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LOS ACTORES DEL SISTEMA POLITICO En un Estado moderno, su organización política –hemos señalado– asume necesariamente la forma de una estructura, integrada por distintos órganos creados para cumplir con las funciones que se les asignan que tiene una estructura formal y una estructura real. El análisis de la estructura formal remite a la determinación de su forma de gobierno mediante el estudio de las normas de derecho que crean órganos y les asignan competencias. El examen de la estructura real, a su vez, complementa la investigación, encuadrando –por una parte– la organización política dentro de una forma de Estado determinada, e indagando –por la otra– cuestiones de naturaleza no jurídica (por ejemplo, las características que asumen la vida política, los valores, las costumbres y la cultura en general de la sociedad que se analiza); factores todos que influyen decisivamente en el modo en el que actúan los órganos de gobierno establecidos. Se logra establecer, de tal manera, el “sistema político” de un Estado que es –como hemos destacado– el conjunto de las instituciones mediante las cuales se adoptan las decisiones que se consideran obligatorias por la mayor parte de su población, la mayor parte del tiempo; es decir, se trata de un conjunto ordenado e interrelacionado de normas y procedimientos dotados de cierta cohesión y unidad de propósito. Así, puede ocurrir que entre dos Estados que tienen una organización formal aproximadamente similar se aprecien diferencias importantes en los procedimientos concretos que se siguen –en la práctica– para la adopción de una regla de ordenamiento social obligatoria y de los actores que participan efectivamente tales procedimientos; o, inversamente, que –entre Estados dotados de una estructura formal de gobierno distinta– se verifiquen coincidencias más sustanciales en el funcionamiento real del sistema que las que sería dado esperar si nos detenemos sólo en el análisis de esas asimetrías. En tal sentido, hemos recordado que Loewenstein 1 concibe la existencia histórica de sólo dos “sistemas políticos”, el constitucionalismo y la autocracia. Al primero le corresponde un único tipo de gobierno sustancial –la democracia constitucional–, pero ésta admite cinco variantes instrumentales (o estructuras formales) distintas (la democracia directa, el gobierno de asamblea, el parlamentarismo, el gobierno de gabinete, el presidencialismo y el gobierno directorial), porque estas diferentes “formas de gobierno” tienen en común la identidad o afinidad de las ideologías que las sustentan. LA REPRESENTACION 1 Karl Loewenstein (1891-1973), Teoría de la constitución, ob.cit., pp.95 y ss.

Los Actores Del Sistema Politico

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LOS ACTORES DEL SISTEMA POLITICO

En un Estado moderno, su organización política –hemos señalado– asume necesariamente la forma de una estructura, integrada por distintos órganos creados para cumplir con las funciones que se les asignan que tiene una estructura formal y una estructura real. El análisis de la estructura formal remite a la determinación de su forma de gobierno mediante el estudio de las normas de derecho que crean órganos y les asignan competencias. El examen de la estructura real, a su vez, complementa la investigación, encuadrando –por una parte– la organización política dentro de una forma de Estado determinada, e indagando –por la otra– cuestiones de naturaleza no jurídica (por ejemplo, las características que asumen la vida política, los valores, las costumbres y la cultura en general de la sociedad que se analiza); factores todos que influyen decisivamente en el modo en el que actúan los órganos de gobierno establecidos.

Se logra establecer, de tal manera, el “sistema político” de un Estado que es –como hemos destacado– el conjunto de las instituciones mediante las cuales se adoptan las decisiones que se consideran obligatorias por la mayor parte de su población, la mayor parte del tiempo; es decir, se trata de un conjunto ordenado e interrelacionado de normas y procedimientos dotados de cierta cohesión y unidad de propósito.

Así, puede ocurrir que entre dos Estados que tienen una organización formal aproximadamente similar se aprecien diferencias importantes en los procedimientos concretos que se siguen –en la práctica– para la adopción de una regla de ordenamiento social obligatoria y de los actores que participan efectivamente tales procedimientos; o, inversamente, que –entre Estados dotados de una estructura formal de gobierno distinta– se verifiquen coincidencias más sustanciales en el funcionamiento real del sistema que las que sería dado esperar si nos detenemos sólo en el análisis de esas asimetrías.

En tal sentido, hemos recordado que Loewenstein1 concibe la existencia histórica de sólo dos “sistemas políticos”, el constitucionalismo y la autocracia. Al primero le corresponde un único tipo de gobierno sustancial –la democracia constitucional–, pero ésta admite cinco variantes instrumentales (o estructuras formales) distintas (la democracia directa, el gobierno de asamblea, el parlamentarismo, el gobierno de gabinete, el presidencialismo y el gobierno directorial), porque estas diferentes “formas de gobierno” tienen en común la identidad o afinidad de las ideologías que las sustentan.

LA REPRESENTACION

La tipología de Loewenstein marca una diferencia importante entre la democracia directa y las otras cuatro modalidades de organización política que admite una democracia constitucional. La primera implica –como su nombre lo indica– el ejercicio directo e inmediato de las funciones de gobierno y control del Estado por parte del conjunto de los ciudadanos. En las restantes, tales funciones se confían sólo a algunos de ellos.

La democracia directa –según este autor– es el modelo de gobierno en el cual el pueblo –es decir, la totalidad de aquéllos que, según la costumbre o la ley, están considerados como ciudadanos dotados de todos los derechos– se reúne en asambleas o en comisiones para llevar a cabo la función de tomar las decisiones políticas y ejercer el controlar general del funcionamiento del sistema político. Un gobierno de este tipo –afirma– “sólo podía encajar en un orden social relativamente sencillo y asentado en un territorio pequeño. El ejemplo más famoso de democracia directa lo constituyen las ciudades-Estado griegas, donde dicha forma política estuvo operando durante un período no menor de dos siglos; su posibilidad de funcionamiento dependió de la existencia de una clase social que tenía tiempo para dedicarse a la política por poseer una economía no tecnológica basada en la esclavitud”.

1 Karl Loewenstein (1891-1973), Teoría de la constitución, ob.cit., pp.95 y ss.

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“El fracaso de la experiencia griega con la democracia directa ha servido para no alentar intentos posteriores. Pese a tener unas condiciones socioeconómicas semejantes, la primitiva República Romana supo evitar dicho tipo gubernamental. Por otra parte, las ciudades-Estado limitadas territorialmente a la Italia medieval y a Europa occidental se constituyeron como oligarquías. Allí donde aparecieron las corrientes democráticas, no fueron lo suficientemente fuertes para convencer a la clase dominante de la capacidad de la masa de destinatarios del poder para participar del proceso político. La democracia directa surgió en el siglo XIII en ciertos cantones y comunidades de campesinos en Suiza, pero después fue sustituida casi totalmente por instituciones representativas. En aquellas localidades donde las instituciones de la democracia directa se han mantenido deben ser consideradas más como piezas de museo que como una técnica eficaz de gobierno”2.

La existencia de una población compleja, multitudinaria y extendida territorialmente, que se verifica en la mayoría de los Estados modernos, parece haber hecho imposible en la práctica –y hasta ahora– el gobierno directo y permanente de todos los miembros de ese colectivo social, más allá de cualquier consideración acerca de su conveniencia o inconveniencia. Esta situación conduce, inevitablemente, a que el ámbito de las decisiones se concentre en sectores más reducidos que son los que gobiernan, es decir, los que asumen la conducción política del Estado ejerciendo un poder que se cree perteneciente al conjunto. Por esta razón, no obran a nombre propio sino en representación del conjunto de los ciudadanos que resulta obligado por las medidas que adoptan.

Como señala este autor, “la naturaleza jurídica de la representación es que los representantes –cualquiera que sea la índole de su investidura– reciben por adelantado el encargo y la autorización de actuar conjuntamente en nombre de sus representados, y de ligarles por sus decisiones colectivas”. La institución de la representación política, entonces, requiere de una elaboración intelectual que plantee una justificación racional de esa situación real: sólo un número limitado de los integrantes de una sociedad cumple con la función de conducción de la generalidad y esa generalidad, a la que se imputan sus decisiones, resulta obligada por ellas.

La teoría de la representación, en sus múltiples formulaciones, es el producto de un extenso proceso histórico, que intentaremos seguir en sus principales pasos. Como veremos a continuación, su desarrollo comenzó en sociedades muy diferentes de las actuales y, en consecuencia, sus fundamentos variaron acompañando la evolución que fueron sufriendo. Las alternativas de este proceso se reflejan en las diversas clases de representación que se manifestaron en la historia.

Tipos de representación

Max Weber3 entiende por representación a la situación objetiva en virtud de la cual la acción de determinados miembros se imputa al conjunto, éste la admite como legítima y vinculante, y así sucede en la práctica.

Sobre esta base, elabora una tipología de las distintas clases de representación a partir del vínculo que se establece entre quien toma las decisiones y el conjunto al que ellas obligan. Esta clasificación sigue una clara sucesión cronológica y se relaciona con los modos de dominación establecidos por el mismo autor –legal, tradicional y carismática– que ya hemos recordado. Así, distingue cinco distintos tipos de representación: apropiada, estamental, vinculada, libre y de intereses.

2 Señala este autor que, sin embargo, “ciertos rasgos de la democracia directa están experimentando en tiempos modernos un resurgir importante en las técnicas plebiscitarias, que son aplicadas tanto en la toma de la decisión política fundamental, como en el control político”. El autor se refiere a un determinado conjunto de procedimientos, propios de las Estados contemporáneos, mediante los cuales los ciudadanos pueden emitir su opinión individual sobre asuntos concretos aunque no desempeñen funciones en su estructura de gobierno, y a los que se alude genéricamente como formas de democracia semidirecta o semirrepresentativa, entre los que hemos recordado ya las figuras del plebiscito, la destitución popular (en inglés, recall), el referéndum y la iniciativa popular.3 Max Weber (1869-1920), Economía y sociedad, ob.cit., pp.235 y ss.

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La representación apropiada se configura cuando un dirigente es el dueño del derecho de personificar a la comunidad. Esta forma de representación –señala este autor– es muy antigua y se encuentra en dominaciones tradicionales y carismáticas de las más diversas clases; se asienta en la costumbre inveterada o en el reconocimiento de virtudes excepcionales, que nadie cuestiona.

La representación estamental –cuando se ejerce por derecho propio– está muy próxima a la anterior. Para Weber esta forma no constituye estrictamente representación cuando se ejerce para hace valer únicamente derechos o privilegios propios; pero sí lo es cuando –aun actuando el representante por derecho propio– la repercusión de su asentimiento produce efectos que van más allá de su persona, afectando a quienes se encuentra en su misma posición social –es decir, a los que gozan de similares derechos o privilegios estamentales– o, incluso, a los súbditos que no gozan de ninguno de ellos. El caso más típico de este tipo de representación son las cortes feudales y asambleas estamentales de grupos privilegiados de la nobleza y el clero de fines de la Edad Media y principios de la Edad Moderna 4.

En la representación vinculada, los representantes son designados (por turno, por sorteo o por otros medios) y sus facultades están limitadas por un mandato imperativo. En consecuencia, sus representados tienen el derecho de revocar la designación y, en cualquier caso, lo actuado por el representante requiere de su expreso asentimiento para ser válido. Estos representantes –reflexiona este autor– son, en realidad, funcionarios de aquéllos a quienes representan y esta figura, aunque se ha manifestado en determinadas circunstancias políticas, “nunca ha tenido una significación histórica considerable”.

En la representación libre, el representante, por regla general ”elegido” (eventualmente “designado”, formalmente o de facto, por turno), no está ligado a instrucción alguna, sino que es “señor de su propia conducta”. Sólo necesita atenerse, aunque con carácter de deber moral, a lo que son sus propias convicciones objetivas, pero no a tener en cuenta los intereses particulares de sus delegantes. La representación libre fue, en oportunidades, una consecuencia de fallas o de lagunas en las instrucciones recibidas en el marco de una representación vinculada y de la dificultad en procurarse otras nuevas; pero, en muchos casos, el verdadero sentido de la elección de un representante es –precisamente– el de convertirlo en una suerte de “señor” investido por sus electores y no en su “servidor”. Esta es la modalidad que adoptan las modernas representaciones parlamentarias, labor en la que predominan las tareas objetivadas e impersonales y la vinculación a normas abstractas (de naturaleza política o ética), que es lo característico de la dominación legal.

“Lo peculiar de Occidente no es la representación en sí, sino la representación libre y su reunión en las corporaciones parlamentarias”. Sin embargo, advierte Weber que la sustitución de la figura de la representación vinculada por la de la representación libre no se debió –inicialmente– a una iniciativa de los representados sino a la actitud de los príncipes. Así, los reyes franceses exigían que se diera libertad a los delegados a los Estados Generales en la convocatoria de las elecciones, con el fin de que pudieran votar las propuestas que efectuaría más tarde el monarca, lo que hubiera sido imposible si para la validez de su aceptación se requería de la existencia de un previo mandato imperativo en tal sentido.

En el Parlamento inglés la forma de reunirse, de deliberar y de llevar sus asuntos condujo a un resultado parecido. Hasta qué punto los miembros del Parlamento se consideraban como un estamento privilegiado antes de la reforma electoral de 1867 –señala este autor– lo demuestra claramente la prohibición rigurosa de la publicidad de las sesiones (todavía, a mediados del siglo XVIII, subsistían graves sanciones para los periódicos que dieran noticias de ellas).

Finalmente, este autor llama representación de intereses a un tipo de corporaciones representativas en las cuales no todas las personas pueden ser designadas representantes, sino únicamente las que

4 Vanossi, al analizar la clasificación de Weber, subsume el tipo de la representación estamental como una especie de la representación vinculada. Jorge R. Vanossi (1939), El Estado de derecho en el constitucionalismo social, Eudeba, Buenos Aires, 2000, p.280 y, especialmente, nota 4 en p.339.

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comparten una misma situación profesional, estamental o de clase; constituyendo su reunión –como se dice hoy comúnmente– una “representación profesional”5.

La aparición de la teoría de la representación política

Dice Loewenstein que “la técnica de la representación política fue completamente desconocida en la Antigüedad y en la Edad Media. Si hubiese existido antes, los agudos juristas romanos –a los cuales les era completamente familiar la relación del mandato– la habrían tratado e incorporado a su sistema. En los Estados constitucionales de la Antigüedad, en Grecia y Roma, se celebraron frecuentemente elecciones para cubrir determinados cargos unidos a determinadas funciones y esta técnica fue recogida por la organización de la Iglesia católica y de sus órdenes religiosas, que sirvieron así de importante lazo de unión. Pero en absoluto se puede equiparar elección y representación, aunque la elección es una técnica indispensable en un auténtico –es decir, no sólo simbólico– proceso de representación. Sólo en un sentido simbólico, los magistrados elegidos ‘representaron’ la autoridad de la comunidad estatal y la masa de los destinatarios del poder. En último término, los mandaban”.

“Al final del siglo XIV, cuando el feudalismo se extinguía, surgieron casi simultáneamente en diversos Estados de Europa occidental –sobre todo, en España (Aragón, Castilla, León), Francia e Inglaterra– instituciones representativas. Sigue siendo una de las controversias más fascinantes de la historia política cómo ocurrió realmente este fenómeno, que es más problemático por el hecho de que no se formasen dichos cuerpos representativos en ningún otro medio estructurado feudalmente, como Egipto, Bizancio, India, Japón, China o el mundo islámico. Las teorías más diversas han sido expuestas con cierta periodicidad para aclarar esta cuestión”, pero –para este autor– “la teoría más moderna, y probablemente la más correcta, apunta a la recepción por las organizaciones seculares de las técnicas representativas que desde hacía largo tiempo estaban establecidas en la Iglesia católica y en las órdenes religiosas”.

“Las raíces de la técnica representativa no pueden ser establecidas hoy con toda claridad. Se produjo el siguiente proceso, sobre el cual es particularmente significativa la situación en Inglaterra: al final del período feudal, cuando la corona estaba necesitada de dinero, los delegados de las capas sociales poderosas financieramente que eran convocados por el rey, se emanciparon –probablemente en virtud de los primitivos medios de comunicación– de las instrucciones y mandatos imperativos que habían recibido, y tomaron allí mismo sus decisiones bajo su propia responsabilidad. De esta manera, obligaron y ‘representaron’ a los grupos o asociaciones de personas, de los que eran portavoces y mandatarios. Pero, “cualquiera que haya sido el origen de la técnica de la representación” –dice Loewenstein– “durante los siglos siguientes estos prometedores comienzos fueron aplastados en toda Europa por el absolutismo monárquico, que montó cada vez con más eficacia su aparato administrativo constituido por una burocracia profesional formada en el derecho romano”6.

