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1 Unidad II: ¿Qué es la Filosofía? Textos y selección a cargo del Profesor Fernando Svetko 1 (a) ¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? Primer rodeo (que no es una definición): paciencia La filosofía… cuando no me preguntan qué es, lo sé. Cuando me lo preguntan, no lo sé. ¿Por qué ocurre esto? Tal vez porque los conceptos filosóficos no se pueden explicar en pocas palabras, y “filosofía” es, sin duda, un concepto filosófico. No se puede explicar ningún con- cepto filosófico en pocas palabras, lo cual, para nuestro apresurado transcurrir de hoy en día, tal vez constituya una de las mayores objeciones y uno de los mayores obstáculos para el pensamiento. No se puede explicar ningún concepto filosófico a alguien que está ocupado o con alguna urgencia, a quien necesita una solución rápida o debe tomar una decisión de ma- nera inexorable. En este sentido se suele decir que la filosofía “no es un saber útil.” Pero, ¿Por qué habría de serlo? O, más bien, ¿por qué se le ha exigido o se le sigue exigiendo uti- lidad al saber filosófico, habiendo en el mundo tantas cosas útiles y más fáciles de conseguir? Tal vez sea porque, desde antaño, los filósofos se han dedicado a ciertos problemas para los que todavía no se han inventado herramientas que sean confiables del todo y sin discusión: el conocimiento, la moral, la política, el sentido de la vida humana… Pero, dirán ustedes, para el conocimiento tenemos la ciencia, que nos dice lo que sabemos y lo que no sabemos, lo que está comprobado y lo que no; para la moral, tenemos las enseñanzas de nuestros mayores, la educación formal, los códigos jurídicos que nos dicen lo que debemos y lo que no debe- mos, lo que está bien y lo que está mal; para la política, tenemos las constituciones naciona- les, y los reglamentos y disposiciones que de ellas se derivan en cada caso, y que permiten organizar bastante bien la vida de los Estados y de sus correspondientes jurisdicciones; para el sentido de la vida humana… bueno, tenemos muchos ámbitos en dónde buscarlo: los afec- tos, las ocupaciones, los placeres, la actividad política, el estudio, el arte, la religión, el ocio, y un largo etcétera. Si tenemos todas estas cosas tan provechosas, me dirán ustedes, y el sa- ber que cultivan los filósofos no es útil de manera inmediata, ni de manera alguna quizá, en- tonces ¿por qué todavía quedan espíritus trasnochados que consideran necesaria la actividad filosófica? ¿Es para conservar un estatuto profesional en una sociedad que en realidad no los 1 La presente selección consta de dos textos. El primero de ellos es un texto introductorio que escribí originalmen- te para cursos de Filosofía del Nivel Medio (6to año), como un intento de sistematización mínimo del trabajo sobre las representaciones acerca de la filosofía –trabajo que solemos realizar en las primeras clases del año lecti- vo. Es meramente un borrador que, sin dudas, estaría sujeto a una revisión total, y que, por sus características, está pensado nada más que como acompañamiento del segundo texto. El segundo es una serie de tres fragmentos de diversos autores, en los que, a mi juicio, se hallan condensadas muchas ideas que pueden enriquecer una primera reflexión sobre lo que es hacer filosofía.

Unidad II: ¿Qué es la Filosofía?

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Unidad II: ¿Qué es la Filosofía?

