres; que le faltan pertrechos, que el adversario los tiene en abundancia, que sus tropas están extenuadas y que no podrá resistir ni su primera embestida; y en fin, entregándose al juego de la imaginación, traza en su mente un cuadro pavoroso, cuyo fondo es la derrota y cuyo marco la desolación. Ha perdido el último hálito de la esperanza. Le domina el pesimismo. Está vencido.

Todo esto es ficticio; es solo un estado de ánimo momentáneo, pero que al prolongarse, puede acarrear graves consecuencias.

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Cuando el militar se sienta invadido por la desesperación, debe para combatirla traer a la memoria los múltiples ejemplos que la his-toria de la guerra ofrece de casos en que la heroica y empecinada resis-tencia contra toda posibilidad de triunfo, ha producido sorprendentes victorias.

Puede llegar el caso, en efecto, de que las probabilidades de ven-cer sean nulas; que no quede manera alguna de sustraerse a la derro-ta, al aniquilamiento. Pero aún, en este caso, debe pensarse en que la guerra entraña grandes sorpresas; que pueda llegar una inesperada ayuda; tal el caso de la oportuna que recibió el Duque de Wellington, durante la batalla de Waterloo, que convirtió su derrota inminente en victoria aplastante y definitiva sobre Napoleón Bonaparte; que el ene-migo puede sufrir un imprevisto descalabro; que una batalla perdida en la mañana puede ser ganada en la tarde. Otro caso muy instructivo es el de la Batalla de Junín. Puede ocurrir, también, que el adversario, al cual se juzga poderoso, se encuentra en parecidas o peores condicio-nes que la nuestras; que un golpe de audacia lo amedrente y suponien-do que nuestras fuerzas son todavía poderosas, se abstenga de atacar o emprenda la retirada.

¡Cuántas cosas pueden suceder que nos sean aún favorables pa-ra evitarnos la vergüenza de capitular o de rendirnos, teniendo como tenemos, todavía, fresca en la memoria el vivo ejemplo de la tenaz re-sistencia del Alcázar de Toledo, en la última guerra civil española, que no solo obtuvo la salvación de sus defensores, sino que cubrió a éstos de inmensa gloria!

Y aún, en el supuesto de una inminente derrota, es preferible siempre la resistencia a la capitulación, pese a su bagaje de sufrimien-tos, porque quedará escrita una brillante página de heroísmo en la his-toria nacional.

Además, con nuestra obstinada resistencia, se habrá inferido al adversario algún daño, por insignificante que fuera, o se habrá retar-dado su triunfo, favoreciendo con ello los proyectos del comando, ya que éste podrá disponer del tiempo necesario para modificar sus planes o reunir más fuerzas que hagan posible ganar la última batalla que como es bien sabido, es la decisiva en todas las guerras. Y aún, si así no fue-ra, vencido con gloria un ejército, conservará el recuerdo de sus héroes para dar a la Patria tanto honor, como la misma victoria.

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Estos pensamientos o reflexiones no deben ser olvidados por un militar cuando se encuentre en situación semejante a la que dejamos consignada. Por regla general, todos deben despojarse del pesimismo, factor principal de la desesperación, abrigando y alimentando, por el contrario, en su ánimo el sentimiento opuesto; el optimismo, que hace ver las cosas siempre de modo favorable, aún en medio de los mayores desastres.

Como ejemplo de optimismo citaremos el caso de dos jefes que empeñados en una acción de guerra, comunican al comando de distinta y optimista manera, la situación y el empeño de sus fuerzas. Decía el uno: “tengo al adversario entre dos fuegos, su destrucción es inevitable” y el otro: “he partido en dos al adversario, su derrota es inminente”.

¿Cuál de ellos decía la verdad? Probablemente, los dos estaban en lo cierto. La batalla no se había decidido, pero cogido entre dos jue-gos el uno, o dividido en dos el otro, la audacia, el coraje, la empecinada resistencia de cualquiera de ello, podría decidir la victoria a su favor.

Esta clase de optimismo que espera siempre un resultado favora-ble, aún contra la realidad y las leyes de la lógica, es el que debe exhibir un militar en todas las acciones cuya dirección se le confía.

Mas, si a pesar de este optimismo la victoria le niega sus laure-les, no ha de ser la desesperación la que ha de abatir al que sufre una derrota; por el contrario, debe oponer a este estado morboso, toda la voluntad y toda la entereza de espíritu del que está acostumbrado a no desfallecer jamás y a aceptar, tranquilamente, con estoica confor-midad, lo inevitable. Recuérdese, al respecto, la inmortal sentencia de Atahualpa, después de su prisión en la plaza de Cajamarca: “Son usos de la guerra vencer o ser vencidos”.

Son causas principales de la desesperación el miedo, las emo-ciones, los temores y la fatiga de la que trataremos a continuación.