Desde antiguo han existido mecanismos que pueden ser visualizados sociológicamente como fenómenos ligados a una idea de representación y, en este sentido, se puede hablar de antecedentes de la teoría en la Antigüedad y en la Edad Media, como hace Weber. En efecto, en Inglaterra, España y Francia –entre otros lugares– fueron apareciendo procedimientos políticos que consistían básicamente en reconocer cierta intervención a los estamentos sociales para que hicieran conocer su opinión al rey cuando los consultaba sobre cuestiones determinadas. Las Cortes españolas, los Estados Generales franceses y el Parlamento inglés, en su origen, fueron ejemplos de estos mecanismos. Pero la existencia de estos institutos se vincula más con el reconocimiento de la existencia de un poder feudal que estaba evolucionando hacia la estamentalidad que con la moderna teoría de la representación.

5 Este tipo de representación ha sido utilizada –dice Weber– tanto con un propósito conservador como revolucionario, es decir, para excluir del derecho electoral a determinadas clases –alternativamente, las más o las menos favorecidas– o a las masas, para evitar el peso de su predominio numérico.6 K. Loewenstein, Teoría ..., ob.cit., pp.57 y ss.

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Bobbio describe este tránsito e individualiza los rasgos característicos de ese proceso que analizaremos con mayor detalle más adelante: “el Estado estamental, como forma intermedia entre el Estado feudal y el Estado absoluto, se distingue del primero por una creciente institucionalización y por la transformación de las relaciones personales propias del feudalismo en relaciones entre instituciones”7.

La opinión de los señores feudales –porque eran los dueños de la tierra– y la de los señores espirituales –porque en ellos estaba depositado el monopolio de lo religioso– debía ser escuchada por el monarca antes de adoptar una decisión sobre ciertas cuestiones, ya que aún su poder no era absoluto. Pero, junto a dichos sectores tradicionalmente considerados, apareció un nuevo actor. La creciente importancia de las ciudades –o “burgos”, como se las llamaba entonces– en la vida de los reinos hizo necesario reconocerles algún tipo de participación en estas instituciones medievales, y este reconocimiento trajo consigo la idea de elección. Se constituyó así un “tercer estado” o “estado llano” –en el sentido de que, a diferencia de los anteriores carecía de todo privilegio, particularmente en materia impositiva–, ya que su relevancia económico-financiera se había hecho insoslayable. De todas maneras, los señores feudales –la nobleza– y los señores espirituales –el clero– podían concurrir personalmente y por derecho propio a las convocatorias reales, si lo deseaban; los burgos, cuya población era mucho más numerosa, debían seleccionar de algún modo sus representantes. En cualquier caso, en los Estados Generales de Francia, que conformaban los tres estamentos, la votación no era por persona sino por sector: tenía un voto la nobleza, otro el clero y también sólo uno el estado llano, más allá de que sus representantes hablaban en nombre de una porción mucho mayor de la sociedad que los dos anteriores reunidos.

Esta es la época a la que Weber asocia con el mandato imperativo para el representante, quien debía seguir las instrucciones emanadas de sus representados o pedir nuevas, en el caso de no ser suficientes. Debemos destacar, de todos modos, que esta suerte de parlamentos medievales no tenía capacidad de autoconvocatoria ni de decisión como los congresos modernos, ya que este tipo de cuestiones eran una “prerrogativa” del rey. En cualquier caso, una situación de relativa debilidad –o de insuficiente poder– obligaba a que el soberano escuchara la opinión de quienes poseían la fuerza o el dinero, como una muestra de mínima prudencia política.

Pero el balance no se mantuvo y el proceso de tránsito del Estado estamental al Estado absoluto se caracterizó por una firme y creciente limitación de estas instituciones medievales por parte de los reyes. Hemos recordado que en Francia, por ejemplo, la última reunión de los Estados Generales anterior a la de 1789 –en cuyo marco se produce la revolución– había tenido lugar en 1614, es decir, que no habían sido convocados durante más de un siglo y medio. En España, el ascenso al trono de la dinastía de los Habsburgo (o casa de Austria, 1516-1700) redujo a su mínima expresión a las Cortes, especialmente en la época de Felipe II (1527-1598). El proceso inglés tuvo un desarrollo distinto, como veremos luego.

El fortalecimiento del rey –particularmente, en Francia y España– fue posible merced a una suerte de alianza estratégica con la parte principal de la población de las ciudades (la burguesía), que concluyó desplazando a los restantes sectores que provenían de la sociedad medieval. Este proceso histórico convirtió al monarca en sinónimo de la soberanía de y en el Estado, pasando de una representación en origen estamental –el más importante señor feudal– a una representación unipersonal. En las corrientes de pensamiento absolutista no desapareció del todo el sentido antiguo de la representación por derecho propio en la clasificación de Weber –particularmente, en Thomas Hobbes (1588-1679)8– en la medida en que ahora el rey era el depositario (representante) de la voluntad del Estado9.

7 Norberto Bobbio (1909-2004), Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política, ob.cit., p.158.8 Thomas Hobbes, Leviatán, ob.cit.9 Hemos recordado que, sin embargo, algunos teólogos españoles, especialmente Suárez, ya habían sostenido que el poder del monarca le era dado por Dios, pero a través del pueblo. Francisco Suárez (1548-1617), Disputationes metphysicae, ob.cit.

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Será la aparición de la creencia en que el pueblo –y no el monarca– es el titular de la soberanía la que irá abriendo la puerta al concepto de representación política, tal como se lo entiende en la actualidad. En efecto, el gobierno de la burguesía y la aceptación –más o menos general– de esta idea a partir de las formulaciones doctrinarias de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), condujo necesariamente a que debiera imaginarse una respuesta teórica que posibilitara la existencia de mecanismos prácticos para la toma de decisiones y que, a la vez, los justificaran adecuadamente a la luz de los nuevos principios establecidos como dogma. Esa respuesta fue la teoría de la representación política, que es –como hemos dicho– una construcción intelectual tendiente a fundamentar racionalmente por qué sólo un limitado número de ciudadanos toma decisiones en forma permanente (o sea, gobierna), por qué este grupo es el que pone de manifiesto la voluntad de la totalidad, y por qué esa generalidad debe cumplir con sus mandatos. En este sentido, hemos recordado antes la expresión de Weber: “lo peculiar de Occidente no es la representación en sí, sino la representación libre y su reunión en las corporaciones parlamentarias”.

La implantación práctica y la formulación teórica de esta línea de pensamiento no fueron paralelas. La primera se adelantó en Inglaterra, donde la Cámara de los Comunes –integrada por representantes elegidos por una parte de la población– fue una expresión permanente de representación política. El constitucionalismo norteamericano, a su vez, se movió también en un plano preferentemente pragmático. La preocupación doctrinaria se manifestó con mucha mayor fuerza en los pensadores franceses.

Dice Morgan10 que la representación en Inglaterra fue un modo de asegurar o facilitar –y, finalmente, de obtener– el consentimiento al gobierno. El rey convocaba a representantes de condados y municipios para acudir a su Parlamento provistos de plenos poderes legales a fin de comprometer a sus electores a aceptar los impuestos o las leyes que aprobaran. Los poderes de representación tenían que ser totales, de manera que ningún representante pudiera alegar que debía regresar y consultar a sus electores. Su consentimiento, dado en el Parlamento, debía ser tan pleno como si los electores hubieran asistido en persona”.

“Cuando los representantes dejaron de ser, como hasta entonces habían sido, meros apoderados de personas individuales, las comunidades que ellos representaban fueron definidas geográficamente. En Inglaterra, representaban condados o municipios: nunca fue la congregación religiosa de tenderos o zapateros, nunca la asociación de agricultores de tabaco o la asociación de dueños de barcos. En los siglos XVIII y XIX la ficción de la representación fue en ocasiones explicada y defendida como un medio por el cual todos los diferentes ‘intereses’ económicos o sociales de un país tenían una voz en su gobierno, pero la representación en Inglaterra nunca se basó en realidad en otra cosa que no fueran comunidades geográficamente definidas”.

“Podría decirse que el único interés, aparte del geográfico, que la Cámara de los Comunes inglesa representaba en el siglo XVII era el interés de la gentry11 de Inglaterra, hombres cuyo nacimiento y cuya riqueza no eran suficientes para brindarles un sitio en la Cámara de los Lores, pero sí para hacer que fuera deseable para ellos, para el rey y para algunos de sus súbditos, que tuvieran un lugar en el gobierno. Sin embargo, no venían sólo como caballeros o como representantes de caballeros”.

“La representación comenzó como una obligación impuesta desde arriba, y con el paso de los años, especialmente en el siglo XVI, el rey o la reina ampliaron la obligación asignando representantes a nuevos municipios, no porque los residentes lo exigieran, sino más bien porque caballeros rurales con poderosas relaciones persuadieron al monarca para que concedieran el voto a municipios donde podían estar seguros de controlar las elecciones. El resultado fue que muchas comunidades pequeñas obtuvieron la representación, mientras que otras más grandes fueron ignoradas”.

10 Edmund S. Morgan (1916), La invención del pueblo. El surgimiento de la soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos, ob.cit., pp.40 y ss.11 Caballeros rurales.

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“El número de personas que participaba en la elección de representantes dentro de un condado o municipio se amplió de la misma forma, sin que nadie lo pidiera. El voto de los miembros del condado había sido restringido por una ley parlamentaria de 1430 a los varones adultos, propietarios de tierras que produjeran cuarenta chelines al año en rentas o productos. En esa época, cuarenta chelines eran una suma importante, pero para el siglo XVII la inflación había hecho que la cantidad fuera meramente nominal, expandiendo el sufragio en los condados hasta quizás una quinta parte de los varones adultos”.

“Estrechamente relacionada con el requisito de que el representante estuviera ligado a una localidad, estaba la necesidad de que fuera percibido como un súbdito del gobierno. Para poder representar a otros súbditos, debía él mismo ser un súbdito”.

Se atribuye a Edward Coke (1552-1634) el argumento de que “aunque uno sea elegido por un condado o municipio en particular, cuando es enviado y ocupa su lugar en el Parlamento, está al servicio de todo el reino, pues el objetivo de venir aquí, como dice en los documentos de su elección, es general. De la ficción de que un hombre puede presentarse en lugar de toda una comunidad y obligar a esa comunidad por sus acciones, Coke extrapoló la ficción más amplia de que un hombre puede representar a todo el pueblo de un país, la mayoría del cual no ha tenido nada que ver en su designación para ese propósito”.

Un discurso pronunciado ante los electores de la ciudad de Bristol por Edmund Burke (1729-1797), es considerado una pieza clave para comprender los fundamentos de esta corriente de pensamiento. En esa alocución, el político inglés expresó: “la gloria de un representante debe consistir en vivir en la unión más estrecha, la correspondencia más íntima y la comunicación sin reservas con sus electores. Sus deseos deben tener para él un gran peso, su opinión máximo respeto; sus asuntos, una atención constante. Es su deber sacrificar su reposo, sus placeres y sus satisfacciones a las de aquéllos; y, sobre todo, preferir, siempre y en todas las ocasiones el interés de ellos al suyo propio”.

“Pero su opinión imparcial, su juicio maduro y su conciencia ilustrada no debe sacrificároslos a vosotros, a ningún hombre ni grupo de hombres. Dar una opinión es derecho de todos los hombres; la de los electores es una opinión de peso y respetable, que un representante debe siempre alegrarse de escuchar y que debe estudiar siempre con la máxima atención. Pero instrucciones imperativas, mandatos que el diputado está obligado ciega e implícitamente a obedecer, votar y defender, aunque sean contrarios a las convicciones más claras de su juicio y su conciencia, son casos totalmente desconocidos por las leyes del país y surgen de una interpretación profundamente equivocada de todo el orden y tenor de nuestra constitución”.

“Mis electores tienen sobre mí el derecho a que no defraude las esperanzas que en mí han depositado (pero) deseaban que los diputados de Bristol fueran escogidos para representar a la ciudad y al país, y no para representarles a ellos exclusivamente. El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, intereses que cada uno de sus miembros debe sostener, como agente y abogado, sino una asamblea deliberante de una Nación, con un interés: el de la totalidad; donde deben guiar no los intereses y prejuicios locales, sino el bien general que resulta de la razón general del todo. Elegís un diputado; pero cuando le habéis escogido, no es el diputado de Bristol, sino un miembro del Parlamento”12.

Del texto previamente trascripto se puede extraer que –para Burke– los representantes deben ser absolutamente libres e independientes de sus electores y del cuerpo electoral en su conjunto, y no pueden estar sometidos a instrucciones o a mandatos imperativos de ningún tipo. En Inglaterra, la evolución fue –entonces– más práctica que doctrinaria; la teoría de la representación se basó inicialmente en una justificación de índole aristocrática, según la cual el representado debe depositar la confianza en un representante porque advierte su superior entendimiento de los problemas que debe resolver, frente a sus propias limitaciones.

12 Edmund Burke, Textos políticos.

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En las colonias inglesas de América del Norte13, el desarrollo del proceso no siguió exactamente el patrón que hemos resumido14. “La manera en la que un grupo de súbditos fue convencido por primera vez para fingir que uno de ellos iba a sustituirlos a todos no está totalmente clara. Es posible que originariamente un representante sólo pudiera aprobar en nombre de los individuos que específicamente le habían otorgado poderes y que aquéllos que no lo habían hecho, aun cuando formaran parte de la misma comunidad, no estuvieran obligados por sus acciones. Aunque los registros no muestran una situación como ésa en los primeros Parlamentos ingleses, sí podemos observarlo en las primeras asambleas representativas reunidas en la colonia inglesa de Maryland15

en la década de 1630. Mientras Carlos I (1626-1649) estaba gobernando sin una asamblea representativa en Inglaterra, no otorgó esa libertad para gobernar a quienes había autorizado a fundar colonias en Norteamérica. La carta de concesión a su amigo, lord Baltimore, le daba a éste el poder de dictar leyes para Maryland, pero sólo con el consentimiento de los hombres libres establecidos allí”.

“Baltimore delegó su autoridad en un gobernador, y en el primer año después de la llegada de los colonos, el gobernador aparentemente convocó a los hombres libres para conseguir su consentimiento a varias leyes, como se había dispuesto. No tenemos registro alguno de esta asamblea ni de cuántas personas asistieron. Pero para la siguiente asamblea, en 1638, los registros muestran que algunos hombres libres asistieron en persona, mientras que otros enviaron delegados representantes, cada uno de los cuales tenía derecho a su propio voto y también a todos los votos de aquéllos que lo habían elegido como su representante. No representaba a nadie que no le hubiera otorgado poderes específica e individualmente, y cualquiera podía cambiar de idea, revocar la delegación de su voto y asistir en persona. El resultado era un situación políticamente absurda: dentro de la asamblea algunos hombres tenían solamente su propio voto, mientras que otros tenían los votos de todos sus representados, además del propio. En una ocasión un político tuvo suficientes poderes como para constituir una mayoría de la asamblea por sí solo”.

“En la década de 1640, la asamblea fue gradualmente reducida a ser sólo un cuerpo estrictamente representativo, y cada comunidad en la colonia elegía un representante, por simple mayoría, que acudía en nombre de toda la comunidad, incluyendo a la minoría de hombres que habían votado en contra de él. Y él tenía un voto solo en la asamblea, sin tener en cuenta el tamaño de la comunidad que representaba”. Las comunidades, al igual que en Inglaterra, estaban definidas geográficamente. “En Maryland o Virginia representaban plantaciones, secciones de condados o condados; en Nueva Inglaterra16, representaban ciudades o pueblos; en las Carolinas, parroquias”. Esta conexión local de cada representante puede haber sido un accidente histórico que surgió en Inglaterra como consecuencia del proceso de influencia cerca del monarca que ya hemos recordado; pero en el siglo XVII la definición geográfica local de la representación se había vuelto un ingrediente esencial.

13 En 1606, dos grupos de ingleses que vivían en las ciudades de Londres y de Plymouth organizaron sendas compañías que obtuvieron del rey Jacobo I (James I, 1603-1625) un permiso para colonizar la costa oriental de América del Norte. La primera fundaría al año siguiente la ciudad de Jamestown, que sería el núcleo de la colonia de Virginia. En 1619, el gobernador estableció una Cámara de los Burgueses, integrada por dos representantes elegidos por cada uno de los once distritos en que la dividió administrativamente, que es considerada la primera asamblea representativa en América. En 1624, el monarca la transformó en colonia dependiente de la corona, pero no modificó tal institución.14 E. S. Morgan, La invención …, ob.cit., pp. 40 y ss.15 En 1633, Cecil Calvert (segundo lord Baltimore), de religión católica, obtuvo una autorización del rey Carlos I para colonizar la costa oriental de América septentrional, al norte del río Potomac, es decir, la parte norte de la colonia de Virginia.16 La colonización de la región de Nueva Inglaterra comenzó, por permiso del rey Jacobo I, con la fundación de la ciudad de Plymouth (1620) por disidentes religiosos (puritanos) de la Iglesia anglicana; a quienes se recuerda como los padres peregrinos (en inglés, Pilgrims Fathers) del Mayflower, por el nombre del barco que los transportó.