Textos y selección a cargo del Profesor Fernando Svetko1

(a) ¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? Primer rodeo (que no es una definición): paciencia La filosofía… cuando no me preguntan qué es, lo sé. Cuando me lo preguntan, no lo sé. ¿Por

qué ocurre esto? Tal vez porque los conceptos filosóficos no se pueden explicar en pocas

palabras, y “filosofía” es, sin duda, un concepto filosófico. No se puede explicar ningún con-

cepto filosófico en pocas palabras, lo cual, para nuestro apresurado transcurrir de hoy en día,

tal vez constituya una de las mayores objeciones y uno de los mayores obstáculos para el

pensamiento. No se puede explicar ningún concepto filosófico a alguien que está ocupado o

con alguna urgencia, a quien necesita una solución rápida o debe tomar una decisión de ma-

nera inexorable. En este sentido se suele decir que la filosofía “no es un saber útil.” Pero,

¿Por qué habría de serlo? O, más bien, ¿por qué se le ha exigido o se le sigue exigiendo uti-

lidad al saber filosófico, habiendo en el mundo tantas cosas útiles y más fáciles de conseguir?

Tal vez sea porque, desde antaño, los filósofos se han dedicado a ciertos problemas para los

que todavía no se han inventado herramientas que sean confiables del todo y sin discusión: el

conocimiento, la moral, la política, el sentido de la vida humana… Pero, dirán ustedes, para el

conocimiento tenemos la ciencia, que nos dice lo que sabemos y lo que no sabemos, lo que

está comprobado y lo que no; para la moral, tenemos las enseñanzas de nuestros mayores,

la educación formal, los códigos jurídicos que nos dicen lo que debemos y lo que no debe-

mos, lo que está bien y lo que está mal; para la política, tenemos las constituciones naciona-

les, y los reglamentos y disposiciones que de ellas se derivan en cada caso, y que permiten

organizar bastante bien la vida de los Estados y de sus correspondientes jurisdicciones; para

el sentido de la vida humana… bueno, tenemos muchos ámbitos en dónde buscarlo: los afec-

tos, las ocupaciones, los placeres, la actividad política, el estudio, el arte, la religión, el ocio, y

un largo etcétera. Si tenemos todas estas cosas tan provechosas, me dirán ustedes, y el sa-

ber que cultivan los filósofos no es útil de manera inmediata, ni de manera alguna quizá, en-

tonces ¿por qué todavía quedan espíritus trasnochados que consideran necesaria la actividad

filosófica? ¿Es para conservar un estatuto profesional en una sociedad que en realidad no los

1 La presente selección consta de dos textos. El primero de ellos es un texto introductorio que escribí originalmen-te para cursos de Filosofía del Nivel Medio (6to año), como un intento de sistematización mínimo del trabajo sobre las representaciones acerca de la filosofía –trabajo que solemos realizar en las primeras clases del año lecti-vo. Es meramente un borrador que, sin dudas, estaría sujeto a una revisión total, y que, por sus características, está pensado nada más que como acompañamiento del segundo texto. El segundo es una serie de tres fragmentos de diversos autores, en los que, a mi juicio, se hallan condensadas muchas ideas que pueden enriquecer una primera reflexión sobre lo que es hacer filosofía.

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necesita pero todavía no se anima a confesárselo? ¿Es que están locos? ¿O es que guardan

todavía algún reparo sobre lo provechoso de las herramientas que usamos para resolver

nuestros problemas más importantes? La respuesta que les daría un filósofo, ya lo habrán

adivinado, es la tercera. Pero, ¿por qué los filósofos guardan esos reparos?, o, más precisa-

mente, ¿cuáles son esos reparos? Vayamos por partes.

El conocimiento Respecto de la ciencia, el filósofo tal vez nos preguntaría: ¿qué significa conocer científica-

mente algo? A lo que nosotros seguramente responderíamos: conocer científicamente signifi-

ca comprobar teorías mediante experimentos. Bien, y ¿en qué consiste un experimento?, nos

volvería a preguntar. Un experimento consiste en el contraste de ciertos enunciados teóricos,

esto es, que corresponden a objetos no observables directamente, con los enunciados empí-

ricos pertinentes, que corresponden a objetos susceptibles de una inspección directa por

nuestra parte. Pero, nos dirá, ¿qué quiere decir “inspección directa” de objetos? A lo que no-

sotros responderemos, seguramente, que “inspección directa” es la observación de ciertos

objetos, que realizamos sin que participe de ella ninguna interpretación, ninguna teoría que