La fatiga, es la disminución de las fuerzas del hombre debido al cansancio. Sus síntomas son: laxitud en las extremidades del cuerpo, malestar inexplicable, deseos de recostarse en cualquier parte, dismi-nución o agotamiento de la energía necesaria para el trabajo o para la más insignificante acción. La fatiga deprime, además, las facultades morales necesarias para impulsar la voluntad y ofusca la inteligencia hasta hacer perder el orden de las ideas.

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La fatiga extrema, dice el profesor Simón, turba primero y acaba por abolir los actos automáticos. Se vacila marchando, se come torpe-mente, se toma mal la línea de mira, no se dispara bien, se escribe peor, se tartamudea al hablar y se estropean las palabras. Concluye uno, por no poder moverse, por quedar paralizado, por ser presa de la fiebre y hasta de agitación convulsiva.

Se han visto soldados víctimas del cansancio caer en una inercia tal, que la llegada del enemigo no les produjo el menor miedo, ni el más mínimo deseo de huir, dejándose atravesar por las bayonetas sin hacer movimiento alguno para defenderse. Se ha observado que otros se ponen a gesticular y vagar sin rumbo, repitiendo indefinidamente las mismas palabras. Finalmente, la fatiga extrema les ocasiona un total entorpecimiento, originando incapacidad para comprender una orden, aún la frase más simple, hasta una voz de mando, sin poder distinguir ya al enemigo del amigo, ni tener conciencia del peligro que les amenaza.

Cuando se es víctima de la fatiga, los sentimientos del honor y del deber son reemplazados por los de la cobardía y el desaliento, con-servándose como único vestigio instintivo el deseo de ocultarse, cuando no el de morir o el de dejarse matar sin ensayar el menor intento de resistencia.

Para evitar que la tropa pueda llegar a tal estado, los jefes que intervienen en una campaña, están obligados a observar constante-mente a sus hombres, a fin de comprobar la eficiencia de su estado físico; para procurarle reparador descanso en todas las oportunidades que les permitan las circunstancias; evitando las marchas agotadoras inútiles, turnándolos en las faenas fatigosas y deprimentes, y, en fin, observándolos en todo momento, como se observa el funcionamiento de un fusil o de una ametralladora, cuando se quiere estar seguro de que podrá disparar en el momento oportuno. Se debe, además, vigilar su alimentación, su salud, su moral, para proveer oportunamente a lo que sea más conveniente, a fin de evitar el agobio de la tropa.

Como medios preventivos para evitar la fatiga es aconsejable so-meter a la tropa antes de una acción de guerra a un entrenamiento constante, a marchas prolongadas y a una educación física intensiva, suministrándole adecuada alimentación e inculcándole hábitos de una vida ordenada.

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APÉNDICE

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UN EJEMPLO A SEGUIR

Coronel F.A.P. Dr. Ángel Cuba Caparó

El Coronel EP doctor Hernán Monsante Rubio, reúne a parte de las cualidades de un militar de carrera, las inherentes a su condición profesional, en cuyo doble ejercicio pudo alcanzar ese equilibrio tan di-fícil de lograr para un militar de servicios. Y esto es muy importante si juzgamos su trayectoria profesional: ya que es frecuente ver abogados, médicos, odontólogos, etc., que influenciados por su vocación eminente-mente militar llegan, a veces, a descuidar el cultivo de su especialidad, o que por el contrario, en aras de su exagerado celo profesional, rele-guen a un segundo plano sus deberes militares.

Dados estos antecedentes, no es de extrañar que el autor, al ha-cer un inventario de su fecunda actividad docente, haya pensado en ofrecerla a sus camaradas de la ASCOREFA, como un homenaje más de adhesión y lealtad para la institución que ahora representa su hogar espiritual; en igual forma y con la misma mentalidad de un hijo cari-ñoso que, como tributo de gratitud, dedica a sus padres la Tesis que lo convertirá en profesional.

Este gesto es muy significativo y hay que enfatizarlo en la con-ciencia institucional, porque aparte de su conmovedora expresión, re-presenta el propósito de contribuir al engrandecimiento de nuestros Institutos Armados.

Si todos los militares que por diversos motivos pasen a la situa-ción de Retiro, pensaran como el Coronel Monsante, cuántos veneros de experiencia vivida en las más singulares condiciones, cuántos éxi-tos militares y acciones heroicas, fruto de la preparación, previsión o valor, no estarían condenados a perderse en el limbo del olvido o a

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convertirse en hechos anecdóticos, desvirtuados generalmente en su contenido y trascendencia. Cuántos militares que han dedicado su vida al estudio, a la investigación y, en fin, a las más edificantes em-presas, venciendo su habitual modestia y la indiferencia y apatía de la gente, no volverían sobre sus pasos, como en sus mejores tiempos de mando y nos ofrecerían en forma de obras escritas o de conferen-cias el rico acervo de que son protagonistas, y en la mayor parte de los casos, únicos depositarios.