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“Otra vez, el comportamiento de los ingleses que se habían trasladado a Norteamérica puede ilustrar el punto. La colonia de Massachusetts fue fundada por una sociedad comercial, la Massachusetts Bay Company, en la que los accionistas, identificados como ‘hombres libres’, tenían la facultad de reunirse cuatro veces al año en una ‘Corte General’, a fin de dictar leyes para la compañía y para su colonia, y de elegir a los funcionarios de la compañía, es decir, un gobernador y dieciocho ayudantes. A la compañía se le había acordado el poder, igual que a lord Baltimore en Maryland, para gobernar la colonia como considerara adecuado, pero no se le exigía obtener el consentimiento de los habitantes para sus leyes. La mayoría de la compañía decidió en 1629 transferir el lugar de reunión a la colonia, y una vez allí, el pequeño número de hombres libres (accionistas) que había hecho el viaje abrió sus filas a todos los miembros varones de la iglesia puritana ortodoxa. Acompañaron esta jugada, sin embargo, con una transferencia de la autoridad legislativa al gobernador elegido y a sus ayudantes”.

“Ahora bien, la carta de constitución de la compañía no autorizaba esa delegación del poder legislativo de los hombres libres. Por otro lado, tampoco ofrecía a colonos corrientes que no eran hombres libres (es decir, que no eran miembros de la compañía) ningún derecho a ser consultados acerca de las leyes que la compañía pudiera dictar. Pero en 1632, cuando los ayudantes, actuando en su recientemente asignada capacidad legislativa, aprobaron un impuesto, el pueblo de Watertown se negó a pagarlo con el argumento de que el gobierno no tenía autoridad ‘para dictar leyes o exigir impuestos sin el pueblo’- El gobernador John Winthrop les explicó que los ayudantes eran como un Parlamento, que fueron votados por los hombres libres y, por lo tanto, podían hacer las cosas que el Parlamento hacía en Inglaterra”.

“Esto pareció satisfacer a la gente de Watertown por el momento, pero lo cierto es que los ayudantes no eran como un Parlamento, porque habían sido elegidos en general y no representaban ningún distrito o ciudad en particular. Aparentemente este hecho fue rápidamente reconocido, pues dos meses después Winthrop registraba que ‘cada pueblo eligió a dos hombres para que estuvieran en la próxima corte, para opinar con el gobernador y los asistentes acerca de la venta de acciones públicas, de modo que aquello que ellos acordaran debía obligarlos a todos’. Dos años después, los hombres libres de los pueblos revocaron el poder legislativo de los asistentes e insistieron en que todas las leyes fueran elaboradas en la Corte General, que ya entonces debía incluir a representantes elegidos por los hombres libres de cada pueblo. Un representante tenía que representar al pueblo de un lugar determinado; dejaba de representar cuando perdía su identificación local. Una asamblea representativa tenía que ser constituida. Tenía que estar compuesta de las partes del todo”.

Como hemos señalado al comentar el desarrollo del proceso en Inglaterra, además del requisito de que el representante estuviera ligado a una localidad, existía la necesidad de que fuera percibido como un súbdito del gobierno. Sin embargo, “los ayudantes de Massachusetts, aunque elegidos anualmente, estaban en el otro de la cerca de los gobernados. Aunque obligados por las leyes que ellos tenían que hacer cumplir, eran percibidos como gobernantes, no como gobernados, igual que el rey y el consejo que él nombraba en Inglaterra, aunque limitados por la ley, eran gobernantes, no gobernados. El rey y su consejo, el gobernador y los ayudantes, estaban ahí para ejercer la autoridad sobre toda la sociedad. Los representantes estaban ahí para dar o negar el consentimiento de sus condados, o pueblos, o distritos particulares a lo que los gobernantes hicieran. Los diputados enviados por las distintas ciudades a la Corte General de Massachusetts después de 1634 eran súbditos, meros sustitutos de los pueblos que los habían elegido”.

Pero, al igual que en Inglaterra, “las asambleas representativas tomaron la iniciativa en el gobierno casi desde el principio. En Maryland, los hombres libres y sus apoderados, incluso antes de que la representación fuera desarrollada completamente, no esperaron a que lord Baltimore o su gobernador les presentaran leyes para su aprobación, sino que ellos mismos prepararon sus leyes y se las presentaron a él. En Massachusetts, una vez que la Corte General recuperó la autoridad legislativa en 1634, no hubo duda de que los representantes compartirían esa autoridad. En Virginia, la autoridad para hacer leyes estaba en la Compañía de Virginia, con sede en Londres, pero la compañía convocó una asamblea representativa en la colonia en 1619, y esa asamblea presentó a la

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compañía una serie de leyes que, con la aprobación de la compañía, se convirtieron en las primeras leyes promulgadas por una asamblea representativa en Norteamérica”.

Destaca Morgan17 que “cuando la autoridad del rey fue removida, como ocurrió en Inglaterra en el período de la república y en Norteamérica después de 1776, el conflicto de los intereses locales con la soberanía del pueblo en general se hizo mucho más agudo. En un Parlamento donde los representantes elegidos por un puñado de votantes tenían autoridad sobre comunidades que no podían votar en absoluto, hubo exigencias inmediatas de una manera más racional y equitativa de ejercitar la recién descubierta soberanía del pueblo. De hecho, en la Inglaterra del período de la república, se adoptó un plan racional de representación parlamentaria, sólo para ser abandonado durante casi otros dos siglos después de la restauración del monarca en 1660. Y en los estados independientes de América del Norte, en 1776, la distribución de la representación se convirtió en una muy importante preocupación, porque las comunidades y las regiones particulares temían que, sin la apropiada representación, no estarían adecuadamente protegidos de sus soberanos compatriotas”.

“En esta transformación, el gobierno siguió siendo, como corresponde, algo diferente del resto, algo externo a la comunidad local, pero ese ‘algo’ ya no era más un rey. Ahora se trataba del cuerpo representativo mismo o, por lo menos, de los representantes de otras localidades, que eran activos más que pasivos, ejerciendo una autoridad obtenida de un pueblo que no podía ejercerla por sí mismo. Cuando la autoridad de los representantes se vio aumentada de esta manera, su función como agentes de una población de súbditos necesariamente se vio disminuida. Con el pueblo ficcional devenido de pronto en supremo, el pueblo real, encarnado en las comunidades locales, se encontró con que sus derechos y libertades tradicionales estaban en peligro, amenazados por un cuerpo representativo que reconocía solamente a un superior, que era una ficción”.

“Los miembros de un Parlamento como agentes de las comunidades locales se habían visto a sí mismos, y así habían actuado a menudo, como protectores de los derechos populares contra las acciones arbitrarias de una autoridad más alta. Cuando el Parlamento o, más especialmente, la Cámara de los Comunes se convirtió ella misma en gobierno, ¿quién quedaba para proteger al pueblo real de sus acciones arbitrarias?”

“El rey había alegado que su autoridad provenía de Dios, y se sabía que Dios gobernaba el universo por medio de leyes, leyes que habían sido convertidas en disposiciones positivas que definían lo que era correcto y lo que era incorrecto, y cuya observancia y aplicación eran el deber del rey. El rey no podía equivocarse. Y si su gobierno, engañado por consejeros malvados, hacía algo malo, el Tribunal Superior del Parlamento podía llamarlo a rendir cuentas. ¿Pero quién podía llamar al Parlamento para rendir cuentas cuando el Parlamento hiciera algo malo y no hubiera rey? ¿El Parlamento estaba obligado por sus propias leyes? Si el Parlamento hacía las leyes, ¿no podía deshacerlas? ¿Quién custodia al custodio?18 ¿Había alguna manera en que el pueblo, todo el pueblo, el pueblo ficcional, pudiera materializarse y actuar separado de sus representantes para protegerse? Estas preguntas han preocupado a los defensores de la soberanía popular desde sus inicios hasta el día de hoy”.

En el proceso de organización jurídico-política de los Estados Unidos, el debate sobre la naturaleza de la representación no adquirió especial relevancia, aunque se formularon una serie de definiciones sobre cuál debía ser la relación que vincularía a representados y representantes. La representación y, en general, todo el sistema de frenos y contrapesos que en definitiva se elaboró, pueden ser vistos como una construcción transaccional o de compromiso19; pero también puede encontrarse en el diseño de los mecanismos constitucionales una marcada preocupación por poner límites, no sólo al poder de los reyes absolutos –como doctrinariamente se venía repitiendo– sino también al de las

17 E. S. Morgan, La invención …, ob.cit., pp. 55 y ss.18 En el original, en latín: Qui custodiat ipsos custodes?19 Manuel García Pelayo (1909-1991), Derecho constitucional comparado, Revista de Occidente, Madrid, 1951, pp.311/312.

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mayorías y a su presión sobre el gobierno, que se había manifestado con particular virulencia en algunas asambleas legislativas estaduales.

Así pues, los “padres fundadores”20 norteamericanos no dudaban del carácter representativo de estas asambleas –tradicionales, por lo demás, en las colonias inglesas de América del Norte–, pero buscaron construir un sistema que permitiera la limitación de sus efectos sobre las decisiones políticas de los gobernantes. La inspiración doctrinaria de John Locke (1673-1704)21, especialmente en lo que se refiere su convicción sobre la existencia de verdades primarias autoevidentes –que, sin embargo, no podían ser percibidas por toda la población sino sólo por algunos de sus ciudadanos– fue, sin duda, el fundamento teórico más importante.

Sin embargo, es preciso destacar que ni en los debates constitucionales, ni en los escritos de El Federalista, se puede encontrar una formulación expresa de la teoría de la representación política; sino, en todo caso, una elaboración práctica destinada a servir de justificación para un gobierno efectivo. En este sentido, y más allá de su sustento racional, el esquema constitucional norteamericano se basó en una sólida posición pragmática, que se puede ver en las posiciones de Alexander Hamilton (1757-1804), John Jay (1745-1829) y, particularmente, de James Madison (1751-1836)22.

Para estos políticos estadounidenses, la sociedad se divide en clases, la de los que son propietarios y la de los que no lo son, la de los acreedores y la de los deudores; en definitiva, “los pocos” y “los muchos”23. La solución para esta disparidad de situaciones consiste en otorgar a cada uno de los grupos –mayoría y minoría– las armas para evitar la opresión del otro. En este orden de ideas, la bicameralidad vino a cumplir con este objetivo: la Cámara de Representantes (diputados, entre nosotros) expresaba a la mayoría y el Senado, a la minoría. De todos modos, se agregaron otros mecanismos tendientes a limitar los excesos de eventuales apasionamientos de las mayorías, tales como la elección indirecta y el diseño de grandes distritos electorales.

En Francia, Rousseau consideraba no sólo que la voluntad general del pueblo era soberana, sino también que ésta no podía ser dividida, ni tampoco ser representada. Sólo admitía la representación al momento de la elección de los representantes; pues, a continuación, si alguien ejercía el poder a nombre de la voluntad general del pueblo, únicamente podía hacerlo en forma provisoria como un simple delegado. Era, en consecuencia, una especie de mandatario de derecho privado. Así, este pensador sostenía que “los diputados del pueblo no son por tanto, ni pueden ser, sus representantes, no son más que sus delegados, no pueden concluir nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no haya ratificado es nula, no es ley”. Al analizar la situación de Inglaterra, señalaba que “el pueblo inglés, que se piensa libre, se equivoca mucho; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; en cuanto ha elegido, es esclavo, no es nada. En los breves momentos de su libertad, el uso que hace de ella bien merece que la pierda”.

Cabe recordar, de todos modos, que –para Rousseau– si la democracia es la forma de gobierno en la que se confía el ejercicio de todo el poder a la ciudadanía –o a la mayor parte de la ciudadanía de manera que haya, por lo menos, más individuos magistrados que individuos particulares– no había existido nunca una verdadera democracia, ni existiría jamás, ya que consideraba contrario al orden natural de las cosas que un gran número gobierne y que un número más pequeño sea gobernado. No podía imaginar tampoco que el conjunto de los ciudadanos, o la mayor parte de ellos, permaneciera continuamente reunido en asamblea para resolver los asuntos públicos24.

En cambio, Montesquieu (1689-1755) justificaba la necesidad de que la toma de decisiones quedara limitada a un grupo de individuos por la utilidad de dicho procedimiento para permitir el buen gobierno del Estado. “El pueblo es admirable para elegir a aquéllos a quienes debe confiar alguna parte de su

20 En inglés, Founding Fathers.21 John Locke, Dos tratados sobre el gobierno civil, ob.cit.22 A. Hamilton, J. Madison y J. Jay, El Federalista, ob.cit., Nº 10.23 The few and the many.24 Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, ob.cit., Libro III, Capítulo XV.

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autoridad. Pero, ¿sabrá conducir un asunto, conocer los lugares, las ocasiones, los momentos y aprovecharse de ellos? No, no lo sabrá. La gran ventaja de los representantes es que son capaces de discutir los asuntos”25.

Como puede verse, estos dos autores adoptan una óptica distinta para observar las cuestiones centrales de la idea de representación política. Rousseau cree en la capacidad del pueblo y Montesquieu descree de ella; pero, en definitiva, ambos terminan aceptando la funcionalidad de la idea de la representación, aunque con el límite de una ratificación posterior que el primero exige con claridad. Sus respectivas posiciones serán los puntos de partida de dos corrientes bien diferenciadas, que podrían ser resumidas del siguiente modo: la representación se justifica sólo por la imposibilidad práctica del gobierno popular directo, pero debe ser ratificada y controlada permanentemente; o, alternativamente, la representación debe ser libre y abierta para permitir una buena conducción de los negocios del Estado.

En Francia, Emmanuel-Joseph Sièyes (1748-1836) elaboró con mayor detalle los elementos definitorios de la teoría clásica de la representación. A diferencia de Rousseau, quien consideraba que la soberanía residía en los ciudadanos y que a cada uno de ellos le correspondía una porción igual que a los restantes, este autor parte de un dogma distinto: la soberanía reside en la Nación. A partir de esta base, elabora las siguientes conclusiones: a) la Nación es la depositaria de la soberanía; b) la Nación está compuesta por todos los individuos que la integran; c) la voluntad de la Nación no es igual a la suma de las voluntades de los distintos sectores que en ella se manifiestan; d) la Nación necesita de una voluntad común; y, e) para formar esa voluntad común los individuos eligen representantes pero no como mera suma de los intereses de los sectores que la integran, ya que una vez electos no representan a quienes los han elegido sino a la Nación en su conjunto.

Esta doctrina es textualmente consagrada en la Constitución Francesa de 1791: “los representantes nombrados en los departamentos no serán representantes de un departamento en particular, sino de la Nación entera”26.

Los diputados electos dejan de ser, entonces, delegados o portavoces de los distintos sectores sociales y las áreas territoriales para exponer sus pretensiones y defender sus reivindicaciones particulares; no son ya ni sus mandatarios, ni sus apoderados, ni tampoco sus representantes exclusivos. En realidad, no son representantes de nadie en sentido estricto, puesto que no manifiestan una voluntad preexistente, sino que la construyen y esa es la misión a la que están llamados.

Este nuevo concepto se explicó luego en los siguientes términos: “la regla de que los diputados representan a la Nación sólo es susceptible de una interpretación; significa que representan, no ya a la totalidad de los ciudadanos considerados individualmente, sino a su colectividad indivisible y extraindividual. La regla significa que el diputado no representa colegios electorales, ni ciudadanos, en cuanto tales, ni –en una palabra– suma alguna de individuos en singular, sino que representa a la Nación, como cuerpo unificado, considerado en su universalidad global, y distinto, por consiguiente, de las unidades individuales y de los grupos parciales que comprende en sí dicho cuerpo nacional”27.

Esta construcción es incompatible con la existencia de instrucciones imperativas, ya que un mandato de este tipo debe ser cumplido obligatoriamente y los transformaría no en representantes de la Nación, sino exclusivamente de quienes efectivamente lo han elegido. Las decisiones de la asamblea, por lo demás, surgen como resultado de un método discursivo dentro de un proceso que pretende averiguar la real voluntad de la Nación, a partir de las posiciones que se exponen durante el debate. Esta voluntad general, debe ser puesta de manifiesto –desentrañada– y cada uno de los miembros de la asamblea tiene esa capacidad, al igual que cada uno de los miembros de la comunidad; por lo que es necesaria la libertad de análisis de todos sus integrantes con el objeto de

25 Montesquieu, El espíritu de las leyes, ob.cit., Libro II, Capítulo II.26 Capítulo III, artículo 7.27 Raymond Carré de Malberg (1861-1935), Teoría General del Estado, Fondo de Cultura Económica, México, 1948, pp.935/936.