“contamine” lo que vemos. Una observación, por lo tanto, “pura”. Ahora bien, ¿es posible ver

sin interpretar?, nos preguntará tal vez el filósofo. ¿Es posible ver de un modo puramente

fisiológico, sin que nuestro conocimiento y nuestra cultura, nuestras expectativas y nuestras

experiencias previas condicionen lo que vemos? Hagamos de cuenta de que lo hemos con-

vencido de esto; aún así, tal vez este impenitente preguntador nos diría: perfecto, pero ¿pue-

den ustedes creer que la imagen que se forma en sus retinas puede ser trasladada, sin

ningún elemento teórico, sin saltos, al lenguaje? ¿No es el lenguaje una gran máquina de

interpretar, de leer el libro del mundo? ¿No es el lenguaje el lugar en donde se materializan

primero y se anquilosan luego los elementos más discordantes de las maneras de interpretar

la realidad que tiene cada época histórica? ¿No es un producto histórico el lenguaje, no es un

producto humano? ¿Cómo es posible un lenguaje libre de teorías? Podríamos decirle al filó-

sofo que, aún cuando aceptamos estas objeciones, él también debería aceptar que los obje-

tos de la vida cotidiana no están impregnados de la misma clase de teorías con que lo están

los objetos teóricos más sofisticados, y que si aceptamos un grupo más o menos común de

objetos directos para todos los mundos culturales, podríamos decir que esos objetos son una

especie de base empírica de la ciencia. El filósofo podría muy bien aceptar esto, pero man-

tendría todavía el siguiente reparo: que nunca consideremos estable o indiscutible a la llama-

da “base empírica”, que nunca perdamos de vista que se trata de un producto histórico, y que

estemos siempre dispuestos a aceptarla como algo meramente provisorio. Porque precisa-

mente lo que valoramos como progreso científico, lo que según nosotros distingue a la cien-

cia del dogma, es que esta actividad se critica y se corrige a sí misma. Y porque los más

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grandes científicos de todos los tiempos, como Galileo o Einstein, fueron precisamente aque-

llos que tuvieron la capacidad de proponer modelos de realidad completamente contraintuiti-

vos, esto es, completamente alejados de lo que en sus respectivas épocas se consideraba

como “base empírica”.

La moral Respecto de la moral, el filósofo nos preguntaría: ¿cómo sabemos lo que está bien y lo que

está mal? A lo que tal vez nosotros responderíamos: lo que está bien y lo que está mal lo

sabemos por la educación, formal y no formal, que a su vez se apoya en códigos escritos y

no escritos que rigen la vida de una sociedad. Pero, nos dirá el filósofo, ¿no podría darse el

caso de que dos sociedades distintas tengan dos códigos morales, y hasta jurídicos, no sólo

diferentes sino incluso antagónicos? A lo que nos veríamos obligados a responder afirmati-

vamente. Pero, en ese caso, nos preguntaría de nuevo, ¿cómo sabemos cuál de los dos

códigos es el más adecuado?, ¿cómo sabemos lo que está bien y lo que está mal? Tal vez

podríamos responder que cada sociedad puede hacer consigo misma lo que le plazca, y en-

tonces esas diferencias dejarían de ser un problema para nosotros. Pero el hecho de que

dejen de ser un problema para nosotros no significa que dejen de ser un problema en absolu-

to. Y si constituyen un problema para nosotros, entonces tal vez debamos indagar si es que

no podría haber principios universales, esto es, que puedan valer para todo el mundo, aun-

que sean muy mínimos y muy abstractos, y que estemos dispuestos a proponérselos a todo

el mundo como obligatorios. Esta búsqueda, nos diría el filósofo, la han emprendido en casi

todas las épocas mis colegas. Y algo como la Declaración de los derechos del hombre y del