Es inexplicable, por no decir imperdonable, que por falta de un estímulo oportuno y efectivo se agoten inteligencias admirablemente cultivadas, que por períodos muchas veces prolongados de su carrera militar mantuvieron muy alto la eficiencia y el prestigio de nuestros centros superiores de enseñanza militar, contribuyendo, en unos casos, con sus luces al esclarecimiento de importantes problemas nacionales y, en otros, a la creación de organismos de importancia capital para el progreso del país, como es por ejemplo: el Instituto Nacional de Plani-ficación.

Pero, ya sea por falta de apoyo de parte de quienes están obli-gados a brindarlo o por un exceso de modestia de quienes poseen los conocimientos, lo cierto es que todo aquel que poseyendo talento, preparación y experiencia no piensa en las generaciones que lo su-cederán y no dedica una parte siquiera mínima de su tiempo a pu-blicar todo aquello que sabe sería recibido con beneplácito por todos los buenos peruanos, a pensar en lo útil y provechoso que para la historia fuera recoger y conservar todo el caudal de conocimientos y experiencias de los que han dedicado su vida al servicio de la Patria y de sus instituciones tutelares, estará en deuda consigo mismo y con sus conciudadanos.

Dicha contribución cuan útil sería para los estudiosos de nues-tros eventos, para os sociólogos, educadores, etc., y, como en el caso que nos ocupa, para todos los que cual fuere su profesión, actividad o medio en el que viva, norme sus acciones inspirándose en los altos valores morales, en los principios éticos, en las fuerzas anímicas contenidas en la obra del Coronel Monsante Rubio.

La ASCOREFA hace, pues, entrega a nuestros estudiantes y, no solo a aquellos que se han orientado hacia una carrera militar, sino a todas las jóvenes generaciones de nuestros centros de enseñanza, a

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todos los que se encuentran en trance de abrazar una carrera univer-sitaria, de la obra: “FUERZAS MORALES MILITARES”, pero al hacer-lo, si bien se siente orgullosa de la labor de uno de los más conspicuos de sus miembros, no desconoce que la obra adolezca en sí, de algunas limitaciones, inevitables cuando se abordan temas tan amplios y tras-cendentales como los desarrollados en la presente obra. Puede la críti-ca, aún con la mejor intención, encontrar que algunos capítulos se han desarrollado muy sumariamente y, otros, con demasiada extensión, que el criterio que ha informado al autor en la adopción de determi-nados principios o puntos de vista no es el mismo o no coincide con el del lector. Todo eso y mucho cabe en el terreno de las apreciaciones críticas y en el enjuiciamiento de la obra, y tan cierto es todo esto, que el primero que está persuadido de ello es el propio autor, al haber expuesto sus conceptos en tal forma que no se necesita mucha pers-picacia para darse cuenta que están por encima de todo dogmatismo, prejuicio o deformación profesional; que exprofesamente se han elimi-nado del léxico los tecnicismos y frases presuntuosas, que solo buscan notoriedad y un efectismo del que está muy lejos de presumir. Por el contrario, y a riesgo de caer en la banalidad, se ha dejado conducir por el lenguaje que es familiar e inteligible aún para los estudiantes de los primeros años de educación secundaria; y es por todo eso, que nadie debe extrañarse de que en el desarrollo de algunos capítulos, particu-larmente atenientes al medio militar, y que constituyen los verdade-ros pilares en que reposa su organización, como son los relacionados con el Patriotismo, el Valor, el Carácter, el Honor, etc., el autor recal-que los conceptos con una insistencia que parecería no justificarse. En su descargo, solo recordaremos que el escritor en el presente caso, es antes que militar y profesional, un maestro, y que el contenido de sus enseñanzas más que en los libros y publicaciones existentes so-bre la materia, se inspira en su propia experiencia; y, que por último, quién así se expresa por escrito, lo ha hecho y lo sigue haciendo con igual entusiasmo y patetismo, ante sus discípulos, colegas, camaradas y amigos, convencido de que cumple con una sagrada misión, aquella que por no estar supeditada a ninguna otra consideración que las de sus propias convicciones, las vive y las profesa con la obstinación y la solemnidad de un militante laico.

Y todo esto que conocemos, estamos en la obligación de decirlo a todos los que ignorando estos antecedentes, no sepan o no quieran aquilatar los méritos del autor y de su obra.

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Son muchas las personas, y no solo en el medio militar, que re-nuncian a dar a la publicidad el fruto de sus valiosas investigaciones o experiencias, o a dar pábulo a su vocación de escritores, por temor a una crítica indiscriminadamente demoledora.

Felizmente en nuestro medio militar, como en otros de gran in-quietud cultural, tales consideraciones y reparos van atenuándose y dejando paso a la acogida generosa y comprensiva de la gente.

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BIBLIOGRAFÍA

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