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que se pueda arribar, sin limitaciones preestablecidas, a la mejor comprensión de lo que la población desea.

En este sentido, Rousseau28 –en el marco de su formulación doctrina antes recordada– sostenía que “cuando se propone una ley en una asamblea del pueblo, lo que se le pregunta no es si aprueban la proposición o si la rechazan, sino si es conforme o no con la voluntad general, que es la suya; cada uno, al emitir su voto, da su opinión, y del cálculo de votos se obtiene la declaración de la voluntad general. Por tanto, cuando la opinión contraria vence a la mía, no se prueba otra cosa sino que yo me había equivocado, y que lo que yo consideraba como voluntad general no lo era”.

En sus primeras formulaciones, la idea de la representación apareció contrapuesta a la idea de la democracia, en la medida en que el sistema representativo fue concebido como una posición intermedia entre ésta y el absolutismo. En tal sentido, la mayoría de los autores coincide en que surgió como un intento de proteger a la burguesía, simultáneamente, del absolutismo del monarca y de la tiranía de las mayorías29.

La teoría del órgano

A fines del siglo XIX y principios del pasado, autores alemanes elaboraron esta teoría, en —alguna medida— alternativa a la teoría de la representación, porque su punto de partida es la duda —con distintos matices— sobre la real existencia de una voluntad general o nacional o, como mínimo, de la posibilidad de conocerla.

Los primeros estudios en este sentido se identifican con Gierke30 quien, aunque no abandonaba totalmente la idea de una voluntad preexistente en el conjunto de la población, le otorgaba una suerte de carácter inmanente y entendía que –en cualquier caso– era imposible conocerla hasta que un órgano del gobierno la pone de manifiesto. Parte de los supuestos de que, en la realidad, existen dos voluntades –la de la Nación y la del conjunto de representantes–; y de que, de esas dos voluntades, sólo una puede ser efectivamente percibida: la de los órganos del Estado, cuyos integrantes son elegidos por el pueblo.

La recepción de esta teoría en Francia llevó a una formulación más concluyente en las obras de autores franceses, particularmente, en las de Hauriou31 y Carré de Malberg. Este último, por ejemplo, descarta la posibilidad de que se pueda hablar de la voluntad de la Nación o del pueblo como algo preexistente: sólo el órgano del Estado es capaz de expresar una voluntad y de tomar decisiones. El órgano es elegido por una colectividad que es incapaz de decidir y de querer por sí misma, precisamente para que quiera y decida por ella32.

Agrega que “las personas o cuerpos que tienen la cualidad de órganos no son solamente órganos de expresión de la voluntad colectiva –en el sentido que lo entiende Gierke– sino precisamente órganos de formación de esa voluntad. Son llamados a estatuir, no según una voluntad nacional preestablecida que se impone a ellos, sino según su propia deliberación y según las circunstancias, a medida que éstas se vayan produciendo”.

Sin embargo, "cuando se dice que el órgano quiere libremente y de una manera independiente, esto no significa que exista una ausencia total de relaciones entre las voluntades que emite y las tendencias y aspiraciones que se producen en el seno de la colectividad por la que tiene el encargo de querer. El individuo que desempeña la función de órgano, es un integrante de la colectividad o corporación, no es un tercero. Esto implica que el individuo que quiere por el grupo comparte –como

28 J. J. Rousseau, El contrato ..., ob.cit.29 Ver, en este aspecto, A. Hamilton, J. Madison y J. Jay, El Federalista, ob.cit.; Montesquieu, El espíritu ..., ob.cit.; E. Burke, Textos ..., ob.cit. 30 Otto von Gierke (1841-1921), Derecho público. 31 Maurice Hauriou (1856-1929), Principios de derecho público. 32 R. Carré de Malberg, Teoría …, ob.cit., p.941.

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miembro del grupo– las opiniones esenciales de éste. Un extraño, cuya voluntad se impusiera al grupo por una fuerza venida del exterior, ya no sería un órgano de la colectividad, sino un amo”33.

Hemos dicho que la “teoría del órgano” intentó reemplazar la idea de la representación porque no concebía otra vinculación entre representado y representante que la que se formalizaba en el acto de la elección; aunque reconocía la existencia de alguna suerte de identificación entre ambos, a partir de la pertenencia a la colectividad de las personas que integran los órganos del Estado.

Esta teoría fue reelaborada en Alemania por Jellinek, autor para el que existen dos tipos de órganos en los sistemas políticos representativos: el pueblo –que, como órgano primario, elige– y los representantes, que constituyen un órgano secundario. Entre ambos se formaliza una suerte de división de competencias. Algunas funciones las realiza directamente el pueblo y otras las delega en los órganos secundarios, aunque ejerce el control permanente de sus actividades no desentendiéndose de sus decisiones. Para este autor, entonces, el sistema electoral juega un papel de especial importancia y es el fundamento de toda la organización política en una democracia representativa34.

La evolución de la teoría de la representación política

Muchas transformaciones de la realidad social confluyeron a este fenómeno ideológico, por lo que mencionaremos únicamente las de mayor relevancia. En este aspecto, tuvo una importancia decisiva la aparición en el sistema de nuevos actores, por la extensión del reconocimiento de derechos políticos a sectores cada vez más amplios de la población, especialmente, de los derechos de libre asociación y de libre expresión –que dieron lugar a la aparición de los partidos políticos– y del derecho al sufragio –que alcanzó progresivamente la universalidad de la ciudadanía–.

Asimismo, la modificación progresiva de la situación social fáctica en cuyo marco se habían elaborado los conceptos originales llevó a muchos autores a detenerse a examinar –además– si cabía imponer límites a la libertad de criterio de los representantes y, en su caso, dónde se situaban y cómo se ejercería el control de los representados sobre su actuación. El concepto de democracia representativa fue repensado en función de estos nuevos actores y analizado –entonces– como una síntesis dialéctica de dos valores inicialmente antitéticos: representación y participación.

Recordaremos, a continuación, algunos de los aportes de autores contemporáneos que contribuyen a esclarecer no sólo el concepto actual de representación sino también las relaciones que se establecen entre esos valores.

García Pelayo, por ejemplo, analiza el concepto de representación comparándolo con los de delegación y mandato que, como hemos visto, aparecían frecuentemente confundidos en las formulaciones originales. A su juicio, cualquier analogía que se busque con estas dos figuras que provienen del derecho privado es incorrecta; porque lo que se intenta explicar es una cuestión jurídico-política, es decir, de naturaleza pública. Así, la delegación significa una transferencia total o parcial de una competencia, que se funda en la voluntad del titular. En el mandato, a su vez, no existe transferencia de competencias ya que el mandatario recibe sólo órdenes de su mandante.

La representación política se diferencia de ambos en que su esencia no consiste en una actuación en nombre de otro –lo que sería compartido tanto con la delegación como con el mandato– sino, fundamentalmente, en dar presencia a un ser no operante. Por otro lado, tanto la delegación como el mandato son revocables mientras que la representación no lo es necesariamente; y, por último, tanto la delegación como el mandato requieren de la legalidad –esto es, de un ordenamiento previamente establecido–, mientras que la representación se funda en la idea de la legitimidad, es decir, en una justificación que está más allá del orden jurídico35.

33 R. Carré de Malberg, Teoría ..., ob.cit., p.996.34 Georg Jellinek (1851-1911), Teoría General del Estado, ob.cit., pp.340 y ss.35 M. García Pelayo, Derecho ..., ob.cit., pp.159/160.

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“Los titulares del poder público son legítimos en cuanto representantes del pueblo y su poder es legítimo en tanto se mantenga y actúe con arreglo y dentro de los límites de tal representación”36.

Para Schmitt, a su vez, la representación no es un fenómeno jurídico, sino un fenómeno existencial. “Representar es hacer perceptible y actualizar un ser imperceptible mediante un ser de presencia pública. La dialéctica del concepto está en que se supone como presente lo imperceptible, al mismo tiempo que se lo hace presente”37. En su análisis –que retoma la posición esbozada por Madison y Hamilton en El Federalista– ubica a la representación política en una posición intermedia entre los conceptos absolutos de representación e identidad que configuran en la monarquía absoluta y en la democracia directa. En el absolutismo, el rey se identifica con el poder del Estado en forma también absoluta –como lo indica el calificativo–, representándolo de pura e ilimitadamente. En la democracia directa, a su vez, existe una relación de identidad entre el pueblo y el gobierno ya que el propio pueblo gobierna por sí mismo, identificándose con el poder38. En estos casos, o no hace falta la representación (en la democracia directa), o bien la identidad y la representación se funden en un mismo sujeto (en la monarquía absoluta).

Pero –afirma Schmitt– “no puede decirse que la burguesía, cuando luchaba en Europa en pos de su Estado de derecho, prefiriera uno de los dos principios político-formales, identidad o representación. Luchaba contra toda forma de absolutismo estatal, tanto como contra una democracia absoluta; contra la identidad extrema, como contra la extrema representación. Se basa en una peculiar vinculación, contrapeso y relativización de elementos formales y estructurales, monárquicos, aristocráticos y democráticos. Es significativo que este sistema haya adoptado el nombre de sistema representativo”39.

Para este autor no puede haber Estado sin elementos estructurales del principio de identidad porque el pueblo no puede ser absolutamente ignorado y porque no hay representación sin la condición de lo público. “La representación no puede tener lugar más que en la esfera de lo público. Un Parlamento tiene carácter representativo sólo en tanto exista la creencia de que su actividad está en la esfera de lo público. Sesiones, acuerdos y deliberaciones secretas de cualquier comité podrán ser tan significativos e importantes como se quiera, pero no tendrán nunca un carácter representativo”40.

Bobbio, por su parte, considerando que los temas centrales de la teoría de la representación se refieren a los poderes del representante y a los contenidos de la representación, afirma que la representación política se basa en que el poder que el representante obtiene de sus representados es sólo para producir actos de gobierno en beneficio del interés común. Por esta razón, la representación política no debe confundirse con la delegación de intereses particulares; ya que, de ser así, el régimen representativo perdería su esencia democrática, que consiste precisamente en la participación que se reconoce a la colectividad en el sistema político41.

Sartori, finalmente, incorpora nuevos elementos al análisis de la cuestión, distinguiendo dos aspectos involucrados en la palabra representación: por un lado, la representación como “representatividad” y, por el otro, la representación como “responsabilidad”. La representatividad no requiere de un proceso electivo, en la medida en que debe entendérsela como expresión de una homogeneidad. Se representa a un determinado grupo cuando se reúnen sus características medias: “nos representa quien es uno de nosotros, pero no como resultado de que así lo declaren los comicios sino a partir de que exhibe nuestros rasgos comunes”. Cualquier integrante del conjunto es representativo, en este sentido.

36 M. García Pelayo, Derecho ..., ob.cit., p.165.37 Carl Schmitt (1888-1985), Teoría de la constitución, ob.cit., p.242.38 “El Estado no se basa pues en el pacto, sino en la homogeneidad e identidad del pueblo consigo mismo. Esta es la más fuerte y consecuente expresión del pensamiento democrático”. C. Schmitt, Teoría ..., ob.cit., pp.262/263.39 C. Schmitt, Teoría ..., ob.cit., pp.250/251.40 C. Schmitt, Teoría ..., ob.cit., p.241.41 N. Bobbio, Estado ..., ob.cit., p.164.

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Pero, en materia de responsabilidad, se produce una vinculación entre un individuo y el conjunto, en virtud de la cual éste es obligado por las decisiones de aquél, quien –a la vez– se encuentra limitado en su gestión por la necesidad de satisfacer las expectativas del conjunto. En este caso, debe producirse un proceso electoral, sin el cual no es posible una revisión permanente de la responsabilidad del representante ante los representados por su conducta como funcionario. “En el ámbito de la teoría constitucional, no se puede evitar la conclusión de que, en las actuales circunstancias históricas, hay un único modo de asegurar la responsabilidad de los gobernantes: el que pasen periódicamente por el tamiz de los controles electorales”42.

Sartori retoma, además, la idea de Carl Friedrich (1901-1984) –quien, en El hombre y su gobierno, habla de las reacciones anticipadas del electorado– sobre su importancia en la vinculación entre representantes y representados. En este sentido, el autor italiano usa con fuerza la teoría de los sistemas, destacando la relación de retroalimentación permanente que existe entre electores y elegidos, en el contexto de una relación de retroalimentación general entre la sociedad y el sistema político: la retroalimentación es la regla que relaciona y armoniza el acto de votación con el proceso representativo43.

Kelsen, quien analiza la representación principalmente desde la perspectiva de una democracia parlamentaria, parte –a su vez– del reconocimiento del papel sustancial de nuevos actores –los partidos políticos– y del rol sintetizador que cumplen en una forma de gobierno representativa. En primer lugar, sostiene que las elecciones son indispensables para que tenga lugar la representación, ya que no reconoce otra forma democrática de designación que la electiva. Pero, a continuación, y dado que los órganos autorizados para crear –o ejecutar– las normas de una sociedad son elegidos por los ciudadanos cuya conducta regulan, procura establecer qué tipo de vinculación existe entre la voluntad del electorado y la acción de los funcionarios, una vez electos.

En este sentido, tomando también la construcción de Friedrich antes recordada, afirma que la conducta de los ciudadanos en los comicios futuros es la que condiciona al representante en el ejercicio de su función. Así, pese a que no existe ninguna garantía jurídica de que éste respete la voluntad de quienes lo han elegido –o que actúe en su consecuencia–, la búsqueda de una reelección lo conducirá, sin embargo, a tratar de satisfacer a los electores con el objeto de que éstos lo ratifiquen en su cargo44.

Como surge del desarrollo anterior, la teoría de la representación –inicialmente concebida para posibilitar el gobierno del Estado– se encontró con el desafío adicional de relacionar el sentido de los actos de gobierno con la opinión del conjunto de la ciudadanía. Este aspecto es el que más trabajo ha dado a la ciencia política cuando intenta explicar el tipo de vínculo que existe entre representados y representantes. Algunos autores –como hemos visto– no consideran que vaya más allá del acto electoral, pero los que creen necesaria una dependencia más estrecha buscan su explicación –no ya por analogía con otras figuras del derecho privado– sino en una responsabilidad efectiva de los representantes por su conducta ante el conjunto de la población a la que obligan sus decisiones, cuando no escuchan su voz sino que simplemente los gobiernan de acuerdo con sus propias convicciones.

Los primeros Estados creados en el proceso del constitucionalismo –como veremos más adelante– consagraban al individuo como ente esencial de la sociedad, sin imaginarlo como formando parte de agrupaciones o sectores, que –a fines del siglo XVIII– eran muy difusos o, directamente, no existían. La aparición de organizaciones intermedias que agrupaban a los individuos conforme a sus intereses y necesidades posibilitada por la creciente extensión de los derechos políticos –especialmente, los partidos, pero no sólo los partidos– fue entonces paulatinamente aceptada por los ordenamientos

42 Giovanni Sartori (1924), La teoría de la representación en el Estado representativo moderno, en la Revista Brasileña de Estudios Políticos, 1962, citado por J. R. Vanossi , El Estado ..., ob.cit. p.179.43 Giovanni Sartori, Teoría de la democracia. El debate contemporáneo, Alianza, México, 1989, pp.197 y ss.44 Hans Kelsen (1881-1973), Teoría General del Estado, ob.cit., pp.397 y ss.

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jurídicos y los sistemas políticos debieron adaptarse lentamente, desde la realidad antes que desde la teoría, a un nuevo funcionamiento de la representación. El individuo siguió siendo el centro de la representación, pero ya no sólo como un ser aislado sino también integrando sectores o asociaciones sociales. Las clases y las distintas parcialidades existentes en la comunidad se convirtieron en continentes del ciudadano sin excluir su pertenencia al conjunto nacional45.

Los partidos políticos, por ejemplo, se transformaron en ámbitos de intermediación a partir de su identificación con ciertas ideas, o con ciertos intereses, que representaban característicamente. Si bien no desapareció completamente la idea de personificación del colectivo nacional por parte de los representantes, éstos resultaron condicionados ahora por el conjunto de premisas ideológicas resultantes de cada modo especial de entender las funciones y los fines del Estado y de la sociedad, lo que vino a reducir sensiblemente la amplitud del marco de decisión de quienes ejercían los cargos públicos por elección popular.