ciudadano, de 1789, es la prueba de que esa búsqueda no ha sido en vano. Ahora bien, con

esta Declaración no se solucionan todos los problemas morales, y no hay ningún código jurí-

dico que nos ayude cuando los códigos jurídicos se suprimen o se tergiversan de modo per-

verso: en las situaciones de excepción –en las dictaduras, por ejemplo-, en las que los hom-

bres se encuentran con verdaderos dilemas morales, cuando se ven llevados a tomar deci-

siones que nunca hubieran tomado si les hubiera sido dado elegir tomarlas o no tomarlas, y

sobre todo cuando de esas decisiones depende la vida de unos y la muerte de otros. Para

esas situaciones, que son irreparables, la búsqueda filosófica todavía no ha encontrado ma-

neras plenamente satisfactorias de comprensión de lo humano, y es precisamente por eso

que continúa.

La política Respecto de la política, tal vez el filósofo podría preguntarnos: ¿cuál es la mejor forma de

gobierno? A lo que nosotros tal vez responderíamos: la forma democrática, donde todos pue-

den mandar y obedecer alternativamente, o, mejor dicho, donde todos deciden en común,

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directamente o por medio de representantes. Pero, nos preguntará el filósofo: ¿ese “todos” no

significa más bien “la mayoría”?, ¿y si la mayoría decide algo injusto o cruel contra la minor-

ía? ¿Quién decide sobre esa injusticia? ¿Las leyes? Pero, ¿y si las leyes fueron establecidas

por la misma mayoría? O, lo que es más realista, ¿si es que acaso fue una minoría poderosa

la que estableció las leyes para mejor sojuzgar a la mayoría? Pero, en ese caso, ¿cómo es

que la mayoría, siendo mayoría, obedece las leyes que unos pocos impusieron para perjudi-

carla, sabiendo que está siendo perjudicada? ¿En qué se apoya el poder de la minoría? ¿En

el dinero, en la coerción violenta, en el engaño? Si diéramos cualquiera de estas respuestas,

o todas a la vez, quizá no podríamos comprender el caso de alguien que, sin ambicionar dine-

ro ni honores, sin hallarse bajo amenaza de muerte ni bajo ninguna presión significativa, y en

pleno uso de sus facultades mentales, estuviera dispuesto a infligirle concientemente un daño

a otro, a torturarlo, solamente porque una autoridad reconocida se lo manda. Y aún si pudié-

ramos encontrar los elementos que nos permitieran comprender al que así obedece, todavía

el filósofo podría plantearnos el siguiente interrogante, más general: ¿es inevitable que en un

orden político cualquiera haya alguien que “mande” y alguien que “obedezca”?, ¿es necesaria

la dominación o es también un producto histórico y, por lo tanto, contingente? Y si es algo

histórico, ¿cuáles han sido sus causas y fundamentos, cuáles sus motivos principales? Y si

conocemos esas causas y fundamentos, esos motivos, y consideramos que ya no pueden

regirnos: ¿cómo salimos del entramado perverso de la dominación? ¿Es siquiera posible

pensarlo? Sabemos que, desde el siglo XVII, las revoluciones políticas han sido maneras muy

concretas de buscar salidas parciales para dominaciones cada vez más complejas y expandi-

das en los cuerpos sociales; pero ningún estado revolucionario histórico ha podido resolver

las dramáticas tensiones entre las libertades individuales y las conquistas grupales, entre las

mayorías y las minorías, y siempre volvían a recrearse los roles del que manda y el que obe-

dece, del dominador y el dominado. Tal vez la tarea de pensar en cómo combinar la justicia

revolucionaria con el orden democrático –tarea que no pocos emprendieron en el pasado-

siga siendo una tarea posible para la filosofía. Tal vez haya que pensar en otra tarea. En todo

caso, habrá que pensar. Y mucho.