Se comenzó, entonces, a aceptar nuevamente la idea de la representación como mandato de los partidos –aunque ya no imperativo– y la disciplina interna a la que sometían voluntariamente los candidatos como requisito para su postulación funcionó como un elemento útil para vincular a los representantes con los representados, intermediados por sus estructuras. En este sentido, Bobbio refleja con claridad el modo en que se produjo este fenómeno: “el diputado elegido a través de la organización del partido se vuelve un mandatario, si no de los electores, del partido, que lo castiga quitándole su confianza cuando no respeta la disciplina; que se vuelve así un subrogado funcional del mandato imperativo de parte de los electores”46.

La representación política superó así una primera etapa de relación distante entre los individuos y sus representantes a partir de la aparición de la mediación de los partidos políticos. Los partidos políticos, así como diluyeron la idea de la no vinculación y de la libertad absoluta para los representantes, permitieron el control del electorado respecto de su actuación. Sin embargo, su afianzamiento como intermediarios de la voluntad popular, trajo aparejada la conformación de una especie de “élites gobernantes”, que limitaron la identificación del conjunto de la población con quienes ejercen las funciones de gobierno.

Esta situación, a la que se conoce como "déficit democrático", se concreta en la asunción de facultades crecientes por parte de la administración pública, en manos de funcionarios sin legitimidad representativa, a partir de la variedad de las cuestiones que deben definirse en sociedades de complejidad creciente. En términos de Habermas: “parece claro que los administradores tienen que hacer elecciones valorativas que van mucho más allá de cualquier definición de su competencia técnica profesional. La discrecionalidad administrativa a la hora de escoger entre valores sociales en pugna socava así el modelo tradicional de legitimidad administrativa, que entendía la administración como una simple correa de transmisión”47. La cuestión actual parece plantearse ahora en términos similares a los que se suscitaba antes de que los partidos políticos se constituyeran en intermediarios entre el gobierno y la ciudadanía en general; es decir, cuando determinadas élites gobiernan a la población de acuerdo con su propio criterio y éste no coincide con la corriente reinante de opinión. Se reinstala de esta manera la cuestión de la legitimidad en el ejercicio del poder a la que ya nos hemos referido.

La consolidación de los partidos políticos –que intentaremos caracterizar a continuación– fue sólo una muestra de la apertura de la teoría de la representación a una creciente participación del conjunto. La participación tiene una consecuencia inclusiva evidente: el que toma parte se involucra en el sistema político. Tomar parte en estas cuestiones, en definitiva, viene a alejar la posibilidad de

45 Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895), sin embargo, plantearon –a partir del Manifiesto comunista (1848)– una posición internacionalista; seguida luego por Lenin (Vladimir Ulianov, 1870-1924) y, especialmente, por León Trotsky (Leonid Bronstein, 1879-1940), pero abandonada por Stalin (Josip Djugashvili, 1879-1953).46 N. Bobbio, Estado ..., ob.cit., p.218.47 Jürgen Habermas (1929), Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Trotta, Madrid, 1998, p.259.

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entender a la representación como delegación, es decir, como el desentendimiento por parte de los individuos respecto de los asuntos públicos, tal como lo describía Constant48. Es un proceso que puede ser visto como un acortamiento de la distancia entre una forma de democracia representativa, absolutamente delegativa, y la democracia directa; un tránsito hacia la democracia participativa. En este aspecto, corresponde incluir las instituciones de democracia semidirecta y otros instrumentos –ya mencionados– entre los nuevos mecanismos que permiten tal mayor participación; mediante la consulta a la ciudadanía para que exprese concretamente su opinión sobre determinados temas, adquiera protagonismo impulsando iniciativas para la adopción de ciertas decisiones, o los resuelva directamente, cuando así está previsto.

LAS FUERZAS POLITICAS

La política es la actividad humana destinada a alcanzar el poder de ordenar la vida social. Por esta razón –señala López– “el concepto de poder político es más amplio que el de poder del Estado y comprende, además de éste, al poder político no estatal y a la influencia. El poder político se manifiesta en la actividad, por una parte, de los ocupantes de los cargos o roles de gobierno y, por la otra, en la de quienes no los ocupan, en tanto pugnan por acceder a esas posiciones o procuran direccionar la actividad de aquéllos”49.

Como hemos recordado antes, Duguit enseñaba que la historia sugiere que la evolución del Estado parece no terminar jamás, que es una cosa infinitamente compleja y que se prolonga naturalmente en forma indefinida50, como un reflejo natural del carácter dinámico de la realidad política. Es que, si bien el orden es un elemento esencial de esa realidad, no es adecuado imaginarlo como algo estático. En tal sentido, Burdeau (1905-1988) lo concebía como una situación de movimiento perpetuo, en la que los elementos que lo conforman se renuevan sin cesar, a veces por transformación lenta, otras por bruscos cambios.

En la realidad política –entonces– el orden y el movimiento se suponen recíprocamente, en un equilibrio dinámico que resulta de la capacidad de aquél para integrar las fuerzas de éste, que tratan de modificarlo. Y así como las instituciones del Estado, que surgen del derecho positivo, suelen –aunque no necesariamente– encarnar el factor estabilidad, otras fuerzas políticas operan frecuentemente en un sentido opuesto, es decir, actúan con el fin de modificar el contenido de ese derecho para aproximarlo a sus propios objetivos51.

Señala López que en política –como en física– se da el nombre de "fuerzas" a los elementos o fenómenos que engendran el "movimiento". Pero, desde luego, no basta esa acepción amplia para caracterizar debidamente a las "fuerzas políticas". En efecto, con tal nombre se alude –por una parte– a los protagonistas de la vida, dinámica o actividad política (v.gr. partidos políticos, grupos de presión, etc.), aunque a veces el concepto se amplía hasta abarcar también los factores culturales de la actividad política (vg. ideologías, mitos, etc.). Por otra parte, en el lenguaje vulgar –y, a veces, también en el científico– se mencionan como diferentes, y hasta opuestas, además de las “fuerzas del movimiento” a las “fuerzas del orden”. En tercer lugar, aunque algunos –ampliando el concepto en otro sentido– incluyen también al “poder político estatal”, prevalece la tendencia de limitar su alcance al “poder político no estatal” y a la “influencia”. Esa limitación está bien explicada por Burdeau: “la potestad pública y las respectivas instituciones encarnan el derecho positivo, la ‘regla de derecho’; en cambio, las ‘fuerzas políticas’ actúan con el objeto de fijar el contenido de ese derecho”.

48 Benjamín Constant (1767-1830), en sus Principios de política, hablaba de la libertad de los modernos, entendida como una suerte de delegación en unos pocos de las cuestiones públicas con el objeto de poder encargarse con mayor eficacia de sus cuestiones privadas.49 Mario J. López (1915-1989), Introducción a los estudios políticos, ob.cit., t.II, p.479.50 Léon Duguit (1859-1928), Las transformaciones del derecho público, ob.cit., p.405.51 Georges Burdeau (1905-1988), Método de la ciencia política, citado por M. J. López, Derecho político, ob.cit., pp.161 y ss.

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El uso de la expresión fuerzas políticas –aunque difundido– no deja de ser impreciso, como hemos recordado antes citando a López. Este autor intenta su propia clasificación, en la que parte –inicialmente– de su estructura orgánica o inorgánica (en esta categoría incluye únicamente a la opinión pública). Dentro de las fuerzas que cuentan con órganos propios, las distingue –por sus fines– en fuerzas políticas propiamente dichas y fuerzas politizadas. Las únicas fuerzas orgánicas de carácter político propiamente dicho son los partidos políticos, es decir, aquellas asociaciones constituidas con el objeto de alcanzar y retener el poder político estatal, proponiendo candidatos para competir en la elección de los individuos que desempeñarán los cargos de gobierno. Entre las fuerzas orgánicas politizadas, por su parte, las diferencia –por su origen– en sociales (los grupos de presión y la prensa) y estatales no específicamente políticas (la burocracia profesional52).

En esta clasificación, las fuerzas politizadas se parecen a los partidos políticos sólo en el hecho de que tienen una organización permanente. Se diferencian en que no los une la coincidencia en un proyecto político general, sino la defensa de un interés especial (los grupos de presión), de puntos de vista determinados (la prensa) o funcionales (la burocracia profesional). Además, las fuerzas politizadas orgánicas no reconocen como fin –inmediato ni mediato– la competencia por el acceso a los cargos públicos –y, en consecuencia, entre sus medios de acción no se encuentra la participación en las competencias electorales– sino que sus objetivos se limitan a intentar influir en el proceso de formación de las decisiones políticas. Finalmente, destacamos que las fuerzas orgánicas politizadas sociales (los grupos de presión y la prensa) se distinguen de las estatales no específicamente políticas (la burocracia profesional) en el hecho de que los miembros de las primeras no ocupan –en principio– cargos públicos; quienes componen el segundo grupo sí lo hacen, pero con fines específicos distintos de la actividad política53.

Los partidos políticos

Señala Fayt54 que “los partidos políticos son grupos sociales concretos que tienen por vínculo funcional la dirección de la sociedad a través del Estado. Se organizan en base a la solidaridad de intereses ideales y materiales y existen respondiendo a los móviles políticos de la actividad social humana, como centros de convergencia de las diversas tensiones y pretensiones que engendran los agrupamientos humanos en su relación con el poder. En su conjunto, reflejan dinámicamente la estructura social, coexistiendo como fuerzas de cooperación y disyunción para el mantenimiento de la vida social, a cuya ordenación concurren participando en la elaboración y cristalización de normas jurídicas e instituciones. Marcan el ritmo interior de la democracia moderna, en la que la política, como forma suprema de la actividad humana, trasvasa lo social a lo político, extendiendo su actividad a todos los campos de la sociedad, cuya transformación busca o por cuya conservación lucha”.

“La sociedad presenta una trama de intereses contrapuestos según fines ideales y materiales, que agrupan a los hombres en fracciones antagónicas. Estos intereses se polarizan en tendencias que compiten por el poder, como base para la conducción del gobierno y la transformación social. La fisonomía de estas fuerzas varía desde las que quieren limitar los avances del poder en el campo de la sociedad, reacondicionando la dirección de la economía sobre el principio de cooperación armónica de las clases; las que reclaman el aumento del poder, para la regulación planificada de la vida económica, estructurando por medios democráticos una sociedad sin clases; y, finalmente, las que postulan el asalto al poder por medios violentos y la implantación de una dictadura de clase, con miras a la transformación de la sociedad y del poder político. De este modo, los partidos políticos se

52 Hemos preferido mantener la terminología que aparece en la clasificación de Weber del tipo de dominación legal, aunque López la denomina “tecnocracia”. Este autor incluye, asimismo, como un segundo sector diferenciado a las fuerzas armadas, que son sólo una parte –entre otras– de la burocracia profesional del Estado; sin duda, a partir de la influencia que han jugado en determinadas circunstancias políticas. 53 El hecho de que las fuerzas armadas, subvirtiendo sus objetivos específicos, actúen como una suerte de “partidos políticos” que irrumpen anormalmente en el sistema institucional del Estado no invalida esta clasificación.54 Carlos S. Fayt (1918), Derecho político, ob.cit., t.II, pp.223 y ss.

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encuentran íntimamente vinculados al desarrollo y evolución de la sociedad moderna, reflejando la oposición de las fuerzas sociales dentro de cada sociedad global, materializando en los niveles del poder y en forma más o menos visible, el antagonismo entre las clases”.

Diversas concepciones explican la existencia de los partidos políticos desde diversos puntos de vista. Pueden agruparse –según Fayt– “en cuatro grandes categorías, que corresponden a los criterios interpretativos que pueden formularse: a) la interpretación sociológica, según la cual los partidos políticos son producto de las fuerzas sociales y de la lucha de clases, y el resultado de la integración social de los diversos grupos, que se orientan hacia el poder teniendo como objetivo su control; b) la interpretación psicológica, según la cual los partidos son producto de los impulsos y tendencias existentes entre los hombres, de su instinto de lucha y de su tendencia a la dominación, siendo ésta la base sobre la cual los sentimientos, pasiones e intereses que conforman la conducta individual encuentran un modo de expresarse; c) la interpretación política, que los considera agrupaciones destinadas a proporcionar la clase o estamento gobernante y obtener el control del gobierno para realizar sus fines ideales y materiales, postulando candidatos y formulando doctrinas y programas políticos; y, d) la interpretación jurídica, que ve en los partidos políticos organizaciones de derecho público, necesarias para el desenvolvimiento de la democracia representativa, instrumentos de gobierno cuya institucionalización genera vínculos y efectos jurídicos entre los miembros del partido, entre éstos y el partido en su relación con el cuerpo electoral y con la estructura del Estado, de la que los partidos son parte integrante.

Clasificación de los partidos políticos

Enseña Duverger55 que la palabra “partido” –en cuanto “parte” (o sector) de un “todo” (la población)– se ha utilizado históricamente para designar agrupaciones muy diversas. Así, se han llamado igualmente partidos “a las facciones que dividían a las repúblicas antiguas, a los clanes que se agrupaban alrededor de un condotiero en la Italia del Renacimiento, a los clubes donde se reunían los diputados de las asambleas revolucionarias, a los comités que preparaban las elecciones censitarias de las monarquías constitucionales, así como a las vastas organizaciones populares que enmarcan a la opinión pública en las democracias modernas”.

“Esta identidad nominal se justifica, por una parte, ya que traduce cierto parentesco profundo: ¿no desempeñan todas esas instituciones un mismo papel, que es conquistar el poder político y ejercerlo? Pero vemos, a pesar de todo, que no se trata de la misma cosa. De hecho, los verdaderos partidos datan de hace apenas un siglo. En 1850, ningún país del mundo (con excepción de los Estados Unidos) conocía partidos políticos en el sentido moderno de la palabra: había tendencias de opiniones, clubes populares, asociaciones de pensamiento, grupos parlamentarios, pero no partidos propiamente dichos. En 1950, éstos funcionan en la mayoría de las naciones civilizadas, esforzán-dose las demás por imitarlas”.

“¿Cómo se pasó del sistema de 1850 al de 1950? En general, el desarrollo de los partidos parece ligado al de la democracia, es decir, a la extensión del sufragio popular y de las prerrogativas parlamentarias. Cuanto más ven crecer sus funciones y su independencia las asambleas políticas, más sienten sus miembros la necesidad de agruparse por afinidades, a fin de actuar de acuerdo; cuanto más se extiende y se multiplica el derecho al voto, más necesario se hace organizar a los electores a través de comités capaces de dar a conocer a los candidatos y de canalizar los sufragios en su dirección”.

Aunque el origen de los partidos políticos –señala López56– está íntimamente vinculado con el desarrollo del régimen democrático representativo, algunos tienen caracteres que los hacen incompatibles con dicho régimen y los convierten en fuerzas generadoras y protagonistas de otros sistemas políticos; por esta razón, no considera válido referirse a los partidos políticos en general, sin destacar estas particularidades y referirlos al contexto en el que desarrollan su actividad.

55 Maurice Duverger (1915), Los partidos políticos, Fondo de Cultura Económica, México, 1965, pp.15 y ss.56 M. J. López, Derecho ..., ob.cit., pp.161 y ss.

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En este sentido, Duverger57 –y también otros autores– formulan una clasificación de los sistemas de partidos políticos, distinguiendo entre “pluralismo” (comprensivo del “multipartidismo” y del “bipartidismo”) y “monopartidismo”; tomando tal oposición como criterio político para escindir dos mundos, el de las formas de Estado democráticas y no democráticas (totalitarias o autoritarias)58.

Aron59, por ejemplo, distingue los sistemas políticos basándose en que la existencia –o no– de partidos múltiples es el dato fundamental para detectar su esencia. Considera que, si bien los partidos políticos son solamente uno de los elementos del sistema político del Estado (junto con la organización constitucional y su modo de funcionamiento, los grupos de presión y la infraestructura social), la existencia de partidos múltiples se asocia con una serie de otros elementos distintivos, en virtud de que asumen como inevitable la competencia pacífica reglamentada para el acceso a las funciones de gobierno, el carácter periódico y limitado de éstas, y la legalidad de la oposición. Los regímenes de partido único, por el contrario, conceden a una sola agrupación el monopolio de la actividad política legítima. “El principio de los sistemas de partidos múltiples es el respeto de las reglas de competencia y la fuerza del sentido del compromiso; el de los de partido único, la fe o el miedo”.