El sentido de la vida humana Respecto del sentido de la vida humana, casi todos los filósofos de todas las épocas lo han

identificado (salvo los que creían o creen que la vida humana no tiene ningún sentido) con la

propia búsqueda filosófica. Algunos han visto al hombre como un animal especial, como un

animal que se diferencia de los otros por su capacidad de razonamiento y de abstracción, y

que, por lo tanto, halla en esa diferencia específica su misión más alta y su responsabilidad

superior. Según estos, el hombre, al recibir su razón, recibe la posibilidad de participar de un

mundo ideal, en donde todo es Uno, eterno e inmutable –a diferencia de este mundo en que

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vivimos, en donde todo es múltiple, perecedero e inestable. A partir de esta división en dos

mundos, algunos consideraron que sólo el mundo ideal era el verdadero y que el mundo apa-

rente era un engaño; otros, pensaron que ambos mundos eran verdaderos, si bien de distinta

manera; y otros, finalmente, pensaron que, si bien la verdad completa tal vez se hallaba en el

mundo ideal, éste mundo no era accesible a nuestro conocimiento, y nosotros debíamos con-

tentarnos con un prolijo y detallado conocimiento de las apariencias (lo que se llama, desde

entonces, conocimiento científico), para cuya crítica se utilizaría, en todo caso, la reservada

incógnita de lo desconocido. Pero hubo quienes vieron al hombre, no como un animal privile-

giado, favorito de los dioses, que con su razón entra en contacto con lo más sublime, sino

como un animal enfermo, degenerado, que ha recibido su raciocinio como un premio consue-

lo por no haber recibido alas, grandes colmillos, garras más afiladas o pieles más resistentes

a los climas extremos. Estos no consideran que el hombre tenga ninguna misión especial ni

puesto alguno de privilegio en la economía de la naturaleza. Más bien consideran que el

hombre es el histriónico artífice de un gran engaño, del engaño más grande de todos los en-

gaños: el que consiste en inventarse un mundo ideal eterno, imperecedero e inmutable, con

el solo fin de soportar una existencia temblorosa, amenazada por la zozobra de una realidad

desprolija, en la que nada está quieto, en la que nada es seguro, y en donde todo cambia y

se destruye con la misma facilidad e inocencia con la que gratuitamente surgió.

Ahora bien, no es necesario que consideremos desde ya a la filosofía como el sentido

de la vida humana –ya sea que la consideremos como búsqueda de contacto con el mundo

ideal o como búsqueda de aniquilación de un gran engaño-, pero sí cabría que nos pregun-

temos nuevamente acerca de su definición o sus definiciones. ¿Qué pensaban que era la

filosofía aquellos que la consideraron como el sentido de sus vidas? ¿Un arte?, ¿una cien-

cia?, ¿un estado de ánimo?, ¿una experiencia o serie de experiencias?

La filosofía como arte y la filosofía como ciencia Si entendemos al arte como una técnica o serie de técnicas, que se perfeccionan hasta lograr

un estilo que define una manera bella u original o adecuada históricamente para producir cier-

tos objetos que nos revelan algo sobre nosotros mismos o sobre el mundo, se podría pensar

que la filosofía es el arte de elaborar conceptos o, más aún, el arte de preguntar y de formular

cada vez mejores preguntas. Si entendemos al arte como una manera de mostrar lo que ordi-

nariamente no se ve, se podría pensar que la filosofía es el arte de mostrar ciertos problemas

allí donde ordinariamente no parece que los haya. Aunque aquí puede aparecer una diferen-

cia, que tiene que ver con que la filosofía, muchas veces, no se contenta con sólo mostrar o

sugerir, sino que pretende también demostrar. Y aquí la filosofía se parece más a la ciencia.

De hecho, durante mucho tiempo fue llamada “madre de las ciencias”, porque al parecer to-

das las ciencias surgieron de ella y se fueron independizando de su tutela a medida que fue-

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ron acotando sus ámbitos de investigación y perfeccionando sus métodos. Pero a pesar de

haberse independizado, las distintas ciencias han conservado, supuestamente, un proceder

creativo y lógico que tiene que ver con la filosofía, y a este proceder es a lo que nosotros lla-

mamos pensamiento crítico. Proceder creativo, porque realiza especulaciones que no pare-

cen posibles sobre asuntos que ya parecen resueltos y no problemáticos. Proceder lógico,

porque trata de dar un cierto rigor argumental a esas especulaciones. Proceder artístico y

científico, al fin de cuentas, éste del pensamiento crítico.

Pero, ¿qué quiere decir pensamiento crítico?

El pensamiento crítico “Crítica” significa “separación”. El pensamiento crítico es, entonces, el pensamiento que sepa-

ra o que se separa. ¿Y qué separa el pensamiento crítico? Separa lo histórico de lo necesa-

rio, lo producido más o menos conscientemente, más o menos intencionalmente, de lo mera-

mente natural; separa lo que deberíamos saber que hemos hecho de lo que más o menos

inocentemente creemos que es y ha sido siempre así. ¿Y de qué se separa el pensamiento

crítico? Se separa de las propias convicciones, de las propias creencias, de los propios pre-

juicios, de las propias conveniencias, del bienestar, del consuelo y de la calma. ¿Y para qué

se separa de todas estas cosas tan buenas? Para alcanzar conocimiento. ¿Y por qué se se-

para? Porque todas estas cosas son obstáculos para el conocimiento, y es más probable que

nos conduzcan al fanatismo y la intolerancia, que no a la comprensión y al saber vivir los

unos con los otros.

¿Y cómo hace el pensamiento para producir todas estas separaciones?

El asombro y la duda Durante mucho tiempo se ha considerado al asombro y la duda como fuentes psicológicas

privilegiadas para ejercer el pensamiento. Nos asombramos cuando vemos algo nuevo y pro-

blemático, algo que no encaja en el paisaje de la cotidianeidad, o bien cuando vemos ese

mismo paisaje o alguna parte del mismo como algo nuevo y problemático, como si lo viéra-

mos por primera vez, como si lo viéramos en serio, con ojos más atentos, con interés, sin la

distracción o la indiferencia con que solemos mirar lo que nos rodea desde hace mucho tiem-

po. En este sentido, la mirada del que se asombra es como la mirada del convaleciente: aquel

que ha permanecido postrado a causa de una larga enfermedad y que, al recuperarse lenta-

mente de la amenaza de una muerte inminente, sale a la calle y respira como si fuera la pri-

mera vez que lo hace, y mira las cosas, que ha estado a punto de perder, con un detenimien-

to y una atención de niño, de extranjero.

Este extrañamiento del mundo tiene su forma más radical en el asombro por la propia exis-

tencia de todas las cosas, en el asombro de que haya algo y no más bien nada.

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Pero no todo extrañamiento de esta clase conduce a una reflexión filosófica. El asombro lo es

todo en ciertas meditaciones, pero es sólo un primer momento para la mayor parte de las

especulaciones.

Otro momento y fuente de esta desnaturalización de lo natural que constituye al pen-

samiento es la duda. La duda acerca de las enseñanzas y explicaciones recibidas, la duda

acerca de la convicción generalizada de que se vive del mejor modo posible y de que se cree,

se piensa y se hace lo que se debe creer, pensar y hacer, porque así se creyó, se pensó y se

hizo durante un tiempo suficiente como para que estas creencias, pensamientos y acciones

se estabilizaran como leyes naturales del creer, del pensar y del hacer.

La duda nos coloca en un lugar difícil. Cuanto más radical es la duda, más nos deja sin certe-

zas, en la inseguridad, en la intemperie. ¿Es posible que alguien quiera producir voluntaria-

mente esta intemperie?

El viaje, la intemperie Casi toda la historia de la literatura se ha valido de una única metáfora para mostrarnos lo

que somos y hacemos cuando buscamos el conocimiento del mundo y sobre todo de noso-

tros mismos: la metáfora del viaje.