Las funciones que se atribuyen a los partidos serán también diferentes, según sean creados para actuar de acuerdo con el sistema político vigente o para actuar en contra o al margen de él. Entre los objetivos de los primeros se suele mencionar los de: a) encauzar la voluntad popular naturalmente dispersa; b) educar al ciudadano para encarar su responsabilidad política; c) servir de eslabón entre la opinión pública y el gobierno; d) seleccionar la élite que debe conducir los destinos del país; y, e) proyectar una política de gobierno y controlar su ejecución. Los segundos persiguen propósitos cuya especificidad impide una enunciación general.

Dentro del marco de un sistema pluripartidista, se han intentado muchas tipificaciones que responden claramente a la época en que fueron formuladas y al grado de evolución que había experimentado el proceso cuyos comienzos –como hemos recordado– Duverger sitúa hacia 1850. Jellinek –a principios del siglo XX–, clasificaba a los partidos en “legítimos” e “ilegítimos” (o “fragmentarios”), según sus respectivos programas comprendieran los aspectos fundamentales de la vida general del Estado o adoptaran puntos de vista parciales (de carácter religioso, étnico, etc.) y se propusieran solucionar una cuestión determinada, careciendo de una concepción sobre la política general del Estado.

Xifra Heras, varias décadas después, clasificó los partidos sobre la base de los intereses que defienden, en "puros" –los que representan los intereses de toda la colectividad y están abiertos a la totalidad de los ciudadanos– e "impuros" –los que defienden los intereses exclusivos de un sector y pueden ser, por lo tanto, clasistas, racistas, profesionales, confesionales, carismáticos, regionales, locales, etc.–; sosteniendo que el sistema democrático constitucional sólo puede funcionar normalmente con partidos del tipo "legítimo" o "puro".

Weber, a su vez, hablaba de partidos de "notables" y partidos de "democracia plebiscitaria". En la actualidad, podemos decir que todos los partidos son "de masas" o procuran serlo, en el sentido de que persiguen obtener una adhesión cuantitativamente importante de la ciudadanía60.

Las fuerzas orgánicas politizadas

57 M. Duverger, Los partidos ..., ob.cit., pp.234 y ss. El autor se refiere a los “mundos del Oeste y del Este”, aludiendo a los dos grandes bloques que en el plano internacional se conformaron desde el fin de la guerra de 1939-1945 hasta la disolución de la Unión Soviética en 1989. 58 No parece posible relacionar la subclasificación en bipartidismo y multipartidismo con las características del sistema político en que actúan. Algunos sistemas democráticos estables (Gran Bretaña, Estados Unidos de América, Canadá, Australia, Nueva Zelandia, la República Federal Alemana y España) tienen sistemas bipartidistas; mientras que otros multipartidistas (Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Suiza, Francia e Italia). 59 Raymond Aron (1905-1983), citado por M. J. López, Introducción ..., ob.cit., t.II p.170. 60 Jorge Xifra Heras (1916-1990), Introducción a la política, Credisa, Barcelona, 1965, citado por M. J. López, Derecho ..., ob.cit., p.170.

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En la clasificación de López –que hemos recordado antes– las fuerzas orgánicas politizadas se subdividen –por su origen– en “sociales” (los grupos de presión y la prensa) y “estatales no específicamente políticas” (la burocracia profesional).

Señala este autor que, para precisar el concepto de grupo de presión es necesario distinguirlo de los grupos de interés, término que aparece utilizado muchas veces como sinónimo. Recordando a Segundo V. Linares Quintana (1909), explica: “Los grupos de interés son aquéllos que se forman en torno de intereses particulares comunes, con la finalidad esencial de defenderlos. Esos grupos de interés llegan a ser grupos de presión cuando, en cumplimiento de su propia y específica finalidad, influyen sobre los ocupantes de los cargos del gobierno, de los partidos políticos o de la opinión pública. Todos los grupos de presión son grupos de interés, pero no todos los grupos de interés son grupos de presión”.

Así los grupos de presión pueden ser clasificados de acuerdo al sector de la actividad al que corresponden los intereses que defienden, en económicos (organizaciones empresarias, sindicales o profesionales), sociales (deportivos, asistenciales, filantrópicos, etc.), culturales (académicos, educativos, artísticos, etc.), religiosos y políticos en general.

La expresión prensa comprende a todas las opiniones que se vierten en forma pública y por cualquier medio técnico, con el mismo fin que antes se ha señalado como propósito de la actuación de los grupos de presión, es decir, influir sobre los gobernantes, los miembros de los partidos políticos o la población en general para inclinar su opinión en un sentido determinado.

El término burocracia profesional, finalmente, alude a la estructura administrativa del Estado propia del tipo de dominación legal moderna en la clasificación de Weber, que antes hemos recordado. El cuadro administrativo del gobierno está integrado por funcionarios ordenados en una rigurosa jerarquía, que ascienden siguiendo una carrera; que tienen competencias también fijadas legalmente; con una calificación profesional que fundamenta su nombramiento; y que son personalmente independientes, ya que se deben únicamente a los deberes objetivos de su cargo. En consecuencia, influye en las decisiones de aquéllos que acceden al poder como consecuencia de procesos electorales, cuya función –en principio– es limitada temporalmente.

La opinión pública

Un fenómeno propio de nuestro tiempo es que, además de la opinión individual tradicionalmente escuchada de ciertos líderes sociales, ha adquirido una creciente relevancia la llamada opinión pública, incluida por López dentro de una categoría especial de las fuerzas políticas. Influir sobre ella parece ser el objeto de una particular atención en la actividad, tanto de las instituciones específicamente constituidas para alcanzar el poder, cuanto de los sectores politizados que procuran orientar el sentido de las decisiones de gobierno. Pendiente la elaboración por los especialistas de una teoría general de la opinión pública, es posible avanzar –sin embargo– intentando una enunciación de los rasgos distintivos que más comúnmente se le atribuyen.

Pero –aunque parezca obvio– no podemos perder de vista que cuando hablamos de “opinión pública” nos situamos en el plano de las opiniones, es decir, de expresiones de posturas de aceptación o rechazo frente a un hecho o cuestión controvertible, y que –por esa misma razón– puede dar lugar a reacciones de toda índole, que serán frecuentemente diversas y, en ciertas oportunidades, incluso incompatibles. La duda, la indiferencia o el desconocimiento no tienen cabida, en consecuencia, en esta categoría. Sin la competencia propia del conocimiento científico, ni la ciega convicción de la creencia, “la opinión pública se desenvuelve con una fuerza particular cuando los intereses son potentes y la situación compleja, y cuando los hombres son directamente afectados por las consecuencias de las diferentes acciones posibles, sin tener los medios o las posibilidades de acceder a un estudio objetivo, esto es, científico y profundo de los problemas políticos"61.

Siguiendo a López, puede caracterizarse a la opinión pública como una fuerza política inorgánica, lo que implica que se trata de un poder no estatal, que puede obrar –dentro de aquel equilibrio dinámico

61 C. S. Fayt, Derecho ..., ob.cit., p.547.

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de la realidad política del que antes hablábamos– tanto en el sentido del orden cuanto en el del movimiento, y que se sustenta en la existencia de un cierto grupo humano, aunque por definición inorgánico, es decir, no institucionalizado62.

Pero, si bien la opinión pública presupone –sin duda– un estado de conciencia en alguna medida colectivo acerca de cuestiones de interés general, con un mínimo de homogeneidad, no es sencillo identificar a su titular. En la práctica, suele comprobarse que, más que privativa de un grupo de personas determinado con precisión, la opinión pública es representativa –en realidad– de una serie de conjuntos humanos, cada uno de ellos de composición hasta cierto punto indefinida y cambiante, y unidos sólo por su condición de coprotagonistas de un mismo proceso. En tal proceso, los actores se suceden, y a veces se confunden, sin que sea exacto atribuirla totalmente en particular a ninguno de ellos. Tiene, pues, un sujeto múltiple que es también –y, por lo menos, en parte– anónimo e indeterminado.

Sin perjuicio de que –como toda opinión– pretende ser objetiva, puede advertirse sin dificultad la influencia en la conformación de la opinión pública de elementos, a la vez, racionales e irracionales (en particular, de factores sentimentales y emocionales) y admite que se la considere calificada, aunque sólo en el sentido de que tienen un papel central en su formulación aquellos sectores de la sociedad más interesados, más atentos o más enterados. Pero importa destacar uno de sus atributos sustanciales: si bien no puede negársele una cierta espontaneidad, es profundamente móvil y fluctuante, porque varía de acuerdo con los cambios de situaciones y, en especial, de los estímulos que recibe. Entre éstos, adquiere particular relevancia su fuerte sujeción a los de carácter externo, originados en la actividad de las fuerzas políticas o politizadas, que asumen finalmente, por este camino, la función de promotores del proceso formativo de la opinión pública.

Si se acepta que el objetivo sustancial de tales fuerzas, dicho esto en términos simples, es lograr el acceso al poder o influir sobre las decisiones de quienes lo ejercen, resulta claro que el espectro íntegro de los órganos de gobierno del Estado es potencial destinatario de su actividad. Y así, los líderes partidarios y los voceros de los grupos de presión, en forma ostensible o con la intermediación de los generalmente llamados comunicadores sociales, someten al ciudadano común a una pertinaz presión en procura de que se forme opinión en algún sentido predeterminado con un fin preciso, aunque éste no siempre se ponga de manifiesto.

No se trata aquí de llamar la atención sobre las grandes operaciones de propaganda de las que ha sido testigo el siglo XX, ni de entrever maquinaciones conspirativas detrás de cada declaración pública o de cada información, noticia o rumor que se hace conocer. Interesa destacar sencillamente que las fuerzas que actúan en la vida política de un Estado persiguen propósitos de los que, por lo general, no participa la gente corriente, cuyas preocupaciones suelen ser absorbidas por cuestiones más personales y cotidianas, y que –por esta misma razón– aquéllos suelen pasarle inadvertidos. Tampoco analizar desde alguna perspectiva supuestamente axiológica la licitud de esa actividad. No es necesario recordar, en medio de algunas sombras, toda la luz que la institución de la libertad de prensa ha difundido en la aproximación del hombre a la verdad y al conocimiento. Pero esta afirmación, que es difícilmente discutible en términos históricos, puede ser puesta circunstancialmente en entredicho cuando se percute con insistencia sobre un blanco en buena medida confiado y, por lo común, no suficientemente informado. Con lo dicho, se quiere poner el acento en la labilidad de la opinión pública frente a la tenacidad de quienes la forman o intentan hacerlo.

Menos aún se pretenden ignorar las reglas a las que inexorablemente deben someterse los actores de los procesos de comunicación. Los medios, y todos los que desean ver sus puntos de vista reflejados por ellos, tienen que aceptar sus términos y sus condiciones, bajo apercibimiento de no trascender. Si bien siguiendo escalas propias, en las que se suele conceder mayor espacio para la reflexión a los escritos frente a los visuales u orales, en ninguno de ellos está ausente la nota de la urgencia. Por eso, sin necesidad de juzgar intenciones, parece indudable que tales normas pueden conducir fácilmente a que se difundan como verdaderas noticias versiones incompletas –o no del

62 M. J. López, Introducción ..., ob.cit., t.II p.483.

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todo exactas– de la realidad y, llevado el caso a extremos no infrecuentes, a una reducción a la sola opinión del comunicador, ya que no hay tiempo para proporcionar la información necesaria para que quien la recibe pueda formarse la suya propia.

En toda época dada, y en todo lugar dado, existe un cúmulo de creencias, de convicciones, de sentimientos, de principios aceptados, o de prejuicios firmemente arraigados que –tomados en conjunto– conforman de un modo particular la opinión pública; lo que se ha llamado la corriente reinante de la opinión63, a la que ninguna persona es completamente ajena. El papel que se atribuye al derecho –y a la ley en sentido amplio, su manifestación más evidente– en función del conjunto de creencias que forman la opinión pública, varía pues de acuerdo a las tendencias que prevalecen en la sociedad. Como el derecho está condicionado –como mínimo, parcialmente– por la sociedad o, lo que es lo mismo, la relación entre derecho y sociedad –como afirmaba Bidart Campos– se da en forma de una cierta dependencia del primero respecto de la segunda64, estos cambios en la estructura social han generado –generan y, seguramente, generarán– importantes consecuencias en la configuración de la autoridad y del poder.

La forma y la sustancia de las normas regulatorias depende, al menos en determinado grado, de concepciones, acontecimientos y movimientos que se producen en la sociedad en general. La estructura social, la tecnología y los acuerdos político-sociales producen efectos sobre la manera en que la gente piensa y actúa, y estos pensamientos y acciones crean a su vez configuraciones legales específicas pero sólo para un tiempo y espacio dados. Un sistema legal actual es una elaborada maquinaria, pero –como observa Friedman– los miembros de la sociedad en la cual está instalada “son responsables de programarla; la enchufan y la encienden, pero también pueden apagarla”65.

Es que, aun admitiendo que el derecho concluye siendo, principalmente, un mandato estatal –emanado de fuentes gubernamentales y ejecutado desde el poder–, no debe perderse de vista que también es un producto emergente del interior de la sociedad: sus creadores forman parte de ella. En cualquier régimen político, existe algún tipo de participación social en la elaboración del derecho –aunque lo más común sea la omisión o la inactividad de la población– y siempre es necesaria una cierta dosis de obediencia promedio por parte de los individuos para su eficacia. Pero, de todos modos –incluso en el caso de un rechazo social– el derecho recibe sus efectos y refleja sus consecuencias hacia la comunidad66. Por ello, existe una avenida de doble mano, entre la sociedad y el Estado; y la creciente importancia que a nivel individual reviste el consentimiento suele verse reflejada en la necesidad de una paralela –aunque, desde luego, no simétrica– aquiescencia del conjunto social para que lo jurídico se transforme en derecho, es decir, para que las normas tengan vigencia efectiva.

Por eso, cuando la sociedad toma una iniciativa, y el poder estatal no le da una respuesta satisfactoria, puede ocurrir que la misma sociedad esté en condiciones de ponerla en práctica, si dispone de libertad, de medios, y de la voluntad y perseverancia suficientes. Si no es éste el caso, puede que la abandone o –lo más común– que insista ante el poder para que éste la asuma como propia y le dé ejecución. Cuando la iniciativa nace en el seno del poder, puede ocurrir que se paralice en la mera oferta, o se anquilose en declamaciones oficiales, o se realice –acelerada o pausadamente–, según el interés de quienes lo ejercen en cada coyuntura. Pero, si se emprende la ejecución, hay que contar habitualmente para su eficacia con una cierta respuesta social favorable, o al menos con la ausencia de una resistencia frontal.

Queremos decir que –cualquiera sea el autor de la iniciativa y el destinatario de ella– lo normal es que haga falta una dosis variable de concurrencia voluntaria compartida de cada sector: de la sociedad y del poder, y viceversa67. Por estas razones, sólo partiendo de la sociedad se puede

63 A.V. Dicey, citado por L. Duguit, Las transformaciones ..., ob.cit., p.149.64 Germán J. Bidart Campos (1928-2004), Tratado elemental de derecho constitucional argentino, ob.cit., t.IV p.18.65 Lawrence M. Friedman (1930), La república de las opciones infinitas, ob.cit., p.14.66 G. J. Bidart Campos, Tratado ..., ob.cit., t.IV p.24.67 G. J. Bidart Campos, Tratado ..., ob.cit., t.II p.97.

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buscar un estado de armonía entre dos polos: la sociedad y el poder; a veces en tensión externa y muchas veces en tensión interna68.

LOS DERECHOS POLITICOS

Los derechos políticos constituyen una categoría que no siempre resulta delimitada teóricamente con precisión. Se admite que la integran –desde luego– los derechos a elegir y a ser elegido conforme a las leyes, pero también suelen agregarse –por ejemplo– los derechos de asociación y de reunión, de libre expresión, de publicar las ideas por la prensa sin censura previa, de peticionar a las autoridades, de participar, de controlar, etc. Como se advierte, existe en un punto una línea no demasiado nítida que los diferencie de los derechos civiles, con los que comparten la denominada “primera generación” de los derechos individuales.

Los titulares de los derechos políticos son –en principio– únicamente los ciudadanos y las organizaciones reconocidas por el Estado para desarrollar actividades de esta naturaleza. Estas actividades son reguladas por el derecho electoral desde un punto de vista objetivo (en cuanto al electorado, a la finalidad con la que se recaba una determinada opinión, a los sistemas electorales, etc.) y también subjetivo (en lo que respecta a la aptitud de los individuos para votar o ser elegidos). Las legislaciones sobre la materia de los distintos Estados muestran tal variedad de soluciones que –si se la pretende revisar históricamente o aun en la actualidad– hace la cuestión prácticamente inabordable desde el punto de vista didáctico. En consecuencia, en los párrafos siguientes pretenderemos únicamente presentar las principales cuestiones vinculadas con el sufragio y los sistemas electorales que como hemos visto guardan una relación muy estrecha con la determinación de quienes son los actores de la política.

El sufragio

El sufragio –dice Fayt69– es el derecho político de participar en el poder del Estado como electores y elegidos; pero “su contenido no se agota con la designación de los representantes, sino que comprende los procesos de participación gubernamental, propios de las formas semidirectas de democracia, que consagran la intervención del cuerpo electoral en la formulación de las decisiones políticas, jurídicas y administrativas del poder en el Estado. Esta facultad de ser elector y ser elegido, jurídicamente, tiene categoría de un derecho público subjetivo de naturaleza política”.

Siguiendo la clasificación de Weber, señala este autor que, en la actualidad, “el Estado tiene por fundamento el supuesto de la dominación legal, de carácter racional, basada en la creencia en la legalidad de ordenamientos impersonales y objetivos. La actividad de gobernados y gobernantes se encuentra subordinada al derecho. En el Estado se obedece al derecho, no a las personas. Los que mandan lo hacen en tanto obedecen al orden impersonal en que fundan sus decisiones, y los que obedecen lo hacen en tanto mandan a través de ese mismo orden legal en cuya formulación participaron. Esa participación se efectiviza por el sufragio, dando sentido al principio de que el pueblo, como titular concreto de la soberanía, es la fuente originaria de todos los poderes. Estos poderes cumplen funciones confiadas a órganos elegidos por medio del sufragio e investidos de autoridad en virtud de la representación que se les atribuye. Esta representación es de naturaleza política, ‘el elegido representa al elector, no como un mandatario representa al mandante, sino como un cuadro representa al paisaje: la representación no es otra cosa que la semejanza entre las opiniones políticas de la Nación y las de los representantes que ella ha elegido’”.

“El sufragio, en cuanto expresión del poder electoral, tiene por función la selección y nominación de las personas que han de ejercer el poder en el Estado. En efecto, el gobierno es ejercido por hombres, cuya voluntad se considera la voluntad del poder en el Estado, en la medida en que su actividad se realiza dentro del orden o se orienta a la cristalización del orden social deseable. La organización estatal no tiene voluntad propia. La que se expresa a través de sus órganos sigue siendo exclusivamente voluntad humana, que al objetivarse, en virtud del ordenamiento jurídico, se la

68 Jorge R. Vanossi (1939), Crisis y transformación del Estado moderno, ob.cit., p.38.69 C. S. Fayt, Derecho …, ob.cit., t.II pp.123 y ss.

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considera voluntad de la comunidad. El carácter representativo de las autoridades depende de que su designación haya tenido o no origen en las elecciones, es decir, de su relación con el sufragio. Las elecciones son técnicas o procedimientos de selección de la dirigencia política, constituyendo la forma mediante las cuales el pueblo elige a sus autoridades. Ellas concretan la relación entre quienes aspiran a ser designados y quienes con su voto realizan la designación. Los primeros se denominan candidatos; los segundos, electores. El conjunto de electores constituye el cuerpo electoral”.

Naturaleza jurídica del sufragio

El sufragio es un derecho y el voto es el ejercicio de ese derecho. “El voto es una determinación de voluntad que comprende otras especies que el sufragio político. Se vota en las asambleas legislativas, en los tribunales colegiados, en los cuerpos directivos, en el seno de los órganos de dirección y deliberación de todo tipo de instituciones, políticas o privadas. Constituye una forma de expresión de voluntad. Con relación al sufragio político y por consiguiente a la elección y participación en el gobierno, el voto constituye el hecho de su ejercicio. La actividad que cumple el elector cuando vota, la acción de emitir el voto, configuran un acto político y no un derecho político”.

Existen múltiples criterios acerca de la naturaleza jurídica del sufragio. Señala Fayt que “las distintas concepciones, simplificando sus variantes y sus enlaces, se reducen a considerar al sufragio un privilegio, un derecho o una función. Y la naturaleza del sufragio, por consiguiente, se convierte en una cuestión de interpretación, en un problema de escuelas”70.

Entre nosotros, Joaquín V. González71 –quien agregaba el carácter de deber– explicaba que “en su acepción más general, el sufragio es la participación en el gobierno y, en el sentido positivo de nuestras instituciones, como la participación en el nombramiento de los funcionarios, y en la deliberación y decisión de los asuntos públicos. También el lenguaje común llama sufragio al voto mismo del elector, que es el hecho de declarar su voluntad en los comicios, o sea en las reuniones de ciudadanos para sufragar. Se ha tratado en vano por mucho tiempo de resolver si el sufragio era un ‘derecho’, un ‘deber’ o una ‘función pública’, y sólo se ha llegado por un criterio experimental a lo cierto, cuando se ha comprendido que este acto posee las tres cualidades, en su caso y conjuntamente”.

“Es un derecho, en el sentido de que corresponde en principio, necesariamente y por igual a todos los miembros de la comunidad llamada pueblo, única que puede crear un gobierno para fines comunes. Pero como estos fines son prácticos y el pueblo no puede obrar directamente sino encargando a un número racional de sus individuos el obrar en su nombre, el sufragio ha sido limitado de tal manera que sólo es un derecho constitucional o legal, es decir, ejercido por los que reúnan las condiciones necesarias de capacidad, libertad e independencia”.

“Es un deber, porque todo elector que ha entrado en las condiciones de tal por la constitución y la ley, tiene obligación de emitir su voto para la formación de los poderes. Dejar este acto a la libre voluntad del elector sería contrariar la naturaleza de todo gobierno, la necesidad de su existencia y el cumplimiento de los propósitos de la constitución. La legislación, en este sentido, debe procurar que en la conciencia de todo ciudadano el sufragio sea un deber inherente a la vida del Estado y a la conservación y defensa de los demás derechos civiles y políticos”.

“Es una función pública, y la razón está en que forma parte del organismo total del Estado, siendo ella la parte que corresponde al mayor número de los individuos del pueblo; y además: 1°) porque todos los derechos políticos, una vez en ejercicio, se convierten en funciones políticas y el sufragio reúne estos caracteres; 2°) porque es el modo por el cual la totalidad de la masa social, no pudiendo realizarlo por sí y uniformemente, encarga a un número menor de individuos que se denominan electores, el ejercicio del derecho: 3°) porque es una investidura establecida por la constitución y calificada por la ley, por medio de la cual una y otra hacen efectivas la vida y ejercicio del gobierno; y

70 C. S. Fayt, Derecho …, ob.cit., t.II p.127.71 Joaquín V. González (1863-1923), Manual de la constitución argentina, actualizado por Humberto Quiroga Lavié (1936), La Ley, Buenos Aires, 2001, pp.235/236.

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como consecuencia necesaria de este concepto, conceden al elector inmunidades y privilegios propios de los representantes del pueblo”.

“Poder político: puede decirse que, en cuanto es un medio orgánico, regular y permanente de dar existencia a los Estados, el sufragio reúne los caracteres generales de un poder político. Su fundamento es la soberanía popular que pone en acción, y su objeto, al renovarse siempre en sus individuos y actos, es perpetuar el gobierno y realizar su continuidad”.

Sánchez Agesta72, que considera al sufragio como un derecho-función, enumera las siguientes concepciones: 1°) La concepción histórica, medievalista, que lo define como un privilegio personal, de estamento o clase y que, a su juicio, paradójicamente resurge en la Unión Soviética. 2°) La posición, relativamente clásica, que considera el sufragio como atributo de la ciudadanía; en intima relación con la doctrina de la soberanía popular y la Declaración de Derechos de la Revolución Francesa de 1789, que define al sufragio como un derecho del ciudadano a participar en la formación de la ley como expresión de la voluntad popular. 3°) La doctrina jurídica de los primeros años del siglo XX, que lo define como función de un órgano (el cuerpo electoral) para la formación de otro órgano (el llamado órgano representativo). 4°) La concepción personalista, que hace residir su fundamento en la libertad y la responsabilidad de la persona y lo define como un derecho personal a participar y ser oído en las decisiones políticas. Su concepto del sufragio como derecho-función lo extrae de la unión de la concepción jurídica con la personalista, a las que estima complementarias”.

Admitido que el sufragio tiene, como mínimo, dos aspectos –como derecho individual, por una parte, y como función, por la otra–, Fayt73 clasifica las distintas posiciones de los autores. En primer lugar, el criterio de Duguit, para quien el elector, al votar, actúa en una doble condición: ejerce un derecho individual (acto de sujeto jurídico) y cumple una función (como político; o de funcionario; o ejerce una competencia nacional). Ambos aspectos coexisten y no son incompatibles. Carré de Malberg, a su vez, sostiene que el elector se encuentra en dos situaciones incompatibles entre sí: la primera, antes de la votación, en que tiene un derecho personal de naturaleza política, un derecho subjetivo; y la segunda, al votar, en que desempeña una función. Para este autor74, “hay que admitir, pues, que el derecho de elección es sucesivamente un derecho individual y una función estatal. Un derecho, en cuanto se trata para el elector de hacerse admitir a la votación y de participar en ella; una función, en cuanto se trata de los efectos que ha de producir el acto electoral una vez realizado; pues dicho acto, individual en sí, lo recoge por su cuenta el Estado y a él se lo atribuye la constitución; por ello, produce los efectos y tiene la potestad de un acto estatal, aunque sea obra de individuos”. Para Jellinek, finalmente, el sufragio tiene como elementos el derecho y la función, pero el elector no es titular subjetivo de esta última. El elector tiene el derecho individual a que se le reconozca la admisión al voto, pero su ejercicio no es un derecho subjetivo, sino una función estatal cuyo sujeto es el Estado mismo. En consecuencia, el sufragio como derecho subjetivo no es el poder de votar, sino el de hacerse admitir en la votación, figurar en las listas electorales, formar parte, en suma, del cuerpo electoral. El voto no es una facultad subjetiva, sino una competencia funcional. El sufragio como facultad subjetiva y el sufragio como competencia funcional no son concurrentes.

La función electoral consiste en la selección de las personas que han de ejercer el poder como representantes de la ciudadanía de un Estado. Las elecciones son técnicas o procedimientos mediante los cuales el pueblo elige a sus autoridades, generalmente, luego de su nominación por la dirigencia política. Los postulados para ser electos se denominan candidatos, en tanto quienes los eligen se denominan electores. La suma de los electores conforma el cuerpo electoral.

El cuerpo electoral es el nombre plural o colectivo con el que se denomina al conjunto de personas que componen el electorado activo y, por ello, disfrutan del derecho de sufragio: el cuerpo electoral no es más que la suma de los electores75. En opinión de Bidart Campos no es un órgano del Estado

72 Luis Sánchez Agesta (1914-1997), citado por C. S. Fayt, Derecho …, ob.cit., t.II p.126.73 C. S. Fayt, Derecho …, ob.cit., t.II pp.132/133.74 R. Carré de Malberg, Teoría …, ob.cit., pp.1143/1144.75 En la República Argentina, para que un individuo entre a componer el electorado activo, debe tener una aptitud básica que es la ciudadanía. Otros requisitos generales son la edad, mayor a 18

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sino un sujeto auxiliar del Estado o del poder76. El electorado pasivo, por su parte, es el conjunto de individuos que reúne los requisitos exigidos por la constitución y las leyes para ser designado en un cargo determinado77.

Como una introducción al tema, recordaremos que a lo largo de la historia –como explica López– han existido distintos regímenes con relación al derecho a votar. El sufragio, de conformidad con el criterio que se aplique para acordarlo, puede ser universal o calificado, según se conceda –en principio– a todos por igual o sólo a quienes reúnen determinados requisitos de patrimonio, intelectual o de otras clases.

Sin embargo, “el sufragio nunca es absolutamente universal, pues no hay ninguna legislación que acuerde el sufragio a todos, sin excepción. Por amplio que sea el cuerpo electoral, nunca comprende íntegramente a la población: siempre hay exclusiones en razón de nacionalidad, edad, incapacidad, indignidad, estado y condición, etc. Hasta el sexo femenino se ha tenido como razón de exclusión durante mucho tiempo, sin mengua del principio de la universalidad del sufragio. Por lo tanto, los límites entre el sufragio universal y el calificado son imprecisos y elásticos”.

Los sistemas de voto calificado que han predominado en la legislación comparada se basan en el censo de contribuyentes y, por eso, se los ha denominado censitarios: la inscripción en el censo, o en determinada clase de contribuyentes, era lo que calificaba y habilitaba para ejercer el sufragio. En otros sistemas, la calificación resultaba de la capacidad intelectual que se refería, en algunos casos, a la posibilidad de leer y escribir o a la demostración de ciertos conocimientos –v.gr. del texto constitucional– y, a veces, determinados nivel de instrucción formal78.

En principio, cada ciudadano tiene derecho a un voto pero existen, además, sistemas de voto desigual. Enseña Duverger que, en el sistema de sufragio desigual propiamente dicho, “ciertos electores disponen de varios votos, en tanto que otros no tienen más que uno”79.

Clasificaciones del sufragio

Se han elaborado múltiples clasificaciones en función del punto de vista elegido para la sistematización. Seguiremos a continuación la que propone Fayt80, quien distingue los requisitos que condicionan el reconocimiento del derecho al sufragio en generales y especiales.

Los generales se vinculan con las normas que cada Estado dicta en materia de ciudadanía que hemos analizado antes y con la necesidad de que el ciudadano figure incluido en el padrón o censo electoral, es decir, en la lista de los electores con derecho a ejercer el sufragio en un determinado distrito o circunscripción electoral81. Los requisitos especiales se vinculan con la extensión cuanti-tativa del sufragio, es decir, si el voto debe ser universal e igual o, por lo contrario, restringido y calificado.

años, y la inscripción en el registro o padrón electoral.76 G. J. Bidart Campos, Tratado ..., ob.cit., t.II p.68.77 Artículos 45, 54 y 94.78 M. J. López, Introducción ..., ob.cit., t.II p.378.79 Maurice Duverger, Instituciones políticas y derecho constitucional, ob.cit., p.92.80 Carlos S. Fayt, Sufragio y representación política, Omeba, Buenos Aires, 1963, pp.25 y ss.81 En la República Argentina, el artículo 37 de su constitución política establece que el sufragio es universal, igual, secreto y obligatorio, recogiendo así la tradición en materia electoral que arranca desde la la ley 8871, llamada “ley Sáenz Peña” (1912). Desde el año 1947, cuando se sancionó la ley 13.010, conocida como “de voto femenino”, el sexo masculino dejó de ser una condición para el goce de este derecho. La constitución favorece la adopción de acciones que tiendan progresivamente a la igualdad real de oportunidades entre varones y mujeres para el acceso a los cargos electivos y partidarios. Esta política ha sido concretada a nivel legislativo con el establecimiento del llamado “cupo femenino”, o “cuota de género”, por la ley 24.043, que consiste en la obligatoriedad de incluir un mínimo del 30 % de mujeres en las listas de candidatos para elecciones nacionales, disposición que se ha venido aplicando desde 1992.

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El sufragio universal es el reconocimiento del derecho de sufragio en forma general a todos los individuos no excluidos en virtud de causas enumeradas por la ley en forma taxativa; como suele ocurrir en el caso de los menores, de los dementes, de los sordomudos que no puedan darse a entender por escrito y de aquéllos condenados por delitos que impliquen indignidad, en este caso, por tiempo limitado82. El sufragio universal se encuentra vigente, virtualmente, en todos los Estados contemporáneos83.

Por el contrario, el sufragio es restringido o calificado cuando está condicionado a exigencias de orden económico, de educación formal o de valor personal. Las restricciones del primer tipo originan el sufragio censitario –al que antes hemos aludido–, que se funda en el reconocimiento del poder electoral sólo a los propietarios de bienes inmuebles, contribuyentes y rentistas84. Las relacionadas con el nivel de instrucción, excluyen a los analfabetos o a quienes no alcanzan un cierto grado es-colar. Las vinculadas con el valor personal otorgan el derecho sólo a quienes tienen determinada posición social85.