Alguien que vive una vida más o menos tranquila, en el hogar paterno o en la propia

patria (esto es redundante), de repente decide o se ve llevado a abandonar ese mundo cáli-

do, confortable, conocido, donde no tiene que hacer ningún esfuerzo especial por compren-

der nada: ni los gestos de los hombres, ni sus costumbres, ni las cosas y su acostumbrado

transcurrir. Decide o se ve llevado (conviene no saberlo en un principio) a emprender un viaje,

generalmente por mar, por ese territorio cambiante, inestable, desconocido y amenazador

que sirve de perfecto contrapunto metafórico a la tierra firme de las certezas existenciales

abandonadas. Este personaje se encuentra en su viaje con otros hombres, pero son tan dife-

rentes de él mismo que no puede verlos como hombres, los ve como monstruos. (Este perso-

naje también se encuentra con monstruos, pero de verdad.) Este personaje descubre comar-

cas muy extrañas, con habitantes muy extraños, cuyas costumbres no logra descifrar. Este

personaje encuentra objetos que no comprende, cosas o pedazos de cosas a los que no lo-

gra atribuir un uso determinado; piensa que han sido forjados por seres enloquecidos o per-

versos; piensa que él mismo ha enloquecido, y se halla al borde de la locura. Piensa que está

soñando. Deja de pensar. Comienza a imitar las costumbres de cada nuevo lugar en que se

halla; trata de sobrevivir. Hasta que un día, así como emprendió su primer viaje, emprende

entonces el viaje de regreso. Este viaje es mucho más difícil de lo que pensaba. Pero final-

mente llega a su patria. Ahora no comprende ni los gestos de los hombres, ni sus costum-

bres, no comprende las cosas ni su desconcertante transcurrir. Es un extraño.

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Quizá este personaje vuelva un día a comprender las costumbres, los hombres y las

cosas de su pequeña comarca. Pero lo hará desde una distancia, desde una separación in-

evitable. Porque ha visto el mundo y, por sobre todas las cosas, porque se ha visto. Ahora se

conoce, y sabe que es imposible volver a integrarse insensiblemente al curso natural de las

cosas. Porque ya no hay curso natural de las cosas.

(b) FRAGMENTOS

EL PRINCIPIO

Dos griegos están conversando: Sócrates acaso y Parménides.

Conviene que no sepamos nunca sus nombres; la historia, así, será más misteriosa y más

tranquila.

El tema del diálogo es abstracto. Aluden a veces a mitos, de los que ambos descreen.

Las razones que alegan pueden abundar en falacias y no dan con un fin.

No polemizan. Y no quieren persuadir ni ser persuadidos, no piensan en ganar o en perder.

Están de acuerdo en una sola cosa; saben que la discusión es el no imposible camino para

llegar a una verdad.

Libres del mito o de la metáfora, piensan o tratan de pensar.

No sabremos nunca sus nombres.

Esta conversación de dos desconocidos en un lugar de Grecia es el hecho capital de la Histo-

ria.

Han olvidado la plegaria y la magia. Jorge Luis Borges

SOBRE LA PALABRA FILOSÓFICA

La palabra deseo viene del vocablo latino de-siderare, cuyo primer significado es comprobar y

lamentar que las constelaciones, los sidera, no den señal, que los dioses no indiquen nada en

los astros. El deseo es la decepción del augur. La filosofía, en tanto que pertenece al deseo y

que es quizá lo que hay en él de indigencia, comienza cuando los dioses enmudecen. Jean-François Lyotard

SOBRE EL CONOCIMIENTO

Casi en todas partes hay explosivos que quizá no tarden en cegar mis ojos. Me río cuando

pienso que esos ojos insisten en buscar objetos que no los destruyan.

Nadie puede a la vez conocer y no ser destruido.

Georges Bataille

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