El sufragio igual o único parte del principio de que “un hombre vale un voto”, es decir, que todos los electores se encuentran en paridad de condiciones. Sin embargo, por la técnica de la calificación se originan otros tipos de sufragio que no se relacionan –como las analizadas antes– con la intención de privar a determinados ciudadanos del ejercicio del derecho de sufragio –que se reconoce a todos– sino que otorga un voto reforzado a algunos de ellos. El sufragio plural consiste en atribuir uno o más votos adicionales a determinados electores en una misma circunscripción electoral, atendiendo a sus condiciones personales86. El sufragio múltiple, si bien significa la asignación a un elector de más de un voto, a diferencia del voto plural no autoriza su emisión o acumulación en una única circunscripción electoral sino que confiere el derecho a votar en más de una circunscripción electoral87. El sufragio familiar, finalmente, consiste en asignar uno o más votos suplementarios a los

82 La ley 8871, aludida en la nota anterior, establecía las siguientes: 1) Por razón de incapacidad intelectual: se excluye del padrón electoral a los dementes declarados tales en juicio y a los sordomudos que no sepan hacerse entender por escrito. 2) Por razón de su estado o condición: se priva del voto a los eclesiásticos regulares; a los soldados, cabos y sargentos del ejército per-manente y armada y agentes o gendarmes de policía; a los detenidos por juez competente, mientras no recuperen su libertad; los dementes y mendigos mientras estén recluidos en asilos públicos y en general, todos los que se hallen asilados en hospitales públicos o estén habitualmente a cargo de congregaciones de caridad. 3) Por razón de indignidad: se encuentran excluidos del registro electoral los reincidentes condenados por delito contra la propiedad, durante cinco años después de cumplida la sentencia; los penados por falso testimonio o por delitos electorales durante cinco años; los que hubieren sido declarados por autoridad competente, incapaces de desempeñar funciones políticas; los quebrados fraudulentos hasta su rehabilitación; los que hubiesen sido privados de la tutela o curatela, por defraudación de los bienes del menor o del incapaz, mientras no restituyan lo adeudado; todos aquellos que se hallen bajo la vigencia de una pena temporal, hasta que ésta sea cumplida; los que hubiesen eludido las leyes sobre el servicio militar, hasta que hayan cumplido la pena que les corresponde; los que hubiesen sido excluidos del ejército con pena de degradación o por deserción, hasta diez años después de la condena; y los deudores por apropiación o defraudación de caudales públicos, mientras no satisfagan su deuda; y, por último, los dueños y gerentes de prostíbulos.83 Francia y Suiza lo establecieron, por ejemplo, en 1848; Grecia, en 1864; España, en 1869; Bélgica, en 1893; Austria, en 1907; Italia, en 1912; Inglaterra, en 1918; Alemania, en 1919; Estados Unidos de América, en 1870.84 En Inglaterra, donde se originó el sufragio censitario, estuvo vigente hasta 1832.85 En algunos nuevos Estados de Africa, al comienzo del proceso general de descolonización que se inició en la década de 1960, se siguieron criterios como el de ser jefe o anciano de una tribu, haber observado buena conducta en un empleo y otras.86 En Bélgica, donde el voto plural existió desde 1893 a 1919, además de concederse un voto suplementario al jefe de familia, se concedía un voto suplementario al propietario de un inmueble o al que pagaba una contribución de 100 francos de renta; y por último, dos votos suplementarios a la capacidad de quien poseyera un título universitario.

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padres de familia en relación con el número de miembros del núcleo familiar88. Agrega Duverger que, en la práctica, este “sufragio puede revestir formas variadas; voto familiar integral, que atribuye al jefe de familia tantos votos como hijos menores tenga habitando la casa, además del suyo propio; voto familiar mitigado, que atribuye al jefe de familia solamente un voto suplementario generalmente a partir de un cierto número de hijos”89.

Por su forma de emisión, el sufragio se clasifica en público y secreto. El voto público es el que se expresa en alta voz o por llamamiento personal; en tanto que el secreto, consiste en la emisión del sufragio con la garantía de no poder individualizarse al voto90.

Por su exigibilidad, se distingue el sufragio en obligatorio y facultativo. El sufragio es obligatorio cuando la ley prevé sanciones para el ciudadano que no ejerce su derecho al voto. Estas sanciones pueden ser de dos tipos: morales, como la privación temporaria o definitiva del ejercicio del sufragio, o pecuniarias, en forma de multas. Por el contrario, el sufragio es facultativo cuando el elector puede abstenerse de votar sin que se sancione legalmente su omisión.

Por el sentido de la representación, puede hablarse de sufragio individual o político y sufragio profesional, funcional o corporativo. El sufragio individual responde al principio de que sólo los individuos son electores, como consecuencia de tener la capacidad de goce y ejercicio de los derechos políticos propios de la ciudadanía. El sufragio profesional, funcional o corporativo asigna el derecho al voto no a los ciudadanos individuales sino a los miembros de determinados grupos o asociaciones intermedias.

Según el grado de proximidad con el elegido, el sufragio es directo o indirecto. En la primera clase de sufragio, el elector emite su voto por el candidato de su preferencia en una única instancia, sin intermediarios. En el sufragio indirecto, en cambio, el ciudadano no vota por los candidatos sino por terceros, "electores" o "compromisarios", quienes –a su vez– se reúnen para elegir a los representantes. La elección primaria, por consiguiente, sirve para elegir a los "electores" y éstos, en elección de segundo grado, eligen los representantes.

En relación con el modo de votar y la división del cuerpo electoral, finalmente, el sufragio puede ser uninominal o plurinominal. En el sufragio uninominal, el elector vota por un candidato en una circunscripción determinada. Estas circunscripciones (o colegios electorales) son divisiones territoriales establecidas a los efectos del sufragio, pudiendo ser únicas o múltiples. En el sufragio plurinominal, el elector vota no por un candidato determinado, sino por una lista de candidatos.

Los sistemas electorales

Los sistemas electorales son procedimientos para adjudicar los cargos en función de los votos que los candidatos, las fórmulas o las listas obtienen en los comicios. A modo de introducción, señalaremos que se dividen en “mayoritarios” y “proporcionales”: los primeros pretenden asegurar la gobernabilidad del sistema político a partir de una más fácil conformación de mayorías en los cuerpos colegiados; los segundos tratan de reflejar lo más fielmente que sea posible la pluralidad política de una determinada sociedad, buscando que el Poder Legislativo sea un espejo, reflejo o “caja de resonancia” de esa misma sociedad. Es importante señalar que ningún sistema electoral es neutro: todos tienden a favorecer un determinado resultado, ya sea la gobernabilidad o la mayor representación. Naturalmente, existen sistemas mixtos que pretenden combinar ambos principios, como ya veremos.

87 El voto múltiple tuvo aplicación en Inglaterra, bajo la denominación de “franquicias electorales”, hasta 1918. Tales franquicias eran la residencia, la ocupación de un local o negocio y el grado universitario; y conferían a quien los tuviera el derecho a votar en las correspondientes circunscripciones.88 El voto familiar se relaciona con las restricciones al voto en función del sexo.89 M. Duverger, Instituciones ..., ob.cit., p.92.90 Hasta la sanción de la ya citada ley 8871 (1912), el voto en la República Argentina era público.

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Siguiendo nuevamente a Fayt91, señalaremos que los sistemas mayoritarios parten de la base de que la representación corresponde al candidato o partido que obtiene mayor cantidad de votos. La mayoría puede ser absoluta o relativa. Es absoluta cuando requiere para su formación la mitad más uno de los sufragios válidos emitidos. Es relativa, o simple, cuando se consigue obteniendo únicamente mayor cantidad de sufragios que los otros candidatos o partidos, sin importar el porcentaje que tales votos representan del total de los emitidos válidamente92.

Entre los sistemas que exigen la mayoría absoluta, si ningún candidato la obtiene en la primera elección, deben repetirse los comicios hasta que alguien la logre. Para esa repetición puede seguirse cualesquiera de estas variantes: a) realizar tantas elecciones como sean necesarias hasta que alguno de los candidatos obtenga tal mayoría absoluta; b) limitar la segunda elección a los dos candidatos que lograron en la primera la mayor cantidad de votos; o, c) realizar una segunda elección no exigiendo una mayoría absoluta sino relativa93.

Los sistemas mayoritarios pueden ser uninominales o plurinominales. Son uninominales cuando se divide un determinado distrito en tantas circunscripciones como candidatos deban elegirse reduciendo la elección a la de un representante en cada circunscripción, siendo designado el candidato más votado94.

Son plurinominales, o de lista completa, cuando el elector vota por una lista de candidatos y la que obtiene la mayoría (absoluta o relativa, según se exija) de los votos válidos emitidos se adjudica la totalidad de las representaciones. Tales listas son, en general, elaboradas por los partidos políticos. De acuerdo con el sistema electoral adoptado por cada Estado, los electores pueden –o no– introducir modificaciones en las nóminas que se les proponen –por ejemplo– eliminando candidatos, introduciendo otros o alterando el orden en el que están incluidos. Cuando les está vedada cualquiera de estas posibilidades –y deben votar por la lista tal como se les presenta– se dice que la lista es “bloqueada” o “cerrada”95.

Fayt introduce en su categoría de sistemas minoritarios a distintas modalidades que coinciden en el hecho de no ser mayoritarias, es decir, en la adjudicación cargos –obviamente legislativos– a aquellos candidatos o partidos aunque no logren la mayoría –absoluta o relativa– en los comicios. Los clasifica en sistemas empíricos –basados en consideraciones prácticas– y en sistemas racionales –fundados en técnicas matemáticas de proporcionalidad–.

Entre los sistemas minoritarios empíricos, a los que califica de “simples correctivos del exclusivismo mayoritario” menciona –en primer lugar– al sistema del voto limitado, de lista incompleta o de Grey96.

91 C. S. Fayt, Sufragio ..., ob.cit., pp.49 y ss.92 La ley 140 de 1857, la primera en materia electoral de la República Argentina, dictada al poco tiempo de sancionarse la Constitución histórica, adjudicaba todos los cargos legislativos en disputa a la lista que obtenía la mayor cantidad de votos.93 El llamado ballotage –o doble vuelta– fue introducido por primera vez en la República Argentina en las elecciones de 1973. Luego de la reforma constitucional de 1994, se aplica en los comicios presidenciales aunque no se exige una mayoría absoluta. En efecto, es proclamada ganadora la fórmula que obtiene en la primera vuelta más del 45 % de los votos afirmativos válidos emitidos o el 40 % , si existe una diferencia mayor al 10 % respecto de la fórmula que le sigue en número de votos (artículos 97 y 98).94 Es el clásico sistema de los países anglosajones, donde se lo conoce con el nombre de "sistema mayoritario simple". En cuanto a su origen, está incorporado a la tradición electoral inglesa desde el siglo XVI, continuando su aplicación sin cambios mayores al promulgarse en Inglaterra la primera Reform Act, en 1832. La ley 4161 (1904), reiterada por la 14.032 (1951), estableció circunstancialmente en la República Argentina el voto uninominal por circunscripciones.95 Este es el sistema que sigue la República Argentina en la actualidad. En algunas elecciones de la década de 1960 se permitieron las llamadas “tachas” o “enmendaduras” en las listas de candidatos.96 Incluye también en esta categoría el sistema del voto acumulativo o de Marshall, el del voto gradual, y el del mínimo electoral, ninguno de los cuales ha tenido mayor aplicación.

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Cuando se aplica el sistema del voto limitado, los electores votan por un número de candidatos inferior al total de los cargos a cubrir, en virtud de que –con anterioridad a la elección– se realiza una distribución de cargos entre mayoría y minoría, de modo que quede asegurada la representación de dos agrupaciones políticas. La adjudicación de cargos se efectúa por cantidades fijas –y, como hemos dicho, predeterminadas– entre las dos listas que obtienen la mayor cantidad de votos, sin guardar en cuenta proporcionalidad alguna respecto de los sufragios que cada una obtuvo, ni sobre el porcentaje que representan del total de los votos válidos emitidos97.

Los sistemas minoritarios racionales son llamados también métodos proporcionales o matemáticos. Entre ellos, mencionaremos aquí el sistema del cociente electoral y sus complementarios, el de mayor residuo y el del divisor común98.

En el sistema del cociente electoral, el procedimiento es el siguiente: 1) en un distrito o circunscripción electoral en que deban elegirse varios representantes, cada uno de los partidos políticos que intervienen en la elección presenta su lista de candidatos; 2) el elector vota por una de las listas presentada por los partidos; 3) realizada la votación se procede al escrutinio determinando el cociente electoral que se obtiene dividiendo el número de votos emitidos por el de los repre-sentantes a elegir. 4) a cada lista se le adjudican tantos representantes como el cociente esté contenido en el número de votos que haya obtenido en la elección.

Frecuentemente, el resultado de los comicios para elegir legisladores suscitaba dudas sobre la justicia del sistema para adjudicar la o las últimas bancas en disputa. Para resolver esta cuestión se idearon dos procedimientos distintos.

EI sistema complementario del mayor residuo consiste en atribuir la representación que queda vacante por la aplicación estricta de ese sistema a la lista que haya obtenido la cifra mas próxima al cociente electoral, es decir, mayor resto. Si hubiere dos o más vacantes, se procede del mismo modo respecto de las listas que han obtenido, sucesivamente, mayor residuo.

Otro procedimiento pensado para mejorar la representación proporcional por cociente electoral es el sistema complementario del divisor común, que se debe al belga Victor D’Hont 99.

Un ejemplo práctico graficará adecuadamente la aplicación del sistema. Supongamos que deben adjudicarse 7 bancas y que se ha producido el siguiente resultado electoral:

97 La ya mencionada ley 8871 (1912) estableció en la República Argentina el sistema conocido comúnmente como de lista incompleta, según el cual correspondían dos tercios de las bancas al partido que obtenía la mayor cantidad de votos y el tercio restante al partido que le seguía en el cómputo electoral. Un sistema similar es el que se emplea a partir de la reforma constitucional de 1994 para elegir senadores nacionales, toda vez que –del total de tres senadores que representan a cada provincia– dos cargos se adjudican al partido político que obtiene el primer lugar en los comicios y el restante, al que obtiene el segundo (artículo 54).98 Entre estos sistemas, Fayt incluye, asimismo, el de voto proporcional, el de voto proporcional uninominal, el sistema complementario de la media mayor y el de voto transferible, de escasa aplicación. 99 Este sistema fue establecido por primera vez en la República Argentina para la elección de convencionales constituyentes de 1957 y, posteriormente, para las elecciones generales para diputados en 1963. Es el que fija actualmente el Código Electoral Nacional (ley 19.945) para tales comicios. Se trata de un sistema de “listas”, de manera que los electores votan por una nómina ordenada de candidatos que presenta cada partido. Concluidos los comicios, los votos totales obtenidos por cada agrupación políticase dividen por uno, dos, tres y números sucesivos; determinándose una “cifra repartidora” o “número base”, por encima del cual se ubican tantas bancas como parciales se determinen para cada partido. En nuestro caso, el sistema D’Hont se combina además con un “piso”, o umbral mínimo de votos del 3 %, que debe alcanzar cada partido con respecto al total de votos escrutados.

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Partido Votos PorcentajeA 120.000 39.7B 90.000 29.8C 50.000 16.6D 42.000 13.9

Corresponde, en consecuencia, dividir cada resultado por 1, 2, 3, 4, 5, 6 y 7 (hasta el número de bancas a cubrir).

Divisor Partido A Partido B Partido C Partido D1 120.000 90.000 50.000 42.0002 60.000 45.000 25.000 21.0003 40.000 30.000 16.666 14.0004 30.000 22.500 12.500 10.5005 24.000 18.000 10.000 8.4006 20.000 15.000 8.333 7.0007 17.142 12.857 7.142 6.000

A continuación se ordenan los resultados en orden decreciente, resultando 40.000 la cifra repartidora:

Partido CocienteA 120.000B 90.000A 60.000C 50.000B 45.000D 42.000A 40.000

Sumando los diputados que se adjudican a cada partido se obtiene lo siguiente:

Partido Diputados PorcentajeA 3 42.8B 2 28.6C 1 14.3D 1 14.3

Los sistemas mixtos son aquellos métodos o procedimientos electorales que tratan de armonizar la representación proporcional con el principio mayoritario. En general, se dividen en plurinominales y en uninominales.

Los sistemas mixtos plurinominales consisten en conferir a las mayorías una representación superior a la que resultaría de la aplicación del sistema proporcional integral. Admiten las alianzas o coali-ciones partidarias y conceden premios o primas, es decir, mayor representación, a la alianza que triunfe en escala nacional, o bien a la que triunfe en las circunscripciones100.

Los sistemas mixtos uninominales siguen el siguiente procedimiento: 1) se divide al país en circunscripciones uninominales destinadas a elegir la mitad de los representantes por el sistema de mayoría relativa; 2) la otra mitad de los representantes se asignan a las listas presentadas por los partidos proporcionalmente al número de sufragios que cada una de ellas hubiera obtenido; 3) por consiguiente, el elector tiene dos votos: uno para la elección en el colegio uninominal y otro para la

100 Empleado con múltiples variantes en Francia e Italia.

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elección por el sistema proporcional, si bien la elección es única y simultánea y el escrutinio se hace por lista101.

101 Utilizado en Alemania.

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